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La Santa Biblia® Versión Reina-Valera (RV) Revisión de 1960 Sociedades Bíblicas
Unidas;
Dios Habla Hoy® La Biblia. Versión Popular© (VP) Sociedades Bíblicas Unidas,
1979;
La Biblia Al Día® – Paráfrasis© (BAD) Living Bibles International, Wheaton IL
60187, Spanish House & Unilit, Miami, FL 33172. 1979;
La Biblia de las Américas® (BDLA) Foundation Publications Inc., Anaheim, CA,
1986;
y,
La Santa Biblia© - Nueva Versión Internacional (NVI) Sociedad Bíblica
Internacional, Editorial Vida, Miami, FL 33166-4665. 1999.
En esta traducción el término “satanás” y otros que se le relacionan, no llevan mayúscula inicial. Se ha
hecho así para no reconocer a tal enemigo vencido ninguna preeminencia en la vida del creyente, hasta el
punto de incumplir las reglas gramaticales sobre nombres propios.
CAPÍTULO 3
LA TORMENTA
CAPÍTULO 4
PASTOR BURT
Algunas de las historias que cuento (sobre todo la siguiente) podrían ofender
a varios lectores. Mi esperanza consiste en que al exponer mis disparates y
las lecciones que he aprendido mediante los tratos de Dios, a muchos se les
puede evitar que caigan, mientras aprenden de mis errores. No es mi intención
revolver el barro o deleitarme con lo sórdido, sino que al descubrirme tal como
soy, puedo llegar a ser una bendición para los demás.
La Biblia declara que la verdad y la gracia vinieron por Jesucristo (Juan
1:17). Dios casó la verdad con la gracia. Muchos de los que se sientan en las
filas delanteras y piden gracia, se pueden encontrar en la fila trasera para
huir de la verdad. No saben que la verdad y la gracia forman una pareja y que
es imposible tener más gracia sin abrazar más verdad. Porque Dios graciosamente
me ha perdonado, eso no me hace mejor que cualquier otro hombre. Muchos creen
que entienden la gracia porque por la misericordia de Dios la han recibido,
pero si tampoco la ministran, demuestran que en verdad no la comprenden.
Como Dios nos bendijo y aumentó nuestra familia, formamos un grupo donde
había cinco niñas y cuatro niños. De alguna manera un grupo atrae a otro grupo
y siempre teníamos extras alrededor de la casa, amigos y compañeros de juegos.
Entre ellos hubo una niñita que apareció cuando tenía apenas cinco o seis años
de edad y vino a ser como parte de la familia. Yo acostumbraba a dedicarles
tiempo a los hijos, los cargaba ‘a caballito,’ jugábamos al escondite, y ella
compartía todo.
Los años pasaron y Marj, ocupada con el cuidado de tantos bebés, encontró
que esta niña en la medida en que crecía se hizo muy útil. Tomó voluntariamente
bajo su cuidado lavar los biberones, sacar los pañales sucios, ayudar con los
mandados, asear la cocina, encargarse de los pequeños, y muchas otras tareas
domésticas. Pasaron más años y llegó una navidad en que esta jovencita tenía
alrededor de doce primaveras. En el curso de las fiestas, la besé bajo la rama
de muérdago, y en mi orgullo (o en la imaginación) sentí que me lo agradecía.
Eso alimentó mis humos y engendró algo por lo que debo tomar toda la culpa. En
lugar de dar a Dios el crédito por lo que ella viera y admirara en mi persona,
lo tomé para mí solo. El engaño sutil en mi pensamiento consistió en creer que
la gente me quería por ser amable, en cambio de ver que la gracia de Dios en
mí me hacía ser amable.
Claro que era un hombre casado con familia y ella solamente una niña. Sin
embargo, se inició entre nosotros una aventurilla—pero sólo cuando mi esposa
estaba fuera de la casa. Las cosas que puedes hacer cuando estás en el curso
de un juego no las haces de verdad—en el juego se pueden extraviar las manos,
cosa que no se justifica en la verdad abierta. Puede ser un esfuerzo violento
o apenas excitante por un pañuelo, pero no es sino una máscara.
Usamos una etiqueta para los demás y otra etiqueta para nosotros mismos. Si
se trata de los rusos, decimos ‘espías,’ pero si es de nuestro país, decimos:
‘Agentes del Servicio Secreto.’ Si se trata de usted, naturalmente es
‘pornografía,’ pero si se trata de mí, no es más sino simple y pura ‘fotografía
artística.’ Si usted me corrige, digo: “¿Por qué no se mete en su negocio?”
Mas si yo lo corrijo, “Bueno, tan sólo trato de ayudar en alguna forma.” De
esta manera nos excusamos, en lugar de acusarnos. Si se tratara de algún otro,
lo llamaría “concupiscencia o lujuria.” Pero como se trata de mí, no era más
sino un “juego.”
La relación progresó hasta cuando la muchacha tenía cerca de 15 años. Estaba
encaprichada conmigo, cosa que yo alentaba, lo que era fácil de hacer, pues
siempre se mantenía en casa. Nunca llegué al punto de ser culpable legalmente
de abuso sexual con una menor de edad, pero sólo fue por la gracia de Dios.
Incluso así, anduve sobre hielo muy delgado.
Cuando tuvo 15 años, la mamá se acercó al pastor de nuestra iglesia donde
yo era uno de los dos pastores asociados. Se quejó que su hija no comía ni
dormía bien. Reconoció que la muchacha se encontraba obsesionada conmigo pero
echó toda la responsabilidad sobre mí. Esto me ofendió por dos motivos. El
primero porque no acudió directamente a confrontarme con la verdad (que es,
después de todo, el mejor modo de manejar todo problema). El segundo porque
fue a este pastor de cuya conducta escandalosa por sus amoríos todos conocíamos.
Marj y yo habíamos dedicado horas en la consejería de la infeliz esposa de este
hombre. Incluso hacía pocos días, la disuadimos de suicidarse, debido al lío
de faldas en que estaba metido su marido.
Cuando el pastor me buscó en la reunión, un arranque de auto-justicia surgió
en mi interior. Pensé. “Soy un lirio inmaculado en comparación contigo.” Ignoré
por completo mi conducta culpable, así como el hecho que necesitaba arrepentirme
de mi pecado y lavarme con la sangre de Cristo. Además, me era preciso poner
delante el fruto de mi arrepentimiento. Desde mi punto de vista, sólo se trataba
de un inocente devaneo con una escolar. Y, si me comparaba con él...nada que
ver. Así, pues, furioso, naturalmente lo juzgué.
Entonces salí de la reunión lleno de ira, mientras aseguraba a Grace, una
de mis pequeñas, en la parrilla de la bicicleta. Marj no había ido esa noche a
la iglesia, pues se quedó para cuidar a uno de los niños que estaba enfermo.
Inicié el recorrido de milla y media (2.4 km), hasta la casa, con una cólera
enorme y gran cantidad de juicios contra este pastor. Como consecuencia de los
días de la Segunda Guerra Mundial, no había iluminación en muchas calles y en
esa época todos los carros tenían capuchas sobre las luces por temor que los
bombarderos enemigos las vieran. Gran Bretaña sufrió mucho durante la guerra,
pues los aviones alemanes destruyeron con sus bombas casi un millón de
construcciones y viviendas en todo el país. Aunque estábamos en 1949, nos
encontrábamos en plena fase de reconstrucción. Así, el viaje de la iglesia a
la casa se hacía casi que en la oscuridad. Mi bicicleta tenía un pequeño
generador que al girar las ruedas servía para dar luz a una lamparita que
iluminaba el camino mientras hubiese movimiento. Pude ver más o menos bien
mientras llegué a la cima de la primera loma, pero todavía hervía con mis
juicios sobre el pastor.
Sabía que la sangre de Cristo me iba a limpiar de mis faltas si me humillaba
para reconocer la verdad. Aunque admití la verdad acerca de aquella niña, me
faltaba la verdad sobre el juicio que formé con respecto del pastor. Ardía
mientras bajaba la colina a eso de 30 millas (48 km) por hora. “¡Me hablas a
mí! ¡Soy un lirio inocente en comparación contigo!” De repente hubo un
estremecedor ruido chillón cuando la rueda trasera se pandeó y al torcerse
fuimos a parar en el fondo de una cuneta entre dos lomas. La luz del generador
desapareció y quedamos en un hoyo negro. Grace comenzó a gritar. No había
carros, ni un alma cerca. A ambos lados del camino no había sino árboles.
Estábamos completamente solos y Grace se quejaba a gritos. En la oscuridad no
podía ver nada ni tampoco me era posible mover la bicicleta. Deslicé la mano
hacia atrás, la puse bajo mi niña que lloraba y sentí algo húmedo y tibio que
goteaba. Supe lo que era. ¡Era la sangre de mi pequeña! ¡Su pierna quedó
atrapada entre la rueda retorcida! No sé cómo conseguí pasar mi propia pierna
por encima del manubrio y con todo el peso de mi cuerpo sobre la llanta torcida
recliné la bicicleta contra una pared en las sombras.
Allí, mientras Grace sollozaba y gritaba, en medio de las tinieblas,
frenéticamente procuré sacar las varillas de los radios que se incrustaron en
la pierna de mi niña y que parecía que iban hasta el hueso. Era una situación
imposible, mi pequeña que lloraba a gritos en el fondo de una cuneta oscura,
en esa colina, y como si fuera en el fondo de mi propia vida.
La presencia de Dios me dejó por completo mientras luchaba y clamaba: “Oh
Padre, no sé qué hacer.” Cada movimiento de los radios no hacía sino aumentar
el dolor de Grace que lloraba y sangraba profusamente. Por último me rendí.
Levanté en peso a mi niña, junto con la rueda dañada y empujé esa bicicleta
colina arriba en la negrura de la noche durante un período que me parecía como
una eternidad. Al fin llegamos a nuestra vivienda. Marj corrió afuera con una
linterna. Quitamos el cinturón de seguridad de la parrilla y no sé cómo pude
sacar los radios de la pierna de Grace. La entramos a la casa, la bañamos, la
vendamos y la llevamos a la cama. Nunca habíamos ido a un médico, pues siempre
buscamos al Señor para suplir nuestras necesidades, y en esta oportunidad
hicimos lo mismo. A Jesucristo encomendamos a Grace esa noche, la peor noche
de mi vida. Sus deditos salían a través de las barras de la cama, para buscar
los dedos de papá, mientras sollozaba y me unía a ella. Pasaron seis o siete
semanas antes de saber que nuestra pequeña podría caminar de nuevo, sin ningún
problema.
Todos nos expresaron su simpatía y su consideración y nos ofrecieron su
ayuda por este accidente. Pero no necesité hacer uso de esas manifestaciones.
Supe que Dios me había hablado esa noche. Tuve que hacer una división entre
dos temas, ya fuese porque Dios tratara conmigo por mi necedad al jugar con
los sentimientos de esa jovencita o porque había juzgado a mi hermano.
Finalmente vi que Dios tuvo misericordia, gracia y perdón para mi pecado,
pero no para mi orgullo. La Biblia no dice que Dios resista al pecador, sino
que Dios resiste a los soberbios (1 Pedro 5:5). Además, hizo provisión para
los pecadores: “Si confesamos a Dios nuestros pecados, podemos estar seguros
que ha de perdonarnos y limpiarnos de toda maldad, pues para eso murió Cristo”
(1 Juan 1:9 BAD). En efecto, unas líneas atrás el discípulo a quien Jesús amó,
pudo escribir: “...la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpiará de
todo pecado” (1 Juan 1:7 BAD). Supe eso. Pude comprobar en mí propio espíritu
el perdón de Dios para el pecado. Ahora bien, asimismo me fue posible
experimentar el otro principio—Dios resiste al orgulloso. El remedio para esa
condición es simple: “Humillémonos, pues, bajo la poderosa mano de Dios...” (1
Pedro 5:6 VP).
Dejaré esto para que el lector decida. Observe y estudie su vida y la vida
de los demás. Dios olvida por entero y borra las iniquidades pero no pasa así
con un pecado. La falta que no perdona es la imperdonabilidad. Es inútil tratar
de entrar a la presencia de Dios mientras mantenemos odio y amargura en nuestros
corazones contra algún hermano o alguna hermana. Él no nos recibirá y no
recibiremos nada de Él entonces, porque no hay perdón para la imperdonabilidad.
Hasta cuando perdonemos, como Jesús dijo: “Tampoco nuestro Padre celestial nos
perdonará.” Había fallado en este aspecto cuando un hermano a quien despreciaba,
me dio una palabra de Dios que desdeñé.
No rechazo las cartas porque el cartero tenga lodo en sus ropas. Quizá su
trabajo lo llevó a la intemperie, se mojó, se embarró, y no está limpio y
reluciente. Quizá no es tan pulido como me gustaría que fuese. Quizá se enredó
en alguna cerca y por eso su ropa está desgarrada. No rechazamos las cartas
porque el cartero esté sucio. Obviamente, hacemos una distinción entre el
mensaje y el mensajero. Sin embargo, en este caso, no la hice.
Por la gracia de Dios, se vio el fruto de mi arrepentimiento. También por
la gracia de Dios, en cierta forma pude resolver el capricho que esa jovencita
tuvo conmigo. Poco tiempo después, en un paseo a la playa, con toda intención
puse a esa niña al lado de un joven que me era muy simpático, y a quien siempre
había apreciado mucho. Se casaron hace muchos años y ahora tienen hijos ya
crecidos—el fin feliz de esta historia.
He aprendido que hay dos maneras de tratar con el orgullo. Puedo procurar
cubrirlo y controlarlo mientras aún lo alimento, o puedo hacerlo morir de
hambre. Tómese, por ejemplo, el caso de una mujer muy gruesa. El método de
enfrentar esa gordura en los días de la antigüedad, era el corsé que se apretaba
al máximo. La dama parecía mucho mejor de lo que en realidad era, porque el
corsé enfundó y apretó su carne. En la era victoriana, una criada empujaba con
su rodilla la espalda de su patrona mientras intentaba apretar fuertemente los
lazos del corsé. Así se daba la impresión de ser muy esbelta. En la actualidad
el corsé cedió ante la dieta. La mujer moderna cayó en la cuenta que es más
saludable eliminar la grasa que sobra, mediante la dieta, que enfundar la carne
en un corsé.
Al llevar esto al plano espiritual vemos el mismo principio en acción. Muchas
personas buscan encorsetar su vida carnal y ofrecerla como una realidad. Así
obra el orgullo—empuja la carne con suma firmeza y la hace aparecer mejor de
lo que en verdad es. La soberbia y el orgullo encorsetan la carne, no se libran
de ella. A la vida carnal la alimentan nuestras faltas, las rebeldías, y comer
lo que Dios ha prohibido estrictamente que se coma. La dieta de la salud
espiritual es por completo distinta. No comerás del árbol de la ciencia del
bien y del mal. En cambio, el hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca
de Dios. La palabra de Dios, trae y produce vida.
En el principio Dios prohibió al hombre comer del árbol de la ciencia del
bien y del mal. “16...De todo árbol del huerto podrás comer, 17mas del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17 RV). Si comes de este árbol, entonces
decides por ti mismo lo que es bueno y lo que es malo, y de tu conocimiento
crece tu orgullo. A partir de tu orgullo, juzgas. Juzgas porque ‘sabes’ lo que
es bueno y lo que es malo, pero si no sabes, no puedes juzgar. Ahora, en lugar
de tener a Dios, has venido a ser Dios, como el diablo predijo en el huerto:
“Ustedes serán como dioses al conocer el bien y el mal.” Al seguir con la
comida de ese árbol prohibido, el hombre alimenta su carne y produce la
abominable vida carnal que Dios aborrece y condena a muerte.
Entonces, ¿cuál es la respuesta? La única forma de tratar con la vida carnal
es por medio de un cambio en la dieta: “...no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo lo que sale de los labios del Señor” (Deuteronomio 8:3 VP). Si rehúsa
comer de ese árbol de muerte, y en cambio, vive por la Palabra de Dios que sale
de sus labios, el hombre puede andar con Dios. No tendrá que encorsetar su
orgullo carnal sino en verdad reconocerlo muerto. Como no sabe, no juzga por
lo que ven sus ojos o por lo que oyen sus oídos, sino por la palabra que sale,
entonces tendrá la dulce y bendita condición de andar en la Verdad que es
acepta delante de Dios.
Cuando nació nuestro séptimo bebé, Rachel, y como nuestros ingresos eran muy
bajos, la comadrona sugirió: “Ustedes pueden conseguir auxilios familiares,
por ejemplo, beneficios de maternidad.” Marj le contestó: “Oh, no. Arthur no
puede obtener esos beneficios porque nunca pagó impuestos.”
“Si los consigue o no, tiene la obligación de pagar los impuestos,” ella
dijo.
“Bueno,” concluí yo, “la Palabra de Dios dice: ‘Dar a Dios lo que es de Dios
y a César lo que es de César,’ entonces iré y les someteré ese asunto a ellos.”
Cuando fui a la oficina del gobierno, hicieron el cálculo de mis obligaciones
pasadas con ellos y me presentaron una cuenta enorme que ascendía a varios
centenares de libras. Les dije: “Ni aun tengo eso en chelines. Ni siquiera sé
si tengo esa cantidad en peniques.”
Me preguntaron: “¿Cómo que no?”
Entonces les expliqué: “Bueno, vivo por fe, es decir, no por fe en las
personas de Dios, sino por fe en el Dios de las personas. Dios puede usar a su
pueblo, pero no necesito darles a conocer mis necesidades a ellas. Dios
satisface mis necesidades y vivo por fe.”
El funcionario del gobierno dijo que no sabía acerca de ese negocio de la
fe. “Todos sabemos que usted debe pagar su obligación con la sociedad,”
insistió. “Si usted no hace lo suficiente como predicador a fin de pagar esta
deuda, entonces tendrá que ponerse a conseguir un trabajo.”
“Muy bien,” aseguré, “Dios me dio dos manos. No temo trabajar. Conseguiré
un empleo.” Y así lo hice.
Solicité un puesto en una firma de Nottingham para vender cocinas de gas.
Necesité dos semanas desalentadoras de viajes interminables calle arriba y
calle abajo antes de colocar la primera. Cuando la señora dijo: “Sí,” sentí
que la debería abrazar, pero no lo hice, afortunadamente. Después de esta
primera, se evaporó el desaliento y comencé a vender más que cualquier otro
hombre del equipo de vendedores. No había duda, era la bendición de Dios.
El gerente me llamó ‘el vendedor que golpea con la Biblia.’ Era tan ingenuo
(“verde”) que al principio no vi lo que este pícaro hizo conmigo. Cada semana
me ensalzaba y me elogiaba, pero también cada semana abría el sobre de mi paga
antes que yo lo recibiera. Pasaron semanas sin caer en la cuenta y descubrir
que mientras me hablaba, en realidad robaba algo del dinero de mi salario.
Finalmente, hice una gran venta a un cliente que quería comprar 250 cocinas.
Estaba muy emocionado, pobre tonto de mí. Fui a la gerencia y le dije al hombre:
“¿Cómo le parece? Esta mañana conseguí un pedido de 250 cocinas.”
“Oh, fabuloso,” exclamó. “Pero eso es demasiado grande para que usted lo
maneje. Deje que me haga cargo por usted.” Como es algo natural, toda la
comisión fue para él, sin que me participara nada.
Aunque esa jugada me mortificó mucho, en realidad me hizo despertar. La
discutí con otro compañero del equipo quien me confió que iba a dejar la firma
para irse a trabajar con su hermano. “Mi hermano comienza la semana que viene
con ollas de presión. ¿Quiere estar con nosotros?”
Me fui con él y me uní a un equipo de seis vendedores de ollas en Nottingham.
Decía la misma historia arriba y abajo a las puertas de todas las casas: “Bueno,
mi querida señora, usted comprende que cada vez que levanta la tapa en una olla
ordinaria, se pierde la presión. Las vitaminas se escapan en el vapor y
decoloran sus paredes en lugar de fortalecer su organismo y, claro está, el de
su familia. Usted necesita una olla de presión. Una vez que la instala, mantiene
toda la bondad en...” Luego venía el puntillazo: “Le haré una demostración y
voy a preparar sus alimentos, papas, vegetales, carne, etc.” Siempre lo hacía
y con esas demostraciones, nueve veces de cada diez, me compraban la olla.
Me comencé a cansar del viaje de ida y vuelta a Nottingham, todos los días
17 millas (27.2 km) en la mañana y otras 17 en la tarde. Pensé: “Esto es
estúpido. ¿Por qué tengo que viajar 34 millas (54.4 km) a mañana y tarde para
andar arriba y abajo por las calles de Nottingham? Más bien me dedicaré a andar
por las calles del área de mi hogar en Mansfield.”
Cuando hablé con Jim, el patrón, me dijo: “No me importa lo que hagas, con
tal que vendas.”
Después de cierto tiempo, Dios me había bendecido tanto con las ventas que
mi patrón me buscó para decirme: “¿Sabes que tengo un equipo de seis hombres
en Nottingham que no venden lo que tú vendes?”
“Eso se debe a la gracia de Dios,” le expliqué.
“No tengo ganas de saber cómo lo llames,” replicó Jim. “Me interesan los
resultados. Te quiero preguntar esto: ‘Si suspendo mi equipo de seis hombres,
¿te pondrías a negociar por tu cuenta?’ Te puedo dar toda mi bodega. Serías mi
único agente y sé que puedo confiar en ti.”
Así lo hice. Me metí en el negocio y saturé toda el área con ollas de
presión. Luego me dediqué a vender otras mercancías, frazadas, alfombras,
sábanas, relojes de pulsera y relojes de pared, e incluso anillos de boda a
plazos, para pagar cinco chelines semanales. Organicé mi propio sistema de
crédito, pues ofrecía artículos con una libra de cuota inicial y el pago de
una libra cada mes.
Entre más tenía que ver con el dinero de la gente, más tenía que ver con sus
vidas. Fui como una especie de Papá Noel por toda el área y con frecuencia
llegaban a solicitarme dinero en préstamo. A veces yo les compraba cosas que
tenían en venta. Las compraba aquí de A y las vendía en otro pueblo a B.
Aunque tuve una clientela muy difícil, hacía todo lo que estaba a mi alcance
para ayudar a las personas. Así como ministraba en las reuniones de la noche,
ahora ministraba entre mis clientes. Con mucha frecuencia tenía que mostrarles
gracia, cuando se atrasaban en sus pagos, mas supe que también esto era parte
de mi ministerio. Dios me dio favor con todos ellos—tal como mi buen amigo y
yerno Bob Vasey, que tiene una lavandería pequeña. Al ministrar a sus clientes,
Bob hace mucho más que lavar sus ropas. Yo hacía lo mismo, al saber que el
Padre me había puesto en ese negocio para los negocios de su Hijo.
En una casa a la que visitaba, vivían varias personas que habían estado
dentro y fuera de la cárcel en diversas ocasiones. Uno de los hijos me decía
en una de mis visitas que su cena venía de lo alto, pues se refería a que en
una pelea de borrachos arrojó el plato con su comida al techo, donde permanecía
adherido. Nunca se molestaban en limpiar toda la suciedad. Siempre que iba a
esa casa los encontraba dedicados al juego con grandes juramentos. “Modera tu
lengua,” se corregían entre sí, “Mr. Burt es un hombre de iglesia.”
Les hablaba acerca del Señor y me oían. Para ellos fui más que un predicador,
pues Dios me hizo ser su amigo en tiempos de necesidad. Les cortaba el cabello,
les visitaba en la cárcel, procuraba resolver sus problemas y mediar en sus
discusiones. A veces tuve la impresión que me tocaba abrir algo así como una
prendería. Casi que pude haber hecho instalar las tres bolas de bronce
tradicionales que en nuestro país señalan una casa de empeños, sobre la entrada
de nuestra vivienda.
El hombre que vivía frente a nosotros, al otro lado de la calle, Ron Griffis,
con frecuencia venía a la casa o enviaba a uno de sus chiquillos, siempre para
prestar algo, desde una taza de azúcar hasta mi carretilla.
“Mr. Burt, ¿le sobra una botella de leche para prestarnos? ¿Me puede prestar
un destornillador? Mr. Burt, ¿tiene un martillo que me preste?”
Le facilitaba lo que necesitaba cuando lo pedía, pero al final llegué a un
punto en que mi gracia se agotó. Le dije a Ron con aspereza: “¡Vea! Cada vez
que quiero usar una de mis herramientas tengo que pedirle a usted que me la
devuelva—¡mi carretilla, mi azada, mi pala, mi destornillador, mi sierra! No
me importa prestárselas, pero por lo menos regréselas a mis manos. Ahora,
¿dónde está mi azada?”
“Bueno, envié a David con ella,” Ron contestó. Le repliqué: “¿Cuántos años
tiene ese niño? Ni siquiera cinco, ¿verdad? La azada no aparece. No la tengo
en casa, ni usted tampoco la tiene.”
Ron dijo que lo sentía. “Bueno, más lo siento yo. Ahora hemos perdido mi
azada.” Para bien o para mal, quise terminar con esta cuestión de los préstamos
a toda hora. “Oiga,” le dije. “Usted y yo vamos a ser buenos amigos si nos
mantenemos cada uno en nuestro lado de la calle.”
Esto duró una temporada muy corta y luego, poco a poco, volvimos de nuevo a
lo mismo de antes. Me reblandecí y le presté otra vez mis herramientas con esta
condición: “Regrésela cuando termine.”
Por esta época compré una carretilla nueva. Ron cruzó la calle y me preguntó:
“¿Tiene una carretilla nueva, Mr Burt?”
“Sí,” respondí. “Pero, ni siquiera la piense, amigo.” Le di la carretilla
vieja pero no pasó mucho tiempo antes que cayera sobre la nueva. Atravesé la
calle para recuperarla y ahí estaba en su huerta, llena de agua y con las
primeras señales de comenzar a oxidarse. Esto me hizo explotar. “Mire, hemos
vuelto a repetir la historia. Le presto mis cosas y...”
Todos los jueves llegaba a pedirme que le prestara cinco chelines a fin de
tomar el bus para ir al trabajo el viernes, cuando recibía su paga y así
sucesivamente. Esto se convirtió en una práctica regular. Si por casualidad yo
estaba fuera y no le podía prestar el dinero del jueves, manifestaba su disgusto
por medio de quejas: “Usted salió y no pude conseguir prestados los cinco
chelines...” como si tuviera algún derecho al respecto. Tuve otra explosión.
El ciclo siguió una y otra vez, una y otra vez.
Hubo un período en el que cada uno guardó su propio lado de la calle y en
esos días tuve un problema mecánico con mi camioncito Hillman. Procuraba
arreglarlo cuando Ron apareció a mi lado.
“¿Problemas, Mr Burt?”
Pensé: “¡Oh, no! Simplemente lo volveré pedacitos por el placer de
divertirme.” Pero, en cambio, dije: “Algo no anda bien.”
“Le voy a decir algo, Mr Burt. Usted necesita tres manos y solamente tiene
dos,” observó.
Le pregunté: “¿Cómo? ¿Qué quiere decir?”
“Páseme ese destornillador,” dijo. “Ahora, sostenga eso. Entre y déle
arranque.”
Le di arranque y prendió, aunque casi querría que no lo hubiese hecho.
Aprendí el principio que todos estamos interconectados en el Cuerpo de Cristo.
Dios puede conectarnos con el miembro más desagradable, como Ron casi
ciertamente lo era en mi afecto, pero habría preferido pensar: “No lo necesito.”
Una mañana llevé a la familia a la playa para salir del pueblo. Había
trabajado en mi huerta, con un cultivo de unos cuantos tomates. Era como muchos
otros hombres que tienen tomates en un pedacito de invernadero—algo así como
una enfermería en una clínica donde cuidan muchos bebés. Todos los días los
observaba crecer, los regaba, los limpiaba, y los abonaba.
Cuando regresamos de nuestra salida a la playa, encontré abierta la entrada
de mi huerta y allí estaban tres de los niños de Ron.
Les grité: “¿Qué hacen ustedes aquí? ¡Váyanse! ¡Fuera! No tienen nada que
venir a hacer mientras no estamos en la casa.”
“No hemos hecho nada, Mr Burt,” me aseguraron. “Simplemente hemos puesto sus
manzanas en los escalones de su puerta.”
“¿Cuáles manzanas?” Pensé. “No tengo manzanas.” En una carrera me fui a la
entrada y allí estaban mis tomates, todos en fila, como soldados. Exploté:
“¡Lárguense de aquí! ¡Fuera! ¡No los quiero ver de nuevo jamás en mi casa!” Le
aullé a Ron: “¿Por qué no puede mantener a sus niños en su lado de la calle?”
De esta manera nos volvimos a dividir.
Luego tuvimos un invierno horroroso con tremendas nevadas. Se nos acabó el
carbón y la nieve era tan alta que incluso si hubiésemos tenido todo el dinero
del mundo, dudo que podríamos haber conseguido que el carbonero nos trajera
carbón hasta nuestra casa. En el área teníamos amigos que nos podrían facilitar
algo de carbón, pero nos aislaba la nieve. Desesperadamente comencé a deshacer
tablas y muebles viejos para conservar encendido el fuego.
El único contacto con el mundo exterior era Ron, nuestro vecino del otro
lado de la calle. Pasó y preguntó: “Mr Burt, ¿todos ustedes están bien? ¿Tienen
suficiente carbón?” Era inútil decir una mentira. “No,” reconocí, “se nos
acabó.” Ron agregó: “No me gustaría saber que ustedes no tienen fuego.” Era de
esos mineros a quienes les asignaban una tonelada de carbón al mes, como parte
de su salario, y el sitio donde lo almacenaba siempre estaba repleto. “Si
necesita carbón, déjemelo saber.” Admití: “En efecto, podría necesitar algo.”
Con una gran sonrisa y con ojos resplandecientes, Ron puso el carbón sobre un
trineo. “Usted sabe, somos buenos vecinos Mr Burt. Buenos vecinos. ¿Podría
prestarme cinco chelines hasta el viernes?” Así comenzamos otra vez con los
préstamos. Me vi obligado a aceptar que Dios me había conectado con ese hombre.
Diane, una de las niñas menores de Ron, acostumbraba a correr hacia mí cuando
iba a hacer mis rondas y me decía: “Mr Burt, ¿me puede dar una vuelta?” A veces
la llevaba hasta el fin de la calle, pero ese día estaba atrasado y le dije:
“Dianita, lo siento. No te puedo dar la vuelta hoy.” Entonces suplicó: “Oh,
por favor, Mr Burt, apenas una vuelta pequeña.” Le contesté: “Muy bien, te
llevaré sólo hasta el segundo poste. Estoy de afán y no te puedo llevar más
lejos.”
Después de terminar mi trabajo, me dirigí a la casa. Inmediatamente, Jack,
un inquilino que vivía con la familia de Ron, llegó en carrera, atravesó la
calle y me llamó: “¡Mr Burt! ¡Mr Burt!” Noté un carro de la policía fuera de
la casa de Ron y le pregunté. “¿Qué pasa?” Me contestó Jack: “Es Diane. Ron y
su esposa salieron para visitar a la madre y dejaron los niños conmigo. La niña
bajó hasta el fin de la calle. Tenía un frasco de mermelada vacío, pues iba
hasta la laguna a buscar renacuajos. Mientras cruzaba la calle, la atropelló
un bus. ¡Está muerta!”
Fue un accidente espantoso. La niña quedó entre la rueda y el guardabarros
y su cuerpecito se destrozó. El médico recobró una pierna al lado de la vía y
tuvieron que mover el bus con una grúa para sacar los restos del cuerpo de
Diane. El pobre conductor del bus debió ser llevado al hospital en estado de
choque. Conduje a Jack hasta donde estaban los padres de Diane que quedaron
deshechos con la noticia de la muerte de su pequeña. Olvidamos todas nuestras
diferencias; puse mis brazos alrededor de ellos y lloramos juntos. Todo el
incidente no tuvo que haber sucedido. Se suponía que los niños iban a la escuela
ese día, pero después que Ron y su señora salieron, Jack no se molestó en
enviarlos a estudiar. Fue trágico. A todos se nos rompió el corazón. Hice todo
lo que pude para demostrarles el amor de Dios y ayudarlos en su pena. Poco
después de esa desventura, los Griffis se mudaron de residencia y perdimos
contacto con ellos.
En 1958 Dios me habló y me dijo por primera vez “andar la tierra” con el
evangelio. Más o menos por el mismo tiempo, las reuniones comenzaron a perder
su vitalidad.
Acostumbraba a maravillarme y a preguntarme dónde nacía el decaimiento
espiritual y ahora lo sé—en un determinado instante ocurre la madurez y casi
de inmediato viene la podredumbre. Cuando el fruto está cuidadosamente maduro,
deja el árbol. Ese momento de separación significa el fin de la savia, el fin
de la vida. Ahora la sonrosada manzana está lista para cumplir el propósito de
Dios. En el proceso de ser consumida, pierde su identidad, va al cuerpo donde
lo refresca, lo fortalece y se hace parte de él. A esto se refirió Jesús cuando
dijo que deberíamos llevar fruto y que por nuestro fruto se nos debería conocer.
El propósito último y definitivo del ministerio en el pueblo de Dios no puede
ser otro sino la pérdida absoluta de la identidad. El fruto maduro desaparece
y se asimila en el cuerpo, pero si no es comido, se pudre.
En este avivamiento que hemos experimentado, fuimos completamente
egocéntricos. Fuimos el pueblo que Dios alistaba. Más monásticos que los monjes
porque éramos “especiales,” no nos juntamos ni nos mezclamos con los demás. No
existía ningún otro y a nadie se le consideraba digno de relacionarse con
nosotros. El concepto de ser especiales creció con los años.
Fue un proceso sutil tan lento como lo fue nuestra actitud acerca de la
visitación extraordinaria, que comenzó a producir algo de podredumbre en
nosotros. Éramos EL pueblo y la sabiduría iba a morir con nosotros. Fuimos la
lluvia tardía. Dios nos había visitado. Como ellos no nos entendieron, se
quedaron por fuera y por eso nos separamos de otros grupos cristianos.
Después de todas las maravillosas bendiciones que habíamos recibido, nuestra
atención se apartó del Señor y se centró en nosotros mismos. De modo gradual
el pueblo vino a depender cada vez más, ya no de la voz de Dios que emite una
palabra viva que sale de sus labios, sino de la voz de un hombre—el líder de
nuestra iglesia. De manera casi imperceptible, nos apartamos de los propósitos
de Dios para que oyéramos y siguiéramos su voz. Se debe recordar que el Señor
Jesús había dicho: “Mis ovejas oyen mi voz...” (Juan 10:27 RV). Nunca dijo:
“Mis pastores oyen mi voz.”
Principié a darme cuenta que si continuaba con este grupo, participaría del
decaimiento que se infiltraba en medio de todas las capas del pueblo de Dios,
y que tendría que renunciar a mi derecho de primogenitura a fin de oir la voz
de Dios para mí mismo. Como siempre, sucedió lo obvio. Llegó el tiempo en que
debía separarme o perder lo que recibí de Dios. Aunque había estado allí por
muchos años, Dios me habló y me ordenó salir e irme.
Tan pronto como definí una posición contra la esclavitud que se establecía,
entré en conflicto con el hermano que tenía a su cargo las reuniones. Me
persuadió para que no me fuera sino que me sometiese, lo que hice durante otro
año.
En el curso de esos meses percibí la presión del Espíritu Santo y oí la voz
de Dios que me hablaba como lo había hecho en la antigüedad: “¿Hasta cuándo
vas a ser negligente para ir a poseer la tierra que Dios te ha dado?” (Josué
18:3. Versión personal).
Después de 12 meses, cuando tomé mi decisión y dije que me iba, el líder de
la iglesia declaró que había dejado a Dios y vendido mi primogenitura. Mi hijo
mayor estuvo de acuerdo con él y me dejó casi por 25 años. Gracias al soborno—
dinero y ropas finas que le dieron, convencieron a mi pequeña de 12 años para
que se apartara de mí. Incluso Marj se apartó del compañerismo conmigo por dos
años. Todas las noches iba a las reuniones, y como una drogadicta recibía su
dosis que la inmunizaba en mi contra. Los hermanos la habían convencido que si
iba a seguir el camino de Arthur, terminaría en el sequedal del desierto—como
consecuencia de seguir a su esposo antes que a Dios.
Después de mi partida, la servidumbre entre las personas vino a ser tan
extrema que aun consultaban con el líder si estaría dentro del orden divino
comprar un sobretodo nuevo. Esta gente perdió la libertad en el Espíritu y el
derecho que cada creyente tiene de oir y seguir la voz de Dios.
Marj sostuvo esta batalla durante dos años terribles, desgarrada entre la
lealtad a su esposo y todo lo que los ancianos le habían enseñado. Como se
colapsaba, y no era capaz de seguir en la lucha, se fue y se unió a mí. Fue un
tiempo traumático de escudriñar el corazón en medio del dolor. Incluso hubo
una sugerencia entre aquellos que se quedaron, que yo podría caer muerto. Nunca
supe si lo decían en sentido figurado, o espiritualmente o en ambos. Esto hizo
que me mantuviera con temor y temblor, siempre vigilante de mi vida en todos
sus aspectos.
CAPÍTULO 8
“LAS REUNIONES DE LA GLORIA”
A medida que pasaban los meses, hice relaciones nuevas con algunos hermanos
en Mansfield que llenos de gracia se levantaron conmigo y me ayudaron en
aquellos tiempos tan difíciles. Agradezco a Dios por hermanos como Alf Hardy y
Jack Hardy, que ahora está en el cielo, y Ken Hartley. Eran hombres amorosos
de gran sensibilidad y, de la misma manera fueron muy prácticos en la expresión
de su amor hacia mí y mi gran familia.
Nuestra familia había crecido con los años. Peter nació en 1941; Miriam lo
siguió en 1943; luego Joseph en 1945. Pamela apareció en 1946, Grace llegó en
1948 y Stephen menos de dos años más tarde. En la primavera de 1951, Marj me
obsequió con Rachel y luego de un intervalo de cuatro años dio a luz a nuestra
última hija, Beryl. Después, en 1958, nació el “cuba” de todos nuestros hijos,
Andrew. El hogar estaba lleno de vida.
Me volví a relacionar con un hermano cuyas huellas había perdido 25 años
antes. Durante este período Dios bendijo a Henry en sus negocios y ahora tenía
cuatro o cinco tiendas en Newark. En una temporada navideña anunció una gran
fiesta de Navidad en su almacén. Todos los pequeños de Newark estaban
emocionados porque Santa Claus iba a venir para distribuirles juguetes. Ese
día Henry orgullosamente observaba la clamorosa muchedumbre que respondía a su
publicidad. Mientras lo hacía, Dios lo tocó con estas palabras: “Dije de mi
Hijo que si fuera levantado, atraería a todos los hombres a Él, pero levantaste
a Santa Claus y has atraído a toda la gente hacia ti.”
Henry, quebrantado y contrito, se fue a su casa y entró a una piecita debajo
de las escaleras. Allí lloró una semana ante el Señor y salió con la unción de
Dios sobre él. Aunque no era un predicador elocuente, el ministerio de Henry
fue muy efectivo. Sin embargo, siempre tenía problemas.
Cuando un individuo se ahoga, el primer trabajo de quien lo rescata consiste
en sacarlo del agua y el segundo es sacar el agua del hombre. La respiración
artificial se diseñó para hacer desde el exterior, lo que los pulmones deben
hacer desde el interior. Esto tiene una contraparte espiritual. Si se ve a una
gente en pecado y esclavitud, la primera labor es sacar a esa persona de la
servidumbre y la que sigue es sacarle la esclavitud a la persona. Este era el
ministerio de Henry.
Que era hombre de empresa muy activo. También fue siempre inconforme y nunca
hizo lo que creí que debería hacer. Con su acordeón suspendido del cuello era
impredecible en las reuniones cuando se dejaba guiar por el Espíritu Santo.
Como el rescatador que administra respiración artificial, Henry orientaba,
consolaba, exhortaba a quienes medio ahogados en la tradición, la incredulidad
o el orgullo, fallaban en responder a las señales del Espíritu.
Muchas veces en las reuniones hacía un llamamiento: “Aquella hermana allí—
no, no mires para atrás—eres tú, con el sombrero verde. Ven. Si no vienes iré
y te haré subir.” Y lo hacía. La pobre mujer pasaba temblorosa al frente, y
allí había manos amables, listas para levantarla a la tarima. “Oh, cómo me
gusta ese sombrero. Sale con el abrigo,” sonreía él. “Vamos, hermanos. Salúdenla
con un aplauso.”
Acostumbraba a quejarme en silencio: “¿Qué es todo esto? ¿Una cantidad de
personas que aplaude porque el sombrero de una mujer va bien con su abrigo?
¿Dónde me he metido?” Consideraba las reuniones de Henry sin profundidad,
vacías, irreverentes y sin espiritualidad, sobre todo cuando los asistentes
encadenaban sus brazos como en una fiesta.
Veía que las personas marchaban arriba y abajo, abajo y arriba, mientras
cantaban y entonaban coros. No hice sino criticar todo en las reuniones de
Henry, y mi actitud producía un iceberg de soberbia y orgullo que entraba hasta
lo más íntimo de todo mi ser. Una noche tuvo lugar una ‘marcha de Jericó’
alrededor de la sala y, de pronto, el Señor me habló: “Detén tus juicios.
Comienza a marchar y entonces tu helado corazón se derretirá.”
Respondí con sarcasmo y burla: “¿Yo? ¿Unirme a esa banda de locos?” Todos
cantaban y alababan con gritos, pero desde mi actitud de superioridad me
parecían como chiquillos de primaria. Simplemente los despreciaba. Ni aun me
gustó el nombre de esas reuniones. Henry las llamaba “Reuniones de la Gloria
de Henry,” y supe que eso no estaba bien. La gloria es de Dios, no de Henry.
Juzgué y siempre que juzgo, Dios trata conmigo. Sin embargo, Dios me mostró
que si bien ese grupo de cristianos carecía de madurez, Él tuvo gracia y
misericordia para su inmadurez. Y que no las tenía para mi soberbia, aunque
creí que sabía mucho más y que era mejor que todos ellos.
Cuando por último entré en la señal del Señor, me puse en fila con la gente
que cantaba y marchaba por el salón. Antes de ese instante nunca toqué una
pandereta o aplaudí al compás de la música. Como un trozo de hielo que cae en
agua hirviente, algo dentro de mí comenzó a fundirse. En esas reuniones
principié a experimentar el aliento de Dios que me bendijo tan pronto detuve
mi juicio acerca de las personas y me uní a ellas.
Muchos años después me asocié con Henry, que dio la bienvenida a mi
ministerio en sus reuniones de gloria por toda Inglaterra. Aprecié que Henry
podía dejar a las personas libres aunque no supo cómo ministrarles para que
mantuvieran esa libertad. Era algo como abrir un agujero en la tina y no poner
el tapón. Mientras viva estaré agradecido por el día en que conocí a este
hermano, si bien no siempre estuve de acuerdo con él en todo.
Un día en 1960 Henry vino a mí con un mensaje: “Hay un hermano de nombre
Archie Friday allá en Paddock Wood en Kent,” dijo “a quien le gustaría que
fueras para servirle de copastor en la iglesia.”
Fui hasta Kent para conocer a Archie, sin saber que sería parte de mi vida
por los siguientes veinte años. Era un hombre de negocios que tenía dos o tres
talleres de mecánica para el arreglo de automóviles y que también fundó y
financiaba la iglesia en Paddock Wood.
“Es apenas una congregación pequeña,” explicó Archie, “y no habrá ingresos
suficientes para ti y tu familia tan numerosa. Si quieres trabajar, te puedo
encontrar algún trabajo.”
“El Señor me ha dado dos manos,” respondí, “y por la gracia de Dios, no le
tengo miedo a trabajar.”
Los hermanos Hardy prometieron tomar una ofrenda que me ayudaría en el
traslado cuando estuviera listo y por eso estuve muy agradecido. Vinieron
semana tras semana a preguntarme: “¿Cuándo te mueves?”
No les podía decir muy bien que esperaba que ellos levantaran la ofrenda
antes de poder decirles que me iba, pero ese era el punto. No tenía nada de
dinero para la salida. Mi tía Ada, que tenía ochenta y ocho años en esa época,
me habló acerca de esto: “Entiendo que aceptaste una invitación para ser el
copastor de una obra en alguna parte del sur.”
“Sí, señora,” le dije.
Me preguntó: “Bueno, ¿y por qué no te has ido?”
Le expliqué: “Porque no tengo el dinero.”
“Bien, te diré algo,” replicó. “Contribuiré con 10 libras. He ahorrado esas
10 libras para mi funeral, pero, aquí entre tú y yo, cuando me haya ido a estar
con Jesús, no me importa lo que hagan con mi cuerpo.”
Ahora parece tan patético hablar sobre esa suma pequeña de dinero. Fui a la
agencia de viajes que los de la mudanza nos escogieron y pregunté cuánto
costaría. Me dijeron 44 libras que era una suma enorme para esa década de 1960.
Entonces averigüé en la estación del ferrocarril donde el agente me dijo:
“Pondremos un contenedor en su puerta. Lo empaca, lo llena y luego usted será
el responsable de desempacarlo en el punto de llegada. Le cobraremos 19 libras.”
Con las 10 libras de la tía Ada para la cuota inicial, ordené el contenedor
y prometí pagar el resto en el otro extremo. No lo tenía pero creí que Dios lo
iba a enviar.
En compañía de dos de mis muchachos, Joseph y Steve, con el recurso de pedir
un aventón a los automovilistas, emprendí el camino a Kent, donde una excelente
dama nos abrió su casa. “Su familia puede quedarse aquí un mes,” nos ofreció.
Así, pues, teníamos un sitio de aterrizaje por 30 días.
Regresamos a las Midlands los muchachos y yo con el mismo sistema de la ida,
y comenzamos a llenar nuestro camioncito tanto como lo podíamos cargar para
nuestras necesidades inmediatas. El contenedor con todos nuestros muebles ya
había salido para Kent.
Mientras nos alistábamos para partir, uno de los hermanos Hardy me habló:
“Hermano Burt, el Señor me ha dicho que pague su arriendo por ocho semanas. Si
algo no sale bien en Kent y debe volver, puede regresar aquí.” Agradecí de
corazón, porque mi madre y mi tía Ada aún ocupaban la casa.
Al mudarnos a Kent habíamos establecido una cabeza de puente. En la invasión
a Normandía las tropas aliadas cruzaron el Canal y pusieron una cabeza de
puente en la costa normanda, antes de lanzar la verdadera ofensiva contra el
poder del ejército alemán. En miniatura, nuestra llegada a esos cuarteles
temporales fue algo por el estilo. Virtualmente sin dinero moví mis cosas pues
creí que Dios completaría el valor del transporte. Con la familia llegué a
Kent, justo a tiempo para una reunión. Había puesto los últimos diez chelines
en el tanque de gasolina del camioncito. No teníamos más dinero ni tampoco
comida. Contábamos con el alojamiento en la casa de una hermana, pero ella no
podía suplir todas nuestras necesidades.
Llegamos a Herne Bay y nos unimos a la reunión precisamente antes de la
pausa para el té. Varios a quienes conocía me saludaron calurosamente, “Hola,
Tío Arthur.” Cuando algunos se acercaron para charlar, noté que una señora
pequeñita escuchaba en el exterior del grupo. Todos ignoraban mi estado—que no
tenía ni un centavo ni tampoco comida. Tan sólo sabían que Tío Arthur de las
Midlands iba a vivir en el sur y hablaban con mucha emoción de mi traslado.
Luego percibí que la señora pequeñita se me aproximó. De repente, con la rapidez
de una flecha se adelantó, puso algo en mi mano y con igual velocidad
desapareció entre los circunstantes. Abrí la mano y encontré un billete de
cinco libras. Miré el reloj. Faltaban quince minutos para las seis. Como sabía
que todas las tiendas cerraban a las 6:00, me moví mucho más rápido de lo que
me había movido en mi vida.
Hice una compra para cambiar el billete y repartí a la familia en diferentes
direcciones a fin de comprar alimentos: Leche, pan, mantequilla, cereales,
queso, mermeladas. Estábamos super agradecidos de recibir la provisión del
Señor en el último minuto y también por lo mucho que pudimos comprar con ese
dinero. Ese fue nuestro tiempo más difícil en Kent.
Después de un mes nos mudamos a una casa móvil en Hill Top Farm, hermoso
distrito rural, lleno de manzanos y ciruelos. Ya habíamos matriculado a los
niños en la escuela de Maidstone, a unas pocas millas, y cada día los llevábamos
a la estación del tren para enviarlos a sus clases. Todos estaban felices,
excepto Beryl, que a veces lloraba. Le secaba las lágrimas, la consolaba, la
estimulaba, hasta que al fin se acostumbró a la nueva casa.
Poco después de habernos instalado en Paddock Wood encontré a un hermano en
las reuniones a quien no le interesaba mi ministerio. “Sin duda,” el Hermano
Brown se mofó de mí con mucho sarcasmo, “Dios envió un profeta en medio de
nosotros.” En una reunión abiertamente se acercó y me dijo en forma agresiva:
“Todo lo que usted hace es amontonar barro sobre mi cabeza.”
“Hermano, está bien,” razoné con él. “¿Usted apenas viene y oye el mensaje
para otros? ¿Me acusa de ofenderlo?”
“Sí, es cierto; lo acuso,” admitió con amargura.
“Hermano,” le dije, “Dios dice ora por el que te ultraja y persigue” (Mateo
5:44).
Me satisfizo haber tratado con él de manera efectiva hasta algunos días más
tarde. Fui el fin de semana a Blyth en Northumberland donde ministré con base
en “14...yo la atraeré y la llevaré al desierto...15...y allí cantará como en
los tiempos de su juventud...” (Oseas 2:14-15 RV). Dios me habló a través de
las palabras de mi mismo sermón.
“Conseguiste tu propio desierto,” me reprendió, “y necesitas tratar con el
Hermano Brown, hombre que está resentido contigo. En forma muy nítida y por
demás astuta lo despreciaste al decirle que orara por aquellos que lo ofenden,
lo escarnecen y lo desacreditan. Tienes que ganarlo para mi Hijo. Si se ha
convertido en enemigo tuyo, tu negocio es destruirlo como enemigo y la única
forma en que puedes hacer eso consiste en amarlo hasta la muerte.”
Regresé a casa con la certeza que debía enfrentar esta situación, pero antes
de lograr una oportunidad y haber hecho algo, este hermano tuvo un terrible
accidente. Usaba el equipo de soldadura en un cárcamo bajo un carro cuando una
chispa del soplete de soldar cayó sobre unos trapos llenos de aceite y quedó
atrapado bajo el carro en el cárcamo incendiado. Incluso las personas que lo
arrastraron para sacarlo de ese infierno, resultaron quemadas severamente.
Cuando fui a visitarlo al hospital, su aspecto me produjo una espantosa
conmoción. Las llamas consumieron toda la cara, nariz y oídos. Los ojos eran
dos agujeros en la costra saturada de pus del rostro.
“Oh, Señor,” oré. “¿Cómo voy a ministrar a mi hermano?” Pude percibir la
cólera sorda e impotente en un hombre que, sin saber los motivos, ni aceptó ni
agradecía mi visita o nada de lo que procuraba hacer por él. Llevé a Eunice,
la esposa, al hospital y le ofrecí hacer todo lo que pudiera para ayudar. Sabía
que el Hermano Brown me guardaba resentimiento pero no entendía el porqué.
Quizá tenía celos de mí, quizá sentía que él debería haber sido el pastor de
la iglesia. Nunca lo supe.
Continué con mis visitas semana tras semana, por muchos meses. Sufrió
pavorosas agonías a través de las múltiples operaciones que los médicos le
hicieron con injertos de la misma piel de su cuerpo en el rostro. Cuando regresó
a su hogar estaba rehabilitado y se instaló como zapatero remendón. Las manos
eran horribles y cuando andaba casi parecía como un monstruoso Frankenstein.
En la búsqueda de hacer lo que pudiera para ayudar a este hermano y ganarlo,
iba por todas partes y juntaba calzado entre los miembros de la iglesia así
como en la gente del pueblo y les decía: “Si tienen zapatos que necesiten
arreglo, los llevaré al Hermano Brown por ustedes.”
Me preguntaba qué otra cosa podía hacer. El Hermano Brown tenía ocho hijos
y yo tenía nueve, y así estábamos casi a mano. Me ofrecí a llevarlo a la plaza
de mercado porque como lo hacía yo, él era quien compraba los vegetales y
verduras.
Durante varias semanas corrí con él al mercado donde regateaba los precios
de los vegetales. Después los recogía, los ponía en mi vehículo, los llevaba
hasta su casa y los dejaba en su huerta. Nunca recibí más de un gruñido para
darme las gracias. Simplemente me toleraba porque le era de alguna utilidad.
Hubo una larga espera antes que llegara el dinero de su pensión. Como para
la época de Navidad, todavía no se había recibido, Marj y yo les llevamos
regalos a los miembros de su familia. Sugerí, como muestra de amistad, que
podríamos ir todos a la Plaza Trafalgar en Londres, donde se reunían allí
diversas bandas, incluso la del Ejército de Salvación, para tocar villancicos
en la temporada navideña. Siempre era un espectáculo ver los miles de personas
reunidas alrededor del árbol que se traía desde Noruega, iluminado de colores
brillantes, y oir los cánticos mientras las bandas tocaban.
En consecuencia, fuimos ambas familias a la Plaza Trafalgar para las
festividades. El Hermano Brown tenía un muchachito de nombre David que era más
o menos de la misma edad de mi hija Beryl y siempre andaban juntos—donde
estuviera el uno allí se encontraba la otra o viceversa. Después de estar un
rato en la Plaza, me di cuenta que Beryl no estaba a la vista.
“¿Dónde está Beryl?” Pregunté a Marj mientras escudriñaba a la multitud. Y
su respuesta fue: “¿No está aquí? Bueno, probablemente se halle por ahí con
los Brown.”
“Eunice,” grité. “¿Con ustedes está Beryl?”
“No,” me contestó. “Y David, ¿se encuentra allá?”
Ambos chicos faltaban, perdidos entre esa gran cantidad de gente. Las
circunstancias, pues, nos juntaron, dos padres que buscaban a sus hijos
extraviados. Un policía nos informó que deberíamos ir a Scotland Yard. Entonces
dejamos a los demás y fuimos a Scotland Yard, donde ante un empleado dimos las
señas, nombres, sexos, y demás datos de nuestros hijos.
“¿Tienen ustedes niños extraviados aquí?” Pregunté al policía. “Sí tenemos,”
fue la respuesta, “pero ¿cómo hacemos para saber que ustedes son los padres de
esos pequeños?”
“Señor,” observé. “No tengo que probar que soy el padre de mi hija. Sólo
tengo que mostrar mi rostro; eso es todo.”
Bajamos por un corredor hasta una habitación donde nuestros dos chicos
sentados en un mostrador estaban felices mientras tomaban jugo de naranja y
comían chocolates. Cuando introduje la cabeza por la puerta, Beryl gritó:
“¡Papi! ¡Papi!” Pregunté al policía: “¿Le parece que esto es prueba suficiente?”
Pusimos nuestras firmas a unos papeles para sacar a los niños y regresamos
a nuestras familias—dos padres con sus hijos pródigos. Estos incidentes
trabajaban para acercarnos más. Supe, en alguna medida que el Hermano Brown se
había ablandado acerca de mí, pero también supe que todavía no lo había ganado.
Pregunté al Señor qué más podría hacer para acabar con esa barrera invisible
que se levantaba entre nosotros dos.
[En el texto original se han intercalado unas fotografías cuyas leyendas son las siguientes: (1) “¡Día
de la boda, junio 8 1940!” (2) “Padre.” (3) “Mamá cuando tenía diecinueve años.” (4) “Predicadores
Wycliffe.” (5) “Mamá y yo. En Whitley Bay, mi pueblo natal.” (6) “Nuestros primeros cinco niños.
¡Recuerdos!” (7) “Mickey, el Mico (títere de mano). ¡Lo he llevado conmigo a todas partes durante 58 años
(1934-1992).” (8) “El hijo Steve y su esposa Dawn, el Hermano Ted, Marj y Arthur.” (9) “Los hijos Joe y
Steve en nuestro 50º aniversario de bodas.” (10) Marj, mi esposa y nuestro nieto Sean.” (11) “¡La misma
iglesia! ¡La misma silla” ¡La misma mano levantada! Para salvación. Hace 60 años ‘1927’ (foto de 1987).”]
CAPÍTULO 12
¡SUBE AL MONTE!
En mi primer viaje a Israel me paré al pie del Mar de Galilea con un grupo
de 50 personas, donde escuchamos al guía que en un tono aburrido, sin vida,
decía la misma vieja historia que debe haber contado por años. El Espíritu del
Señor de repente vino sobre mí y dije: “Oh, Señor, aquí no, aquí no,” y apagué
el Espíritu. El mercurio de mi termómetro espiritual cayó hasta el punto de
congelación. Perdí la paz y me sentí mal por apagar el Espíritu. Entonces clamé
en silencio: “Señor, por favor, perdóname y ayúdame. Cuánto lo siento.” Y dije
como creo que Sansón dijo: “Si sólo me visitas una vez más, Señor, me rendiré
a ti.”
El Espíritu del Señor vino sobre de mí de nuevo. Como el desbordamiento de
un río que hubiese roto una presa, explotó a través de mí un mensaje en lenguas.
La gran mayoría de quienes estaban allí no eran cristianos, ni mucho menos
pentecostales. Mi proceder sorprendió y maravilló a todos. Después del mensaje
en lenguas, pensé: “Bueno, nadie va a dar la interpretación a menos que yo
mismo lo haga.” Me mantuve abierto al Espíritu y el Señor dio la interpretación.
Cuando terminé hubo un silencio de muerte apenas roto por el ruido de las
olas sobre la playa. El guía con su cara de póquer me dio una larga mirada y
un hombre en tono muy bajo dijo: “Eso eran lenguas.”
Alguien repitió: “¡Lenguas!”
El grupo comenzó a cuchichear: “¡Sí, lenguas!” Me quedé allí con la impresión
de tener una pesadilla donde yo era el condenado. A partir de ese momento hasta
el final del recorrido fui un proscrito dentro del grupo—un leproso, un paria.
Después de dos años, cuando ministraba en una iglesia del sur de Inglaterra,
una dama vino y me preguntó: “¿Se acuerda de mí?”
Le contesté: “No, lo siento. No la recuerdo.”
Entonces dijo: “Estuve con usted en aquel viaje por Israel. Después que
usted habló en lenguas, no le volví a hablar otra vez, porque estaba ofendida.
Pero, luego de regresar a Inglaterra busqué en la Santa Biblia lo que decía el
Nuevo Testamento sobre las lenguas. Como resultado, recibí el bautismo del
Espíritu Santo junto con mi esposo y ahora ambos tenemos lenguas. Con mi esposo
dirigimos una escuela preparatoria para la juventud. ¿Ve esa galería allí? ¿Ve
esos muchachos?” Y señaló un grupo de 16 jóvenes y agregó: “Cada uno de ellos
ha sido bautizado por el Espíritu Santo y oran en lenguas. Simplemente pensé
que le gustaría saberlo.”
Siempre que recuerdo ese incidente que tuvo lugar en las playas del Mar de
Galilea, le agradezco a Dios que al final me haya permitido conocer los
resultados de mi obediencia a Él.
En otra visita a Israel, nuestro grupo había entrado a una tienda a comprar
postales y mapas. Conseguí unas cuantas tarjetas y salí del almacén a esperar
nuestro bus. De pronto se acercaron cuatro o cinco árabes barbados que ofrecían
crucifijos y rosarios y otros artículos. Comenzaron a importunarme para que
les comprara algo de lo que vendían.
“No quiero nada de eso,” les insistí. “Ni siquiera creo en esas cosas. Si
tuviera todo el oro del mundo, jamás las compraría. ¿Entienden? No creo en
eso.” Principié a apartarme de ellos y ellos me siguieron y me rodearon. Seguí
mi camino con la esperanza que se cansaran y procuraran vender su mercancía a
alguien más.
Continué mi recorrido y ellos detrás de mí. Por último llegué a un callejón
ciego y no pude seguir adelante. En una actitud amenazadora esos vendedores
callejeros me cercaron y me pregunté si me iban a apedrear. Ya había tenido
una experiencia como esta en Galilea donde dos hombres intentaron sacarme
dinero, pero en ese momento no tenía plata conmigo. Los hombres volvieron las
espaldas, como si se fueran a ir, y luego empezaron a lanzarme piedras. Me
recordé de ese incidente cuando el Espíritu de Dios vino sobre mí. Cerré los
ojos y solté un mensaje en lenguas. Cuando abrí los ojos, el grupo de vendedores
callejeros ya no estaba.
Regresé a la tienda, subí al bus con los demás y me senté. Entonces un
barbado grandote entró y se puso a ofrecer sus camándulas y reliquias a los
pasajeros. Recorrió el pasillo hasta llegar a mi puesto donde se detuvo
bruscamente. Me señaló con el dedo y dijo: “Sé que usted es Arthur Burt.”
El conductor del bus le gritó que ya nos íbamos y el sujeto saltó al piso y
se fue. No era posible que supiera mi nombre pero lo sabía. Esto trajo a mi
memoria el pasaje del Libro de los Hechos acerca de la muchacha en Filipos que
decía: “¡Estos hombres son siervos de Dios que han venido a enseñar cómo obtener
el perdón de los pecados” (Hechos 16:17 BAD). Al apóstol Pablo le disgustó ese
espíritu de adivinación. Sólo es posible explicar el conocimiento de mi nombre
que tenía ese árabe por un poder maligno sobrenatural.
Al contar estos dos incidentes donde figuran las lenguas, no pretendo
glorificar las lenguas, sino que Dios prohibió que limitáramos su poder. El
problema con muchos pentecostales consiste en que hacen excesivo énfasis en
las lenguas así como en los otros dones del Espíritu Santo, pero no destacan
suficientemente el fruto del Espíritu. La Biblia dice que si sólo hago esto,
entonces no soy sino un metal que resuena o un címbalo que retiñe (1 Corintios
13:1).
Nosotros los pentecostales estimulamos lo que llamamos la llenura del
Espíritu, sin que primero se haya enseñado la rendición incondicional al Señor
y luego sí tratar de ser bautizados en su Espíritu. Muchos cristianos débiles,
sin efectividad, pueden pronunciar unas pocas palabras en lenguas, pero no es
posible comparar sus vidas con las existencias fructíferas de otros cristianos
que nunca han dicho ni una sola palabra en lenguas.
¿Acaso el General Booth habló en lenguas? ¿O lo hicieron los Wesleys, Martín
Lutero, Finney, Moody, Torrey, Alexander, William Carey o Hudson Taylor? Muchos
creen que las lenguas son la evidencia del bautismo en el Espíritu Santo, pero
la capacidad para hablar en lenguas no es en absoluto una medida del ministerio
de un hombre. No sería bíblico exaltar a alguien que habla unas cuantas palabras
en lenguas y juzgarlo superior a un hombre como Billy Graham que ha predicado
el evangelio a más personas que ninguno otro ser humano en la historia
universal.
En el mundo la gente no lee la Biblia, en cambio nos lee a nosotros. El
hecho de “ser” es simplemente más demostrativo del evangelio que tan sólo
hablar del evangelio. Con toda razón Pablo dejó el mensaje que su predicación
no fue con palabras de sabiduría humana, sino con la demostración del Espíritu
Santo y con su poder.
Considero que ha llegado el momento en que debemos permitir que Dios se
manifieste por sí mismo al moverse en nosotros y por medio de nosotros. Entonces
habrá ministerios efectivos y eficaces que podrán demostrar la presencia y el
poder de Dios.
Recordemos que también Pablo igualmente afirmó que no predicaba con sabiduría
o con educación humanas ni con elocuencia natural. En cambio, por el contrario,
al despojarse de soberbias y orgullos, declaró en forma más que humilde que su
efectividad, a pesar de todas sus incapacidades y de sus muchos obstáculos, se
debía atribuir tan sólo al poder del Espíritu de Dios que moraba en él por la
gracia y la misericordia del Señor.
Estoy por entero convencido acerca de esto: Nos encontramos en el umbral del
último mover de Dios que tendrá lugar en la demostración y en el poder de su
Santo Espíritu. Si la sola predicación pudiera hacer la obra, el mundo podría
ser salvo por ahora, y como mínimo los Estados Unidos lo serían. Según el Dr.
Paul Brand y Philip Yancey en Fearfully and Wonderfully Made, (en castellano:
“La Obra Maestra de Dios” Editorial Betania, Puerto Rico, 1984), noventa por
ciento de todos los predicadores de tiempo completo viven en los Estados Unidos
donde ministran a sólo diez por ciento de la población mundial. Sin embargo,
Dios declara: “Tan cierto como yo vivo” y dice la Biblia: “Y el conocimiento
de la gloria del Señor llenará entonces toda la tierra como las aguas cubren
el mar” (Habacuc 2:14 VP).
Casi como una cicatriz en mi ser interior hay una profecía que recibí en
1936—la única profecía que puedo recordar palabra por palabra en más de 50 años
de ministerio:
“Vendrá como un soplo y el soplo traerá el viento y el viento traerá la
lluvia y habrá inundaciones, inundaciones, inundaciones, y torrentes y
torrentes y torrentes. Las almas se salvarán como las hojas que caen de los
robles poderosos en los grandes bosques cuando los sacude el viento. Brazos y
piernas bajarán del cielo y no habrá declives.”
No habrá declinaciones ni desmayos. Esto es significativo para mí. Hemos
vivido en el día de la medida donde cada mover de Dios llegó a su fin. El
avivamiento nace del soplo de Dios, se extiende hasta cuando Dios levanta su
brazo poderoso y el avivamiento se termina.
Siempre me ha preocupado cómo y porqué termina el avivamiento. ¿Es el hombre
responsable de apagar el Espíritu de Dios? ¿El Espíritu contristado se aparta?
O ¿es el fin del avivamiento predicho por Dios que pone un límite al
derramamiento y a esto se refiere Pablo cuando dice: “...para que la grandeza
de las revelaciones no me exaltase desmedidamente...”? (2 Corintios 12:7 RV).
¿Tan pronto como un hombre (o un pueblo) toca el límite de esa medida, hace
que automáticamente se produzca un fin del avivamiento que es para la gloria
de Dios y no del hombre?
No habrá declives. La marea del océano fluye y se mueve continuamente. Es
fácil determinar si la marea sale o entra al observar la arena. Si en el borde
del agua hay castillos de arena deshechos, agujeros excavados y despojos de
toda clase, incluso la basura que el hombre deja tras de sí, entonces sabemos
que la marea está fuera. Sin embargo, si la arena es una expansión lisa en el
borde de las olas, es obvio que la marea ha entrado y que el mar ha hecho su
labor de limpieza al lavar todos esos despojos. Una marea espiritual sin
declives significaría que la historia humana ha alcanzado la plenitud de los
tiempos o como dice la Biblia, en la dispensación del cumplimiento de los
tiempos (Efesios 1:10), más que el declive repetido en el reflujo de la marea.
Hemos alcanzado una época en que todo parece llegar a su plenitud, la
población mundial, los viajes, la tecnología y aun los desafíos contra la
autoridad. Ahora esperamos la demostración final de la Gloria de Dios sobre la
tierra cuando sus propósitos se han de ver en el Cuerpo de Cristo. No todos lo
recibirán, pero todos los hombres que lo hayan rechazado no tendrán excusa en
ese día inequívoco de su visitación. ¡Ya Viene!
Si quieres saber lo que Dios va a hacer contigo, mira al judío como el modelo
de Dios para su pueblo. El judío estuvo en Egipto bajo la esclavitud de faraón;
estuvimos en el mundo bajo la esclavitud de satanás. Los israelitas buscaron a
Dios y le clamaron, pero no pudieron salir de su servidumbre.
Nada obró sino hasta cuando se vertió la sangre del cordero pascual y
personalmente se puso sobre cada hogar. Según ese patrón, nada obra a favor
nuestro sino hasta cuando aplicamos la sangre de Jesús a nuestras vidas. Cuando
clamo a Jesús como mi Salvador, experimento una revelación maravillosa de la
Pascua.
Los judíos escaparon de la servidumbre a faraón en Egipto, pero el propósito
de Dios era llevarlos a la Tierra Prometida, un emplazamiento geográfico. De
modo semejante Dios saca al cristiano del reino de satanás, para que lo pueda
entrar en una tierra de promesa.
Jesús dijo que el reino de Dios está en nosotros. Llámalo como quieras,
dominio, manifestación de los hijos de Dios, la plenitud total de Dios, la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo, o la vida vencedora.
Cualesquiera etiquetas que le pongas, Dios pretende llevarnos a una tierra
prometida. Que no es un sitio geográfico sino una dimensión espiritual tremenda—
la primogenitura del creyente que Adán le entregó a satanás en el Huerto del
Edén.
En la profecía de Ezequiel 37 hay tres etapas: (1) El valle estaba lleno de
huesos secos. (2) Los huesos se juntaron, cada hueso con su hueso, y sobre
ellos hubo crecimiento de tendones, de carne y de piel. (3) Entró en ellos el
aliento (el Espíritu), se pusieron de pie y se convirtieron en un inmenso y
enorme ejército.
Las dos primeras etapas se han cumplido tanto para el judío como para el
Cuerpo de Cristo. Después de la dispersión y de la persecución de los judíos,
de nuevo han venido a ser una nación que se volvió a establecer en su propia
tierra desde 1948. Sin embargo, el aliento del Espíritu Santo todavía no está
en ellos.
En la Iglesia cada hueso se ha juntado con su hueso. En la carne venimos a
ser un cuerpo reconocible, pero incluso en este siglo extraordinario de la
presencia del Espíritu Santo, todavía no tenemos un gran ejército unificado.
Creo que aún está por ser—es decir, habrá de ser—una admirable, dramática y
poderosa visitación del Espíritu de Dios dentro de su pueblo donde todo aliento
que tomemos no es nuestro propio aliento sino el de Dios.
Supe que el Padre me había hablado acerca de construir una casa para la
gloria de Dios cuando me moví la primera vez a Kent, pero no sabía si el Señor
iba a cumplir esa palabra material o espiritualmente durante mi ministerio. En
un principio Dios me habló esto a partir de Hageo con respecto de subir al
monte y traer madera para edificar su casa.
Porque al comienzo pensé que esto se refería a mi vivienda en Paddock Wood,
contraté a Jim y Ted Robinson para que me ayudaran en ciertas reparaciones.
Con equipo de demolición Ted derribó los muros de nuestro conservatorio de 90
años y principiamos la tarea de levantar uno nuevo. Pero recibí una queja de
nuestros vecinos, pues según ellos me había pasado 6 pulgadas (15 cm) sobre el
límite de su propiedad.
Aunque reedificamos los muros del conservatorio exactamente donde habían
estado antes, los vecinos me informaron que me iban a demandar si no quitaba
la pared nueva en el curso de una semana. Un funcionario del concejo municipal
dijo que si yo hubiese dejado sólo una parte del muro viejo, las autoridades
lo habrían considerado como una reparación, pero como hice derribar toda la
pared antigua, tendría que cumplir lo dispuesto. Dios utilizó esta situación
para sacarme de mi facilidad y llevarme a reexaminar mis ideas sobre edificar
la casa del Señor.
Por esta época, fui donde el Hermano Peter Appleton para unas cuantas
reuniones y después se ofreció a llevarme al tren. El tiempo estaba tan hermoso
que preferí caminar hasta la autopista para lograr un aventón y llegué a la
rotonda a eso de las 7 de la mañana.
“Señor,” pregunté: “¿Voy al Sur o voy al Norte?”
De repente un hombre surgió y detuvo su carro aunque yo no había hecho señal
alguna. “Voy al norte, a Preston,” dijo. “¿Quiere que lo lleve?”
Respondí: “Sí; muchas gracias.” Y entré al carro. Me dejó en el terminal de
Gales del Norte. Subí la pendiente y en eso, al lado mío, se paró una camioneta
grande.
Desde su cabina, me preguntó el conductor: “¿Necesita un aventón?”
Le contesté: “Sí, señor. Muy amable. Mil gracias.” Trepé al asiento a su
lado y me llevó hasta una intersección, donde me depositó. “Aquí estoy, Señor,
y todavía no sé para dónde quieres que vaya. No puedo ir a la izquierda debido
a las montañas. No puedo ir a la derecha debido al mar. Sólo hay una dirección
en que puedo ir y es hacia adelante.”
Anduve por Conwy (Conway) y por último llegué a Caernarfon (Caenarvon)
preguntándome qué haría luego. Entonces me acordé de una familia que vivía en
Holyhead, cuyo teléfono tenía, y que me había pedido una visita si alguna vez
estuviese por esta zona. Los hermanos de Holyhead me dieron la bienvenida y
ministré allí durante tres días. Estos hermanos me presentaron a otro grupo en
Bryngola y me dejaron con ellos. A los pocos minutos de haber llegado a
Bryngola, un hombre se dirigió hacia mí y me preguntó: “¿Es usted varón de
Dios?”
Muy extrañado le dije: “En eso confío; pero ¿qué quiere decir?”
Y me dijo: “Tengo aquí una casa que he puesto en venta y el Señor me dijo
que la guardara para el hombre de Dios.” Y me mostró la casa. Como pensé que
ahí podría ser mi siguiente ubicación, noté que estaba a la derecha de la
montaña y recordé que Dios me había dicho que subiera al monte para conseguir
madera. Pregunté por una faja de tierra frente a la casa que también estaba
para la venta, pues consideré que posiblemente podría construir allí. Pero
antes que pudiera hacer algo, necesitaría vender mi casa actual.
Vine a convencerme que esto era lo que Dios quería que hiciera. Se
necesitaron más de dos años para vender mi casa y luego de eso fui a ver al
hombre dueño de la tierra en Bryngola. Había ahorrado 3000 libras de ofrendas
que una hermana, Joanna Wood (de nuevo la palabra ‘wood = madera’), me había
ministrado en ese período. Invertí 3750 libras por la tierra y me dediqué a
prepararla. Emocionado y expectante me puse a planear la edificación con los
arquitectos.
Cuando me detuve con un hermano, Wynne Williams, en Penmaen-mawr, me
preguntó: “¿Le gustaría mirar una casa conmigo?” En verdad no tenía interés
pero no quise herir a Wynne. Si un hombre está enamorado de Lucy y otro le
dice. “Deberías mirar a Mary,” al hombre no le interesa. Para satisfacer a
Wynne estuve de acuerdo en darle una ojeada a la casa, pero no tenía más interés
que si me hubiera dicho que me iba a mostrar una casa en el Desierto del Sahara.
Subí a la entrada de esta casa y pude detallar los faltantes mientras
observaba. No tenía huerta ni jardín. Era una tierra cubierta de rastrojos. No
me gustan las lomas. “Ni siquiera voy a pasar por la puerta,” pensé. Di la
vuelta en la parte alta de la entrada para regresarme cuando vi a una señora
que me sonreía a través de la ventana y juzgué que le debería explicar lo que
hacía mientras andaba por su propiedad.
Abrió la puerta y exclamó: “¡Hermano Arthur!”
Le pregunté. “¿Me conoce?”
Me dijo: “Sí, claro que lo conozco. Tengo grabaciones de sus sermones aquí.
Le he oído ministrar en la playa, frente al mar, y le digo algo: He orado
durante 12 meses para que Dios lo mandara a usted a esta puerta.”
Se me puso toda la piel de gallina y pensé: “¡Yo no soy! ¡No quiero!”
Luego, agregó: “Usted sabe que mis hijos...”
Mientras estuve en los Estados Unidos, esta Hermana, Ruth, había enviado a
su hijo y a su hija a Kent para verme. Ellos le preguntaron a Marj si yo
consideraría hacer un cambio directo entre esta casa y la casa nuestra, pero
Marj les dijo que tendrían que esperar hasta mi regreso de América. Por esta
misma época, Ted Robinson había ido a Gales y había hecho algunos trabajos para
Ruth. Más tarde me envió una fotografía de la casa con Ted que me la mostró
después de mi vuelta al hogar. Ignoré todo y ni siquiera me acordaba de nada
de eso mientras permanecía de pie en el frente de la casa de esta dama.
Ruth me dijo: “Bueno, ¿le echará una mirada?” Sin voluntad alguna me entró
para mostrarme la cocina y luego me sacó para enseñarme el resto de la
propiedad.
Todo me picaba para irme y le dije: “El Hermano Wynne está en la parte baja
de la entrada y debe estar en su trabajo a las 9:00.” Esa era una excusa sólida
y agregué: “Por tanto, tengo que irme.” Salí al camino y allí, de pie, estaba
Billy Partington, el hijo mayor del Hermano Jim Partington. Entonces le
pregunté: “Hola, Billy, ¿qué haces por aquí?”
Me respondió: “Oh, Hermano Arthur, ando en un viaje de negocios en esta zona
y al pasar me di cuenta que el Hermano Wynne estaba en la entrada. Me dijo que
lo esperaba a usted. ¿Piensa comprar una casa?”
Entonces le expliqué: “Mira, mi querido Billy, es necesario que me vaya,
porque Wynne tiene que trabajar.”
Billy me dijo: “Hermano Arthur, no se preocupe. Si usted quiere, con mucho
gusto lo espero y así, entonces, el Hermano Wynne puede ir a su trabajo.” Y
antes que pudiera detenerlo, salió a la carrera para la entrada.
Ante esto, la dama dijo: “Ahora, con toda la calma del mundo, puede dar un
buen vistazo.” Me arrastró alrededor de la casa, cuarto por cuarto—a través de
todos los 21 cuartos. Sentí que estaba contra todo y salí de allí decidido a
que nada me haría volver de regreso.
Pateaba y combatía en mi interior porque ya estaba comprometido con la otra
propiedad y había gastado 3750 libras en la tierra. Durante 36 horas luché
contra el sitio de Ruth, hasta que desperté en la segunda mañana en la casa de
Wynne. No le había pedido a Dios que me hablara, pero supe que me iba a hablar.
Me estiré para alcanzar la Biblia que, como por una de esas “casualidades”
del Señor, se abrió al caer en el Libro del Profeta Hageo donde leí el pasaje
sobre el templo. Cuando pasé páginas y más páginas, al azar, siempre encontré
una referencia al edificio del templo dondequiera que miraba. Después de un
rato más o menos prolongado, fui a la porción donde David quiso una parcela
para levantar un altar y ofrecer sacrificio al Señor (1 Crónicas 21:28). De
manera repentina, la palabra “sacrificio” cobró vida ante mis ojos, saltó de
la página y me golpeó con toda fuerza y exactitud en medio de la frente.
“Quieres aquella otra tierra, es cierto,” Dios me dijo, “pero debes tener
en cuenta que yo quiero este sitio. Por tanto, ahora, toma tu tierra, ponla
sobre el altar, y sacrifícala.”
Después de 36 horas de lucha, me rendí: “Muy bien, Señor. Pondré la tierra
sobre el altar y se la daré al primer hombre que suba hasta aquí.”
Como una semana más tarde tuve una carta de Jim Partington donde me hablaba
de salir de Kent. Luego, cuando lo volví a ver le dije: “No te imaginas lo que
ha sucedido. Debes saber que el Señor me habló acerca de mi tierra, y es tuya,
Hermano Partington.” En el otoño de 1979, ya en Bron Wendon, Gales, compré el
lugar con todas sus desventajas—drenajes dañados, sótano húmedo—todo lo que
aborrecía. Y así, eso fue eso.
Justo antes de la mudanza, viajé a Jamaica, donde fui a nadar cierto día
hermoso. El mar era de un color azul intenso y no había nadie en la arena
blanca de la playa. Mientras nadaba en esa agua tan clara, algo me picó y de
inmediato mi pierna derecha quedó paralizada. Me puse de espaldas y sólo con
el movimiento de la pierna izquierda me dirigí hacia la playa, donde me eché
por media hora, paralizado, hasta cuando pensé que la crisis llegó a su fin.
Pero no fue así. El dolor empeoró y supe que sufría de un envenenamiento.
Algunas personas amigas me informaron que si me había mordido una serpiente
marina o que si me había picado una medusa o “aguamala,” o lo que se llama
“guerrero portugués,” iría a sufrir de daños en el sistema nervioso y que se
podrían necesitar hasta cinco años para que mi organismo eliminara el veneno.
En el curso de nuestra mudanza a Gales, aún no me era posible andar, pues
experimentaba un enorme dolor. El día del trasteo, dije en chiste que era el
hombre de la silla (chairman en inglés es ‘presidente, director, gerente’) en
esa operación porque sólo podía estar sentado en una silla—pero lejos estaba
de ser un chiste. El dolor continuo hizo mi llegada a Gales un tiempo no muy
feliz.
Dios trató conmigo en el aspecto de la auto-imagen. Por más de 50 años no
había hecho visitas a doctores, hospitales, píldoras, o cualquier otro tipo de
tratamiento médico. Cuando recibí a Jesús como mi Salvador, también lo recibí
como mi Sanador. Hasta donde supe, practiqué lo que creía y predicaba. Con mi
amada esposa levantamos una familia de 9 hijos sin atenciones ni cuidados
médicos. Cuando estábamos enfermos, íbamos al Señor. Creo que esto agradaba a
Dios, pero algo empezó a crecer dentro de mí. Tuve un crecimiento—no de un
tumor o algo por el estilo—sino un crecimiento de orgullo espiritual. Por años
esto se desarrolló en mí hasta convertirme en anti-médico y anti-medicamentos.
Juzgué a las personas que, a pesar de ser pentecostales, no vivían conforme yo
creía que deberían vivir. Prediqué con base en la historia del rey Asa que
cuando enfermó de los pies, no buscó al Señor sino a los médicos y había muerto
cuando tenía 41 años (2 Crónicas 16:12-13). Mi actitud fue: ¡Se lo merece!
Debería haber ido al Señor.
Juzgué a las personas que siempre estaban con píldoras o tabletas o iban a
los médicos, y mientras creía tener la verdad, mantuve esa verdad en injusticia.
Dios toleró esta actitud mía por un largo tiempo hasta cuando al fin vino por
mis palabras. Gradualmente enfermé y principié a sentirme peor y cada vez peor,
pero Dios no me tocó. Dios no me sanó.
Un día, Marj me preguntó: “¿Vas de para atrás en tu vida con Dios?”
Contesté: “¿Qué quieres decir Marj?” La respuesta fue: “¿Has juzgado a
quienes van al doctor? ¿Desprecias a quienes toman medicinas?”
Respondí: “¡Naturalmente! No sólo los he juzgado sino que siempre prediqué
contra ellos toda mi vida.”
Me dijo: “¿Sabes lo que Dios quizá te puede persuadir que hagas?” Dije: “No,
¿qué?”
Expresó: “Puede que tengas que llamar al doctor.” Asentí: “Bueno. Si crees
que voy de para atrás con Dios en este aspecto, entonces, por favor, te ruego
que llames al médico.” En menos de una hora iba de camino a la consulta. El
doctor dijo que mi caso era urgente y me admitió en el hospital donde permanecí
por dos semanas. Durante este tiempo me operaron. Debí tomar píldoras negras
pequeñas, píldoras rojas un poco más grandes, y me cateterizaron dos veces.
Cuando volví a la casa para recuperarme, estaba tan débil que ni siquiera podía
levantar una silla. Tuve que usar pañales como bebé. Después de todo el negocio,
perdí algo sin lo que no podía estar bien—la imagen de mí mismo.
Varias semanas después, cuando por último pude andar por ahí, aún
experimentaba una buena cantidad de dolor y me sentía como si regresara al
principio. Todo el hospital parecía cumplir el empeño de librarme del cuadro
de mí mismo como un hombre de gran fe. Me eché sobre el sofá y le clamé a Dios:
“Oh, Señor Jesús, todavía eres mi médico. ¡No sabes cuánto te necesito! ¡Te
necesito desesperadamente!”
Entonces, sonó el teléfono. Era Harry Bizzell, Ministro de la Capilla del
Cordero, que desde Charlotte, North Carolina, en los Estados Unidos, me llamaba:
“¿Cuándo vienes Arthur?”
Dije: “No creo que estoy listo para viajar, Harry. Es más; no creo que vuelva
a hacerlo otra vez.”
Esa noche, Dios me habló: “¿Acaso no estabas siempre listo para viajar? ¡Ni
se te ocurra darme eso!”
Sólo pude decir: “Está bien, Señor. Iré.”
Al día siguiente le pedí a Joe que me llevara hasta el cruce donde tomé un
tren para Londres. Una vez allí me puse en la lista de espera para Miami. El
Hermano Clifford me recogió y me alojó en su casa. En la siguiente mañana me
desperté consciente que algo había acontecido. Me levanté y salí del dormitorio
sano por completo y por la gracia de Dios. Nunca volví a sentir ningún dolor
en esa pierna desde entonces. Una vez que el Señor tuvo a bien tratar tanto
con mi orgullo, como con mi auto-glorificación, me hizo un milagro—por el que
estoy agradecido. A partir de ese tiempo en 1979, cuando tenía 67 años, he
viajado más que nunca antes, y dondequiera que Él me ha hecho ir—Israel, Hong
Kong, Australia, Centroamérica, Suramérica, Europa—su gracia ha sido
suficiente.
CAPÍTULO 13
¡ESTAS TONTERÍAS!
Desde cuando fui salvo al principio, tuve la idea que siempre debería probar
todo, en lugar de simplemente aceptar que yo tenía la razón y que todos los
demás se equivocaban. Era una idea tonta porque no es necesario revolcarse en
el barro para averiguar su color. Entonces, decidí visitar a los católicos,
los teósofos, los espiritistas, los mormones, los testigos de Jehová, y los
seguidores de la mal llamada ciencia cristiana. Así lo hice, pero a todas
partes adonde iba, decía en mi corazón: “Señor, estoy muy contento y muy
agradecido por haberme dado el don de tu salvación, pero quién soy para creer
que tengo la razón y que los demás se equivocan.”
Entonces entraba a esos sitios con una plegaria secreta en mi alma: “Padre
celestial, si esto viene de ti, que exalten a Jesús y a su sangre preciosa. De
otra manera, que todo salga mal.” En el curso de mi búsqueda llegué a una
sesión de espiritismo dirigida por un médium ciego que principió a dar mensajes.
Dijo: “En esta reunión el ‘hermano’ de la tercera fila, a partir del frente,
el segundo a la mano derecha, por favor, responda.”
Nadie se movió. Repitió el médium su solicitud. Tampoco se movió nadie, pero
de pronto sentí que la persona que estaba detrás de mí, tocó mi espalda y
susurró: “Oiga, es usted. Diga, ‘sí’.”
Con esa insinuación y suficientemente seguro de ser yo, tercera fila desde
el frente, entonces dije: “Sí.”
El médium habló: “Tengo un mensaje para usted de una señora de nombre Ethel
Dixon que murió a la edad de 68 años. Fue maestra de escuela, amante de los
animales, tenía un loro y su guía que era un indio pielroja, ha pedido que este
mensaje debería venir a través de ella para usted. ¿Conoce a esa señora?”
Respondí: “No.” Entonces la describió con más detalles, pero aún tuve que
dar la misma negativa.
En aquella noche hubo 11 mensajes y nadie supo quiénes eran los mensajeros.
Todos esos 11 mensajes salieron mal. Luego de la reunión fui al médium y le
dije que era una de las personas a quienes se suponía que le ha debido llegar
un mensaje.
Dijo: “Nunca, en toda mi experiencia como médium, he tenido una sesión donde
los mensajes recibidos resultaran equivocados. No lo entiendo.”
Salí de ese lugar con el punto bien definido y fijo. Vale la pena tener en
cuenta que oré antes de la reunión para que el nombre y la sangre de Jesús
fueran exaltados allí, si eso era de Dios. El Padre celestial en forma absoluta
y perfecta demostró que en aquellas sesiones no se mencionó ni una sola vez a
Jesús o a su sangre y que todo era superchería y engaños del maligno. Quedé,
pues, completamente satisfecho.
Con el curso de los años muchas personas se detuvieron durante cierto tiempo
en nuestro hogar. Entre ellas hubo una familia negra de Nigeria, Joe y Flo
Kolowola, recién llegados a Inglaterra con sus largas túnicas, sus trajes
típicos. Dios nos capacitó para servirles y ministrarles desde cuando eran
estudiantes—Flo vino a estudiar para ser enfermera-comadrona y Joe para seguir
cursos de electricidad. El segundo hijo de esta pareja nació en nuestra casa y
Marj fue como una madre para ellos.
Extendí el techo de la vivienda en Paddock Wood, puse tablas para hacer
entre las vigas cuartos adicionales e hice por fuera de la casa una escalera
de subida al desván donde ubiqué a las personas que se alojaban con nosotros.
Una noche de luna, más o menos por esa misma época, David, quien después
había de ser mi yerno, trataba de convencer a mi hija Pamela que considerara
el afecto que le tenía.
Para esto fue al hospital donde ella trabajaba como enfermera. Trepó por la
canal de desagüe, se sentó en el marco de la ventana del dormitorio de Pamela
y con golpecitos sobre el vidrio la llamó.
“¡Vete! ¡Vete!” Pamela le decía, temerosa que la jefe de enfermeras pudiese
sorprenderlo.
David dijo: “No, no me iré sino hasta cuando me prometas que saldrás
conmigo.” Así, más o menos, David la chantajeó para salir con él cuando
comenzaron su noviazgo. Poco después recibió la salvación de Jesucristo en una
cruzada de Billy Graham, y ahora viven felizmente casados y son líderes de
jóvenes.
Mientras todavía estaban de novios, David vino una vez para visitar a Pam.
Cuando terminó la visita se fue de regreso a su casa en su moto, pero poco
después de irse, la moto se descompuso. Entonces, como volvió a nuestro hogar
tarde en la noche, le dirigí hacia la escalera que permitía subir al desván y
allí le improvisé una cama de alguna manera. Arriba no había cuarto de baño y
todos los que usaran el desván obligatoriamente tenían que ir al piso inferior.
En medio de la noche, David trató de bajar del desván pero la escalera había
desaparecido. Joe Kolowola la quitó sin saber que alguien estaba en el desván,
y el pobre David quedó allí atrapado hasta la mañana. Cuando Joe se levantó
pasó por la abertura que hacía las veces de trampa-puerta del desván y descubrió
las piernas de David que colgaban en el aire hacia abajo. Después de recobrarse
cada uno de su mutuo choque—David de una enorme cara negra que lo miraba y Joe,
al ver unas piernas que salían del techo—Joe rescató a David de su cárcel
provisional.
En los días de mi niñez tuve algunos conflictos con la ley de la gravedad.
Una vez tomé un viejo paraguas y de pie en el muro del solar, decidí lanzarme
en paracaídas. El paraguas se volteó con lo de adentro hacia fuera y tuve un
muy pero muy adolorido sentadero por varios días, luego de surgir mejor después
del primero con una ley invisible.
Mi segundo conflicto con la ley de la gravedad tuvo lugar cuando era un
poquito mayor. En aquellos días los camiones tenían en la parte de atrás un
círculo que encerraba el número 20. Esto indicaba que la ley les permitía una
velocidad hasta de 20 millas (32 km) por hora, aunque los camiones grandes eran
capaces de ir mucho más rápido y a menudo lo hacían. Cuando los chicos
montábamos nuestras bicicletas detrás de esos vehículos de movimiento lento,
podíamos, al pedalear con toda energía, entrar en su tiro y mantenernos en esa
velocidad de un poco más de treinta km por hora. Era nuestra delicia pedalear
en el flujo de su tiro—claro, los muchachos siempre han gozado al hacer lo que
no deberían.
El siguiente incentivo que nos tentaba mucho, cuando alcanzábamos el camión
consistía en extender nuestras manos y agarrarnos de la parte trasera, lejos
de la vista del conductor. Así podíamos tener un viaje sin esfuerzo, gratis,
mientras el camión nos llevaba remolcados a todas partes.
Cierto día gozaba de un paseo, prendido a la parte posterior de un camión
grande y éste de repente aceleró y me sacó del asiento de mi bicicleta. Que
cambió de curso y se fue a la izquierda, mientras quedé como un ángel visionario
que volaba por la estratosfera colgado del camión que ganaba velocidad. Sabía
que entre más tiempo me mantuviera sostenido, las cosas serían peores. Entonces
me solté y me estrellé en la carretera. Con las rodillas y las manos sangrantes
me fui a la casa y me tocó decirle a mi madre un sartal de mentiras para que
nunca supiera lo que había hecho.
Así, pues, temprano en la vida, aprendí el poder de la invisible ley de la
gravedad sobre mí. Hoy, cuando viajo a los Estados Unidos, no caigo en el
Océano Atlántico; y cuando voy a Australia no caigo de los cielos ¿Por qué,
ahora, como hombre, puedo burlarme de una ley que me abrumó tanto cuando era
muchacho?
La respuesta consiste en que la ley de la aerodinámica supera y cancela la
ley de la gravedad. El poder del empuje hacia arriba es mayor que el poder que
hala hacia la tierra. La Biblia describe este principio así: “...la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha hecho libre de la ley del pecado y de
la muerte” (Romanos 8:2 RV).
Cuando tenía como 12 años, mientras mi padre y mi madre estaban fuera un fin
de semana, me dejaron al cuidado de una de mis tías, Tía Edie. Amaba a Tía
Edie, ella me amaba y con frecuencia me compraba animalitos de chocolate y toda
clase de regalos.
En este fin de semana bajamos a Cullercoats Bay, en North Tyneside, para
aprovechar un hermoso y soleado día.
Tía Edie dijo: “Oh, cuánto me gustaría dar un lindo paseo en bote, pero
nunca aprendí a remar.”
El Gran (a mis propios ojos) y pomposo Arthur dijo: “Eso es fácil. Si quieres
salir en una barca, Tía, yo te llevaré.” Ahora bien, todo lo que yo dominaba
era la teoría. Nunca había remado en un bote en mi vida pero pensé que sabía a
la perfección todo al respecto—tan sólo armas los remos en sus anillas, los
mueves adelante o atrás, y ya está. Entonces fuimos donde un viejo y salado
marinero, que con sus blancas y esponjadas patillas, su gorra de marino y su
jersey azul, nos alquiló una barca.
Cullercoats Bay tiene dos muelles que encierran la bahía. Dentro de ella hay
una calma aceptable; y, naturalmente, más allá de los muelles, te encuentras
en el mar abierto que puede estar más o menos picado. Tía Edie y yo entramos
al bote y tomé los remos. Era tal y conforme lo sabía de memoria, introduje
sin ningún problema los remos en sus respectivos sitios, halé de ellos y
comenzamos a movernos a través del agua. Todo estaba bien.
Empecé a cruzar la bahía, Tía Edie estaba encantada, hasta cuando remamos
para salir entre los dos muelles. Inmediatamente al agua le dio por agitarse.
Las olas nos golpearon de lado y el bote se balanceó en una forma salvaje.
“Oh, querido,” dijo Tía Edie, “¿qué sucede?
Para calmarla le contesté: “Todo está bien.” Y entonces me puse a halar
hacia el mar. Pronto, muchas olas insolentes derramaron cantidades de agua
dentro de la embarcación mientras nos golpeaban de costado y yo procuraba con
desesperación dar la vuelta.
“¿Vamos a regresar?” Tía Edie preguntó.
Más o menos me daba mañas para volver a la bahía, cuando de pronto una voz
airada que salía de una cabeza calva en el agua comenzó a maldecir: “¡Fíjate,
gran h*+&!,” rugió el bañista que nos miraba con furia y lanzaba toda clase de
improperios y palabrotas, pues por poco le di con el bote.
Al remar directo hacia los muelles me puse precisamente en el camino de una
embarcación motorizada de pescadores que entraba a toda velocidad en la bahía.
Un hombre en la proa juntó las manos a modo de bocina y gritó: “¡Maniobre sus
palas! ¡Maniobre sus palas!”
No sabía con certeza lo que quería decir esa frase. El bote pesquero venía
derecho hacia nosotros para embestirnos cuando hice presión con mi remo y nos
elevamos en el aire. La embarcación estuvo tan cerca de nosotros que dos de
los hombres en ella tuvieron que meter sus cabezas como patos cuando pasaban
bajo mis remos, mientras de nuevo oímos una andanada de toda clase de palabras
escogidas.
En este instante Tía Edie ya estaba en verdad muy preocupada y dijo:
“¿Vamos...estamos...bien?”
Le contesté: “Oh, ¡claro que sí!” Pero realmente me preguntaba si lo
estábamos. Remé hacia las cuevas que había en un lado de la bahía. Debido a
que la marea entraba, el agua era fuerte allí y en tanto que trataba de alejarme
de las cuevas, la barca se acuñó entre dos salientes y quedamos encallados. Me
puse de pie en un intento de empujar el bote para afuera pero comenzó a
balancearse peligrosamente. Justo en ese momento una enorme ola pasó sobre
nosotros y empapó por completo a la pobre Tía Edie. Que quedó toda mojada en
el otro extremo del bote mientras yo frenéticamente me esforzaba en
desalojarnos. Pobre Tía Edie.
“¡Oh!” Exclamó: “¡Oh! Por favor, ¡llévame a casa!”
Para este tiempo ya estaba desesperado. ¡Si sólo hubiese alguien a quien
pudiera entregarle esos remos y que supiera qué hacer! Otra ola se estrelló
contra nosotros. Por último, supe con claridad cuál era la conducta correcta.
Me senté aunque estaba empapado y con los remos arrastré el bote de regreso a
la orilla. El viejo marinero con su barba blanca apenas nos sonrió abiertamente.
“Bueno,” dijo con mucha picardía. “Esta es la media hora más rápida que
jamás haya visto. ¿Tuvieron suficiente?”
Tía Edie dijo: “Más que suficiente, gracias.” Y salió con rapidez del bote,
mientras el desprestigiado y zaherido Arthur la seguía. Estuvimos fuera no más
allá de siete minutos.
Hay muchos individuos como yo, que creen saberlo todo, piensan que todo lo
pueden hacer, y se lanzan al agua. Surge lo inesperado y, al final, anhelan
alguien a quien le puedan entregar los remos, alguien a quien se puedan rendir
y decirle: “Jesús, Señor y Salvador mío, sírveme de piloto, en el mar
tempestuoso de la vida; maravilloso Soberano de los mares, Señor Jesús, Salvador
mío, sé el piloto de mi vida.”
Como muchos jóvenes, cuando yo lo era, pensé que conocía la voz de Dios,
pero no fue así. Recién casado con Marj, creí que Dios me había dicho que
íbamos a tener una niña y que su nombre sería Gloria Joy. Pero nació un varón,
nuestro Peter.
Supuse que sabía la voz de Dios y que Él me había dado el nombre y el sexo
del bebé, pero mis suposiciones se equivocaron. Tuve que poner mi ministerio
profético en el armario y tener la humilde verdad hasta donde pensaba que era
y que no reconocía la Voz. Muchos nunca se mueven del sitio donde están porque
no aceptan la verdad acerca de dónde están. No se pueden mover de esa posición
sino hasta cuando lo hacen. Tengo que poseer dónde estoy para ser capaz de
desposeer.
Una vez en el Aeropuerto Kennedy, de New York, con varias horas de espera,
eché una ojeada en una tienda y tomé una revista para muchachas. Antes había
mirado por este lado y por aquel a fin de estar seguro que no había nadie que
me conociera, porque, después de todo, los predicadores sólo deben leer su
Biblia. Lo que había visto me interesó. Me gustó.
Después de un tiempo, fui al baño. Metí la revista bajo el brazo y subí a
la sala de espera donde una seguidora de la secta Hare Krishna se me acercó.
Con un alfiler me puso en la solapa un clavel e hizo lo posible para que le
comprara un libro.
“Mire,” le dije en un tono espiritual, muy superior, “yo no busco, porque
ya encontré.”
Con la rapidez de un relámpago me quitó la revista que tenía bajo el brazo,
la abrió, la extendió por completo frente a mis ojos y en alta voz me dijo:
“Dígame, por favor, ¿es esto lo que ya encontró?”
Sentí como si el mismo Señor Jesús me mirara en ese instante. Avergonzado y
confundido me aparté de esa muchacha, mientras murmuraba algo como: “Sólo soy
responsable ante Dios.”
Estaba, y aún lo estoy, molesto y disgustado con lo que hice. Si pudiese
haberme doblado y patearme yo mismo alrededor del aeropuerto, lo habría hecho—
no tanto por la cuestión de la revista—por el engaño, la hipocresía. Fui tan
superior delante de esa joven, como un fariseo espiritual.
Pagamos con exceso por salirnos de la voluntad de Dios en nuestras actitudes.
Siempre lo hacemos. Gracias a Dios, en su misericordia y su gracia, Él toma
nuestras necedades y convierte hasta nuestras acciones más estúpidas en algo
para su gloria. Ocurrencias como aquella demuestran la diferencia entre causa
y efecto, entre lo que llamamos ‘soberbia’ y ‘pecado’ así como la diferencia
entre araña y telaraña. Si te libras de la araña, se pondrá fin a las telarañas.
Esto me recuerda la antigua historia de los monjes que tenían una vigilia
santa de toda la noche. En la mañana siguiente, en tanto que el viejo abad
bajaba por el pasillo, un monje joven subió y le dijo: “Padre, solamente yo
mantuve la vigilia santa, mientras todos estos, mis hermanos, se dedicaron a
un irreligioso dormitar en total inactividad.” El anciano lo miró largamente
para decirle luego: “Hijo, habría sido mejor para ti haberte dedicado a un
sueño irreligioso o a una inactividad completa, en lugar de permanecer despierto
a fin de criticar a tus hermanos.”
Creo que Dios trata con nosotros en estos días y efectúa una división muy
notoria entre soberbia y pecado, entre causa y efecto. Para todo fracaso y todo
pecado, la sangre de Cristo Jesús nos limpia, pero a la soberbia que produce
el pecado, Dios la resiste (1 Pedro 5:5). La única respuesta consiste en que
me debo humillar ante la mano poderosa de Dios. Líbrate de la araña y te
librarás de la telaraña.
Cuando estuve en El Salvador no me pude lavar la cara porque la guerrilla
había bombardeado los acueductos. Todo lo disponible para el aseo era una lata
de agua que contenía también cucarachas y mosquitos que se habían suicidado
allí y cuyos cuerpos flotaban en la superficie jabonosa del agua.
Entonces, ¿qué hacer? Puse mi franela dentro de la lata, la exprimí afuera
y me froté el rostro y el cuello, con la esperanza de quedar un poco más limpio
y fresco que antes. Era esto o permanecer pegajoso con el sudor que corría por
toda parte del cuerpo, pues la temperatura a la sombra era 35º C (= 95º F).
En El Salvador ministré a los médicos, enfermeras y pacientes del hospital,
también en la academia militar y en varias iglesias. Hice una visita a un
patético y pequeño orfanato con 80 niños, todos menores de 12 años. Les llevé
una bolsa de caramelos, pero estaban demasiado temerosos para recibir algo de
un extraño, porque habían visto cómo los hombres asesinaron a sus padres y
madres en las montañas. Tuve que entregarle la bolsa de dulces a una hermana.
En el pueblo vi muchachitas que con sólo una pierna y una muleta de madera
iban a la escuela. También vi muchachos de 14 años o menos a quienes enviaron
a una guerra que sólo se hacía por la noche; chicos víctimas de minas anti-
personales o “quiebra patas” que les habían volado ambas piernas—niños que
habían sufrido bombardeos que los quemaron horriblemente y los dejaron ciegos.
Estos jovencitos eran ‘bajas’ de una guerra que para ellos no había tenido fin
ni término de ninguna clase. Su único entrenamiento consistió precisamente en
utilizarlos para derramar sangre: Si se capturaba vivo a un enemigo, se le
ataba al tronco de un árbol de tal manera que quedara bien fijo, sin movimiento
posible, y el muchacho debía herirlo una y otra vez con un cuchillo o un
machete, por todas partes, pero sin que esas heridas le causaran la muerte.
Cuando la realidad llega a tu puerta y la muerte ronda cerca, todo de
repente, el deseo de la libertad se convierte en algo intenso y la vida viene
a ser muy pero muy preciosa. Así es el mundo donde vivimos. Por todo eso,
desesperadamente necesitamos el evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
En Ting-Chung-Kiu, Taiwan, visité misioneros que eran excesivamente pobres.
Sólo teníamos pan y mermelada para comer, después mermelada y pan y de nuevo
pan y mermelada otra vez y quizá un poquito de arroz con pan y mermelada, como
para variar. Les dije: “No se preocupen, hermanos, porque no tomo té. Un vaso
de agua será suficiente.”
Me dijeron: “Oh, no puedes tomar agua, pues está tan contaminada que es
indispensable hervirla antes de poder beberla.”
Hubo entonces un problema serio porque sin refrigeración el agua hervida se
mantenía tibia y tomar agua tibia era horrible en el calor del verano. No quise
mortificar a los hermanos pero no sabía qué hacer. Resolví andar hasta el
pueblo donde me encontré con la palabra mágica: “Coca-Cola.”
Entré a la tienda, puse una moneda sobre el mostrador y dije: “Coca-Cola,”
y por el resto de la semana viví de esta gaseosa. En mis viajes alrededor del
mundo he aprendido que hay tres palabras de uso universal: “¡OK, Aleluya, y
Coca-Cola!”
De todos los lugares que he conocido, nunca me contristó tanto la miseria
como lo que vi en Guatemala, cuando fui a un enorme vertedero de basuras, de
1.6 km de diámetro, en un área que se llama Plaza de la Desesperanza. En ese
sitio viven centenares de familias en pequeñas chozas hechas con cañas, cartones
y encerados para los techos, aunque sólo unas pocas tenían láminas de zinc en
vez de los encerados. Allí sacan todo lo que pueden encontrar que les sea de
utilidad—aun para comer—de las basuras. Diseminados en la cima era posible
distinguir cadáveres de animales, y algunos dijeron que no hace mucho tiempo
atrás, hasta se habían visto restos de personas.
Claro está que no había agua corriente ni tampoco inodoros. Por darle algún
nombre diré que las ‘alcantarillas’ corrían abiertas, a nivel con la superficie
del suelo. Los niños jugaban ahí y con las manos hacían figuras de barro con
el líquido que circulaba por las cloacas que con toda seguridad debían contener
cantidades de desechos humanos tanto sólidos como acuosos. El hedor nauseabundo
de toda esa inmundicia me hizo sentir y anhelar ardientemente el profundo deseo
que yo pudiera suspender la respiración.
Llevamos a las gentes grandes ollas de sopa y los niñitos trajeron latas de
pintura que sacaron del basurero para que se les repartiera allí su ración de
comida, es decir, tanto para ellos como para sus respectivos familiares.
Cuando el pastor y yo regresamos a su casa donde había sólo tres camas y un
estante, me sentí tan supremamente triste al ver aquella patética vivienda del
varón de Dios, con una vieja y cuarteada pandereta como el único instrumento
musical que tenían y los niños que esperaban con grandes ojos brillantes, que
me puse a llorar aunque desde todo punto de vista es indispensable advertir
que no lloro con facilidad. Entonces entregué todo lo que tenía conmigo—el
dinero, mi billetera, mis tijeras, mi navaja. Si le hubiese dado al pastor un
automóvil Mercedes Benz, último modelo, no podría haberse emocionado más que
cuando le pasé mi navaja de bolsillo.
Todo es gris y monótono en ese basurero. Hice el voto que en mi siguiente
viaje procuraría llevar el máximo que pudiera de tarjetas de Navidad, de
cumpleaños, de todo para los niños a fin de que tuviesen un poquito de color
en sus vidas opacas sobre aquel gigantesco vertedero de escombros y basuras
donde tantas personas viven y donde tantas mueren.
En San José, Costa Rica, el pastor nos invitó a su casa para una comida y
algo así como una docena de personas son sentamos a la mesa. Entre los
convidados me presentaron un pastor local que supervisaba tres iglesias en la
costa y hacía sus recorridos a caballo, a través de las trochas del monte, pues
allí no hay carreteras. Para ir a esta reunión dejó su caballo y tomó un bus
hasta la casa del pastor invitante. Como no hablaba inglés ni yo castellano,
me limité a observarlo mientras cantaba y tocaba su guitarra.
Un poco después de la medianoche, pasamos a la mesa para la cena y le
pidieron dar la acción de gracias por los alimentos. Oraba en castellano,
cuando de pronto, como si fuera de nuevo Pentecostés, el Espíritu Santo
descendió. Otro pastor y su esposa de Las Vegas, comenzaron a danzar y a correr
alrededor de la comida. Luego otras dos personas saltaron sobre sus pies y con
voces de júbilo hablaban en lenguas para alabar a Dios.
A todos nos tomó hacia lo alto la presencia del Señor casi hasta las cinco
de la mañana y como cuando alguien se despierta de un sueño, abruptamente volví
a la tierra. Estábamos todavía allí—los alimentos intactos. No sé dónde habíamos
estado durante ese tiempo, excepto que estuvimos con Jesús.
Más tarde le dije a la esposa del pastor: “Bueno, supongo que usted ha de
sentirse bastante desilusionada al ver que los convidados le dejaron servidos
todos esos alimentos.”
Me respondió: “No, Hermano Burt. No, en absoluto. Limpiaremos por completo
la mesa. En cambio, todos tuvimos para comer algo de lo que ninguno de nosotros
sabíamos.”
A veces he tenido momentos muy gratos en el curso de mis visitas a los países
del tercer mundo. En Haití viajamos por las montañas en un jeep para llevar
cemento y madera desde Port Au Prince hasta un sitio a cuatro y media horas,
pues allí algunos hermanos planeaban el levantamiento de una iglesia. Como no
había puentes sobre los ríos, para cruzar las corrientes era necesario elegir
sitios vadeables donde se pudiera pasar con el vehículo. Con frecuencia había
en estos puntos chozas solitarias, sin nada en su interior, pues no eran sino
abrigos contra las inclemencias del clima, para resguardo de los viajeros.
Aunque por regla general no ministro dinero de mi bolsillo, sino las palabras
de la Santa Biblia, cuando llegamos a nuestro destino, Dios me permitió el
privilegio de dar a esos creyentes algunas bolsas de trigo.
El pastor de esta pequeña comunidad tenía una esposa muy habladora que se
emocionó tanto por el hecho de tener visitas, que escasamente permitía que
alguien dijese una sola frase. Por último se sugirió que oráramos pero la
señora aún seguía con su cháchara, incapaz de callarse. Entonces el pastor se
volvió hacia ella que llevaba un sombrero grande de paja, lo tomó, lo hizo
bajar hasta la barbilla, y luego empezó a orar. Contra la voluntad, esto me
obligó a sonreír.
Una vez en Montego Bay, Jamaica, los hermanos me llevaron una mujer que
sufría una depresión profunda y que, como parte de su tratamiento, tomaba altas
dosis de diversas medicinas, y me pidieron que orara por ella. Cuando me enteré
en detalle de la situación, dije: “No, no oraré.” Ahora bien, en las iglesias
pentecostales es casi un pecado imperdonable negarse a orar por alguien.
Para explicar la rareza de mi conducta a los hermanos en Cristo que me habían
traído a esta mujer y que me habían pedido que orara por ella, les dije: “La
depresión no es algo que se pueda curar con tabletas ni con oraciones.” Y a la
mujer: “Si eres una hija de Dios, la depresión es pérdida de la presencia del
Señor, y si has perdido esa presencia, es indispensable tener la verdad acerca
de cómo y dónde y cuándo la perdiste. Esto es necesario.”
Si uno es culpable de falta de perdón, crítica, murmuraciones, chismografía,
calumnia, o de haber juzgado a una persona, eso no se va a poner bien con
tabletas ni con píldoras. La depresión es señal de haber perdido la presencia
de Dios. La única forma de encontrar esa presencia es encontrar dónde la
perdimos y la causa que motivó ese percance. Hay un principio divino: Se debe
tener lo propio antes que se pueda dejar de tenerlo.
No sé cuántos en realidad no quieren tener nada con el recaudador de
impuestos. Supongo que casi todos están a la defensiva cuando tienen que ir a
la oficina de ese funcionario, pues sienten que exige mucho, recibe otro tanto
y en cambio da muy poco o nada. Dios trató conmigo en cierta medida sobre mi
actitud hacia los recaudadores de impuestos. He estado en muchísimos países
donde vi pobreza, escasez de agua, hambre, desolación por la guerra o por
catástrofes naturales. Luego, al regresar a la patria, he sentido gratitud por
poder vivir donde las condiciones son mucho mejores. Aquí lo menos que podemos
hacer es dar al César lo que es del César—aun si no confiamos en él—o por lo
menos rendirnos a él, pues sabemos que Dios nos ha bendecido en abundancia a
través de nuestro gobierno y deberíamos agradecer esto.
Un día me encontré en las oficinas de hacienda donde el recaudador me dijo:
“Aquí tengo sus declaraciones de renta, sus balances bancarios, y los
comprobantes de sus tiquetes de viajes aéreos, ¿todo esto es suyo?”
Le respondí: “Sí.”
Me preguntó: “¿Cuántos años cubren? ¿Corresponden a toda su vida?”
Contesté: “No. Apenas a los últimos dos años.”
Y con sorpresa: “¡Cómo así! ¿Quiere decir que todos estos talonarios de
tiquetes de pasajes aéreos pertenecen sólo a los últimos dos años?”
Le afirmé: “Claro que sí. Mi nombre está en ellos. Véalo con sus propios
ojos.”
Luego el recaudador de impuestos soltó la pregunta sobre cómo podría ser
esto posible.
Le dije: “Mire, señor mío. No me diferencio en nada de todo el mundo. Yo soy
un ciudadano como cualquier otro. Pero también resulta que soy creyente en
Cristo Jesús, pero, incluso así, puedo ser tentado a estar a la defensiva o a
ser deshonesto, lo mismo que muchos otros, pero no elijo serlo. En cambio,
prefiero ser honesto y veraz como si estuviera ante Dios. A propósito, ¿paga
usted sus impuestos de renta?”
Lleno de resentimiento barbotó: “Oh, naturalmente que sí.”
Le observé: “Muy bien, entonces usted comprenderá la actitud que tienen los
hombres cuando entran a este despacho. Todo su deseo consiste en evitarse pagar
un penique más de lo que les corresponde. Ahora recuerde, por favor, declaré
que he escogido estar delante de Dios y ser veraz con usted.”
Así, el hombre principió a preguntarme acerca de mis entradas. Le respondí
que no tengo ingresos fijos distintos a mi pensión por edad. Es lo único con
que cuento. Además conmigo viven mi hijo y su familia. Vivimos por fe—no por
fe en el pueblo de Dios sino por fe en el Dios del pueblo. Nunca pido a nadie
por mis ministraciones, jamás lo he hecho ni jamás lo haré. No escribo cartas
para pedir dinero ni ruego a nadie por medio de señas.
Me objetó: “Pero, perdóneme. Usted ha escrito varios libros (se refería a
‘Pebbles to Slay Goliath,’ ‘The Lost Key,’ ‘Boomerang or The Funeral of
Failure,’ ‘The Silent Years’).”
Le dije: “Sí, pero no cobro por ellos. Si la gente me quiere dar algo, está
bien, pero en realidad no vendo esos libros.”
Me replicó: “¿Y qué acerca de las cintas grabadas?
Respondí: “No tengo ninguna. Si las tuviera, las regalaría.”
Luego me dijo: “¿Y qué me dice de la casa enorme donde usted vive. ¡Fíjese,
nada menos que veintiuna habitaciones!”
Expliqué: “La tenemos para los hermanos en Cristo. No le cobramos nada a
quienes vienen a vivir con nosotros. En la sala hay una caja para que depositen
lo que buenamente puedan a fin de ayudarnos a pagar los gastos, pues no
administramos la casa con un criterio comercial.”
Entonces dijo: “Permítame darle un vistazo a sus libros.” Se los alcancé a
través de la mesa. “Estos me parecen interesantes. Me gustaría leerlos.”
Le ofrecí: “Si quiere, guarde una copia de cada uno de ellos.”
Respondió: “Muchas gracias. Ahora dígame, ¿cuánto le debo?”
Repliqué: “Oiga, señor, no va a hacerme caer en esa trampa. Ya le dije que
no vendo mis libros. Le repito también que puede quedarse con el que a bien
tenga. Y que es de su voluntad si desea ofrecer algún dinero.”
El recaudador de impuestos volvió con sus preguntas de esto o de aquello,
sobre este tema y sobre aquel, y hasta donde lo puedo saber, delante de la ley,
siempre respondí satisfactoriamente y con toda honestidad. Entre más lo hacía,
más confundido estaba.
Se admiró: “No puedo comprender cómo vive usted. Sus gastos sobrepasan los
miles de libras, además tiene cuentas por los servicios de acueducto,
alcantarillado, recolección de basuras, gas, energía eléctrica, y combustibles
para la calefacción. Dice que no tiene entradas regulares excepto lo que recibe
como jubilado y luego resulta que usted viaja por todo el mundo.”
Admití: “Sí, es cierto. Viajo por todo el mundo. Dejé de contar las veces
que me tocó atravesar el Océano Atlántico cuando llegué a 200. Por dondequiera
que vaya, el Señor suple todas mis necesidades. Donde se encuentre el
nombramiento, allí está la provisión. Si Dios no me suple, entonces no voy.”
Murmuró, como entre dientes: “Bueno, no entiendo esto.”
Le observé: “Entonces, somos dos. Yo tampoco. Si usted deja a Dios por fuera
del cuadro, no hay ninguna respuesta que le pueda dar.”
Siento que vivir por fe incluye dar a César lo que es de César y por esto
pago mis impuestos, porque creo que Dios ha de suplir todo lo mío, aun lo que
corresponde al renglón de los impuestos. Y, por ese motivo, no debo gemir ni
quejarme sobre ese tema particular.
Un día, muchos años atrás, Dios me reprendió en lo más profundo de mi alma
por afirmar acerca de algún gasto especial: “No tengo con qué, pues no me lo
puedo permitir.”
El Señor me dijo: “Si eso es mi voluntad, entonces has de saber que de sobra
tienes con qué y te lo puedes permitir perfectamente. Si no es mi voluntad,
entonces ni siquiera deberías desear tener con qué.” Estoy más que reconocido
con enorme gratitud hacia su magnificencia porque me suple todo aquello que
preciso en su gracia y en su misericordia.
Hace ya bastante tiempo, un querido ministro episcopal a quien por afecto
se le decía Padre Sherwood—y por apodo Sherry—me llevó a dar un paseo al Cabo
Kennedy. Habíamos programado ir aquella noche a una reunión de unos católicos
romanos carismáticos donde me invitaron a hablar. Me alojaba en la casa del
Hermano Tom Snyder. Cuando regresamos después de nuestro recorrido por el
centro espacial, estábamos más bien un tanto retardados y Tom ya se había ido
para la conferencia.
Aún estaba con mis ropas informales y pensé: “Bueno, supongo que el Hermano
Snyder llevó consigo mi Biblia, mi pandero y mi chaqueta a la reunión.” Entonces
me volví a Sherwood y le dije: “Sherry, como ya es un tanto tarde, por favor,
vayamos directo a la conferencia.”
Me respondió: “Sí. Vamos. Bueno, usted manda.”
Le dije: “No. Es usted quien manda.”
Entonces preguntó: “¿Sabe dónde es la reunión?”
Contesté: “No.”
Y él: “Eso si está bueno, tampoco yo.”
De esta manera comenzamos a las 7:15 a buscar dónde sería la conferencia que
debería iniciarse a las 7:30. Faltaban diez para las nueve cuando perdí la paz
y supe que estaba mal. El Señor me reprendió y yo, arrepentido, dije: “Padre,
creo que no estoy atrasado para este compromiso.”
Continuamos con nuestra búsqueda y a las 9:20 descubrimos una joven que nos
encaminó a la reunión. Llegamos allí a las 9:30 y al entrar en puntillas
encontramos que todos estaban en la presencia de Dios. Si hubiésemos venido
sobre elefantes azules ni siquiera se habrían dado cuenta de nosotros. Sin
embargo, me sentí muy culpable por llegar tan tarde. Así, pues, llegamos a las
9:30 para una reunión de las 7:30 y aquí estaba yo, creyendo que no nos habíamos
atrasado. De repente el líder del certamen alzó los ojos y al verme dijo:
“Bueno, ahora le pediremos al Hermano Arthur Burt, que tenga la bondad de
dirigirnos unas palabras.”
Pensé: “Son las 9:30. ¿Qué voy a hacer? Hablaré tan sólo durante diez
minutos, y luego me sentaré.” Y así lo hice.
El líder dijo: “Hay un breve descanso para un café con galletas y después
nos reuniremos de nuevo a las 9:50.” Cuando terminó la pausa, me pidió otra
vez que hablara y la reunión se fue casi hasta las dos de la mañana.
Mientras salíamos a la noche estrellada, uno de los asistentes vino y me
dijo: “Hermano Burt, después de todo, usted no llegó tarde a la reunión.”
Le pregunté: “¿Cómo así? Explíqueme, por favor, qué quiere decir.”
Respondió: “Bueno, usted sabe cómo son los católicos carismáticos, con la
lectura de sus comunicaciones, los avisos de anuncios, y una cosa y otra. La
reunión no tenía mucho de adelanto cuando usted entró. El Espíritu Santo sólo
vino un poco antes que usted y así, en realidad, usted no estuvo atrasado.”
Cuán lleno de gracia es Dios en la guía que nos ofrece. Responderá a un
vellón. Esta vez que el rocío moje el vellón mientras el terreno alrededor
quede seco; luego que solamente el vellón quede seco en tanto que la tierra
que lo rodea reciba el rocío (Jueces 6:37-40). Si una joven viene a buscar agua
del pozo, entonces que la saque para mí y mis camellos y así sabré que es la
esposa que el Señor le tiene a Isaac, el hijo de mi amo (Génesis 24:43-46).
Dios siempre nos habla a través de múltiples y muy diversas formas.
La mayor parte del tiempo, con una frecuencia inusitada, muchos creyentes
recurren a la Santa Biblia en búsqueda de guía, pero incluso allí es
indispensable emplear mucha cautela y tener precauciones.
Por ejemplo, si un hombre deprimido y que está muy angustiado acerca del
curso de su vida, abre la Biblia en Mateo 27:5, va a leer que Judas, en
arrepentimiento por la traición que le hizo a Jesús, salió y se ahorcó. Y si
luego va a unas cuantas páginas más adelante, puede encontrar lo siguiente:
“...Anda entonces y haz tú lo mismo...” (Lucas 10:37 NVI), podría sacar una
conclusión desastrosamente peligrosa al unir ese par de pasajes. 315-8722
Abrir al azar la Biblia, para buscar consejo, puede ser muy dañino y causa
de muchos perjuicios. En este tipo de búsqueda no hay ninguna clase de aliento
ni tampoco mucho menos unción. Incluso cuando se consigue o se obtiene una
palabra directa de guía a partir de una lectura escritural, se debe ejercitar
sumo cuidado sobre cómo interpretarla y cómo moverse en ella.
La Biblia puede ser la Palabra de Dios, pero ¿lo es para mí, para este
momento, para esta circunstancia? Si hay unción en mi búsqueda, no importa el
método—Biblia, vellón, abrevar los camellos—la unción me enseña y el Espíritu
me guía. Si espero que Dios cumpla su palabra, Él lo hará y lo confirmará sin
error alguno.
A medida que esperaba que el Señor cumpliera su promesa de proveer madera y
levantar una casa para su gloria, la Hermana Wood me ministró financieramente
muchas veces. Usted podría darme muchas razones por las que yo pudiera imaginar
que Dios me hablaba a partir de las palabras de Hageo, pero, ¿puede la
imaginación producir cheques por miles de dólares?
La casa ya no es una visión, ni un deseo. Está allí. Vivo en ella—una casa
de 21 piezas en Gales del Norte, a cuatro minutos del mar, sobre una colina al
pie de las montañas. Después de años de duro trabajo, el último de esos 21
cuartos, el dormitorio principal, se renovó—un regalo que el Cuerpo de Cristo
dio para nuestras bodas de oro. Allí no hay ánimo de lucro. Es para el pueblo
de Dios. Muchos han venido a fin de ser ministrados con paz y bendición para
la gloria de Dios.
La visión puede venirle a alguien entre miles que no tienen visión. Conocí
en Cornwall a un oficial retirado de la fuerza aérea, el Hermano Baker, que un
día observó una vieja carbonera deshecha—sin lajas de pizarra, ladrillos que
faltaban, agujeros en el techo—que yacía colina abajo hacia el mar, desde la
casa de campo del propietario. Su único valor consistía en que daba frente a
la carretera principal por donde todos los turistas bajaban a la playa. Un día,
el Hermano Baker, que había recorrido ese camino muchas veces, compró la vieja
carbonera.
El Hermano Baker, que era viudo, y Joy, su hija que tenía muchos dones
artísticos, reconstruyeron la carbonera y la convirtieron en una pequeña tienda
para vender objetos de recuerdo con el nombre ‘El Hueco en el Muro.’ Ambos iban
a la playa, colectaban conchas y las pegaban para hacer preciosas damitas
victorianas con grandes sombreros de amplias alas y largos trajes. Joy también
trabajaba con fibras vegetales, tejía canastas, pintaba cuadros, etc.,
elementos todos que los turistas compraban en la tienda. Más o menos en tres
años, Joy y su padre, hicieron una pequeña fortuna a partir de aquella carbonera
sin valor. Con el dinero adquirieron los elementos para montar un restaurante
donde las especialidades eran platos marineros, y después de trabajar con tesón
por otros tres años, se retiraron y emigraron a los Estados Unidos. Un día Joy
me pidió orar por ella a fin de que Dios le diera capacidades musicales en la
guitarra, y, claro está, le impuse manos y oré al respecto. Aunque no había
aprendido música, cantaba y tocaba maravillosamente. Poco después se casó con
un evangelista canadiense y es feliz.
Ninguna de las diversas bendiciones habría ocurrido a esta familia, si aquel
único hombre, entre los muchos que a diario bajaban a la playa, no hubiera
visto el valor oculto en la vieja carbonera. Tuvo visión y percibió lo que
otros no veían. Cuando tenemos una visión—ya sea de una carbonera o de una vida
arruinada—que los demás no ven, entonces, gracias a Dios, la esperanza se
enciende y nace de nuevo donde no hay sino desesperanza.
CAPÍTULO 14
¡RUPTURA DEL FRASCO DE ALABASTRO!
Aquí termina la traducción de “ALREDEDOR DEL MUNDO EN 80 AÑOS. LA HISTORIA DE ARTHUR BURT Como se la dijo a Nina Snyder” con el
título en inglés: “Around the World in 80 Years. The Story of Arthur Burt as Told to Nina Snyder.”
Este trabajo lo hizo Pablo Barreto, M.D., para honrar y exaltar el nombre de Jesucristo como Señor y Salvador.