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10 Ejemplos de ensayos literarios

cortos
El ensayo literario se caracteriza por un extremo cuidado en el lenguaje. Se trata no solo de
transmitir una idea determinada, sino de hacerlo con un estilo y una voz que identifique al
autor del ensayo. Para saber más se recomienda la lectura sobre cómo argumentar un
ensayo y la estructura del mismo.
En este artículo recopilamos a grandes ensayistas en lengua española que han escrito
memorables obras que pertenecen a dicho género.

Ensayo literario de José Ortega y Gasset

¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas casas una ciudad? Según cantaba el
labriego de Poitiers,

La hauteur des maisons


empêche de voir la ville,

y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver el bosque. Selva y ciudad son dos
cosas esencialmente profundas, y la profundidad está condenada de una manera fatal a
convertirse en superficie si quiere manifestarse.

Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles graves y de fresnos gentiles. ¿Es
esto un bosque? Ciertamente que no: éstos son los árboles que veo de un bosque. El bosque
verdadero se compone de los árboles que no veo. El bosque es una naturaleza invisible —
por eso en todos los idiomas conserva su nombre un halo de misterio.

Yo puedo ahora levantarme y tomar uno de estos vagos senderos por donde veo cruzar a los
mirlos. Los árboles que antes veía serán sustituidos por otros análogos. Se irá el bosque
descomponiendo, desgranando en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo
hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos.
Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la verdura, nos parece que había allí
un hombre sentado sobre una piedra, los codos en las rodillas, las palmas en las sienes, y
que, precisamente cuando íbamos a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que
este hombre, dando un breve rodeo, ha ido a colocarsc en la misma postura no lejos de
nosotros. Si cedemos al deseo de sorprenderle — a ese poder de atracción que ejerce el
centro de los bosques sobre quien en ellos penetra —, la escena se repetirá indefinidamente.

El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos. De donde nosotros
estamos acaba de marcharse y queda sólo su huella aún fresca. Los antiguos, que
proyectaban en formas corpóreas y vivas las siluetas de sus emociones, poblaron las selvas
de ninfas fugitivas. Nada más exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente
la mirada a un claro entre la espesura y hallaréis un temblor en el aire como si se aprestara
a llenar el hueco que ha dejado al huir un ligero cuerpo desnudo.

Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el bosque una posibilidad. Es una vereda
por donde podríamos internarnos; es un hontanar de quien nos llega un rumor débil en
brazos del silencio y que podríamos descubrir a los pocos pasos; son versículos de cantos
que hacen a lo lejos los pájaros puestos en unas ramas bajo las cuales podríamos llegar. El
bosque es una suma de posibles actos nuestros, que, al realizarse, perderían su valor
genuino. Lo que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata es sólo
pretexto para que lo demás se halle oculto y distante.

Ensayo literario de José Ingenieros


Extracto de «El hombre mediocre», capítulo «La moral del genio»

El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con
preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas
métricas de bolsillo. La conducta del genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la
Verdad, todo lo sacrifica a ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por
sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo
bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las
excelencias, por todas las idealidades. Como fue en Leonardo y en Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo
mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los
simuladores. El genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad
material. En la ciencia busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir.
Nunca tiene alma de funcionario. Sobrelleva, sin vender sus libros a los Gobiernos, sin vivir
de favores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los falsos genios oficiales que simulan
el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive como es, buscando la Verdad y decidido
a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus convicciones no es, no puede
ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.
Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El
que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el
que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el
patriotismo y lo explota, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se
arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos
incompatibles con la visión de un ideal, ése no es genio, está fuera de la santidad: su voz se
apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No
transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la
duplicidad; ama en la Patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma
de toda la Humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y
dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás
errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando
palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus
ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le acosan con furor, de todos
los costados. Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas
virtudes, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la
preocupación de los espíritus vulgares.

Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden


subordinar los pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los
concretos a los abstractos. Entonces los hombres de miras estrechas los suponen
desamorizados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano.
El mediocre limita su horizonte afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su
facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden
apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los
que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo
en pasión; «Golpea tu corazón, que en él está tu genio», escribió Stuart Mill, antes que
Nietzsche. La intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción.
Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén
decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque
nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y
creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras
el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo,
lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la
llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio
Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe
se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e
intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con
saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le
alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él por su fe, pero no
mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en
las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los
hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas
fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con
frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su
horror a la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones
reveladas pueden permanecer ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a
la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que
enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un
renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es
una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades
contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su vida por la
Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe en su Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse
ejemplos morales que contribuyan al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna
generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los
genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos
esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad,


que asedia a los espíritus originales, conviene fomentar su culto; robustece las alas
nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia
fe en algún ensueño, apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las
cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo,
prepáranse climas propios a su advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y fuerza es que mueran
otros venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoria de lo divino: el ejemplo
de las altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas
obras, conciben supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan
corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en
un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos,
por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.

Ensayo literario de Rafael Barret


De qué viven los médicos? De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar
sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad de salud
que gracias a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en
razón de la cantidad de enfermedad que revisan. Sumad los dolores, las angustias y las
agonías de la carne humana en los países civilizados a lo occidental, y previa una simple
proporción, deduciréis lo que se abona a los médicos. El interés de todo médico es que haya
enfermos, cuantos más mejor, como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala
fe y de mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y el
sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene privada es para los
médicos una epidemia.

Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran hombres parecidos a los demás,


correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en el ambiente que le envuelve las
transformaciones favorables a su existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa,
el político intriga, el banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al
médico le conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La
medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un
aparato, por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la
miseria y la desesperación de familias inocentes, y los empresarios industriales restablecen
sobre la tierra una esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades,
renuncian al semihomicidio lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno
curioso- de un modo involuntario.

Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir


demasiado en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en
su papel de espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra
situación desairada? Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos
resuelto pagarles por visita? Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de
una obra concluida satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o
del contador a quien no le salen las cuentas! Era de sentido común convenir los honorarios
en el caso único de la curación. Un campesino muy avaro tenía a su mujer en cama desde
hacía dos meses, y acosado por los vecinos, se decidió a llamar al doctor:

-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a
poco, apareció el galeno a saldar su cuenta.

-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.

-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.

-¿La curó usted?

-Desgraciadamente, no.

-Pues, entonces, no le debo nada.

Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el
nombre del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés
comenzó a poner en práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que
arrendó no se sabe dónde, cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la
base de su fortuna. La verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia,
ante un accidente complicado en esas muertes que con deliciosa ironía denominamos
naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado.

La objeción esencial al «control» consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo.


Ninguna persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos,
se hará ilusiones sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media
docena de granos, una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a
los mejores facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a
moribundos desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las teorías en
curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito. Ignorantes iluminados enarbolan
procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los curan. Lo más
conveniente para los enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia, es
recorrer los consultorios, apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones.
¿Quién, ante el estado rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de
acusar a un médico por torpe o criminal?

¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente
útiles que arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá
lógico, pero, indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a
tocar las llagas es el santo milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el
médico no fuera sino un sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los
sacramentos en las botellas y frascos donde los boticarios sin conciencia vierten sus
innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su función es sobre
todo religiosa.

La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y


seguirá apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que
no era médico, lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales
curanderos perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la
certidumbre que se acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la
indecisión en el alma, sino la fiera curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a
violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un cuerpo dolorido, para ensayar la nueva
hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes sublimes, roban la vida presente, como el amor,
para cimentar la vida futura.
Ensayo literario «La llama doble» de Octavio Paz

El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia. Ningún amor, sin
excluir a los más apacibles y felices, escapa a los desastres y desventuras del tiempo. El
amor, cualquier amor, está hecho de tiempo y ningún amante puede evitar la gran
calamidad: la persona amada está sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la
muerte. Como un re- medio contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas
concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar al cuerpo de la mujer como
un saco de inmundicias. Los monjes cristianos también practicaron estos ejercicios de
denigración de la vida. El remedio fue vano y provocó la venganza del cuerpo y de la
imaginación exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los anacoretas.
Sus visones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son quimeras:
son realidades que viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y fortifica.
Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata.

Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una
pasión reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra
del tiempo: lo transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.

Ensayo literario Verdad y Vida, de Miguel de Unamuno


Primero la verdad en la vida.

Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto más


tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio más
feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el
cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.

Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada caso la verdad, la
desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos
pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al
brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y
reconcomios todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del
que tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos un
malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que
es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la
vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata,
ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va
camino de santo. No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no
basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar,
debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni
tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.

Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez contesto a maliciosas insinuaciones
de algún otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que
como hay muchas, muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para
decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran
dijésemos, sino aquellas otras que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión.
Y es que siempre que alguien nos arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o
cuales verdades, podemos contestarle que si así como él quiere hiciéramos, no podríamos
proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que lo que ellos
tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos también, no es así.

Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien no estimo
poeta al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro
que él admira y supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino
revestir con una forma abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un
maniquí sin vida, el otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas
patochadas— pero cosas poco o nada poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo
deplorable, en parte por el empeño de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le
hablaré más por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo otro.

Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante sobre lo de buscar la
verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.

Ensayo literario de Eduardo Galeano


El derecho de soñar

Vaya uno a saber cómo será el mundo más allá del año 2000. Tenemos una única certeza: si
todavía estamos ahí, para entonces ya seremos gente del siglo pasado, y, peor todavía,
seremos gente del pasado milenio.Sin embargo, aunque no podemos adivinar el mundo que
será, bien podemos imaginar el que queremos que sea. El derecho de soñar no figura entre
los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si
no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed.

Deliremos, pues, por un ratito. El mundo, que está patas arriba, se pondrá sobre sus pies:

– En las calles, los automóiles serán pisados por los perros.

– El aire estará limpio de los venenos de las máquinas y no tendrá más contaminación que
la que emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.

– La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni


será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.

– El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia y será tratado como la
plancha o el lavarropas.

– La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.

– En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino
los que quieran hacerlo.

Ensayo literario de José Martí


Esa de racista está siendo una palabra confusa y hay que ponerla en claro. El hombre no
tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya
se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún otro
hombre; peca por redundante el blanco que dice: «Mi raza»; peca por redundante el negro
que dice: «Mi raza». Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o
acorrala es un pecado contra la humanidad. ¿A qué blanco sensato le ocurre envanecerse de
ser blanco, y qué piensan los negros del blanco que se envanece de serlo y cree que tiene
derechos especiales por serlo? ¿Qué han de pensar los blancos del negro que se envanece
de su color? Insistir en las divisiones de raza, en las diferencias de raza, de un pueblo
naturalmente dividido, es dificultar la ventura pública y la individual, que están en el mayor
acercamiento de los factores que han de vivir en común. Si se dice que en el negro no hay
culpa aborigen ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su alma de hombre, se dice la
verdad, y ha de decirse y demostrarse, porque la injusticia de este mundo es mucha, y es
mucha la ignorancia que pasa por sabiduría, y aún hay quien crea de buena fe al negro
incapaz de la inteligencia y corazón del blanco; y si a esa defensa de la naturaleza se la
llama racismo, no importa que se la llame así, porque no es más que decoro natural y voz
que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se aleja de la condición de
esclavitud, no acusa inferioridad la raza esclava, puesto que los galos blancos, de ojos
azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los
mercados de Roma; eso es racismo bueno, porque es pura justicia y ayuda a quitar
prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo, que es el derecho del negro a
mantener y a probar que su color no le priva de ninguna de las capacidades y derechos de la
especie humana.

Ensayo literario de Rosario Castellanos


¿Qué es un escritor? La pregunta puede contestarse con una respuesta obvia: un escritor es
una persona que escribe.

Una persona que escribe; hela aquí, ante la página en blanco, uno de los abismos a los que
en ocasiones nos enfrenta el azar. ¿Escribe? No. Mordisquea la punta del lápiz, se mesa los
cabellos, da vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. Vacilaciones, plazos,
arrepentimientos. Y, con la decisión de quien se lanza al agua, surge la primera letra. La
mano, tan dócil en otros quehaceres, se crispa: el brazo se acalambra; las ideas zumban
con la insolencia de la mosca, escapan a los papirotazos.

De un modo o de otro la hoja de papel se llena. ¿Qué ha pasado? Que el suceso que se
quería narrar (un suceso vivo, fluyente, cálido) aparece opaco, desabrido, hosco. Alguien ha
traicionado a nuestro protagonista y en cada sílaba se advierte el jadeo del esfuerzo, la
desobediencia de los músculos, los sobresaltos de la mente. No le queda más alternativa
que cerrar, avergonzado, el cuaderno y jurarse no volver a abrirlo más que para la redacción
de formularias esquelas de negocios o la consignación de alguna cifra, de algún dato
importante.

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