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ALREDEDOR DEL MUNDO EN 80 AÑOS

LA HISTORIA DE ARTHUR BURT

COMO SE LA DIJO A NINA SNYDER


Publicado originalmente en inglés con el título
“Around the World in 80 Years
The Story of Arthur Burt
As told to Nina Snyder”

Copyright 1993 --- Arthur Burt & Nina Snyder

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro se puede reproducir
en ninguna forma sin el permiso escrito del Autor

A menos que se indique otro origen, las citas escriturales en itálicas pertenecen
a
La Santa Biblia® Versión Reina-Valera (RV) Revisión de 1960 Sociedades Bíblicas
Unidas;
Dios Habla Hoy® La Biblia. Versión Popular© (VP) Sociedades Bíblicas Unidas,
1979;
La Biblia Al Día® – Paráfrasis© (BAD) Living Bibles International, Wheaton IL
60187, Spanish House & Unilit, Miami, FL 33172. 1979;
La Biblia de las Américas® (BDLA) Foundation Publications Inc., Anaheim, CA,
1986;
y,
La Santa Biblia© - Nueva Versión Internacional (NVI) Sociedad Bíblica
Internacional, Editorial Vida, Miami, FL 33166-4665. 1999.

Los énfasis en negritas o MAYÚSCULAS FIJAS son del Autor.

En esta traducción el término “satanás” y otros que se le relacionan, no llevan mayúscula inicial. Se ha
hecho así para no reconocer a tal enemigo vencido ninguna preeminencia en la vida del creyente, hasta el
punto de incumplir las reglas gramaticales sobre nombres propios.

Traducción al castellano por


Pablo Barreto, M.D.
TeleFAX 558-1939; 555-1454
Apartado Aéreo 8025
Cali, Colombia, S.A.
Reconocimientos
Agradezco profundamente a Ted Robinson quien me convenció de comenzar este
proyecto y quien con toda paciencia grabó la historia de mi vida. A Nina Snyder
por resucitar el proyecto. A Algie y Annie Outlaw por su generosa provisión.
Sin todos ellos, este libro jamás habría visto la luz del día.
El proyecto permaneció en el fondo de una alacena durante casi tres años,
hasta cuando Nina Snyder me pidió escribir la historia de mi vida. Le doy las
gracias a Nina por las incontables horas de paciente labor que ha hecho esto
posible.
–Arthur Burt
Prólogo
Desde cuando conocí a Arthur Burt, hace más de 20 años, me ha beneficiado su
poco común ministerio a nivel mundial. Es muy poco común pues ministra sobre
todo a individuos y a grupos pequeños. Por ejemplo, una vez viajó a Australia
para ministrar solamente a un hombre. Se ha llamado a sí mismo ‘evangelista’
pero siempre que viene a nuestras reuniones, ministra no tanto a los perdidos
sino a los cristianos que poco avanzan. Siempre trae consigo palabras penetrantes
de verdad y sabiduría.
Hasta cuando comencé a trabajar en el manuscrito de Arthur, no vine a darme
cuenta que mucho, sino casi todo lo que tiene de sabiduría y revelaciones ha
salido de los tratos de Dios con él. En tiempos de adversidad y profundo fracaso
aprendió la obediencia a través de lo que ha soportado—muchas veces a causa de
su integridad, pero con alguna frecuencia por sus temeridades.
Considero como un honor haber podido participar en el relato de la historia
de su vida. Les recomiendo a ustedes los lectores, tanto al hombre como su
ministerio—un hombre cuyo hijo se refirió una vez a él con estas palabras:
“Siempre es el mismo. Papá no es un hombre delante de las personas sino
exactamente igual en la casa o cuando no hay nadie alrededor para verlo.”
¡Esta clase de transparencia es muy rara!
–Nina Snyder
TÍO ARTHUR

La Vida de Arthur Burt


Página de los Capítulos
1. PADRE 7
2. ANDAR SOBRE EL AGUA 14
3. LA TORMENTA 23
4. PASTOR BURT 31
5. EL BOTÓN 42
6. “CONCHEE” OBJETOR 50
7. EL APAGÓN 59
8. LAS REUNIONES DE LA GLORIA 69
9. NO SE LO IMPIDAN 77
10. ANDAR LA TIERRA 88
11. LA PALABRA QUE SALE 100
12. ¡SUBE AL MONTE! 112
13. ¡ESTAS TONTERÍAS! 120
14. RUPTURA DEL FRASCO DE ALABASTRO 131
Prefacio
En el curso de más de sesenta años de ministerio, he comprobado muchas
verdades—a veces al hacer las cosas bien y a veces al hacerlas mal. Algunas de
las historias que cuento podrían ofender a ciertos lectores. Mi esperanza
consiste en que al exponer mis errores y las lecciones que he aprendido a través
de los tratos de Dios, pueda evitar que otros caigan en la medida en que aprenden
de mis fallas. No es mi propósito agitar el barro o tratar con lo sórdido, sino
dejarme al descubierto a fin de ser una bendición para los demás.
Mientras miro hacia atrás, sobre los 90 años de mi vida, 75 como cristiano,
a veces siento como si fuera un sueño del que pronto despertaré. No puedo creer
que todos esos años se hayan ido. Casi todos mis contemporáneos desaparecieron.
Excepto por un puñado, las personas de mi generación a quienes conocí, amé,
estimé, y con quienes tuve compañerismo, ya no existen.
Nunca he sido importante a los ojos de los hombres, jamás uno de los grandes.
Si ustedes me preguntan quién soy, les diré: Soy nadie, y el mensaje que traigo
hoy es que todo alguien tendrá ahora que convertirse en nadie. Debemos perder
nuestra identidad en el cuerpo de Cristo, porque el Padre no dará su gloria a
alguno sino a Cristo.
CAPÍTULO 1
PADRE

“¡Oh Dios, ayúdanos! ¡Los alemanes están aquí!” Gritó mi madre al


despertarme. Me sacó de la cama y me llevó escaleras abajo donde nos agachamos,
temblorosos ante el bum, bum, bum, a medida que las bombas se precipitaban y
al explotar destruían casi por completo Whitley Bay. Estábamos a 12 millas
(un poco más de 19 km) de los astilleros de Wickers Armstrong en Newcastle,
y los alemanes iban tras ellos. A lo largo del camino, los alemanes destrozaron
nuestro pueblo.
En la mañana descubrí que la casa de mi amigo le había caído encima. El
techo y las vigas aplastaron tanto la parte superior como la inferior de su
cama, pero todavía estaba vivo debajo. Milagrosamente, nuestra casa quedó
intacta, mientras todo alrededor de nosotros eran escombros.
Más tarde en la guerra, después que Gran Bretaña había capturado algunos
prisioneros alemanes, temblé cuando vi a 200 y quizá 300 de estos alemanes
que marchaban por la carretera con círculos rojos, blancos y azules sobre sus
espaldas. Como algo extraño era suficiente sólo un soldado británico con un
revólver para llevarlos a lo largo de la costa hasta donde cavaban trincheras.
Parecían contentos de estar fuera de la guerra, contentos de ser prisioneros.
El final de la Primera Guerra Mundial llegó en 1918 junto con mi sexto
cumpleaños.
Aunque estos son algunos de mis primeros recuerdos, supongo que todas las
historias comienzan en verdad con la paternidad de alguien o de algo. Mi
padre era 30 años mayor que mi madre y de su primer matrimonio tuvo dos hijos
que también eran mayores que ella. Como si saliera a un mundo en conflicto,
nací en Inglaterra en 1912, hijo único del segundo matrimonio de mi padre.
Pasarían muchos años antes que pudiera comprender por completo mis
antecedentes.
Un aura de misterio envolvía a mi padre, médico que había sido destituido
y eliminado del registro médico por mala conducta—pues le comprobaron haber
hecho abortos ilegalmente y ser traficante de drogas. Era jugador, borracho
y blasfemo y, sin embargo, un hombre superior en muchos aspectos a la mayoría
de quienes lo rodeaban.
Una vez que papá cayó en la desgracia moral, hizo como casi todos hacían.
Huyó de donde era conocido, abajo en Southampton, y subió hacia el Norte, a
la ciudad de Newcastle-on-Tyne donde abrió una droguería. A ese
establecimiento entró un día una quinceañera—y ese fue el comienzo. Después
de nueve años aquella joven, que un día sería mi madre, se casó con mi padre.
Papá inventó unos antecedentes falsos de modo que nadie podría conocer su
pasado secreto y su vida privada. Más tarde supimos que la primera esposa,
maestra de escuela, lo dejó en una situación penosa. Tenían dos hijos y el
cuñado de mi padre vivía con ellos. Un día, durante una reyerta de borrachos,
papá empuñó una barra de hierro y le abrió la cabeza al hermano de su esposa;
ésta, entonces, tomó los dos niños y lo abandonó, para no volver nunca.
Papá siguió esta clase de existencia que lo hundía gradualmente en más y
más pecado y maldades. No sé cuántas mujeres tuvo. Conozco por lo menos de
una, su casera, que vivió con él por cierto tiempo y de quien tuvo un hijo.
Fue difícil saber algo más acerca de esto, debido al escándalo implícito, de
modo que esta parte de su vida permaneció en la oscuridad.
Mi abuelo, por parte del lado materno, tenía una casa pública, una cantina
o taberna, en Newcastle-on-Tyne. Era un hombre jovial y amable que me sacaba
y me compraba dulces y ropa. Nuestras raras visitas a él eran como ir al
cielo.
La única ocasión en que recuerdo haber bebido era un niño de siete o de
ocho años cuando hice un espectáculo en la taberna delante de los hombres al
sorber de sus vasos. Todos reían y dijeron: “Va a ser como el abuelo.” Amaba
a mi abuelo a pesar de su bebida, pero aborrecía a mi padre por causa de su
bebida, pues su alcoholismo tuvo un papel tremendo en hacer crueles y
horribles nuestras vidas.
Papá tenía una existencia aparte de mamá y de mí, pues dejaba la casa a
eso de las once de la mañana a fin de visitar las diferentes cantinas.
Regresaba a las tres de la tarde y volvía a salir tres horas después. Nunca
sabíamos a qué hora regresaría en la noche. Toda su vida transcurrió en una
atmósfera de juego, drogas ilícitas, y otras actividades del mal.
Antes de mi nacimiento, tuvo un accidente muy serio cuando mezclaba algo
en el mortero, probablemente mientras estaba bajo la influencia del licor.
La sustancia le explotó en el rostro y los ojos salieron de las órbitas. Los
médicos le pusieron los ojos en su sitio, pero la visión quedó perdida. Así,
cuando tuve diez años y él 65, vine a serle muy valioso—como sus ojos,
exactamente de la misma manera en que los ciegos usan un perro.
Todos los días cuando regresaba de la escuela, tenía que leerle el periódico
y en eso se me iba por lo menos una hora. Después del diario, mezclaba
medicinas y remedios, siempre en lucha con libros como la Farmacopea Británica
y Flebotomía Sin Sangre. Preparaba los medicamentos, escribía las etiquetas
para pegarlas en los frascos, los envolvía en papel blanco e iba a entregarlos
a las diversas casas de los clientes. Además, con las instrucciones de papá,
destilaba whiskey en el alambique del sótano. Otras actividades ilegales de
mi padre, como atender personas enfermas, las hacía secretamente en las
cantinas o en los clubes.
Debido a que casi todas mis horas estaban llenas con deberes escolares,
preparación de medicamentos, y lecturas para mi padre, mi libertad valía tanto
como su peso en oro. La severidad de papá me hizo disciplinado y como no me
atrevía a desobedecerle abiertamente, desarrollé modos sutiles y
clandestinos. Si podía escapar de la casa, mi única oportunidad de libertad,
lo hacía; sin embargo, los oídos de papá con frecuencia le servían como ojos.
Así, me hice maestro en levantar el cerrojo silenciosamente y en evitar cada
peldaño que crujía. Con estas habilidades habría sido un ladrón maravilloso.
Con certeza al regresar a casa iba a estar en problemas porque había ido
a jugar con los muchachos. Seguramente oiría: “Arthur, ¿dónde estabas?”
“Oh,” contestaba, “estuve fuera con los amigos.”
“Pero no me preguntaste.”
Entonces le ofrecía mis explicaciones y excusas: “Estabas ocupado con
alguien en el consultorio.” Si hubo alguien con él, todo iba a salir bien.
Era terriblemente solitario a mi edad de diez años. Para mi padre fui como
un esclavo, pues me quería a su lado en todo momento. En consecuencia no
estaba expuesto a la tentación y al pecado como muchos otros de mi edad.
Claro que esto no me hizo mejor que ellos; tan sólo no tuve las oportunidades
para pecar.
No puedo recordar que papá me hubiese dado nunca un penique (un centavo de
libra esterlina) para mis gastos. Siempre que mamá le pedía para comprar algo,
por ejemplo una botella de leche, era un tremendo dolor. Aunque jamás le dio
para los gastos de la casa, y debía ir a él para todo lo que se necesitaba,
se producía una discusión llena de lágrimas cada vez que le hablaba de dinero.
Si mamá compraba un viernes un frasco de compota, se podía profetizar que
duraba hasta el martes a la hora del té. Entonces, íbamos desde el martes,
el miércoles, y el jueves, antes que apareciera otro frasco de conserva el
viernes.
Vivíamos una extraña situación de tener y no tener. Varias veces hube de
recortar pedazos de cartones o trozos delgados de madera tríplex, y ponerlos
en los zapatos a fin de impedir que mis pies tocaran el suelo. Al mismo tiempo
papá tenía una brillante placa de bronce con su nombre en el exterior de una
vasta casa de doce habitaciones, como si él fuera de enorme importancia. Todo
el dinero que caía en sus manos lo gastaba en sí mismo, en el juego o en los
licores.
Parece que la pequeña Rhoda haya sido mi primera novia, aunque no estoy
seguro porqué lo fue. Quizá porque su perfume olía bien y me gustaba el olor
de su pañoleta. Nos sentábamos uno al lado del otro, un muchacho, una muchacha,
un muchacho, una muchacha, en la clase de Miss McCormack. Como Rhoda era una
buena estudiante, muy avispada, que obtenía entre ocho y nueve sobre diez,
mientras yo escasamente sacaba dos o tres, comencé a copiar sus respuestas.
“¿Qué te da el ejercicio cuatro?” Yo susurraba.
No me respondía pero me dejaba ver la respuesta. Si era distinta de la
mía, entonces copiaba la de ella. Mis notas saltaron de tres sobre diez, a
ocho o nueve sobre diez. Esto era maravilloso hasta el día en que Miss
McCormack me señaló.
“Arthur Burt, ¡Ven acá!” Ordenó, mientras me amenazaba con el dedo. “¿Cómo
haces con tus operaciones para sacar esas respuestas?”
¿Qué le podía decir? Me era imposible confesarle que había copiado del
trabajo de Rhoda. Me quedé de pie, inmóvil como una estatua, sin saber qué
contestar, completamente sordo y mudo.
“Eres un tramposo, Arthur Burt,” dijo la maestra. “En el futuro, aunque
tus respuestas sean correctas, a menos que tus operaciones estén bien hechas,
tendrás como malos todos tus ejercicios.”
Con esto aprendí una lección muy valiosa: No es suficiente tener bien las
respuestas, debes además saber cómo obtener las respuestas buenas. En los
últimos años cuando leo aquel pasaje donde David dice al Señor: “...sé que
tú amas la verdad en lo íntimo...” (Salmo 51:6 NVI); “Tú mereces honradez que
brote del corazón; sí, absoluta sinceridad y verdad...” (Salmo 51:6 BAD),
tengo el convencimiento que no basta tener las “respuestas” correctas, sino
que también es indispensable tener los “por qué” correctos—no tanto lo que
haces sino por qué lo haces. Si no haces las obras para la gloria de Dios,
aunque sean todo lo presentables que puedan parecer en el exterior, aún no
son aceptables ante Dios. Si tienes una motivación incorrecta para hacer lo
bueno, no estás en el bien, estás en el mal.
A medida que crecía, desarrollaba mis propios intereses. Con otro muchacho,
Wilfie Cross, sacamos un periódico, “La Maravilla Semanal” y lo duplicábamos
con papel carbón. Escribí las historias y él hizo los dibujos. Lo vendíamos
por todo el distrito a dos peniques (dos centavos de libra esterlina) la
copia e hicimos algo de dinero con él. El director de la escuela se enteró
de “La Maravilla Semanal” y me invitó a editar la revista escolar. Así, pues,
con mis 14 años, me convertí en editor.
Comenzó a irme bien en la escuela y terminé casi en la cima de mi clase.
Fui bastante bueno en deportes, pero supe que podía escribir. Anhelaba ser
autor—pero bueno, ¿cómo te conviertes en autor? Simplemente no resultas autor
de la noche a la mañana. Te mueves en dirección del periodismo, diarios,
revistas, y cosas así.
Papá conocía un hombre en el campo periodístico y tan pronto como dejé la
escuela, este amigo escribió mi nombre en la lista de disponibles que se
movían alrededor de los periódicos. Escribir se convirtió en el todo de mi
vida. Escribí un cuento: “Las Islas de la Muerte” y luego uno más: “En Otros
Mundos,” pero nunca los vi publicados o impresos. Me faltaba un patrocinador
y un buen crítico o alguien que se interesara por mí y por eso no llegué a
ninguna parte.
En todas las competencias de ensayos escritos, gané premios—no todas las
veces el primero, pero siempre un galardón. Comencé a sentirme orgulloso,
soberbio, y con petulancia pensé: “Soy editor de la revista escolar. El
director de la escuela me ha dicho cuán inteligente y cuan dotado soy y cómo
triunfaré en todas partes.” Entonces, por primera vez, entré en las
competencias nacionales. Antes había participado en las Exhibiciones de la
Costa Nordeste, pero esta vez era nacional, se trataba de todo el país—pero
no obtuve el premio. Esto en realidad desinfló mi ego. Había sido el pato
grande en la lagunita, pero ahora no fui ni siquiera el patito en la gran
laguna. No conseguí nada y eso verdaderamente me golpeó muy duro.
Mi padre llegó a la casa un día en 1926 y arrojó una hoja de papel sobre
la mesa. “Lee eso,” ordenó.
Decía: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.” El papel
anunciaba servicios de avivamiento especiales con el Pastor Stephen Jeffries
en el salón de la alcaldía municipal de Bishop Auckland.
Me senté y escribí una carta según me dictó papá: “Apreciado Señor: ¿Podría
usted ser tan amable de informarme las veces en que el sacerdote católico
romano Jeffries visita a sus pacientes?”
La respuesta no se demoró: “Estimado Señor: No hay ningún sacerdote
católico romano que visite pacientes en ese pueblo. El Pastor Stephen Jeffries
es un humilde siervo de Dios a quien Dios usa para predicar el evangelio y
sanar a los enfermos. Venga. Crea y será bendecido.”
Así, pues, viajamos por tren hasta Newcastle y de ahí tomamos un bus para
Bishop Auckland. Todo el deseo de mi padre era recuperar la vista. No tenía
interés en Dios, tampoco en la salvación ni en ninguna otra cosa.
Para nuestra sorpresa había centenares y centenares de personas que estaban
fuera de la alcaldía. Las ambulancias iban hasta el edificio y llevaban gente
en camillas. Nos unimos a la multitud y esperamos de pie durante horas.
Me asombró el resplandor en los rostros de las personas mientras cantaban
coros, como “Maravillosa Gracia.” Todo eso era extraño para mí. Nunca en mi
vida había visto tal éxtasis como en las caras de esa gente. Había centenares
que esperaban en el exterior, pues los de adentro salían para que otros
pudieran entrar. ¡Definitivamente había avivamiento!
Por último, a las tres de la tarde, al abrir las puertas, las personas
salían. De modo inmediato, la multitud para la reunión siguiente se movió
hacia delante. Con arrastramiento de pies empujamos una y otra y otra vez.
Pero justo antes de alcanzar los pasos de la entrada un ujier levantó la mano
y dijo: “Lo siento. No hay más puestos. El salón está lleno.” Entonces nos
tocó regresar a casa con mi padre que se sentía miserablemente descontento y
enfadado.
Unas pocas semanas después nos fue posible enterarnos que el mismo ministro
iba a estar en Victoria Hall, Sunderland, y papá de modo inmediato decidió
ir. No tenía ningún interés en la salvación, que no le importaba nada. Lo
único que quería era recuperar la vista. Así, fuimos entonces a Sunderland.
De nuevo estuvimos de pie durante horas y horas hasta oir otra vez el
anuncio de los ujieres: “Perdonen; ya no hay más sitios.” Las ambulancias
iban de delante hacia atrás; las multitudes se sentaban en las aceras. Era
tremendo, pero no se nos permitió entrar.
Nadie pudo ignorar el avivamiento. Se podían reír de él o perseguirlo,
pero no era posible ignorarlo. Incluso hasta los borrachos que en las cantinas
hacían chistes acerca de “Dame aceite para mi lámpara” estaban conmovidos.
Además, hubo también rumores necios que se regaban por todas partes. La
gente decía: “¿No has oído? Stephen Jeffries fue al parque, le impuso manos
a la estatua de Sir Thomas Lipton ¡y se levantó y anduvo!” Asimismo circuló
la conseja de un hombre con un brazo seco que fue a las reuniones y Dios lo
sanó. Más tarde, esa noche, el hombre fue a celebrar de regreso a la taberna
donde se dedicó a burlarse y a reírse, y la mano y el brazo se le volvieron
a secar. Esas eran las cosas que se decían en los alrededores.
En Sunderland nos sucedió lo mismo que nos había pasado antes que pudiéramos
entrar. Mi padre apeló al buen corazón del ujier: “Mire. Le ruego que me
perdone. No vivimos en Sunderland y hemos venido desde muy lejos. Por favor,
le suplico que haga algo por nosotros.”
El ujier se compadeció y dijo: “Bueno. Hay un cuarto donde se sientan
quienes están tan impedidos que no pueden permanecer de pie. Si quieren entrar
allí y esperar, quizá Stephen Jeffries venga a orar por usted antes que tenga
lugar la reunión de la noche.”
Mientras esperábamos en esa habitación, con una docena de otras personas,
nos sentamos para oir a los que cantaban adentro, en el auditorio, 6,000
voces que sonaban como un trueno: “Iba por los caminos dando la buena nueva...”
Eso me conmovió tremendamente, aunque no entendía nada de lo que pasaba.
Por último, luego de una larga espera, la puerta se abrió y un hombre
sencillo, de cabellos grises, que tendría alrededor de cincuenta años, entró
al cuarto. Se paró al pie de una mesa y dijo: “Es indispensable que entiendan
que lo primero que necesitan, de mucha más importancia que todo su cuerpo,
es su salvación. Cualquiera que sea la exigencia más grande de su ser físico,
la máxima necesidad de ustedes consiste en que su alma sea salva.” Predicó
el evangelio por casi cinco minutos. Luego, se aproximó a una joven que
tendría más o menos veinte años y estaba de pie frente a mí, y le impuso
manos.
“¡Puedo ver! ¡Puedo ver!” Fue la exclamación que salió de ella, mientras
aplaudía y saltaba arriba y abajo.
¡Mi corazón golpeaba, bump, dentro del pecho, bump, bump, repetidamente!
Esta fue la primera vez en mi vida que encontré a Dios. Asombrado, caí en la
cuenta: “¡Dios es real! ¡Dios es verdadero!” Hasta ese momento había dudado
de su existencia.
Luego el predicador fue alrededor de cada una de las personas que había en
la pieza y llegó hasta mi padre—pero, nada pasó. Papá se enfurruñó todo el
camino de regreso a casa, en un mal genio sucio y sórdido. Dijo que todo era
un montón de basura y que había ido hasta el fin.
El Viernes Santo de 1927, mamá anunció que no tenía cebollas.
“Todas las tiendas están cerradas,” le recordé.
“Sí,” replicó, “pero bajas hasta Cullercoats Bay donde están las cabañas
de las mujeres de los pescadores. Venden cangrejos, ostras y peces, y con
seguridad tienen zanahorias y cebollas. Puedes conseguir algunas allí.”
“Papá ha salido,” respondí, “y quería ir con los muchachos a un partido
cómico de fútbol. Ahora quieres que vaya y busque cebollas. Todos los chicos
ya se fueron y esperaba irme con ellos.”
“¡Calla el pico y vé por las cebollas!” Ordenó mamá. “Luego puedes ir con
tus amigos.”
Entonces, agarré el dinero, y corrí casi una milla (1,600 m) hasta pasar
frente a una gran Iglesia Metodista. En el frente había una figura de Cristo
sobre la cruz y debajo, con enormes letras negras decía: “¿ES NADA PARA
USTEDES, TODOS LOS QUE PASAN CERCA?”
Me detuve. Asombrado, me senté delante del templo y mientras miraba la
figura la emoción más asombrosa vino sobre mí. Sentí pena y tristeza por
Jesucristo. Pensé: “Pobre Jesús. Allí está Él, y a nadie le importa.”
“¿Es nada para ustedes, todos los que pasan cerca?” Para mí era nada, pero
no vi eso para mí mismo, era tan sólo para todos los demás. Salté sobre los
pies, bajé en carrera hasta la bahía y recogí las cebollas. Corrí de regreso
a casa, puse el cambio y las cebollas sobre la mesa y grité a mamá: “Aquí te
dejo las cebollas. Me voy para el partido.”
Corrí todo el camino, encontré a mis amigos, y me senté para gozar y reírme
con ellos. En esos tiempos los objetos de nuestras diversiones y risas eran
Charlie Chaplin o el Gato Félix (Mickey Mouse no había aparecido todavía).
Los muchachos se reían y hablaban, pero aquellas palabras regresaban a mi
mente—“¿Es nada para ti? ¿Es nada para ustedes, todos los que pasan cerca?”
Traté de combatirlas, pero no pude. Eran palabras de Dios en mi ser interior,
y no me era posible hacer nada al respecto. En los dos o tres días siguientes
todo lo que podía ver era a Jesús—el cuadro de Él en el Calvario con aquella
frase: “¿Es nada para ti?”
Tales fueron las palabras que me engancharon hacia la salvación, mientras
procuraba escaparme del gancho. Una tarde mamá me mandó a la panadería. Cuando
la empleada me entregó el pan, también me pasó una hoja. “Tenemos servicios
evangelísticos en la Iglesia Bautista. Puedes asistir,” me invitó, “y lleva
a tu mamá contigo.”
“¿Ir a reuniones religiosas?” Pregunté.
“Sí,” contestó. “¿Por qué no?” Entonces, me atreví a decirle que la religión
estaba perfectamente bien para aquellas viejas que no hacían más sino murmurar
sobre sus tazas de té, pero no para mí.
“Vas a morir lo mismo que todos los demás,” me comentó.
Tomé mi bolsa de pan y salí sin responderle nada. Pero aquel domingo en la
noche, mayo 1, 1927, estaba sentado con mi madre en la Iglesia Bautista. Oí
al predicador Arnold Bennett, enseñar las diferencias entre la salvación de
Dios y la religión del hombre. Explicó que la religión del hombre tiene tres
letras: “H,” “A,” y “Z.” HAZ. Haz esto. Haz aquello. Toda religión del mundo
se basa en HAZ pero solamente la salvación de Dios se fundamenta en cinco
letras: “H,” “E,” “C,” “H,” y “O.” ¡HECHO! Puse toda mi atención en la
siguiente historia que relató Arnold Bennett:
Uno de sus amigos predicadores manejaba su carro en Polonia cuando de
pronto vio a un hombre que yacía en medio de la carretera. Detuvo su automóvil,
salió, retiró al hombre del camino y lo puso a un lado.
“¿Qué fue?” Preguntó el predicador. “¿Lo atropelló un carro?”
“No,” pudo gemir el pobre hombre, escasamente capaz de comunicarse. “Me
abrumaba tanto la carga de mis pecados que pregunté al sacerdote de mi
parroquia qué debía hacer para salvarme. El señor cura me dijo que descalzo
debería hacer una peregrinación de cien millas (160 km) hasta la estatua de
María en la catedral de Varsovia. Pero, me enseñó que la peregrinación debe
ser así.”
El sacerdote dirigió al peregrino a estar de pie en la carretera, sin
zapatos, y dejarse caer hacia delante con las manos estiradas. Donde las manos
tocaran la tierra, debía poner los pies desnudos y repetir todo el proceso
de avance. De este modo iba a expiar sus pecados.
Miró hacia arriba, a la cara del predicador y suspiró: “Mis manos y pies
sangran. Debo hacer un alto y marcar el camino con una cruz y regresar a casa
donde he de esperar que mis heridas se curen. Luego debo volver hasta el
sitio donde marqué la cruz y desde ahí seguir con mi peregrinación. Oh, Dios,
tengo el espantoso temor que mi vida terminará antes de alcanzar la estatua
de María en Varsovia, y así mi alma se ha de perder para siempre en el
infierno.”
El predicador le preguntó: “¿Nadie le informó que hay Alguien que fue
herido por sus transgresiones, aplastado por sus iniquidades, que el castigo
de su paz fue puesto sobre Él y que por sus llagas fuimos curados? No con
derramar su propia sangre, pues la sangre preciosa de Jesucristo, el Hijo de
Dios, nos limpia de todo pecado y hace la expiación por los hombres. Usted
no debe hacer nada. Ya todo está HECHO.” Y así, a este pobre hombre, inútil
en su sufrimiento, y sin esperanza, el predicador presentó al Señor
Jesucristo.
Cuando terminó su relato, Arnold Bennett dijo: “¿Inclinaremos la cabeza y
oraremos? ¿En esta noche hay aquí alguien que nunca haya recibido al Señor
Jesucristo como su Señor y Salvador personal? Como en la historia que conté
acerca de ese pobre hombre, ¿se esfuerzan ustedes como él en hacer lo que
Dios ya hizo? ¿Si entienden? ¿Si ven que nada hay que ustedes puedan hacer?
Cuando Jesús dijo ‘Consumado es’ dijo lo que quería decir y quiso decir lo
que dijo. ¿Hay aquí alguien en esta noche que quiera recibir a Jesús como su
Salvador?”
Miré al reloj y faltaban diez minutos para las ocho. Era la noche del
domingo, mayo 1, 1927, y levanté la mano. Mamá con el codo me golpeó las
costillas.
“Baja esa mano,” silbó. “No necesitas nada de salvaciones, porque siempre
has vivido una vida buena. Te he criado con toda rectitud. En cambio tu padre
sí necesita ser salvo, tú no.”
“Madre,” objeté, “no estoy bien con Dios, y sí tengo necesidad de la
salvación.” Esa noche recibí a Jesús—la noche más grande, la noche que cambió
toda mi vida. Mi destino estaba sellado al nacer de nuevo. ¡Aleluya!
CAPÍTULO 2
ANDAR SOBRE EL AGUA

La vida de Jesús comenzó a retumbar dentro de mí como un volcán. Se puede


hacer lo que uno quiera para taparlo pero siempre luego irá a manifestarse y
así la vida nueva principió a surgir. Después de unos pocos días le testifiqué
a papá, pero simplemente me ignoró. Una noche le anuncié: “Padre, quiero orar
antes de acostarme.”
“¡Ora hasta que te mueras, si quieres!” Rugió.
No encontré mucho estímulo a partir de estas palabras, pero oré y Dios usó
aquella plegaria. Sé que mi oración tocó a mi padre, pues sus ojos se
humedecieron con lágrimas. Tal fue el comienzo de la fe en su interior y me
emocioné mucho con esa experiencia nueva. Leí en la Biblia que Jesús prometió:
“Lo que pidan en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:14 NVI). Si había alguna
cosa para pedir, sería por mi padre y así, mi primera súplica fue su salvación.
Salió una noche y de inmediato caí de rodillas y oré: “Señor, dijiste:
‘Pide y se te dará.’ Por eso te ruego ahora que le impidas a mi padre ir a
la cantina.” Pocos minutos después sus pasos se oyeron en la puerta principal.
Abrí y entró papá.
“¿Qué pasó, John?” Preguntó mamá. “¿Olvidaste algo?”
“No,” contestó. Se quitó el sombrero y el abrigo y fue al consultorio.
Pensé: “Dios lo hizo.”
Mamá le preguntó si se sentía enfermo, y solamente dijo: “No.” Dios
respondió mi oración. Me encumbré altísimo con mi primer pedido-oración-de
amor, y con el asentimiento que se me había dado.
Antes que terminara el año, la convicción abrumó a papá. Cuando invité a
Arnold Bennett, el predicador, a visitar nuestra casa, papá cayó de rodillas
y fue gloriosamente salvo. Después se unió a la iglesia bautista y allí nos
congregamos todos tres. Aunque mamá era muy religiosa, no se había convertido
todavía para esta época.
Todas las veces que papá oía un llamado a la salvación, siempre soltaba un
sollozo, y luego levantaba su mano. Mi madre le corregía: “John, no tienes
que levantar la mano; ya eres salvo.” Profundamente quebrantado, siempre hacía
esto cada vez que en la iglesia se hacía un llamamiento. Mi padre tuvo siete
años de salvación, desde los 70 hasta los 77, antes de ir al hogar celestial
para estar con el Señor.
******
Cuando leí por primera vez la historia de Pedro, cómo bajó de la barca y
anduvo sobre el agua para ir a Jesús, noté que comenzó a hundirse al quitar
los ojos de Jesús. El Señor fue a él, estiró la mano y en el momento en que
Pedro tocó a Jesús, no se hundió más. También noté que Jesús no lo estimuló,
sino que en cambio lo reprendió al preguntarle: “...¡Hombre de poca fe! ¿Por
qué dudaste’” (Mateo 14:31 BAD).
“Pedro se equivocó,” entonces concluí. “Pudo haber andado sobre el agua,
y de hecho anduvo sobre el agua, hasta cuando quitó los ojos de Jesús. En
cambio, yo no voy a desagradar a Jesús. ¡Voy a andar sobre el agua!”
Fui a la orilla del mar al lugar que se llamaba los pasos del sacacorchos,
y bajé al punto hasta donde la marea había llegado. Cuando estuve allí, hice
esta plegaria: “Señor Jesús, Pedro te desagradó, pero no te voy a desagradar.
Dijiste en tu Palabra: ‘Si piden algo en mi nombre, lo daré.’ Ahora, Dios
mío, te suplico que me hagas andar sobre el agua.”
Troté dentro del agua y, créanlo ustedes o no, me hundí muy bonitamente.
Pero, bendito sea Dios, claro que sabía nadar. Cuando aconteció esto quedé
tan molesto y desalentado que me aparté de Dios. Hice esta reflexión: “¿Cómo
es la cosa? Reprendió a Pedro cuando quitó los ojos de Jesús, y lo regañó por
no tener fe. Y aquí estoy, lleno de fe, y ni aun me ayuda a andar sobre el
agua.” Durante varias semanas estuve en silencio, enfurruñado y resentido.
Luego, un buen día, vi algo más en la Biblia que antes se me pasó: “Y todo
lo que ustedes pidan en mi nombre, yo lo haré, para que por el Hijo se muestre
la gloria del Padre” (Juan 14:13 VP). Entonces pude entender lo sucedido.
Dios no responde la oración por responder la oración, sino sólo responde la
oración de tal manera que el Padre se pueda glorificar en el Hijo. Ahí estuvo
mi falla. Dios no salva por salvar; no sana por sanar; no libera por liberar.
Salva para que el Padre se pueda glorificar. Sana y libera para que el Padre
se pueda glorificar. Entonces vi que Pedro tuvo una palabra que salió de la
boca de Dios, pero no tuve esa palabra. Por tanto, me fue posible captar el
problema y volví a ajustarme con el Señor.
Un día, un amigo me invitó a las reuniones de oración que se daban los
miércoles por la noche en la iglesia bautista. En realidad, no sabía lo que
eran esas reuniones de oración, pero tenía hambre de Dios. Por esta época mi
gozo era ir a la playa para ver un grupo de entretenimiento, los payasos, que
presentaban su espectáculo allí los miércoles en la noche. Se me formó un
conflicto entre ver los payasos y presentarme a los servicios. Como Dios trató
conmigo, me rendí y principié a asistir con regularidad a las reuniones de
oración.
Casi todas las personas allí eran de edad madura. Es cierto que también vi
unas cuantas mujeres jóvenes, pero yo era el único varón joven. No tener
compañeros hombres de mi misma edad, fue motivo de mayor dificultad para mí,
pero estaba con hambre de Dios. Luego me enteré de unas reuniones de oración
donde los Miller. Cuando llegué allí, abrió la puerta un sonriente anciano
con unas barbas como las de Papá Noel y un chispeante ojo azul, sólo uno. Le
expliqué: “Alguien me dijo que aquí hay una reunión para orar.”
“¡Aleluya! Entra, sigue,” barbotó más que dijo a través de su pelambrera.
Escasamente le pude entender.
Principié a ir la reunión de los Miller y asistía casi cada semana. Un día
anunciaron que el miércoles siguiente vendría para hablar alguien muy
especial. Se trataba de Mrs. Batey una dama rica que participaba en Fyffes’
Bananas y Saxa Salt. Pero, más importante que eso, tenía una misión en
Newcastle-on-Tyne. La llamaban el “Ángel de Tyneside,” porque bendecía a todos
los pobres. Pero lo más emocionante de todo, dijeron que rizaba el rizo en
un aeroplano, y eso era algo grande en 1927. En aquellos días no había muchos
aviones que rizaran el rizo, pero se decía que Mrs. Batey rizaba el rizo a
pesar de su edad, 77 años. Pensé que debía ver a esa mujer porque era alguien.
La semana siguiente fui a la reunión y allí estaba ella, efervescente y
burbujeante sobre todo. Supe que era una cristiana llena del Espíritu que
creía en hablar en lenguas. A usted se le consideraba leproso si hablaba en
lenguas, de modo que eso significaba problemas. Con todo, tan pronto como la
conocí, fui bendecido.
Mrs. Batey vino hacia mí y me preguntó: “Bueno, jovencito, ¿amas a Jesús?”
“Sí,” contesté.
Luego me preguntó que desde cuándo había sido salvo, y le dije: “Ahora,
hace tres o cuatro semanas.” Entonces me convidó para que fuera a su misión
con el fin de contar a los asistentes todo al respecto.
Objeté: “Pero no puedo predicar.”
“No quiero que vayas a predicar. Simplemente te apareces y nos cuentas
todo lo que Jesús ha hecho por ti.”
“Muy bien; lo haré.”
Viajé por tren hasta la misión donde había alrededor de un centenar de
personas. Todas gritaban y alababan a Dios. Las reuniones bautistas eran como
el Polo Norte si se comparaban con esto. Los bautistas daban la impresión de
ser muy respetables y circunspectos, pero en cambio este lote de gente al
alabar a Dios, gritaba, reía, saltaba, aplaudía y danzaba.
Mrs. Batey me presentó: “Esta noche tenemos un visitante muy especial. Se
trata de un joven a quien Jesús salvó hace poco más o menos cinco semanas.
Ahora le quiero pedir que siga y nos cuente todo al respecto.”
Era la primera vez que hablaba en público y durante más o menos cinco
minutos les dije cómo recibí la salvación. Después de eso no me es posible
recordar nada de lo que hubiera dicho.
Con hambre por todo lo que sucedía en el pueblo de Dios, ahora me congregaba
con un grupo en la Asociación Cristiana de Jóvenes (siglas en inglés: YMCA),
que tenía reuniones en la playa del Tío Pat, donde me abrieron las puertas
para predicar. Allí, a menudo me pedían compartir alguna pequeña historia o
predicar por unos pocos minutos. Entre tanto, dejé la iglesia bautista, porque
tenían un ministro nuevo que no creía que la Biblia fuera la Palabra de Dios.
Arnold Bennett, que me guió a los pies de Jesús, vino a visitarme un día
y preguntó: “Bueno, Arthur, ¿cómo te va? ¿Todavía te regocijas en tu
salvación?”
Contesté: “Claro que sí; es algo maravilloso.” Luego quiso saber si aún
asistía a la iglesia bautista.
“No. Ahora hay un ministro nuevo, tan moderno, que no puede creer que la
Biblia sea la Palabra de Dios.”
Arnold mostró su simpatía. “Entiendo perfectamente. Hiciste lo correcto.
Pero dime, ¿con quién tienes compañerismo ahora?”
“Bueno,” respondí. “Estoy con un grupo pequeño de personas que tienen sus
reuniones en la YMCA.”
“¿Qué? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Vas con los pentecostales?” Estaba visiblemente
molesto y alterado.
“Sí,” admití.
“¡No vuelvas allá!” Me ordenó. “¡Todo eso es del diablo! Hablan en lenguas;
ruedan por el piso; escupen sangre; trepan por las paredes. ¡Todos están
poseídos por demonios! ¡No debes ir más allí!”
Si me hubiera abofeteado, no podría haberme herido más. Apreciaba a este
hombre, que me llevó a los pies de Jesús y que hizo lo mismo con mi padre,
más que a ningún otro en el mundo. Esa noche en el dormitorio, me puse de
rodillas y oré: “Jesús, Señor, ¿qué voy a hacer? A nadie en toda la tierra
estimo tanto como a este hombre.”
El Espíritu de Dios me recordó lo que el mismo Arnold me había dicho cuando
me llevó a Jesús y recibí la salvación: “Aunque yo mismo o un ángel del cielo
te diga algo contrario a este Libro (la Biblia), no lo creas. No lo aceptes.”
Abrí mi Biblia y encontré que en el Nuevo Testamento hablaban en lenguas.
Porque recibí lo que Arnold me dijo el día que me presentó a Jesús, no acepté
lo que había dicho ahora cuando me ordenó: “No vayas a ninguna de las reuniones
que tienen los pentecostales.”
Los pentecostales tenían esa experiencia bautismal, y yo la quería. Aunque
no lo comprendí por completo, ciertamente supe que los pentecostales tenían
mucho más fuego en ellos que todos los demás.
Leí bastantes libros sobre el tema de la vida rendida por autores como
James H. McConky y otros y pensé: “Supongo que necesito hacerlo rápido.” Creí
que podría privarme de comida, pero había otras cosas de las que gozaba más
que de los alimentos.
En aquel mes de julio, todas las mañanas, bajaba en carrera hasta
Cullercoats Bay, a eso de las 6:30 antes de ir al trabajo. Mientras el sol
resplandecía y danzaba sobre las olas, me refrescaba para después tener mi
devocional con el Señor.
Entonces hice este raciocinio: “Para mí esto significa más que el desayuno.
Si estoy en ayuno con objeto de recibir la maravilla-mágica-sea-lo-que-sea,
y no la he conseguido, quizá debería negarme la natación.” Eso era mucho más
difícil que renunciar a la comida. “Muy bien,” decidí; “no iré a nadar en la
mañana, y tampoco voy a comer.” Me puse en problemas, sobre todo con mi madre,
porque pensó que me era indispensable un buen desayuno.
Luego decidí ayunar del espejo. No iba a volver a mirarme, porque buscaba
a Dios. Un día tras otro me di mañas para afeitarme y peinarme sin utilizar
un espejo. Así, ahora, no hacía mi natación matinal, y ayunaba del desayuno
y del espejo. Luego ayuné de una chica que se llamaba Carey y decidí: “No voy
a encontrarme con ella ni a verla.” La peor parte de ese ayuno era decirle
que ayunaba de verla. Me dio mucho temor que Billy Lemon, también de la
iglesia, la tomara si yo la dejaba, pues sabía que iba tras ella.
Después leí en la Biblia sobre cilicio y cenizas y me pregunté cómo aplicar
esto a mi vida. Pensé: “No sé qué hacer acerca de cenizas, mas, por lo menos,
me puedo abstener de ropas finas.” Como no me podía vestir de cilicio, fui
al trabajo en pleno mes de julio, con un sobretodo viejo sin botones, lleno
de manchas, pero en cambio con unos rasgones descosidos, y todo quedó listo.
Por el momento trabajaba en una lavandería donde debía manejar un furgón
y entregar trajes y vestidos en ganchos. Me cubría con una gorra con el
anuncio “Los Limpiadores Ideales,” y andaba ahora con este viejo abrigo. Mi
patrón me miró extrañado cuando llegué al trabajo, pero no dijo nada.
No sé si el patrón estaba por ahí cuando regresé de mis rondas esa noche,
pero en la mañana siguiente cuando aparecí de nuevo con el viejo sobretodo,
me dijo: “Mire, joven. Si viene a trabajar con eso puesto, se acabó y hasta
aquí llegamos. Reciba su paga y váyase. No podemos tener nuestro representante
todo harapiento y andrajoso. No lo comprendo a usted. Siempre venía limpio y
bien arreglado. Estamos en pleno verano y no necesita ese abrigo. ¿Qué le
pasa?”
No quise decirle que estaba en ayuno, porque era un hombre inconverso, de
modo que esto me llevó a terminar mi ayuno o de otro modo perdería el trabajo.
Estaba muy contento de salir del problema después de una semana. Como muchos
cristianos que son celosos (y a veces super-celosos), había creído que hice
lo correcto, aunque no digo que el Señor me llevó a hacerlo. Si había algo
más, quise ese algo más. Si había que pagar un precio, quise pagar ese precio.
Cuando llegué al punto en que mi patrón me iba a despedir, me rendí. Así,
pues, me fue necesario aprender por la vía más difícil que quizá alcancé mi
límite en lo que tenía que ver con el precio.
Este sería mi tercer despido. La primera vez cuando salí de la escuela me
uní a un contador y me despidieron antes que la firma se declarara en
bancarrota. Luego, la segunda, tuve un oficio temporal donde otro mozo y yo
entregábamos a domicilio verduras, frutas y vegetales. Una mujer entró en la
tienda y se quejó que su despacho estaba incompleto. Al pesar sus fresas, no
daban la medida ni las onzas.
El administrador del negocio hizo este raciocinio: “Si salieron bien
pesadas y al llegar a la clienta ya no lo estaban, entonces es culpa del
muchacho.” El patrón me echó por el robo de las fresas. Como yo estaba seguro
de no haberlas robado, concluí que el otro mozo que había tomado el pedido,
se quedó con ellas.
Eso hirió mi orgullo como cristiano nuevo al pensar que el patrón me acusó
de robar fresas y luego me despidió. Me senté y le escribí una carta con esta
queja: “¿Cómo se atreve a insultarme, a mí que soy cristiano, de haber robado
sus fresas? ¡Usted va a ir al infierno! ¿De qué le sirve al hombre ganar el
mundo si pierde su alma? Usted me despidió por unas fresas. ¿Dónde estará
usted en la eternidad?” Luego, sin nada de sabiduría, puse la carta en el
buzón.
Me despidieron por robo. Pero en este trabajo no quería que me despidieran
por ser estúpido, y así entonces ese fue el fin del ayuno. Lenta pero con
toda seguridad, comencé a aprender algunas lecciones a medida que me movía
en la parte final de mi decimosexto cumpleaños.
Un día, un agente de seguros a quien conocía y que acostumbraba a viajar
por los alrededores y predicar en esos sitios para las misiones metodistas,
me invitó a unirme a él. “Si quisiera venir conmigo,” dijo, “le daré quince
minutos de cada compromiso que me resulte.”
Mr. Harrison, un hombre lleno de gracia, me llevó consigo a todas partes
y me suministró las aperturas y oportunidades que me estimularon en los días
iniciales de mi ministerio. Con regularidad bajábamos hasta North Shields y
allí predicábamos desde el muelle a los hombres que estaban en las barcas de
pesca. Cuando la marea estaba fuera, a medida que empezábamos a predicar,
mirábamos abajo a los hombres en los botes. Para el momento en que terminábamos
la reunión, los botes se levantaban con la marea y entonces mirábamos arriba
a los hombres.
Prediqué en la misión de los pescadores al aire libre, en la playa, y en
las arenas, y todo el tiempo pensaba que esa era la extensión del llamamiento
que Dios tenía para mi vida. Pero, en realidad, no habría querido llegar a
ser un predicador de tiempo completo.
Alrededor de ese entonces fui a las reuniones de Stephen Jeffries in
Wakefield, donde quizá asistían 3,000 personas. Jeffries avanzó hasta el
frente de la plataforma y señaló: “Joven, Dios lo necesita.” Parecía como si
su dedo fuera derecho hacia mí.
Después estuve en otro de sus grupos en Doncaster, donde con miles de
personas, Jeffries pasó a la parte delantera de la tarima y llamó: “Joven,
Dios lo quiere.” Pensé que debía ser una coincidencia. Con toda esa gente,
aquel dedo no podía haberme señalado a mí, pero parecía como si lo fuera.
Descarté todo el asunto, pero volvió a suceder otra vez.
La tercera oportunidad tuvo lugar en otra reunión enorme. Jamás le había
hablado a Stephen Jeffries y él ni siquiera me conocía en lo más mínimo. Pero
de nuevo fue al frente de la plataforma, señaló con su dedo derecho hacia mí
y declaró con todo énfasis: “¡Joven, Dios lo quiere!”
Por último, eso penetró, pero discutí con Dios: “Señor, si quieres
permitirme escribir libros, haré que el héroe sea cristiano y desarrollaré
un tema cristiano en cada libro.” Sin embargo, no tuve paz sino hasta cuando
me rendí y dije: “Amén, Señor. Si quieres que sea predicador, seré
predicador.”
Arnold Bennett estaba muy preocupado por mi asociación con los “herejes”
pentecostales y quería que me apartara de ellos. Entonces sugirió que me
uniera a la Sociedad Protestante de la Verdad, conforme lo hice, y solicité
que me admitieran en el colegio que tenían en Londres. Pero hubo un problema,
porque sólo tenía 17 años y habitualmente no aceptaban estudiantes sino
después de los 20. Así, durante un tiempo, mi nombre estuvo en la lista de
los posibles aspirantes mientras esperaba y esperaba.
Cuando cumplí 18 años, después de pronunciar muchas conferencias por toda
la región del Nordeste, finalmente abandoné el hogar para ir al colegio. Dejar
a mi madre y a mi padre fue una gran intranquilidad porque papá ya estaba
bastante viejo. Su vigor se había ido y la vista despareció por completo,
pero sentí que Dios me llamaba. Mamá no se opuso y así salí para Finchley en
Londres.
Fui el predicador más joven que jamás habían tenido. Debo admitir que
aunque me beneficié en múltiples maneras, mis estudios hicieron muy poco por
mí. No me era necesario perder la espiritualidad pero lo hice. Perdí mi
frescura, mi fuego y mi libertad. Ahora estudiaba griego, cómo discutir acerca
del catolicismo romano, religiones comparadas—y todo eso acababa mi vida. Con
otro hermano organicé una protesta en la iglesia de san Hilario en Cornwall.
Como mi voz era provocativa, me tiraron piedras, frutas podridas, huevos, y
todo lo que estuviera disponible.
Una noche íbamos precisamente a comenzar nuestra reunión en la plaza de
mercado de Grimsby, cuando un sacerdote pasó por ahí con su larga sotana. De
modo deliberado lo aguijoneé, pues en alta voz hice notar: “Vean ahora a ese
hombre. La madre lo vistió de pantalones pero él prefirió las faldas.”
Si el sacerdote hubiese tenido algo de sesos, me habría ignorado, pero no
lo hizo. Como lo ataqué en su orgullo se volvió furioso conmigo. Tan sólo lo
utilicé y nuestra confrontación agitó todo el lugar. En consecuencia, cada
noche que permanecimos en Grimsby tuvimos por lo menos mil personas. No gané
a ese hombre con mis argumentos. A pesar de declarar la verdad, en mi inmadurez
manejé la verdad con injusticia y con falta de rectitud. En esos días hice
muchas cosas de las que más tarde me arrepentí.
En 1930, después de terminar los estudios y el entrenamiento en el Colegio
de la Sociedad Protestante de la Verdad, fui ordenado como Predicador
Wycliffe. Luego la Sociedad me equipó con una pequeña casa rodante unida a
un coche tirado por un enorme caballo negro. El exterior tenía como adornos
textos de los evangelios y contaba con una tarima que se hacía caer desde la
parte de atrás.
Me asignaron como compañero para mis viajes a un joven de nombre Ted que
tenía 1.85 m de estatura, cabello negro ondulado, dientes blancos preciosos,
mejillas sonrosadas, ojos oscuros chispeantes, y atraía a todas las chicas.
Que me ignoraban y no hacían sino juntarse alrededor de Teddy, y, claro está,
esto me produjo grandes celos. Cuando entraba a una tienda o a la oficina de
correos, todas las mujeres corrían a atenderlo y habitualmente me desconocían.
En las reuniones las muchachas se amontonaban alrededor de Teddy y me dejaban
a un lado. Después de unos pocos años, encontré que mis celos eran
inconsecuentes porque la vida se movió con rapidez para Teddy. En efecto,
murió cuando apenas tenía 28 años, de una hemorragia cerebral.
Algunos pierden la oportunidad debido a lo que son. Conocí una vez dos
hermanas. Una de ellas era muy atractiva en todo sentido—estadísticas vitales,
cabello, complexión, rasgos. Aquella muchacha estaba expuesta a más
tentaciones en un mes que lo que estaría su hermana hogareña en toda su vida
debido a la proyección de sus dientes, a su pecho plano y a sus ojos torcidos.
Si una hermana sin atractivos no vive en la verdad, puede creer que se va
a ir con Dios porque es espiritual y puede juzgar a su hermana atractiva que
siempre está en coqueteos y expuesta al pecado. Todo lo que podemos hacer con
los dones (o la falta de ellos) que Dios nos haya dado es decir a nuestro
creador: “Amén, Señor. Justos y verdaderos son todos tus juicios.” Quisiera
ser como alguna otra persona, pero no lo soy. Así, pues, doy gracias debido
a lo que soy.
Cuando era muchacho, acorralado bajo la carga de pesadas responsabilidades
hacia mi padre, lleno de entusiasmo para salir, lleno de energía siempre que
lograba una salida. Mis amigos que me apodaban “Iracundo Burt” siempre me
azuzaban para que escalara el muro del patio, cosa que me encantaba hacer.
Era parte de mi gloria y mi orgullo. Siempre fui muy fuerte y sano y podía
correr, saltar y trepar bien y siempre era el que brincaba las paredes para
recoger la bola cuando alguien la pateaba en los solares vecinos. Sostuve en
todo momento mi fama y era un espectáculo, aunque a veces resultaba con el
trasero golpeado con una escoba que esgrimía una mujer que a gritos me
expulsaba de su jardín.
Una vez aposté que podía cruzar mano sobre mano por un cable de la parte
inferior de un puente que atravesaba un río. Mis fuerzas me abandonaron cuando
iba por la mitad y caí al agua. Cuando salí, hecho una sopa, me quité los
pantalones y los colgué sobre el puente para secarlos. Uno de los muchachos
me los arrebató, y los otros nunca me dijeron dónde me los habían escondido.
En estas aventuras sufrí varias lesiones. En una pelea, uno de mis dientes
se quebró cuando mi cabeza dio contra un muro de ladrillos. Cierto tiempo
después, en un desafío con los amigos, trepé a un árbol más alto que los
demás muchachos para demostrar que era mejor que todos ellos. Al bajar, me
resbalé por el tronco y caí. Mi nariz quedó muy aplastada y nunca volvió a
ser la misma. Cuando choqué con el suelo, no sólo se me aplastó la nariz,
sino también se me partió otro diente.
Un tercer diente se perdió en un encuentro de lucha en la escuela, pues me
deslicé y el diente perforó la pierna del oponente y se partió. Fue necesario
extraer ese diente pues se incrustó en el contrario. Así, quedé con tres
dientes quebrados, la nariz rota, y con plena conciencia del aspecto físico
de mi rostro. Claro que de modo muy natural te gobierna lo que crees. Cuando
fui salvo a los 15 años, supe que Dios me amaba y que me había llamado, pero
me consideraba feo y esa creencia me gobernó, de modo particular cuando se
trataba de chicas.
Cuando cumplí los 19, conseguí dientes artificiales, pero todavía hube de
tratar con la “fealdad.” Acostumbraba a ponerme de pie frente al espejo y
procuraba predicar mientras tenía bien abajo el labio superior sobre los
dientes. Cuando aparecían las muchachas, me quedaba en la parte de atrás, con
la certeza que a ninguna de ellas le iba a gustar.
Todo el que entiende sabe que el complejo de inferioridad se relaciona con
el complejo de superioridad. Usted no se empuja hacia delante porque siente
que no tiene lo que los otros tienen. Si tuviera lo que los otros tienen, se
empujaría hacia delante. Esto es orgullo en dos formas distintas. El orgullo
se manifiesta en “hincharse” y “aplastarse.” Si usted se hincha porque tiene
belleza o talento, se ha hinchado en su orgullo. Si se aplasta porque le
falta belleza o talento, se ha aplastado en su orgullo.
Teddy y yo viajamos a un sitio en Leicester cerca de Mountsorrel, a la
finca de un cristiano de gran compromiso, cuyo apellido era Underwood. Cuando
llegamos nos saludó calurosamente: “Muchachos, estoy encantado de verlos.
Bienvenidos en el nombre del Señor. Entren su coche. Desenganchen el caballo
y pónganlo allí, donde hay bastante pasto bien jugoso. En el establo hay una
llave para el agua. Mientras estén aquí, pueden tener tanta leche, huevos, y
mantequilla como quieran. Ustedes son bienvenidos en el nombre de Jesús.”
Esa noche bajé y llené de agua el viejo balde. Al día siguiente, en la
mañana, atravesé el campo con la jarra para la leche y llamé a la puerta del
granjero. La puerta se abrió y apareció este enorme hombre que llevaba una
bata blanca de ordeñador.
“Bueno,” sonrió, “¿pasaron buena noche”
“Sí,” respondí y le presenté la jarra para la leche. “Quiero aprovechar su
amable ofrecimiento acerca de la leche.”
Extendió su mano tan grande como una pala para mover carbón y tomó mi
jarra. “¿Qué es esto?”
“Es una jarra,” dije.
“¿Cuánto hace esto?”
“Puede que alrededor de medio litro,” calculé.
“¿Medio litro? ¡Hombre vivo! Me tomo medio litro de leche antes de ordeñar
las vacas en la mañana. No voy a llenar eso. Vaya y deje eso por allá. ¿No
tiene algo más grande?”
“No, en realidad no.”
“No voy a llenar esa cosa,” insistió. “¿Dónde han puesto el agua?”
“¿Agua? Oh, sí; ya llenamos nuestro balde con agua. Hace dos galones.”
“Bueno,” replicó. “Traiga el balde. No les voy a llenar esa cosa. ¡Es el
balde o nada! Vaya y tráigalo.”
Entonces fui a la carreta. Teddy estiró la mano fuera de la ventana y dijo:
“Bueno. Pásame la leche. Tengo listas mis hojuelas de maíz.”
Le expliqué a Teddy lo que había sucedido. “No nos va a llenar la jarra.
Dijo que le llevara el balde.”
“No puedes hacer eso,” objetó Teddy. “Está lleno de agua.”
Desocupé el agua en el vertedero y volví con el balde donde estaba Mr.
Underwood. Todos los días, durante el par de semanas que siguieron, Mr.
Underwood llenó nuestro balde con leche. La bebimos, la poníamos en nuestro
cereal, hicimos gachas de arroz y natilla con leche. Hicimos de todo, menos
lavarnos en ella.
Este episodio ha permanecido conmigo como una parábola toda mi vida. Con
frecuencia me veo de pie a la puerta de esa finca y oigo al granjero decir:
“Puede tener tanta leche como quiera.” Veo mi jarrita de medio litro y veo
cómo limité la provisión de aquel hombre generoso. Entonces oigo lo que dice
el autor sagrado: “Una y otra vez ponían a Dios a prueba; provocaban
[limitaban] al Santo de Israel” (Salmo 78:41 NVI). Sé que al gran Dios, que
es ilimitado, sólo lo puede limitar su propio pueblo. Presentamos un pequeño
recipiente como esa jarra de medio litro e insultamos la abundancia del Dios
vivo e ilimitado. Cuando recuerdo a aquel granjero que decía: “Traiga el
balde; traiga el balde,” puedo oir a Jesús que dice: “De acuerdo con tu fe,
te será hecho.” Estas palabras que flotan sobre toda mi vida, proclaman la
plenitud de Dios y todavía me desafían. “Traiga el balde.”
Teddy y yo viajamos arriba y abajo por toda la región. Un día tuvimos una
reunión al aire libre en Portsmouth, y mientras yo predicaba, un inmenso
marinero borracho brotó en medio de la multitud. Era un hombre macizo, como
Brutus el rival de Popeye que se abría su camino hacia mí y me miraba con sus
ojitos cerdosos. De repente cargó para delante, donde yo estaba de pie en la
plataforma, mientras cernía su puño poderoso bajo mi nariz a medida que me
maldecía.
“Si dice otra palabra,” prometió, voy a golpear su cara y le quedará en la
parte de atrás de la cabeza.”
Mi corazón latía, “Bump, bump, bump—SOS—Señor, por favor, haz algo,” pero
la unción del Espíritu sobre mí era tan fuerte que simplemente seguí como si
nada hubiese sucedido.
“Si dice otra palabra...” Me midió y observé cómo su brazo fue hacia atrás
listo para descargarme un golpe terrible.
Justo en el momento en que el brazo iba para atrás, una mujer muy pequeña
y delgada, de cabello rojizo, se abrió paso a través de la concurrencia. Tomó
al marinero por el brazo y le habló airadamente, en tono de regaño: “George,
no seas estúpido. Vámonos.” Lo dirigió como cuando el cuidador del zoológico
saca un elefante. ¿Agradecí a Dios? Claro que ciertamente lo hice.
Después de un año o dos de viajar y predicar por toda esa extensa zona,
tuve la oportunidad de apreciar la espiritualidad verdadera en las vidas de
algunos amigos pentecostales en Chesterfield. En lugar de predicarme, me
hacían vivir la dulzura y la presencia de Dios en sus vidas, cosa que me
causó una tremenda impresión. Les dije a estos amados hermanos: “Miren, se
supone que me encuentro aquí para ministrarles a ustedes, pero ustedes me
ministran a mí sin siquiera abrir la boca. Quiero lo que ustedes tienen, sea
lo que sea.”
De esas vidas me impresionó el fruto del Espíritu, más que los dones del
Espíritu. El Señor me atrajo no tanto por la seducción del poder, cuanto por
la maravilla de su presencia. Cuando se ha vivido siempre a la luz de la luna
y luego se ve la luz del sol, no se puede establecer otra vez a la luz de la
luna. De esta manera, en Chesterfield, en 1932, en la iglesia de Brampton,
con el Pastor Buckley, el Espíritu Santo me bautizó y encontré a Dios en un
modo nuevo y vivo que trató con todas las sequedades que se me habían
desarrollado desde el colegio.
Porque ahora me bautizó el Espíritu Santo, la Junta de Directores del
colegio me hizo aparecer ante ellos. Me preguntaron: “¿Usted cree en hablar
en lenguas? ¿Ha hablado en lenguas? ¿Hay alguno otro afligido de ese mismo
mal con usted en el movimiento?”
“Sí,” admití. Entonces, me pusieron en la calle, me expulsaron de la
Sociedad Protestante de la Verdad junto con otros tres hermanos, cuyo destino
hicieron colgar sobre mi conciencia. ¿De aquí adónde iré?

CAPÍTULO 3
LA TORMENTA

Mientras estuve en Chesterfield en Derbyshire, un hermano evangelista de las


Asambleas de Dios me preguntó si podría acompañarlo para ir a ver a su amiga,
Mrs Fentiman, la directora de una guardería y escuela infantil en
Nottinghamshire, donde había hijos de misioneros de África, Ceilán (en la
actualidad Sri Lanka) y China.
Mrs Fentiman, cristiana desde su juventud, se casó con el comandante de un
submarino en la Primera Guerra Mundial, y la pareja, después del matrimonio se
estableció en Preston. El esposo era inconverso y ella pronto perdió el
compañerismo con Dios. Un día se puso de rodillas y clamó: “Oh Padre celestial,
todo lo que se haya interpuesto entre tú y yo, por favor, te ruego que lo
quites.”
En el curso de una semana, el Real Almirantazgo Británico le hizo llegar una
carta para informarle que el submarino con la dotación de todos los hombres se
debía dar por perdido. Quedó, pues, viuda con dos hijas pequeñas y tenía que
encontrar los medios de ganarse la vida. El comité de educación del distrito
le consiguió un puesto como maestra de escuela en Nottinghamshire, y salió de
Preston. Cuando llegó, quedó desolada en la plataforma del tren, sin conocer a
nadie. Nunca en su vida se había sentido tan deprimida y tan mal.
Los domingos enseñaba a sus dos niñas acerca de Jesús, y pronto otra niñita
se unió a ellas regularmente. Esta pequeña que todavía vive hoy, recibió a
Jesús como su Salvador personal. Luego, para la reunión del domingo en la tarde
trajo a su abuelita, la abuela recibió la salvación, y después de eso apareció
con la mamá.
Entonces algo maravilloso sucedió. El hermano de esta niña se puso enfermo
y murió. Quizá menos de media hora después, oraron y Dios lo levantó de entre
los muertos. Sé que los incrédulos van a decir que sólo estaba en coma, o que
simplemente había dejado de respirar por unos cuantos minutos, pero digan lo
que quieran decir, el Señor lo levantó.
Ese milagro causó tal conmoción en el pueblo que atrajo a muchos que
empezaron a reunirse para orar. En muy poco tiempo, Mrs Fentiman tenía tres
iglesias—una en Sutton, una en Stanton Hill y otra en Huthwaite. Dios realmente
bendijo el ministerio de esta señora a quien yo esperaba conocer.
Cuando llegamos con mi amigo, nos sentamos en la pieza del frente a esperar
que la buena dama bajara, mientras varias muchachas cantaban alrededor del
piano. Por primera vez allí la vi, una de esas jóvenes, sin siquiera soñar que
un día Marjorie Coates vendría a ser mi esposa.
Marj nació en el Río Yankzhe en China. Sus padres eran misioneros en el
interior de China, y ella pasó allí alrededor de diez años. La madre murió y
el padre llevó la familia a Mrs Fentiman, quien se comprometió: “Le recibo sus
cuatro hijos y eso lo dejará en libertad para regresar al campo misionero. Si
los puede sostener, hágalo. Si no los sostiene, confiaré en Dios.”
Marj era, y todavía es, una persona muy callada y tranquila, sin pretensión
alguna. Para nosotros fue un encuentro casual. No hubo atracción instantánea,
como muchos dicen que quedan enamorados desde la coronilla hasta los talones,
o algo así. Simplemente vi a esta chica con las otras, de pie alrededor del
piano, mientras cantaban coritos evangélicos, y eso fue todo.
Por último conocí a Mrs Fentiman. En el curso de nuestra visita, me sugirió:
“Mire, Arthur, hasta cuando sepa lo que Dios quiere con su vida, ¿por qué no
se encarga de la obra en Huthwaite? No es algo muy grande, quizá hay allí de
30 a 40 personas. ¿Por qué no se encarga mientras espera en Dios?”
Le agradecí la oportunidad y me vine a vivir en Sutton, quizá a casi dos o
tres kilómetros de Huthwaite, donde daría principio a mis primeras funciones
como pastor. Allí, hacia 1934, hice el primer contacto con un hombre acerca de
quien leí todo lo que se había escrito—Smith Wigglesworth, y al que Dios usaba
maravillosamente. Cuando en las tres iglesias se programaban convenciones para
Navidad, Año Nuevo o para la Pascua, se invitaba a conferencistas especiales,
y Wigglesworth era uno de ellos. Lo conocí en esos días y muy a menudo me senté
a la mesa con él, y luego adorábamos al Señor.
Es de sorprender cómo a los hombres se les pone en pedestales. Muchos, sobre
todo norteamericanos, piensan muy alto de Wigglesworth. Con frecuencia me
preguntan si lo conocí, y a veces con algo de malicia, respondía: “Oh sí, claro
que sí; dormí en el mismo dormitorio, comí con él, y hasta le llevé sus
maletas.”
Conocí y aprecié a Wigglesworth, pero no lo adoré. Ni aun llegué a pensar
que fuera maravilloso, pero en cambio sí supe que tuvo un Dios maravilloso.
Tenía una fe dada por Dios y creía como un niño que Dios dijo lo que quiso
decir y que quiso decir exactamente lo que dijo. Desde ese punto de vista, sí,
claro está, le daría honor al que se le debe dar honor. Así, pues, con suma
frecuencia, en lugar de ser estimulado por la lectura de un libro que exalta a
un hombre tal, el lector del libro se desalienta acerca de su propia fe que,
en comparación, es pequeña o falta por completo.
Wigglesworth era un hombre simple, ordinario, sin educación que nació en
Menston y a los 13 años su familia se estableció en Bradford, donde el joven
comenzó a trabajar como aprendiz de plomería, oficio que practicó más tarde.
Por falta de estudios ponía las “enes” donde no iban y quitaba la “d” donde
debía ir (“escúchemen, ciudá, abrazao, levántesen, autoridá, condenao”). Muchas
veces me senté a la mesa con él y le oí cuando abrió su Biblia para ministrar.
Para mí era un divagar encantado, nada en sí. Luego, de repente, como un avión
que hace su carreteo en el aeropuerto, había algo así como un empujón y ya
estaba él en los aires. Entonces era posible apreciar y percibir la diferencia
entre el varón Wigglesworth, y el Espíritu de Dios que se movía con toda su
gloria y su poder a través de ese hombre.
Una vez en una reunión muy grande, como la gente venía para orar, vi a
Wigglesworth que cerró su puño y golpeó a un hombre en el medio del cuerpo
hasta que se dobló. Con temblor pensé: “Amado Señor, si ese hombre no necesitaba
sanidad antes de venir, ciertamente ahora sí necesita sanidad.” Hay cosas que
hacen algunos de los siervos de Dios que los otros no hacen, y para su propio
señor están en pie o caen (Romanos 14:4).
En una oportunidad fui a la estación del ferrocarril con el joven Jack Hardy.
Recogí las valijas de Wigglesworth para cargarlas en el carro de Jack, cuando
Wigglesworth se fijó en la humareda que salía por el tubo de escape y preguntó:
“¿Qué pasa con esa cosa?”
Jack se disculpó de inmediato: “Lo lamento, Hermano Wigglesworth; me temo
que huele un poquito.”
“¡No voy a subirme a esa cosa!” Wigglesworth exclamó con todo énfasis.
“Bueno, Hermano, muy bien,” dije. “Jack puede llevar las maletas y podemos
tomar un bus.” Así, pues, Jack se fue con el equipaje.
“Hay un bus que nos llevará a Leamington Hall, y tendremos a Huthwaite
precisamente al frente,” expliqué a Wigglesworth. “Pero hay dos buses. Uno va
directo a Huthwaite, y el indirecto va primero por Leamington Hall. Y debemos
tomar el indirecto.”
El primer bus que pasó fue el directo. “Ese no es el...” comencé a decir,
pero antes que pudiera detenerlo abordó el vehículo ¿Qué podía hacer cuando el
gran hombre ya se había subido? Sólo pude seguirlo y pagar el tiquete. Cuando
salimos, quedamos tan lejos que nos fue preciso caminar tanto como si jamás
hubiésemos tomado el bus.
Somos muy dados a poner los hombres en pedestales, pero incidentes como el
que acabo de contar nos ayuda a mantener los ojos en Jesús y no glorificar a
los hombres. Si Humpty Dumpty hubiese sabido que solamente era un huevo, no se
habría sentado tan alto sobre el muro. Mientras es posible culpar a Humpty
Dumpty, ¿quién lo ayudó a subir allá? ¿Fue usted?
Alice, la hija de Wigglesworth, era sorda. En aquellos días, antes que se
inventaran los audífonos, quienes eran duros de oído usaban grandes trompetas
acústicas. El extremo amplio capturaba los sonidos que procuraban oir y el
extremo pequeño se aplicaba al oído. No había manera de ocultar esa evidencia
tan obvia del fracaso de Wigglesworth para obtener mediante la oración la
sanidad de su hija en tanto que otros por quienes oraba sí eran sanos.
“Alice,” la llamaba mientras ella llevaba los libros y folletos antes de una
reunión, “¿conseguiste las cajas?”
“¿Qué? ¿El qué?”
“Las cajas.”
“¿Caras? ¿Las caras de quién?” Preguntaba ella.
“¡No! ¡Caras no, cajas!” Exclamaba él. Se podría decir que descartaba y
echaba a la basura su gracia. Aquí estaba un hombre a quien se tenía como un
poderoso varón de Dios, que sanaba a los enfermos, y sin embargo cuya propia
hija era un verdadero lastre, para recordarle, y recordarles, a todos los que
conocían a Alice, a ti y a mí, que la gloria de todas esas sanidades pertenece
a Dios.
Al contemplar la fragilidad humana de hombres como Wigglesworth con su Alice,
de David con su Betsabé, de Pedro con su espada que cortó la oreja al siervo
del sumo sacerdote, nos podemos identificar con ellos. Si a estos hombres los
puede usar Dios, entonces hay esperanza para aquellos de nosotros que nos vemos
como los débiles, los necios, los viles, los menospreciados. Veo en mi propio
llamamiento que Dios eligió las cosas que no son, para llevar a la nada las
cosas que son, a fin de que ninguna carne se pueda gloriar en su presencia (1
Corintios 1:27-29).
Durante este tiempo también escribí artículos para “Noticias de Redención”
en el espacio ‘Rincón de los Jóvenes,’ mientras hombres de lo alto como Howard
Carter estaban en giras mundiales con Lester Sumrall. Conocí a John Carter, TJ
Jones, Harold Horton y Donald Gee. Para ellos, supongo, Arthur Burt era un
joven brillante con un futuro promisorio. Me dieron la bienvenida, pero dudo
que pensaran mucho sobre mí.
Mientras pastoreaba la obra en Huthwaite, había un grupo de muchachas de las
que son “risitas para todo,” que se sentaban en la fila de atrás del salón en
la iglesia donde, constantemente, se sacaban el chicle de la boca para volverlo
allí de nuevo. Se pasaban entre ellas fotos de actores y actrices de cine, y
arrojaban papeles de dulces al piso—y allí estaba yo, con mis mejores sermones,
mientras estas muchachas de la fila trasera no prestaban atención. Eso me
molestaba tanto que podría haber tomado la Biblia y arrojársela a sus cabezas.
Me hubiera gustado haberlas desaparecido de la faz en la tierra. No lo hice,
pero lo deseé con todo mi ser.
Prediqué allí por un tiempo, hasta cuando me puse a pensar que era más bien
joven para ser pastor. Creí que se me llamó más a predicar como evangelista
que como pastor y entonces decidí dejar todo eso para viajar por los alrededores
dentro de las Asambleas de Dios.
Me puedo contar como entre los primeros que fuimos precursores de las
Asambleas. Tenía su tienda, su casa rodante, su equipo y fui pionero de la obra
en Stroud, en Barrow-in-Furness, la Isla Walney, Maryport o Puerto de Santa
María, y en Cumberland. No era una obra tremenda pero hay uno o dos de aquellos
santos que siguen todavía hoy desde aquellos días de antes, al comenzar la
década de 1930.
La obra tuvo sus problemas, a pesar del hecho de no verme frente a frente
con el hombre encargado de mi ministerio. La diferencia era la siguiente, él
creía en aquello de: “Ir a todo el mundo y predicar el evangelio. Levante su
tienda y comience a predicar.” No lo vi de esa forma sino veía que hay un sitio
particular para un hombre particular en un tiempo particular. El Espíritu Santo
prohibió a Pablo ir a Bitinia, pero en cambio, Dios lo llamó para que fuera a
Macedonia. Vi que es esencial que el hombre se encuentre en el centro de la
voluntad de Dios, y no para que sea algo casual. Mi supervisor era lo
suficientemente viejo como para ser mi abuelo, pero incluso como cristiano
joven supe que vi algo que él no había visto.
Cuando alcancé el distrito de los lagos, esperé en Dios para decidir si
abriría reuniones en Kendal. ¿Cómo conocer la diferencia entre un perezoso y
un hombre que espera en Dios? Desde el exterior, ambos hacen lo mismo (es
decir, nada), pero hay una distinción vital adentro.
Tenía todo el equipo de la Sociedad Evangélica de las Asambleas de Dios.
Además en dinero contaba con sus 60 libras (una cantidad bastante considerable
en aquellos días), y confiaban en mí. Pero no hacían sino urgirme como el
pasajero del asiento lateral que siempre guía, corrige y da instrucciones,
mientras usted lleva el timón: “¿Cuándo va a comenzar?”
Pensé, “Bueno, no recibo luz verde de Dios, y mis superiores esperan que me
mueva sea que tenga luz verde, luz roja o cualquier tipo de luz.” Este estado
de cosas me obligó a tomar una decisión. Había hecho obra en la playa de
Morecombe, tres reuniones diarias, seis días a la semana; había predicado en
la batería de los buques, fui el pionero, y tenía una campaña en el Café
Astoria. Entonces pensé: “Bueno, devolveré todo a las Asambleas de Dios, y me
iré dulcemente,” y así lo hice. Y, naturalmente, esto demostró ser un tiempo
muy triste para mí.
Dios me bendijo mientras estuve en la Isla Walney. Durante mis primeras seis
semanas allí, prediqué el evangelio, hubo unas cuantas sanidades muy notorias,
y muchos se salvaron. Después que Dios gloriosamente sanó una mujer en las
reuniones de la carpa, ella y el esposo me invitaron a su casa donde hicieron
una gran hoguera y allí destruyeron y quemaron todos sus paquetes de
medicamentos.
Una noche hubo una gran tormenta que casi arrasó todo. En aquellos días
hacía todo por mí mismo: Tocaba el acordeón, cantaba los solos, predicaba los
sermones, y oraba por los enfermos. Pintaba los carteles, entregaba los
folletos, hacía mis compras y me cocinaba la comida. Era el espectáculo de un
solo hombre. Mi tienda era grande, con tres postes de quince pies (4.5 m) y
sesenta postes de seis pies (1.8 m), y tenía capacidad para 250 personas.
La noche de la tormenta, luché frenéticamente, pues trataba de mantener
fijos esos postes que subían y bajaban como si estuvieran en las olas, mientras
el viento chillaba y la lluvia me azotaba. Estaba en piyama con un delgado
abrigo y me empapé hasta los tuétanos, mientras peleaba y combatía solo, para
sostener y halar las cuerdas hasta alrededor de las tres de la mañana cuando
finalmente la tormenta me derrotó.
Con un aplastante rugido que parecía como un horrible temblor de tierra,
todo se derrumbó. Los postes cayeron, la tela de la carpa se desgarró y todo
lo que estaba en el interior de la tienda, los himnarios, el acordeón, las
sillas, todo se desplomó sobre la tierra empapada en agua y lodo. Completamente
exhausto, me arrastré hasta la cama en mi pequeña carreta, mientras gemía: “Oh
Dios, el diablo ganó.”
Dormí hasta tarde en la mañana. Al despertar, la tormenta desapareció y el
sol brillaba, mientras bajo la carpa todo parecía como un campo de batalla
desolador. La lluvia había cubierto todos los himnarios –parecía como se
hubieran empapado en sangre. Todo estaba aplastado, destruido, roto, y nunca
me había sentido más negativo en toda mi vida. En realidad creí que era cierta
mi conclusión de la madrugada: “El diablo había vencido,” pero me equivoqué.
Las personas de la isla me tomaron en sus sentimientos. Fue el mejor anuncio
que pudiera haber tenido para mis reuniones. Las tropas y patrullas de los
muchachos exploradores o boy scouts, las muchachas guías (organización femenina
paralela a los scouts), la Legión Británica, los hombres que trabajaban en los
astilleros, la gente del pueblo, todos vinieron a ayudarme. Me dieron dinero,
me llevaron alimentos, me consiguieron lazos y postes nuevos de los veleros
para la carpa, y trabajaron. Todos se reunieron—hombres, mujeres niños—y
trabajaron y trabajaron, y dieron y dieron. En el curso de tres días todo
volvió a ser como era antes de la tormenta. Hasta se compuso la tienda pues se
levantó con postes nuevos y con lona nueva.
Esto me recuerda un principio que aprendí cuando era muchacho y tenía por
costumbre practicar judo o jujitsu con los otros chicos. Un individuo más
pequeño aprovecha la fuerza y el impulso del contrario en beneficio propio y
derriba al oponente más alto. Entre más grande sea el hombre, la caída y el
golpe serán mayores. El principio espiritual aquí consiste en usar todo lo que
viene en contra de uno para volverlo en favor de uno. Dios hizo eso para mí.
La mujer sirofenicia lo vio. Tomó la misma palabra que Jesús le dio: “...Deja
primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos
y echarlo a los perrillos” (Marcos 7:27 RV), y la devolvió a su favor: “...Sí,
Señor; pero hasta los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de
los hijos” (Marcos 7:28 RV). Y Jesús sanó a su hijita.
En la totalidad de la isla se hablaba acerca del pobre hombre que había
perdido su carpa. Las gentes vinieron hasta de los últimos rincones y, durante
tres días, no hubo necesidad ni de folletos ni de carteles para anunciar mis
reuniones porque todos sabían. Tuve seis semanas benditas de reuniones allí,
donde muchos fueron salvos y sanos. Cuando dejé la isla, dejé también una
iglesia, una congregación de aproximadamente sesenta personas fuertes en la
Biblia.
Ahora debía pasar esa iglesia a las Asambleas de Dios. Mi superior, que
había querido empujarme a la actividad, envió a un hombre para que se encargara
de la obra. Ese hermano, en cosa de más o menos tres meses, dispersó todas las
ovejas en la Isla Walney.
Me causó mucha tristeza que en la oficina central nadie hubiese tenido la
mente de Dios para cuidar con toda suficiencia del rebaño después que el
evangelista lo hizo entrar en el redil. Creo que Dios fue tras las ovejas y
que no se perdieron, pero la obra allí se fue a pique y se arruinó—no por el
viento y la tormenta, sino por el hombre inmaduro enviado desde Londres. Si
alguna vez ha habido alguien fuera de la voluntad de Dios, fue ese hermano, y
no pude hacer nada al respecto. Quien paga al gaitero pide y ordena la melodía
que quiere oir. Yo tenía propiedad de las Asambleas de Dios que suministraban
el dinero, la carpa, y los demás elementos del equipo. Por tanto, quedé
absolutamente desvalido e imposibilitado ante la incompetencia de este hermano.
Antes de comenzar otra obra de extensión, conduje campañas evangelizadoras
pero dentro de las Asambleas de Dios. Acostumbraba a tener mi agenda con seis
meses de anticipación y salía por dos o tres semanas para dirigir los servicios.
Usualmente preguntaba al pastor: “¿Hay algún inconverso aquí esta noche?”
El pastor echaba una mirada alrededor y luego me susurraba: “Sí, veo que hay
una mujer en la fila de atrás. Pienso que viene de donde los presbiterianos, y
no creo que sea salva.”
Otras veces el pastor me respondía: “Los que están esta noche como que son
casi todos nuestros miembros, pero mucho me parece que han entrado un par de
forasteros.”
Me puse a pensar: “Dios mío, aquí estoy para predicar con todas mis entrañas
a una buena cantidad de hermanos que son todos salvos. Toda la cosa es una
farsa, una pantomima. ¿Qué hago? Hay miles y millones fuera que no son salvos,
y me encuentro aquí en este edificio con lindos volantes de invitación: ‘Venga
a la iglesia, venga a la iglesia, Jesús salva.’ ¿Qué pasa conmigo, Señor? ¿Por
qué hago esto? Sé porqué lo hago. Porque al finalizar las tres semanas, el
tesorero viene y me da un sobre. Lo que hay en ese sobre gobierna mi vida.
Debido a mi provisión financiera voy de pueblo en pueblo donde hay quizá dos o
tres inconversos, mientras allí afuera hay miles que no conocen a Cristo Jesús.”
Y continuamente sentía: “Esta es una farsa, predicar salvación a dos o tres
personas dentro de los confines de las Asambleas de Dios. Me voy a salir para
emprender mi propia obra.”
Tuve luego lo que pensé que era la mente de Dios. Leí en la Biblia que el
buen samaritano vio por el camino al hombre a quien asaltaron los ladrones,
despojado de sus bienes y con lágrimas por el dolor y este samaritano entonces
fue hasta donde estaba el herido. ¡Eso era! ¡Lo conseguí! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Esto es lo que falta en la iglesia. ¿Dónde está el bien de anunciar las
reuniones de modo que todos los viajeros medio sordos puedan aun arrastrarse
para entrar y los podamos ayudar y sanarlos? ¡No! El buen samaritano fue hasta
donde se encontraba el hombre en necesidad. Y sin consultar ni verificar con
el Señor, en búsqueda de dirección, decidí hacer lo que había hecho ese
samaritano. Y ese fue uno de los mayores errores de mi vida.
En el verano compré una tienda pequeña, la puse en una carretilla de mano,
hecha en madera, y recorrí las aldeas de Ulverston y Dalton en el distrito de
los lagos. Mi plan era así: Conseguí folletos, iba de casa en casa, llamaba a
las puertas, pasaba una hojita a la señora que me abría y le decía: “Buenos
días. Tendremos reuniones evangelísticas en el pueblo y querría saber si usted
podría prestarme una silla. No se necesita una silla buena. Cualquiera puede
servir. Vea usted, No llevamos (siempre usaba el plural, pero en verdad debería
usar el singular) sillas con nosotros. Le prometo que cuidaremos bien de su
asiento. Aquí hay algunas etiquetas y le pegaré una a su silla.”
“Oh, sí, sí, ciertamente todo para ayudar una buena causa,” respondía la
mujer. “Cómo le parece esta?”
“Ahora, por favor me da su nombre,” le decía yo. “Oh, Mrs Sema. ¿Dónde
estamos? Ah, sí, en el 10 de Cedar Close, ¿verdad? Ahora sólo una cosa. ¿La
puedo invitar para que ocupe su propio asiento esta noche a las 7:30, sí? Oh,
bueno, es su propia silla, ¿no es cierto? Reservada especialmente para usted
en la carpa. Acompáñenos, y, de paso, le informo que también tenemos reuniones
para los niños.”
“Bueno,” decía ella, “tome la silla.”
“Oh, no, no me la voy a llevar ahora.” Tenía mi plan. Reunía a todos los
jovencitos del distrito y los alborotaba con la carretilla y hacía que los
chicos fueran por los asientos.
“Vayan al número 12 y pregunten si ya pueden retirar la silla,” les ordenaba.
“Hay otra en el número 32, allá arriba.”
A los chicos todo esto les encantaba, corrían de un lado a otro con los
asientos, y luego los organizaban en la carpa. Este era mi plan: Servicios de
siéntese en su propia silla. Daba los sermones, cantaba los solos, tocaba el
acordeón, recogía los asientos, y pintaba los carteles. Me veo mientras hacía
lo mío, lavaba mi ropa, cocinaba los alimentos, compraba lo que era necesario,
oraba por los enfermos, hacía todo. Todavía era el espectáculo de un solo
hombre.
Iba todo muy bien, hasta un día, después que los niños tuvieron su reunión
y era el momento de los adultos. Estábamos en verano y los chicos jugaban
afuera, hacían sombras de animales en las paredes de la carpa, mientras yo
dirigía el servicio adentro. No tenía quien me ayudara con esos niños, nadie
que los vigilara. Entonces salí, les dije que volvieran al día siguiente, pero
no hicieron caso. Así, pues, volvía a salir y claro se interrumpió la prédica,
alcancé a dos de esos chicos pero los demás escaparon.
La carpa estaba llena de gente y la parte posterior de la tienda se inclinaba
hacia abajo, además las filas traseras sobresalían un tanto. Debido a esto
quienes se sentaban allí, con las cabezas tocaban precisamente el techo
inclinado. Desde el exterior de la tienda era posible ver las cabezas de los
que ocupaban la fila de atrás.
Aquellos dos chicos traviesos consiguieron palos. Uno de ellos se hizo a un
lado y el otro al opuesto. Preguntaron: “¿Estás listo?” y luego fueron ¡BUMP!
¡BUMP! ¡BUMP! Por toda la línea de cabezas. Predicaba adentro cuando los
asistentes de la fila trasera comenzaron a gritar mientras se sostenían a dos
manos las cabezas. Inicialmente no supe qué pasó. Luego, cuando me di cuenta,
salí tras esos pillos. Siempre tuve muy buen estado físico y ellos no podían
correr con mi velocidad. Cuando los alcancé, hice que sus cabezas se chocaran
entre sí hasta aullar de dolor. Me amenazaron con darle queja a sus padres,
pero los desafié a hacerlo.
Al regresar a la carpa la gente se iba; varias personas se tocaban la cabeza.
Las reuniones se terminaron en ese sitio. Pasé a la siguiente aldea, luego a
la siguiente, y a la siguiente, pero mis provisiones iban en descenso, hasta
que no tuve más dinero, sino apenas lo indispensable como para comprar una caja
de cereal que me vi obligado a comer con agua.
En un caluroso día de verano, mientras empujaba mi carretilla durante más o
menos 27.5 km, el sudor me corría por todo el cuerpo. Cuando estaba casi en la
cima de una loma, en un lugar llamado Dalton, uno de los mangos de la carretilla
se quebró. La carreta dio un brinco y todo el contenido se desparramó. La
tienda y mis pertenencias salieron como si volaran colina abajo a lo largo de
la carretera.
Por completo exhausto y sediento, dejé todo y fui a una casita cercana donde
le pedí a la señora que vino a la puerta: “¿Sería tan amable de regalarme un
vaso de agua?”
“No solamente un vaso, puede tomar toda la que quiera,” fue la respuesta.
“¿En realidad quiso decir eso?”
“Sí,” respondió.
Me tomé ocho vasos sin respirar. La mujer simplemente me miraba con ojos
desorbitados, mientras yo bebía. Luego regresé al camino y procuré juntar todas
las cosas y dejar la carretera limpia y libre en tanto que el sol se ponía. Me
encontraba sin fuerzas como para armar la tienda e inflar la cama. Además, como
estaba sin ánimo, pues no tenía ni un centavo, me hice a la vera del camino y
oré: “Padre celestial, estoy en la ruina, estoy completamente deshecho. No lo
entiendo. Creí que me habías dado una palabra para ser como el buen samaritano
que fue hasta donde vio al hombre herido. Señor, intenté hacerlo, pero no
funcionó.”
Abrí el Nuevo Testamento y a pesar del cansancio leí el relato del buen
samaritano que fue hasta donde yacía el herido, y le ungió las heridas con
aceite y vino. A medida que leía Dios me habló: “Hay una diferencia entre el
samaritano y tú. Aquél tenía buena cantidad de aceite y vino, pero a ti todo
te faltaba.”
Eso acabó conmigo. Me senté en la carretera con la cabeza entre las manos,
mientras se ocultaba el sol. Ante el sonido de una motocicleta que se acercaba,
levanté los ojos. En lo alto apareció un joven a quien conocía, Allen Dotson,
que era de Burrow-in-Furness y que trabajaba en los astilleros de Wickers
Armstrong.
“Hola Pastor. ¡Qué bueno verlo!” exclamó. “Mire lo que tengo. Acabo de
comprar una motocicleta nueva y salí para ensayarla en el camino.”
Me preguntó qué me pasaba y le expliqué lo sucedido: “La carretilla en que
carreteo a Jesús, se me deshizo.”
“Le diré algo,” sugirió. “Permítame recoger todas sus cosas y subirlas.
Móntese detrás de mí en la moto y vayamos a la Isla Walney esta noche.” Como
estaba tan fatigado para ayudar, él levantó todo lo mío. Luego fuimos a su casa
en la Isla Walney.
El padre y la madre de Allen me saludaron: “Bienvenido, Hermano Arthur.
Siga, esta es su casa.” Abrieron latas de salmón y después me dieron pastel de
manzana y fresas con crema. Comí hasta contentar el corazón, luego me eché en
la cama y caí en un bienaventurado olvido.
A la mañana siguiente, cuando desperté, Allen ofreció llevarme con mis
pertenencias antes de irse al trabajo. Los padres me dieron algún dinero, y
luego Allen me hizo montar en la moto.
“Bueno,” pensé. “¡Estoy en la ruina, terminado! Venderé todo, pues no tengo
aceite ni vino, y además Dios me dice: “¿De qué sirve tratar de suplir las
necesidades de la gente, si no tienes con qué?”

CAPÍTULO 4
PASTOR BURT

De alguna manera pude remendar el mango quebrado de la carreta y la llevé a


un chatarrero para negociarla. Comencé a discutir con el hombre acerca del
precio hasta cuando el Señor me habló: “Si esta aventura estaba fuera de mi
voluntad, deberías estar contento de echar la carreta por el primer precipicio.
No te importe regatear el precio.”
El tipo me dio dos chelines. Amontoné algunas de mis pertenencias en
paquetes, y al distribuir el resto, tuve el dinero preciso para un tiquete de
tren a Lancaster.
Al llegar, fui a ver a un ministro amigo que era químico, de apellido Becker,
con quien me identificaba en la pequeña obra que tenía allí, pues era un hombre
cuyo pensamiento estaba en la visión de la “lluvia tardía.” Permanecí con él
durante el resto de ese verano en tanto que mis heridas interiores comenzaban
a sanar. Adolorido y quebrantado, simplemente no sabía cómo enfrentar lo que
me pasó.
Las Asambleas de Dios no me habían fallado; lo contrario, el fracaso fue
mío. Estuve ampliamente abierto para algo nuevo y hasta intenté servicios
especiales de siéntese-en-su-propia-silla, para llevar el evangelio a las
playas, a las plazas de mercado y a los parques de las aldeas. Luego recibí un
golpe en el rostro de nadie menos que de nuestro Señor Jesucristo y quedé
tendido, fuera de combate. En resumen, me sentí como si estuviera en un hospital
para las heridas del alma y del espíritu el resto de ese verano.
Después de salir de la Sociedad Protestante de la Verdad, tuve reuniones con
las Asambleas de Dios en Wigan. Una de las muchas obras que Dios hizo allí fue
salvar a una médium espiritista que asistió a esos servicios. La sangre de
Cristo la lavó y la libró de todos sus demonios. Jack Jolly era hermano de Mrs
Fentiman, la directora del hogar para los hijos de misioneros en Sutton-in-
Ashfield, y ella le había encargado la obra en Wigan.
En esos días Jack me invitó a unirme con él y hacer una salida al distrito
de los lagos en Elterwater a fin de encontrar a un amigo de apellido Wilson.
Jack me dijo que Wilson pastoreaba una iglesia pequeña y que estaba en el
Consejo de la Junta de Misiones Evangelísticas. Era uno de los grandes en el
Presbiterio del Distrito de Lancashire y daba respuestas a las preguntas que
los lectores enviaban a la Revista Noticias de Redención.
Wilson nos recibió en la entrada y, mientras conversábamos, pensé que era
muy sencillo, sin pretensiones de ninguna clase. Habló acerca del apóstol Pablo
y dijo: “Pablo plantó, Apolos regó y Dios dio el crecimiento, pero en realidad,
Dios plantó, Dios regó, y Dios dio el crecimiento. Dios fue todo en todo. Fue
todo en Pablo, fue todo en todos. Pablo y Apolos no fueron sino una pareja de
‘naides’ (modismo de la región para ‘nadie’).”
Ofendido pensé: “¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién es este hombre que se atreve a
describir al gran apóstol Pablo apenas como un ‘naides’?” Nunca caí en la
cuenta del papel y la parte tan tremendamente importante que él iba a jugar en
mi vida.
Encontré a Wilson de nuevo cuando tenía a su cargo una convención muy grande.
No predicó, sino tan sólo puesto en pie dijo con voz muy baja, casi como en un
susurro: “Por favor, les ruego que no apaguen el Espíritu.” Y de pronto
descendió el verdadero Espíritu Santo sobre esa gran cantidad de personas, y
todo sucedió de una vez. Algunos reían con ola tras ola de la risa del Espíritu
de Dios, mientras rodaban sobre los asientos o por el piso, algunos oraban,
otros danzaban, otros gritaban y no faltaban quienes lloraban y gemían. Todo
al mismo tiempo.
En medio de esto, como estaba insensible a cuanto Dios hacía, decidí
levantarme para hablar. Abrí la Biblia e intenté dar un mensaje, pues acaso
¿no había hecho eso antes? Cuandoquiera que me levantaba, el ruido disminuía,
la gente se sentaba y comenzaban a oir el sermón. Sin embargo, en esta
oportunidad eso no sucedió y pronto me encontré en plena competencia con el
Espíritu de Dios. A medida que levantaba la voz, el Señor elevaba el sonido de
la adoración, hasta cuando alguien que estaba a mi espalda, en la tarima me
tomó desde atrás por la parte inferior de la chaqueta y dijo: “Siéntese. ¿Acaso
no conoce el toque del Espíritu de Dios en una reunión?”
Como Jekyll y Hyde, en menos de un segundo, pasé de ser un engreído y pequeño
predicador para convertirme en un individuo lleno de rabia hirviente. Con toda
facilidad podría haber asesinado al hombre que me tomó de la chaqueta cuando
me dijo que me sentara. Ardí durante una semana. En ese tiempo no pude encontrar
a Dios, porque la Biblia dice: “...Pues el que no ama a su hermano a quien ha
visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4:20 RV). Y la
Palabra no hace excepciones para alguien que te toma de la chaqueta. Después
de andar muy enfadado y molesto por siete días, me arrastré hasta la presencia
de este hermano que me había corregido.
“Arthur,” me dijo. “Usted no es sino un entretenedor. Se levanta sobre sus
patas traseras, dice su parte, relata sus cuentos, y lo único que pretende
hacer es divertir a la gente. Usted no sabe en qué consiste ministrar para la
gloria de Dios.”
Salí de ese encuentro herido y molesto con el pensamiento siguiente:
“¡Acabado! ¿Terminado? ¡Hecho! Nunca jamás volveré a predicar.”
Luego el Señor me habló con toda claridad: “¿Cómo? Ni siquiera has
comenzado.”
A medida que miro hacia atrás, a todos esos años al finalizar la década de
1930, agradezco a Dios por la vida de Ernest Beckett, el hombre que me haló de
la chaqueta. Fue un amigo que era fiel, y que me disciplinó cuando lo
necesitaba. He asistido a muchos centenares de reuniones, pero cuento aquella
como una de las más efectivas y eficaces donde jamás haya estado. Aunque en
esa época me resentí por haber sido corregido, esa corrección cambió mi vida y
se la agradezco a Dios.
Aprendí que no puedes calcular el valor de una reunión según cuánto hayas
gozado en ella, como si la reunión fuera un paseo al campo o una película.
Nació en mí una revelación acerca de ministrar para la gloria de Dios. Encontré
que Dios no me llamó a predicar a su pueblo, me llamó para ministrarle a Él en
frente del pueblo, una diferencia muy importante.
El Espíritu de Dios comenzó a mostrarme mis motivos, mis esfuerzos por
proyectar mi personalidad, mi engreimiento—no que yo reclame de ninguna manera
haber alcanzado por mí mismo ese nivel—sino lentamente, pues Dios alteró el
equilibrio. Poco a poco perdí confianza en mis métodos, mis caminos, mis
visiones y lo que generalmente se aceptaba como el modo de hacer lo “religioso”
en aquellos tiempos. Dios me condujo al fin de mi propio ser para que dependiera
de su Santo Espíritu. “...No es con ejército, ni tampoco con fuerza, sino con
mi Espíritu, ha dicho el Señor Dios de los ejércitos” (Zacarías 4:6 Paráfrasis
libre). Fueron días para escudriñar mi alma, días de profundas convicciones
que escudriñaban mi corazón y sirvieron para cambiar el enfoque y las visiones
totales de mi existencia.
A medida que me recobraba de la corrección del Señor, pasé casi todo ese
verano con Jack Jolly, cerca de Fleetwood, todavía con lo que siente alguien
que ha tenido un accidente físico. Durante esa temporada vi a la muchacha,
Marjorie Coates, una o dos veces. Venía por tren los días de fiesta y se detenía
donde los Wilson; en dos ocasiones me trajo alimentos en el momento más oportuno
que se pueda uno imaginar, cuando estuve sin un centavo ni nada para comer. Me
traía sándwiches, encurtidos de cebollas y pepinillos y pasteles. Estaba que
me moría y desfallecido de hambre, pero debido a mi orgullo jamás le iba a
confesar eso. Me veía derrotado, sin comida ni dinero, mientras procuraba hacer
mi obra de revelación. Si ella percibió más y supo más de lo que decía, no lo
sé. Simplemente, en una forma muy educada y con mucha cortesía, lo dejaba ahí.
Luego Marj me escribió una carta que me puso furioso. En la carta me preguntó:
“¿Crees que Dios quiere que hagas lo que haces? Abraham y Sara, en el momento
preciso y adecuado, tuvieron a Isaac después que Abraham había engendrado a
Ismael, pero Dios nunca reconoció a Ismael. ¿Tienes algún proyecto ‘Ismael’ en
tu vida? ¿Necesitas acaso, ver a Dios en tus circunstancias y moverte en la
revelación de Isaac?”
“¿Quién cree ella que es para que venga a predicarme?” Estallé lleno de ira.
Podía haberla estrangulado, pero apenas se trataba de una carta. “¡Qué idea
tan peregrina! Yo, ¿con un proyecto ‘Ismael’ como un doble? Yo, que he sido
pionero. Yo, que di conferencias a los estudiantes de las Asambleas de Dios.
¡Yo, que hice estudios superiores y que fui ordenado como’Predicador Wycliffe’!
¡Y esta muchacha se atreve a hablarme acerca de Ismael!” Pensé que yo era mucho
mejor que ella. Podría haberle predicado cien sermones sobre ese tema. Como
Marj me acusó (no lo hizo, aunque así lo recibí), estaba furioso, pero en
verdad era Dios quien me hablaba a través de Marj. Claro que tenía mi ‘proyecto
‘Ismael,’ y como no había querido oir, Dios me hundió bien abajo, hasta el
punto en que incluso me faltaba la comida y no tenía ni un centavo.
En 1935 me pidieron que si quería ir a New Southgate en la ciudad de Londres
para pastorear temporalmente una obra que estaba a punto de desaparecer cuando
el pastor, que había sido culpable de inmoralidades, cayó en desgracia. En
realidad la congregación quería un ministro casado para encargarse de la
iglesia. Muchos miembros se habían ido y los pocos que quedaban no podían tener
con qué sustentar un hombre casado, pues contaban con muy poco dinero.
Al contactarme me dijeron lo siguiente: “Esta es la situación. No es posible
darle más de 25 chelines semanales, como si fueran de la iglesia. ¿Querría
prepararse para ir a New Southgate por un corto período y manejar la obra hasta
cuando los miembros de la congregación puedan sostener un pastor casado?”
Estuve de acuerdo con la propuesta. La noche en que llegué no había cama y
tuve que dormir en una silla grande que había en el vestíbulo del templo. Y lo
hice sin esfuerzo. Al día siguiente, el secretario de la iglesia vino y dijo
que había encontrado una señora que me iba a alojar en su casa y darme los
alimentos por 25 chelines a la semana.
De este modo, cada viernes el tesorero me entregaba mi salario de 25
chelines, y cada sábado le pasaba toda esa suma a la casera. Así aprendí que
el dinero habla. Decía “Hola” el viernes y “Adiós” el sábado. Ese fue mi
contacto habitual con la plata mientras estuve allí. No tuve para comprar una
cuchilla de afeitar, ni una pasta de dentífrico, ni aun dos centavos para un
pasaje de bus. No tenía nada y me tocaba arañar con todo lo mejor que podía.
Un ministro a quien conocí que se llamaba TJ Jones anunció que iba a dar un
servicio de bautismos en el sector de Walthamstone, también en Londres, y me
invitó como pastor asociado. Jones nunca supo que yo era un pastor sin un
centavo, como era la real situación. Al creer que la voluntad de Dios era que
yo fuese, acepté la invitación, con el convencimiento que Dios proveería.
Me presenté ante el Señor y me dijo que “actuara con normalidad,” como si
tuviera dinero. Así, pues, hice saber a la casera que sólo regresaría a la
vivienda tarde en la noche, pues tenía un compromiso en otro lado de Londres,
puse la Biblia bajo el brazo, y fui hasta el paradero del bus. Esperaba que el
Señor me suministrara el valor del pasaje por medio de uno de los miembros de
la iglesia que al acercarse me dijera “Hola Pastor,” y me deslizara algún
billete en el bolsillo. Si la voluntad de Dios era que yo fuese, bueno, aquí
estoy—pero nadie vino y el bus llegó. Obviamente, me preguntaba qué debería
hacer.
El Señor me dijo: “Obra con naturalidad,” y entonces pensé: “Bueno, muy
bien. Si actúo con naturalidad, precisamente actuaré como si tuviera dinero en
el bolsillo.” Levanté la mano y el bus se detuvo. Di un paso dentro del bus,
fui hasta el frente, y me senté.
Entonces el corazón comenzó a hablarme: “¡Bobo, tonto, necio, estúpido! Te
subiste a este bus sin dinero.”
“El Señor me dijo que subiera a este bus y que obrara normalmente,” respondí.
“¡Ja! ¡Obrar normalmente!” Fue la respuesta. “¡Necio! No obras normalmente.
Eres un fanático. ¡Eres un idiota! No tienes dinero para el pasaje.”
“Sé que no lo tengo, pero Dios me dijo que obrara con naturalidad,” repetí.
“Obrar con naturalidad,” dijo mi corazón. “Ese fue tu propio pensamiento.
No era de Dios, como si Dios le dijera a alguien que podía subir a un bus sin
plata. Estás loco. Eres un fanático.”
“No lo soy,” discutí.
“Sí, sí lo eres, insistía mi corazón.
Así, entré en un silencioso ding-dong, ding-dong, en el frente del bus. El
conductor estaba arriba, en la plataforma superior, cuando el timbre sonó y el
bus se detuvo. Algo así como media docena de personas entraron mientras reían,
hablaban, y algunas hasta gritaban. Las miré pero no reconocí a ninguna. Seguí,
entonces, en mi batalla personal. “El Señor me dijo que obrara normalmente.”
“El Señor nunca te dijo que hicieras eso. ¿Acaso no te das cuenta de lo que
va a aparecer en el periódico de mañana? ‘Pastor de una localidad suburbana de
Londres expulsado del bus por intentar un recorrido deshonestamente.’ Eso dirá.
Traes desventuras a la obra de Dios.”
Seguí en mi alegato: “¡No soy ninguna desventura ni ninguna desgracia! Obro
con toda normalidad. Actúo con absoluta naturalidad, exactamente como el Señor
me dijo que lo hiciera.”
En ese momento mi batalla se interrumpió, pues pude oir que alguien detrás
de mí dijo: “¡Alabado sea el Señor!” Miré alrededor para ver quién era, y un
hombre se levantó.
“Hola, Hermano Burt,” dijo. “¿Va al servicio del Hermano TJ Jones en
Walthamstone?”
Pensé, “Me conoce,” y respondí: “Sí.”
“Todos vamos a ir. ¿Ya pagó su tiquete Hermano Burt?” Me preguntó.
“No, todavía no,” contesté.
“Está muy bien. No se preocupe, Hermano. Lo pagaré junto con los nuestros,”
anunció.
De esta manera pude llegar a salvo. El Hermano Jones me pidió que ministrara,
y con gran libertad pude ministrar bajo la unción del Espíritu de Dios. Después
de terminarse el servicio, ya estaba bien oscuro fuera del lugar. “Bueno,”
pensé. “Estuve en la reunión. Si lo malo pasa a peor, tendré que andar toda la
noche para llegar a casa. No sé qué otra cosa pueda hacer.”
Me disponía a abandonar la iglesia cuando oí una voz que me llamaba.
“¡Hermano Burt!”·Era el pastor TJ Jones. Corrió hacia mí y me puso un billete
de diez chelines en la mano. “Gracias, Hermano,” sonrió. “Gracias por su
ministración.” ¡Diez chelines! ¡Imagínense ustedes, diez chelines! En aquellos
días diez chelines era una suma bastante considerable.
Por aquella época, cuando pastoreaba esa pequeña iglesia en New Southgate,
me convidó a comer en su casa un hermano que manejaba un bus. Estábamos
alrededor de la mesa, en sano compañerismo, con toda la familia, la señora y
los hijos, cuando el hermano anunció que tomaría un baño. Mientras lo hacía me
puse a charlar con la esposa y los jóvenes, cuando de pronto se oyó una terrible
explosión. La señora quedó blanca como el papel.
“Hermano Burt, ¿qué fue eso tan espantoso? Por favor, le ruego que vaya a
ver qué pasó,” me pidió, aterrada, temblorosa, incapaz de moverse.
Inmediatamente fui hasta el cuarto de baño donde pude ver nubes de vapor que
salían por debajo de la puerta. Me puse a golpear en ella. “Hermano Bob, ¿qué
ha sucedido? ¿Está usted bien? ¡Por favor, respóndame!”
Como no oí nada, me desesperé. Lo único por hacer era derribar la puerta.
Con el hombro me fui contra ella media docena de veces. Al fin la puerta cedió
y pude entrar al baño. El vapor llenaba toda la habitación y no veía nada.
Lentamente, a medida que el vapor desaparecía, puede apreciar enormes trozos
de cielorraso del techo en el agua de la bañera y a Bob cuya sangre corría por
la tina a partir de una herida que tenía en la cabeza. Aparentemente la caldera
explotó, destruyó el techo y uno de esos pedazos dejó inconsciente a Bob.
“Oh, estoy muerto,” gimió.
Corrí hasta el comedor y dije: “Todo está bien. Bob vive.” Ningún muerto te
puede decir que ha muerto. Cuando Bob me dijo que estaba muerto, supe que
estaba vivo. Ese fue el suceso más emocionante de mi permanencia allí. Todas
las demás cosas fueron en su gran mayoría sin importancia.
Como pastor de las Asambleas de Dios en Londres, así haya sido débil y
siempre pequeño, tenía la responsabilidad de ir a las reuniones del Presbiterio
Distrital, a las que asistía con cerca de casi otros cuarenta pastores, en su
gran mayoría viejos y calvos.
Primero leían las minutas y gastaban horas en los minutos [juego de palabras,
pues en inglés ‘minutas’ es el mismo término que ‘minutos’]. “De acuerdo con la convención
del mes pasado, bla, bla, bla. También del misionero Fulano que está Tal Parte
(África), se supo que viene alrededor, bla, bla, bla. Bueno, ¿Hay algo más?”
“Sí,” alguien informó, “Un avivamiento en las Midlands. Se ha sabido que en
esta región se presentó un avivamiento y que han sucedido cosas insólitas. Se
sabe de una jovencita que va por todas partes e impone las manos en las cabezas
de los miembros de la congregación y revela los secretos de sus vidas. Nuestro
estimado vicepresidente estuvo allí. La tal muchacha le puso las manos y le
dijo que era un hombre orgulloso que necesitaba arrepentirse. Consideramos algo
insólito que una jovencita se atreva a reprender a un anciano y que una mujer
ocupe esa posición. Es necesario tratar este asunto.”
“Sí, naturalmente,” todos estuvieron de acuerdo.
“Eso hace que nos preguntemos qué tan cierto es y cuánto hay en ese supuesto
avivamiento.”
“El Presbiterio de las Midlands se debe encargar de esa cuestión y lo debe
hacer lo más rápido posible.”
“Claro. Es su deber y le corresponde. Está bien.”
“Bueno,” sugirió otro de los pastores. “Pasemos al punto siguiente de la
agenda, debido a la hora.”
“También se ha informado otro avivamiento en Stanton Hill, Distrito de
Huthwaite, Nottinghamshire...”
¿QUÉ? ¿CÓMO? Del salto que di, creo que casi toqué el techo. Mi vieja
iglesia. Dios tiene un avivamiento en mi iglesia y no me lo dijo. Y tampoco lo
hizo cuando estuve allí.
Uno de los pastores se levantó. “Hermanos, no toquen el arca. Si eso es de
Dios, no lo pueden detener. Si no lo es, con toda certeza en nada quedará.”
“Bueno, sí; podemos aceptar esa insinuación. Así fue el consejo de Gamaliel,
y lo aceptaremos. Entonces, el avivamiento que se informa en Stanton Hill,
Huthwaite, se discutirá en la reunión del próximo mes, bla, bla, bla.”
Así eran las cosas en aquellos tiempos. “En la primera oportunidad,” pensé,
voy hasta Nottinghamshire.” Luego, sin afanes, las semanas pasaron.
Por esos días recibí invitaciones para ir al Colegio Sion del Támesis, cerca
del Puente de los Frailes Negros, y comencé a ir allí con regularidad los
viernes en la noche, pues me pagaban por ministrar. Así, pues, tuve un poquito
de dinero y pude viajar hasta Nottinghamshire.
Había una luna llena de cosecha en aquella noche de septiembre cuando subí
por el camino hasta la Capilla Metodista. A medida que me acercaba puede oir
el ruido que salía de la iglesia y al abrir la puerta percibí lo que creí que
era como el calor explosivo de un horno. Había gente que lloraba, reía, gritaba,
hablaba en lenguas y oraba. La reunión parecía como si fuera un completo asilo
de locos. Pensé: “Dios no puede ser el autor de semejante confusión. Con
absoluta certeza esto no puede venir de Dios.”
Un hermano en la puerta me reconoció. Lleno de emoción me tomó de la mano,
cerró la puerta y me hizo sitio para poderme sentar. De repente, hubo unos
golpes espantosos que sonaban como truenos en la entrada. Este hermano saltó a
la puerta y la abrió. Allí estaba un enorme hombre enfurecido.
“¡Devuélvanme mi mujer!” Gritó con voz que era como el rugido de un tigre,
a todo pulmón. “¿Dónde está mi mujer? Quiero que me la devuelvan
inmediatamente.”
El hermano encargado de la entrada lo miró y señaló. “Allí está su señora,
en el piso. No la puse ahí. Si la quiere, bien pueda tomarla y llevársela.”
El gigantón atropelló con prisa. Pasó por encima de una o dos personas que
estaban extendidas en el suelo, y miró a su esposa que también yacía echada,
como si la fuera a patear. Ella se encontraba en otro mundo con Dios. Mientras
miraba a la mujer, algo desde el cielo lo golpeó. Transformado, se convirtió
en un conejito muerto de miedo. El temor se apoderó de él al levantar la vista.
Luego, retrocedió hasta la entrada y salió por la puerta en una huida a la
carrera. Esto hizo una impresión muy grande sobre mí y, claro está, también
sobre mis juicios.
Me senté a observar todo lo que sucedía, en medio de plegarias, llantos,
canciones, aullidos y risas. Precisamente, en el instante que me acostumbraba
al espectáculo, vi un movimiento que se originó a través del salón.
“Oh, no. ¡No!” pensé. “No puede ser. ¡Pero ahí está!” En el extremo más
apartado de la sala una jovencita se puso de pie. Esto era lo que objetaba el
Presbiterio Distrital en Londres. La muchacha se paró, con los ojos cerrados y
las manos levantadas a lo alto. Comenzó a moverse y pasaba por encima de los
que estaban en el piso, se deslizaba sobre este, esquivaba a otro, se movía
sobre aquel, y pensé: “Cielos, viene por este lado.”
Mientras la miraba, de pronto recordé. Es la tal Lizzie Hayes, que se
mantenía con el chicle en la boca, los dulces, las fotos de estrellas del cine,
una de aquellas chicas ‘risitas para todo’ de la fila de atrás en Huthwaite.
Les hubiera atizado con la Biblia, por lo molesto que me mantenían en todo
momento. Con una mirada hacia ella, decidí: “No tienes nada de Dios.” Me
reconoció como su antiguo pastor. “Ahora,” pensé, “vamos a tener aquí una
pantomima—¡pero, te equivocas, no la vamos a permitir!”
Observé sus desplazamientos y cómo lentamente pasaba sobre los cuerpos
tendidos en el piso. Entonces me levanté y me abrí camino alrededor del salón,
mientras hacía lo mismo que ella. Di la vuelta alrededor de la sala y me senté
a eso de dos filas de donde Lizzie había salido. Crucé los brazos y la miré
con el ceño bien fruncido. Con los ojos cerrados y las manos en alto dio la
vuelta por todo el recinto hasta donde yo había estado y luego se dirigió hacia
mí.
Una vez más la observé y juzgué con toda incredulidad. “Miras a través de
las pestañas. Parece como si cerraras los ojos, pero no creo que estén cerrados
de verdad. Miras entre las pestañas, y ahora vas a llegar y me profetizarás.
¡No me des eso! ¡No me hagas así! No tienes nada de Dios con tus chicles y tus
risitas. Te conozco.” Con los brazos bien cruzados la vi venir y pensé: “Si se
me acerca, ¡le voy a escupir la cara!” Estaba endurecido, lleno de prejuicios,
listo para escupirle el rostro.
Se detuvo frente de mí. Aunque movía los labios no pude oir lo que dijo. De
repente, sus manos fueron a mi cabeza y el poder de Dios, como un rayo eléctrico,
me atravesó desde la coronilla hasta los pies. En menos de un segundo, quedé
como gelatina. Toda mi dureza desapareció.
A pesar de todo el ruido de la sala, pude oir la voz de Lizzie claramente
mientras revelaba los pensamientos de mi corazón. Me derrumbé y tembloroso,
clamé: “Oh, Dios mío. ¡Ten misericordia de mí, Señor!” Cuando salí de ese
recinto, estaba quebrantado en mi orgullo, en mi rebeldía, en mi dureza, y
reconocí que Dios sí se movía allí en aquel distrito.
La gente dice que si naces en el fuego, no puedes vivir en el humo. Cuando
regresé a Londres, el contraste era mucho más que notorio. Ahora que Dios me
tocó y me cambió, anhelaba su presencia más y más. Me fue factible demostrar
que Dios puede cambiar a un hombre de la noche a la mañana, aunque esté en
rebeldía y soberbia absolutas. Admito que necesitaba muchos más cambios, pero
nunca fui el mismo de antes. Había conocido a Dios y, después de eso, no me
podía contentar con nada menos sino con estar en la presencia del Señor.
Sentí esa presencia en aquellas reuniones de Nottinghamshire como si jamás
hubiera conocido otra cosa y la echaba de menos cuando volví a Londres. Oré:
“Oh Dios, ¿cómo puedo vivir aquí en el humo, después de estar en el fuego?”
Anhelaba encontrarme donde estaba el avivamiento y busqué un camino fuera de
mi compromiso, cuyo cumplimiento siempre seguía en el desierto, para luego ir
a un pequeño oasis.
Como asistía a diversas reuniones, iba con un acordeón y una caja de enormes
y pesados libros como la Concordancia Analítica de Young. Esas cajas pesaban
tanto que las venas de mis brazos se ponían como cuerdas. En uno de mis viajes
fui a una reunión en el Colegio Sion cerca del Puente de los Frailes Negros,
un encuentro regular de los viernes en la noche, al que iban muchos de los
pentecostales ‘bien conocidos.’ Wigglesworth asistiría junto con Fred Watson,
Howard Carter, Harold Horton, Donald Gee, y en ocasiones me pedían que hablara.
Cuando la reunión terminó, alcé mis pesadas cajas, bajé las escaleras y vi que
mi bus había parado y estaba listo para arrancar. No debía apresurarme porque
el bus venía más o menos cada veinte minutos, pero traté de subir. Sin el
obstáculo de las cajas, fácilmente podría correr y tomar el bus, pero me
estorbaban y reducían mi velocidad. Mientras me apresuraba con esas pesadas
cajas, el bus comenzó a moverse en primera. No había nadie en la plataforma y
el conductor estaba dentro.
Entonces, hice algo loco. A medida que el bus se movía, salté a la plataforma
con mi carga. Cuando aterricé y dejé caer las cajas, en el mismo momento el
conductor pasó el motor a segunda. Al saltar el bus hacia delante, perdí el
equilibrio y me fui de espaldas. No había nadie para salvarme de caer en la
calle hacia atrás, con un tráfico que venía rápido.
A medida que me iba para atrás, sentí una mano puesta en medio de los
hombros, que me empujó a la plataforma donde recobré el equilibrio, pero no
había nadie. Ese incidente pudo haber terminado mi vida. Dios no me libró por
haber hecho yo un acto de fe, un esfuerzo muy grande de mi parte. No, estuve
completamente fuera de orden al hacer esa tontería, pero Dios tuvo misericordia
de mí, y su mano invisible me empujó a ese bus. Ese incidente me sometió más,
en lugar de alentarme. Sentí que hice algo muy necio, pero también tuve
conciencia de la gracia de Dios y de su insondable misericordia.
Fuera de uno o dos pequeños oasis como ese, mi vida fue un seco desierto
durante el tiempo que estuve en aquella iglesia dividida, llena de amarguras y
de juicios. Hoy, no pasaría ni una semana en ese sitio, porque he aprendido
que no puedes ser efectivo en una atmósfera de amargura y de incredulidad.
Poco a poco se desarrolló dentro de mí la convicción que, de alguna manera,
necesitaba sacar lo que tenía en mi interior, para que pudiera entrar lo que
había fuera. A la luz de cuanto ahora sé, no iría a la clase de sitios a los
que entonces fui. Eran puertas abiertas que esperaban a cualquier ingenuo y
simple joven que se parara en la brecha por ellos, sin que se arrepintieran
para ponerse bien con Dios. Si mi Señor y Salvador no hizo muchos milagros
debido a la incredulidad de la gente, ¿cómo podría yo esperar algo?
Más o menos en este mismo período prometí ir por un mes hasta East Kirkby-
in-Ashfield, a cosa de uno y medio a tres kilómetros de donde el avivamiento
tenía lugar. La iglesia allí también había perdido su pastor y me invitaron
que fuera a ministrar.
Mi amigo Tom Dawson me prestaba su bicicleta y me iba a la reunión en Stanton
Hill a eso de las diez y media de la noche. A menudo, cuando llegaba, a toda
la concurrencia la barría la risa del Espíritu Santo. El salón estaba lleno de
ruido, carcajadas tras carcajadas del Espíritu, ola tras ola, con muchos tirados
en el piso. Una vez, un hombre que luego se iba a relacionar conmigo, yacía
mientras procuraba meter su calva entre la balaustrada de la plataforma. En
otras ocasiones, este mismo hermano se paraba en un pie, como una garza, con
la boca abierta de par en par, mientras reía y reía en el Espíritu.
Una noche, Marj, que todavía no era mi esposa, estaba en la reunión. Sus
manos golpeaban los muslos en tanto que ella y su amiga Betty, reían y reían
en el Espíritu. Alrededor de la sala todos estaban ebrios en el Espíritu, menos
yo. Eso me dolió porque me sentí por fuera, como algún esquimal que llegara
del Polo Norte al calor de ese avivamiento del Espíritu Santo.
Mi corazón dijo al Señor: “¿Por qué me dejas por fuera?” Hubo muchos en la
reunión cuando tuve esa actitud desafiante y Dios me dejó afuera. Para
condenarme llegué a concluir que los demás eran mucho más espirituales y que
yo era duro, lleno de prejuicios y muy poco espiritual.
Ya casi amanecía cuando llevé a Marj y a Betty hasta su hogar. No estaba muy
lejos, quizá como 2.5 km. Eran dos muchachas ebrias. Pensé que alguien debía
estar sobrio para llevarlas a su casa, pero eso fue un consuelo muy frío.
Luego el Señor me habló: “Crees que te dejé por fuera debido a que no eres
espiritual. Si te pongo adentro, entonces pensarás que eres espiritual, pero
este avivamiento es un acto soberano de mi gracia. Hasta cuando me puedas decir
‘Amén’ por dejarte fuera, no estás en posición para estar adentro. Si te duele
porque te dejé por fuera, te hincharías en tu orgullo si estuvieras adentro.
Por tanto, te dejaré por fuera hasta cuando abandones y pierdas ese sentimiento
de dolor.”
Dios trabajó conmigo acerca de ese punto durante un tiempo muy largo. Le
agradezco lo que hizo, pues así podría gozarme con sus bendiciones sobre algún
otro. Llegué a reconocer en mí algo, tanto del hijo pródigo como del hermano
mayor. Éste debería haber tenido la actitud de ser el ejecutante de la voluntad
de su padre. Cuando el padre dijo: “Traigan la mejor ropa y vístanlo,” el
hermano mayor debería haberse deleitado en vestir a su hermano que regresaba.
Debería haber sido quien le pusiera el anillo y quien le calzara los pies. Pero
no lo pudo hacer debido a la pobre actitud que tenía hacia el hermano pródigo.
“¡Nunca me diste un cabrito!” Acusó a su padre. Dios me enseñaba el valor
de ser capaz de disfrutar de su gracia y de sus bendiciones sobre alguna
persona, no sobre mí. Eso lo aprendí mientras miraba adentro desde afuera, y a
medida que Dios trataba conmigo. Con frecuencia hay una inmensa lucha que tiene
lugar dentro de alguien cuando ha quedado por fuera. Muy pocos cristianos
pueden soportar que se les deje a un lado. Se sienten heridos, molestos,
disgustados, sin comprender que hasta cuando con toda dulzura no se tenga nada,
no es posible llevar algo para la gloria de Dios. El salmista escribió: Los
que aman tu enseñanza [tus estatutos, tu ley], gozan de mucha paz y nada los
hace caer o tropezar” (Salmo 119:165 VP)—ni siquiera no tener nada.
Esas reuniones se prolongaban durante horas. Me pregunto hoy: “¿En qué
diferían de los servicios que tenemos en la actualidad?” En el avivamiento de
Gales, una reunión dirigida por Robert Evans iba de la agonía al éxtasis—dos
emociones que por rareza aparecen en estos días. Las gentes caían postradas al
piso, bajo el poder convincente del Espíritu Santo, a menudo con clamores de
agonía, “¡Lo comprendo!” Cuando encontraban a Dios y recibían liberación,
entraban en éxtasis.
En aquellos tiempos, en la década de 1930, hubo otro hombre, Harold Webster,
que ministraba la presencia de Dios. A menos de estar muy cerca de él,
escasamente se podía oir algo. Con los ojos cerrados sólo susurraba: “¡Oh,
Señor! ¡Oh, Jesús!”
Entonces el Espíritu Santo venía en una invasión divina. Alguien comenzaba
a reír, luego una persona más y después otra, y otra, hasta que las oleadas de
la risa del Espíritu barrían toda la congregación. A veces algunos se tapaban
la boca con pañuelos para detener la risa y aun se oía clamar: “¡Señor, no
puedo resistir más, por favor, levanta tu mano!” De nuevo otra ola de risa en
el Espíritu y así sucesivamente. Una vez me tocó compartir la cama con un
hombre que movió la cama toda la noche en tanto que reía y reía en el espíritu.
Vi personas por completo olvidadas de todo, aun de su apariencia, o de si se
encontraban en el piso o en una silla, porque estaban perdidas en la presencia
de Dios.
Cuando un dentista da a un paciente anestesia local, la mandíbula del
individuo se hace tan insensible que se la puede golpear sin que lo sienta. La
invasión del Espíritu Santo es lo mismo. Una anestesia divina temporalmente
saca de juego los corazones de los hombres y permite al Señor ir derecho a sus
espíritus, sin objeciones del corazón. Dios muestra a cada uno, en su espíritu,
la verdad transparente, completa y absoluta acerca de sí mismo. Después, el
hombre se recupera, digamos, para caer en la cuenta que la anestesia hizo su
obra y que el diente dañado ha salido sin dolor.
En una situación así, el Espíritu Santo puede invadir al hombre en su
espíritu y registrar algo que el individuo realmente no cree. En la Biblia,
Caifás dice acerca de un hombre: “...nos conviene que un hombre muera por el
pueblo...” (Juan 11:50 RV). En su oficio como sumo sacerdote dijo algo que en
realidad no creía. Vi que esto ha sucedido con muchos, cuando la unción sobre
ellos precedió a la obra en ellos, como si el Espíritu Santo diera anestesia
al corazón.
¿Por qué al corazón? Porque es el centro de los problemas en el hombre. El
Señor dice: “No se turbe el corazón de ustedes.” Estar turbado en el corazón
es la respuesta habitual del ser humano a los problemas o a las situaciones
confusas. La única palabra que Dios permite al corazón guiado por el Espíritu
es ‘Amén.’ La Biblia dice: “Que Cristo gobierne tu corazón,” pues cuando
gobierna allí, el corazón se inclina a su autoridad y a su verdad. Esto permite
al Espíritu de Dios gobernar el espíritu del hombre.
Después de la visitación de Dios, muchos tenían dudas acerca de la verdad
de lo sucedido. En lugar de decir: “Amén, Señor,” preguntaban: “¿Eso realmente
fue de Dios? ¿Era emocionalismo?” Incluso, después que Dios los tocó, negaban
la realidad del mover de Dios al escuchar a sus corazones turbados.
Supongo que Jonás fue uno de los predicadores más exitosos que jamás haya
habido, porque todos (adultos, niños) se volvieron a Dios. Tuvo 100% de éxito
en su ministerio pero 100% de fracaso en su vida personal cuando discutió con
Dios acerca de su fama.
“Bueno,” fue la queja de Jonás, “profeticé tu palabra por 40 días. No la
hiciste realidad, ¡y me has hecho quedar como un tonto!”
Entonces Dios lo confrontó: “Te preocupa más tu pequeña fama que la salvación
de todos los habitantes de Nínive.”
Juan el Bautista experimentó algo semejante. Con la unción del Espíritu
proclamó: “Aquí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este
es.” Pero cuando se fue la unción, él mismo envió mensajeros a Jesús: “¿Eres
el que ibas a venir o esperamos a otro?” Qué pregunta asombrosa en los labios
del que había declarado al pie del Jordán: “Aquí está. Este es.”
Cuando vi a quienes movió el poder de Dios en esa visitación, pero que se
apartaron y ya no andan con Cristo, aprendí que la situación se debe casar con
la revelación. Hasta cuando tu revelación obre en tus situaciones, en realidad
no has tenido revelación.
En un servicio nocturno, una joven yacía sobre el piso a las tres de la
mañana. Pensamos que la podríamos levantar, ponerla en un carro, y dejarla en
la casa de alguna hermana para cerrar local. Normalmente, me sería fácil
levantarla, pero cuatro de nosotros juntos ni aun la pudimos mover. Parecía
como atornillada al suelo. Por tanto, tuvimos que esperar a que Su Majestad
Soberana terminara su entrevista con ella.
En otra ocasión alguien dijo una palabra de profecía a un joven. “El Señor
te da diez minutos para que te descubras o serás descubierto.” Luego, pasado
ese plazo, cuando ese joven no respondió, sin arrepentirse, la asombrosa y
fulgurante luz del Espíritu de Dios dejó al desnudo su vida secreta. Tales
fueron sólo algunos de los muchos incidentes sobrenaturales en que Dios expuso
los secretos en los corazones de los hombres.
Dios juró por sí mismo: “...tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena
toda la tierra” (Números 14:21 RV). Entonces me pregunto si esas reuniones de
hace 50 años, ¿serían las primicias de algo que todavía ha de golpear a la
Iglesia por todo el mundo? En aquellos días nos reuníamos nueve veces a la
semana—cada noche, dos veces el sábado, dos el domingo y creíamos que Dios nos
preparaba para el poderoso derramamiento de la lluvia tardía.
Hay una actitud que es común en los seres humanos: Si experimentan algo
sobresaliente, lo reclaman para sí mismos en forma exclusiva. Y aunque no lo
digan, lo dan a entender. “Somos EL PUEBLO ESPECIAL y la sabiduría muere con
nosotros.” Como he viajado de una ciudad a otra, de un país a otros países, y
por los diversos continentes, he visto que muchos no dicen esas palabras,
porque sonarían como orgullo, pero huelen lo mismo. El olor comienza a apestar,
y es completamente repugnante, cuando los individuos piensan que son
especiales, a medida que presumen que Dios les habló de modo muy especial tan
sólo a ellos, y que ahora tienen una revelación secreta y una super
espiritualidad.
CAPÍTULO 5
EL BOTÓN

En 1940 Marj y yo nos casamos, pero antes de casarnos le di calabazas porque


la juzgué. Aún vivía en el hogar para los hijos de los misioneros, donde
trabajaba sin sueldo y donde ella, sus hermanos y su hermana estaban desde la
muerte de la madre. Marj llevaba una existencia silenciosa, sin aspavientos,
siempre útil y encargada de la cocina para todos los que vivían en esa casa.
Un día estaba de visita allí y descubrí que un botón de mi chaqueta se iba
a caer. Le dije a Marj: “¿Podrías ser tan amable de coserme ese botón?”
“Oh, sí,” replicó, “Ciertamente.”
Pero no lo hizo.
Un poco más tarde, hora y media antes de salir para mi viaje de regreso (120
millas, un poco más de 190 km), le recordé: “¿Te has olvidado? Ya sabes, el
botón.”
“Oh, sí,” exclamó, pero vi que estaba muy ocupada, pues metía pan al horno.
Hacía pasteles, galletas, y tenía muchas otras labores en la cocina.
El tiempo se iba y le pedí de nuevo: “¿Has olvidado el botón?”
“Oh,” dijo. “Ahora mismo lo veré.”
Pero no lo hizo. En cambio, le pidió a otra muchacha que vivía allí que lo
viera. Esta otra joven vino y en menos de un minuto, ya estaba el botón cosido
en mi chaqueta.
Esto hirió mi orgullo. Pensé: “Bueno, le pedí tres veces a Marj que me
cosiera el botón y no lo hizo. Si una mujer no te cose un botón antes del
matrimonio, ¿habrá alguna posibilidad que lo haga una vez que te cases con
ella?” Tuve una fiestecita personal de lástima y seguí mi vida con ese episodio
que no hacía sino martillar dentro de mi corazón.
Cuando volví a la semana siguiente, aún pensaba en el botón. Marj y yo
salimos a caminar por el paseo de Scarborough, con la luna llena de septiembre
que brillaba sobre nuestras cabezas, pero todavía me mortificaba el asunto.
“Sabes,” le dije, “me pregunto si, después de todo, somos el uno para el
otro, pues se trata de compartir una vida en común. Quizá no lo somos.” Sacaba
así un resentimiento, herido por el incidente del botón y quería saber si me
pensaba tanto, como lo hacía yo con ella. Y había decidido que si no iba a ser
una relación 50-50, definitivamente no la iba a aceptar.
Pensé que nuestra relación era tan sólo una conveniencia para ella. En
Inglaterra, el lechero deja todas las mañanas una botella de leche en la puerta
y pensé: “Me trata como si yo fuera sólo una botella de leche. Sucede que estoy
en la puerta cada fin de semana cuando vengo, y eso es muy conveniente para
Marj. Pero tengo espléndidas oportunidades con muchas jovencitas en mi obra
para el Señor y no estoy preparado para el matrimonio a no ser que la relación
sea 50-50. No es 60-40 y ni aun 70-30. Quizá podría ser 80-20. ¡Sería mucho
más de mi lado que en el de ella, y no lo tengo!”
Así, en una forma muy cortés y, claro está, muy espiritual, puse todo delante
de ella, pues le dije: “Realmente no creo que seamos el uno para el otro.”
Ahora, si sólo se hubiera quebrantado, si sólo hubiera llorado, si sólo
hubiera puesto sus brazos alrededor de mi cuello y me hubiera dicho: “Oh,
Arthur, por favor, no rompas conmigo...” Pero simplemente respondió: “Muy
bien,” como si le hubiese ofrecido una barra de chocolate o algo tan
insignificante como eso.
En ese momento, en mi interior dije: “¡Aquí se muere! Me alegro de terminar,
pues sin duda esta relación no significa nada para ella.” Así, pues, lleno de
furia y de resentimiento juzgaba: “Ni siquiera piensa en mí.”
Ese fue mi fin, y en los siguientes tres años todo quedó fijo en la mente.
Ni amarrado a potros salvajes me harían regresar a esa muchacha. ¡No! ¡Nunca!
Durante este tiempo, siempre que estaba frente a ella, me aseguraba de no
quedar a solas. Si la gente comenzaba a salir de la habitación donde estábamos,
también salía rápidamente. Nunca ni una vez se encontraron nuestros ojos. Por
tres años todo siguió así, pero en ese avivamiento, el Espíritu de Dios vino
sobre mí un fin de semana.
Me desperté ese viernes con temblor en todo el cuerpo, como si estuviera
enfermo, pero no lo estaba. Miré mis manos y mis dedos temblorosos y me
reprendí: “¡No más! Deténganse,” ordené. Mas no podía dejar el temblor. Todo
el fin de semana me temblaba el cuerpo en cada momento, mientras estuve
despierto. Dios me habló una sola palabra en ese período: “Botón.”
Supe que el incidente del botón era cuestión de mi orgullo y que Dios trataba
conmigo, pero exclamé: “¡No! No admitiré que estaba equivocado. Si lo hago,
todo comenzará otra vez y no me casaré con Marjorie Coates, así fuera la última
mujer del mundo. Ni arrastrado por caballos salvajes regresaría a esa muchacha.”
Dios siguió detrás de mí, y supe que debía pedir perdón. Así, fui hasta la
cocina donde Marj con su delantal hacía pan. Me disculpé y sucedió lo que
temía—comenzó de nuevo. Ella era más que merecedora de mis afectos, pero mi
orgullo había sido más grande que mi cariño. Una vez que la soberbia salió del
camino, me abrí para reasumir el cortejo.
En 1939 me llegó una nota firmada por un hermano a quien no conocía, de
nombre Pastor Simmons, para invitarme a ministrar en las reuniones que se iban
a hacer en una iglesia de Lancashire. Cuando llegué me sorprendió encontrar
que Simmons era una joven muy hermosa, vestida a la última moda. Tenía su
propio negocio, dinero, personalidad, la posición de pastor y, por cualquier
patrón, se la debería considerar como muy atractiva.
Me puse de pie en esa primera noche y ministré en la gloria de Dios a una
pequeña asamblea, quizá 40 personas. Enseñé que no importa lo que una persona
hace, pues lo que interesa es porqué lo hace, debido a que Dios conoce nuestros
motivos. Él va tras la verdad en lo íntimo, no como el servicio hecho al ojo
por los individuos que sólo buscan agradar a fin de mantener contentos a los
patrones. Jesús describe la vida de los hombres naturales que se ven bien por
fuera pero están podridos en el interior como “...sepulcros blanqueados...mas
por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27
RV).
No preparé mi mensaje antes de tiempo, pues mi meta era hablar según el
Espíritu me daba que hablase. Así, el Señor pudo hacerme decir lo que no sabía,
y esto significaba que la primera persona que debía atender a ese sermón era
yo.
A medida que ministraba en las reuniones, de repente, lo que había visto en
las Midlands, lo vi en Lancashire. La gente comenzó a jadear, otros a suspirar,
perdidos en la presencia de Dios. Muchos caían en tanto que el Espíritu
controlaba la reunión, fuera de mis manos.
Muchos estaban idos con Dios, incluso Simmons que había estado con trajes
como para un desfile de modas. Ahí estaba, de bruces en la plataforma, sin
sombrero, sin un zapato, con todo el cabello sobre el rostro, mientras sollozaba
y se frotaba la cara en la alfombra. No le interesaba su apariencia personal
que, al principio, era obviamente lo primero para ella—pero se había ido. La
gente también se había ido. Todos se encontraban idos en la presencia de Dios,
menos yo.
No supe qué hacer. No sabía si todo el lugar iba explotar en un fuego de
fanatismo o de extremismo o qué. Sólo que había perdido el control de la reunión
y que la gente me olvidaba. Al mismo tiempo estaba frenético e inútil como el
hombre que quería echar baldados de agua fría para ayudar a combatir un
incendio, pero sin tener balde ni tampoco agua. Nadie me escuchaba. Era una
pérdida de tiempo hablar, predicar o hacer algo. Esto sucedió cada noche durante
dos semanas. Día a día y noche tras noche, Simmons me exprimía, como papel
secante, lo que yo ministraba.
Entonces, dentro de mí se levantaron pensamientos y hasta donde lo entiendo
hoy, creo que toqué la gloria. El relato de Uza ilustra lo que quiero decir
con ‘tocar la gloria.’ Uza tocó el Arca y el poder de Dios lo hizo morir. Otro
ejemplo es el rey Herodes que, cierto día, pronunció un gran discurso y el
pueblo exclamó: “Voz de Dios y no voz de hombre.” En forma inmediata el ángel
del Señor lo hirió de pronto con gusanos en los intestinos y murió. La Biblia
nos dice que por no haberle dado Herodes la gloria a Dios. El Señor es
supremamente celoso de la gloria que le pertenece, pues es la niña de su ojo.
Tocarla es tan peligroso como tocar fuego. El mismo fuego que calienta y
conforta puede destruir por completo.
Cuando Nabucodonosor se exaltó en su corazón dijo: “...¿No es ésta la gran
Babilonia que edifiqué?...” (Daniel 4:30 RV). Dios le quitó la razón,
enloqueció, comía hierba como los bueyes, las uñas le crecieron como las de
las aves y su cuerpo se mojaba con el rocío de la mañana. Después de siete años
Dios le restauró el juicio y luego Nabucodonosor proclamó: “...alabo y glorifico
al Rey del cielo, porque puede humillar a los que andan con soberbia” (Daniel
4:37 RV). No aprendió eso en una escuela bíblica, ni en un libro, sino en el
campo del camino duro, la experiencia personal.
Llámenlo como quieran, proyección de la personalidad, carne, naturaleza
carnal, pero una palabra resume todo el problema, ¡orgullo! El orgullo es
abominación ante los ojos de Dios. En aquellas reuniones estaba orgulloso.
Toqué la gloria de Dios y tomé el crédito por los maravillosos efectos del
Espíritu de Dios al moverse entre los hermanos.
Al mirar a la gente pensé: “Si este es el ministerio que voy a tener, me
convertiré en una figura mundial.” En mi imaginación, podía ver centenares y
miles bajo el poder de Dios mientras yo ministraba. En ese instante toqué la
gloria del Señor, y jamás volví a tener esa experiencia de nuevo.
Después de la última reunión me preparaba para irme cuando Simmons dijo que
quería hablarme. El escenario estaba puesto para que Dios me tratara sobre la
imagen falsa que tenía de mí mismo, la de ser un joven amable, de gran
consagración y dedicado al Señor, con el fuego de Dios. No me gustaba siquiera
pensar que pudiera haber una parte de mí capaz de pecar.
“Hermano,” me dijo. “Creo que la mano de Dios está en mi existencia, pero
no estoy segura si Él quiere que siga en el pastoreo o que sea misionera en
Tibet. No quiero meterme en el matrimonio ni en las cosas del mundo. He orado
para que me muestre si tiene un compañero para mí y si no es así que guarde
mis sentimientos. Ahora el señor ha permitido que mi corazón sea para ti.”
“Estoy de novio con una joven,” repliqué al referirme a Marj, pero
interiormente me sentí muy halagado, pues me dio en el talón de Aquiles—el
orgullo y el deseo de ser tan atractivo para las mujeres como ellas lo eran
para mí. Siempre me consideré feo y me había mantenido aparte de las muchachas
por ese motivo.
Supongo que todos los hombres somos diferentes. Los ojos pueden atraer a
ciertos varones, a otros los atrae el cabello, una voz melodiosa, una
personalidad brillante, y a otros cualquier espantajo con faldas. No tratamos
con lo que está bien o mal, sino con el hombre Arthur Burt, y bien o mal, a él
lo cautivan un par de lindas piernas.
Job dijo: “Hice un pacto con mis ojos, ¿cómo podría entonces mirar a una
virgen?” (Job 31:1 BDLA). Jesús dijo: “...Cualquiera que mira a una mujer y la
codicia, comete adulterio con ella en el corazón” (Mateo 5:28 BAD). Me tomaron
años aprender la diferencia entre mirar a una mujer para codiciarla y mirarla
para apreciar su hermosura.
Cuando era niño, las faldas iban bien debajo de las rodillas. Si una joven
iba a nadar usaba un traje de baño que le daba hasta el cuello, cubría las
muñecas y tapaba casi hasta los tobillos. Se cambiaba en una caseta que tenía
ruedas, y luego, cuando estaba lista, se le empujaba la caseta hasta el borde
del agua. Entonces la señorita abría la mitad superior de la puerta, se asomaba
para ver que no hubiese hombres cerca, daba tres pasos para entrar al agua y
lo hacía con su sombrero de baño puesto.
En la década de 1930 esto comenzó a cambiar y tuve problemas con los ojos.
Yo no coqueteaba ni cazaba las muchachas, sino batallaba en mi interior. Una
vez fuimos con mamá a Stanley Park en Blackpool donde alquilamos un bote de
remos. En otro bote había tres muchachas ‘todo risitas’ que no podían remar
más de lo que fuesen volar a la luna, y que sólo se reían como si gozaran al
máximo de la diversión.
Estaban precisamente frente de nosotros, y una de ellas tiró muy fuerte del
remo y abrió las piernas al irse de espaldas. Con la visión que tuve me aparté
de Dios. “No me ayudas en nada,” lo acusé. “Procuro agradarte y pones algo como
eso frente de mí. Lo intento con todo cuidado, y no me voy a esforzar más.”
Claro que no lo dije en alta voz delante de mi madre; ella pensó que yo era un
muchacho maravilloso.
Así, pues, culpé a Dios. Después de eso iba a la playa en Blackpool, decidido
a mirar a toda muchacha que pudiera, todo lo que tuviera piernas. Justo en
medio de tal intento, la presencia de Dios me ocultó y me cubrió con su amor.
“Oh, Jesús,” oré. “¿Cómo puedes amarme en medio de mi rebeldía deliberada?
Señor, Oh, Señor, cuán misericordioso eres.” Estaba quebrantado y recibí una
revelación.
Dios me dijo: “Deja de combatirme y principia a invitarme a la situación.
Observa mi obra en ti, en lugar de luchar para probarte que puedes hacer algo.
Sin mí nada puedes hacer.”
Mientras ese encuentro con Dios cambió las cosas, aún no había tratado con
la percepción de mi falta de atractivos. Cuando vi a otros jóvenes que
perseguían a las jovencitas, los juzgué. La Biblia dice: “No juzgues para no
ser juzgado,” pero, juzgué. Me alabé y dije: “Ellos lo hacen, pero yo no,
porque me rendí a Dios.” La verdad era que por creerme tan feo, no perseguía a
las chicas ni coqueteaba con ellas.
Ahora de vuelta a mi talón de Aquiles. La joven pastora me acaba de confesar
que pensó que Dios permitía que su corazón fuese mío.
“Estoy de novio con una joven,” le había respondido.
“Bueno,” replicó, mientras me miraba con mucha intensidad, “Marj podría
morir, ¿no es cierto? Si esa es la voluntad de Dios, podría morir.”
Partí con dudas que comenzaban a asaltarme. Durante semanas me quemé por
dentro. ¿Habría cometido un error? ¿Era Marj la mujer que Dios me había
dispuesto por esposa? ¿Sería posible que esta joven fuese la elegida de Dios
para mí?
Los meses pasaron y el 8 de junio de 1940 me casé con Marj. Había podido
ahorrar algún dinero para cuando nos casáramos, pero en tres oportunidades el
Señor me permitió usarlo en otras cosas. Finalmente llegó el momento y no tuve
plata para comprar los anillos de la boda. En el último minuto las personas de
la misión me ministraron y los pude conseguir. Mi único traje aceptable era un
vestido de paño azul marino, para invierno, y casi me cocino vivo en aquel
caluroso día de verano.
Cuando nos casamos estábamos en la Segunda Guerra Mundial. Para la luna de
miel, empacamos una carpa y equipo de acampar y salimos para Gales del Norte,
donde la gente nos trató como si fuéramos espías alemanes, pues llenos de temor
sospechaban de todo forastero. Todo parecía ir mal. La pobre Marj soportó meses
y meses de espera por mí, a fin de juntar nuestras finanzas, mientras todos la
hostigaban: “Nunca te casarás. El Señor volverá pronto y no habrá tiempo para
bodas.” Sus amigas la fastidiaban sin cesar y todo eso la afectó en forma muy
negativa.
Como resultado, Marj decidió que a fin de ser una buena esposa, se ajustaría
en todo a mí. Así, en nuestra luna de miel, dejó de tomar té, porque yo no lo
tomaba. Esto la hizo sentir miserable. Luego se me formó una tremenda ampolla
en el dedo gordo y era tal el dolor que no pudimos subir al Monte Snowden como
lo planeamos. Agradezco a Dios que la luna de miel no fue un presagio de lo
que sería nuestro matrimonio, pues esos días fueron un completo desastre—
galeses hostiles, suspicaces hacia los extraños, ampollas en los dedos gordos,
y sin té para Marj.
Después de tres días, Marj tomó una taza de té y revivió. Nos esforzamos en
medio vivir esa semana, sin que fuera una luna de miel como se supone que debe
ser. Nos alegramos de volver y dejar atrás la tal luna. Como no teníamos fondos
para instalarnos en una casa, nuestra buena amiga, Mrs Fentiman, nos ofreció
una piecita en lo alto del hogar de huérfanos donde Marj siguió con sus oficios
caseros, mientras seguí el ministerio en la misión.
Pasaron los meses y llegó el momento en que Marj me informó que tendríamos
un niño. Cuando se lo dije a Mrs Fentiman, declaró: “Aquí nada de bebés. Si tú
y Marj lo van a tener, deben salir de la casa.”
Como era habitual estaba sin dinero y no sabía adónde ir. Dije a todos en
la misión: “Marj y yo necesitamos una pieza en cualquier parte. Si alguien sabe
de algo apropiado, les agradecería que me informaran pronto.”
Entonces, Mrs Fentiman, que había sido por años como una madre para Marj,
vino y se disculpó: “Miren, lo siento. Me equivoqué cuando les dije que se
fueran. No quería bebés que lloraran por toda la casa, biberones, pañales
puestos a secar en la chimenea. Admito que perdí la gracia y estuve mal. Ahora,
quiero pedirles que se queden.”
“Cuando nos dijo que nos fuéramos,” respondí, “oí la voz de Dios que me
indicaba salir, pero ahora no oigo que nos diga que nos quedemos.” Dios sabía
lo que hacía, pues preparaba un hogar para nosotros. Una dama viuda, de la
iglesia, dio su casa, con todos los muebles, a su hijo recién casado, pero por
problemas entre suegra y nuera, se la devolvió a la mamá. Sin que lo supiéramos
Mrs Fentiman hizo arreglos para que Marj y yo ocupáramos esa residencia. La
casa tenía de todo, cubiertos, vajilla, frazadas y sábanas. Hasta un fuego en
la chimenea y alimentos en la despensa. Aunque todo no era nuevo, la gracia de
Dios suministró todo, y lo agradecimos de corazón. Fue nuestro primer hogar
donde nacieron siete de nuestros hijos, allí en el pueblo de Stanton Hill en
Nottinghamshire.
El Abuelo Jolly, el padre de Mrs Fentiman, sólo fue salvo cuando tenía 60
años. Era dueño de una taberna y fue un pecador de tiempo completo, pero con
la salvación vendió la cantina y entregó por completo toda su vida al Señor.
No todos salen de repente de las tinieblas a la luz, de lo negro a lo blanco,
como él. Casi todos cambian gradualmente en el tiempo, pero no fue así con el
Abuelo Jolly. Se despojó del trago, del tabaco, del mundo, como las hojas caen
en otoño. El Abuelo Jolly tenía un sobrino, Albert, a quien llevó al Señor.
Supuso que Albert haría como él—seguir a Jesús por entero desde el comienzo, y
Albert pareció hacerlo así.
Un día, para ir a Preston, el Abuelo Jolly corrió al bus. Entre suspiros y
toses alcanzó el estribo, subió a la plataforma superior y se sentó. Cuando
recobró el aliento, miró alrededor y el asiento del otro lado del pasillo
estaba Albert con un cigarrillo en los labios. El Abuelo se inclinó, le dio un
bofetón y le quitó el cigarrillo. Ahí se acabó la unión entre tío y sobrino,
junto con las reuniones de la iglesia, pues desde ese momento Albert apostató.
Pasaron los años, el Abuelo Jolly, ahora de 80, necesitaba mucho cuidado.
Varios de los parientes lo atendían por turnos, y alguien sugirió que quizá
Albert querría participar en esa tarea. A pesar de la forma en que el viejo lo
había ofendido, Albert fue misericordioso y le cedió al Abuelo Jolly una piecita
en su casa. Allí, en esa pequeña habitación, el abuelo terminó su vida mientras
fumaba su pipa y hacía lo mismo por lo que juzgó al sobrino. La Palabra dice:
“...tú que juzgas haces lo mismo” (Romanos 2:1 RV).
Después de establecidos en esa casa, recibí una invitación de la iglesia en
Lancashire. Era tan necio como para creer que ahora, ya casado, estaba a salvo
de meterme con la Pastora Marion Simmons, y entonces viajé.
Es algo raro si sabes que alguien está enamorado de ti, aunque no
correspondas a ese afecto. Cada vez que los ojos se encuentran, se alimenta el
orgullo y así se alimentó el mío. A pesar de no estar enamorado de Marion, pasé
por todas las emociones como si lo estuviera, en tanto que el diablo montaba a
caballito en mis sentimientos. Comencé a ponerme en los zapatos de esta joven
y procuraba imaginarme qué sentiría al amar a quien no correspondía ese amor y
le tuve lástima.
Marion era atractiva físicamente y teníamos afinidad en la obra de Dios.
¿Hasta qué punto el amor espiritual se vuelve algo terrenal? Muchos han corrido
al desastre en este punto—donde la afinidad espiritual entre hombre y mujer se
cambia en amor terrenal o en algo que se le parece. Eso sucedió conmigo. Cuando
completé dos semanas allí, mi paz desapareció y me encontraba en un remolino
mientras satanás jugaba ping-pong con mis emociones. No sabía qué sentir. ¿Amo
a mi esposa? ¿Amo a Marion? Estaba confundido y no supe qué hacer. Nada había
sucedido entre nosotros. No había hecho nada, fuera de darle la mano—no hubo
besos, nada en absoluto.
Dejé Lancashire y regresé a casa, muy confundido y agitado dentro del
corazón. Se libraba la Segunda Guerra Mundial, y todo el país estaba en pánico
y a esto agregaba la confusión interior. Sabía que amaba a mi esposa. En lo
más profundo de mí, supe que era la mujer que Dios me daba, pero batallaba con
esas emociones tan confusas.
Decidí pasarle a Marion a alguien, y entonces, estaría a salvo. Le dije a
nuestra amiga, Mrs Fentiman: “Mire, esta joven está muy acorde con nuestras
creencias y necesita que se le conteste la correspondencia. ¿Querría usted
encargarse de su cuidado?” Así, muy cortésmente, me libré, y Mrs Fentiman tomó
la tarea de responder las cartas de Marion. Muchos hacen esto. No falta quienes
mastican hierbabuena para tratar de abstenerse del cigarrillo, pero la única
liberación que obra en verdad, ocurre si Dios quita el deseo.
La liberación debe ser para la gloria de Dios. Muchos fracasan en la
liberación, porque la quieren para su conveniencia financiera, su salud, su
fama, pero no para la gloria de Dios. Dios retiene su gracia, porque el
propósito de la gracia de Dios es su gloria. La gracia, de modo incidental,
suple nuestras necesidades, pero principalmente es para la gloria de Dios.
Dispuse mi propia liberación, pero pasó algo extraño. La tienda de Marion
en Lancashire cerró, el gobierno le ordenó trabajar en un hospital, y le
asignaron uno que estaba a casi cinco km de donde yo vivía. Mrs Fentiman le
abrió su casa y ahora, en todos los servicios de las noches, miraba a esa mujer
de quien había procurado apartarme.
Hice todo lo que pude por evitarla. Nunca afirmé estar enamorado de Marion,
pero ella estaba completamente preparada para entregárseme. Luché y luché; sus
ojos me seguían y chocábamos el uno con el otro. Con todo nunca había habido
nada físico entre nosotros. Luché con una presión volcánica que me quemaba por
dentro, hasta que un día la confronté:
“Mira,” le dije. “Debo hablarte. Esto tiene que parar entre tú y yo.” Jamás
había pasado nada entre nosotros y aquí yo decía que eso debía parar. “¿Quieres
que nos encontremos esta tarde a las dos?” Si le hubiese dicho que a las dos
de la madrugada, allí estaría esperándome.
Anduvimos por un camino rural y discutí en mi manera super-espiritual cómo
destruir enteramente esa atracción que ambos sabíamos que era mala y deshonraba
la obra de Dios. Mientras andábamos en la discusión, nubes cargadas soplaban
sobre nosotros, y en minutos estalló la tormenta. Grandes cantidades de lluvia,
junto con truenos y relámpagos estaban por todas partes. El único refugio fue
un granero para almacenar heno y allí nos metimos.
Habíamos salido para discutir cómo terminar aquello, mas allí comenzó—fue
la primera vez que la abracé y la besé. Por varios años estuve metido con
Marion Simmons, pero en ese tiempo ‘no recorrí todo con ella.’ Más tarde
llegaría a despreciarme por ser tan deshonesto, tan pecaminoso y tan malvado.
Aunque no tenía nada para ofrecerle, porque sabía que Dios me había unido con
Marj, jugué con los afectos de esa muchacha. A pesar de no haberle prometido
nada, la ilusioné al saber que creía que Marj podía morir, y luego podríamos
estar juntos.
En la mañana salía para caminar y terminaba con ella. Marion sabía que a
primeras horas estaba fuera y me encontraba. Salía para reunirme con Dios y
terminaba reunido con ella. Marj supo siempre que iba a caminar, pero ahora
eso era un pretexto. Más y más en mi auto-justificación, aunque en parte me
sentía condenado y fuera de la presencia de Dios, deseaba acabar con eso. Una
mañana al volver a casa, a través de una ventana vi a Marj que tocaba el piano
y cantaba: “Solamente Tú, Tú solamente.” Bajo una carga de culpa entré, me
senté y me quebranté: “¿Me perdonas? Me siento tan abominable y corrompido en
mi infidelidad.”
Después, por varias semanas, evité a Marion en las reuniones. No le hablaba,
pero siempre iba a ella, en el pueblo, en la biblioteca, pues su presencia
todavía me tentaba mucho. Esto siguió hasta un día en que Marj, sin decírmelo,
invitó a Marion a vivir con nosotros. No lo podía creer.
“Bueno,” explicó Marj, “prefiero saber dónde estás, de verdad, a tenerte
fuera por ahí.”
Desde el momento en que Marion vino a vivir con nosotros, Dios entró en la
situación de una manera extraordinaria. A excepción de los tres, nadie supo
jamás la forma en que la gracia maravillosa de Dios obró en nuestras vidas.
Marion comenzó su trabajo en el hospital como aseadora. Desde cuando vino a
vivir en casa, Dios la bendijo y la ascendieron una y otra vez. Todo aumento
de sueldo lo invertía en nuestro hogar. En los hospitales las sábanas se
descartan pronto y en la lavandería queda mucha ropa que no se usa. Después de
cierto tiempo el hospital desecha esos elementos y Marion traía toda clase de
cosas para los niños y para nosotros. Fue una bendición inmensa, en plena
guerra, cuando luchábamos para levantar nuestra familia.
Creí que sería el último hombre del mundo en meterse con alguien que no
fuera la esposa. Si miro atrás, me asombra la gracia de Dios. Como azúcar que
se disuelve en té caliente, el Señor acabó con la situación que vivimos. No
reclamaré crédito en el fin del asunto. Una vez más Dios usó mi fracaso para
quebrantar mi orgullo.
CAPÍTULO 6
EL “CONCHEE” “OBJETOR”

Al comienzo de la guerra, se puede decir que Hitler se apoderaba de países,


casi uno por día. Fácilmente cayeron ante él: Polonia, Checoslovaquia, Noruega,
Dinamarca, Holanda, y ahora Inglaterra estaba en peligro con Hitler a sólo 21
millas (33.6 km) de nuestras costas. Estábamos completamente impreparados.
Mientras nuestras fábricas se dedicaron a trenes de juguete, ositos de felpa y
muñecas, las fábricas alemanas producían fusiles, bombas, y aviones. En
consecuencia, cuando se declaró la guerra, nuestro gobierno tuvo que alistar
palos de escoba para la Guardia Nacional.
El país entró en pánico. No se podía tocar las campanas de las iglesias,
sino como señal de invasión alemana por los paracaidistas. Las casetas de
concreto de los centinelas cortaron las carreteras por la mitad y detenían a
todos los viajeros. Se quitaron las señales de las vías para hacer más difícil
a los soldados enemigos saber dónde estaban.
En la noche que Japón bombardeó a Pearl Harbor, asistía a una reunión cuando
una hermana que estaba detrás de mí comenzó a clamar: “¡No, no, no!” Tomó su
Biblia y sus guantes y se abrió camino a la fila de atrás, fue al pasillo y
atravesó las puertas. Oí un tremendo crujido cuando su cabeza golpeó el piso y
principió a gritar como una mujer a quien violaran en la entrada.
Pensé. “¡Señor! ¿Qué es lo que pasa?”
Luego, oí: “Oh, Amén, amén, amén.” Me volví y miré hacia las puertas que de
pronto se abrieron y la hermana, ahora con su rostro radiante, entró mientras
bajaba por el pasillo. Fue hasta el frente y se sentó a la mesa donde empezó a
representar una escena sin palabras. El Espíritu de Dios la hizo imitar como
si estuviera frente a un espejo. Se compuso el sombrero, miró bajo los ojos,
se dio golpecitos en las mejillas mirándose en un espejo que no había. Sabíamos
que el Espíritu del Señor le revelaba su vanidad y orgullo. Se volvió hacia la
gente para decir: “Yo, mí, yo,” y después cambió la escena.
Hizo como si estuviera frente a un juego de cajones y tiraba para abrir un
cajón. Al mirar aquí y allá, sacaba objetos del cajón y los ponía en una bolsa
a sus pies. No había bolsa ni cajones pero el Espíritu hacía parecer todo tan
verdadero como si estuviera tratando con su vida secreta, sus raterías, sus
hurtos, su vanidad, su orgullo. Esto continuó por algo así como diez minutos.
Cada vez que se revelaba algo más acerca de ella, se volvía a los hermanos y
decía: “¡Yo, mí, yo!” Todos observábamos con gran atención, si saber qué
sucedería luego.
Después que el Espíritu terminó con aquella joven, la levantó y principió a
moverla alrededor de las personas y a revelar los secretos de cada corazón.
Les digo a ustedes, hermanos, esos días eran calientes. O se marcha bien o se
va.
En la reunión un pastor yacía echado sobre su rostro, con su cabeza casi a
mis pies, hasta las primeras horas de la madrugada. Yacía allí con gemidos,
sollozos, lamentos, mientras luchaba por levantarse sobre sus pies, pero no
podía, como si una mano invisible lo mantuviera pegado al suelo. Por último
tuvo la verdad. Era una historia extremadamente chocante, penosa y
desagradable. Cuando era joven fue enviado a pastorear una iglesia en una aldea
del campo. Allí se alojó en casa de una familia que tenía tres hijas. No
mencionó que había dejado una esposa atrás y comenzó a cortejar a la mayor de
las jóvenes. Luego embarazó a la segunda muchacha y se dedicó después a enamorar
a la menor. Cuando el padre de la familia vino a enterarse de lo que sucedía
en su hogar, puso la cabeza en el horno de gas de la estufa y se suicidó. Todo
esto había permanecido en secreto, hasta cuando el Espíritu de Dios lo sacó a
la luz al tratar con ese pastor. Eran tiempos asombrosos, pues todos caímos en
la cuenta que ya no habría más privacidad para nuestras vidas.
Noche tras noche, nos reuníamos en aquella comunidad de mineros hasta las
dos o tres de la madrugada, incluso una noche en que un hermano dijo: “Tengamos
una noche temprana y cerremos la reunión mañana a las 9:30.” La noche siguiente,
se paró en la plataforma, anunció que la celebración se acababa y salió por la
puerta de atrás. Nadie se movió.
De pronto una joven se levantó. En el instante en que respondió al Espíritu,
la dejamos de ver como una chica escuálida. Se movió por el pasillo con la
dignidad de una reina y fue hasta donde el hermano estaba de pie. Lo tocó y al
momento cayó cuan largo era sobre su rostro. Con toda la dignidad de la realeza,
tomó dos dedos, lo midió entre sus dos dedos y al bajar la mirada al piso,
donde el hombre estaba, le dijo desdeñosamente: “¿Te atreverás a medir lo
inconmensurable dentro de los límites de una pequeña hora?” Luego se volvió
sobre sus talones, anduvo de regreso por el pasillo, se sentó y volvió a ser
la jovencita flacucha, ordinaria e insignificante de siempre. Aquellas eran
reuniones bastante extrañas, y muchas personas dejaron la iglesia.
Por este tiempo hubo una mujer que asistía a la reunión, cuyo marido, el
director de la Oficina de Correos, no era cristiano. Amenazaba con dejarla
fuera de la casa si no llegaba a una hora razonable y decente. Uno escasamente
podría esperar que un inconverso le creyera a la esposa que estaba en reuniones
de la iglesia hasta las dos o tres de la mañana. Creía que estaba enredada con
otro hombre, pues estaba lleno de sospechas, de prejuicios y de celos.
Al mirar atrás, me doy cuenta que esa mujer era muy poco sabia. La Palabra
de Dios afirma que nuestros cónyuges se han de ganar mediante nuestra conducta
y es muy cuestionable si en realidad Dios quería que ella asistiese a todas
las reuniones. Dios siempre casa nuestra revelación con nuestra situación. Mi
revelación debe obrar en mi situación, es decir, en mi vida diaria, que no debe
estar hecha de sobresaltos, demostraciones con gritos y de convencionalismos.
Todo el propósito de la venida del Espíritu de Dios a la vida de una persona
es llevar esa persona a la realidad, porque el Espíritu de Dios es el Espíritu
de la Verdad. Qué tragedia cuando el mundo dice: “No puedo oir lo que dices
por el ruido de lo que eres.”
Cuando esta señora vio que le era indispensable dejar a su esposo, pues no
podía soportarlo más, no tenía adónde ir. Entonces, Marj y yo le ofrecimos una
pieza en la casa. Esto sólo fue agregar combustible al fuego, porque el hombre
me acusó de robarle su esposa y tener dos mujeres en mi hogar. Pronto mi nombre
cayó en el lodo por toda aquella región y dondequiera que iba, siempre había
codazos, miradas y susurros.
Un día, cuando estaba al frente de la reunión, el esposo abrió la puerta y
con pasos vacilantes recorrió el pasillo en un estado de semi-ebriedad. Me
apuntó con un revólver a la cabeza y amenazó con volarme los sesos, pero
obviamente no lo hizo o no estaría aquí para contarles esa historia. Fuimos al
vestíbulo de la parte de atrás, donde derramó una lata de gasolina sobre el
piso y procuró incendiar el local. (Le habíamos pedido a Dios que nos enviase
fuego, pero, claro está, nunca de esa manera tan literal.)
Después de ese episodio, otra mujer se fue a vivir con él en su casa. Ese
fue el fin de su matrimonio en lo que se relaciona con nuestra hermana. Vivió
con nosotros durante varios años y se dedicó a servir al pueblo de Dios.
En aquellos días recibimos toda clase de amenazas—amenazas que se cumplieron,
por lo menos en parte; por ejemplo, destruyeron los vidrios de las ventanas,
cortaron los cables de la energía eléctrica, nos apedrearon. En cierta ocasión,
en una de las paredes exteriores, con grandes letras en pintura roja,
garrapatearon “Asilo de locos.” Esta fue una de las consecuencias inesperadas
de lo que llamamos “avivamiento.”
Muchos tienen un concepto visionario e impracticable de lo que es un
avivamiento. Si vamos al Nuevo Testamento encontramos que significa espaldas
sangrantes, cárceles e incluso muertes. Quienes recibieron una visitación de
Dios con frecuencia calificaban para aparecer el Libro de los Mártires, pues
la Palabra de Dios dice: “¡Quienquiera que desee vivir piadosamente para Cristo
Jesús, sufrirá a manos de los enemigos del Señor!” (2 Timoteo 3:12 BAD).
Cuando Miriam era lo suficientemente chica como para sentarse en la silla
para niños y allí recibir los alimentos, Dios me enseñó una lección. Un día
llegué a casa con dos barritas de chocolate y dos fresas para mis dos niños,
Peter y Miriam. Hacia el fin de la comida puse los dos chocolatines en la mesa
y una fresa sobre cada barrita.
Exclamaron los niños: “¡Papi! ¡Papi!”
“Cuando hayan terminado de comer, tendrán los dulces,” les dije.
Peter acabó su comida y reclamó el premio. En ese instante Miriam estiró los
brazos y comenzó a gritar: “Eh...Eh...¡Mí! ¡Mí!”
“Te sentarás en tu silla y cuando termines tu comida,” dije, “papá te dará
el chocolate y la fresa.”
Miriam entonces inició su rabieta con llanto. Sopló, pateó, luchó y luego
se dedicó a chillar.
“Cuando te comas las cortezas de tu pan, papá te dará tu chocolatín y tu
fresa.” Le había dado mi palabra que no podía bajar de la silla y tener su
recompensa sino hasta cuando hubiera terminado la comida, y ahora encontré que
mis palabras, que la ataban a la silla, también me ataban a la misma silla.
Dios dice con toda claridad: “Que tu sí sea sí y que tu no sea no,” y entonces
supe que Dios me ataba a la silla de la niña, lo mismo que a mi hijita.
Nunca me imaginé cuánto tiempo estaría atado a esa silla para niños. Miriam
pateó y chilló su berrinche por una eternidad que debe haber durado 45 minutos.
Y seguí con la misma frase: “Después que termines tus cortezas de pan, podrás
salir de tu silla y recibir tu chocolate y tu fresa.”
Mi madre entró para vernos durante este escándalo. Estaba abrumada. “¡Nunca
te traté así! Eres muy cruel, Arthur. ¡Oh, eres muy cruel con la niña!”
“Eso es todo lo que me faltaba,” pensé.
Por último, una manita regordeta se estiró hacia una corteza y, a medida que
con todo cuidado yo observaba la trayectoria, oré: “Oh, Señor, no permitas que
se le caiga.” Aterrizó en sus labios.
Inmediatamente caí de rodillas. “Entonces, ahora,” dije, “papá se comerá las
cortezas grandes y tú te comerás las pequeñas.”
En el momento en que su voluntad se quebrantó, entré en la situación de
Miriam, y creo que como nunca gocé tanto de aquellas migajas y cortezas de pan
en toda mi vida. Aprendí que no me debo apresurar a pronunciar una palabra si
no estoy preparado para cumplirla. Además, también aprendí que aunque soy el
padre de mis hijos, Dios es mi Padre. Dios habla, sus propias palabras le atan,
pero una vez que mi voluntad se quebranta, Él entrará en mi situación y entonces
tomará el extremo, la parte más difícil y de mayor peso que tiene mi carga.
Cuando nuestro gobierno movilizó a todos los hombres para el servicio
militar, recibí un ultimátum a fin de unirme a los demás. Ante dos tribunales
apelé para librarme de los deberes militares, porque estaba activamente
comprometido en el servicio del Señor. Por último, en 1943, me llevaron ante
un tribunal en Londres donde se burlaron y me ridiculizaron.
“Creo que Dios me ha dado una palabra para ser lo que soy, y donde estoy,”
les expliqué.
“¡Ah, oh! ¡Qué prodigio! ¿De modo que usted tiene un teléfono de oro, es
decir, de línea inmediata, para estar en contacto directo con el Todopoderoso?”
Se mofaron. “Muy bien, ¡veremos acerca de todo eso!” Luego me sentenciaron a
prisión por desacato a la corte. Iba a permanecer en la cárcel hasta cuando me
sometiera a esas órdenes y me presentara para el servicio en el ejército. Desde
luego, porque creí que Dios deseaba que continuase mi ministerio, no tenía
libertad para hacer lo que ellos querían que hiciera.
El primer día en la cárcel, me pareció como si fueran seis meses. Me senté
con la cabeza entre las manos durante tres días y tres noches, incapaz de
superar lo que me había sucedido. ¿Cómo pude terminar en prisión cuando era
obediente a Dios? Oré: “Señor, no me es posible decir ‘Amén’ a esto.”
Dios no me daría ninguna luz sino hasta cuando cambié mi actitud. Permitió
en su sabiduría lo que podría haber evitado mediante su poder. Me tuve que
inclinar ante el santuario de su omnisciencia y decir: “Amén, Señor. Tú has
permitido esto.” Entonces, aunque externamente aún me encontraba preso, en el
interior gozaba de una libertad completa.
Los objetores de conciencia o “conchees” como se nos decía, no fuimos muy
populares en el curso de la guerra. Si hubieras sido un pecador saludable,
sano, y si robaste un banco o golpeaste a un policía en la cabeza con una
botella de cerveza, podrías haber gozado de alguna consideración dentro de la
cárcel, pero ser un “mugroso y desgraciado objetor” era ser un cobarde
amarillento y lívido. “¡Aquí te sientas cómodamente, a salvo, mientras todos
nuestros soldados dan su sangre y su vida por nuestro país y por TI!”
Todos los demás no hacían sino recordarnos a los objetores constantemente
la baja opinión que tenía de nosotros. Cuando ponía mi ropa sucia a la puerta
de la celda, esperaba que me trajeran ropa limpia. En lugar de eso, simplemente
pateaban la puerta y me dejaban sin nada para ponerme hasta cuando decidían
que había tenido suficiente de su rechazo y su desprecio.
No importaba lo que hiciera; todo estaba mal. Si me esforzaba y hacía lo
mejor para recoger las papas y no perder ni una en la huerta, los guardas me
gritaban por ser demasiado lento. Si me apresuraba, también me gritaban porque
se me perdían una o dos. A fin de humillarme más me hacían vaciar el fétido
balde de los excrementos y la orina que debía llevar de una parte a otra.
Cuando trabajé con los lienzos de las bolsas del correo, ataba juntas varias
tiras y con ellas saltaba la cuerda para así procurarme un poco de calor, pero
eso no hacía sino aumentar mi hambre. Los cocineros echaban piedras en lugar
de papas en la comida de los objetores. En la prisión aprendí más acerca del
contentamiento con piedad, paciencia y humildad que en la escuela bíblica.
Un prisionero que se me pegó en el patio de ejercicios, no hizo más sino
derramar en mi oído todas sus miserias y sus quejas mientras marchábamos
alrededor de un lado a otro.
“Mire,” le dije. “Esto no es una casa de reposo para convalecientes. Estamos
en una cárcel. No se queje conmigo acerca del servicio aquí, como si esto fuera
un hotel o algo por el estilo.”
“Oh, yo no hago eso,” replicó.
“Entonces, ¿por qué gime? Debería haber pensado sobre el particular, antes
de dejarse encerrar aquí.” Le contesté.
“Bueno, soy duro,” dijo. “Subí hasta el Yukón en Alaska, y fui prisionero
político en Marruecos. Soy un hombre duro y recio.”
“Entonces, ¿de qué se queja?”
“No puedo conseguir cigarrillos,” al fin me explicó. “Incluso, le digo que
ya me fumé el colchón.”
“Debería agradecer que tiene colchón,” le respondí. “Me sentenciaron a
trabajos forzados y apenas tengo una tabla para dormir. Pero, ¿quiere decir
que se fumó el relleno del colchón?”
“Casi por completo. Cuando los ‘polis’ se enteren, aquí va a volar...,”
pronunció un juramento horrible. “Me fumé los cordones de las botas. He fumado
hasta hilos de cabuya, hojas de repollo—todo lo que le pueda poner la mano
encima.”
“Vea, pues. Entonces, le tengo buenas noticias,” le dije. “No soy fumador.”
Me preguntó: “¿Cómo? ¿Qué quiere decir?”
“Que nunca he hecho uso de mi ración de tabaco, porque no fumo. En lo que a
mí respecta, sea bienvenido a mi ración de tabaco,” le contesté.
A partir de ese instante, me siguió por todas partes, casi lamiéndome las
botas. En los fines de semana, su cabeza aparecía por encima de las cajas de
paquetes. Me perseguía como un detective que fuera tras un criminal, pues temía
desesperadamente que alguien le pusiera la mano a mi ración de tabaco. “Oiga,”
le dije. “Le di mi palabra. ¿Quiere callarse y dejarme tranquilo? No le puedo
dar la ración sino hasta cuando me la entreguen.”
Un día me irritó tanto que simplemente me hizo saltar la tapa. Sabía que eso
estaba mal, pero le grité: “¡Cállese y apártese! ¡No le puedo dar nada, porque
todavía no me ha llegado!”
Entonces Dios trató conmigo: “¿Cómo te atreves a hablarle así a ese pobre
hombre? No eres diferente a él. Eres lo mismo que él y fumas como una chimenea.”
“Pero Señor, no fumo,” objeté.
“Sí, sí lo haces,” me corrigió. “Lo que te impide fumar es mi gracia. Si
retiro mi gracia serás literalmente tan malo como ese hombre. Mi gracia en ti
te ha librado de ese hábito.”
Vi que no tengo ningún ministerio para alguien a quien desprecio. Vi mi
horrorosa condición de juzgar a las personas y desdeñarlas y, por la gracia de
Dios, he decidido y elegí nunca despreciar a nadie. Puedo fallar en este
aspecto, mas es mi norma, sin embargo, cuando encuentro o conozco a gente con
problemas, decir: “Ahí estoy, pero por la gracia de Dios.”
Estar en la cárcel por desacato a la corte es distinto a estar allí para
cumplir una sentencia específica por un crimen específico. Es como decir a tu
niño: “No te levantarás de la mesa sino hasta cuando te comas todo lo que se
te sirve.” Esto significa que me podrían tener en prisión para siempre según
quisieran, hasta cuando me sometiese a las órdenes de presentarme para el
servicio militar. Porque creí que Dios deseaba que continuara mi ministerio,
no dispuse de libertad para hacer lo que querían. Por tanto, tenían la capacidad
de jugar una partida emocional conmigo. Me podían dejar ir a casa, y luego,
entonces, sin advertencia alguna me podían llevar de regreso a la prisión.
Después de una temporada, salí de prisión y volví al pueblo, a la obra.
“Bueno,” me preguntaba la gente: “¿Cómo te va?”
“Supongo que estoy listo para regresar a la cárcel de nuevo,” les contestaba.
Un hermano que era uno de los ancianos me desafió: “Pensé que creías en
vivir no sólo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.”
“Bueno,” dije: “¡Precisamente eso hago!”
“Luego, ¿has tenido una palabra así para ahora? ¿Para tu situación actual?”
Le respondí: “Bueno, no exactamente. No...Pero tuve una palabra de esas
cuando me tocó ir ante el tribunal.”
“Pero se volvió una palabra. Ahora necesitas una nueva para otra situación
nueva, si crees en vivir por lo que sale de los labios de Dios. ¿Tienes una
para ahora?”
“No,” respondí. “No tengo.”
“¿Crees que Dios te daría una?”
“Sí.”
Y me preguntó: “¿Crees que Dios te daría esa palabra a través de mí?”
“Sí.”
“Bueno, oye,” dijo. “Vé al oficial de la Guardia Nacional. Dile que te
quieres someter a cualquier orden que él te dé, solamente con una condición—
que sientes que debes estar en las reuniones todas las noches. Con la presente
situación en el país no te enviarán a más de 60 millas (96 km) de la casa, 120
millas (192 km) allí, y de regreso todos los días. Sométete a ellos con esa
condición.”
Así lo hice. El oficial de la Guardia se mostró agradecido. “Me complace
mucho que usted se haya presentado,” dijo. “Hay suficientes problemas sin poner
a los predicadores en la cárcel. Pronto nos comunicaremos con usted.”
Después de eso recibí una serie de tarjetas en las que me ordenaban
asignaciones de trabajo cerca de la casa. En diversas oportunidades algunas de
esas tarjetas me enviaban a fincas en el campo.
Un granjero me preguntó: “¿Sabe ordeñar?”
“No, no sé,” respondí.
“Entonces, no lo puedo usar,” dijo. “No tengo tiempo para ponerme a entrenar
a nadie.” Firmó mi tarjeta, y me fui.
Esto sucedía con frecuencia. Estábamos en época de guerra y las personas no
sentían que pudieran disponer de tiempo para enseñarme. A veces me recibían
con mucha hostilidad. Un granjero me averiguó: “¿Ha estado en la cárcel?”
Contesté: “Sí; he estado.”
“No quiero ‘pájaros de jaula’ por aquí,” fue su comentario.
“Muy bien, no hay problema; pero, por favor, firme la tarjeta,” le pedí.
Así lo hizo y regresé al oficial de la Guardia. Me dio una nueva tarjeta y
con ella fui a presentarme en otra granja.
“¿Es usted uno de esos ‘infelices y asquerosos objetores de conciencia’ uno
de esos ‘cobardes patiamarillos miedosos’ que se sientan con toda comodidad,
como sanguijuelas en las espaldas de nuestros soldados que dan su sangre y su
vida por nuestro país, por el rey y por la libertad?” Me dijo un furibundo y
más que airado granjero. “¿Sabe que me gustaría hacer con usted? ¡Ponerlo
contra esa pared y fusilarlo! ¡Fuera de aquí!”
“OK, ¿me firmará la tarjeta?” Le pregunté.
Esta rutina siguió vez tras vez, tarjeta tras tarjeta, y nunca volví a
prisión en el resto de la guerra. Esta experiencia me enseñó más que nunca cuán
importante es vivir de acuerdo con la palabra que viene de Dios. Vi con cuánta
rapidez una palabra que sale de Dios, se puede convertir en algo del pasado y
que, por tanto, necesitaba una palabra nueva y fresca para la situación del
momento. Porque está escrito: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda
palabra que sale—tiempo presente—de la boca de Dios” (Mateo 4:4 RV).
Mientras vivimos en la casita de Stanton Hill, fui un hombre super-
espiritual. Quería demostrar a Dios, a la iglesia, al mundo y a cualquiera que
se fijara en mí, qué clase de buen cristiano era—qué buen vecino era.
Mrs Moon, la viuda de 80 años que era la dueña del lugar donde vivíamos,
ocupaba tan sólo una habitación en la parte delantera, mientras nosotros
disfrutábamos del resto de la casa. Mantenía cerrada la puerta que comunicaba
su pieza con las nuestras y debía dar la vuelta, hasta nuestra entrada, para
comunicarse con nosotros, cosa que hacía a menudo. Muy pronto entablamos amistad
con ella. Mrs Moon era parcialmente sorda y necesitaba ayuda de vez en cuando.
Desde luego, Arthur iba a ser el buen vecino.
Nuestra relación se inició alrededor de un reloj. Me dijo: “Usted sabe, mi
don, no le puedo dar cuerda a mi reloj por el reumatismo en los dedos.”
Yo, Arthur gran corazón, repliqué: “No faltaba más, le daré cuerda por usted.
Traiga su reloj que le daré la cuerda.”
Así despegamos. Cada tarde se acercaba hasta nuestra entrada para tener su
reloj con cuerda. Me encantaba hacerlo, pero llegó una tarde en que debía
salir. “Temo que no voy a estar esta noche para darle cuerda a su reloj.”
“Oh, mi don, tiene que estar en la casa. Usted sabe, mi don, se le tiene que
dar cuerda a la misma hora cada noche debido al resorte. Tiene que estar en la
casa para darle cuerda al reloj.”
Ese fue mi primer problema con ella, en tanto que Arthur gran corazón
procuraba suplir sus necesidades. Partimos de la cuerda del reloj, a las tazas
de té en la mañana, luego a un bizcocho o a un pastel con la taza de té y la
gracia de ayer se convirtió en el derecho y la obligación de hoy. Daba la
vuelta por su té, su bizcocho, y su taza de té con su pastel y casi exigía
aquello por lo que en alguna ocasión hubiera dicho “muchas gracias.”
El siguiente problema consistió en que su fuego ‘soplaba.’ Pronto aprendí
el significado de ‘soplar el humo.’ Entonces le dije: “Quizá se debe a que su
leña no está bien seca. ¿Quiere que le traiga alguna leña del pueblo?”
Fue su respuesta: “¿Peña? ¿Cómo? ¿Cuál peña? ¿Para qué peña?” Le expliqué.
“Peña, no. Leña, LEÑA.”
“Ah, sí. Gracias, mi don. Usted es muy amable conmigo,” replicó.
Ahora, además de la cuerda para el reloj, las tazas de té, los pasteles, y
los bizcochos, tenemos los encantadores y atractivos manojos de leña. Cada
mañana echaba la puerta abajo, por su taza de té, aunque con esos golpes
despertara a los niños. Mientras vivimos en aquella casa, casi siempre teníamos
un niño para cuidar, más otros niños a los que debíamos alistar a fin de
mandarlos a la escuela, pero esta vieja señora nada tenía para hacer en todo
el día, excepto cuidar de sí misma.
Un día protesté: “Mire, Mrs Moon; tenemos que ver por la familia y por las
necesidades de los niños.”
Me respondió: “¿Cómo? ¿Qué? Claro, mi don; eso está muy bien. Pero necesito
mi taza de té.” Entonces la hice seguir.
Habitualmente dejaba la puerta abierta en la más fría de todas las mañanas.
Un día, ya casi colmada la medida le dije: “¿Podría usted cerrar la puerta?”
Mrs Moon replicó: “¿Qué? Vea mi don, sus piernas son más jóvenes que las
mías. Cierre la puerta.” Y luego agregó: “¿Cómo? ¿Todavía está el fuego sin
encender? Hace mucho frío.” Casi me hizo sentir culpable por no haber prendido
la chimenea para ella. Luego, mientras encendía el fuego, se quedó alrededor
de mis movimientos, con su queja: “¿Se demorará mucho? ¿Tendré pronto lista mi
taza de té?”
Entre más le daba, más quería. Me sentaba a la mesa para comer un huevo y
ella se extendía sobre mí con su enorme y larga nariz. Como usaba un chal negro
por encima de su cabello blanco, parecía una verdadera bruja. Me vigilaba en
tanto que tomaba mi desayuno. Sus ojos seguían el movimiento de la cuchara
hacia el huevo y con los ojos iba desde la cuchara hasta cuando el huevo entraba
en mi boca.
Mrs Moon empezó a dar puntadas y amplios envites: “¡Cómo quisiera tener a
alguien que me hirviera un huevo!”
Entonces le sugerí: “Pero, usted puede poner un huevo a hervir, ¿no es
cierto?”
“Mi don, cuando usted se acerque a mi edad,” suspiró, “no sentirá nada de
chivitas ni de cabritos.” (Era uno de sus dichos favoritos que tenía algo que
ver con chivas y machos cabríos.) “No sentirá ni chivitas ni cabritos. Sería
lindo, mi don, si me pone a hervir un huevo en la mañana, cuando hace el suyo.
¿Lo hará, mi don, mientras hierve el suyo?”
En verdad me salía de la gracia por ella. Si movía mi silla a lo largo de
la mesa y acercaba mi plato y el huevo, entonces se iba derecho encima de mí
para observar cada bocado de huevo, pan y mantequilla que llevaba a mis labios.
Una mañana vi una pulga que saltó de su chal sobre nuestro mantel y luego
tuvimos una plaga de pulgas que atacó a los niños. Eso fue algo muy molesto y
desagradable, pues aunque siempre mantuvimos limpia nuestra casa, no era
posible hacer nada con la vieja. Los chinches y las pulgas vinieron con ella y
los niños tenían picaduras y ronchas por todas partes.
Una mañana, vi una secreción mucosa que colgaba en el extremo de su nariz.
Como un avión que arroja una bomba, pensé, va a ir derecho a mi huevo. Moví
con toda prisa mi alimento, pero ella lo siguió con la misma presteza. Estaba
desesperado y me dije: “¿Me toca soportar todo esto?” Mi auto-imagen de vecino
maravilloso desaparecía rápidamente.
Un día de aquellos que nunca se podrá olvidar, Mrs Moon entró con la rutina
habitual. Me empujó, interfirió con los niños, dejó la puerta abierta de par
en par y se instaló frente de la chimenea. Habíamos puesto una gran reja
alrededor del hogar para mantener apartados a los niños y ella acostumbraba a
pararse allí para calentarse. Nadie más podía sentir algo de calor porque ahí
estaba de pie, justo frente del fuego. La pobre alma quizá fue una mujer limpia
en sus días de juventud, pero ahora que era ya de edad, tenía dificultades con
sus funciones naturales. Así, según se paraba frente al fuego, no era
precisamente ‘Tardes de París’ el aroma que nos llegaba mientras nos sentábamos
a la mesa.
En este día particular, las acumulaciones totales de nuestros problemas con
ella me asaltaron, en tanto que Mrs Moon se mantenía una vez más sobre mí y
casi que en exclusiva sobre mí. De repente, algo en mi interior se fue, “¡Ya!”
Y toda mi gracia se escapó por la ventana.
“Eso es,” rugí. “¡No resisto más!” Salté de la mesa y la tomé por los brazos.
Cuando lo hice se agarró a la enorme reja de la chimenea. Decidido a expulsarla
de la casa, la arrastré junto con la reja hacia la puerta. Los niños comenzaron
a llorar a gritos y todo lo que había sobre la mesa, potes de jalea, leche,
platos, cubiertos, cayó sobre el piso con un enorme estruendo.
Mrs Moon todavía estaba asida a la reja del fuego cuando llegamos a la
puerta. Pensaba: “Aunque eso te mate, ¡te voy a echar fuera!” Por último, la
empujé a través del vestíbulo y como la reja también salió, le raspó las manos
y el brazo. Di un tremendo golpe y con un portazo se rompió la comunicación.
Ese fue el fin de Arthur gran corazón, el super-cristiano.
“Qué porquería soy,” gemí. “Qué fracaso tan grande soy. He procurado vivir
el Sermón del Monte. Traté de ir la segunda milla. Procuré poner la otra mejilla
y ser un buen prójimo y un buen vecino. Pero no puedo vivir el Sermón del
Monte. Hice un lío de todo.” Mientras cruzaba el comedor, vinieron a mi mente
las palabras de un himno: “Oh Intercesor, Amigo de pecadores, Redentor de la
tierra, ten piedad de mí.”
“Oh, Dios,” volví a gemir una vez más. “Qué fracaso tan grande soy.”
Aprendí que en verdad hay más de un Arthur. Está el hombre que pienso que
soy. El hombre que quiero que pienses que soy. Y el hombre que soy de verdad.
Dios había usado a aquella anciana dama para traerme a la realidad y destruir
la imagen que tuve de mí mismo como individuo de buena voluntad, amoroso,
Arthur gran corazón. Más o menos dos días después fui alrededor de la puerta
de Mrs Moon para pedirle que me perdonara e hicimos las paces.
Podemos estar de pie sólo por la gracia de Dios. Si me dejo llevar del
orgullo, una condición a la que Dios resiste siempre, Él retira su gracia que
es lo que me sostiene—¡y caigo! No puedo culpar a Dios por haber caído. Él no
me empujó al pecado, pero es quien me mantiene fuera del pecado. ¿Bajo cuáles
circunstancias no me guardará? Cuando robo a Dios su gloria y tomo el crédito
por lo que es la obra única, total y absoluta de su soberanía en mi carácter.
CAPÍTULO 7
EL APAGÓN

Algunas de las historias que cuento (sobre todo la siguiente) podrían ofender
a varios lectores. Mi esperanza consiste en que al exponer mis disparates y
las lecciones que he aprendido mediante los tratos de Dios, a muchos se les
puede evitar que caigan, mientras aprenden de mis errores. No es mi intención
revolver el barro o deleitarme con lo sórdido, sino que al descubrirme tal como
soy, puedo llegar a ser una bendición para los demás.
La Biblia declara que la verdad y la gracia vinieron por Jesucristo (Juan
1:17). Dios casó la verdad con la gracia. Muchos de los que se sientan en las
filas delanteras y piden gracia, se pueden encontrar en la fila trasera para
huir de la verdad. No saben que la verdad y la gracia forman una pareja y que
es imposible tener más gracia sin abrazar más verdad. Porque Dios graciosamente
me ha perdonado, eso no me hace mejor que cualquier otro hombre. Muchos creen
que entienden la gracia porque por la misericordia de Dios la han recibido,
pero si tampoco la ministran, demuestran que en verdad no la comprenden.
Como Dios nos bendijo y aumentó nuestra familia, formamos un grupo donde
había cinco niñas y cuatro niños. De alguna manera un grupo atrae a otro grupo
y siempre teníamos extras alrededor de la casa, amigos y compañeros de juegos.
Entre ellos hubo una niñita que apareció cuando tenía apenas cinco o seis años
de edad y vino a ser como parte de la familia. Yo acostumbraba a dedicarles
tiempo a los hijos, los cargaba ‘a caballito,’ jugábamos al escondite, y ella
compartía todo.
Los años pasaron y Marj, ocupada con el cuidado de tantos bebés, encontró
que esta niña en la medida en que crecía se hizo muy útil. Tomó voluntariamente
bajo su cuidado lavar los biberones, sacar los pañales sucios, ayudar con los
mandados, asear la cocina, encargarse de los pequeños, y muchas otras tareas
domésticas. Pasaron más años y llegó una navidad en que esta jovencita tenía
alrededor de doce primaveras. En el curso de las fiestas, la besé bajo la rama
de muérdago, y en mi orgullo (o en la imaginación) sentí que me lo agradecía.
Eso alimentó mis humos y engendró algo por lo que debo tomar toda la culpa. En
lugar de dar a Dios el crédito por lo que ella viera y admirara en mi persona,
lo tomé para mí solo. El engaño sutil en mi pensamiento consistió en creer que
la gente me quería por ser amable, en cambio de ver que la gracia de Dios en
mí me hacía ser amable.
Claro que era un hombre casado con familia y ella solamente una niña. Sin
embargo, se inició entre nosotros una aventurilla—pero sólo cuando mi esposa
estaba fuera de la casa. Las cosas que puedes hacer cuando estás en el curso
de un juego no las haces de verdad—en el juego se pueden extraviar las manos,
cosa que no se justifica en la verdad abierta. Puede ser un esfuerzo violento
o apenas excitante por un pañuelo, pero no es sino una máscara.
Usamos una etiqueta para los demás y otra etiqueta para nosotros mismos. Si
se trata de los rusos, decimos ‘espías,’ pero si es de nuestro país, decimos:
‘Agentes del Servicio Secreto.’ Si se trata de usted, naturalmente es
‘pornografía,’ pero si se trata de mí, no es más sino simple y pura ‘fotografía
artística.’ Si usted me corrige, digo: “¿Por qué no se mete en su negocio?”
Mas si yo lo corrijo, “Bueno, tan sólo trato de ayudar en alguna forma.” De
esta manera nos excusamos, en lugar de acusarnos. Si se tratara de algún otro,
lo llamaría “concupiscencia o lujuria.” Pero como se trata de mí, no era más
sino un “juego.”
La relación progresó hasta cuando la muchacha tenía cerca de 15 años. Estaba
encaprichada conmigo, cosa que yo alentaba, lo que era fácil de hacer, pues
siempre se mantenía en casa. Nunca llegué al punto de ser culpable legalmente
de abuso sexual con una menor de edad, pero sólo fue por la gracia de Dios.
Incluso así, anduve sobre hielo muy delgado.
Cuando tuvo 15 años, la mamá se acercó al pastor de nuestra iglesia donde
yo era uno de los dos pastores asociados. Se quejó que su hija no comía ni
dormía bien. Reconoció que la muchacha se encontraba obsesionada conmigo pero
echó toda la responsabilidad sobre mí. Esto me ofendió por dos motivos. El
primero porque no acudió directamente a confrontarme con la verdad (que es,
después de todo, el mejor modo de manejar todo problema). El segundo porque
fue a este pastor de cuya conducta escandalosa por sus amoríos todos conocíamos.
Marj y yo habíamos dedicado horas en la consejería de la infeliz esposa de este
hombre. Incluso hacía pocos días, la disuadimos de suicidarse, debido al lío
de faldas en que estaba metido su marido.
Cuando el pastor me buscó en la reunión, un arranque de auto-justicia surgió
en mi interior. Pensé. “Soy un lirio inmaculado en comparación contigo.” Ignoré
por completo mi conducta culpable, así como el hecho que necesitaba arrepentirme
de mi pecado y lavarme con la sangre de Cristo. Además, me era preciso poner
delante el fruto de mi arrepentimiento. Desde mi punto de vista, sólo se trataba
de un inocente devaneo con una escolar. Y, si me comparaba con él...nada que
ver. Así, pues, furioso, naturalmente lo juzgué.
Entonces salí de la reunión lleno de ira, mientras aseguraba a Grace, una
de mis pequeñas, en la parrilla de la bicicleta. Marj no había ido esa noche a
la iglesia, pues se quedó para cuidar a uno de los niños que estaba enfermo.
Inicié el recorrido de milla y media (2.4 km), hasta la casa, con una cólera
enorme y gran cantidad de juicios contra este pastor. Como consecuencia de los
días de la Segunda Guerra Mundial, no había iluminación en muchas calles y en
esa época todos los carros tenían capuchas sobre las luces por temor que los
bombarderos enemigos las vieran. Gran Bretaña sufrió mucho durante la guerra,
pues los aviones alemanes destruyeron con sus bombas casi un millón de
construcciones y viviendas en todo el país. Aunque estábamos en 1949, nos
encontrábamos en plena fase de reconstrucción. Así, el viaje de la iglesia a
la casa se hacía casi que en la oscuridad. Mi bicicleta tenía un pequeño
generador que al girar las ruedas servía para dar luz a una lamparita que
iluminaba el camino mientras hubiese movimiento. Pude ver más o menos bien
mientras llegué a la cima de la primera loma, pero todavía hervía con mis
juicios sobre el pastor.
Sabía que la sangre de Cristo me iba a limpiar de mis faltas si me humillaba
para reconocer la verdad. Aunque admití la verdad acerca de aquella niña, me
faltaba la verdad sobre el juicio que formé con respecto del pastor. Ardía
mientras bajaba la colina a eso de 30 millas (48 km) por hora. “¡Me hablas a
mí! ¡Soy un lirio inocente en comparación contigo!” De repente hubo un
estremecedor ruido chillón cuando la rueda trasera se pandeó y al torcerse
fuimos a parar en el fondo de una cuneta entre dos lomas. La luz del generador
desapareció y quedamos en un hoyo negro. Grace comenzó a gritar. No había
carros, ni un alma cerca. A ambos lados del camino no había sino árboles.
Estábamos completamente solos y Grace se quejaba a gritos. En la oscuridad no
podía ver nada ni tampoco me era posible mover la bicicleta. Deslicé la mano
hacia atrás, la puse bajo mi niña que lloraba y sentí algo húmedo y tibio que
goteaba. Supe lo que era. ¡Era la sangre de mi pequeña! ¡Su pierna quedó
atrapada entre la rueda retorcida! No sé cómo conseguí pasar mi propia pierna
por encima del manubrio y con todo el peso de mi cuerpo sobre la llanta torcida
recliné la bicicleta contra una pared en las sombras.
Allí, mientras Grace sollozaba y gritaba, en medio de las tinieblas,
frenéticamente procuré sacar las varillas de los radios que se incrustaron en
la pierna de mi niña y que parecía que iban hasta el hueso. Era una situación
imposible, mi pequeña que lloraba a gritos en el fondo de una cuneta oscura,
en esa colina, y como si fuera en el fondo de mi propia vida.
La presencia de Dios me dejó por completo mientras luchaba y clamaba: “Oh
Padre, no sé qué hacer.” Cada movimiento de los radios no hacía sino aumentar
el dolor de Grace que lloraba y sangraba profusamente. Por último me rendí.
Levanté en peso a mi niña, junto con la rueda dañada y empujé esa bicicleta
colina arriba en la negrura de la noche durante un período que me parecía como
una eternidad. Al fin llegamos a nuestra vivienda. Marj corrió afuera con una
linterna. Quitamos el cinturón de seguridad de la parrilla y no sé cómo pude
sacar los radios de la pierna de Grace. La entramos a la casa, la bañamos, la
vendamos y la llevamos a la cama. Nunca habíamos ido a un médico, pues siempre
buscamos al Señor para suplir nuestras necesidades, y en esta oportunidad
hicimos lo mismo. A Jesucristo encomendamos a Grace esa noche, la peor noche
de mi vida. Sus deditos salían a través de las barras de la cama, para buscar
los dedos de papá, mientras sollozaba y me unía a ella. Pasaron seis o siete
semanas antes de saber que nuestra pequeña podría caminar de nuevo, sin ningún
problema.
Todos nos expresaron su simpatía y su consideración y nos ofrecieron su
ayuda por este accidente. Pero no necesité hacer uso de esas manifestaciones.
Supe que Dios me había hablado esa noche. Tuve que hacer una división entre
dos temas, ya fuese porque Dios tratara conmigo por mi necedad al jugar con
los sentimientos de esa jovencita o porque había juzgado a mi hermano.
Finalmente vi que Dios tuvo misericordia, gracia y perdón para mi pecado,
pero no para mi orgullo. La Biblia no dice que Dios resista al pecador, sino
que Dios resiste a los soberbios (1 Pedro 5:5). Además, hizo provisión para
los pecadores: “Si confesamos a Dios nuestros pecados, podemos estar seguros
que ha de perdonarnos y limpiarnos de toda maldad, pues para eso murió Cristo”
(1 Juan 1:9 BAD). En efecto, unas líneas atrás el discípulo a quien Jesús amó,
pudo escribir: “...la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpiará de
todo pecado” (1 Juan 1:7 BAD). Supe eso. Pude comprobar en mí propio espíritu
el perdón de Dios para el pecado. Ahora bien, asimismo me fue posible
experimentar el otro principio—Dios resiste al orgulloso. El remedio para esa
condición es simple: “Humillémonos, pues, bajo la poderosa mano de Dios...” (1
Pedro 5:6 VP).
Dejaré esto para que el lector decida. Observe y estudie su vida y la vida
de los demás. Dios olvida por entero y borra las iniquidades pero no pasa así
con un pecado. La falta que no perdona es la imperdonabilidad. Es inútil tratar
de entrar a la presencia de Dios mientras mantenemos odio y amargura en nuestros
corazones contra algún hermano o alguna hermana. Él no nos recibirá y no
recibiremos nada de Él entonces, porque no hay perdón para la imperdonabilidad.
Hasta cuando perdonemos, como Jesús dijo: “Tampoco nuestro Padre celestial nos
perdonará.” Había fallado en este aspecto cuando un hermano a quien despreciaba,
me dio una palabra de Dios que desdeñé.
No rechazo las cartas porque el cartero tenga lodo en sus ropas. Quizá su
trabajo lo llevó a la intemperie, se mojó, se embarró, y no está limpio y
reluciente. Quizá no es tan pulido como me gustaría que fuese. Quizá se enredó
en alguna cerca y por eso su ropa está desgarrada. No rechazamos las cartas
porque el cartero esté sucio. Obviamente, hacemos una distinción entre el
mensaje y el mensajero. Sin embargo, en este caso, no la hice.
Por la gracia de Dios, se vio el fruto de mi arrepentimiento. También por
la gracia de Dios, en cierta forma pude resolver el capricho que esa jovencita
tuvo conmigo. Poco tiempo después, en un paseo a la playa, con toda intención
puse a esa niña al lado de un joven que me era muy simpático, y a quien siempre
había apreciado mucho. Se casaron hace muchos años y ahora tienen hijos ya
crecidos—el fin feliz de esta historia.
He aprendido que hay dos maneras de tratar con el orgullo. Puedo procurar
cubrirlo y controlarlo mientras aún lo alimento, o puedo hacerlo morir de
hambre. Tómese, por ejemplo, el caso de una mujer muy gruesa. El método de
enfrentar esa gordura en los días de la antigüedad, era el corsé que se apretaba
al máximo. La dama parecía mucho mejor de lo que en realidad era, porque el
corsé enfundó y apretó su carne. En la era victoriana, una criada empujaba con
su rodilla la espalda de su patrona mientras intentaba apretar fuertemente los
lazos del corsé. Así se daba la impresión de ser muy esbelta. En la actualidad
el corsé cedió ante la dieta. La mujer moderna cayó en la cuenta que es más
saludable eliminar la grasa que sobra, mediante la dieta, que enfundar la carne
en un corsé.
Al llevar esto al plano espiritual vemos el mismo principio en acción. Muchas
personas buscan encorsetar su vida carnal y ofrecerla como una realidad. Así
obra el orgullo—empuja la carne con suma firmeza y la hace aparecer mejor de
lo que en verdad es. La soberbia y el orgullo encorsetan la carne, no se libran
de ella. A la vida carnal la alimentan nuestras faltas, las rebeldías, y comer
lo que Dios ha prohibido estrictamente que se coma. La dieta de la salud
espiritual es por completo distinta. No comerás del árbol de la ciencia del
bien y del mal. En cambio, el hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca
de Dios. La palabra de Dios, trae y produce vida.
En el principio Dios prohibió al hombre comer del árbol de la ciencia del
bien y del mal. “16...De todo árbol del huerto podrás comer, 17mas del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17 RV). Si comes de este árbol, entonces
decides por ti mismo lo que es bueno y lo que es malo, y de tu conocimiento
crece tu orgullo. A partir de tu orgullo, juzgas. Juzgas porque ‘sabes’ lo que
es bueno y lo que es malo, pero si no sabes, no puedes juzgar. Ahora, en lugar
de tener a Dios, has venido a ser Dios, como el diablo predijo en el huerto:
“Ustedes serán como dioses al conocer el bien y el mal.” Al seguir con la
comida de ese árbol prohibido, el hombre alimenta su carne y produce la
abominable vida carnal que Dios aborrece y condena a muerte.
Entonces, ¿cuál es la respuesta? La única forma de tratar con la vida carnal
es por medio de un cambio en la dieta: “...no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo lo que sale de los labios del Señor” (Deuteronomio 8:3 VP). Si rehúsa
comer de ese árbol de muerte, y en cambio, vive por la Palabra de Dios que sale
de sus labios, el hombre puede andar con Dios. No tendrá que encorsetar su
orgullo carnal sino en verdad reconocerlo muerto. Como no sabe, no juzga por
lo que ven sus ojos o por lo que oyen sus oídos, sino por la palabra que sale,
entonces tendrá la dulce y bendita condición de andar en la Verdad que es
acepta delante de Dios.
Cuando nació nuestro séptimo bebé, Rachel, y como nuestros ingresos eran muy
bajos, la comadrona sugirió: “Ustedes pueden conseguir auxilios familiares,
por ejemplo, beneficios de maternidad.” Marj le contestó: “Oh, no. Arthur no
puede obtener esos beneficios porque nunca pagó impuestos.”
“Si los consigue o no, tiene la obligación de pagar los impuestos,” ella
dijo.
“Bueno,” concluí yo, “la Palabra de Dios dice: ‘Dar a Dios lo que es de Dios
y a César lo que es de César,’ entonces iré y les someteré ese asunto a ellos.”
Cuando fui a la oficina del gobierno, hicieron el cálculo de mis obligaciones
pasadas con ellos y me presentaron una cuenta enorme que ascendía a varios
centenares de libras. Les dije: “Ni aun tengo eso en chelines. Ni siquiera sé
si tengo esa cantidad en peniques.”
Me preguntaron: “¿Cómo que no?”
Entonces les expliqué: “Bueno, vivo por fe, es decir, no por fe en las
personas de Dios, sino por fe en el Dios de las personas. Dios puede usar a su
pueblo, pero no necesito darles a conocer mis necesidades a ellas. Dios
satisface mis necesidades y vivo por fe.”
El funcionario del gobierno dijo que no sabía acerca de ese negocio de la
fe. “Todos sabemos que usted debe pagar su obligación con la sociedad,”
insistió. “Si usted no hace lo suficiente como predicador a fin de pagar esta
deuda, entonces tendrá que ponerse a conseguir un trabajo.”
“Muy bien,” aseguré, “Dios me dio dos manos. No temo trabajar. Conseguiré
un empleo.” Y así lo hice.
Solicité un puesto en una firma de Nottingham para vender cocinas de gas.
Necesité dos semanas desalentadoras de viajes interminables calle arriba y
calle abajo antes de colocar la primera. Cuando la señora dijo: “Sí,” sentí
que la debería abrazar, pero no lo hice, afortunadamente. Después de esta
primera, se evaporó el desaliento y comencé a vender más que cualquier otro
hombre del equipo de vendedores. No había duda, era la bendición de Dios.
El gerente me llamó ‘el vendedor que golpea con la Biblia.’ Era tan ingenuo
(“verde”) que al principio no vi lo que este pícaro hizo conmigo. Cada semana
me ensalzaba y me elogiaba, pero también cada semana abría el sobre de mi paga
antes que yo lo recibiera. Pasaron semanas sin caer en la cuenta y descubrir
que mientras me hablaba, en realidad robaba algo del dinero de mi salario.
Finalmente, hice una gran venta a un cliente que quería comprar 250 cocinas.
Estaba muy emocionado, pobre tonto de mí. Fui a la gerencia y le dije al hombre:
“¿Cómo le parece? Esta mañana conseguí un pedido de 250 cocinas.”
“Oh, fabuloso,” exclamó. “Pero eso es demasiado grande para que usted lo
maneje. Deje que me haga cargo por usted.” Como es algo natural, toda la
comisión fue para él, sin que me participara nada.
Aunque esa jugada me mortificó mucho, en realidad me hizo despertar. La
discutí con otro compañero del equipo quien me confió que iba a dejar la firma
para irse a trabajar con su hermano. “Mi hermano comienza la semana que viene
con ollas de presión. ¿Quiere estar con nosotros?”
Me fui con él y me uní a un equipo de seis vendedores de ollas en Nottingham.
Decía la misma historia arriba y abajo a las puertas de todas las casas: “Bueno,
mi querida señora, usted comprende que cada vez que levanta la tapa en una olla
ordinaria, se pierde la presión. Las vitaminas se escapan en el vapor y
decoloran sus paredes en lugar de fortalecer su organismo y, claro está, el de
su familia. Usted necesita una olla de presión. Una vez que la instala, mantiene
toda la bondad en...” Luego venía el puntillazo: “Le haré una demostración y
voy a preparar sus alimentos, papas, vegetales, carne, etc.” Siempre lo hacía
y con esas demostraciones, nueve veces de cada diez, me compraban la olla.
Me comencé a cansar del viaje de ida y vuelta a Nottingham, todos los días
17 millas (27.2 km) en la mañana y otras 17 en la tarde. Pensé: “Esto es
estúpido. ¿Por qué tengo que viajar 34 millas (54.4 km) a mañana y tarde para
andar arriba y abajo por las calles de Nottingham? Más bien me dedicaré a andar
por las calles del área de mi hogar en Mansfield.”
Cuando hablé con Jim, el patrón, me dijo: “No me importa lo que hagas, con
tal que vendas.”
Después de cierto tiempo, Dios me había bendecido tanto con las ventas que
mi patrón me buscó para decirme: “¿Sabes que tengo un equipo de seis hombres
en Nottingham que no venden lo que tú vendes?”
“Eso se debe a la gracia de Dios,” le expliqué.
“No tengo ganas de saber cómo lo llames,” replicó Jim. “Me interesan los
resultados. Te quiero preguntar esto: ‘Si suspendo mi equipo de seis hombres,
¿te pondrías a negociar por tu cuenta?’ Te puedo dar toda mi bodega. Serías mi
único agente y sé que puedo confiar en ti.”
Así lo hice. Me metí en el negocio y saturé toda el área con ollas de
presión. Luego me dediqué a vender otras mercancías, frazadas, alfombras,
sábanas, relojes de pulsera y relojes de pared, e incluso anillos de boda a
plazos, para pagar cinco chelines semanales. Organicé mi propio sistema de
crédito, pues ofrecía artículos con una libra de cuota inicial y el pago de
una libra cada mes.
Entre más tenía que ver con el dinero de la gente, más tenía que ver con sus
vidas. Fui como una especie de Papá Noel por toda el área y con frecuencia
llegaban a solicitarme dinero en préstamo. A veces yo les compraba cosas que
tenían en venta. Las compraba aquí de A y las vendía en otro pueblo a B.
Aunque tuve una clientela muy difícil, hacía todo lo que estaba a mi alcance
para ayudar a las personas. Así como ministraba en las reuniones de la noche,
ahora ministraba entre mis clientes. Con mucha frecuencia tenía que mostrarles
gracia, cuando se atrasaban en sus pagos, mas supe que también esto era parte
de mi ministerio. Dios me dio favor con todos ellos—tal como mi buen amigo y
yerno Bob Vasey, que tiene una lavandería pequeña. Al ministrar a sus clientes,
Bob hace mucho más que lavar sus ropas. Yo hacía lo mismo, al saber que el
Padre me había puesto en ese negocio para los negocios de su Hijo.
En una casa a la que visitaba, vivían varias personas que habían estado
dentro y fuera de la cárcel en diversas ocasiones. Uno de los hijos me decía
en una de mis visitas que su cena venía de lo alto, pues se refería a que en
una pelea de borrachos arrojó el plato con su comida al techo, donde permanecía
adherido. Nunca se molestaban en limpiar toda la suciedad. Siempre que iba a
esa casa los encontraba dedicados al juego con grandes juramentos. “Modera tu
lengua,” se corregían entre sí, “Mr. Burt es un hombre de iglesia.”
Les hablaba acerca del Señor y me oían. Para ellos fui más que un predicador,
pues Dios me hizo ser su amigo en tiempos de necesidad. Les cortaba el cabello,
les visitaba en la cárcel, procuraba resolver sus problemas y mediar en sus
discusiones. A veces tuve la impresión que me tocaba abrir algo así como una
prendería. Casi que pude haber hecho instalar las tres bolas de bronce
tradicionales que en nuestro país señalan una casa de empeños, sobre la entrada
de nuestra vivienda.
El hombre que vivía frente a nosotros, al otro lado de la calle, Ron Griffis,
con frecuencia venía a la casa o enviaba a uno de sus chiquillos, siempre para
prestar algo, desde una taza de azúcar hasta mi carretilla.
“Mr. Burt, ¿le sobra una botella de leche para prestarnos? ¿Me puede prestar
un destornillador? Mr. Burt, ¿tiene un martillo que me preste?”
Le facilitaba lo que necesitaba cuando lo pedía, pero al final llegué a un
punto en que mi gracia se agotó. Le dije a Ron con aspereza: “¡Vea! Cada vez
que quiero usar una de mis herramientas tengo que pedirle a usted que me la
devuelva—¡mi carretilla, mi azada, mi pala, mi destornillador, mi sierra! No
me importa prestárselas, pero por lo menos regréselas a mis manos. Ahora,
¿dónde está mi azada?”
“Bueno, envié a David con ella,” Ron contestó. Le repliqué: “¿Cuántos años
tiene ese niño? Ni siquiera cinco, ¿verdad? La azada no aparece. No la tengo
en casa, ni usted tampoco la tiene.”
Ron dijo que lo sentía. “Bueno, más lo siento yo. Ahora hemos perdido mi
azada.” Para bien o para mal, quise terminar con esta cuestión de los préstamos
a toda hora. “Oiga,” le dije. “Usted y yo vamos a ser buenos amigos si nos
mantenemos cada uno en nuestro lado de la calle.”
Esto duró una temporada muy corta y luego, poco a poco, volvimos de nuevo a
lo mismo de antes. Me reblandecí y le presté otra vez mis herramientas con esta
condición: “Regrésela cuando termine.”
Por esta época compré una carretilla nueva. Ron cruzó la calle y me preguntó:
“¿Tiene una carretilla nueva, Mr Burt?”
“Sí,” respondí. “Pero, ni siquiera la piense, amigo.” Le di la carretilla
vieja pero no pasó mucho tiempo antes que cayera sobre la nueva. Atravesé la
calle para recuperarla y ahí estaba en su huerta, llena de agua y con las
primeras señales de comenzar a oxidarse. Esto me hizo explotar. “Mire, hemos
vuelto a repetir la historia. Le presto mis cosas y...”
Todos los jueves llegaba a pedirme que le prestara cinco chelines a fin de
tomar el bus para ir al trabajo el viernes, cuando recibía su paga y así
sucesivamente. Esto se convirtió en una práctica regular. Si por casualidad yo
estaba fuera y no le podía prestar el dinero del jueves, manifestaba su disgusto
por medio de quejas: “Usted salió y no pude conseguir prestados los cinco
chelines...” como si tuviera algún derecho al respecto. Tuve otra explosión.
El ciclo siguió una y otra vez, una y otra vez.
Hubo un período en el que cada uno guardó su propio lado de la calle y en
esos días tuve un problema mecánico con mi camioncito Hillman. Procuraba
arreglarlo cuando Ron apareció a mi lado.
“¿Problemas, Mr Burt?”
Pensé: “¡Oh, no! Simplemente lo volveré pedacitos por el placer de
divertirme.” Pero, en cambio, dije: “Algo no anda bien.”
“Le voy a decir algo, Mr Burt. Usted necesita tres manos y solamente tiene
dos,” observó.
Le pregunté: “¿Cómo? ¿Qué quiere decir?”
“Páseme ese destornillador,” dijo. “Ahora, sostenga eso. Entre y déle
arranque.”
Le di arranque y prendió, aunque casi querría que no lo hubiese hecho.
Aprendí el principio que todos estamos interconectados en el Cuerpo de Cristo.
Dios puede conectarnos con el miembro más desagradable, como Ron casi
ciertamente lo era en mi afecto, pero habría preferido pensar: “No lo necesito.”
Una mañana llevé a la familia a la playa para salir del pueblo. Había
trabajado en mi huerta, con un cultivo de unos cuantos tomates. Era como muchos
otros hombres que tienen tomates en un pedacito de invernadero—algo así como
una enfermería en una clínica donde cuidan muchos bebés. Todos los días los
observaba crecer, los regaba, los limpiaba, y los abonaba.
Cuando regresamos de nuestra salida a la playa, encontré abierta la entrada
de mi huerta y allí estaban tres de los niños de Ron.
Les grité: “¿Qué hacen ustedes aquí? ¡Váyanse! ¡Fuera! No tienen nada que
venir a hacer mientras no estamos en la casa.”
“No hemos hecho nada, Mr Burt,” me aseguraron. “Simplemente hemos puesto sus
manzanas en los escalones de su puerta.”
“¿Cuáles manzanas?” Pensé. “No tengo manzanas.” En una carrera me fui a la
entrada y allí estaban mis tomates, todos en fila, como soldados. Exploté:
“¡Lárguense de aquí! ¡Fuera! ¡No los quiero ver de nuevo jamás en mi casa!” Le
aullé a Ron: “¿Por qué no puede mantener a sus niños en su lado de la calle?”
De esta manera nos volvimos a dividir.
Luego tuvimos un invierno horroroso con tremendas nevadas. Se nos acabó el
carbón y la nieve era tan alta que incluso si hubiésemos tenido todo el dinero
del mundo, dudo que podríamos haber conseguido que el carbonero nos trajera
carbón hasta nuestra casa. En el área teníamos amigos que nos podrían facilitar
algo de carbón, pero nos aislaba la nieve. Desesperadamente comencé a deshacer
tablas y muebles viejos para conservar encendido el fuego.
El único contacto con el mundo exterior era Ron, nuestro vecino del otro
lado de la calle. Pasó y preguntó: “Mr Burt, ¿todos ustedes están bien? ¿Tienen
suficiente carbón?” Era inútil decir una mentira. “No,” reconocí, “se nos
acabó.” Ron agregó: “No me gustaría saber que ustedes no tienen fuego.” Era de
esos mineros a quienes les asignaban una tonelada de carbón al mes, como parte
de su salario, y el sitio donde lo almacenaba siempre estaba repleto. “Si
necesita carbón, déjemelo saber.” Admití: “En efecto, podría necesitar algo.”
Con una gran sonrisa y con ojos resplandecientes, Ron puso el carbón sobre un
trineo. “Usted sabe, somos buenos vecinos Mr Burt. Buenos vecinos. ¿Podría
prestarme cinco chelines hasta el viernes?” Así comenzamos otra vez con los
préstamos. Me vi obligado a aceptar que Dios me había conectado con ese hombre.
Diane, una de las niñas menores de Ron, acostumbraba a correr hacia mí cuando
iba a hacer mis rondas y me decía: “Mr Burt, ¿me puede dar una vuelta?” A veces
la llevaba hasta el fin de la calle, pero ese día estaba atrasado y le dije:
“Dianita, lo siento. No te puedo dar la vuelta hoy.” Entonces suplicó: “Oh,
por favor, Mr Burt, apenas una vuelta pequeña.” Le contesté: “Muy bien, te
llevaré sólo hasta el segundo poste. Estoy de afán y no te puedo llevar más
lejos.”
Después de terminar mi trabajo, me dirigí a la casa. Inmediatamente, Jack,
un inquilino que vivía con la familia de Ron, llegó en carrera, atravesó la
calle y me llamó: “¡Mr Burt! ¡Mr Burt!” Noté un carro de la policía fuera de
la casa de Ron y le pregunté. “¿Qué pasa?” Me contestó Jack: “Es Diane. Ron y
su esposa salieron para visitar a la madre y dejaron los niños conmigo. La niña
bajó hasta el fin de la calle. Tenía un frasco de mermelada vacío, pues iba
hasta la laguna a buscar renacuajos. Mientras cruzaba la calle, la atropelló
un bus. ¡Está muerta!”
Fue un accidente espantoso. La niña quedó entre la rueda y el guardabarros
y su cuerpecito se destrozó. El médico recobró una pierna al lado de la vía y
tuvieron que mover el bus con una grúa para sacar los restos del cuerpo de
Diane. El pobre conductor del bus debió ser llevado al hospital en estado de
choque. Conduje a Jack hasta donde estaban los padres de Diane que quedaron
deshechos con la noticia de la muerte de su pequeña. Olvidamos todas nuestras
diferencias; puse mis brazos alrededor de ellos y lloramos juntos. Todo el
incidente no tuvo que haber sucedido. Se suponía que los niños iban a la escuela
ese día, pero después que Ron y su señora salieron, Jack no se molestó en
enviarlos a estudiar. Fue trágico. A todos se nos rompió el corazón. Hice todo
lo que pude para demostrarles el amor de Dios y ayudarlos en su pena. Poco
después de esa desventura, los Griffis se mudaron de residencia y perdimos
contacto con ellos.

En 1958 Dios me habló y me dijo por primera vez “andar la tierra” con el
evangelio. Más o menos por el mismo tiempo, las reuniones comenzaron a perder
su vitalidad.
Acostumbraba a maravillarme y a preguntarme dónde nacía el decaimiento
espiritual y ahora lo sé—en un determinado instante ocurre la madurez y casi
de inmediato viene la podredumbre. Cuando el fruto está cuidadosamente maduro,
deja el árbol. Ese momento de separación significa el fin de la savia, el fin
de la vida. Ahora la sonrosada manzana está lista para cumplir el propósito de
Dios. En el proceso de ser consumida, pierde su identidad, va al cuerpo donde
lo refresca, lo fortalece y se hace parte de él. A esto se refirió Jesús cuando
dijo que deberíamos llevar fruto y que por nuestro fruto se nos debería conocer.
El propósito último y definitivo del ministerio en el pueblo de Dios no puede
ser otro sino la pérdida absoluta de la identidad. El fruto maduro desaparece
y se asimila en el cuerpo, pero si no es comido, se pudre.
En este avivamiento que hemos experimentado, fuimos completamente
egocéntricos. Fuimos el pueblo que Dios alistaba. Más monásticos que los monjes
porque éramos “especiales,” no nos juntamos ni nos mezclamos con los demás. No
existía ningún otro y a nadie se le consideraba digno de relacionarse con
nosotros. El concepto de ser especiales creció con los años.
Fue un proceso sutil tan lento como lo fue nuestra actitud acerca de la
visitación extraordinaria, que comenzó a producir algo de podredumbre en
nosotros. Éramos EL pueblo y la sabiduría iba a morir con nosotros. Fuimos la
lluvia tardía. Dios nos había visitado. Como ellos no nos entendieron, se
quedaron por fuera y por eso nos separamos de otros grupos cristianos.
Después de todas las maravillosas bendiciones que habíamos recibido, nuestra
atención se apartó del Señor y se centró en nosotros mismos. De modo gradual
el pueblo vino a depender cada vez más, ya no de la voz de Dios que emite una
palabra viva que sale de sus labios, sino de la voz de un hombre—el líder de
nuestra iglesia. De manera casi imperceptible, nos apartamos de los propósitos
de Dios para que oyéramos y siguiéramos su voz. Se debe recordar que el Señor
Jesús había dicho: “Mis ovejas oyen mi voz...” (Juan 10:27 RV). Nunca dijo:
“Mis pastores oyen mi voz.”
Principié a darme cuenta que si continuaba con este grupo, participaría del
decaimiento que se infiltraba en medio de todas las capas del pueblo de Dios,
y que tendría que renunciar a mi derecho de primogenitura a fin de oir la voz
de Dios para mí mismo. Como siempre, sucedió lo obvio. Llegó el tiempo en que
debía separarme o perder lo que recibí de Dios. Aunque había estado allí por
muchos años, Dios me habló y me ordenó salir e irme.
Tan pronto como definí una posición contra la esclavitud que se establecía,
entré en conflicto con el hermano que tenía a su cargo las reuniones. Me
persuadió para que no me fuera sino que me sometiese, lo que hice durante otro
año.
En el curso de esos meses percibí la presión del Espíritu Santo y oí la voz
de Dios que me hablaba como lo había hecho en la antigüedad: “¿Hasta cuándo
vas a ser negligente para ir a poseer la tierra que Dios te ha dado?” (Josué
18:3. Versión personal).
Después de 12 meses, cuando tomé mi decisión y dije que me iba, el líder de
la iglesia declaró que había dejado a Dios y vendido mi primogenitura. Mi hijo
mayor estuvo de acuerdo con él y me dejó casi por 25 años. Gracias al soborno—
dinero y ropas finas que le dieron, convencieron a mi pequeña de 12 años para
que se apartara de mí. Incluso Marj se apartó del compañerismo conmigo por dos
años. Todas las noches iba a las reuniones, y como una drogadicta recibía su
dosis que la inmunizaba en mi contra. Los hermanos la habían convencido que si
iba a seguir el camino de Arthur, terminaría en el sequedal del desierto—como
consecuencia de seguir a su esposo antes que a Dios.
Después de mi partida, la servidumbre entre las personas vino a ser tan
extrema que aun consultaban con el líder si estaría dentro del orden divino
comprar un sobretodo nuevo. Esta gente perdió la libertad en el Espíritu y el
derecho que cada creyente tiene de oir y seguir la voz de Dios.
Marj sostuvo esta batalla durante dos años terribles, desgarrada entre la
lealtad a su esposo y todo lo que los ancianos le habían enseñado. Como se
colapsaba, y no era capaz de seguir en la lucha, se fue y se unió a mí. Fue un
tiempo traumático de escudriñar el corazón en medio del dolor. Incluso hubo
una sugerencia entre aquellos que se quedaron, que yo podría caer muerto. Nunca
supe si lo decían en sentido figurado, o espiritualmente o en ambos. Esto hizo
que me mantuviera con temor y temblor, siempre vigilante de mi vida en todos
sus aspectos.
CAPÍTULO 8
“LAS REUNIONES DE LA GLORIA”

A medida que pasaban los meses, hice relaciones nuevas con algunos hermanos
en Mansfield que llenos de gracia se levantaron conmigo y me ayudaron en
aquellos tiempos tan difíciles. Agradezco a Dios por hermanos como Alf Hardy y
Jack Hardy, que ahora está en el cielo, y Ken Hartley. Eran hombres amorosos
de gran sensibilidad y, de la misma manera fueron muy prácticos en la expresión
de su amor hacia mí y mi gran familia.
Nuestra familia había crecido con los años. Peter nació en 1941; Miriam lo
siguió en 1943; luego Joseph en 1945. Pamela apareció en 1946, Grace llegó en
1948 y Stephen menos de dos años más tarde. En la primavera de 1951, Marj me
obsequió con Rachel y luego de un intervalo de cuatro años dio a luz a nuestra
última hija, Beryl. Después, en 1958, nació el “cuba” de todos nuestros hijos,
Andrew. El hogar estaba lleno de vida.
Me volví a relacionar con un hermano cuyas huellas había perdido 25 años
antes. Durante este período Dios bendijo a Henry en sus negocios y ahora tenía
cuatro o cinco tiendas en Newark. En una temporada navideña anunció una gran
fiesta de Navidad en su almacén. Todos los pequeños de Newark estaban
emocionados porque Santa Claus iba a venir para distribuirles juguetes. Ese
día Henry orgullosamente observaba la clamorosa muchedumbre que respondía a su
publicidad. Mientras lo hacía, Dios lo tocó con estas palabras: “Dije de mi
Hijo que si fuera levantado, atraería a todos los hombres a Él, pero levantaste
a Santa Claus y has atraído a toda la gente hacia ti.”
Henry, quebrantado y contrito, se fue a su casa y entró a una piecita debajo
de las escaleras. Allí lloró una semana ante el Señor y salió con la unción de
Dios sobre él. Aunque no era un predicador elocuente, el ministerio de Henry
fue muy efectivo. Sin embargo, siempre tenía problemas.
Cuando un individuo se ahoga, el primer trabajo de quien lo rescata consiste
en sacarlo del agua y el segundo es sacar el agua del hombre. La respiración
artificial se diseñó para hacer desde el exterior, lo que los pulmones deben
hacer desde el interior. Esto tiene una contraparte espiritual. Si se ve a una
gente en pecado y esclavitud, la primera labor es sacar a esa persona de la
servidumbre y la que sigue es sacarle la esclavitud a la persona. Este era el
ministerio de Henry.
Que era hombre de empresa muy activo. También fue siempre inconforme y nunca
hizo lo que creí que debería hacer. Con su acordeón suspendido del cuello era
impredecible en las reuniones cuando se dejaba guiar por el Espíritu Santo.
Como el rescatador que administra respiración artificial, Henry orientaba,
consolaba, exhortaba a quienes medio ahogados en la tradición, la incredulidad
o el orgullo, fallaban en responder a las señales del Espíritu.
Muchas veces en las reuniones hacía un llamamiento: “Aquella hermana allí—
no, no mires para atrás—eres tú, con el sombrero verde. Ven. Si no vienes iré
y te haré subir.” Y lo hacía. La pobre mujer pasaba temblorosa al frente, y
allí había manos amables, listas para levantarla a la tarima. “Oh, cómo me
gusta ese sombrero. Sale con el abrigo,” sonreía él. “Vamos, hermanos. Salúdenla
con un aplauso.”
Acostumbraba a quejarme en silencio: “¿Qué es todo esto? ¿Una cantidad de
personas que aplaude porque el sombrero de una mujer va bien con su abrigo?
¿Dónde me he metido?” Consideraba las reuniones de Henry sin profundidad,
vacías, irreverentes y sin espiritualidad, sobre todo cuando los asistentes
encadenaban sus brazos como en una fiesta.
Veía que las personas marchaban arriba y abajo, abajo y arriba, mientras
cantaban y entonaban coros. No hice sino criticar todo en las reuniones de
Henry, y mi actitud producía un iceberg de soberbia y orgullo que entraba hasta
lo más íntimo de todo mi ser. Una noche tuvo lugar una ‘marcha de Jericó’
alrededor de la sala y, de pronto, el Señor me habló: “Detén tus juicios.
Comienza a marchar y entonces tu helado corazón se derretirá.”
Respondí con sarcasmo y burla: “¿Yo? ¿Unirme a esa banda de locos?” Todos
cantaban y alababan con gritos, pero desde mi actitud de superioridad me
parecían como chiquillos de primaria. Simplemente los despreciaba. Ni aun me
gustó el nombre de esas reuniones. Henry las llamaba “Reuniones de la Gloria
de Henry,” y supe que eso no estaba bien. La gloria es de Dios, no de Henry.
Juzgué y siempre que juzgo, Dios trata conmigo. Sin embargo, Dios me mostró
que si bien ese grupo de cristianos carecía de madurez, Él tuvo gracia y
misericordia para su inmadurez. Y que no las tenía para mi soberbia, aunque
creí que sabía mucho más y que era mejor que todos ellos.
Cuando por último entré en la señal del Señor, me puse en fila con la gente
que cantaba y marchaba por el salón. Antes de ese instante nunca toqué una
pandereta o aplaudí al compás de la música. Como un trozo de hielo que cae en
agua hirviente, algo dentro de mí comenzó a fundirse. En esas reuniones
principié a experimentar el aliento de Dios que me bendijo tan pronto detuve
mi juicio acerca de las personas y me uní a ellas.
Muchos años después me asocié con Henry, que dio la bienvenida a mi
ministerio en sus reuniones de gloria por toda Inglaterra. Aprecié que Henry
podía dejar a las personas libres aunque no supo cómo ministrarles para que
mantuvieran esa libertad. Era algo como abrir un agujero en la tina y no poner
el tapón. Mientras viva estaré agradecido por el día en que conocí a este
hermano, si bien no siempre estuve de acuerdo con él en todo.
Un día en 1960 Henry vino a mí con un mensaje: “Hay un hermano de nombre
Archie Friday allá en Paddock Wood en Kent,” dijo “a quien le gustaría que
fueras para servirle de copastor en la iglesia.”
Fui hasta Kent para conocer a Archie, sin saber que sería parte de mi vida
por los siguientes veinte años. Era un hombre de negocios que tenía dos o tres
talleres de mecánica para el arreglo de automóviles y que también fundó y
financiaba la iglesia en Paddock Wood.
“Es apenas una congregación pequeña,” explicó Archie, “y no habrá ingresos
suficientes para ti y tu familia tan numerosa. Si quieres trabajar, te puedo
encontrar algún trabajo.”
“El Señor me ha dado dos manos,” respondí, “y por la gracia de Dios, no le
tengo miedo a trabajar.”
Los hermanos Hardy prometieron tomar una ofrenda que me ayudaría en el
traslado cuando estuviera listo y por eso estuve muy agradecido. Vinieron
semana tras semana a preguntarme: “¿Cuándo te mueves?”
No les podía decir muy bien que esperaba que ellos levantaran la ofrenda
antes de poder decirles que me iba, pero ese era el punto. No tenía nada de
dinero para la salida. Mi tía Ada, que tenía ochenta y ocho años en esa época,
me habló acerca de esto: “Entiendo que aceptaste una invitación para ser el
copastor de una obra en alguna parte del sur.”
“Sí, señora,” le dije.
Me preguntó: “Bueno, ¿y por qué no te has ido?”
Le expliqué: “Porque no tengo el dinero.”
“Bien, te diré algo,” replicó. “Contribuiré con 10 libras. He ahorrado esas
10 libras para mi funeral, pero, aquí entre tú y yo, cuando me haya ido a estar
con Jesús, no me importa lo que hagan con mi cuerpo.”
Ahora parece tan patético hablar sobre esa suma pequeña de dinero. Fui a la
agencia de viajes que los de la mudanza nos escogieron y pregunté cuánto
costaría. Me dijeron 44 libras que era una suma enorme para esa década de 1960.
Entonces averigüé en la estación del ferrocarril donde el agente me dijo:
“Pondremos un contenedor en su puerta. Lo empaca, lo llena y luego usted será
el responsable de desempacarlo en el punto de llegada. Le cobraremos 19 libras.”
Con las 10 libras de la tía Ada para la cuota inicial, ordené el contenedor
y prometí pagar el resto en el otro extremo. No lo tenía pero creí que Dios lo
iba a enviar.
En compañía de dos de mis muchachos, Joseph y Steve, con el recurso de pedir
un aventón a los automovilistas, emprendí el camino a Kent, donde una excelente
dama nos abrió su casa. “Su familia puede quedarse aquí un mes,” nos ofreció.
Así, pues, teníamos un sitio de aterrizaje por 30 días.
Regresamos a las Midlands los muchachos y yo con el mismo sistema de la ida,
y comenzamos a llenar nuestro camioncito tanto como lo podíamos cargar para
nuestras necesidades inmediatas. El contenedor con todos nuestros muebles ya
había salido para Kent.
Mientras nos alistábamos para partir, uno de los hermanos Hardy me habló:
“Hermano Burt, el Señor me ha dicho que pague su arriendo por ocho semanas. Si
algo no sale bien en Kent y debe volver, puede regresar aquí.” Agradecí de
corazón, porque mi madre y mi tía Ada aún ocupaban la casa.
Al mudarnos a Kent habíamos establecido una cabeza de puente. En la invasión
a Normandía las tropas aliadas cruzaron el Canal y pusieron una cabeza de
puente en la costa normanda, antes de lanzar la verdadera ofensiva contra el
poder del ejército alemán. En miniatura, nuestra llegada a esos cuarteles
temporales fue algo por el estilo. Virtualmente sin dinero moví mis cosas pues
creí que Dios completaría el valor del transporte. Con la familia llegué a
Kent, justo a tiempo para una reunión. Había puesto los últimos diez chelines
en el tanque de gasolina del camioncito. No teníamos más dinero ni tampoco
comida. Contábamos con el alojamiento en la casa de una hermana, pero ella no
podía suplir todas nuestras necesidades.
Llegamos a Herne Bay y nos unimos a la reunión precisamente antes de la
pausa para el té. Varios a quienes conocía me saludaron calurosamente, “Hola,
Tío Arthur.” Cuando algunos se acercaron para charlar, noté que una señora
pequeñita escuchaba en el exterior del grupo. Todos ignoraban mi estado—que no
tenía ni un centavo ni tampoco comida. Tan sólo sabían que Tío Arthur de las
Midlands iba a vivir en el sur y hablaban con mucha emoción de mi traslado.
Luego percibí que la señora pequeñita se me aproximó. De repente, con la rapidez
de una flecha se adelantó, puso algo en mi mano y con igual velocidad
desapareció entre los circunstantes. Abrí la mano y encontré un billete de
cinco libras. Miré el reloj. Faltaban quince minutos para las seis. Como sabía
que todas las tiendas cerraban a las 6:00, me moví mucho más rápido de lo que
me había movido en mi vida.
Hice una compra para cambiar el billete y repartí a la familia en diferentes
direcciones a fin de comprar alimentos: Leche, pan, mantequilla, cereales,
queso, mermeladas. Estábamos super agradecidos de recibir la provisión del
Señor en el último minuto y también por lo mucho que pudimos comprar con ese
dinero. Ese fue nuestro tiempo más difícil en Kent.
Después de un mes nos mudamos a una casa móvil en Hill Top Farm, hermoso
distrito rural, lleno de manzanos y ciruelos. Ya habíamos matriculado a los
niños en la escuela de Maidstone, a unas pocas millas, y cada día los llevábamos
a la estación del tren para enviarlos a sus clases. Todos estaban felices,
excepto Beryl, que a veces lloraba. Le secaba las lágrimas, la consolaba, la
estimulaba, hasta que al fin se acostumbró a la nueva casa.
Poco después de habernos instalado en Paddock Wood encontré a un hermano en
las reuniones a quien no le interesaba mi ministerio. “Sin duda,” el Hermano
Brown se mofó de mí con mucho sarcasmo, “Dios envió un profeta en medio de
nosotros.” En una reunión abiertamente se acercó y me dijo en forma agresiva:
“Todo lo que usted hace es amontonar barro sobre mi cabeza.”
“Hermano, está bien,” razoné con él. “¿Usted apenas viene y oye el mensaje
para otros? ¿Me acusa de ofenderlo?”
“Sí, es cierto; lo acuso,” admitió con amargura.
“Hermano,” le dije, “Dios dice ora por el que te ultraja y persigue” (Mateo
5:44).
Me satisfizo haber tratado con él de manera efectiva hasta algunos días más
tarde. Fui el fin de semana a Blyth en Northumberland donde ministré con base
en “14...yo la atraeré y la llevaré al desierto...15...y allí cantará como en
los tiempos de su juventud...” (Oseas 2:14-15 RV). Dios me habló a través de
las palabras de mi mismo sermón.
“Conseguiste tu propio desierto,” me reprendió, “y necesitas tratar con el
Hermano Brown, hombre que está resentido contigo. En forma muy nítida y por
demás astuta lo despreciaste al decirle que orara por aquellos que lo ofenden,
lo escarnecen y lo desacreditan. Tienes que ganarlo para mi Hijo. Si se ha
convertido en enemigo tuyo, tu negocio es destruirlo como enemigo y la única
forma en que puedes hacer eso consiste en amarlo hasta la muerte.”
Regresé a casa con la certeza que debía enfrentar esta situación, pero antes
de lograr una oportunidad y haber hecho algo, este hermano tuvo un terrible
accidente. Usaba el equipo de soldadura en un cárcamo bajo un carro cuando una
chispa del soplete de soldar cayó sobre unos trapos llenos de aceite y quedó
atrapado bajo el carro en el cárcamo incendiado. Incluso las personas que lo
arrastraron para sacarlo de ese infierno, resultaron quemadas severamente.
Cuando fui a visitarlo al hospital, su aspecto me produjo una espantosa
conmoción. Las llamas consumieron toda la cara, nariz y oídos. Los ojos eran
dos agujeros en la costra saturada de pus del rostro.
“Oh, Señor,” oré. “¿Cómo voy a ministrar a mi hermano?” Pude percibir la
cólera sorda e impotente en un hombre que, sin saber los motivos, ni aceptó ni
agradecía mi visita o nada de lo que procuraba hacer por él. Llevé a Eunice,
la esposa, al hospital y le ofrecí hacer todo lo que pudiera para ayudar. Sabía
que el Hermano Brown me guardaba resentimiento pero no entendía el porqué.
Quizá tenía celos de mí, quizá sentía que él debería haber sido el pastor de
la iglesia. Nunca lo supe.
Continué con mis visitas semana tras semana, por muchos meses. Sufrió
pavorosas agonías a través de las múltiples operaciones que los médicos le
hicieron con injertos de la misma piel de su cuerpo en el rostro. Cuando regresó
a su hogar estaba rehabilitado y se instaló como zapatero remendón. Las manos
eran horribles y cuando andaba casi parecía como un monstruoso Frankenstein.
En la búsqueda de hacer lo que pudiera para ayudar a este hermano y ganarlo,
iba por todas partes y juntaba calzado entre los miembros de la iglesia así
como en la gente del pueblo y les decía: “Si tienen zapatos que necesiten
arreglo, los llevaré al Hermano Brown por ustedes.”
Me preguntaba qué otra cosa podía hacer. El Hermano Brown tenía ocho hijos
y yo tenía nueve, y así estábamos casi a mano. Me ofrecí a llevarlo a la plaza
de mercado porque como lo hacía yo, él era quien compraba los vegetales y
verduras.
Durante varias semanas corrí con él al mercado donde regateaba los precios
de los vegetales. Después los recogía, los ponía en mi vehículo, los llevaba
hasta su casa y los dejaba en su huerta. Nunca recibí más de un gruñido para
darme las gracias. Simplemente me toleraba porque le era de alguna utilidad.
Hubo una larga espera antes que llegara el dinero de su pensión. Como para
la época de Navidad, todavía no se había recibido, Marj y yo les llevamos
regalos a los miembros de su familia. Sugerí, como muestra de amistad, que
podríamos ir todos a la Plaza Trafalgar en Londres, donde se reunían allí
diversas bandas, incluso la del Ejército de Salvación, para tocar villancicos
en la temporada navideña. Siempre era un espectáculo ver los miles de personas
reunidas alrededor del árbol que se traía desde Noruega, iluminado de colores
brillantes, y oir los cánticos mientras las bandas tocaban.
En consecuencia, fuimos ambas familias a la Plaza Trafalgar para las
festividades. El Hermano Brown tenía un muchachito de nombre David que era más
o menos de la misma edad de mi hija Beryl y siempre andaban juntos—donde
estuviera el uno allí se encontraba la otra o viceversa. Después de estar un
rato en la Plaza, me di cuenta que Beryl no estaba a la vista.
“¿Dónde está Beryl?” Pregunté a Marj mientras escudriñaba a la multitud. Y
su respuesta fue: “¿No está aquí? Bueno, probablemente se halle por ahí con
los Brown.”
“Eunice,” grité. “¿Con ustedes está Beryl?”
“No,” me contestó. “Y David, ¿se encuentra allá?”
Ambos chicos faltaban, perdidos entre esa gran cantidad de gente. Las
circunstancias, pues, nos juntaron, dos padres que buscaban a sus hijos
extraviados. Un policía nos informó que deberíamos ir a Scotland Yard. Entonces
dejamos a los demás y fuimos a Scotland Yard, donde ante un empleado dimos las
señas, nombres, sexos, y demás datos de nuestros hijos.
“¿Tienen ustedes niños extraviados aquí?” Pregunté al policía. “Sí tenemos,”
fue la respuesta, “pero ¿cómo hacemos para saber que ustedes son los padres de
esos pequeños?”
“Señor,” observé. “No tengo que probar que soy el padre de mi hija. Sólo
tengo que mostrar mi rostro; eso es todo.”
Bajamos por un corredor hasta una habitación donde nuestros dos chicos
sentados en un mostrador estaban felices mientras tomaban jugo de naranja y
comían chocolates. Cuando introduje la cabeza por la puerta, Beryl gritó:
“¡Papi! ¡Papi!” Pregunté al policía: “¿Le parece que esto es prueba suficiente?”
Pusimos nuestras firmas a unos papeles para sacar a los niños y regresamos
a nuestras familias—dos padres con sus hijos pródigos. Estos incidentes
trabajaban para acercarnos más. Supe, en alguna medida que el Hermano Brown se
había ablandado acerca de mí, pero también supe que todavía no lo había ganado.
Pregunté al Señor qué más podría hacer para acabar con esa barrera invisible
que se levantaba entre nosotros dos.
[En el texto original se han intercalado unas fotografías cuyas leyendas son las siguientes: (1) “¡Día
de la boda, junio 8 1940!” (2) “Padre.” (3) “Mamá cuando tenía diecinueve años.” (4) “Predicadores
Wycliffe.” (5) “Mamá y yo. En Whitley Bay, mi pueblo natal.” (6) “Nuestros primeros cinco niños.
¡Recuerdos!” (7) “Mickey, el Mico (títere de mano). ¡Lo he llevado conmigo a todas partes durante 58 años
(1934-1992).” (8) “El hijo Steve y su esposa Dawn, el Hermano Ted, Marj y Arthur.” (9) “Los hijos Joe y
Steve en nuestro 50º aniversario de bodas.” (10) Marj, mi esposa y nuestro nieto Sean.” (11) “¡La misma
iglesia! ¡La misma silla” ¡La misma mano levantada! Para salvación. Hace 60 años ‘1927’ (foto de 1987).”]

El Señor me respondió: “Todo el tiempo eres superior a él. Todo el tiempo


tu hermano debe mantener su mano extendida. Está en el extremo receptor del
ministerio y siempre es el que tiene que decir: ‘Gracias.’ Es inútil e incapaz
debido a todo por lo que ha pasado. Tu calidad superior lo resiente. Está
resentido desde el día en que llegaste a Paddock Wood, y todavía sigue lo
mismo.”
“Señor,” clamé. “¿Qué puedo hacer?”
“Ponte debajo,” me dijo. “Nunca lo ganarás si siempre te pones encima.”
“¿Cómo puedo ponerme debajo?” Me pregunté. “¡Ya lo sé! Ya sé cómo ponerme
debajo.” El generador de mi carro fallaba, la batería se descargaba y las luces
perdían intensidad. Por tanto, era necesario recargar con frecuencia la
batería. Como sabía que el Hermano Brown era experto en mecánica (mucho más
que yo) pude pedirle honestamente que me ayudara en ese problema.
“Hermano,” le dije. “Me pregunto si podría ser tan amable de ayudarme.”
Escogí cuidadosamente esas palabras, pues estaba seguro que no las había oído
desde su accidente. La reacción fue inmediata y obvia—como cuando acaricias a
un perro deprimido y triste cuya cola está caída, ésta instantáneamente se
levanta y comienza a moverse.
“¿En qué le puedo servir?” Preguntó. Entonces le respondí: “Es el generador
del carro que no trabaja bien. Si me meto debajo y le quito la tapa, ¿usted me
puede ayudar?” Me contestó: “Lo intentaré.”
Así, me eché de espaldas bajo el motor, mientras desde arriba él me miraba.
“Sí,” me dirigió. “Con la llave suelte esa tuerca—no, no, esa no, ¡la otra!”
Ahora estaba en posición de autoridad, en tanto que yo continuaba en mi papel
de “verde,” no exactamente torpe, sino más bien como simple.
“Tome el destornillador largo,” ordenó. “Así, ahora vaya a la correa del
ventilador. Vea cómo se mueve arriba y abajo. Está suelta.”
Pregunté: “¿No debería estar así?” Resopló: “Cualquier tonto sabe que debería
estar apretada. Ahora, entonces, apriétela con fuerza. ¿Qué es ese alambre que
baila allá abajo?”
“¿Cuál alambre?”
“Ese alambre. Desde luego no debería haber alambres flojos. Hasta el más
necio lo sabe. ¡Deshágalo!” Me ordenó. “Empújelo adentro. Ahora apriételo hacia
arriba con toda firmeza.”
Verde como un repollo, hice todo cuanto dijo. Me puse bajo mi hermano, me
humillé, y desde ese momento en adelante hubo un cambio en nuestra relación.
Una semana o dos después le llevé algunas grabaciones y me las agradeció
calurosamente, al echar sus pobres brazos quemados alrededor de mi cuello.
Entonces supe que lo había destruido como enemigo.
Uno de esos días volví a casa después de un viaje para ministrar. El Padre
me había probado financieramente y no contaba con dinero para suplir las
necesidades de mi esposa. Marj nunca ha sido de las que piden para sí misma,
sino apenas para los niños y si yo no podía dar, pues ella seguía lo mismo.
Por esta época era consciente que Marj necesitaba un nuevo abrigo y zapatos,
pero el dinero estaba escaso y no era posible hacer gran cosa al respecto, a
excepción de encomendar esas circunstancias a nuestro Señor.
Cuando entré por la puerta, Marj me dijo emocionadamente: “Te tengo una
sorpresa. Jamás podrás adivinar. Mientras estabas fuera, llegó la pensión del
hermano Brown. Entonces él y Eunice me sacaron y me han provisto de todo. Ven
al dormitorio para que veas.”
Fui al dormitorio y allí había calzado, trajes, ropa interior, chaquetas,
todo extendido y puesto sobre la cama. Los Brown le habían comprado esas
prendas.
Ese fue uno de los beneficios incidentales de convertir un enemigo en amigo—
no quiero decir que recomiendo a alguien que lo haga por ganancia o interés.
Cualesquiera cosas que hagamos a los demás, las deberíamos hacer como para
Dios. Aquel Hermano Brown perseveró y levantó un negocio próspero que se
relacionaba con venta de calzado, sandalias, zapatos de todo tipo, botas estilo
Wellington, etc. Siempre que le visitaba era un hermano amoroso, cálido y de
una enorme cordialidad, pues había desaparecido para siempre toda la antigua
amargura. Sin duda alguna, allí hubo un triunfo completo de nuestro Señor
Jesucristo.
Cuando estuve en Kent como ayudante para pastorear la iglesia, a fin de
sostener a mi familia también me dediqué a diversos oficios como despachos a
domicilio, recogía carros de segunda mano y los entregaba reacondicionados.
Iba a las subastas en Brighton y otros lugares, dirigí un vivero con tres
invernaderos de 60 pies (18 m) y vendía de todo, desde flores, cruces, ramos
hasta repollos, cebollas, zanahorias, tomates, etc. Mezclé cemento a mano (no
había mezcladores mecánicos en aquella época). Ofrecía tierra abonada para
plantas y frutas y, por una temporada corta, compraba y revendía muebles de
segunda.
Durante un período trabajé en una finca que tenía más de 3000 árboles. La
vegetación era tan espesa y exuberante entre todos aquellos árboles que crecían
en una pendiente que era muy difícil cortar la hierba. Al ver este problema el
Hermano Archie me dijo: “Necesitas ovejas, patos y gallinas. Deja los animales
sueltos y ellos se encargarán de esa vegetación.”
Encontramos dos señoras que vendían una pequeña propiedad donde también
había quizá más de un centenar de aves de corral que ofrecían en venta. Conseguí
un jeep para recoger las primeras cincuenta de esas pobres y viejas gallinas y
noté que no había ni una brizna de hierba en el lugar donde las mantenían. Era
absolutamente limpio y estéril. Entonces puse esas gallinas desnutridas,
acabadas, con crestas pálidas, deslucidas y opacas, colas caídas, ni siquiera
buenas para echarlas a hervir en la olla, las puse, digo, en esa hierba verde
y generosa y en el curso de pocos días tuvo lugar un cambio sorprendente. Las
gallinas resurgieron, sus crestas se volvieron de color rojo intenso,
brillante, y comenzaron a poner huevos por toda parte. “Mira,” observó Archie.
“Hay un avivamiento. Sería un crimen salir de esas gallinas. Son demasiado
buenas para matarlas ahora que se han dedicado a producirnos huevos. Vé y
compra unas cuantas más.” Entonces fui y compre cincuenta más, después cincuenta
más, ¡y luego cincuenta más! Esto nos hizo trabajar en gran manera, pues tuvimos
que levantar gallineros y nidos para esas avivadas gallinas y conseguimos
tantos huevos que inundamos todo el pueblo y saturamos varios otros de la
región.
Estas gallinas vinieron a ser para mí como una especie de parábola de mi
propia vida. En efecto, había comenzado pobre y a través de las peticiones del
Hermano Archie para encargarme de sus negocios en el pueblo, ganaba mi vida al
hacer toda clase de arreglos florales para bodas y entierros. Además, me
encargaba del crecimiento y prosperidad de crisantemos y repollos en los grandes
invernaderos. Así completaba mi provisión.
Finalmente, mis días comenzaron a quedar muy llenos. Por ejemplo, los viernes
llegaba a casa después de atender los invernaderos a eso de las 5:30 y contaba
con una hora para bañarme y comer algo. Luego, en compañía de varias personas
manejaba hasta Londres al ayuntamiento de Lambeth para las reuniones de gloria.
A fin de acabar la semana, había campaña de evangelismo el sábado y tres
reuniones el domingo en Paddock Wood.
Estaba agotado. Simplemente me echaba en la parte de atrás del salón y gemía:
“Oh, Dios, estoy exhausto por completo. Ahora debo volver allí adentro, comenzar
a saltar arriba y abajo, tocar la pandereta, y cantar, y danzar, y predicar.”
Hacía mucho más de lo que Dios quería que hiciera porque siempre fui un agrada-
gente. Había tratado de obligar a Archie, pero hacía lo que Dios nunca me dijo
que hiciera. Por último, tuve una confrontación con Archie.
“Mira,” principié, “Dios no me llamó a vender repollos y cebollas y a
encargarme de todas las demás cosas—hacer coronas, ramos, cruces. Quiero
trabajar pero no puedo hacer todo. Dios me llamó primero para Él mismo.”
Mi espalda estaba quebrantada y molida. Todos los días de mi vida me era
indispensable y casi que obligatorio hacer coincidir y encajar 30 horas de
trabajo duro en jornadas de 24 horas y eso más o menos comprometía a Archie
como si fuera un conductor de esclavos. Me había pedido ir a ayudarle con la
iglesia. Incidentalmente, había dicho que mi provisión no iba a salir de la
iglesia sino del trabajo que me suministrara.
“Ahora,” declaré, “el trabajo ha tomado prioridad sobre el ministerio y, en
estos momentos, vivo para ti y no para el Señor. No seguiré más así.”
Eso irritó y ofendió a Archie. “Si sientes de esa manera, entonces venderemos
la tienda y los negocios.”
Por esa época David Greenow me había programado para dirigir algunas
reuniones en Irlanda. Cuando regresé unas cuantas semanas más tarde, Archie se
había encargado de todo.
“He vendido a Dean Farm la tienda y todo,” me anunció. Contesté: “Muy bien.
¿Mas, para dónde voy desde aquí? ¿Qué voy a hacer?”
Archie sugirió: “¿Por qué no me compras una camioneta? Podrás ir entonces
por todos los pueblos de la región y así distribuir con facilidad en la zona
toda clase de frutas, alimentos, verduras, por ejemplo, papas, manzanas,
naranjas, huevos, etc.”
Me vendió un vehículo pero como no tenía dinero para pagárselo de contado,
muy amablemente ofreció prestarme la plata y convinimos en que yo se la
devolvería en cuotas mensuales.
Así, pues, ahora me dediqué a vender de puerta en puerta, a domicilio,
fresas, frambuesas, vegetales. Los compradores respondieron como personas
sedientas en el desierto. “Oh, esto es maravilloso,” anotaban. “¿Podemos contar
con usted?”
“Hasta donde pueda estaré, Dios mediante, por aquí los martes y los jueves,
pues los miércoles y los viernes, iré a otra población. Sin embargo, debo
decirles que mi prioridad número uno consiste en que soy predicador y si alguien
me invita a ministrar en esos días, no estaré por los alrededores.”
Esa noticia afectó el crecimiento de mi recorrido porque la gente sabía que
no podía depender de mí. Como había advertido, cuandoquiera que recibía
invitaciones para predicar, dejaba mi pequeño negocio que así no pudo prosperar.
En el período intermedio, entregaba pedidos a domicilio, pero daba toda mi
atención a las reuniones en Paddock Wood. Allí tuvimos otra visitación del
Espíritu Santo.
CAPÍTULO 9
NO SE LO IMPIDAN

El siguiente mover de Dios que experimentamos, pasó completamente sin tocar


a los adultos, pues tuvo lugar entre los niños de la iglesia. Casi todos los
mayores se sintieron celosos y dudaban si se trataba de una visitación
verdadera. Esto dividió a la iglesia. Durante este tiempo el Espíritu de Dios
venía en las reuniones sobre los niños que caían de sus sillas al piso. Un
temblor tomaba sus miembros y con los ojos cerrados comenzaban a gritar:
“¡Jesús! ¡Jesús!” Esto alteraba e interrumpía las reuniones. Perdidos en la
presencia del Señor no eran conscientes de nada de cuanto sucedía a su
alrededor.
Al final de cada reunión, tenía que conseguir ayuda para meter esos niños
en mi camioneta y conducirlos a sus casas. Las piernas tamborileaban contra
los lados del vehículo y seguían con su clamor “Jesús, Jesús,” sin tener
conciencia de dónde estaban. Los llevaba a sus hogares, y muchas veces tuve
que llamar a las puertas y cargarlos escaleras arriba hasta depositarlos en
sus camas o en algún sofá.
Quizá puede ser emocionante que esto suceda por una noche o dos, pero después
de cierto tiempo, la gente comienza a murmurar. Ante los gritos de un pequeño
que clama “Jesús, Jesús,” a eso de las 11:30 de la noche o a veces después,
las cortinas se levantan y los ojos curiosos ya están en su escrutinio.
Además se dirigieron a mí para que explicara esos sucesos, con esta pregunta:
“¿Cómo lo hace?” Y tuve que replicar: “No hago nada. Es un acto soberano del
Espíritu de Dios.”
Muchos me pedían que detuviera eso y respondí que yo no lo había iniciado.
Dijeron asimismo que los niños sufrían de manía religiosa, cosa que no estaba
bien. Se burlaban de mí con preguntas como: “¿Son mejores niños? ¿Hacen mejor
las tareas? ¿Lavan los platos de sus padres? ¿Son más obedientes?” Contesté:
“Lo ignoro. Solamente sé que Dios hace esto.”
Esto siguió durante un tiempo considerable. El Espíritu Santo se movió en
forma prodigiosa sobre mi hija Rachel. Como era capaz de distinguir entre
hipocresía y realidad (además de conocer a mi niña), sabía que Rachel no fingía.
Hubo una niñita de seis o siete años que, al principio, intentó una imitación,
pues cuando vio que los demás chicos caían al piso, se sintió excluida, y
procuró hacer lo mismo que ellos. Luego Dios se movió sobre ella y no continuó
con el fingimiento.
El Hermano Archie Friday, con quien pastoreaba la iglesia, me preguntó:
“¿Estás seguro que esto es de Dios? ¿Piensas que Dios visita a los niños? ¿En
realidad crees que Dios hace que se postren en el suelo, cuando se mueven y
patean y con los ojos cerrados claman ‘Jesús, Jesús’? Esto molesta y disgusta
a los adultos,” se quejó. “Y no debería seguir, pues interfiere con las
reuniones. Los adultos no están comprometidos en eso—sólo los niños. ¡Tiene
que acabarse!”
Archie sugirió que un adulto responsable, un padre o algún otro, se debería
sentar al lado de cada niño en todas las reuniones. En el momento en que el
niño comenzara a temblar o a deslizarse de su asiento al suelo, el adulto lo
debería sostener en la silla. Para la reunión siguiente, sin embargo, a los
adultos les fue imposible mantener a los niños en sus puestos y así todo siguió
lo mismo, pues movían las piernas y clamaban “¡Jesús! ¡Jesús!”
La siguiente sugerencia fue sacar los niños de la reunión y llevarlos al
salón de atrás. Era un crudo invierno y nuestra sala de reuniones tenía
calefacción pero la sala trasera no la tenía. Se llevó a los niños y se les
puso en esa helada pieza, pues se llegó a suponer que el frío los haría recobrar
sus sentidos, pero no fue así.
Después que terminó nuestra reunión fuimos a la sala de atrás y todos los
vidrios de las ventanas estaban empañados de vapor. Los niños generaron su
propia calefacción y seguían con sus invocaciones a Jesús.
En un punto pareció que Dios iba a incluir a los adultos. Nos habíamos
reunido en una gran plataforma circular cuando de pronto el Espíritu Santo se
movió sobre la gente; no estoy seguro cómo comenzó pero me pareció que estaba
en la tercera fila, pues había tres capas de personas por todo el piso y sobre
la plataforma y todas clamaban y lloraban a Dios. Aún puedo recordar cómo las
lágrimas tibias de alguien caían sobre mi nuca.
Hubo sólo unas pocas ocasiones en que el Espíritu tocó a los adultos. Tanto
mi madre como una amiga muy íntima estaban en contra de lo que sucedía con los
niños porque temían que esos chicos terminaran en alguna institución
psiquiátrica. Sin embargo, una noche mi madre cayó bajo el poder de Dios. Quedó
tendida en el piso y su amiga, que había criticado tanto, no supo qué críticas
emitir cuando vio a su compañera sobre el suelo. Hice esta observación: No hay
necesidad de ser muy cooperativo para quedar comprometido en una visitación.
Dios puede dar luz a la gente pero si no quieren andar en esa luz, la misma
luz puede condenar y convertirse en tinieblas.
En últimas, los adultos ejercieron tanta presión sobre los niños que apagaron
el Espíritu y Dios terminó su visitación.
En realidad, ¿qué importa si los niños participan o no en un mover de Dios?
Después de todo, algunos sugieren, ¿no es acaso más importante que los adultos
participen? En una ocasión cierto evangelista visitó una iglesia en Escocia
donde predicó durante tres semanas. La falta de respuesta de las personas a su
ministerio le desanimó. En la última noche de esas reuniones el descorazonado
hombre estaba tan deprimido que no fue a la puerta para estrechar las manos de
los asistentes y tan sólo observó cómo se retiraban. Estaba de pie cerca de la
tarima con dos de los ancianos y dijo con tristeza: “Bueno, eso es todo. Hubo
tres semanas de reuniones y ni un alma salva, con excepción de este muchacho
aquí.” Y señaló a un jovencito de nueve años. Este chico era David Livingstone,
y en su vientre espiritual estaban los aún no nacidos millones de creyentes
africanos. Las puertas grandes se mecen sobre goznes pequeños.
Cuando ministraba en el Distrito de los Lagos, en el pueblo de Silloth,
conocí a una amable dama de 80 años que me dijo cómo había levantado su negocio.
Todo se inició en las lecciones que daba a los niños de la escuela dominical
cuando uno de sus jóvenes alumnos fue donde ella un día, después de clases,
con una petición. El niño elevó una brillante moneda de seis peniques y dijo:
“Mrs Cameron, por favor, ¿le puede entregar este dinero a Jesús?”
Muy admirada, casi le iba a decir al pequeño que no podía hacerlo, pero
sobre su hombro sintió la mano del Señor que la dirigió: “Toma la moneda.”
Mrs Cameron dijo al jovencito: “Muy bien. Será para Jesús.”
Por la noche sostuvo los seis peniques en alto y oró: “Señor Jesús, aquí
está tu dinero. ¿Qué quieres que haga con él?”
Tomó los seis peniques y compró pasas y harina e hizo algunos bizcochos. Los
puso en la ventana de su casa en dos platos y en media hora los vendió todos.
Con el dinero hizo más bizcochos y también los vendió. Y así siguió en esa
labor de hacer bizcochos y venderlos, hacer bizcochos y venderlos.
Después de un tiempo fue al comerciante de vegetales: “Mr Smith,” le
preguntó: “¿Tiene usted latas de fríjoles o de frutas o de verduras, que no
haya vendido antes y que me pueda ceder a precio rebajado?”
Le respondió: “Claro que sí, Mrs Cameron, con mucho gusto.”
Así, ahora en la ventana delantera de su casa ofrecía junto con los
bizcochos, latas que estaban melladas o con las etiquetas medio rotas. Esto
siguió por cierto tiempo y luego pensó: “Bueno, ¿por qué no vendo Biblias?”
Pronto se encontró con buenas ventas de bizcochos, vegetales y Biblias. Prosperó
tanto que decidió quitar la ventana e instalar una habitación para la tienda.
Luego inició una línea de libros cristianos. Ahora estaba de verdad metida en
negocios, pues vendía bizcochos, vegetales, Biblias y libros. Sus ventas fueron
en aumento siempre creciente.
Mrs Cameron me condujo a su almacén. “Le quiero mostrar algo,” dijo y abrió
un librito de cuentas. Al volver las hojas me hizo ver partidas como: Orfanato
de George Muller, 180 libras; Misión al Interior de China, 200 libras; Misión
Evangelista al Congo, 150 libras; etc., etc. Página tras página ahí estaba la
lista de dinero que había enviado a muchísimas organizaciones misioneras,
orfanatos, iglesias, escuelas, obras cristianas—todo comenzado con los seis
peniques de un niñito. Hubo una vez un muchacho que tenía cinco panes y dos
peces. No era tan importante lo que tenía sino dónde lo puso. Lo puso en las
manos de Jesús.
Mientras asistía a una de las reuniones de Henry, encontré algunos hermanos
del pueblo de Church Leigh en Newark que me invitaron a ministrar en su iglesia.
La primera vez que fui llevé a mi hija Miriam. Hicimos autostop hasta el pueblo
a través de una nieve tan profunda a lo largo del camino que en varias ocasiones
tuve que quitar la nieve de las señales en la vía a fin de estar seguros de ir
en la dirección correcta. Cuando llegamos había tal cantidad de gente en la
sala de la reunión que a Miriam le compartió la silla una joven, y a mí me tocó
sentarme en la caja del acordeón de Henry en la tarima.
En los siguientes 20 años con frecuencia prediqué en ese sitio. Durante mis
días iniciales allí conocí a un joven, vendedor de una ciudad grande, que
ministraba con poder en algunas reuniones de avivamiento. Muchos se salvaron y
se sanaron bajo el ministerio de Robert tanto en las reuniones como en las
calles de Church Leigh. En el curso de ese avivamiento compartimos el dormitorio
y una noche después de la reunión, Robert me confió que a la semana de haberse
casado, al regresar al hogar encontró a su esposa en la cama con un hombre. Se
divorció y volvió a casarse antes de ser salvo. Como al nacer de nuevo entregó
su vida a Dios, su segunda esposa rehusó tener relaciones con él. Esta carga
vino a ser doblemente pesada de soportar luego de haber conocido a una chica
cristiana de quien se enamoró. “En verdad siento que encontré la mujer con
quien puedo compartir mi vida y a quien puedo amar por el resto de mi
existencia,” me dijo. “Anhelo constituir un hogar y ser buen padre de familia,
pero no sé qué hacer. No puedo pensar en algo distinto de esta joven. Es una
fiebre.” Obviamente le ministré lo mejor que pude, según Dios me guió, pero
Robert estaba desanimado.
Una noche invernal y tormentosa, después que regresé a Paddock Wood, se oyó
u golpe muy fuerte en la puerta. Al abrir encontré a Robert y a su novia de
pie en el umbral.
Preguntó: “¿Podemos entrar?”
“Sí, sigan.” Contesté y di un paso a un lado. “¿Qué hacen ustedes aquí?”
“Nos hemos escapado, Arthur,” confesó Robert. “Dejé todo. Me he deshonrado
al huir con ella. Por favor, ¿nos puedes aceptar en tu casa?”
Puse a la muchacha escaleras arriba con mi hija y escaleras abajo le di a
él un catre de campaña mientras buscaba a Dios para que me orientara qué hacer
con este par que se deshonraron a sí mismos en todos los aspectos y que llegaron
a casa en busca de alguna ayuda.
Esto mortificó mucho al Hermano Friday. Me preguntó: “¿Cuál es la idea de
tenerlos en tu casa? ¡Así estimulas en ellos el pecado!”
“No duermen juntos,” le expliqué. “Anhelo y deseo ministrarles algo de la
sabiduría y la gracia de Dios.”
“No es posible que esto siga en la casa,” insistió. “Acabo de recibir un
mensaje de la policía que el padre de la joven está furioso y me amenaza.”
“Mire, Hermano Archie,” le dije. “No estimulo en esta pareja el pecado. Creo
que la gracia de Dios es suficientemente grande a fin de tratar con esta
situación. Si no está listo para confiar en mí, no voy a rendir ni a ceder en
lo que creo con el objeto de conservar la vivienda que recibo de usted. Más
bien me iré.”
“No Hermano Arthur, no se irá,” Archie replicó. “Me voy yo.” Y así lo hizo,
pues renunció como pastor asociado de la iglesia.
En mis conversaciones con la jovencita escapada, mediante el favor de Jesús,
el Señor logró convencerla que la verdad la haría libre. “Si tienes la verdad
y enfrentas la culpa, Dios te va a encontrar y estará contigo.”
La puse en el tren hacia Londres y regresó a sus padres. Cuando confesó su
falta delante de la iglesia, un joven negociante pasó al frente y le manifestó
cuánto la había amado siempre. Ofreció darle ayuda en todo lo que él pudiera,
y así lo hizo. Poco después se casaron.
Entre tanto seguí con la ministración de Robert que, víctima de inmensa
congoja, no podía comer ni dormir. Por último, después de casi cuatro semanas,
el Señor me ayudó a despacharlo también a Londres y allí desapareció de mi
vida.
Sin embargo, más tarde supe que Robert se había perdido desde ese entonces.
Era un talentoso y hábil vendedor pero comenzó a traficar con drogas y a
negociar objetos robados a la sombra de sus actividades regulares. Luego de
unos cuantos años, el descarriado Robert estaba frente a un televisor en
Manchester, cuando el Espíritu de Dios lo visitó. Recordó en qué forma Dios
había bendecido su ministerio en el pueblo de Church Leigh y con cuánto poder
el Señor lo utilizó en ese avivamiento. Como tuvo un intenso anhelo de ir y
visitar la iglesia allí, se fue a su carro y condujo hasta el pueblo. Al llegar
descubrió que habría una reunión en el local del templo. Precisamente, por una
de esas ‘coincidencias’ del Señor, los hermanos me habían invitado a ministrar
allí en la noche del sábado.
Cuando Robert en puntillas se incorporó para echar una mirada por una
ventana, se sorprendió al descubrir que yo ministraba en la reunión. Pensó:
“Oh, no, no quiero enfrentar a Arthur.” Se deslizó para alejarse de la entrada
principal, cuando uno de los ujieres oyó sus pasos sobre la grava. Creyó que
Robert era uno de esos hermanos que llegan tarde, abrió la puerta y lo vio con
la luz que cayó sobre él.
Este ujier, uno de los convertidos en el ministerio de Robert, corrió y lo
tomó del brazo. “¡Qué maravilla verlo de nuevo! Entre. Siga.”
Robert respondió: “No. No podría entrar. No voy ahora a reuniones de
iglesias. ¡A ninguna! Soy un alma perdida. Ya no soy más el hombre que se
conoció aquí.” Se retiró a las sombras y se fue.
Al acabarse la reunión, la noticia de la aparición de Robert se regó entre
todos. Muchos de los asistentes al servicio habían sido salvos o sanos por el
ministerio de Robert y les preocupó mucho saber acerca de este hombre que ahora
declaraba ser un alma perdida.
Alguien sugirió que podría estar en el pueblo, de visita en casa de una
familia de la que había sido muy amigo y dijo: “Vayamos a ver si podemos
encontrar su carro.” En un momento se halló el carro estacionado fuera de la
casa y el grupo se precipitó adentro.
Pensé: “Sé lo que hará. Cuando vayamos por la puerta delantera, tratará de
deslizarse por detrás.” Por tanto, me fui atrás de la casa y esperé bajo un
árbol a la luz de la luna. Estuve seguro por completo de oir sus pasos que
venían hacia mí en las sombras. Cuando se acercó, lo alcancé, puse los brazos
alrededor de su cuello y le dije: “¡Aleluya!”
Pero él gritó lleno de miedo: “¡Déjeme solo! ¡Debo irme!”
En este momento quienes le habían seguido lo rodearon, y con mucho amor y
expectativa se le convenció de quedarse. Todos volvimos a la casa y nos sentamos
a la mesa donde nos ofrecieron un refrigerio.
Robert estaba muy misterioso y susurraba dramáticamente: “Oigan, tengo
enemigos muy poderosos. Si saben que he estado aquí, me matan. No es bueno
hablar conmigo. Soy un alma condenada.”
Tratamos de diversas maneras que se abriera con nosotros y nos explicara
pero tan sólo repetía una y otra vez: “Ustedes no entienden. Me he apartado
tanto de Dios que ahora Dios nunca me reconocería. No les puedo decir lo que
ha sucedido en mi vida y si saben que estuve aquí, me matarían.”
Eché mano a mi bolsillo, saqué el Nuevo Testamento y abrí el Libro de los
Hechos. En alta voz comencé a leer el relato sobre el disturbio de los
habitantes de Éfeso, adoradores de la diosa Diana o Artemisa que habían gritado:
“¡Grande es Diana de los efesios!” En efecto, Demetrio el platero forjador de
figuritas que representaban el templo de Artemisa y daba mucha ganancia a los
que le trabajaban, alborotó a los efesios contra el apóstol Pablo cuando reunió
a otros artífices y les dijo: “25...ustedes saben que nuestro bienestar depende
de este oficio. 26Pero...ese tal Pablo dice que los dioses hechos por los
hombres no son dioses...27Esto es muy peligroso, porque nuestro negocio puede
echarse a perder...” (Hechos 19:25-27 VP).
Cuando leí estas últimas palabras Robert se agarró de la mesa, los ojos se
le desorbitaron, el rostro se puso blanco y todo su cuerpo principió a temblar.
Me di cuenta que el Espíritu de Dios contendía con él. Luego confesó que era
uno de los sumos sacerdotes de la hechicería en Manchester.
A partir de ese momento empecé a seguir a Robert, pues me negaba a dejarle
al servicio del enemigo. Fui a su casa una y otra vez, pero la esposa con mucha
frialdad no me permitió entrar. Entonces me iba al extremo de la calle para
esperar a que llegara del trabajo. Cada vez que veía a Robert le decía: “Valor,
Hermano, Dios te va a sacar de esta trampa.”
“Oh, cómo quisiera creer eso,” suspiraba, “pero estoy condenado y perdido
para siempre. Si llegan a saber que hemos hablado, me matarán.”
Perseveré con él durante casi cinco años en la misma labor, pues viajaba
hasta Manchester y procuraba verlo en su casa aunque la esposa no me dejaba
entrar. Me di cuenta que muchas veces Robert me sacaba el cuerpo para no
encontrarse conmigo. Un día me sentí tan descorazonado que con mucho dolor le
dije a Marj: “Ya no doy más con Robert. Es inútil.”
“Oh, no digas eso, Arthur,” Marj respondió. “Dale otra oportunidad.
Simplemente una más.” Así lo hice.
Al fin Robert comenzó a abrirse conmigo y me describió su compromiso como
sumo sacerdote. Había 13 brujos en esta asamblea—una maestra de escuela, una
enfermera, un policía, un contabilista, etc. Se reunían en un cuarto y danzaban
desnudos en círculo hasta atraer la energía demoníaca. Luego el sumo sacerdote
les transmitía el poder. Robert dijo que podían matar una persona o un animal
a 50 millas (80 km), como hacen los médicos-brujos en África, con una fotografía
a la que traspasan con alfileres.
“Arthur, estoy que pierdo la razón,” todo tembloroso me dijo un día. “Temo
que terminaré en un asilo.”
“No, no será así,” le aseguré. “Dios te sacará de todo esto.”
Un día Robert me llevó donde se reunía con sus brujos. Abrió la puerta y
entramos a un cuarto adornado con fealdad, raso negro sobre el piso, algo que
parecía encurtido de anguilas en frascos, por todas partes candeleros para
incienso y figuras grotescas suspendidas en las paredes.
“Dios te va a sacar del ocultismo,” le prometí.
Le pedí a un hermano, Jim, que me ayudara, y al llegar el gran día, acabamos
con todo en aquel antro de brujos. Robert tenía una mirada aterrorizada cuando
entramos por última vez en esa pieza. Levanté las manos y entoné el coro: “No
hay poder como el poder de la sangre.”
Robert se opuso: “Oh, no. Nadie jamás ha cantado acerca de la sangre aquí.”
Respondí: “Alguien lo ha hecho ahora. No temo a la maldición. Hay poder en
el nombre de Jesús y hemos maldecido a la maldición.” Destruimos todo, al
quemar y aplastar los elementos de la hechicería y echamos todo al río como a
eso de la 1:00 de la madrugada mientras cantábamos: “Hay poder en la sangre de
Jesús.” Un policía que se paró a observarnos desde la distancia debe haber
creído que estábamos locos, pero no lo estábamos—estábamos felices. Al regresar
a casa en el auto de Jim, el Espíritu Santo vino sobre Robert. Saltó del carro
y brincó alrededor del edificio de la alcaldía, en tanto que reía y gritaba de
gozo. Aunque se necesitó casi un año para conseguir su liberación completa,
mediante ayunos en el nombre de Jesús, tal fue el inicio de una vida enteramente
nueva para él.
“El diablo ronda como león rugiente buscando a quién devorar” (1 Pedro 5:8
NVI). Una de sus asechanzas consiste en engañarte a ti y a mí que aún está en
el negocio, pero Jesús lo sacó en el Calvario. El diablo busca por engaños,
que lo pongas otra vez en negocios. Él no lo puede hacer, pero tú sí.
Un hermano africano a quien conocí tenía un área circular cercada para su
ganado. La cerca estaba hecha de ramas espinosas y ahí las reses estaban seguras
de los leones. Pero una noche dos astutas leonas se pusieron a favor del viento
y comenzaron a rugir y a rugir. Aterraron a las vacas que empezaron a dar
vueltas empujándose entre sí hasta que dos de ellas atravesaron la barrera.
Las leonas que no podían alcanzar el ganado con sus quijadas y sus garras,
pudieron hacerse a las vacas con el empleo de sus rugidos. Las reses creyeron
a los rugidos que no les hacían ningún daño y por su propio pánico cayeron
presa de las fauces y las garras.
De la misma manera, si crees los engaños del diablo, le das de nuevo el
poder que perdió en el Calvario. Nuestra pelea es una batalla de fe. Aquí no
empleamos nuestra propia fuerza, sino miramos a Jesús que es el autor y
consumador de nuestra fe. Nuestra lucha de fe no es un combate en nuestro
propio poder, sino en la fortaleza de nuestro Señor y en el poder de su fuerza.
Un grupo de creyentes a quienes llamábamos el grupo de Surrey, a veces bajaba
desde Londres a nuestras reuniones. Dios los había bendecido y llevaban la
bendición consigo por dondequiera que fuesen. Uno de sus jóvenes, que danzaba
para el Señor se inclinaba casi completamente hacia atrás, en un desafío a la
ley de la gravedad. Nunca he visto algo como eso. Mi hijo Joe, entonces de 14
años, se sumergía en la adoración, pues danzaba y remolineaba con este hermano
como cuando las personas están en una pista de patines. Esta libertad nueva
para adorar a Jesús bendijo tremendamente a Joe. En otra ocasión cuando las
hermanas Massey ministraron en nuestra iglesia, Joe se postró bajo el poder de
Dios. Cuando se levantó no podía decir sino: “Oh, puedo ver el rostro del
Señor.”
Los años de la adolescencia traen tentaciones y desafíos muy fuertes a los
jóvenes—aun a los que se levantan a la sombra de la gracia y las enseñanzas
cristianas. Criamos a todos nuestros hijos de este modo, con asistencia a las
reuniones desde los tres o los cuatro años—incluso en el tiempo de la guerra
cuando el racionamiento de gasolina significó el transporte de nuestra familia
numerosa en bus o en bicicleta.
Con Marj compramos carritos laterales (sidecar) para nuestras bicicletas
cuando tuvimos nuestros primeros dos niños y a medida que la familia creció
ensanché mi sidecar para llevar dos. Luego fui a una chatarrería y compré
partes laterales metálicas de camiones. Las corté con una sierra, hice un
vehículo largo en forma de cigarro y con unas abrazaderas y una barra doblada
de remolque, lo aseguré bajo el galápago de mi bicicleta. Ahora lo arrastraba
directamente detrás de mí en lugar de llevarlo a los lados. Dentro ponía a
Peter a dormir en el fondo, Miriam estaba a sus pies y Joseph dormía encima de
ellos en una hamaca. Podía transportar tres dormidos o seis despiertos.
Durante un invierno pavoroso que hubo en la década de 1940, fuimos a las
reuniones con una nieve tan espesa y abundante que casi llegaba a lo alto de
los faroles en ciertos sitios. Aseguré un cochecito para niños a un trineo y
llevé a los chicos así hasta la misión.
La gente nos miraba como a los locos Burt. Cada noche íbamos a las reuniones
de ese modo, aunque toda Inglaterra estuviese desolada. Los alemanes habían
bombardeado dos pueblos cercanos, Sheffield a 23 millas (36.8 km) de nosotros
y Chesterfield a 11 millas (17.6 km). A Sheffield le tocó muy duro. En un
ataque las bombas sellaron ambos extremos de un refugio antiaéreo donde la
gente quedó atrapada; algunos dijeron que centenares de personas perecieron
allí.
A pesar de todo eso, en medio de los destellos de las bombas que iluminaban
los cielos, los locos Burt salían cada noche. Aunque era aterrador, ya habíamos
fijado nuestra posición, pues sabíamos que al morir todos iríamos juntos al
cielo, al hogar del pueblo de Dios. No íbamos a dejar de ir a las reuniones de
la iglesia simplemente por causa de una guerra.
Mientras estábamos en Paddock Wood, surgió una situación con mi hijo Joe,
que lo escandalizó tan de mala manera que se apartó de la iglesia y de Dios.
Joe había establecido amistad con un hermano de la iglesia que siempre actuó
atentamente y con mucha admiración hacia él. Joe lo visitaba con regularidad
en su casa. Aunque era un tanto mayor que mi hijo, siempre estaban juntos en
las conferencias, ambos paseaban el perro e iban al parque. Durante un largo
tiempo Joe pasaba los fines de semana y casi todo momento libre con este
hermano, pero de repente se volvió por completo contra su amigo. Reprendí a
Joe por su rudeza y por negarse a ir a visitarlo.
Joe sacó una carta de su bolsillo y me la mostró. Era una declaración
amorosa. Joe rechazó las propuestas de este hombre de la única manera en que
podía. La amistad se rompió y con ella, la relación y la comunión de mi hijo
con Dios.
Joe, desilusionado con el llamado ‘pueblo del amor,’ no volvió a las
reuniones por los siguientes diez años. Había confiado y ahora sintió que no
podía confiar en nadie. La Biblia dice que si alguien ofende y hace tropezar a
uno de los pequeños del Señor, sería mejor para ese hombre que le colgaran una
piedra de molino y lo ahogaran en el mar (Marcos 9:42). Este episodio hizo
tropezar a Joe. Dejó el compañerismo de la iglesia y en el proceso se apartó
de nosotros. Después de eso, aunque nuestras relaciones con él siguieron muy
amistosas, no volvieron a ser tan cercanas como antes.
Luego de varios años, Joe se casó y la esposa le dio dos preciosas chiquillas.
El Señor usó a la mayor, Sonya para contender con el corazón de Joe durante su
trágica enfermedad que comenzó con un incidente sin mayor importancia—una
hemorragia nasal. La llevaron a un médico que luego de examinarla, la remitió
al hospital para pruebas y exámenes posteriores. El diagnóstico fue desolador:
“La niña tiene leucemia.” Y el pronóstico también lo fue: “Esperanza de vida,
menos de dos años.”
No fueron dos años. Sonya murió en dos semanas—la pequeña Sonya con sus
mullidos rizos y su rostro brillante. Acostumbraba entrar y empezaba a abrir
cajones y cajas y le decía: “A tu abuelito no le gusta que hagas esto. No le
gusta que abras sus cajas y cajones. ¿Sabes lo que tu abuelito te hará si abres
sus cajones?”
Miraba hacia arriba y me decía: “No, abuelito.”
Entonces cerraba mi puño y con mucha suavidad lo ponía sobre sus crespos.
“El abuelo te hará ‘Bam’ si abres este cajón.”
Entonces comenzó a llamarme “Abuelito Bam,” luego suprimió la palabra
‘abuelito’ y simplemente me decía ‘Bam.’ Sonya entraba a la casa y preguntaba:
“¿Dónde está Bam?” “Bam, llévame a la huerta.” Ahora, esa querida nietecita ya
se fue con el Señor.
He oído que si un pastor quiere que una oveja le siga porque muestra tendencia
a descarriarse y perderse, toma su corderito y lo lleva en sus brazos. Entonces
la oveja irá tras el pastor porque tiene consigo a su cordero.
Joe estaba quebrantado. “Oh, papá,” suplicó: “Cuéntame todo lo que está en
la Biblia acerca de los niños y qué les pasa cuando mueren.” Me mostró una
vasijita de pasta con unas flores, ‘botón de oro’ y margaritas. “Mira,” lloró.
“Esto es lo último que hizo. Fue al jardín para traerme estas flores, y cuando
volvió la regañé porque salió con sus zapatos nuevos y los embarró todos. Oh,
papá, fue lo último que hizo, y yo la regañé.”
A través del sufrimiento y de la pena en aquella época, Joe volvió al Señor
en busca de consuelo y así se restauró su relación con Dios.
En Paddock Wood vivíamos al lado de un centro de recreación extenso. Era
como si tuviésemos nuestro propio jardín, y para nosotros era un gozo vivir
allí. Un día Archie vino con un problema. Compró una casa grande que destinó
al uso de los visitantes de la iglesia, quienes en ocasiones la alquilaban
durante el fin de semana o a veces por la semana completa. Pero unos jóvenes
que la ocuparon se habían ido sin pagar una gran cuenta de vegetales con cargo
a la casa. Además dejaron encendida la calefacción eléctrica y quemaron los
tapetes, cosa que disgustó muchísimo a Archie.
“¿Podrías dejar la vivienda que ahora tienes en alquiler y te irías a
supervisar la casa que arriendo a fin de mantener a la gente, sobre todo a los
jóvenes, en orden?” Me suplicó.
No quería hacerlo, pero finalmente sus ruegos me convencieron y nos fuimos
a la casa Brunswick.
Un día, después de habernos movido, leía en Hageo cómo Dios había dicho que
la gloria de la segunda casa sería mayor que la primera. Cuando leí eso fue
como si alguien me hubiese golpeado en el rostro.
Dios me habló y dijo: “¡Oye! ¡Escucha! Te hablo a ti.” Me senté derecho a
medida que cada letra de mi nombre, A-R-T-H-U-R -- B-U-R-T de repente saltaba
del Libro de Hageo, mientras leía: “Zorobabel, hijo de Salatiel.” Esto puede
parecer como si se forzara la imaginación de algunos. Si alguien cree que Dios
me habló de esta forma o no, no es el punto. Apenas cuento lo que me sucedió,
según lo entiendo. Sólo leía, y cada letra saltó para deletrear mi nombre, y
Dios remachó mi atención.
“¿Qué significa esto?” Me pregunté. “Sube al monte y trae madera, trae leña.”
Debe tener alguna relación con el sitio donde está nuestra iglesia—Mount
Pleasant (Monte Agradable). “Sube al monte y trae leña—¡Paddock Wood! (Potrero
de Madera o de Leña). ¡Y construye!” Entonces concluí que Dios me bendeciría
en la iglesia de Mount Pleasant. Subiría al monte y traería leña o madera (la
gente de Paddock Wood), y llenaría la casa para la gloria de Dios.
Cuando llegué a casa Marj estaba en la puerta con una noticia: “El Hermano
Friday te espera.”
“Arthur,” dijo Archie. “Tú me pagas seis libras a la semana por esta casa.
De eso doy al gobierno tres libras; de lo que queda pago una libra en impuestos.
Así, de tus seis libras no me quedan sino dos. Si me compras esta casa, yo
obtendría seis.”
“No tengo interés en comprar propiedad raíz,” repliqué. “Creo que Jesús ya
viene y tendré mi mansión en los cielos. Me encanta que seas el dueño de la
propiedad, y eso es todo.”
“Considéralo,” rogó. “Hazlo por mí, aunque no estés interesado.”
Por último, después de muchas deliberaciones, accedí. Archie me dio el
depósito para devolvérselo a él, y pagó todos los gastos legales. Compré, pues,
la casa, sin mover el meñique, incluso con el pago del equivalente a cuanto
había entregado como alquiler por quince años.
Durante aquella época en Paddock Wood invité al Hermano Jim Partington de
Lancashire a fin de que me acompañara en las reuniones para niños. Tuvimos un
tiempo maravilloso pues muchos niños se salvaron y otros fueron liberados.
Teníamos un coche grande, un bus, con el que manejaba por las aldeas vecinas y
arrastraba a los niños como los barcos arrastran los peces. Puse un altoparlante
en la parte superior del bus y tocaba música para atraer a los niños de los
pueblos, como un flautista espiritual de Hamelin. Venían a nuestras reuniones
entre 40 y 60 niños, que me llamaban Tío Arthur. Allí se les predicaba, se les
enseñaban himnos y coritos, les teníamos ilustraciones en tableros y también
acertijos y adivinanzas sobre temas bíblicos. Me encantaban esos chicos.
Una noche precisamente antes del comienzo de la reunión, un policía vino con
mi hijo Steven: “Quiero hablarle acerca de este joven,” anunció. “Como montaba
su bicicleta sin frenos, embistió a la tropa de las Muchachas Guías (asociación
femenina paralela a la de los Boy Scouts o exploradores) y golpeó a dos o tres
de las niñas en el rostro. La jefe de la tropa está furiosa y lo va a demandar
a usted.”
Esto, antes de la reunión, cuando había repartido folletos por todo el
distrito y aquí estoy yo, el hombre de Dios que predicaba: “Eduque al niño en
lo correcto y tendrá un hombre correcto. Y con el hombre correcto, el mundo
estará correcto.” Fui un ministro de la gracia pero ahora aquí estaba un
ministro de la ley que me traía a mi propio hijo de los alrededores.
“Pero eso no es todo,” siguió el policía. “Con la cauchera ha roto los
vidrios de un invernadero.”
Al mirar atrás hacia aquel día, magnifico no a la ley de Dios sino a la
gracia de Dios. La ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, como nos enseña
el apóstol Pablo en Gálatas 3:24. Así, cuando el policía trajo a mi hijo, Dios
me confrontó sobre lo que realmente creía. Veo cuando la ley falla y no tiene
el remedio en sí misma, lo que la gracia maravillosa de Dios puede hacer.
Cuando pienso en que mi hijo Steven ministra con su música a mi lado en las
reuniones para el Señor, le agradezco a Dios por su gracia sobre mi familia.
La mayor, la suprema y la más maravillosa bendición en todo el mundo es la
gracia de Dios—el inmerecido favor de Dios, libre y abundantemente provisto
por amor a Jesús.
Si Dios me ama porque soy amable, no sería gracia. Mis buenas obras nunca
pueden merecer el amor de Dios y mis malas obras jamás impedirán el ejercicio
de ese amor. Hasta cuando la gente sepa lo que es pararse en la gracia de Dios,
en lugar de esconderse en desgracia, no van a entender completamente lo que es
el evangelio de Cristo Jesús.
Para mí fue espantoso cuando Dios me dijo que dejara el ministerio que tenía
en Paddock Wood porque no quería irme. Dios me habló una palabra: “VÉ,” y
respondí: “No.”
Cuando le contestamos “no” a Dios, lo decimos con términos muy corteses y
educados: “Oh, no creo que el Señor me haya llamado a eso.” “No tengo una
palabra de dirección divina al respecto.” De alguna manera nos libraremos. Y
así lo hice, pero Dios es un excelente arreglista. Cuando Pedro con toda
teatralidad declaró que nunca negaría al Señor, el mismo Señor dispuso el
escenario, los actores, la criada, la noche tan fría, el fuego y todo lo demás.
Dios hizo exactamente lo mismo en mi vida cuando dispuso ciertos sucesos.
Una señora bajó de Londres y vio mi jardín. Cuando me mudé a mi casa, heredé
un bello jardín que incluía una buena cantidad de hermosas rosas que cautivó a
esa señora. “Oh,” comentó. “Me fascina ese jardín. Cómo me gustaría tener uno
por el estilo. Compré una casa por los lados del puente. ¿Cree usted que podría
hacer mi jardín como el suyo?”
“Con mucho gusto procuraré ensayar,” le respondí.
Estuvo de acuerdo en pagarme 5 chelines por hora cuando regresara de Londres
y me puse a trabajar. Fue una faena dura. Me tocó arreglar el terreno,
limpiarlo, quitar la maleza, y llevé piedras enormes a la parte más elevada
del jardín para hacer allí una colección de rocas. Semanas más tarde regresó y
vio lo que había hecho.
“No me gusta,” se quejó. “Aborrezco las rocas en el jardín.”
“Pero usted me dio a entender lo contrario,” le dije. “He tenido muchas
dificultades para reunir todas las piedras y rocas más grandes que pude
encontrar a fin de crear esa obra de arte. Me ha costado mucho tiempo y energía
y ahora usted me dice que no le gusta.”
“No. Absolutamente no,” replicó con toda firmeza. “No voy a tener esas
piedras en mi jardín. Bien pueda deshaga todo, deseche esas rocas y disponga
de ellas como quiera. ¿Cuánto le debo?”
“Pues vea, gasté 88 horas a 5 chelines la hora, conforme arreglamos,” le
respondí.
“No le voy a pagar toda esa cantidad,” objetó.
Le recordé: “Pero usted estuvo de acuerdo en ese precio.”
“Sí,” dijo, “pero no sabía que usted iba a hacer todo con esas piedras que
no las acepto y no las quiero. Bien pueda desbarate y deje todo como estaba
antes.”
“¡Mire, misiá!” Le dije. “Lo siento mucho si a usted no le gusta. Hice mi
trabajo como quedamos. Me debe 88 horas a 5 chelines—¡pero guárdese su dinero!
Adiós.” Y salí.
No justifico mi actitud. Me fue indispensable tener que aprender la lección
que todos los seres humanos debemos aprender. Y la lección consiste en que no
podemos estar bien al guardar la humillación cuando alguien nos haya tratado
mal. Y yo guardé la afrenta. La Biblia dice: “Mucha paz tienen los que aman tu
ley, y no hay para ellos tropiezo” (Salmo 119:165 RV). Claramente, dejé de amar
la ley de Dios hasta donde tenía la paz del Señor, y en cambio, tuve tropiezo,
pues me sentí muy ofendido por esa señora. Nunca quise volver a verla y no lo
hice.
Mi actitud me dejó como herencia una enseñanza de mucho valor espiritual.
En efecto, me fue posible ver que el suceso hizo algo en mi interior que se
volvió más incómodo a medida que se convirtió en una condición mucho más
dolorosa.
Dios usaría esto para hablarme de nuevo acerca de dejar el ministerio que
tenía en Paddock Wood.
CAPÍTULO 10
ANDAR LA TIERRA

Comenzó como cuchillas de afeitar. El dolor gradualmente se hizo tan intenso


que no soportaba tener a los niños sentados en el mismo sofá conmigo. La presión
de su peso al lado mío, sin que siquiera me tocaran, enviaba dolores lancinantes
a través de mí. Jamás había conocido la verdadera agonía hasta ese momento.
A medida que mi condición empeoraba, a veces necesitaba casi cuatro minutos
para voltearme en la cama a fin de evitar cualquier movimiento o toda presión
que me produjera ese horroroso dolor. Siempre tenía miedo para dejar la cama y
salir de casa.
Mrs Friday me reprendió al verme acostado: “Mire, debería llamar al médico.
Si se muere deja una gran responsabilidad sobre su esposa e hijos.”
Durante muchos años, desde cuando recibí la verdad de la sanidad divina,
creí que el Señor Jesús era mi médico. Los viejos pentecostales (pentos) habían
dicho: “Si ya tienes un médico es una violación moral de la etiqueta ir a otro
médico.” Como Jesús era nuestro médico, no recurríamos a ningún médico humano.
Hacíamos venir a los ancianos de la iglesia, nos ungían con aceite y el Señor
nos sanaba (Santiago 5:14-15). Muchos de los viejos pentos tuvieron problemas
con la ley y fueron a la cárcel porque la autoridad juzgaba que era ilegal
obligar a sus hijos a seguir esos criterios.
Quienes eran contrarios a la sanidad divina discutían nuestra posición con
palabras como: “Después de llamar a los ancianos, ¿qué pasa si el Señor no te
cura? ¿Qué vas a hacer?”
“Pues he de morir,” era mi respuesta.
“¿Morir?” Preguntaban incrédulamente.
“¡Sí, moriré!”
Entonces dijeron: “Luego, ¿no vas a ir al médico?”
Contesté: “¿Y acaso la gente no se muere después de ir al médico?”
Me argumentaron: “Bueno, sí, ¿pero no deberíamos conseguir la mejor ayuda
médica que nos sea posible?”
Hice esta pregunta: “¿Quién dijo que ir a un doctor era conseguir la mejor
ayuda médica? Si vamos al mejor médico al que posiblemente podemos ir, Jesús,
y no es su voluntad sanarnos, en tal caso moriremos lo mismo que quienes van a
un médico humano que no les puede curar.”
El Señor Jesús es nuestro doctor. Levanté una enseñanza doctrinal de esas
perspectivas tan radicales, la prediqué y la practiqué. Aunque Marj al principio
tuvo un tiempo difícil acerca de mi posición cuando no permití que a nuestros
hijos se les inyectara, o se les vacunara, o cualesquiera otras cosas, al fin
Marj y yo levantamos así a nuestra familia. Todos nuestros hijos nacieron en
la casa con la asistencia de una comadrona y siempre que tuvimos necesidades
para nuestros cuerpos físicos, Dios nos las suplió. Sin embargo, en esta
oportunidad, Mrs Friday me convenció de ir un doctor por bien de mi familia, y
lo hice.
Cuando el médico me examinó me dijo: “Tendrá que darse cuenta, como yo, que
está alrededor de los 50 y no puede hacer lo que antes hacía. Deberá aceptar
ese hecho porque quizá tiene trombosis coronaria.”
Me dio unas píldoras que no tomé. Sorprendentemente el doctor murió en pocas
semanas, mas por la gracia de Dios todavía estoy vivo. Seguí en agonías de
dolor, desprovisto de toda esperanza y con la fe en cero. En plena bancarrota,
con el sudor que caía de la frente, sólo tenía fuerzas para clamar: “¡Oh,
Jesús!”
Una noche, me amaneció que me iba. Sentía las cobijas con el peso de una
tonelada y los dolores como puñaladas estaban sobre el pecho, cuando el Señor
me habló: “Sí, te vas. O vas y haces lo que te pido que hagas o terminaré tus
días.”
Cualquier cosa que el Señor tuviera para mi vida, no quería acabar así—
apartado de cuanto Él se había propuesto conmigo. Como anhelaba cumplir mi
destino, estuve de acuerdo: “Señor, romperé la compañía con el Hermano Friday.
Dejaré Paddock Wood e iré y andaré la tierra con el evangelio.”
Poco tiempo después un hermano de la iglesia vino a visitarme y me trajo una
grabación de Oral Roberts. El Señor me dijo: “Cuando pongas tu mano sobre la
grabadora, te sanaré.”
Mientras esa noche oía al Hermano Roberts, me di mañas para extender las
manos y toqué la grabadora. El poder del Señor descendió a través de mí e
inmediatamente tuve testimonio que Dios me había curado.
Cuando desperté al día siguiente, me sentí dos veces más enfermo. Ahora tuve
que enfrentar un reto. ¿Iba a creer el testimonio interior del Espíritu Santo
que en la noche me dijo que estaba sano? Ni una vez en todo el curso de mi vida
tuve aquella seguridad y supe que no era sino la verdad. Supe que había sido
sano la noche anterior pero mi cuerpo desafiaba el testimonio del Espíritu de
Dios. Me dejé ir contra la cabecera de la cama. ¿A qué le creo? ¿A mi cuerpo o
al testimonio interior? Entonces lo decidí. El testimonio era la verdad. Dios
me había curado para enviarme a hacer su voluntad. Cuando me rendí ante Él,
supe que Dios suplió mi necesidad aunque no hubo cambio exterior.
Intensamente débil hice oscilar las piernas por el lado de la cama. No hubo
fanfarria de trompetas para romper el firmamento, ni los ángeles vinieron sobre
mí. Todo lo que tenía era la certeza del Señor en mi espíritu. A partir de ese
momento mi fe se liberó a la verdad de Dios que había sanado mi cuerpo. Al
creer eso, obré en consecuencia y salí de la cama. Desde el momento en que
actué sobre mi fe, el dolor comenzó a cesar.
Tuve una inflamación muy grande en una vena que estaba negra desde la rodilla
hacia arriba. En el curso de las siguientes semanas, lo primero que hacía cada
mañana era mirar esa vena hinchada.
“¿Qué miras?” Dios me preguntó un día.
“Señor,” respondí. “Me miro la pierna.”
“Cada vez que miras esa pierna, alimentas tu incredulidad,” me dijo.
“¡Alimenta tu fe y haz morir de hambre a tu incredulidad!”
Vine a entender que alimento la fe con la Palabra de Dios y que alimento la
incredulidad con el conocimiento de los sentidos—lo que veo, lo que oigo—con
todos los sentidos. Si quería que la incredulidad muriera, debería llevarla a
la inanición y a la muerte. Entonces dije: “Señor, no volveré a mirar esa
pierna, ni siquiera cuando esté en el baño.”
Aunque me sentía muy débil, me preparé para salir a ministrar. Marj objetó:
“¿Qué vas a hacer?”
“Voy a hacer lo que creo que es la voluntad de Dios,” le dije.
“¿Te atreves a dejarnos?” Me replicó. “Estás tan débil que escasamente te
puedes arrastrar alrededor de la casa. Ni pienses que puedes irte.”
“Bueno, me voy.” Era noviembre—opaco y oscuro. Comenzaron a caer uno copos
de nieve enormes mientras me vestí y empacaba una maleta chica, pues estaba
muy débil para llevar una grande. Dejé la casa y anduve sin firmeza hacia el
fin de la vía. Dejé a Marj con media corona (dos chelines y seis peniques) y
algunos vegetales que varios miembros de la iglesia nos habían llevado. Yo sólo
tenía en el bolsillo otra media corona.
No hacía dos o tres minutos que estaba al lado de la carretera cuando vi un
carro que subía. Le hice una seña y paró. Antes que pudiera agradecer al
conductor por haberse detenido, me dijo: “Voy hasta Londres, bienvenido si
quiere acompañarme.”
Le di las gracias y subí a un bonito automóvil. Pronto llegamos a Londres.
Por un día o dos ministré a algunas personas conocidas en Reading y experimenté
una apreciable mejoría. Así pude aprender un principio divino: Si ministras a
otros, incidentalmente te vas a ministrar tú mismo.
Hice autostop a Hockley, Birmingham, donde estuve con la Hermana Reeve y con
la Hermana Fisher, quienes me ministraron económicamente. También me ayudaron
en lo físico al ver mis necesidades de nutrición y descanso adecuados. De allí
prediqué en Northumberland y en Irlanda del Norte donde con el auxilio de Dios
pude conseguir algo de dinero para enviar a mi casa y atender a las necesidades
de la familia. Cada día que pasaba me sentía más fuerte.
En Dungannon, Irlanda, mientras caminaba por un camino rural y me regocijaba
con la mejoría de salud, saqué el frasquito de píldoras que no había usado y
las derramé en un potrero cerca de unas vacas interesadas. Si las vacas se las
comieron, no lo sé.
Las semanas pasaron y ni una sola vez me fijé en la pierna enferma, pero una
noche cuando tomaba un baño, se me cayó el jabón. Miré por todas partes en el
agua del baño para encontrarlo cuando descubrí que mi pierna derecha estaba
tan sana como la izquierda. Regresé a la casa fortalecido y completamente
curado.
Para consternación de Archie Friday comencé a dejar mis responsabilidades
con la iglesia. Me rogó que no lo hiciera pero ya estaba decidido con el Señor
y sabía que debía irme. Algunos de los hermanos pensaron que no debería
abandonar una posición segura con la iglesia para salir a todo cuanto
consideraban como una necedad. Uno de ellos vino con sus dudas: Me preguntó:
“¿Para dónde va?”
Le respondí: “No sé. Todo lo que Dios me ha dicho es ir y andar la tierra.”
Me dijo: “Usted está loco, hombre. ¿Eso significa que simplemente va a
aparecerse en las casas de las gentes?”
“Bueno,” repuse. “Donde está el nombramiento de Dios allí también hay la
provisión. Nadie estaría más contento que yo si encuentro que no funciona. No
quiero que funcione.”
“Esto es lo más loco que jamás he oído,” sacudió la cabeza en mi dirección.
“Usted es lo más impráctico con su familia al salir sin saber adónde va.”
“Hermano,” declaré, “si en unos cuantos días o en unas semanas regreso como
un perro con el rabo entre las piernas, si debo decir ‘me equivoqué, estuve
mal,’ estaré feliz de haberme equivocado y de estar mal. No quiero estar bien.
A pesar de todo, dentro de mí hay un profundo sentimiento que Dios me envía
fuera.”
Tal fue el comienzo de un ministerio que me llevaría no sólo por el Reino
Unido, sino eventualmente, por todo el mundo.
Aunque todavía vivíamos en Paddock Wood, y a veces yo asistía a las
reuniones, ya no estaba más comprometido con la iglesia como pastor. En cambio,
hacía autostop a muchos centenares o a miles de millas desde Colerain en Irlanda
del Norte hasta Cork en el Sur, y a muy diversas partes de las Islas Británicas.
Una vez viajé en autostop hasta Nottingham con un espiritista que me dirigió
muchas preguntas acerca del evangelio y como estaba tan dispuesto a escuchar,
me senté y hablé con él durante un tiempo largo después que llegamos a la
ciudad.
Aunque el Señor no me hizo posible llevarlo al punto de su salvación, supe
que Dios trataba con él. Cuando salí del carro era demasiado tarde para ir
hasta donde había planeado detenerme a pasar la noche. Con mucho cansancio
anduve a través de las silenciosas calles de Nottingham.
“Señor,” dije, “no sé qué hacer. No tengo dinero y necesito una cama.”
El Señor me habló: “Tu cama está en la segunda vuelta a la izquierda.” Caminé
hasta la segunda vuelta a la izquierda bajo una solitaria lámpara pública que
alumbraba el trayecto, y observé que era una calle sin salida. Cuando me volví,
alcancé a ver en la tenue luz un hermoso, grande, autobús de viajes largos.
“Ahí está tu cama,” me dijo Dios.
“Pero Señor,” objeté, “no estoy acostumbrado a hacer cosas así.”
“Ahí tienes tu cama,” me repitió el Señor. “Recuerda cuando dije a dos de
los discípulos: ‘30Vayan...y encontrarán un burrito atado que nadie ha montado
todavía. Desátenlo y tráiganlo. 31Y si alguien les pregunta...díganle que el
Señor lo necesita’” (Lucas 19:30-31 VP). El autobús no era mío, pero en ese
tiempo, el burrito tampoco pertenecía a los discípulos.
Ensayé la puerta del bus. Como no estaba cerrada, me fui hacia la parte
posterior y allí encontré dos grandes cobijas sobre la banca trasera.
Completamente exhausto me eché y quedé dormido de inmediato. Cuando desperté
eran las 6:30 de la mañana. Doblé las cobijas, me deslicé fuera del bus a la
luz creciente del día y seguí mi camino lleno de gratitud al Padre.
Un día recibí una invitación para ir a Suecia y un grupo de hermanos tomó
una ofrenda a fin de ayudarme a pagar los gastos. Después de una de las
reuniones un hermano vino y me sugirió que viajara a Suecia con un hermano más
joven que también iba para allá. No lo quise hacer—por pura soberbia—pues pensé
que mis superiores años de experiencia merecían un compañero mejor. Fue, desde
luego, un serio error de mi parte. Por tanto no partí con él y esto, según lo
pude ver más tarde, había sido la voluntad de Dios para mí.
Tomé un avión a Ámsterdam y de ahí fui a Frankfurt, Alemania, con algún
dinero que me quedaba. Sabía muy poco alemán y al tratar de decir que quería
un vaso de agua cuando llamaba a una y otra puerta, la persona que me abría
siempre me daba con la puerta en las narices. Más tarde supe que en lugar de
pedir agua, decía que estaba borracho.
Terminé esa noche con la espalda en una banca, arropado con el abrigo sobre
el suelo desnudo. En la mañana fui al parapeto de un puente para terminar mi
sueño. Tuve una fiesta de autocompasión y como intenté justificarme, hice mi
queja al Señor: “No estoy acostumbrado a este tratamiento. Sé que no tuviste
donde reclinar la cabeza, pero...”
Dios me interrumpió y me hizo ver mi fracaso y mi orgullo cuando rehusé
viajar a Suecia con el hermano joven en su carro.
Pensé: “Bueno, he de seguir adelante. Voy a ir a la estación y tomaré el
tren de Osnabrück a Suecia.”
“No. ¡No lo harás!” Dios me dijo. “No vas a disfrazar tu fracaso al presumir
de mis bendiciones y mi gracia. Volverás a tu hogar con la verdad acerca de tu
orgullo y así lo debes decir a quienes suministraron el dinero de este viaje,
sin que escondas la basura bajo la alfombra.”
Eso fue exactamente lo que tuve que hacer. Volví sobre mis pasos, tomé el
avión de regreso a Londres y me detuve en el umbral de mi casa dos días más
tarde.
Marj me miró con ojos desorbitados. “Creí que ibas a estar fuera dos semanas,
no dos días.”
Le dije: “Dios me golpeó los nudillos y me mandó a casa. También me dijo:
‘Eres demasiado viejo para juegos como este. Debes reconocer la verdad que no
cumpliste mi voluntad debido a tu orgullo y a tu rebeldía’.”
Hay muchos que hacen lo que hice—quieren cubrir errores donde han fallado
en cumplirle a Dios. No saldrán con eso, sino hasta cuando tengan la verdad.
La verdad nos hace libres—la verdad implica aceptar la culpa. Si no tenemos la
verdad sobre el fracaso pasado, iremos en el círculo vicioso del camino
recurrente. Hay quienes dan vueltas y vueltas, como lo hicieron los hijos de
Israel en el desierto, durante cuarenta años—mucho movimiento, ningún progreso—
porque nunca habían tenido la verdad y luego murieron en el desierto de la
incredulidad. Podemos culpar al diablo, a la esposa, a las circunstancias, pero
hasta cuando aceptemos la culpa por nuestra propia falla, nunca iremos a ninguna
parte con Dios.
Balaam golpeó a su burra en lugar de averiguar porqué el animal se detuvo.
No golpees la burra. Observa que la misma burra a la que culpas por tus
dificultades en verdad es tu salvación, como dijo el ángel: “Cuando la burra
me vio se apartó tres veces. De no haber sido por ella, estarías ya muerto y
ella seguiría con vida” (Números 22:33 NVI).
Las lágrimas no son necesariamente un signo de arrepentimiento verdadero y,
en cambio, pueden ser producto de la autocompasión. Esaú buscó su primogenitura
perdida con lágrimas pero no la encontró. Gracias a Dios que Él es un Dios
lleno de gracia que nos puede devolver los años desperdiciados, pero no lo hará
sino hasta cuando admitamos que hemos desperdiciado los años.
Un día, Mrs Greening, una hermana que poseía una casa grande en Maidstone
se me acercó. Me dijo que se iba con su esposo a Los Ángeles y me pidió
encargarme de cuidar su casa durante un par de años. Accedí a esta solicitud y
aunque todavía éramos propietarios de la casa en Paddock Wood, nos fuimos a
vivir a la residencia de Mrs Greening.
Andrew se disgustó mucho con esta mudanza. “Papá,” dijo: “¿Qué va a pasar
con mi estanque de peces?”
“Mira, hijo,” le expliqué, “no es posible trastear un estanque. Lo único que
te puedo prometer es que te haré un estanque para peces de agua dulce.” Con
eso se calmó.
Al mudarnos encontramos la hierba del césped casi hasta la cintura, muchos
montones de basura, y grandes cantidades de tarros y botellas. La casa había
estado vacía y descuidada por mucho tiempo. Por tanto, tan pronto como nos
pasamos, tuve mucho trabajo para hacer la limpieza.
Andrew repetidamente me preguntaba: “Papá, ¿qué hay de mi estanque? ¿Cuándo
me lo vas a hacer? Todos mis peces se quedaron en Paddock Wood y dijiste que
me harías un estanque aquí.”
“Sí, hijo,” le respondía, “claro que lo haré, pero tengo mucho trabajo.
Fíjate cuán ocupados estamos.”
Un día Andrew me confrontó. Fijó sus ojos en los míos y me dijo: “Papá, no
tiene ningún sentido todo lo que dices.”
Le contesté: “Andrew, ¿qué quieres insinuar?”
Me respondió: “No haces sino decirme ‘te haré el estanque, o ya lo voy a
hacer,’ pero tus palabras no significan lo que dicen.” A medida que hablaba el
Espíritu Santo dirigió esa queja a mi alma y me sentí tan culpable y tan
convicto como si necesitara la salvación. De manera inmediata, la principal
prioridad en mi vida se convirtió en hacerle a mi hijo su estanque para peces.
Le pedí a Jack Perkins que me ayudara y entre los dos cavamos el foso e
hicimos el estanque para Andrew. Cuando mi hijo me reprendió por no cumplir mi
promesa, pude darme cuenta que nada hay tan poderoso como la propia palabra de
Dios que hasta le ata a Él mismo.
Dios no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13) y casi parece como si
pudiésemos atar a Dios con su palabra. Veo a Moisés que se pone de pie en la
presencia del Señor y cuando Dios declara que destruiría a Israel, Moisés le
dice: “¡No puedes hacerlo!” ¿Cómo se atreve un hombre a decir al Todopoderoso
lo que puede hacer y lo que no puede? Moisés lo hizo porque se levantó sobre
la previa promesa de Dios para Israel.
Frente a la ventana de nuestra cocina unos árboles grandes que eran del
vecino nos quitaban la luz. Me gustaría derribarlos, pero como no eran míos,
no tenía libertad para hacerlo. Cierto día llegó un hombre y preguntó si en
nuestro solar había árboles que quisiéramos echar abajo.
Le respondí: “Los únicos que me gustaría quitar son aquellos que pertenecen
a la casa vecina.”
Me dijo: “Suponga que paso allá y logro que me den permiso para cortarlos.
¿Me pagaría usted por aserrarlos?”
Dije: “Con el mayor gusto.”
Volvió a los pocos minutos e informó: “La señora dice que si usted paga, los
puedo derribar.” Así lo hizo y, claro está, le cancelé el trabajo.
Esa noche el marido de la vecina, un alemán enorme, vino a buscarme. Me
maldijo con todas las ofensas que conocía en inglés y pronunció muchas palabras
que supongo eran insultos teutones. Rugió: “¿Cómo se atrevió a pagarle a un
hombre para que cortara mis árboles?”
Protesté: “Pero...le dije al hombre que le pidiera permiso a su señora.”
Hasta donde puedo suponer, la esposa dio la autorización, pero al ver la ira
del marido, negó haberla dado—y entonces fui el chivo expiatorio. El vecino
jamás me volvió a hablar.
Unos días después de aquel incidente, mi hijo Andrew jugaba con su balón y
éste se le escapó y fue a dar al patio del vecino.
Andrew me dijo: “Papá, el balón se me cayó a la casa vecina.”
Le contesté: “Vé, da la vuelta y pídelo cortésmente.”
Me respondió con mucho miedo: “Pero tú sabes cómo es ese señor.”
Le advertí: “Oye, ¿a quién temes más, al vecino o a tu padre? ¡Vé ahora
mismo! Probablemente no se encuentra en casa a esta hora.”
Andrew obedeció y regresó sonriente: “Ya tengo el balón, papá.”
Vi que con suma frecuencia soy culpable de lo mismo que mi hijo era culpable:
Temer más al hombre que a mi Padre. Dios quiere que le temamos más a su rostro
y no a la cara del hombre. Si lo hacemos, entonces luego, nos levantará delante
de los hombres (Jeremías 1:17).
Para mi gran sorpresa cuando Mrs Greening me dejó a cargo de su casa, también
me dejó cuentas por pagar, incluso una inmensa por leña y carbón mineral.
Ministré en Irlanda del Norte donde Dios me suplió financieramente para
algunas de estas necesidades y luego me sentí guiado para ir al Sur. Un querido
Hermano, granjero, me advirtió: “No vayas al Sur, más allá de la frontera.
Cuando cruces la frontera vas a sentir el poder de las tinieblas.”
Le dije: “Hermano, no voy a cruzar la frontera para sentir el poder de las
tinieblas. Si no puedo llevar la presencia de Dios conmigo, no iré.” Fui a
Galway y Limerick y encontré lo que el hermano había dicho. No hubo ingresos
por mis ministraciones allí y tuve que pagar mis gastos. Así, todo el dinero
que el Señor me había dado en el Norte, lo gasté en el Sur y me quedó muy poca
plata para volver a casa.
Mientras viajaba por Gales del Sur, Dios me dirigió para ir a Chard donde
pasé el fin de semana. Había visto a Pam Greenwood en las reuniones y le
pregunté por su esposo, Harry.
Me respondió: “Harry ministra ahora en los Estados Unidos.”
“Oh,” dije, y no pensé más al respecto. Antes de salir de Chard, fui a pasar
algún tiempo con el Hermano Tony Nash.
Mientras subía hacia la casa de Tony, Dios me habló: “Dale a Pam Greenwood
10 libras.”
Pensé: “Oh, Señor, no.”
Me repitió: “Dale 10 libras a Pam Greenwood.”
Repuse: “Señor, Pam tiene su marido que cuida de ella y yo tengo que ver por
mi esposa y mi familia. En mi hogar necesitamos ese dinero.” La paz se me iba
a los talones al discutir con Dios acerca de esas 10 libras. Tony debe haberse
preguntado qué significaban mis silencios mientras lo visitaba. Escasamente
contesté sus preguntas aquella velada.
Por la noche, mientras me preparaba para ir a la cama, oré: “Padre, voy a
abrir mi Biblia tres veces. Si en ella me hablas sobre esas 10 libras, se las
daré a Pam Greenwood, si no es así, las llevaré a casa.” Claro está que no
recomiendo este método como la mejor técnica para recibir la guía divina, pero
Dios en su inmensa misericordia suple nuestras necesidades en todos los campos.
Abrí al azar la Biblia y no encontré nada. La segunda vez se abrió en el
relato del hombre que dejó de invertir la mina (la libra) que se le había
confiado y leí: “Quítenle el dinero y dénselo al que recibió 10 veces más”
(Lucas 19:24 NVI).
Entonces pensé: “Bueno, dije ‘tres veces.’ Hasta ahora ha habido un ‘no’ y
un ‘sí’.” Tomé la Biblia por tercera vez y se abrió en “Y los hijos del ceneo,
suegro de Moisés, subieron de la ciudad de las palmeras con...” (Jueces 1:16
RV). Aquí tuve que interrumpirme, como si hubiera recibido en la frente un
fuerte golpe con una maza. Palmeras (en inglés ‘palm trees’ es ‘green wood.’)
Además la ‘l’ es muda y se pronuncia ‘pam,’—Greenwood—palm trees, Pam Greenwood.
Por tanto, no pude discutir más con Dios y me rendí: “Muy bien, Señor.
Llevaré esas 10 libras a Pam en la mañana.”
Viajé a casa casi deshecho y con gran quebranto. La esposa de un predicador
itinerante no sólo es feliz de tener a su amado de nuevo en el hogar, sino que
también espera que él supla y se encargue de los aspectos financieros.
Débilmente le tuve que confesar a Marj qué había sucedido y que al Padre
Celestial no le agradó llenar mis necesidades. Más o menos unos tres días
después subí a Church Leigh y un Hermano, Bernard Adams, salió a mi encuentro
con estas palabras: “Hermano Arthur, mi esposa Doreen acaba de recibir los
ingresos de una inversión y siente que el Señor quiere que le dé el diezmo a
usted.” Y me entregó 120 libras, cantidad suficiente para lo más inmediato y
para pagar todas las cuentas.
Cuando nos fuimos a vivir en Maidstone estuvimos en medio de gente con toda
clase de problemas—quizá homicidas era la única categoría que no teníamos.
Envié una pareja que vivía sin casarse, Steve y Brenda con sus dos niños, a
Jim Partington para que les ministrara. Después se casaron y vivieron con la
mamá de Brenda, pero en la noche de Navidad regresaron a mí. La cabeza de Steve
tenía varios vendajes y explicó que su suegra le había vertido encima una olla
de agua hirviente y que además, los había sacado a patadas de la casa. Entonces,
Marj y yo los recibimos.
Así comenzaron cuatro meses de caos. Steve llegaba con grandes cantidades
de vegetales y verduras para pagarme el arriendo. En ese momento no nos dimos
cuenta que recibíamos bienes robados. Steve y Brenda trajeron un perpetuo
desbarajuste a la casa—ruido de bolas de billar a la 1:00 de la madrugada,
vidrios rotos, gritos y voces, así como personas que entraban y salían de la
casa a cualquier hora, sobre todo en la noche.
Un día regresé de un viaje ministerial y bajé al sótano en busca de ciertas
herramientas. Allí me tropecé con una mujer que parecía estar en su octavo mes
de embarazo. Le pregunté: “¿Quién es usted?”
Me respondió con una pregunta: “¿Y usted quién es?”
Le informé: “Resulta que vivo aquí, porque esta es mi casa. ¿Qué hace usted
en mi sótano?”
En ese momento apareció Steve. “Mr Burt,” comenzó a explicar. “Sabemos que
usted es un hombre bondadoso y que ayuda a quienes no se pueden ayudar por sí
mismos. Esta es Joan.”
Joan vivía con un húngaro a quien perseguían las autoridades policíacas y
Steve les había cedido un colchón en su alcoba. Así pues, Steve, Brenda, los
dos niños, Joan y este húngaro, todos dormían en el mismo cuarto, mientras que
Marj ni siquiera sabía de esta nueva pareja en la casa. Cada noche Steve y
Brenda los hacían deslizar a través de una ventana del sótano después que Marj
se había ido a la cama. Sólo se mostraban en la tarde y por esto Marj pensaba
que eran amigos que visitaban a Steve y Brenda, sin darse cuenta que en realidad
vivían allí. Entonces dije a Joan y a su marido que se debían ir. Para vengarse
nos denunciaron a la policía y nos acusaron de alquilar piezas que no eran
aptas para vivienda de los seres humanos por la presencia de ratas, y arañas.
El Hermano Jack Perkins y sus tres niñitas también vivían con nosotros en
ese tiempo. Cierta tarde Brenda dijo que uno de sus aparatos eléctricos, me
parece que quizá era una olla, había dejado de funcionar y le pedí a Jack el
favor de bajar y ver qué pasaba.
Al siguiente día, Steve vino a mí furioso con el Hermano Perkins: “Este
hombre tocó a mi mujer,” gritaba. “Bajó para ver la m... olla, y aprovechó para
tocar a mi mujer. Ya llamé a la policía.”
En efecto, llegó la policía y todos sufrimos el trauma y el drama del
minucioso interrogatorio policial y luego la visita a la inspección para ver
de arreglar la cosa. Vivían con nosotros sólo por gracia, pero la gracia de
ayer se convirtió en el derecho de hoy. La relación con ellos empeoró de tal
modo que Steve, abajo, sobre su puerta, clavó un papel con un cráneo y huesos
cruzados y este aviso: “¡Cuidado! ¡Manténganse fuera!”
Un día la situación se agrió de tal modo que Steve se plantó en la parte de
las escaleras que iban al sótano con un cuchillo dirigido hacia nosotros—Jim
Partington, Jack Perkins, y yo. “Si alguno de ustedes se atreve a bajar, aquí
lo encuentro,” ofreció. “Lo corto y lo mato.”
Jim bajó la mitad de los escalones y dijo: “Oye, Steve, hasta el más pequeño
vestigio de gracia ha abandonado mi cuerpo. Si tuviera una barra de hierro en
las manos, te rompería la cabeza.”
Jack, un enorme y forzudo ex-marinero declaró: “Sí, eso está bien, Jim.
Estoy contigo.”
Teníamos una daga en la parte baja de las escaleras, Jim en la mitad que
deseaba una barra de hierro y Jack en lo alto que lo estimulaba y lo alentaba.
“Oh, Señor,” oré. “Vamos a tener un baño de sangre en un minuto y soy la
causa de todo.” Me apresuré a dar instrucciones a Marj para que le subiera el
volumen al televisor de modo que los niños y las demás personas de la casa no
pudieran oir la pelea cuando comenzara.
Pues no hubo pelea. Después de unos minutos Jim trajo a Steve y a Brenda a
la habitación. “Te quiere decir algo,” me dijo Jim.
“Recibí a Jesús como mi Señor y Salvador,” dijo Steve. “Y ahora le debo
confesar todos los problemas que ha habido por mi causa. ¿Se acuerda cuando no
pudo encontrar el bolso de su hija? Bueno, yo lo robé.” Y comenzó a dar una
lista de todo lo que se apropió, cosas que pensé que se habían perdido—las
había tomado todas.
Para mi sorpresa produjo frutos de arrepentimiento. Puso 30 chelines en la
mesa y dijo: “Eso es una semana de arriendo.” En realidad fue como si hubiese
tenido la experiencia del nuevo nacimiento. Parecía, en ese momento, que Jim
hubiera llevado con éxito a Steve a los pies de Jesucristo. Por unas pocas
semanas todos gozamos de paz.
Luego, no recuerdo el motivo, las relaciones se dañaron de nuevo. Incluso
un día, después de insultarme con palabrotas, Steve me amenazó: “Voy a traer
los muchachos para darle una buena paliza.”
El Señor se movió sobre mí y le dije a Steve: “A partir de este momento, en
una semana, usted se habrá ido.” No tenía muy claro lo que eso significaba,
pero supe que era una palabra profética.
Steve me malentendió y pensó que quizá yo iba a traer algunos hombres muy
fuertes para golpearlo y echarlo fuera. “Ni se le ocurra atreverse,” replicó,
“porque vendré con mis amigos, le destruiremos todos sus muebles y además le
vamos a dar duro. Resistiremos cada pulgada del camino.”
No comprendía lo que el Señor iba a hacer pero sólo supe que en el curso de
una semana Steve ya no estaría en casa.
Durante los días que siguieron, la atmósfera estaba llena de tensión. Con
temor y odio en su voz Steve repetidamente me amenazaba y yo no sabía qué iba
a suceder. En la última noche tuve este pensamiento: “Bueno, sólo es cosa de
horas si eso fue una palabra del Señor.”
Steve entró de la calle con gruñidos de maldiciones y amenazas contra mí.
Supongo que pensaba que en cualquier momento una multitud de hombres se
abalanzaría sobre él para arrojarlo a la calle. Casi era la medianoche cuando
el Señor me dio una palabra; “Casa-coche.” Inmediatamente supe lo que
significaba.
“Steve,” le dije. “Jesús le tiene esperanzas nuevas a usted en la mañana.”
El Hermano Ted Robinson me dio una casa-coche para disponer de ella y supe que
el propósito del Señor era entregársela a Steve. De este modo Steve y Brenda
tenían ahora una casa sobre ruedas, que no les costó nada, y felizmente nos
dejaron. Nunca en la vida había estado tan contento de ver la espalda de alguien
como con esa pareja en la que usé hasta la última gota de mi gracia.
Conocí a Ted Robinson cuando estuvo en prisión, por abuso sexual de un
jovencito. Algunos hermanos de Church Leigh me pidieron que lo visitara. Ted
era cristiano de poco tiempo atrás pero nunca había compartido sus luchas
interiores con nadie de la iglesia porque todos le parecían ser muy santos al
compararse con ellos. Luego se descubrió su falta y fue a la cárcel. Tuve un
sentimiento muy cómodo y agradable, pues pensaba que hacía la voluntad de Dios
al ir a ver a este pobre hombre encarcelado, cuando el propio Señor cortó por
lo sano a través de mi complaciente autosatisfacción.
Dios me dijo: “No solamente vas a visitarlo. Además, también le vas a ofrecer
un hogar.”
Una cosa es visitar un abusador sexual en la cárcel y otra bastante distinta
es, cuando salga de prisión, llevarlo a la casa donde tienes un hijo de 10
años. Dios me desafió a demostrar mi fe con hechos. Smith Wigglesworth
acostumbraba decir: “La fe es acción. No es sólo un buen sentimiento. ¡La fe
es un hecho!”
Entonces le dije a Ted: “Mira, te ofrezco un hogar como para el Señor; pero
quiero que entiendas esto: Sé porqué estás en la cárcel. Tengo un hijo de 10
años y no confío en ti. También quiero que sepas que tampoco confío en mí. Y
porque sé que yo mismo cuánto necesito la gracia de Dios, ¿cómo te puedo rehusar
la gracia?”
Muchos piensan que captan o entienden la gracia cuando la reciben, pero en
verdad una persona comprende o agradece la gracia cuando la ministra. Le dije
a Ted que no le tendría siempre el ojo encima. No confié en él pero sí confiaba
en Dios con él. Para mi propia vida llegué a darme cuenta de la advertencia de
la Biblia: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12
RV). Y a no ser por la gracia de Dios, yo podría fácilmente haber sido el
hombre en prisión.
Aquella gracia se gastó bien en Ted. Respondió al Señor. Nos ministró de
múltiples maneras—preparaba el té para los visitantes, limpiaba y disponía las
sillas de las reuniones, llevaba recados—en fin, todo cuanto la mayoría no se
apresura a hacer.
Supongo que Esteban enfrentó esto cuando los ancianos dijeron: “No está bien
que nosotros los apóstoles descuidemos el ministerio de la palabra de Dios para
servir las mesas” (Hechos 6:2 NVI) y por esto le dieron el trabajo a Esteban.
Si había visto a Jesús hacerlo o no, tuvo la revelación de Jesús que pudo
agacharse y lavar unos pies sucios. Esteban ministró al servir a las mesas pero
eso no lo aprendió en el seminario bíblico. El Espíritu Santo comenzó a moverse
sobre él en señales, maravillas, prodigios y bendiciones. En ningún momento
Esteban pasó a través de su vida como un cuchillo caliente a través de la
mantequilla—para convertirse en el primer mártir.
Veo que a la gente le entusiasma mucho más ir al seminario que lavar platos
pero creo que la revelación puede salir del fregadero de la cocina tan
fácilmente como de los salones de clase del instituto bíblico—y quizá más. Ted
ha permanecido como miembro de nuestra familia y nos ha dado un tremendo
rendimiento por la inversión de la gracia que le depositamos hace más de veinte
años.
En la Isla de Wight conocí a Mrs Darkins, judía austriaca que había vivido
bajo una nube negra de depresión desde cuando los nazis asesinaron a los
miembros de su familia en las cámaras de gases de Maidanek y Auschwitz. Mrs
Darkins vino a nosotros en compañía de un huérfano, Stevie, un muchachito negro
tan asustado como un conejo perseguido por una jauría. Un médico brujo en Kenya
mató a la madre de Stevie y Mrs Darkins cuidaba de él desde entonces.
Recientemente estuvieron con ciertos predicadores pentecostales que estaban
convencidos que ambos necesitaban ser exorcizados. Estos predicadores tenían
mano muy dura en sus esfuerzos para expulsar demonios y como no pudieron
hacerlo, expulsaron a la mujer y al muchacho y los declararon como faltos de
cooperación.
He creído que el mayor poder de exorcismo está en la Biblia: “...El perfecto
amor echa fuera...” (1 Juan 4:18 RV). Echa fuera todo temor que es la base del
poder demoníaco para controlar la gente. Así como un tren no puede correr por
campos arados pues necesita rieles, creo que el poder satánico necesita rieles
para correr, y ese riel es el temor engañoso.
El temor siempre se edifica sobre una mentira. Siempre. Nunca es posible
tratar adecuadamente con el temor a menos que primero se trate con la mentira
que está detrás. Si se trata la mentira, el temor morirá. El prisionero se para
a mirar fuera de las rejas de la ventana, y llora por su cautiverio, pero la
verdad es que detrás de él, la puerta de hierro de su celda la abrió ya la
expiación de Jesucristo.
Con esto en mente, sentí que cualquiera que fuese el problema de Mrs Darkins
el amor perfecto de Dios lo resolvería y, como un iceberg espiritual, ella se
derretiría por el calor y la gracia de Dios en nuestro hogar. Por tanto, creí
que Dios la iba a sanar de sus heridas pasadas.
Cuando llevé a los dos a mi casa, caí en el desagrado de los predicadores
pentecostales que no creían que debiera hacerme cargo de ambos. Aunque su
intención fue buena, su dureza complicó los temores del muchachito. Debido a
que yo también era predicador pentecostal, asusté a Stevie que no quiso volver
a la mesa para las comidas. Entretanto Mrs Darkins estaba bajo una nube helada
y negra de abatimiento y melancolía.
Entonces oré: “Señor, ahora que los tengo aquí, te ruego por favor que me
digas, ¿qué voy a hacer con ellos?”
Y la respuesta fue: “No hagas nada. Así como un cubo de hielo se derrite en
el calor de la cocina, ellos se han de derretir, mas no por medio de sermones,
tampoco por ningún tratamiento especial ni mucho menos por exorcismos.
Simplemente déjalos que se derritan con el perfecto amor que es la gracia
divina.”
Por varias semanas ignoré al pequeño Stevie. Siempre que ofrecía dulces o
frutas a mis propios chicos o a los vecinitos, deliberadamente lo dejaba por
fuera. Nunca le hablé sino hice lo que el Señor dijo que hiciera—nada. Stevie
había llegado como la muerte en medio de la vida, mientras nuestros niños eran
vivaces y amistosos y desplegaban abiertamente su actitud de confianza amorosa.
Esta amistad comenzó a penetrar el comportamiento del pequeño Stevie y un día
vi un parpadeo de sus ojos hacia mí mientras daba dulces a los otros niños.
“¿Quieres uno?” Le extendí la bolsa de dulces y sin una palabra, como si
fuera un animal asustado, arrebató un caramelo. Poco a poco sus defensas
cayeron, hasta cuando finalmente, empezó a unirse a los demás chicos y a tomar
una banana o dulces con el resto. Cuando principió a derretirse, su madre
adoptiva también se ablandó.
Con los grandes ojos desorbitados Stevie ponía atención exagerada a los
relatos bíblicos que les contaba a los niños. “Tío Arthur,” con frecuencia me
rogaba: “Cuénteme una historia.”
Entonces inicié con él una técnica para ayudarle a vencer sus temores. “Mira.
Tío Arthur está muy ocupado. Si te cuento una historia tendrás que recordarla.
Cuando te pregunte cuál fue la historia que te dije ayer, quiero que me prometas
que te vas a poner de pie y me repetirás la historia.”
Nuestras reuniones tenían un ambiente tan hogareño y cálido que Stevie no
se daba cuenta que estaba en una reunión. Yo decía: “Ahora Stevie, ¿cuál fue
la historia que Tío Arthur te contó ayer?” Stevie se levantaba en la reunión,
este niño anteriormente aterrorizado, y repetía para mí un relato bíblico
frente a todas las personas que se congregaban, sin tener conciencia que acababa
de dar entonces el primer paso para ministrar.
La gracia de Dios cambió dramáticamente la vida de ese pequeño. Siempre que
me iba por unos cuantos días, estaba a mano para saludarme a mi regreso. Corría
hacia mí y me echaba los brazos al cuello mientras gritaba “¡Tío Arthur!” Mrs
Darkins también recibió el cálido amor de Dios. Perdió esa opresiva melancolía
que tuvo cuando llegó y entró en la paz por medio de la gracia salvadora de
Jesús.
Al final Mrs Darkins y Stevie regresaron a Kenya, África, y fuera de una
ocasional tarjeta de Navidad, se borraron en el pasado.
Un día Archie Friday me llamó desde Paddock Wood y me dijo: “Arthur, tengo
aquí un hombre que viene de 450 millas (720 km) al norte de Estocolmo. Bajó en
su carro desde el Círculo Ártico y me ha pedido que le presente cristianos en
el Reino Unido. ¿Podrías encargarte de él?”
Respondí: “Con gusto. Mándalo.”
El Hermano Chell Anderson llegó, encantado de estar en Inglaterra. “Me
gustarría conocerr muchos gentes Dios,” explicó. “Conozco no gentes Dios Gran
Bretaña, pero ¿usted llevarme y mostrarme gentes Dios? ¿Oigo gentes Dios en
Charla?”
Le dije: “¿Quiere decir Chard?”
Contestó: “Sí, Chard. ¿Usted llevarme? ¿Manejo usted en carro mío? ¿Usted
llevarme?”
Accedí: “Muy bien.” Así, al comienzo de la tarde del sábado Chell y yo
bajamos a Chard en Somerset. Lo que iba a suceder ese fin de semana cambiaría
el curso de mi ministerio y toda mi vida.
CAPÍTULO 11
LA PALABRA QUE SALE

Un grupo de Florida hizo un viaje a Tierra Santa y al regreso se quedó en


Inglaterra. De ese grupo dos personas, Grace Mundsey y Renee Robinson, fueron
hasta Blackpool para visitar a los Kirkland, una pareja a quienes habían
conocido en Florida. Durante esta visita oyeron una cinta grabada en Ipswich
donde yo había ministrado.
Grace quiso saber: “¿Quién es el que habla?”
Bill Kirkland contestó: “Es un hermano que se llama Arthur Burt.”
Ella dijo: “Me gustaría encontrar a ese hombre. Creo que Dios quiere que lo
conozca.”
Así pues, Grace y Eldon Purvis, un hermano que también era de Florida,
estaban en Chard fuera de la mansión y me hicieron seguir—me ordenaron en el
nombre del Señor—y entré con Chell Anderson a la reunión en Chard. No sabía
cuánto iba a obrar este encuentro sobre todos los años futuros, ese gozne
pequeño que abrió una puerta enorme, y las naciones a las que Dios me enviaría,
a partir de ese atardecer de un sábado.
Era una reunión libre, sin estructuras. Las personas daban vueltas en
amistosa libertad y periódicamente alguno se ponía de pie y ministraba al
grupo. Esa noche me levanté y en algo así como tres minutos compartí unas
cuantas palabras que Dios me había dado.
“¡Este es el hombre de la cinta!” Grace le dijo a Renee, pero no sé el
motivo, le fue imposible localizarme. En la reunión de la mañana siguiente, me
dirigí al grupo y Grace se me acercó.
Me dijo: “¿Le gustaría ir a Florida con nosotros?”
Tenía mi pasaporte listo para un viaje a Rumania que no se realizó. Entendí
que allá estaba prohibido hablar en lenguas en las reuniones públicas, pero
también sabía que no me era posible prometer que iba a apagar el Espíritu si
el Señor me movía en esa dirección. Ted Kent me invitó a llevar Biblias a
Rumania con él y le dije que no serviría llevarme si temía que ambos
terminásemos en la cárcel, en caso que Dios me moviera a dar un mensaje en
lenguas. Lo pensó durante tres días y luego me llamó para decirme que no creía
que yo fuese el hombre de Dios para ir allá. Así pues ahí estaba con mis papeles
en regla para viajar cuando Grace me habló de ir a Florida. Rumania fuera—
Florida dentro.
Entonces le pregunté: “¿Cuándo quiere que vaya a Florida?”
Contestó: “En la mañana. Su pasaje ya está pago y se puede unir al grupo que
regresa de Jerusalén.”
Ese primer viaje a Fort Lauderdale, Florida, fue el comienzo. Dejé de contar
mis recorridos a través del Océano Atlántico después de 200 viajes. Dios me ha
enviado no solamente a los Estados Unidos, sino también al Caribe, Canadá,
Centro y Sur América, Australia, Hong Kong, Taipei, Israel, Italia, Taiwan,
etc. Nunca soñé que Dios me iba a enviar a estos y a otros países cuando me
guió a dejar la seguridad de mi pastorado para andar la tierra.
Más o menos por esta época Mrs Greening vendió su casa. Regresamos a nuestra
propia vivienda en Paddock Wood con el sentir que Dios me enviaba a un capítulo
enteramente nuevo de mi vida. Donde está el llamamiento también hay la provisión
y así mis ingresos mantuvieron el paso con el costo creciente de viajar a
distintas naciones. Por regla general esperaba una palabra de Dios que me
dirigiera adónde ir día tras día. En ocasiones esa dirección venía por
circunstancias.
Ministraba en Portsmouth y esperé en la mañana que el Señor me permitiera
ir a Chard. Cuando desperté, me sorprendió con estas palabras: “Vé a Toronto.”
Entonces dije: “Te ruego que me perdones, Señor. ¿Qué me acabas de decir?”
Y volvió la frase: “Vé a Toronto.”
Jamás había ido a Canadá y de ese inmenso territorio sólo conocí a una dama
que estuvo con nosotros en Paddock Wood y casualmente dejó su dirección. Cuando
volví a casa le dije a Marj: “Voy a Toronto.”
Ella observó: “Pero nunca has estado allá.”
Le respondí: “Sí, es cierto. Sin embargo voy a Toronto.”
Cuando llegué al aeropuerto de Toronto, sólo tenía un número telefónico.
Marqué a ese número una y otra vez, y de nuevo una y otra vez, sin obtener
respuesta. No conocía a nadie más en ese país y puesto que no sabía qué hacer,
pues nada hice. Como eran las 11:00 de la noche, subí los pies a una silla del
aeropuerto mientras las encargadas del aseo barrían y trapeaban los pisos.
A las 7:00 de la mañana siguiente, oré: “Bueno, Señor. Aquí estoy en Toronto,
según me dijiste.¿De aquí para dónde iré? ¿Qué haré?” Volví a timbrar al número
del teléfono y tampoco hubo respuesta.
El Señor dijo: “Compra un mapa.”
Fui, pues, al quiosco de los periódicos, compré un mapa, lo extendí sobre
unos asientos y comencé a estudiarlo. “Bueno, no es sorprendente,” pensé. “No
sabía que hay algunas partes de los Estados Unidos que se hallan al norte de
ciertas zonas de Canadá.” Detroit es uno de esos lugares. Al notar eso, recordé:
“Oh, sí. Jean y Jim Richie, Broomfield Hills, Detroit. Claro que sí. Les haré
una llamada.”
La excitada voz dijo: “Oh Hermano Arthur, ¿dónde está? ¿En los Estados
Unidos?”
Repliqué: “No. No en los Estados Unidos, pero muy cerquita de un estado.
Estoy en Toronto, y no tengo ningún contacto aquí, sino una única amiga a quien
no me es posible localizar.”
Los Richies me rescataron y Dios me abrió la puerta del ministerio mientras
estuve con ellos. Supe más tarde que mi amiga en Toronto había tenido que salir
de casa por una emergencia. Después fui a Florida y pasé algún tiempo con Noel
y Vivian Timmerman que acababan de regresar de Jamaica. Grace Mundsey me
contactó mientras estaba con ellos y me pidió ir a Jamaica. Fue la primera de
muchas visitas que haría al Centro Flower Hill de Montego Bay.
Una vez en Jamaica asistí a una reunión en la mañana y encontré a cuatro
jóvenes callados, mansos, modestos. Por conversar les pregunté: “¿Han venido
de lejos a la reunión?”
Uno de ellos me dijo: “Bueno, viajamos cuatro millas (6.4 km) para llegar
hasta este sitio.”
Dije: “Oh, qué bien.” Era posible imaginar por su aspecto que no tenían
mucho dinero. Probablemente no tenían carro propio. “¿Vinieron en bus?”
El que había hablado me explicó: “No. Nadamos esas cuatro millas para
atravesar la bahía.”
Les pregunté qué hacían para vivir y me dijeron que eran buzos que
recolectaban esponjas para venderlas y conseguir así su subsistencia.
Dije: “Eso es muy interesante. ¿Me podrían contar acerca de ese oficio?”
Me respondió: “Bueno, tenemos que zambullirnos profundamente. Nos es
indispensable contener la respiración por dos minutos o un poquito más y cortar
las esponjas. Nadamos desnudos con una cuerda alrededor de la cintura y
amarramos las esponjas a la cuerda.”
Esto me sorprendió y pregunté: “¿Y no hay peligros en la profundidad del
agua?”
La respuesta fue: “No; en realidad casi no.”
Y mi pregunta: “¿No hay tiburones?”
Me contestaron: “Claro que sí. Hay muchos tiburones.”
Dije: “Bueno, ¿y no consideran que haya peligro?”
Y entonces, para mi sorpresa oí: “Oh, no. Si los tiburones aparecen alrededor
de nuestra cuerda, entonces ahí mismo nadamos bajo ellos, y con nuestro cuchillo
simplemente los rasgamos.”
Entonces dije: “¿En verdad hacen eso?”
Afirmaron: “Sí. Siempre tenemos que hacerlo si los tiburones vienen.”
Esos jóvenes habían nadado casi seis y medio kilómetros a través de aguas
infestadas por tiburones y nadarían de regreso esa distancia al finalizar el
encuentro. No consideraban que eso fuera un sacrificio ni algo difícil con tal
de asistir a una reunión. Me maravillé de su actitud que contrasta con la de
innumerables hermanos a quienes he conocido que sólo ofrecen pequeñas y
patéticas disculpas para no congregarse con el pueblo de Dios.
En uno de mis viajes a Jamaica, Noel, Oscar Collie y yo tomamos un Volkswagen
para ir a Maroon Town a fin de recoger unas sillas y llevarlas a la misión.
Rodamos y saltamos por una buena cantidad de lomas hasta encontrar las sillas.
En el viaje de regreso nos detuvimos sobre la costa del Caribe en un orfanato
que regentaba una señora norteamericana.
Los huérfanos, tanto varones como niñas, piel negra y ojos brillantes, nos
saludaron calurosamente cuando entramos a la institución dirigida por una
bajita y activa dama blanca. Cuando llegamos, Dios me habló: “Minístrale a esta
mujer.”
Sabía lo que el Señor me quiso decir. No quería que le ministrara con
palabras sino con el bolsillo. Y yo no tenía voluntad para ministrarle con mi
dinero. En esta oportunidad viajé a los Estados Unidos apenas con el tiquete
de ida y me faltaba conseguir el valor del pasaje de regreso a Inglaterra. Sólo
me interesaba el flujo de dólares hacia mí y no de mí hacia otros. Entonces,
muy generosamente, pensé: “Señor. Le daré diez dólares.”
Me contestó: “No; no lo harás.”
Dije: “¿Cómo? ¿Qué?” Y observé el mercurio de mi termómetro. Mi paz comenzó
a bajar y supe que el precio de mi paz estaba en cuarenta dólares. Entonces
dije: “Muy bien, Señor. Amén. Serán, pues, cuarenta dólares.”
Me excusé para ir al baño donde conté los dólares y los puse en un montón.
Luego me reuní a los demás y busqué la oportunidad para deslizar el dinero en
la mano de la hermana—pero no se presentó la ocasión. Fuimos directo a la
salida y ya nos despedíamos cuando caí en la cuenta que tendría que hacerlo
delante de todos. Desde luego, lo que el Señor nos ha dicho que hagamos en
secreto, a veces no permite que sea un secreto.
Pensé: “Bueno, aquí va.” Metí la mano al bolsillo, saqué el rollo de cuarenta
dólares y extendí la mano a la hermana. Para mi asombro, cuando hice esto, Noel
hizo esto y Oscar hizo esto—como si fuéramos tres títeres todos manejados por
la misma cuerda. Los tres nos movimos al unísono al estirar hacia la hermana
nuestras manos donde había dinero.
Cuando tomó los dólares de nuestras manos comenzó a llorar. “Oh, Hermanos,
no saben lo que esto significa para mí. Anoche llegaron visitantes que bajaban
de las colinas. Tenía dos pollos muy flacos y los visitantes algunos vegetales.
Hice un cocido y unos pocos fríjoles con arroz y les pude dar de comer a los
huérfanos y a los visitantes.”
“Cuando salió el último visitante, fui al dormitorio, y me puse de rodillas
a clamar: ‘Padre, no tengo más dinero y no quedó nada de comida para estos
niños. No sé qué hacer. Jesús, ¿te olvidaste de nosotros? ¿Acaso no sabes
nuestra dirección? Si ahora me oyes, Señor, envía un hombre en la mañana.’ Y
miren ustedes lo que hizo. Envió tres hombres.” Las lágrimas resplandecían en
sus ojos.
Luego continuamos nuestro regreso a Montego Bay. Yo estaba cuarenta dólares
más ligero, es decir, cuarenta dólares más lejos para volver a Inglaterra, pues
sólo tenía mi tiquete de regreso a Miami.
Una vez en esta ciudad, se me acercó un hermano y me dijo: “Hermano Arthur,
¿quiere usted estimular mi fe?”
Respondí: “Ciertamente lo haré, si puedo. ¿Qué debo hacer?”
Me contestó: “Bueno, Hermano Arthur, creo que Dios me dijo que hiciera algo
ayer y quiero probar si fue el Señor o no quien me dijo que lo hiciera. Usted
es el único que me puede responder esta pregunta. Dígame: ¿Tiene ya su pasaje
para volver a Londres?”
Dije: “No, Hermano. No lo tengo.”
Exclamó con gozo: “¡Alabado sea Dios! ¡Acaba de avivar mi fe! Resulta que
Dios me dijo ayer que le comprara a usted un boleto de regreso para Londres
vía New York. Aquí lo tiene.” De este modo recibí un tiquete que estimuló mi
fe, así como la de este querido hermano.
Además de mis recorridos para atravesar el Atlántico, viajé muchas veces a
Irlanda. Una vez recibí una invitación por tercer año consecutivo a fin de
hablar en una convención que tendría lugar en Navidad. Cuando llegó la carta,
Marj simplemente dijo: “Oh.”
Beryl preguntó: “Papá, ¿te vas a ir para Navidad de nuevo, no es cierto?”
Sentí la obligación de estar con mi familia en el día de Navidad pero no
quería desilusionar a los amados hermanos irlandeses. Llamé por teléfono al
hermano a cargo de la convención y arregle con él que hablaría la víspera de
Navidad y temprano en la mañana del día de Navidad. Luego hice planes para
tomar el primer avión del día de Navidad y así estar en casa para el momento
de abrir los regalos. Esto agradó tanto a los míos como a los hermanos en
Irlanda.
En la mañana de Navidad fui el primer conferencista. Después de mi mensaje,
Sam Wallace y su esposa se ofrecieron para llevarme al aeropuerto. Cuando salí
de la nutrida reunión, había una fuerte nevada, pero el Hermano Sam no sentía
el frío. Lleno del Espíritu Santo y ebrio del gozo recibido en las reuniones,
estaba listo para llevarme al aeropuerto tanto como yo lo estaba para nadar a
través del mar. Zigzagueamos por la carretera, con cánticos en lenguas y
bendiciones mientras alabábamos a Dios, en tanto que Mrs Wallace sólo repetía
a cada instante: “Sam, Sam, te ruego que mantengas las manos en el timón. Sam,
por favor, no lo sueltes.”
Sam decía con exuberancia: “Oh, ¡alabado sea el Señor! ¡Gloria a Dios!” Y
con exclamaciones, cantos y alabanzas nos abrimos paso a través de la nieve
que por entonces limitaba considerablemente nuestra visibilidad. Por último
llegamos al aeropuerto.
Entonces dije: “Muchas gracias Sam. Por favor déjame aquí y regresa a las
reuniones.”
Pero él protestó: “No. No. Sólo me iré cuando te vea instalado con toda
comodidad en tu avión.”
Como insistí en que no debían perderse esas reuniones de bendición, entonces
los esposos Wallace se fueron. Entré al aeropuerto y en el mostrador pedí un
tiquete para Londres.
El dependiente en el mostrador se rió de mí: “¿Quiere ir a Londres en el
vuelo siguiente? Eso es un chiste. ¿Cree que lo puede hacer? Todos los asientos
para Londres están reservados desde hace varios días. No hay la más leve
posibilidad de conseguir un puesto porque todos los cupos están comprometido
hasta tres o cuatro días después de las fiestas de Navidad.”
Le dirigí una mirada donde expresaba mi confusión. Había dejado ir a los
Wallace y ahora estaba clavado en ese aeropuerto. “Señor,” oré. “Vine aquí como
tu siervo y este hombre me dice que no hay sitio.” Luego sonreí y dije: “¿Está
seguro que no hay un puesto en el avión? No me importa irme aunque sea en un
ala.”
Sacudió la cabeza: “Antes de usted hay siete pasajeros en lista, que esperan
por si alguien no se presenta.”
Oré silenciosamente: “Señor, esta es información del árbol de la ciencia del
bien y del mal, pero no me has dicho que es imposible. Por tanto, aquí me
quedo.” Bajé mi maleta y me paré allí delante del mostrador.
El agente de pasajes comenzó a hablar sobre el problema de la nieve y los
vuelos: “Vea cómo viene todo. Usted sabe, cuando este avión salga, si es que
lo hace, será el último. De hecho, no sé si va a salir o no.”
Y luego dijo: “Son las 9:10 y el avión de las 6:30 de la mañana para
Birmingham aún no ha salido. Lo mismo pasa en Birmingham. Allí la nieve tiene
todos los aviones en tierra. Pero, ¿qué es esto? Déjeme ver. Aquí hay un puesto.
A propósito,” el agente se volvió hacia mí: “¿Le parece a usted bien ir a
Birmingham?”
Respondí: “¿Ir a Birmingham? ¡Claro que sí!” Eso me sacaría de Irlanda y me
llevaría a mi propia tierra.
Me dijo: “Bueno, vea lo que son las casualidades. Tome su tiquete para el
avión de las 6:30 a Birmingham.”
Corrí hacia el avión e inmediatamente despegamos pese a que la nieve aún
caía. Menos de una hora después estaba en Birmingham. Me dirigí con toda rapidez
a través de la nieve hacia el fin de la autopista que llevaba al aeropuerto y
me paré en la vía que va hacia Londres cuando todavía no era el mediodía.
Supongo que parecería como un hombre de nieve al estar de pie allí, mientras
esperaba en oración que Dios me proveyese un vehículo para arrimarme a Londres.
De pronto vi una camioneta vieja de las que se utilizaban en el transporte
de carne que chirriaba por la carretera. Con gran peligro, en medio de la vía
agité las manos y se detuvo. “Gracias por parar,” dije. “Me pregunto si le
podría pedir el gran favor de llevarme lo más cerca posible de Londres.”
El chofer me contestó: “Voy precisamente hasta el mismo Londres y me alegra
mucho su compañía.” Me dejó en la estación de Charing Cross donde pude tomar
un tren. Debido a la nevada, el tren que debía salir a las 6:30 de la mañana
llevaba cinco horas de retraso. Subía a ese tren y llegué a Paddock Wood a la
1:30 de la tarde del día de los regalos.
En verdad Dios nos había bendecido y tuvimos un tiempo maravilloso en el que
gozamos de una larga vacación navideña, muy blanca, por la nieve que cayó toda
la semana. La nieve se hizo más gruesa en el exterior pero teníamos buena
cantidad de combustible y nos pudimos calentar bien. Los informes que oíamos
decían que la nieve había bloqueado todas las carreteras y que no funcionaba
ningún servicio de trenes. Agradecí a Dios que tuvo gran cuidado de mí cuando
no acepté el ‘hecho’ de quedar ‘clavado’ en el aeropuerto y en cambio, pude
esperar hasta tener la certeza de oir la verdad que viene de Él.
En febrero me invitaron para ministrar en Michigan, pero enfermé con algo
que con seguridad era muy contagioso. Quizá haya sido necedad viajar así, pero
decidí que Dios quería que yo fuera.
Sabía cómo el Señor Jesús ordenó a los diez leprosos que fueran a presentarse
al sacerdote antes de tener la más leve prueba de sanidad. Según la razón, la
ley exigía mostrarse al sacerdote para confirmar la curación después que fuera
evidente no antes de serlo. La razón diría: “Primero sáname Jesús y luego iré
al sacerdote.” Mientras la razón puede decir esto, la fe se debe someter y
confiar en la palabra del Señor. La Biblia nos dice que así como fueron,
sanaron—“como” es una palabra muy pequeña pero con un mundo de significado. No
declaro que esta sea una fórmula infalible, pero sé que hay ocasiones en que
Dios dice: “Vé y muéstrate,” en tanto que nuestra razón protesta y exclama:
“Bueno, Señor, tú me muestras y yo iré.”
Aunque estaba muy débil empaqué para partir. Marj ofreció ayudarme a llevar
mi maleta grande a la estación, pero mi orgullo no quería permitirle a mi
esposa llevar esa maleta tan grande.
Entonces dijo Marj: “Oh, vamos. Déjame alzar de este lado de la manija.”
Entre los dos la llevamos a la estación y bajamos los escalones para entrar al
tren. Creí que todo iría muy bien a partir de este punto, pero había una
“operación tortuga” por parte de los trabajadores del ferrocarril y el tren
gastó más tiempo del usual para ir a Londres. Así, pues, estaba atrasado para
mi vuelo.
Ya en el aeropuerto la señorita me informó que aún me era posible tomar el
avión pero que no había tiempo para documentar mis valijas. “¡Vamos! ¡Corra!”
Me dijo, mientras aleteaba frente a mí como una mariposa.
Gemí: “Oh, Señor. Aquí estoy, escasamente capaz de arrastrarme y ahora debo
correr 23 puertas con estas maletas.”
Cuando llegué al avión, me dijo la azafata: “Muy bien. ¡Lo hizo!”
Respondí: “Sí, gracias a Dios, pero apenas estoy listo como para dejarme
caer muerto.”
Me dijo: “Suba abordo. Entonces puede morir adentro.”
Me sentí peor después del largo viaje de Londres a Detroit, y sobre todo
luego de saber que una feroz tormenta de nieve hizo que el vuelo a Grand Rapids
fuera cancelado. Un funcionario informó a los pasajeros para Grand Rapids que
podríamos abordar un coche que intentaría llevarnos a través de la tormenta. A
pesar de estar completamente exhausto, conseguí llevar mis maletas al vehículo
y por último llegamos al aeropuerto de Grand Rapids. Me pregunté si aún habría
alguien allí para recogerme. No había nadie.
Llamé por teléfono a mi contacto, el Hermano Bob, quien me explicó que había
salido del aeropuerto una vez que informaron la cancelación del vuelo. Con
rapidez vino de regreso y una vez que cargó mis maletas en su carro me dijo:
“Hermano Arthur, antes de ir a casa te ruego que me acompañes al hospital para
orar por una hermana.”
En silencio gemí: “Oh, no,” pero estuve de acuerdo.
En el hospital, fuera de la habitación de la enferma, Bob me dijo: “Quizá,
Hermano, podrías imponerle manos y orar por ella.”
Entonces, tan sólo capaz de sostenerme en pie, miré a esta hermana en su
lecho y deseé poder estar en cama yo también. Sin embargo, me acerqué y le
impuse las manos. A medida que oraba por ella, la vida llena de energía de Dios
Todopoderoso fluyó a través de mí, tocó a esta enferma—y ambos fuimos sanos.
Dejé mi casa débil y enfermo y ahora el inmenso poder divino que pasó a través
de mí hacia esta hermana, me curó también.
Cierta vez, comía un delicioso cono de helado en una agradable tarde de
verano en Dublín. Irlanda, y paseaba por un puente que cruza el Río Liffy. Noté
que todo va a ese río—desde un piano viejo hasta un gato muerto—o si por
casualidad hay tropiezos con un irlandés de genio vivo, uno mismo podría ir
allí.
Mientras iba entre las personas, vi que un hombre predicaba con mucho vigor
a un grupo donde había algunos estudiantes sentados en el parapeto del puente.
Con curiosidad me detuve a oir en tanto que terminaba mi helado.
Los estudiantes con su interrogatorio sólo intentaban ridiculizar al
predicador que era un Testigo de Jehová, y él quería sacar lo mejor de ellos.
Procuraba demostrar su punto de vista, pero simplemente lo usaban para
divertirse. Le habían desafiado acerca de un tema y el hombre al inclinarse
sobre una caja de libros, buscaba en sus páginas la respuesta.
Principié a apartarme de la escena cuando Dios me habló con estas palabras:
“Regresa y canta.”
Respondí: “Oh, Señor, por favor no.” En primer lugar no soy cantante y en
segundo lugar no sé qué podría cantar. Sin embargo, debido a que mi paz estaba
en problemas, supe que desobedecía a Dios si perseveraba en retirarme. Entonces,
me sometí y regresé con mucho temor hacia el conjunto que rodeaba al Testigo
de Jehová quien ahora, muy acalorado, discutía con los estudiantes.
Así, pues, me presenté en obediencia al Señor y de pie permanecí en espera.
Uno de los estudiantes gritó: “¿Cómo lo sabe?”
De pronto el Espíritu Santo me inspiró. Abrí la boca y canté: “Me preguntas
cómo sé que Él vive, te digo que Él vive dentro de mi corazón.”
El Espíritu de Dios ungió no la música sino las palabras. Él vive dentro de
mi corazón. Esto fue todo lo que Dios me dio. Repentinamente, me volví y dejé
a ese grupo de personas, mientras detrás de mí oí que alguien decía: “Nadie
puede discutir con eso.” Tal fue la respuesta.
En la tarde de un domingo, al volver de Los Ángeles tenía que cambiar de
avión en Phoenix, Arizona, lo que implicaba ir de un extremo del aeropuerto al
otro. El transporte fue tan lento que perdí la conexión de mi vuelo y aunque
sólo eran las 6 p.m., no había manera de salir sino hasta el día siguiente.
Pregunté por un bus de la Greyhound y supe que debía esperar hasta las 4:00 de
la tarde siguiente para hacer el viaje por tierra. Ya estaba hecha la
programación para ubicar a los pasajeros de todos los vuelos del lunes y en
apariencia debía quedarme allí ‘clavado.’
Entonces busqué un puesto libre en la sala de espera y me senté. En un
principio juzgué esto como una situación mala, pero como comía del árbol de la
ciencia del bien y del mal, me equivocaba. Mientras estaba allí, un hombre que
estaba en la silla del lado se volvió hacia mí y me dijo: “¿Perdió su avión?”
Respondí: “Sí.”
Me dijo: “Hum. ¿Y para dónde va?”
Se lo dije y agregué: “Acabo de llamar a mi amigo para decirle que pasarán
casi 24 horas antes que pueda llegar allá. No parece haber ninguna otra
posibilidad.”
El hombre me preguntó: “¿Le gustaría estar allí en una hora?”
Le repliqué. “¿Qué quiere decir?
Me explicó: “Soy piloto. Vuelo un avión ejecutivo privado. Llevé unos hombres
de negocios a Los Ángeles y voy de regreso a Dallas. No estoy tan boyante de
dinero como para negarme a hacer unos cuantos dólares extras. Si quiere pagarme
el valor del tiquete del vuelo que perdió, lo llevo.”
Si no puede confiar en el conductor, confíe en Dios con el conductor. Dije:
“Sí.” Cansado, trepé a un hermoso jet ejecutivo que debe haber costado millones
de dólares y me deslicé en el asiento.
Después de dormitar por lo que pareció como un minuto desperté cuando oí al
piloto: “Allí están las luces. Vamos a descender” Hice el viaje en menos de
una hora. Llamé por teléfono a un sorprendido Steve Keel, mi amigo que me
esperaba al día siguiente y le conté cómo el Señor me permitió viajar.
Hubo una época de mi vida cuando era demasiado pobre para tener un vehículo
propio y con mucha frecuencia debía hacer autostop por centenares y centenares
de kilómetros para ir de un lugar a otro. Nunca tenía la certeza de llegar a
tiempo al terminal de transportes para tomar un determinado bus, tren o avión.
Las ministraciones a lo largo del camino comúnmente complicaban mi itinerario,
como sucedió una vez que debía ir al sur de Irlanda. Necesitaba alcanzar el
bote que atraviesa el Canal de San Jorge entre el Mar Céltico y el Mar de
Irlanda y llegar a Rosslare, Wexford, Irlanda, pero me demoré cuando el Señor
me guió a ministrarle a un hombre. El bote debía salir a las 2:15 de la
madrugada, hora incómoda e inconveniente, pero tenía que estar allí o quedaría
mal en mi compromiso para dar un mensaje al día siguiente.
Viajé a través de Gales del Sur y llegué a Carmarthen poco antes de la
medianoche y me preguntaba cómo iría a Haverfordwest para tomar mi bote, cuando
vi a un hombre que salía de una taberna e iba hacia un carro. Me acerqué y le
dije: “Perdóneme, dígame ¿por casualidad va usted al occidente? ¿Verdad?
Necesito ir hasta Haverfordwest para alcanzar un bote.”
Me respondió con un espeso acento galés: “Oh, sí, clarro que sí. Mucho gugto.
Hombe.” [Quería decir ‘hombre.’] “Sí, yo yendo ogcidente. Puedo darle aventón.
Ciegtamente, segudo, hombe.”
Entonces dije: “Bueno. Muchísimas gracias.”
Y me contestó: “Clarro, entrre. Súbase. Toddo mu’bien. Chacho.” [Quería
decir: Muchacho.]
Le advertí: “Sólo una cosa. Dondequiera que usted vaya, le quedaría muy
agradecido si me hace el gran favor de dejarme donde haya luces. No me gustaría,
por ser tan tarde, quedarme a oscuras.”
Me dijo: “Hombe, segudo. Dejarlo donde luces. Hombe, muchas luces donde
dejarlo. Subo montaña perro antes subirr monte dejarlo donde luces, chacho.”
Repetí: “Muchísimas gracias.” Y me trepé al carro. Me llegó un fuerte olor
a whiskey proveniente de este caballero a medida que hacía eses por la carretera
y caí en la cuenta que tenía, como se dice en términos marineros, ‘tres velas
al viento.’ Claro que estaba agradecido por el aventón, así fuera un aventón
arriesgado, pero mi confianza estaba puesta en Dios.
Por último ese amable caballero detuvo su carro. “Hagta aquí el aventón,
chacho. Aquí subo monte a la igquierda. Ugté sigue regto carreterra.”
Protesté con todas las fuerzas de que era capaz: “Pero, amigo, le rogué que
me dejara donde hubiera luces. No hay luces aquí. Esto es oscuro como un hueco
negro. No hay luces aquí.”
Me dijo: “Oh, muchas luces aquí, hombe, perro todas se van medianoche. Muchas
luces aquí. Lo siento, todas se van medianoche. Chacho, fuerra. Ugté sigue
regto. Buena noche, hombe.”
Se alejó y quedé en una oscuridad absoluta, de una negrura inexplicable e
insólita, sin que me fuera posible percibir ni siquiera el más leve vestigio
de claridad. Pensé: “Señor, ¿qué puedo hacer?
Precisamente entonces la lluvia comenzó a caer blandamente sobre mí. Me tocó
andar en una negrura tal que cuando ponía la mano delante de los ojos no podía
ver ni un solo dedo. “Bueno, Señor. No puedo hacer otra cosa sino confiar en
ti.”
Ocasionalmente algunos carros pasaron. Cuando percibí sus luces les hacía
señas, pero todos pasaron por mi lado, sin detenerse ni un centímetro. Para
animarme en medio de las tinieblas principié a cantar un corito:
“Todo está bien, todo va bien,
liberado de condenación,
Cristo es mi salvación,
y ahora todo, todo está bien.”
Necesitaba creer eso porque a mi alrededor todo me decía que nada estaba
bien. A medida que seguí el camino procuré danzar para fortalecer mi fe. Cada
vez que a lo lejos aparecían los focos de un carro, me detenía, hacia señas,
gritaba, pero nadie se detuvo.
Decidí que la próxima vez que viera acercarse un carro, me iba a parar en
la mitad de la vía, con los brazos extendidos a los lados, de manera que se
debería detener. “Si no es así,” pensé, “saltaré fuera de la carretera en el
último momento.” De esta manera tomé mi posición al ver el siguiente par de
lámparas que vino hacia mí. Las llantas chirriaron al parar y dos policías
salieron del auto.
El primero alumbró mi rostro con una poderosa linterna y me preguntó: “¿Qué
hace usted?”
Dije. “Bueno, señores, lo lamento. Procuro que alguien me dé un aventón que
me permita tomar el bote que sale a las 2:15 de la mañana. En verdad estoy
clavado. Nunca quise llegar a una situación así, pero ya estoy en ella.”
Dijeron con toda compasión: “Estacionaremos la patrulla aquí y encenderemos
nuestras exploradoras y con esa señal los carros que aparezcan se deben detener.
Así veremos si le podemos conseguir el aventón que necesita.”
El primer carro que paró era de un médico que iba a atender una emergencia
y por tanto no me pudo ayudar. El siguiente vehículo fue una camioneta grande
y el chofer dijo que me llevaba directo a la bahía. Así llegué veinte minutos
antes de la hora, abordé el bote y pude partir para Rosslare, Irlanda.
En Whitley Bay, Northumberland, donde nací, con frecuencia se me permitió
ministrar en una iglesia pastoreada por mi viejo amigo Bob Lloyd. Casi siempre
llegaba el viernes en la tarde y me detenía allí hasta el lunes en la mañana.
Teníamos reuniones el sábado por la noche, dos el domingo, una en la mañana y
otra en la tarde y entre una y otra reunión gozábamos de muy buen compañerismo
en los distintos hogares de los hermanos.
En una oportunidad, sin embargo, el Señor me habló al cerrarse el servicio
dominical de la mañana y me dijo: “Vete. Sal ahora.”
Sorprendido, me volví hacia Bob y le dije: “Bob, tengo que irme.”
Me preguntó: “¿Qué quieres decir?
Le expliqué: “El Señor me ha dicho que me vaya.”
Confundido, dijo: “¿Quieres decir el lunes?
Le respondí: “No, ahora.”
Argumentó: “¿Cómo se te ocurre? No puedes hacer eso. Iremos a la casa de
Ginger y Bob para cenar. Nos esperan. Tienen la comida en la mesa. ¡Hombre,
por Dios! No puedes hacer eso.”
Insistí: “Bob, creo que Dios dice ‘ahora, ya’.”
Me respondió: “¿Qué pasa contigo? No puedes dejar a la gente así. Nos
preparan una cena y luego tienen algo más para nosotros.”
Le dije: “Bob, creo que debo irme.”
Suspiró: “Está bien. Si eso es lo que tienes que hacer, entonces mejor te
llevo hasta Newcastle.”
Recorrimos las 16 millas (25.6 km) a Newcastle pero no sabía si necesitaba
la estación del bus o la del tren. No sabía si iba al Norte, al Occidente, o
al Sur. No sabía nada, excepto que Dios me había dicho: “Vé. Sal”
Bob preguntó: “¿Para dónde vas?”
Le dije que me dejara en la estación de los buses y cuando llegamos me
preguntó: “¿Qué bus vas a tomar?”
No tenía respuestas para él y quisiera que me hubiera dejado pronto de modo
que yo pudiese salir de las cosas. Señalé el bus de Bishop Auckland y Bob me
ayudó a subir mis maletas. Me senté y él esperó. Me puse a pensar: “Si tan sólo
se va, bajo del bus y encuentro lo que Dios quiere. No sé si debiera estar en
el bus para Bishop Auckland.” Bob se quedó allí con su charla hasta la salida
del bus. Agitó su mano al bajar y agité la mía al quedarme.
El conductor me preguntó: “¿Hasta dónde quiere ir?”
No sabía. Pensé que por lo menos debiera llegar a lo último del recorrido y
respondí: “Por favor, un tiquete para la estación de Bishop Auckland.”
Me senté a mirar por la ventana el paisaje gris de noviembre mientras la
lluvia caía, la noche se acercaba y el bus iba adelante. Cuando íbamos a llegar
a una glorieta donde la carretera se reparte—hacia el Sur para Londres y a la
derecha para Bishop Auckland—tuve el impulso de bajar del bus. No puedo afirmar
si Dios me habló para decirme que bajara pero tuve un impulso urgente de
quedarme en esa glorieta. No había casas allí. No había nada. Estaba casi
oscuro y llovía con fuerza.
Mi razón dijo: “Oh, no, Señor, no aquí. Por lo menos, si voy al terminal,
puedo conseguir abrigo, pero no aquí en esta glorieta sin una sola casa a la
vista...” Pero, sentí que debía bajarme.
Toqué al conductor en el hombro y dije: “Por favor, ¿quiere dejarme en la
glorieta?
Me dijo: “Pero señor, usted pagó un pasaje hasta Bishop Auckland. Y aquí no
hay nada. Ni siquiera una casa.”
Respondí: “Sí, lo sé.”
Y como para disuadirme agregó: “Además, llueve con mucha fuerza.”
Repetí: “Sí, también lo sé.”
Entonces dijo: “Bueno, si eso es lo que usted quiere, está bien.” Se detuvo
y allí me dejó con mis maletas. Mi razón me gritaba: “¡Idiota, necio! ¡Te
empaparás hasta los huesos en cinco minutos!” Pensé que todo lo que podía hacer
era pedir un aventón. Así, pues, enrollé mi periódico y lo agité, pero nadie
paró. Los carros zumbaban a toda velocidad y seguían su camino.
Cuando avanzaba para hacer señas a un camión que se acercaba, oí el rechinar
de unos frenos y una voz que gritaba: “¡Hermano Arthur!”
Era Jean Nichols—la joven que mecanografió mi primer libro The Lost Key (La
Llave Perdida). Parecía como un ángel del cielo. Recogí mis dos valijas y corrí
hacia su carro.
Exclamó: “¡Oh, esto es de Dios! ¡No sabe cuánto esto es de Dios!”
Pensé: “No, es usted quien no sabe cuánto esto es de Dios.”
Dijo luego: “Vamos, Hermano, siga.” Me instaló en un asiento, me presentó a
su esposo y me preguntó: “¿Vendrá con nosotros? Vamos en camino para Darlington,
a las reuniones del Hermano Stuart. En verdad es de Dios que le haya visto
allí.”
Asentí: “Claro que lo creo.” Y luego recordé lo difícil que había sido todo
hasta cuando oí la voz de Jean y al tener en cuenta que realmente el Señor me
había llevado hasta ese solitario y desolado punto.
Al llegar, ya la reunión había comenzado. Cecil me vio desde la plataforma
y dijo: “Bueno, aquí está el Hermano Arthur Burt. ¿No es maravilloso? Creo que
Dios lo envió hoy para ministrarnos. Ven aquí, Hermano Burt.”
La unción de Dios estuvo sobre mí cuando esa noche ministré el mensaje. Dios
me quiso allí pero la manera de llevarme me dejó bastante desconcertado y con
la cabeza que me daba vueltas. Todo en mí, iba de para atrás.
A menudo las personas me anotan: “Con frecuencia parece que usted va bajo
el Espíritu, como le pasó a Felipe.” En efecto, cuando el Espíritu le dijo a
Felipe “...Levántate y vé hacia el sur...” (Hechos 8 26 RV), éste no se detuvo
a consultar su agenda de compromisos. La Biblia nos dice que fue inmediatamente
a cumplir la orden que oyó. De esta forma Dios me ha dirigido en muchas
ocasiones.
Hay otros ejemplos de ministraciones instantáneas en mi existencia. Si te
chocas en la autopista de la vida, no pides una ambulancia como si fueras a ir
a la peluquería. Si hay un incendio en tu casa no llamas a los bomberos y
pides: “¿Cuándo pueden darme ustedes una cita?” Si tienes un fuego por
compromiso, probablemente vas a tener a toda la policía tras tus huellas.
Esto lo descubrí, no fue un invento mío. Tal como Cristóbal Colón tampoco
inventó América sino la descubrió, Dios me ha llevado a la clase de existencia
que he vivido por muchos años. No puedo recibir ningún crédito por esto, pues
exige que no esté prisionero de ningún programa.
Una vez bajaba del norte de Inglaterra y el Señor me dirigió a una casa en
Birmingham. Llamé a la puerta y antes que se abriera, oí a una hermana que
desde adentro decía: “Es Arthur Burt. Estoy tan segura de su llegada que incluso
esta mañana compré una botella de naranjada para él.” Abrió la puerta y dijo:
“¡Hermano Arthur!”
No creo que haya algo especial acerca de mí. Rechazo esa idea con todas mis
fuerzas. Creo que en la vida normal todo creyente debe oir la voz de Dios y
obedecerla. Dios nunca culpó a su pueblo por no oir su voz; lo culpó por no
obedecer. Si no obedecemos, pronto dejaremos de oir. La obediencia debe ser
inmediata. A medida que obedecemos al instante a Dios, se desarrollará la
sensibilidad a su voz y esta voz vendrá a ser tan clara como el cristal. Si no
obedecemos a su voz, comienza a hacerse lejana. Es muy conveniente recordar
las palabras del Señor Jesús: “Si alguien quiere hacer la voluntad de Dios,
sabrá si mi enseñanza es de Dios o si hablo de mí mismo” (Juan 7:17 BDLA). Si
no sabemos, es porque no queremos hacer. Tengo un prejuicio, una inclinación o
desviación, y debo tratar con ellos.
Antes que Sir Francis Drake saliese al encuentro de la Armada Invencible del
rey de España, terminó su juego de bochas. Que se juega sobre una faja lisa de
césped y cuyo objeto es hacer rodar una bola grande de madera lo más cerca
posible al boliche o ‘jack.’ Aunque la bola es redonda, su peso cae ligeramente
fuera del centro y por eso rueda hacia su desviación. Cada jugador debe
descubrir la inclinación de su bocha y compensarla a medida que juega.
No solamente las bochas tienen inclinaciones. También las tienen los seres
humanos. Me gusta más el rojo que el azul. Quizá prefiero el campo a la playa.
Casi estoy seguro que me gusta más la pesca que el fútbol. Es muy fácil orar:
‘...hágase tu voluntad...’ pero no es tan fácil descubrir mi inclinación.
En primer lugar, como consecuencia, debo rendir mis preferencias, mis
inclinaciones, en suma mi voluntad, antes que pueda en verdad someterme a la
voluntad de Dios.
El mayor problema nuestro en el Cuerpo de Cristo es la fricción de las
voluntades humanas que produce los choques. Mi único remedio consiste primero
en rendir mi voluntad y luego, permitir que obre el aceite lubricante del
Espíritu Santo y así eliminar la fricción.
En todo el mundo los cristianos que no se han rendido por completo al Señor
se engañan a sí mismos cuando dicen: “Me entregué a Dios en 1974.” La entrega
nunca es en el pasado; lo es en el ahora. Por esto la Biblia dice: “Por tanto,
hermanos, tomando en cuenta las misericordias de Dios, les ruego que cada uno
de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo,
santo y agradable a Dios” (Romanos 12:1 NIV). Tal debe ser nuestro servicio
racional de adoración. Según las palabras del apóstol Pablo, se trata de morir
cada día. Mi voluntad debe morir diariamente.
En muchas vidas, incluso en la mía propia, es posible apreciar un énfasis
exagerado sobre el bautismo en el Espíritu Santo, asistido por un enorme deseo
de poder que se opone a la rendición de la voluntad a Dios. Sería absurdo
pavonearse por todas partes y presumir: “Ya pagué mis servicios.” Si he tenido
energía eléctrica y agua, es razonable que pague esas cuentas. El Señor nos
dio sus dones de poder que se diseñaron para nuestro uso, de acuerdo con los
propósitos de Dios. Por tanto, es apenas razonable que Él reciba la gloria y
que no me ufane de nada de esa gloria para mí mismo.
Jesús dijo a sus discípulos que hasta tenía muchas cosas para decirles pero
que ellos todavía no las podían soportar. La rendición me capacita para llevar
la gracia y la bendición de Dios. El Señor me ilustró esta verdad un día cuando
observaba a dos vehículos que trepaban por una empinada colina en Nottingham.
Un automóvil, movido por su propio motor, luchaba y cambiaba de una velocidad
a otra en tanto que subía la loma. El otro vehículo, un tranvía ‘trolley’
carecía de potencia en sí mismo, pero mientras estuviese en contacto con las
líneas eléctricas que desde arriba le proporcionaban energía, avanzaba por la
colina sin esfuerzo. No tengo que luchar para estar en contacto con Dios;
simplemente debo mantener mi contacto con Él y si lo hago, todo su inmenso su
poder y toda su infinita fortaleza están por entero a mi total disposición.

CAPÍTULO 12
¡SUBE AL MONTE!

En mi primer viaje a Israel me paré al pie del Mar de Galilea con un grupo
de 50 personas, donde escuchamos al guía que en un tono aburrido, sin vida,
decía la misma vieja historia que debe haber contado por años. El Espíritu del
Señor de repente vino sobre mí y dije: “Oh, Señor, aquí no, aquí no,” y apagué
el Espíritu. El mercurio de mi termómetro espiritual cayó hasta el punto de
congelación. Perdí la paz y me sentí mal por apagar el Espíritu. Entonces clamé
en silencio: “Señor, por favor, perdóname y ayúdame. Cuánto lo siento.” Y dije
como creo que Sansón dijo: “Si sólo me visitas una vez más, Señor, me rendiré
a ti.”
El Espíritu del Señor vino sobre de mí de nuevo. Como el desbordamiento de
un río que hubiese roto una presa, explotó a través de mí un mensaje en lenguas.
La gran mayoría de quienes estaban allí no eran cristianos, ni mucho menos
pentecostales. Mi proceder sorprendió y maravilló a todos. Después del mensaje
en lenguas, pensé: “Bueno, nadie va a dar la interpretación a menos que yo
mismo lo haga.” Me mantuve abierto al Espíritu y el Señor dio la interpretación.
Cuando terminé hubo un silencio de muerte apenas roto por el ruido de las
olas sobre la playa. El guía con su cara de póquer me dio una larga mirada y
un hombre en tono muy bajo dijo: “Eso eran lenguas.”
Alguien repitió: “¡Lenguas!”
El grupo comenzó a cuchichear: “¡Sí, lenguas!” Me quedé allí con la impresión
de tener una pesadilla donde yo era el condenado. A partir de ese momento hasta
el final del recorrido fui un proscrito dentro del grupo—un leproso, un paria.
Después de dos años, cuando ministraba en una iglesia del sur de Inglaterra,
una dama vino y me preguntó: “¿Se acuerda de mí?”
Le contesté: “No, lo siento. No la recuerdo.”
Entonces dijo: “Estuve con usted en aquel viaje por Israel. Después que
usted habló en lenguas, no le volví a hablar otra vez, porque estaba ofendida.
Pero, luego de regresar a Inglaterra busqué en la Santa Biblia lo que decía el
Nuevo Testamento sobre las lenguas. Como resultado, recibí el bautismo del
Espíritu Santo junto con mi esposo y ahora ambos tenemos lenguas. Con mi esposo
dirigimos una escuela preparatoria para la juventud. ¿Ve esa galería allí? ¿Ve
esos muchachos?” Y señaló un grupo de 16 jóvenes y agregó: “Cada uno de ellos
ha sido bautizado por el Espíritu Santo y oran en lenguas. Simplemente pensé
que le gustaría saberlo.”
Siempre que recuerdo ese incidente que tuvo lugar en las playas del Mar de
Galilea, le agradezco a Dios que al final me haya permitido conocer los
resultados de mi obediencia a Él.
En otra visita a Israel, nuestro grupo había entrado a una tienda a comprar
postales y mapas. Conseguí unas cuantas tarjetas y salí del almacén a esperar
nuestro bus. De pronto se acercaron cuatro o cinco árabes barbados que ofrecían
crucifijos y rosarios y otros artículos. Comenzaron a importunarme para que
les comprara algo de lo que vendían.
“No quiero nada de eso,” les insistí. “Ni siquiera creo en esas cosas. Si
tuviera todo el oro del mundo, jamás las compraría. ¿Entienden? No creo en
eso.” Principié a apartarme de ellos y ellos me siguieron y me rodearon. Seguí
mi camino con la esperanza que se cansaran y procuraran vender su mercancía a
alguien más.
Continué mi recorrido y ellos detrás de mí. Por último llegué a un callejón
ciego y no pude seguir adelante. En una actitud amenazadora esos vendedores
callejeros me cercaron y me pregunté si me iban a apedrear. Ya había tenido
una experiencia como esta en Galilea donde dos hombres intentaron sacarme
dinero, pero en ese momento no tenía plata conmigo. Los hombres volvieron las
espaldas, como si se fueran a ir, y luego empezaron a lanzarme piedras. Me
recordé de ese incidente cuando el Espíritu de Dios vino sobre mí. Cerré los
ojos y solté un mensaje en lenguas. Cuando abrí los ojos, el grupo de vendedores
callejeros ya no estaba.
Regresé a la tienda, subí al bus con los demás y me senté. Entonces un
barbado grandote entró y se puso a ofrecer sus camándulas y reliquias a los
pasajeros. Recorrió el pasillo hasta llegar a mi puesto donde se detuvo
bruscamente. Me señaló con el dedo y dijo: “Sé que usted es Arthur Burt.”
El conductor del bus le gritó que ya nos íbamos y el sujeto saltó al piso y
se fue. No era posible que supiera mi nombre pero lo sabía. Esto trajo a mi
memoria el pasaje del Libro de los Hechos acerca de la muchacha en Filipos que
decía: “¡Estos hombres son siervos de Dios que han venido a enseñar cómo obtener
el perdón de los pecados” (Hechos 16:17 BAD). Al apóstol Pablo le disgustó ese
espíritu de adivinación. Sólo es posible explicar el conocimiento de mi nombre
que tenía ese árabe por un poder maligno sobrenatural.
Al contar estos dos incidentes donde figuran las lenguas, no pretendo
glorificar las lenguas, sino que Dios prohibió que limitáramos su poder. El
problema con muchos pentecostales consiste en que hacen excesivo énfasis en
las lenguas así como en los otros dones del Espíritu Santo, pero no destacan
suficientemente el fruto del Espíritu. La Biblia dice que si sólo hago esto,
entonces no soy sino un metal que resuena o un címbalo que retiñe (1 Corintios
13:1).
Nosotros los pentecostales estimulamos lo que llamamos la llenura del
Espíritu, sin que primero se haya enseñado la rendición incondicional al Señor
y luego sí tratar de ser bautizados en su Espíritu. Muchos cristianos débiles,
sin efectividad, pueden pronunciar unas pocas palabras en lenguas, pero no es
posible comparar sus vidas con las existencias fructíferas de otros cristianos
que nunca han dicho ni una sola palabra en lenguas.
¿Acaso el General Booth habló en lenguas? ¿O lo hicieron los Wesleys, Martín
Lutero, Finney, Moody, Torrey, Alexander, William Carey o Hudson Taylor? Muchos
creen que las lenguas son la evidencia del bautismo en el Espíritu Santo, pero
la capacidad para hablar en lenguas no es en absoluto una medida del ministerio
de un hombre. No sería bíblico exaltar a alguien que habla unas cuantas palabras
en lenguas y juzgarlo superior a un hombre como Billy Graham que ha predicado
el evangelio a más personas que ninguno otro ser humano en la historia
universal.
En el mundo la gente no lee la Biblia, en cambio nos lee a nosotros. El
hecho de “ser” es simplemente más demostrativo del evangelio que tan sólo
hablar del evangelio. Con toda razón Pablo dejó el mensaje que su predicación
no fue con palabras de sabiduría humana, sino con la demostración del Espíritu
Santo y con su poder.
Considero que ha llegado el momento en que debemos permitir que Dios se
manifieste por sí mismo al moverse en nosotros y por medio de nosotros. Entonces
habrá ministerios efectivos y eficaces que podrán demostrar la presencia y el
poder de Dios.
Recordemos que también Pablo igualmente afirmó que no predicaba con sabiduría
o con educación humanas ni con elocuencia natural. En cambio, por el contrario,
al despojarse de soberbias y orgullos, declaró en forma más que humilde que su
efectividad, a pesar de todas sus incapacidades y de sus muchos obstáculos, se
debía atribuir tan sólo al poder del Espíritu de Dios que moraba en él por la
gracia y la misericordia del Señor.
Estoy por entero convencido acerca de esto: Nos encontramos en el umbral del
último mover de Dios que tendrá lugar en la demostración y en el poder de su
Santo Espíritu. Si la sola predicación pudiera hacer la obra, el mundo podría
ser salvo por ahora, y como mínimo los Estados Unidos lo serían. Según el Dr.
Paul Brand y Philip Yancey en Fearfully and Wonderfully Made, (en castellano:
“La Obra Maestra de Dios” Editorial Betania, Puerto Rico, 1984), noventa por
ciento de todos los predicadores de tiempo completo viven en los Estados Unidos
donde ministran a sólo diez por ciento de la población mundial. Sin embargo,
Dios declara: “Tan cierto como yo vivo” y dice la Biblia: “Y el conocimiento
de la gloria del Señor llenará entonces toda la tierra como las aguas cubren
el mar” (Habacuc 2:14 VP).
Casi como una cicatriz en mi ser interior hay una profecía que recibí en
1936—la única profecía que puedo recordar palabra por palabra en más de 50 años
de ministerio:
“Vendrá como un soplo y el soplo traerá el viento y el viento traerá la
lluvia y habrá inundaciones, inundaciones, inundaciones, y torrentes y
torrentes y torrentes. Las almas se salvarán como las hojas que caen de los
robles poderosos en los grandes bosques cuando los sacude el viento. Brazos y
piernas bajarán del cielo y no habrá declives.”
No habrá declinaciones ni desmayos. Esto es significativo para mí. Hemos
vivido en el día de la medida donde cada mover de Dios llegó a su fin. El
avivamiento nace del soplo de Dios, se extiende hasta cuando Dios levanta su
brazo poderoso y el avivamiento se termina.
Siempre me ha preocupado cómo y porqué termina el avivamiento. ¿Es el hombre
responsable de apagar el Espíritu de Dios? ¿El Espíritu contristado se aparta?
O ¿es el fin del avivamiento predicho por Dios que pone un límite al
derramamiento y a esto se refiere Pablo cuando dice: “...para que la grandeza
de las revelaciones no me exaltase desmedidamente...”? (2 Corintios 12:7 RV).
¿Tan pronto como un hombre (o un pueblo) toca el límite de esa medida, hace
que automáticamente se produzca un fin del avivamiento que es para la gloria
de Dios y no del hombre?
No habrá declives. La marea del océano fluye y se mueve continuamente. Es
fácil determinar si la marea sale o entra al observar la arena. Si en el borde
del agua hay castillos de arena deshechos, agujeros excavados y despojos de
toda clase, incluso la basura que el hombre deja tras de sí, entonces sabemos
que la marea está fuera. Sin embargo, si la arena es una expansión lisa en el
borde de las olas, es obvio que la marea ha entrado y que el mar ha hecho su
labor de limpieza al lavar todos esos despojos. Una marea espiritual sin
declives significaría que la historia humana ha alcanzado la plenitud de los
tiempos o como dice la Biblia, en la dispensación del cumplimiento de los
tiempos (Efesios 1:10), más que el declive repetido en el reflujo de la marea.
Hemos alcanzado una época en que todo parece llegar a su plenitud, la
población mundial, los viajes, la tecnología y aun los desafíos contra la
autoridad. Ahora esperamos la demostración final de la Gloria de Dios sobre la
tierra cuando sus propósitos se han de ver en el Cuerpo de Cristo. No todos lo
recibirán, pero todos los hombres que lo hayan rechazado no tendrán excusa en
ese día inequívoco de su visitación. ¡Ya Viene!
Si quieres saber lo que Dios va a hacer contigo, mira al judío como el modelo
de Dios para su pueblo. El judío estuvo en Egipto bajo la esclavitud de faraón;
estuvimos en el mundo bajo la esclavitud de satanás. Los israelitas buscaron a
Dios y le clamaron, pero no pudieron salir de su servidumbre.
Nada obró sino hasta cuando se vertió la sangre del cordero pascual y
personalmente se puso sobre cada hogar. Según ese patrón, nada obra a favor
nuestro sino hasta cuando aplicamos la sangre de Jesús a nuestras vidas. Cuando
clamo a Jesús como mi Salvador, experimento una revelación maravillosa de la
Pascua.
Los judíos escaparon de la servidumbre a faraón en Egipto, pero el propósito
de Dios era llevarlos a la Tierra Prometida, un emplazamiento geográfico. De
modo semejante Dios saca al cristiano del reino de satanás, para que lo pueda
entrar en una tierra de promesa.
Jesús dijo que el reino de Dios está en nosotros. Llámalo como quieras,
dominio, manifestación de los hijos de Dios, la plenitud total de Dios, la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo, o la vida vencedora.
Cualesquiera etiquetas que le pongas, Dios pretende llevarnos a una tierra
prometida. Que no es un sitio geográfico sino una dimensión espiritual tremenda—
la primogenitura del creyente que Adán le entregó a satanás en el Huerto del
Edén.
En la profecía de Ezequiel 37 hay tres etapas: (1) El valle estaba lleno de
huesos secos. (2) Los huesos se juntaron, cada hueso con su hueso, y sobre
ellos hubo crecimiento de tendones, de carne y de piel. (3) Entró en ellos el
aliento (el Espíritu), se pusieron de pie y se convirtieron en un inmenso y
enorme ejército.
Las dos primeras etapas se han cumplido tanto para el judío como para el
Cuerpo de Cristo. Después de la dispersión y de la persecución de los judíos,
de nuevo han venido a ser una nación que se volvió a establecer en su propia
tierra desde 1948. Sin embargo, el aliento del Espíritu Santo todavía no está
en ellos.
En la Iglesia cada hueso se ha juntado con su hueso. En la carne venimos a
ser un cuerpo reconocible, pero incluso en este siglo extraordinario de la
presencia del Espíritu Santo, todavía no tenemos un gran ejército unificado.
Creo que aún está por ser—es decir, habrá de ser—una admirable, dramática y
poderosa visitación del Espíritu de Dios dentro de su pueblo donde todo aliento
que tomemos no es nuestro propio aliento sino el de Dios.
Supe que el Padre me había hablado acerca de construir una casa para la
gloria de Dios cuando me moví la primera vez a Kent, pero no sabía si el Señor
iba a cumplir esa palabra material o espiritualmente durante mi ministerio. En
un principio Dios me habló esto a partir de Hageo con respecto de subir al
monte y traer madera para edificar su casa.
Porque al comienzo pensé que esto se refería a mi vivienda en Paddock Wood,
contraté a Jim y Ted Robinson para que me ayudaran en ciertas reparaciones.
Con equipo de demolición Ted derribó los muros de nuestro conservatorio de 90
años y principiamos la tarea de levantar uno nuevo. Pero recibí una queja de
nuestros vecinos, pues según ellos me había pasado 6 pulgadas (15 cm) sobre el
límite de su propiedad.
Aunque reedificamos los muros del conservatorio exactamente donde habían
estado antes, los vecinos me informaron que me iban a demandar si no quitaba
la pared nueva en el curso de una semana. Un funcionario del concejo municipal
dijo que si yo hubiese dejado sólo una parte del muro viejo, las autoridades
lo habrían considerado como una reparación, pero como hice derribar toda la
pared antigua, tendría que cumplir lo dispuesto. Dios utilizó esta situación
para sacarme de mi facilidad y llevarme a reexaminar mis ideas sobre edificar
la casa del Señor.
Por esta época, fui donde el Hermano Peter Appleton para unas cuantas
reuniones y después se ofreció a llevarme al tren. El tiempo estaba tan hermoso
que preferí caminar hasta la autopista para lograr un aventón y llegué a la
rotonda a eso de las 7 de la mañana.
“Señor,” pregunté: “¿Voy al Sur o voy al Norte?”
De repente un hombre surgió y detuvo su carro aunque yo no había hecho señal
alguna. “Voy al norte, a Preston,” dijo. “¿Quiere que lo lleve?”
Respondí: “Sí; muchas gracias.” Y entré al carro. Me dejó en el terminal de
Gales del Norte. Subí la pendiente y en eso, al lado mío, se paró una camioneta
grande.
Desde su cabina, me preguntó el conductor: “¿Necesita un aventón?”
Le contesté: “Sí, señor. Muy amable. Mil gracias.” Trepé al asiento a su
lado y me llevó hasta una intersección, donde me depositó. “Aquí estoy, Señor,
y todavía no sé para dónde quieres que vaya. No puedo ir a la izquierda debido
a las montañas. No puedo ir a la derecha debido al mar. Sólo hay una dirección
en que puedo ir y es hacia adelante.”
Anduve por Conwy (Conway) y por último llegué a Caernarfon (Caenarvon)
preguntándome qué haría luego. Entonces me acordé de una familia que vivía en
Holyhead, cuyo teléfono tenía, y que me había pedido una visita si alguna vez
estuviese por esta zona. Los hermanos de Holyhead me dieron la bienvenida y
ministré allí durante tres días. Estos hermanos me presentaron a otro grupo en
Bryngola y me dejaron con ellos. A los pocos minutos de haber llegado a
Bryngola, un hombre se dirigió hacia mí y me preguntó: “¿Es usted varón de
Dios?”
Muy extrañado le dije: “En eso confío; pero ¿qué quiere decir?”
Y me dijo: “Tengo aquí una casa que he puesto en venta y el Señor me dijo
que la guardara para el hombre de Dios.” Y me mostró la casa. Como pensé que
ahí podría ser mi siguiente ubicación, noté que estaba a la derecha de la
montaña y recordé que Dios me había dicho que subiera al monte para conseguir
madera. Pregunté por una faja de tierra frente a la casa que también estaba
para la venta, pues consideré que posiblemente podría construir allí. Pero
antes que pudiera hacer algo, necesitaría vender mi casa actual.
Vine a convencerme que esto era lo que Dios quería que hiciera. Se
necesitaron más de dos años para vender mi casa y luego de eso fui a ver al
hombre dueño de la tierra en Bryngola. Había ahorrado 3000 libras de ofrendas
que una hermana, Joanna Wood (de nuevo la palabra ‘wood = madera’), me había
ministrado en ese período. Invertí 3750 libras por la tierra y me dediqué a
prepararla. Emocionado y expectante me puse a planear la edificación con los
arquitectos.
Cuando me detuve con un hermano, Wynne Williams, en Penmaen-mawr, me
preguntó: “¿Le gustaría mirar una casa conmigo?” En verdad no tenía interés
pero no quise herir a Wynne. Si un hombre está enamorado de Lucy y otro le
dice. “Deberías mirar a Mary,” al hombre no le interesa. Para satisfacer a
Wynne estuve de acuerdo en darle una ojeada a la casa, pero no tenía más interés
que si me hubiera dicho que me iba a mostrar una casa en el Desierto del Sahara.
Subí a la entrada de esta casa y pude detallar los faltantes mientras
observaba. No tenía huerta ni jardín. Era una tierra cubierta de rastrojos. No
me gustan las lomas. “Ni siquiera voy a pasar por la puerta,” pensé. Di la
vuelta en la parte alta de la entrada para regresarme cuando vi a una señora
que me sonreía a través de la ventana y juzgué que le debería explicar lo que
hacía mientras andaba por su propiedad.
Abrió la puerta y exclamó: “¡Hermano Arthur!”
Le pregunté. “¿Me conoce?”
Me dijo: “Sí, claro que lo conozco. Tengo grabaciones de sus sermones aquí.
Le he oído ministrar en la playa, frente al mar, y le digo algo: He orado
durante 12 meses para que Dios lo mandara a usted a esta puerta.”
Se me puso toda la piel de gallina y pensé: “¡Yo no soy! ¡No quiero!”
Luego, agregó: “Usted sabe que mis hijos...”
Mientras estuve en los Estados Unidos, esta Hermana, Ruth, había enviado a
su hijo y a su hija a Kent para verme. Ellos le preguntaron a Marj si yo
consideraría hacer un cambio directo entre esta casa y la casa nuestra, pero
Marj les dijo que tendrían que esperar hasta mi regreso de América. Por esta
misma época, Ted Robinson había ido a Gales y había hecho algunos trabajos para
Ruth. Más tarde me envió una fotografía de la casa con Ted que me la mostró
después de mi vuelta al hogar. Ignoré todo y ni siquiera me acordaba de nada
de eso mientras permanecía de pie en el frente de la casa de esta dama.
Ruth me dijo: “Bueno, ¿le echará una mirada?” Sin voluntad alguna me entró
para mostrarme la cocina y luego me sacó para enseñarme el resto de la
propiedad.
Todo me picaba para irme y le dije: “El Hermano Wynne está en la parte baja
de la entrada y debe estar en su trabajo a las 9:00.” Esa era una excusa sólida
y agregué: “Por tanto, tengo que irme.” Salí al camino y allí, de pie, estaba
Billy Partington, el hijo mayor del Hermano Jim Partington. Entonces le
pregunté: “Hola, Billy, ¿qué haces por aquí?”
Me respondió: “Oh, Hermano Arthur, ando en un viaje de negocios en esta zona
y al pasar me di cuenta que el Hermano Wynne estaba en la entrada. Me dijo que
lo esperaba a usted. ¿Piensa comprar una casa?”
Entonces le expliqué: “Mira, mi querido Billy, es necesario que me vaya,
porque Wynne tiene que trabajar.”
Billy me dijo: “Hermano Arthur, no se preocupe. Si usted quiere, con mucho
gusto lo espero y así, entonces, el Hermano Wynne puede ir a su trabajo.” Y
antes que pudiera detenerlo, salió a la carrera para la entrada.
Ante esto, la dama dijo: “Ahora, con toda la calma del mundo, puede dar un
buen vistazo.” Me arrastró alrededor de la casa, cuarto por cuarto—a través de
todos los 21 cuartos. Sentí que estaba contra todo y salí de allí decidido a
que nada me haría volver de regreso.
Pateaba y combatía en mi interior porque ya estaba comprometido con la otra
propiedad y había gastado 3750 libras en la tierra. Durante 36 horas luché
contra el sitio de Ruth, hasta que desperté en la segunda mañana en la casa de
Wynne. No le había pedido a Dios que me hablara, pero supe que me iba a hablar.
Me estiré para alcanzar la Biblia que, como por una de esas “casualidades”
del Señor, se abrió al caer en el Libro del Profeta Hageo donde leí el pasaje
sobre el templo. Cuando pasé páginas y más páginas, al azar, siempre encontré
una referencia al edificio del templo dondequiera que miraba. Después de un
rato más o menos prolongado, fui a la porción donde David quiso una parcela
para levantar un altar y ofrecer sacrificio al Señor (1 Crónicas 21:28). De
manera repentina, la palabra “sacrificio” cobró vida ante mis ojos, saltó de
la página y me golpeó con toda fuerza y exactitud en medio de la frente.
“Quieres aquella otra tierra, es cierto,” Dios me dijo, “pero debes tener
en cuenta que yo quiero este sitio. Por tanto, ahora, toma tu tierra, ponla
sobre el altar, y sacrifícala.”
Después de 36 horas de lucha, me rendí: “Muy bien, Señor. Pondré la tierra
sobre el altar y se la daré al primer hombre que suba hasta aquí.”
Como una semana más tarde tuve una carta de Jim Partington donde me hablaba
de salir de Kent. Luego, cuando lo volví a ver le dije: “No te imaginas lo que
ha sucedido. Debes saber que el Señor me habló acerca de mi tierra, y es tuya,
Hermano Partington.” En el otoño de 1979, ya en Bron Wendon, Gales, compré el
lugar con todas sus desventajas—drenajes dañados, sótano húmedo—todo lo que
aborrecía. Y así, eso fue eso.
Justo antes de la mudanza, viajé a Jamaica, donde fui a nadar cierto día
hermoso. El mar era de un color azul intenso y no había nadie en la arena
blanca de la playa. Mientras nadaba en esa agua tan clara, algo me picó y de
inmediato mi pierna derecha quedó paralizada. Me puse de espaldas y sólo con
el movimiento de la pierna izquierda me dirigí hacia la playa, donde me eché
por media hora, paralizado, hasta cuando pensé que la crisis llegó a su fin.
Pero no fue así. El dolor empeoró y supe que sufría de un envenenamiento.
Algunas personas amigas me informaron que si me había mordido una serpiente
marina o que si me había picado una medusa o “aguamala,” o lo que se llama
“guerrero portugués,” iría a sufrir de daños en el sistema nervioso y que se
podrían necesitar hasta cinco años para que mi organismo eliminara el veneno.
En el curso de nuestra mudanza a Gales, aún no me era posible andar, pues
experimentaba un enorme dolor. El día del trasteo, dije en chiste que era el
hombre de la silla (chairman en inglés es ‘presidente, director, gerente’) en
esa operación porque sólo podía estar sentado en una silla—pero lejos estaba
de ser un chiste. El dolor continuo hizo mi llegada a Gales un tiempo no muy
feliz.
Dios trató conmigo en el aspecto de la auto-imagen. Por más de 50 años no
había hecho visitas a doctores, hospitales, píldoras, o cualquier otro tipo de
tratamiento médico. Cuando recibí a Jesús como mi Salvador, también lo recibí
como mi Sanador. Hasta donde supe, practiqué lo que creía y predicaba. Con mi
amada esposa levantamos una familia de 9 hijos sin atenciones ni cuidados
médicos. Cuando estábamos enfermos, íbamos al Señor. Creo que esto agradaba a
Dios, pero algo empezó a crecer dentro de mí. Tuve un crecimiento—no de un
tumor o algo por el estilo—sino un crecimiento de orgullo espiritual. Por años
esto se desarrolló en mí hasta convertirme en anti-médico y anti-medicamentos.
Juzgué a las personas que, a pesar de ser pentecostales, no vivían conforme yo
creía que deberían vivir. Prediqué con base en la historia del rey Asa que
cuando enfermó de los pies, no buscó al Señor sino a los médicos y había muerto
cuando tenía 41 años (2 Crónicas 16:12-13). Mi actitud fue: ¡Se lo merece!
Debería haber ido al Señor.
Juzgué a las personas que siempre estaban con píldoras o tabletas o iban a
los médicos, y mientras creía tener la verdad, mantuve esa verdad en injusticia.
Dios toleró esta actitud mía por un largo tiempo hasta cuando al fin vino por
mis palabras. Gradualmente enfermé y principié a sentirme peor y cada vez peor,
pero Dios no me tocó. Dios no me sanó.
Un día, Marj me preguntó: “¿Vas de para atrás en tu vida con Dios?”
Contesté: “¿Qué quieres decir Marj?” La respuesta fue: “¿Has juzgado a
quienes van al doctor? ¿Desprecias a quienes toman medicinas?”
Respondí: “¡Naturalmente! No sólo los he juzgado sino que siempre prediqué
contra ellos toda mi vida.”
Me dijo: “¿Sabes lo que Dios quizá te puede persuadir que hagas?” Dije: “No,
¿qué?”
Expresó: “Puede que tengas que llamar al doctor.” Asentí: “Bueno. Si crees
que voy de para atrás con Dios en este aspecto, entonces, por favor, te ruego
que llames al médico.” En menos de una hora iba de camino a la consulta. El
doctor dijo que mi caso era urgente y me admitió en el hospital donde permanecí
por dos semanas. Durante este tiempo me operaron. Debí tomar píldoras negras
pequeñas, píldoras rojas un poco más grandes, y me cateterizaron dos veces.
Cuando volví a la casa para recuperarme, estaba tan débil que ni siquiera podía
levantar una silla. Tuve que usar pañales como bebé. Después de todo el negocio,
perdí algo sin lo que no podía estar bien—la imagen de mí mismo.
Varias semanas después, cuando por último pude andar por ahí, aún
experimentaba una buena cantidad de dolor y me sentía como si regresara al
principio. Todo el hospital parecía cumplir el empeño de librarme del cuadro
de mí mismo como un hombre de gran fe. Me eché sobre el sofá y le clamé a Dios:
“Oh, Señor Jesús, todavía eres mi médico. ¡No sabes cuánto te necesito! ¡Te
necesito desesperadamente!”
Entonces, sonó el teléfono. Era Harry Bizzell, Ministro de la Capilla del
Cordero, que desde Charlotte, North Carolina, en los Estados Unidos, me llamaba:
“¿Cuándo vienes Arthur?”
Dije: “No creo que estoy listo para viajar, Harry. Es más; no creo que vuelva
a hacerlo otra vez.”
Esa noche, Dios me habló: “¿Acaso no estabas siempre listo para viajar? ¡Ni
se te ocurra darme eso!”
Sólo pude decir: “Está bien, Señor. Iré.”
Al día siguiente le pedí a Joe que me llevara hasta el cruce donde tomé un
tren para Londres. Una vez allí me puse en la lista de espera para Miami. El
Hermano Clifford me recogió y me alojó en su casa. En la siguiente mañana me
desperté consciente que algo había acontecido. Me levanté y salí del dormitorio
sano por completo y por la gracia de Dios. Nunca volví a sentir ningún dolor
en esa pierna desde entonces. Una vez que el Señor tuvo a bien tratar tanto
con mi orgullo, como con mi auto-glorificación, me hizo un milagro—por el que
estoy agradecido. A partir de ese tiempo en 1979, cuando tenía 67 años, he
viajado más que nunca antes, y dondequiera que Él me ha hecho ir—Israel, Hong
Kong, Australia, Centroamérica, Suramérica, Europa—su gracia ha sido
suficiente.

CAPÍTULO 13
¡ESTAS TONTERÍAS!

Desde cuando fui salvo al principio, tuve la idea que siempre debería probar
todo, en lugar de simplemente aceptar que yo tenía la razón y que todos los
demás se equivocaban. Era una idea tonta porque no es necesario revolcarse en
el barro para averiguar su color. Entonces, decidí visitar a los católicos,
los teósofos, los espiritistas, los mormones, los testigos de Jehová, y los
seguidores de la mal llamada ciencia cristiana. Así lo hice, pero a todas
partes adonde iba, decía en mi corazón: “Señor, estoy muy contento y muy
agradecido por haberme dado el don de tu salvación, pero quién soy para creer
que tengo la razón y que los demás se equivocan.”
Entonces entraba a esos sitios con una plegaria secreta en mi alma: “Padre
celestial, si esto viene de ti, que exalten a Jesús y a su sangre preciosa. De
otra manera, que todo salga mal.” En el curso de mi búsqueda llegué a una
sesión de espiritismo dirigida por un médium ciego que principió a dar mensajes.
Dijo: “En esta reunión el ‘hermano’ de la tercera fila, a partir del frente,
el segundo a la mano derecha, por favor, responda.”
Nadie se movió. Repitió el médium su solicitud. Tampoco se movió nadie, pero
de pronto sentí que la persona que estaba detrás de mí, tocó mi espalda y
susurró: “Oiga, es usted. Diga, ‘sí’.”
Con esa insinuación y suficientemente seguro de ser yo, tercera fila desde
el frente, entonces dije: “Sí.”
El médium habló: “Tengo un mensaje para usted de una señora de nombre Ethel
Dixon que murió a la edad de 68 años. Fue maestra de escuela, amante de los
animales, tenía un loro y su guía que era un indio pielroja, ha pedido que este
mensaje debería venir a través de ella para usted. ¿Conoce a esa señora?”
Respondí: “No.” Entonces la describió con más detalles, pero aún tuve que
dar la misma negativa.
En aquella noche hubo 11 mensajes y nadie supo quiénes eran los mensajeros.
Todos esos 11 mensajes salieron mal. Luego de la reunión fui al médium y le
dije que era una de las personas a quienes se suponía que le ha debido llegar
un mensaje.
Dijo: “Nunca, en toda mi experiencia como médium, he tenido una sesión donde
los mensajes recibidos resultaran equivocados. No lo entiendo.”
Salí de ese lugar con el punto bien definido y fijo. Vale la pena tener en
cuenta que oré antes de la reunión para que el nombre y la sangre de Jesús
fueran exaltados allí, si eso era de Dios. El Padre celestial en forma absoluta
y perfecta demostró que en aquellas sesiones no se mencionó ni una sola vez a
Jesús o a su sangre y que todo era superchería y engaños del maligno. Quedé,
pues, completamente satisfecho.
Con el curso de los años muchas personas se detuvieron durante cierto tiempo
en nuestro hogar. Entre ellas hubo una familia negra de Nigeria, Joe y Flo
Kolowola, recién llegados a Inglaterra con sus largas túnicas, sus trajes
típicos. Dios nos capacitó para servirles y ministrarles desde cuando eran
estudiantes—Flo vino a estudiar para ser enfermera-comadrona y Joe para seguir
cursos de electricidad. El segundo hijo de esta pareja nació en nuestra casa y
Marj fue como una madre para ellos.
Extendí el techo de la vivienda en Paddock Wood, puse tablas para hacer
entre las vigas cuartos adicionales e hice por fuera de la casa una escalera
de subida al desván donde ubiqué a las personas que se alojaban con nosotros.
Una noche de luna, más o menos por esa misma época, David, quien después
había de ser mi yerno, trataba de convencer a mi hija Pamela que considerara
el afecto que le tenía.
Para esto fue al hospital donde ella trabajaba como enfermera. Trepó por la
canal de desagüe, se sentó en el marco de la ventana del dormitorio de Pamela
y con golpecitos sobre el vidrio la llamó.
“¡Vete! ¡Vete!” Pamela le decía, temerosa que la jefe de enfermeras pudiese
sorprenderlo.
David dijo: “No, no me iré sino hasta cuando me prometas que saldrás
conmigo.” Así, más o menos, David la chantajeó para salir con él cuando
comenzaron su noviazgo. Poco después recibió la salvación de Jesucristo en una
cruzada de Billy Graham, y ahora viven felizmente casados y son líderes de
jóvenes.
Mientras todavía estaban de novios, David vino una vez para visitar a Pam.
Cuando terminó la visita se fue de regreso a su casa en su moto, pero poco
después de irse, la moto se descompuso. Entonces, como volvió a nuestro hogar
tarde en la noche, le dirigí hacia la escalera que permitía subir al desván y
allí le improvisé una cama de alguna manera. Arriba no había cuarto de baño y
todos los que usaran el desván obligatoriamente tenían que ir al piso inferior.
En medio de la noche, David trató de bajar del desván pero la escalera había
desaparecido. Joe Kolowola la quitó sin saber que alguien estaba en el desván,
y el pobre David quedó allí atrapado hasta la mañana. Cuando Joe se levantó
pasó por la abertura que hacía las veces de trampa-puerta del desván y descubrió
las piernas de David que colgaban en el aire hacia abajo. Después de recobrarse
cada uno de su mutuo choque—David de una enorme cara negra que lo miraba y Joe,
al ver unas piernas que salían del techo—Joe rescató a David de su cárcel
provisional.
En los días de mi niñez tuve algunos conflictos con la ley de la gravedad.
Una vez tomé un viejo paraguas y de pie en el muro del solar, decidí lanzarme
en paracaídas. El paraguas se volteó con lo de adentro hacia fuera y tuve un
muy pero muy adolorido sentadero por varios días, luego de surgir mejor después
del primero con una ley invisible.
Mi segundo conflicto con la ley de la gravedad tuvo lugar cuando era un
poquito mayor. En aquellos días los camiones tenían en la parte de atrás un
círculo que encerraba el número 20. Esto indicaba que la ley les permitía una
velocidad hasta de 20 millas (32 km) por hora, aunque los camiones grandes eran
capaces de ir mucho más rápido y a menudo lo hacían. Cuando los chicos
montábamos nuestras bicicletas detrás de esos vehículos de movimiento lento,
podíamos, al pedalear con toda energía, entrar en su tiro y mantenernos en esa
velocidad de un poco más de treinta km por hora. Era nuestra delicia pedalear
en el flujo de su tiro—claro, los muchachos siempre han gozado al hacer lo que
no deberían.
El siguiente incentivo que nos tentaba mucho, cuando alcanzábamos el camión
consistía en extender nuestras manos y agarrarnos de la parte trasera, lejos
de la vista del conductor. Así podíamos tener un viaje sin esfuerzo, gratis,
mientras el camión nos llevaba remolcados a todas partes.
Cierto día gozaba de un paseo, prendido a la parte posterior de un camión
grande y éste de repente aceleró y me sacó del asiento de mi bicicleta. Que
cambió de curso y se fue a la izquierda, mientras quedé como un ángel visionario
que volaba por la estratosfera colgado del camión que ganaba velocidad. Sabía
que entre más tiempo me mantuviera sostenido, las cosas serían peores. Entonces
me solté y me estrellé en la carretera. Con las rodillas y las manos sangrantes
me fui a la casa y me tocó decirle a mi madre un sartal de mentiras para que
nunca supiera lo que había hecho.
Así, pues, temprano en la vida, aprendí el poder de la invisible ley de la
gravedad sobre mí. Hoy, cuando viajo a los Estados Unidos, no caigo en el
Océano Atlántico; y cuando voy a Australia no caigo de los cielos ¿Por qué,
ahora, como hombre, puedo burlarme de una ley que me abrumó tanto cuando era
muchacho?
La respuesta consiste en que la ley de la aerodinámica supera y cancela la
ley de la gravedad. El poder del empuje hacia arriba es mayor que el poder que
hala hacia la tierra. La Biblia describe este principio así: “...la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha hecho libre de la ley del pecado y de
la muerte” (Romanos 8:2 RV).
Cuando tenía como 12 años, mientras mi padre y mi madre estaban fuera un fin
de semana, me dejaron al cuidado de una de mis tías, Tía Edie. Amaba a Tía
Edie, ella me amaba y con frecuencia me compraba animalitos de chocolate y toda
clase de regalos.
En este fin de semana bajamos a Cullercoats Bay, en North Tyneside, para
aprovechar un hermoso y soleado día.
Tía Edie dijo: “Oh, cuánto me gustaría dar un lindo paseo en bote, pero
nunca aprendí a remar.”
El Gran (a mis propios ojos) y pomposo Arthur dijo: “Eso es fácil. Si quieres
salir en una barca, Tía, yo te llevaré.” Ahora bien, todo lo que yo dominaba
era la teoría. Nunca había remado en un bote en mi vida pero pensé que sabía a
la perfección todo al respecto—tan sólo armas los remos en sus anillas, los
mueves adelante o atrás, y ya está. Entonces fuimos donde un viejo y salado
marinero, que con sus blancas y esponjadas patillas, su gorra de marino y su
jersey azul, nos alquiló una barca.
Cullercoats Bay tiene dos muelles que encierran la bahía. Dentro de ella hay
una calma aceptable; y, naturalmente, más allá de los muelles, te encuentras
en el mar abierto que puede estar más o menos picado. Tía Edie y yo entramos
al bote y tomé los remos. Era tal y conforme lo sabía de memoria, introduje
sin ningún problema los remos en sus respectivos sitios, halé de ellos y
comenzamos a movernos a través del agua. Todo estaba bien.
Empecé a cruzar la bahía, Tía Edie estaba encantada, hasta cuando remamos
para salir entre los dos muelles. Inmediatamente al agua le dio por agitarse.
Las olas nos golpearon de lado y el bote se balanceó en una forma salvaje.
“Oh, querido,” dijo Tía Edie, “¿qué sucede?
Para calmarla le contesté: “Todo está bien.” Y entonces me puse a halar
hacia el mar. Pronto, muchas olas insolentes derramaron cantidades de agua
dentro de la embarcación mientras nos golpeaban de costado y yo procuraba con
desesperación dar la vuelta.
“¿Vamos a regresar?” Tía Edie preguntó.
Más o menos me daba mañas para volver a la bahía, cuando de pronto una voz
airada que salía de una cabeza calva en el agua comenzó a maldecir: “¡Fíjate,
gran h*+&!,” rugió el bañista que nos miraba con furia y lanzaba toda clase de
improperios y palabrotas, pues por poco le di con el bote.
Al remar directo hacia los muelles me puse precisamente en el camino de una
embarcación motorizada de pescadores que entraba a toda velocidad en la bahía.
Un hombre en la proa juntó las manos a modo de bocina y gritó: “¡Maniobre sus
palas! ¡Maniobre sus palas!”
No sabía con certeza lo que quería decir esa frase. El bote pesquero venía
derecho hacia nosotros para embestirnos cuando hice presión con mi remo y nos
elevamos en el aire. La embarcación estuvo tan cerca de nosotros que dos de
los hombres en ella tuvieron que meter sus cabezas como patos cuando pasaban
bajo mis remos, mientras de nuevo oímos una andanada de toda clase de palabras
escogidas.
En este instante Tía Edie ya estaba en verdad muy preocupada y dijo:
“¿Vamos...estamos...bien?”
Le contesté: “Oh, ¡claro que sí!” Pero realmente me preguntaba si lo
estábamos. Remé hacia las cuevas que había en un lado de la bahía. Debido a
que la marea entraba, el agua era fuerte allí y en tanto que trataba de alejarme
de las cuevas, la barca se acuñó entre dos salientes y quedamos encallados. Me
puse de pie en un intento de empujar el bote para afuera pero comenzó a
balancearse peligrosamente. Justo en ese momento una enorme ola pasó sobre
nosotros y empapó por completo a la pobre Tía Edie. Que quedó toda mojada en
el otro extremo del bote mientras yo frenéticamente me esforzaba en
desalojarnos. Pobre Tía Edie.
“¡Oh!” Exclamó: “¡Oh! Por favor, ¡llévame a casa!”
Para este tiempo ya estaba desesperado. ¡Si sólo hubiese alguien a quien
pudiera entregarle esos remos y que supiera qué hacer! Otra ola se estrelló
contra nosotros. Por último, supe con claridad cuál era la conducta correcta.
Me senté aunque estaba empapado y con los remos arrastré el bote de regreso a
la orilla. El viejo marinero con su barba blanca apenas nos sonrió abiertamente.
“Bueno,” dijo con mucha picardía. “Esta es la media hora más rápida que
jamás haya visto. ¿Tuvieron suficiente?”
Tía Edie dijo: “Más que suficiente, gracias.” Y salió con rapidez del bote,
mientras el desprestigiado y zaherido Arthur la seguía. Estuvimos fuera no más
allá de siete minutos.
Hay muchos individuos como yo, que creen saberlo todo, piensan que todo lo
pueden hacer, y se lanzan al agua. Surge lo inesperado y, al final, anhelan
alguien a quien le puedan entregar los remos, alguien a quien se puedan rendir
y decirle: “Jesús, Señor y Salvador mío, sírveme de piloto, en el mar
tempestuoso de la vida; maravilloso Soberano de los mares, Señor Jesús, Salvador
mío, sé el piloto de mi vida.”
Como muchos jóvenes, cuando yo lo era, pensé que conocía la voz de Dios,
pero no fue así. Recién casado con Marj, creí que Dios me había dicho que
íbamos a tener una niña y que su nombre sería Gloria Joy. Pero nació un varón,
nuestro Peter.
Supuse que sabía la voz de Dios y que Él me había dado el nombre y el sexo
del bebé, pero mis suposiciones se equivocaron. Tuve que poner mi ministerio
profético en el armario y tener la humilde verdad hasta donde pensaba que era
y que no reconocía la Voz. Muchos nunca se mueven del sitio donde están porque
no aceptan la verdad acerca de dónde están. No se pueden mover de esa posición
sino hasta cuando lo hacen. Tengo que poseer dónde estoy para ser capaz de
desposeer.
Una vez en el Aeropuerto Kennedy, de New York, con varias horas de espera,
eché una ojeada en una tienda y tomé una revista para muchachas. Antes había
mirado por este lado y por aquel a fin de estar seguro que no había nadie que
me conociera, porque, después de todo, los predicadores sólo deben leer su
Biblia. Lo que había visto me interesó. Me gustó.
Después de un tiempo, fui al baño. Metí la revista bajo el brazo y subí a
la sala de espera donde una seguidora de la secta Hare Krishna se me acercó.
Con un alfiler me puso en la solapa un clavel e hizo lo posible para que le
comprara un libro.
“Mire,” le dije en un tono espiritual, muy superior, “yo no busco, porque
ya encontré.”
Con la rapidez de un relámpago me quitó la revista que tenía bajo el brazo,
la abrió, la extendió por completo frente a mis ojos y en alta voz me dijo:
“Dígame, por favor, ¿es esto lo que ya encontró?”
Sentí como si el mismo Señor Jesús me mirara en ese instante. Avergonzado y
confundido me aparté de esa muchacha, mientras murmuraba algo como: “Sólo soy
responsable ante Dios.”
Estaba, y aún lo estoy, molesto y disgustado con lo que hice. Si pudiese
haberme doblado y patearme yo mismo alrededor del aeropuerto, lo habría hecho—
no tanto por la cuestión de la revista—por el engaño, la hipocresía. Fui tan
superior delante de esa joven, como un fariseo espiritual.
Pagamos con exceso por salirnos de la voluntad de Dios en nuestras actitudes.
Siempre lo hacemos. Gracias a Dios, en su misericordia y su gracia, Él toma
nuestras necedades y convierte hasta nuestras acciones más estúpidas en algo
para su gloria. Ocurrencias como aquella demuestran la diferencia entre causa
y efecto, entre lo que llamamos ‘soberbia’ y ‘pecado’ así como la diferencia
entre araña y telaraña. Si te libras de la araña, se pondrá fin a las telarañas.
Esto me recuerda la antigua historia de los monjes que tenían una vigilia
santa de toda la noche. En la mañana siguiente, en tanto que el viejo abad
bajaba por el pasillo, un monje joven subió y le dijo: “Padre, solamente yo
mantuve la vigilia santa, mientras todos estos, mis hermanos, se dedicaron a
un irreligioso dormitar en total inactividad.” El anciano lo miró largamente
para decirle luego: “Hijo, habría sido mejor para ti haberte dedicado a un
sueño irreligioso o a una inactividad completa, en lugar de permanecer despierto
a fin de criticar a tus hermanos.”
Creo que Dios trata con nosotros en estos días y efectúa una división muy
notoria entre soberbia y pecado, entre causa y efecto. Para todo fracaso y todo
pecado, la sangre de Cristo Jesús nos limpia, pero a la soberbia que produce
el pecado, Dios la resiste (1 Pedro 5:5). La única respuesta consiste en que
me debo humillar ante la mano poderosa de Dios. Líbrate de la araña y te
librarás de la telaraña.
Cuando estuve en El Salvador no me pude lavar la cara porque la guerrilla
había bombardeado los acueductos. Todo lo disponible para el aseo era una lata
de agua que contenía también cucarachas y mosquitos que se habían suicidado
allí y cuyos cuerpos flotaban en la superficie jabonosa del agua.
Entonces, ¿qué hacer? Puse mi franela dentro de la lata, la exprimí afuera
y me froté el rostro y el cuello, con la esperanza de quedar un poco más limpio
y fresco que antes. Era esto o permanecer pegajoso con el sudor que corría por
toda parte del cuerpo, pues la temperatura a la sombra era 35º C (= 95º F).
En El Salvador ministré a los médicos, enfermeras y pacientes del hospital,
también en la academia militar y en varias iglesias. Hice una visita a un
patético y pequeño orfanato con 80 niños, todos menores de 12 años. Les llevé
una bolsa de caramelos, pero estaban demasiado temerosos para recibir algo de
un extraño, porque habían visto cómo los hombres asesinaron a sus padres y
madres en las montañas. Tuve que entregarle la bolsa de dulces a una hermana.
En el pueblo vi muchachitas que con sólo una pierna y una muleta de madera
iban a la escuela. También vi muchachos de 14 años o menos a quienes enviaron
a una guerra que sólo se hacía por la noche; chicos víctimas de minas anti-
personales o “quiebra patas” que les habían volado ambas piernas—niños que
habían sufrido bombardeos que los quemaron horriblemente y los dejaron ciegos.
Estos jovencitos eran ‘bajas’ de una guerra que para ellos no había tenido fin
ni término de ninguna clase. Su único entrenamiento consistió precisamente en
utilizarlos para derramar sangre: Si se capturaba vivo a un enemigo, se le
ataba al tronco de un árbol de tal manera que quedara bien fijo, sin movimiento
posible, y el muchacho debía herirlo una y otra vez con un cuchillo o un
machete, por todas partes, pero sin que esas heridas le causaran la muerte.
Cuando la realidad llega a tu puerta y la muerte ronda cerca, todo de
repente, el deseo de la libertad se convierte en algo intenso y la vida viene
a ser muy pero muy preciosa. Así es el mundo donde vivimos. Por todo eso,
desesperadamente necesitamos el evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
En Ting-Chung-Kiu, Taiwan, visité misioneros que eran excesivamente pobres.
Sólo teníamos pan y mermelada para comer, después mermelada y pan y de nuevo
pan y mermelada otra vez y quizá un poquito de arroz con pan y mermelada, como
para variar. Les dije: “No se preocupen, hermanos, porque no tomo té. Un vaso
de agua será suficiente.”
Me dijeron: “Oh, no puedes tomar agua, pues está tan contaminada que es
indispensable hervirla antes de poder beberla.”
Hubo entonces un problema serio porque sin refrigeración el agua hervida se
mantenía tibia y tomar agua tibia era horrible en el calor del verano. No quise
mortificar a los hermanos pero no sabía qué hacer. Resolví andar hasta el
pueblo donde me encontré con la palabra mágica: “Coca-Cola.”
Entré a la tienda, puse una moneda sobre el mostrador y dije: “Coca-Cola,”
y por el resto de la semana viví de esta gaseosa. En mis viajes alrededor del
mundo he aprendido que hay tres palabras de uso universal: “¡OK, Aleluya, y
Coca-Cola!”
De todos los lugares que he conocido, nunca me contristó tanto la miseria
como lo que vi en Guatemala, cuando fui a un enorme vertedero de basuras, de
1.6 km de diámetro, en un área que se llama Plaza de la Desesperanza. En ese
sitio viven centenares de familias en pequeñas chozas hechas con cañas, cartones
y encerados para los techos, aunque sólo unas pocas tenían láminas de zinc en
vez de los encerados. Allí sacan todo lo que pueden encontrar que les sea de
utilidad—aun para comer—de las basuras. Diseminados en la cima era posible
distinguir cadáveres de animales, y algunos dijeron que no hace mucho tiempo
atrás, hasta se habían visto restos de personas.
Claro está que no había agua corriente ni tampoco inodoros. Por darle algún
nombre diré que las ‘alcantarillas’ corrían abiertas, a nivel con la superficie
del suelo. Los niños jugaban ahí y con las manos hacían figuras de barro con
el líquido que circulaba por las cloacas que con toda seguridad debían contener
cantidades de desechos humanos tanto sólidos como acuosos. El hedor nauseabundo
de toda esa inmundicia me hizo sentir y anhelar ardientemente el profundo deseo
que yo pudiera suspender la respiración.
Llevamos a las gentes grandes ollas de sopa y los niñitos trajeron latas de
pintura que sacaron del basurero para que se les repartiera allí su ración de
comida, es decir, tanto para ellos como para sus respectivos familiares.
Cuando el pastor y yo regresamos a su casa donde había sólo tres camas y un
estante, me sentí tan supremamente triste al ver aquella patética vivienda del
varón de Dios, con una vieja y cuarteada pandereta como el único instrumento
musical que tenían y los niños que esperaban con grandes ojos brillantes, que
me puse a llorar aunque desde todo punto de vista es indispensable advertir
que no lloro con facilidad. Entonces entregué todo lo que tenía conmigo—el
dinero, mi billetera, mis tijeras, mi navaja. Si le hubiese dado al pastor un
automóvil Mercedes Benz, último modelo, no podría haberse emocionado más que
cuando le pasé mi navaja de bolsillo.
Todo es gris y monótono en ese basurero. Hice el voto que en mi siguiente
viaje procuraría llevar el máximo que pudiera de tarjetas de Navidad, de
cumpleaños, de todo para los niños a fin de que tuviesen un poquito de color
en sus vidas opacas sobre aquel gigantesco vertedero de escombros y basuras
donde tantas personas viven y donde tantas mueren.
En San José, Costa Rica, el pastor nos invitó a su casa para una comida y
algo así como una docena de personas son sentamos a la mesa. Entre los
convidados me presentaron un pastor local que supervisaba tres iglesias en la
costa y hacía sus recorridos a caballo, a través de las trochas del monte, pues
allí no hay carreteras. Para ir a esta reunión dejó su caballo y tomó un bus
hasta la casa del pastor invitante. Como no hablaba inglés ni yo castellano,
me limité a observarlo mientras cantaba y tocaba su guitarra.
Un poco después de la medianoche, pasamos a la mesa para la cena y le
pidieron dar la acción de gracias por los alimentos. Oraba en castellano,
cuando de pronto, como si fuera de nuevo Pentecostés, el Espíritu Santo
descendió. Otro pastor y su esposa de Las Vegas, comenzaron a danzar y a correr
alrededor de la comida. Luego otras dos personas saltaron sobre sus pies y con
voces de júbilo hablaban en lenguas para alabar a Dios.
A todos nos tomó hacia lo alto la presencia del Señor casi hasta las cinco
de la mañana y como cuando alguien se despierta de un sueño, abruptamente volví
a la tierra. Estábamos todavía allí—los alimentos intactos. No sé dónde habíamos
estado durante ese tiempo, excepto que estuvimos con Jesús.
Más tarde le dije a la esposa del pastor: “Bueno, supongo que usted ha de
sentirse bastante desilusionada al ver que los convidados le dejaron servidos
todos esos alimentos.”
Me respondió: “No, Hermano Burt. No, en absoluto. Limpiaremos por completo
la mesa. En cambio, todos tuvimos para comer algo de lo que ninguno de nosotros
sabíamos.”
A veces he tenido momentos muy gratos en el curso de mis visitas a los países
del tercer mundo. En Haití viajamos por las montañas en un jeep para llevar
cemento y madera desde Port Au Prince hasta un sitio a cuatro y media horas,
pues allí algunos hermanos planeaban el levantamiento de una iglesia. Como no
había puentes sobre los ríos, para cruzar las corrientes era necesario elegir
sitios vadeables donde se pudiera pasar con el vehículo. Con frecuencia había
en estos puntos chozas solitarias, sin nada en su interior, pues no eran sino
abrigos contra las inclemencias del clima, para resguardo de los viajeros.
Aunque por regla general no ministro dinero de mi bolsillo, sino las palabras
de la Santa Biblia, cuando llegamos a nuestro destino, Dios me permitió el
privilegio de dar a esos creyentes algunas bolsas de trigo.
El pastor de esta pequeña comunidad tenía una esposa muy habladora que se
emocionó tanto por el hecho de tener visitas, que escasamente permitía que
alguien dijese una sola frase. Por último se sugirió que oráramos pero la
señora aún seguía con su cháchara, incapaz de callarse. Entonces el pastor se
volvió hacia ella que llevaba un sombrero grande de paja, lo tomó, lo hizo
bajar hasta la barbilla, y luego empezó a orar. Contra la voluntad, esto me
obligó a sonreír.
Una vez en Montego Bay, Jamaica, los hermanos me llevaron una mujer que
sufría una depresión profunda y que, como parte de su tratamiento, tomaba altas
dosis de diversas medicinas, y me pidieron que orara por ella. Cuando me enteré
en detalle de la situación, dije: “No, no oraré.” Ahora bien, en las iglesias
pentecostales es casi un pecado imperdonable negarse a orar por alguien.
Para explicar la rareza de mi conducta a los hermanos en Cristo que me habían
traído a esta mujer y que me habían pedido que orara por ella, les dije: “La
depresión no es algo que se pueda curar con tabletas ni con oraciones.” Y a la
mujer: “Si eres una hija de Dios, la depresión es pérdida de la presencia del
Señor, y si has perdido esa presencia, es indispensable tener la verdad acerca
de cómo y dónde y cuándo la perdiste. Esto es necesario.”
Si uno es culpable de falta de perdón, crítica, murmuraciones, chismografía,
calumnia, o de haber juzgado a una persona, eso no se va a poner bien con
tabletas ni con píldoras. La depresión es señal de haber perdido la presencia
de Dios. La única forma de encontrar esa presencia es encontrar dónde la
perdimos y la causa que motivó ese percance. Hay un principio divino: Se debe
tener lo propio antes que se pueda dejar de tenerlo.
No sé cuántos en realidad no quieren tener nada con el recaudador de
impuestos. Supongo que casi todos están a la defensiva cuando tienen que ir a
la oficina de ese funcionario, pues sienten que exige mucho, recibe otro tanto
y en cambio da muy poco o nada. Dios trató conmigo en cierta medida sobre mi
actitud hacia los recaudadores de impuestos. He estado en muchísimos países
donde vi pobreza, escasez de agua, hambre, desolación por la guerra o por
catástrofes naturales. Luego, al regresar a la patria, he sentido gratitud por
poder vivir donde las condiciones son mucho mejores. Aquí lo menos que podemos
hacer es dar al César lo que es del César—aun si no confiamos en él—o por lo
menos rendirnos a él, pues sabemos que Dios nos ha bendecido en abundancia a
través de nuestro gobierno y deberíamos agradecer esto.
Un día me encontré en las oficinas de hacienda donde el recaudador me dijo:
“Aquí tengo sus declaraciones de renta, sus balances bancarios, y los
comprobantes de sus tiquetes de viajes aéreos, ¿todo esto es suyo?”
Le respondí: “Sí.”
Me preguntó: “¿Cuántos años cubren? ¿Corresponden a toda su vida?”
Contesté: “No. Apenas a los últimos dos años.”
Y con sorpresa: “¡Cómo así! ¿Quiere decir que todos estos talonarios de
tiquetes de pasajes aéreos pertenecen sólo a los últimos dos años?”
Le afirmé: “Claro que sí. Mi nombre está en ellos. Véalo con sus propios
ojos.”
Luego el recaudador de impuestos soltó la pregunta sobre cómo podría ser
esto posible.
Le dije: “Mire, señor mío. No me diferencio en nada de todo el mundo. Yo soy
un ciudadano como cualquier otro. Pero también resulta que soy creyente en
Cristo Jesús, pero, incluso así, puedo ser tentado a estar a la defensiva o a
ser deshonesto, lo mismo que muchos otros, pero no elijo serlo. En cambio,
prefiero ser honesto y veraz como si estuviera ante Dios. A propósito, ¿paga
usted sus impuestos de renta?”
Lleno de resentimiento barbotó: “Oh, naturalmente que sí.”
Le observé: “Muy bien, entonces usted comprenderá la actitud que tienen los
hombres cuando entran a este despacho. Todo su deseo consiste en evitarse pagar
un penique más de lo que les corresponde. Ahora recuerde, por favor, declaré
que he escogido estar delante de Dios y ser veraz con usted.”
Así, el hombre principió a preguntarme acerca de mis entradas. Le respondí
que no tengo ingresos fijos distintos a mi pensión por edad. Es lo único con
que cuento. Además conmigo viven mi hijo y su familia. Vivimos por fe—no por
fe en el pueblo de Dios sino por fe en el Dios del pueblo. Nunca pido a nadie
por mis ministraciones, jamás lo he hecho ni jamás lo haré. No escribo cartas
para pedir dinero ni ruego a nadie por medio de señas.
Me objetó: “Pero, perdóneme. Usted ha escrito varios libros (se refería a
‘Pebbles to Slay Goliath,’ ‘The Lost Key,’ ‘Boomerang or The Funeral of
Failure,’ ‘The Silent Years’).”
Le dije: “Sí, pero no cobro por ellos. Si la gente me quiere dar algo, está
bien, pero en realidad no vendo esos libros.”
Me replicó: “¿Y qué acerca de las cintas grabadas?
Respondí: “No tengo ninguna. Si las tuviera, las regalaría.”
Luego me dijo: “¿Y qué me dice de la casa enorme donde usted vive. ¡Fíjese,
nada menos que veintiuna habitaciones!”
Expliqué: “La tenemos para los hermanos en Cristo. No le cobramos nada a
quienes vienen a vivir con nosotros. En la sala hay una caja para que depositen
lo que buenamente puedan a fin de ayudarnos a pagar los gastos, pues no
administramos la casa con un criterio comercial.”
Entonces dijo: “Permítame darle un vistazo a sus libros.” Se los alcancé a
través de la mesa. “Estos me parecen interesantes. Me gustaría leerlos.”
Le ofrecí: “Si quiere, guarde una copia de cada uno de ellos.”
Respondió: “Muchas gracias. Ahora dígame, ¿cuánto le debo?”
Repliqué: “Oiga, señor, no va a hacerme caer en esa trampa. Ya le dije que
no vendo mis libros. Le repito también que puede quedarse con el que a bien
tenga. Y que es de su voluntad si desea ofrecer algún dinero.”
El recaudador de impuestos volvió con sus preguntas de esto o de aquello,
sobre este tema y sobre aquel, y hasta donde lo puedo saber, delante de la ley,
siempre respondí satisfactoriamente y con toda honestidad. Entre más lo hacía,
más confundido estaba.
Se admiró: “No puedo comprender cómo vive usted. Sus gastos sobrepasan los
miles de libras, además tiene cuentas por los servicios de acueducto,
alcantarillado, recolección de basuras, gas, energía eléctrica, y combustibles
para la calefacción. Dice que no tiene entradas regulares excepto lo que recibe
como jubilado y luego resulta que usted viaja por todo el mundo.”
Admití: “Sí, es cierto. Viajo por todo el mundo. Dejé de contar las veces
que me tocó atravesar el Océano Atlántico cuando llegué a 200. Por dondequiera
que vaya, el Señor suple todas mis necesidades. Donde se encuentre el
nombramiento, allí está la provisión. Si Dios no me suple, entonces no voy.”
Murmuró, como entre dientes: “Bueno, no entiendo esto.”
Le observé: “Entonces, somos dos. Yo tampoco. Si usted deja a Dios por fuera
del cuadro, no hay ninguna respuesta que le pueda dar.”
Siento que vivir por fe incluye dar a César lo que es de César y por esto
pago mis impuestos, porque creo que Dios ha de suplir todo lo mío, aun lo que
corresponde al renglón de los impuestos. Y, por ese motivo, no debo gemir ni
quejarme sobre ese tema particular.
Un día, muchos años atrás, Dios me reprendió en lo más profundo de mi alma
por afirmar acerca de algún gasto especial: “No tengo con qué, pues no me lo
puedo permitir.”
El Señor me dijo: “Si eso es mi voluntad, entonces has de saber que de sobra
tienes con qué y te lo puedes permitir perfectamente. Si no es mi voluntad,
entonces ni siquiera deberías desear tener con qué.” Estoy más que reconocido
con enorme gratitud hacia su magnificencia porque me suple todo aquello que
preciso en su gracia y en su misericordia.
Hace ya bastante tiempo, un querido ministro episcopal a quien por afecto
se le decía Padre Sherwood—y por apodo Sherry—me llevó a dar un paseo al Cabo
Kennedy. Habíamos programado ir aquella noche a una reunión de unos católicos
romanos carismáticos donde me invitaron a hablar. Me alojaba en la casa del
Hermano Tom Snyder. Cuando regresamos después de nuestro recorrido por el
centro espacial, estábamos más bien un tanto retardados y Tom ya se había ido
para la conferencia.
Aún estaba con mis ropas informales y pensé: “Bueno, supongo que el Hermano
Snyder llevó consigo mi Biblia, mi pandero y mi chaqueta a la reunión.” Entonces
me volví a Sherwood y le dije: “Sherry, como ya es un tanto tarde, por favor,
vayamos directo a la conferencia.”
Me respondió: “Sí. Vamos. Bueno, usted manda.”
Le dije: “No. Es usted quien manda.”
Entonces preguntó: “¿Sabe dónde es la reunión?”
Contesté: “No.”
Y él: “Eso si está bueno, tampoco yo.”
De esta manera comenzamos a las 7:15 a buscar dónde sería la conferencia que
debería iniciarse a las 7:30. Faltaban diez para las nueve cuando perdí la paz
y supe que estaba mal. El Señor me reprendió y yo, arrepentido, dije: “Padre,
creo que no estoy atrasado para este compromiso.”
Continuamos con nuestra búsqueda y a las 9:20 descubrimos una joven que nos
encaminó a la reunión. Llegamos allí a las 9:30 y al entrar en puntillas
encontramos que todos estaban en la presencia de Dios. Si hubiésemos venido
sobre elefantes azules ni siquiera se habrían dado cuenta de nosotros. Sin
embargo, me sentí muy culpable por llegar tan tarde. Así, pues, llegamos a las
9:30 para una reunión de las 7:30 y aquí estaba yo, creyendo que no nos habíamos
atrasado. De repente el líder del certamen alzó los ojos y al verme dijo:
“Bueno, ahora le pediremos al Hermano Arthur Burt, que tenga la bondad de
dirigirnos unas palabras.”
Pensé: “Son las 9:30. ¿Qué voy a hacer? Hablaré tan sólo durante diez
minutos, y luego me sentaré.” Y así lo hice.
El líder dijo: “Hay un breve descanso para un café con galletas y después
nos reuniremos de nuevo a las 9:50.” Cuando terminó la pausa, me pidió otra
vez que hablara y la reunión se fue casi hasta las dos de la mañana.
Mientras salíamos a la noche estrellada, uno de los asistentes vino y me
dijo: “Hermano Burt, después de todo, usted no llegó tarde a la reunión.”
Le pregunté: “¿Cómo así? Explíqueme, por favor, qué quiere decir.”
Respondió: “Bueno, usted sabe cómo son los católicos carismáticos, con la
lectura de sus comunicaciones, los avisos de anuncios, y una cosa y otra. La
reunión no tenía mucho de adelanto cuando usted entró. El Espíritu Santo sólo
vino un poco antes que usted y así, en realidad, usted no estuvo atrasado.”
Cuán lleno de gracia es Dios en la guía que nos ofrece. Responderá a un
vellón. Esta vez que el rocío moje el vellón mientras el terreno alrededor
quede seco; luego que solamente el vellón quede seco en tanto que la tierra
que lo rodea reciba el rocío (Jueces 6:37-40). Si una joven viene a buscar agua
del pozo, entonces que la saque para mí y mis camellos y así sabré que es la
esposa que el Señor le tiene a Isaac, el hijo de mi amo (Génesis 24:43-46).
Dios siempre nos habla a través de múltiples y muy diversas formas.
La mayor parte del tiempo, con una frecuencia inusitada, muchos creyentes
recurren a la Santa Biblia en búsqueda de guía, pero incluso allí es
indispensable emplear mucha cautela y tener precauciones.
Por ejemplo, si un hombre deprimido y que está muy angustiado acerca del
curso de su vida, abre la Biblia en Mateo 27:5, va a leer que Judas, en
arrepentimiento por la traición que le hizo a Jesús, salió y se ahorcó. Y si
luego va a unas cuantas páginas más adelante, puede encontrar lo siguiente:
“...Anda entonces y haz tú lo mismo...” (Lucas 10:37 NVI), podría sacar una
conclusión desastrosamente peligrosa al unir ese par de pasajes. 315-8722
Abrir al azar la Biblia, para buscar consejo, puede ser muy dañino y causa
de muchos perjuicios. En este tipo de búsqueda no hay ninguna clase de aliento
ni tampoco mucho menos unción. Incluso cuando se consigue o se obtiene una
palabra directa de guía a partir de una lectura escritural, se debe ejercitar
sumo cuidado sobre cómo interpretarla y cómo moverse en ella.
La Biblia puede ser la Palabra de Dios, pero ¿lo es para mí, para este
momento, para esta circunstancia? Si hay unción en mi búsqueda, no importa el
método—Biblia, vellón, abrevar los camellos—la unción me enseña y el Espíritu
me guía. Si espero que Dios cumpla su palabra, Él lo hará y lo confirmará sin
error alguno.
A medida que esperaba que el Señor cumpliera su promesa de proveer madera y
levantar una casa para su gloria, la Hermana Wood me ministró financieramente
muchas veces. Usted podría darme muchas razones por las que yo pudiera imaginar
que Dios me hablaba a partir de las palabras de Hageo, pero, ¿puede la
imaginación producir cheques por miles de dólares?
La casa ya no es una visión, ni un deseo. Está allí. Vivo en ella—una casa
de 21 piezas en Gales del Norte, a cuatro minutos del mar, sobre una colina al
pie de las montañas. Después de años de duro trabajo, el último de esos 21
cuartos, el dormitorio principal, se renovó—un regalo que el Cuerpo de Cristo
dio para nuestras bodas de oro. Allí no hay ánimo de lucro. Es para el pueblo
de Dios. Muchos han venido a fin de ser ministrados con paz y bendición para
la gloria de Dios.
La visión puede venirle a alguien entre miles que no tienen visión. Conocí
en Cornwall a un oficial retirado de la fuerza aérea, el Hermano Baker, que un
día observó una vieja carbonera deshecha—sin lajas de pizarra, ladrillos que
faltaban, agujeros en el techo—que yacía colina abajo hacia el mar, desde la
casa de campo del propietario. Su único valor consistía en que daba frente a
la carretera principal por donde todos los turistas bajaban a la playa. Un día,
el Hermano Baker, que había recorrido ese camino muchas veces, compró la vieja
carbonera.
El Hermano Baker, que era viudo, y Joy, su hija que tenía muchos dones
artísticos, reconstruyeron la carbonera y la convirtieron en una pequeña tienda
para vender objetos de recuerdo con el nombre ‘El Hueco en el Muro.’ Ambos iban
a la playa, colectaban conchas y las pegaban para hacer preciosas damitas
victorianas con grandes sombreros de amplias alas y largos trajes. Joy también
trabajaba con fibras vegetales, tejía canastas, pintaba cuadros, etc.,
elementos todos que los turistas compraban en la tienda. Más o menos en tres
años, Joy y su padre, hicieron una pequeña fortuna a partir de aquella carbonera
sin valor. Con el dinero adquirieron los elementos para montar un restaurante
donde las especialidades eran platos marineros, y después de trabajar con tesón
por otros tres años, se retiraron y emigraron a los Estados Unidos. Un día Joy
me pidió orar por ella a fin de que Dios le diera capacidades musicales en la
guitarra, y, claro está, le impuse manos y oré al respecto. Aunque no había
aprendido música, cantaba y tocaba maravillosamente. Poco después se casó con
un evangelista canadiense y es feliz.
Ninguna de las diversas bendiciones habría ocurrido a esta familia, si aquel
único hombre, entre los muchos que a diario bajaban a la playa, no hubiera
visto el valor oculto en la vieja carbonera. Tuvo visión y percibió lo que
otros no veían. Cuando tenemos una visión—ya sea de una carbonera o de una vida
arruinada—que los demás no ven, entonces, gracias a Dios, la esperanza se
enciende y nace de nuevo donde no hay sino desesperanza.
CAPÍTULO 14
¡RUPTURA DEL FRASCO DE ALABASTRO!

Algunos incidentes son como una cicatriz en la vida de un hombre. Nunca


desaparecen y él nunca los olvida. Una vez viajaba de Duluth a Minneapolis y
mientras esperaba la conexión de mi vuelo, dejé mis maletas cerca del despacho
de tiquetes y fui a hacer una llamada telefónica. Había dos filas de cabinas
telefónicas, abiertas por debajo de modo que es posible ver si están ocupadas.
Entré a una cabina y puse mi maletín de mano entre los pies. Saqué mi libreta
de teléfonos, me afirmé en la repisa y principié a contar los quarters (moneda
de 25 centavos) que el operador me indicó que necesitaba. Mientras contaba las
monedas sentí un movimiento entre los pies y, de pronto, mi maletín desapareció.
Todo cuanto era de importancia estaba allí—tiquetes, dinero, pasaporte—todo.
De inmediato entré en pánico y no sabía qué hacer. Solté el teléfono, salí de
la cabina y me encontré en medio de una multitud de centenares de personas en
movimiento, pero no pude ver ni mi maletín ni quién lo había tomado.
Entonces, con los ojos cerrados, al lado de esa cabina, oré: “Señor, lo
lamento mucho. Sé que estoy mal. Perdí la paz. Me dominó el temor. No sé qué
hacer.” Y permanecí allí, de pie, rodeado de personas, completamente indefenso.
Dios me habló: “Vuelve a tus maletas en el mostrador de los pasajes.” Pero
no las quería. Desesperadamente necesitaba mi maletín, mas dejé la cabina con
el teléfono que colgaba, mi libreta apoyada en la repisa, los quarters, todo,
y en obediencia al Señor fui al despacho de tiquetes. Cuando llegué, para mi
absoluto y total asombro, encontré que entre mis dos valijas estaba el maletín
de mano.
Ahora bien, quizá la razón me diría que nunca lo llevé conmigo a la cabina
telefónica—mas estoy seguro de haberlo hecho. En efecto, saqué mi libreta de
teléfonos de ese maletín entre los pies y sentí cuando me lo arrebataron de
ahí a través de la abertura en la caseta. Cómo hizo para estar con mis otras
dos piezas de equipaje en el mostrador, es algo que está más allá de mis
entendederas. Cuando me arrepentí de mi pánico, Dios en su misericordia y
gracia infinitas me lo devolvió. Lo tomé de nuevo y regresé al quiosco donde
aún colgaba el teléfono. La pila de monedas todavía estaba, junto con mi libreta
de direcciones. Hasta el día de hoy, no puedo ofrecer ninguna explicación a lo
sucedido. Si alguien insiste, sólo es posible que yo le dé esta respuesta: Dios
lo hizo todo.
En camino para visitar a un hermano que con su esposa y sus hijos había ido
a Etiopía como misionero, volé de Londres a Roma donde cambiaba de aviones.
Cuando me presenté a inmigración antes de abordar el siguiente vuelo, el
inspector miró mi pasaporte y dijo:
“No puede seguir porque su certificado de vacunación venció anoche.”
Repliqué: “No me había dado cuenta de eso. Lo lamento mucho. Tendré que
solucionarlo tan pronto como pueda.”
Me contestó: “Más le vale. Ciertamente lo deberá hacer. Sólo le será posible
pasar por mi despacho cuando su certificado de vacunación se encuentre al día.
De otra forma no puede continuar su viaje”
Protesté: “Pero señor, por favor, no me querrá usted decir que debo regresar
a Londres.”
Con gran firmeza me contestó: “Sí, desde luego. Cumplo con mis obligaciones
y hago mi trabajo. Sin embargo, le brindo una alternativa más sencilla. Como
su certificado expiró anoche, si usted quiere, puede entrar en cuarentena en
Roma, y detenerse aquí unos pocos días para ser vacunado al terminar la
cuarentena.”
Me quedé de pie mientras observaba cómo todos los demás pasajeros entraban
al avión. Inclinado contra una pared me hice estas preguntas: “¿Qué puedo
hacer? ¿Estoy dentro de la voluntad de Dios? ¿Si me dijo el Señor que fuera a
Etiopía?” Sabía que Dios me lo había dicho. El inspector simplemente me miró
con toda frialdad y yo supe que de él no iba a recibir ninguna ayuda, en tanto
que los otros viajeros, uno por uno, pasaban en fila y yo quedaba allí, solo.
Entonces dije al funcionario: “En realidad no sé qué hacer. No siento que
deba volver a Londres.”
Contestó con impaciencia: “Mire, señor. No quiero saber nada de usted. Por
tanto, váyase.”
El Espíritu de Dios avivó en mí esa última palabra “váyase.” En consecuencia
decidí obrar y lo hice. Me fui derecho hacia el avión, me senté en mi puesto y
pronto iba en vuelo hacia Addis Abeba, la capital de Etiopía.
En mi interior surgió una voz: “¿Qué te va a suceder una vez que llegues a
tu destino?”
Insistí en una oración silenciosa: “Tengo el convencimiento absoluto de
estar dentro de la voluntad de Dios.”
El corazón procedió a advertirme acerca de las serias consecuencias que me
esperaban cuando llegara a Addis Abeba y siguió en sus objeciones que Dios me
había manifestado a través del inspector de inmigración en Roma.
Cuando el avión aterrizó en Addis Abeba, fui a la aduana desde donde pude
distinguir a David a través de una reja. Cuando él gritó “Hermano Arthur,” un
mozo tomó mi equipaje y salió rectamente hacia David. Lo seguí y atravesé la
aduana. David se encargó de darle propina al mozo que siguió su camino. Por
primera y única vez en toda mi vida de viajero internacional, pasé por una
aduana sin mostrar mi pasaporte.
Estuve muy ocupado en el ministerio a los etíopes con muchas reuniones
diarias que comenzaban a las 8:00 de la mañana. Después de varios días, Dios
me dirigió una palabra tan clara y definida que empecé a temblar. En la mesa
del desayuno, dije: “David, el Señor me ha dado una palabra para ti.”
Replicó: “¡Maravilloso! Janet, ven y siéntate. El Hermano Arthur tiene una
palabra del Señor para nosotros.” Y David y su esposa, llenos de emoción,
esperaron oir lo que yo diría.
Les dije: “Hermano David, estás total, completa y absolutamente por fuera
de la voluntad de Dios al permanecer en Etiopía.”
David recibió esta palabra como si fuera la voz de Dios. Se volvió hacia su
señora y dijo: “Como sé que el Hermano Arthur no se equivoca, eso explica de
manera satisfactoria todo lo que nos ha sucedido.”
Cuando fui al aeropuerto para mi vuelo de partida, un funcionario me dijo
que le mostrara mi visa.
Le respondí: “No tengo visa.”
Me dijo: “Imposible. No podría estar en el país sin una visa.”
Repliqué: “Mire, señor. Aquí estoy.”
Preguntó: “¿Cómo hizo para entrar?”
Le expliqué: “El mozo simplemente recogió mi equipaje y luego, me limité a
seguirle.”
Volvió a preguntar: “¿Cómo así? ¿Dónde está? ¿Quién fue? ¡Señálelo!”
Después de observar a los muchachos, respondí: “Lo siento. No puedo. Todos
me parecen iguales, con sus cabellos crespos, su piel oscura, con el mismo
uniforme. No le podría decir cuál hombre fue.”
Me insistió: “Tendrá que conseguir una visa.”
Tomó mi pasaporte mientras fui a obtener la visa. Cuando regresé se había
ido y tuve que hacer una cacería en todo el aeropuerto tanto detrás de él como
por mi pasaporte. Al fin pude localizarlo.
Pensé: “Ahora, va suceder lo del certificado de vacunación de viruela.” Le
mostré la visa que aceptó. Luego abrió mi pasaporte y, preciso, extendió el
certificado de vacunación.
Dije dentro de mí: “Aquí viene ya.” Justo en ese instante un hombre detrás
de él, lo tocó en el hombro y le hizo una pregunta. Volvió la cabeza para
responder y mientras hablaba, con su sello de caucho lo puso dos veces ‘tas,
tas’ sobre mis papeles. Cerró mis documentos, me los entregó en la mano y salí
del despacho de ese funcionario con enorme gratitud al Todopoderoso.
Poco después de mi salida de Etiopía, David y su familia también se fueron.
Casi inmediatamente el partido comunista se apoderó del país y puso en prisión
a 260 de los líderes cristianos. David partió justo a tiempo. Estar en la
voluntad de Dios es de una importancia capital. Si estoy fuera de la voluntad
del Señor, entonces estoy por fuera de todo lo que en verdad interesa.
Después de nuestra mudanza a Bron Wendon, Gales del Norte, pedí a mi hijo
Steve, que era ahora subcontratista de construcción, subir para hacerme un
trabajo. Cuando Steve era muchacho, a veces se dormía en mis reuniones, con la
boca abierta, sin interés alguno en el mensaje. Transcurrieron los años y Steve
fue al ejército durante una temporada y cuando salió se dedicó a ir de un lado
para otro, a vagar, beber, y a todas las cosas que la gente hace cuando se
aparta de Dios.
Todos hemos tenido problemas con personas a quienes conocemos, personas con
quienes vivimos o con quienes trabajamos y debido a que hay una lija en mí y
una lija en ellas, nos volvemos ásperos y duros unos con otros. En vez de
aceptar nuestra culpabilidad, culpamos a la otra lija por los roces y el
desasosiego. Mi problema no está en el problema; mi problema reside en mi
actitud hacia una situación o hacia una persona—a veces hacia los hijos. A
pesar de la forma de vida que llevaba, Steve aún sabía que Marj y yo lo amábamos
entrañablemente.
Cuando Steve terminó el trabajo que le pedí hacer, me dijo: “Papá, ¿crees
posible que traiga a mis dos niñas a tu reunión para dedicarlas al Señor?”
¡Qué sorpresa! Esto venía de alguien que, hasta donde supe, estuvo tan
interesado en el Señor como un bacalao podría estarlo en Shakespeare. La noche
que Steve trajo las chiquillas a la reunión, él también volvió a Jesús. El
Espíritu Santo cayó sobre él y jamás ha sido el mismo desde entonces. Poco
después, en 1981, Steve vino a vivir con nosotros y más tarde Joseph hizo lo
propio. Dios ha bendecido en forma maravillosa a estos hijos que se habían
apartado tanto física como espiritualmente, pero Él los trajo de regreso. Ahora
nos regocijamos en una unidad admirable, y puedo comprender lo que quiso decir
Jesús con sus palabras: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30 RV).
Algunos me preguntan por qué me fui a vivir a Gales del Norte. La mayor meta
de la vida, así como los jugadores que utilizan todo su vigor y su habilidad,
en un partido de fútbol, es meter la bola en la red. El gol en el fútbol en
realidad no es un objetivo prodigioso—sólo lo es cuando se pone una pelota
llena de viento entre tres palos.
Si todo fuera así en la vida, la vida no tendría profundidad. Usted podría
aparecer exteriormente como una columna en la iglesia, pero en realidad apenas
ser una oruga que se arrastra arriba y abajo a lo largo de su hoja de lechuga.
¿Cuál es la meta de la vida? ¿Con qué propósito me creó Dios? Y luego, ¿cuál
es el propósito para haberme concedido el don inapreciable de la salvación?
Jesús es el primogénito de muchos hermanos y el propósito final y definitivo
de Dios para mi vida consiste en que yo, como Jesús, viva mi existencia de
acuerdo con la voluntad del Padre, para la alabanza y exaltación de su gloria
y su gracia. No puedo ver nada más allá de eso. Cuando la gente me averigua el
motivo para haberme mudado a Gales del Norte, sólo puedo responder:
“Sinceramente creo que Dios me ha enviado aquí. No presumo que me vaya a mover
a ningún otro sitio. ‘Creo que la voluntad de Dios para mí, consiste en que
viva aquí y ahora,’ es todo lo que puedo decir.”
Me refiero a algo más que una residencia física, pues también hablo del
templo del Espíritu Santo. Como su templo sólo lo puedo glorificar a Él, y
satisfacer el plan del Señor Jesús, cuando por causa del ejemplo de mi vida,
otros nacen en su Cuerpo, para ser conformados a su imagen.
Ciertamente no he llegado. No me percibo como en un proceso de asentamiento,
ahora cuando estoy casi en los 90 años, que cuando tenía 20 y la vida estaba
extendida ante mí como un mar abierto. Para este momento actual, lo mismo que
para cada uno de los días de mi existencia, elijo que mi ministerio glorifique
a Dios. Tanto mi filosofía como el único propósito en mi vida, no son otros
sino hacer fielmente la voluntad de Dios para la gloria de Dios.
No vine a Gales con ninguna visión heroica. Dios me dijo por medio de Hageo,
ir a la montaña, traer madera, y edificar; y que el esplendor de la segunda
casa sería mayor que el esplendor de la primera (Hageo 1:8; 2:9). Eso es todo
lo que sé. Me pregunto si todavía hay un propósito sin revelar en mi permanencia
aquí—si habrá una resurrección del avivamiento de Gales. No lo sé.
No sé cuán particular sea Dios acerca de sitios. Para cada suceso importante
en la vida de quienes conforman su pueblo, todas las piezas han debido estar
en el lugar que Él designó: Pascua, Pentecostés, Tabernáculos. Siempre cuando
Dios estableció esas fiestas, con toda claridad también estipuló el punto para
observarlas.
En Gales del Norte el Espíritu de Dios se movió hace muchos años al usar a
Evan Roberts, cuando la totalidad de este pequeño país se estremeció y tembló
bajo el poder del Espíritu Santo. No es mi deseo establecer límites a Dios por
creer que un avivamiento futuro ha de ser solamente para Gales. La Santa Biblia
nos promete que toda la tierra—no tan sólo el país de Gales—será llena con el
conocimiento de la gloria del Señor, como las aguas cubren el mar (Isaías 11:9;
Habacuc 2:14).
Podría iniciarse en Gales. Muchos afirman que han tenido visiones del fuego
de Dios que cae sobre las colinas galesas y creo que Dios ya comenzó a preparar
a su pueblo. Como quienes navegan en competencias de yates, que aprontan y
extienden sus velas para el viento de Dios, tengo la certeza que van a estar
perfectamente listos para el día de su visitación.
Ha habido evoluciones en mi ministerio en forma paulatina pero segura, hacia
un llamado para la preparación, a medida que voy de aquí para allá, sin que
por rareza me demore más de dos o tres noches en un lugar. Dondequiera que Dios
me ha hecho ir por todo el mundo, encuentro inevitablemente que el mensaje que
Dios me da es: “¡Prepara, prepara!” El tema completo, toda la cuestión, no es
tener avivamiento, sino manejarlo—no cuánto de la presencia de Dios puedo
tener, sino cuánto puedo manejar para la gloria de Dios.
Cuando anunciamos la primera convención que planeábamos para nuestra casa
en Gales, muchos querían saber cuál era el programa.
Les expliqué: “No hay programa de ninguna clase. Vamos a tener una convención
de 1 Corintios 14.”
Me preguntaron: “Hermano Burt, ¿quiénes van a ser los conferencistas?”
Respondí: “No habrá conferencistas.”
Dijeron: “Oh, claro. Usted va a dar todos los sermones, ¿no es cierto?”
Dije: “No; no es cierto. Soy el enemigo número uno de toda la operación si
voy a predicar. Si mi sombra se refleja en el agua, ¿vendrán los peces? Este
va a ser un tiempo en que cada uno y todos han de ministrar según dirija el
Espíritu Santo.”
Con certeza el primer objetivo de esta clase de reuniones es sacarme del
cuadro y todos los que asistan, también se han de sacar ellos mismos del cuadro.
Para el Señor es una operación fina y sensible mantener a alguien en el cuadro,
mientras en el corazón del hombre, él está fuera y el Señor está dentro.
Cuando llegó el momento de la convención, vinieron personas desde Escocia
del Norte, Guernsey en las Islas del Canal, Florida, así como África y desde
países tan lejanos como Australia. Todos aprendimos una cosa, el aceite no mana
de la roca, para conseguirlo hay que perforar. El problema está en nuestro
corazón endurecido, en tanto que la Palabra de Dios dice: “...Si ustedes oyen
hoy su voz, no endurezcan su corazón” (Hebreos 4:7 NVI).
Tristemente, todo aquello que la iglesia proclama haber vencido, en realidad
la domina y está sobre ella. Con suma frecuencia encontramos que el pecado
tiene poder que nos supera. El pecado, el divorcio, la enfermedad, los
quebrantos financieros y emocionales, constituyen evidencias donde vemos que
la primogenitura que Dios nos dio no es todavía nuestra desde el punto de vista
de la experiencia. La iglesia al apartarse del camino recto e ir de un sitio a
otro, no ha entrado aún en lo que debería, pues no lo puede manejar para la
gloria de Dios.
¿Cuál es el taladro que penetra la roca de nuestros corazones? Es el
arrepentimiento. En última instancia, el arrepentimiento ha de quebrantar e
irrumpir, y el aceite fluirá. Todos hemos tenido nuestras convenciones y
conferencias de sermones pulidos y de cánticos inspirados. Si eso pudiese haber
hecho el trabajo de quebrantarnos, podría haber sucedido ahora. Solamente
necesitamos una cosa antes que el perfume de nuestras vidas se libere y sea
acepto ante Dios: El frasco de alabastro del ungüento, debe, debe, debe,
romperse.
En nuestra convención hubo lágrimas y quebranto. No fue un avivamiento
inmenso. Nunca llegó a la prensa, pero quienes estuvieron allí fueron
conscientes de la presencia de Dios. Creo que esto es lo que ha de constituir
el siguiente mover de Dios en la tierra—un ministerio de su presencia. ¿Cómo
puedo ministrar la Presencia, cuando estoy tan lleno de mi propia presencia,
cuando mi ego me satura como el aire llena un globo? Necesito desaparecer—
necesitamos desaparecer—a fin de que Jesús se manifieste en su Cuerpo místico.
Cuando miro hacia atrás, a mis 76 años como cristiano, a veces siento como
si durmiera y que voy a despertar pronto, aunque me queda muy difícil aceptar
que tres cuartas partes de un siglo se hayan ido. Casi todos mis contemporáneos
desaparecieron. A no ser por un puñado, todas las personas de mi generación a
quienes conocí, amé, estimé y con quienes tuve compañerismo, ya se fueron. En
el curso de los años, muchos de los sucesos que edifican las vidas de las
personas también han hecho mi vida—comprar algunas gallinas, venderlas, cambiar
verduras de la huerta por manzanos—pero son cosas de consecuencias mínimas o
nulas.
Ante los ojos de los hombres, nunca he sido importante, jamás he sido uno
de los grandes. Si ustedes me preguntan quién soy, les diré, soy nadie. El
mensaje que traigo hoy es que todo “alguien” tendrá ahora que convertirse en
“nadie.” Debemos perder nuestra identidad en el Cuerpo de Cristo, porque el
Padre no dará su gloria a nadie, sino al Cristo.
José estuvo de pie delante de sus hermanos, difíciles, envidiosos, llenos
de celos, que le vendieron como esclavo, y los absolvió con una simple frase:
“No fueron ustedes, fue Dios.”
No sé si esa revelación le vino a José como un rayo de los cielos o si fue
un proceso durante los largos años que pasó en prisión, hasta cuando al fin
alcanzó el poder en la corte de faraón. De todos modos vio la mano de Dios en
su circunstancia: “No fueron ustedes, fue Dios.” En últimas, la revelación de
José queda para todos nosotros a medida que reconocemos la verdad de la
soberanía de Dios en nuestras vidas.
Algunos que creen en la soberanía de Dios concluyen que el hombre en realidad
carece de voluntad libre y que verdaderamente no puede resistir a Dios. Ya sea
que nuestra voluntad coopere con Dios o que le resista, aún es nuestra voluntad.
Un automóvil es todavía un automóvil, ya sea que marche para delante o que vaya
en reversa y viaje hacia atrás.
Nada puede alterar o frustrar la voluntad soberana de Dios—ni arcángeles,
ni demonios, ni hombres, ni animales. Su voluntad siempre se cumple.
Dentro de la gran rueda de la voluntad divina se halla la rueda pequeña de
la responsabilidad humana. Jesús es el Cordero inmolado desde antes de la
fundación del mundo, en tanto que dentro de la soberanía de Dios, que se
relaciona con ese hecho, está la responsabilidad humana de Judas cuando vende
y traiciona a nuestro Señor.
La caída es todavía parte de la voluntad del hombre, pues su primera reacción
a la voluntad de Dios, es siempre en contra de ella. Al mirar a mi propia vida,
me es obligatorio reconocer, con toda honestidad, que nunca tomé la iniciativa
para ir hacia Dios. Al principio, no quería ser salvo; me opuse. No quise ser
predicador; me opuse. No quise dejar el hogar; me opuse. En 1932 antes de ser
bautizado en el Espíritu Santo, no lo quería, pues supe que me iban a expulsar
del movimiento del que hacía parte.
Aunque estaba enamorado de Marj, no quería casarme con ella porque no hacía
sino desafiarme con sus palabras y con su sabiduría elemental provocar mi
orgullo. La rechacé y le di calabazas. Luego Dios tuvo que mostrarme que era
la mujer que me destinó. No quise una familia grande. Después de Peter y Miriam
dije: “OK, ya tenemos la parejita. No quiero más.” Entonces Dios trató conmigo
por medio de George Muller y sus muchos huérfanos. Vi que Dios no considera
que los niños sean una molestia, pues su Palabra dice: “3Los hijos que nos
nacen son ricas bendiciones del Señor. 4...son como flechas en manos de un
guerrero. 5¡Feliz el hombre que tiene muchas flechas como ésas!...” (Salmo
127:3-5 VP). Agradezco a Dios por todos los nueve hijos que nos dio.
No quería un ministerio itinerante, y viajar por todos los caminos que
recorro, y no quería la casa donde vivo ahora. Qué perspectiva tan distinta la
que tengo ahora acerca de esta casa, desde el día en que subí la entrada,
mientras pateaba y escupía.
Todo aquello que no quería, ahora me estremece y me conmueve. He visto cómo
obra el principio de Filipenses 2:13 en mi vida. Dios obra en nosotros para
que deseemos y hagamos su buena voluntad, lo que nos lleva de retorno a su
gloria. Si va a recibir el crédito, debe hacer la obra. No quiere que su pueblo
hinche el pecho y presuma: “¡Oh, estoy en la voluntad de Dios!”
¡La voluntad de Dios siempre es algo que Él tiene para cumplir! El hombre
no puede producir ni obrar por sí mismo la voluntad de Dios. No es algo que
nos sea posible manufacturar, como la gente que en una salsamentaria produce
salchichas de cerdo.
Cuando aprendemos acerca de la voluntad de Dios en un tema determinado,
inicialmente reaccionamos con gozo si acontece que coincide con nuestros deseos
personales. Cuando la voluntad de Dios se opone a la nuestra, sucede que nuestra
reacción primaria no es otra sino la oposición, hasta cuando Dios obra su
voluntad en nuestros corazones. El soldado romano podía ordenarle a un civil
llevar su armadura, o quizá otras partes de su equipaje, hasta una milla (1,600
m). Jesús dijo que deberíamos voluntariamente recorrer la segunda milla (Mateo
5:41). En la primera milla obligatoria Dios obra en nuestros corazones. Cuando,
por último, estamos de acuerdo en llevar la carga una milla adicional,
escasamente podemos reclamar y recibir crédito por buscar la voluntad de Dios.
Cuando llegamos al lugar donde decimos: “Hágase tu voluntad; me rindo y me
entrego,” nuestra rendición y nuestra entrega sugieren que hubo una batalla.
Aunque inicialmente me opuse a la voluntad de Dios, aprendí cuando participé
de ella, que era dulce. Agradezco a Dios por mi familia. Le agradezco por
salvarme y por bautizarme en su Santo Espíritu. Estoy reconocido por el
ministerio viajero a lo largo y ancho del mundo que Él me ha provisto. Le
agradezco por mi casa. Le agradezco por todo. Me veo como una criatura a quien
Dios, el Alfarero, ha moldeado de la arcilla. Ni siquiera soy arcilla lista,
sino solamente arcilla a la que Dios amasó, de manera que todo el crédito le
pertenece.
Los obreros cristianos deben siempre estar seguros que el Señor de la obra
es más importante para ellos que la obra del Señor. Si quieres que un árbol
fructifique, debes cultivar, fertilizar y regar las raíces. Si quieres una vida
cristiana fructífera, también debes cultivar la raíz de ella. ¿Dónde está la
raíz de tu vida?
No hay actividad cristiana más alta que la adoración, y los verdaderos
adoradores serán los obreros más efectivos y eficaces. Sin embargo, si has
trabajado sin adoración, has pasado por alto a Dios. Tal es la elección que la
Iglesia debe hacer hoy.
Dios prefiere tener más bien diez hombres que estén ciento por ciento a
favor de Él que cien hombres que apenas sean diez por ciento por Él. ¿Por qué
Dios le dijo a Gedeón que devolviera 30,000 soldados a sus casas justo antes
de la batalla? Para que Israel no se vanagloriara. Dios quería sólo aquellos
hombres que al luchar por su causa le dieran a Él la gloria. Los otros se
habrían podido atribuir el triunfo próximo debido a su gran número.
En la fiesta de las bodas de Caná, la madre de Jesús, María, busca relacionar
al Señor con la necesidad. No tienen más vino y son una pareja tan bonita, ¿no
podrías hacer algo?
Jesús en forma abrupta y casi ruda le dice: “...¿Qué tienes conmigo, mujer?
Aún no ha venido mi hora” (Juan 2:4 RV). Pero en el curso de una hora, su hora
vino y ordenó a los sirvientes: “...Llenen de agua las tinajas...” (Juan 2:7
NVI). Este fue el comienzo de los milagros que iban a manifestar su gloria.
Jesús fue solamente a un hombre en el estanque de Betesda, lo sanó y dejó a
los demás enfermos. ¿Por qué? ¿Estaba cansado? ¿Estaba harto? ¿Apostató? Nada
de eso, pues este principio lo gobernaba: su Padre no le había dirigido a hacer
más. El Señor dijo: “...el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino que se
limita a ver y a hacer lo que el Padre hace” (Juan 5:19 BAD).
Jesús siempre se relacionó de manera principal con su Padre, y su Padre se
relacionó con Él para toda necesidad. La iglesia no reconoce esta prioridad
hoy. Es posible chantajear a casi todos los cristianos con el uso de una sola
palabra: “necesidad.” Las necesidades del mundo son abrumadoras y angustiosas.
Cada vez que el reloj hace “clic,” nace un niño y cada vez que exhalamos el
aliento, muere en la India un habitante de este subcontinente.
Dile a los pastores que hay una mujer en necesidad en el hospital o una
familia en necesidad, calle abajo, y entrarán en servidumbre, pues corren por
todas partes, como gatos escaldados, para ministrar a las necesidades de esas
personas, en lugar de ministrarle a Dios.
Cuando le ministras a Él, entonces Él se relaciona adecuadamente contigo y
te hace saber si su intención es suplir esa necesidad por medio de ti o a
través de otros medios.
La autoridad es una cuestión importante para Dios. He visto en la vida de
Jesús que primero me debo relacionar con el Padre y luego Dios me relaciona
con otros. Jesús no se relacionó con los demás en una línea horizontal, pues
se dirigía en una línea vertical que le llevaba hasta el trono. Luego el Padre
abre su boca para pronunciar una palabra que al salir va hasta el Hijo, y Jesús
dice: “¡Amén!” No hubo obstáculo alguno en la comunicación entre ellos y de la
misma forma Jesús emitía aquella palabra. No perdió nada en dudas; y tampoco
perdió nada en las reuniones de un comité que pesaba las cosas a favor y las
cosas en contra. El gobierno estuvo y siempre estará sobre sus hombros.
La cruz estableció esto antes de la fundación del mundo. Se estableció en
el Señor Jesús, quien no sólo es la imagen expresa del Padre, sino que además
es el propósito divino para mi propia vida. Veo cómo Jesús obró, y cuán efectivo
fue para glorificar al Padre. El Padre en Jesús sanó a los enfermos y resucitó
a los muertos. Toda su vida lo declara de ese modo. Todo lo que siempre hice,
jamás lo hice. Por mí mismo no puedo hacer nada. No hablo mis propias palabras;
el Padre me dio orden de lo que debo decir. No vine como voluntario; Él me
envió.
Lentamente, comenzó a surgir en mi alma el siguiente pensamiento: De la
misma manera como obró en Jesús, debería obrar en mí. Esta es la única forma
en que la vida cristiana siempre ha de actuar. Debo primero ir con toda humildad
a la presencia de mi Dios en búsqueda de instrucciones y dirección y allí me
rindo por completo al Hijo y dejo que el Hijo viva su vida a través de mí—
Cristo dentro de mí, la esperanza de gloria—la única esperanza que Dios tiene
de obtener alguna gloria fuera de mí.
Puedo afirmar que soy tres hombre en uno. Hay el hombre que creo que soy,
hay el hombre que quiero que usted crea que soy; y, por último, hay el hombre
que en verdad y realmente soy. Los dos primeros hombres son definitivamente
falsos. El último hombre es el yo real.
Dios debe tratar con mis pretensiones e incluso con el autoengaño para
llevarme a un punto donde puedo reconocer al hombre que verdaderamente soy ante
los ojos de Dios. Esto implica tener conciencia de Dios más que la
autoconciencia.
La autoconciencia está unida con la conciencia de las gentes. Necesitamos
rendirnos a Dios de tal forma que Dios pueda obrar en nosotros y liberarnos de
ser aquel tipo tan común y conocido de criados que sirven al ojo y que agradan
a los hombres.
Con demasiada frecuencia nos engañamos nosotros mismos al pensar: “Soy rico,
con mi sabiduría y mi ingenio en los negocios, he aumentado mis bienes y nada
necesito.” Entre tanto Dios dice: “No sabes que eres un miserable y digno de
lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:17 BDLA). Todo lo que tengo
está en Jesús. Tengo una bendita bancarrota que me lleva a la suficiencia de
Dios.
No hay sustituto alguno para moverse en la voluntad de Dios. Cuando me
encuentre de pie, en la presencia de mi Salvador y Señor, no quiero que me vaya
a mirar y que me diga: “Con cuánta frecuencia te habría guiado. Cuán a menudo
te habría dirigido, pero no quisiste. No conociste el día de tu visitación.”
Oh, cómo anhelo y deseo aquel sitio donde Él me diga: “Bien hecho, buen
siervo fiel.” El precio que debo pagar por eso es librarme de mi gloria, de mi
autoestima, de la proyección de mi personalidad, de mi soberbia, de mi orgullo,
de todas aquellas cosas que están dentro de mí y que buscan ser dioses en lugar
de tener un Dios.
El único éxito que ahora busco es ser fiel—de tal modo que lo que hago, lo
hago para la gloria de Dios. No hago nada para suplir necesidades humanas o
para adecuar algo a mis conveniencias. No ministro para proyectar mi
personalidad o para henchir y rellenar mi ego. Cuando la gloria de Dios
signifique para mí lo que significa para Dios, entonces será uno con el Padre.

Aquí termina la traducción de “ALREDEDOR DEL MUNDO EN 80 AÑOS. LA HISTORIA DE ARTHUR BURT Como se la dijo a Nina Snyder” con el
título en inglés: “Around the World in 80 Years. The Story of Arthur Burt as Told to Nina Snyder.”

Este trabajo lo hizo Pablo Barreto, M.D., para honrar y exaltar el nombre de Jesucristo como Señor y Salvador.

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