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En el espejo de tus pupilas

Ensayos sobre alteridad en Grecia antigua


Leticia Flores Farfán

En el espejo de tus pupilas


Ensayos sobre alteridad en Grecia antigua

EDITaRTE
México, 2011
A Pablo, por la calidez de su mirada
A Armando, mi amoroso espejo cotidiano
© En el espejo de tus pupilas.
Ensayos sobre alteridad en Grecia Antigua

D.R. © Leticia Flores Farfán

Primera edición

a
© EDIT RTE, 2011
Rodolfo Peláez, diseño y edición
Ahorro Postal 163, altos,
Col. Miguel Alemán, México 03400 DF
editarte07@yahoo.com

ISBN: 978-607-95538-0-7

Derechos reservados conforme a la ley.


Este libro no puede ser reproducido, total o parcialmente,
por ningún medio mecánico, electrónico o cibernético,
conocido o por conocer, sin la autorización por escrito del editor.

Impreso y hecho en México


Índice

Prólogo 11

I. El poder de la mirada 13

II. Los nacidos de la tierra 41

III. El eterno femenino 65

IV. De bárbaros y barbarófonos 89

Bibliografía 113

9
Prólogo

Sócrates: Cuando miramos el ojo de alguien que tene-


mos delante, nuestro rostro se refleja como si fuera
un espejo, en lo que se denomina pupila, el que mira
aquí ve su imagen.
Alcibíades: Es cierto.
Sócrates: Así, cuando un ojo contempla otro ojo, cuan-
do fija su mirada en esta parte del ojo, que es la mejor
porque es la que ve, se ve a sí mismo.
Platón, Alcibíades 133 a-b

Los griegos y sus otros. Ese podría muy bien ser el


título que diera nombre a este libro, pues su propósito no
es otro que el de adentrarse en el examen de algunas de las
formas en que los griegos de la antigüedad conformaron la
identidad personal y colectiva al tiempo en que se diferen-
ciaron de una gama amplia de otredad en la que destacan los
animales, los esclavos, los bárbaros, los niños y las mujeres.
Identidad y otredad son elementos fundamentales en
la conformación de la experiencia humana. Dar cuenta de
cómo se construyen en una sociedad agonal, es decir, en una
cuyo lazo social se estructura en la confrontación, obliga a
la revisión de esa extraordinaria idea que sobre la mirada tu-
vieron los griegos de la antigüedad. Como destacadamente

11
Leticia Flores Farfán

ha señalado Jean Pierre Vernant para el hombre griego es


en el ojo de quien se tiene enfrente, en el espejo que éste
supone, donde cada uno construye la imagen de sí mismo. Ser
y aparecer no existen escindidos porque no hay conciencia
de identidad personal sin que exista un otro en el que nos re-
flejemos y que se oponga a nosotros haciéndonos frente.
Mismidad y otredad, identidad y alteridad, griego y bárba-
ro, masculino y femenino van de la mano, constituyéndose
recíprocamente.
Tanto la identidad individual como la colectiva se articu-
lan en la imagen de un pasado que las autoriza y las informa,
un pasado construido con base en presencias y omisiones,
afirmaciones y silencios, relatos y decretos que van confor-
mando los saberes colectivos y los marcos de inteligibilidad
de una comunidad humana. Dar cuenta del papel de registro,
retención y reproducción de hechos, valores, creencias y com-
prensiones, y sus correspondientes amnesias, en la conforma-
ción de los lazos significativos que articulan la pertenencia
de los individuos en una comunidad humana es el objetivo
planteado en estos ensayos. Adentrarse en la historicidad de
la delimitación del otro y los otros permitirá, asimismo, com-
prender la forma en que los griegos fueron construyendo su
imagen especular hasta convertir al foráneo, al extranjero de
una otredad singular en un enemigo al que hay que combatir
y vencer.

12
I. El poder de la mirada

Cuenta Heródoto al inicio de sus Historias1 que


como Candaules no logra persuadir con palabras a Giges de
que su esposa es la mujer más bella, trama un plan para que
la vea desnuda en su aposento bajo el argumento de que «en
realidad los hombres desconfían más de sus oídos que de sus
ojos» (I, 8,2). No pudiendo negarse a la petición de su señor,
Giges oteó a la bella esposa desnuda quien, sin revelar en un
primer momento que lo había descubierto, lo presiona para
matar a Candaules y convertirse en rey cumpliéndose así el
vaticinio oracular que también condena a sus descendientes
a la venganza de los Heráclidas (I, 8-12). Y al igual que Heró-
doto, Homero da cuenta del poder de la visión y de las des-
gracias que trae el mirar a una hermosa mujer, al relatar el
momento cuando los viejos troyanos, que estaban sentados
en las puertas de Esceas mirando la batalla, vieron venir a He-
lena, «de tremendo […] parecido con las inmortales diosas al
mirarla» (Ilíada, 3, 158),2 y comprendieron no sólo la razón
por la que aqueos y troyanos se enfrentaban, sino la necesidad
de que «aun siendo tal como es, que regrese en las naves/ y no
deje futura calamidad para nosotros y nuestros hijos» (Ilíada
3, 159-160). Ver y ser visto determina lo que uno es ante los

1
Heródoto, Historias (Libro I-IX).
2
Homero, Ilíada, 2 t.

13
Leticia Flores Farfán

otros y lo que los otros son ante nosotros. La visión cobra


así una importancia fundamental en la conformación de la
identidad y la diferencia porque para poder saber lo que algo
es se necesita estar inscrito en un juego de miradas y que lo
visto sea narrado, relatado en una historia que dé cuenta de su
acontecer, tal y como lo hizo Odiseo, quien «vio ciudades de
muchos hombres y conoció su manera de pensar» (Odisea,
I, 2).3 El cruce de miradas es el escenario social que permi-
te conformar tanto la identidad como su respectiva otredad,
articula lo que es ser griego, lo que es ser bárbaro, lo que es
ser mujer, lo que es ser varón, lo que es ser uno mismo, lo
que es ser otro. «Cuando miramos el ojo de alguien que
tenemos delante, nos dice Sócrates, nuestro rostro se refleja
como si fuera un espejo, en lo que se denomina pupila, el que
mira aquí ve su imagen. […] Así, cuando un ojo contempla
otro ojo, cuando fija su mirada en esta parte del ojo, que es la
mejor porque es la que ve, se ve a sí mismo» (Platón, Alcibía-
des 133a-b).4 La alusión al cruce de miradas resalta el encuadre
eminentemente social de la identidad personal y, por ello,
obliga a la revisión del carácter intimista que se atribuye a la
máxima délfica «Conócete a ti mismo».
Como sabemos, alguna tradición suele atribuirle a Sócra-
tes (470 a.C. – 399 a.C.) la autoría del mandato divino inscrito
en la puerta del templo de Apolo en Delfos; otros datan los
primeros pasos de su genealogía más allá del siglo VI antes de
nuestra era. Aquellos que consideran a Sócrates el autor asu-
men que el significado del mismo refiere a una búsqueda “in-
terior” que los humanos debemos llevar a cabo si aspiramos
verdaderamente a saber quiénes somos. Jean-Pierre Vernant,5
3
Homero, Odisea.
4
Platón, «Alcibíades», en Diálogos VII. Dudosos, Apócrifos, Cartas.
5
Jean-Pierre Vernant, El hombre griego, p. 26.

14
I. El poder de la mirada

sin embargo, destaca que no es introspección y autoanálisis


lo que solicita el «conócete a ti mismo», sino que su sentido
radical implica conocer los propios límites, es decir, saberse
mortal y no querer igualarse a los dioses. Esta interpretación,
alejada de una idea de conocimiento del sí mismo anclado en
la interioridad de una conciencia subjetiva, es la que se en-
cuentra realmente arraigada en las comunidades griegas an-
tiguas en virtud de que, como afirma E. R. Dodds en su mul-
ticitado libro The Greeks and the Irrational,6 Grecia antigua
era una cultura del honor y la vergüenza, cuya estructuración
intersubjetiva de la identidad individual es opuesta a una de la
culpa que pone el acento en una íntima conciencia personal.
La llamada cultura del honor y la vergüenza se caracteriza
por un espíritu agonal,7 es decir, de competencia y rivalidad,
que centra la construcción de la identidad personal en el te-
jido social que otorga a cada uno de los hombres un nombre,
una filiación, un comienzo, una posición dentro de la comu-
nidad. Un «hombre vale lo que vale su logos», afirma Mar-
cel Detienne,8 porque es en su cuerpo en donde se inscribe y
descifra la admiración que le es tenida, el respeto que despier-
ta, la envidia y el temor que provoca, los honores ganados.
El rostro de cada uno se delinea en el enlace con los otros, a
través del cruce de miradas y del intercambio de palabras; el
individuo no es entendido como una persona dotada de una
6
Existe versión en español: Los griegos y lo irracional (tr. de María Araujo).
7
 γών-ιος (A), ον, 1. of or belonging to the contest, ἄεθλος. its prize, Pi.I.5(4).7;
“εὖχο” Id.O.10(11).6<*>; “πούς” Simon.29:— epith. of Hermes as president of
games, Pi.I.1.60, cf. IG5(1).658; of Zeus as decider of the contest, S.Tr.26:—  .
θεοί, in A.Ag.513, Supp.189,242, Pl.Lg.783a, either gods in assembly, or the gods
who presided over the great games (Zeus, Poseidon, Apollo, and Hermes), =
γοραῖοι θ., Eust.1335.58. 2. “γωνίῳ σχολᾷ” S. Aj104, either pause from battle, or
strenuous rest (oxymoron, cf. Sch.). Henry George Liddell; Robert Scott, A
Greek-English Lexicon.
8
Marcel Detienne, Los maestros de verdad de la Grecia antigua, p. 31.

15
Leticia Flores Farfán

vida interior específica porque lo que cada uno es se conforma


en un lazo social eminente, en donde los otros le otorgarán la
fama y el honor que por sus acciones merece. El héroe épico,
por mencionar un ejemplo paradigmático, es descrito en los
poemas como «algo maravilloso de ver»

porque está rodeado por el resplandor del metal brillante, llama la


atención por el terrible penacho y plumas de su casco y, con fre-
cuencia, se le ve moviéndose rápida y poderosamente, lo que invita
a compararle con los impresionantes fenómenos visuales de la natu-
raleza tal como los grandes animales, los pájaros de presa, el fuego o
el relámpago en el cielo.9

La armadura, los vestidos, todas las joyas que recubren al


cuerpo son también un componente esencial de la identidad.
Podríamos, por mencionar un elemento de la conformación
identitaria de lo masculino y lo femenino, citar el relato de
Aristófanes en La asamblea de las mujeres, en donde cuenta
que, como las mujeres decentes tienen la tez pálida porque no
salen más que en las ocasiones autorizadas al espacio públi-
co, las protagonistas de la comedia debieron asolearse y dejar
crecer el vello corporal para poder escaparse de sus maridos al
asemejarse a varones. Parecer y ser no existen escindidos.
El hombre griego, afirma entonces Vernant,10 es en su natu-
raleza misma mirada, en virtud de que:

En primer lugar, ver y saber son la misma cosa; si ideîn “ver” y ei-
dénai “saber” son dos formas de un mismo verbo, si eîdos “aparien-
cia”, “aspecto visible”, significa también “carácter propio”, “forma
inteligible”, es porque el conocimiento se interpreta y expresa a
través del mundo de la visión. Conocer es, pues, una forma de ver.

9
Charles Segal, «El espectador y el oyente», en Vernant, op. cit., p. 214.
10
Op. cit., pp. 22-23.

16
I. El poder de la mirada

En segundo lugar, ver y vivir son también la misma cosa. Para estar
vivo hace falta ver la luz del sol y a la vez ser visible a los ojos de to-
dos. Morir significa perder la vista y la visibilidad al mismo tiem-
po, abandonar la claridad del día para penetrar en otro mundo, el
de la Noche donde, perdido en la Tiniebla, uno queda despojado
a la vez de su propia imagen y de su mirada.

Charles Segal11 se detiene en más de una escena retratada


en los textos antiguos para destacar la importancia de la con-
dición de espectador, oyente y narrador del mundo de Home-
ro, Hesíodo, Píndaro, Heródoto, Tucídides, por mencionar
algunos nombres célebres. Baste recordar la extraordinaria
escena cuando Penélope (Odisea XXIII, 80-112) se encuentra
frente a Ulises después de que le han dicho que el forastero
es su marido. La recatada Penélope, quien no puede inicial-
mente mirar a Ulises directo al rostro, tratará de reconocer-
lo a través de un discreto juego de miradas en donde ella, en
silencio y de reojo, pasa la vista sobre la cara y los vestidos
del hasta ahora huésped mientras que Ulises, con la mirada
puesta en el suelo, espera pacientemente a que su esposa vea
en él alguna señal que le permita reconocerle. Ser reconocido
a través de la mirada, existir en función del juego de ver y ser
visto, marca la pauta para destacar el carácter intersubjetivo
de la identidad personal. ¿Quién es Ulises cuando aparece
por primera vez ante Penélope? Un forastero sin nombre que
deberá dar cuenta de su raza, su ciudad, su casa de familia, su
patria, pues «no naciste, seguro, de la piedra o la encina que
cuentan antiguas historias» (Odisea XIX, 162-163), como le
señala Penélope. Lo que uno es depende de lo que los demás
ven y dicen de uno. Por ello, afirma nuevamente Vernant,12
debemos entender que en Grecia antigua:
11
Op. cit., p. 216.
12
Op. cit., p. 28.

17
Leticia Flores Farfán

La identidad de un individuo coincide con su valoración social:


desde la burla al aplauso, desde el desprecio a la admiración. Si el
valor de un hombre está hasta tal punto vinculado a su reputación,
cualquier ofensa pública a su dignidad, cualquier acción o palabra
que atente contra su prestigio serán sentidos por la víctima, has-
ta que no se reparen abiertamente, como una manera de rebajar
o intentar aniquilar su propio ser, su virtud íntima, y de consu-
mar su degradación. Deshonrado, aquel que no haya sabido hacer
pagar el ultraje a su ofensor renuncia, con la pérdida de su presti-
gio, a su timē, a su renombre, su rango, sus privilegios [...] quien ha
perdido su timē se encuentra –como vemos en el caso de Aquiles
ofendido por Agamenón– errante, sin patria, ni raíces, como un
exiliado despreciable, como algo nulo, por usar los términos del
héroe (Ilíada 1,293 y 9,648); como diríamos hoy, un hombre así no
existe, no es nadie.

El carácter agonal de la Grecia antigua la convierte en una


sociedad del espectáculo. Y no hay espectáculo más relevan-
te que la guerra y en ella sólo los valientes destacan. Honor
y deshonor, buena y mala fama marcan la andadura de un
ethos que se despliega sin separar voluntad de acción y siem-
pre ante la mirada de compañeros-rivales, iguales y seme-
jantes, prestos a sancionarlo. El reconocimiento de iguales,
entre iguales, es la fuerza eminente de una areté que nada
sabe de la interiorización de la conciencia y que se juega por
entero en el exponerse ante y con los otros. Nada es más de-
cisivo para esta areté agonística que el ser honrado o no por
los demás, que en la doxa común se le reconozca como ka-
lós “hermoso”; la gloria se alcanza en el momento en que la
doxa impregna su narración del reconocimiento de una ac-
ción nacida de la virtud de querer ser el mejor, de destacarse
en cualquier actividad que se realice. La fama depende de la
sanción social y, por tanto, el conocimiento de uno mismo, de

18
I. El poder de la mirada

lo que uno es, se inscribe en la estructura narrativa en donde


la identidad se corresponde con la acción o acciones relatadas.
Pensemos, por ejemplo, en Tersites en Ilíada de Homero (II,
211-277), quien es un personaje del pueblo al que se le caracte-
riza como «pronto de lengua», que parlotea para «altercar
con los reyes temerariamente», «como el hombre más feo;
pues era zambo y cojo de un pie, y los dos hombros le eran
contraídos sobre el pecho, gibosos, y encima era de puntia-
guda cabeza, y le crecía rara lana» (216-219); feo de apariencia,
retorcido de alma pues al igual que su maltrecho cuerpo tiene
descompuesta la estatura moral, ya que instiga con oprobios e
insultos a los príncipes para no continuar en la lucha y regresar
sin demora a su patria. La descripción de Aquiles o de Héctor,
por otra parte,13 no puede dejar de exaltar la musculatura física
y guerrera que estos singulares héroes poseen y exhiben ante
la mirada de los otros. No hay autonomía del alma respecto
al cuerpo, afirma Jan N. Bremmer, no existe el concepto o la
idea de “mi alma”, porque para este momento, la psykhē no es
más que una realidad nebulosa, vehículo de identidad pero
no identidad misma, que se entiende como un soplo de vida
que sale llorando del cuerpo del guerrero para convertirse en
sombra de sombras14 y, por ello, es más adecuado decir que lo
que existe es «el alma en mi». Platón da cuenta de este ima-
ginario cuando ironiza en Fedón 77d-e,15 diálogo que inaugura
una nueva idea de alma inmortal en la tradición filosófica de
Occidente, sobre las creencias de la muerte:
Sin embargo, me parece que tanto tú como Simmias tenéis ganas
de que tratemos en detalle, aún más, este argumento, y que estáis

Jan N. Bremmer, El concepto de alma en la antigua Grecia, pp. 48-50.


13
14
Erwin Rohde, Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos.
15
Platón, «Fedón», en Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro.

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Leticia Flores Farfán

atemorizados como los niños de que en realidad el viento, al salir


ella del cuerpo, la disperse y la disuelva, sobre todo cuando en el
momento de la muerte uno se encuentre no con la calma sino en
medio de un fuerte ventarrón.

Desde Homero hasta la época clásica, el hombre griego


considera que está formado por un cuerpo (sôma) y un alien-
to vital (psykhē) que se libera con la muerte. La relación que
guardan sôma y psykhē en el guerrero de la epopeya, el ciuda-
dano-soldado de la época clásica y el filósofo debe ser materia
de reflexión. En los relatos de Homero, la vida de los héroes es
una vida pletórica de aventuras. Y es en la guerra y en la política
en donde la excelencia, “areté”, encuentra su más fuerte abrigo.
«Decidor de discursos y autor de hazañas» (Ilíada, IX, 440)
es lo que Peleo le pide a Aquiles que sea al enviarlo a la guerra
de Troya; deliberación y acción; consejo de nobles y enfrenta-
miento guerrero son la impronta que genera el relato épico. En
él la acción recibe su más sentida alabanza pues por ella, que
a través del cuerpo invadido de ardor vital inquebrantable se
emplaza, el hombre accede a ser lo que es en lazo estrecho con
el rumor que su buena fama le procura. Los actores épicos, los
héroes de las grandes epopeyas, desbordan la superficie de sus
cuerpos por el ardor y la fortaleza que emanan en cada uno de
sus combates, en cada una de sus ejecuciones. Cuerpo activo,
cuerpo bello porque el espíritu de combatividad trasluce belle-
za física.16 En el momento en que los cuerpos comienzan a con-
sumirse, cuando el ardor vital empieza a entonar su retirada y
el debilitarse y languidecer se abren camino, la fealdad se vuel-
ve reina. Yo y cuerpo son uno y el mismo. Despojado de todo
valor viril el cuerpo luce ajado, deforme, «sin cuerpo». Y así,

16
Richard Sennett en el importante estudio Carne y piedra. El cuerpo y la
ciudad en la civilización occidental, se detiene en el registro médico de los

20
I. El poder de la mirada

cuando la muerte hace su aparición ante un hombre sin gloria,


se lleva con ella al Hades «cabezas privadas de ardor vital»,17
caras sin rostro, sin identidad. El cadáver de un guerrero, por su
parte, debe conservar la belleza y el esplendor que lo cubrió en
vida para poder garantizar su pervivencia en la palabra que le
dará renombre. Ultrajar un cuerpo muerto, afearlo, tiene como
fin destruir todas las cualidades y valores de los que era porta-
dor para envilecerlo, deshonrarlo y condenarlo al mundo de lo
informe y el olvido.
Cuidar que el cadáver de un héroe no sea mancillado es
condición ineludible para no morir en el recuerdo de los vivos.
Lo que se pone en juego con el ultraje de un cuerpo vigoroso,
joven, bello es la necesidad del vencedor de debilitar simbóli-
camente a sus enemigos borrando el valor viril del combatien-
te de la memoria de aquellos que han luchado junto a él y de
la de aquellos que en un futuro combatirán defendiendo a su
patria. El cuerpo de Héctor, según nos cuenta Homero, fue
atado por Aquiles a su carro y arrastrado sin compasión por
la ira del «de los pies ligeros»; pero Apolo protegió el cuerpo
del príncipe troyano para que no se desfigurara y perdiera la
belleza que en vida lo caracterizó (Ilíada XXIV). Asimismo,
Homero relata en el canto XVI de la Ilíada, la muerte a manos
de Patroclo del licio Sarpedón y de la lucha de Glauco y sus
griegos de la antigüedad en el que se liga lo femenino con lo frío, lo pasivo, lo
débil en contraposición con lo cálido, activo y fuerte del carácter masculino.
Asimismo se destaca que expresiones como «palabras acaloradas» o «al ca-
lor del argumento» que se encuentran en diálogos platónicos son expresiones
literales que hacen referencia al calor que los cuerpos dialogantes generan en
contraste con el frío de los cuerpos que piensan en soledad. La condición mas-
culina o femenina de un feto se determina también por el calor que reciba el
vientre de la madre al inicio de la gestación.
17
Jean-Pierre Vernant, «Cuerpo oscuro, cuerpo resplandeciente», en M. Feher,
R. Naddaff, y N. Tazi (eds.), Fragmentos para una historia del cuerpo humano,
p. 30 y ss.

21
Leticia Flores Farfán

leales combatientes para evitar que los mirmidones insulta-


ran el cadáver y lo despojaran de su armadura. El combate fue
sangriento, nos dice el poeta épico. El cadáver de Sarpedón
quedó irreconocible y cubierto por los dardos, la sangre y el
polvo. Zeus, compadecido de su hijo, ordenó a Apolo que lo
rescatara, le limpiara la negra sangre y lo llevara a un sitio leja-
no para bañarlo en las aguas de un río, ungirlo con ambrosía,
vestirlo con ropajes olímpicos y entregarlo a Hipnos y Thana-
tos para que lo transportaran a Licia, su pueblo natal, en don-
de recibiría sepultura y se le rendirían los debidos honores. El
cuerpo de un guerrero conserva la hermosura y su valor; así
lo hace saber Príamo cuando en Ilíada XXII, 71-73 afirma que
«Al joven guerrero muerto por el enemigo, desgarrado por
el agudo bronce, todo le sienta bien; incluso muerto, todo lo
que de él aparece es bello». Los dioses olímpicos protegen
el cadáver del héroe para que no termine en la repugnante
descomposición, sino que mantenga el valor viril y la belleza
que por siempre deberá caracterizarlo y ser vista por todos
aquellos que participen en los certámenes funerarios.18
La idea que del alma tienen los griegos antiguos, marca-
damente los de los relatos épicos, es aquella que sostiene que
está formada de tres partes, a saber, el thymôs, el noos y el me-
nos o ardor vital.19 El thymôs, siguiendo el estudio de Jan N.
Bremmer,20 sólo se encuentra activo en un cuerpo despierto
e impele a la acción en la medida en que es la fuente de las
emociones (venganza, alegría, tristeza, temor, enojo):

18
Heródoto relata en VII, 238, que Jerjes ordenó la profanación del cadáver de
Leónidas al mandar cortarle la cabeza y clavarla en un palo.
19
Confróntese sobre este punto el texto de Jean Pierre Vernant, «Cuerpo oscu-
ro, cuerpo resplandeciente», op. cit., pp. 28-30.
20
Op. cit., pp. 47-54.

22
I. El poder de la mirada

Príamo ante Aquiles con el cadáver de Héctor.


Vasija de Brygos, 490 a.C, 25 cm de altura, Museo Kunsthistorishes, Viena.

Deífobo «sintió en su thymôs temor de la lanza del valiente Merío-


nes» (XIII, 163); Héctor reprocha a Paris que no se una a la lucha:
«Loco, te equivocas al almacenar amargo rencor en tu thymôs»
(VII, 95). Después de que Héctor desafiase a los griegos, Menelao
se levantó y «se lamentó a voces desde su thymôs» (VII, 95). No
obstante, la acción del thymôs no siempre se limita a la emoción y,
a veces, sirve a fines intelectuales, si bien esta actividad intelectual
no es la que desarrolla un teórico de la erudición. Las deliberacio-
nes se producen en situaciones difíciles y en una atmósfera carga-
da de emociones. Al ser abandonado por los griegos en la batalla,
Odiseo «se dirigió a su orgulloso thymôs» (XI, 403). Tras analizar
las dos posibilidades que le quedan, concluye sus deliberaciones
preguntándose: «Pero ¿por qué mi thymôs piensa así?» (XI, 407).

El thymôs se asocia con una especie de sustancia que se


aloja en el pecho de los hombres y, por ello, una antigua eti-
mología, nos dice Bremmer, la conecta con palabras como el

23
Leticia Flores farfán

fumus o “humo” latino. El noos, por otra parte, se ubica tam-


bién en el pecho, pero no de forma material. Se escribe nor-
malmente en su contracción nous y se refiere a la mente o al
acto de la mente, a un pensamiento o a un propósito que no
es puramente intelectual, aunque el significado intelectivo es
el más relevante. (Refiriéndose a Héctor, en Ilíada III, 63, Pa-
ris dice que «el noos de su pecho no teme a nada».) El menos
tampoco es un órgano ni sustancia material, sino un impulso
momentáneo de uno o varios órganos mentales y físicos que
llevan al hombre a una acción. Cuando Laertes, el padre de
Odiseo, se regocijaba en la lucha contra los pretendientes,
«Palas Atenea le insufló un gran menos…y, volviéndose, blan-
dió su pesada lanza» (I, 282).
Los hombres de Homero, nos dice Hermann Fränkel,21 no
esperan nada del más allá, porque su vitalidad se ancla en este
acontecer mundano lleno de alegrías y tristezas. En múltiples
narraciones los vemos degustando alegremente los manja-
res de los banquetes, dando satisfacción a los deseos carnales
del amor, el sueño y la bebida, aunque sólo hablen de estos
placeres con «lenguaje discreto». La alegría está presente en
las fiestas y la danza e incluso en la lamentación. Su vida es
aquí y ahora en tanto que la muerte destruye al hombre al de-
jarlo sin el aliento que le da vida y lo convierte en cadáver. El
alma viaja a partir de ese momento como una sombra por el
submundo oscuro, como una «existencia irreal y crepuscular,
que es peor que la vida más dura bajo la luz del sol».
Sin la creencia en la inmortalidad del alma, lo importante
para la identidad individual es pervivir en la memoria colec-
tiva, no desaparecer en el anonimato del olvido. No morir,
21
Hermann Fränkel, Poesía y filosofía en la Grecia Arcaica. Una historia de la
épica, la lírica y la prosa griegas hasta la mitad del siglo quinto, pp. 90-91.

24
I. El poder de la mirada

en esta civilización del honor y la gloria, implica pervivir


por siempre en el corazón mismo de la existencia social de
los vivos a través del recuerdo de las acciones realizadas en
este mundo. Como afirma Dodds,22 el hombre homérico
anhela ganarse la estimación pública, disfrutar de timé, por-
que no es el temor de Dios, sino el respeto por la opinión
de la comunidad (aidós) lo que le brinda mayor fuerza mo-
ral; en una sociedad así no hay experiencia más insoportable
que la de sentirse expulsado de las relaciones con los demás
por el desprecio o la burla que uno se haya granjeado por sus
acciones. Y así como la censura provoca el olvido, el canto
de alabanza rescata al héroe del anonimato de las «cabezas
sin rostro», otorgándole la gloria imperecedera, condición
de muerte para la muerte.23 La estela que cubre la sepultura
anima, a su vez, la pervivencia de un rostro que ha dejado de
estar expuesto a las miradas y perpetúa, más allá de la muer-
te, una identidad anclada en la especificidad de las acciones
realizadas y de la narración que las articula bajo un mismo
apelativo. La areté del héroe, como ha señalado Jaeger,24
sólo se perfecciona con su muerte física porque cuando ésta
acaece se intensifica la fama de aquel cuya vida fue dirigida
y acompañada por una virtud heroica. Aquiles fue instrui-
do por Fénix en el arte de la guerra y la deliberación. Su natu-
raleza noble se demuestra y se expone individualmente por-
que en este manifestarse el héroe, quien es «algo maravilloso
de ver», ejemplifica el modelo de lo debido y lo querido; el

22
Cf. Capítulo II, op. cit.
23
En el caso de los semidivinos, como señala Hesíodo en su Teogonía, éstos no
descienden al Hades, sino que son «arrebatados» por gracia divina de las
tinieblas del Inframundo y habitan en un lugar especial, la Isla de los Bien-
aventurados, donde acceden a una vida comparable a la de los dioses.
24
Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, pp. 25-26.

25
Leticia Flores Farfán

fracaso en la acción heroica emana de la actitud cobarde de


no arriesgarse al combate y se somete a la censura colectiva
del deshonor y el olvido.

¶¶

La esperanza de sobrevivir individualmente después de la


muerte y de forma distinta a la de mera sombra sin fuerza y
sin conciencia en las tinieblas del Hades que mencionábamos
líneas arriba, no entra en el marco del comercio con la divini-
dad instituido por una religión de culto. De ahí la importan-
cia de los ritos de paso que permiten que el cadáver acceda a
la categoría de “difunto”. La muerte no es un suceso sino, más
bien, un proceso que requiere de los sobrevivientes para lle-
varlo a término exitosamente.25 Patroclo aparece en el sueño
de Aquiles para solicitarle que lleve a cabo los funerales mor-
tuorios e incinere el cadáver para poder cruzar el río que le
separa del Hades porque «Lejos me rechazan las almas, som-
bras de quienes sufrieron, y en nada mezclarme sobre el río
me dejan; pero, al azar, yerro ante la casa de anchas puertas de
Hades. Y dame la mano, apiádate; pues ya no de nuevo ven-
dré desde el Hades, después que me hagáis parte del fuego»
(Ilíada XXIII, 72-76). Dar sepultura a un cadáver, incinerarlo
con los funerales correspondientes, es permitir que siga su ca-
mino al mundo de los muertos y se mantenga presente en la
memoria de los vivos. Dejar insepulto un cadáver es conde-
narlo a la muerte más terrible, a la del ultraje del cuerpo por
las aves de rapiña y los perros salvajes, al olvido eterno porque
aquel que alguna vez fue un hombre se integrará a las entrañas
de la bestia a la que le sirva de alimento, no podrá franquear

25
Robert Garland, The Greek Way of Death, p. 13.

26
I. El poder de la mirada

las puertas del Hades ni dejará huella de su paso por la vida.


Al no darle sepultura al cadáver se le mantiene en un estado
liminal, expulsado tanto de la muerte al mismo tiempo que
del universo de los vivos, porque no queda rastro ni seña de
su existencia. El cuerpo insepulto está condenado a una inhu-
manidad radical, porque deviene despojo que será devorado
y del que no quedará ningún rastro. Cuando se muere lejos
de la patria o se fallece en el mar, los sobrevivientes quedan
irremediablemente impedidos para dar sepultura al cadáver
y, por tanto, para hacer pervivir la identidad del difunto es
necesario grabar su nombre en la tumba o bien, enterrar algo
del muerto en la sepultura para que el sombrío mar no se en-
gulla hasta el recuerdo.26
Bremmer27 destaca un hecho que cobra relevancia para el
propósito de apuntalar la tesis que se ha venido sosteniendo:
el enterramiento de los adolescentes se asemeja al de otros per-
sonajes, entre ellos los esclavos, que se considera habitan en las
puertas del inframundo, no alcanzan un status normal en
la vida después de la muerte, y cuya sepultura se llevaba a cabo
en secreto y no había celebraciones funerarias en razón de que
aún no desarrollaban un papel importante en la comunidad y,
por consiguiente, no contaban con una identidad que permi-
tiera incorporarlos al espacio de la institución social. Los ado-
lescentes forman parte de ese grupo de muertos compuesto
por «desposadas, mancebos, ancianos con mil pesadumbres,
tiernas jóvenes idas allá con la pena primera; muchos hom-
bres heridos por lanza de bronce, guerreros que dejaron su
vida en la lid con sus armas sangrientas» (Odisea, XI, 38-41).
26
Véase Leticia Flores Farfán, «Los muertos gloriosos», en Alberto Constante
y Leticia Flores Farfán (coord.), Miradas sobre la muerte. Aproximaciones des-
de la literatura, la filosofía y el psicoanálisis, pp. 61-77.
27
Op. cit., pp. 76-79.

27
Leticia Flores Farfán

Los criminales, traidores, sacrílegos y demás personajes


anti-heroicos, no recibían sepultura y eran arrojados al mar
o al otro lado de la frontera de la ciudad condenándolos así a
la doble muerte. Caso paradigmático el de Polínices a quien
Creonte consideró «indigno de enterramiento» y, por tanto,
prohibió darle sepultura, llorar y lamentarse por su muerte,
condenándolo a convertirse «en grato tesoro para las aves ra-
paces que avizoran por la satisfacción de cebarse», como da
cuenta Antígona (Sófocles, Antígona, 29-30).28 Dioses, hom-
bres y muertos son los actores sociales de ese lazo intersubjeti-
vo o encuadre social que posibilita a cada uno la construcción
y el conocimiento del sí mismo.
Para los griegos de la antigüedad, la promesa de la muerte
es implacable e ineludible. La guerra se conforma como uno
de los quehaceres fundamentales de la vida cívica y, por ello,
la posibilidad de morir no se ubica en un horizonte lejano
que uno pueda desplazar a través de múltiples mediaciones.
Para el hombre en guerra, la muerte no sólo es una amena-
za constante, sino la condición ineludible para que la acción
guerrera merezca el apelativo de “heroica”. La rememoración
de la hazaña guerrera es la estrategia cultural para negar la
muerte: cuando la acción heroica es loada, la reputación del
héroe, su gloria imperecedera, permite hacer frente a la muer-
te verdadera, que es el olvido, el silencio, la oscura indignidad
y la ausencia de renombre.
Vencer el anonimato del olvido es la operación imagi-
naria mediante la cual se mata a la muerte y se posibilita que
uno sobreviva a la finitud de la condición mortal. Vale más
una vida corta, morir joven, que vivir una larga vida sin glo-
ria alguna. El hombre es mortal, pero la fama es inmortal.

28
Sófocles, «Antígona», en Tragedias.

28
I. El poder de la mirada

Por ello, se exige que las hazañas realizadas por el héroe


integren esa memoria colectiva, conformada por el reperto-
rio de canciones de los poetas; el relato épico logra vencer al
olvido, porque hace pervivir más allá de la muerte el nombre
del combatiente cuyo valor patriótico y entrega en el com-
bate debe ser recordado en tiempos venideros. El mundo de
los vivos se erige como el reino de la Memoria y la Palabra;
el de los muertos, como el de la Noche, el Olvido y el Silen-
cio. Aquiles, nos dice Vernant,29 no eligió morir joven por
preferir la muerte, sino porque no puede aceptar morir dos
veces, no puede permitir que su identidad se pierda entre las
infinitas cabezas sin rostro, se funda con la indistinta masa
de los “sin nombre”. Aquiles quiere vivir por siempre entre
los vivos y para ello es necesario que los hombres guarden
recuerdo digno de su nombre y su fama (Ilíada XXII, 304-
305) pues cada vez que lo pronuncien y cuenten sus proezas
se le extraerá del mundo de los muertos para seguir forman-
do parte del de los vivos.
La importancia de ver y ser visto es correlativa a la confor-
mación del sí mismo. Tal y como afirma Charles Segal:

El sujeto cognoscente se construye como alguien que ve; lo desco-


nocido es también lo no visto, ya sea la oscuridad cubierta de nie-
bla tras el sol poniente (Odisea 10, 190; 11, 13ss) o las profundidades
del Hades bajo la tierra (Eurípides, Hipólito, 190ss). Estar vivo es
«ver la luz del sol». La omisión y el olvido, lēthē, pertenecen a la
oscuridad, donde la gloria o la fama se encuentra rodeada por un
resplandor (aglaía). Las dos piezas dedicadas a Edipo por Sófocles
están construidas en torno a la ecuación siguiente; conocimiento
es a visión, como ceguera a ignorancia.30
29
Jean-Pierre Vernant, El individuo, la muerte y el amor en Grecia antigua,
p. 88.
30
Op. cit., p. 221.

29
Leticia Flores Farfán

¶¶¶

Durante el periodo clásico, ni las guerras ni la política fue-


ron escenarios de las proezas individuales de los héroes, sino
una confrontación de líneas cerradas de guerreros, estructu-
radas con base en la estrategia hoplítica y una rivalidad entre
bandos opuestos en la palestra política. Ello no devalúa, sin
embargo, el destino especial que se considera merecen los
guerreros que dan su vida por la ciudad. Tucídides,31 en II,
43, narra el premio recibido por los guerreros atenienses
caídos en combate:

Daban su vida por la comunidad recibiendo a cambio cada uno


de ellos particularmente el elogio que no envejece y la tumba más
insigne, que no es aquella en que yacen, sino aquella en la que su
gloria sobrevive para siempre en el recuerdo, en cualquier tiempo
en que surja la ocasión para recordarlos tanto de palabra como de
obra. Porque la Tierra entera es la tumba de los hombres ilustres,
y no sólo en su patria existe la indicación de la inscripción grabada
en las estelas, sino que incluso en tierra extraña pervive en cada
persona un recuerdo no escrito, un recuerdo que está más en los
sentimientos que en la realidad de una tumba.

El arrojo en batalla ya no se liga a una valentía solitaria


como la de Aquiles, sino en no romper la unidad de la falan-
ge, en permanecer firme en el puesto de combate y resistir
en formación estricta el embate enemigo porque al conjunto
del pueblo le atañe el poder y el triunfo. Indignidad, oprobio
y menosprecio es lo que ganan los que como Aristodemo, el
Temblón, no se aprestan para el combate por no perder la vida
(Heródoto VII, 229-231). «Bella muerte», nos dice Nicole
Loraux, en un importante estudio sobre las oraciones fúne-
31
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso.

30
I. El poder de la mirada

bres atenienses,32 es la expresión idónea para dar cuenta de


la excelencia y el valor que tiene morir erguido en el campo
de batalla y en defensa de la ciudad. La proeza común demanda
una gloria colectiva porque de lo que se trata es de dejar
huella de la bravura y entereza de las hazañas bélicas de todo
un pueblo. Los funerales y las oraciones fúnebres en la Atenas
del siglo V, nos dice Marcel Detienne,33 son acontecimientos
colectivos en donde un representante de la ciudad pronuncia
ante 10 ataúdes de ciprés, uno por cada tribu, el elogio que el
cuerpo social hace de sus combatientes y, por tanto, de la ciu-
dad que no es más que la gloria y honor de sus ciudadanos.
El desplazamiento que tiene lugar de los héroes de Ho-
mero al ciudadano-soldado de la época clásica se da a través
de una operación de abstracción en los funerales.34 El canto
y la representación pública de honor y gloria no van enca-
minados a exaltar a ese muerto glorioso que yace ahí ante la
mirada de todos, sino a “la ciudad”, es decir, a la colectividad
ciudadana que, luchando hombro a hombro, cayó en comba-
te por la gloria de Atenas o de Esparta. La vida del ciudada-
no individual, como afirma Loraux,35 está subordinada a la
de la colectividad; «su cuerpo tampoco contaba: quemado
32
Nicole Loraux, L’invention d’Athènes. Histoire de l’oraison funèbre dans la
«cité classique».
33
Marcel Detienne, «La phalange; problèmes et controverses», en Jean Pierre
Vernant (ed.), Problemes de la guerre en Grece ancienne, pp. 169-170.
34
Las tumbas del Ática, nos dice Vernant en El individuo, la muerte y el amor
en Grecia antigua, p. 211, conmemoraban la singularidad de los hombres ex-
traordinarios todavía a finales del siglo VI grabando en la estela su nombre y
sus hazañas. A partir del siglo V tienen lugar los funerales públicos en donde
se exalta a los caídos en guerra pero también comienza la costumbre de sepul-
turas familiares como forma de articular a los vivos y los muertos de la casa
(marido y mujer, padres e hijos, etcétera).
35
Nicole Loraux, Las experiencias de Tiresias (Lo masculino y lo femenino en el
mundo griego), pp. 320-321.

31
Leticia Flores Farfán

en el campo de batalla, queda reducido a su osamenta, so-


porte abstracto de la ceremonia política de los funerales pú-
blicos. Entonces, el orador oficial da un paso al frente para
celebrar la ciudad a través de sus muertos, y todo el valor se
concentra en su palabra».
La areté democrática conservó el carácter agonal que carac-
teriza a una cultura de la vergüenza o de la valoración social,
como se puede observar cuando el estado honra la muerte vi-
ril de sus guerreros con una pretensión similar al espíritu de
la paideia homérica, en tanto que con la narración se convoca
a los hombres a repetir la acción ejemplar de los héroes y a
transformar de este modo su existencia individual en un bien
común para todos. Sin embargo, la Ciudad,36 aunque parecie-
ra únicamente una abstracción de los individuos que la con-
forman, es también el ámbito comunitario de los hombres;
Tucídides nos permite acceder a esta comprensión profunda
de la polis en el momento mismo en que el historiador afir-
ma: «Los hombres son la ciudad, no los muros ni las naves
vacías» (7, 77, 7). Para el hombre ateniense, la ciudad no se
configura exclusivamente con base en límites territoriales,
sino mediante el entramado humano, en donde cada hom-
bre, individualmente, se confrontará ante otros en una bús-
queda irrenunciable por el reconocimiento y en donde cada
uno aparece como indisociable de los valores sociales que le
reconoce y otorga la comunidad de ciudadanos.
El espacio político democrático de Atenas clásica ancla
en el cruce de miradas toda su escenificación en la medida
36
Recordemos que la aristocracia no tiene un sentido arraigado de
polis pues en esencia son internacionales; se unen por la comunidad
de cultura e intereses y por los vínculos de sangre y hospitalidad, como
se pone de manifiesto en el viaje de Telémaco a través de las cortes de
Grecia narrado en la Odisea; confróntese Francisco Rodríguez Adrados,
La democracia ateniense, p. 44.

32
I. El poder de la mirada

en que es en el ámbito público en donde se patentiza el au-


mento de participantes en las decisiones que le atañen a
todos los ciudadanos, la rivalidad directa del vínculo insti-
tucional del espacio político y la palabra argumentativa que
se esgrime en contextos vivos de habla. La excelencia de un
hombre se inscribía dentro de la esfera pública en virtud de
que el anhelo de sobresalir y distinguirse de los demás exigía
la presencia de otros que sancionaran los actos que cada uno
realizaba. Como afirma Hannah Arendt,37 pertenecer a los
iguales (homoioi) en esta sociedad significa estar autorizado
a vivir entre los pares, pero de ningún modo implica unifor-
midad. Por el contrario, lo que buscan los individuos en la
polis es demostrar su propia excelencia y destacar por aquéllo
que los hace «los mejores». Es por ello que cada individuo
esperaba encontrar el lugar que le correspondiera dentro de
la jurisdicción, la defensa de la ciudad y la administración de
los asuntos públicos.
El espacio público es aquel en donde la individualidad se
resguarda porque es justamente en él en donde los hombres,
haciendo uso de su libertad, muestran realmente quiénes son.
La construcción de la propia identidad se conforma en el
cruce de miradas y el intercambio de palabras que cada uno
realiza con otros. El rostro que nos ofrece nuestra identidad
se contempla en los ojos de quien nos mira y es este ojo el
que juega el papel de un espejo que nos regresa nuestra propia
imagen. Asimismo, como afirma Hegel,38
La democracia implica la presencia inmediata, la palabra viva, la
visión directa de la administración, que infunde confianza al espec-

37
Hannah Arendt, La condición humana, p. 52.
38
G. W. F Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, pp.
458-459.

33
Leticia Flores Farfán

tador interesado. Lo que va a ser resuelto necesita afectar a los indi-


viduos de un modo vital; los ciudadanos han de ser conmovidos; se
trata de los ciudadanos como individualidades, no de su intelecto
abstracto, sino de su visión determinada de las cosas, de su interés.
De aquí la necesidad de la elocuencia, que opera como excitante
sobre los ciudadanos. Los buenos oradores del gobierno han de ex-
poner el asunto. Para tomar la resolución es menester una asamblea
que esté reunida y presente al resolver; se necesita que el interés del
hombre entero, su pasión, se ponga y esté en movimiento común,
para que puedan tomarse resoluciones comunes. […] El ciudadano
tiene que estar presente en la discusión capital, tiene que participar
como ciudadano en la decisión, no con su voto meramente, sino en
el ardor que conmueve y es conmovido, con la pasión y el interés del
hombre entero, presente al acto, con el calor de la decisión entera.

La ciudad ateniense era una ciudad numéricamente peque-


ña que permitía garantizar el éxito de la democracia directa, es
decir, la participación de todos los ciudadanos en la toma de
decisiones políticas. Y en esta forma de participación, tanto la
palabra argumentativa como la confianza de que se escuchará
y respetará la opinión ajena adquieren un lugar destacado. El
encuentro efectivo de los ciudadanos en el espacio público
es condición ineludible en la construcción de la pertenencia
social porque el conocimiento entre los hombres posibilita
el fortalecimiento de la nobleza de espíritu y de la confianza
mutua, cualidades indispensables para la vida ciudadana, tal y
como afirma Aristóteles en Política 1313b.39 El ágora adquiere
así un significado radical porque, originariamente, ágora no
significa lugar, sino, nos dice Armando R. Poratti,40 es una
institución solemne de los jefes del ejército que para hacer
39
Aristóteles, Política.
40
Armando R. Poratti, «Teoría política y práctica política en Platón», en Ati-
lio A. Boron (comp.), La filosofía política clásica. De la Antigüedad al Renaci-
miento, p. 39.

34
I. El poder de la mirada

uso de la palabra se protegían religiosamente con el cetro en


mano y de esta forma regulaban los turnos de habla y el acce-
so a la palabra. Cuando simbólicamente el ágora se confor-
ma como lugar vacío en tanto vaciado del poder real, se abre
paso al encuentro de los ciudadanos en el centro de la ciudad,
en el espacio mismo en donde se gestiona y realiza el poder de
mando que deberá emanar de la decisión conjunta y razonada
de los iguales.
La «ciudad son los hombres», recordemos que asevera
Tucídides, es decir, pasiones e intereses que no necesariamen-
te tienden al bien común, porque en una sociedad «cara a
cara», como la llamó Finley,41 la amistad se entrelaza con la
rivalidad en la medida en que el sentimiento de pertenencia
y de reconocimiento entre iguales incluye siempre la idea
de una competición por el mérito, por la gloria, y ello abre
la posibilidad del conflicto. Atenas fue una democracia
asambleísta que asumió una concepción personal del Estado,
en tanto que para los demócratas atenienses éste no tenía una
personalidad jurídica autónoma más allá de los ciudadanos,
sino que coincidía con ellos. Esta idea de Estado tiene varias
consecuencias, a saber, cuando la ciudad está dividida por la
lucha civil, parte del Estado se convierte en anti-Estado, por-
que éste es sinónimo de demos como cuerpo de ciudadanos.
Uno de los mecanismos institucionales en contra de los in-
tereses individualistas que pudieran resquebrajar la unidad
del cuerpo ciudadano fue el ostracismo; éste, sin embargo,
también sirvió como un arma muy eficaz para deshacerse de
los enemigos políticos. Como afirma Paul Veyne, el patrio-
tismo helénico se manifiesta en el furor de grupos concretos,
que respaldan al sector democrático o se oponen a él, y no

41
M. I. Finley, Democracy Ancient and Modern, pp. 3-37.

35
Leticia Flores Farfán

defiende una idea abstracta de Atenas eterna. La derrota de


Atenas en 405 no es realmente una caída de la ciudad, sino del
bando rival de la oligarquía; los grupos políticos se pelean y
se reconcilian porque la derrota o la victoria siempre es de un
bando y no de «la ciudad».42
Lo relevante a resaltar aquí es que, a pesar de la tensión en-
tre el despliegue individual de las acciones y la valoración co-
munitaria de las mismas, la época clásica mantuvo dentro de
su imaginario social la creencia de que lo que uno es depende
del intercambio social, es decir, del reflejo en las pupilas del
otro del que Sócrates da cuenta en su diálogo con Alcibíades.
La separación entre alma y cuerpo no fue una creencia hege-
mónica en este periodo si atendemos la observación, tanto de
Vernant como de Dodds, de que la idea de una inmortalidad
individual debía de resultarles muy extraña e incongruente
a los atenienses del siglo IV si vemos las precauciones que
Platón se siente obligado a tomar antes de afirmar, por boca
de Sócrates en el Fedón, que en cada uno de nosotros existe
un alma inmortal. Sabemos que la creencia dominante veía al
alma como una especie de divinidad que estaba emparentada
con el alma del mundo y de la cual estaba temporalmente
extraviada; lejos estaban de asumir que esa alma fuera un in-
dividuo singular y autónomo al cosmos.
Con Sócrates, encarnación del filósofo verdadero según
Platón, comienza a articularse una idea de interioridad que
ponía en cuestión el poder de la Ciudad al enunciar que los
individuos podían encontrar satisfacción a sus intereses sin
vincularse a ella. En Apología 29d43 le vemos afirmar: «no
dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones
42
Paul Veyne, «¿Tuvieron los griegos una democracia?», en Diógenes 123-124,
p. 137.
43
Platón, «Apología», en Diálogos I. Apología, Critón, Eutifrón.

36
I. El poder de la mirada

al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acos-


tumbro: “Mi buen amigo [...] ¿no te avergüenzas de preocu-
parte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y
los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni intere-
sas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo
mejor posible?”». Al formular esta demanda ética, Sócrates
pone en cuestión el armazón simbólico de la Ciudad, pues
solicita de sus interlocutores un apego y respeto a sus propias
convicciones antes que a los valores que la ciudad defiende.
Por ello, cuando en las Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal Hegel da cuenta del juicio y la condena de Sócrates,
no sólo expone con ello el destino trágico de este personaje
intachable, sino que pone en escena un penetrante diagnós-
tico del conflicto de perspectivas sobre la subjetividad que se
produce entre éste y los atenienses enmarcados en el imagina-
rio democrático. Afirma Hegel:
En Sócrates vemos representada la tragedia del espíritu griego. Es
el más noble de los hombres; es moralmente intachable; pero tra-
jo a la conciencia el principio de libertad del pensamiento puro,
del pensamiento absolutamente justificado, que existe pura y sim-
plemente en sí y por sí; y este principio de la interioridad, con su
libertad de lección, significaba la destrucción del estado ateniense.
El destino de Sócrates es, pues, el de la suprema tragedia. Su muer-
te puede aparecer como una suprema injusticia, puesto que había
cumplido perfectamente sus deberes con la patria y había abierto a
su pueblo un mundo interior. Mas, por otro lado, también el pue-
blo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda conciencia
de que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del estado
y minaba el estado ateniense. Por justificado que estuviera Sócra-
tes, tan justificado estaba el pueblo ateniense frente a él. Pues el
principio de Sócrates es un principio revolucionario para el mundo
griego. En este sentido, condenó a muerte el pueblo ateniense a
su enemigo y fue la muerte de Sócrates la suma justicia. Por alta

37
Leticia Flores Farfán

que fuera la justicia de Sócrates, no menos alta fue la del pueblo


ateniense, condenando a muerte al destructor de su eticidad. Am-
bas partes tenían razón. Sócrates no murió, pues, inocente; esto
no sería trágico, sino simplemente conmovedor. Pero su destino es
44
trágico en el verdadero sentido.

Sócrates interpretó la máxima délfica de «Conócete a ti


mismo» como un examen introspectivo de conciencia que
nos llevaría al autoconocimiento, al verdadero saber de lo que
en realidad somos; para los sofistas y los griegos contemporá-
neos a Sócrates, como ya hemos expuesto, la divisa oracular so-
licitaba la aceptación de los hombres de su condición mortal,
alertaba sobre la desmesura que conlleva rebasar los límites e
intentar igualarse a los dioses, pero de ninguna manera hacía
referencia a algún autoanálisis interior, porque no se tenía en
ese momento un concepto unificado de lo que nosotros hom-
bres modernos llamamos “alma” o “personalidad”. La inmorta-
lidad del alma que Sócrates pregona conlleva una expulsión del
cuerpo del campo de la individualidad y una vida encaminada
a filosofar, es decir, orientada hacia el aprendizaje y preparación
para la muerte como liberación del encierro carnal. Un análisis
detenido de las implicaciones del Fedón con relación al tema
de la conformación de la subjetividad merecerá otro ensayo.
Por el momento sólo deberemos insistir que si bien instala Pla-
tón las almas en el Hades y con ello sigue la tradición ortodoxa
de los griegos relativa a las creencias sobre la muerte, otorga
a las almas de los filósofos sensatez y razón, atributos que
Homero sólo había concedido a Tiresias (Odisea X, 490-495)
y, con ello, avanza una subjetividad interior que entrará en con-
flicto con la visión y creencia de sus contemporáneos.
En efecto, la idea de que el hombre es un individuo dotado
de una vida interior, como afirmaba Sócrates, chocó con aque-
44
Op. cit., p. 486.

38
I. El poder de la mirada

lla otra idea de hombre hegemónica en su momento histórico


que asumía que la identidad de cada individuo se configuraba
en el tejido social que le otorgaba un nombre, una filiación, un
comienzo, una posición dentro de la comunidad. La postula-
ción de este “principio de individualidad” es lo que confronta
a Sócrates con los sofistas, fuertes representantes del imagina-
rio democrático; la creencia socrática de “interioridad” y “re-
flexión” se opone radicalmente a la noción de “exterioridad”
y “objetividad de las leyes y las instituciones”, tan cara al pen-
samiento democrático. Como afirma Tomás Calvo «el indi-
vidualismo sofístico es extravertido, se ejerce y satisface en la
confrontación con los otros, en la lucha por el poder, mientras
que el individualismo socrático es introvertido, se orienta hacia
el interior de uno mismo».45 Aunque Sócrates obedeció a las
leyes que al final lo condenaron, obedeció con más fuerza al
daimon que hablaba en él y a la ley que no venía más que de
su razón. La defensa socrática de una individualidad arraiga-
da en el ámbito interior, su pertinaz insistencia en el cuidado
del alma y el abandono de los bienes materiales y corporales,
no tuvieron una recepción favorable en el frágil imaginario de-
mocrático de finales del siglo V y principios del IV, en donde
se confrontaba un ejercicio de la individualidad anclado en el
carácter de ciudadano que debatía entre la construcción de un
ámbito común a partir de la renuncia del interés individual a
favor del fortalecimiento del espacio público, y una perspec-
tiva “individualista” que desacraliza la “tierra cívica” e inscribe
el actuar de los hombres en la dinámica del interés privado y
de la ley del más fuerte. Sócrates aparece como una amenaza
para ambas concepciones: los individualistas extremos no po-
dían aceptar la renuncia a sus intereses particulares por un ideal
45
Tomás Calvo, «El sujeto en el pensamiento clásico griego», en Vicente San-
félix Vidarte (ed.), Las identidades del sujeto, p. 70.

39
Leticia Flores Farfán

de autocontrol y mesura, como el propuesto por Sócrates en


Alcibíades 131b y 133c, que ponía en cuestión la viabilidad de
sus ambiciones; la individualidad enmarcada en el ámbito ciu-
dadano, por su parte, no podía ver con buenos ojos la primacía
de una vida interior por sobre los vínculos e intereses que res-
guardaban la idea de ciudad como espacio común. Por ello, en
un imaginario en donde lo que el hombre es y hace se juega
en los márgenes de un ámbito público, cuyo diseño se trama en
el exponerse ante y frente a la mirada de otros, la mirada inte-
rior debía ser cegada. Sócrates, entonces, debía morir y, defini-
tivamente, y como afirma Hegel, no murió inocente.
Pero ¿estaremos interpretando adecuadamente a Sócrates?
Eliano (Varia Historia VII, 10)46 cuenta una anécdota en donde
se muestra a Jantipa, la mujer de Sócrates, negándose a usar la
capa para asistir a una procesión. Sócrates la regaña dicién-
dole «¿No te das cuenta? Sales para que te miren, y no para
mirar». Si interpretamos este relato desde los parámetros
culturales y sociales del vestido analizados por James Da-
vidson, cabe pensar que es una observación sobre el refina-
miento que debe guardar en sus ropajes una buena mujer. Si
lo hacemos desde la óptica del poder de la visión que hemos
venido exponiendo, podemos afirmar que al destacar que
Jantipa es una mujer cuya identidad se determina por las mi-
radas que sobre ella le caigan, el filósofo suscribe la idea de
que la exposición ante otros y lo que otros dicen de uno es
determinante en la estructuración de la identidad aun para
un personaje como Sócrates, que si bien abrió camino al
concepto, no dejó nunca de configurarse en el imaginario ate-
niense que lo condenó y por el que decidió morir.

46
Citado por James Davidson, «La vida privada», en Robin Osborne (ed.), La
Grecia Clásica 500-323 a.C., p. 164.

40
II. Los nacidos de la tierra

Para dar cuenta de la identidad de un grupo


humano y del engarce de los lazos de pertenencia que entre
sus miembros deberán tejerse a fin de conformar una ciudad,
los griegos de la antigüedad contaron relatos vinculados a los
comienzos de su estirpe, para articular así una misma genea-
logía, tradición e historia. En Né de la terre. Mythe et politique
á Athénes Nicole Loraux da cuenta de esa retórica de trans-
misión mediante dos tipos de relatos fundacionales: los que
atribuyen el nacimiento de una ciudad a un héroe autóctono
nacido de la tierra, que por siempre han habitado los ciuda-
danos y los que narran la adopción como hijo legítimo por
los servicios prestados a la comunidad de un héroe legendario
venido de fuera.1 En ambos casos el propósito de la narración
es dibujar el rostro del amigo, crear un linaje de raza que haga
que los hombres vivan como hermanos, enmarcar simbóli-
camente la habitud no en la familia consanguínea, sino en
la gran familia ciudadana que buscará siempre privilegiar el
interés común por sobre el particular.

1
Nicole Loraux, Né de la terre. Mythe et politique á Athénes. Algunas de las
ideas trabajadas aquí fueron expuestas en Leticia Flores Farfán y Zenia Yé-
benes, «De alteridad y autoctonía. Un recorrido por algunos mitos de fun-
dación de Atenas clásica», en María del Carmen Valverde y Mauricio Ruiz
Velasco Bengoa (coord.), Teoría e historia de las religiones, pp. 241-263.

41
Leticia Flores Farfán

Encaminar todos los esfuerzos y todas las estrategias para


lograr que los individuos identifiquen sus propios intereses
con la ciudad a la que pertenecen es el telos primordial de un
Estado, según nos dice Platón en República 462b.2 Quizá, por
ello, no duda el filósofo ateniense en anclar el armazón simbó-
lico de la soberanía en un relato o mito de autoctonía, porque
en esos mitos o historias sagradas se posibilita legitimar el po-
der de mando o autoridad (arché),3 por medio de una creencia
compartida en donde se entretejen diversas experiencias emo-
cionales que logran que un grupo humano se regocije y se en-
tristezca por las mismas cosas. La primera tarea del fundador
de una ciudad será entonces forjar sus mitos y no simplemente
conformar todo un código legal en donde se sancionen faltas,
porque lo que se busca es inscribir el respeto a la ley de la ciu-
dad en el alma de los ciudadanos, articular un lazo afectivo que
viabilice la estabilidad social y evite las revoluciones violentas;
si los ciudadanos hacen suyas las normas, si las ven como reglas
consentidas, la ciudad no tendrá que dedicarse exclusivamente
a crear barreras y vigilancias normativas que, a través de órde-
nes y prohibiciones, hagan que cada ciudadano siga el camino
correcto. Por ello Platón alerta en República 548b, que cuando
los individuos han sido educados por medio de coacciones
«disfrutarán sus placeres en secreto, escapando de la ley co-
mo niños de sus padres». El mito adquiere así una importan-
cia fundamental porque cumple la función de dar legitimidad
al vínculo político y a la autoridad que éste exige para ser via-
ble. Y para que la autoridad no esté sometida a los vaivenes de
la convención es necesario amarrarla en los comienzos mismos
de la ciudad, en el tiempo fundacional en donde los habitantes
2
«República», en Diálogos IV.
3
Prefijo de ἃρϰω, también escrito άρϰι, líder, jefe o comandante. Véase H. G.
Lidell y R. Scott, A Greek, 1940.

42
II. Los nacidos de la tierra

de una ciudad trazan los hábitos y el rostro del habitat que de-
linea su ciudadanía, es decir, el encuadre intersubjetivo de los
ciudadanos y en especial de esa memoria colectiva que pervive
más allá de la geografía y de la finitud de los actores sociales.
El punto de arranque para conformar una ciudad es enton-
ces una creencia compartida, como también se señala en Po-
lítico 277a.4 Y esa creencia compartida será una «noble men-
tira» en el sentido que destaca G.R.F. Ferrari cuando afirma
que si bien es grande o noble una mentira en razón de su pro-
pósito cívico, también la palabra griega puede ser entendida
coloquialmente, es decir, asumiendo su significado cotidiano
de «mentira mayor», es decir, de una mentira que es sólida
porque no se duda de ella (compárese con el término «robo
de mayor cuantía»)5 y porque permite imprimir en el cora-
zón de los hombres relatos moralmente saludables que produ-
cirán convicciones firmes en los ciudadanos.
El primer mito que forjará el gobernante de la ciudad ideal
de Platón será un «cuento fenicio», que aunque necesitará
«mucho poder de persuasión para llegar a convencer» (Re-
pública 414c), podemos asumir que Platón solicita el «hermo-
so riesgo» de creerlo, como propone en Fedón, analogando la
utilidad que para el «cuidado del alma» puede traer la creen-
cia en la inmortalidad con el vigor cívico y la felicidad pública
que la creencia en un origen común puede traer a la ciudad. La
«hermosa mentira» de República no es más que un mito de
autoctonía, un mito o mentira útil que ha sido forjado por
legisladores que son médicos de lo político (III, 389a, 407e) y,
por ello, se encuentra explícitamente colocado en la categoría
del phármakon. Vivir como verdadera esta primera gran men-
tira medicinal que se presenta como un mito de autoctonía,
4
Diálogos V.
5
Plato, The Republic, p. 107, núm. 63.

43
Leticia Flores Farfán

posibilita fundar la ciudad en esa syggéneia que, como afirma


Derrida en Políticas de la amistad,

produce una amistad sólida y firme (bébaion), puesto que nacida


del conocimiento, de la comunidad natal. Y este parentesco ali-
menta una amistad constante y homófila […] no sólo en palabras
sino, de hecho, en acto. […] Dicho de otro modo, la efectividad
del lazo de amistad, lo que le asegura la constancia más allá de los
discursos, es realmente el parentesco real, la realidad del lazo de
nacimiento. […] Bajo la condición de ser real —y no solamente
expresada o establecida por convención—, esta singenalogía ase-
gura de forma duradera la fuerza del lazo social en la vida y según
la vida.6

Platón hace uso de un mito de autoctonía siguiendo la tra-


dición griega que utiliza este tipo de mitologías para posibi-
litar que los hombres se instalen en la ciudad como hijos de
la tierra y articulen lazos fraternales que no se circunscriban
al parentesco biológico y, por tanto, garanticen esa cohesión
social tan necesaria para la viabilidad de la vida en común.
Rosalind Thomas7 considera que Atenas es una referencia
ineludible cuando de autoctonía se trata. Con este tipo
de narraciones la democracia ateniense logró apropiarse de
una larga tradición aristocrática que ligaba sus privilegios al
linaje noble del génos o familia, raza, clan al que pertenecían;
esta nobleza de nacimiento se hacía ahora extensiva a todos
los ciudadanos porque todos ellos al nacer de la misma tierra
se vuelven miembros de una misma familia, la de los atenien-
ses. La unidad política que emana de esta comunidad de naci-
6
«El amigo aparecido (en nombre de la democracia)», en Jacques Derrida,
Políticas de la amistad seguido de El oído de Heidegger, p.112.
7
Rosalind Thomas, «La ciudad clásica», en Robin Osborne (ed.), La Grecia
Clásica 500-323 a. C., p. 70.

44
II. Los nacidos de la tierra

miento es tan relevante que no hay discurso fúnebre oficial que


no haga alusión al carácter oriundo, de nacido en la propia tie-
rra característico de los autóctonos. Como sostiene Glotz:8
Los atenienses se vanagloriaban de ser autóctonos, lo que signi-
fica que entre ellos no había raza dominante ni raza esclavizada,
no había nada que se pareciese a los ilotas que trabajaban para los
espartanos. Cuando esta población homogénea y libre formó un
estado, lo hizo por medio de un sinecismo que hacía de todos los
áticos, atenienses por igual, y de Atenas la capital de un pueblo
unido […] así, desde los más lejanos tiempos la unidad étnica y
territorial realizó para siempre la condición moral y material de la
igualdad política.

Los relatos de autoctonía permiten entroncar la identidad


cívica con el pasado mítico de unos hombres oriundos del
mismo lugar en el que habitan. Los nacidos de la tierra ate-
niense crean un estrecho vínculo con el suelo de nacimiento,
porque se afirma que en esa tierra han vivido por siempre
y, por ello, sus habitantes han logrado establecerse de manera
más sólida, más civilizada y pura, en tanto menos “mezclada”,
dándoles así a los atenienses un linaje antiguo que se remonta
a su primer habitante, Erictonio, el héroe autóctono nacido
de las entrañas mismas del suelo ático.
El nombre del primer autóctono o ateniense de raigambre
como le llama Marcel Detienne,9 proviene de erion “lana”, eris
“lucha” y chthonos “tierra”. Su apelativo alude a dos luchas li-
gadas a su nacimiento y linaje que no pueden ser obviadas, a
saber, la que sostuvieron Atenea y Posidón10 cuando se dispu-
taron los honores del Ática, y la que mantuvo Atenea contra
8 Gustave Glotz, La ciudad griega, p. 100.
9
Cómo ser autóctono. Del puro ateniense al francés de raigambre, 2005, pp. 39-45.
10
Cf. Nicole Loraux, «L´affrontement d´Athena et de Poséidon. Le mythe
d´Erichtonios», en Né de la terre. Mythe et politique á Athénes, pp.51-53.

45
Leticia Flores Farfán

los avances del lujurioso Hefesto y que dio lugar al nacimien-


to de Erictonio.11
El combate entre Atenea y Hefesto tuvo lugar un día en
que la diosa bajó al taller del dios herrero para ver como éste
le confeccionaba sus armas. La presencia de la diosa provocó
en Hefesto un enorme deseo que lo llevó a abalanzarse frené-
ticamente hacia ella con intención de poseerla. Atenea pudo
contener los avances del poco agraciado inmortal pero no
logró librarse de que en su muslo cayeran gotas de la eyacu-
lación de semen del excitado Hefesto. Asqueada, Atenea se
limpia el muslo con un vellón de lana que tiró al suelo pro-
vocando que el semen del dios fecundara la Tierra de don-
de brotó, tiempo después, Erictonio.12 Y si bien se dice que
fue la lucha entre Hefesto y Atenea la que provocó que el
vellón de lana fecundara a la Tierra y que de ahí naciera Eric-
tonio, no menos importante es destacar la participación de
Ge, quien, a diferencia de Atenea, es caracterizada como un
receptáculo promiscuo que acoge todo lo que le llega —in-
cluso el vellón manchado arrojado por esa diosa virgen que
rechaza todas las semillas—.13 Sin embargo, Ge no aceptará
la crianza del niño milagroso por lo que Atenea se hará cargo
de él ocultándolo en un cofre que dejará bajo el cuidado de
las hijas de Cécrope,14 primer rey del Ática, a quienes ordena
11
Erictonio era también el nombre de un héroe troyano, hijo de Dárdano y Ba-
tiea, famoso por sus yeguas, de las que se enamoraba el viento Bóreas. Los
atenienses lo unían frecuentemente con la familia de Erecteo, y le llegaron
a atribuir la fundación de Troya. Cf. Homero, Ilíada, XX, 220, y Apolodoro,
Biblioteca, III,12,3.
12
Apolodoro, III,14,6.
13
Cf. Nicole Loraux, Les enfants d’Athéna: Idées athéniennes sur la citoyenneté et
la division des sexes.
14
El primer rey del Ática fue Cécrope, mitad humano, mitad bestia, se ubica a
medio camino entre la naturaleza y la cultura. A Cécrope, no obstante, le atri-
buye Pausanias el primer esfuerzo civilizatorio, a saber, el de instituir el linaje

46
II. Los nacidos de la tierra

Atenea toma de Ge al pequeño Erictonio, fecundado por la Tierra.


Vasija de Nikias, 410 a.C, 38 cm de altura, Virginia Museum of Fine Arts.

no abrirlo por ningún motivo; las muchachas, vencidas por


la curiosidad, abren el cofre y se encuentran con una criatura
quimérica, un niño con cola de serpiente, que asustado sale
huyendo para quedar finalmente cobijado por Atenea, quien
lo crió bajo su égida y en el resguardo de su mismo santuario.15
La autoctonía se engarza así con la diosa que da nombre a la
tierra ática.
No sólo el hecho de que Ge no acepte cumplir con sus
deberes maternales de crianza, sino por ser considerada un
campo de cultivo que no toma parte activa en la procreación
patrilineal a través de la monogamia y el de acabar con la promiscuidad entre
los sexos. (Pausanias, I,5,3;VIII,2,1; Apolodoro, III,14,6.)
15
Apolodoro, III,14,3.

47
Leticia Flores Farfán

del producto, podemos afirmar la tendencia ateniense, y de


otras ciudades griegas, a propugnar por una genética exclu-
sivamente patrilineal. Eva Cantarella16 destaca la importan-
cia de adentrarse en el debate griego sobre la intervención
de la mujer en el proceso reproductivo, en virtud de que si
bien pareciera obvio que los bebés nacen de las madres, los
griegos se resistieron a la evidencia del parto pues, como se
afirma en Euménides 657-666b, «la mujer no es engendrado-
ra de su hijo», sino sólo «nodriza del germen recién sem-
brado». No sólo se trata de negar el vientre femenino en los
relatos autóctonos, sino de afianzar el espacio cívico con la
esfera masculina, con el ámbito de la acción viril, política y
guerrera. Esta alianza queda también de manifiesto en el mito
que relata el combate entre Posidón y Atenea. Se cuenta que
tras el destronamiento de su padre Cronos, Posidón heredó
el mar y construyó su palacio submarino en Egeo, cerca de
Eubea; sin embargo, codicioso de los reinos terrenales, an-
heló la tierra del Ática, gobernada por el rey Cécrope,17 por
lo que clavó su tridente en la Acrópolis, de donde brotó un

16
«Philosophers and women», en Pandora’s Daughters. The Role & Status of
Women in Greece & Roman Antiquity, pp. 52-62. Véase también de Nicole Lo-
raux «Pourquoi les mères grecques imitent, à ce qu´on dit, la terre», en op.
cit., pp.129-144, en donde la historiadora se adentra en el estudio de los mitos
de autoctonía en Atenas clásica para examinar el papel que juegan las mujeres
en el espacio cívico en función de que la primacía política del relato autóctono
implicaba la exclusión de la mujer de la función genitora y, por tanto, se la
reduce a un “campo de labranza”, en donde el varón sembrará la semilla de los
auténticos ciudadanos.
17
Karl Kerényi afirma en «Cécrope, Erecteo y Teseo», en Los héroes griegos, p.
231, que “Cécrope […] era mitad serpiente y mitad humano. Serpiente porque
había nacido de la tierra, pero en parte también tenía forma humana, por lo
que era diphyés, “de naturaleza doble”. Nacido de la tierra y criado por la diosa
virgen Palas Atenea, la hija de su padre, y formado de acuerdo con su mente,
la imagen del ateniense primitivo se concretó por primera vez en Cécrope».

48
II. Los nacidos de la tierra

pozo de agua salada.18 Atenea también quiso disputar los ho-


nores del Ática durante el reinado de Cécrope y plantó un
olivo junto al pozo abierto por Posidón. Furioso, Posidón la
retó, y Zeus eligió a Cécrope para dirimir el conflicto.19 Ate-
nea resolvió Cécrope había brindado un regalo, el olivo,
mejor que el pozo de agua salada de Posidón. A ella y sólo a
ella, correspondería la tierra codiciada. Si en esta versión de la
historia es Cécrope, el instaurador de la línea de filiación pa-
trilineal, quien se decanta por Atenea, la diosa que «no nació
de las tinieblas de la matriz» y cuyo «corazón es muy adicto
a los hombres, salvo para el himeneo»,20 la otra versión de la
historia cuenta que un tribunal de justicia, compuesto por to-
dos los hombres y mujeres del Ática, votaron para dirimir el
conflicto obteniendo un voto de más Atenea, por haber una
mujer más en el territorio. La victoria de Atenea provocó la
ira de Posidón, quien asoló con olas gigantescas el suelo ático
hasta que Atenea calmó su cólera castigando a las mujeres,
quienes a partir de ese momento perderían el derecho al voto,
a la posibilidad de que sus hijos lleven el nombre de la madre
y a ser llamadas ateneas.21 En ambas versiones hay algo en co-

18
Homero: Ilíada, XV, 187-193. Hay que recordar que para Lévi-Strauss, es el
tabú del incesto el que regula el paso de la naturaleza a la cultura. Cf. Las
estructuras elementales del parentesco, 1981.
19
Apolodoro, III,14. Kerényi hace referencia a la representación de la disputa he-
cha por Fidias en medio del frontón occidental del Partenón, para desestimar
la versión que ubica a Cécrope como juez de la contienda.
20
Esquilo, Euménides, 665 y 736-738, respectivamente en Esquilo, «Euménides»
y «Las suplicantes», en Tragedias. Cf. Nicole Loraux, «El mito en la ciudad:
La política ateniense del mito», en Yves Bonnefoy, Diccionario de las mitolo-
gías, vol. II. Grecia, p. 72.
21
Apolodoro, III,14,1.

49
Leticia Flores Farfán

mún: la exclusión de la mujer de la actividad política y la idea


de que la ciudad la conforman los varones.22
El orgullo ateniense, nos dice Roberto Calasso,23 se mani-
fiesta en la autoctonía, en la condición de ser oriundos de la
tierra del Ática y no emigrados allí desde otros lugares, y por
tener a Atenea como su diosa protectora. Cécrope, Atenea y
Erictonio son tres importantes figuras en el imaginario civil,
que entrelaza ciudadanía, virilidad y autoctonía. De ahí que
Cécrope aparezca en numerosas figuraciones pictóricas
presenciando el nacimiento de Erictonio,24 puesto que fue
él quien atestiguó el triunfo de Atenea, diosa protectora
de Erictonio, el primer nacido de las entrañas de esa tierra
Ática a ella misma consagrada. Sin embargo, Heródoto afir-
ma que fue bajo el reinado de Erecteo, que no de Erictonio,
cuando los habitantes del Ática tomaron el nombre de ate-
nienses.25 Erecteo y Erictonio son dos personajes a los que se
alude en muchos relatos como si fueran uno y el mismo.26 Ni-
cole Loraux señala que son figuras que poseen rasgos distin-

22
Tucídides, VII, 77,7. Cf. Leticia Flores Farfán, Atenas, ciudad de Atenea. Mito
y política en la democracia ateniense antigua, pp.157-181. Sabemos que andres
son los varones, nos cuenta Nicole Loraux, a partir de la lectura del mito de
Pandora, la primera de la raza de las mujeres. En un mundo donde no hay mu-
jeres sino sólo varones, Pandora es enviada como castigo por el atrevimiento
de Prometeo. Con ella se introduce el dolor y la muerte. Pandora, además no
nace de la tierra, es un artificio, un simulacro creado por Hefesto. Cf. «La
création de la femme», en Né de la terre. Mythe et politique á Athénes, pp. 16-
26.
23
Calasso, Roberto, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Barcelona, Anagrama,
1999, p. 211.
24
Para un análisis detallado de las formas de figuración en la época clásica, Cf.
Jean- Pierre Vernant, «Naissance de images», en Religions, histoires, raisons.
25
Heródoto, VIII, 44.
26
Pierre Grimal señala que Erecteo es nieto de Erictonio, en Diccionario de mi-

50
II. Los nacidos de la tierra

tos, pero ciertamente complementarios.27 Erecteo aparece en


algunos relatos como nieto de Erictonio, es decir, como des-
cendiente del linaje de hombres autóctonos que nacen de la
tierra del Ática; de ahí, entonces, su parentesco. Difieren, sin
embargo, en que Erictonio es el niño milagroso que nace en
la Acrópolis, mientras que Erecteo es el viejo rey que muere
en esa misma fortificación sagrada, tras sacrificar a su hija, o
sus hijas, para salvar la polis. Cabe destacar que en la mayoría
de los relatos conocidos, lo que se destaca de la figura de Eric-
tonio es su nacimiento e infancia como protegido de Atenea,
mientras que de Erecteo su condición de padre y rey. Ericto-
nio y Erecteo28 son dos personajes en donde parece concen-
trarse el origen y destino de Atenas: el nacimiento del héroe
autóctono abre la ciudad a la historia humana; la muerte del
viejo patriota se asocia, en cambio, a su permanencia por la
ferviente defensa que realiza de la tierra paterna. Erecteo, no
hay que olvidarlo, muere a manos de Posidón porque éste,
enfurecido por la derrota que Erecteo le infringió a su hijo
Eumolpo y a los tracios, hace que la Tierra se abra y engulla
violentamente al héroe cuando golpea con su tridente la roca
de la Acrópolis.29 La tierra, que se abrió para hacer brotar al
primer nacido de sus entrañas e iniciar así la andadura de la
polis, se abre ahora para hacer del sacrificio de Erecteo, el fun-
damento de la autoctonía.30 El círculo parece completarse. El
autóctono nace de la tierra y muere por ella, porque la verda-

tología griega y romana, p.142. Esta idea parece hallar base en la Ilíada, II, 546.
27
Cf. Nicole Loraux, Les enfants d´Athéna: Idées ateniense sur la citoyenneté et la
división des sexes.
28
Sobre la caracterización de Erictonio y Erecteo confróntese Karl Kerényi en
op. cit., pp. 234-236.
29
Apolodoro, III,15,4.
30
Detienne destaca que el papel que juega Posidón en este relato nos permite
resistirnos a una interpretación simplista, en donde se asume que el dios fue

51
Leticia Flores Farfán

dera autoctonía se ancla en el nacimiento y en la permanencia


en el mismo lugar, en la descendencia de una familia atenien-
se que hará pervivir a Erecteo en la nobleza de los Erecteidas31
y a través de la gloria del recuerdo ciudadano.
El imaginario autóctono anuda el vínculo ciudadano a una
fraternidad anclada en el suelo patrio y a una tierra que alum-
bra sin acoplamiento porque los verdaderos hijos de la ciu-
dad, como se destaca en más de uno de los discursos fúnebres
oficiales conocidos, son los atenienses que nacen de la tierra
paterna (patris) y, por ello, la Madre Tierra será nombrada
como la Tierra de los padres. El mito de autoctonía atenien-
se, afirma Loraux, se incorpora en la diversificada retórica de
transmisión de Atenas para fortalecer y legitimar: a) la con-
formación de una identidad ciudadana arraigada en el género
masculino; b) la articulación de la igualdad democrática con
un pasado mítico; c) la exclusión de cualquier forma de alteri-
dad que vulnere el espacio ciudadano construido y constitui-
do por todos los hombres libres oriundos de la propia tierra
Ática.

¶¶

Los relatos de la gesta heroica de Teseo32 son un ejemplo sin-


gular de la estrategia retórica para dar cuenta de la fundación
derrotado por Atenea y que no juega ningún otro papel en la conformación de
la autoctonía ateniense. Por el contrario, Posidón se convierte en el dios que
refuerza dicho fundamento, en el momento en que hace que la tierra se trague
a Erecteo, el rey autóctono, y, con ello, arraiga y fortalece los cimientos de la
autoctonía. Cf. Marcel Detienne, Cómo ser autóctono. Del puro ateniense al
francés de raigambre, pp. 39-44.
31
Eurípides, Ion, 1058-1060.
32
Sobre el episodio inédito de las gestas del héroe contadas por Baquílides con-
fróntese Claude Calame, Prácticas poéticas de la memoria. Representaciones del
espacio-tiempo en la Grecia antigua, pp. 133-178.

52
II. Los nacidos de la tierra

de la ciudad, ahora a través de las acciones realizadas por una


alteridad prestigiosa. La imagen y relevancia de Teseo en la
vida de Atenas, como señala Nicole Loraux,33 tuvo diversos
destinos en función de la actualización que cada régimen po-
lítico hiciera de su gesta. La aristocracia se apropió de la figura
de Teseo después de las guerras médicas, al incorporarlo en
el bando ateniense en la batalla de Maratón. Y el aristócrata
Cimón, en un claro intento por identificar la figura del héroe
con la del hombre político, manda traer de Esciros los despo-
jos mortales de Teseo y los instala al pie de la Acrópolis y cer-
ca del ágora.34 Esta vinculación de Teseo con el bando aristo-
crático sembró sospechas y reservas sobre la figura del héroe
en el predominio de la democracia. Sin embargo, hacia finales
del siglo V Teseo se convierte en el rey demócrata que le da al
pueblo patrios politeia, la constitución ancestral. La alianza
entre el héroe y Atenas democrática se refuerza con la cons-
trucción del santuario ateniense a él dedicado; emplazamien-
to prominente de la vida pública ateniense, en donde habían
pinturas que representaban tanto las batallas entre atenienses
y amazonas donde el héroe había tomado parte, como su des-
censo al reino de Posidón para confirmar su parentesco divi-
no al recuperar el anillo que Minos había arrojado al mar.35
Plutarco atribuye a Teseo la fusión de los pueblos del Áti-
ca.36 El linaje paterno de Teseo se remonta hasta Erecteo y los
33
Né de la terre, pp. 80-81.
34
Relata Kerényi en op. cit., p. 264, que cuando Teseo viajó a Esciros, el rey Li-
comedes lo lanzó desde una alta roca hacia el mar, provocando una muerte
sin sepultura y sin honras fúnebres para el héroe. En el año 473, los supuestos
huesos de Teseo se llevaron al santuario del Teseion, ubicado a la subida de la
Acrópolis, rescatando así al héroe del anonimato del olvido.
35
Pausanias I,17, 2-3.
36
«La misma acción, afirma Kerényi en op. cit, p. 259, se le había atribuido a
Cécrope, pero no como una reunión de comunidades ya existentes, sino como
una reunión de habitantes autóctonos primigenios. Se dice que Teseo fue el

53
Leticia Flores Farfán

primeros autóctonos de la tierra ática, aunque se dice también


que es hijo de Posidón; en el árbol genealógico de su madre
Etra corre la sangre de los reyes del Peloponeso, entre los que se
encuentra Piteo, abuelo del héroe, quien alcanzó enorme fama
como sabio, poeta e intérprete de oráculos. A Piteo se le debe
el haber esparcido el rumor de que Posidón poseyó a Etra en
la isla de Esferia y que de este escarceo amoroso nació Teseo.
Plutarco no destaca mayormente el origen divino del héroe y
sólo se limita a señalar el carácter de rumor de este relato y a
decir que Posidón era venerado como dios patrono en Trecén,
patria de Etra. Es también a Piteo a quien Plutarco atribuye el
engaño por el cual Egeo, el rey que no había podido tener hijos,
comparte una noche el lecho con Etra. De este amor furtivo
nace tiempo después Teseo, quien tendrá que sacar de debajo
de una pesada roca las sandalias y la espada que Egeo ocultó
como primera prueba de abolengo para su hijo varón.
Plutarco cuenta que como Egeo estaba ignorante del naci-
miento de su hijo Teseo se desposa con Medea, la hechicera,
para lograr concebir un heredero. Teseo mientras tanto ya ha-
bía «salido de la infancia» y se había convertido en un joven
de cuerpo vigoroso y de espíritu valiente, juicioso e inteligen-
te, que soñaba con alcanzar la fama que cubría a Heracles por
sus extraordinarias hazañas.37 Es Etra quien le revela su ver-
primero en dar su nombre en plural a la ciudad, Athenai, y que convirtió las
Panateneas, que según se creía habían sido instituidas por Erictonio, en el
festival de “todos los atenienses”, no sólo de los habitantes de la ciudad, sino
también de los del campo. Los narradores le hicieron participar en casi todas
las empresas comunes a los héroes de su tiempo; tanto es así que la frase “No
sin Teseo” se hizo proverbial, al igual que “Llegó otro Heracles”, puesto que no
necesitaba a nadie que le ayudase».
37
La comparación que Plutarco hace entre Heracles y Teseo parece deberse, se-
gún afirma Aurelio Pérez Jiménez, a que en el siglo V se trata de presentar a
Teseo como un héroe panhelénico para justificar la expansión ateniense por el
Egeo. Cf. núm. 28, p. 13.

54
II. Los nacidos de la tierra

dadero origen y le ordena levantar la enorme piedra y tomar


la espada y las sandalias, para partir por mar hacia Atenas en
donde se ha de encontrar con su padre. Teseo cumple con fa-
cilidad la primera orden, pero se niega a viajar por mar y em-
prende un peligroso viaje por tierra de Trecén a Atenas, que
puede ser considerado como un largo ritual iniciático, al final
del cual habrá probado su «buen linaje» y podrá conquistar
la condición de heredero legítimo del trono de Egeo.
Teseo realiza el viaje hacia Atenas con el espíritu vigoroso
propio de un Heracles. Se enfrenta en el camino con bandi-
dos como Perifetes, Sinis, Cerción y Procrustes, y con mons-
truos como la cerda de Cromión. Estas luchas solitarias contra
la monstruosidad, al igual que las que llevó a cabo Heracles,
tienen el propósito de excluir de la ciudad toda aquella alte-
ridad que ponga en riesgo el orden cívico; no obstante, en la
medida en que estos héroes realizan proezas extraordinarias
sin la ayuda de otros, pueden ser vistos como una amenaza
para la ciudad que parecieran defender porque, para el ate-
niense de la época clásica, la guerra es una empresa ciudadana.
Teseo es, entonces, una figura compleja: por un lado podemos
destacar esa foraneidad que le viene de no ser un autóctono
puro y que lo obliga a exiliarse casi al final de su vida para no
agravar la lucha civil que acecha Atenas; y, por otro, se debili-
ta su carácter advenedizo al resaltar su condición de persona-
je heroico, cuyo parentesco divino posibilitará reintegrarlo a
la ciudad como héroe civilizador,38 es decir, sin convertirse en
una alteridad radical terriblemente amenazante.
En el curso del viaje, al llegar a las orillas del Cefiso, Teseo
percibió que «el Estado estaba sumido en la confusión y la
discordia» y, por tanto, el reino de Egeo se encontraba en
38
Cf. Alain Schnapp, «Los héroes y los mitos de caza», en Yves Bonnefoy, Dic-
cionario de las mitologías, volumen II, pp. 234-239

55
Leticia Flores Farfán

peligro. Cuando el héroe se presenta ante Egeo no descubre


inmediatamente su identidad pero Medea, que vive con el
rey, advierte quién es el visitante y persuade a Egeo de enve-
nenarlo. En el banquete, Egeo toma la copa envenenada para
dársela a Teseo pero la tira al suelo en el momento en que su
hijo desenvaina la espada que él había dejado como símbo-
lo de su paternidad; acto seguido abraza a Teseo y se lo lleva
para presentarlo ante los ciudadanos que no dudan en acep-
tarlo, porque ha dado muestras de su valentía.
Teseo, sin embargo, no logra ascender al trono inmedia-
tamente porque los Palántidas se rebelan contra él, en virtud
de que aspiraban ascender a la corona del reino al morir Egeo
sin descendencia. Los Palántidas tenían una mala relación con
Egeo porque decían que éste era hijo adoptivo de Pandión y,
por tanto, no compartía el abolengo de los Erecteidas, sino que
era considerado un advenedizo y extranjero. Plutarco no sólo
no ahonda en la extranjería de Egeo y, por tanto, de Teseo, sino
que ya había excluido de su biografía la foraneidad del héroe,
cuando afirmaba que descendía por línea paterna de Erecteo,
hijo de los primeros autóctonos (3,2).39 Entonces, ¿extranjero o
autóctono? Plutarco no se detiene a explicar la contradicción
nacida de estos dos divergentes relatos de origen, pero es claro
que apuesta por ligar la vida del héroe a esa tradición griega que
da cuenta del nacimiento de la ciudad a través de una alteridad
fundadora: la vida de Teseo es la de un extranjero prestigioso,
que con sus hazañas extraordinarias ha sabido pagar la deuda
a la tierra que lo acogió y, por ello, es un legítimo ateniense.40

39
Aurelio Pérez Jiménez señala, núm. 10, p. 6, que Erecteo fue hijo de Pandión
y Zeuxipa; se casó con Praxítea de cuya unión nació Cécrope, que engendró a
Pandión II, padre de Egeo.
40
Cf. Nicole Loraux, «Les bênêfices de l´autochtonie», en Né de la Terre..., op.
cit., p.27-48.

56
II. Los nacidos de la tierra

Ésta parece ser la opción tomada no sólo si se atiende a las


múltiples pruebas y hazañas que el héroe tendrá que acome-
ter, sino porque de manera explícita vuelve a referirse a Teseo
como «bastardo y extranjero» cuando narra el reclamo que
el pueblo le hace a Egeo en el episodio del Minotauro de Cre-
ta (17,1) y como «advenedizo y extranjero» casi al final de la
biografía (32,1).
La naturaleza «advenediza» y «extranjera» que los Pa-
lántidas le conferían a Egeo les da pretexto para sublevarse.
Teseo logra hacerse de los planes de sus enemigos, cae por
sorpresa sobre ellos, mata a la mayoría y hace huir y dispersar-
se a los que se habían agrupado en torno a Palante. Después
de la derrota de los Palántidas, marcha a combatir al toro de
Maratón y más tarde al Minotauro de Creta, la hazaña más
conocida del héroe ático.
Plutarco relata que por tercera vez llegaron de Creta los
encargados de llevarse el tributo de siete jóvenes varones y
siete doncellas que el reino de Egeo debía pagar a la tierra de
Minos por el engaño que causó la muerte de Androgeo en
suelo ático. Da cuenta de las diferentes versiones que corren
alrededor del Laberinto y del Minotauro e incluso manifies-
ta su simpatía hacia Creta al decir que «Minos siempre ha
sido zaherido e insultado en los teatros áticos, y ni Hesíodo le
sirvió de ayuda al llamarle con el epíteto de “el más regio”, ni
Homero con el de “íntimo de Zeus”, sino que prevalecieron
los trágicos difundiendo desde el estrado y la escena mucha
infamia contra él, como si hubiera sido cruel y violento».
(16,3)
Pero como el propósito de esta biografía es destacar el or-
gullo ateniense y narrar las gestas patrióticas de los héroes
griegos, el relato vuelve a centrarse en la figura de Teseo. Egeo
se encontraba apesadumbrado porque el pueblo le increpaba

57
Leticia Flores Farfán

que él ya había asegurado la sucesión al trono con Teseo, «hijo


bastardo y extranjero», mientras que ellos, los ciudadanos,
tenían que sacrificar a sus hijos «legítimos» para pagar una
deuda de la cual Egeo era el único responsable. Esta situación
aparece como una nueva oportunidad para que Teseo mues-
tre su grandeza heroica. Sin mediar sorteo alguno, el héroe
se ofrece para formar parte del tributo y partir hacia Creta a
enfrentarse al Minotauro, dando así una prueba de «amor al
pueblo» y de sacrificio patriótico, actos que despiertan la ad-
miración y el respeto de todos los ciudadanos hacia el héroe.
Y Egeo, a quien no le queda más remedio que aceptar la deci-
sión de Teseo, entrega al comandante de la nave dos velas, una
blanca y otra negra, para que fuera izada la blanca si volvía
victorioso o la negra si, por el contrario, perecía en la lucha.
Conocido es que Teseo derrota al Minotauro, logra salir del
Laberinto con ayuda de Ariadna —a quien abandona después
en la isla de Naxos—, y que «por la alegría» de su regreso ol-
vida izar la vela blanca que simbolizaba su victoria, provocan-
do que Egeo se arroje al mar. Teseo deberá expiar la culpa de
este parricidio involuntario y sólo se hará del trono del reino
después de cumplir con todas las libaciones y rituales que la
muerte de Egeo le impone. En el momento de ser coronado,
Teseo «reunió a los habitantes del Ática en una sola ciudad
y proclamó un solo pueblo de un solo Estado, mientras que
antes estaban dispersos y era difícil reunirlos para el bien co-
mún de todos, e, incluso, a veces tenían diferencias y guerras
entre ellos» (24,1).
Plutarco no duda en ligar la figura de la Atenas democrá-
tica con la de Teseo, rey que renuncia a la corona en favor
de una democracia en donde él solo asumirá el papel de ser
«caudillo en la guerra y guardián de las leyes», porque todas
las magistraturas restantes serán asumidas de forma igualita-

58
II. Los nacidos de la tierra

ria por un pueblo soberano, que estará unido en una misma


ciudad que llevará el nombre de Atenas y que celebrará unas
fiestas comunes llamadas Panateneas, dedicadas a Atenea.
Vida de Teseo relata las aventuras del héroe con las amazo-
nas, narra raptos de mujeres que no siempre tienen «nobles
principios ni felices desenlaces», cuenta la amistad del héroe
con Pirítoo y el rapto de Helena y Perséfone. Cobra impor-
tancia el episodio de la expedición de los Dioscuros contra
Atenas, porque en él Plutarco vuelve a señalar el origen «ad-
venedizo y extranjero» del héroe, como para justificar el exi-
lio voluntario de éste en la isla de Esciros al no poder conte-
ner los desórdenes y revueltas que había en Atenas. Plutarco
cierra la narración con el relato del rescate que emprendió
Cimón, después de las guerras médicas, de los restos de Teseo
y el resguardo sagrado que Atenas hizo de ellos para venera-
ción y amparo de los más débiles. Y aquel linaje divino al que
en un principio Plutarco no le dedicó más que unas cuantas
líneas se vuelve el argumento principal para borrar la alteri-
dad de Teseo y permitirle afirmar que al héroe se le honra los
días ocho al igual que a Posidón, su padre. «En efecto, dice
Plutarco, a Posidón le dan culto los días ocho. Pues, al ser el
conjunto de ocho primer cubo del par y doble del primer cua-
drado, posee la solidez y firmeza característica del poder de
este dios, al que llaman Asfalio y Géoco» (36,6). Y no es al
azar este señalamiento. Al nombrar a Posidón como Asfalio
y Géoco se le liga a aquello que es «de base segura», a la po-
tencia que «sostiene los cimientos y la tierra», en resumidas
cuentas, a Apolo, el «fundador de las ciudades».41

41
Cf. Marcel Detienne, «Tengo intención de construir aquí un templo magní-
fico», en Apolo con el cuchillo en la mano. Una aproximación experimental al
politeísmo griego, pp. 19-43.

59
Leticia Flores Farfán

¶¶¶

La ciudad ha sido fundada. Y su fundación se delinea a tra-


vés del imaginario autóctono, que permea incluso la heroici-
dad de la tan prestigiosa alteridad de Teseo. A través de los
mitos de autoctonía, del relato de los hombres «puros y sin
mezcla», nacidos de la tierra, los atenienses pautan los mo-
delos de acción y los parámetros de creencia que les permi-
tirá que el vocablo Atenas se identifique con cada uno de
los hombres que la habitan. La comunidad se constituye por
medio de los relatos de autoctonía como una unidad política
de los iguales, que se reconocen como tales entre sí por una
decisión política que ampara la isonomía, la igualdad ante la
ley, en el halo mítico de la igualdad de nacimiento.
Toda esta retórica nacionalista implica dar cuenta del exclui-
do de la ciudad, del lugar del extranjero, de ese “otro griego”
que no comparte lengua, creencias, ni formas de vida. Platón
ejemplifica en el Menéxeno,42 más allá de la ironía que carac-
teriza al diálogo, la operación de legitimación política que se
lleva a cabo en los funerales de Estado, cuando los oradores
pronuncian los discursos fúnebres en honor de los caídos en
combate. El punto de partida del discurso se centra en la ala-
banza sobre el origen puro de los autóctonos que los aleja de
los advenedizos, de los que han venido de otro lugar porque
fueron alimentados por una madrastra y no por la tierra en
donde moran y han morado por siempre sus habitantes (237
b-c). Claramente el punto de partida es señalar la separación
entre los demás, los foráneos, los que vienen del “otro lugar”
y los autóctonos, los que mantienen una relación con la tierra
bajo el signo del oikeîon, lo propio, lo familiar, lo íntimo. Y

42
Platón, «Menéxeno», en Diálogos II.

60
II. Los nacidos de la tierra

esta separación se acentúa aún más en el momento mismo en


que el del otro lugar es considerado un advenedizo, porque
no mora, como el autóctono, en su propia tierra. Y como si
esta oposición no fuera suficiente, hay que agregar el odio ha-
cia el bárbaro. Se dice en Menéxeno 245 c-d:

Así es, en verdad, de segura y sana la generosidad y la indepen-


dencia de nuestra ciudad, hostil por naturaleza al bárbaro, por-
que somos griegos puros y sin mezcla de bárbaros. Pues no habían
con nosotros ni Pelops ni Cadmos ni Egiptos o Dánaos, ni tantos
otros que son bárbaros por naturaleza pero griegos por ley, sino
que habitamos nosotros mismos, griegos y no semibárbaros, de
donde el odio puro a la gente extranjera de que está imbuida nues-
tra ciudad.

Lo puro y lo auténtico va en contra de la alteridad de la


naturaleza extranjera y moviliza el morar ateniense en contra
del vivir con de los extranjeros domiciliados, el carácter adve-
nedizo de los fundadores extranjeros, esos seudo griegos.
La igualdad de nacimiento abre paso a la igualdad política
de acuerdo con la ley que hermana a los hombres en la lucha
por la defensa de esa igualdad, lucha que se caracteriza por
la libertad que la soporta e inspira. De relevancia es recor-
dar que ya Heródoto señalaba que la ciudad no es de un solo
hombre; de ahí la diferenciación que realiza entre los impe-
rios cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades,
cuya regulación obedece libremente a la ley cuando relata la
respuesta de Demarato a la pregunta de Jerjes de si los griegos
lucharían si no tuvieran un jefe que los empujara a la batalla a
pesar de su inferioridad numérica:

Porque aunque libres, no lo son completamente porque tienen


como amo a la ley que temen más que a ti tus vasallos. Porque ha-

61
Leticia Flores Farfán

cen lo que ella les manda y ella les manda siempre lo mismo: nunca
volver las espaldas en la batalla por numeroso que sea el enemigo.
Sino que permaneciendo en su puesto, vencer, o morir. (VII, 104).

Se destaca la importancia de la autoctonía, de la «pertenen-


cia al propio lugar, como lugar político y como vivienda», la
de Atenea que ha «instalado» a los atenienses sobre su suelo
y les ha dado un parentesco real, la comunidad de linaje, por-
que es la consanguineidad lo que viabiliza el perdón entre ellos
conjurando así los peligros de la guerra (Menéxeno 244a-b). Los
autóctonos guardan entre sí una relación fraternal que posibili-
ta la distinción política entre amigo-enemigo. Aquí podríamos
rescatar la lectura que Jacques Derrida43 hace de la reflexión de
Loraux sobre stásis y pólemos, no sólo en Né de la terre. Mythe
et politique à Athènes, sino también en su importante trabajo
L’invention d’Athènes. Histoire de l’oraison funèbre dans la «cité
classique», conjuntándola con la que realiza sobre Carl Sch-
mitt. Derrida afirma:44
Esos dos nombres (pólemos y stásis) se relacionan, en efecto, con
dos especies del litigio, de la discusión, del desacuerdo (diaphorá).
El litigio (diaphorá) entre quienes comparten lazos de parentes-
co o de origen (oikeîon kai syggenés: familia, casa, intimidad, co-
munidad de recursos y de interesas, familiaridad, etc.), es la stásis,
la discordia o la guerra que se llama a veces civil. En cuanto a la
diaphorá entre los extranjeros o las familias extranjeras (allótrion
kai othneión), eso es la guerra sin más (pólemos). La naturaleza del
lazo que une el pueblo griego o la raza griega (Hellénikon génos)
sigue manteniéndose inencentada, tanto en el pólemos como en
la stásis. El génos griego (descendencia, raza, familia, pueblo, etc.)
está unido por parentesco y por comunidad de origen (oikeîon kai
43
«El amigo aparecido (en nombre de la democracia)», en Derrida, op. cit., pp.
93-129.
44
Ibidem, p. 112.

62
II. Los nacidos de la tierra

syggenés). Por este doble motivo es extranjero al génos bárbaro (tô


de barbarikô othneîón te kaì allótrion).
Esta distinción entre stásis y pólemos se mantiene efectiva
en el ámbito político, afirma Derrida siguiendo a Loraux,
hasta en tanto no se quiebra la oposición entre esos dos tipos
de litigio por un conflicto intestino que provoca que «ate-
nienses maten a otros atenienses», creando así una situación
excepcional. Nos estamos refiriendo a la rebelión oligarca del
405/4. La distinción entre stásis y pólemos se expresa en el pará-
grafo 471a de República: «Por lo tanto, cuando tengan una
desavenencia con griegos, por ser éstos familiares suyos,
la considerarán como una disputa intestina y no le darán
el nombre de guerra». Los griegos, cuando disputan entre
sí, buscan reconciliarse; aquí podemos referirnos a la amnis-
tía del 403, analizada también por Loraux.45 Asimismo, hay
que atender al hecho de que la stásis es un mal, una enferme-
dad, una mala suerte (Menéxeno 244a-b) que deberá ser
curada, sanada por los lazos de amistad filial que anudan las
relaciones entre los griegos.
Entre hermanos hay perdón, entre hermanos hay reconci-
liación, entre hermanos no hay odio sino infortunio. Y todo
ello es así por el parentesco. Se afirma en Menéxeno 244a-b:
«Nosotros mismos, los que vivimos, somos testigos de ello:
siendo de su mismo linaje, nos perdonamos mutuamente lo
que hemos hecho y lo que hemos sufrido». En la oración fú-
nebre se da testimonio de la autoctonía, se elogia la igualdad
de nacimiento, la democracia fraternal. Esta igualdad de na-
cimiento posibilita fundar la igualdad cívica, la igualdad ante
la ley; de ahí, la necesidad de elogiar a la madre auténtica, la

45
Nicole Loraux, «De la amnistía y su contrario», en Yerushalmi, Yosef Hayan,
et al., Usos del olvido. Comunicaciones al Coloquio de Royaumont, 1998.

63
Leticia Flores Farfán

madre tierra (Menéxeno 238a),46 para poder establecer desde


ahí un principio político que demarque el adentro del afuera,
el amigo del enemigo, el griego del bárbaro.

46
Sin olvidar que la madre tierra «no es en absoluto una mujer», porque cuan-
do se dice el plural «madres», se habla de la multiplicidad de madres huma-
nas que no son partícipes activas en la gestación de sus hijos y, por ello, están
liberadas de la preocupación de lo propio y a quien la ciudad, en su benevo-
lencia toda funcional, ha dado una generación entera para alimentar y mecer.
Esas son las madres, nos dice Loraux en Né de la terre.

64
III. El eterno femenino

Diógenes Laercio en Vidas y opiniones de los filóso-


fos ilustres (I, 33) cuenta que se «atribuye a Tales lo que algu-
nos dicen de Sócrates: que afirmaba, dicen, que por tres cosas
daba gracias a la Fortuna. Primero por haber nacido hombre
y no animal, luego varón y no mujer, y en tercer lugar griego
y no bárbaro».1 Lo que esta afirmación muestra es que exis-
tía una jerarquía antropológica muy clara en donde animales,
mujeres y bárbaros constituían los reflejos especulares negati-
vos de la identidad de un hombre griego y ciudadano.
La inferioridad de las mujeres puede comprenderse si ubi-
camos que Zeus, según nos dice Eurípides en boca de Hipó-
lito,2 instaló a las mujeres en calidad de colonos extranjeros
entre los hombres. En las imprecaciones de Hipólito contra
el mal inherente a «la raza de las mujeres» se escucha el eco
del imaginario femenino delineado en los mitos de autocto-
nía pero, de manera relevante, en el mito de Pandora narra-
do por Hesíodo tanto en Teogonía como en Los trabajos y los
días. Según cuenta el poeta campesino, antes de que la mujer
fuera creada,3 dioses y hombres mortales vivían juntos, se sen-
taban en la misma mesa y compartían el alimento en banque-
1
Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, I, 33.
2
Eurípides, Hipólito, versos 616 y ss.
3
Cf. Hesíodo, Teogonía 535-616 y Los trabajos y los días 40-105.

65
Leticia Flores Farfán

tes comunes. Pero sus destinos se separaron un día en la fértil


llanura de Mecona cuando al tratar de llegar a un acuerdo,
Prometeo, el titán rebelde, intentó por medio de una artima-
ña perjudicar a los dioses a favor de los hombres en lo que se
conoce como el primer reparto sacrificial. Zeus hizo pagar a
los hombres el fraude cometido por Prometeo para favore-
cerlos y les ocultó el fuego divino que permitiría cocer la car-
ne obtenida en el reparto. Pero una vez más Prometeo toma
partido por los hombres y roba el fuego divino provocando la
cólera de Zeus quien dará a los hombres, a cambio del divino
elemento, «un mal que lo tendrán por alegría, mientras abra-
cen su propia desgracia» [Trabajos y los días 57-58]. Este mal
lleva el nombre de “mujer”.
Pandora4 es la primera mujer y la caracterizan como un re-
galo envenenado, una alteridad apetecible y detestable, una
calamidad ambigua. Dadora de bienes y males, dádiva de los
dioses, Pandora «semejante a las diosas inmortales» fue do-
tada por Afrodita de encanto y del «deseo que hace sufrir y
de todas las inquietudes que paralizan los miembros» y por
Hermes con la «impudicia y un carácter astuto». [Trabajos
y los días 65-69] Pandora no nace de la tierra, sino que es un
artificio, un simulacro creado por Hefesto.5 Es la primera
de la raza de las mujeres, «raza maldita, terrible calamidad
instalada entre los hombres mortales» que al hacer su apa-
rición obliga a que los hombres ya no sean designados como
anthropoi, sino como andres, varones viriles que a partir de
ahora constituirán una de las dos mitades de la humanidad.6

4
Idem.
5
Cf. Loraux, «La création de la femme», en Né de la terre. Mythe et politique á
Athénes, pp.16-26.
6
Cf. J. P. Vernant, «I. Prometeo», en Yves Bonnefoy (dir.), Diccionario de las
mitologías. Volumen II. Grecia, pp. 189-194

66
III. El eterno femenino

Pandora abre el cántaro prohibido.


Perfumero de alabastro (fragmento),
470 a.C, 17 cm de altura, Biblioteca
Nacional de Francia, París.

Cuando Epimeteo, desoyendo el consejo de Prometeo, acep-


ta a Pandora como un regalo dado por Zeus, abre la puerta
para que todos los males se instalen entre los hombres; la en-
fermedad y la muerte harán aparición en el mundo humano
en el momento en que Pandora abra el cántaro prohibido y
deje escapar todos los bienes, salvo la esperanza, donados por
Zeus para disfrute de la humanidad. Y como si no fuera sufi-
ciente el que los hombres estén condenados a no ser más que
«vientres» [Teogonía 26] con un hambre sin fin, sometidos
a la fatiga, el envejecimiento y la muerte, Zeus los condena a
necesitar a las mujeres y no poder resistirse a sus encantos,
pues sin ellas no podrán procrear hijos que continúen su es-
tirpe, introduciendo así un segundo mal entre los hombres:
el matrimonio [Teogonía 600-610]. Este castigo, sin embargo,
permite otorgar a la esfera femenina sentido: la mujer conju-
ra su condición de «regalo envenenado», de «bello mal»
cuando se la inscribe en el papel de esposa y madre que toda
buena mujer deberá cumplir para bien de la ciudad.

67
Leticia Flores Farfán

Poetas, pintores, historiadores y filósofos son testigos y


guardianes de las fronteras que la cultura griega construyó
entre varones y mujeres. Y nadie mejor para iniciar este reco-
rrido que Homero. Las palabras que Héctor dirige a Andró-
maca en el canto VI de Ilíada (490-493) dibujan con precisión
el mapa de otredad que la cartografía de los sexos impone:
Mas ve a casa y ocúpate de tus labores,
el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas
aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres
todos los que en Ilio han nacido y yo, sobre todo.7

Héctor le deja claro a Andrómaca que su lugar es la casa,


su trabajo es doméstico y que nada masculino, tal como la
guerra, son temas de su preocupación y ocupación. Sabemos
que para una cultura del honor y la vergüenza no hay nada
más significativo que morir en defensa de la patria y permane-
cer presente en la memoria de los vivos por la fama inmortal
adquirida. Quien muere combatiendo, quien cae abatido en
batalla accede a una bella muerte. Por ello, Héctor responde a
los temores de Andrómaca recordándole que el destino de un
hombre libre es combatir sin descanso en primera fila y hasta
la victoria o muerte:

También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda


vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos,
si como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate.
También me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente
en todo momento y a luchar entre los primeros troyanos,
tratando de ganar gran gloria para mi padre y para mí mismo.
[Ilíada VI, 440-446]

7
Homero, Ilíada.

68
III. El eterno femenino

Y por esta convicción de su destino, por la aceptación clara


que los dioses han establecido para hombres y mujeres dife-
rentes tareas en la vida, Héctor concluye su conversación con
Andrómaca recordándole que a la guerra se va para conseguir
renombre o para otorgarle a otro la posibilidad de una fama
inmortal.
La fundación mítica de la ontología femenina puede ras-
trearse también en Odisea en donde Homero exalta a toda
mujer cuya vida gire alrededor de las labores domésticas (hi-
lar la lana, tejer las telas y dirigir el trabajo de las esclavas) y
en torno a la obediencia que deben guardar hacia los varones
ya sea el padre, el esposo o el hijo. En Odisea 21, 350-353 Ho-
mero nos relata cómo la discreta Penélope obedece a su hijo
Telémaco quien le manda atender las labores de su sexo, en
el mismo sentido de la escena de Héctor con Andrómaca.8
Penélope es el arquetipo de la buena mujer, de la abnegada es-
posa y madre; es la imagen misma de las virtudes femeninas:
obediencia, recato, pudor y fidelidad. Y aun así Ulises no des-
cubre su verdadera identidad a Penélope, sino hasta después
de llevar a cabo su venganza. ¿A qué se debe la desconfianza?
La sombra de Agamenón en el Hades había aconsejado a Uli-
ses «A escondidas y no al descubierto dirige a tu patria el ba-
gel: no es posible de hoy más confiar en mujeres» [Odisea XI,
355-356]. Si bien la desconfianza de Agamenón es justificada
pues fue Clitemnestra quien lo asesinó, no pareciera haber
razón alguna para dudar de Penélope más que la de ser una
mujer, es decir, alguien que actúa con base en sus emociones
y que, como todo niño menor de edad, requiere de la guía
8
Claude Mossé señala en La mujer en la Grecia clásica, p. 37, que si el poeta
señala que Penélope se sorprende cuando su hijo le habla en ese tono es por-
que es aún para ella un niño pero no se habría sorprendido si las palabras las
hubiera dicho Ulises.

69
Leticia Flores Farfán

de la razón masculina para conducir sus acciones de manera


correcta. Telémaco deberá recelar del actuar de su madre por-
que siendo mujer no puede comportarse sin excesos y ello im-
plica que si Penélope hubiera contraído nupcias con alguno
de los pretendientes los bienes de Ulises, es decir, la heren-
cia de Telémaco se perdería ya que ella, como lo haría toda
buena esposa, entregaría al nuevo matrimonio todos los bie-
nes del anterior y se olvidaría del marido desaparecido y de los
hijos que engendró con éste.9 Por ello, tal y como destaca Eva
Cantarella,10 cuando Telémaco está en Esparta Atenea se le
aparece y le aconseja que regrese a casa de inmediato porque
ya todos presionan a Penélope para que elija marido. La razón
para que se apresure no es tanto el auxiliar a su madre como
cuidar sus bienes ya que dice Atenea [Odisea 15, 19-26]:

No está bien, ¡oh, Telémaco!, andar así errante tan lejos


de tu casa dejando allí bienes y, a más, a esos hombres
de tan gran arrogancia que habrán de comértelo todo
repartiendo tu hacienda. Perdido será este viaje;
dale prisa sin más a ese gran luchador Menelao
a que ayude tu vuelta al hogar con tu madre sin tacha.
Ya su padre y hermanos la están impeliendo a que case
con Eurímaco; es éste el que da mayor don entre aquellos
9
Hay que destacar, como lo hace Claude Mossé en «La mujer en el seno del
oikos», en op. cit., pp. 15-43, que la institución matrimonial no es un tema
fácil de definir porque si bien es una realidad social constituida en el mundo
homérico, éste es un mundo prejurídico y, por tanto, hay prácticas matrimo-
niales diversas marcadas por la costumbre y en donde predomina una idea del
matrimonio ligada a la obtención de un objeto de prestigio, la esposa. Asimis-
mo, refiere que la monogamia es exigida a las mujeres para garantizar la legiti-
midad de los descendientes pero no a los varones que tenían cortesanas para
el placer, concubinas para las tareas cotidianas y esposas que garantizaban la
descendencia legítima y cuidaban los bienes del hogar.
10
Eva Cantarella, «Origins of Western Misogyny», en Pandora’s Daughters.
The Role & Status of Women in Greece & Roman Antiquity, pp. 24-37

70
III. El eterno femenino

pretendientes y aumenta sin duelo su oferta por ella.


Mira bien, no se lleve en tu ausencia lo tuyo; bien sabes
cómo alienta y discurre mujer en el fondo del pecho;
busca siempre que medre la casa de aquel que la toma
por esposa. Olvidando del todo al antiguo marido
que murió, nada quiere saber de los hijos primeros.

Como la mujer está destinada al matrimonio lo pone por


encima de todo. Y allí radica su peligrosidad, en sus excesos, en
su actuar descontrolado y sin mesura. Las mujeres no tienen
sentido alguno de la proporción. Una buena mujer debe reser-
var su espacio de acción al ámbito doméstico y lo debe orientar
hacia el cabal cumplimiento de su función de esposa-madre.11
Ser una buena esposa es obedecer sin discusión lo que manda el
marido so pena de recibir un castigo. Para muestra de ello baste
citar las palabras que Zeus le dirige a Hera cuando ésta, altiva y
suspicaz, le cuestiona sobre su conversación con Tetis:

¡Desdichada! Siempre sospechas y no logro sustraerme a ti.


Nada, empero, podrás conseguir, sino de mi ánimo
estar más apartada. Y eso para ti aún más estremecedor será.
Si eso es así, es porque así me va a ser caro.
Mas siéntate en silencio y acata mi palabra,
no sea que ni todos los dioses del Olimpo puedan socorrerte
cuando yo me acerque y te ponga encima mis inaferrables manos.
[Ilíada I, 560-567]

Una buena mujer calla. Y así lo asume en esa escena Hera


quien, según nos dice Homero, sintió miedo, guardó silencio
y doblegó su corazón.
11
Veáse Sarah B. Pomeroy, «Private Life in Classical Athens», en Sarah B. Po-
meroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Classical Antiquity,
pp. 79-84.

71
Leticia Flores Farfán

Las mujeres son consideradas niños, seres racionales cuyo


raciocinio no está lo suficientemente desarrollado para la pa-
labra y la acción por lo que siempre deben de guiar sus actos
por la razón masculina, fuerte y vigorosa. El varón, según afir-
ma Aristóteles, posee el principio del movimiento y la gene-
ración mientras que la mujer el de la materia y, por ello, ésta
es pasiva mientras que el primero es activo. En la antigüedad,
nos dice Sennett, había la creencia de que los fetos que reci-
bían suficiente calor en el vientre de la madre se desarrollaban
como varones y los que eran privados de él se transformaban
en mujeres, seres fríos, blandos, informes.12 Las mujeres nece-
sitaban, por tanto, un tutor (ya sea el padre, el hijo o el esposo)
que la guiara en la vida. Una mujer era tratada como mayor de
edad cuando ejercía su libertad de solicitar el divorcio, como
da testimonio Plutarco cuando relata que Hipareta, esposa
del político Alcibíades, se decide a presentar ante el arconte
la demanda de divorcio en razón de la infelicidad que le cau-
saban las infidelidades de su marido. Se cuenta, sin embargo,
que el día que se dirigió al arcontado, Alcibíades la interceptó
y la obligó a regresar a su casa sin que pudiera presentar su
demanda y obligándola a reconciliarse con él, comprobando
así que no existe realmente libertad femenina.
Una mujer podrá granjearse el respeto y el honor entre los
vivos si acata cabalmente sus funciones como esposa y madre.
Los epitafios dedicados a las mujeres por sus esposos o hijos
siempre serán el reconocimiento privado o el elogio íntimo de
un hombre hacia aquella que en vida supo cumplir plenamen-
te con los deberes que le son propios al sexo femenino. Una
buena mujer muere en su lecho; un hombre muere en bata-
lla. El marido canta la gloria de una mujer, el Estado honra

12
Cf. Richard Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad..., pp. 44-45

72
III. El eterno femenino

la muerte viril de sus guerreros. Cuando menos éste es el des-


tino claramente dibujado para las mujeres aristócratas, el sec-
tor femenino que tiene alguna presencia en los testimonios
teatrales, poéticos y arqueológicos de la antigüedad griega.
En el acontecer de la vida cotidiana la mujer, la buena mujer
es invisible. Su espacio de acción es el doméstico y claramente
orientado a cumplir con la función de esposa-madre.13
Por su belleza una mujer también puede alcanzar la fama in-
mortal. Las mujeres tienen entonces que cuidar cómo se ven,
cómo se visten porque esto es lo que les permite conquistar
la admiración de los otros [Odisea 6, 25-30].14 Homero afirma
que la hermosura de una mujer la puede hacer aparecer como
una diosa. Y si es tan bella como Helena todo le puede ser per-
donado, como no dudó en mostrar Gorgias en su Encomio a
Helena.15 Cuando los viejos troyanos estaban sentados en las
puertas de Esceas mirando la batalla y vieron venir a Helena
exclamaron [Ilíada 3, 156-158]: «No es extraño que troyanos y
aqueos, de buenas grebas,/por una mujer tal estén padeciendo
duraderos dolores:/tremendo es su parecido con las inmorta-
les diosas al mirarla». La belleza de Helena, según Gorgias,
es igual a la de una diosa porque es hija de Zeus y la hermosa
mortal Leda. No hay que olvidar, sin embargo, que los tro-
yanos pidieron que «aun siendo tal como es, que regrese en
las naves/y no deje futura calamidad para nosotros y nuestros
hijos». Y si esto es así es porque la mujer, desde su nacimiento,
es una calamidad, calamidad ambigua como bien señaló Eva
Cantarella, pero calamidad al fin.

13
Veáse Sarah B. Pomeroy, «Private Life in Classical Athens», en Sarah B. Po-
meroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Classical Antiquity,
pp. 79-84.
14
Homero, Odisea.
15
Gorgias, Encomium of Helen.

73
Leticia Flores Farfán

La idea de la ciudad griega antigua, nos dice Claude Mos-


sé, es la de un «club de hombres» en donde las mujeres se
clasifican, siguiendo al poeta Simónides en el Yambo a las
mujeres,16 en diez tipos que fueron creados, desde el comienzo,
por los dioses. Dos de esas diez clasificaciones son elementos
de la naturaleza, la tierra y el mar, y las otros ocho correspon-
den a animales: cerdo, zorro, perro, asno, comadreja, mono,
yegua y abeja. Esta última referencia puede tomarse de forma
positiva en virtud de que la abeja es un animal considerado
como modelo masculino en contraposición con el zángano
que se asimila al comportamiento de las mujeres. Hablar de la
mujer-abeja es connotar de manera positiva a las mujeres por-
que representa el paradigma masculino en donde las mujeres
valen por sus virtudes domésticas. Todas las demás caracte-
rizaciones animales son negativas: el cerdo es sucio, el perro
se destaca por su falta de pudor, la yegua es una «hermosa
calamidad» para su dueño, la mujer mono es terriblemente
fea, la mujer-tierra es estúpida, la mujer-mar es tramposa, y así
sucesivamente. Mossé no duda en apuntar los señalamientos
de Nicole Loraux en Les enfants d’Athéna: Idées athéniennes
sur la citoyenneté et la division des sexes,17 con relación a que
la exposición del poeta recrea a la mujer total en la medida
en que pone de manifiesto que una buena mujer es aquella
que mantiene una buena conducta, es decir, no pretende sa-
ber más de lo que debe, no se deleita en exceso por el comer,
el hablar, el sexo, se dedica a darle al hombre hijos legítimos y,
con ello, hace frente a su verdadera naturaleza maligna, floja,
curiosa, glotona, con una sexualidad incontrolable que se ma-
nifiesta en el exceso y en el defecto.

16
Greek Liric III. Stesichorus, Ibycus, Simonides and others.
17
pp. 97-106.

74
III. El eterno femenino

La condena y la desaprobación masculina hacia la poetisa


Safo responde en buena medida al hecho de que en su poesía
ponía en entredicho los valores aristocrático-guerreros sobre
los que se levantaba el imaginario heroico de la antigüedad.
Safo ensalzaba la belleza de los cuerpos femeninos, los ponía
bajo la protección de Afrodita y, con ello, parecía privilegiar las
relaciones entre mujeres, relaciones lésbicas contra natura, y po-
nía en riesgo la función principal de la esfera femenina que es la
de dar continuidad a la estirpe de los varones por medio de
la institución familiar y del matrimonio.18 La misoginia que
irradia este tipo de actitudes puede entenderse mejor, afirma
Claude Mossé,19 si ubicamos que para finales de la época oscura
la agricultura nómada y de pastoreo se pierde a favor de una
agricultura sedentaria intensiva, con fuerte crecimiento demo-
gráfico y crisis agraria, y ello provoca que la mujer se transfor-
me de objeto de prestigio en una boca más que alimentar, un
«vientre insaciable» que clama por sexo y por hijos (Hesíodo
le recomienda a su hermano sólo tener un hijo), y con ello de-
viene en un enorme peligro para el mundo masculino que a
partir de ese momento estructurará una gran cantidad de estra-
tegias que le permitirá tener a la mujer bajo control.

¶¶

Si bien el recato y la moderación son las virtudes que guían el


actuar femenino tanto al interior de la casa como en la esfera
pública, y su función la de cumplir plenamente con el papel de
esposa-madre, los excesos femeninos hicieron que los varones
no confiaran en ellas y, por tanto, estructuraron una diversi-
dad de estrategias para que la función materna no pusiera en
18
No hay que dejar de lado, como indica Mossé, que Safo se casó y tuvo una
hija.
19
Op. cit., p. 110.

75
Leticia Flores Farfán

crisis el imaginario masculino que conforma la ciudad. Una


mujer, específicamente una madre como bien ha señalado Ni-
cole Loraux,20 puede convertirse en un peligro para el modelo
guerrero patriarcal cuando accede al espacio público en la la-
mentación fúnebre porque son las mujeres de la casa las que
conducen el duelo, cantan el treno fúnebre, aseguran los ritos
de celebración del muerto y vierten en su tumba las libacio-
nes consagradas. Cuando las mujeres lloran y se lamentan por
sus muertos mantienen vivos en la memoria a aquellos que se
han ido. La lamentación fúnebre posibilita entonces que
la mujer salga del espacio privado y, por esta razón, la ciudad
deberá cuidar que cuando eso suceda su comportamiento no
contamine negativamente el ámbito ciudadano habitado por
los varones.21
En el acontecer griego de la época arcaica, el duelo, particu-
larmente el femenino, comparecía en el espacio público con
mayor fuerza y legitimidad que durante la época clásica. Las
mujeres, tanto las familiares cercanas como las plañideras de
oficio, jugaban un papel fundamental en todo el proceso
de la lamentación de los funerales de la aristocracia del pe-
riodo arcaico griego. En esa época los ritos mortuorios eran
grandes acontecimientos públicos en donde las familias
aristocráticas lucían su poder, su bienestar económico y su
generosidad hacia un público más amplio que el de los fa-
miliares cercanos. Así se relata en la Ilíada el largo lamento
por la muerte de Héctor antes de quemar su cuerpo y pro-
ceder al banquete fúnebre [Ilíada, XIV 660-787]. En dicho
relato se pone de manifiesto, asimismo, la fuerte presencia
20
Les mères en deuil.
21
Los funerales, especialmente en periodos de crisis social, son acontecimientos
en donde las tensiones entre el ámbito público y privado emergen con faci-
lidad. Ejemplo de ello es el uso político que se le dio al ritual fúnebre de los
muertos en la batalla de las Arginusas [ Jenofonte, Helénicas 1.7.8.].

76
III. El eterno femenino

de las mujeres en este acto público y la actitud de dolor des-


bordado, gimiente y sufrido, que las mujeres manifiestan
ante los cuerpos inertes de sus seres amados. El imaginario
griego arcaico no vio el desenfreno doliente de las muje-
res como una total amenaza a la andreia o condición viril
que una cultura del honor y la vergüenza debería defender.
El relato épico deja claro que la hombría de los héroes no se
ve empañada si gimen, igual que mujeres parturientas, por los
agudos dolores de las heridas que les han sido infligidas en
combate (Ilíada XI, Vv 250-272). Y así también en el inicio del
Canto XXIII [6-11] de la Ilíada, Aquiles permite reafirmar esta
idea cuando les pide a los mirmídones:

¡Mirmídones, de rápidos potros, mis fieles compañeros!


No desunzamos aún de los carros los solípedos caballos;
En vez de eso, congreguémonos con los corceles y los carros
Y lloremos a Patroclo: ésa es la recompensa de los difuntos.
Y cuando ya estamos satisfechos del maldito llanto,
Desunciremos los caballos y cenaremos aquí todos.

Sin embargo, como relata Plutarco [Solón 21, 5-7],22 en la le-


gislación del siglo VI,23 Solón estableció una reglamentación
muy precisa con relación a los rituales de duelo para contener
a toda costa el desorden y los excesos de las mujeres en los la-
mentos fúnebres y mantener el duelo dentro de los márgenes
permitidos por las instituciones políticas. En el libro II [34,4]
de la Guerra del Peloponeso, Tucídides describe una ceremo-
22
Plutarco, «Solón» en Vidas paralelas II.
23
Entre otras razones, esta serie de normativas atiende a una estrategia para li-
mitar los poderes y ámbitos de influencia de la aristocracia [plausible si se des-
taca que las reformas solonianas no permitían más que un día de exposición
del difunto] con el propósito de privilegiar el espacio público sobre los lazos
de familia [Cf. Aristóteles, Política 1319b], e inscribir el imaginario viril de la
andreia en la philia ciudadana.

77
Leticia Flores Farfán

nia fúnebre en la que se pasa por las tres etapas obligatorias:


exposición (próthesis), cortejo fúnebre (ekphorá) y entierro
(táphos). Las mujeres, más bien, algunas mujeres, las parientes
cercanas, en donde se incluye a las madres, asistían solamen-
te al cementerio donde se les permitía lamentarse siempre y
cuando su llanto se apegara a las regulaciones de las leyes del
ritual funerario. Hay que dejar en claro que si bien no está pro-
hibido llorar en razón de que el llanto es expresión de duelo, de
dolor por una pérdida irreparable, la manifestación excesiva
de dolor, la desesperación por un duelo anticipado y que no
cesa no podía ser vista con buenos ojos porque infundía co-
bardía en el ánimo guerrero. De ahí que Platón estableciera en
Leyes XII, 960a, que durante el cortejo fúnebre el cadáver debía
estar perfectamente cubierto y no debía emitirse ningún grito
ni ninguna lamentación.
Luto y encierro. Duelo y silencio. Ésta es la relación que
debe orientar la conducta de una buena mujer que ha perdido
a un ser querido; así es como el mensajero interpreta en An-
tígona la salida silenciosa de Eurídice al anunciarse la muerte
de Hemón:

Alimento esperanzas de que, enterada de las penas de su hijo, re-


chace los lamentos ante la ciudad, y en cambio, bajo su techo, en
el interior a sus sirvientas ordene gemir su duelo. Pues no está tan
privada de juicio como para cometer una falta.24

Una buena mujer sabe que no debe lamentarse desenfrena-


damente y que debe llevar la desgracia en silencio porque su
función en la ciudad es dar a luz legítimos herederos de fami-
lia que puedan pertenecer al cuerpo de soldados-ciudadanos;
la maternidad adquiere así rango de actividad cívica y obliga a
24
Sófocles, «Antígona», en Tragedias, 1246-1251.

78
III. El eterno femenino

las mujeres porque aunque no sean ciudadanas son madres de


ciudadanos. Praxitea, como afirma Nicole Loraux, es la ima-
gen extrema de la maternidad cívica porque odia a todas las
mujeres que, para sus hijos, prefieren la vida más que el honor.
Praxitea asemeja a esa madre espartana que, según el edificante
relato de Plutarco al ver regresar a su hijo sólo de una derrota
en la que todos los demás han perecido, lo mata con una teja.
Jenofonte [Helénicas VI,4,16],25 en un relato menos edificante
pero, tal vez, más apegado a la realidad, cuenta que terminada
la batalla de Leuctra a las lacedemonias les «ordenaron […]
no lamentarse, sino llevar la desgracia en silencio».
El problema para la ciudad emerge cuando el llanto de una
mujer no calla, cuando el exceso afectivo de la mujer reclama
justicia, cuando el dolor por una pérdida irreparable no accede
a la resignación y se vuelve desafío a través de esa memoria-
cólera a la que los griegos denominaban mênis. Hécuba, para-
digma de la madre en duelo quien ha sufrido en todo su ser la
muerte de Héctor y de Políxena, se dispone para la venganza
ante el cadáver mutilado de Polidoro. La troyana le pide ayuda
a Agamenón para castigar por justicia a aquellos que atentaron
contra la ley de hospitalidad; Agamenón se rehúsa y enton-
ces Hécuba, aliada con la raza de las mujeres, solidaria contra
los varones y al servicio de la madre, hace pagar a Polimestor
el homicidio de su hijo. Hécuba se transforma en perra, al
igual que Clitemnestra «perra rabiosa por el asesinato
de su hija», porque todo en ella es maternidad [Hécuba
1265-1273].26 Las madres son terriblemente madres; madres
antes que mujeres; madres antes que hijas de ciudadanos. Para
una madre el vínculo afectivo pesa más que los lazos sociales y,
por ello, la ciudad se defiende levantando mitos de autoctonía
25
Jenofonte, Helénicas.
26
Eurípides, Tragedias.

79
Leticia Flores Farfán

en donde la función de la mujer como matriz se devalúa al afir-


mar en Euménides 657-666b, «la mujer no es engendradora de
su hijo», sino sólo «nodriza del germen recién sembrado».
El papel de la mujer en la reproducción de los atenienses, tal
y como destacamos en el apartado anterior, quedó borrado
cuando Atenas subordinó los vínculos biológicos de la madre
y la familia a una autoctonía en donde los ciudadanos eran de-
nominados hijos de la ciudad o de su tierra.
Las leyes funerarias se levantaron como un muro de con-
tención contra cualquier recuerdo que la ciudad considerara
benéfico olvidar. Con ese mismo propósito, el de proteger
a la memoria cívica de cualquier recuerdo que debilitara el
imaginario social, se decretó la censura de la tragedia La
toma de Mileto y se impuso la multa al poeta trágico Fríni-
co por haber montado la representación. Heródoto cuenta
en VI, 21 que «el teatro se deshizo en llanto» porque se les
presentó en escena una «calamidad de carácter nacional»:
Atenas, narra el historiador en V, 97, 3, sólo envió veinte na-
ves en apoyo a la lucha de los milesios contra los persas, re-
tirándolas al poco tiempo y dejando a los sublevados a su
suerte; los atenienses quedaron involucrados con esa derrota
y por más que el teatro trágico se caracterizaba por una acti-
tud crítica con la tradición, no podía permitir «recordar las
desgracias» porque los atenienses no quisieron verse como
perdedores, hombres incapaces de articular y fortalecer la
ciudad. Esta primera prohibición se asocia con el «decreto
de amnistía»27 que la democracia restaurada hizo promulgar
en el 403 para todos los que habían participado en la rebelión
oligarca del 405. Prohibir «recordar las desgracias» era un
acto necesario para evitar el desorden en la ciudad; la pro-

27
Cf. Nicole Loraux, «De la amnistía y su contrario», op. cit.

80
III. El eterno femenino

hibición permitía protegerse contra las venganzas, es decir,


contra los posibles procesos judiciales que se quisieran abrir
por los actos cometidos durante la «lucha civil». Decretar
el olvido, amputar lo acaecido, es la forma en que se defiende
simbólica y materialmente la memoria colectiva y la identi-
dad cívica. La huella simbólica más contundente de que la
ciudad se funda en el “olvido” es haber levantado en el tem-
plo del Erecteion, que forma parte del espacio sagrado de la
Acrópolis, un altar a Lethé, es decir, al Olvido.
Pero ni siquiera Homero confió plenamente en este “olvi-
do benéfico”, olvido de los males, pharmakon contra el dolor
de la pérdida, contra el duelo reciente; quien olvida por com-
pleto se sustrae de los lazos sociales y los vínculos afectivos
que permiten a los hombres «alegrarse y entristecerse por las
mismas cosas», como afirma Platón. El olvido benéfico no es
ni puede ser una borradura, una ausencia plena; implica la as-
tucia de un rodeo, «el acondicionamiento de un tiempo para
el duelo y la (re)construcción de la historia»28 que sólo será
posible si los lazos sociales que articulan la pertenencia co-
munitaria no son violentados. Duelo y justicia van entonces
de la mano porque cuando la memoria cívica se levanta sobre
la impunidad de las atrocidades cometidas no puede haber
verdadero perdón ni reconciliación.
El sufrimiento que implica el acto de dar a luz no sólo
otorga a la maternidad el carácter de acción heroica en ra-
zón de que los dolores de parto son comparables a los gritos
de dolor de los guerreros por las heridas sufridas en com-
bate [Ilíada, XI, 250-272], sino que articula un poderoso
vínculo afectivo entre madres e hijos que ni siquiera la muer-
te logra destejer. Así canta el Corifeo en Fenicias [355-357]:

28
Ibidem, p. 44

81
Leticia Flores Farfán

«Terribles son para las mujeres los partos acompañados de


dolores; y, sin embargo, todo el género de las mujeres ama
a los hijos».29 Y en Ifigenia en Áulide, el corifeo [916-918]
sostiene: «Tremenda cosa es el ser madre; e infunde a todas
un gran hechizo de amor, que impulsa a sufrirlo todo por los
hijos».30 La Clitemnestra de Esquilo acusa con toda firmeza
a Agamenón del asesinato de Ifigenia y «clama que el esposo
detestado sacrificó a “su retoño, mi querido dolor” (Agame-
nón 1417-1418)».31 El dolor de parto, con toda su fulgurante
presencia, es designado como odís, nos dice Loraux. A Ifige-
nia se le nombra como odís más allá de la muerte porque ella
encarna para su madre «una vida apenas desprendida de su
cuerpo». Por ello, afirma la historiadora,32 Clitemnestra, en
un instante de siniestra repetición, sentirá con mayor fuer-
za el desgarramiento de la pérdida como si mientras su hija
vivía ella la hubiera dado constantemente a luz en un par-
to interminable. La inconmensurable pérdida transforma el
dolor en cólera y mantiene vivo ese recuerdo hostil que al
clamar por represalias y cuestionar sobre las razones que per-
mitieron que el crimen fuera posible impide esa pretendida
continuidad sin fractura sobre la que se levanta la política.
Clitemnestra no olvidó. Asesinó a Agamenón porque la có-
lera implacable de esa madre en duelo, esa madre a quien le
fue arrebatada «la niña de sus entrañas» para ser inmolada,
no encontró en el ámbito institucional ningún camino para
clamar justicia. Las madres enlutadas, desde Démeter hasta
Clitemnestra, no olvidan ni perdonan.
29
Eurípides, Tragedias. vol. 3.
30
Idem
31
Esquilo, Tragedias. Cf. Loraux, «Y se denegará a las madres», en Loraux, Las
experiencias de Tiresias. Lo femenino y el hombre griego. Asimismo, véase Es-
quilo, Agamenón 1415-1418; 1433; 1524-1529.
32
Véase Madres en duelo.

82
III. El eterno femenino

Cuando el pensamiento cívico reduce a las mujeres a su


función de matriz33 parece condenarlas a la esfera de la an-
tipolítica, de la venganza y del desprecio a las instituciones
de justicia. Cuando los ciudadanos-soldados afirman que la
matriz no es más que receptáculo de la semilla viril que pro-
crea hijos quieren restarle a la mujer su función de madre para
acallar su llanto. Cuando la ciudad levanta leyes en contra de
los «excesos afectivos», de las mujeres en duelo se protege
de cualquier expresión femenina que pretenda dibujar de ma-
nera diferente el rostro ciudadano viril y guerrero. El senti-
miento doloroso de las mujeres, madres y esposas, parece en-
tonces no tener cabida a menos que acepte expresarse dentro
de las regulaciones que la ciudad impone. Y este triunfo cí-
vico queda expresado con claridad en la tragedia cuando se
narra el momento en el que para reintegrarle a la política sus
derechos y hacer reinar la armonía en la ciudad, las Erinias,
convertidas en Benevolentes, se instalan al pie del Areópago,
reniegan de su furor y aceptan proteger a la ciudad de la fu-
ria que desatan las venganzas [Euménides 690-693; 700-706].
Con este gesto de las Erinias se produce un desplazamien-
to del poder femenino, y de la tradición ancestral, hacia el
cuerpo de ciudadanos, conformado por los varones adultos
libres, reintegrándole a la política sus derechos. La Ciudad se
erige a partir de entonces en censora del olvido y la memoria,
de lo que debe desaparecer tratando de no dejar rastro de su
inscripción y de aquello que debe ser por siempre recordado
para que, como dice el coro en Euménides 979-989:

33
La intervención de Apolo en Euménides 657-666b señala que la mujer no es
«engendradora de su hijo», sino sólo «nodriza del germen recién sembra-
do» y, con ello, insiste en devaluar el papel de la maternidad y contener los
desenfrenos afectivos de las madres.

83
Leticia Flores Farfán

jamás ruja en esta ciudad [Atenas] la discordia civil, siempre in-


saciable de desgracias. [...] ¡Que no vaya el polvo, llevado de su
irritación por haber bebido negra sangre de ciudadanos, a exigir
represalias que son la ruina de la ciudad! Antes, al contrario, que
unos a otros se ofrezcan ocasiones para la alegría, mediante una
forma de pensar impregnada de mutuo amor y que, si odian, lo
hagan también con espíritu de unidad, pues, entre los mortales,
tal proceder es el remedio de muchas desgracias.

El exceso de dolor, la memoria en carne viva no puede ser


derrotada fácilmente. Los hombres atenienses temieron, y
con razón, a la memoria de las mujeres; ellas, igual que Erinias
«memoriosas» y vengativas, mantienen viva la ira y la cólera
del duelo inolvidable que, como se relata en Electra 259-260,34
hace crecer los males. La memoria de las mujeres se presenta
como un terrible peligro para la ciudad porque a diferencia
del hombre político que está dispuesto a borrar el recuerdo
de más de un asesinato, —el de Efialtes por nombrar una bo-
rradura ejemplar—, con tal de lograr la «reconciliación y la
concordia» entre los ciudadanos, las mujeres inscriben su ac-
tuar en el no-olvido, en el resguardo del recuerdo de quien no
quieren ni pueden olvidar.

¶¶¶
Narra Eurípides en Hécuba 555-565 que cuando Políxena, asu-
miendo con valentía su condena a muerte, rompe el peplo
para dejar al descubierto el cuerpo del sacrificio pone ante la
mirada de todos «los senos y el pecho hermosísimo» de una
mujer porque los hombres griegos no pueden ver en ese acto
de arrojo nada similar a la andreia de un guerrero y debe re-
absorber la escena dentro de esa lógica masculina en donde la
mujer es un bello mal. Las mujeres son, o deben ser, madres y
34
Eurípides, Tragedias. vol. II.

84
III. El eterno femenino

esposas ejemplares al servicio de una ciudad de hombres po-


líticos y guerreros. Todo comportamiento femenino que no
concuerde con ese imaginario nace de una foraneidad que
no sólo se distingue del actuar griego, sino que se opone a él
como la civilización a la barbarie, la racionalidad a la irracio-
nalidad, la libertad a la esclavitud. Ejemplo paradigmático de
la liga entre femineidad y barbarie lo encontramos en el relato
sobre Medea, la bárbara, que presa de locura asesinó a sus hi-
jos. «¡Desdichada! ¡Es que eres como una roca o un hierro,
para haberte atrevido a matar con tu mano asesina el fruto
de los hijos que engendraste!» (Medea 1279),35 son las pala-
bras que Eurípides pone en boca del Corifeo para dar cuenta
del infanticidio atroz cometido por Medea, la extranjera de
Corinto hija de Eetes y de Idia, para vengarse del abandono
de Jasón. Todas las vacilaciones de la hechicera Medea (Me-
dea 1021 ss) entre castigar por su traición al otrora amante fiel
privándole de su descendencia o aceptar con resignación el
destierro y abstenerse de llevar a cabo el crimen no mitigan la
violencia incomprensible de una madre que mata a sus hijos
y marcan la zozobra que invade al teatro trágico cuando se
bordean las fronteras de lo irrepresentable por inadmisible
y reprobable. ¿Cómo poner en escena y ante los ojos de los
ciudadanos el terrible espectáculo de una madre privando de
la vida a los frutos de sus entrañas? Condenar la acción
de una madre que reniega de su condición por venganza ha-
cia los hombres es completamente necesario para reafirmar
el imaginario masculino que inscribe a lo femenino en el pa-
pel de madres de ciudadanos; hacerlo poniendo ante la mi-
rada de los espectadores el acto de crueldad extrema de una
madre asesinando a sus hijos es imposible de pensar al igual
que fue condenable el hacer que los espectadores se deshicie-
35
Eurípides, Tragedias, vol. I.

85
Leticia Flores Farfán

Medea, la bárbara, extranjera de Corinto, hija de Eetes y de Idia, asesinando a sus


hijos para vengarse del abandono de Jasón. Cara A de ánfora del 330 a.C., Museo
de Louvre, París.

86
III. El eterno femenino

ran en llanto con la representación de la tragedia de La toma


de Mileto de Frínico.
La tragedia griega inscribe la crueldad en el juego de lo vi-
sible y lo oculto y hace comparecer el acto cruel, la violen-
cia abominable, el asesinato sin nombre de manera textual, a
través de la narración de un coro que relata lo que no puede
ser visto por insoportable, por inadmisible. El horror del mo-
mento del crimen, la irrespirable maldad que envuelve al ase-
sinato de la propia sangre quedan magistralmente hilvanados
por Eurípides en los versos que anteceden a la exclamación
del Corifeo arriba citada y en donde se dice:
Corifeo (estrofa 2ª)
– ¿Lo oyes? ¿Oyes el grito de los niños? ¡Oh desventurada, oh
infeliz mujer!
Niños (desde adentro)
– ¡Ay de mí! ¿Qué hacer? ¿Adónde huir de las manos de mi
madre?
– No lo sé, hermano queridísimo. Estamos perdidos.
Corifeo
– ¿Debo entrar en la casa? Creo que hay que salvar a los ni-
ños de la muerte.
Niños (desde adentro)
– Sí, por los dioses, salvadnos.
– ¡Cuán cerca estamos ya del filo de la espada!
Corifeo
– ¡Desdichada! ¡Es que eres como una roca…
(Medea 1273 ss)

Sólo cuando Jasón grita a los criados de la casa que abran


todas las puertas para que pueda atestiguar la pérdida de sus
hijos y dar castigo a la culpable de su muerte el escritor trá-
gico hace aparecer en escena a Medea «en lo alto de la casa
sobre un carro tirado por dragones alados con los cadáveres

87
Leticia Flores Farfán

de sus hijos» [esta es la acotación que se hace para la repre-


sentación teatral en Medea 1316]. Ante la mirada del especta-
dor quedan los muertos, pero no la muerte ni el crimen atroz
porque una buena mujer no es capaz de semejante aberración,
de tan abominable acto de venganza. ¿Cómo se defiende el
imaginario griego masculino de este acto transgresor? Mas-
culizando a Medea y desde una masculinidad que reniega del
lazo político y legal porque se le asimila al salvajismo de la
extranjería bárbara. Medea, la bárbara, niega su condición
femenina porque habla como hombre, piensa como hombre
y porque una verdadera madre sería incapaz de matar a sus
hijos. Eurípides articula así una estrategia para narrar aquello
que por aterrador y monstruoso se sale de la esfera permitida
por las representaciones ciudadanas: por un lado, masculini-
za al personaje para poder dar cuenta de un acto que ninguna
buena mujer griega cometería y, por otro, hace comparecer a
la crueldad salvaje del infanticidio sólo en el campo textual
y no a la vista en la escenificación dramática. Defensa de la
buena mujer, protección de la maternidad cívica que asu-
me sin rebelión que el papel de la mujer se reduce a posibi-
litar el nacimiento de legítimos herederos de esos varones
viriles políticos que conforman el cuerpo de ciudadanos.
Lo femenino, al igual que la barbarie, se conformó como
una alteridad del ámbito cívico, viril, político y guerrero; en
contraposición a la mesura y la primacía de lo común sobre lo
privado, lo femenino se asocia a lo terrorífico, lo irracional,
lo emotivo, lo salvaje e incivilizado. Mujeres y bárbaros van
a confluir en el imaginario griego del hombre político como
esos otros del que el nosotros tendrá que protegerse como de
un permanente peligro.

88
IV. De bárbaros y barbarófonos

Bárbaro es uno de los términos más relevantes


del vocabulario griego de la alteridad. Su estatuto de térmi-
no antinómico de la “grecidad” no está anclado, contra toda
evidencia, en tiempos inmemoriales. Las fronteras que sepa-
ran a los griegos de los no-griegos no son naturalmente inhe-
rentes, ni fueron previstas en algún destino manifiesto, sino
que son construcciones imaginarias, estrategias culturales, es
decir, “invenciones” siguiendo a Edith Hall,1 “creaciones” de
una determinada sociedad en donde se pretende “naturalizar”
las diferencias entre “lo propio” y “lo ajeno” para destacar con
mayor fuerza las señas propias de la identidad. Los griegos es-
tructuraron una estrategia imaginaria en donde cada ciudad se
reconocía a sí misma a través de múltiples relatos de narrativa
identitaria, tales como los mitos de autoctonía a los que nos
hemos referido en capítulos anteriores, y gracias a un criterio
operativo de alteridad que hacía de todo lo extranjero y fo-
ráneo la imagen especular de su propia mismidad. Tucídides
(I,3,3) hace hincapié en que el recorte entre griegos y bárbaros
no siempre existió cuando destaca la ausencia de la denomi-
nación “helenos” en las batallas de argivos, dánaos y aqueos
relatadas por Homero. Y si no existe una comunidad huma-
na homogénea a la cual nombrar bajo el apelativo único de
1
Inventing the barbarian. Greek self-definition through Tragedy.

89
Leticia Flores Farfán

“griegos”, insiste el historiador, pues tampoco existe el vocablo


“bárbaros” para designar a su contrario.2 O por decirlo en ter-
minología mítica para que exista un Belerofonte se necesita su
respectiva Quimera. “Bárbaroi” no designa, desde un inicio,
el territorio de barbarie de los hombres despóticos y tiránicos,
ni “Héllenes” connota la ciudadanía libre y civilizada que el
relato herodotiano de las guerras médicas y la caracterización
de los persas relatada por los poetas trágicos va a posibilitar.
En los comienzos, sostiene François Hartog,3 Homero
(Ilíada II,867) utilizó el vocablo “bárbaros” para hacer refe-
rencia a aquellas etnias, como la de los carios, cuyo hablar era
ininteligible porque tenían enormes dificultades de elocu-
ción y pronunciación y hablaban con acento áspero, entre-
cortado, así como si balbucearan. “Bárbaro” proviene de una
onomatopeya repetida “bar-bar”, que sirve para dar cuenta de
la forma en que suenan las lenguas exóticas y extranjeras. El
sentido de identidad que nace por la lengua lleva a produ-
cir unas descripciones maravillosas sobre la forma de hablar
de los bárbaros imaginarios.4 Diódoro de Sicilia, al describir
a los habitantes de una isla lejana, cuenta que

tienen partida la lengua hasta un cierto punto, pero dividen tam-


bién lo de más adentro, de manera que llega a ser doble hasta la
raíz. Por tanto, son variadísimos en sonidos, pues imitan no sólo
2
Juan José Torres Esbarranch, quien traduce y elabora tanto la introducción
como las notas de Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Libros I-III,
afirma en la nota 26 que Homero habla en Ilíada de barbaróphonoi (al igual
que Estrabón XIV 2, 28), por lo que si Tucídides no lo toma en cuenta es por-
que «desconocía el verso o rechazaba su autenticidad o su valor probatorio
respecto al uso del término bárbaroi».
3
«Invención del bárbaro e inventario del mundo», en Memoria de Ulises. Re-
latos sobre la frontera en la antigua Grecia, pp. 11-147.
4
John Heath, The talking Greeks. Speech, Animals, and the Other in Homer,
Aeschylus, and Plato, 2005, p. 199.

90
IV. De bárbaros y barbarófonos

todo idioma humano y articulado, sino también las polifonías de


las aves y, en general, emiten toda clase de ruido; y, lo más asom-
broso de todo, hablan a la vez cumplidamente con cualquiera de
los dos, contestando y comportándose de modo adecuado a las
circunstancias que se presenten; dialogan mediante un trozo con
uno e igualmente a la vez mediante el otro con el restante (Biblio-
teca histórica II, 56, 5-6).5

Griego/bárbaro es una polaridad que distingue al que ha-


bla griego del que no. Platón afirma en Menéxeno 242a que
los atenienses lucharon junto con otros pueblos de «idéntica
lengua» contra los «bárbaros», es decir, los persas, porque
está dando cuenta de las guerras médicas y de la rivalidad
que surge después de ellas entre los griegos. A la comparación
entre la lengua bárbara con el «hablar de los pájaros» que hace
Diódoro en la cita anterior, podemos añadir la de Heródoto6
cuando relata la fundación del oráculo de Dodona y dice:

Y, a mi juicio, las mujeres fueron llamadas palomas por los de Do-


dona, en razón de que eran bárbaras y les daba la sensación de que
emitían sonidos semejantes a los de las aves. En efecto, dicen
que, al cabo de un tiempo cuando la mujer se expresaba de un
modo inteligible para ellos, la paloma habló con voz humana;
en cambio, mientras hablaba una lengua bárbara, les daba la sen-
sación de que emitía sonidos como los de las aves, pues ¿cómo una
paloma podría, en realidad, haber articulado sonidos con voz hu-
mana? Y, al decir que la paloma era negra, dan a entender que la
mujer era egipcia (II, 57).

Se volvió común identificar a los bárbaros con la imagine-


ría animal. En Las suplicantes, Esquilo describe a los egipcios
5
Libros I-III.
6
Heródoto, Historia, Libros I-II.

91
Leticia Flores Farfán

como cuervos (751), perros (758), y monstruos (762).7 Lo que


esta identificación pone de manifiesto es el engarce significa-
tivo entre bárbaro y animalidad/irracionalidad. Esquilo deja
clara esta idea cuando en boca de Clitemnestra afirma: «si no
posee, como la golondrina, una lengua bárbara desconocida,
la voy intentar persuadir con palabras que lleguen al fondo
de su mente» (Agamenón 1050).8 John Heath sostiene que la
lengua funcionó como criterio de diferenciación en la ima-
ginería griega, no sólo porque sus habitantes se encontraban
geográficamente dispersos y el idioma común los unificaba y
diferenciaba de los no hablantes griegos, sino porque les per-
mitía de un solo golpe demarcarse de los animales.9 Y este
contraste no es poca cosa, porque como señala Aristóteles en
Política 1253a:

La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier


abeja y que cualquier animal gregario, es evidente; la naturaleza,
como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único ani-
mal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y del placer, y
por eso la poseen también los demás animales, porque su natura-
leza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela
unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo
perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del
hombre frente a los demás animales; poseer, él sólo, el sentido
del bien y el mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores,
y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y
la ciudad.

Lo propio del hombre, por tanto, es tanto el lenguaje como


lo social, porque quien vive fuera de la sociedad o es una bes-
7
Esquilo, «Las suplicantes», en Tragedias.
8
Esquilo, «Orestía (Agamenón/Coéforos/Euménides)», en ibídem.
9
John Heath, op. cit., p. 197.

92
IV. De bárbaros y barbarófonos

tia o es un dios, siguiendo todavía al Estagirita. Si bárbaro da


cuenta inicialmente de aquel que es deficiente en el lenguaje,
barbarófono será, entonces, la denominación más adecuada
para esta primera forma de heterogeneidad, porque la distin-
ción no se ancla en una diferencia de naturaleza, sino en la
incapacidad para hablar con claridad, tal y como se atestigua
también en el fragmento 44 de Antifonte citado por más de
un estudioso de este periodo y en donde se afirma que «por
naturaleza somos todos de igual manera en todo, bárbaros y
griegos». Heródoto (I,57) registra que, en los primeros tiem-
pos, el Peloponeso y casi toda Grecia estaban habitados por
bárbaros/barbarófonos, porque las ciudades aún estaban en
gestación y gente como los futuros atenienses hablaban to-
davía una «lengua bárbara». Fue con el paso del tiempo que
se consolidó la separación y el antagonismo entre bárbaros
y griegos, en virtud de que algunos pueblos se mantuvieron
en la barbarie y otros crecieron hacia la “grecidad”, según tes-
timonia Tucídides (I,6,6). Los pueblos que «crecieron hacia
la grecidad» fueron aquellos que adquirieron la lengua grie-
ga [Tucídides, 2,68], vivieron en ciudades y guiaron sus de-
cisiones por el respeto a la ley, por el acatamiento al interés
común.10 Los atenienses de tiempos de las guerras médicas
dejaron en claro a los mensajeros lacedemonios que en vir-
tud de su “grecidad”, es decir, en razón de que compartían
con Esparta «la misma sangre y la misma lengua, santuarios
y sacrificios comunes y usos de la misma clase» (Heródoto,
VIII,144) no harían nunca alianza con Persia. Y Platón pre-
cisa en el Menéxeno 242a que los atenienses distinguen a los
habitantes del mundo mediterráneo entre los que hablan la
10
Juan José Torres Esbarranch, op. cit., nota 8, señala que los griegos [con excep-
ción de los espartanos] utilizaban el término bárbaros para designar al extran-
jero no-griego y xénos para indicar al extranjero griego.

93
Leticia Flores Farfán

misma lengua y los “bárbaros”. El nombre “helenos”, señala


Tucídides (I, 3), se aplicó colectivamente a todos los griegos
cuando las ciudades empezaron a comprenderse entre sí, es
decir, cuando comenzaron a hablar la misma lengua. La ver-
sión mítica del pasado común de los diversos pueblos asenta-
dos en la Hélade es el relato del gran diluvio11 que Zeus envió
para castigar a los viciosos hombres. Qué tan vinculante es
el relato del diluvio para los griegos es algo incierto. En él se
cuenta que Deucalión, rey de Ptía e hijo de Prometeo, y Pirra,
hija de Epimeteo y Pandora, después de navegar en una barca
durante nueve días, arriban a las costas de Tesalia y ofrecen un
sacrificio a los dioses para que les permitan renovar la huma-
nidad. Zeus accede y a través de Themis les envía el siguiente
mandato: «Cubríos la cabeza y arrojad hacia atrás los huesos
de vuestra madre». Deucalión y Pirra, hijos de madres dife-
rentes, interpretaron que Themis se refería a la madre tierra y
que, por tanto, debían arrojar hacia atrás las piedras que sim-
bolizan los huesos de la tierra. Así lo hicieron y según si las
lanzaba Deucalión nacían varones y si las lanzaba Pirra, mu-
jeres. Deucalión procreó varios hijos, siendo Helén, el mayor,
quien adquirió mayor renombre al ser considerado el padre
de los griegos, porque de su matrimonio con Orséis nacieron
Éolo, quien dominó en Tesalia; Doro, que emigró al monte
Parnaso fundando la primera ciudad doria; Juto, quien huyó
a Atenas y procreó a Ión y Aqueo al casarse con Creúsa, hija
de Erecteo. Y así el mito da cuenta del origen común de los
helenos; jonios, dorios, eolios y aqueos proceden de una mis-
ma genealogía, aquella que da comienzo con el nacimiento

11
Se sigue de manera libre la exposición de este mito en «El diluvio de Deuca-
lión» y «Los hijos de Heleno» de Robert Graves, Los mitos griegos, t.1, pp.
169-175 y 194-200.

94
IV. De bárbaros y barbarófonos

de Helén. El mito del diluvio puede inscribirse dentro de una


importante tradición de relatos de autoctonía, donde se pone
el acento en la co-natalidad, en la comunidad de origen para
determinar la pertenencia a una misma raza griega y la fora-
neidad de todo aquél nacido en otra parte y venido de fuera.
Edith Hall señala que al establecerse la íntima conexión
entre hablar inteligible, es decir, entre hablar griego y ser ra-
cional, en el siglo V se facilitó delimitar el rostro del bárbaro,
al igual que el del esclavo, como carente de ambos. Antes del
siglo V, entonces, el criterio para determinar quién es “bárba-
ro” se asentaba en la lengua del hablante (o en su ubicación
geográfica). Después de las guerras médicas, el término no
pierde su relación con la lengua, como podemos ver en Es-
quilo, quien hace hablar en lengua bárbara al coro egipcio de
Las suplicantes (118-119) y no duda en ligar en Los siete contra
Tebas (170)12 el carácter temible del enemigo con su «acento
distinto». Sin embargo, el término se presenta como un anti-
modelo cultural y adquiere un carácter peyorativo cuando en
la retórica ateniense se incorpora la propaganda imperialista;
el imaginario de alteridad comienza a dar cabida a toda una
gama de características censurables, que serán paulatinamente
atribuidas al estereotipo bárbaro: tiránico, extremadamente
lujurioso, emotivamente desenfrenado, cruel, irracional, afe-
minado y servil. En un ánfora del 480 a. C. se encuentra dibu-
jado Heracles a punto de matar al rey Busiris [y a su guardia],
quien pretendió con engaños sacrificarlo. Lo interesante de la
imagen, entre otros elementos que analiza François Lissarra-
gue,13 es que se destaca la crueldad y la actitud traicionera del
egipcio con su altar del sacrificio, los rasgos negroides y el ca-
12
Esquilo, «Los siete contra Tebas», en Tragedias, op. cit.
13
«The Athenian Image of the Foreigner», en Thomas Harrison (editor), Gree-
ks and barbarians, pp. 101-124.

95
Leticia Flores Farfán

rácter afeminado del mismo porque, a diferencia del miem-


bro viril de Heracles, el del egipcio se encuentra circuncidado
y da la apariencia de un órgano femenino.
La más potente territorialización del bárbaro y el griego,
sin embargo, la da Heródoto, cuando inicia el relato de sus
Historias afirmando que quiere dejar inscritas en la memoria
de los hombres las hazañas que hicieron tanto griegos como
bárbaros y las razones por las cuales se hicieron la guerra
entre ellos. Asimismo, deja claro desde el primer libro que
los persas «siempre han creído que el pueblo griego era su
enemigo; pues los persas reivindican como algo propio Asia
y los pueblos bárbaros que la habitan, y consideran que Eu-
ropa y el mundo griego es algo aparte» (I,4). Europa y Asia
delinean sus fronteras, los persas pasan a ser el rostro privi-
legiado para el antónimo barbárico, y las guerras médicas el
acontecimiento central que posibilita la redistribución del
campo de la alteridad, al hacer que el discurso sobre el otro y
lo otro se enmarque claramente dentro de una estrategia de
autodefinición, que paulatinamente hará recaer en el térmi-
no bárbaroi todo aquello que no es griego, todo aquello des-
pótico, falto de civilización y condenable porque no queda
contenido dentro del nombre héllenes, relativo a todos los
hijos de Helén, hijos de la libertad. Filoctetes, personaje de
la tragedia del mismo nombre, escrita por Sófocles, no duda
en asociar el sonido de la lengua griega con el significado de
humanidad y civilización (Filoctetes 225, 234-5).14 La distin-
ción entre “lo propio” y “lo ajeno”, lo “oriundo” y lo “forá-
neo”, queda determinada a partir de entonces por una dife-
rencia radical de naturaleza y no sólo por el balbuceo en el
hablar. Las identidades griega y bárbara van acrecentando sus

14
Sófocles, “Filoctetes” en Tragedias.

96
IV. De bárbaros y barbarófonos

Heracles a punto de matar al rey Busiris. Ánfora,


480 a.C. Museo Arqueológico Nacional de Atenas.

diferencias y enemistad hasta tal punto que entre el siglo VI


y el V, el recorte del mundo se estructura bipolar y se asienta
en una connotación política del término barbarie porque,
como afirma Hartog,15 la escisión se da

entre quienes conocen la pólis y quienes, al ignorarla, viven y no


pueden sino vivir sometidos a reyes. El griego es “político”, es decir,
libre; y el bárbaro, “real”, sometido a un amo (despótes). Los bár-
baros no escapan —o no lo hacen duraderamente— a la realeza.
Así se dice de los egipcios que, llegados un día a la libertad, no
encontraron nada más urgente que crear nuevos reyes, pues «eran
incapaces de vivir jamás sin ellos».
15
François Hartog, op. cit., p. 118.

97
Leticia Flores Farfán

La clara oposición entre Europa y Asia no responde, exclu-


sivamente, a una frontera territorial. Los griegos mueren en
defensa de la libertad y los persas víctimas de la soberbia de
los déspotas que los dominan. Heródoto establece una reci-
procidad entre las imágenes del rey griego del periodo arcaico
y el tirano despótico del mundo asiático. Muchas ciudades
griegas fueron dominadas por tiranos durante los siglos VII
y VI y mantuvieron relaciones cordiales con los persas para
evitar el ascenso de las democracias. La contrastación entre
el despotismo y la ciudadanía tiene como propósito exaltar
la eleuthería e isonomía en las que se fundan las ciudades grie-
gas y ponderar que en ellas el poder se pone en el centro y es
responsabilidad de todos los ciudadanos libres e iguales que
conforman la pólis. Esta referencia hecha por el historiador
adquiere relevancia porque no hay posibilidad de entender a
profundidad los avatares de las guerras médicas, si no se des-
taca que la victoria griega tiene como uno de sus principales
actores a los demócratas atenienses que «en la servidumbre,
bajo la tiranía de los pisistrátidas, se comportaban voluntaria-
mente como cobardes, ya que trabajaban para un amo, mien-
tras que, una vez liberados, todos comprobaron de su propio
interés cumplir con celo su misión» (Heródoto V, 78). Los
principios de la vida democrática, los expresa con claridad
Pericles (Tucídides, II, 37, 1-3), cuando en el discurso fúnebre
por los combatientes caídos en batalla señala:
Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros
pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a
seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos
pocos, sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los
asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a
todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos
no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme

98
IV. De bárbaros y barbarófonos

al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tam-


poco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debi-
do a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de
prestar un servicio a la ciudad, ni siquiera en caso de pobreza. En
nuestras relaciones con el Estado vivimos como ciudadanos libres.
[…] Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la
vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no
cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes
se suceden en el gobierno y a las leyes, y principalmente a las que
están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las
que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una ver-
güenza por todos reconocida.

Y así, al mismo tiempo que Persia se alza como una ame-


naza para el mundo grecoparlante, Atenas se vuelca hacia la
democracia y elabora una imagen heroica de los tiranicidas,
acorde con el espíritu democrático de los nuevos tiempos.
La elaboración imaginaria se alza sobre un relato verídico:
Tucídides narra en VI, 54, que bajo el reinado de Hipias, hijo
de Pisístrato y hermano de Hiparco, Aristogitón, amante del
joven Harmodio, maquina el asesinato del hermano del ti-
rano para contener los avances amorosos de Hiparco hacia
Harmodio y para hacerle pagar la humillación que infringió
a la hermana de su joven amante cuando éste lo rechazó.16
Llegado el día acordado para cometer el asesinato, aquel en
que se celebran las Panatenaicas y en el que todos los ciuda-
danos pueden portar armas, ven que uno de los conjurados
está hablando con Hipias, temen que estén siendo delatados
16
Véase el capítulo que Nicole Loraux dedica al examen de este acontecimien-
to en Né de la terre. Lo que podemos destacar del análisis de la historiadora
es el énfasis que pone en la afirmación de Tucídides de que los atenienses se
engañan con este relato y no cuentan nada preciso de este acontecimiento;
por ello, el historiador, según Loraux, niega toda pertinencia a la tradición
ateniense de los tiranicidas.

99
Leticia Flores Farfán

y se lanzan con audacia irreflexiva contra Hiparco y Leoco-


rio, el supuesto delator, y los apuñalan hasta matarlos. Har-
modio cae muerto en la acción, mientras que Aristogitón fue
apresado «y no fue tratado con indulgencia». Al conocer la
noticia del atentado, Hipias, «componiendo el semblante
ante la desgracia para que su rostro no la revelara», ordena
dejar sus armas en el suelo a los hoplitas que se encontraban
en la procesión; en ese mismo momento instruye a su guar-
dia para que resguarden las armas y apresen como culpables
a todos aquellos que llevaran un puñal por considerarlos
conspiradores (Tucídides dice que «la costumbre quería que
se participara en las procesiones sólo con escudo y lanza»).
La tiranía se endurece a partir de este momento, hasta que
en el 511 Hipias es expulsado de Atenas por la ayuda que los
atenienses reciben de los lacedemonios y los Alcmeónidas.
Aunque la derrota de la tiranía puede fecharse en el 511,
los atenienses conmemoran la liberación del pueblo de la
tiranía con la estatua de Antenor, en donde se representa el
asesinato de Hiparco, que tuvo lugar en el 514. El conjunto
escultórico de Antenor fue colocado en el Ágora, al pie de la
Acrópolis, hacia el 510 o 509. Puede ser considerado, según
Michael Siebler,17 como el primer monumento político en
donde se simboliza la libertad y la democracia a través de la
acción tiranicida en ella representada. La fuerza simbólica de
esta escultura fue tal, que Jerjes se la llevó consigo cuando ocu-
pó Atenas en el 480; después de la derrota persa, los atenienses
encargaron a Critio y Nesiotes un nuevo monumento en ho-
nor a los tiranicidas, que fue instalado en el Ágora hacia el 477
o 476 y es el que se conserva a través de las reproducciones en
mármol de la época romana. Hay que destacar, como lo hace

17
Arte griego, pp. 56-57.

100
IV. De bárbaros y barbarófonos

Esculturas de Aristogitón y Harmodio.


Museo Archeologïco Nazionale di Napoli.

Siebler, que esta versión del tiranicidio no es completamen-


te fiel, cuando menos al relato de Tucídides. Según afirma el
historiador, los conspiradores «ocultaron sus armas bajo sus
vestidos»; la escultura, sin embargo, los presenta desnudos,
tal cual se mostraba a los héroes legendarios para que que-
dara a la vista su condición extraordinaria, vigorosa y fuerte.
Harmodio, el más joven, tiene una actitud más impetuosa
y agresiva, mientras que Aristogitón está en una posición más
serena y firme a punto de empuñar la espada. Harmodio es
representado con abundantes rizos, como si fuera un Aquiles
o uno de los trescientos heroicos espartanos que combatie-
ron en las Termópilas.18 El monumento simboliza un drama
18
Tucídides cuenta que Jerjes le pregunta a Demarato sobre la costumbre espar-
tana de cepillarse la cabellera antes del combate.

101
Leticia Flores Farfán

lapidario con espíritu esquileano, nos dice Ernst Buschor.19


Los actores no son esculpidos con un perfil elegante y con sus
ropas de fiesta, como sería lo propio para una representación
de finales de la época arcaica, sino con un tamaño superior
y desnudos, para que se pueda testimoniar la fuerza física y
el vigor de carácter que los llevó a realizar tan extraordinaria
empresa. Es también a partir de entonces cuando Teseo se in-
corpora en el imaginario ateniense como el fundador mítico
de la democracia y como el prototipo de los tiranicidas.
La importancia del cuerpo desnudo en Grecia antigua ha
sido magníficamente expuesta por Richard Sennett en Carne
y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental.20
Vale destacar para el propósito de esta exposición algunas de
las ideas ahí trabajadas. En primer lugar, Sennett, nos dice que
cuando al inicio del relato de la guerra del Peloponeso, Tucí-
dides da cuenta del avance de la civilización hasta el estalli-
do de la guerra, lo hace destacando que los espartanos fueron
los primeros en participar desnudos en los juegos, mientras
que los bárbaros lo hacían siempre cubiertos de múltiples ro-
pajes. La desnudez era apreciada porque un cuerpo desnudo es
objeto de admiración y, aún más, digno de la condición ciuda-
dana, tal y como se expresa en Atenas. Los atenienses, nos dice
Sennett, podían utilizar las mismas palabras para dar cuenta
del amor erótico a otro hombre y de los vínculos cívicos, por lo
que el hombre político aparece como amante o como guerre-
ro. En segundo lugar, el valor de la desnudez se relaciona con
el que dan al calor corporal. Se afirma que un cuerpo caliente
es un cuerpo activo y fuerte, que tiene control de su propio
19
Citado por Siebler, ibidem, p. 56.
20
Véase, asimismo, Ana Iriarte y Marta González, «El hoplita al desnudo y los
seres encubiertos», en Entre Ares y Afrodita. Violencia del erotismo y erótica de
la violencia en la Grecia antigua, pp. 173-206.

102
IV. De bárbaros y barbarófonos

calor y, por ello, no necesita ropa. Asimismo, se pensaba que


cuando alguien hablaba se elevaba su calor corporal y con él su
deseo de actuar; esta idea es la base de la concepción períclea
de la unidad entre palabras y acción. La diferencia de calor en
los cuerpos se liga a la separación de los sexos, porque se asume
que la mujer es la versión fría de los varones y, por ello, éstas
no se muestran desnudas en las calles de la ciudad; «aún más,
generalmente permanecían confinadas en el oscuro interior de
las casas, como si éste encajara mejor con su fisiología que los
espacios abiertos al sol. En casa, llevaban túnicas de material
fino que llegaban hasta las rodillas; por la calle sus túnicas se
alargaban hasta los tobillos y eran de lino burdo y opaco».21
Al igual que las mujeres, los esclavos tienen una temperatura
baja y, por ello, no son capaces más que del trabajo manual.
En tercer lugar, Sennett da cuenta de las prácticas cívicas en
las que se introduce a los jóvenes adolescentes para aprender a
dominar las potencias del cuerpo desnudo y su calor corporal.
Los juegos, como la lucha y el lanzamiento de jabalina o de
disco, permitían tensar los músculos y dar forma masculina a
los cuerpos de los jóvenes, así como elevar la temperatura cor-
poral al darse la fricción de los cuerpos. También se les ense-
ñaba a hablar y colocar la voz, porque en Atenas, especialmen-
te, se pretende que el ciudadano sea político y soldado. Esta
educación del cuerpo incluye la sexual, porque los atenienses
pensaban que era un valor positivo de la ciudadanía y que se
debía aprender a desear y ser deseado de manera honorable. El
proceso de aprendizaje implicaba:
1. Enseñar a los jóvenes a tener relaciones sexuales de manera
activa y no pasiva como las mujeres. Los hombres mayores
(erastés) se distinguían de los jóvenes (eromenos) porque
éstos carecen de vello facial o corporal.
21
Op. cit., p. 36.

103
Leticia Flores Farfán

2. No hay penetración por ningún orificio (ni boca ni ano).


Por lo general la pareja se mantiene en pie y frotan sus pe-
nes entre los muslos. Siguiendo a Esquines, Sennett está
poniendo el acento en la igualdad ciudadana entre los par-
ticipantes varones de la actividad sexual, porque a las muje-
res, que son subordinadas, se las penetra de espaldas (al igual
que a todo aquél cuerpo blando afeminado) y muchas veces
analmente como forma de placer y de anticoncepción.

Esta idea sobre la desnudez en su relación con la sexualidad


y la ciudadanía permite una lectura política de las burlas y
escarnios que los atenienses hicieron de los persas. Sabemos
que la estrategia imaginaria que se articuló con la conspira-
ción antitiránica de los amantes Harmodio y Aristigitón no
fue suficiente para paliar el peligro que implicaba el avance
persa. Hipias se mantuvo en contacto con los medos, con
la esperanza de ser reinstalado en el poder y participó en la
batalla de Maratón en 490 con miras puestas en dicho obje-
tivo. Mientras tanto, en Atenas, muchos miembros de las
familias aristocráticas fueron considerados sospechosos de
conspirar con los persas para derrocar a la democracia. En
un ostrakon22 del 485, encontrado en las excavaciones del Ce-
rámico, se encuentra escrita en uno de los lados la siguiente
inscripción: «Kallias Kratiou Medos», haciendo referencia
muy probablemente a Calias, aristócrata ateniense del siglo
V a quien el epíteto de “Medo” parece quedarle a la medida,
pues fue a él a quien se le atribuyó la negociación de un tra-
tado de paz con Persia (Plutarco, Cimón 22)23 que, aunque

22
El ostrakon es una pieza de cerámica en la que los ciudadanos escribían el nom-
bre del ciudadano que sería “ostracizado”, es decir, expulsado de la ciudad con
la consiguiente pérdida de sus derechos políticos.
23
Plutarco, Vidas paralelas V. Lisandro-Sila; Cimón-Lúculo; Nicias-Craso.

104
IV. De bárbaros y barbarófonos

algunos dicen que nunca se firmó, en pleno auge democrático


posibilitó denostar al aristócrata como “pro-tiranía” y “pro-
persas”. Esto queda claro en el otro lado del ostrakon, donde se
caricaturiza a Calias al representarlo vestido como un arquero
persa con barba puntiaguda, casco alto y redondeado, zapa-
tos curvados en la punta del pie y un largo arco en sus manos.
Lissarrague señala que, como para ese momento el modelo
guerrero hegemónico era el hoplita, la imagen de un arquero
no tenía carácter positivo, porque la valentía en el combate
se demostraba en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo y en la
fortaleza de mantener unida y sin fractura la formación com-
pacta de la falange. Da cuenta también del escarnio que los
griegos hacen de los persas en una pequeña jarra de vino de
mediados del siglo V, utilizada en los banquetes en donde los
ciudadanos hacían referencia a sus valores políticos mediante
dobles sentidos y chistes.24 En la jarra, nos dice Lissarrague,25
aparece un griego vestido únicamente con una capa corta, con
el miembro erecto y avanzando a grandes pasos hacia un ar-
quero persa, quien le da la espalda y se inclina con sus manos
cubriéndose la cara. La inscripción que acompaña la imagen
«Me inclino, soy Eurimedón» tiene tanto una connotación
política como sexual: la posición en que se encuentra muestra
claramente que va a ser penetrado analmente, lo que indica

24
En el contexto del symposium, los participantes utilizaban unos vasos que
usualmente eran cántaros de dos caras o los llamados rhyton animales, que
posibilitaban que los bebedores tuvieran frente a sí una gama amplia de “otre-
dad”, que les permitía confrontar esos mundos con el del modelo cívico con
el que ellos se identificaban. Los artesanos y pintores griegos lograban que los
ciudadanos reafirmaran su identidad por medio del contraste de su imagen
con la de los “otros”, representados en los vasos; compañeros exóticos [como
pigmeos, sátiros], dioses, animales, esclavos negros, mujeres.
25
Véase también el estudio de François Lissarrague, Vases Grecs. Les athéniens et
leurs images.

105
Leticia Flores Farfán

que ha sido vencido. Esta interpretación de la escena cobra


fuerza por el hecho de que Eurimedón es el nombre del río en
donde el ejército persa fue abatido por Cimón y porque las
raíces de la palabra Eurimedón permiten jugar con la idea de
que es un persa (medo) abierto de par en par.
Desde otra óptica de interpretación, la tragedia, tal y como
ha mostrado Edith Hall, jugó un papel fundamental en el de-
sarrollo y difusión del imaginario que hizo percibir la distin-
ción entre griegos y persas como anclada en el ejercicio de la
libertad o en la falta de ella. Los persas de Esquilo26 se erige
como el drama ático más revelador de esta confrontación
y como un treno fúnebre a la muerte de los combatientes que
cayeron con valentía en defensa de la patria, la razón y la li-
bertad. Esquilo narra la derrota de los persas, pone en escena
la desmesura de Jerjes, quien loco de ambición llevó a miles de
hombres y a los nobles príncipes de su imperio a una derrota
fatal que causó su muerte. Simon Goldhill,27 en un artículo
sobre esta tragedia, afirma que:
The opposition of Greek and Persian is strongly evident […] in
the messenger’s description of the battles themselves. The Greeks’
well-omened song (388-9) is a holy paian [song of triumph] (393),
which leads to their famous cry of freedom (402-6). The Persians
raise in opposition a […] [rush] of noise (as befits barbaroi accor-
ding to the usual derivation of the term). The Greeks advance […]
[in well-ordered arrangement] (399-400), the Persians flee […] [in
disorder] (421). The Greeks encircle […] [not injudiciously] (417),
the Persians are unable to assist each other (414). But one of the
most marked differences in the descriptions of Persian and Greek
is in the use of names. At three points in the play, there are leng-

26
Esquilo, «Los persas», en Tragedias, op. cit.
27
«Battle Narrative and Politics in Aeschylus’Persae», en Thomas Harrison
(editor), op. cit., pp. 57-59.

106
IV. De bárbaros y barbarófonos

thy lists of Persian names, both of individuals and of races (see


12-58,302-29,950-1001); no individual Greek is named, and only
Athens of the Greek cities […] I argued that it was important for
the democratic polis in general and for the citizen army as a key
element in the democratic polis that even in such a fiercely com-
petitive society as fifth-century Athens the individual was seen in
an essential way as being defined by his contribution to the polis.
That is, the subsumption of the individual into the collectivity
of the polis is a basic factor in fifth-century Athenian democratic
ideology. This may provide an interesting light in which to view
the anonymity of the Greek soldiers in the Persae.

La cartografía de la alteridad en la que se detiene Goldhill


ancla la diferencia en una dicotomía irreductible, que no sólo
opone el grito de libertad, el avance disciplinado y en orden
de las filas de guerreros griegos al ruido caótico y marcha des-
ordenada del ejército persa, sino que destaca la relevancia que
tiene la colectividad en el espacio griego, al señalar la ausencia
de listados de nombres en las referencias al ejército griego,
en comparación con las largas listas de nombres persas, tan-
to de individuos como de razas, que aparecen en la tragedia.
Goldhill no duda en destacar que el subsumir al individuo en
la función de ciudadano-soldado constituye un factor básico
en la ideología democrática ateniense del siglo quinto, que se
corresponde con la estrategia retórica del anonimato de los
soldados griegos en Persas.
El largometraje 300, dirigido por Zack Snyder y basado en
el cómic del mismo nombre de Frank Miller y Lynn Varley si
bien, como casi todos los filmes hollywoodenses, se permite
importantes libertades que lo alejan de Historias de Heródo-
to,28 rescata algunos elementos del texto original que permi-
28
Cf. Carlos García Gual, De los “300” a Esquilo. La imagen de los bárbaros persas
y los atléticos espartanos.

107
Leticia Flores Farfán

ten ilustrar la mirada griega que marcó la distinción entre grie-


gos y bárbaros. La escena en donde Leónidas le niega a Efialtes
la posibilidad de combatir al lado de los espartanos, dado que
su deformidad no le permitiría mantener el escudo en alto y
rompería la formación cerrada de la falange, es, sin lugar a du-
das, una referencia inevitable al modelo hoplita de combate,
es decir, a la estrategia militar de una ciudad basada en la idea
de soldado-ciudadano. Barry Strauss describe con precisión la
forma de combate espartana:

Al mismo tiempo que una humillación para los persas, las Ter-
mópilas representaron el momento culminante de la vida del rey
Leónidas. Contuvo a los persas durante tres días. Menos de ocho
mil griegos, dirigidos por un cuerpo de élite conformado por tres-
cientos espartanos, propinaron un contundente revés a un ejército
que los superaba en una proporción de veinte a uno, probable-
mente. Los hombres que deseaban morir en nombre del Gran Rey
se enfrentaron a la más eficiente máquina de matar de la Historia:
el soldado espartano.
Pertrechado con su casco de bronce, la coraza y las grebas, cada
espartano parecía estar cubierto de metal. También de bronce era
el chapado del escudo, su arma defensiva de buen tamaño, de for-
ma ovalada y bordes convexos. Una túnica de lana roja lo cubría
desde los hombros hasta la mitad del muslo. El guerrero siempre
andaba descalzo como símbolo de su dureza. Portaba como arma
ofensiva una espada corta de hierro y una lanza larga. Esta última,
que constituía el arma principal, consistía en un astil de madera
de fresno de casi tres metros de longitud con moharra de hierro
y regatón con vitola de bronce. Una vez cerrados en formación
de falange, con los escudos de cada uno cubriendo al compañero,
la táctica espartana consistía simplemente en atravesar a sus ene-
migos con las lanzas.29

29
La Batalla de Salamina. El mayor combate naval de la antigüedad, pp. 80-81.

108
IV. De bárbaros y barbarófonos

La representación de Snyder de Leónidas y los trescientos


valientes espartanos casi semidesnudos en el combate tiene el
propósito de resaltar la virilidad de sus extraordinarias mus-
culaturas pero, como se lee en el texto de Strauss, esta imagen
no parece estar ajustada a la descripción de los hoplitas como
pesados soldados de infantería que, cubiertos por una coraza
de bronce y armados con escudo, lanza y espada, avanzan en
formación cerrada, codo con codo, en densas filas humanas
en donde apenas hay espacio para moverse, y cuya firme tra-
bazón permite repeler el avance del enemigo. La falange es
un formación compacta de ciudadanos-soldados cuya lealtad
y solidaridad garantizaba el éxito de una empresa común. La
idea de la falange no es solamente militar, sino que es la expre-
sión política de una comunidad de iguales, que combate como
si fuera un solo hombre, una misma y única ciudad; la acción
heroica individual, tan exaltada y admirada en los poemas
épicos de Homero, no es apreciada por la práctica hoplita, en
donde los combatientes valoran que sus compañeros manten-
gan la formación cerrada para no dejar un hueco abierto en la
línea que fragilice la fortaleza de la falange. Tirteo de Espar-
ta,30 poeta elegíaco reconocido por sus cantos patrióticos, ce-
lebra la resistencia de los guerreros de vanguardia que avanzan
«trabando muralla de cóncavos escudos […] y blandiendo en
las manos, homicidas, las lanzas». En la falange, los escudos
levantados al mismo nivel y con la misma fuerza se conver-
tían en una coraza firme, que sólo podía ser vulnerada si algún
combatiente flaqueaba o huía de combate. “Temblones” es el
adjetivo dado a los cobardes, a los que no se lanzan sin dila-
ción a la «ruda refriega», a los que huyen con el estrépito del
choque de los redondos escudos. «Los que tiemblan se que-
dan sin nada de honra», nos dice Tirteo, porque un verdade-
30
Antología de la poesía lírica griega (siglos VII-IV a.C.).

109
Leticia Flores Farfán

ro hijo de Esparta, perteneciente al linaje de Heracles, no debe


asustarse con el ataque del adversario. Ni rendición, ni huida.
Esa es la ley que guió el actuar de Leónidas y los trescientos
hoplitas espartanos que aguardaron el ataque persa en las Ter-
mópilas. Los griegos caídos en esta batalla fueron sepultados
en el desfiladero y sobre sus tumbas se escribió el siguiente epi-
tafio: «Aquí lucharon cierto día, contra tres millones, cuatro
mil hombres venidos del Peloponeso». Sobre la de los espar-
tanos se inscribió: «Caminante, informa a los lacedemonios
que aquí yacemos por haber obedecido sus mandatos» (He-
ródoto VII, 228). En contraste con los hoplitas se encuentran
los arqueros persas, que a distancia lanzan las flechas y no se
aprestan a la lucha cuerpo a cuerpo. Los arqueros negros y las
amazonas son también dos alteridades que contrastan con el
modelo hoplita: los dos primeros modelos son femeninos;
el último es político y, por tanto, propiamente viril.
La arquera Artemisa, al igual que los arqueros persas, y las
amazonas son dos alteridades que contrastan con el mode-
lo hoplita. Artemisa, según relata Calímaco en el Himno a
Artemisa,31 no baja a la ciudad porque habita los territorios
salvajes que la rodean. La vida de Artemisa transcurre en los
bosques y las montañas, rodeada de bestias salvajes y alejada
por completo de los varones. Durante el periodo clásico fue
llamada diosa virgen, al igual que Atenea, porque nunca su-
cumbió a la vida monogámica del matrimonio, es decir, su
imagen es en este punto el reverso especular de una buena
mujer.32 Pero su representación se liga al ámbito femenino en
tanto que la diosa cazadora mata de lejos con sus flechas y
31
Véase Pierre Ellinger, «Artemis», en Yves Bonnefoy (dir.), op. cit., pp. 330-
340.
32
Cf. Sarah B. Pomeroy, «Goddesses and Gods», en Sarah B. Pomeroy, op. cit.,
pp. 5-6.

110
IV. De bárbaros y barbarófonos

su combate siempre es una hazaña solitaria. Masculino/feme-


nino, civilización/barbarie parece ser la dicotomía más pro-
pia que las imágenes de Atenea y Artemisa representan. La
frontera del territorio cívico y político la conforma el espacio
limítrofe del suelo patrio (del griego patris = padre) custodia-
do por Atenea, es decir, es el espacio salvaje que se ubica fuera
de la ciudad y al que Artemisa vigila que no retornen los que
han sido iniciados para la vida política y social.
Las amazonas conforman un pueblo de mujeres guerreras,
situado en los confines del mundo civilizado. Se afirma que lle-
van el nombre amazonas (a-mazos, sin seno) porque les corta-
ban a las niñas el seno derecho para poder mantener con
firmeza el arco y así poder ser aptas para la guerra; no hay, sin
embargo, testimonio de mutilación alguna en las imágenes
antiguas encontradas. Artemisa, diosa de la caza y de la luna,
es su deidad protectora, por lo que se dice que, como ella, usan
privilegiadamente por arma el arco y llevan un escudo en for-
ma de luna. Para reproducirse se unían sexualmente a extran-
jeros y en el momento del parto mataban a los hijos varones
o, según otras versiones, los cegaban para debilitarlos y so-
meterlos a esclavitud. «Mientras que las “auténticas mujeres”
ofrecen a los hombres su tierra-vientre para que la siembren y
hagan crecer la planta masculina que los perpetuará después
de su muerte, las Amazonas, en cambio —otro sueño mas-
culino—, roban a los hombres su simiente y se sirven de ella
para sus propios fines: dar a luz unas hijas que continuarán
amenazando el orden masculino desde sus márgenes».33 Más
33
Según Diódoro (III 52 y ss) en la comunidad de las amazonas ellas cumplían
las funciones políticas que en las ciudades patriarcales llevaban a cabo los
varones, mientras que éstos desempeñaban las tareas propias de las mujeres
como son el telar y el cuidado de los hijos. Estrabón afirma en XI, 5 de Geo-
grafías Libros XI-XIV, que la de las amazonas es una sociedad sin hombres. Cf.
Jeannie Carlier, “Amazonas” en Yves Bonnefoy (dir.), op. cit., pp. 320-323.

111
Leticia Flores Farfán

allá de que se considere que los griegos creyeran en la existen-


cia o no de estas mujeres hombrunas, lo que es fundamental
es ver cómo en estos relatos se estructura un operador ima-
ginario contra todo intento de empoderamiento femenino.
Artemisa y Afrodita son el antivarón en un doble sentido:
son la negación de la verdadera condición viril y las enemigas
a muerte de los varones. Femineidad, salvajismo y barbarie se
oponen sin reserva a la masculinidad, la comunidad política y
la civilización. La fuerza de esta separación ha delineado con
indubitable precisión los avatares de la misoginia occidental.
Desde los barbarófonos de los primeros tiempos hasta el
déspota asiático, los “bárbaros” quedaron definidos por unos
otros griegos, que no cesaron en construir sus múltiples ros-
tros a partir del juego de polaridades animal/hombre, mujer/
varón, esclavo/libre, irracional/racional. El mapa de la “otre-
dad” griega quedó marcado radicalmente por la derrota de
Jerjes en Salamina; vencedores del ejército más imponente de
Asia, el mundo griego se convirtió en el estandarte de la li-
bertad que vence sobre la tiranía y el servilismo. Los bárbaros
fueron derrotados y la grecidad se impuso. La identidad “grie-
ga” fue una creación que se dio a lo largo de muchos siglos y
conoció su momento más destacado con las Guerras Médi-
cas; no logró, sin embargo, articular un imaginario único y
vigoroso que mantuviera unidos por mucho tiempo a todos
los pueblos que ocuparon la Hélade. Durante la guerra del
Peloponeso, la “grecidad” volvió a debilitarse, porque se in-
corporó el rostro griego dentro de la imagen del enemigo. Se
abre, a partir de ese momento, una nueva cartografía de la
alteridad, que no tendrá más remedio que estructurar nuevas
políticas de frontera, donde se dibujen el rostro, la voz y el
territorio del “bárbaro”.

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En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre alteridad en Grecia antigua,
de Leticia Flores Farfán, fue editado por Editarte.
Para su diseño y composición tipográfica se utilizaron
las familias Garamond Premier Pro y Candara.
Se terminó de imprimir el 28 de diciembre de 2010,
en Jiménez Editores e Impresores, SA de CV, Callejón de la Luz
32-20, Col. Anáhuac, Deleg. Miguel Hidalgo, México 11320, DF.
Con un tiraje de trescientos ejemplares, fue impreso en offset:
interiores sobre papel bond ahuesado 90 g
y forros sobre cartulina sulfatada de 14 pts
Con la colaboración de Itzel López, en la corrección de estilo,
y de Silvia Arce Garza, en la revisión de finas,
el diseño y cuidado editorial estuvieron a cargo de Rodolfo Peláez.

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