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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN

FACULTAD DE PSICOLOGÍA

Psicopatologia del niño y el adolescente


Martha Patricia Tamez

Tratado de psiquiatría

Miguel Ángel Salazar Treviño 1679143


Grupo: 7° Salón: 123
Tratado de psiquitria

Cap 6 la histeria en el niño y en el adolescente

Freud en La femineidad (1933 [1932]) da mucha importancia a la etapa de ligamen-madre.


Considera que es posible conjeturar un nexo particularmente íntimo con la histeria. En la mujer la
relación madre-niña permanece investida más allá del pasaje al padre. Dice que “no se puede
comprender a la mujer si no se pondera esta fase” (p. 111).

Llega a poner el apego/desapego materno a la altura del complejo de Edipo, pues “deja espacio
para todas las fijaciones y represiones que reconducen a la génesis de la neurosis” (p. 228).

En la histeria este aspecto es fundamental aunque se mantenga oculto detrás de la conducta


manifiesta de seducción al padre. Sobrevive en la situación transferencial un malestar primitivo,
una desazón por no sentirse deseada por la madre. Lograr sentirse deseada por su padre no le
resulta suficiente. Además, aunque la seducción hacia los hombres parece propia de sexualidad
genital, la demanda es de ser deseada desde una vinculación infantil, como búsqueda de amor y
reconocimiento (Aulagnier, 1991).

Un aspecto importante de este vínculo primitivo es que haya podido vivenciar un interjuego
madre-niño y padre-niño, como experiencia de aprendizaje no enigmático. Si sólo existe una
función cuidadora dadora, sin intercambio, el niño no desarrolla su respuesta singular y queda en
recepción pasiva, sin lugar propio (Pelento, 1988).

El no sentirse deseada por la madre genera la sensación de no ser nunca suficiente. La defensa
histérica habitual es disociar el deseo y establecer vínculos en los que ocupa el lugar de la madre
insatisfecha: la respuesta nunca es suficiente. La persona que acepta su seducción entendiéndola,
en lo manifiesto, como provocación sexual, dará una respuesta directa, sin advertir la diferencia
de pedido. La seducción es una búsqueda de amor, la dependencia es voraz, debe ser deseada la
niña y se debe lograr hacer gozar a la mujer, como reparación a la madre que no goza.

En la adolescencia, los cambios corporales hacia la genitalidad producen sensaciones que activan
las impresiones pregenitales. Esta situación adulto/infantil pone en situación similar a la de la
dramática histérica. Los cambios corporales y los pasos del desarrollo de atributos de género
promueven mucha inseguridad. Todo esto facilita que se actúe con defensas de tipo histérico y se
presenten manifestaciones similares. Además, la ambivalencia es muy grande: lo que desea es
tentador y espanta. Es necesario todo un proceso progresivo que, en su camino, debe lidiar con la
activación de componentes pregenitales. Hasta completar la integración y lograr la conformación
definitiva, el adolescente se ve sumergido en muchas situaciones que le llevan a desarrollar
comportamientos histéricos, como parte de su evolución.

También en la adolescencia se dramatiza intensamente la dialéctica dependencia/independencia.


Llegar a comprender la diferencia entre independencia y autonomía requiere un largo proceso,
que compromete aspectos de renuncia y duelo por ideales imposibles y por limitaciones. Este
proceso se desarrolla de modo muy versátil, con momentos fugazmente intensos, también
semejantes al comportamiento histérico. Esto es especialmente similar cuando se activan
comportamientos de voracidad oral.
La oralidad es destacada por varios autores (Aberastury, 1964b; Blos, 1979; Garma, 1974;
Jeanneau, 1985; Marmor, 1953; Sugarman, 1979). Aberastury describe una fase genital previa
durante el segundo semestre de vida, que reúne aspectos orales y genitales (infantiles)
(Aberastury, 1964a). Posiblemente ésta sea la época clave para el desarrollo de la dramática
histérica. Alguna vez en la clínica, ha sido posible acceder a recuerdos maternos de cambio en el
vínculo con su hijo alrededor de los seis meses. Una madre llegó a reconocer que, cuando la niña
ya comenzó a sentarse sola, llegó a sentir una especial desilusión.

Cap 7 las fobias infantiles y algunas formas de ansiedad infantil

Hasta los 6 meses de edad el niño puede tener miedo a perder la base de la sustentación, el
soporte o el equilibrio en el espacio, y a los ruidos fuertes, intensos y desconocidos. Es
característico en los dos primeros años de vida tener miedo a los extraños, sean personas u
objetos: el miedo a los desconocidos, a ser abandonado, a ciertos objetos, a lugares no comunes.
El miedo a los extraños se modula por la experiencia. Es menor si el contacto con los extraños se
realiza en compañía de personas con las que el niño mantiene un vínculo afectivo (los padres, por
ejemplo), si el contacto con la persona extraña no se realiza bruscamente, sino de forma gradual, y
si no es de corta duración. Cuanto mayor sea la exposición del bebé a personas desconocidas
menor será su temor porque se adaptará a esta nueva situación más fácilmente.

En los niños de 2-4 años puede aparecer el miedo a los animales, a la oscuridad, a los ruidos
fuertes provocados por truenos o tormentas, por ejemplo. Entre los 4-6 años se mantiene el
miedo a los animales, a la oscuridad y a los ruidos fuertes, disminuye el miedo a los extraños pero
surge el miedo a las catástrofes y a los seres imaginarios (brujas, fantasmas, monstruos, etc.).

A medida que el niño crece y aumenta su capacidad cognitiva, sus miedos se vuelven algo más
elaborados: miedo a imaginarias catástrofes o desgracias, miedo al ridículo y a la desaprobación
social, miedo al daño físico. En la aparición de estos miedos tiene mucho que ver el contacto del
niño con la escuela, con otros niños y con los profesores. La evaluación de sus habilidades
escolares y deportivas y la comparación de éstas con las de los otros puede preocupar al niño.
Hasta los 12 años, la preocupación por temas relacionados con la escuela (mal rendimiento
escolar), la familia (posibles conflictos entre los padres), los accidentes y las enfermedades puede
ser normal. A estas edades suele ser común el miedo a la muerte, a la desaparición de los seres
queridos, el miedo a los accidentes, a los incendios.

Con la llegada de la adolescencia, el joven se preocupa especialmente de sus relaciones sociales y


pueden surgir temores relacionados con la valoración personal. Es característico de esta época el
miedo al rechazo por parte de iguales, el temor al fracaso, la preocupación por el aspecto físico y
por su competencia escolar e intelectual, el miedo a hablar en público, la relación con el sexo
opuesto…

Los miedos expuestos hasta aquí son muy frecuentes y pueden afectar hasta al 40-45% de los
niños. La aparición de estos miedos y su duración, así como el grado en que interfieran en las
actividades que realice el niño en los diferentes ámbitos de su vida (familia, escuela, amigos)
dependerá de diversos factores. Por un lado, del apoyo que encuentre en sus padres y de la forma
en que éstos lo eduquen. Será beneficioso que los padres sean vistos por el niño como apoyos y
fuentes de seguridad física y afectiva. Sin embargo, un estilo educativo excesivamente
sobreprotector podría estar relacionado con el mantenimiento de estos temores y su
agravamiento. El papel de los padres deberá ser tal que favorezca la autonomía del niño y permita
al pequeño alejarse de ellos para experimentar nuevas situaciones y comprobar lo adecuado o no
de sus temores. Por otro lado, que el niño experimente diferentes situaciones (escuela, deporte,
actividades extraescolares, excursiones, etc.) y conozca a diferentes personas (otros niños,
familiares, otros adultos, etc.) facilitará la transitoriedad y superación de estos miedos.

¿Cuándo se considera que estos miedos son un problema psicológico? Cuando los niños
experimentan estos temores con una ansiedad elevada, evitan situaciones relacionadas con ellos y
la presencia de los mismos altera el funcionamiento normal en la escuela (por ejemplo, el niño
tiene problemas para concentrarse o hacer los deberes), los amigos (deja de realizar actividades
con ellos debido a estos miedos) o la familia. En estos casos, estos miedos reciben el nombre
de fobias, y pueden ser objeto de atención clínica.

Los trastornos de ansiedad en la infancia y la adolescencia

Los trastornos de ansiedad que aparecen con más frecuencia durante la infancia y/o la
adolescencia son la ansiedad de separación, las fobias específicas, la fobia escolar, la fobia social,
el trastorno de ansiedad generalizada y el trastorno obsesivo-compulsivo.

Se considera que los trastornos de ansiedad ocupan el tercer lugar en cuanto a los trastornos que
generan mayor demanda en la red asistencial por parte de niños y adolescentes, siendo más
prevalentes los trastornos por conductas perturbadoras (T Déficit de Atención con Hiperactividad,
Negativismo Desafiante, Trastorno de Conducta) y los trastornos del humor (depresión). La
prevalencia de los trastornos de ansiedad varía en función del sexo y la edad. En general, suelen
darse con mayor frecuencia en niñas que en niños. Las fobias infantiles y la ansiedad de separación
son más frecuentes en la infancia, mientras que la fobia social, la ansiedad generalizada y el
trastorno obsesivo compulsivo pueden iniciarse durante la adolescencia. Se trata de trastornos
que suelen aparecer asociados a otros cuadros de ansiedad, siendo también frecuente su
comorbilidad con la depresión.

Cap 8 obsesiones y neurosis obsesivas del niño

Los miedos y fobias se caracterizan por ser miedos persistentes, excesivos e irracionales hacia
objetos o situaciones. Estos miedos interfieren con su vida y el niño no es capaz de controlarlos.
Algunas fobias comunes en niños son a los perros, insectos, agujas, ruidos fuertes…

Los niños evitarán situaciones o cosas que temen, y si se enfrentan a esas situaciones las
enfrentarían con sentimientos de ansiedad como llanto, berrinches, dolores de cabeza y de
estómago. A diferencia de los adultos, los niños generalmente no reconocen que su miedo es
irracional.

Los niños pueden preocuparse por los gérmenes, ponerse enfermos, la muerte, que ocurran cosas
malas o hagan algo mal. La sensación de que las cosas deben estar “perfectas” son comunes entre
los niños. Algunos niños tienen ideas perturbadoras o se imaginan haciendo daño a los demás,
pensamientos impropios de su edad o de tipo sexual
Existen muchos rituales diferentes como el lavado y el aseo, la repetición acciones hasta la
perfección, volver a empezarlas, hacer las cosas exactamente igual, borrar, rescribir, formular la
misma pregunta continuamente, confesarse o disculparse, decir palabras o números al azar,
revisar, tocar, pulsar, contar, rezar, ordenar, arreglar, y acumular objetos.

Cap 9 Las psicosis infantiles

El autismo infantil precoz

Descrito por primera vez por Leo Kanner en 1942, ha sido objeto de numerosos estudios
psicopatológicos, etiológicos y terapéuticos a los que nos referiremos en este capítulo. Este
síndrome aparece durante los primeros años de vida y es localizable en diversos movimientos
evolutivos, durante los cuales se constituye en una forma que comprende pocas variaciones; el
hecho de que el autismo sea típico durante una fase relativamente breve o por el contrario larga
hasta la desesperación, el que sea primitivo o secundario, debe considerarse como la expresión
manifiesta de un modo de funcionamiento mental que posee su propio equilibrio dinámico y
económico, y que puede tomar forma en diferentes contextos.

El síndrome del autismo infantil precoz Se caracteriza esencialmente por la ausencia de


comunicación del niño con las personas vivas que le rodean y en particular con su madre y su
familia más próxima. Este defecto evidente se traduce en todos los registros habituales de
comunicación. 1. La mirada vacía del niño es impresionante, no se dirige a nadie, ni a la madre ni
a cualquier otro ser humano que intente interesarse por él. Esta mirada ausente recuerda a veces
la amaurosis. 2. No aparecen ni la mímica ni los gestos de llamada, y el niño no responde a las
solicitaciones habituales de los adultos ni de otros niños. 3. Parece insensible a las estimulaciones
auditivas en general, y no se interesa tampoco por la voz de su madre ni por la de los
desconocidos. En esta fase, los ruidos, incluso si son bruscos e intensos, no desencadenan
sobresalto ni reacción emocional alguna, lo que a menudo hace pensar que el niño es sordo, tanto
más cuanto que los reflejos psicogalvánicos son a menudo atípicos. 4. Las reacciones emocionales
del niño son en su conjunto extrañas. Lo más a menudo, el niño no manifiesta ninguno de los
signos de displacer habituales a esta edad. Permanece inmóvil, con los ojos abiertos si se despierta
por la noche, sin gritar ni llorar. Por el contrario, cuando se le cambia de habitación o de casa el
equilibrio se altera fácilmente y no tardan en aparecer violentas crisis emocionales, mientras que
parece insensible a la desaparición de la madre, de las personas familiares o a la llegada de un
desconocido, como se advierte habitualmente en el segundo semestre. Es un bebé que no tiene
caprichos. 5. Un examen más minucioso del niño autista muestra, en la fase en la que el cuadro
típico está constituido, que los ejes de referencia son radicalmente distintos de los de los niños de
su misma edad. No sólo no se da la diferenciación entre madre y no madre, y entre familiares y
extraños, sino que el niño no parece conceder importancia a la distinción entre lo vivo y lo inerte,
lo animado y lo inanimado. Por ejemplo, un niño autista había sido habituado a besar a sus padres
cuando se le conducía a la sala de estar del piso, y esto se había convertido en un ritual al que
todos se conformaban estrictamente. Pero, al desplazarse, daba también besos a los muebles, a
los objetos o a los visitantes eventuales. Otro niño, que iba cogido de la mano durante un paseo, al
soltarse un momento, se agarraba a la mano de cualquier paseante. Un tercero no sentía temor
alguno ante los animales de una granja, durante un período de vacaciones. El comportamiento
particular del niño autista hacia los otros seres humanos es difícilmente interpretable. A veces el
hecho de evitar la mirada parece una fuga activa. Más a menudo, se puede suponer que se trata
de una ausencia de toma en consideración, de, una no construcción de la «gestalt» perceptiva
«madre», lo que obliga a imaginar otros procedimientos de intercambio con el entorno, al no
poder ser utilizados si no es con cierta circunspección los conceptos de identificación en sus
diferentes formas. Claro está que esta posición crítica no es sostenible si se elige la hipótesis según
la cual se trata de un rechazo activo a oír o ver al otro, hipótesis que debe discutirse cuando se
trata de autismos secundarios. El niño autista mueve objetos y juguetes pequeños que han sido
puestos en su cuna o en su parque. También mueve sus manos en su campo visual, en
movimientos repetitivo s cuya finalidad no resulta evidente para el observador. Más tarde, coge la
mano del otro en un movimiento más utilitario, y se diría que la utiliza como instrumento. Deducir
de aquí que toma las partes de su cuerpo o las manos del otro por objetos inanimados no nos
permite adelantar demasiado, puesto que la oposición entre vivo‐e inanimado no parece
pertinente en la construcción teórica del niño autista en su fase típica. Por eso, no debe
extrañarnos el ver a estos niños imprimir movimientos de rotación a los objetos que manipula y a
su propio cuerpo. Se describirán otros rasgos atípicos en su comportamiento motor a propósito de
las formas evolutivas, pues éstas aparecen a menudo cuando la estructura autística tiende a
desequilibrarse. 6. El desarrollo psicomotor es bastante variable. Algunos niños presentan un
desarrollo atípico; otros adquieren rápidamente autonomía motriz, y demuestran una gran
agilidad tanto en su motricidad global como en sus movimientos finos. Se advierte entonces con
claridad que el aspecto formal del espacio es tan importante para estos niños porque no tienen en
cuenta lo que al observador le sirve de punto de referencia esencial (lo que está en mí o fuera de
mí, lo viviente o lo no viviente, el ser humano bueno o malo, «como yo» o «diferente de mí»,
etc.). Este investimiento de las oposiciones formales puede reconocerse de diferentes formas, en
las modulaciones totalmente originales del principio de placer‐displacer. a) Como se ha dicho más
arriba, el niño autista soporta mal cualquier cambio de lugar de vida. Un traslado de la familia o la
admisión en un internado provocan a veces desorganizaciones catastróficas. b) Los niños autistas
desarrollan a menudo una capacidad sorprendente de localización topológica. En un contraste
impresionante con la reacción de catástrofe provocada por el traslado, los niños autistas pueden,
algunos años más tarde, familiarizarse inmediatamente con nuevos lugares (el lugar de
tratamiento), captar el plan del lugar y encontrar sin la más mínima duda el camino que les
conduce hasta él. c) Es de sobra conocida la asombrosa capacidad de los niños autistas para
distinguir formas geométricas (semejantes a la tabla de Seguin) y para completar las piezas de un
puzzle. d) Algunos desarrollan una habilidad manual extraordinaria y son capaces de desmontar
rápidamente los objetos que han suscitado su interés. El conjunto de estos elementos permite
postular que en los niños autistas se pone en marcha un tipo distinto de construcción de las
representaciones del mundo, y que ciertos criterios formales son más pertinentes en estos casos
que las cualidades agradables o desagradables concedidas desde los primeros meses de la vida a la
madre y a otras personas en contacto con el niño. El niño autista resulta por ello incomprensible
para el otro, no es más que una pantalla para las proyecciones masivas de los adultos que deben
organizarse frente a él, padres, educadores, y psicoterapeutas. 7. En el cuadro típico que
acabamos de describir, no tiene cabida el lenguaje, puesto que los campos noéticos del niño y de
los demás son radicalmente diferentes. Sólo cuando este cuadro se modifica y el niño presta
alguna atención a eventuales interlocutores, se instaura alguna comunicación verbal.
Describiremos también el lenguaje de los niños autistas a propósito de las formas evolutivas.
Recordemos sin embargo, que es la ausencia del lenguaje la que, aún hoy, angustia con frecuencia
a los padres y les lleva a consultar a los especialistas. El autismo infantil precoz plantea, en el
primer contacto con un equipo psiquiátrico, el problema del diagnóstico, que no hay que
confundir con el de las encefalopatías, otras formas de disarmonías evolutivas o de disfasia, y por
supuesto, como ya ha sido dicho, la sordera profunda o total. 8. A pesar de este aparente
desorden, no es infrecuente constatar que los hábitos de limpieza se adquieren normalmente, si
bien se dan casos muy variados. Esta relativa capacidad para adquirir ciertos automatismos no
resulta fácil de explicar, sobre todo porque tal vez se vea modificada cuando el niño entra en
relación con el otro, y en particular durante los intentos de aproximación psicoterapéutica. Un
niño observado por uno de nosotros presentó mericismo durante varios años. Esta regurgitación
maloliente se producía precisamente cuando el niño se hallaba cerca de la psicoterapeuta,
contrariamente a lo habitual en los niños hospitalizados, en los que la presencia de una enfermera
basta para que el síntoma desaparezca. 9. Numerosos autores subrayan la ausencia de actividad
autoerótica. Margaret Mahler (1) explica la facilidad de adiestramiento esfinteriano por la
indiferencia hacia las zonas erógenas. A veces se advierte una resistencia a los sufrimientos
psíquicos, como si la piel estuviera menos investida que en los niños normales. Se han descrito
conductas auto agresivas mutilantes. Pero no creemos que éstas sean específicas del autismo
infantil precoz. Tal vez sean consecuencia del desinvestimiento de los adultos y de las condiciones
de vida de estos niños ‐en particular la hospitalización‐ que juegan un gran papel en su aparición.

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