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VAYANSE A LA MIERDA.

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Váyanse todos a la mierda,


dijo Clint Eastwood
Néstor Barron
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Váyanse todos a la mierda,


dijo Clint Eastwood

Néstor Barron

W diciones Continente
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Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood


Néstor Barron

1ª edición

© 2007 Néstor Barron


© de esta edición: Ediciones Continente

W diciones Continente
Pavón 2229 (C1248AAE) Buenos Aires, Argentina
Tel.: (54-11) 4308-3535 - Fax: (54-11) 4308-4800
e-mail: info@edicontinente.com.ar
www.edicontinente.com.ar

ISBN: 978-950-754-235-0

Foto de tapa: Néstor Barron


Foto del autor: MoirA
Textos de contratapa y solapa: Majo Fontaner
Diseño de interior: TXT Ediciones

www.nestorbarron.com.ar

Barrón, Néstor
Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood. - 1a. ed. -
Buenos Aires: Continente, 2007.
320 p.; 23x14cm.

ISBN 987-950-754-235-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.


CDD A863

© W diciones Continente

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

Libro de edición argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmi-


sión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea
electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el per-
miso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2007,


en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina.
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1: Runo Fagi raginakuntho, pag. 15


2: Yec’hed mat d’an holl, pag. 95
3: Infernus: hic bibitur..., pag. 201
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“You see things, and you say ‘Why?’


But I dream things that never were; and I say ‘Why not?’”
GEORGE BERNARD SHAW 1

1 Back to Methuselah, acto I. En el Edén, la Serpiente le dice esta frase a Eva.


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Intr.

Lo bueno de escribir esta clase de libro es que luego lo


leen tus amigos, la gente que te quiere. Y entonces dejan
de quererte. Qué alivio.
Como, además, son libros predestinados a ser antipá-
ticos, eso otorga una impunidad maravillosa. Podés, por
ejemplo, llenarlos de adjetivos, lo cual suena casi revolu-
cionario. Parece mentira que aún hoy, en el siglo XXI, si-
gamos padeciendo y arrastrando el virus de Hemingway.
Y Hemingway fue un hijo de puta. Escondía sus incapa-
cidades detrás de esa sequedad de macho, y terminó ma-
tándose —en vida, digo, no cuando efectivamente se re-
ventó los sesos.
De todos modos, ¿a quién le importan ya esas cuestio-
nes? Aunque hay que reconocer que se puede aprender al-
go de Hemingway: lo que él hacía en los libros, debería
hacerse en la vida. Pocas palabras, y acción. Las cataratas
de palabras y las explosiones tropicales del lenguaje son
para los libros. Hoy las cosas están exactamente al revés,
Dios (que no existe) nos salve.
“Es como ese cuento de Maupassant”, dice Jorge, “en el que
una pareja pierde unas joyas que le prestaron y desde entonces
dedica toda su vida a tratar de devolverlas. Y cuando lo arrui-
naron todo en pos de ese proyecto pero al fin, al cabo de años,
vuelven a ver a la vieja que se las había prestado para darle
unas iguales...”
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...la vieja les dice: “Pero... ¡si las joyas que les presté eran
falsas!”.
En los lamentables ataques de humanismo que a veces
padezco, siento el impulso de ir hasta esa mesa del bar
donde un simple conductor de taxi se ve obligado a tener
una opinión sobre la angustia y los iraquíes, o meterme
por esa ventana donde un arquitecto y una actriz del un-
derground analizan su pareja, y decirles a ellos y a todo en-
te social con quien me cruce: “Basta... Ya no se preocu-
pen... Las joyas son falsas”.
Pero para qué, si todos bailan una misma música que
no es esa. Y el humanismo se me cura con sólo mirarme al
espejo, así que...
Este tiempo es, esencialmente, depresión. La era del
“afecto”, esa forma bastarda y minusválida de la pasión.
Todos somos tan buenos...
La ignorancia y la estupidez son formas de la maldad.
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Laisse-moi me perdre.
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Runo Fagi raginakuntho

Fue demasiado por hoy. Dos horas de conversación


con un editor de libros esotéricos. Ok, te invento un nue-
vo método de meditación energética, sí. ¿Con música? Sí,
qué buena idea, y te la grabo yo mismo: cuarenta minutos
de teclados new age, y hacemos el libro con un CD. Lo que
quieras, pero por favor callate.
Llego a casa intoxicado. Pero se arregla fácil: una hora
sumergido en la bañera, y después de comer un cigarrillo
con un vaso de...
Mh. Algo anda muy mal. ¿Dónde está la botella de
Glenlivet? Y no es lo único que falta. Tampoco veo el ex-
primidor eléctrico. Y ella, sí. También falta ella...
Teléfono.
“¿Hola...?”.
“Me sentía vacía...”.
Ella.
La argumentación que sigue es impecable. Quizá por
eso no hay nada sorprendente en ella. En la argumenta-
ción, digo. Aunque quizá ya no lo había tampoco en ella.
Lo único que hacia el final sigue quedando algo oscuro es
lo de la juguera.
“Bueno, son cosas que compramos juntos...”.
“Sí, Andrea... Justamente...”.
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“La elegí yo...”.
Lógica irreprochable. Podría pelear un poco arguyen-
do que pagué yo, pero es mejor aceptar todo rápido para
no sumergirse en una discusión bizarra. Menos mal que
nunca se me ocurrió que compremos juntos un juego de
palos de golf de 9.000 dólares; igual nunca se me ocurri-
ría, pero ahora tengo una razón más para no hacerlo.
“Le voy a pedir a María que pase a buscar mis cosas del ba-
ño, el cepillo de dientes, esas cositas... Es lo único que queda. ¿Ma-
ñana puede ser?”.
¿El cepillo de dientes quedó, pero se llevó la jugue-
ra? (No, pibe, no, no cedas a la tentación de comentar so-
bre esto).
“Sí, mañana está bien, no hay problema”·.
“Bueno...”. Y un silencio eterno. O casi... “Debés sentir-
te aliviado, ¿no?”.
“¿Qué...?”.
“Es obvio. Ni siquiera me preguntaste cómo estoy. A vos ya
sé que no te pasa nada, que sos de hielo, pero...”.
Me parece que me sangra un poco el labio inferior.
Tengo que morderme más despacio.
“...pero está bien, dejá, mejor no hablemos más, no tiene sen-
tido, basta. Mañana mando a María. ¿Qué más se puede decir
si... si...? Bah, chau...”.
¡Clack!
Dios existe, al menos a veces. Lamento especialmen-
te el Glenlivet, pero en fin, es el precio por salvarse de un
monólogo demoledor. Si no hay resistencia, el ataque
pierde sentido.
A esta altura de las cosas, la teoría de la no-resistencia es
la única ingeniería de supervivencia. Así conseguís cierta
tranquilidad. Claro que... ¿alguien quiere vivir tranquilo?
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No fue una mala manera de conocerse, no.
El baño parecía un contenedor recién enviado desde
Alaska por un exportador de géiseres. El agua de la ducha
caía con violencia, rebotando en la cortina plástica de la ba-
ñera con un acogedor ruido de tormenta. María se soltó la
bata en la que se había envuelto, mientras aspiraba profun-
damente por la nariz y exhalaba por la boca como un búfa-
lo. Tenía la insostenible pero sincera convicción de que un
par de inhalaciones diarias de ese vapor húmedo y caliente
resultaban efectivas y purificadoras contra los 35 cigarri-
llos que se metía cada día entre pecho y espalda. Y de
pronto recordó:
“¡Las algas!”.
Mientras salía se iba vistiendo con las ropas que había
ido tirando por ahí en su camino al baño. Cuando abrió la
puerta del departamento se encontró con Andrea, que es-
taba por golpear.
“Pasá, pasá, vuelvo en cinco minutos...”.
Andrea entró incómoda porque venía muy apurada, y el
sonido de la lluvia de la ducha no la ayudó. Esperó unos se-
gundos, y decidió pasar al baño. Al principio la nube impe-
netrable de vapor la impresionó desagradablemente, pero
cuando se sentó en el inodoro y soltó el chorro de orina em-
pezó a sentirse casi cómoda, adormecida entre la bruma cal-
dosa y sofocante. El sonido consistente de la orina fue inte-
rrumpido apenas por un pedito que resonó con un eco suave
dentro de la taza del inodoro. Ahí fue cuando no pude dejar
de correr un poco la cortina de la bañera y espiarla desde mi
sumergimiento. No fue una mala manera de conocernos, no.

“Yo creo que uno tiene que tratar de acostarse con cualquier
cosa que haya en un radio de dos metros a la redonda. Pero no
puedo entender lo de permitirles que se instalen en tu departamen-
to. Eso me deja perplejo”.
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Lo cual es mentira, porque Esteban perdió toda perple-
jidad el día que despertó sobre una pila de cadáveres con
una bala incrustada detrás de su oreja izquierda, el penúl-
timo día de la guerra de las Malvinas. Su último contacto
con la perplejidad fue la cara del sacerdote que estaba brin-
dando una bendición colectiva a los cuerpos apilados en la
ladera de la colina y de pronto vio que uno de esos cadáve-
res movía los dedos del pie. Alguien podría decir que de al-
guna manera Esteban volvió de la muerte, pero no es así.
Nunca volvió. Es un muerto que camina y juega a sentirse
perplejo para esquivar la demencia y el suicidio que lo vie-
nen persiguiendo desde hace veinte años.
“No me critiques, Esteban. Hago lo que puedo. De todas for-
mas, siempre en algún momento se van. Como Andrea... Todo lo
que queda del gran amor es un cepillo de dientes y un par de fras-
cos que María pasa a buscar mañana a la noche”.
“A mí no me engañes. Sé que tenés un mecanismo eyector en
el departamento. Cuando empiezan a querer ocupar más espacio
que la música o sugieren que perdés mucho el tiempo con todas esas
boludeces que a vos te encantan, entonces, sin violencia ni peleas,
apretás un botón y las eyectás”.
“Ojalá fuera tan simple, Esteban. Ojalá...”.
“¿No es así?”.
Cuando Esteban se me queda mirando así, con esos ojos
vidriosos y extraviados que sin embargo se fijan con una in-
tensidad estrepitosa que te atraviesa, muero de terror. No
puedo olvidar la tarde que lo conocí, diez años atrás. Tenía
que escribir una historia para la televisión, sobre la guerra
de Malvinas. Alguien me habló de un excombatiente que
ahora era representante comercial en la Argentina de una
empresa inglesa. Ese es mi hombre, me dije.
Después de negarse varias veces, por fin me citó en
su oficina. Me estuvo estudiando un buen rato mientras
hablaba de estupideces, hasta que me clavó una de esas
miradas.
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“No creo que puedas entender lo que te cuente, porque soy muy
distinto a vos y a todas las personas que conocés. Muy distinto. Yo
soy un asesino”.
“Ajá”, comenté. Mi serenidad nacía de un terror abso-
luto. Esteban me seguía clavando la mirada, y yo veía des-
filar por sus pupilas rostros con muecas desencajadas, crá-
neos descerebrados, cuerpos desmembrados, cadáveres con
miradas de niño asustado buscando a su madre...
Entonces Esteban se levantó lentamente, sin dejar de
mirarme, golpeteando sus dedos sobre un cajón del escri-
torio que yo no veía.
“Acá tengo armas. Y soy un tipo peligroso. Siempre parezco
tranquilo, pero nunca se sabe cuándo sucederá que tenga una re-
acción inesperada...”.
Mientras hablaba se fue acercando a la puerta de la
oficina y la cerró despacio.
“Tengo una bala metida en el hueso, aquí, detrás de la ore-
ja. Parece que con el tiempo se va moviendo poco a poco. A veces
pienso en eso y entonces me cuesta controlarme”.
Entonces todo fue vertiginoso. Apagó la luz, corrió al
cajón y sacó un arma.
“¡De repente puedo dejarme llevar y empezar a los tiros!”.
En la oscuridad distinguí su pose de tirador, apun-
tándome.
“¡¿Me entendés?!”.
Fueron segundos, pero se arrastraron lentos como ba-
bosas sobre la piel de gelatina de un apestado. La oficina
entera latía presionando uniforme y rítmicamente mi ca-
beza. Dejé de ver las siluetas de los objetos, sólo veía calor
y latidos, una masa viva y pegajosa todo a mi alrededor. Y
entonces se encendió la luz.
La presión se descomprimió como si abrieran una ca-
bina presurizada. Cuando pude entender algo, Esteban es-
taba guardando el arma y volvía a sentarse frente a mí...
que no había movido un músculo en ningún momento.
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“Creo que sí, que me entendés... Y sino, lo disimulás muy
bien...”.
Y empezó a reírse a carcajadas. Recién entonces me
acordé de respirar.
Esa fue sólo la primera de las que me hizo pasar Este-
ban. Por eso, cada vez que se me queda mirando así...
“No. Ahora lo entiendo. Es cierto que no las eyectás vos. No.
Se autoeyectan”.
“Mh. Eso puede ser”.
“Es. Ni siquiera tenés que hacer nada. A ver: al principio
todo les parece genial...”.
“Divertido, es la palabra”.
“Sí. Y cuando empiezan a ver que todas esas ‘cosas diverti-
das’ que hacés no son pasatiempos, cuando entienden que realmen-
te estás loco...”.
“...se autoeyectan. Sí, puede haber algo de eso...”.
“Es exactamente así. A mí —vos lo sabés— todo me da lo
mismo. Pero si yo fuera vos... creo que estaría preocupado”.
“¿Por qué?”.
“Porque vos no sos yo. Vos no estás muerto. Más bien todo lo
contrario: no tolerarías estar tranquilo y realmente solo. Necesi-
tás movimiento todo el tiempo, sos insoportable. Tenés hormigas en
el culo de la mente”.

“No sé cómo aguantás al demente de Esteban. Bah, es sólo


uno más en tu lista interminable, esa antología de la literatura
fantástica que frecuentás”.
Jorge me conoce desde siempre. Nuestras vidas fueron
un largo ejercicio de descubrirse uno al otro y, en esa bús-
queda, cada uno a sí mismo. Creo que encontramos un
juego sin resolución final, y eso nos mantiene unidos. O
quizá sea el alcohol.
“¿Creés que Lil estará a esta hora?”.
“Lil tiene que estar”, dice, y se relame.
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Y Lil está. Bañándose, así que nos grita que entremos,
que está abierto. Jorge quiere ir hacia el baño, pero antes de
que llegue Lil sale a recibirlo, mojada, con sólo una toalla
alrededor de la cintura.
El tema es que Lil tiene una sola teta. En el medio del
pecho. Hermosa, perfecta, maravillosa... pero una sola. En
compañía de otra igual —y ambas en su posición natu-
ral— formarían un conjunto mucho más que apetecible,
pero... no hay otra. Hay una sola. En el medio.
Como Lil creció en democracia, no le parece correcto
que se haga ningún comentario sobre su única teta. Ni
aunque fuera “cómo me calienta”, cosa que Jorge ya le co-
mentó un par de veces. Sí le parece natural que uno ni si-
quiera demore una mirada en ella, que pase por alto el de-
talle. Lo cual es difícil si te recibe con esa toallita bonsai
tapando apenas su pubis y nada más.
“La diferencia está en los ojos que miran, no en las cosas que
esa mirada establece como diferentes”.
Esa es la forma en que Lil dice “dejá de mirarme la te-
ta, baboso”. Pero Jorge no se da por enterado.
“Traje chocolate en rama. Y traje para fumar...”.
Es una combinación que hace temblar todas las con-
vicciones de Lil.
“¿Sí...? Bueno, pero... lo que pasa es que después te empezás
a poner demandante, y...”.
“...y dicen que la tercera es la vencida. Si sé contar, esta se-
ría la tercera vez que fumamos juntos”.
“No me gusta cuando me hablás así. Y no entiendo por qué
lo hacés. Vos no sos así, tan... primitivo”.

Diccionario Lil: “Primitivo”: ente que no se


cuestiona lo que siente ni por qué lo siente, y
hasta se deja llevar por ello; dícese también de
quien no ha leído libros o artículos de autoayu-
da, o los leyó sólo como material humorístico.
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“Primitivo”, repite Jorge. “Esta chica me está elogiando,
¿vos qué opinás?”.
“Creo que esa idea la calienta. Si vuelve a decir ‘primitivo’
tiene un orgasmo”.
“¡No se puede hablar con ustedes dos! ¡Nunca hablan en se-
rio!”.
Analizando con detenimiento las circunstancias acae-
cidas desde que entramos a la casa hasta esa última frase
que Lil pronunció con un mohín delicioso, casi divertida,
y que fue acompañada por un corto balanceo arribabajo,
casi un hipo, de su única teta... bueno, no imagino argu-
mento alguno que justifique una frase seria.
Pero Lil, ya lo dije, nació el mismo año que la demo-
cracia argentina, una de cuyas bases es el principio por el
cual cualquiera puede decir cualquier cosa sin ningún ri-
gor, justificación o solidez conceptual. El mismo principio
según el cual alguien podría plantear la eliminación total
de la raza coreana, por ejemplo. ¿O acaso hay un vademécum
de ideas “correctas” para expresar sin rigor alguno, quedan-
do prohibidas las que no estén allí nomencladas?
No sé qué pasó mientras pensaba en estas cosas ori-
nando en el baño, pero ahora que salgo la veo a Lil apren-
diendo a armar un cigarrillo de marihuana. Antes de este
momento, sólo quedaban en el mundo tres chicas que no
sabían hacerlo. Lil era una de ellas; las otras dos no exis-
ten. A la mierda con el primitivismo...

“¿Pero en qué andás, che?”, dicho en un silbido afecta-


do que se detiene un milímetro antes de llegar a lo gay,
cerrando con el “che” pronunciado en forma arcaica como
homenaje que nadie registra a la vieja oligarquía literaria
del Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX, a
quienes tampoco nadie ya registra. Este es el tono que Fe-
derico considera perfecto para este momento de su vida.
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Federico es un escritor de éxito. Pasa tanto tiempo ha-
ciendo gimnasia, yendo a comprarse ropa en su moto de
colección y dibujándose la barbita, que casi no tiene tiem-
po de escribir. Esta es, claro, la razón de su éxito.
Para ser justo con él, una vez tuvo una idea excelente.
Tanto, que sobrevivió a la liviandad con que él la desarro-
lló. Igual ni con una bomba de estupidez nuclear se podía
lograr que esa idea perdiera interés, porque era algo acer-
ca del clítoris.
“¿En qué andás, en qué andás? ¿Estás escribiendo algo
nuevo?”.
Sí, pelotudo, sí. Estoy escribiendo algo nuevo, con un
sentido que vos nunca vas a encontrarle a esa palabra.
“No, nada en especial. De hecho, ya no le encuentro mucha
gracia a escribir”.
“Pero qué moderno sos, che. ¿Vamos al cumpleaños de Silva-
na? Se va a poner bueno...”.
El problema mayor con Federico es su barba. Ese di-
bujo insoportable, una línea de tres milímetros de ancho
(longitud máxima de cada pelo = 0,5 mm) marcando el fi-
lo de la mandíbula a ambos lados del rostro, uniéndose en
un recorrido art-deco con dos rombos y dos curvas que ter-
minan en la comisura de los labios, sobre los que planea
un bigotito Clark Gable... ¿Cómo tiene energías cada ma-
ñana para el mantenimiento? Lo único que provoca es ta-
charlo todo con un marcador bien grueso.
Y es aún más insoportable cuando pienso que eso lo
convierte en un propagandista de la mierda en que vivi-
mos, del mundo del diseño.
Todo es diseño. Todo es un concepto y una forma exter-
na. Detrás, no hay nada. Ni debajo ni adentro ni arriba. To-
do consiste en emitir un concepto —así sea desde la nada—
, y eso adquiere entidad inmediatamente. Ya es “algo”.
Empezó, como todo, con el arte (quizá haya que culpar a
Duchamp), pasó a los media y terminó enchastrando a toda
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la sociedad. En mi barrio la basura no la juntan los basure-
ros sino unos operarios de ingeniería ambiental. No hay tu-
llidos sino personas con capacidades motrices diferentes. Si
decís “negro” o “judío” te hacen sentir que estás insultando
a alguien. Y nadie te mete los cuernos, sino que siente la
necesidad de explorar otros espacios vivenciales. Ya no hay
mucamas, rengos, gordas, mogólicos, putas, porteros de
edificio, maricones, concubinas, ni siquiera vendedores
(porque son “asesores autorizados” en lo que carajo sea que
vendan).
Es como si, por insostenible que esto sea, se creyese
que al eliminar las palabras se eliminan las condiciones o
circunstancias que definían. En el otro extremo, por lo
tanto, con sólo inventar una palabra o concepto se genera
una realidad que todos aceptan sin chistar.
Ese es el mundo que Federico simboliza tan bien.
“Esta fiesta es una cagada, che. ¿Vamos?”.
Son recién las once y media. Podría llegar a tiempo
para ver Get Smart en el cable.
“Sí, sí, vamos”.
El asunto es que Federico me lleva en su Harley, lo
cual me pone muy nervioso. Especialmente cuando a to-
da velocidad por la avenida Santa Fe se pone a hablar
por su celular.
“Sí, soy yo. Qué sorpresa, ¿eh? ¿Qué te parece si paso a ver-
te? Sí, estoy con un amigo. En cinco estamos ahí. Chau...”.
“¿Adónde? Me dijiste que volvías para Caballito...”.
“Es sólo un momento. Tengo que pasar a verla, aunque sea.
Después de todo, se separó porque el marido se enteró que ella se
acostó una vez conmigo. Viste cómo son las cosas: los dos éramos
jurados del Premio Planeta, nos juntamos una tarde en su de-
partamento, y al carajo. Por alguna inexplicable razón, en
una discusión con el marido ella se lo gritó en la cara, y el ti-
po se fue a la mierda. Pero con amenazas y todo, ¿eh? Una
grasada...”.
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Ella no está mal, de hecho tiene tetas como ya no se
ven en la anoréxica Buenos Aires —y son dos, por su-
puesto. Pero tiene ese rictus amargo típico de tantas mu-
jeres que quisieron ser a la vez independientes y tradicio-
nales —c’est à dire: llevar una vida “moderna” pero sin
cambiar en nada conceptos como el matrimonio—, y a las
que por supuesto todo se les fue de las manos, quedándo-
les sólo esa mueca que pretende denunciar (aunque nadie
se entera) que ellas lo hicieron bien y el mundo no. Fede-
rico no es demasiado exigente, pero a mí ese rictus basta
para volverme impotente.
“Qué bueno que viniste, Fede. Es increíble, justo que esta-
ba tan angustiada...”.
Los rombos art-deco se erizan, puedo notarlo a simple
vista.
“Ah... ¿sí?”.
“Sí.. Mi exmarido... Hace una semana que se la pasa
llamándome, me tortura, creo que me vigila, no sé... No sé qué
hacer...”.
Yo sí.
“Permiso, paso al baño...”.
El tiempo de vaciar mi vejiga es el que le doy a Federi-
co para que nos saque de esto. Sino, me iré en taxi y listo.
Pero Federico es confiable en ese sentido.
“Bueno, ¿vamos? Ya le expliqué a Gachu que estás con ese
problemita de incontinencia y a medianoche tenemos que hacer el
tratamiento de moxibustión...”.
“Sí”, dice ella y por un segundo el rictus se atenúa, “la
medicina china es genial”.
“Bueno, mañana te llamo, así me contás lo que te está pa-
sando...”.
“Gracias, Fede. No sabés qué importante es para mí en este
momento alguien que me ponga el oído...”.
“Estoy poco perceptivo esta noche”, dice Federico ya con el
viento de Santa Fe haciéndome un lifting, tal es la veloci-
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dad de la puta moto. “Mi idea era que la íbamos a encontrar
de ánimo receptivo, como para armar algo de tres”.
No puedo contestar enseguida porque Federico dobla
por Pueyrredón y mi oreja plumerea un poco el polvo del
asfalto. ¡Santo Van Gogh, Batman!
Cuando el joven maravilla endereza su máquina dia-
bólica, apenas me da para comentar:
“Y bueno... No todas las noches tiene que pasar algo...”.

La Policía no descarta el móvil pasional

Hallan a una mujer degollada


en el baño de su casa

“¡¿Y vos estuviste ahí?!”.


“Por lo que dice el diario, más o menos una hora antes de
que la maten”.
“Bueno, pero... no habrá problemas, ¿no?”.
“¿Te referís a si me van a descubrir?”.
“No, boludo, no...”.
“¿Entonces qué preguntás? En los asesinatos hay huellas,
móviles, todas esas cosas en las cuales no puedo aparecer ni como
extra. ¡Si a la mina la vi cinco minutos en mi vida!”.
“Sí, está bien, es cierto... ¿Hablaste con Federico?”.
“Me llamó apenas lo escuchó en la tele esta mañana. Prime-
ro, por supuesto, había llamado al abogado de la multinacional
para la que escribe. El tipo le dijo que no va a haber ningún pro-
blema, pero que hay que presentarse a la cana y blanquear ense-
guida que estuvimos ahí”.
“¿A eso le llama “ningún problema”?”.
“El tipo tiene razón. No vamos a esperar que la cana nos
busque... Me encuentro con ellos en veinte minutos. Pero contá,
¿qué pasó anoche? ¿La tercera fue la vencida?”.
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La cara de Jorge se ilumina como un globo aerostáti-
co que brilla en lo alto pero porque acaba de prenderse
fuego por dentro.
“Estoy tocando el cielo con las manos. Mirá...”.
Levanta sus brazos, las palmas de las manos hacia
arriba, el éxtasis brillando en su rostro como un globo
aerostático y todo lo que dije antes. Claro que el azul del
cielo es sólo una ilusión óptica, no existe, no se podría
tocar.
“La segunda teta de Lil tampoco existe, y sin embargo te
puedo asegurar que sentís que la tocás...”.

“Hola... Bueno, son las once... este es el tercer mensaje esta


mañana, veo que no me querés atender, está bien, puedo entender,
pero aunque sea por una cuestión de respeto creo que...”.
“¡Hola, hola! Hola, acabo de entrar. No te atendí antes
simplemente porque no estaba, Andrea...”.
“Ah, de un día para el otro cambiaste tu regla inamovible de
no aceptar ninguna reunión o actividad antes del mediodía...”.
“No, es sólo que tuve que ir a declarar por un asesinato, es
un trámite en el que no siempre se puede elegir el horario”.
“Bueno, no sé para qué llamo, es lo de siempre... Tus frases iró-
nicas, tus respuestas absurdas en momentos en los que lo que menos
se necesita es eso...”.
“¿Sabés?, tenés razón. Es lo de siempre: nadie parece hacer-
se cargo de que lo absurdo no son mis frases sino las cosas que pa-
san. Pero todos son reyes ofendidos que quieren matar al mensa-
jero. Mejor hablamos a la tarde, chau...”.
Sí, está bien, esa no es la forma más simple y directa
de hacerse entender. Pero también las personas deberían
dejar de andar por la vida pidiendo folletos explicativos.
La vida no tiene oficinas de turismo.
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“¿Qué hacés por el mundo antes del mediodía? ¿Sabés cuán-
tas veces el boss me dijo que te llame por teléfono a la mañana y
yo hacía como que marcaba y supuestamente te dejaba un mensa-
je? ¿Y ahora te me aparecés acá a las once y media? No te voy a
proteger más...”, dice Cinthia y se ríe. En Buenos Aires to-
das las recepcionistas se llaman Cinthia. O Cynthia. O si-
no Cinthya.
“¿Está la Bestia?”.
“No, pero viene enseguida. Esperalo en la redacción...”.
La redacción significa un pequeño piso dividido con
paneles acrílicos donde diez personas producen cinco re-
vistas por mes más los libros ridículos que la Bestia me
encarga a mí. ¿Cómo se logra el milagro?: “refritando”, es
decir recortando y pegando en un orden distinto mil y una
veces los mismos artículos y notas, pero cambiando los tí-
tulos de tapa. Aquí mismo escuché decir una vez a al-
guien: “La primera nota la escribió Dios; desde entonces,
todos los periodistas la venimos refritando”.
“¿Qué hacés, loco? Vení, mirá, estoy escuchando lo último de
Harrison, cosas que grabó justo antes de morir. Está bárbaro...”.
¿Harrison? Ah, sí: George... Yo pensaba que los dis-
cos de Harrison tenían fecha de vencimiento en 1982.
Bueno, de todos modos el gordo Rubén lo puede seguir
escuchando, porque él también venció en los ’80.
Es el jefe de arte de la editorial. Dedica su vida a la
Bestia con un servilismo humillante que le reditúa un
cierto dinero mensual y la tranquilidad de poder ocultar
su falta de talento. Tiene sólo 38 años y parece mi padre.
Siempre está acelerado y agitado, su única manera de si-
mular un poco de vida. Por otra parte es un tipo feliz, con
la felicidad muleta que te da hacer lo correcto. Aceptó las
reglas: después de los 30 empezó a engordar y a quedarse
pelado, usa camisas color rosa con jeans y zapatos, dice
“mi esposa” e incluso “mi señora”, empieza a pensar en
cuidar la hipertensión y el colesterol, y a las diez de la no-
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che del sábado se queda dormido sentado frente a la tele,
anunciándolo con un ronquido y un poco —sólo un po-
co— de baba en la comisura del labio. Por supuesto, hace
ya mucho que empieza algunas frases diciendo “En mi
época...”. Una persona absolutamente correcta, a la cual
las personas correctas como él no pueden reprocharle na-
da. Hay una palabra para esto: conspiración.
“¿Te gusta? Está buenísimo, ¿eh?”.
Por suerte llega Gonna, el hijo de la Bestia. Es un
adolescente de 28 años que me adora y me va a salvar del
gordo.
“Wowie Zowie...”.
“Wowie Zowie, Gonna... ¿Todo bien?”.
“Todo bien. Me bajé de Internet algo mortal. Vení, vení...”.
Sí, así es, por alguna razón soy el catador musical de
todo el mundo. Bien, veamos la novedad...
Mh. Amon Düül II. Sí, una maravilla, psicodelia
kraut, pero... pero tiene más de 30 años.
“Qué viaje, ¿eh? Impresionante”, y baja un poco la voz.
“No lo bajé de Internet, me lo pasaron anteanoche. Al final fui
a esa casa en Caballito...”.
“¿Lo de la ayahuasca?”.
“Sí. Impresionante. Estaba el flaco que te guía en la expe-
riencia, dos minitas, otro pibe, y yo. En una terraza chiquita,
rodeada de macetas viejísimas con plantas aromáticas, sólo con
la luz de la luna, era un flash... El flaco primero nos habló un
rato como para meternos en clima, y después... le dimos a la
ayahuasca”.
Plantas acuáticas en el aire, el aire de la noche que es
dorado y un poco amargo como un vómito de cerveza al
trasluz, aire donde hay algas negras y verdes, algas con
ojos, con muertos ojos de granito rojo, y rojas perlas de
sangre que abren caminos aceitosos en la cerveza de oro del
aire que ahora se derrite y se pega a la piel formando pús-
tulas babosas que laten un momento y explotan en burbu-
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jas concéntricas, que crecen unas dentro de otras y se repro-
ducen y lo llenan todo, pero no, ya no son miles, es una so-
la, una burbuja que te absorbe con un chasquido húmedo,
y de repente estás ahí dentro y te querés quedar, decís sí sí
sí me quiero quedar, ya no hace calor, ya no hace frío, ya no
duele, no, ya nada duele...
Hay una música, pero no, no es una música, es la voz
de la madre que todo lo reclama y de la hermana idiota y
del padre sin voz, gigante y estúpido, inaccesible y anhe-
lado, pero de repente la madre se traga todos los sonidos
y es una inmensa sombra negra que avanza, y quiere tra-
gar más, y quiere tragar más...
¡Ay, algas, conviértanse en sanguijuelas y chupen hasta
el último átomo de mi ser, de este ser que no es, de este
llanto escondido en grutas espaciales con estalactitas de po-
lietileno! ¡Sáquenme de aquí, de todo lo que soy, de todo lo
que no fui! ¡Madre, ay madre, si pudiera escupir una pala-
bra en tu pecho siempre suspirante para arrasar con todas
las religiones de la angustia! ¿No ves que soy el cachorro de
un animal que no existe? ¿No ves nada, madre, nada...?
Manos que acarician mi pecho. Manos que acarician mi
cara. Manos, sí. Entonces tiene que haber un pecho. Sí, un
pecho desnudo para envolver mi cabeza como una toalla de
íntima eternidad. Acarícienme. Sin decir nada, así, sin de-
cir nada. Déjenme llorar...

“¿Hace mucho que llegaste?”, pregunta la Bestia.


“Un rato... Pero estuve charlando con tu hijo, escuchando
música, esas cosas...”.
“Gonna tiene debilidad por vos... Me tiene podrido hablán-
dome de vos... ¿No me habrá salido puto, che? ¡Ja ja ja...!”.
La Bestia ya está acostumbrado a mi impasibilidad
ante sus “chistes”. Simplemente sigue hablando como si
nada.
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“Bueno, ¿cuándo tendremos el libro sobre meditación con
música?”.
“Decime vos cuándo lo querés...”.
“No, traelo cuando quieras. Una vez te dije para el día si-
guiente y me lo trajiste, así que no caigo más...”.
Aquí correspondería una frase mía, pero no abro la bo-
ca. Así que la Bestia sigue.
“Yo no sé por qué te negás sistemáticamente a venir a labu-
rar a la editorial, conmigo. Podrías hacer una gran carrera. Sa-
bés que no tengo a nadie que venga detrás de mí...”.
“¿Tu hijo no está trabajando acá?”.
“No seas cínico. Sabés que Gonzalo no sirve para esto. Le
falta el fuego, la locura...”.
“No es un problema de Gonna. Es generacional”.
“Ya sé. Ya sé que yo soy un dinosaurio, que pertenezco a una
raza que desaparece. Por eso no entiendo por qué vos no aprove-
chás mejor tus posibilidades. Aunque te llevo más de veinte años,
vos estás más de mi lado que del de las generaciones boludas que
te siguen...”.
La Bestia, a su manera, me tiene lástima. Su teoría es
que yo tengo casi tanto talento como él, y por lo tanto es
inexplicable que a esta altura no posea —como él a mi
edad— una empresa propia, una casona en las afueras y
otra en la costa, y maravillas por el estilo. Algo falla en
mí. Aunque sea a mí a quien su hijo habla sobre las expe-
riencias con ayahuasca.

“A ver, a ver... ¿Cómo es eso de que ahora visitás escenas de


crimen? Hacés cualquier cosa con tal de no aburrirte, ¿eh?”.
Viendo este piso decorado por el escenógrafo de “La
jaula de las locas” en una noche de heroína y vodka, nadie
pensaría que Ludo es un abogado genial, una especie de Da-
lí de los tribunales. En este país sólo se mira la letra de la
Ley, porque cuanto más literal se sea más posibilidades de
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argucia y corrupción (menos Ley) hay. Ludo es todo espíri-
tu. Sus ponencias han impulsado más jurisprudencia que
todos los jueces y abogados de Buenos Aires juntos. De he-
cho, sienta jurisprudencia casi en cada caso que defiende. Es
un creativo, hace un arte de su sucio oficio. “Hay que reco-
rrer siempre los caminos que nadie recorre”, decía Perón.
“Presidente Perón, hacenos unos juguitos de naranja, y traé
cenicero para este vicioso”.
Presidente Perón es un robot. Ludo se casó con una
mujer y tuvo hijos y amantes, luego se casó con un hom-
bre y no tuvo hijos pero sí amantes, luego tuvo sólo aman-
tes, y finalmente no tuvo más nada. Ninguna de las fór-
mulas le resultó satisfactoria. Hasta que Presidente Perón
llegó a su vida. “Tarde, podría pensarse”, me explicó una
vez, “pero no es así: tenía que vivir todo lo que viví para
poder apreciar esto”.
“Esto”: así se refiere siempre a Presidente Perón. Que
ni una gota de personalización contamine lo perfecto.
“Bueno, contame... Aunque tendrías que haberme llamado
para la declaración policial... En fin, dale...”.
“Esperá, Ludo... Un segundo...”.
Ve venir a Presidente Perón, vuelve a mirarme, y
resopla.
“¿Nunca te vas a cansar de repetir esa pelotudez?”.
“Nunca”.
Porque conocer a Presidente Perón me brindó tam-
bién a mí una satisfacción particular. Cada vez que repeti-
mos el gag es para mí como la primera.
“Presidente Perón, necesito que me des una mano...”.
Y Presidente Perón gira su muñeca con un “clac”, des-
conecta los slots y me da, literalmente, una de sus manos.
Y con la mano del robot en mi mano, me descompon-
go de risa y las lágrimas empapan mi cara mientras Ludo
me mira, suspira y niega con la cabeza, hundiéndose can-
sado en ese sillón inflable con la forma de un gran culo gor-
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do y color beige que siempre me recordó el enorme culo en
primer plano de “La crucifixión de Pedro” de Caravaggio.
“No puedo creerlo...”, bufa Ludo.
¿Por qué no? Yo no tendría más de 7 u 8 años cuando vi
por primera vez en la tele a Max y Hymie haciendo este gag
en “Get Smart”. Ahora, cada vez que veo ese capítulo en el ca-
ble (¿cuántas veces habrá sucedido ya?, ¿70, 120...?), Maxwell
Smart se vuelve hacia la pantalla y mirándome fijo me dice:
“No me digas que tú también tienes un robot con el cual ha-
cer el gag de la mano...”.
“Sí, Max. Lo tengo. Se llama Presidente Perón”.
“Te pedí que no me lo dijeras...”.

“No se puede arreglar la vida por teléfono...”.


Es un día largo. Largo.
“No, Andrea, la vida no tiene remedio. Pero te recuerdo que
llamaste vos”.
“Porque dijiste que llamabas a la tarde, y por supuesto no lo
hiciste”.
“Dije que en todo caso hablábamos a la tarde. Y lo esta-
mos haciendo”.
“Está bien, sólo quería avisarte que esta noche María va a
pasar por mis cosas”.
Pausa. Quizá pueda cortar sin que parezca muy...
“¿Qué pasó que no llamaste? ¿Algún otro asesinato?”.
“Eso no fue un chiste, Andrea. ¿No leíste o escuchaste nada
sobre una mina degollada en Barrio Norte? Bueno, Federico y
yo estuvimos con ella un rato antes. Ahora estamos con declara-
ciones policiales, abogados y toda esa historia...”.
“Pero... ¿hablás en serio?”.
“Más bien...”.
“Por Dios, qué quilombo... ¿Necesitás algo, puedo ayudar-
te...? ¿Querés que... no sé, que vaya para allá, y...?”.
“No, está bien...”. (Me basta con un cadáver al día).
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“¿Me prometés que me llamás ante cualquier cosa que suce-
da, o que necesites, o...?”.
“Sí, sí...”.
“Bueno... Cuidate... Espero que nada se complique, ya sa-
bés, avisame enseguida...”.
Antes de siete. Uno, dos, tres, cuatro, cinco...
“Te quiero... Y... bueno, me hubiera gustado que necesitaras
algo de mí en este momento. Igual lo entiendo. Bueno... chau”.
Sí. Claro que necesito algo de vos en este momento.
Necesito desesperadamente el Glenlivet. Pero, ¿cómo hago
para decir “Bueno, venite, dale, y... de paso... traé la bote-
llita, ¿viste?, la que te llevaste ayer...”? ¿Cómo hago, sin
que eso me cueste la poca tranquilidad que puedo rescatar
todavía para este día absurdo?
No, Andrea: ni por teléfono, ni por satélite, ni por te-
lepatía ni transubstanciación molecular ni magia druida
ni coerción divina. La vida no tiene remedio.

Juro que vine hasta “El Coleccionista” para trabajar.


Me hace bien esa sensación de estar en casa que me produ-
ce sentarme a una de las mesas junto a la ventana, de mo-
do que si levanto la vista veo el Parque Rivadavia. Es mi
paisaje de toda la vida. Soy incluso anterior a “El Colec-
cionista”, en este lugar había otro bar, se llamaba “El Cón-
dor”. Así que vine a trabajar, tengo mi Parker, el cuader-
no gigante que uso como notebook, no puede haber
sospechas al respecto. No se me puede acusar de que sé
muy bien que a esta hora es casi inevitable que aparezca
alguien para impedirme escribir.
“¿Escuchaste a esas dos minas, las de atrás de vos?”, dice
Esteban cambiándose a mi mesa. “Oí, dale, es el típico diá-
logo que a vos te encanta...”.
Sabe cómo entramparme. En cuanto acomodo un po-
co la oreja, también Matilda se pasa a mi mesa. Es una de
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las contadas personas con las que Esteban puede compar-
tir un rato hablando casi normalmente. En algún punto
sus locuras se tocan, y esa coincidencia indescifrable pro-
duce la ilusión de normalidad.
“Ustedes se dan cuenta de que son los únicos dos en el bar que
creen que no se nota que están escuchando, ¿no?”.
“Shh...”.
Pero en realidad oigo a las dos de la mesa de atrás y sé
que en tres minutos voy a pedirle a Esteban que me mate
(porque nunca me rebajaré a morir de aburrimiento).
Las dos están alrededor de los 30 años. Una emite mo-
nosílabos afectivos mientras la otra le cuenta muy entu-
siasmada acerca de su “relación” (bueno, todos sabemos
que en estos tiempos nadie tiene un amor; sólo alcanza pa-
ra una “relación”, como mucho una “pareja”).
“Ay, sí”, dice ella, “conmigo él es re-divertido, me gasta
todo el tiempo... En cambio con la gente no, es re-serio. Pero
eso sí: es muy respetuoso de mis cosas...”.
Más allá de que la frase en sí no significa nada, ¿qué
supone ella que está diciendo? ¿Para qué respetar? En fin,
todas las culturas originarias respetan a los muertos...
Pero en la relación ella encuentra también aventura,
no vayas a creer...
“Ay, él tiene cosas que...”. Se detiene, suspira y sigue.
“No sé... De repente, se me aparece con su hija para que me sa-
lude en Navidad...”.
La emoción está a punto de desatar en mí un síndro-
me vertiginoso. Pero me salva una frase dicha en voz alta
que desvía mi atención hacia otra mesa, donde hay una pa-
reja. Todo el bar se da vuelta a mirar.
“¡No, ella no es mejor, ni siquiera es lo mismo que vos! ¿No
te das cuenta que a vos te amo?”, le dice el tipo, y debo estar
loco porque me parece que los ojos de ella se humedecen
de pronto.
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Increíble: esa diferenciación imbécil entre “te quiero”
y “te amo”, esa categorización idiota, aún funciona y logra
justificar unos cuernos...
Cuando estoy por volver a acomodarme me cruzo con
la mirada de la chica del novio respetuoso, y sus ojos me
sonríen compartiendo lo universal del amor que nos arro-
pa en su pelota energética, ese amor del que obviamente
todos participamos y nos hace mejores desde lo humano,
¿no?
Qué poca profundidad en lo que sienten. Un par de
palabras vacías (“respetuoso”, “te amo”, “re-divertido”) y
ya reservan el salón del Cielo para la fiesta.
“¿Sabés qué, Matilda?: en general, me cuesta entender por
qué las mujeres se interesan en los hombres. Casi a cada paso me
encuentro preguntándome ‘¿Qué hace esa mina con ese tara-
do?’. Aún cuando se trate de mí”.
“La Naturaleza tampoco nos dio muchas opciones...”.
“Es cierto. Pero... cuando las oigo hablar entre ustedes... to-
do se me complica aún más. Porque entonces tampoco entiendo por
qué los hombres adoran a las mujeres”.
“¿Vos no tenías que escribir?”, dice seca Matilda. “Se-
guí escribiendo”.
Sonrisa demente de Esteban, y corte.

“¿Y cómo sé yo que este es el verdadero cepillo dental de An-


drea? ¿Cómo sé que no compraste uno igual y te guardaste el ori-
ginal para hacerle algún maleficio umbanda?”.
“Mirá, María: el cepillo es el de Andrea, pero cambié el con-
tenido de este hidratador de rulos. Cuando lo use, los rulos se le
convertirán en serpientes comunistas que echan pedos ahumados
por la boca mientras cantan a coro ‘Viva la 5ª Brigada’ pero con
una letra nueva escrita por Paulo Coelho...”.
“¿Y me lo confesás así nomás? ¿Creés que, sabiendo eso, se
lo voy a dar a mi amiga sin decirle nada?”.
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“Eso creo”.
“Bueno, pero haceme un cafecito...”.
Con María el mundo es mejor. Nada es serio, todo es
profundo. No hay reclamos ni reproches ni respuestas
amargas. No hay por qué hablar si no hay de qué hablar.
Todo se puede entender, nada queda fuera de las posibili-
dades, aún cuando no haya palabras para nombrarlo. Die
welt ist alles, was der Fall ist2. Empezando por esa frase, co-
mo hizo Wittgenstein, el camino te llevará naturalmente a
la frase final: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß
man schweigen3.
Y eso es todo. María lo comprende sin necesidad de fi-
losofía. Su camino es ya muy largo y fue muy denso. Ella
no lo sabe, pero con los años devino en un ser esencial. No
quedó de su ser más que el ser. Todo lo demás fue descas-
carado y barrido a zarpazos de tormenta por el monstruo
invisible de los días. Y ella, intuitiva y felizmente, no se
resistió a la brutal depuración.
Cuando le sirvo el café me sonríe con esa recatada ter-
nura como de mujer que mira a un hijo que no sabe que
ella es su madre.
“Una vez más nuestra vieja costumbre, ¿eh, nene? Las mu-
jeres van, las mujeres vienen, los hombres pasan... y al final
siempre quedamos vos y yo, cuando todos se fueron, tomando un
café...”.
“Bendita seas por ello, Santa María Madre de Nadie”.
“La única forma de cortar esto sería casarnos, ¿no? Porque
entonces cuando nos separemos no vamos a hacernos el aguante
uno al otro con el café...”.
“¿Vos estás segura?”.
La risa de María no hace pensar en campanillas feng-
shui. Más bien se parece a la tos de un viejo bucanero re-

2 “El mundo es todo lo que el hecho sea”


3 “De lo que no es posible hablar, mejor es callarse”
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botando con ecos sordos en la madera mineral de un mue-
lle abandonado. Una risa para amar y para llorar.
Parece increíble que hayan pasado tantos años desde
que oí por primera vez esa risa. María tenía 30 años, yo
apenas 18. Pero si pasaron ya tantos años de compartir ca-
fé es porque supimos detenernos a tiempo.

La calleja repleta de árboles se estiraba desde la aveni-


da como una prolongación cómplice y gelatinosa de la cá-
lida oscuridad del Parque Rivadavia. Liz me había dejado,
y María estaba junto a mí en la barra del pub.
“Tomate otro ‘Royal Bond’, nene. Nadie se muere de amor
a los 18 años”.
Le sonreí algo decepcionado.
“Y además... ella no era para vos, no tenía nada que ver.
¿Cómo decirte?, eran... como la Bella y la Bestia. Y vos eras la
Bella...”.
Y así entre carcajadas me llevó a su departamento de
la avenida San Juan. Era una noche de domingo, y María
se envolvió en un kimono de seda amarilla y me hizo ca-
fé en la cocina, con una película en blanco y negro en la
tele.
Luego de un café y dos cigarrillos, yo seguía en mi si-
lla frente al televisor y María se arrodilló entre mis pier-
nas. Puso todo a punto y entonces, dándome la espalda y
soltándose el kimono, se sentó sobre mí. Moviendo sus ca-
deras sobre mis muslos se fue acomodando mientras yo
mordía su espalda y parecía querer arrancarle los pezones.
Ella detuvo mis manos cuando se sintió acomodada a gus-
to, y volviendo la cabeza y buscando mi boca con sus la-
bios susurró entrecortadamente:
“Quedate quieto, quedate así, no te muevas... Quedémonos
quietos, así, bien metiditos uno dentro del otro. Miremos la tele
así, penetrados...”.
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Y así miramos la tele, quizá por dos horas, quizá más.
Casi sin movernos, salvo alguna acomodadita ocasional.
Cada tanto sentía que la cosa se me desinflaba, pero no ha-
cíamos nada por ello. Momentos después la sentíamos vol-
ver a hincharse, y María se movía un poquito para lograr
un buen calce. Cada tanto algo latía durante unos segun-
dos allí dentro, en lo profundo de esa comunión extrema.
Y sólo se oía el inconexo murmullo de la tele.
Ni asomo de telaraña alguna. Ni asomo de dolor. Bál-
samo, cura, descanso. Nada podía sentirse más puro, despo-
jado y honesto.
Y mediante nuestro tantra de barrio nos sumergimos
juntos —esa fue la primera y también la última vez— en
un espacio llano y hospitalario en el que no era necesario
trepar con esfuerzo ninguna escarpada montaña con la vis-
ta fija en el cielo inalcanzable para así no ver lo que en la
escalada iba derrumbándose detrás. No, nada de derrum-
be, ascenso o esfuerzo. Estábamos como en un mágico jar-
dín, o mejor dicho —¿para qué buscar metáforas?— está-
bamos en la cocina.
En la cocina todo queda cerca y nada exige esfuerzo
alguno. Se puede estar desnudo o vestido, porque no hay
nada para demostrar a nadie. No hay compromisos de
ninguna clase, y ninguna acción implica nada. En la co-
cina, con todo a mano, uno puede ser libre de verdad. El
ser, el hacer y el estar son, en la cocina, una y la misma
cosa. Una indivisible trinidad armónica que empieza y
termina en sí misma. Todo lo demás es mundo, living y
soledad.

“No sé cuál es exactamente el problema de Andrea. El mío


con ella es el que me pasa con todas. Andrea tampoco entiende que
cuando estamos juntos ya es demasiada gente la que habla: yo,
ella y yo”.
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“A mí no quieras hacerme caer en el truco de mostrarte como
culpable de todo. Te conozco demasiado, nene”.
“Bueno, María, es que no tengo ganas de practicar la au-
topsia forense de un amor cadáver. Eso es aburrido, porque de en-
trada sabés que fue asesinato y quiénes son los culpables”.
“Y entonces hacés parecer que vos tenés la culpa de todo, así
no te discuten...”.
“Es que el problema de la culpa es lo único por lo que las per-
sonas discuten. Si se lo sacás de encima, se acabó toda discusión,
enseguida se quedan tranquilas. Y a mí me da lo mismo cargar
con todo porque en el fondo no me importa nada, así que...”.
“No es que no te importe: es que sabés que las personas nun-
ca hablan de lo que realmente habría que hablar”.
María sí sabe cuándo y de qué hablar, y también cuán-
do callar e irse. Cuando la despido en la puerta, llega Ludo.
“Saliste de tu castillo rococó para venir hasta mi casa a las
once de la noche. ¿Es mejor que empiece a preocuparme?”.
“No todavía...”.
“¿Y cuándo?”.
“En realidad, se supone que no habrá motivo de preocupa-
ción. Pero como recién empiezan con la instrucción del caso y las
investigaciones, por ahora hay que mantenerse atentos a todo el
procedimiento”.
“Pero entonces, ¿me van a investigar, Ludo?”.
“¿Y a vos qué te parece? De momento, la presencia de uste-
des en la escena del crimen es lo único que tienen. Pero el abogado
de Federico manejó bien las cosas. Estuvo bien en hacerlos presen-
tar inmediatamente. De hecho, impulsar la investigación policial
es la forma de salirse rápido de esto. Cuando antes los descarten a
ustedes dos, mejor. Ahora bien...”.
Que Ludo baje la voz estando los dos solos y encerra-
dos aquí es un tanto inquietante.
“¿‘Ahora bien’, qué?”.
“Mirá, esto le va a traer dolor de cabeza a la policía. Ellos
prefieren resoluciones rápidas, y por lo que vi no es el caso. No hay,
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en las pericias iniciales, indicios concretos. La mataron con un cu-
chillo Tramontina que tomaron de la cocina, pero es evidente que
usaron guantes. Es decir que hay indicios de que hubo premedita-
ción y a la vez de que no la hubo. Es un comienzo que pone ner-
vioso a cualquier policía. Ellos necesitan mostrar resultados rápi-
dos, aunque después los vayan cambiando con la aparición de
nuevas pistas”.
“¿Y yo qué tengo que ver con eso? Como dijiste, cuanto an-
tes me investiguen más rápido me van a descartar...”.
“Sí. Es así. Pero para eso no hay que mostrar absolutamen-
te nada que dé lugar a sospecha, por insustancial que sea”.
“¿Y a mí qué pueden encontrarme que...?”.
“Posesión de metáfora. No llegarían finalmente a nada, pe-
ro podrían embarrarte un poco al principio”.
Ludo abre la puerta para irse y me pone una mano en el
hombro.
“Deshacete de ella. Al menos por un tiempo”.
“¿Me pueden acusar de posesión de metáfora?”.
“La cana sólo necesita llenar sumarios, así sea con burradas.
Haceme caso. A la larga no pasaría nada, pero te podrían inco-
modar y joder con planteos e interrogatorios innecesarios. A ellos
cualquier pelotudez les viene bien...”.
Cuando sale, me quedo parado ahí, mirando la puerta,
como si no me animara a darme vuelta. La voz llega a mí
casi enseguida.
“¿Qué vas a hacer?”.
Suspiro cansado, pero no contesto.
“¿Te vas a deshacer de mí, como te aconsejó ese gordo marica?”.
No contesto.
“No puedo creerlo... ¡Lo estás pensando!”.
“La policía no podría entenderte. Jamás. Y lo que no se en-
tiende es sinónimo de sospechoso. Ludo no está tan errado...”.
“No... No puedo... no quiero creerlo. ¡Al final sos más con-
vencional y cagón que cualquier persona común de esas que criti-
cás tanto!”.
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“Sólo digo que si miramos desde la perspectiva de ellos...”.
“¡Ah, pero qué conciliador y democrático te volvés cuando te
conviene! ¡De repente hay que tomar en cuenta la opinión poli-
cial! ¡De repente te ataca la vocación de diálogo! ¡Qué mama-
rracho! ¡Al final, sos un outsider de entrecasa!”.
“¡Bueno, pará un poco! ¡Imaginate que cae la cana acá!:
‘Disculpe, señor, pero... ¿qué es ese revolotear que se siente por el li-
ving, de la guitarra al DVD y de ahí al piano?’. ‘Oh, nada, se-
ñor policía, nada... Es una metáfora, sólo eso... Pero inofensiva,
¿eh? Una metáfora simple, sin demasiadas pretensiones, en serio...’.
‘Entiendo, señor, muy bien... Marche preso...’. ¡Dejame de joder!”.
“En otra época te hubiera enorgullecido ir preso por algo así...”.
“Está bien, basta. No te tengo acá para que me critiques.
Para eso ya está el resto del mundo”.
Nos callamos. Si no fuera imposible, diría que escu-
cho su respiración, con una agitación de protesta. Pero no.
De todos modos me vuelvo como haciendo de cuenta que
la miro. Un momento después me tiro en el sillón y pren-
do un cigarrillo. Hago lo que nunca: dos pitadas y lo apa-
go. Y vuelvo a oírla:
“No te pude decir nada hasta ahora, pero... lamento lo de
Andrea”.
Sonrío con conciliadora ironía.
“No vamos a empezar a discutir otra vez, ¿no?”.
Y entonces oigo su risa.

“Una copa de vino rosado...”.


No sé qué hago en La Cigale. Fue un día eterno, y
siento el cuerpo como después de una sesión de quiropra-
xia consistente en que te acuestes sobre una alfombra de
cantos rodados y un tanque norteamericano te pase por
encima. Tendría que haberme ido a dormir, pero...
“Tu copa...”.
“Gracias, Benny...”.
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“Mirá, llegó Claudio...”.
En realidad supongo que por eso vine. Siempre, en al-
gún momento de la noche, llega Claudio. Aunque es herma-
no mellizo de Jorge, apenas si nos vemos una o dos veces al
año. Una vez me dijo:
“Vos y yo siempre estuvimos parados sobre una piedrita en me-
dio del mar, y de repente yo digo ‘Hasta luego’ y me zambullo ha-
cia un lado, y vos te tirás para el otro. Y nadamos, y pasa el tiem-
po, y una noche estamos de vuelta los dos sobre la misma piedra y
nos saludamos sin ningún reproche. ¿Qué mierda le pasa a la gen-
te, que está siempre reclamando cosas?”.
Ahora se sienta a mi lado, y Benny nos alcanza la bo-
tella de vino rosado.
“Vengo de cenar con mi ex...”.
“¿Y cuál es tu siguiente actividad? ¿Ofrecerte como escudo
humano en el próximo país que los yanquis invadan?”.
“Bueno, así quedé, después de esa puta cena... Ella sonreía to-
do el tiempo, me hacía sentir que todo le caía bien... Ok, me dije, da
para ponerse coqueto... Es más: después del postre se pidió ese horri-
ble whisky de centeno que nunca entendí cómo puede gustarle, y yo
la acompañé con uno doble...”.
“Mh. Hasta ahí todo bien”.
“Ahí me dijo que sabía que yo iba a apoyarla, incluso a
ayudarla”.
“Ah. Ahí empieza el problema”.
“Descubrió que ahora es lesbiana. Ahí supe que se había pe-
dido ese whisky sólo para joderme. El motivo de la cena, enton-
ces, era que yo la acompañara en esta ‘nueva etapa’...”.
“¿Y qué le dijiste?”.
“Nada. Me mandé el doble de centeno de un solo trago, a la
salud de las lesbianas del universo”.
Lesbiana. Una maravilla. A mí sería la mejor noticia
que podría darme una mujer que me deja.
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“Estás borracho...”.
“Borracho no, pero si un esquimal me dirige la palabra en
su lengua ancestral, me siento capaz de contestarle...”.
“Está bien, igual no llamé para criticarte. Quería descom-
primir un poco las cosas, y...”.
“¿A las tres y media de la mañana, Andrea?”.
“Evidentemente recién llegaste, así que...”.
“¿María ya te devolvió tu cepillo dental?”.
“Sí, pero... ¿a qué viene esa estupidez en este momento?”.
Ah. Claro. Es cierto, nunca supe ubicar la estupidez
en el momento correcto. Como si pensara que nunca es
momento para la estupidez.
“Está bien, olvidate. Otro tema: ¿habrá alguna posibilidad
de que veas si en tu bolso no quedó esa botella de Glenlivet, te acor-
dás, la que habíamos comprado aquella vez en el free shop?”.
“P-pero... ¿por... por qué me hablás de cosas absurdas, con
ese tono casi... de desprecio? ¿De qué... de qué querés vengarte?”.
Venía el monólogo. Pero por suerte su voz se quiebra
un momento y puedo meter mi bocadillo.
“¿No mencionaste algo sobre descomprimir?”.
“Sí... sí...”.
“Otras veces lo hiciste antes, y siempre lo relacionaste con sin-
cerarse, para así bajar la presión, aflojarse...”.
“(casi inaudible) Sí...”.
“Bueno, sinceramente la del whisky es una ausencia que
me pesó mucho estas últimas dos noches...”.
Un segundo, o dos.
“¡Pedazo de hijo de puta, perverso, insensible de mierda...!”.
A la tercera definición sobre mí me asiste el derecho
de cortar, ¿verdad? Eso hago. Bueno, fue algo duro, espe-
ro que para bien de los dos. Al menos de uno.

Dormir, dormir, dormir. Hundirse entre las mullidas te-


tas de la Nada, donde todo es suave y liviano, el cuerpo, las
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galaxias, todo. Dejarse asesinar dulcemente, como si la gran
madre universal te apoyara un almohadón cuántico sobre el
rostro y lo apretara con una sonrisa amorosa, ahogarse sin an-
gustia en algodones violetas, dejarse ir. Flotando hacia aba-
jo, descendiendo sobre la caparazón de las nubes, penetran-
do lento, muy lento, en ese espacio fresco, en el patio trasero
del tiempo donde nadie está muerto y los helicópteros me-
cánicos de la infancia pueden elevarse sobre las baldosas,
donde, danzando codo a codo un esplendente y restallante
Wonderland’s Cake-Walk, conviven para siempre Karadagián
y el chicle-tatuaje, Batman y la tía Carmela, Drácula y Pepe
Biondi, la Zorra y el Cuervo, Fantômas y el Parque Chaca-
buco, el pasillo y el Príncipe Valiente, Víctor Martínez y Pe-
dro Goyena, la guitarra y la casa del abuelo, Verne y Ben-
Hur, Buffalo Bill, el Caballero Rojo, el tío Norberto, Emma
Peel, Chaplin, los Tres Chiflados, la Enciclopedia Vox, Max-
well Smart, el último de los mohicanos, el General Custer,
Patoruzú, los Picapiedras, Ferrocarril Oeste, Dennis Martin,
la murga, Rattin, la Zamba del Guitarrero, Fu-Man-Chú, el
baldío de Hortiguera, Nippur de Lagash, Ringo Wood, Bo-
navena, Isidoro, el Fantasma de la Ópera, el loco Gatti, el
azúcar suelta, Antón Pirulero, la pizza de García, Jackaroe,
el barrilete y el timbre. Timbre. ¿Timbre? Timbre.
¿Timbre? ¡¿Quién mierda está tocando el timbre?!
Mfs, fush, jaum... A ver... ¿Las nueve de la mañana?
Piedad. Mátenme.
“No me mates, loco. Se me cerró la puerta del departamento, y
como verás quedé del lado equivocado. ¿Puedo saltar por el patie-
cito de atrás?”.
“Majo, la puta que te parió...”.
“Gracias, loco. Permiso”.
Cuando llegué a las tres y media de la mañana había
música y voces en ebullición en su departamento. ¿Cómo
puede estar brillando con tanta energía a las nueve? La
sonrisa estridente, los ojitos bailoteando como dos cucara-
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chas borrachas con curaçao, el reflejo cegador de las me-
chas violetas y amarillas de su pelo...
Bueno, al menos está también el culito sin bombacha
como un bajorrelieve etrusco latente contra la delgada te-
la de bambula del pantalón que no aprieta demasiado, a la
altura de mis ojos cuando sube a la silla para saltar la pe-
queña pared divisoria entre su departamento y el mío. Es-
tá bien, todo está perdonado.
“¿Te parece divertido que ande saltando paredes por tu cul-
pa?”, tintinea su voz desde el otro lado de la pared. No ha-
bla conmigo. “Encima que tengo que salir a buscarte al palier
porque te escapás en cuanto abro la puerta, después entrás corrien-
do antes de que se cierre, sin que te importe que yo quede afuera.
Qué, ¿encima te reís?”.
Habla con su gato. A los 23 años, ya habla con su ga-
to. Está veinte años adelantada. Esto demuestra que las
vanguardias no tienen nada de loables en sí mismas.
“Adso de Melk te pide disculpas por la molestia...”. Ahora
sí me habla a mí. Adso de Melk es el gato, por supuesto.
Majo estudia Letras.
Hay quienes se apoyan contra un muro milenario para
hablar con Dios. Yo me apoyo apenas en esta pared bajita
y mohosa, y escucho a Majo hablarme desde el otro lado
mientras la imagino en cuclillas acariciando a Adso de
Melk (una posición interesante para el culito de bambula).
“Che, loco, ehm... esa mujer ya no está con vos, ¿no?”.

Diccionario Majo: “Mujer”: denominación del gé-


nero femenino en su etapa senil, es decir a par-
tir de los treinta años y un día de edad.

“Me la crucé el otro día en el pasillo, iba con un par de


bolsos. Pero no hablamos nada. Viste que nunca hubo onda en-
tre nosotras...”.
Puedo oír el pensamiento de Andrea en ese cruce: “Te
lo dejo solo, putita, ya sé que vas a correr a volteártelo...”.
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“Bueno, le limpio los dientes a Adso de Melk y voy a tomar
un café con vos, ¿está bien?”.
El departamento de Majo y el mío son los únicos de la
planta baja. Es sólo un detalle, no un postulado de la pre-
destinación y lo inevitable de ciertos sucesos.

Ya estamos desnudos. Es decir que Majo ya vio mi cin-


tura secreta, eso que la inteligente elección de ropas más
veinte años de manejo de la respiración ocultan a los morta-
les cuando estoy en sociedad.
Vio mi secreto. Voy a tener que matarla.
(O decirle que viva conmigo, lo cual está fuera de to-
da consideración posible).
Después pensaré qué hacer, primero vamos a divertir-
nos un rato... si es que esta mierda deja de colgarme entre
los huevos como una oruga desmayada y se decide a po-
nerse dura. ¿Qué carajo pasa con este carajo?
(Bueno, de última me haré homosexual... Pasivo, ade-
más. Mh, no, no es lo mío).
¿Qué pasa, carajo, no te basta con apretujar el culito
redondo y duro, no te bastan este pubis violeta, la mirada
medio extraviada con los ojitos entrecerrados y la boca en-
treabierta? ¡Y las tetas! ¿No te alcanza con la sensación de
tocar estas tetas que se desbordan de la camisa blanca en
la penumbra de la mañana de ventanas cerradas, estas dos
perlas que padecen de gigantismo en medio de un claros-
curo a la Eisenstein, que bailotean entre mis dedos como
esclavas negras en un ritual vudú? ¡¿Qué más necesitás pa-
ra ponerte dura?!
Sí, que la boca entreabierta se cierre y te envuelva en
su mullida humedad caliente. Sí, ahora sí. Ahora...
Voz en el contestador: “Hola hola... ¿Estás ahí, che?
¿Estás durmiendo? Si me escuchás, atendeme... Hola... Bueno,
despertate porque estoy yendo para tu casa. En cinco estoy ahí...”.
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Que los dioses echen sus Harley-Davidson sobre tu
miserable humanidad, Federico... Yo después te organizo
una lectura en homenaje.

“Hola hola. Yo no sé cómo podés dormir toda la mañana. No


sabés lo que te perdés...”.
Lo que me pierdo está aún ante mis ojos, o mejor di-
cho debajo de ese pantalón de bambula. Y los dioses son
unos completos inútiles.
“No estaba durmiendo, Federico...”.
Mirando a Majo, sonríe con una satisfacción perver-
sa y los rombos art-deco de su barba se estilizan como
manchas de una eyaculación de Modigliani sobre una sá-
bana bordada.
“Nada sucede ni deja de suceder porque sí, todo es un trazo
de un dibujo que desconocemos. Hola, soy Federico...”.
“Sí, ya sé”, contesta Majo con una sonrisa estúpida
que me impresiona tanto como si acabara de brotarle en
el rostro una barba a lo Napoleón III. “Me encantó tu últi-
mo libro...”.
“Lamento no compartir esa opinión. Pero en fin, quizá en mi
próximo libro me reivindique un poco. Ya sabés: la búsqueda es
un fin en sí mismo”.
Qué afectado de mierda. Y lo peor es que esas marico-
nadas le resultan.
“No sé por qué decís eso, para mí es una de las mejores cosas
que escribiste. Es más, me gustaría... bueno, discutirlo con vos, si
querés, alguna tarde...”.
“Oh, me encantaría. Creo que hasta serías capaz de hacer-
me ver algún pasaje bueno, aunque un sólo párrafo no me justi-
fique...”.
“Basta de puterío”, iba a decir. Pero eso prolongaría to-
do, así que mejor digo:
“Fede, ¿no sabés si mi abogado se comunicó con el tuyo?”.
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“Hablan todo el tiempo. Espero que sepan lo que hacen, ¿eh?
Parece que arreglaron que vos y yo nos presentemos a declarar de
nuevo el lunes”.
“¿La cana nos va a citar?”.
“No, es en el juzgado. Pero nadie nos cita: nos presentamos
espontáneamente. Para demostrar nuestra buena voluntad, su-
pongo. Nuestro espíritu de colaboración...”.
Esta vez no lo puedo evitar.
“Nunca me gustó la idea de ser colaboracionista... en nin-
gún aspecto de la vida”.
“Qué filoso, che. Cortás el aire con las palabras, ¿eh?”. Se
vuelve hacia Majo dedicándole su sonrisa de entrevista te-
levisiva. “Traducción: me compara con los colaboracionistas, los
que en tiempos de guerra colaboraban con el ejército enemigo que
había invadido su país. Yo sería colaboracionista porque escribo
para una multinacional”. Los rombos vuelven a girar hacia
mí. “Es eso, ¿verdad, che?”.
“Te lo regalo. Podés usarlo en tu próximo libro”.
“No me pelees. Mirá si terminamos condenados y compar-
tiendo la misma celda...”.
Eso no estaría mal, Federico. Quizá volvería a quererte.
Ya no podrías modelar tu barbita cada mañana, se acabarían
Kenzo y Armani, no habrían más Harley ni cocteles, ni pa-
neles televisivos sobre nuevas tendencias o sexualidad alter-
nativa. Quizá volverías a humanizarte. No, no estaría nada
mal esa celda. Me siento tentado a confesar que degollamos
a esa infeliz. Por los buenos viejos tiempos, Federico...
¿Qué...? No, maldito demonio, no me susurres eso...
Ya sé que la otra posibilidad es acusar sólo a Federico, y
luego ir a visitarlo a la cárcel para disfrutar de su renova-
da humanización, pero... En fin, habría que pensarlo.

Si dos días seguidos me tuve que levantar temprano,


puedo un tercero. Aunque sea sábado. A las ocho y media
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sale el micro para Rosario. Qué miserable canoa con rue-
das. No hace mucho, a mediados de los ’90, cualquier mi-
cro de larga distancia era una especie de living de prostí-
bulo rodante, pero no estaba mal. Pana roja o azul en los
asientos, iluminación cálida, perfumes dulces y penetran-
tes hasta la náusea, la disponibilidad permanente del
whisky y de la sonrisa de la asistente de viaje, el ronronear
adormecedor de la máquina lanzada a toda velocidad sobre
la suave perfección de su cuidada mecánica. Pero después
llegó el nuevo milenio y el viejo país de siempre, y con ale-
gría suicida nos zambullimos en el deterioro a chapotear
como estúpidas focas felices. Esto es lo nuestro: el desper-
dicio constante, la gloria siempre pasada y el imposible pa-
ís que eternamente está por venir.
En Buenos Aires hay un sentido de la creatividad to-
talmente pervertido. La perversión consiste en procurar
que todo esté siempre mal, y a partir de ahí renacer. Si al-
go comienza a salir bien, inmediatamente se empieza a
conspirar hasta que aborte, y a menudo el principal inte-
resado es quien se pone a la cabeza de la conspiración.
Una vez saboteado y desperdiciado todo el emprendi-
miento —sea cual fuere—, y cumplido el tiempo de re-
godearse en la queja y el llanto resentido por todo lo
mierda que es este país y sus gobernantes, nos lanzamos
a inventar lo que muy pronto sabotearemos, y así... Esta
es nuestra perversión eidética, la que transforma los mi-
cros de pana en tristes canoas rodantes con olor a culo (en
especial los días de calor, porque el último aire acondicio-
nado dejó de funcionar en 1999).
Diez y media de la mañana. Majo debe estar termi-
nando de preparar café, Federico debe estar por tocarle el
timbre. No sé por qué me decepciono. Como si hubiera
esperado algo de alguien de la generación de Majo, educa-
da en escuelas y universidades que llevan veinte años de
chapotear en el miasma estúpido-progresista revoluciorreaccio-
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nario, donde todo es igual y lo que no, es hecho a un cos-
tado, y si reincide es echado al tanque de ácido vitriólico
socialdemócrata para que no queden rastros. (Lo alentador
es que los nazis hacían lo mismo y aún así no ganaron; to-
do lo más, lograron que se pierdan un par de generacio-
nes, lo que equivale a un pedito al aire libre en los cam-
pos de pastoreo de Dios).
En fin, todo el montaje de diseño que Federico sostie-
ne puede servir para entrevistas televisivas o acostarse con
estudiantes de Letras (lo cual se logra también sin tanto
maquillaje, y yo mismo soy la prueba), pero no le alcanza
para que un grupo de fans de los comics lo invite a comer
un asado en Rosario. Eso es demasiado popular para Fede,
pobrecito.
En la terminal de micros de Rosario, el líder del gru-
po de fans me está esperando desde las diez de la mañana.
“Como no sabía si venías en este micro o en el anterior, apro-
veché para charlar con un chico que tiene un localito de revistas
viejas acá en la terminal. Mirá lo que encontré...”.
Una historia mía en una revista del ’92. En fin, hice
cosas peores en mi vida y no me arrepentí, así que...
Salimos de la estación y aparece una camioneta negra
con rayos amarillos y lenguas de fuego rojas pintados en
ambos costados. Hay quienes hacen cosas aún peores que yo
en la vida. El gigante que conduce viste de azul eléctrico y
lleva el pelo y la barba teñidos de un amarillo fosforescen-
te. Los colores de Rosario Central, claro. Al que todos aquí
llaman sólo “Central”, como remarcando que sería redun-
dante mencionar el nombre de la ciudad, como si ambas pa-
labras fueran sinónimos, como si no existiera “el otro” equi-
po de fútbol rosarino. Al enemigo no hay que respetarlo,
simplemente se lo anula. Me gusta esta ciudad, me gusta
esta gente...
La camioneta en llamas nos traslada adonde otros
miembros del grupo están preparando el asado. El lugar
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no podía ser más acogedor: un tugurio de rocanrol reple-
to de testimonios y vestigios de la noche anterior —vasos
con restos de cerveza donde flota algún canuto de porro,
una púa Gibson rajada al medio sobre el mostrador, algún
papelito descartado, el olor rancio y húmedo a humo vie-
jo, sudor y alcohol eructado. Todo un refugio, con su si-
lencio cansado de iglesia en tiempos de guerra. O mejor
aún, porque en tiempos de guerra al menos se pelea (por
la vida, digo, no por ninguna causa), mientras que en es-
tos tiempos...
Pasamos hacia la parte trasera, donde entre pilas de
carcomidos cajones de cerveza se alza un alero bajo el que
incrustaron en la pared una larga parrilla. Unos metros
más allá se abre un inmenso patio de baldosas rotas entre
las que surgen un par de troncos de árboles frutales. Allí
esperan unos cuantos más.
En la última media hora el cielo se anegó con protube-
rancias sombrías encastradas caóticamente en una inmovili-
dad latente y presagiosa. Parece que viéramos desde abajo
un gigantesco tacho de basura donde se acumulan algodo-
nes embebidos en el fluido negro, viscoso y emponzoñado
que un ginecólogo tetradimensional va limpiando de la en-
trepierna de una criatura cósmica primordial que acaba de
abortar.
Son casi las dos de la tarde. Con el tercer vaso de vino y
la primera rodaja de morcilla, el cielo revienta como una
gran bolsa de cocaína en el intestino de un “camello” de
Dios.
El agua estrepitosa nos apiña bajo el alero, el viento
exalta las brasas y la parrilla se parece por momentos a un
baile de graduación de meteoritos. El vino se pone calien-
te, la carne del asado sangra, y si tenés ganas podés creer
en el paraíso. Si esto fuera la ceremonia de entrega del
Premio Cervantes no te mojarías los pies, pero estarías
agarrotado de hastío y encima tendrías que dar un discur-
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so. Quizá Federico preferiría eso, pero sólo porque no tie-
ne elección: esta clase de comunión con personas reales
que aman en forma real —no intelectual— las historias
que uno cuenta, y se conectan con ellas en el mismo pun-
to —no el intelecto— en que estaba uno cuando las es-
cribió, a él le está vedada. (Dos y media de la tarde, ¿Ma-
jo se la estará chupando?).
Pero en lo que a mí respecta, ¿qué poder de seducción,
qué chance puede tener la más elogiosa exégesis literario-
filosófica de mi obra comparada con este amor de vino tin-
to y morcilla, cara a cara, mientras la lluvia arrecia y a pe-
sar de ello nos llega un rugido de gol desde el estadio de
Central, donde los muchachos parecen estar haciendo muy
bien su trabajo? No way, Barthes.

Salí del minimercado de la via Gioberti con mi pan si-


ciliano, mi prosciutto y mi formaggio, la Fanta de 1.500 cc,
dos bananas y un yogurt con frutti del bosco. Todo un fes-
tín, caro amico. Caminé media cuadra para desembocar en
la estación Roma Termini. Antes de entrar, me volví para
contemplar por un momento los antiguos alberghi sobre la
via Giolitti, esos gigantescos palomares donde la margina-
lidad inmigrante e ilegal se mezcla con viajeros del Tercer
Mundo que, sin conocer Roma, reservaron su hospedaje
por Internet y al llegar se encontraron con esta romería en
ruinas (porque jamás podían imaginar que pensiones tan
miserables tuvieran página web y prenotación en línea,
cuando en sus países de origen no la tienen los hoteles de
“categoría”, en la acepción tercermundista de esa palabra).
Termini mostraba su mélange habitual, con alemanas
multimillonarias esquivando tullidos para alcanzar el tren
a Firenze, musulmanes aceitunados esperando el momento
propicio para arrebatarle la cartera a una hacendada austra-
liana que los mira de reojo convencida de que preparan un
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inminente atentado suicida que volará la estación, musul-
manes aceitunados que miran de reojo al rastafari y el ma-
rroquí como si estos hubieran adivinado que ellos —para
mayor gloria de Alá— llevan en sus bolsillos y en efectivo
las decenas de miles de euros que les reportó su último ne-
gocio romano, cámaras fotográficas con sus japoneses ado-
sados, italianos con sus celulares, africanos con su hambre
irreparable, asiáticos en piel y huesos y asiáticas en pieles
de visón, pordioseros que olvidaron su lugar de origen y a
veces hasta su propio nombre...
Salí de Termini para el lado de la Piazza dei Cinque-
cento, y llegué hasta la sucia Piazza Independenza. Una
docena de mendigos hacía campamento junto a los bancos
del pequeño círculo central, desplegando su caótico equi-
paje de inutilidades imprescindibles —bolsas, atados de
periódicos, cartones, harapos, restos de envases plásti-
cos...—, bebiendo y hablando con frases espaciadas e in-
conexas. Como en cualquier grupo similar de cualquier
parte del mundo, cada tanto se producía algún enfrenta-
miento feroz entre un par de ellos, que se rugían con vo-
ces quebradas e inentendibles durante veinte segundos y
luego seguían bebiendo como si nada. En fin, el lugar ide-
al para mi festín de despedida.
(Siempre uso ese truco, antes de volver de Europa a
Buenos Aires: caminar un rato por la parte más sórdida del
lugar donde esté, para así aclimatarme un poco y tomar
fuerza para emprender el regreso. No podés salir de allá si
la última imagen que retuvieron tus ojos fue Siena, Bally-
ferriter o St. Malo, y caer de pronto en este lugar burdo,
grosero y deprimente. La impresión podría matarte).
Terminé el banquete y todavía me quedaba más de una
hora antes de tomarme el metro a Tiburtina y de ahí el tren
al aeropuerto. Los mendigos también habían acabado su al-
muerzo y disfrutaban del sol y de lo que quedaba de vino.
Un par de ellos se echó a dormir. Otro se acomodó sobre
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un bulto indefinible y se puso a leer un librito de historie-
tas, un “Diabolik”. Eso me recordó que le debía a mi edi-
tor italiano un guión de mi propio personaje, así que en-
cendí un Winston, saqué mi cuaderno y me puse a escribir.
Y entonces vi venir desde el lado de Termini a un lin-
yera que mendigaba siempre por la salida de via Marsala,
un borrachín que parecía Charlie Manson a los 93 aunque
no tendría más de 50. Cruzaba la via Magenta hacia la
Piazza, y así, caminando, venía leyendo un librito de mi
personaje.
Seguí escribiendo lo que Charlie Manson iba a leer seis
o siete meses después. Nada, ni siquiera el premio Nobel,
me podría haber hecho sentir más orgulloso. Charlie, el
mendigo de Termini, se había gastado 2 euros en mí.
Habiendo conocido la gloria en vida, desde ese mo-
mento ya podía dedicarme a escribir sólo para mí.

Diez de la noche en Rosario. El esplendor de la esca-


lera de mármol que me lleva a la señorial sala del hotel me
deslumbraría, si no fuera porque la última vez que alguien
se preocupó por el mantenimiento de este lugar debe ha-
ber sido allá por 1950. Tanto lujo descascarado hace pen-
sar en un palacio búlgaro pasado por algunas décadas de
comunismo.
Vino a buscarme Laura, una de las fans. Leonard Co-
hen escribió: “Las adolescentes con las que soñaba a los quince
años, las tengo ahora. Les recomiendo sinceramente que se hagan
famosos”.
Vamos al lugar donde “hay que ir” por estos días en
Rosario. Un pub escondido en una calle angosta y sin sa-
lida. Soñaba con una pizza antes del show, pero al llegar
nos encontramos con que ya no cabe un alfiler.
“No te preocupes”, dice Laura, “hay una mesa que siempre
está disponible”.
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Habla un momento con el chico de la puerta, que
asiente y señala hacia adentro. Laura, que aparentemen-
te me cree un muñeco de gomaespuma, me toma una
mano y me arrastra entre la muchedumbre compacta e
impenetrable. Luego de contraerme y expandirme una
docena de veces para amoldarme a los ínfimos huecos
humanos por los que debo filtrarme en camino al centro
del pub, llegamos a una mesa en la que increíblemente
hay una sola persona, lo que la convierte en un claro de
luna aireado y luminoso en medio del bosque incandes-
cente de torsos, piernas, tetas, culos y cabezas encajados
incoherentemente unos contra otros como en un boceto
cubista.
El asunto es que la única persona en la pequeña mesi-
ta redonda es una anciana que bebe agua. Me recuerda a
un pájaro que tenía mi abuela cuando yo era chico, un car-
denal con la mollera calva y el resto de las plumas de la ca-
beza disparadas hacia abajo y hacia afuera como los despo-
jos de una escoba largamente maltratada. También la
expresión de la vieja tiene algo de aquel cardenal, en espe-
cial en el pico.
Cuando nos sentamos ni siquiera nos mira. A unos
cuantos metros distingo a una camarera y le pido una piz-
za por señas. Aunque es claro que la única forma de que
esa pizza llegue a la mesa es que me la arroje desde la ba-
rra como un frisbee.
Laura parece empeñada en demostrar su inmateriali-
dad, porque al minuto de sentarse me dice que va al baño.
La pierdo de vista apenas se levanta, y acá estoy en el cla-
ro de luna solo con la vieja.
“It’s jokes time!”. Con esa frase absurda e imperdona-
ble, sube al escenario un dúo de humoristas.
“Son buenísimos”, decreta la vieja sin mirarme. Nunca
podrían serlo si se presentan con esa frase, pero no pienso
debatir con ella.
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Craso error. Quizá un monosílabo de respuesta de mi
parte la hubiera conformado. Pero no. De repente las es-
cobas giran y me encuentro con el rostro del pájaro apun-
tando directamente al mío.
“Me vine un rato para acá porque una de mis gatas encon-
tró un feto en el jardín de adelante, así que para qué iba a que-
darme en casa... Vino la policía... Y acá se está bien. Me gusta
la juventud...”.
Y sobre “juventud” entra a cuadro Laura con una bo-
tella de vino blanco en un balde de hielo. OK, así son las
cosas. Relajate y disfrutá.
Ahora hay una banda lanzada a improvisaciones psico-
délicas, que suena deliciosamente arcaica. Ahora estamos
en 1968, y las piernas, torsos, culos, tetas y cabezas termi-
nan de fundirse en un solo ser compacto y sudoroso que se
balancea suavemente al conjuro del flanger del bajo. Laura
perdió una mano pero consiguió en su lugar una aguaviva
gigante, una Chrysaora lactea pero del orden de los helíci-
dos, que avanza hacia mi entrepierna dejando un rastro de
baba espumosa en el pantalón. En la segunda botella el vi-
no se volvió verde traslúcido, y uno de los ojos de la vieja
aprovechó un estornudo para salirse delicadamente (el casi
inaudible “plop!” fue también con flanger) y alcanzar en tres
o cuatro rebotes esponjosos el colchón de ceniza del latoso
cenicero de Cinzano, donde, de haber tenido párpado, se
hubiera dormido feliz.
Todo se vuelve amarillo (excepto el vino verde). La
banda está congelada, inmóvil, pero la música sigue en-
volviéndolo todo. Baja del techo y se extiende desde las
paredes como cientos de delgadas toallas de baño en plan
alfombra mágica en slow motion. No hay aire en el aire, si-
no oxígeno carbonatado que se bebe el humo y te vacía to-
do por dentro. Detrás del escenario la pared se disuelve co-
mo un chocolate de leche de bisonte, dejando aparecer de
a poco la fuente de calor que la derrite: es una hoguera. Es-
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tán quemando a Juana de Arco. Ahora se entiende tanto
amarillo.
La vieja, eufórica, se para sobre la mesa y empieza a
dirigir el coro de las Voces de Juana moviendo sus brazos
en alto y haciendo espasmódicas señales de aviación. De su
ojo vacío sale una gaviota que no entiende dónde está el
mar.
Todos quieren correr a quemarse junto a Juana de Ar-
co, pero nadie puede porque todos son ese ser fundido
piernas-tetas-culos-torsos-cabezas. Y Juana ríe a carcaja-
das, liberada, porque ahora sabe que es la loca que nunca
fue. Y el fuego ya le lame los sobacos, y Juana ríe más, y
el feto entra en vuelo directo desde el jardín de la vieja
planeando como un cuervo hambriento.
Y es dulce abandonarse al fuego de la aguaviva helíci-
da y al fuego verde del vino. ¿Sabés una cosa?: la vida es
una invitación a la hoguera.
“¿Vamos?”, dice Laura. “Tengo un par de ideas para
darte...”.

Yo puedo salir de Rosario a las dos de la mañana de


un lunes porque estoy loco. Pero hacerlo para ir a traba-
jar indica al menos una lesión en el cerebro. Sin embar-
go eso hace el gigante auriazul con su camioneta llame-
ante. Bueno, llevame a Buenos Aires.
Cuando entro a casa son las cinco y media de la maña-
na. Antes de cerrar la puerta ya oigo la risita. Y ensegui-
da la voz.
“Ahora vas a tener que aguantarte la escena que te va a ha-
cer tu contestador telefónico. El pobre aparato se siente explotado”.
“¿Cuántos mensajes de Andrea?”, adivino sin mucho
mérito.
“Un muestrario de género. Empiezan con ‘Hola, lindo, ¿es-
tás?’, y llegan hasta...”.
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“No especifiques. Quiero sorprenderme”.
Dos segundos de silencio mientras dejo el bolso en el
piso.
“Che... gracias”.
“¿Gracias? ¿Por qué?”.
“Y... Sigo acá. No seguiste el consejo de tu abogado: ‘Des-
hacete de ella, te van a meter preso por posesión de me-
táfora, deshacete de ella’... Pedazo de marica de mierda...
Bueno, pero no le diste pelota. Gracias...”.
“Bah. La imprudencia me fue dada al mismo tiempo que el
ombligo”.
“Bueno... Que disfrutes...”.
“¿Disfrutar qué?”.
“¿Hablás solo, loco?”. La voz de Majo llega imposible-
mente desde la cocina. Y desde allí aparece.
“Pero... Majo, ¿cómo entraste?”.
“Por el patiecito, por supuesto. Como tenías esa audiencia a
las nueve, supuse que caerías más o menos a esta hora. Y te hice
café”.
Tres cosas son evidentes: que Majo es insomne, que
eso acabará en ataques de pánico a los 25 años, y que son
demasiadas las ternuras que la hacen una presencia peli-
grosa para mi tranquilidad. Pero entonces recuerdo su
sonrisa Napoleón III con Federico y el peligro se diluye.
“Esta hora de la madrugada es genial, ¿no? El silencio to-
tal, el olorcito del café recién hecho...”.
“Mientras no me abras ninguna ventana... Odio ver amanecer”.
“¿Y qué puedo abrirte, entonces? ¿Algún apetito, quizá?”.
“El intelectual, por ejemplo. Contame tus conversaciones con
Federico acerca de su magna obra, así duermo un rato antes de
la audiencia”.
“No me hables de ese pelotudo”.
Oops. De pronto tengo hambre.
“Si en algún momento me pareció interesante a partir de lo
que escribía, él mismo me tiró su imagen a la mierda. Un tipo
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que cree que porque una mina leyó su librito está desesperada por
acostarse con él es un imbécil”.
“Digamos que basa su imbecilidad en la de muchas minas
que sí se desesperan por tan poco”.
“Problema de ellas. Yo lo saqué cagando”.
No hay satisfacción tan grande y rica como la que na-
ce de lo más pequeño y miserable del espíritu. Amén.
“Te encantó el papelón de tu amigo, ¿eh?”.
“No, no...”.
“No, claro. Por eso tenés una sonrisa tan amplia que las co-
misuras de los labios se te juntan en la nuca”.
Es decididamente peligrosa. Sí.
“En fin, el tema es que me decepcionó mucho. No digo tam-
poco que de repente lo considero un mal escritor. Esa novela sobre
el clítoris fue una idea genial. Yo lo llevo conmigo hace 23 años
y nunca se me ocurrió escribir sobre él...”.
Piedad. No hay derecho a exhibir ese humor y esas te-
tas en una misma persona. Yo recién comenzaba a recupe-
rar mi tranquilidad...
“Bueno, pero ya te hablé un rato de Federico y todavía no te
dormiste... ¿Hay algo que te quita el sueño?”.
Esta vez Majo abrevia los trámites y pasa directamen-
te a la cuestión oral. A lo práctico y efectivo, digamos.
Qué bueno que el diseño no lo haya infectado todo, que
haya todavía quienes resistan. En esta mañana estamos ce-
lebrando una victoria secreta, un triunfo ínfimo pero fun-
damental sobre el vacío plástico de estos tiempos. Y has-
ta creo que estaré a la altura del premio que Majo se
merece. Sí, hay veces en que el mundo apesta menos.

“A ver, a ver... Hablame claro. ¿Me estás acusando de algo?”.


“Es sólo una pregunta, señor. No está obligado a contestar,
como su abogado le habrá informado. Esta es una declaración vo-
luntaria, no una indagatoria”.
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“Mi cliente entiende perfectamente el significado de este ac-
to”, interviene Ludo. “Que, por otra parte, considero ya cum-
plido. Así que...”.
“Esperá, Ludo, esperá un poco. Quiero saber si me acusa de
mear en el domicilio de la occisa. Y en tal caso, ¿en qué consis-
tiría el ilícito?”.
“Como tu abogado, insisto en que tu declaración terminó”.
“Doctor, permítame aclararle a su cliente —cuyo tono iróni-
co desapruebo totalmente— que lo que dije antes fue sólo una in-
quietud personal, sin ninguna entidad procesal. Sólo me llamó la
atención que, en esta ampliación declaratoria, mencionara que fue
al baño en casa de la víctima. Ya que en su primera declaración
sólo había dicho, cito textualmente, ‘entramos y salimos del de-
partamento, no estuvimos más de cinco minutos’...”.
“Mear me lleva de treinta a treinta y cinco segundos. ¿Que-
rés una pericia al respecto? La hacemos ahora mismo y acá...”.
“Señor, le informo que si considero que con sus palabras está
faltando el respeto a mi investidura puedo...”.
“Mi cliente no tiene nada más que decir. Buenos días”.
Ludo se levanta y sale sin siquiera hacerme una seña.
Es, en su estilo, la mejor forma de decirme que no debo
volver a cruzar una palabra con este cuervo jurídico. Su ac-
titud es tan clara que, aunque me dejó solo y libre para de-
cirle al cuervo lo que se me antoje, sabe que me levantaré,
mudo, y saldré tras él.
Apenas salgo del despacho me cruzo a Federico y su
abogado que esperaban que yo terminase mi declaración.
“¿Qué pasó?”, dice nervioso Federico. “Tu abogado sa-
lió todo colorado, bufando y a toda velocidad. ¿Te mandaste
una cagada?”.
“No, una meada. Pero está todo bien”.
Tengo que correr un poco para alcanzar a Ludo. Reso-
pla y hace milagros para contener su ira. Es inútil decir
nada, ni siquiera disculparme. Así, sin cruzar palabra, me
monto en su auto y aterrizamos en su casa.
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Inmune a todo signo de tormenta en el clima emocio-
nal de Ludo, Presidente Perón simplemente recoge del
suelo el saco que acaba de caer hecho un bollo y va a col-
garlo. Luego irá a la cocina por el servicio de té, y lo ser-
virá frente al sillón Culo-de-Caravaggio sin importar si
Ludo está o no allí, o si está tieso por un reciente infarto
cerebral. En esa actitud se basa, como está dicho, la felici-
dad que reina en esta casa.
Aunque ahora ni esta cámara anticonflictos logra calmar
a Ludo. Me habla entre resoplidos y con la presión en 39.
“No vuelvas a intervenir nunca. En este asunto el escritor soy
yo, y vos repetís mis líneas sin cambiar ni agregar una letra”.
“Está bien, Ludo, tenés razón. Prometo que la próxima vez...”.
“No sé si habrá próxima vez. Ahora se me ocurre que no sé
si quiero seguir representándote”.
Presidente Perón comienza su ceremonia del té
frente al sillón.
“Bueno, pará. ¿Qué tengo que hacer para que te calmes un
poco?”.
“No creo que, de momento, vos puedas hacer nada”.
“Presidente Perón, ¿me das una mano?”.

“23 años... Muy bien... Muy bien... Es ideal”.


“¿Y por qué vos nunca intentaste nada, entonces? Te cru-
zaste mil veces con Majo, viniendo a mi casa...”.
Jorge duda por un momento, como si en realidad no
hallara razón para su pasividad.
“Es cierto. Ya pensaré por qué me dormí así. Pero el tema es
que Majo es ideal. Ya sabés, 23 años: tiene demasiadas cosas pa-
ra hacer. La facultad, la carrera, crecer profesionalmente... Todo
eso es tiempo. Días, meses y años en los que no te va a romper
las bolas con los famosos ‘proyectos’. Tenés por delante un mínimo
de diez años para disfrutar de la vida sin que te presione con ur-
gencias familiares. Decime, ¿es hija única, tiene hermanas...?”.
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“No, tiene un par de hermanos mayores, varones...”.
“Uy...”. La expresión de Jorge es la de un inmigrante
al que le dicen que volverá a su lejana tierra natal después
de veinte años de exilio. “Se crió con varones... Hasta puede
llegar a entender algo... Cagaste, negro. Es perfecta”.
“No, no. Sólo aspiro a que sigamos siendo buenos vecinos...”.
“Es perfecta. Además, vuelve a poner equilibrio en tus para-
lelas invertidas erótico-familiares, que con Andrea y Tati, que
andaban por los 32, se te habían desfasado un poco...”.

TEORÍA DE LAS PARALELAS INVERTIDAS


ERÓTICO-FAMILIARES, by Jorge
La biografía erótica ideal se parece a dos líneas paralelas
—una te representa a vos y la otra a las mujeres con las
que te relacionás—, pero que son invertidas en cuanto a
las edades, es decir que cuanto más joven sos más gran-
de es la mujer, y a medida que vas creciendo esa relación
numérica se va invirtiendo. En la práctica: partiendo de la
adolescencia, entre los 16 y 18 años, hay que comenzar
por relaciones con mujeres que podrían ser tu madre; lue-
go se entra en la franja de las tías (uno anda por los 22 y
ellas por los 35); hacia los 26 o 27 llegan las que podrían
ser tus hermanas, es decir que tienen tu misma edad o
tres años más o menos; después hay que buscar a las
que podrían ser tus sobrinas (les llevás entre 6 y 14 años),
esto va derivando hacia mujeres que podrían ser tus hijas
(en un amplio rango de diferencia de edad que va desde
ser 18 hasta 35 años mayor), hasta terminar tus días sa-
liendo con quienes podrían ser tus nietas (diferencia de
edad igual o mayor a 40 años).

“Majo es una sobrinita. Encaja perfecto”.


“Sí, conozco la teoría...”.
“Que es irrefutable, si me permitís la vanidad. Ya conozco
tus objeciones: la injusticia de que para los hombres la vida esté
en plenitud a la misma edad que a las mujeres se les empieza a
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terminar drásticamente el tiempo, la trampa biológica que hace
que después de los 40 muy pocas mujeres puedan seguir en compe-
tencia mientras nosotros necesitamos hacer muy poco para seguir
estando bien, etc., todo esto basado en la idiotez social que se cen-
tra en conceptos nebulosos de la belleza y la juventud. Y también
te reconozco que ante esas situaciones respondemos con una total
falta de solidaridad para con las mujeres de nuestra generación.
Es cierto, no somos solidarios con ellas. Pero a estas objeciones,
respondo con una frase que aprendí de vos. ¿Cuál es?”.
“Yo no hice el mundo: tan sólo lo explico”.
“Exacto”, y ataca la tarta de zucchini.

La idea era tomar un café en lo de Lil y después dejar


a Jorge ahí y encerrarme a escribir algunas horas. Pero Lil
estaba tan simpática con ese extraño kimono estampado
con fragmentos de La Primavera de Botticelli y su sonrisa
descansada y fresca de lunes al mediodía (justificación de la
sonrisa: de martes a viernes atiende pacientes y dicta cur-
sos en su consultorio de reiki; sábados y domingos hace
turno completo en la peluquería de su madre), que no le
costó mucho arrastrarnos hasta la casa de Andy y Vera.
“Es un ratito, nada más...”, dijo mientras se cambiaba
el kimono por un vestido de gasa, lo que incluyó un bre-
ve bailoteo al aire libre de su única teta central.
A Vera, aunque tiene las dos reglamentarias, se le ve
una sola cuando nos abre envuelta así nomás en una bata de
toalla de Andy.
“Ay, perdonen que los hice esperar, estábamos re-dormidos.
Anoche nos acostamos muy tarde, porque era el cumpleaños de
mamá y estuvimos en el restaurante árabe bailando hasta las
cinco de la mañana”.
Si la madre sopló las velitas de la torta y practica la
tradición de pedir tres deseos antes de hacerlo, quizá uno
haya sido que Andy y Vera se separen. Porque supongo
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que a ninguna madre le cae bien que su hija viva en pare-
ja con su hijo.
“Es el asunto del vaso medio lleno o medio vacío”, me dijo
Jorge una vez. “Si Vera queda embarazada, el pibe va a ser a
la vez hijo y hermano de los dos. Eso es lo malo. La forma opti-
mista de verlo es que para la madre de ellos va a ser un nieto di-
recto por partida doble. El supernieto, digamos”.
En todo caso, imagino que la madre de Vera y Andy
estaría demasiado aplastada por la versión “vaso medio va-
cío” como para siquiera pensar en que podría verlo como
“medio lleno”. De todos modos, nada hace suponer que
los hermanitos amantes estén pensando en ser padres-her-
manos.
“Queremos adoptar”, dice Vera sin anestesia.
“De eso queríamos hablarte, Lil”, dice Andy algo menos
suelto. “Y nos encanta que también estén ellos, ¿no, amor?”.
“Sí”, dice Vera. “El tema no es simple, por lo que estuvimos
averiguando. Está la cuestión de la edad, por empezar. Andy tie-
ne 23 y yo 20; parece que prefieren parejas de 30 para arriba,
y hay miles en lista de espera. Y además no estamos casados, nin-
guno de los dos tiene trabajo fijo ni título universitario, qué sé
yo. Y tampoco sirve que nuestros viejos estén podridos en plata”.
“Sí, hay muchos escollos”, apoya Andy y mira a Vera con
una ternura cómplice que ella le devuelve en su sonrisa.
Ni mención del pequeño detalle de que son hermanos.
Si miro a Jorge vamos a estallar en carcajadas, así que
busco una mirada de entendimiento en Lil... que no me
mira porque tiene los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas
clavados en la tierna parejita.
“Te emocionaste...”, dice Vera mientras hace una caricia
en el rostro de Lil. “Qué dulce...”.
Ahora sí tengo que mirar a Jorge, porque es el único
que queda de mi lado. Supongo.
Sí, es así. Sólo que el tipo realmente lo está disfru-
tando.
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“Bueno”, dice Lil aspirando con mucho encanto una go-
tita de agua mucosa que asomaba de su emocionada nariz.
“¿Y... cómo podría colaborar, qué podría hacer yo que les sirviera?”.
Ayudar a amamantar al bebé con su única teta, se me
ocurre. La lactancia natural es un derecho del niño, lo que
abunda no daña, y si al pibe no le importa que su madre
adoptiva adopte como marido a su propio hermano, menos se
va a fijar en que la nodriza tenga una sola teta y en el medio
del pecho. Rómulo y Remo fueron amamantados por una lo-
ba y fundaron un imperio. Tarzán fue criado por monos y sin
embargo tuvo una existencia exitosa, mientras que Johnny
Weissmuller, que chupó teta de madre sanguínea y luego to-
das las tetas que se le pusieron delante, terminó en un neu-
ropsiquiátrico. En la vida no hay que ser esquemático.
“Los tres pueden ayudarnos”, dice sonriente Vera, y tra-
to de convencerme de que se refiere a Lil, Rómulo y Re-
mo. Pero no.
“Sí, los tres”, apoya Andy. “Con el asunto del trabajador
social. Ya vieron cómo es eso: vienen a hurgar en tu casa, en tu
entorno...”.
Me pregunto qué podría aportar yo. ¿Servirá como ca-
so testigo lo de Tarzán y Johnny Weissmuller? ¿Qué opi-
na, señor trabajador social?
“Podríamos proponerlos como testimonios que avalen que es-
tamos capacitados para criar un bebé, que... bueno, que no somos
ladrones, ni adictos, ni nada raro...”.
“Nada raro”, sostiene Vera. Bueno, ¿quién podría decir
qué es raro y qué no, en un mundo en el que existen las ce-
bras, los albatros, los ornitorrincos o el Giant’s Causeway?
Por no mencionar a las jirafas o los Kikuyo-Wakikuyo ma-
triarcales del grupo de los Masai.
“¿Por qué no?”, dice Lil. “Si todas esas leyes de adopción,
como la mayoría de las leyes en este país, fueron redactadas para
una sociedad que ya no es la de hoy. ¿Por qué preservar paráme-
tros perimidos?”.
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Ah, esa aliteración espontánea... Me recuerda otra que
citaba Borges: “En la punta de la plaza del pueblo de Pe-
huajó, hay un letrero que dice ‘La puta que te parió’...”.
“Yo creo que cada uno, en tanto joven, debe ser un militan-
te contra lo establecido. La diferencia está sólo en los ojos que mi-
ran, no en las cosas que esa mirada establece como diferentes”.
“Qué querés decir, Lil”, corta secamente Vera. También
la expresión de Andy se tensa. “Qué carajo tenemos Andy y
yo de ‘diferente’. Tres orejas, antenas en la cabeza, dos ojos en el
culo, qué, a ver...”.
“No, no me entiendan mal, yo...”.
“¿Vos, qué? ¿Vos nos ves como ‘diferentes’? ¿Te miraste en
un espejo?”.
“Andy, no me agredas...”.
“No, Andy, ¿sabés qué?”, le dice Vera con todo el primi-
tivismo a flor de piel mientras la idea de democracia se de-
rrumba como un rancho de adobe inundado por las dos lá-
grimas de angustia que corren por el rostro de Lil. “Ella
tiene razón: dos homosexuales pueden pedir un chico en adopción,
pero nosotros no. De eso se trata, ¿eh, Lil?”.
“Chicos, por favor, entiendan...”.
Aún para Jorge, que hasta acá había disfrutado, es mu-
cho; todo será un delirio, pero la angustia de Lil es real.
“Pará, Lil, vámonos a la mierda...”, dice mientras la to-
ma con delicadeza de ambos brazos y la va sacando. “Dejá
que los pervertiditos se las arreglen solos, o que adopten gatos de
la calle. Vamos...”.
Mientras salimos siento las miradas de Vera y Andy
anudándome las cervicales. Ya en la calle, Lil se acurruca
en el pecho de Jorge y llora.
“Yo los quería ayudar... Ustedes saben que es así... Jamás
quise hacerlos sentir mal... ¿Cómo es posible que todo se entienda
al revés? ¿Por qué todo se tiene que complicar tanto?”.
Nadie tiene la culpa, Lil. Salvo el mundo, que somos
todos. Un mundo donde alguien se hace sacerdote católi-
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co, pero como además es homosexual pretende que toda la
estructura milenaria de la iglesia cambie y se adapte a él,
sin ver que todos los principios institucionales del catoli-
cismo pueden ser estúpidos y absurdos pero son esos que son,
y más absurdo y estúpido es encapricharse en que todo eso
gire a su compás, en vez de salirse de una institución que
no lo contiene y, simplemente, inventar algo distinto. Un
mundo en el que si te enamorás de tu hermana no aceptás
la experiencia desnuda sino que querés tener o adoptar hi-
jos y hasta casarte por iglesia.
Un mundo, en fin, en el que todos hablan de nuevas
alternativas sin querer renunciar a ni una de las viejas fór-
mulas. Un mundo que es sólo una gran academia de la
frustración.
Lo siento, Lil. Este es un mundo donde tu democracia
es polvillo de soja entre los ácidos gástricos de Nuestro Se-
ñor. Lo siento.

“Es una tarada. Le dije que seguro ibas a llegar en cual-


quier momento. Es más, creo que por eso se apuró a irse: para que
no parezca que yo puedo intuirte mejor que ella”. María me re-
cibe con estas palabras, sentada en el sillón del living de
casa. Le di hace tiempo un juego de llaves, por supuesto,
pero jamás las había usado. Es raro.
“Ah, y disculpame que te esperé adentro. Andrea me pidió que
la acompañara, quería devolverte su copia de las llaves. Cuando
llegamos y no te encontramos, de repente se le dio por entrar”.
“¡¿Entró aunque yo no estaba?!”.
“Medio terrorífico, ¿no? Bueno, la cuestión es que se puso a
caminar de una punta a la otra del living, entró a la cocina, al
cuarto... No tocó nada, pero... no sé, era como una fiera, parecía
que olfateaba todo...”.
“¿Para qué olfatear rastros? Estoy seguro que sabe todo lo
que pasó en esta casa desde que ella se fue”.
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“Esa vecinita, la chiquilina que ni se te acercaba, que ape-
nas te saludaba si nos cruzábamos en el pasillo...”.
“Majo”.
“Sí. Digámoslo así: ya fue al baño por lo menos una vez en
este departamento, ¿no?”.
“A eso me refería: ustedes lo saben todo. No sé cómo lo hacen,
pero tienen una antena insoportable. Todas las mujeres. Están
abonadas a la cámara oculta de Dios”.
“Es cierto, y eso no se lleva bien con la propensión a la men-
tira que tienen los hombres”.
“Pero vos sabés que la mayoría de esas ‘mentiras’ son recur-
sos estúpidos para no tener que explicar tonterías que de todos
modos la mayoría de las mujeres no entendería. Si yo vivo con
una mina y me quedé tres horas hablando boludeces y aprove-
chando la happy hour de un pub, probablemente le diga que ca-
yó una sorpresiva inspección tributaria en la oficina...”.
“Vos no hacés esa clase de cosas. Aparte de que jamás te ima-
ginaría en una oficina ni en una happy hour...”.
“Está bien, pero entendés a qué me refiero. A un hombre le
puede romper las pelotas que su mina se encierre seis horas en el
baño con una amiga a maquillarse mientras el recital que él que-
ría ver ya está empezando, pero no piensa que ella le está contan-
do a la otra todos los cuernos que le mete y planea meterle en el
futuro, o que de repente se les dio por hacerse lesbianas. En cam-
bio, si el pobre tipo de la happy hour dice la verdad, es el co-
mienzo de un cuestionamiento progresivo acerca de su interés por
la relación, la valoración negativa que hace de ella como posibi-
lidad real de interactuar desde lo afectivo y, finalmente, la im-
posibilidad de construir un proyecto. ¡Y el tipo sólo se tomó un
par de cervezas porque la segunda era gratis!”.
“No puedo creer que te pongas tan esquemático, nene”.
“No estoy siendo reduccionista, María. Pero yo vivo en la
calle y no miro a las personas con los anteojos que te dan la tele-
visión, los libros de autoayuda y la ‘Cosmopolitan’. Vos sabés que
nunca como ahora hubo una distancia tan grande entre el mun-
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do que reflejan los medios y lo que la gente realmente vive –aun-
que como discurso repitan el de los medios”.
“Bueno, eso es verdad, todas las personas se dicen unas a
otras lo que queda bien y es correcto y moderno decir, y después no
hacen y no creen ni el diez por ciento de todo eso...”.
“Sí, María, es así... Y en especial con las mujeres. No hay
manera, ¿entendés? Si tuviera que hacer la teoría...”.
“Ah, ya la estaba extrañando, nene. Tenía que venir una
teoría. ¿Cómo es?”.
“La tesis es: si querés alcanzar cierta estabilidad, cierta
tranquilidad para poder realizar lo que tengas que hacer, la úni-
ca forma de manejarse con las mujeres es mentirles. Esto no va-
le, obviamente, para mujeres con las que tengas una relación oca-
sional: si se trata de un par de noches, incluso un par de semanas,
no hay problema. Pero en lo que se refiere a la tesis, resulta que en
la realidad es imposible mentirle a una mujer que te conozca un
poco, inevitablemente se dará cuenta de todo (puede hacerse la bo-
luda, ok, pero sabe). Con lo cual es claro que con las mujeres no
hay manera. Ahora bien, ¿podemos renunciar a ellas? No. Aun-
que decidiéramos hacerlo. Por lo tanto, no hay posibilidad algu-
na de vivir tranquilo. Ninguna”.
“Ajá. Bien. No voy a hacer declaraciones al respecto”.
“Porque es una generalización, ya sé. Está bien: particula-
ricemos. ¿Qué hubiera pasado si yo le hubiese ocultado cosas a
Andrea, si no le hubiese dicho abiertamente barbaridades como
‘No cuentes conmigo esta noche porque descubrí un bar rarísimo y
me voy a instalar toda la noche a escribir la novela’?”.
“Según tu teoría, si en vez de decirle eso le contabas alguna
estupidez, Andrea se hubiera dado cuenta”.
“Ok, pero dijimos que puede saber pero hacerse la boluda.
¿Qué hubiera sucedido entonces, de actuar yo como la mayoría de
los tipos?”.
“Entiendo. Está bien, nene, te lo acepto: casi seguro Andrea
todavía estaría acá viviendo con vos”.
“Pero yo no viviría tranquilo. La teoría cierra, ¿eh?”.
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“Qué sé yo, nene. Por lo menos, encaja bien en este momento
de tu vida. Sin que clarifique la duda profunda, esa para la
cual ni siquiera yo tengo respuesta y ya creo que nunca tendré...”.
“Te referís a...”.
“A lo que hace rato que te vengo diciendo, nene. La duda
acerca de si tu vida sigue siendo real o es una novela más en la
cual todos somos tus personajes...”.
“La verdadera novela es pensar algo así”.
“¿Por qué? Claro que es posible. Vamos, nene, conmigo no te
hagas el inocente. En todo caso soy tu mejor personaje, así que...”.
“Sí, entiendo: no te puedo engañar porque en algún punto
sos yo”.
“Entonces... Vos sabés que tenés mucho poder sobre las personas.
No es ese poder que se impone por la violencia, por el choque, no sos
uno de esos típicos hombres de acción que entran a los empujones y a
los gritos en las vidas de los demás. No. Tu poder es mucho más in-
tenso, porque no parece que hicieras nada excepto sonreír con tus oji-
tos verdes, hasta que de pronto una se encuentra haciendo cosas o me-
tida en algo que jamás hubiera imaginado, que incluso hubiera
negado por ser totalmente ajeno a sus ideas sobre la vida. No sé có-
mo lo hacés, no sé qué es. No puedo saberlo porque el proceso no se ve”.

INTROMISIÓN:
Esto aparece más adelante —o quizá finalmente no lo
use—, pero viene a cuento aquí:

Entré en el coche de Richard, adelante. Jorge estaba


en el asiento trasero. Antes de decirme “Hola”, sin que
venga a nada, de repente me disparó:
“Tenés que empezar a dominar tu inconsciente hijo de puta y
talentoso”.

CONTINÚA MARÍA:
“Sólo sé que llega un momento en que la “víctima” parece
despertar de un trance y se encuentra ya metida hasta las uñas y
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vos seguís ahí, sonriendo, y no hay dudas pero tampoco hay prue-
bas de que fue tu obra. Y ya es tarde”.
“¿Vos sentiste eso alguna vez?”.
“¿Alguna? Mil. Y te vi hacerlo con decenas de personas.
Andrea misma es un ejemplo. Ella estaba muy tranquila con su
vida, se concentraba en su carrera en el canal de televisión, tenía
a ese gordo vikingo como novio... Una vida moderna y cómoda.
Sin mucha pasión, es cierto, con un toque de aburrimiento, pero
equilibrada. Hasta que un mal día se cruzó con el loco, que le
clavó su mirada y la condenó...”.
“En el baño de tu casa...”.
“No me involucres, no tengo ninguna culpa. Ella no lo su-
po, pero desde ese momento su destino estaba sellado. Tenía el vi-
rus metido en el cerebro, y el virus lentamente iba a hacer su tra-
bajo de corrosión. Así fue. ¿O tenés algo que objetar?”.
“No. Al contrario: creo que estás escribiendo muy bien”.
“No, nene, lo mío no es novela. Vos sabés que no. Sos un peli-
gro. Si fueras un seductor no habría problema. Los seductores sólo
triunfan en la medida en que la víctima lo permita. Es un juego
de dos, una situación equilibrada y justa. Lo tuyo es esencialmen-
te injusto, porque la otra persona no tiene armas para pelear. Ya te
lo dije antes: cuando se entera, ya es tarde...”.
“Empezás a asustarme...”.
“No te sonrías, porque es para asustarse. No sos un seduc-
tor, pero tampoco uno de esos manipuladores medio psicópatas, con
los que también existe una posibilidad de pescarles el juego, des-
enmascararlos y zafar. Yo te vi crecer, nene, te conozco desde que
tenías 18 años, y sin embargo no logro descifrar en qué consiste
exactamente la forma en que actúa tu virus fatal: ¿qué le queda
entonces a una pobre mina que se cruza por primera vez con vos?
Pero lo que en verdad debería asustarte es que esa efectividad y
esa impunidad de tu poder sobre las personas vaya degenerando,
que termine dejando de ser algo impulsado por un deseo o un sen-
timiento tuyos y degenere en... no sé, en...”.
“Y degenere. No necesitás definirlo más”.
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Por un momento María se había dejado llevar hacia
una especie de anonadamiento analítico, si es que eso sig-
nifica algo. Pero ahora vuelve a mirarme con esa mirada
que tanto bien me hace, donde están Eva, Yocasta, Elec-
tra, Juana de Arco y Evita.
“Vos lo sabés, nene. No te lo tengo que explicar yo...”.
“No sé si sé, no sé lo que sé. Pero vos me viste durante todos
estos años caminando siempre por el borde. ¿Crees que a esta al-
tura hay peligro de que pase para el otro lado?”.
“Supongo que no. Pero no estaría de más que empezaras a mi-
rar un poco para atrás. Sé que es una idea ajena a vos, pero, quién
te dice, por ahí ves algún hilo que quedó suelto. Nunca está de más
asegurarse, ¿no?”.

Esa noche de jueves Pichu tocaba en el ruinoso primer


piso de una casona sobre la avenida Córdoba. Simplemente
habían tirado abajo un par de paredes y colocado una barra
contra el balcón que daba a la esquina, y voila le pub. No ha-
bía sillas ni mesas. Ni siquiera había una heladera, las cer-
vezas se apilaban en una bañera repleta de hielo; un moro-
chito muy flaco que no paraba de fumar porros se quedaba
toda la noche sentado en el piso del baño para cuidar que
los que iban a orinar no se llevaran ninguna botella.
Tatiana me acompañó, como siempre desde el día que
la había conocido, casi dos años atrás. Tatiana iba a todas
partes, estaba en todas partes, nada le parecía mal y enten-
día todo. Jamás encontré a nadie como ella. Y era hermo-
sa. Quién sabe cuántas cosas —infancia, lecturas, dolores,
encuentros, desgarros, cierta locura, paisajes de barrio,
sueños que hay que atreverse a soñar, decepciones, triun-
fos íntimos y triunfos de la calle— se habían ido conju-
gando y entrelazando para construir esa persona que yo no
hubiera podido imaginar ni en mi delirio más optimista.
¿Cómo era posible que ese jueves fuera uno de los últimos
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días de nuestro amor? Simple. Todo se resumía en un diá-
logo que habíamos tenido un par de meses antes.
“Tengo 32 años”, dijo ella. “Tengo que empezar a pensar en
ir resolviendo algunos aspectos de mi vida. Vos me entendés”.
“Sí. Y tenemos un problema. Vos tenés que empezar a resolver
tu vida... en los aspectos en que la mía ya terminó, porque tuve la
ocurrencia de empezar muy temprano. En una época en que todos es-
peran a los 30 o 35 años para empezar a pensar qué hacer con las
parejas o los hijos, yo ya cumplí todos los pasos posibles y más, y de
aquí en adelante sólo me queda dejar que mi cabeza haga lo que
se le antoje para que mi vida se parezca cada vez más a mí. Otra
de las tantas cosas que hice al revés, ya sé, pero...”.
Me miró con un amor inmenso y dijo:
“Sí. Tenemos un problema”.
No volvimos a mencionar el tema. Era innecesario, y
demasiado triste. Ella seguiría estando en todo y enten-
diendo todo hasta el último día. Que quizá fuera ese jue-
ves. No lo sabíamos.
Pedimos unas cervezas —otra opción no había— y Pi-
chu se acercó a saludarme.
“Largamos en quince minutos. Falta que vengan un par de
invitados. Del canal, ¿viste?”.
Y entonces vi entrar a Andrea, seguida de un viking al
que le faltaban dos kilos para graduarse de lobo marino.
Ella echó una miradita descuidada alrededor, que se conec-
tó irremediablemente con la que yo le estaba clavando. Dos
segundos eternos. Luego se dedicó a saludar con gestitos y
sonrisas a los conocidos. Yo —exceptuando, claro, el breve
episodio del baño de María— no había hablado con ella
más de cuatro veces en el canal, y justamente por eso me
hubiera correspondido uno de esos gestitos amables e indi-
ferentes. Pero no hubo eso, ni nada. Tampoco actuó como
si no me conociera. Fue más bien como si no me viera, a
pesar de las tres o cuatro veces que se encontró con mi mi-
rada en esos minutos antes de que Pichu empezara su show.
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Fue como una medida de aislamiento preventivo ante la
certeza de la peste.
Todos nos acomodamos en el piso, apoyados contra las
paredes, formando una especie de guardia rectangular.
Quedé codo a codo con el viking. Andrea a su izquierda,
Tati a mi derecha.
Se apagaron las luces y la banda de Pichu empezó a to-
car. Nada mal. Unas cuantas canciones folk interrumpidas
por largas improvisaciones germánicas. Una mezcla de
Dylan, Grobschnitt, The Fugs y Troilo. Como buen músi-
co experimental del siglo XXI, Pichu no producía una sola
nota que no sonara anterior a 1975. La vanguardia es así.
No todas las luces se apagaron. Dejaron una luz negra
de esas que hacen resaltar irrealmente todo lo blanco, in-
cluyendo desagradablemente los dientes. Tati a mi dere-
cha, Andrea a mi izquierda a sólo un gordo de distancia.
Supe que estaba entre la de ahora y la futura. Y que ellas,
sin saber nada, comenzarían a olfatearse. Ya lo confirma-
ría en un comentario de una, en la forma de pasar delante
de la otra.
Tatiana estaba hermosísima (su otra condición posible
era sólo hermosa), con su camisa de seda ceñida a su torso
imposiblemente perfecto, dibujado por el deseo atávico
del arquetipo del hombre, con algunos botones despren-
didos hasta el nacimiento de los pechos, y la pequeña po-
llera negra descubriendo sus piernas exactas y poderosas.
Habían pasado unos veinte minutos de show. Tatiana
me dijo que iba al baño. Cuando se levantó y se alejó dos
pasos, vi desde atrás su bombacha diminuta y blanca en-
cendida como un cartel de neón, brillando enloquecedora-
mente bajo la delgada pollera por efecto de esa bendita,
maldita luz negra. Instintivamente volteé mi cabeza hacia
la izquierda. Andrea la estaba mirando con tal intensidad
que casi parecía que la deseaba. Volví a mirar a Tati, que
en ese momento giró su cara hacia mí y me sonrió refle-
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jando la luz como el más bello de los planetas de un uni-
verso ideal, espejo de perfección.
Esa noche tuve tantas ganas de llorar como creo no ha-
ber sentido nunca en mi vida. No pude dormir, en reali-
dad ni siquiera pude cerrar los ojos. Permanecí mirando la
oscuridad de nuestro cuarto hasta que algunos hilos del
amanecer empezaron a asomar entre los intersticios de las
persianas y se empezó a distinguir vagamente la silueta de
Tati, dormida y maravillosa. Recién entonces cerré los
ojos, y sentí la tristeza como un malestar de viejo amigo,
esa tristeza del mundo, no la penita miserable y personal.
Así me quedé por unas horas, y no pude llorar. No pude.
Nunca lo había deseado tanto. Nunca.

“Me gusta la lluvia”, dijo ella. “Me gusta el reflejo de las


luces de la calle sobre el asfalto mojado”.
Estaba deliciosamente reclinada contra la amplia
ventana, con la frente apoyada en el vidrio, descalza. Me
acerqué por detrás y la tomé de la cintura. Se volvió ha-
cia mí con su sonrisa de planeta imposible, y enseguida
miró otra vez hacia la avenida. Por un momento me de-
jé hipnotizar por el bailoteo del agua allá abajo. El efec-
to visual era curioso: si mirabas fijamente, el orden de
los elementos se alteraba hasta formar otra imagen, co-
mo si lo que repicaba sobre la calle no fueran gotas de
lluvia sino bolitas de luz cayendo sobre un espejo de
agua que reflejaba el asfalto del cielo.
Tatiana volvió a mirarme sonriendo, me rodeó el cue-
llo con los brazos y me besó. Luego se apartó de mí y fue
hacia la mesa.
“Bueno, ¿me vas a leer eso o no?”, dijo tomando mi cua-
derno y tendiéndolo hacia mí.
Sí, con Tatiana yo podía hacer cosas como ponerme a
leerle algo así:
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“En los tiempos arcaicos en que los hombres
conversaban cara a cara con los dioses porque
sabían que eran la misma cosa, el Sol penetra-
ba con su pene de azufre en las grutas de la
Tierra para engendrar los minerales de la vida.
Y la Tierra menstruaba, y sobre la tierra roja
de esa sangre primordial florecían las Sibilas
—en Cumae, en Marpesos, en Epira. Y antes aún,
en los tiempos en que Ea y Damkina engendraron
en el corazón del santo abismo al gran Marduk y
le dieron todo el poder, la sabiduría y la be-
lleza, Marduk enseñó a los babilonios que la vi-
da nacía del coño de la Madre Tierra, porque es-
ta era la fuente de la cual surgían los ríos que
los alimentarían, y les enseñó a pronunciar la
palabra pû, y les enseñó que esa palabra, esa
misma palabra, significaba a la vez “fuente” y
“vagina”, y más tarde los sumerios dijeron bu-
ru cuando quisieron nombrar la vagina y buru
cuando quisieron nombrar el río, porque río era
fuente de vida y coño fuente primordial de to-
do río, y vida, coño y río eran una y la misma
cosa. Y así fue siempre después, y así es tam-
bién hoy. El coño nos informa de qué va la co-
sa. Nos ilustra acerca del mundo que rodea a ese
coño, acerca de cómo es en esencia el entripa-
do de ese mundo.
Y el Gran Tajo-Espejo que signa nuestro tiem-
po nos informa que nuestro mundo luce más boni-
to cuanto más podrido está por dentro.
No importan el cáncer, las úlceras, los tu-
mores, la metástasis. No son más que rumores de
mal gusto. Lo importante es que el horario de vi-
sita es de 3 a 8 pm., y no te olvides de tener
al día la cuota de tu sistema de cobertura mé-
dica. Y no vengas a otra hora que no sea entre
las 3 y las 8, porque podés cruzarte con una en-
fermera que transporta un canasto lleno de sába-
nas cagadas e incluso algún intestino fermenta-
do recién expulsado por el ano contranatura de
algún vejete cuya cuenta hospitalaria la paga
Salud Pública, y no me vengas con que la enfer-
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mera tiene un culazo de órdago y que con seme-
jantes tetas serías capaz de montártela sobre
las sábanas cagadas, porque si la querés violar
—ella aceptará con gusto— deberás esperar a que
acabe la limpieza y desodorización de todos los
ambientes, no sea que caiga el veedor de Sanidad
S.A. y descubra que en su ausencia las pústulas
hieden. El lema es: ¡Que luzca bien!
Ni hablar, claro, de tumores como el hastío,
la soledad o la miseria. Todo se soluciona con
buena voluntad, dentífrico y Christian Dior.
C’est à dire: todo va mejor con Coca Cola, ¿es-
tá claro?
Y sobre todo, por favor, sobre todo, ¡mucha
limpieza sexual! La enfermera de las sábanas
cagadas estará encantada de que la violes, pe-
ro tené la delicadeza de esperar a que termine
de perfumar su carnoso durazno vaginal. Es pri-
moroso, ese coño-durazno. Relleno, carnoso, mo-
rrudo, con dos mofletes que parecen los de Zero
Mostel, Oliver Hardy o Lou Costello. Más bien
los de Zero, más bien esos. Unos rubicundos y re-
dondos pliegues de carne con una piel de fruta
recién lavada, escurrida y lustrada con la man-
ga del pulóver, emergiendo entre sedosos arbus-
tos de delicados bucles desinfectados, frescos y
perfumados. Un coño como lo podría haber pinta-
do Gustav Klimt o algún otro de esos maricas.
Casi da pena pensar que, sea porque logres
controlar tu eyaculación por más de un minuto o
porque la enfermera venga de un período de abs-
tinencia, el bello coñito preimpresionista puede
llegar a mojarse con los jugos del deseo. Sería
una gran pena. Como si a Zero Mostel se le esca-
para un pedito por la boca. Lamentable, ¿verdad?
Pero después de todo quizás el coñito-durazno no
se embadurne de flujo, porque es probable que
nuestra enfermera sea frígida. O al menos anor-
gásmica. Posiblemente también su primoroso coño-
durazno sea la bella antesala de una matriz po-
drida, o desflecada por algún dispositivo
anticonceptivo intrauterino que se haya oxidado
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en su interior, pero eso no viene al caso. Recor-
demos que el lema es: ¡Que luzca bien! Sarava.
Estoy seguro de que en los días precámbricos
de mi infancia los coños todavía olían a coño.
Lo sé porque, siendo que el coño es el signo del
mundo, los elementos de ese mundo deberían com-
portarse como el arquetipo que los signa, y en
aquellos días la yerba olía a yerba, el café a
café, la calle a sudor y gritos sagrados de gue-
rra y mi aliento a roquefort, salame y chicles
Adam’s. Hoy —a excepción, quizás, del roquefort—
todo huele a coño de cajera de supermercado, a
coño de nylon envasado al vacío, a inodoro coño
en serie, industrializado e insípido, imperso-
nal y dietético, supercongelado, y por favor de-
je su bolso en Recepción al ingresar al super-
mercado para evitar malentendidos posteriores,
¿me entendió, miserable anarquista desestabili-
zador hamburguesófobo?!
Pues me niego. Me niego a dejar mi bolso en
Recepción. Me niego tozudamente, porque hacerlo
me recuerda que también te obligan a dejar el al-
ma en la puerta antes de entrar a tu empleo.
“Sírvase dejar sus problemas personales en la
puerta antes de cruzar el umbral de este recin-
to, que no puede ser mancillado con la presencia
verificable de ningún aspecto que pudiera cata-
logarse como perteneciente en algún sentido a lo
humano. Aquí sólo necesitamos lo peor de usted,
lo más bajo, lo más sórdido, lo más brutal de su
persona. Aquí sólo necesitamos de su absoluta
despersonalización. Aquí, en este sacro recinto
laboral al que usted ingresa tras dejar afuera
todo lo que podría definirse como ‘usted’, aquí
sólo necesitamos que conserve usted la mínima
capacidad como para no confundir un expediente
con una silla Luis XVI, o para distinguir entre
un torno y la Sonata a Kreutzer. Con eso basta.
Ah, y... ¡que luzca bien! Favor no olvidar este
lema. Stop. Caso contrario despido automático
s/indemnización. Stop. ¡Stop!”.
No, es lo que digo. Digo no. No.”.
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Cuando terminé, Tatiana se quedó mirándome en si-
lencio por unos segundos, y entonces sonrió y me dijo en-
tusiasmada:
“Escribamos un libro sobre caníbales”.

Había noches que, en la cama, Tatiana me daba miedo.


Miedo de que una de esas noches acabara por devorarme.
Miedo dulce y embriagador, sí. Pero real, concreto.
Alguna noche Tati iba a cruzar una última línea y me iba
a comer.
Nunca había sentido algo así. Con nadie. Debí salir
corriendo la primera noche que nos acostamos. Pero, ¿có-
mo pedirle esa prudencia a alguien que tiene hormigas en
el culo de la mente?
Debí salir corriendo la primera vez que vi ese valle
exuberante entre sus piernas, con colinas, hondonadas,
grutas y arboledas como hubiera querido imaginar el Ar-
quitecto cuando le encargaron que soñara el Edén. Toda
esa superficie mágica parecía vibrar en forma impercep-
tible pero contundente, como si en lo profundo de la ma-
triz se estuviera liberando la masa crítica del sexo pri-
mordial y viniera hacia el punto de desborde montada en
una alfombra de espuma cuántica transportada por un
infinito ejército de taquiones.
Toqué. Se produjo una reacción en cadena que inundó
la habitación de chispas de jade electromagnéticas que se
pusieron a danzar sincrónicamente como leucocitos arro-
jados de súbito a los cuerpos cavernosos del miembro de
un ahorcado. El clítoris, hinchado y erizado, empezó a gi-
rar como una hélice de coral conectada a una turbina ató-
mica, como un mantra nuclear cuyas revoluciones sólo po-
dían medirse en algoritmos cabalísticos.
Era imposible pensar en cuestiones como el desen-
volvimiento de la espiral sexual con fases de excitación,
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fases preorgásmicas, mesetas y toda esa huevada. El cur-
so de las cosas era impredecible, zambullidos en la nebu-
losa dinámica del universo atómico. Allí no existía un
asunto tal como la causalidad. Nadábamos, nos deslizá-
bamos, flotábamos en un biogravitón primorosamente
decorado con cortinas teleológicas. Energía, pero no fuer-
za ciega. Vertiginosidad, pero no histeria. Flotar en el
mullido vacío. Sexo acuático en el aire. Mi verga omnije-
tiva sumergiéndose en el superespacio uterino en busca
de esa masa crítica del sexo primordial para producir la
fusión nuclear, sin que esto implicase perseguir ese o
cualquier otro objetivo.
Los portales del superespacio eran pura carne caliente
latiendo y oliendo a almendras, y tras esos portales sólo
podía haber más de la misma maravilla multiplicada. La
verga —ya a esta altura emancipada y francamente taoís-
ta— comenzó a sentirse como en el palacio de soltero de
un sultán imaginario.
Había medusas de tul que la hamacaban, solícitas,
con la dedicación que pondría una puta francesa en la re-
solución de un enigma matemático. Había espesas salsas
calientes y pegajosas que la acunaban como si no fuera
una verga sino un bebé sospechoso de mesianismo. Y ha-
bía, ay sí, una inmensa población de erizos de gelatina
contra los cuales el glande podía arrojarse y rebotar con
la alegría infantil de un anciano en su primer fin de se-
mana a solas con una adolescente pervertida en una ca-
baña perdida en el bosque. Todo bien bañado e impreg-
nado de olorosas espumas que manaban de esponjas con
corazón de crustáceo, un denso flujo marino que parecía
el resultado de todo lo transportado por las corrientes
desde lejanas playas en las que a la orilla del mar se ce-
lebraban orgías interminables cuyos desperdicios —es-
perma, secreciones vaginales, coágulos menstruales, sa-
liva, sudor— eran confiados a la sabiduría de las olas,
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además de condimentos circunstanciales como la sal, las
algas y la imposible orina de los tiburones.
Y todo realzado con música, por supuesto. Música de
sopapas que fracasan y de splack-splush-gluock, adornada
con percusión de peditos vulvares. La música que hubiera
podido componer Debussy un día después de su muerte,
en caso de que hubiera muerto de sífilis.
Fue un paseo mítico y fundacional por la Scheidestras-
se. En tal estado de tensión y expansión que el prepucio
iba a cortarse en cualquier momento como la cuerda de
un piano, la verga taoísta recorrió la Scheidestrasse arriba y
abajo, respirando en los portales y hundiéndose hasta que
la única forma de ir más hondo hubiera sido que yo mis-
mo fuera tras ella, una y otra vez, una y otra vez, una y
otra vez, arriba y abajo, y otra vez, y arriba y abajo, y el
clítoris girando sobre sí mismo hasta fabricarme un om-
bligo en la pelvis, y el escroto como una bola de demoli-
ción contra las nalgas cada vez más tensas, como un par
de campanas enloquecidas en busca de su badajo perdido,
una y otra vez, plack-plack-plack, y más y más y más, y
otra vez, y el coño holográfico lleno y a la vez inabarca-
ble, demasiado abierto y a la vez completo en sí mismo,
empapado y generoso, rotundo y contundente pero sin
bordes, cálido y tormentoso, y qué bello mundo sería es-
te mundo si ese coño fuera su símbolo...
Toda la Scheidestrasse era de punta a punta una gran
fiesta hospitalaria que rezumaba vida hasta en lo que de
muerte pudiera haber en semejante entrega.
Hasta que un giro de creep en ayunas nos derribó. Ca-
ímos boca arriba los dos en la cama, con los rostros casi
pegados y los cuerpos disparados hacia cualquier lado,
formando una “L”. Respiramos como pudimos durante
unos segundos, luego nuestras miradas se cruzaron, nos
sonreímos extraviados y estrábicos, y ambos cerramos los
ojos.
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Respiré profundamente dos veces, volví a abrir los
ojos, la besé tontamente en la mejilla. Ahora ella abrió sus
ojos, volviendo a sonreír.
“Uf... Cómo nos dormimos, ¿eh?”.
“¿Qué?”.
“Ah, vos no te quedaste dormido en este ratito...”.
“¿‘Ratito’? Tati, no cerramos los ojos por más de quince
segundos...”.
“¿Estás seguro?”.
“Sí, claro”.
“Qué raro... Porque me pareció que el sueño que tuve ha-
bía sido largo...”.
“¿Sueño? ¿Ahora? ¿Recién... soñaste?”.
“Sí... Era un barco, muy antiguo, una especie de galera pero
muy despojada, rústica... Había muchas mujeres esclavas, que eran
las remeras. De alguna raza que no podría especificar. Rostros anti-
guos, en piel y huesos... Algo muy lejanamente parecido a refugiadas
iraquíes... Transmitían un sufrimiento inmenso, inmenso... Hasta
que entendí que estaban todas muertas. Habían muerto de hambre”.
Y todo quince segundos después del sexo. La vida me
pareció entonces un lugar posible. Por eso tenía que haber
huido esa primera noche. Porque a menudo lo posible ter-
mina siendo un hilo suelto en tu vida, y ahora sé que eso
no es bueno.

“Hola. Sentí olorcito a café recién hecho...”.


“Majo, ¿ya nunca vas a volver a usar las puertas?”.
“Si querés las uso. Me gusta esto de saltar por el patiecito,
pero... como quieras”.
“Quiero las puertas. Es mi costado convencional. Me man-
tiene compensado”.
“Bueno, loco, bueno... Che, qué hermosa música estabas es-
cuchando, ¿qué era?”.
“No la estaba escuchando, la estaba tocando”.
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“Yo oía un violín y una guitarra. ¿Dónde tenés tantas
manos?”.
Aparición desde la cocina:
“Ya está el café... Ah. Hola”.
“Majo, ella es Alma. Ella tocaba el violín”.
“Hola...”.
“Hola. Bueno, traigo una taza más...”.
Alma vuelve a la cocina con bandeja y todo. Majo me
habla mirando el violín sobre el sofá.
“Bueno, no sabía que estabas con alguien... Todo bien, loco,
pero...”.
“Alma es mi hija, Majo”.
“¿Hija? ¡Si tiene mi edad!”.
“No, sólo parece. Pero tiene algunos menos que vos. Tiene
17”.
“Ah... ¿Tu hija? Mh... Mirá vos...”.
“No es la única. Majo, llevo un par de décadas acumulan-
do pasado. No se me nota tanto como a otros, pero...”.
“No, está bien, es que... es cierto, me cuesta verte como alguien
que ya pasó por historias que en mi vida todavía son tan ajenas,
tan lejanas...”.
“¿Lo tomás con azúcar?”, dice Alma regresando con la
bandeja.
“Sí, sí. Azúcar”. Majo la mira mientras sirve el café.
Mira a Alma, pero está queriendo ver otra cosa.
“Tu mamá debió ser muy hermosa, ¿eh?”.
Ah. Era eso.
“Es muy hermosa”, apuñalo. Perdón: acoto.
“Gracias en nombre de las dos”, dice Alma sonriendo.
“Así que tocás el violín...”.
“Más o menos. Recién empiezo...”.
“¿Por qué no tocan otro poco? Estaba buenísimo lo que to-
caban. La melodía era tan dulce, tan melancólica...”.
“Sí, dale, pa, toquemos un poco más...”.
“Está bien, dale... Pasame la guitarra...”.
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A ver. Chip “Dulce & Melancólico”. Enter. Cuadro de
diálogo: “This chip is already installed in your system”. Ah,
ok. Bueno: un, dos, tres, va...

“Hermoso...”, dice Majo. Se le enrojecieron un poco los


ojos. Está adorable. “¿Qué es?”.
“Una vieja canción irlandesa que habla de una muchacha
fantasma. Molly Malone...”.

En la bella Dublin, donde los fantasmas son


tan hermosos, vi por primera vez a Molly Ma-
lone. Arrastraba su carro con ruedas de ma-
dera por las calles gastadas y estrechas, gri-
tando con su hermosa voz ronca:
“Almejas vivas... Mejillones vivos... ¡Oh oh...!
Almejas y mejillones...”.
Su padre lo habia hecho antes, y cuando el
murió lo hizo su madre, y luego en Molly eran
los tres quienes iban por las calles gritando:
“Almejas y mejillones... ¡Vivos, Oh, oh!”.
Un dia la abatió la fiebre. Quedó tirada en
la calzada, nadie pudo hacer nada por ella. Ese
fue el final de la dulce Molly Malone.
Desde entonces su fantasma anduvo con el
carro de madera por las calles, gritando:
“Almejas... Mejillones... Vivos... Oh oh... Oh
oh...”.
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Luego yo mismo me convertí en fantasma.
Y entonces volví por ella. Ahora la dulce
Molly Malone vive aquí, conmigo, junto a mí.
Nadie lo sabe (bueno, sí, excepto mi abogado,
porque nunca se sabe...). Ni siquiera se lo
conté a Alma.

“¿Atiendo, pa?”.
“Sí, por favor. Hoy no quiero hablar con nadie”.
Cuando Alma va hacia el teléfono, Majo se acerca y
me habla en voz baja.
“Perdoname, de haber sabido que estabas con tu hija no me
hubiera aparecido así, de golpe, a lo Juana de Arco tomando por
asalto los muros”.
“¿Querés decir que, si no estoy con mi hija, está bien que me
tomes por asalto?”.
“No, no, lo que quiero decir es... ¿no te jode que tu hija me
vea acá? No sé, por ahí no te gusta que ella sepa de ciertos as-
pectos de tu vida...”.
“¿Cómo es eso? A ver, me parece que ahí hay una idea que
me interesa mucho...”.
“Pa”, dice Alma desde el teléfono. “Insiste”.
“¿Quién mierda es?”.
“Ludo. Dice que es importante”.
“Bueno, voy. Majo: quiero volver a hablar de ese tema, ¿eh?”.
Majo me mira sin entender una palabra.
“Sí, Ludo, qué pasa...”.
“Esto se complica. Logré ver el sumario. Hay cosas que no sa-
bíamos. Tuvieron sexo con el cadáver”.
“¿Qué...? O sea, ¿la mina se acostó con alguien antes de
que la maten?”.
“Dije ‘con el cadáver’. Se la cogieron después de muerta.
Venite para acá que tenemos que hablar, el caso se está ponien-
do sórdido”.
“Pero no entiendo, ¿qué cambia eso en relación a mí?”.
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“Encontraron esperma y un par de vellos púbicos masculinos
en la vagina. Los análisis dicen que son de dos personas distin-
tas. ¿Entendés lo que te estoy diciendo? Hubo dos hombres en el
asunto. Dos hombres...”.

“¿Entre qué horas, estimativamente, permanecieron en el do-


micilio de la occisa?”.
“¿No tiene Word en esa computadora?”.
Ludo me atraviesa con la peor de sus miradas. Federi-
co y su abogado, en cambio, apenas atinan a volverse ha-
cia mí antes que la parálisis facial los inutilice.
“¿De qué habla, señor?”, dice el Gran Inquisidor de-
trás de su carcomido escritorio. En mi país la Justicia no
es ciega pero sí pordiosera.
“Sólo pregunto. Porque, no sé si sabe, hay una herramienta
que le permite copiar un texto y pegarlo en otro lado. ¿Para qué
vamos a repetir cien veces las mismas respuestas a viva voz? Corte
y pegue, hombre, y listo...”.
“¡Limitate a contestar estricta y concisamente lo que se te
pregunta!”, estalla Ludo, parándose y golpeando el desven-
cijado escritorio que se sacude como un flan. Esto tiene
por efecto que la pantalla de la arcaica computadora se
ponga negra por dos segundos, antes de reiniciarse.
“¿Habrá guardado el documento a medida que escribía,
su señoría? Dicen que la prevención es la mejor arma contra
el delito”.
Entonces Ludo —sólo yo puedo lograr algo así de él,
lo reconozco— me agarra de un hombro y empieza a sa-
cudirme hasta casi arrancarme la remera.
“¡¿Qué carajo te pasa?!”, chilla muy por encima de la
quinta línea superior del pentagrama. “¡¿Estás loco, estás
drogado, qué mierda?!”.
Ahora es mi turno de ponerme de pie y gritar un po-
co para equilibrar las cosas y no dejar solo a mi amigo en
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su estallido. Pero primero arreglo mi remera tapando el
hombro desnudo.
“¡¿No sabés qué mierda me pasa?!”, grito lo más con-
vincentemente que puedo al tiempo que descargo los dos
puños sobre el escritorio y la computadora vuelve a apa-
garse y encenderse. “¡Me pasa que estos hijos de puta me
quieren volver loco! ¡¿Por qué me hacen cien veces la misma pre-
gunta?! ¡¿Esperan que alguna vez cambie mi respuesta, me
quieren confundir para lograr eso, eh?! ¡¿Qué carajo les pasa
a ellos?!”.
“Bueno, bueno, vamos a calmarnos todos, ¿eh?”, interviene
el multinacional y de pronto imperturbable abogado de
Federico, que por su parte permanece sudando inmóvil, a
excepción del temblequeo patético de su labio inferior.
“Está bien, de todos modos... se me borró todo, así que...”.
Entre pausa y pausa, el Gran Inquisidor parece dudar en-
tre encarcelarnos o simplemente echarse a llorar. “Así
que... mejor les envío una nueva citación... sí, estamos todos muy
nerviosos, así que...”.
Así que de repente da una furibunda patada al pobre
escritorio, que ya no resiste y se hinca hacia delante con
una pata quebrada, como un triste Cristo artrósico clau-
dicando en su Calvario. La computadora, que contra to-
da lógica esta vez se mantiene encendida, resbala en cá-
mara lenta ante nuestras miradas atónitas hasta caer en
el regazo de Federico, que mira por un segundo el apa-
rato absurdo sobre sus piernas y luego comienza a pro-
ducir un sonido bochornoso, una risita histérica e incon-
tenible que sin duda derivará en lloriqueo —Federico es
de los hombres que reivindican su “costado femeni-
no”—, sin que él pueda hacer nada para detenerlo por-
que la conciencia de estar mostrando esa vergonzante re-
acción nerviosa lo anula y paraliza cualquier iniciativa
de dominio sobre sí mismo. Ludo está rojo e hirviente
como el culo de una vaca recién atropellada por un tren,
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con la presión en 59, y el otro abogado se apura a hacer
una llamada por su celular.
Salgo casi corriendo. Igual todos saben dónde vivo, así
que...

Nuevas pericias involucran a dos escritores

Sorpresiva derivación en el
crimen de Barrio Nor te
No se difundieron los nombres, pero se trataría de
dos figuras conocidas en el mundillo de la cultura

“Se habla de vos en las ‘Policiales’. Increíble. Era la última


sección de un diario en la que te faltaba figurar”.
“No. Tampoco hablaron nunca de mí en ‘Deportes’...”.
“Cierto, te falta esa”, acepta María. “Bueno, ¿no dicen que
no hay argentino que no sea psicólogo y director técnico? Por ahí
un día te ofrecen la Selección...”.
“¿La Nacional, o la Intercarcelaria?”.
“Está bien, mejor dejamos el diario, ¿eh? Igual, con tanto va-
por ya se está derritiendo y me estoy llenando los dedos de tinta...”.
Es cierto, ya apenas distingo la cara de María, sentada
frente a mí en el otro extremo de la bañera. Ahora estira
su hermoso cuerpo —milagrosamente intacto a su edad—
para alcanzar el vaso de Cinzano que está sobre la pileta.
“Tomá un trago más, y después relajate. Voy a abrir otra vez
la ducha”.
Le hago caso. Cuando otra vez el agua repica como
una lluvia liberadora de verano y se reavivan la espuma y
las algas y todo lo que María incorporó a nuestro baño de
inmersión, respiro profundamente y al exhalar me dejo
hundir un poco, me dejo deslizar hasta que mi cadera ha-
ce tope contra las piernas abiertas de María.
“Eso es... Así...”, susurra sonriendo este ser mágico, es-
ta madre que viene a buscarme siempre allí abajo donde a
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todo el resto del mundo se le acaba la capacidad de com-
prensión y el valor. Para curar, para reparar. Sin preocupar-
se por entender o no, sin pedir. Esta obrera alquímica que
llena con barro cálido y leal, primigenio, los recovecos
descascarados y carcomidos de mi soledad.
“A ver, dame esos pies... Te hago esos masajes que te gustan...
A ver... Así... Relajate...”.
Sí... Sí, sí, sí...
“María...”.
“Shh... Silencio... Relajate, nene, dale... Dale...”.
María, madre, amada, pedazo de mí, María, allá fuera es-
tá lleno de cerdos y cochinas que lo joden todo, que anegan
de pus la vida de otros por miserias como llegar tarde al al-
muerzo en casa de mamá o ser quien le haga las llamadas pri-
vadas al jefe, que asesinan a sus hijos discutiendo frente a
ellos acerca de esas miserias porque miserablemente intuyen
que al asesinar a un chico nace un cerdo, allá fuera todo es
amargura inventada y problemas inexistentes que sin embar-
go corroen toda posibilidad de crear o apasionarse, y nosotros,
María, estamos acá en el ojo más profundo de la gloria y el es-
panto, cerca, muy cerca de lo humano más olvidado, que-
mándonos el pecho como en un sacrificio, y después resulta
que son ellos los que se autodenominan personas, María...
“Shh... Callate también por dentro. Pará un momento esa
cabezota. Relajate, nene. Relajate...”.
Sí, María... Cae la lluvia... Cae sobre un puerto cual-
quiera en una noche vieja y amiga... (“¿Un puerto? Yo he
conocido un puerto... Decir ‘yo he conocido’ es decir ‘algo ha muer-
to’...”. ¡No! Pará la cabezota. Parala...).
Cae la lluvia. El agua se mueve ahora. Me mece un par
de segundos, me deslizo un poco más, hacia delante y ha-
cia abajo, un poco más... Dejo de pensar hasta en la respi-
ración... Todos mis ritmos se aquietan, me voy volviendo
imperceptible... Lluvia, agua mecedora, el tiempo que de-
ja de pasar...
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“Ey...”, suavemente. “¿Te dormiste?”.
“¿Eh? N-no... Sí, pero... ¿Majo?”.
“Yo. Hola. No me preguntes qué hago acá. Esa mujer ami-
ga tuya me vino a buscar, me dijo que viniera...”.
Majo se arrodilla junto a la bañera, sonríe con toda la
vida por delante, acerca su carita maravillosa a mi másca-
ra de náufrago, susurra.
“Bueno, ¿puedo... meterme ahí con vos?”.
“Sí... Claro... Por favor...”.
Ay, María, santa madre de nadie, deliciosa mère maque-
relle pervertida y pura: Dios debería existir sólo para que
yo pudiera creer en bendecirte. Pero qué se puede esperar
de un tipo que creó un mundo que es casi por completo
agua, pero de la cual no más de un 5% se puede potabili-
zar. Menudo cabrón el tío.

Fue muy bueno. Fue más que liberador. Y en el agua:


eso fue lo mejor, sí. Ahora el agua de la ducha sigue ca-
yendo sobre nosotros y Majo está recostada con su espalda
sobre mi pecho. Mis piernas atrapan sus piernas, mis bra-
zos desde atrás rodean su cuerpo todavía eterno por unos
cuantos años más. Ya no quedan espumas ni algas en la
bañera, sólo agua transparente siempre renovada por la
lluvia que cae principalmente sobre su vientre y su pelvis.
Qué vista maravillosa desde mi perspectiva: unos mecho-
nes de cabello, un poco del perfil de su rostro, sus pechos
como islas flotantes, el pubis deliciosamente teñido de
violeta... Si estiro un poco los brazos alcanzo su entrepier-
na. Puedo jugar un poco con los labios, puedo entreabrir-
los un poco. Uno de los chorros de agua de la ducha: eso
se necesita. Con movimientos suaves y coordinados, ex-
pongo su clítoris a ese ataque acuático. Majo se estremece
toda, lo siento en cada parte de su cuerpo apoyada en el
mío. Ayudo con mis dedos a que el chorro de agua haga
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contacto constante. Majo tiembla, atenazada por mis pier-
nas y mis brazos, clavando sus uñas en mis muslos, tiem-
bla y se muerde los labios, suelta algún sonido gutural,
sus nalgas se tensan —lo siento en mi pelvis—, cada tan-
to un espasmo la recorre. Pero el chorro de agua es impla-
cable. Sigue y sigue y sigue...
(Hagamos una encuesta clitoridiana: Señor clítoris,
¿prefiere usted que Federico lo use como tema de una novela, o que
un chorro de agua lo embriague hasta perder el sentido?).
Pero entonces Majo explota en un grito. No hay nece-
sidad de ninguna encuesta.
Pasan un par de minutos, y cierro la ducha. Salgo de
la bañera para abrir la puerta del baño, o el vapor nos re-
ducirá a esqueletos. Entonces suena el teléfono. La voz de
Ludo resuena metálica e histérica en el contestador:
“Dos cosas. La primera es, obviamente, que renuncio a repre-
sentarte legalmente. La segunda: cumplo en informarte que el
juez va a pedir pruebas de ADN a Federico y a vos, y que está
considerando procesarlos. Pruebas de ADN. Adiós...”.
Entre la realidad del clítoris y la realidad del contes-
tador, parece claro que llegó el momento de tomar una de-
cisión. Bueno, Jacques Brel ya lo había dicho:

“Morir por morir


prefiero morir antes de que mi vida sea vieja
morir entre el culo de las chicas
y el culo de las botellas...”.

Y, sí. Morir por morir...


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Yec’hed mat d’an holl

El mundo gay ha muerto. Felicidades.


Decir el mundo gay es decir el mundo del diseño. Dos
formas de referirse a caras de la misma moneda. Los mati-
ces no son relevantes, porque se trata de un cadáver. La
muerte hace irrelevante toda sutileza.
El mundo gay ya es cadáver y apesta. Como todo lo que
alcanza su apogeo. Sería exagerado compararlo con Grecia,
Roma o el Cristianismo, pero ese rasgo es común: cuando
alcanzaron su máximo grado de esplendor y expansión, en
ese preciso instante, cuando su realidad parecía más absolu-
ta, en ese momento murieron.
Mientras los adalides de cada universo triunfante se
emborrachan con la gloria alcanzada, los gusanos ya están
comiéndose su cadáver. Siempre fue igual. La muchedum-
bre no se entera hasta mucho después, pero la muchedum-
bre nunca se entera de nada.
Este momento de apogeo es, también para el mundo
gay, el comienzo del final. De todas formas era una idea
que nació muerta, como cualquier otra —social, política,
filosófica— que promueva la no-diferencia. El ser huma-
no es sólo diferencia. En la misma Naturaleza lo es: una di-
ferencia, una anomalía, una especie demente y enajenada
que en lugar de alimentarse come palmeritas, crêpes, souf-
flée de huevo, pennette rigate o profiteroles. Es una locura:
¿quién necesita una palmerita?
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El universo es un concierto perfecto donde no falta ni
sobra una sola nota. Sólo el ser humano fue capaz de pro-
ducir la palmerita, algo que contraría todas las leyes uni-
versales conocidas porque si existe no cambia nada, y si
deja de existir tampoco. Eso es demencia. Eso es gloria,
también, ya sé.
“Sigo sin entender la idea”, dice Matilda.
“¿Otra vez? Es simple: la humanidad se divide en hombres
y mujeres. Ambos géneros se dividen a su vez, números más nú-
meros menos, en heterosexuales y homosexuales. Y entre estos, a su
vez, hay heterosexuales que son gays y otros que no, y homosexua-
les que son gays y otros que no. De hecho, me atrevería a decir que
hay más gays entre los hetero que entre los homosexuales. Ser gay
no tiene nada que ver con que te acuestes o no con tu propio sexo.
No tiene nada que ver con la sexualidad”.
“No entiendo”.
“A ver... Tom Cruise, por ejemplo: ahí tenés un típico hetero-
sexual gay. Blando, correcto, afectivo, insulso, previsible, con una
carga erótica aplicada con filtros del Photoshop. Una vez le pre-
guntaron a Richard Harris qué pensaba de esas nuevas generacio-
nes de actores y el tipo contestó: “Y bueno... Son esos actores que
se acuestan a las 8 de la noche con una redecilla en el pelo
porque al otro día tienen que filmar...”. ¿Entendés? Harris
era del ‘club’ de Peter O’Toole, Richard Burton, Eastwood, esos ti-
pos durísimos que primero vivían, y recién a partir de eso ponían
la carita en la pantalla. Y del otro lado... a ver... Boy George:
ahí tenés un ejemplo de homosexual que no tiene un átomo de gay”.

BOY GEORGE DIXIT


(Reportaje de Chris Sullivan en The Guardian)

¿Qué piensas de la fama?


Sería fantástica si viniera con un botón “off”.
Aunque lo mismo podría decirse de la mayoría de
las cosas buenas de la vida: el ingenio, la be-
lleza, el encanto, la riqueza... y el delineador
de ojos.
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Rechazaste el título de Miembro del Imperio
Británico...
¡Por supuesto! Creo que eso es el fin. Es darse
por vencido.

Pero al hacerlo te perdiste la oportunidad de una


foto con la Reina.
¿Quién quiere fotografiarse con una Reina que pa-
rece vestida en Marks & Spencer de los años ‘80?
Tendrían que meterla en un corsé, ponerle unos ta-
cos y darle un empujón. Esa mujer es espantosa.

¿Admiras a Tony Blair?


(Da unos alaridos) ¡Por favor! Siempre preferí a
Linda Blair, es mucho más creíble.

¿Qué piensas de George Bush?


El epítome del chico privilegiado: un inservi-
ble.

También eres duro con George Michael...


Lo vi por televisión el otro día. Hablaba sobre
Wham! y decía: “Era una gran estrella y de golpe
me di cuenta de que era gay”. Casi pateo el te-
levisor. ¡A mí me dicen marica desde que tenía
cinco años! Nadie se levanta un día y de golpe se
da cuenta de que es marica.

¿Qué piensas de las series de TV como “Queer as


folk”?
Queer Eye y Queer As Folk alimentan esa versión
edulcorada de la cultura gay no sexual e inofensi-
va, y eso nos hace volver al casillero de salida.
Para mí, esto es mucho más brillante. Hoy quiero
volver a la vergüenza, a los días de la acción su-
brepticia en callejones oscuros.

¿Qué piensas de Madonna y la Cábala?


Creo que es típico de ella ser parte de una or-
ganización que compra a Dios, ya que detesta ha-
cer cola. Bueno, igual que el resto de nosotros.

¿Qué te parece Elton John?


¡Todo ese dinero, y sigue peinándose como la se-
ñora que sirve la mesa! Qué tristeza.
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¿Y Michael Jackson?
Pienso que también habría que pasar por las bra-
sas a los padres de esos niños. Cuando yo era
chico mi madre jamás me habría dejado ir a que-
darme una noche en la casa de un tipo rico.

“No sé...”, masculla Matilda. “Igual, si lo tengo a Tom


Cruise a mano no me voy a poner a pensar en tu teoría. Esos oji-
tos que tiene... Ese culito...”.
Ahí vamos de nuevo. Típica apreciación del mundo
gay. Ideas como que el culo de un hombre puede ser algo
bello son idioteces que nos vienen en línea directa desde
Foucault pasando por Freddie Mercury. El culo masculino
es algo horrendo que sólo se puede empeorar mediante de-
pilación, imagen que da escalofríos, o cosas más bizarras
como dejar los pelos donde están y peinarlos con algún gel
fijador. Morite, Foucault (ah, creo que ya lo hizo).
“Permiso”, dice Matilda y va apurada hacia el baño del
bar, sin preocuparse por el trozo de nalga que se escapa por
debajo de su diminuta pollera cuando sube la escalera.
Echo una miradita alrededor. Alcanzo a percibir a mi
izquierda el movimiento apurado de la cabeza de una ru-
bia de unos 38 años, que sonríe a sus compañeros de me-
sa intentando disimular que me estaba mirando.
No está mal. La veo casi de frente, conversando ani-
madamente aunque sus ojos apenas pueden resistir el im-
pulso de moverse hacia mí para chequear si la estoy mi-
rando. En un momento gira su rostro para hablar con
quien está frente a ella en la diagonal opuesta de su mesa.
Con lo cual la veo de perfil.
Eso es lo que mata a las cuarentonas: el perfil. De
frente, muchas pueden hacerle un elegante “ole” al tiem-
po: la sonrisa abierta, la expresión juguetona en la que un
toque de maquillaje tapa líneas pero no el reflejo tan sen-
sual de la experiencia, los ojos llenos de deseos de vivir...
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Pero el perfil esconde todo eso y deja sólo la media mue-
ca cansada, la línea que continúa el ojo, el cuello que sue-
le tener cinco o diez años más que su dueña. Sí, el perfil
es el estridente cartel de neón de una cuarentona. Anun-
cia que pronto, ay, muy pronto, se integrará al ejército de
las cabezas injertadas en cuerpos veinte años menores.
Ese es uno de los productos más incoherentes del mun-
do gay de la estética y el diseño: se alquilan cuerpos, esa es la
única explicación de que haya tantas cabezas de mujeres fe-
as, viejas y amargadas colocadas sobre cuerpos juveniles y
hermosos.
Las grandes ciudades están infectadas de mujeres de 45
o 50 años cuyos rostros y cuellos de papiro, incubadoras de
cáncer por exceso de exposición a la radiación ultravioleta,
son transportados por cuerpos modelados y rotundos, ab-
surdamente jóvenes estética y físicamente. Se ha vuelto ca-
si imposible determinar qué clase de mujer es la que va ca-
minando delante de uno. El culo, las piernas o la cintura
dan una información que luego, cuando te adelantás a ella
para mirarla de frente, es desmentida por la cabeza cincuen-
tona injertada en esas formas firmes y apetitosas. Personal-
mente, y para ya no acumular desilusiones, resolví la cues-
tión con bastante sentido práctico: lo primero que miro a
una mujer que va delante de mí es el culo, y lo segundo, los
codos y las manos. Es la única forma de saber si realmente
es joven o tiene una cabeza injertada.
El regreso de Matilda me saca de estos pensamientos.
Parada junto a mí, sonríe luminosa y hace un par de mo-
vimientos graciosos con la cadera, y enseguida da un pe-
queño giro.
“¿Te gusta?”.
Miro sus pantalones que por delante apenas alcanzan
a tapar el pubis y por detrás dejan adivinar que un milí-
metro más abajo de la tela comienza la rayita deliciosa que
divide sus nalgas, y apruebo.
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“Están bárbaros, ¿viste? Y con esta camisita quedan super
bien, ¿no?”.
Vuelvo a aprobar con otro movimiento de cabeza.
Contenta, Matilda vuelve a sentarse para terminar su jugo
de pomelo.
Sí, dije que Matilda vestía pollera, ya sé. Y así era,
pero ahora lleva pantalón. Es que Matilda actualiza la
moda segundo a segundo.
La mayoría de las mujeres tratan de estar atentas a los
cambios de la moda, para dejar de utilizar esto que hasta
ayer era lo último y ponerse lo nuevo. Pero Matilda llevó
esto a un grado en que su percepción de la moda se agudi-
zó tanto, que es capaz de levantarse en medio de una con-
versación porque sintió que el último segundo de validez
social de una prenda acaba de llegar y debe ponerse ya lo
que para las demás será moda recién dentro de unos meses.
Es raro el día que la ves en el bar o pasando por la puerta
sin llevar una bolsa con el logotipo de alguna marca euro-
pea. Su actividad diaria, sostenida por el dinero inagotable
de su padre, consiste en conectarse por el Messenger con
Paris o Londres, recibir día por medio al empleado de DHL
que le trae a su puerta paquetes de ropa —a veces es sólo
el modelo de prueba de algo que quizá finalmente no lle-
gue a comercializarse—, buscar dónde cambiarse en forma
urgente cuando su reloj interno le avisa que lo que lleva
puesto acaba de perder actualidad —generalmente en ba-
ños de bar, pero también puede encarar a un viejo que to-
ma sol en la puerta de su casa y pedirle que le permita en-
trar un segundo—, y otra interminable serie de disparates
relacionados con el cumplimiento estricto de su neurosis.
Lo cual no le deja tiempo para ninguna otra cosa, por su-
puesto, por lo que Matilda jamás trabajó en sus 26 años de
vida.
Es de alguna manera como las “series convergentes”
de la matemática: su vida es un número infinito de mo-
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vimientos cuya suma da, sin embargo, un resultado fini-
to; el ocio, en este caso. Es congénitamente incapaz de ac-
tividad formal.
Pero tiene un cuerpo perfecto y joven que coincide
adorablemente con la cabeza hermosa que transporta, así
que, ¿se le puede objetar algo?
No volveré a mencionarle lo de la muerte del mundo
gay. A este cadáver todavía le quedan muchos años de con-
vulsiones como una rana decapitada mientras su pelo y
uñas siguen creciendo, así que es probable que Matilda se
muera sin enterarse. Después de todo, ¿de qué sirve ente-
rarse de nada? La única realidad es lo ilusorio.

Señoras, señores, caballeros, damas, rabinos, imanes,


papas romanos o satánicos, excelentísimos miembros del
Gabinete en el Exilio, cabalistas y cabuleros, santos men-
dicantes, nazis y sionistas, sufíes, carabinieri, agentes de
bolsa y de seguros, cristianos, leones y compañeros en ge-
neral: con ustedes... ¡Merlina K.!
“¿Cómo andás, nejed? ¿Se puede saber por qué carajo ha-
ce tres años que ni siquiera me mandás un mail? Pero antes que
nada: ¿qué es eso que me dijiste por teléfono, de que Federico y
vos están enredados en ese crimen de Barrio Norte?”.
En este país imbécil donde todos creen en la Informa-
ción, nada más fácil que ocultar un par de nombres. Bas-
ta con que una multinacional se lo aconseje a alguien del
Ministerio y este traslade el consejo al juez de la causa.
Claro, sólo hasta que la multinacional considere que llegó
el momento de aprovechar comercialmente la difusión de
los nombres y entregue la cabeza de Federico a la prensa.
“No hablemos de eso todavía. Contame cómo estás vos”.
Mi pregunta es absolutamente espiritual, porque el
resto está a la vista. Si Merlina K. era espectacular hasta
que dejé de verla hace tres años, ahora, que tiene 26, esti-
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lizó de un modo tan sutil su espectacularidad que resulta
difícil estar frente a ella sin quedarse atónito murmurando
“blerwm, blerwm” con los dedos tamborileando en los labios.
“Estoy bien. Estoy saliendo con un abogado que me lleva
veintidós años, lo cual significó un despelote absurdo en su fami-
lia ‘legalmente constituida’, con escándalos policiales y psiquiá-
tricos, en fin, una porquería... Y mi vieja, por supuesto, klage y
klage de la mañana a la noche, y sólo se interrumpe para decir-
me que está segura de que yo ni siquiera voy a tener la decencia
de acompañar su cuerpo hasta el cementerio judío de La Tabla-
da, cuando finalmente el sufrimiento se la lleve. Pero ya se va a
acostumbrar. En cambio, la esposa de mi novio va de mal en pe-
or. Hace diez días, se vació en la garganta un frasco de insecti-
cida en aerosol. Típica burrada de una fracasada que en reali-
dad está muerta hace quince años. Lo único que supo hacer toda
su vida es deprimirse en un yate, criar grasa en el cerebro, parir
un par de hijos como parte del negocio y amargarse y aburrirse y
achatarlo todo. Y después se vuelve loca porque su marido se en-
amora de alguien como yo...”.
“Alguien como yo”, dice. A los 20 años, además de
un exterior invencible, tenía ya una deliciosa hipercere-
bración que le hacía escupir dos o tres ideas por minuto,
todas ellas estructuradas desde una visión del mundo por
completo original, que lo ponía todo patas para arriba
dentro de un sombrero de bruja y allí lo agitaba produ-
ciendo nuevas criaturas calidoscópicas que, sin embargo
y por estar hechas de materiales cotidianos, cualquier
idiota e incluso un empleado podían reconocer. Y ante
las que todos —empleados, genios, chamanes o funcio-
narios públicos— quedaban haciendo “blerwm blerwm”.
Dos años después, se recibía de abogada. Y las escenas
que escribía para televisión, de haber llegado a manos
del productor de alguna serie de Sony, le hubieran repor-
tado millones. Leía a Nietzsche mientras miraba “South
Park”. A los 23 años cantaba en un coro celta, bailaba
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salsa en un grupo cubano y empezaba a trabajar en el es-
tudio de derecho tributario más importante de Sudamé-
rica. Ahora, a los 26, cuando la llamé por teléfono para
que nos encontremos me contó que pronto se recibirá de
traductora de chino. “Alguien como yo”...
“Yo no sé por qué no se deja de joder esa vieja pelotuda”.
Vieja que tiene cuatro años menos que su novio, por cier-
to. “Pero en fin... como te decía, estoy bien”.
“Pero el tipo... tu novio... ¿sigue viviendo con su mujer?”.
“Más bien. ¿Por qué te creés que hay tanto despelote? Ya te
dije: eso no es un matrimonio, a esta altura es sólo un negocio. Se-
pararse le saldría carísimo, es casi imposible desarmar la mara-
ña financiera y social que armó en torno a esa estructura de fa-
milia. Y él no tiene huevos como para patear el tablero. No llegás
a su posición profesional y económica pateando tableros...”.
“No, claro, pero... ¿y entonces?”.
“Y entonces... nada”.
“Nada” es la palabra más rara que puede sonar en sus
labios. Siempre en Merlina hay algo. Me mira un par de se-
gundos y sigue.
“¿Viste?, al final hubiera sido preferible tener esta clase de
quilombos a los 20 años, y con vos. ¿Por qué no dejaste que pa-
sara? Hubiera sido mucho mejor...”.
Recibo el mazazo. La cabeza no llega a separarse en
dos pedazos, pero la masa encefálica se derrama por mi
pecho y mis hombros como una especie de vómito de
guiso fermentado antes de haber sido ingerido. Trato tor-
pemente de impedirlo con ambas manos, trato de juntar-
la y meterla otra vez en la abertura del cráneo, mientras
voy cayendo de rodillas lentamente. Tardo siglos en caer,
y antes aún de que mis rodillas toquen el piso mi cuerpo
entero comienza a agitarse con convulsiones que parecen
inducidas por impulsos eléctricos que un invisible Barón
Frankenstein me estuviera aplicando mientras ríe con
mudas carcajadas de espástico.
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Mis rodillas por fin se clavan en las baldosas de la ca-
lle y mi culo se aplasta contra mis pantorrillas, mis ma-
nos tiemblan con las palmas muy abiertas apuntando a
mi pecho, y alcanzo a notar una alfombra de viscosidad
cambiante que al instante no puedo dejar de analizar: las
convulsiones en esa posición tan indigna me hacen cha-
potear en mi masa encefálica que se mezcla con mi vómi-
to propiamente dicho, aunque enseguida compruebo que
eso no es todo porque, sin control de mis reflejos más ele-
mentales, también me he cagado un poco encima. “¡Vik-
tor, Viktor!”, le grito a Frankenstein para que me ayude,
pero de mi boca los fonemas salen ahogados en pedos y
meteoros, y de todos modos Viktor Frankenstein no po-
dría hacer nada por mí porque —sí, recuerdo haberlo le-
ído en alguna parte— se ha hecho evangélico y como yo
no lo soy su único deber es sufrir por mi equivocada al-
mita con incontinencia. Mi visión va fundiendo a negro
desde los costados hacia el centro y pienso que quizá sea
la muerte que viene a liberarme, y mientras me desplomo
de hocico al piso —siempre en slow motion, claro— escu-
cho un multitudinario coro de arcángeles en una cancha
de fútbol que vocifera: “¡Y klage! ¡Y klage! ¡Y klage,
Viktor, klage...!”. Lo último que veo es la cara de Merlina
K. en las baldosas que sonríe y me dice:
“¿Te acordás de aquella noche que esperábamos el colectivo
en Córdoba y Rodríguez Peña, y de repente pasó un peruano que
nos miró desencajado y nos dijo que los dos íbamos a acabar en el
infierno? Al final no terminamos de arder nunca. Hubiera sido
mejor. Mucho mejor...”.
Y ni siquiera me liberó la muerte, vieja hija de puta.
Está bien, hubiera sido mejor entonces, claro. Hubie-
ra sido mejor cuando yo te escribía poemas y vos los leí-
as en el colectivo y querías reírte pero llorabas y por eso
nunca podías leer la última línea. Cuando vos tenías 20
años y por eso yo también tenía 20 años, y nos quedába-
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mos horas enteras hablando parados casi en la esquina de
Rodríguez Peña, con mi mochila colgada en la ventana de
esa casa abandonada a la que una noche, inexplicable y
mágicamente como en un cuento inglés, vimos entrar de
pronto a un cura.
En aquellos días yo era un Golem tirado sobre una
mesa de madera olvidada en la trastienda de la vida, con
un cartel en la frente que decía “Met”, el muerto para
siempre y nunca jamás, y llegaste vos y me dibujaste la le-
tra que faltaba, y el cartel dijo “Emet”, verdad, vida que
vuelve, libertad del renacimiento. Y el Golem se descas-
caró todo, y bajo el barro estaba yo sonriente y luminoso
porque un Cristo femenino y más judío que nunca me ha-
bía tocado con su cabellera milagrosa y rubia.
Hubiera sido mejor seguir los secretos de la Cabala
que tan fácil nos resultó descifrar a mí, el niño viejo con
un mapa a tu medida, y a vos, la pequeña princesa judía
que quería aprender a construir una catedral y sabía que
yo sabía de memoria el manual de origami psicodélico.
Pero me equivoqué, princesita. Te convencí de que
eras Juana de Arco, sólo para después pretender salvarte de
la hoguera. Eché un balde de hielo a los maderos que ya
ardían y salí corriendo hacia otras noches y otros días, sa-
lí corriendo como un ladrón llevándome toda la vida que
me habías devuelto y regalado.
Desde entonces, cada vez que veo una hoguera me
zambullo en ella para buscarte. Para decirte que sí, que
hubiera sido mejor cumplir juntos la profecía del perua-
no desconocido, arder juntos en nuestro infierno tan ama-
do, porque sólo allí hay vida, porque la paz es la muerte
en otras palabras.
Hubiera sido mejor, y por eso ahora te lo digo acá, en
estas líneas de la página 103. Pero ahora es tarde, ya no vas
a quererme con esta cabeza sin masa encefálica y las rodi-
llas tan sucias y la tribuna gritando en contra de Fran-
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kenstein. Aún así soy mejor que el abogado, ya sé, pero
vos ya no tenés 20 años y yo aquella vez me equivoqué.
Sos abogada y tenés que saberlo muy bien: no puede ha-
ber segunda condena para una misma Juana de Arco. No
podemos fomentar el vacío legal en las hogueras.

Mensaje en el contestador:
“Hola, divino. Soy yo: Anamá. Vení esta noche a mi casa.
Prohibido faltar: Mateo cumple 18 años. ¿Lo podés creer? ¡Ya es
casi un viejo! Bueno, dale, vení, ¿eh? Te esperamos. Va a ser una
fiesta ‘totally Anamá’. Bah, es para Mateo, pero... Bueno, vos me
entendés. A las nueve. Chau...”.
“¿Anamá?”, dice Majo. Esta vez no saltó por el patieci-
to. Me la crucé en el pasillo cuando llegué. “Pero... la voz me
suena conocida...”.
“Sí. Es esa Anamá. La de la tele y los teatros de revista”.
“Nunca te hubiera relacionado con un personaje así. Es in-
creíble, ¿cómo hacés para conocer tanta gente?”.
“Cuidando que nadie me conozca a mí. Es la única manera”.
Majo desaparece en la cocina. No concibe la vida sin
cafeína. A ver, sillón, abrazame un poco. Mh... Bueno, en-
tonces, si Majo un día se pone muy insistente dejo de
comprar café, y con eso la voy a mantener alejada (¿Por qué
retorcida cosa pensé en la palabra “alejada” y escribí “agota-
da”? Qué sé yo, tachemos y sigamos). A ver. No sé para qué
me hago dejar el diario en la puerta cada día, no llego a
mirarlo más de dos veces por semana. Veamos, de atrás pa-
ra adelante, como corresponde. Mh, hoy es el cumpleaños
de Juliette Greco. 78 años. Menos mal que no pusieron
una foto actual (no pusieron una vieja tampoco, ya es
asombroso que hayan publicado esta línea sobre ella,
¿quién se acuerda de Juliette Greco?). Sería horrible verla
a los 78 años. Hay personas que no deberían ser sometidas
a esa generalización de fealdades impersonales que es la
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vejez. No Juliette Greco, por ejemplo. Yo te amaba, sabés,
pero, ¿qué amaba yo de vos? Todo lo que yo amaba, ¿dón-
de está ahora, a tus 78 años? Amaba todo lo que eras, la
voz, Paris, el cigarrillo, Brel sin una sola moneda llegan-
do a tu casa y cantando “Ça va”, la libertad y la locura, tu
mirada riéndose a carcajadas de mi pureza, todas cosas que
eran inseparables de la forma selenita de tus ojos, del
triángulo curvo de tu rostro perfecto, de tu cabello como
una cortina de seda negra y el flequillo delirante, de tu bo-
ca gitana y mora. “Juliette Greco” significaba todo eso
junto, lo tangible y lo intangible. Y de eso hoy no hay na-
da (que los cumplas feliz...).
“¿Qué es esa música que pusiste? ¿Quién es la mina que
canta?”.
“Una francesa. Pero murió hace como cuarenta años...”.
“¿Sí? Se nota que la grabación es antigua, pero... la voz de
ella suena super moderna, ¿no te parece?”.
“Ella es eterna. Tomemos el café”.
¿Y de vos, Majo? ¿Qué amo de vos, si es que amo algo?
“Majo, el otro día, cuando estaba mi hija, me preguntaste
si no me jodía que Alma te viera acá conmigo, ¿te acordás?”.
“Ah, sí. Creo que en ese momento te llamaron por teléfono...”.
“¿Exactamente por qué me preguntaste eso?”.
“Bueno, por ahí es una tontería, pero... no me siento incli-
nada a ese vicio que tiene la gente de compartir tanto la vida pri-
vada. A mí no me interesa, por ejemplo, que mi viejo me invite a
cenar a su casa cada vez que tiene una nueva novia. De hecho
nunca le acepté una de esas invitaciones. Si él se hubiera vuelto a
casar y hubiera tenido otros hijos... bueno, yo hubiera conocido a
mi hermano y a su madre el día del nacimiento. Pero esas rela-
ciones que se muestran tan entusiastas y a los seis meses ya están
cada uno por su lado... ¿para qué hacer el esfuerzo de socializar,
caer bien, y todo eso? No sé, ¿te parezco muy rara?”.
“Majo, te voy a decir dos cosas. La primera es que yo odio
a las parejas adultas y sus costumbres: quedarse algún día a dor-
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mir en la casa del otro, presentarle las novias a los hijos, esa an-
siedad que tienen por ‘divertirse’ y el concepto mismo que tienen
de ‘diversión’, y todo eso. Creo que las personas tienen que inten-
tar vivir un gran amor, construir una vida juntos, con casas y
con hijos, y luchar por eso y con eso hasta las últimas consecuen-
cias. Pero cuando eso se termina se tienen que dejar de joder y con-
vertirse en personas discretas que sepan construir una vida priva-
da. Esa tara de optimistas incurables que insisten en armar
‘grandes amores’ sucesivos y públicos debería estar penada por la
ley”.
“Bueno, no sé si tanto como eso... pero sí coincido con el espí-
ritu de la idea. ¿Y la segunda cosa cuál es?”.
“La segunda es que te voy a pedir que te retires inmediata-
mente de aquí, que salgas de mi vista ahora mismo. En un par
de minutos más me podría enamorar de vos, así que procedamos
a la evacuación hasta que pase el peligro”.

No tengo que hacerlo. ¿Por qué iba a hacer algo así?


Voy para lo de Anamá, y pasar por aquí es sólo una cir-
cunstancia del itinerario. La casa de los padres de Andrea.
¿Por qué voy a tocar el timbre? No tengo nada que hablar
con ella. Está bien, la última vez que me llamó por telé-
fono estuve muy duro, y después pensé que ella no se me-
recía que la tratase así, pero si me acuerdo de los mensa-
jes que encontré en mi contestador cuando volví de
Rosario... No, por favor, ¿qué estoy pensando, estoy loco?
No tengo nada que hablar con Andrea, claro que no. Qué
idea estúpida.
“Hola... Cómo le va, Mirtha... ¿Y... Andrea? ¿Está?”.
“Vos... ¿Cómo tenés cara para presentarte en esta casa?”.
Yo me lo advertí. Ahora no me puedo quejar.
“Disculpe, Mirtha, pero sólo le pregunté si estaba Andrea...”.
“Andrea no está, y para tu suerte tampoco está mi marido,
porque sino en este momento te estaría rompiendo la cara. Si no te
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fue a buscar a tu guarida, es sólo porque lo convencí de que con
la violencia también él se perjudicaría y es mejor dejar que un
abogado se ocupe de todo”.
Las partículas, en los sistemas microscópicos, y siem-
pre según la idea de complementariedad de Bohr, se com-
portan simultáneamente como ondas y como partículas.
Sí, ¿no? Y Lilly decía que había regiones de la mente hu-
mana, espacios cognitivos de proyección multidimensio-
nal, que pueden sintetizar realidades internas en su tota-
lidad. Aunque para Wheeler...
“No te hagas el que no entendés y te quedás perplejo. Andrea
nos contó todo. Todo tu maltrato. Y no sólo el psicológico. Hay
que ser muy basura para levantarle la mano a una mujer...”.
“A ver: ¿este ataque tiene alguna relación con que nunca los
haya invitado a mi ‘guarida’ a cenar en familia?”.
“Andate de acá, cínico. Ya nos volveremos a ver, pero de-
lante de un juez”.
Portazo en la nariz. OK, alguien aquí está loco, y
nuevamente no soy yo. Mi locura es sólo mi antídoto con-
tra la locura del mundo. Y lo peor es que lo que podría
hacer para enterarme algo acerca de esta locura sería ha-
blar con Andrea... No, creo que prefiero confesar, no im-
porta de qué se me acuse. Lo único que se me cruza por
la cabeza es: ¿será bueno o malo si la Justicia decide uni-
ficar las causas?

“¡Viniste!”, grazna Anamá. No puedo negar la eviden-


cia, así que sólo sonrío. “Ahora sí estamos todos. Pasá, dale...”.
“¿Estás segura que estamos todos?”, digo tras echar una
mirada a la sala.
“No entiendo...”.
“Creí que era el cumpleaños de Mateo...”.
“¡Ah! Sí, bueno, Mateo debe estar por llegar... supongo.
Hoy a la tarde le dije que llegara temprano. ¿Qué tomás?”.
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Anamá va a buscarme una copa, cuando entra Mateo.
Me da un beso y sonríe con una resignación vieja, como de
quien cumpliera 118.
“Mi vieja me dijo que ibas a venir. Estaba en el bar de en-
frente esperando verte llegar”.
“¿Cómo?”.
“Y, sí. Ya viste lo que es esta casa: la jaula de las locas fun-
cionando a tope...”.
“Bueno, no parece muy diferente a otras noches aquí...”.
“A eso iba. Hoy es mi cumpleaños. ¿No podíamos, para
variar, cenar sentados a una mesa con un par de amigos que yo
invitase?”.
Mateo es un ser increíblemente perceptivo y profun-
do, sereno, reflexivo, exquisitamente inteligente. Cómo
armó esa personalidad cuando, desde siempre, su paisaje
cotidiano fue esta reserva natural de creeps marginales y
fellinescos, es un misterio. Anamá pasó su adolescencia
en los submundos, y cuando empezó a ganar dinero con
la televisión se mantuvo fiel a su fauna de origen. Todos
los días su casa es una romería, pero nunca encontrás ac-
trices famosas, productores importantes o empresarios de
primera línea. Lo que hay son putas, travestis, todas las
posibilidades de parejas o tríos que se puedan formar en-
tre seres humanos, un cierto porcentaje de psicóticos y un
toque de adicciones y alcoholismo para matizar las reu-
niones. Esta es la puesta en escena que veía Mateo cuan-
do llegaba con su uniforme de colegio privado a los seis
años, y la que ve hoy que es su cumpleaños número 18.
“Pero bueno, por lo menos estás vos para hacerme el aguante”.
“Seguro. Aprovechame mientras conserve mi libertad”.
“¿Qué?”.
“Nada. Buscame algo para tomar, que tu vieja ya se olvidó
que me iba a traer”.
Me quedo pensando en que, si uno juzgara por el re-
sultado —Mateo es el hijo soñado de cualquiera—, no se
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puede criticar mucho a Anamá. Qué sé yo. En lo que sí se
equivocó es al decir que con mi llegada “ya estábamos to-
dos”. Aquí siempre puede llegar alguien más, aún cuando
echando una mirada alrededor uno podría pensar que el
Arca de Sodoma ya tiene todos los especímenes posibles.
“¡Miren quiénes vinieron! ¡Y juntas! ¡Miren!”, chilla
orgásmicamente la dueña de casa. Obedezco, y entonces
veo la entrada triunfal de Jazmín y Berta.
“¡Tenemos grandes noticias para darles!”.
“¡Dos grandes noticias!”.
La fauna se amontona alrededor de las recién llegadas,
entre grititos de excitación y saltitos histéricos. Mateo no
quiere acercarse, pero mi curiosidad es suficiente para em-
pujarnos a ambos.
“La primera noticia...”, dice Jazmín y hace unos segun-
dos de suspenso paseando una mirada ovoide y desenfoca-
da entre la distinguida concurrencia.
“¡Ay, dale, hablá!”, ruega Anamá.
“La primera noticia...”, repite Jazmín, “es que... ¡acaba-
mos de regresar de Chile!”.
“¡No!”, cacarea Anamá tomándose el pecho como
una Madonna asmática. “¡No me digas que... que te decidis-
te y...!”.
“¡Sí!”, grita Berta. “¡Se operó! ¡Y la segunda noticia es
que vamos a vivir juntas! ¡¿No es lo máaaaximo?!”.
Entre los graznidos y berridos que se disparan, vuelve
a superponerse la voz de Anamá:
“¡Hay que festejar! ¡Vamos a improvisar una fiesta de com-
promiso! ¡No: de casamiento! ¡A ver, ¿quién oficia de cura?!”.
Mateo me echa una mirada de profundo hastío, pero
el suspiro que le sigue es casi de alivio. Ya no es necesaria
su presencia en su fiesta de cumpleaños.
La otra historia es simple. Berta es lesbiana, o al me-
nos lo era hasta que se enamoró perdidamente de Jazmín,
lo cual conmovió todas sus estructuras y la llenó de cues-
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tionamientos: Jazmín es travesti. Al principio, Berta su-
frió el lógico rechazo de Jazmín, pero más allá de los cues-
tionamientos su amor era tan intenso y de alguna forma
tan invasivo que terminó por lograr que el travesti cedie-
ra. Ahí se invirtieron las cosas, porque Berta fue presa de
una devastadora crisis de identidad —estaba enamorada
de un hombre, por más tetas que tuviera—, y, valga el
chiste idiota, plantó a Jazmín.
Entonces fue Jazmín quien entró en crisis. Le gusta-
ban los hombres, por supuesto, pero lo cierto es que jamás
alguien la había amado con un amor tan sincero y profun-
do. Pues bien, resolvió la crisis tomándose un avión a Chi-
le y haciéndose extirpar el pene. En términos técnicos aho-
ra es un transexual. Pero a los efectos del amor, el travesti
se hizo lesbiana.
Y aquí están las dos, iniciando su nueva vida de pare-
ja. Toda una conmovedora historia de amor, al menos
mientras dure. Que será, supongo, hasta que Jazmín se dé
cuenta de que no tiene más lo que le colgaba entre las
piernas, que Berta nunca lo tuvo así que no es problema
de ella, y que lo único que queda para una extravesti es
plástico con pilas en el culo porque no siente nada en las
tetas ni en ninguna parte de las que Berta sí disfruta, y
que la cuestión no tiene retorno y sólo le queda por delan-
te toda la puta vida igual. Conmovedora historia, sí.

“Me gustaría dedicarme de lleno a la Teoría de las Cuer-


das. Claro que, para hacerla bien, tendría que conseguirme al-
guna beca en Estados Unidos. Acá no podés investigar ni las
cuerdas de una guitarra”.
“Pero antes tendrías que cumplir ese pequeño trámite de doc-
torarte en la Universidad, ¿no te parece?”.
Hablamos con Mateo en la cocina. En la verdadera,
que es un pequeño recinto de un metro y medio por tres.
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Porque también está la cocina fashion de Anamá, un am-
biente enorme con barras y woks colgantes. Pero esa es pa-
ra recibir a la gente y comer fondue. La cocinera, para lo
concreto y cotidiano, usa esta cocinita. Que está maravillo-
samente apartada del circuito de la jaula de las locas. Sólo
tiene una ventanita que da al hueco del edificio, casi pega-
da a la pequeña ventana de uno de los baños de servicio.
“Bueno, pero sé que en cuatro años, como mucho, liquido la
carrera. Y ahí trataría de irme. En New Jersey, por ejemplo, hay
un argentino que está revolucionando todas las ideas sobre el fun-
cionamiento del universo. Conectó la Teoría de Cuerdas con la
mecánica cuántica, lo que tantos venían intentado hace años. Su
teoría se conoce como ‘la conjetura Maldacena’, y...”.
“¿Te gustaría conocerlo y charlar con él? Viene cada tanto al
país...”.
“¡¿Lo conocés?!”.
“No es un mérito científico. Es sólo que sus padres viven en
Caballito. Y tienen ese hijo genio porque son personas muy raras:
creen que yo escribo bien”.
“¡¿Qué hacés?! ¡¿Te volviste loco?!”.
Esa frase no fue de Mateo, por supuesto. Pareció venir
de la ventanita del baño. A la voz siguen ruidos de cosas
que caen, forcejeos y sonidos humanos ahogados, como si
le taparan la boca a alguien que quiere gritar.
“Che, ¿pasará algo malo?”, dice preocupado mi proyec-
to de científico loco.
“Y... en esta casa es difícil calificar de ‘bueno’ o ‘malo’ a
cualquier cosa que pase”.
Nos acercamos a la ventana de la cocina para tratar de
oír mejor. De pronto, entre los ruidos mezclados, surge un
claro y prolongado “¡No...!”.
“¡Vamos!”, dice Mateo y sale corriendo de la cocina.
Tengo que seguirlo, maldito sea el pendejo heroico.
El baño está trabado por dentro. Si no fuera por el es-
truendo de los golpes que da Mateo contra la puerta para
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forzarla y sus propios gritos, quizá hubiéramos reparado
en que los ruidos del baño cesaron.
La traba interior de la puerta salta, reventada, y entra-
mos para encontrarnos con una escena inesperada: Elina,
una prostituta paraguaya que últimamente Anamá adop-
tó como protegida, con su minifalda desgarrada colgando
de las dos tiras que permanecen unidas al cinturón y kilos
de lápiz labial corridos alrededor de su boca dándole un
aspecto de mulata con herpes facial, acaricia la cabeza de
un hombre que, con sus ropas abiertas y desacomodadas,
llora desoladamente sentado en el inodoro.
“Bueno, está bien, tampoco es para tanto, controlate... Ya es-
tá, olvidate... Basta...”.
A cada palabra de consuelo de Elina, el hombre res-
ponde con un nuevo sollozo.
“Elina”, digo, “¿podríamos saber qué pasó acá?”.
“Y, la verdad es que... yo me vine a este baño alejado para
clavarme una línea, y de repente él entró y trató de violarme. Y
casi lo hace, pero... bueno, en fin, no pudo... No se le paró”.
Mi primer impulso es buscar alguna tijerita de esas pa-
ra las uñas de los pies, que seguramente habrá en algún ca-
jón del vanitory, y dársela a este infeliz para que se corte la
verga. ¿Puede haber algo más humillante para un violador
que ser impotente? Hasta en esto hizo mella el mundo gay.
Fuck yourself, violador impotente...

La noche ya no da para hablar sobre el futuro de la fí-


sica cuántica o planear visitas a Maldacena, así que Mateo
se fue a dormir. Debería hacer lo mismo, pero es tempra-
no y estoy muy lúcido así que si me duermo ahora temo
soñar que degüello a Andrea con la tijerita de los pies
mientras Federico nos baila alrededor una versión trash de
Zorba el Griego. Lo mejor será dejar correr las horas y cla-
varme un par de litros de whisky para asegurarme una mí-
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nima inconciencia al llegar a la cama. A sumergirse, en-
tonces, en la caldosa marea de la jaula de las locas.
Alguien me abraza desde atrás.
“¿Cómo estás? ¡Cuánto hace que no te veo...!”.
Cuando Anamá llegó a Buenos Aires hace veinticinco
años, Romina la sacó de la calle, le dio catre y comida, y le
enseñó todo sobre el oficio de la prostitución. Ahora Romi-
na tiene cerca de 50 años y está orgullosa de lo alto que lle-
gó su protegida, pero sigue ejerciendo la prostitución por-
que su mismo orgullo le impide dejarse mantener por
Anamá. Esto no es tan raro. Lo verdaderamente raro es que
Romina —su increíble nombre real es Regalada— está em-
barazada.
“¿Qué... qué es esto?”, balbuceo.
“Esto puede ser una prueba de que si te mantenés en activi-
dad la menopausia se te retrasa...”.
“Bueno, sí, como prueba es contundente, pero...”.
“¡Rulo, vení! ¡Vení!”, y Rulo responde al llamado de
Romina y se acerca, devorando un sandwich de miga
mientras sostiene media docena en su otra mano.
“Este es Rulo”, me dice Romina, y tocándose la panza
de seis meses agrega: “Mi socio en este asunto”.
Rulo me dedica una sonrisa rebosante de ananá y
mayonesa, y sigue su camino. Miro a Romina sin poder
hablar.
“Sí, ya sé, es casi un nene. Tiene 16 años. Bah, los cumple
a fin de mes. Y bueno, así se dieron las cosas. Rulo se había ido
de su casa, ya sabés cómo es eso, el padre borracho que le pegaba
a la madre... Empezó a dormir en los galpones de Juan B. Jus-
to, y a los pocos días me lo crucé... El padre lo había traído a de-
butar conmigo unos meses antes, así que... Nada, que me lo llevé
a casa y...”. Sonríe arrojando pilas de años por los ojos y
vuelve a acariciarse la panza. “...y nada, acá estamos”.
Ahora me mira más seria y los ojos se le llenan de lá-
grimas.
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“En treinta años de puta no tuve ni siquiera un aborto. Es-
taba orgullosa de eso. Pero cuando me enteré que estaba embara-
zada... y ya sé, vos pensarás que no fue ningún accidente, es ob-
vio... cuando me enteré que estaba embarazada se me vinieron
todos los años encima, y me puse a llorar como una tarada agra-
deciéndole a Dios. Decime, ¿cuánto me podía quedar para tra-
bajar? ¿Cinco años más? ¿Siete? ¿Vos tenés idea, te podés ima-
ginar qué sola puede llegar a estar una puta vieja?”.
No, Romina, no puedo imaginar eso. Yo soy un tipo
sencillo, más bien limitado. Esa quizá sea una pregunta
para Maldacena y su equipo de genios de New Jersey. Yo
no sé sobre agujeros negros y antimateria. Yo sólo soy un
pibe de Caballito. (Ah. Como Maldacena. Es cierto...).

A las 4 de la mañana de un martes, hasta en la casa de


Anamá la mayoría se fue a dormir. Así y todo, aún queda-
mos una veintena dando vueltas. Yo tengo el estómago en
la garganta, pero creo que todavía resistiré una media ho-
ra más. Un disco de Edith Piaf comienza y recomienza una
y otra vez desde hace tres horas al menos. Si me asomo al
balcón-terraza, el aire fresco probablemente le dé el em-
pujón final a mi mareo. Bien, veamos si logro perder el
resto de conciencia que me queda.
Elina está acostada en el piso del balcón, con la po-
llera rota abuchonada en el vientre. Su frustrado viola-
dor está sobre ella, con los pantalones apenas por deba-
jo del culo, moviéndose lenta y suavemente entre las
piernas de ella como en una película porno soft, más pre-
ocupado por la profundidad de la penetración que por la
fricción.
Jazmín, Berta y otras dos que no conozco están senta-
das alrededor, casi inconscientes de éxtasis. En todo mo-
mento hay al menos dos de ellas acariciando las nalgas pe-
ludas del violador reivindicado. En posición de loto, casi
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sobre la cabeza de Elina, está Feli, la hermana de Anamá,
una sobreviviente del hippismo que vive hace veinticinco
años en El Bolsón, contemplando las montañas en espera
del OVNI que venga a revelarle la verdad última y ali-
mentándose a marihuana y té de rosa mosqueta. Al verme
asomar me hace una tenue seña de que me acerque. Estu-
ve esquivándola toda la noche, así que a esta altura ya ni
hace falta que le conteste. Viste una camiseta decorada en
batik tres o cuatro talles más grande que su medida, y una
amplia, larga y ancha pollera de gasa estampada que por
la posición de loto queda toda recogida sobre su regazo
dejando ver que no lleva ropa interior. Si tuviera veinte
años menos y fuera muda, quizá...
Me acomodo en el piso, apoyado contra un lado del
ventanal. Estiro las piernas y enciendo otro cigarrillo. Hay
un silencio alucinatorio en la escena del balcón, mientras
la Piaf repite por tercera o cuarta vez que la fille de joie est
triste au coin de la rue, là-bas...
Feli viene para mi lado, pero ya no tengo fuerzas para
resistir. Igual, lo único que hace es recostarse sobre mis
piernas fumando su eterno porro. Alguien detiene por fin
a la Piaf. Entonces Feli, encendiendo un porro tras otro y
como si imitara al reproductor que acaban de detener, se
pone a canturrear en función repeat las dieciséis palabras
del Hare Krshna y a meterse mano en la entrepierna.
La monótona melodía termina de sumirme en el ano-
nadamiento. Mi conciencia se hunde en un letargo de rep-
til. Un aura de calor alrededor de todo mi cuello, como
una bufanda invisible y bochornosa, me induce a cerrar los
ojos. Y bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no quedar aquí,
amodorrado, casi idiota, retozando en las sábanas ilusorias
de un mundo donde el olvido es posible?
Sí. Nadie me mueve de aquí esta noche. Afuera no exis-
te, es como un cilindro que contiene jeroglíficos en el idio-
ma preantropológico de una civilización perdida. No me in-
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teresa descifrarlos. No ahora. Voy a soltar la última amarra,
y que el sueño sea mi deriva.
Sí... A la deriva entre el sueño acunado por el aro ca-
lórico del cuello. A disfrutar, que nadie puede entrar aquí
a impedir nada... De pronto puedo hacer cualquier cosa,
volverme negro, apuntar a Mitilene, creer en Jesús H. von
Christo, pararme de cabeza entre los tarahumara, almorzar
un soufflée de peyotl con Elizabeth Taylor y recitar a Höl-
derlin entre eructos. Puedo echarme una buena cagada en
el Closerie des Lilas y limpiarme con la Phänomenologie des
Geistes, tirarme una siestita en la plaza de Orpdorp, pue-
do jugar con el sello de R’lyeh, puedo implosionar. Puedo
emborracharme de hidromiel con Urias Heep en la cena
anual de los Hulaburos, perder los dientes en una función
del Kabuki, meterme una supernova por el culo, echarle
un polvo a la Osa Mayor, dormir sobre la tumba de Love-
craft, acortar la distancia entre mis orejas, masturbarme
con un rollo de papel higiénico y eyacular sobre la foto de
Borges, o memorizar el Diccionario Etimológico de Coro-
minas y aún así permanecer en mis cabales. Puedo escri-
bir La Cumparsita. Puedo perderme y regresar. Puedo ha-
cer cualquier jodida cosa que se presente en la deriva,
porque todo es juego y en la deriva no hay peligro de per-
der el rumbo. Navego cómoda pero firmemente sentado
sobre el mullido y acogedor glande del pene del mundo,
y la Atlántida no se ha hundido para siempre. La pureza y
la calma son la canción del Universo.
Hasta mañana.

Cosa rara, un hipercerebrado sin cabeza. Eso soy yo es-


te mediodía. Ni siquiera puedo tolerar la música, de he-
cho ni siquiera aguanto este silencio. Quizá mi capacidad
de procesamiento del whisky haya mermado últimamen-
te, o quizá sea sólo una cuestión estacional.
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Como sea, desconecto el teléfono. O mejor directa-
mente desconecto la llave general de la luz. Que no haya
timbre, ni aviso de mensaje electrónico entrante, ni contes-
tador ni una mierda. Incluso la más dulce voz humana po-
dría matarme en este momento.
Lástima que no puedo parar el pensamiento. Hace
muchos años, Castaneda me juró que era posible, que se
podía suspender el diálogo interior. Es evidente que no
tenía ni idea sobre el funcionamiento del cerebro (quizá
ni siquiera fuera antropólogo). Pero el error fue mío: ¿có-
mo confié en un tipo que se confesaba hincha de Chaca-
rita Juniors?
En mi descargo, puedo decir que entonces era casi un
chico. Creía que la verdad pasaba por la literatura, la po-
esía o la filosofía. Hoy le diría a Castaneda: “aprendé cien-
cia y ponete a pensar, Carlitos”. Pero él ya está unos cuantos
metros bajo tierra, y parece que eso te provoca sordera,
entre otras cosas.
Sigamos pensando, entonces. Me encanta que Mateo
sueñe con descifrar el universo. Por lo menos alguno que
otro se salva del gran pisotón generacional que el mundo
gay le propinó a los que tuvieron la desgracia de crecer en
él. Y Maldacena debe tener unos 35 años ahora, lo cual
significa que en esta tierra baldía hay al menos un inadap-
tado en cada generación. Eso es bueno. Mientras haya uno,
el resto puede seguir chapoteando en su enmerdado vacío,
no importa. Las ideas imbéciles de la masa no interrum-
pen el flujo de la gloriosa demencia humana.
La masa no se entera de nada. Cree, por ejemplo, que
el futuro está en la red, cuando en realidad Internet ya mu-
rió. Ya no sirve para nada, excepto para bajar música e in-
tercambiar e-mail, lo que podría parecer interesante pero
también desaparecer sin consecuencia alguna. Fuera de eso,
ya no sirve para investigar o estudiar porque hay millones
de contenidos falsos o estúpidos por cada uno mediana-
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mente riguroso, ya no sirve para buscar o generar trabajo
excepto que se trate de espejismos temporarios, ya no sir-
ve, en fin, para nada que tenga algún sentido. En diez años,
será un gigante idiota habitado sólo por creeps, nerds y fre-
aks autistas irrescatables. Maldacena está en New Jersey
descifrando el universo, y lo hace durante diez horas por
día trabajando sólo con lápiz y papel. Usa la computadora
apenas para chequear e-mail y navegar un poco. Y la masa
cree que ahí está el futuro...
Qué rápido se entusiasman las personas con el futuro...
Les das dos cositas y ya están todos tratando de montarse
en esos futuros que mueren cada vez con mayor velocidad.
Cientos de miles de personas creyendo que aseguran su
porvenir estudiando diseño de webs o cosas parecidas, y
dentro de diez años se encontrarán con que están tan afue-
ra del sistema como hoy lo está un especialista en repara-
ción de lapiceras de pluma.
Eso es lo peor del chiste: las personas se entusiasman
tan rápido con el futuro porque se trata de futuros cortos,
enanos. Maldacena y Mateo se van al otro extremo, es cier-
to, y piensan en futuros y pasados de trillones de años. Pe-
ro embanderarse en un futuro eterno que después no llega
a durar ni diez años... Por favor, qué idea miserable.
Bueno, ya pensé un rato. Con bastante torpeza, por
cierto. Las ideas tropezando unas con otras, en fin: una
porquería. Pero qué otra cosa podía producir con semejan-
te resaca encima, ¿eh?
“Parar el diálogo interno”. ¿Estarás rindiendo cuentas
por esos esperpentos, Carlitos?

“Vení esta tarde a mi departamento”, dijo Merlina K.


“Blerwm blerwm”, contesté. Taxi, y acá estoy.
(Lo de “Merlina K.” suena a personaje de Kafka, ya sé.
Pero es un error, porque ella no es un personaje de Kafka.
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Ella es Kafka —que no era el atormentado que nos vendie-
ron los profesores de literatura, simplemente tenía el hu-
mor dramático y corrosivo de un buen judío).
“El juez todavía no decidió lo de pedir pruebas de ADN, y
por lo tanto tampoco el procesamiento, aunque el fiscal ya presen-
tó el pedido”.
“¿Pero qué les pasa a esos tipos, por qué se la agarran con
nosotros?”.
“Porque no tienen más sospechosos que Federico y vos. Es
simple”.
“Escuchame: la mina nos dijo que el exmarido la estaba lla-
mando mucho por teléfono, que ella creía que la vigilaba... Yo lo
conté en mi declaración. ¿Qué pasa con eso?”.
“El exmarido fue el primero al que investigaron. Decime,
¿sabés qué es mejor que una coartada probada?”.
“No...”.
“Tener una coartada que no se puede probar. Ni que es ver-
dadera... ni que es falsa”.
“Hacémelo más fácil, Merlina. Por favor”.
“El tipo declaró que estuvo toda la noche en su casa. Lo vie-
ron llegar a las nueve, esa noche. Nadie lo vio volver a salir.
Nadie llamó a su número telefónico en toda la noche. Nadie lo
vio entrar o irse del departamento de la mina. No hay huellas
de él. Entonces: él no puede probar fehacientemente que estuvo en
su casa, pero no hay manera de probarle lo contrario. ¿Entendés
ahora?”.
“Ok, pero, ¿y a mí? ¿Qué pueden probarme?”.
“Nada, por ahora. Por eso el juez está pensando lo del
ADN”.
“¿Qué hay, concretamente, en ese asunto del sexo post-
mortem?”.
“Hasta ahora, lo mismo que ya te habían informado a vos:
hay indicios de actividad sexual, y los rastros pertenecen a dos
hombres distintos. Pero hicieron una serie de pericias nuevas. To-
davía no tuvimos acceso a ellas, porque no están en letra”.
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“Qué mierda significa eso”.
“Bueno, que están en poder del juez, no se pueden consultar
en la causa”.
“¿Por qué dijiste ‘no tuvimos acceso’? ¿Por qué en plural?”.
“No, nada, que... Es una forma de hablar, nada más. El
plural se refiere a mí y a mi representado, aunque vos ni asomes
por el juzgado. Es algo así como los futbolistas que hablan de sí
mismos en tercera persona”.
“¿Qué vamos a hacer cuando el juez pida el ADN?”.
“Negarnos, por supuesto. El abogado de Federico opina
igual”.
“Pero... ¿eso no equivale a hacer ‘la gran Maradona’? Te
negás al ADN y entonces te encajan la paternidad del pibe y te-
nés que empezar a mantenerlo”.
“No, no en este caso. Ningún juez puede interpretar que se
niegan porque se saben culpables”.
“Es una posibilidad de interpretación...”.
“Pero hay otras docenas de posibilidades para justificar la
negativa. No te preocupes”.
“Está bien. ¿Cómo sigue esto? ¿Qué tenemos que hacer?”.
“Nada. Esperar. Nadie pidió ADN, nadie te está procesan-
do... ¿Por qué nos moveríamos nosotros? Quedate tranquilo, ne-
jed. Y terminó la consulta profesional. ¿Te enseño algunas frase-
citas dirty en chino?”.
“No. Ayudame a construir una máquina del tiempo”.

“¿Cuándo mierda vas a volver a comprarte un celular?”,


dice Federico en un tono que me conmueve, porque por
un momento parece el que era antes del éxito y la barba
art-deco. ¿Y si la máquina del tiempo estuviera funcio-
nando?
“¿Celular? No, estoy interesado en otras tecnologías en este
momento. Máquinas del tiempo, dispositivos para volverse invi-
sible, cosas así...”.
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“La máquina del tiempo la tenés en la cabeza. Y yo creo
que te funciona muy bien, tanto hacia el pasado como hacia el
futuro”. No puedo creer lo que oigo. ¿Federico me está
elogiando? “En cuanto a lo de ser invisible... es al pedo. Si sos
invisible quiere decir que la luz pasa a través de vos sin rebotar
y por eso los demás no te ven. Pero entonces también pasa a tra-
vés de tus ojos, que al no reflejar la luz no pueden ver. Por lo
tanto, ser invisible implica ser ciego. Y nuestra fantasía con la
invisibilidad era poder meternos en la vida de las personas y
verlo todo sin que nos percibieran...”.
“El hombre invisible sería ciego... Es cierto...”.
“Y un ciego patético, además. Porque ni siquiera puede pa-
rarse en una esquina y pedir que lo ayuden a cruzar la calle.
Una voz saliendo de la nada espantaría a cualquiera”.
Río. Río para disimular mi emoción. Ya había descre-
ído para siempre que Federico pudiera, aunque sólo fuese
por unos segundos, recuperar a esa persona inteligente y
profunda que era antes de que el mercadeo lo ablandase y
lo corrompiera, y traerla al presente no sólo en unas cuan-
tas frases sino en ese esbozo de expresión diabólica que al-
canzó a percibirse por debajo de la crema facial y el correc-
tor de ojeras. No creía que Federico podía llevar consigo
las cenizas de mi amigo Fede. Quizá yo debiera conservar
alguna migaja de fe en las personas. Quizá...
“Bueno, entrá, vamos a tomar algo, ¿hace mucho que me es-
perabas en la puerta?”.
“No, vámonos ya, en quince tenemos que pasar a buscar a
Julie. Nos va a llevar a ver a alguien que conoce. Por ahí nos
puede ayudar en este despelote en que estamos metidos...”.
“¿Julie? ¿A quién puede conocer Julie que nos ayude?
¿Desde cuando alguien como ella conoce abogados importantes
o...”.
“No, ¿qué abogados? Nos va a llevar a lo de una psíquica
astral. Parece que es una especie de fenómeno, que maneja la per-
cepción angélica, y... (fade out into my mind...).
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Hay que ser implacable, riguroso, irreductible, in-
transigente, incorruptible. Una migaja de fe es un derro-
che sin sentido. Aprendételo de una vez, nene. Ni una mi-
gaja. Al pedo. Como hacerse invisible.

Pero Julie vive frente al Parque Chacabuco, así que


puedo pasar a ver a Richard. Después de veinte años, to-
dos siguen preguntándose cómo alguien así, que trabaja
en un banco desde que tenía 18 años y sigue casado con su
novia de la adolescencia, puede tener esa conexión tan in-
tensa con bichos como Jorge y yo. Pero, como está dicho,
la gente en general no entiende nada. Así que a Richard
le resulta fácil engañar a todo el mundo con su supuesta
normalidad. Sólo Jorge y yo sabemos que la semilla de su
locura está enterrada mucho más profundamente que la
nuestra. La masa convive con él y no sabe que está sociali-
zando con un demente cuya normalidad es, justamente, la
expresión más extrema de ese desvío. Es tan vago que ne-
cesita trabajar; de otro modo, degeneraría en un amorfo hí-
brido de molusco parásito y rinoceronte aletargado, aca-
bando sus días adherido a una cama en una cataléptica
inmovilidad de samadhi indigestado, todo lo cual consti-
tuye un panorama que jamás dejó de resultarle tentador.
Características como esta, no hay bancario o pariente que
pueda percibirlas.
Julie a la vista.
“Supongo que no fuiste muy detallista con ella, ¿no?”.
“Claro que no. Nos dijeron que no hablemos con nadie so-
bre la causa. Y yo tengo el tino de obedecer a mis abogados en
todo momento...”.
Palo para mí. Tiene algo de razón. Llegamos. Julie, con
esa inamovible sonrisa que ya parece un tatuaje, da un sal-
tito del cordón de la vereda al asfalto y Federico finge que
en el último segundo pierde un poco el control de la moto
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y está a punto de atropellarla. Julie se asusta sin dejar de
sonreír. Yo, que tiendo fácilmente a la alucinación, muchas
veces miro a Julie y veo una perrita cocker.
“Perdoname”, dice Federico. “A veces me confío, y me olvi-
do que una moto así prácticamente tiene vida propia”.
“No, no”, contesta inentendiblemente Julie, y se que-
da mirándonos. Sonriendo, claro. Julie te hace sentir una
contradictoria certeza: te resulta imposible saber lo que
está pensando, pero estás seguro de que es un pensamien-
to equivocado.
“Llegaron justo. Azucena nos está esperando. Es ahí, la
puerta verde...”.
“Entrá vos que en diez minutos te alcanzo”, le digo a Fe-
derico. “Le toco el timbre a mi amigo Richard que vive acá a la
vuelta, para avisarle que en un rato paso a tomar un café, y es-
toy con vos...”.
Richard abre la puerta todavía con su corbata banca-
ria puesta aunque son casi las nueve de la noche. Y está
serio.
“Ah, qué hacés... Escuchaste mi mensaje...”.
“¿Mensaje? No. No volví a entrar en casa desde que me fui
después del mediodía. ¿Qué pasó?”.
“Murió mi suegra. Acaban de avisarme que ya la trajeron
a la casa de velatorios de la otra cuadra”.
“Qué cagada... ¿Y Claudia? ¿Cómo está?”. Esas pre-
guntas... ¿Cómo va a estar?
“Y, ya sabés que esperábamos esto hace ya unos meses, pero...”.
“Sí: cuando por fin sucede, es como si hubiera sido repentino”.
“Tal cual. Como te conté la otra vez, para Claudia fue es-
pecialmente duro, porque estuvo prácticamente sola durante los
momentos críticos de la enfermedad de la vieja. El hermano ni
pintó. Y la hermana... era más lo que complicaba que lo que
ayudaba...”.
“Sí. Claudia siempre tuvo ese karma de hermana del medio,
que termina haciéndose cargo de todo”.
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“A la otra, como era la hija mayor, en las últimas semanas
se le dio por la depresión mimética...”.
Esas son las definiciones que lo definen. “Depresión
mimética”. Es genial.
“Sí, se le dio por amargarse, diciendo que de repente se veía
cada vez más parecida a la vieja”.
“Pero si es flaca y alta, y la vieja era petisa y gorda...”.
“Bueno, pero ella se ve igual. Y con esa historia, se la pa-
só llorando mientras Claudia se ocupaba de todo. Y ‘todo’ sig-
nifica meses de mierda, tomando decisiones como ‘¿Le amputa-
mos hasta el tobillo o un poco más arriba, señora?’. ‘¿Y ahora?
Además de amputar hasta la rodilla, ¿le hacemos un ano con-
tra natura?’. Fueron meses de remierda...”.
No hay nada más denigrante que la vida en hospita-
les. Allí la muerte se hace mucho más evidentemente in-
digna de lo que de por sí es. En este sentido, yo fui siem-
pre una especie de privilegiado. Desde la infancia.
Por entonces no sabía nada de la muerte. En mi fami-
lia nadie se enfermaba, nadie cumplía regímenes alimen-
ticios con bajo índice de colesterol, nadie iba a parar a un
hospital o a un asilo, nadie era empleado bancario, ni mi-
llonario, ni retrasado mental, no había políticos, comer-
ciantes o religiosos devotos. Todos comían hasta reventar
y bebían como cosacos. Se bañaban en tremendas salsas es-
pesas como sangre coagulada y picantes como el infierno,
y se enjuagaban las tripas con grueso vino tinto de dama-
juana. Eructaban cuando era menester y nadie se moría
por ello. En el fondo, y sin necesidad de andar declaman-
do rigurosas teorías anarquistas, no se respetaba a nada ni
a nadie. El Presidente era siempre un mierda que olía a fo-
rro de culo pedorreado y sólo quería jodernos (natural-
mente exceptuando a Perón), el Papa era un bufarrón hijo
de puta, y todos se reían de todo.
“¿Hay gobierno en este pueblo?”. “Sí, forastero”. “Pues estoy
en contra” : este era el catecismo que me enseñaba mi abue-
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lo, ese que un día estaba en la cocina de casa tomando ma-
te conmigo y al otro día tres metros bajo tierra. Yo no sa-
bía nada de la muerte, porque en mi familia nadie agoni-
zaba. Se morían de un día para otro, y listo. Qué joder.
Nada de andar postrados en una cama con cáncer, cuadri-
plejia, leucemia o algún otro privilegio de la moderna fa-
milia cristiana. Recuerdo a Laura, la mujer que le vendía
cigarrillos de contrabando a mi abuelo, llorando en la co-
cina de mi casa la tarde siguiente al entierro. “¡No lo puedo
creer!”, clamaba. “¡Ayer le traje cigarrillos, y estaba tan bien!
¡¿Cómo se puede haber ido así, pobre Agustín, tan de repente?!”.
¿Y qué querías? ¿Que te hubiera dado tiempo para ir acos-
tumbrándote a la idea? ¿Que hubiera tenido la delicadeza
de permanecer postrado unos cuantos meses, con las arte-
rias taponadas, con una pierna menos, respirando a través
de un aparato? No, mi querida... Agradezcamos que Agus-
tín desapareciera de un plumazo. Era la muerte que se me-
recía, el buen viejo: prender el último cigarrillo, y una ho-
ra después estar frío. Los que se jodieron, en todo caso,
fueron los que quedaron de este lado de la sepultura. “Po-
bre Agustín”, una mierda. Lo que querías decir era “Pobre-
cita yo, que me quedé sin Agustín”. Lo que no entiendo es
por qué no podías decirlo así, con todas las palabras. Si es
sincero, también el egoísmo es positivo.

Bien, veamos qué nos dice la “psíquica astral”. De pa-


so hago tiempo mientras se cumplen las ceremonias inau-
gurales del velatorio, y aparezco por allí cuando todo esté
ya más tranquilo.
“Todavía no empezamos”, dice Federico cuando me abre.
“Estuvimos charlando sobre la astrología maya. Vení que te pre-
sento a Azucena...”.
“Bienvenido, Acuario”, me dice Azucena tendiéndome
una mano sin dedos.
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“Hola”. Ese es todo mi saludo. Ni hablar de estrechar
esos muñones.
“Sentate, Acuario aprensivo y descreído. Acá, a mi dere-
cha...”, dice la vieja con una sonrisa ácida, señalando una
silla con los muñones de la otra mano. Si me dijera que
trabajaba como operaria en una fábrica y una máquina le
cortó los dedos, y entonces, para no tener que mendigar,
se armó el show psíquico-astral para ganarse la vida, la
respetaría. Pero debe haber una historia más sórdida de-
trás de esos muñones. Esos ojos macabros y como de tibu-
rón nunca vieron una fábrica ni de lejos.
Cuando me siento descubro un pequeño sector cónca-
vo de la pared casi detrás de la puerta del “consultorio”.
Unos estantes curvos de latón oxidado sostienen una si-
niestra colección de muñecos humanos de unos quince cen-
tímetros de altura, cochambrosos, repelentes, hechos con
trapos sucios, estopa, sogas grasientas y costras que prefie-
ro no reconocer.
“¿Te gustan mis muñecos, Acuario? ¿En qué te quedaste
pensando”.
“En que me dieron una idea para un negocio. Así como exis-
te la Barbie “Rapunzel”, la Barbie “California Beach” o la
Barbie “Lago de los Cisnes”, y teniendo en cuenta que a los ni-
ños les encanta el terror, podríamos diseñar y fabricar la Barbie
“Entierro Prematuro”, con las uñas destrozadas por rascar el
ataúd para huir, ojos desorbitados por descubrir que la enterraron
viva, algunas ulceraciones de los primeros gusanos, y toda la lí-
nea de accesorios complementarios como distintos modelos para que
le puedas cambiar la mortajita, un recipiente con tierra de verdad
para que la entierren y desentierren, el Ken Guardián del Ce-
menterio, o mejor aún el Ken Enterrador, y cositas así...”.
“Te refugiás en el escepticismo. Típico de un acuariano con
mucho Saturno”.
“Es que no creer es una posición mucho más cómoda, por su-
puesto”, agrega Federico casi con resentimiento.
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Y se equivoca, por supuesto. No hay comodidad en el es-
cepticismo. El escéptico es heroico, porque esa actitud te de-
ja solo con los problemas. Nada de afuera te sirve de excusa
para lo que te suceda o hagas, porque no creés en nada. Al
ser escéptico no buscás nada afuera, te las tenés que arreglar
solo. Sí, eso es heroico, no cabe duda. Voy a esforzarme en el
escepticismo... si es que logro creer en eso.
“¿Por qué no pasamos a la acción?”, sugiero, y Julie
me mira azorada, con un toque de desesperación en la
mirada, como si hubiera un duendecillo perdido dentro
de su cerebro tratando de hallar en la oscuridad total el
interruptor que encienda la única lamparita que hay (20
watts, y esperemos que no esté quemada). Quién sabe
qué imaginó que puede significar mi sencilla frase. Su
cerebrito tiene un anti-spyware que impide la entrada de
metáforas así sean mínimas (y como el lenguaje es sólo
metáforas fósiles, como decía Emerson, queda explicada
su sonrisa-tatuaje).
“Está bien”, dice Azucena, “¿me trajeron algún elemento
para interactuar en la consulta?”.
No sé a qué se refiere, pero Federico enseguida saca
una foto y se la da.
“Espero que sirva, es lo único que te puedo aportar”, dice.
Miro la foto y no lo puedo creer. Se trata de la mujer
de Barrio Norte, nuestra degollada, sólo que en este caso
se la ve de espaldas: muestra el culo a cámara mientras se
separa las nalgas con ambas manos, asomando su rostro
despeinado por el costado de su rodilla izquierda y son-
riendo al fotógrafo, que obviamente fue el mismo Federi-
co. Azucena ni se inmuta.
“Sí, está perfecta. La captaron en un momento de fuerte ni-
vel astral. Puedo ver su aura totalmente encendida”.
Lo de “encendida”, hasta yo lo percibo. Pero, ¿alrede-
dor de qué se ve el aura? ¿De la sonrisa, de la mirada, del
ojo del culo?
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Azucena cierra los ojos y empieza a manipular la foto.
¿Absorberá la energía a través de los muñones? ¿Serán
muñones satelitales, que le transmiten la información as-
tral directamente desde la Central Cósmica?
“El aura está... obturada”. No así el culo, reflexiono pa-
ra mí mismo, la imagen de la foto es clara. Pero Azucena
sigue: “Es como si... claro: esta mujer está muerta. Pero no des-
cansa en paz”.
Julie está a punto de vomitar de terror. Federico
mira hipnotizado los muñones que bailan tap sobre el
culo de la degollada. Yo comienzo a reconsiderar el
proyecto de denunciarlo como único autor del asesina-
to, por imbécil.
“No puede descansar porque... porque... claro: porque tuvo
una muerte violenta. Alguien está manchado con su sangre. Y su
aura no puede reabsorberse en el mundo etéreo hasta que esa san-
gre sea pagada”.
Federico ahora me mira casi desolado.
“Azucena no sabía nada acerca de Gachu. ¿Te das cuenta?”.
Sí, mañana hago un llamado anónimo a la policía. Si
consigo llevarme esta foto, se la envío al juez como prue-
ba. No se merece menos este idiota.
“No puedo percibir quién adeuda esta sangre”, continúa
Azucena. “Y esa es la respuesta que buscan, ¿verdad?”.
“S-sí...”, tartamudea Federico.
“Creo que voy a tener que hacer un muñeco de esta mujer.
Mis muñecos son objetos kármicos que intermedian con el mundo
etéreo. Pero eso me lleva unos cuantos días, y mucho trabajo...”.
Se hace un silencio, y entonces, muy serio, saco la bi-
lletera de mi mochila.
“No, no”, dice Azucena, “no se trata de más dinero...”.
“No, es que... creo que es mejor que pongamos todas las car-
tas sobre la mesa, ¿verdad? Y esto... me parece que es fundamen-
tal”. Saco de la billetera una pequeña foto y la pongo en la
nariz de la bruja.
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“Sí... Ya veo...”, dice luego de un momento. “Todo va
siendo más claro... Hay algo pasional detrás de esta muerte
violenta...”.
Federico me mira perplejo. Y comienza a temblarle el
labio inferior.
“Pero... ¿de qué se trata esto?, me dice. “¿Me estabas ocul-
tando algo? ¿De quién es esa foto?”.
Azucena me mira inquisitivamente. Hago una mueca
como de resignación, y entonces tiendo la foto a Federico,
que la toma con un gesto parkinsoniano. La mira larga-
mente, hasta que su rostro logra una expresión casi idén-
tica a la que Julie tiene en forma permanente. Tarda en
comprender lo que ve. Hasta que al fin...
“Pero... pero... esta... esta es...”. Levanta la vista hacia
mí. “Esta... ¡es una foto de tu hija!”.
“Sí, pelotudo, es mi hija. La que tu bruja ve como parte de
un quilombo pasional con la degollada. ¿Cómo pudiste llegar a
convertirte en semejante idiota? ¿La lista de best-sellers del
diario te comió tanto el cerebro?”.
“Pero... adivinó que a Gachu la mataron...”.
“Hace días que la cara de esa mina aparece en la tele y en los
diarios. ¿Qué poder hay que tener para reconocerla, aún con el cu-
lo en primer plano? Vos te jactabas de ser discreto como te aconse-
jan los abogados, ¿no? Bueno, ahora esta vieja estafadora sabe
que estás metido en el asunto. ¿Qué hacemos, le ponemos unas bo-
tas de cemento y la tiramos al Riachuelo?”.
Federico no logra reaccionar. Le saco de la mano la fo-
to de Alma y me vuelvo para irme. Antes de llegar a la
puerta oigo la vocecita casi divertida:
“Acuario...”.
Me doy vuelta y veo que Azucena me apunta con un ce-
lular, manejado diabólicamente por sus muñones multifun-
ción. Y dispara.
“Ya está. Tengo una foto tuya. Voy a hacer un muñeco con tu
imagen”.
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“Hacé dos, así me quedo con uno para mi mesa de luz. En unos
días lo paso a buscar. Y lo voy a usar como modelo para el Ken
Enterrador”.
Salgo con el repiquetear cascado de las risas de la vieja
a mis espaldas. Bueno, eso la reivindica un poco. Prefiero
mil veces al enemigo que ríe antes que a la buena gente que
te amarga la vida.
Sí, creo que realmente volveré por mi ejemplar del
muñequito kármico.

Tengo que entrar al velorio aunque sea unos minu-


tos. Lo de siempre: cara seria y compungida buscando
disimular mi mirada que reconoce cuidadosamente el
lugar para evitarme cualquier posibilidad de ver siquie-
ra de lejos el ataúd abierto. Jamás en mi vida me acer-
qué a un muerto, nunca vi uno. Y tampoco será esta mi
primera vez. Permaneceré virgen de cadáveres mientras
pueda.
En realidad hay unos cuantos en la sala de espera, pe-
ro se sostienen sobre sus pies. Gente del barrio que no he
visto desde que era un adolescente. La decrepitud hizo
un festín con ellos. El marido de la hermana de Claudia,
por ejemplo, que me intercepta apenas entro. Perdió
unos diez o quince centímetros de altura. ¿Cómo le pasó
algo así? Si no vuelvo a verlo por otros quince años, me
llegará a la cintura.
Le pregunto por Claudia y Richard, y me dice que es-
tán “adentro”.
“Pasá, andá a verlos. Claudia no se quiere despegar de la
vieja”.
“¿Y tu mujer?”, desvío.
“Y, ahí anda... Salió a comprar cigarrillos y a tomar un po-
co de aire. Ya debe estar por volver. Mientras, vamos a ver a
Claudia y Richard, dale que te hago gamba...”.
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Pero soy salvado a último momento por un matri-
monio de primos o algo así que llegan y encaran al neo-
Gulliver.
Me tiro en un sillón y enciendo un cigarrillo. Unos se-
gundos después, los primos se sientan en el sillón de en-
frente. Ambos deben andar por los 60 años y, al revés de
lo que suele verse en estos tiempos, es él quien tiene un
aspecto irreversible de viejo acabado, mientras ella sigue
luchando con bastante dignidad a fuerza de tintura, ma-
quillaje y dieta. Cuando ven entrar a la hermana de Clau-
dia —con su “depresión mimética” a cuestas—, comien-
zan a hacerse comentarios y a asentir entre ellos, con esas
medias sonrisas piadosas de las buenas personas. Neo-Gu-
lliver los señala, y la hermana va hacia ellos. Cruzan dos
frases obvias de pésame, y entonces el primo, tomándole
una mano, le dice con ternura:
“Cuando te vimos entrar, comentábamos acá con Susana, es
increíble... Sos el vivo retrato de tu mamá...”.
La hermana de Claudia empieza a llorar con chillidos
histéricos, los primos se extravían en su compasivo des-
concierto de buena gente, desde el cuartito del café co-
mienzan a salir humo y griterío porque a alguien se le
prendió fuego una servilleta olvidada junto a la hornalla
y con ella los vasitos de plástico para el café y las corti-
nas de la ventana que había sobre la mesada, y yo, luego
de echar una mirada al modesto incendio, aprovecho pa-
ra irme sin que nadie lo note. Soy hombre de otras ho-
gueras. A cada cual su fuego.
Y así, como un muñeco kármico que arde en la me-
moria de tantas fogatas que hice en estas mismas calles
años atrás, como un hereje medieval que vaga por un
mundo que lo llama impuro porque no comprende su
pureza, como un nuevo Fra Lippo Lippi que aún no ha
raptado a su monja, salgo al aire de la noche y sigo mi
camino.
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Este es un mundo tan absurdo que la idea de la Bar-
bie “Entierro Prematuro” podría llegar a ser un excelente ne-
gocio. Mañana, si tengo algo de tiempo, me voy hasta el
Registro Nacional de Marcas.
Me parece que no tengo nada para comer en casa...

Timbre a las dos de la mañana.


“¿Viste cómo aprendí que no debo saltar por el patiecito? Soy
una chica obediente... Bueno, ¿puedo...? ¿No interrumpo nada?”.
“No, Majo... Y claro que podés...”.
Tan fresca, tan nueva, tan ajena al óxido y la muerte.
Necesito abrazarla.
“Ay, qué... qué lindo...”, dice tan sorprendida como yo
mismo, y se aprieta contra mí. Abrazado a ella (qué fácil
sería descansar, qué fácil...) me doy cuenta cuánto me
gusta su olor. Lo que huele bien en ella es que no usa
perfume.
Lo mejor de ella es ese desparpajo de frescura, des-
afiante y soberbio. No a las cremas, no al desodorante, no
al perfume. Casi un exhibicionismo de pura piel nueva.
“Bueno, entonces... no te molesta que aparezca a esta hora”,
dice sonriendo cuando me separo un poco.
“En realidad estaba por llamarte”.
“¿Sí?”, y los ojitos se le derriten de niñez. Qué fácil
podría ser todo, qué fácil...
“Vení, estaba tratando de armar una especie de cena con la-
tas y cosas así. Vos ya comiste, supongo...”.
“¿Qué importa? Como de nuevo...”.
Mujercita maravillosa. Vamos a ver qué podemos ar-
mar con los restos que encuentre al fondo de la alacena y
en la heladera... Una lata de paté de ciervo que me traje
de El Bolsón... Un trozo de queso de cabra de los bene-
dictinos... Tres fetas de lomito ahumado a la albahaca...
La crema di olive nere all’olio extra virgene di oliva que com-
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pré en Assisi la última vez que estuve (¿nunca estuviste
en Assisi?: te hacés cristiano)... Unas crackers... Creo que
hay de más.
“Pero... ¿no haría falta un vinito para estas cosas?”.
Ay, Majo, qué voy a hacer con vos, decime... Claro
que tengo un vino para esto, pero no hacés más que lle-
narme de problemas, ¿sabés? Mi costado judío se exal-
ta (se sabe que no hay ortodoxia más recalcitrante que
la del converso), y la culpa se unta en mí por dentro y
por fuera como una crema di olive rabínica, para asegu-
rarse de que todo goce de tus maravillas se tiña con al-
go de mortificación.
Te lo tengo que decir: sos todo lo que puedo necesitar
en este momento, sos una bendición, un inmerecido mila-
gro, pero no puedo evitar el saber que todo el negocio es
mío, que todos los beneficios son para mí, que es casi una
estafa. Vos lo ponés todo, y a cambio sólo te devuelvo mi
satisfacción de usurero. Te doy, a lo sumo, dos migajas mí-
ticas, y me las cobro con tu carne y con tu alma, y chupán-
dome tus sueños, y expropiando la brisa fresca y el perfu-
me joven de tu piel. Mi demonio desvaría de ambición y
me empuja encima de vos, pero el judío en mí me abofe-
tea con sus palmas llenas de púas vitriólicas.
“Qué pasa... Por qué te quedaste mirándome así, como di-
bujado...”.
“Nada, Majo, nada... Voy a abrir un vino”.
“Pará, pará... Escuchame una cosa. Vos siempre me hacés
chistecitos tiernos, como echarme una noche porque sino te vas
a enamorar de mí y esas cosas... Pero... ¿hay algo de verdad
en eso? A veces parece como si en serio me tuvieras un poco de
miedo...”.
“No, Majo, no tengo miedo de vos. Tengo miedo de mí. Y ne-
cesito desesperadamente dormir tranquilo”.
“¿La idea de un amor te quita el sueño?”.
“Majo, yo no necesito amor: necesito cómplices”.
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Dibuja runas sobre el trozo de queso con la uña de
su meñique izquierdo. Suspira un par de veces. Levanta
un poco las cejas como escuchando un secreto que ella
misma se cuenta. Deja de trazar runas en el queso y las
mira. Suspira una vez más. Me mira.
“No decretes que yo no quiero o no debo ser tu cómplice. Esa
es una decisión mía. Y no tenés que hacerte cargo de lo que yo
decida”.
El vino... Dónde está el vino...

Todo está mal. Todo está de cabeza. Me despertó la luz


del día porque me olvidé de cerrar una ventana. Es grave.
Y Majo está durmiendo a mi lado. Es gravísimo.
“Bueno, siempre te queda la opción de tachar ese último
párrafo”, dice la vocecita revoloteando irónicamente en-
tre el DVD y el piano. “O directamente arrancar esta hoja
del cuaderno, y aquí no ha pasado nada...”.
“Debí hacerle caso a Ludo y echarte a la mierda...”.
Mi voz despierta a Majo. Lástima. Por un segundo tuve
la fantasía de que podría llevarla dormida hasta su departa-
mento para que despierte sola allí, y aquí no ha pasado nada.
Pero ahora es tarde. Y comienza un largo camino de ansie-
dad hasta que vuelva a hacerse de noche. ¿Qué actitud toma-
rá Majo? ¿Hará valer este antecedente? Y en ese caso, ¿qué
hago? ¿Invoco la quinta enmienda, solicito una mediación
papal?
¿Cómo me permití caer otra vez en esta situación? Me
viene a la mente la frase de Esteban hace un par de sema-
nas:
“No tolerás estar tranquilo. Necesitás movimiento todo el
tiempo, sos insoportable”.
Hormigas en el culo de la mente.
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“Estoy enamorado”.
Una declaración así, en esta mañana en la que tiemblo
por lo que pueda pasar a la noche, y viniendo de labios de
Jorge, me hace sentir como un noble encerrado en su cas-
tillo mientras afuera la peste arrasa con el populacho, sin-
tiéndose y sabiéndose seguro, hasta que de pronto com-
prende que la peste se coló por la cocina y ahora el castillo
cerrado es una trampa mortal.
“Bah... creo”.
Bueno, ese matiz alivia un poco.
“¿Y quién es la víctima?”.
“Lil”.
Es la posibilidad más absurda que podía esperar, y sin
embargo no me sorprende del todo. Eso no quita que de-
ba mantenerme analítico.
“Pero... supongo que sos conciente de que, a menos que ha-
yan hecho votos de silencio, Lil además de quererte y acostarse
con vos va a hablar. Y no habrás perdido de vista lo que eso
significa...”.
“Que no la voy a soportar un segundo, ya lo sé. Toda esa
mierda tolerante y participativa, esos híbridos psicológicos new-
age... Lo pienso y me dan escalofríos”.
“¿Y entonces?”.
“Y qué sé yo. Si no hubiera ningún problema, no te lo ven-
dría a contar a las diez de la mañana...”.
“¿No será que no resistís la tentación de mostrarte junto a
un fenómeno biológico?”.
“Eso también pesa, sí, pero... no es sólo lo del exhibicionis-
mo. El problema es justamente que cuanto más me la quedo mi-
rando y pensando en que no tolero una sola de sus ideas... más me
siento atraído hacia ella. A ver, probá, haceme odiarla, dale...”.
“Jorge, siento que tenemos que acordar pautas desde lo afecti-
vo pero también desde un lugar de relación como proyecto. Porque
son esos acuerdos básicos los que nos pueden dar una contención
dentro de la dinámica de los afectos. Para que el ser-vulnerable
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enriquezca la relación desde una alternativa de jugar creativa-
mente los miedos. Afecto proyecto contención relación afecto proyec-
to. Lo hablamos, ¿sí? Lo acordamos, ¿dale?”.
“Bueno, eso fue un tanto demoledor...”.
“Y encima yo lo hago gratis, no voy a pedirte nada a
cambio”.
“Sí, es cierto, es peor aún de lo que suena. Pero ahí está el
drama: pienso en esas cosas teniéndola a ella delante de mis ojos,
y es como si no pudiera asociar la imagen con la realidad, como
si estuviera viendo a otra. Me digo a mí mismo ‘Ni en pedo’, y
cuanto más me lo digo más quiero estar con ella. ¿Qué me decís
de lo que me pasa?”.
“Que hay formas menos cruentas de escaparle al suicidio.
Pensalo”.
De todos modos no estoy inspirado para bucear ni si-
quiera dentro de Jorge, con todo lo que eso me fascina.
Tengo como una anorexia de lucidez. Debería salirme al
menos por unas horas de la maraña de estos últimos días.
A ver, son las diez y media de la mañana. Mh, ya sé.
Si me apuro y me tomo la comby que sale de Congreso, an-
tes de la una puedo estar en Cañuelas. Me voy a comer un
asado al campo, a lo de mi amigo el criador de lombrices.
Eso es perfecto para hoy. Claro que sí. Pobres los inte-
lectuales que sólo conocen intelectuales, los bancarios que
sólo conocen bancarios, las divas de Hollywood que sólo
conocen divas de Hollywood. Pobres los ricos que sólo co-
nocen ricos y los pobres que sólo conocen pobres. A mí
cualquier comby me deja bien.

Se hizo de noche y la comby ronronea por la ruta oscu-


ra, de regreso a Buenos Aires. Pensaba aprovechar la hora
de viaje para escribir, pero el vehículo no tiene ya ni una
luz interna. Sin luces adentro, sin luces en la ruta. Viva mi
país. Lo único que delinea estroboscópicamente las silue-
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tas son los focos de otros autos y los carteles cuando pasa-
mos por zonas urbanas.
Viajo en el último asiento individual. Nadie en los
dos que siguen hacia delante. Una mujer sola en el último
asiento doble a mi izquierda, nadie delante de ella. ¿A
ver...?
34 años. Quizá 36. Morena. Manos anchas (quizá el
juego de sombras no la favorece). Una campera de jeans,
la cintura no es exactamente estrecha, tetas de madre.
Separada, sin lugar a dudas, y probablemente sostén úni-
co de un par de hijos. Más cansada de lo que merecería
estar, más el cansancio extra de saberlo. Y una maravillo-
sa boca entreabierta.
Van treinta minutos de viaje. Una hora atrás, mien-
tras caminaba un poco por el centro de Cañuelas esperan-
do la salida de la comby, vi, en un típico negocio de pueblo
que vendía ropa, artículos de mercería y cosas como bom-
billas o pilas, un cartel dadaísta. Estaba colgado de la
puerta abierta del lugar, y decía: “No entrar con helados”.
Aprehender la realidad, pretender abarcarla y com-
prender sus infinitas manifestaciones no es sólo imposible
sino una pulsión idiota.
Treinta y cinco minutos. Quedan al menos quince
antes de entrar en los suburbios de Buenos Aires. Quién
sabe, quizá fue la semioscuridad o una punzada de rebe-
lión ante esa permanente sensación frustrante en el es-
tómago, o la tentación de la impunidad (ni Dios ni los
hijos pueden ver lo que pasa en las combys), pero lo cier-
to es que a la quinta vez que se cruzaron nuestras mira-
das la mujer sacó el pequeño bolso que ocupaba el asien-
to junto a ella.
Y aquí estoy. Ambos miramos hacia delante, como disi-
mulando lo que de todos modos nadie puede ver. Pongo la
mano en su entrepierna, y unos segundos después bajo el cie-
rre y la meto por debajo del pantalón. Dos de mis dedos cha-
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potean durante interminables minutos entre sus pliegues
empapados. Ella también comienza acariciándome sobre el
pantalón, y recién después de disfrutar un rato palpando la
dureza por encima de la tela se decide a sacarla, justo en el
momento en que las luces de un micro que cruza en direc-
ción contraria iluminan por un segundo la imagen que se
imprime en nuestras retinas, la mano de ella sosteniendo el
cetro con la firmeza satisfecha de una atleta olímpica.
Ambos seguimos manipulando con una sola mano, yo
la izquierda, ella la derecha. Fuera de eso, somos dos indi-
ferentes pasajeros que viajan bien sentaditos y sin mirar-
se. Eso es lo mejor, lo más excitante del asunto. Mi mano
izquierda es la más apta para el oficio del toqueteo; como
desde los diez años llevo muy largas las uñas de mi mano
derecha (necesidades de guitarrista) y las endurezco con
esmaltes y calcio hasta convertirlas casi en armas blancas,
tuve que desarrollar una notable habilidad con la otra. Y
ella tiene una mano derecha fuerte y áspera, acostumbra-
da (¡y qué bien se siente!) al trabajo manual.
En menos de diez minutos estaremos llegando a des-
tino. No sólo mis dedos, hasta la palma de la mano tengo
empapada. El ronronear del motor es música hipnótica in-
terrumpida apenas por casi inaudibles flush y gluock del
chapoteo de los dedos. Ella sigue con su movimiento fir-
me y lento, arriba y abajo, aplicando una presión intensa.
Pero ahora ya no puede estarse del todo quieta, frota un
poco las nalgas contra el asiento, eleva apenas la pelvis en
una tensión deliciosa. Afirmándome con dos dedos bien
adentro de ella, busco con un tercero entre sus nalgas; es
el dedo del anillo, y busca ponerse de anillo todo su culo.
Toda la zona está tan mojada que mi anular no encuentra
mucha resistencia para penetrar profundamente.
Estamos bajando de la autopista. Ahora ella pone su
mano izquierda sobre la mía para aumentar la presión de
mi palma sobre su clítoris y se ayuda con movimientos ha-
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cia arriba de los glúteos. Su mano derecha dejó de acari-
ciar arriba y abajo, y se agarra del tronco con firmeza casi
dolorosa, como sosteniéndose fuertemente para dejar ir el
resto de su cuerpo.
Y entonces comienzo a sentir marcadas contracciones
musculares alrededor de mi dedo anular, que preceden a
una convulsión violenta que la hace cerrar las piernas con
un movimiento seco de compuerta de hierro y levantar un
poco el culo del asiento inclinándose hacia mi lado. Se
muerde los labios tratando de no emitir sonidos, y su ex-
presión es como de angustia.
Esto dura unos pocos segundos, y entonces se afloja de
golpe. El tema es que mis dedos siguen dentro de ella, dos
adelante y uno atrás. Los voy retirando suavemente, sintien-
do pequeños reflejos musculares a medida que salen. Ella si-
gue sin soltarme. En el momento de la convulsión, casi me
la arranca. Ahora la sostiene aún con firmeza, pero con más
suavidad. Me mira por primera vez a los ojos, y luego baja
la cabeza y se la mete en la boca. La mueve un poco aden-
tro, siento el calor y la lengua y la saliva, y entonces la hun-
de hasta la garganta y la va dejando salir despacio, hasta sol-
tarla con un sonidito de ventosa de sus labios.
Luego comienza a acomodarse las ropas. Lo mismo ha-
go yo. Estamos subiendo por Entre Ríos, cruzamos frente al
Congreso, doblamos por Bartolomé Mitre y llegamos a la
playa de estacionamiento que hace las veces de estación ter-
minal. Como los otros seis pasajeros, comenzamos a descen-
der en silencio. Al bajar me aparto un poco y enciendo un
cigarrillo, para darle tiempo a ella, para que se vea libre de
hacer lo que sienta. Cuando vuelvo a levantar la cabeza la
veo ya saliendo del estacionamiento. Dobla para el lado de
Rodríguez Peña. Perfecto, yo tengo que ir hacia Callao.
Un pequeño momento pornográfico en su vida aburri-
da y frustrante. ¿Por qué no? Todos soñamos con pelícu-
las. No tiene nada de malo ejercer una de vez en cuando.
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Decir “¡Siga a ese auto!” o “Tócala de nuevo...”, o la esceni-
ta porno casual en un baño, un micro o un tren desligándo-
se por un ratito de la obligación de “hacer el amor”.
Si la verdad es que, aunque las mujercitas modernas,
educadas y correctamente feministas se escandalicen y lo
nieguen a los gritos, la idea de sexo de todo el mundo es la
pornografía. Pueden hablar hasta el hartazgo del afecto y la
comunicación, de que la mujer es toda una entera zona eró-
gena, pero la imagen ideal que tienen grabada a fuego en el
cerebro por décadas de pornografía mezclada con represión
judeocristiana es un tipo bombeándolas a velocidad duran-
te al menos media hora sin respirar. No existe una sola mu-
jer que, de poder elegir, no se quedaría con esa alternativa:
el hombre porno star. Que te diga que te ama, también, pe-
ro que sea capaz de esa performance. Que pueda hacer que
se le ponga dura antes de que ella siquiera la roce, que la
mantenga dura todo el tiempo mientras besa y acaricia el
cuerpo de ella durante media hora, y que así dura e inmu-
table se la ponga entre las piernas, sonría y la penetre ini-
ciando la media hora ininterrumpida de taladro hidráulico
en quinta velocidad. Siempre nos vendieron que esa des-
cripción corresponde al imaginario masculino, pero hay una
falacia flagrante en eso. Es como decir que a los hombres les
gusta el vino: es cierto, pero no implica que a las mujeres
no. Y el asunto no se puede tapar simplemente apelando a
esa frase estúpida, “hacer el amor”, esa hipocresía católica.
Prefiero mil veces el “have sex” de los americanos, mucho
más sincero, casi ajeno, honesto: las personas se aman o no
se aman, y además tienen sexo (incluso con sus cónyuges).
Si el sexo es “hacer el amor”, ¿qué mierda es todo lo demás,
esos infinitos universos que se deben sobrellevar entre dos
personas que se aman? El lenguaje condiciona de tal forma
que ni se dan cuenta de que decir que el sexo es “hacer el
amor” es afirmar lo que se supone que están negando: que
el amor es sólo sexo. Típico resultado ambiguo de una vi-
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sión hipócrita. Típicamente femenino, además: la afirma-
ción por la negación. No importa lo que escuchen en la te-
le, lo que lean en Cosmo y lo que comenten con las compa-
ñeras de oficina: la verdad es esta. Así que, muchacha: si de
verdad creés que el amor es esa compleja interrelación de
universos que se generan y estallan cíclicamente entre dos
personas, entonces no llames “hacer el amor” al sexo. Dale
al César lo que es del César, como a las compañeras de comby
hay que darles lo que quieren recibir.

Merlina K. en el contestador:
“¡Nejed, ¿dónde carajo te metiste?! Llamame, no importa
la hora que llegues. El juez ordenó los exámenes de ADN. Ma-
ñana temprano tenemos que presentar el escrito negándonos. Ya
hablé con los abogados de Federico. ¡Llamame!”.
Hay momentos en que todo este asunto me parece tan
ajeno... Me cuesta relacionarlo conmigo, me niego a ha-
cerlo. Pero el sonido del teléfono me lo trae de vuelta. De-
be ser Merlina.
“Hola... ¿Cómo estás?”.
Andrea.
“Mi vieja me dijo que la otra noche pasaste por acá...”.
“¿Te dijo eso? A mí me dijo otras cosas. Una serie de deli-
rios mierdosos que supuestamente vos le contaste sobre mí”.
“Sí, bueno, eso... olvidate, mirá, yo...”.
“¿Que me olvide? ¡Me amenazó con denunciarme por haber-
te golpeado! ¿Qué carajo te pasa, Andrea, te volviste loca?”.
“No, bueno, es que... no sé, supongo que interpretaron mal
alguna cosa que les conté, y...”.
“...y no hiciste un gran esfuerzo por aclararlo”.
“No me trates mal. Yo nunca quise que hubiera cosas feas
entre nosotros. Está bien, por ahí dije alguna estupidez medio
confusa, pero entendeme, todo esto fue muy duro para mí... Vos
tendrías que entender...”.
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“Entenderlas es casi la única relación que tengo con las per-
sonas. Lo cual me tiene harto. Y en cuanto a si fue duro o no...
te recuerdo que vos te fuiste. Así que, a llorar a la iglesia”.
“Está bien, puedo entender esa carga agresiva en vos, pero
pensá que...”.
“Pará, Andrea. Lo último que quiero es que ahora empieces
a entenderme. Simplemente, dejame de joder”.
“¿Y entonces por qué pasaste por mi casa?”.
“¡Para recuperar mi Glenlivet! ¡Esa botella se convirtió en
un asunto personal para mí! ¡Decile a tus viejos que, así como
ellos me quieren denunciar por tu testimonio de mujer golpeada,
yo les voy a meter una demanda judicial y voy a recuperar la te-
nencia legal del Glenlivet! ¡Quedan advertidos! ¡Chau!”.
El golpe con el que corto casi acaba con el pobre telé-
fono, pero es tan, tan liberador... Qué importa que Andrea
se quede pensando en entender mi carga agresiva... Ya no
voy a tener que enterarme del resultado de ese análisis.
Tati, maldita seas, ¿por qué no te quedaste conmigo
para siempre? ¿Por qué no cruzaste la última línea y te
quedaste fuera del tiempo y el deber ser, conmigo?
¡Teléfono otra vez!
“¡Te dije que me dejaras de joder!”.
“¿Por qué, decidiste hacerte el ADN a través de la obra so-
cial de Argentores4?”.
“Ah, Merlina... Perdoname...”.
“Todo bien. Es obvio que eso se lo estabas diciendo a otra”.
“Es obvio, ¿no? Es obvio que suelo estar a destiempo con las
mujeres”.
“En lo que respecta a mí puedo certificarlo. Pero ya habla-
remos de eso en otro momento”.
Cuántas cuentas sin saldar, mierda. Necesito contratar
una auditoría kármica, si es que tal cosa existe.

4 “Sociedad General de Autores de la Argentina”


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143
“Ahora el asunto es salvarte, no hundirte más”, y se ríe con
la risa de Baal Shem Tov, como mínimo. “Oíme, ya tengo
listo el escrito. Encontrémonos mañana a las ocho en el bar de la
esquina del juzgado, así te pongo al tanto de todo”.
Mi hermosa princesita judía... No sabés cuánto bien
me hace que en estas horas hagas surgir tu muy oculto cos-
tado de futura idische mame y me protejas y me resuelvas to-
do. Tu nejed te adora.
A destiempo, sí. A destiempo. Y no me quejaría, ju-
ro que no, si no fuera porque por eso no estás acá conmi-
go, Tatiana. Yo te amaba tanto, tanto... Ya sé que lo que
te pedía era que te despojaras de todo proyecto incondi-
cionalmente y a cambio de nada, pero, ¿qué podía hacer?
Vos sabías que yo había cruzado la línea hacía rato, y
desde el otro lado no se vuelve. Se puede sonreír, conver-
sar y hasta “hacer el amor”, pero siempre está la cortina
invisible que te impide volver a cruzar la línea de regre-
so a los proyectos, la convivencia social y el tiempo com-
partido.
Si, ya sé, amor, ya lo sé. Ya sé que con que sólo te hu-
biese empujado un poquito, hubieras dejado todo y salta-
do hacia el otro lado conmigo. Pero vos también sabés,
porque nadie me descifró como vos: sabés que mi peque-
ña almita cobarde no se animó a cargar con ese peso. Por-
que yo no salté del otro lado en un heroico acto de arrojo.
Al revés: durante muchos años luché por evitar ese salto.
En realidad, siempre me tuve miedo.
Pero un día, sin quererlo, ya estaba del otro lado. Y
vos no, y eso es todo. ¿Cómo querés que no me convierta
en este payaso peligroso, insalubre, en esta maldición que
sonríe? ¿Qué puede importarme nadie que habite este
mundo árido que logró quedarse con lo más mío?
Claro que quiero que lo paguen. Por supuesto. Hasta
el último día. Me voy a morir masticando mi venganza se-
creta e interminable.
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Irwin Allen y ABC
presentan
a James Darren y Robert Colbert en...

Escena 29
EXT – BAR – DÍA

TONY Y DOUG CONVERSAN


MIENTRAS BEBEN CERVEZA.
EL VIDEOGRAPH PONE:
BUENOS AIRES, ARGENTINA.
AÑO 2000...

TONY
Me preocupás, negro. Es dema-
siado. No existe una mina
así. Tatiana no puede ser
perfecta. Algo le tiene que
faltar. Algo, no sé...

DOUG
(INTERRUMPIENDO) Conoció per-
sonalmente a Roger Corman.
Estuvo una vez con él.
TONY ACUSA EL GOLPE.
TRATA DE RECOMPONERSE.
TRAS UNA PAUSA:
TONY
Está bien. Lo acepto. Es per-
fecta. Es un ser mitológico.
AMBOS QUEDAN
PENSATIVOS. CORTE.

“Qué cara tenés, nejed...”.


“Apagué la tele a las seis de la mañana. Tenía mucho vene-
no para limpiar”.
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145
“¿Y lo lograste?”.
“Sí. Tuve suerte, porque enganché una seguidilla de antídotos
de los mejores. Parece que el Ángel Desintoxicador hubiera progra-
mado especialmente para mí: Peter Cushing, Seinfeld, Jimmy Ste-
wart, Rod Taylor... Bueno, ¿dónde tengo que firmar?”.
“Pará, al menos dejame leerte el escrito...”.
“Como quieras. ¿El de Federico dice lo mismo?”.
“Sí, pero... es raro, ¿sabés?, me acaba de llamar su abo-
gado. Dice que se le complicaron un par de cosas, así que van
a venir cerca del mediodía”.
“¿Eso nos complica en algo a nosotros?”.
“Creo que no, pero esperá...”.
Busca un número, lo marca en el celular.
“Hola, qué tal. Soy Merlina... Sí, claro, con él, ¿con quién
voy a querer hablar?”.
Espera. Me hace una sonrisita rara...
“Hola, ¿cómo estás? Sí, estamos acá... No, el tema es que...”.
...y se para y se aleja un poco.
¿Qué está pasando acá? Tu quoque, filia mii!5
Tengo demasiado sueño como para pensar. Simplemen-
te debe estar consultando algo con alguien del estudio don-
de trabaja. Excepto que yo aproveche que se alejó para
echarle un somnífero en el café, y cuando se duerma le sa-
que la máscara que lleva y descubra que Merlina en realidad
es el padre de Andrea que se confabuló con Federico para
hundirme. La máscara no disimularía la diferencia entre los
cuerpos, pero cosas así sucedían en “Misión Imposible” y yo
me las creía. Tenía ocho o nueve años, ya sé, pero... Bueno,
igual no traje polvo somnífero escondido en el anillo. Ni si-
quiera uso anillo. Estoy librado a la suerte. Y borracho de
sueño. ¿Es posible que el Senado esté conspirando contra
mí? Quousque tandem abutere, Merlina, patientia nostra?6

5 “¿Tú también, hija mía?” (Julio Cesar)


6 “¿Hasta cuando, Catilina (Merlina), abusarás de nuestra paciencia?”
(Marco Tulio Cicerón)
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El consultorio de reiki de Lil tiene una vieja puerta de


madera a la calle, que al abrirse da a una escalera que des-
ciende. Junto a esta puerta hay un ventanuco apaisado que
constituye la única oportunidad de que entre algo de aire
al consultorio, cuyo techo es el piso de la casa que está en-
cima, a la altura normal de cualquier casa de la calle, y que
tiene también una puerta de madera, idéntica a la del con-
sultorio y pegada a esta.
El lugar en sí, una especie de gran sótano o basement,
no tendría nada de muy particular si no fuese por esa
puerta a la calle. Es absurdo que una puerta normal dé a
una escalera descendente. Tiene incluso su propia nume-
ración: podés escribir una carta con la dirección exacta del
basement. Es decir que hasta algún funcionario del catastro
municipal, sesenta o setenta años atrás, estuvo implicado
y avaló este absurdo.
Me abre un ser transparente y etéreo, como una libé-
lula de nylon y caramelo. Es imposible determinar su se-
xo, si es que tiene alguno.
“Hola. Soy...”.
“Ya sé quién sos. Entrá...”, dice volviéndose para bajar
la escalera. En el momento del giro en que debería ver su
perfil, lo/la pierdo de vista; y enseguida vuelve a materia-
lizarse ya de espaldas. Es como una lámina facetada, una
silueta recortada en papel crêpe. De hecho, todo el tiempo
tiembla como una hoja.
Abajo, sentado en una silla contra la pared debajo del
póster de un colorido mandala, hay una especie de Boris
Karloff con el exacto aspecto que tendría hoy. Es como la
estatua de barro de un dios menor olvidada por siglos en
la puerta de un templo sepultado por la vegetación de la
selva.
“¿Lil compró algún ropero antiguo y este venía adentro?”.
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La libélula no registra mis palabras. Se sienta en posi-
ción de loto en el piso, ante un pequeño caldero del que
va sacando distintos trozos de carbón aromático que pasa
delante de su nariz y devuelve al fuego... sin más pinzas
que sus dedos. Mejor paso a la salita de prácticas.
Es un habitáculo de tres por dos armado con un par de
paneles de fibra contra uno de los rincones del basement.
Jorge está boca arriba sobre la camilla, desnudo, con los
ojos cerrados y en total relajación, si descontamos la erec-
ción casi insultante que presenta. Lil va haciendo pases de
reiki con las manos por encima de todo su cuerpo sin to-
carlo, concentrada, emitiendo un constante zumbido muy
grave, como un do de violoncello a mitad de camino en-
tre el canto gutural de los monjes tibetanos y el ronroneo
excitado de una gata callejera a punto de ser servida.
Observando un poco mejor —ya que ni repararon en
mí—, en realidad el rostro de Jorge también parece estar
en tensión. Lil sigue unos momentos más con esas mani-
pulaciones sin contacto, y luego se para por detrás de la
cabeza de Jorge y le apoya apenas las palmas ahuecadas so-
bre los ojos. Treinta o cuarenta segundos después, veo con
asombro que algo parece surgir de repente junto a la co-
misura izquierda de los labios de Jorge.
Es una protuberancia roja, de un centímetro de diá-
metro, que en unos pocos segundos se elevó otro tanto.
Fue alucinante ver esa generación espontánea y su creci-
miento súbito, pero el asunto no termina allí: ahora la ci-
ma del extraño forúnculo se corona con una jorobita blan-
ca y compacta, tensa y fibrosa. Temo una explosión de
pus, así que mejor los espero afuera.
Quince segundos después de salir, oigo la voz de Lil:
“No, pará... En serio... Ahora no... ¡Ahora no!”.
Quince segundos después, Jorge sale.
Se queda parado con solamente su pantalón, las plumas
todas revueltas en la cabeza, y el forúnculo espontáneo e in-
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creíble que sigue ahí. Cuando me ve, levanta las dos manos
a la altura de los hombros y con los dedos apuntando hacia
mí las mueve como dos picos de pato disparando a repeti-
ción, mientras me dice con su sonrisa de tiburón de Walt
Disney:
“¿Por qué sabemos que el cuenco es útil? ¿Por la forma de
su contorno? ¿Por su decoración?”.
“No. Lo que es útil en el cuenco es el vacío en su interior”.
“Exacto. Pero, ¿cuándo es realmente útil ese vacío?”.
“Es útil por ser vacío, pero es en su no-ser cuando realmente
se realiza”.
“¡Exacto!”, y los patitos de sus manos festejan. “El va-
cío es realmente útil cuando deja de serlo, cuando se llena. Eso era
todo lo que yo pretendía: rellenar el cuenco”. Y se encoge de
hombros levantando una ceja con ácida resignación.
Lil sale del habitáculo frotándose las manos con algún
aceite esencial que llena el aire de emanaciones marinas
(con lo bueno y lo malo que eso puede tener). La libélula
de caramelo va hacia ella con su irreal liviandad.
“¿Tuvieron una sesión feliz?”.
“No sé”, dice Lil con uno de sus mohines, “Jorge tiene
un espesor energético muy poco dócil, es muy difícil de reacomo-
dar. Le falta entrega”.
“Si eso es una queja, yo podría hacer la misma”, acota
Jorge.
“Tu problema es el primitivismo, ya se sabe...”. Jorge me
mira aprobando con una inclinación de su cabeza, quizá
ayudada por el peso del forúnculo. Lil, en cambio, me mi-
ra con una amorosa desaprobación. Va a decir algo, pero
de pronto la libélula comienza a lloriquear mientras trata
de dominar su mano derecha con la otra mano. Lil se vuel-
ve hacia él/ella con un gesto de angustia.
“Tranquilo, tranquilo...”, le dice, con lo cual me entero
de que la libélula pertenece o perteneció alguna vez al gé-
nero masculino. “Buscá tu centro. Buscá tu centro...”.
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Pero el libélula está desbordado. Su mano derecha pa-
rece haberse declarado en rebeldía y actúa por su propia
cuenta. De pronto se dispara hacia arriba haciendo elevar
con su impulso el cuerpito desarticulado, que enseguida
cae de mala manera sobre la columna vertebral. Antes de
que la libélulo pueda enderezarse, su mano derecha le
aplica dos tremendos y sonoros puñetazos que le hacen
rebotar la nuca en el piso. Y enseguida se le lanza por en-
cima del torso hacia el hombro opuesto y velozmente ha-
cia el lado contrario, hasta un total de cuatro latigazos en
el piso de cada lado.
El libélula grita de dolor entre su llanto, como un tor-
turado de la Inquisición. Lil logra salir del horror que la
embotaba y chilla:
“¡Hace algo, Jorge!”.
Quizá viendo en la acción una posibilidad de descar-
garse, Jorge salta encima de la libélula aplastándole el pe-
cho con su culo y le inmoviliza la mano subversiva contra
el suelo. Pero, al menos en esa mano, el transparente
muestra la fuerza de un poseído.
“¡Ayudame!”, me grita Jorge. Entonces me paro con
ambos pies sobre la embrujada muñeca derecha del libé-
lulo mientras Jorge comienza a abofetear al derecho y al
revés ese rostro andrógino y crispado.
“¡Dejalo, animal, pará...!”, grita Lil sacándome de un
empujón y tomando a Jorge de los pelos con ambas manos
y tirándolo hacia un lado. El libélula pega un alarido y se
arrastra hasta abrazarse con todas sus fuerzas a las piernas
de Lil, que nos mira desencajada y bufando.
“Bueno, pero la mano loca se le calmó, ¿no?”, dice Jorge
aún desde el suelo.
Sin contestar, Lil intenta poner de pie al acaramelado,
aunque las piernitas le tiemblan tanto que es imposible. De
todas formas, como no debe pesar más de 25 kilos (“moja-
do”, acotaría Jorge), Lil lo va llevando medio en vilo hacia
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el rincón donde Boris Karloff sigue sin mover un músculo.
Quizá realmente sea de terracota.
“Tranquilo... Tranquilo... Quedate un momento acá, con el
abuelo... Buscá tu centro... Pensá sólo en las palabras del Señor:
Nam-miojo-rengue-kio... Nam-miojo...”.
La libélula queda sentado en el suelo con los brazos y
la cabeza colgando encima de las piernas de Boris Karloff,
que en cuanto Lil se vuelve hacia nosotros da su primera
prueba de que no es una estatua de barro: se raja un sono-
ro pedo.
Lil, cuyos oídos probablemente tengan algún sistema
que le impide registrar sonidos inadecuados como la cor-
neta de Karloff, se nos acerca con expresión de misionera
agotada durante un brote de peste, y espera pacientemen-
te que sequemos nuestras lágrimas de risa. Soy el primero
en recuperar el habla, así que mientras Jorge trata de em-
bocarse su remera pregunto:
“¿Se podría saber qué fue lo que acabamos de ver?”.
“Lali es como un hermano para mí”, dice Lil mientras con
tanta delicadeza como decisión nos va llevando hacia la es-
calera y comienza a subir tras nosotros. “Lo que vieron es
parte de las consecuencias de una lucha que comenzamos hace una
semana para sacarlo de su adicción a las drogas”.
“Nunca oí que el síndrome de abstinencia independizara la
motricidad de una mano...”.
“Esa es una forma, entre muchas, de expresar su desequili-
brio energético. Estamos intentando una desintoxicación desde la
esencia misma de su angustia. No queremos apelar ni a la agre-
sividad alopática, ni a los reemplazos adictivos como las granjas
evangélicas, que te sacan de la droga anulando tu ser esencial”.
“A Lali no le queda demasiado ser para anular. ¿No pensas-
te en psiquiatras y nutricionistas? Es una buena combinación”.
“No me entendés, parece. Ya te dije que lo vamos a hacer a
nuestra manera. A través de la purificación ayurvédica, del re-
acondicionamiento energético mediante el reiki, y el poder sana-
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dor de la oración y la meditación. Si hay una salida verdadera,
es por el camino de la verdad”.
La torpeza de la frase me tranquiliza porque me hace
pensar que todo el speech era broma. Pero no. Ya en la
puerta, Lil sigue tan seria y sentidamente como venía:
“Aunque sé que va a ser un camino muy difícil. Luchamos
contra el peor de los enemigos, el flagelo más poderoso de este mun-
do consumista. ¿Hay acaso un vicio peor que la droga?”.
Sí, Lil. La vida.

La luz del mediodía sobre la avenida Directorio sigue


pareciéndonos tan cálida y amiga como cuando alumbra-
ba nuestra infancia. Caminamos un par de cuadras en si-
lencio. El semáforo de Puán nos detiene, y entonces digo:
“Es mucho, ¿no es cierto?”.
“Sí”, asiente Jorge. “Hasta para mí... es mucho”.
Y con esas palabras como epitafio, queda sepultado el
enamoramiento de mi amigo.

Llevo tres horas escribiendo en “Sócrates”, en la esqui-


na de la facultad de Filosofía y Letras. Jorge compartió
una pizza conmigo y se fue a su casa a remasterizar el pri-
mer disco de los Beach Boys.

Diccionario Jorge: “Remasterizar”: acción de


volver a escuchar un disco luego de años pero
ahora bajo los efectos de la marihuana.

“Sócrates” es uno de los tantos bares de Caballito que


frecuentamos desde encarnaciones anteriores. Era una piz-
zería de barrio que se llamaba “Antonito IV”, aunque nun-
ca supimos la localización del I, el II y el III. El edificio de
casi una manzana que ahora ocupa la facultad era por en-
tonces una fábrica de cigarrillos. Curiosamente, cuando te-
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nía diez años empecé a fumar escondido tras las tapias con
que habían rodeado la fábrica cuando le reformaron el fren-
te. Muchos años después, cuando comenzó la era de las fu-
siones empresariales, la fábrica se trasladó a la planta de sus
nuevos socios en los suburbios de Buenos Aires, y entonces
mudaron aquí la facultad y “Antonito” dejó paso a este bar
universitario.
Tres horas de escribir es, en estos últimos tiempos,
una orgía. Casi bendigo la interrupción.
“Noroc! Ce mai faci?”, grita sin piedad Irina desde la
puerta de Puán, como si supusiera que si entra callada na-
die va a reparar en ella. Todas las cabezas se vuelven hacia
su increíble humanidad que avanza sonriente hacia mi
mesa destartalándolo todo a su alrededor.
Los estudiantes y los vendedores de telefonía móvil o
medicina prepaga se aferran a sus sillas o se sostienen en-
tre ellos tratando de que el oleaje que se levanta al paso de
Irina no los arroje contra la barra o las vidrieras. Todos los
inmigrantes rumanos que alguna vez llegaron a este país
están contenidos dentro de su cuerpo colosal y aún sobra
lugar para construir una iglesia ortodoxa con sus pinturas
murales exteriores. Es una suerte de Gargamella transilva-
na a la que le bastaría mear en una esquina para anegar las
calles de Buenos Aires y que perezcan por ahogamiento
todas las tribus urbanas desde Liniers hasta Catedral.
Si se para delante de vos, produce un eclipse. Girando
por su cadera hacia la derecha, aparecés en China.
Y es una de las personas más sabias que conocí en mi
vida.
“¡Al fin nos vemos! ¡Te dejé como diez mensajes desde que
vi en las librerías tu libro sobre Vlad Tepes! ¿Por qué no me
llamaste?”.
“Justamente por eso: porque temía que hubieras visto el li-
bro”, contesto en cuanto pasa el sismo que sobrevino cuan-
do se sentó a mi mesa.
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“¿Y también fue por eso que ni tuviste la delicadeza de ha-
cerme llegar un ejemplar?”.
“Tenía la vaga esperanza de que nunca lo leyeras, es cierto...”.
¿Cómo no voy a temer que Irina lea mis delirantes
elucubraciones sobre un personaje que ella conoce más
que a sí misma? Nadie sabe tanto de la historia europea
como ella, pero en lo que hace a Rumania y Vlad sus co-
nocimientos son sencillamente absolutos. ¿Con qué cara
le muestro mi pobre boceto donde los enormes agujeros
que el rigor no cubrió fueron remendados con poesía y
ocurrencias caprichosas?
“Pues sos un tarado, esa es la verdad. ¿De qué tenés mie-
do? En tu texto no hay ningún error histórico, porque te cuidas-
te de no mencionar más datos que los mínimos e imprescindibles.
Y el resto es una deliciosa zambullida en el misterio de la con-
dición humana. Pocas veces vi a alguien percibir tan sutilmen-
te el alma de Vlad o intuir tanto el secreto indescifrable que se
esconde detrás de lo que mis imbéciles colegas universitarios sólo
definen como ‘crueldad’. Sos el más digno hijo de Drácula que
he conocido...”.
Si todavía me quedara algo más que vísceras entre pe-
cho y espalda, me echaría a llorar. Quisiera decirle a Irina
que se equivoca, pero eso es imposible, ella nunca se equi-
voca. Quisiera entonces decirle que fue sin querer, que só-
lo me dejé llevar por la fascinación, que no fue más que
una impertinencia de mi parte el meterme con el alma de
Vlad. Y que nadie, jamás, me concedió un honor semejan-
te o ligeramente comparable a que ella, la que tiene a to-
da Rumania en su memoria, me conceda ese título mara-
villoso, el de hijo espiritual de Drácula.
El hijo de Drácula que escribe para los mendigos de
las plazas de Roma. Ok, mi vida no fue tan inútil como
a veces me parece.
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Luego de media hora de conversación sigo embobado
con el recuerdo del increíble elogio de Irina. Pero cesa mi
goce de repente cuando las veo entrar a ellas, bras dessous-
bras dessous. Alma y Majo. Dos soles esplendentes. Que,
sin embargo, de pronto oscurecen toda esperanza de su-
pervivencia para la tranquilidad que quería en mi vida por
estos días.
Por alguna retorcida razón, mi mentecita no había he-
cho esa cuenta tan simple: Majo estudia Letras, Alma em-
pezó la carrera de Historia; ergo, van a la misma facultad.
Irina sigue la dirección de mi atónita mirada, las ve
acercarse sonrientes, y vuelve a mirarme con crueldad
rumana.
“¿Cuál es tu novia y cuál tu hija?”.
“Lo de ‘novia’ quizá sea algo inexacto, pero igual... ¿cómo
supiste?”.
“Sólo sabía que tenías una hija estudiando acá. El resto me
lo dijo tu cara”.
“Hola, pá, ¿qué hacés acá?”.
“Nada, hablaba un rato con Irina. ¿Se conocen?”.
“Claro que la conozco”, dice Alma. “El próximo cuatri-
mestre va a ser mi profesora. Estoy super ansiosa por empezar con
su materia. Aunque ahora que sabe que soy tu hija... me va a
tener en mal concepto ya de entrada”.
“Bueno, así como sos su hija, tendrás una madre. Confío en
que esa influencia haya primado sobre la paterna”.
“Mh, no estoy segura...”, contesta Alma riendo y echán-
dome una mirada de dulce complicidad. Entonces se sien-
ta junto a Irina. Empieza a apabullarla con preguntas. Iri-
na es todo un mito en la facultad. Majo y yo quedamos
casi en otra dimensión del espacio. Ideal para murmurar.
“Me cruzó en la escalera y se me colgó del brazo. Creo que la
intención era investigarme. No sabés qué alivio sentí cuando vi
que estabas acá. Fue como un milagro. ¿Te imaginás mi terror
cuando imaginaba que iba a tomar algo a solas con tu hija?”.
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Con esto Majo logra hacerme sentir culpable. La ha-
bía prejuzgado. Cuando la vi aparecer del brazo con Alma,
pensé que luego de dormir una noche en mi cama ya ha-
bía tirado a la mierda esas ideas sobre la discreción y el no
mezclar todo enseguida, y se había abandonado gozosa al
tendido de redes y a la manía femenina del control (rela-
ción, proyecto y lo que ya sabemos).
Pero parece que mi loquita del pubis violeta es con-
fiable. Qué alivio.
Aunque su siguiente frase es:
“¿Qué hacés ahora? ¿Vas para casa?”.
¿Qué carajo quiere decir con “casa”? Esto está lleno de
estudiantes y profesores de Filosofía. Puedo llamar a un se-
minario espontáneo de bar, como está de moda en Francia,
para debatir el concepto.

Ocho de la noche. Merlina K. debe estar saliendo del


estudio. Quedamos en que la esperaría en el restaurante
japonés de la galería Pacífico.
Llega con cara de cansada, el pelo recogido y una ca-
misa blanca suelta sobre el pantalón con todos los botones
sobre el pecho abiertos. Alguien debería explicarle que,
así como un mecánico puede olvidarse una pinza en el mo-
tor de un auto pero un cirujano no puede dejarse una den-
tro de un abdomen, así una mujer cualquiera puede des-
cuidarse y salir toda desabrochada pero en Merlina eso
constituye negligencia criminal.
Pero no me da tiempo de disfrutar, porque ya antes de
sentarse me dispara:
“Federico nos traicionó”.
“¿Qué...?”.
“Aceptó hacerse el ADN. Por eso esta mañana no vinieron
a encontrarse con nosotros. Fue una maniobra para dejarte pega-
do a vos”.
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“No puedo creerlo... Pero, de todos modos, ¿no me dijiste que
negarme al examen no prueba nada en mi contra?”.
“Como parte de una estrategia común en la que ambos se ne-
gaban. Pero él aceptó... lo cual hace sospechosa tu negativa”.
“¿Y con qué sentido hace eso? El pelotudo sabe perfectamen-
te que soy tan inocente como él. ¿Qué gana embarrándome?”.
“No es cosa de él, obviamente fue idea de sus abogados. Y
responde a una estrategia para sacarlo rápido del asunto. Exito-
sa, podría asegurarte. El juez, con esto, se saca a Federico de la
cabeza. Sólo en el remoto caso de que el ADN lo incriminase, el
juez volvería a fijarse en él; y sólo para arrestarlo”.
“Entiendo. Es cierto, así él queda afuera...”.
“...y las miradas caen todas sobre vos”.
Sí. Hasta el japonés detrás de la caja del restaurante me
mira acusadoramente. El universo entero es un enorme ojo
de neón y gelatinas rojas que se dispone a caer sobre mí y
aplastarme. ¿Cómo puede haberse puesto todo de cabeza?
“Pero escuchame, Merlina, ¿y si simplemente voy y me hago
el análisis? ¿No haríamos volver todo a foja cero, como dicen los
abogados?”.
“Supongo que sí. Pero no vamos a decidir nada precipitada-
mente. Justo ahora voy a hacer una consulta. Mañana te llamo
temprano para decirte qué hacemos”.
“¿Una consulta ahora? ¿No se fue ya toda la gente de tu
estudio?”.
“No es del estudio, es... alguien. Vos quedate tranquilo, yo
me ocupo... Acompañame, que me tomo un taxi...”.
Y un momento después me quedo parado solo frente
a la Plaza San Martín, perplejo y anulado. Hasta antes de
la traición de Federico las cosas eran absurdas, ajenas y
molestas. Ahora estoy al borde de verme sumergido y
atrapado por uno de los principios básicos de la Justicia de
este país: uno es culpable hasta que se demuestre lo con-
trario... y rogá que se demuestre.
Con ADN o no, la semana que viene huyo a Europa.
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Sorpresa, sorpresa. Llego a casa y Majo ya está ahí (el


patiecito, again), intentando sin el mínimo éxito resolver
una salsa de cuatro quesos. Pero no es todo: hay visitas.
Rolando y Mónica. Ellos me adoran, me consideran un
amigo “especial”. Yo ni siquiera termino de entender có-
mo dejo entrar a mi casa a personas con esos nombres. Y
Majo como anfitriona.
“Les serví algo para tomar, espero que no te moleste. No po-
día dejarlos esperándote en seco”, murmura cuando la saludo.
Sonrío como puedo y giro otra vez hacia la parejita fe-
liz. Rolando vuelve a abrazarme.
“¿Cómo andás, loquito lindo?”, y me guiña un ojo como
aprobando a Majo.
“Teníamos muchas ganas de verte”, dice Mónica. “Hablába-
mos de eso con Roli, y entonces nos dijimos: ‘¿Por qué no ahora mis-
mo? ¿A qué esperar? Vamos y lo invitamos a cenar’. Y acá estamos”.
Lo que es la vida de los aventureros...
“Andá, por mí no hay ningún problema”, dice Majo. “To-
tal, mi proyecto de ravioles a los cuatro quesos es un mamarra-
cho, así que...”.
“No creo que nada sea terminal. Todo puede salvarse. Permi-
so...”, digo yendo hacia la cocina. Voy a rescatar esa salsa a
toda costa. Siempre será mejor que cualquier restaurante
con “Moni” y “Roli”.
“Yo te ayudo...”. Mónica a la cocina. Majo sola con Ro-
lando. Muy bien, así aprenderá a no ser amable con descono-
cidos de nombres setentistas. Y yo debo aprender también:
a cerrar la puerta con llave cuando me voy, para que no se
pueda abrir desde adentro. Manos a la obra con la salsa.
“Es linda, ¿eh?”.
Ay, Mónica. Me preocupé de ser el primogénito para
no soportar a una hermana mayor. No es justo que deba
padecer tus sonrisas adultas.
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“Y es re-dulce. Mirá qué ternura: se ve que nunca hizo un
huevo frito, y sin embargo se lanzó a preparar un plato tan ela-
borado para esperarte con la sorpresa...”.
(Traducción: “¿Cuándo pensás dejarte de joder y sen-
tar cabeza? Mirá que los años pasan... ¿Te creés que siem-
pre te van a dar bola chicas jóvenes y lindas como esta? Ya
estás grande para la vida que llevás. Te lo digo por tu bien,
porque te quiero...”)
“Ay, qué divina: mirá, compró cuatro cajas de ravioles pa-
ra ustedes dos solitos. Se ve que no tiene idea...”.
(Traducción: “Bueno, claro que ella debe ser bastante
boludita, se cree que porque tiene las tetitas duras la vida
es joda, y está perdiendo el tiempo con un tipo con el que
no tiene ningún futuro. Y los años pasan...”)
Cómo me gustaría hacerme una cirugía de estos dos,
extirpármelos como dos tumores que estaban alojados en
mi tiempo, y arrojarlos sin biopsia al tacho de basura de su
felicidad conyugal. Pero siempre fui incapaz de decir algo
tan simple como: “Desaparezcan de mi vida”. No tengo
respeto por mi propio tiempo.
Con todo, los ravioles y el vino mejoran mi ánimo.
Los disfruto en paz y silencio, porque Rolando se ocupa de
contar nimiedades detalladas hasta el delirio acerca de
aquel mes que compartimos en Valeria del Mar hace diez
años, cuando yo acababa de separarme por tercera vez de
la madre de Alma y me había recluido en una casucha
frente al mar a no hacer ni pensar nada hasta limpiarme la
frustración, y en la única casita cercana estaban “Roli” y
“Moni”, ya dos treintones pasados, de luna de miel. Se de-
dicaron a darme de comer día y noche y a ocuparse del ma-
te y las facturas por la tarde. Esa “aventura” fue lo único
que hubo entre nosotros, y me costó una docena de visitas
insufribles durante la década siguiente.
Pero esta paz no puede durar toda la noche. En algún
momento, uno de ellos saldrá con una de esas frases de tar-
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jeta de aniversario, aleccionadoras acerca del valor de lo
sencillo en la vida, y yo no podré con mi genio y replica-
ré con alguna barrabasada corrosiva que...
“...y después de diez años juntos, con Roli siempre nos deci-
mos que hay una canción de Pablo Milanés que parece que la es-
cribió para nosotros. ¿Eh, Roli?”.
No puedo creerlo, pero “Roli” canturrea...
“A todo dices que sí, a nada digo que no, para poder
construir...”.
¡Y a dúo...!
“...esa tremenda armonía...”.
“¿Ves? Ese es el problema”, interrumpo.
“¿Qué?”, dice la pareja armónica al unísono. (En octa-
va, para ser más específico).
“Que ahí está el problema. Lo que pudrió todo fueron las
canciones de amor. Maleducan a la gente”.
“¿Vos entendés de qué habla, Roli?”, dice Mónica. Majo
ya se había desconectado a la altura de la mención a Pablo
Milanés, que a ella debe haberle sonado como Tiranosau-
rus Rex, así que se va a preparar café.
“Ya llevamos demasiadas generaciones deformadas por las
canciones de amor. Tienen un efecto nocivo, degenerativo. Todas
esas pequeñas historias de mierda donde las personas se mueren
por otra persona, o peor aún: amenazan al otro con que si la de-
jan se van a morir. Es denigrante...”.
“Ay, tenés cada idea vos...”.
“¿Yo? Las canciones de amor han producido generaciones
enteras de seres débiles, temerosos, sin voluntad ni decisión. ¿Qué
es eso de morirse porque el otro se hartó de vos? ¿Qué es eso de
arrastrarse a los pies de alguien porque sin él la vida no tiene
sentido? Es enfermizo. Según las canciones, el amor es cosa de
inútiles despersonalizados que enseguida pueden convertirse en
extorsionadores y un momento después en idiotas que no encuen-
tran el sentido de nada y al segundo siguiente hasta pueden ser
felices, a costa de asesinar todo sueño personal. Si creyera en la
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política, diría que las canciones de amor son instrumentos ma-
lignos del poder para mantener mansas, débiles y sometidas a las
masas. Pero ni siquiera ese status alcanzan: son cantos a la es-
tupidez a secas”.
Ya están más serios. Incómodos.
“Lo que pasa es que vos no podés concebir la armonía entre
dos seres”, dictamina Rolando.
“¿Armonía?”, digo con una risotada mientras Majo
vuelve con el café. “¡Nunca! Ese es el mayor engaño. ¡Que Dios
nunca me castigue con la armonía! El chiste está justamente en lo
contrario: en el conflicto. Sólo en el conflicto hay vida, creativi-
dad. Amor, si querés llamarlo así”.
Tomo a Majo de la cintura y la siento sobre mis ro-
dillas.
“Miren esto. ¿No se dan cuenta de que es algo irreconcilia-
ble? Somos totalmente diferentes, y lo distinto no se complementa.
Jamás. Lo de complementarse es la otra gran falacia del asunto.
Les prometieron que pueden encontrar a otro que es distinto pero
con el que se complementarán como las piezas de un jueguito de
bebé. ¡Les tomaron el pelo! Y lo más gracioso es que todo lo que
estoy diciendo es bueno. Es maravilloso, es genial. El juego de lo
distinto que no se complementa: eso es la vida...”.
“Qué sé yo, bueno... Es tarde, Roli, ¿vamos?”.
Lo logré de nuevo, hermanita mayor. Si la gran acti-
tud aventurera de haber salido de tu casa para invitarme a
cenar te hizo fantasear con que a la vuelta tendrías un or-
gasmito algo más sabroso, creo que te lo agrié con mi dis-
cursito anti-romanticismo. Buscate tus propias formas de
excitación, no me uses a mí para potenciar tus medidos re-
volcones en esas perfumadas sábanas con angelitos o flores
sobre las que dormís sin pena ni gloria.
“Vuelvan cuando quieran, ya saben. Cuando lo sientan...”.
Lo peor es que volverán. Con lo que les di tienen para
unos meses de reafirmarse el uno al otro en su senda armó-
nica, pero al cabo querrán venir por más. Bueno, quizá pa-
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ra entonces yo tenga la suerte de estar purgando una con-
dena por asesinato...
“¿No estuviste demasiado duro con ellos?”.
“No, Majo. Nunca es ‘demasiado’. Esta clase de gente tiene
más resistencia que las cucarachas”.
Quedó vino en mi copa. Enciendo otro cigarrillo. Ma-
jo vuelve a sentarse sobre mis piernas. Me acaricia unos
momentos la espalda antes de hablar.
“Por ahí la pregunta te suena rara, pero... ¿vos no te enojás
si me voy a dormir a casa, eh?”.
Ay, Majo, Majo, proyecto de mujer perfecta... Al fi-
nal va a llegar una noche en que voy a ser yo quien te
pida que te quedes.

Al fin una noticia que tiene sentido. El diario acaba


de iluminar mi resacoso mediodía. Quizá después de to-
do el mundo tenga aún alguna oportunidad de endere-
zarse. ¿No será que, con cuatro décadas de retraso, por
fin la Era de Acuario empieza a asomar en el horizonte?
Deja que entre el sol, así tengo mejor luz para releer es-
ta noticia maravillosa.
William Shatner viajará al espacio.
Sí. En una nave comercial, uno de esos proyectos yan-
quis pensados para multimillonarios que pueden pagarse
un tour a la estratósfera. Lógico, ¿qué mejor publicidad
que anotar a Shatner para uno de esos vuelos? ¿Quién no
confiaría en una nave donde viaja el mismísimo Capitán
Kirk? Y por el mismo precio, en ese vuelo irá también
Gene Simmons, el de Kiss.
Es conmovedor: ¡William Shatner en una verdadera na-
ve espacial! Ya puedo ver a Mr. Spock en la rampa de des-
pegue, agitando un pañuelito para despedir a su capitán
que parte hacia una real aventura. Shatner lo observa desde
la cabina de mando con esa sonrisa perfecta de quien colmó
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todos los sueños posibles de varias generaciones, mientras
Gene Simmons saca la lengua a los fans que fueron a despe-
dirlo con las caras pintadas. Diez, nueve, ocho, siete... La
humanidad entera corea el conteo regresivo, porque es real-
mente un Nuevo Mundo lo que se apresta a despegar.
¡Te amo, Capitán Kirk! ¡Todos te amamos! ¡Tu pequeño
paso es el gran paso para el definitivo despegue de la huma-
nidad! ¡La Era de la Imaginación ha llegado, triunfante y de-
finitiva! ¡Love, Kirk! ¡Toda la Tierra es tu nave, toda la hu-
manidad es tu amada tripulación! ¡Hasta la victoria siempre!
(Ah, y cuando regreses a la Tierra podrías grabar otro
disco, porque el último —con tus 73 años encima— estu-
vo buenísimo).

“La idea es esta: hacemos un análisis de ADN en forma


particular y lo presentamos como un aporte a la causa. Hoy me-
temos un escrito donde le informamos al juez esto que vamos a ha-
cer, le solicitamos que sea pertinente a la causa y cosas así. Nues-
tro resultado va a estar listo muchísimo antes que el de Federico,
porque sabés bien qué largos se hacen los procedimientos por la vía
judicial. ¿Entendés?”.
“Perfectamente. Le estamos dando vuelta la jugada a Fede-
rico. Me salgo del medio antes que él”.
“Exacto”.
¿Oíste eso, Capitán Kirk? El Mundo Nuevo comien-
za a manifestarse.
“¿Y bien, nejed? ¿Qué opinión te merecen las estrategias de
tu asesoría letrada?”.
“Merlina, lo único que puedo decir en este momento es que
quisiera pedirte matrimonio”.
“Principio elemental: no pidas más de lo que podés devolver”.
“Entonces pidamos el almuerzo. ¿Qué querés comer?”.
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Llego a “El Coleccionista” a las cinco de la tarde y Jor-
ge está sentado solo a una mesa. Él nunca va solo a un bar.
Algo raro hay.
“Vera me citó acá. Quiere hablar conmigo”.
“¿Vera? ¿A solas con vos? Una combinación tan natural
como un huevo frito con dulce de leche”.
“Ya me imagino por dónde viene la cuestión...”.
Y llega Vera.
“Ah. Vos también”, me dice con desprecio. “Bah, era
previsible”.
Se sienta frente a Jorge y ataca.
“Sos un cobarde de mierda”.
“¿Nadie tiene nada sorprendente para decir, nunca algo
original?”, me dice Jorge con cierta sincera desolación.
Me encojo de hombros.
“No empiecen con el show humorístico del dúo dinámico”.
Una frase excelente, para provenir de Vera. La creía
inválida para el sarcasmo. Logró despertar nuestra curiosi-
dad y captar nuestra atención.
“Sos un cobarde, Jorge”, insiste. “Lil no se merecía que ac-
tuaras así con ella”.
“¿Ustedes dos no habían terminado peleadas la última vez
que estuvimos en tu casa?”.
“Cuando la gente que me quiere me necesita, estoy a su lado.
Eso se llama ‘compromiso’, una palabra que ustedes desconocen”.
“Ayer a la noche le dije a Lil que cortáramos...”, me acla-
ra Jorge.
“¡Y por teléfono! ¡Ni siquiera tuviste las pelotas para
hablarlo cara a cara! ¿Cómo pudiste actuar así? Lil estaba
ilusionada, me contó que hasta habían empezado a hablar de
proyectos...”.
“Ella empezó. Como cualquier mujer a partir de los 25
años, y en casos graves, antes. Apenas te conocen te hacen una en-
trevista, a ver si tenés las condiciones mínimas para encajar en
su ‘proyecto’. Y enseguida empiezan a tratar de meterte en la cáp-
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sula en la que viven. No hay otra cosa, ni siquiera en los prime-
ros tiempos. Todo lo enfocan con esa lente utilitaria, en función
del ‘proyecto’. ¿Y después se asombran de que los hombres vivan
huyendo de ustedes? Hace diez o quince años esto pasaba con mi-
nas de 35 para arriba, y los tipos rajaban. En vez de cuestio-
narse por esta reacción masculina, se abroquelaron cada vez más
y hoy ya una de 25 te provoca salir corriendo...”.
“La típica argumentación machista, que esconde el miedo
al compromiso”.
“No, Vera, en serio”, dice Jorge con una seriedad que
hasta a mí me sorprende. “¿Por qué no tratás de verlo? Esa
forma de plantear las cosas nos hace tan sólo parte de un proyec-
to, como si uno, personalmente, no tuviera demasiada importan-
cia. Lo importante es que encajes en el proyecto de ella. ¿Y por
qué no vamos a huir de un planteo semejante, en el que casi no
existimos?”.
“Negro, no pensaba meterme en esto, pero... estás dándole to-
da esa explicación a una mina de 20 años que vive en pareja con
su hermano. No es el target...”.
“No importa, si en realidad no le hablo a ella. Pero anoche
estuve pensando mucho en estas cosas, y necesito decirlas”.
Entre mi violenta frase y la inesperada seriedad de
Jorge, Vera parece inmovilizada. Jorge sigue adelante sin
volver a acordarse de ella.
“Las engañaron, locas. Hace más de treinta años que las vie-
nen engañando. Les vendieron una historia rosa donde la chica si-
gue una carrera, se inserta en el mundo laboral y profesional, se
afirma en un camino de éxito y realización, y a los 32 tiene al ti-
po esperándola sentado para hacerla madre. Pero el resultado con-
creto es que en los bares de Buenos Aires sólo hay legiones de mi-
nas compartiendo mesas aproximadamente por grupos etarios, y
todas solas. Para nosotros debería ser el Paraíso: nunca hubo tan-
tas mujeres sueltas y con ánimo receptivo. Mirá a tu alrededor, acá
mismo. Son las cinco y media de la tarde de un día de semana y
ahí tenés tres minas en esa mesa, cinco en aquella, cuatro en aque-
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lla otra... Mirá para la calle: pasan como en procesión. Imagina-
te un sábado a la noche... Tanta belleza bien predispuesta suelta
por ahí, y en vez de disfrutar del Edén tenemos que vivir como es-
pías moviéndose tras las líneas enemigas. Porque en cuanto te acer-
caste mucho a una, te tira con el ‘proyecto’ por la cabeza. No es
que considere impensable vivir con alguien y darle un hijo. Pero,
¿cómo voy a hacer eso con alguien para quien todo lo que no en-
caje en el proyecto —que en general es como decir todo lo que a un
tipo le interesa en la vida— sería mejor que se fuera diluyendo lo
antes posible? Y repito: van tres generaciones de minas viendo re-
accionar a los tipos con la huída, y lo que hacen es ponerse más ob-
sesivas. Como si el pensamiento fuera: ‘Cuanto más huyen del pro-
yecto, más tengo que esforzarme en encajárselos’. ¡Es una locura!
Y después se quejan de que los tipos sólo busquen echarles un pol-
vo y rajar: ¡con semejante actitud, ¿cómo no quieren ser carne de
cañón?! Están locas...”.
“Sin solución...”, acoto.
“Sí que tiene solución. Pero nosotros no podemos hacer na-
da, está totalmente en las manos de ellas. Y es simple de enun-
ciar: tienen que dejarse de joder y elegir al tipo que las ama.
¿Qué importa si trabaja, si es buena persona, si sirve para el
proyecto? Tienen que empezar a elegir por amor, sin la calcula-
dora sociobiológica en la mano. ¿No se supone que el amor es lo
que más le importa a las mujeres? Esa es la solución. El amor.
Creo que directamente cambiarían el mundo. Y hasta les sería
facilísimo realizar el famoso ‘proyecto’... ¿Por qué no se dejan
de joder?”.
No tengo esa respuesta, compañero.
Vera tampoco. Ni esa ni ninguna otra. Queda boquia-
bierta por tanto tiempo que al final me da cierta pena, y
la distraigo con cualquier cosa.
“Vera, ¿y... qué pasó con esa idea que nos habían comen-
tado la otra vez?”.
“¿Eh? ¿Idea... de qué?”.
“Eso que vos y tu hermano nos contaron en tu casa...”.
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“Ah, ¿lo de... lo de adoptar, decís? Ah, sí. Bueno, ya lo te-
nemos solucionado. Compramos un bebé en Misiones. Ya encon-
tramos una chica que está embarazada y nos lo va a entregar en
cuanto nazca. Así lo anotamos directamente como si fuera hijo
mío, ¿entendés?”.
Ah, claro. Para que lleve el apellido de sus padres. To-
tal, padre y madre tienen el mismo. Ahora sí lo entendí.

“Acá está, acá está, debajo del sillón”. Es la mandíbula


que se le cayó a Richard cuando le conté el asunto de la
degollada.
“Pero...”, farfulla tras recomponer sus maxilares, “¿có-
mo no me contaste antes?”.
“Bueno, para eso fui a tu casa la otra noche... y me encon-
tré con el velorio”.
“Qué historia, hermano... ¿Y entonces... mañana te hacés el
examen de ADN?”.
“Sí. Y me voy a la mierda. ¿Vemos el asunto del pasaje?”.
Richard está en mi casa porque siempre uso su tarje-
ta de crédito para comprar pasajes de último momento
por Internet. Navegamos un rato, y consigo un precio in-
creíble si salgo pasado mañana.
“Cómo me gustaría poder hacer este tipo de cosas”, dice mien-
tras tecleo el número de su tarjeta. “Salís casi de un día para
otro, sin preparativos, sin reservas de alojamiento... Creo que yo
moriría de terror si aterrizo a 14.000 kilómetros de acá sin ha-
berlo preparado durante meses”.
“Bueno, pero a esta altura ya me las sé arreglar, conozco
gente, lugares...”.
“No es por eso. Es porque estás loco. ¿No te acordás en qué
condiciones te fuiste por primera vez?”.
Tiene razón. Mi primer viaje a Europa, hace unos
cuantos años, fue absurdo. Con mi seguridad de demente,
convencí a los directivos de un canal de cable de que me
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enviaran a grabar documentales a Italia. Prometí que en 20
días grabaría material para cuatro documentales de media
hora, en seis ciudades distintas. Sólo les pedí un camaró-
grafo y 1.500 dólares para moverme: nadie en su sano jui-
cio o con un mínimo de idoneidad profesional lo hubiera
siquiera considerado. Pero como el canal, en términos ope-
rativos, estaba en manos de una “nueva generación” fasci-
nada con el e-mail, que se pasaban el día enviándose men-
sajitos de una computadora a otra separadas por un par de
metros de distancia, lo vieron como un proyecto sustenta-
ble. El gerente de producción le mandó un mail al geren-
te comercial, que estaba en el box de al lado, y el pibe ha-
bló con uno de los anunciantes, una agencia de turismo
que proveyó los pasajes y los alojamientos. A sólo un mes
de plantearles la idea, ya estaba en el aeropuerto con mi ca-
marógrafo. Mi trabajo de producción previo había sido di-
rectamente inexistente. En el aeropuerto de Roma nos es-
peraba un automóvil que la agencia había puesto a mi
disposición. Y que ahí quedó, porque jamás en mi vida me
preocupé por aprender a conducir. El camarógrafo no lo
podía creer. ¿Por qué no lo había dicho antes, así él traía su
licencia de conductor? Porque parte del éxito de mi pro-
yecto se había basado en que no afirmé ni negué absoluta-
mente nada durante las conversaciones previas.
Pasamos veinte días cargando equipos sobre nuestras
espaldas para recorrer cientos de kilómetros en tren, en
bus o directamente a pie. Como no había arreglado nin-
gún permiso de grabación antes de llegar —ya que esto
me hubiera llevado semanas y costado mucho dinero—,
tuvimos que ingeniarnos para engañar a medio mundo y
grabar sin autorización. Nos metíamos en las iglesias de
contrabando, aprovechando descuidos de guías, guardias
y sacerdotes para descender a subsuelos interdictos o es-
cabullirnos por detrás de los altares. Seis veces nos echa-
ron de San Pietro, y seis veces volvimos a entrar; faltó po-
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co para que Wojtyla tuviera que ocuparse personalmente
del asunto. Equipo al hombro, caminamos ida y vuelta
tres kilómetros de la Via Appia Antica sobre ese empe-
drado imposible, entre restos arqueológicos y ricachones
paseando a caballo, y de regreso nos metimos en un sec-
tor cerrado al público de las catacumbas de San Sebastia-
no gracias a una de las guías del lugar, a la que convenci-
mos de que estábamos haciendo una investigación
sociológica acerca de las personas que trabajan bajo la tie-
rra, como ella o los conductores del metro romano. En Fi-
renze fuimos supuestos enviados del Museo Nacional de
Bellas Artes argentino, y con esa excusa nos organizaron
una visita completa a la Galleria degli Uffizi donde hasta
grabamos imágenes del corredor de los Medici, a lo que
sólo podríamos haber accedido con permiso oficial y pa-
gando el canon correspondiente. Aceptamos las condicio-
nes de los franciscanos de Assisi —300.000 lire per la pri-
ma ora di ripresa e 100.000 per ogni ora successiva, indicaba
el fax del Segretario Provinciale—, y luego de grabar todo
el día nos escabullimos por una salida lateral —prohibi-
da, por supuesto— de Santa Maria degli Angeli como si
asumiéramos que Francesco jamás nos hubiera querido
cobrar. Y así.
“Sí, Richard, supongo que tenés razón”.
Enter. Et voilà: ya tengo pasaje.

María en el barcito de Pedro Goyena.


“¿Pasado mañana?”.
“A la tarde”.
“Pero... ¿y qué pasa con la causa, el juez, la policía...?”.
“No invité a nadie”.
María ríe y me abraza.
“Me alegro, nene. Te va a hacer muy bien, como siempre. Tu
lugar está allá, sabés que siempre pensé eso...”.
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“Yo también lo creo así...”.
“¿Y por qué no te vas de una vez para siempre?”.
“Si repetís la palabra ‘siempre’ una vez más, me convencés”.
“Bueno, no estoy escribiendo una novela, sólo estoy charlan-
do con vos...”.
No me voy porque no me quiero dar por vencido. Es
una cuestión de carácter. Yo vivía feliz en mi casa hasta
que, hace ya años, me la empezaron a ensuciar. La fueron
llenando de miseria, ignorancia, pequeñez, y toda clase de
basura. Derribaron todo lo que pudieron de mis paisajes,
los externos y los internos. Lo empiojaron todo. Me fue-
ron transformando en un extraño en mi propia casa, en un
exiliado en mi propio lugar. Convirtieron en estéril una
tierra que había sido capaz de producir a Borges. Quisie-
ron ahogarme en su mierda o echarme.
No consiguieron ninguna de las dos cosas, ni las
conseguirán. Me voy, respiro un poco... y vuelvo. No les
voy a dar el gusto. De jodido, nomás. Cuando todo esto
termine de hundirse, voy a estar aquí para verlo y reír. Y
luego apagaré la luz y cerraré la puerta.
“No sé, María, supongo que no me voy definitivamente
porque en Europa nadie me acusaría de asesinato. Vos sabés
que no tengo imaginación. Si no me pasan cosas así, ¿qué voy
a escribir?”.
“¿Le dijiste a la chiquita?”.
“¿A Majo? No, todavía no. Si lo decidí hace un par de
horas...”.
“Pobre nenita, va a empezar a descubrir que está con un
loco con el que puede pasar una noche de lo más normal y que
al día siguiente le sale con que decidió irse a Europa y viaja
pasado mañana...”.
Corte directo —pero a la Truffaut— a Majo en mi
casa.
“¡Qué bueno! ¡Genial! ¡Te felicito! Pero, ¿me vas a traer
algún regalito lindo, loco?”.
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Majo, sería capaz de hacerle sonar la nariz al Papa y
traerte el pañuelito de papel tisú con sus mocos purpurados.
Creo que hasta te voy a extrañar.

La salida del vuelo se demoró un par de horas por-


que el avión no estaba de ánimo. Pero aquí vamos. Des-
pierto de una larga siesta y me pongo a leer un rato. La
botellita de vino italiano que me clavé (un Montepulcia-
no d’Abruzzo, nada mal) todavía me mantiene algo amo-
dorrado. Una anciana exageradamente europea, fina,
elegante, delicada, con puntillas en el cuello de su ca-
misa y ese estilo de maquillaje que en una latina joven
sería carnavalesco —labios muy rojos, verde claro y un
toque celeste en los ojos, pómulos con rosetas rosadas—
pero a ella la hace ver como un platito inglés de porce-
lana, una anciana que tranquilamente podría ser la hija
mayor de alguno de los Huxley, pasa a mi lado para ir al
baño que está a continuación de mi asiento. Me produ-
ce la sensación de algo fuera de lugar. Gente como ella
no debería usar baños públicos.
Ahora estamos volando por encima del desierto. Del
verdadero, no del turístico. Es el centro exacto de la nada,
una nada amarilla y asesina. Ah, si me bajaran aquí, exac-
tamente aquí...
“Impresionante, ¿eh?”, dice mi compañera de asiento
junto a la ventanilla, segura de que ahora sí logrará sacar-
me una palabra luego de horas de tolerar mi empecinado
mutismo.
“Entschuldigung, ich verstehe nur Bahnhof”, contesto
sonriendo. Es argentina, y yo no estoy viajando miles de
kilómetros para hablar con argentinos.
Ah, si pudiera bajarme aquí...
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AQUÍ COMIENZA EL DIARIO DE VIAJE DE UN HOMBRE CANSADO QUE


BUSCA (Y CREE ENCONTRAR) LA MANERA MÁS LIMPIA DE RECONSTRUIR
SU ALMA Y EVITAR RECURRIR AL ASESINATO COMO FORMA LIBERADORA
DEL ARTE.
(Y CUYOS PÁRRAFOS SÓLO DESCRIBEN MOMENTOS FELICES, Y POR LO
TANTO CARECEN DE TODO INTERÉS. PASE DIRECTAMENTE A PÁGINA 199)

Cuando llegamos a Fiumicino son las nueve de la ma-


ñana. Me acomodo en el tren hacia Roma Termini. Cuan-
do voy pasando por los suburbios de la ciudad me acuer-
do de “Brutti, sporchi e cattivi”, me gusta pensar que los
alrededores de Roma se siguen pareciendo bastante a la
película.
“Prossima fermata: Termini... Termini...”.
Dejo el equipaje en custodia y me quedo unos instan-
tes parado en medio del hall. Termini muestra su mélange
habitual, con alemanas multimillonarias esquivando tulli-
dos bla bla bla, todo lo que ya describí antes.
Esta vez salgo para el lado de la via Marsala y encaro
la via Vicenza hasta lo de Alessandro. Es un antiguo pa-
lazzo convertido en hostel para young travelers, categoría en
la que pienso permanecer hasta el día de mi muerte.
No son aún las diez de la mañana pero Guido, que de-
be haberse acostado a las siete —si lo hizo—, ya está en la
recepción, contento y siempre bien dispuesto. Es un italia-
nito muy moreno, de origen humilde, que siente y trans-
mite la satisfacción de quien no puede ni quiere pedirle
más a la vida. Vive en una constante efervescencia rodeado
de chiquilinas alemanas, francesas, australianas o suecas
que van y vienen siempre en plan liviano y alegre, tiene
poco más de 20 años, no se acuesta con las mejores pero sí
con las segundas que son la mayoría... ¿Qué sentido ten-
dría perder tiempo en dormir o estar de mal humor?
Las dos recepcionistas me reciben en inglés (¿por qué
activan automáticamente ese chip, si no es ese el idioma de
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la mayoría de los que llegan aquí?), pero en cuanto Guido
ve mi pasaporte resuelve lo que le daba vueltas por su
mente repleta de rostros al verme llegar.
“Ah! L’argentino... Que come gashina, anda a cabasho y
no shora jamásh... Come vai?”.
Así es, Guido no sólo habla español —y francés, in-
glés y quién sabe qué más—, sino que conoce variantes
como la pronunciación del español en Buenos Aires.
“Bene. Neshun problema”, le contesto pronunciando a lo
Nino Manfredi, para devolverle la gentileza. Guido tuvo
una niñez alla “Brutti, sporchi e cattivi”. Por eso, para él, el
Paraíso tiene la forma del “Alessandro Palace”. Es un tipo
que te hace sentir eso tan raro: que la vida tiene solución.
Antes que nada, debo hacer mi saludo cabalístico a Ro-
ma. Vuelvo a Termini y me tomo el metro hasta Flaminio.
Salgo frente a la Porta del Popolo: esta fue la primera ima-
gen de la que tuve conciencia la primera vez que pisé Ro-
ma. Cruzo la Porta y desemboco en la Piazza. Entro a San-
ta Maria del Popolo a saludar al gran culo beige de “La
crucifixión de San Pedro” de Caravaggio: mi retorno a Ro-
ma ya es oficial.
Aprovecho para preguntarle a Nerón, cuya tumba se-
creta está en algún lugar bajo mis pies, cómo andan los
ghost parties que él preside cada noche.
“Cada vez mejor”, dice el divino demente. “Para el Ju-
bileo del 2000 renové todo el plantel de espíritus y fantasmas, y
tengo unas brujitas hermosas”.
“Ya sé, estuve en esa fiesta”.
Es un gran anfitrión. Y eso que dicen que Pasquale II
desenterró sus huesos hace 1.000 años, los quemó y tiró
las cenizas el Tíber (consejo de la Madonna, y ya se sabe lo
inconveniente que es dejarse aconsejar por madres, aun-
que no sea la propia); así y todo, con lo incómodo que re-
sulta sentirse íntegro luego de esa dispersión esencial, Ne-
rón impone espontáneamente su presencia y es el líder
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natural de las fantasmagóricas fiestas nocturnas en Piazza
del Popolo. Cuestión de personalidad. Saludo una vez más
al culo de Caravaggio y me retiro feliz.
Más tarde cumpliré otro rito, que me fue transmitido
por Tatiana. La primera vez que ella estuvo en Roma, lle-
gó al anochecer; se acomodó en el hotel, cenó y luego se
lanzó a caminar sin rumbo por la noche romana.
“Y de repente doblé una esquina y me topé con el Coliseo to-
do iluminado. Fue una aparición mágica. Me puse a llorar de la
emoción”.
Desde que me lo contó yo repetí esa magia en cada
una de mis visitas, y lo haré esta noche. “Ave, Tatiana”, pá-
jaro fantasma que acompañará mi vuelo final.

A más de 13.000 kilómetros de cualquier amor u odio,


por fin el aire circula libre por mi mente desmantelada co-
mo un campamento estudiantil al final del verano. Siento
esa liviandad fresca apoyado en la ventana que da a la via Pa-
lestro. Guido me acomodó en una habitación con seis camas.
Cuando llegué había dos rugbiers australianos, pero se fue-
ron. Quizá esta noche tenga todo el inmenso cuarto para mí.
Termino mi cigarrillo y salgo. Descansé toda esta
primera tarde. A partir de este momento vuelvo a ser
Ahasvero, el Judío Errante: condenado (dulcemente, en
mi caso) a caminar sin detenerme ni sentarme ni descan-
sar jamás.
Paso por Reppublica, agarro la Via Nazionale, la Via
delle Quatro Fontane, y en Barberini me desvío por el Tri-
tone (mañana tomaré la Via Veneto, sí), cruzo el Corso y así
voy llegando a la Piazza Navona. Saludo a Neptuno que si-
gue clavando su tridente en el mismo pobre y paciente vie-
jo calamar o lo que sea, mientras a su alrededor las sirenas
continúan luchando contra los monstruos marinos (¿no se-
ría hora ya de que cedieran en su histeria, chicas?) y me
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acerco al otro grupo escultórico, la Fontana dei Fiumi, salu-
dando sonriente al Ganges, el Nilo y el Danubio pero es-
quivando delicadamente al Río de la Plata, con quien man-
tengo mis diferencias.
En el extremo de la plaza que mira hacia Cinque Lu-
ne está terminando un modesto mitin político. Me acerco
porque reparten vino. Un cantante de Sardegna vino a
apoyar a los candidatos y, acompañado por un guitarrista
y un cellista, canta en su dialecto natal —más parecido al
español antiguo que al italiano moderno— una canción
que habla de una Virgen María desgarrada por el dolor de
haber perdido un hijo, una versión humana y conmovedo-
ra de una mujer fuerte pero dignamente herida de muer-
te en su alma, que por eso mismo resulta mucho más reli-
giosa que cualquier cancioncita de iglesia.
Estuvo muy bien, sí. Sardegna está ahora en mi cora-
zón, así que doy unas vueltas hasta encontrar ese restau-
rante de la via G. G. Belli, y me siento a una mesa en me-
dio de la calle. La luz del crepúsculo sobre el empedrado
de estas calles angostas y curvas es como un velador que
Dios encendió en el Caos para leer algo antes de irse a dor-
mir la noche anterior a comenzar la Creación.
“Vorrei qualche piatto dalla Regione Sardegna”, le digo a
la deliciosa camarera, y mi débil construcción idiomática
no le impide sonreír con un orgullo anticipado porque tie-
ne exactamente “quello che voglio”.
“Malloreddus. Ci sono veramente deliziosi”. Se me acerca
un poco más, con la actitud de una diablilla en pleno tra-
bajo de tentación. “Senti, caro: is Malloreddus alla Campi-
danese. Va bene?”.
Va benissimo, bella. Y, contrariamente a lo habitual en
el género femenino, la realidad es mejor que lo que me
prometió. Is Malloreddus, simple pasta de sémola de gra-
no duro y agua, vienen acompañados de salchicha fresca,
abundante albahaca, pecorino gratinado, nuez moscada,
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ese aceite de oliva que es el perfume de Italia... Empiezo
a recordar vagamente el sentido de la vida.
A la medianoche, luego de otra larga caminata, dejo
que el Colosseo, iluminado en la noche y por eso aterrador,
aparezca oliendo a sangre ante mi anhelante mirada. Ahora
sí. Roma: sono venuto un’altra volta. E ti amo sempre di più.

Una de la mañana. Casi en Santa Maria Maggiore, me


sorprendo con un graffiti que un grupo anarquista pintó en
el frente de la embajada argentina: “Al fianco dei mapuche e
del popolo argentino”.
Es genial. ¡Se declaran “junto a los mapuches y el pue-
blo argentino”! Una deliciosa muestra de lo que es vivir
en una nube de pedo. Los europeos creen estar llenos de
problemas y quieren ser responsables con el mundo, así
que luchan para que sus legisladores aprueben una ley que
obligue a los fabricantes de ropa de moda a confeccionar-
la también en talles para gordas, se movilizan para que ya
no se faenen tantos porcinos, o se solidarizan con los leja-
nos mapuches... que el popolo argentino apenas si conoce por
alguna referencia en una página de algún olvidado manual
de escuela primaria.
Supongo que estos anarquistas imaginan las calles de
Buenos Aires pobladas de manifestantes dispuestos a dar
la vida por las reivindicaciones que se les deben a los sie-
te u ocho mapuches auténticos que quedan en un rincón
del Sur, a tres mil kilómetros del Obelisco. Deben pensar
que la cultura mapuche tiene un papel fundamental en la
idiosincrasia argentina y por eso el perverso poder asocia-
do a las multinacionales quiere silenciarlos. Y la realidad
es que, exceptuando el exterminio indígena de hace más
de 100 años, los argentinos sólo pensaron en los mapuches
cuando Benetton se compró media Patagonia en los ’90.
Pensaron... en evitar que molestaran a Benetton.
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Lo raro es que son anarquistas italianos. Si se tratara de
alemanes, finlandeses o belgas, en fin... Pero a estos pibes
les bastaría mirar un poco a sus propios abuelos para saber
quiénes somos los argentinos.

A la dos de la mañana, el “Alessandro Palace Pub &


Bar” está a tope. Este no es, de ningún modo, uno de esos tí-
picos hostels europeos llenos de reglas de convivencia, restric-
ciones horarias y exigencias de silencio. De ningún modo.
Las gorditas alemanas se “latinizan” desaforadamente,
borrachas a la tercera cerveza y fregando sus culos contra
el barman entre aullidos y carcajadas cluecas. ¿Por qué
mierda gritan tanto y de manera tan incoherente? ¿Creen
que gritar así provoca orgasmos espontáneos?
Me siento en la esquina de la barra y el barman me sirve
el café que me regala cada noche. No cruzaremos una sola pa-
labra entre nosotros en todo el tiempo que me quede aquí
sentado. Sospecho que es mi mejor amigo por estos lados.
El enjambre de globalizados salta, se choca, baila y pro-
duce su dodecafónica polifonía de frases mal construidas en
una docena de idiomas. Guido tiene arrinconada a una rubi-
cunda holandesa, un par de metros por detrás de mí, en el
angosto codo que da al baño. Un gigante con el rostro ab-
surdamente enrojecido, borracho a morir, intenta pasar ha-
cia ellos mientras gesticula como reclamándoles algo. Gui-
do lo señala con el pulgar y parece consultar algo a la
holandesa, que le hace un gesto de desdén. Entonces mi mu-
chacho feliz destraba al gigante que se había atorado en la
curva entre el codo de la barra y una banqueta, y a pesar de
no llegarle casi al diafragma lo empuja decididamente, dán-
dolo vuelta y acodándolo en la barra como quien acomoda
un muñeco en una vidriera.
“Take it easy, va bene? Calm down...”. Le da unos golpe-
citos en la nuca y vuelve con la holandesa.
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Un Winston más, y a la cama. ¿Tendré la habitación
para mí? No. Guido me acomodó a tres robustas inglesas de
unos 19 años, una de las cuales arde de fiebre. Acostada en
la parte de abajo de una de las dos camas “marineras” que
hay en el cuarto, se saca de encima todas las mantas y se re-
vuelve casi desesperada. Enseguida, lloriqueando, se arran-
ca también la parte de arriba de su pijama de algodón.
Ya que no podré leer un rato tranquilo, me levanto sin
decir palabra, voy hasta el baño y regreso con una toalla
empapada en agua fría. La coloco sobre la frente de la in-
glesita y siento cómo en diez segundos se calienta como si
la hubiera metido en una olla hirviente.
“What can we do?”, me dice en total desconcierto una
de las amiguitas.
“Why don’t you think about calling the doctor? It’s a sim-
ple solution”, digo mientras lucho con la afiebrada para que
me deje taparla. La otra inglesita reaccionó y se llevó la to-
alla al baño para volver a enfriarla. Cuando regresa, la que
me preguntó qué hacer sale del cuarto y vuelve tres minu-
tos después con Guido, que arrastra a la holandesa colga-
da de su cuello. El chico feliz observa la situación y dice
que enseguida hará venir al médico... bueno, cuando logre
ubicarlo, porque el tipo apagó su celular y su localizador.
Las dos inglesitas se quedan enfriando a toallazos el
cuerpo de su amiga, y vuelvo a mi cama a leer. Mi hija es-
tuvo el año pasado en Roma, y yo le recomendé este lugar...

Fue un día maravillosamente largo. Desayuné en


“L’Angolo di Napoli”, un diminuto café en la via A. De-
pretis, cerca de la Piazza del Viminale. Es un lugar que los
turistas no pisan. Sólo hay italianos de paso, en pausas de
trabajo. El único problema es que una vez por minuto los
que atienden la barra quieren secuestrar mi taza de mac-
chiato. No es maldad, es que no conciben que uno no se
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beba el café de un solo trago como hacen ellos. Sé por ex-
periencia que recién se acostumbran a mí al tercer o cuar-
to día, así que paciencia. Por cierto, que te cobren apenas
setenta centavos de euro la taza ayuda a ser paciente (y en
Italia no existe el café malo, así te lo regalen).
Luego tomé el metro a Rebibbia, bajé en Ponte Mamo-
lo y ahí enganché el 341 hacia Baseggio. Nueve fermate, y
estaba bajando en Via Nomentana para ver a mis editores.
Como todas las veces que los visité, nos besamos, nos
prometimos mutuamente cosas que ninguna de las partes
iba a cumplir, Sergio volvió a decir que una noche debía-
mos comer juntos sabiendo que eso no sucedería, y Enzo
volvió a quejarse de que en Buenos Aires no hay verdade-
ros restaurantes italianos porque ninguno respeta en sus
menús los antipasti, primi piatti y secondi piatti. En suma,
que por ahora mi trabajo con ellos sigue marchando bien.
Nos vemos el año que viene...
A las dos de la tarde me clavé una margherita con una
latina de Coca, y otra vez a caminar. Excepto unas palabras
que crucé con un anticuario de la Piazza del Popolo, no
volví a abrir la boca hasta las 8 de la noche, cuando pasé
por “L’Angolo” a tomarme otro macchiato.
De eso se trata el asunto de la limpieza. Horas sin pro-
nunciar palabra. Días enteros que van pasando sin que pa-
se nada.
Soy apenas un par de ojos que caminan. No hay lugar
para nada que no sea la maravilla del andar, el beberse to-
da esta belleza sin cortar el chorro. Nadie me conoce, na-
die quiere nada de mí, nadie me acusa de asesinato (en
ningún sentido), nadie me ama. Soy totalmente libre, no
sólo de los ojos para adentro.

Roma es mi infancia, mi casa, la gente que me crió.


Miro a las italianas arrogantes portando sus carnosos cu-
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los y tetas, a los italianos apasionándose a su paso, y soy
feliz porque tengo otra vez ocho años y como frutillas
con sabor a frutilla y chocolates con sabor a chocolate.
Y helados, por supuesto. Kilos de helados. Y cada plato
de pastas me transporta a un domingo en Caballito, ha-
ce tanto ya, tanto. Crecí en medio de una película de Fe-
llini, pero sólo lo comprendí profundamente cuando pi-
sé por primera vez esta ciudad realmente eterna.
Lástima que eso pasó tantos años después de que la pe-
lícula terminara.
Fue un día largo y feliz, y me merezco un buen baño
y una gran cena. La habitación está solitaria, pero hay bul-
tos por ahí. Ya veremos qué compañía me deparó Guido
para esta noche.
El pequeño baño del cuarto tiene, en un ángulo, una
cápsula semicircular que parece el orgasmatron de Woody
Allen. Sólo podés ducharte parado, siempre y cuando no
hagas mucho aspaviento con los brazos.
Me desnudo en el baño mientras acabo el cigarrillo,
abro el panel corredizo y voy a ingresar a la cápsula pero
detengo mi pie en el aire, porque en el piso aparecieron de
repente, cubriéndolo totalmente, dieciséis frascos de dis-
tintos productos femeninos. Dieciséis. ¿Por qué dentro de
la pequeña cápsula? Tendría que bañarme levitando.
La otra opción es armarme de paciencia y retirarlos.
Uno por uno. Y luego de bañarme, uno por uno...
Cuando salgo, mis nuevas compañeras están ahí. Sold
out: tres chiquilinas australianas, y una chilena de 45 años
con su hija de 16, que es yanqui. Están hablando inglés
pero enseguida le pesco el acento a la chilena, lo mismo
que ella a mí en cuanto saludo.
“Espera, tú... eres latinoamericano”.
“No, soy de Buenos Aires”, contesto con escozor. Ni si-
quiera me sale decir “de Argentina”. Y raro que no dije
directamente “de Caballito”.
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“Pero qué bueno, ‘che’. Al fin podré platicar cara a cara con
alguien que me entiende de veras. Tú sabes que vivo en Portland ha-
ce veinte años, y estoy hasta la coronilla de tanta huevada yankee”.
Antes de que peligre mi cena, farfullo que me están es-
perando en Campo de Fiori, que fue un placer y que espero
que tengamos mucho tiempo para platicar. Mientras voy sa-
liendo tomo nota de que, excepto una de las australianas, el
resto del personal está excedido en carnes. Y la única que es-
tá buena se acomodó en la otra camita individual... o sea que
dormirá a 30 centímetros de mí. Ya tendremos tiempo para
platicar, más tarde. Aunque sea sobre rugby y canguros.
Pero el proyecto australiano queda sepultado bajo los
Conchiglioni in bianco al forno nadando en pimienta negra
que me tragué en el “Strega” de Piazza del Viminale, aho-
gado en las dos botellas deVermetino que me clavé. No im-
porta, mañana la invitaré a la Ostia Antica, a comer en las
callejas alrededor del castillo, y después a la playa. Y si no
quiere, me iré solo. A pasar una giornatta al mare, tanto per
no morire, como diría Paolo Conte.
Hay tantos días y tantos planes todavía en este vien-
tre maravilloso de mi madre Roma...

Estoy en Roma Termini, anocheció, y enseguida me


montaré en el tren que, tras toda la noche de viaje, me de-
positará en Paris a eso de las diez de la mañana. Vengo de
pasar la tarde en una Fiesta del Pan en el Trastevere. Los
maestri fornai repartieron, y yo devoré, toda clase de delicias
recién horneadas: pane di Artena, di Vicovaro, di Lariano, el
Fallone amarillo, la Ciriola Romana, maritozzo, pizza bianca,
preparados en todas las formas posibles: a la bruscheta, a la
panzanella, al crostino, a la mozzarella in carrozza, fritelle de
pane... Alá sea bendito: con el bolo que hay en mis intesti-
nos se podrían reconstruir las Twin Towers (y sería un ma-
terial más acorde a su espíritu, por cierto).
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En el tren, comparto el camarote con una italiana de
unos 48 años y un búlgaro con cierto aspecto de diplomáti-
co que antes de la caída del Muro hubiera sido espía. En Fi-
renze se suma una negra dos cabezas más alta que yo, del-
gada, exótica como un tótem de ébano, que evidentemente
va a Paris o vuelve de Firenze por cuestiones de su trabajo
como modelo. Cuando, luego de mi quinta caminata al ex-
tremo del vagón junto al baño para fumar, regreso y veo que
la negra se fue a dormir, es exactamente como si alguien hu-
biera acomodado con gran cuidado y delicadeza un afiche
de Armani abierto sobre el camastro.
El camarote ya está a oscuras, así que me trepo a mi
camastro, encima del búlgaro. Con un profundo suspiro,
me relajo para dormirme con la maravillosa certeza de que
despertaré en Francia. De pronto suena el celular del búl-
garo, que contesta rápido y en un murmullo. Pero en me-
nos de un minuto ya está hablando en volumen normal y
con tono de discusión, y poco después directamente levan-
ta la voz, pero en frases entrecortadas como queriendo in-
terrumpir el discurso agresivo y continuo que evidente-
mente le lanzan desde el otro lado de la línea. El búlgaro,
por fin, sale del camarote sin dejar de discutir.
Es increíble, pero así no entiendas una sola palabra del
idioma en que se desarrolla la discusión, es inequívoco
cuando un hombre discute con una mujer. Eso se adivina
más allá de lenguas e idiosincrasias. Hay tonos y tensiones
que son absolutamente universales. Será porque se trata de
un mal universal...
En fin, mañana despertaré en la tierra donde se inven-
tó la frase “Vive la difference”.

Estación Paris-Bercy, diez y media de la mañana. Me


acerco a una ventanilla de informes y en mi mejor francés
posible pregunto cómo viajar a Rennes.
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“Où?”, dice extrañada la hermosa francesita que me
atiende.
“A Rennes. Rennes...”.
“Pardon, qu’est-ce que vous voulez dire, monsieur?”.
“Rennes, la cité de Rennes...”.
Por suerte la otra empleada es italiana, y acude en mi
auxilio.
“Il dit Rennes...”.
“Ah. Rennes”, sonríe la francesita. ¿Y qué coño estaba
diciendo yo?
La italiana toma la posta y me dice que debo tomar un
tren en Paris-Montparnasse. Ok, allá voy.
Bajo del métro en Montparnasse y busco las boleterías
del tren. Y ahí empezamos de nuevo.
“Je veux arriver à Rennes...”.
“Où?”.
“Rennes...”.
“Pardon?”.
Mierda. Y ni siquiera es una bella francesita, es un pe-
lado con dishidrosis facial. Escribo la palabra en la palma
de mi mano y se la muestro.
“Ah! Rennes...”.
Juro que no entiendo. ¿Me toman el pelo? Tengo la
garganta irritada de tanto esfuerzo para pronunciar lo me-
jor posible la puta “R”. ¿Qué pretenden de mí?
Al carajo, tengo mi pasaje y media hora para tomar un
café antes de la partida. Aunque mejor lo tomo en quince
minutos, por si se complica encontrar mi tren.
Ay. ¿Dónde figura cuál es el andén de salida en este
boleto? Hay decenas de números y datos, y no puedo re-
cordar la palabra francesa para “andén”. Maldición, aquí
vamos otra vez. Ahí hay un par de policías. Bueno, pero
en vez de preguntar podría sólo mostrarles el pasaje,
¿no?
“Excusez-moi... Le train pour arriver à Rennes?”.
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“Où?”.
Está bien, te muestro el pasaje.

Antoine llega en su auto a buscarme al bar donde lo


espero, a media cuadra de la estación de Rennes.
“Olé! Tout va bien?”.
“Mais non! Tout va mal! ¡¿Cómo se llama tu puta ciu-
dad?! ¡En Paris nadie me entendía!”.
“A ver, ¿cómo lo pronuncias?”, me dice en su perfecto
español.
“Rennes”.
“Ah, ya veo. El problema es la ‘s’. La pronuncias muy fuer-
te. Demasiada ‘s’, mon ami...”.
Así que el asunto no era la puta “R” sino la puta
“s”. Podían haber puesto un poco de buena voluntad,
carajosss.
Pero no me puedo enojar con los franceses. Sólo exi-
gen perfección. No es mucho pedir.
Vamos directamente a la casa de Antoine en Vezin le
Coquet, apenas saliendo de Renne. Es un lugar bellísimo,
con calles curvas y zigzagueantes sumergidas entre densas
arboledas que ocultan también algún que otro pequeño la-
go de bosque de hadas. Las calles tienen nombres de poe-
tas. Después de acomodar mis cosas y bañarme, salgo a
terminar mi sidra (en toda Bretagne no se bebe otra cosa,
bendita sea esta tierra) mientras Antoine se baña. Camino
entre el perfumado silencio de los árboles y me detengo en
la esquina de Villon y Baudelaire. ¿De qué hablarán estos
dos endemoniados santos dementes cada noche en la tibia
oscuridad de la llovizna permanente?
“La vida no es como el vino”.
“No. La vida es el bebedor, nosotros somos el vino”.
“En mi época se inventó la burguesía, para tener un pozo
donde echar, dignificados, a todos los miserables mezquinos que
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temen ser bebidos por la vida. Y esos burgueses establecieron ins-
tituciones. Entre ellas, el amor”.
“En mi época se inventó la melancolía, para justificar ese
amor burgués. Es fría, pegajosa, y te evita arder”.
“Y mi época”, agrego entrometiéndome con mucha ti-
midez, “inventó la imposible posibilidad de no inventar. Tratan
de entretenernos con guerras y hambre, pero no hay caso: el abu-
rrimiento es terminal”.
“Por eso nosotros siempre tuvimos el cuidado de vivir ebrios.
De vino, de poesía, de virtud, pero ebrios. ¿Eh, François?”.
“Ya lo creo que sí, Charles. Como dicen por aquí: Yec’hed
mat!”.
Aun más cohibido que cuando los interrumpí, igual
levanto mi copa de sidra y agrego: yec’hed mat dit!
Es como dijo Rilke: el arte va de un solitario a otro
pasando por encima de la gente.

Es sábado por la noche, pero aquí no existe esa neuro-


sis yankee-argentina que obliga a salir adonde sea y en las
condiciones que sea, así termines bebiendo solo en la ba-
rra de un bar tecno.
Luego de tomar al atardecer en un pub de Rennes unas
cuantas “Telenn Du” —esa áspera cerveza bretona de trigo
negro—, estamos de nuevo en lo de Tonio (le encanta que lo
llame así) para una relajada cena con su amiga y los padres
de ella. El menú es el oficial de Bretagne: galettes y sidra.
Las galettes son unas enormes crêpes, de unos 50 centí-
metros de diámetro, que los bretones rellenan con jamón,
huevo, quesos, hongos, tomates, salchicha y todo elemen-
to que se te ocurra, combinándolos de todas las formas po-
sibles. No tiene sentido acompañarlas con otra cosa que no
sea buena sidra bretona, que a mi parecer es muy superior
a la asturiana o la normanda. Y luego, de postre... más ga-
lettes, ahora con chocolate derretido, frutillas y todos los
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frutos rojos que se consigan, azúcar, dulces, otras frutas y,
nuevamente, todo lo que se te ocurra y combinado como
se te ocurra. La sidra, a los postres, se reemplaza por sidra.
Primero era brut, generosa y aromática; y luego doux, fru-
tal y azucarada. Siempre lo mismo, siempre diferente. Lo
cual es también una buena definición del espíritu bretón,
y del espíritu celta en general.
Tonio aprovecha para enseñarme a preparar la masa y
hacer las galettes.
Tomen nota:

Se necesita un kilo de sarrazin, es decir harina de trigo


negro. Se le puede incorporar hasta un 20% de harina blan-
ca, para aumentar la fermentación. Y algún otro agente de
fermentación más creativo, como sidra o miel. Pero primero
se le agregan unos 30 gramos de sal a la harina, algo de pi-
mienta para levantar los aromas, y se la comienza a traba-
jar con unos 80 cl de agua y una sola mano.
Se va agregando agua a medida que sea necesario, has-
ta obtener una pasta bastante espesa (mucho más que las
crêpes comunes de harina blanca que todos conocen). Lue-
go se la puede dejar reposar de acuerdo a la fermentación
que se desee; obviamente, cuanto más repose, más fermen-
tará. Y cuanto más líquida la pasta, más difícil será luego de
manejar en la cocción de la galette; por eso hay que cuidar-
se de no exagerar con el agua y trabajar mucho con la mano.
Luego hay que tomar una sartén para crêpes (en Bretag-
ne tienen unas de hasta 60 centímetros de diámetro, pero son
difíciles de conseguir en el resto del mundo), derretir una bue-
na cantidad de manteca (al menos una cucharada grande),
colocar una cucharada de pasta en un rincón y luego distri-
buirla con el filo de una espátula por toda la superficie hasta
darle un espesor más bien delgado pero consistente; digamos
unos 4 milímetros. Se la deja cocinar hasta que toma color, y
entonces se colocan encima —sin sacarla aún de la sartén—
los ingredientes que se vayan a usar. Luego se dobla la galet-
te cerrándola hacia arriba sobre los ingredientes de distintas
formas —cuadrado, rombo, pañuelito—, y se la sirve.
Pocas veces comerás algo tan glorioso.
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Hacia la medianoche, luego de vaciar algunas bote-
llas de la dulce “Vallée de la Seiche” con los postres, vol-
vemos a destapar una brut de “Le Coëtquen” para fumar-
nos unos buenos cigarrillos que Tonio arma con una
habilidad pasmosa. Como los bretones consideran que los
precios de las marcas comerciales de cigarrillos son una
estafa intolerable, están haciendo un boicot consistente
en fumar cigarros armados a mano. Fue alucinante ver es-
ta tarde en el pub de Rennes a todos esos jóvenes que vi-
ven en una sociedad privilegiada armando su tabaco co-
mo hippies anacrónicos u obreros de la construcción
tercermundistas. En cuanto a mis Winston, Tonio direc-
tamente me los prohibió. Traté de poner como excusa que
siempre los compro en free-shops, así que los pago poco
más de un euro por paquete. Pero fue peor.
“Eso es, justamente, una prueba más de la estafa. ¿Por
qué, entonces, quieren que la gente los pague cuatro o cinco eu-
ros? No hay que consumirlos, no es ‘equitable’. Toma, aquí te
armé otro...”.
Debo rendirme y guardar los Winston en la valija.
Tengo que reconocer que es difícil negarse a esa convic-
ción apasionada que transmite Tonio cuando habla de una
sociedad “equitable”. La combinación de su entusiasmo y
esa palabra inventada —una mancha en su español impe-
cable— le da a la cuestión un toque de humanidad y ter-
nura que acaba por desarmarte. Ok, Tonio, vamos a ser
“equitables”.
“C’est bien pour toi, mon ami?”.
“C’est très bien, Tonio... Trop de la balle...”.

Domingo, casi mediodía. Desayuno bien breizhad: pan


de trigo negro, confiture de frutos del bosque, kilos de
manteca, dulce de leche que le traje a Tonio de Buenos Ai-
res, quesos, palets croustillants et fondants pur beurre, y las in-
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creíbles galletas de la “Mère Poulard”, pur beurre también,
por supuesto.
Cuando ves comer a los franceses te preguntás cómo
pueden tener, en su mayoría, esos cuerpos delgados y salu-
dables. Se alimentan abundantemente con todo lo que los
imbéciles yanquis dicen que no se debe comer (generando
epidemias de anorexia en lugares sin cerebro como Buenos
Aires). Cuando los médicos americanos vieron que ya no
podían negar la evidencia de que estas personas, que según
sus preceptos deberían directamente estar muertas, son mu-
chísimo más sanas que su obesa sociedad, no se rindieron ni
cambiaron sus teorías: simplemente bautizaron el supuesto
fenómeno como “la paradoja francesa”. Típico de la abstru-
sa y grosera mentalidad yanqui: su ciencia no se equivoca,
los que se equivocan son los franceses al no reventar.
Pero qué puede esperarse de una sociedad que sólo sir-
vió para producir dinero y gente obesa... No merecen el
menor respeto. Carecen de toda refinación y sensibilidad.
Y no hay que confundirse con el asunto del arte y la cultu-
ra, eso no es cosa yanqui: el 90% de esa maravilla fue pro-
ducido en apenas un siglo por judíos y negros. Y el resto
por irlandeses, y últimamente algún latino.
Los últimos verdaderos americanos interesantes se ex-
tinguieron con el siglo XVIII, y en realidad eran ingleses.
Tipos que eran capaces de arrojar al agua un cargamento
de toneladas de té, como hicieron los “Hijos de la Liber-
tad” disfrazados de mohicanos en el puerto de Boston a fi-
nales de 1773, porque no iban a aceptar que la corona bri-
tánica lo gravara; un té con impuestos (aunque en la
práctica la gente lo pagaría más barato que antes, ya que
provenía de la Compañía de las Indias) era un inadmisible
ataque a la libertad y la autodeterminación del pueblo.
¿Cómo fue que la obra de esas mentes doblemente
privilegiadas —eran ingleses y eran libertarios—, perfec-
ta en su formulación (¡qué gran escritor era Jefferson!,
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¡qué talento incendiario el de Madison!), se mantuvo vi-
gente hasta hoy pero fue degenerando durante el último
siglo hasta derivar en la apestosa materia humana de la so-
ciedad yanqui actual? Quizá justamente por eso: porque
es un éxito demasiado prolongado. Nada peor puede pa-
sarle a una nación, a un ser humano, a un artista... El éxi-
to inamovible —así como el perpetuo fracaso— degenera.
Lo amorfo e innoble nace del éxito prolongado.
El único aporte genuino de la mentalidad yanqui del
último siglo al mundo es una mentira perversa: la idea de
que para juntar dinero hace falta inteligencia. Muchos lo
creen, y eso explica la entronización de la brutalidad supi-
na. Lo creen en mi país, por ejemplo. Por eso amo a Fran-
cia, donde podés estar semanas enteras sin oír una sola re-
ferencia a Estados Unidos, donde en realidad se percibe un
sano desprecio por esa sociedad inculta y de vuelo tan ba-
jo. Los americanos son seres elementales y pobres (excep-
to en dinero), con la astucia animal, eso sí, de no extermi-
nar a judíos, negros e irlandeses; como pago por esa
“tolerancia” que nadie tendría por qué pagar, se apropian
de sus productos anexándolos a un patrimonio cultural
que sin ese aporte sería a esta altura casi inexistente por-
que se hubiera detenido en Thoreau y Whitman. Pero esa
astucia sí les funciona, la usan muy bien. Por ejemplo: el
mundo lamenta la muerte del —así se lo mencionó en to-
das partes— “escritor norteamericano” Saul Bellow. Y Be-
llow, además de haber nacido en Canadá, sólo puede ser
definido como un escritor judío. Pero todos aceptamos la
apropiación, cuando lo que tenía de yanqui era el escena-
rio de alguna de sus obras. Y yo no soy un escritor francés
por escribir sobre mis días con Tonio en Bretagne.
Que afortunadamente carecen de discusiones sobre
Estados Unidos. Cargamos en el coche dos guitarras, una
carpa, algunas ropas, y nos preparamos para una mini-ro-
ad movie por la Bretagne. Tenemos un solo destino fijo:
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Trébrivan, un pequeño pueblito en Côtes d’Armor donde
esta noche tengo una cita. Jean-Charles Guichen, un gui-
tarrista bretón, me invitó a la fest-noz donde tocará hoy.
Rumbo a Trébrivan, entonces. Antes y después, nues-
tra guía será el viento.

La primera parada es mágica: Paimpont, un pueblo


rodeado de 6.800 hectáreas de hayas y robles que en
otros —y mejores— tiempos se conocieron como el Bos-
que de Broceliande.
Sí: el de Arturo, el de la Dama del Lago, el de la espa-
da Excalibur y la espada en la piedra. El bosque de Merlin.
Cuando terminamos el desayuno había cesado de llo-
ver. Llegando a Paimpont, mientras al costado de la ruta
se ve agitarse la mágica foresta, la lluvia recomienza. No
hay nada especial en ello.
“En Bretagne”, dice Tonio, “llueve todos los días menos los
domingos, que llueve dos veces”.
Se trata más bien de una llovizna permanente que los
bretones llaman “crachin”; la palabra deriva del verbo “es-
cupir”, y no hace falta más explicación.
A través de un arco y una puerta medievales se accede
a la calle de entrada a Paimpont, la rue du Gal-de-Gaulle.
A pocos pasos de la entrada un cartel te informa que estás
e bro Marzhin7. Como si algo a tu alrededor te lo hiciera
dudar...
A metros del cartel, sobre la vereda izquierda, está la
pequeña y encantadora boutique de Isabelle y Patrick, un
delicioso caos perfectamente ordenado en el cual podés en-
contrar armas y armaduras artúricas, bijoux medievales, el-
fos, korrigans y hadas bretonas, miel de frutos del bosque
mágico, instrumentos musicales, libros antiguos, incien-

7 “En tierras de Merlin”


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sos y perfumes, y casi cualquier cosa que imagines que de-
bería haber en un sitio como este. Todo el tiempo sentís
que hay miradas detrás y entre los objetos. Todo el tiem-
po sentís la mirada socarrona de Merlin en la nuca.
Sólo aquí podía encontrar una edición del libro de
Hersart de La Villemarqué sobre el Encantador, un facsí-
mil de la edición de 1890. Que se viene conmigo, por su-
puesto, junto con un par de bellos colgantes celtas para
mis hijas y dos estatuillas de korrigans para Majo.
Siempre armando cigarrillos a mano, vamos a ver el
Château de Comper, junto al lago bajo cuyas aguas Mer-
lin construyó un castillo de cristal para su amada Viviane,
y el Pont du Secret, donde, cumpliendo la profecía de
Merlin, se concretó la traición de Lancelot, que amaba
mucho a su amigo y rey Arturo pero más a su esposa: en
este lugar, Lancelot se acostó por primera vez con Gine-
bra. Y la Fontaine de Barenton, donde Merlin conoció a
Viviane. Y, en dirección a Trehorenteuc, el Valle Sin Re-
torno. Entre su niebla inquietante y sus altísimos árboles
quizá vague todavía el hada Morgana, hermana de Artu-
ro, que por despecho hechizó el lugar con un curioso en-
cantamiento: quien pasara por aquí y fuera culpable de in-
fidelidad, jamás podría volver a salir. Sólo se sabe de uno
que pudo hacerlo: Lancelot, que siempre fue fiel a su amor
adúltero por la infiel Ginebra. Esto habla de cierta elasti-
cidad en el concepto de fidelidad de Morgana, por cierto.
Tonio y yo, de todos modos, preferimos no internarnos en
el neblinoso paisaje.
Seguimos viaje. La Bretagne rural desfila ante mis
ojos. Entramos en las villes aunque sea para dar tres o cua-
tro vueltas: Gaël, Trémoret, Merdrignac, Plémet, Loude-
ac, Saint-Caradec, Gouarec, Kervenez. En Rostrenen nos
toca nuestra dosis de galettes, con un par de refrescantes
botellas de “Beuk”, una gaseosa que los bretones llaman
con orgullo “la Coca Cola antiimperialista”. Los amo.
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Por la ruta Tonio se queja de la clase política francesa,
que vive entre negociados corruptos y no mira por el bien
común, y sube al poder prometiendo cosas de las que
cumple sólo la mitad, y el que viene después echa abajo
esa mitad como queriendo borrar el recuerdo de su ante-
cesor, y...
Parecería estar describiendo a los políticos argenti-
nos. Pero Francia funciona perfectamente a pesar de ello,
mientras Argentina es el reino de la desidia y la autodes-
trucción. Si no son los políticos, ¿cuál es la diferencia, en-
tonces? Que esta gente es mejor, mientras que los argen-
tinos son simplemente estúpidos. Una sociedad suicida,
donde las personas no se matan efectivamente y en masa
porque el suicidio es una forma extrema de la autocrítica,
y de esta los argentinos no conocen ni la forma más su-
perficial. Profesan, eso sí, una forma bastarda y estéril de
autocrítica, que es la queja. Y la mezclan con una iluso-
ria soberbia.
“Dios es argentino”, dice una de las frases más popu-
lares de mi país. Lo cual explicaría la inclusión de Bush y
los yanquis, de Madonna y sus fans, de la envidia, del cán-
cer, del empleo con sueldo fijo, de Mel Gibson, del siste-
ma financiero, de los vegetarianos y de los mismos argen-
tinos en el plan de la Creación.

Volvió a salir el sol. ¿Cuántas posibilidades hay de


llegar a un pueblo lejano y casi escondido como Trébri-
van y estacionar en el predio de la fiesta en el mismo se-
gundo que lo hace Guichen? Casi ninguna, pero ambos
bajamos en el mismo momento de los respectivos co-
ches... La vida puede ser mágica, si la ayudás un poquito.
El lugar es un inmenso campo abierto con un gran
galpón donde tocarán los músicos, rodeado de una decena
de puestos que con Tonio nos dedicamos a disfrutar de en-
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trada. Antes que nada, sidra. Una modesta y noble cidre
fermier de Daniel Le Maitre. Las primeras las bebemos en
las bolées tradicionales, que son como una taza de té pero
del doble de tamaño; en un par de horas lo estaremos ha-
ciendo directamente de la botella. En otro puesto nos ha-
cemos con unas merguez, esas salchichas picantes que, sim-
plemente, te hacen feliz. Y sidra, más sidra.
Alguien nos señala al alcalde del pueblo, que acaba
de llegar y habla con un par de vecinas. Tonio entonces
se lanza hacia él. Lo veo cruzar algunas palabras, y vuel-
ve sonriente.
“Tenemos el permiso del alcalde para armar la carpa aquí
mismo”.
Es una buena noticia, porque en el estado en que va-
mos a estar cuando termine la fiesta Tonio no va a poder
conducir ni su mano hasta su oreja para rascarse.
“Viens, viens...!”, me dice de pronto tomándome de un
brazo y arrastrándome hacia más allá del galpón, donde,
se está jugando una fecha del campeonato oficial bretón de
Palet sur terre. El juego consiste en lanzar unos pesados dis-
cos metálicos de unos 10 centímetros de diámetro a un
montoncito de estiércol ubicado a 18 metros del lanzador,
dentro del cual hay enterrado otro disco mucho más pe-
queño. Básicamente, el mejor tiro es el que se clava más
cerca de este disco pequeño. También los jugadores se
asombran de mi presencia, cuando Tonio les cuenta de mi
lejano origen. Prácticamente me obligan a hacer un curso
acelerado de palet y a jugar una vueltita extraoficial. Mi re-
sultado es patético, obviamente, pero los campesinos bre-
tones me abrazan y me convidan con más sidra. Mersi bras,
kamaraded!
Estamos terminando de armar la carpa cuando oímos
pruebas de sonido. Es hora de meterse en el galpón, que
contiene a todo el pueblo. Cuando entramos, una bretona
colorada y sonriente me toma la mano y me aplica en el
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dorso un sello que dice: Comité d’Animation. Jean-Charles
ya está en el escenario junto con Soïg Sibéril, a quien ado-
ro, y Patrice Marzin. El trío de guitarras empieza a tocar
y todo el mundo se toma de los dedos meñiques en una
ronda sin fin para el baile tradicional bretón. Cómo em-
bocan los pasos en los momentos de improvisación casi free
del trío, escapa a mi comprensión. Pero el baile no se de-
tiene, y por supuesto, apenas Jean-Charles menciona por
el micrófono mi calidad de invitado especial “d’Argenti-
ne”, paso a ser uno más de la ronda, yo que ni siquiera
puedo caminar sin enredarme con mis propios pies. Pero
la sidra corre y tout va bien.
Del trío de guitarras pasamos a Les Frères Morvan, dos
hermanos que suman entre ambos unos 700 años y cantan
a capella, el estilo de canto con respuesta que los bretones
llaman Kan ha Diskan. Y la ronda sigue. Y aparece Diaou-
led ar Menez (“el diablo en las montañas”), la banda de Mé-
laine Favennec, y muero de gozo. No sabía que este incre-
íble personaje estaría aquí hoy. Tengo entre mis discos
cosas que Favennec grabó hace treinta años y siguen sien-
do experimentales aún hoy, y a la vez hace música tradi-
cional bretona, y es también el mejor baladista que escu-
ché jamás exceptuando quizá a Dylan y Liam Clancy, y en
todos esos aspectos es él mismo. Siempre me identifiqué
con él porque tiendo a la diversificación, y también por-
que la imagen que veo hoy es quizá muy parecida a la que
tendré a su edad: un viejo-joven loco sobre un escenario,
con los pelos blancos largos y despeinados hacia los costa-
dos, riendo, cantando, viviendo a morir.
Esto es la fest-noz, la fiesta de la noche de los bretones.
Jóvenes y viejos bailando meñique con meñique sin parar,
sidra, salchichas y galettes, música y la fuerza de tener una
cultura mágica y ancestral que los une. Tomamos una si-
dra, una más, con Jean-Charles, Soïg (que llegó apenas es-
te mediodía de Bologna, donde tocó ayer) y Patrice, y les
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prometo que les organizaré un concierto en Buenos Aires.
Mélaine se me acerca sonriente y me dice al brindar: “Gra-
cias por bailar nuestra música. Yec’hed mat!”.
Tonio se pierde detrás de una bretona albina y gene-
rosa. La medianoche quedó muy atrás, y el galpón co-
mienza a vaciarse. Recién cuando Soïg me saluda al irse
me entero que vive aquí, en Trébrivan. Ok, mañana nos
vemos en Chez Alfred, el único bar de la plaza del pueblo.
Cuando por fin me voy para la carpa, cerca de las dos
de la mañana, no quedan luces encendidas en todo el pre-
dio. Estoy a oscuras en medio del campo y no hay estrellas
porque el crachin es cada vez más intenso. Llego alumbrán-
dome con fósforos que se apagan en un par de segundos, y
me maldigo por no haberle hecho caso a Tonio y haber in-
flado mi colchoncito antes de la fiesta. Paso unos quince
minutos en la oscuridad total y bajo la lluvia que se va ha-
ciendo más intensa, dándole al jodido inflador manual.
Entro a la carpa palpando bultos cuyo número no
quiero establecer (hasta dos estaría todo bien, pero parece
haber alguno más, aunque puede ser obra de la oscuridad
y la sidra acumulada en mí). Me echo sobre mi colchone-
ta inflada, me tapo hasta la nariz, y la lluvia empieza a
caer con una violencia de fenómeno primordial. No sé si
el techo de la carpa resistirá, no sé si la armamos sobre te-
rreno inundable, no sé si en un rato estaremos navegando
sin rumbo. Sólo sé que el estruendo de la lluvia sobre mi
cabeza es el final sinfónico de una noche en que la felici-
dad está a punto de devorarme. Me voy dejando caer en la
garganta onírica de la noche bretona, oyendo cada vez más
desde lejos la voz de cello de Gilles Servat cantando su
canción que tantas veces escuché a miles de kilómetros de
aquí y ahora puedo hacer mía: “Par chance, et aussi par vou-
loir, je dors en Bretagne ce soir”...
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A la Place de l’Eglise, a desayunar en “Chez Alfred”.
Soïg no está, sólo se lo ve en un póster junto a Laurent
Jouin. La deliciosa Mme. Martorana nos prepara el café-
au-lait aunque es casi mediodía y los lugareños están to-
mando aperitivos. El pequeño bar es pintoresco y tierno,
y desde la plaza entran por las dos ventanas de madera
oleadas de paz pueblerina. Hay tanta delicadeza en todo
—los manteles tejidos de las mesas de madera antigua, el
color puro de la luz de la plaza, la pintura blanquísima y
el cartel rojo de la casita con techo verde a dos aguas don-
de funciona el bar, las botellas preciosas alineadas detrás
del viejo mostrador, el olor del pan calentándose y del ca-
fé hecho a mano limpia— que es imposible no enamorar-
se de este momento fugaz y permanente. Mme. Martora-
na me da una tarjetita con la foto de su bar, y sé que cada
vez que la mire mi alma sonreirá y se prometerá volver.
Y que lo hará una y otra vez.
El resto de la road-movie por Bretagne es vertiginoso.
Tonio tiene al menos un amigo en cada ciudad, pueblo o
puerto. Vamos y venimos del interior a la costa, de belle-
za en maravilla, sin parar. Son tres o cuatro días de aluci-
nación. Pasamos por Carhaix-Plouguer, Moustéru, Guin-
camp, Tréguier, Perros-Guirec, Pommerer, Lamballe,
Créhen, Dinard, Pleslin-Trigavou, St. Servan-sur-Mer y
veinte más.
En Lannion, un profesor de brezhoneg (lengua bretona)
me cuenta toda la historia de la lucha por mantener viva
la idea de la independencia de estos celtas indomables.
Ah, la Blanche Hermine! Vivent Fougères et Clisson!
En Dinan una de esas tormentas bíblicas nos sorpren-
de comiendo nuestras galettes bajo el colorido toldo de un
restaurante tan bello como todo en esta ciudad antigua y
señorial, quizá una de las más hermosas de Europa.
En Enez Veur (“Isla Grande”) me entero por fin de lo
que es estar en el fin de la tierra. Recorremos toda la isla
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a pie en una hora, y veo bajo la luz difusa del neblinoso
atardecer al mar rompiendo contra las rocas de granito ro-
jo, de increíble granito rojo. Y también veo lo que canta
Servat: la llovizna oblicua acribillando de reflejos las pie-
dras megalíticas, como sacándolas de su silencio mineral.
Y después, con una taza de chocolate y unas galettes pur
beurre, aprendo más palabras bretonas en la casa de piedra
de otro amigo de Antoine.
En Saint-Malo caminamos de noche las calles empe-
dradas hasta encontrar un pub que me hace sentir un
hombre de mar como los que describen las infinitas chan-
sons de marins de los bretones, y luego caminamos también
por la oscura muralla sobre el mar oscuro, el mar sobre el
que navegan los barcos fantasmas de los corsarios maloui-
nes, y uno no sabe si son las olas o son los espectros los que
murmuran más allá de la muralla, y borrachos de tanta
música y tanta leyenda nos vamos a dormir a la casa de
otro amigo de Antoine, que nos hace té y nos canta sus
canciones; comenzó a componerlas hace unos meses, cuan-
do no quiso ser más un joven con futuro empresarial y lo
dejó todo para “expresarse a sí mismo”, como explica an-
tes de cantar la canción que le escribió a su mesita de luz...
Cuando me despido de Tonio en la estación de tren de
Rennes, me estoy llevando a Bretagne metida hasta los
huesos. Aquí, en esta tierra donde Flaubert soñó con la
momia de Cleopatra y juró que daría todas las mujeres a
cambio de tener no a Cleopatra, sino tan sólo a su momia,
aquí se queda un terrón esencial de mí. Aquí vendré a mo-
rir algún día. Trugarez, amada Breizh! Desde hoy seré por
siempre tu hijo en el exilio.

Podés amar muchos lugares, podés echar raíces mil


veces, podés envejecer y quedarte quieto, pero Paris es esa
puta a la que no podés dejar de regresar una y otra vez.
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El primer día lo voy a dedicar a ver a un par de edito-
res, como simulando que tengo una razón seria y adulta pa-
ra estar aquí. Me instalo en Montparnasse, en el pequeño
hotel de la rue Pasteur, y enseguida voy al Boulevard Edgar
Quinet a ver a la espléndida Elisabeth. Tiene algo más de
40 años, pero de alguna forma logra verse más sensual e in-
accesible cada año que pasa. El coqueteo entre nosotros
consiste en que Elisabeth siempre parece dejarse convencer
de que debe publicar algo mío, y siempre el proyecto se des-
vanece con la distancia. Habla un español perfecto, pero
sólo se dirige a mí en francés. Y yo soy feliz con sólo saber
que el año próximo la volveré a ver y otra vez fracasaré en
convencerla.
Salgo y tomo el métro hacia Vincennes. Allí está Fran-
çois, que lleva casi dos años preparando la edición de mi li-
bro de historietas. Pas de probleme, François, la vida es larga
y hay tiempo para todo.
“Cette année, bien sûr... Ouais, ouais, cette année...”.
Ça va, François. Mandame una paloma mensajera
cuando salga el libro.
De regreso en Montparnasse, paseo un rato por el ce-
menterio. Una mujer de 80 o 90 años toma sol en uno de
los bancos entre las tumbas; o quizá esté haciendo el pe-
riodo de adaptación.
Hola, Beckett, seguís acá... ¿qué esperás para mudarte?
Tout va bien, Cioran? Me alegro...
¡Oh, Alekhine! ¿Todavía resentido por aquella jugada
equivocada contra Nimzowich en Petersburgo?
Ah, Gainsbourg... Nunca me lo vas a contar, ¿no?
Bien, hasta la próxima, muchachos...

Al atardecer voy a Montmartre, a comer unas papas


fritas en Chez Eugene, como me enseñó Brel. ¿Está David
este año? Sí, está. Viene a atenderme cuando me siento a
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una mesa de la vereda de cara a la Place du Tertre. No me
olvidó, casi podríamos decir que somos amigos. Será por
la forma en que nos conocimos. Yo había comido mis fri-
tes, dejé un billete sobre el platito donde estaba el ticket,
David lo tomó y dejó las monedas del cambio. Como me
demoré un par de segundos en tomarlas, David las mano-
teó, asumiéndolas como propias. Pero reaccioné por refle-
jo y mi manotazo llegó una décima de segundo antes que
el suyo (Niels Bohr explicó científicamente por qué el
malo de los westerns saca su arma antes pero es el bueno el
que lo mata, lo cual podría aplicarse a este caso). Nos mi-
ramos un segundo, y nos echamos a reír a carcajadas.
Se hace de noche, y tengo ganas de una copa de buen
vino. Entro en “Le Tire-Bouchon”, un lugar donde Brel
solía cantar a comienzos de los ‘60. Ahora tiene todas las
paredes cubiertas por capas y capas de notas y tarjetitas
que los turistas fueron dejando a lo largo de los años. Me
siento junto al pianista, que está sumergido en una densa
improvisación sobre el “Waltz for Debbie” de Bill Evans.
Un gordo yanqui deja un momento a sus dos perfumadas
gordas, se acerca al pianista y le susurra algo al oído. Sin
dejar de tocar, el pianista estira su cuello imposiblemente
con un gesto de horror sobrenatural estampado en el ros-
tro y un largo y gutural “¡Noooo...!”. El gordo retrocede
espantado. El pianista se va serenando mientras termina
su improvisación, y entonces se vuelve hacia el gordo y le
grita en inglés que él toca lo que quiere y no acepta pedi-
dos de nadie. De hecho, el animal —sordo y estúpido por
su “yanquilismo”— debe haberle pedido “My way” o
“New York New York”.
El pianista vuelve a tocar, y yo trato de no respirar pa-
ra evitar irritarlo. Es bueno, eso sí, endiabladamente bue-
no. De pronto, en medio de una improvisación, deriva en
“Moonlight in Vermont”, y la canta con una voz pequeña
pero cargada de una tremenda melancolía que con la últi-
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ma frase y el último acorde se quiebra gloriosamente. An-
te mi terror oigo salir una frase de mis labios:
“Such a lovely song...”.
Espero el ladrido, pero en vez de eso el pianista se
vuelve hacia mí y asiente con los ojos entrecerrados y una
media sonrisa mientras comienza con los acordes de “Blue
Monk”.
He hecho otro amigo. Bravo. Entonces esta segunda
copa de vino es a tu salud, Jerome Sedeyn. Por “Moon-
light in Vermont”, que nos unió...
Bebo un sorbo y comprendo que una vez más lo logré.
Me siento limpio. Estoy curado. Otra copa a tu salud, Je-
rome. Tócala de nuevo...
Mañana quizá llame por teléfono a Majo. ¿Por qué no?
O mejor: Pourquoi pas?
Si todo podría ser tan fácil...

Voy al pequeño cibercafé de la Rue de Vaugirard a re-


visar mi casilla de e-mail. Entre los 200 mensajes que no
pienso responder, hay uno de Merlina K. Veamos...

De: Merlina K. [mailto:Merlina@hotmail.com]


Enviado el: miércoles, 15 de diciembre 20:10
Para: clancy@tutopia.com
Asunto: ADN

Todo mal. No se te ocurra volver. Todavía no me repongo de la


sorpresa, para mí totalmente inesperada.
Tu examen de ADN dice que el vello púbico hallado en los labios
vaginales de la víctima tiene un 99,9% de posibilidades de ser
tuyo.
No quiero ni siquiera imaginar cómo esto es posible. Preferiría no
volver a saber nada sobre vos y este asunto. Pero como tu abo-
gada tengo que decirte que no te aparezcas por Buenos Aires, y
que te comuniques conmigo. Obviamente, en forma urgente.
Merlina.


No virus found in this incoming message.
Checked by AVG Anti-Virus.
Version: 7.0.308 / Virus Database: 266.9.18 - Release Date: 19/06/2005
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(...). (...). Blerwm blerwm. (...). Manos cerradas sobre la
nariz, respirar anhídrido carbónico. La hiperventilación va
cediendo. (...). (...). Blerwm blerwm...
Bueno.
A ver...
¿Qué cosa puede hacer un asesino argentino en
Montparnasse?
Caminar un poco. Pensar... no, eso es imposible en es-
te momento. Caminar... Sentarse en un café. En la vereda
de un café. Sí. Eso sí. Incluso pedir un café. No, una Guin-
ness. Sí, también es posible. ¿Qué más?
¿Qué puede hacer un asesino suelto en Montparnasse?
Ya sé. Escribir una novela.
Ça craint! Escribir una novela. Ahora mismo. A ver,
en este cuadernito. Sí, después lo paso a ese otro grande de
tapa dura que compré en Dinan. Tengo que empezar aho-
ra mismo. A ver...
“Escribir en este estilo —sin preocuparse por inventar persona-
jes, sino tomando a gente conocida y embadurnando las páginas con
sus miserias— es genial. Porque después lo van a leer tus amigos,
la gente que te quiere... y van a dejar de quererte. Qué alivio...”.
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Infernus: hic bibitur...

El infierno tiene cosas para ofrecer. Es bien sabido que


en la paz no pasa nada. Lo primordial en la vida es el estí-
mulo. Porque te permite simular que la vida tiene algún
sentido.
Estímulo: que cada vez que tengas un momento de
tranquilidad aparezca algo que te intranquilice. Que te
mueva, que te descentre. Si las aguas están quietas mucho
tiempo se estancan y se pudren.
Todo esto es obvio, pero sin embargo en este apocalip-
sis del mundo gay (recordemos que hablar del final de un
mundo significa decir que está en su apogeo: por eso mis-
mo se sabe que ya comenzó el final) la mayoría de las per-
sonas sigue rigiéndose por las pulsiones del merchandising
de la Multinacional del Espíritu y el Afecto, y sólo se in-
teresa por bestialidades y mamarrachos como lograr el do-
minio de uno mismo, alcanzar la armonía interna y con el
entorno, decidir libremente sobre la propia vida, y toda
clase de idioteces ilusorias por el estilo.
Sí, entiendo que la tentación es grande: son ideas que,
si sos un miserable —como la mayoría—, te ayudan a di-
simular esa incómoda condición de marioneta del azar que
la vida impone. Estás condenado, pero hacés como que no
te enterás. En otras palabras, sos un pelotudo.
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Porque lo único que hay para vivir es esa condena. A
lo sumo, con talento, podés convertirla en arte. La diferen-
cia entre Sade y un pelotudo es que Sade elegía sus conde-
nas. Hacía malabares con ellas, era un divino equilibrista
del azar.
La vida es una maldición. Y la única forma de anular
el peso de una maldición es aceptándola, porque todo su
efecto aplastante se apoya en la resistencia que se le opo-
ne. Esa aceptación es, en realidad, una forma de rebeldía.
Y la única posibilidad de sentirse libre.
La libertad no existe, sólo hay ese estado de perpetua
rebeldía. Son las cadenas las que te hacen libre. Y las con-
denas. Y las maldiciones. Ser libre no es la pelotudez idí-
lica de los románticos de cualquier signo. Ser libre es una
violación. Implica siempre una violación. Cioran se equivo-
caba al decir que “vivir es estar acorralado”. Vivir es vio-
lar el corral: recién ahí empieza la vida, la libertad, la cre-
atividad, la pulsión del instinto.
Como “presos del vicio”, Sade o Masoch disfrutaban
—en su abandono, en el rendirse a sus obsesiones— de
una libertad que ningún “libre” moderno y new-age cono-
ce ni conocerá jamás.
Las condiciones sociopolíticas ideales para ejercer una
libertad profunda son simples. Mi amigo Kike las define
así: sube al poder una especie de monstruo, y enseguida
redacta la siguiente Constitución:

“Art. 1: Está todo prohibido”.

El Artículo 2 no existe, en virtud del Artículo 1.


En semejante marco social la vida sería una explosión
de libertad, porque todo lo que hicieras, aún el mínimo
movimiento, estaría violando algo. Sería una sociedad
compuesta íntegramente por “Juanas de Arco”, ya lo sé.
¿Y? ¿Cuál es el problema? El mundo sería una gran ho-
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guera, y las vidas se desintegrarían vertiginosa y gloriosa-
mente. ¿Qué más podés pedir?
Es mejor que este mundo congelado en el cual, para
casi la totalidad de las personas, vivir es como prender y
apagar un fósforo: el único indicio de que sucedió algo es
que se consumió un poco del oxígeno de la atmósfera.
Me dedico a pensar en cuestiones como estas fuman-
do un cigarrillo y mirando el río, apoyado en la barandi-
ta, en lo alto del viejo faro de Colonia (no la alemana: la
de Uruguay). Mañana a la mañana, Merlina me vendrá a
buscar para llevarme en auto hasta Carmelo, y de ahí en
lancha para entrar por el Tigre a Buenos Aires. Es decir
que este cuerpito mío será mercadería de contrabando,
porque nadie registrará mi ingreso a mi propio país. Ge-
nial. Soy “The Fugitive”. What’s up, doctor Kimble?
Mejor bajo ya, porque si Osvaldo me da un solo ma-
te más voy a vomitar de tal forma que desde abajo van a
pensar que el faro entró en erupción y su lava sepultará la
ciudad.
“¿Vas a comer en lo de Carlos y Yayi?”, me dice mien-
tras bajamos la escalerita de caracol.
“Supongo que sí, les avisé esta mañana...”.
Cuando estamos saliendo nos topamos con una pareja
de turistas alemanes que quieren visitar el faro. Dejo a Os-
valdo tratando de explicarles en su charrúa básico que ni
loco se queda un solo minuto más de lo que marca su ho-
rario de trabajo, y encaro hacia lo de Carlos y Yayi.
Tienen una preciosa casita a unos pasos del faro, sobre
una solitaria calleja paralela al río, en el sector más anti-
guo de esta ciudad colonial. En la parte de adelante insta-
laron su exclusivo restaurante, que consta de sólo cuatro
mesas. Si pensás ir a cenar tenés que avisarles el día ante-
rior, porque ellos cocinan lo que se les antoja y te atienden
y se comportan como si realmente estuvieran recibiendo
amigos personales en su living. Cuando alguien te invita
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a cenar a su casa no te presenta una carta para que elijas el
menú, ¿verdad? Aquí es igual... excepto que paga el invi-
tado (sólo dólares, please).
Junto a la entrada, como siempre, está el telescopio
de Yayi. El sol ya casi se hundió en el río —lo hace a una
velocidad pasmosa—, así que es uno de los momentos
claves para echar una miradita.
“No, no, para allá no”, dice Yayi saliendo a la vereda.
“Esperá, esperá”, y acomoda el telescopio. “Ahora sí. Mirá,
dale...”.
El misterio insondable y la inefable belleza del espa-
cio infinito me importan muy poco, a decir verdad. Pero
siempre hago esto como una gentileza hacia Yayi. Lo pre-
dispone bien, lo cual redunda en aún mejor atención.
Yayi y Carlos son argentinos. Llegaron al Uruguay ha-
ce cinco años, y se instalaron en Colonia para empezar una
nueva vida. La homosexualidad de Yayi es expresa y evi-
dente, pero Carlos parece un heterosexual arquetípico; de
hecho, su esposa también vive aquí. Y los tres comparten
esta vida secreta alejada de las miradas censoras de hijos,
parientes, socios y amigos. Cuál es exactamente el pacto
entre ellos, no lo sé; como tampoco el concreto funciona-
miento interno de la pequeña tribu de tres que fundaron.
Pero se respira discreción y delicadeza, y parece reinar, al
menos por lo que suelen contar Yayi y Carlos, una envidia-
ble complicidad casi masónica entre todos. Quizá un día la
cosa explote, y los tranquilos vecinos de Colonia se sor-
prendan con la noticia de que alguno de los tres fue asesi-
nado bestialmente (no alguno de los tres, en realidad, sino
Yayi o la esposa; Carlos puede aliarse con uno u otra, pero
no es razonable una alianza entre ellos contra Carlos). O, y
esto sería más acorde con el espíritu secreto de la tribu de
tres, simplemente Yayi o la esposa desaparecerán un día sin
dejar rastros, con la discreción que los caracteriza. Esto ava-
la también la idea de que Carlos siempre estará en el dúo
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superviviente. Porque, si bien ahora se dedica sólo a las es-
pecialidades de repostería y en Buenos Aires llevaba mu-
chos años regenteando sus propios restaurantes, Carlos hi-
zo su primer dinero empezando desde muy abajo en el
negocio de la carne, y por eso conoce al dedillo las técnicas
de faenamiento manual.
“¿Qué voy a cenar, Yayi?”.
“Vos sentate y esperá. Y no enciendas ese cigarrillo, no quie-
ro que interfiera con el sabor de lo que te voy a hacer probar an-
tes de cenar...”.
Vuelve unos segundos después con una copita y una
botella.
“Probá este oporto que trajimos... de Oporto. Estuvimos ha-
ce dos meses. Una delicia... Un néctar divino...”.
“¿Fueron Carlos y vos?”.
“Y Cecilia. ¿Qué querés, que la dejemos sola acá?”. Cuan-
do se inclina para servirme el oporto aprovecha para susu-
rrarme al oído: “Venenoso...”.
Le sonrío enarcando las cejas.
“¿El oporto...?”.
“Vos”.
Y se va a guardar la preciosa botella.
De pronto se me cruza una idea, muy extraña o tal
vez muy obvia. Esta debe ser la cuarta o quinta vez que
ceno aquí en un término de tres años, y nunca vi perso-
nalmente a la esposa de Carlos... ¿Y si no existiera? ¿O
quizá existió, pero ya no está entre los vivos? ¿Si su cuer-
po faenado y descuartizado estuviera repartido dentro de
las paredes y divisiones que hicieron cuando reformaron
esta casa? ¿O si —otra posibilidad— hubieran hecho des-
aparecer los restos disimulados entre la preparación de
sus exclusivas creaciones culinarias? O quizá la tienen en
una habitación pequeña, en un altillo, embalsamada y
sentada en un silloncito, y todas las tardes toman el té
con ella, eternizada en su digna adultez. O por ahí ni si-
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quiera la embalsamaron, y el cuerpo se fue corrompiendo
y descarnando sobre su silloncito, lo cual no impediría las
tardes de té con esa comensal de permanente sonrisa de
calavera. Quizá hasta la cambien, la arreglen, la maqui-
llen... Tal vez Yayi y Carlos vayan de compras de vez en
cuando, y elijan chalinas, aros y soleras para ella. Algunas
noches de verano, claras y silenciosas, puede que Yayi le
lleve el telescopio y haga como que le muestra cosas que
se ven en el cielo, y luego incluso comente esas curiosida-
des con la calavera. Quizá Carlos se siente junto a ella y
así juntos miren las fotos de los hijos ya grandes y en ver-
dad desagradecidos, que ya ni se molestan en llamarlos
por teléfono desde Buenos Aires, como si con esa actitud
dejaran sentados todos sus reproches y demostraran su in-
comprensión, olvidando todo lo que sus padres hicieron
por ellos para que crecieran bien y tuvieran un buen pa-
sar sin tener que sacrificarse como Carlos a la edad de
ellos. O quizá...
“Voilà”, dice Yayi con su orgullosa sonrisa gay po-
niendo el plato ante mí.
“Disfrutá”, comenta Carlos, “porque creo que con ese pla-
to Yayi se superó a sí mismo. Y no quiero decir nada del postre
que te preparé...”.
Es una pasta rellena, como unos grandes ravioles de
esquinas redondeadas y muy suculentos, delicadamente
bañados por una salsa rosada con vetas azules y hojas de al-
bahaca fresca.
“Mh... Se ven muy bien, ¿eh? ¿De qué... de qué están relle-
nos, che?”.
“Sabés que jamás doy un solo dato hasta que no terminás
de comer...”.
“No, sí, ya sé, pero... digo... así, adivinando antes de pro-
bar: ¿carne...?”.
“Bueno, sí, eso casi se ve a través de la masa... Pero apues-
to que nunca adivinarás de qué carne se trata... A que no...”.
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“Eh... bueno, lo que sí, ehm... tengo que ir al baño, es
urgente...”.
“Pero... ¡no quiero que se te enfríen!”.
“No, es un segundito, nada más, bajo enseguida...”, y sal-
go disparado hacia la escalera que lleva a la planta alta.
Llego a la puerta del baño y siento mis manos empapadas
de sudor y mis sienes latiendo. Dudo un segundo, pero me
doy cuenta de que no puedo regresar a la mesa sin inten-
tar algo. Ruego que Carlos y Yayi se distraigan un poco
con la parejita que llegó un momento antes de que me sir-
vieran los pseudo-ravioles.
Allí voy. Excepto el pasillo frente al baño en el que
desemboca la escalera, el resto de la planta alta parece es-
tar a oscuras. Me decido por el lado izquierdo. Doblo el
recodo del pasillito y aparezco en un pequeño hall de no
más de un par de metros, con forma de pentágono. Dos
lados son pared, uno es la entrada desde el pasillo, y en
los otros dos hay puertas. La más cercana a mí está entre-
abierta.
Ahora siento mis latidos en las sienes, en la yugular, en
las muñecas, en el ojo derecho, en el diafragma. Soy un fes-
tival de eretismo. Me asomo por el hueco de la puerta en-
treabierta, pero adentro la oscuridad es total. Prendo mi en-
cendedor y entro un poco más. Cuando mi vista se
acostumbra, veo que se trata de un pequeño estudio con só-
lo una mesita, una silla y un par de estantes con libros. Y
no hay nadie.
La otra puerta está cerrada. Si mi orientación no falla,
ese cuarto o lo que fuere mira hacia la calle. Tanteo el pi-
caporte, lo giro, abro muy lentamente. Es una diminuta
estancia triangular. Lo primero que veo es una ventana por
la que entra una luna estrepitosa. Abro un poco más, me
asomo hacia el interior... y todos mis latidos se unen en
uno solo que es como una usina bombeando dentro de mi
cráneo.
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Hay alguien sentado frente a la ventana, a no más de
un metro de los postigos abiertos hacia afuera. Inmóvil.
Una inmovilidad irreal, como si la luz de la luna fuera un
rayo paralizante. Parece ser una silueta delgada, pero el
contraluz y mi cabeza bombeando no me ayudan a distin-
guir bien. Quizá si diera un paso más la silueta se volve-
ría hacia mí, o tal vez...
“Te vamos a tener que pedir que te retires de nuestra casa”.
La voz de Carlos detrás de mí, dura y cortante, me produ-
ce una liberadora sensación de alivio. Me vuelvo rápida-
mente hacia él, antes de poder ver si la silueta también re-
accionó a su voz.
“Y te agradeceremos mucho que no vuelvas a pisar este lu-
gar”, agrega Yayi con una crispación histérica en sus dien-
tes apretados.
Paso entre ellos casi empujándolos, y bajo las escale-
ras como galopando. Manoteo los cigarrillos que había de-
jado sobre la mesa y salgo, llevándome por delante el te-
lescopio. Las luces amarillentas de la calleja no resultan
muy acogedoras, y la presencia oscura, invisible, del río es
como un presagioso animal dormido e inquieto.
Cuando paro de correr estoy en la Plaza Mayor, tam-
bién oscura y solitaria pero alejada de ravioles y rellenos y
siluetas.

Tuve que caminar un rato para serenarme, aunque estas


calles angostas con sus pequeñas casitas coloniales y su ilu-
minación mortecina no fueran una escenografía tranquiliza-
dora para mi inquietud. Así que terminé en este bar, donde
está cantando Yabor. “Cálidas praderas, infantiles voces, memo-
ria azul...”. La canta hace treinta años, pero la canción man-
tiene cierto encanto, un tanto rancio quizá, pero aún digno.
Después del segundo Jameson y con Yabor entregado al
candombe, las cosas se ven mucho mejor. No voy a com-
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portarme como un estúpido turista. Nada de llamar taxis a
la puerta del bar. Me voy al hotel caminando, como hice
siempre en cualquier parte y bajo cualquier circunstancia.
Es más: voy a ir bordeando el río hasta el puerto de ya-
tes, y recién ahí saldré a buscar la avenida.
Ya hice casi la mitad del camino. En esta parte está
demasiado oscuro, quizá debiera doblar y subir por esta
calleja que sale diez metros más adelante.
Alguien aparece por la esquina, camina hacia el río.
Es una mujer joven, con una pollera larga y amplia, lle-
va un balde de madera lleno de agua. Me detengo para
encender un cigarrillo y mirar un poco. Aquí no hay es-
collera, la calleja baja directamente a un pequeñísimo
trozo de playa, no hay más de tres o cuatro metros hasta
la orilla.
Hasta ahí llega la mujer. Se arrodilla junto a una espe-
cie de cuenco que parece una de esas enormes ollas de pae-
lla de las fiestas callejeras de Sevilla, sólo que es también
de madera. La mujer echa allí el agua del balde, y revuelve
con un palo en cuyo extremo superior se ven restos de es-
coba. Luego, con sus dos manos juntas en pala, toma un
puñado de arena y guijarros de un montoncito que hay al
lado del cuenco, lo introduce y sigue mezclando.
“¿Habrá un cigarrillo para mí, bonito?”.
Otra vez atrapado por mi curiosidad. ¿Por qué no se-
guí caminando? Puedo hacerlo ahora mismo, por supues-
to, pero...
“Gracias. Se está poniendo fresca la noche, y un cigarrito te
calienta el alma, ¿eh?”.
Voy a preguntarle qué está haciendo, pero en ese mo-
mento se pone en cuclillas con actitud alerta y me hace un
gesto de silencio con su índice en los labios. Quedamos
por unos segundos totalmente inmóviles, excepto por sus
ojos que se mueven a uno y otro lado como radares rastri-
llando la oscuridad.
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Y de repente salta hacia un costado y parece caer so-
bre algo. Siento un largo y estridente maullido. No estoy
paralizado: si permanezco con la boca abierta es porque de
cerrarla masticaría mi corazón.
Veo unos confusos revolcones en la oscuridad, se oye
otro par de maullidos, y la voz de ella ahora áspera.
“¡Bicho de mierda, la puta madre que te parió...!”.
Y de pronto el silencio, y la mujer que resopla furio-
sa. Da una violenta palmada sobre la arena, se levanta y
vuelve junto a mí.
“Son ladinos, estos gatos de mierda... No se dejan agarrar
fácil, se te escurren como anguilas...”.
Se arrodilla otra vez, echa otro puñado de arena y pie-
dritas en su cuenco y empieza de nuevo a revolver.
“Y encima, por saltarle encima al gato tiré a la mierda mi
cigarrito. ¿Me das otro?”.
¿Qué voy a contestar? Mejor, directamente nada. Que
siga considerándome de su lado.
“¿Querías agarrar al gato? ¿Para qué?”, digo mientras
le enciendo el cigarrillo.
“Yo no quería. Delmira quería”.
OK, de mal en peor.
“¿Quién es Delmira?”.
“Yo. Bah, no propiamente ‘yo’. El espíritu vidente que vive
en mí. Yo le puse ‘Delmira’...”.
Bueno, es simplemente una loquita, no hay peligro.
Le sonrío por primera vez como toda respuesta. Ella sigue
hablando sin dejar de revolver.
“¿Por qué te hacés el boludo, como si no supieras de qué ha-
blo? Si vos sos igual que yo”.
Rectificación. Puede ser una loquita peligrosa.
“Yo no tengo ningún espíritu viviendo dentro de mí”.
“Bueno, es una forma de decir, sabés que estoy jodiendo... Y
también lo digo de esa manera para que parezca algo ajeno a mí.
Además, ponerlo en términos esotéricos lo banaliza, le quita im-
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portancia. Ya sé que ‘Delmira’ es una parte de mí misma... que
muchas veces quisiera anular. Pero es imposible. Vos lo sabés muy
bien...”.
Momento de confusión. Es peligrosa, sí, pero, ¿en qué
sentido?
“Cuando dije ‘Delmira’, pensaste enseguida en Delmira
Agustini. Fue así, ¿no es cierto?”.
“Qué sé yo, estamos en Uruguay, supongo que es lógico...”,
balbuceo.
“¿Viste? Pensaste en ella. Y acertaste. Y yo también acerté
ahora con vos. ¿Vas a seguir haciéndote el boludo?”.
La miro sin respuesta.
“Además, eso de ‘es lógico’...”, continúa, ahora casi diver-
tida. “Nadie se acuerda de Delmira Agustini, y menos en Uru-
guay. Pero está bien, yo también uso a veces ese truco de querer
ponerle una ‘lógica’ barata a cosas que son muy profundas...
Tampoco sirve, pero...”.
“¿Puedo... saber qué carajo revolvés tanto ahí? ¿Y para
qué tratabas de cazar un gato?”.
“Para nada. Estoy jugando. ¿Qué voy a estar haciendo?
¿Pócimas mágicas?”.
Otra vez la miro sin respuesta. Ahora ríe francamen-
te, se pone de pie dando una profunda chupada al cigarri-
llo, y me echa una bocanada de humo en la cara.
“Vos sos de los míos. Aunque ya no quisieras hacerlo, vivís
profetizando. Somos prejuiciosos: hacemos siempre juicios pre-
vios; casi sin elementos, casi caprichosos, como ocurrencias, pero...
eso no implica que sean equivocados. Nunca lo son. Y eso a las
demás personas les revienta el hígado”.
Vuelve a fumar y a echarme el humo. Todavía no sé de
qué lado está.
“Vos sos más grande que yo: debés estar harto ya de que al ca-
bo de los años vengan con cara de idiotas a decirte: ‘Tenías razón...’.
Vos ya no querés tener razón. Bah, nunca te interesó eso. Vos tan só-
lo querrías que te escucharan un poco. Y pasa todo lo contrario: en
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general se molestan con vos porque no quieren oír. Pero al cabo de los
años...”.
Da la última pitada quemando hasta el filtro, no deja
de sonreír y mirarme a los ojos.
“¿Cuántas veces pensás en las cosas que estoy diciendo? Da-
le. La verdad. ¿Cuántas veces... por día?”.
Se oye un maullido muy cerca. Delmira —bueno,
¿por qué no?, llamémosla así— levanta las cejas un par de
veces seguidas, y luego me toma de la mano, se agacha un
poquito para agarrar el balde de madera, y me guía por la
angosta calleja empedrada.
Entramos en una de las casitas, a mitad de cuadra. El
interior colonial resulta un continente extraño para la tec-
nología desplegada en cada rincón: notebooks, home-theater,
de todo. No hay sillas ni bancos ni mesas. Sólo almohado-
nes de mil formas, tapices apilados, mantas de toda clase.
“¿Un tecito de frutos rojos? ¿Sí?”.
Sin esperar respuesta desaparece por una puerta, su-
pongo que hacia la cocina. Me siento sobre una pila de al-
mohadones. Oigo ruido de vajilla, agua, un par de fósfo-
ros que se encienden. Y su voz entre medio.
“¿Así que nunca se te ocurrió ponerle un nombre a tu espíri-
tu vidente? Está buena esa esquizofrenia...”.
Si ella le puso Delmira, yo podría llamarlo Rabelais o
Cummings. Pero dentro de mí —creo no haberlo comen-
tado— vive también una lesbiana, así que podría matar
dos pájaros de un tiro.
“Podría ser... Casandra. Sí. Casandra. ¿Conocés la historia?”.
Delmira asoma de un salto.
“¡Sí, claro! ¿Cómo no se me ocurrió a mí? Qué hijo de pu-
ta, te odio... ¡¿Por qué no lo pensé?!”.
“Podés usarlo, también. No te voy a cobrar derechos...”.
“Casandra... Tenía el don de la adivinación, podía ver el
futuro... pero Apolo la maldijo y la condenó a que nadie le
creyera”.
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“Sí. Parece que Casandra no quiso acostarse con él... y en-
tonces el muy hijo de puta se vengó de la peor manera: le quitó
sentido a su existencia. ¿Qué mayor sinsentido que un oráculo al
que nadie le cree?”.
“Qué cerdo... Se hubiera merecido una buena púa envenena-
da en las bolas...”.
“Hubiera sido una buena venganza, pero no una solución”.
Se arrodilla junto a mí y me mira seria, con cierta an-
siedad desprotegida, pegando su cara a la mía.
“¿Y... hay una solución?”.
“Supongo que la solución es matar a Casandra... sea lo que
fuere eso. Matar a Casandra...”.

Tomamos varios tés de frutas, hablamos un poco de to-


do, hasta le conté mi historia de la degolladita. Y ahora lle-
vamos unos veinte minutos revolcándonos entre los almo-
hadones y los tapices de una punta a la otra del lugar.
Debajo de la larga pollera, Delmira tenía unas ancas pode-
rosas y piernas largas, musculosas y tan fuertes como para
atenazarme la cintura e impedirme todo movimiento cuan-
do quiere que me quede unos cuantos segundos pegado a su
cuerpo.
En uno de esos revolcones se separa de mí y dice que
va a traer un condón. Cuando vuelve trae también un
bollo de tela que arroja a un rincón. Le pido el forro pa-
ra ponérmelo pero me contesta que espere, que todavía
no.
“¿O acaso ya estás por acabar?”, dice en un tono que
significa “si decís que sí te mato”. Se arrodilla ante mí, se la
mete en la boca y vuelta a empezar...
Ahora estamos en el piso, Delmira debajo de mí. Es-
tira una mano hasta alcanzar y manotear el bollo de tela.
“¡Ahora más rápido, dale...!”, dice sin aliento. Trato de
cumplir lo mejor que puedo su pedido, pero antes que
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pueda darme cuenta Delmira me puso un cuchillo en la
mano y me lo hizo apoyar sobre su garganta.
“¡Pará, loca, ¿qué...?!”.
“¡Seguí, seguí...!”.
Estoy profundamente metido en ella y sus piernas me
inmovilizan, no me dejan salirme ni un centímetro. Con
sus dos manos atenaza la mía apretando el filo del cuchi-
llo contra su cuello. La incomodidad y el miedo a hacer un
movimiento fallido en esa posición y empeorarlo todo me
quitan capacidad de reacción.
“Así, así, apretalo un poquito más, haceme sentir un poqui-
to el filo... Y movete rápido, dale, rápido, dame con todo...”.
Las pocas veces que siento sinceras ganas de pedir ayu-
da a Dios, suelo estar en situaciones poco apropiadas para
hacerlo al menos con la mínima dignidad. Este es el caso.
Así que voy a seguirle la corriente a Delmira, necesito dar-
me tiempo para pensar.
“¡Así! ¡Más fuerte! ¡Así! ¡Sí, cogeme así, dale...!”.
Abre los ojos y me mira totalmente desencajada.
“¡¿Así te la cogías a esa tipa mientras la degollabas?!
¡¿Eh?! ¡¿Así...?! ¡Aaah! ¡Aaaaah...!”.
No sé si Dios tiene alguna injerencia sobre los orgas-
mos, pero, como sea, el de Delmira llegó como una carga
de la caballería americana viniendo al rescate del fuerte si-
tiado por los indios. Me soltó las manos, se agarró un par
de segundos sus propios cabellos mientras pegaba ese par
de alaridos guturales, y luego me abrazó con un gesto vio-
lento, rodeándome con brazos y piernas y apretándome
con todas sus fuerzas contra su cuerpo.
El cuchillo descansa ahora en el suelo junto a su cabe-
llera desparramada, sobre el bollo de tela. Mi corazón, por
segunda vez esta noche, está en mi boca atragantándome
con su latir vertiginoso.
“Uf... Me encantó... Buenísimo... Pero... ahora que lo pien-
so: tuviste que eyacularme adentro, ¿no?”.
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¿Eyacular? ¿Orgasmo? ¿Placer? ¿De qué sorete habla?
Acaba de enseñarme el método de control eyaculatorio
más efectivo que pueda imaginarse.
“Ay, qué egoísta que estuve, me perdí en mi propia fantasía
y... Vení, vení...”.
Me cuesta un poco relajarme, no sea que ahora se le dé
por el canibalismo... Pero no, no, su boca es suave y deli-
cada, y me va convenciendo. Sí. Sí. Sí...

Merlina K. tiene la peor cara que le haya visto alguna


vez. Está apoyada en un auto, frente a la puerta del hotel
donde yo debería haber dormido. Me ve cuando estoy a
unos diez metros, y no despega su mirada de mí hasta que
llego junto a ella. Su voz es casi irreconocible, átona, seca,
vieja. Me desprecia.
“Dónde mierda te habías metido. ¿Acaso estás de vacacio-
nes, o qué carajo?”.
“Pará, tranquilizate. Vamos a desayunar, y después nos
vamos”.
“Nos vamos ahora”, y abre la puerta del auto.
“Merlina, en serio... Necesito comer algo, y...”.
“Nos vamos ahora”, y enciende el motor mirándome
con una furia sobrecogedora.
“Bueno, esperá, tengo que agarrar mis cosas”.
“Ya me ocupé de todo. Hice cargar las valijas, y pagué. Vamos”.
Y arranca. Tengo que correr unos metros para montar-
me. En cuanto cierro la puerta del auto, acelera estampán-
dome contra el asiento. No va a ser una mañana fácil. ¿De
qué podría hablar, como para romper el hielo? A ver, ¿y si
me pongo a comentar la Mishná? ¿O la nueva serie de Stan
Lee, que en el DVD tendrá la voz de Ringo Starr en el per-
sonaje principal? Me quedé sin cigarrillos...
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Llegamos a Carmelo. Buscamos un garaje donde dejar
el auto hasta la noche. Ni siquiera me atrevo a preguntar
por qué, sigo sin cruzar una palabra con ella.
Una vez que estamos en la calle y a pie, Merlina dice:
“Bueno, ahora sí vamos a tomar algo. La lancha nos espera
recién en dos horas...”.
La sigo, mudo. Nos metemos en un pequeño café. Me
muero de hambre. Ella sólo toma un té, y mira por la ven-
tana la aburrida avenida desierta. Está bien, terminemos
con esto.
“Merlina...”.
“Qué”, sin mirarme.
“¿Me prometés que cuando vuelvas a Buenos Aires vas a
hacer terapia?”.
Buen golpe. Cualquier frase un poquito menos absur-
da, un poquito más coherente o brillante, le hubiera dado
la excusa que buscaba para estallar y echárseme con los
dientes al cuello. Pero logré descolocarla, y se vuelve len-
tamente hacia mí tratando de hallar las palabras que no
encuentra. Se queda mirándome desconcertada.
“Prometémelo. No me gusta verte tan extraviada. Cuando
las personas pierden su eje, suelen buscar refugio en el senti-
miento religioso. Ustedes los judíos llevan ventaja, porque ade-
más de su religión tradicional inventaron otra: el psicoanáli-
sis. Aprovechalo”.
“P-pero... ¿qué...? ¿Vos querés decir que...?”.
“Que te quiero muchísimo, evidentemente, lo cual me otorga
una elasticidad y una capacidad de comprensión mayores que
para con otras personas. ¡Porque en realidad, en vez de estar
hablándote así tendría que haberte cagado a puteadas apenas te
vi!”.
Silencio. Me pongo a contar mentalmente los segun-
dos. Llego a 93.
“Bueno... tenés que entender que la situación no es fácil. La
policía puede plantarte droga en tu casa para incriminarte, pe-
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ro, ¿cómo hacen para poner un vello púbico probadamente tuyo en
la vagina de una degollada?”. Dos segundos de pausa. “Esa
frase la tendría que haber grabado, ¿eh?”.
Ahí está Merlina de regreso. Suavizo mi expresión. La
miro un instante. Le sonrío.
“Por supuesto, no encontraron en el cuerpo ninguna otra hue-
lla mía, ¿verdad?”.
“No. Vi el informe definitivo del peritaje. La actividad se-
xual fue en el momento de producirse la muerte. Hay restos de
sustancias que indican que usaron forro. Pero a la vez había res-
tos de semen, aunque no en el interior del conducto vaginal, sino
en los labios de la vulva”.
“¿Semen en cantidad, o...?”.
“No, eso también es raro: la eyaculación cayó sobre los la-
bios vaginales, a la entrada del conducto, y se ocuparon de lim-
piarla. Con papel higiénico, seguramente, porque también ha-
bía restos microscópicos”.
“¿Y mi supuesto pelito, dónde estaba?”.
“A la entrada del canal vaginal. Adentro. Y nada de ‘su-
puesto’: es tuyo, el ADN no falla. En eso no hay dudas. La du-
da es cómo llegó ahí”.
Tengo una estructura mental imposibilitada para el
análisis deductivo al estilo Columbo, así que esa última
idea de Merlina es para mí toda una revelación.
“Claro... Ese es el único punto que nos tiene que interesar, no
importa por dónde vaya la investigación oficial: cómo llegó ese
pendejo ahí...”.
“Para ser más exactos: tenemos que introducir eso como una
línea importante dentro de la investigación”.
“Eso. Perfecto”.
“Sí. En teoría. Pero va a necesitarse mucha imaginación pa-
ra resolver esa duda”.
“Por eso digo ‘perfecto’. Todo lo que me falta de pensamiento
deductivo, me sobra de imaginación. Tenemos de nuestro lado lo que
necesitamos”.
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“Pues empezá a imaginar ahora mismo, porque necesito ele-
mentos para comenzar a atacar en cuanto llegue mañana a Bue-
nos Aires. Mové esa cabeza, nejed”.
Qué alivio. Merlina K. está otra vez a mi lado y de mi
lado. Perón estaba preso y desahuciado cuando dijo: “Todo
está perdido. Pero todo puede salvarse”. Y al día siguiente fue
el 17 de octubre de 1945. Si él pudo...

Presidente Perón me saluda con una pequeña reverencia.


“Él se va a ocupar de toda la parte práctica. Me dijeron que se
llevan bien y que confiás en él...”, dice Merlina señalándolo.
Presidente Perón se apresura a sacar mis cosas de la lancha
que nos trajo hasta esta islita perdida del Delta, junto al
arroyo Felipe. No entiendo nada.
“Me vuelvo para Carmelo en la lancha. Tengo que regresar
a Buenos Aires desde Colonia, para que Prefectura registre mi
ingreso al país, sola como me fui. Nadie tiene que relacionar mi
viaje a Uruguay con un posible regreso tuyo”.
“Pero... no entiendo, ¿vos estás en contacto con Ludo?”.
“A veces ves la vida como una película, y no te preguntás qué
hacen los personajes cuando no están en cámara. Y lo que hacen
es seguir con sus vidas. Vos conociste a Ludo cuando fue mi pro-
fesor en la facultad, y después yo lo seguí viendo siempre... inclu-
so el tiempo en que no te vi a vos. No sos el único lazo posible en-
tre todas las personas que conocés”.
“Está bien, pero Ludo se enojó mucho conmigo, y ahora Pre-
sidente Perón está acá y...”.
“Lo hizo para ayudarme a mí, no a vos. Pero si tu orgullo
te impide aceptarlo, no hay problema. Te las arreglás solo en la
isla, y listo”.
“No, no. Sabés que no sobrevivo en ámbitos donde las cosas
no se resuelven con electricidad y control remoto”.
“Vos serías capaz de sobrevivir en el fondo de un río repleto
de sanguijuelas con sólo una cañita hueca para sacar a la super-
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ficie y respirar. Te pueden carcomer hasta la médula de los hue-
sos, pero hay algo más profundo en donde sos indestructible. La
supervivencia es tu religión. Si la humanidad entera desaparecie-
se y la tierra fuera arrasada, vos no tendrías problemas en que-
darte solo en el planeta muerto. Estarías conforme y satisfecho de
ser el único hombre sobre la tierra, porque estarías vivo. Es todo
lo que te importa. Y eso es lo que te hace raro como sos: el tipo
más civilizado y el animal más primitivo, todo en uno y por el
mismo precio...”.
Guau. Todavía sigue conectada muy profundamente
conmigo. No es lo que dijo, sino cómo. Esos ojitos...
“Merlina, ¿por qué no te quedás esta noche?”.
“No. No, no puedo. No... Mañana me comunico desde Bue-
nos Aires... Tomá...”.
Me da un teléfono celular, evidentemente nuevo. La
ayudo a subir a la lancha.
“¿Dormís en Colonia, entonces?”.
“Sí. Como indica mi voucher de la agencia de viajes. No
hay nada raro en mi visita al Uruguay...”.
“Merlina... ¿quién paga todo esto? Viajes, lanchas, islas, ce-
lulares...”.
“Vos, por supuesto. Pero no es momento de pensar cuándo...
ni de qué manera”. Y ahora sonríe con esa picardía hasídica
de adolescente de 1.000 años.
En fin, acá estamos. Un islote húmedo en la vegeta-
ción impenetrable, un robot acomodando mis cosas y dis-
poniéndose a preparar algo para comer, el sol que se ocul-
ta inesperadamente y un viento extraño que parece nacer
del suelo y crece segundo a segundo. Así va pasando lo
que desde ahora podré llamar “el día que entré en la clan-
destinidad”. Oficialmente, al menos.

La sudestada pasó como una bocanada de aliento áspe-


ro y hediondo tras el estornudo de un gigante cuya nariz
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tuviera el tamaño de este islote. Y de repente la noche es
serena y casi cálida, el aire está inmóvil, la vegetación ni
respira. No hay movimiento pero hay inquietud. Es una
calma malsana, enfermiza, como si de un momento a otro
la isla fuera a deshacerse en un barro blando y cenagoso
que se chupa a sí mismo hasta desaparecer bajo estas aguas
espesas, sucias, innobles.
Y hay gente que vive en este lugar... Perdida en islotes
aún más perdidos que este. Yo pasé noches en el Delta en
un par de ocasiones, pero por supuesto en cómodos aloja-
mientos a la vera del río principal y a no más de unos po-
cos kilómetros del Tigre. Pero, ¿cómo se vive en el interior
de este submundo flotante compuesto por un laberinto de
arroyuelos y riachos enredados en la húmeda vegetación de
la que apenas asoman trozos de tierra barrosa que a veces
ni pueden llamarse islotes porque no tienen más que una
decena de metros cuadrados de superficie? Hay zonas entre
las que sólo te podés mover con pequeños botecitos para
una o dos personas. ¿Cómo se vive así? Tengo que verlo,
aunque sea de lejos.
Lo mejor de Presidente Perón es que no te cuestiona
nada. Un robot no da consejos sobre lo que es prudente o
no. Lo único que le dijeron es que no se separe de mí, así
que cuando salgo de la cabaña se limita a seguirme a cua-
tro o cinco metros de distancia. Se detiene si yo lo hago,
continúa si sigo andando. Ah, si tuviera tetas...
Voy hacia la parte de atrás del islote. Lo de “atrás” es
una referencia caprichosa, simplemente porque tomo co-
mo “frente” el lugar donde están los cuatro escalones de
madera que, exagerando, podría llamar muelle de embar-
que. Mi verdadera impresión sobre este lugar es que care-
ce de puntos cardinales.
El silencio empieza a parecerme un tanto espeluznan-
te. Si no fuera por la sombra omnipresente de Presidente
Perón detrás de mí...
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Pero en realidad es natural que no se vea una luz en-
cendida en ninguna parte. ¿Qué puede hacer un habitan-
te de este laberinto incivilizado a las once de la noche, sal-
vo dormir? Cantar... ¿Cantar?
Sí, no hay duda. Alguien canta en la otra orilla de es-
te arroyito, a un par de metros de mí. No lo distingo bien,
pero es evidente que está sentado al borde del agua. Y can-
ta. La melodía es extraña, muy modal, y las palabras sue-
nan a hechizo entre la negrura y la humedad palpable so-
bre la que parecen caminar cruzando el arroyo hacia mis
oídos.
“La sudestada entró como un amigo, llevándose el corazón de
las manzanas...”.
“Y todo el resto, porque no parece haber nada similar a un
manzano por aquí...”, digo interrumpiendo a modo de saludo.
“Si debiera basarse en la realidad, la poesía no existiría”.
Ahora que se pone de pie lo distingo mejor. Aunque
no hay gran diferencia entre su altura sentado o parado.
Es una especie de duendecito de barba muy larga, cabe-
za calva y con los cabellos de la nuca, que son los únicos
que aún resisten, largos y enmarañados. Viste un very old
fashion jardinero de jeans y calza zapatillas de lona. En-
ciende un fósforo y con este un sol de noche que tenía
junto a él mientras asiente casi condescendiente con lo
que le digo.
“A mí prácticamente me habían convencido de que la vi-
sión poética era la única con capacidad válida para describir
la realidad”.
“No sé. Hay que ser muy cuidadoso al hacer aseveraciones.
Ayer dije una palabra errada, y dio la vuelta al mundo. Vino a
verme esta mañana. Pero, ¿qué puedo hacer yo con semejante
error en el diálogo?”.
Junto con estas palabras, la luz iluminó su rostro y su
figura y pude ver bien sus rasgos. Me quedé helado. ¿Es
quien yo creo? Conozco perfectamente esa cara y las pala-
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bras que acaba de pronunciar, pero... ¿es realmente él? Por
otra parte, no parece reconocerme. ¿De qué se trata esto?
“¿Estás de paso o compraste en las islas?”, me dice.
“No, es por esta noche nada más”. De paso, acabo de to-
mar una decisión. “¿Vos vivís acá?”.
“Yo vivo, claro que vivo”, contesta mientras empieza a
cruzar el arroyo caminando sobre el agua. “¿Te cabe algu-
na duda de que vivo?”. Su voz tiene de pronto una sor-
prendente sombra de resentimiento.
“¿Debería tener alguna duda?”.
Se para frente a mí mirándome desde su metro y me-
dio de altura.
“Sos de los que creen que la duda es un prestigio del alma. Un
intelectual anacrónico, de la estatura moral de Frank Sinatra”.
Ahora sí. Ya lo tengo. Y no es raro que yo me lo haya
cruzado. No deben ser muchos los que pueden verlo, aun-
que él se haya dirigido a mí pretendiendo que está acos-
tumbrado a socializar.
Hace muchos años, cuando yo era un adolescente, mi
amigo Alberto Muñoz hizo su experiencia de vida en las
islas. Levantó una casa, convivió con los isleños, escribió
un libro de poemas. Y después siguió andando, cada vez
más hacia los confines de la sutileza, convirtiendo los años
en fraguas transparentes e impalpables. Y así seguirá, su-
pongo, en estos últimos años en los que no lo vi. Acercán-
dose un poco más, siempre un poco más, a esa palabra úni-
ca que no nombra nada y lo dice todo, incluyendo la nada.
Esto que tengo ante mí es lo que Alberto dejó en las is-
las. Uno de esos trozos de uno, que van quedando por ahí
diseminados, que con el tiempo se van degenerando como
minotauros olvidados y perdidos en su propio laberinto, lo-
cos de soledad y repetición, reclamándonos como hijos a los
que ya no podemos reconocer, pero que sin embargo ace-
chan aunque ya nunca puedan alcanzarnos, acechan en sus
cuevas desconocidas e inhallables, nos acechan.
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Que las sombras numinosas de la memoria se traguen
todos los pasados. Quedan prohibidas por decreto todas
las fiestas de cadáveres a las que son tan afectas las buenas
personas de este mundo infame. Muéranse los muertos.
Adiós, espectro.

“Hola, soy yo. ¿Qué tal estuvo tu primera noche isleña?”.


“Lo más excitante fue una partida de damas con Presidente
Perón, así que imaginate...”.
“Hoy no voy a ir al estudio a la tarde, para trabajar en lo
nuestro. Mañana temprano te llamo para confirmarte a qué ho-
ra voy para allá, así vemos juntos algunos temas y pensamos un
par de alternativas...”.
“Bueno, pero llamame, ¿eh? Así te puedo confirmar dónde
nos encontramos”.
“¡¿Cómo que ‘dónde’?! ¡No te muevas de la isla, ¿me oís
bien?! ¡Ni se te ocurra!”.
“Te quiero, Merlina. Tuyo por siempre... yo”.
“¡No me cortes! ¡No me cortes o...!”.
Caramba, la señal del celular cayó en picada entre los
esteros. ¿Se habrá lastimado?
“Presidente Perón: parate en el muellecito, y avisame en
cuanto se esté acercando la lancha de alquiler que voy a llamar.
¿Dónde está esa listita con teléfonos y datos que nos dejó Merli-
na? ¿Me la buscás?”.
Le cuesta un momento acomodar las órdenes inverti-
das que le di, pero luego de dar un paso hacia el muelle y
volverse un par de veces, me trae el papel que le pedí.
“Gracias. Ahora sí, andá a esperar al muelle para hacerle
señas a la lancha en cuanto la veas. O no, primero necesito otra
cosa: ¿me das una mano?”.

“¿Tenés una copia de la llave de tu departamento?”.


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“Sí, pero... no entiendo nada. ¿De dónde me estás llaman-
do? ¿Volviste?”.
“No preguntes ahora, después te cuento. En cuanto cuelgues el
teléfono, llevale esa llave a Luis, el diariero de la esquina de Pe-
dro Goyena. Decile que es para mí, que la voy a pasar a buscar”.
“¿Y venís para acá?”.
“En algún momento. Vos hacé eso y después olvidate. Ya te
dije, Majo: después te cuento”.
“Bueno, está bien, no hay problema. Chau...”.
Si fuera un político, un capo mafia, un empresario de
la noche o un agente del terrorismo internacional no me
preocuparía: en este país pueden andar tranquilos. Más
tranquilos cuanto peor mierda sean. Pero en un caso como
el mío —un tipo cualquiera, con un problema de orden
individual y limitado a la víctima y yo—, no me extraña-
ría que hasta el policía del tránsito estuviera instruido pa-
ra capturarme vivo o muerto. Así que voy a mirar dos ve-
ces para todos lados antes de cada movimiento que haga.
Por lo pronto, voy a sentarme en este viejo bar tradi-
cional de San Telmo a esperar a Jorge. No voy a perder
tiempo preguntándome qué mierda hago acá, por qué en
vez de instalarme un tiempo en Roma vine a meterme en
la boca del lobo. Lo único importante que me une a Bue-
nos Aires son mis hijas, pero eso se arregla con un par de
pasajes. Fuera de eso, no queda casi nada en esta ciudad
que pueda interesarme. En sus calles estoy más solo que
en el centro del desierto, soy como alguien que fue arro-
jado aquí desde una dimensión futura o alguna era pri-
mordial, soy un hiperbóreo. No imagino que exista al-
guien aquí que, a esta altura de las cosas, pueda despertar
el menor interés en mí, excepto, no sé, un moribundo. Y
siempre y cuando me hable de la experiencia de la muer-
te, y no que empiece a quejarse...
En la mesa que está justo frente a mí hay una horren-
da señora elegante. No es que yo tenga visión de rayos X,
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pero puedo ver estampada en el bretel de su corpiño la fe-
cha de vencimiento del producto. Fue hace diez años, aun-
que ella intente negarlo, como lo demuestra al sonreírme
elegantemente cuando la miro. El lápiz labial se le corre
por los canales de las arrugas de su boca, grieta abajo y
grieta arriba.
Mejor miro por la ventana. Las calles sucias y misera-
bles de San Telmo fueron invadidas en los últimos años
por cierta juventud cool (en el patético sentido argentino
de la palabra). Veo pasar a todos los peladitos idiotas, for-
mando sin saberlo un fotograma de la sci-fi ingenua de los
’50. ¿Por qué se pelan? Ya sé que la alopecia es endémica
en las nuevas generaciones y ser semicalvo a los 20 o 25
años no es la imagen soñada de nadie, pero afeitarse la ca-
beza y conspirar entre todos para simular que eso es cool...
Qué imbéciles. Muchos hacen algo aún peor: se pelan y se
dejan una barbita candado, que es algo así como el estig-
ma del fracasado. Ya sé que el rocanrol ha muerto, pero,
¿es necesario caer tan bajo?
¿Qué mierda les hizo esta podrida ciudad a estas po-
bres generaciones? Peladitos de sci-fi que a los 22 tienen
panza de cuarentones, mujercitas hijas de la anorexia de ig-
norantes madres nacidas en los ’60 y los ’70 y crecidas en
los tristes y miserables ’80 bajo el impulso fundacional del
mundo gay, madres estúpidas que no entendieron nada
acerca de la libertad y la confundieron con el feminismo
barato de peluquería y de oficina, ámbitos fuera de los cua-
les la vida siguió siendo para ellas una repetición de las de
sus propias madres. Y que, entre comida light y reclamos
de afecto, criaron a estas hijas sin terminar de ser ni sus
madres ni sus amigas, a estas mujercitas que oscilan entre
la anorexia y las carnes flojas colgando de sus cinturas de-
formes y masculinas, que serán las mujeres solas de maña-
na, que se aburren en el shopping center sin una gota de cre-
atividad en sus cabezas, esperando el momento de colgarse
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del brazo de un peladito que ya a los 28 o 29 años hablará
de ellas diciendo “mi señora” mientras vive la misma abu-
rrida y estéril vida de empleado que su abuelo, con las mí-
nimas diferencias de fumarse un porro de vez en cuando y
no tener siquiera la tranquilidad del abuelo porque el em-
pleo puede terminarse mañana mismo. ¿Qué mierda pasó
para que los que tienen 20 o 25 años no estén tratando de
echar abajo el mundo, de quemarlo todo? ¿Qué clase de
helminto genético se les instaló en el cerebro durante la
gestación para que hoy vivan en semejante adormecimien-
to? ¿Por qué no abren los ojos y empiezan a encender me-
chas en el culo de la humanidad?
Una vez, hace un par de años, Jorge asistió a una de
mis diatribas ante un grupo de amigos de Alma. Les de-
cía cosas como que se nieguen a tomar cerveza caliente
en una esquina como una manada de ovejas llevada de las
narices por la publicidad, que sean borrachos heroicos y
explosivos, no tristes alcohólicos de país pobre —de he-
cho la cerveza nació como bebida de pobres y brutos
campesinos medievales—, y que dejen de bucear en el
pasado, que es un despropósito que sea yo quien les ha-
ble de músicas de otros tiempos porque ellos son incapa-
ces de producir una música propia, que entierren a los
Beatles de una buena vez, que no crean ni siquiera en la
realidad y salgan a romper todo, que se den cuenta de
que algo está muy podrido si yo soy la voz de la vanguar-
dia, que son ellos los que tienen que explicarme el mun-
do a mí, que deberían considerarme un imbécil sólo por
el hecho de ser padre de uno de ellos, considerarme un
idiota, porque esa es la ley natural, y no deben detener-
se hasta lograrlo...
En medio de la efervescencia, Jorge pudo meter una
frase:
“Lo que les pedís es que te maten”.
“¡Sí!”, grité eufórico.
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Pero sigo vivo. Y eso que, comparados con la genera-
lidad de peladitos y gorditas, Alma y sus amigos son la
banda de Charlie Manson. ¿Qué queda para la mayoría de
los que veo desfilar por esta horrible calle desde mi venta-
na del bar?
Mejor dejo de mirar por la ventana. La elegante señora
vencida se fue, en esa mesa hay ahora una pareja. Él toma ca-
fé, ella come una de esas estúpidas ensaladas donde los coci-
neros echan todas sus sobras —pedazos de tomate, pollo,
queso, zanahoria—, que las idiotas pagan lo mismo que por
un bife con papas fritas, creyendo comer algo sano y tragan-
do más grasa que con ese bife. Para colmo, la come de una
manera que me resulta intolerable. Odio a la gente que
cuando se lleva un tenedor o una cuchara a la boca saca la
lengua como una plataforma que sale a recibir el bocado. Pa-
rece el gesto de un hipopótamo loco que se cree un sapo. Me
da asco.
“¿Qué te pasa, loco?”. La voz de Jorge resuena en mi
nuca. Me vuelvo hacia él. “Te vi desde afuera, por la venta-
na. Parece que estuvieras por sacar una ametralladora y hacer
un desastre en el bar”.
“Es una posibilidad. ¿Me trajiste la ametralladora?”.

Declaro, afirmo y sostengo:


Está mal que haya hambre en el mundo.
Ok.
(Bueno, eso fue para que no faltara la preocupación so-
cial en mi obra).

De la mierda generada por un fin de siglo vacuo, abu-


rrido y miserable —pero, eso sí, “tolerante”— no podía
nacer otra cosa que un nuevo siglo de mierda. Somos los
padres de una criatura enferma y deforme. Pero a diferen-
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cia de lo que sucedería con un hijo, a esto no tenemos por
qué quererlo igual.

Nadie a la vista. Ni conocido ni sospechoso, simple-


mente nadie. Un solo auto estacionado en toda la calle,
nadie dentro. Bueno, no creo que mi asunto dé como pa-
ra que hayan alquilado algún balcón desde el cual espiar-
me, así que supongo que puedo entrar tranquilo.
Pasillo desierto. Ok. La puerta de mi departamento,
la puerta del departamento de Majo. La llave que pasé a
buscar por lo de Luis (“Qué caramelito esa nena que te dejó
la llave, ¿eh?”). Ahí vamos... Pero... Majo, la puta que te
parió...
“¡Pará, ya voy, ya voy...!”.
Abre la puerta.
“¡Perdoname, dejé mi llave puesta en la cerradura, qué bo-
luda...! Bueno, entendé, es la primera vez que le doy la llave de
mi casa a alguien...”.
“No te preocupes. Por esta vez, nadie me corría pisándome
los talones...”.
“Perdoname, en serio. Pero bueno, ¡¿cómo estás, loco?! ¡Te
re-extrañé...!”.
Y se cuelga de mi cuello. Pero esta vez no siento que
todo podría ser tan fácil...
“¿Dónde están tus cosas? Las valijas, todo...”, dice luego
de los besos y todo eso.
“Al cuidado de un robot en un islote perdido del Tigre”.
“¿Qué...?”.
“No importa, en este bolsito tengo lo importante”.
Revuelvo un poco, encuentro el regalo de Majo, se
lo doy. Rompe el papel, saca las dos bolsas que contie-
ne, las mira fascinada.
“Au pays de Merlin... ¿Quiere decir que...?”.
“Eso: que te los compré en el país de Merlin. Miralos, dale...”.
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Saca de las bolsas a los dos korrigans. Uno toca el arpa
céltica, el otro el violín. Recién ahora tomo conciencia de
cuánto se parece el cabello de Majo al de los korrigans: des-
ordenado, desparejo, con mechones violetas. Ella está en-
cantada con sus muñequitos, parece una niña pobre en la
mañana del Día de los Reyes Magos: no se trata del rega-
lo en sí, sino del hecho mismo de que se lo hayan traído.
“Los adoro... Y a vos también...”.
Me besa fuerte y rápido, dejándome una gotita de mo-
co sobre el labio. ¿Podría ser fácil...? Uf, ahí voy otra vez...
Pará un poco, boludo pasional.

Diccionario Merlina K.: “Boludo pasional”: yo.

“Vení, acompañame, los voy a poner en mi mesita de luz...”.


“No, andá, tengo que hacer un llamado...”.
“¡¿Vos con celular!?”.
“No es un celular. Es un batifono”.
Merlina K. atiende antes del segundo timbre.
“¡¿Dónde carajo te metiste, inconsciente de mierda?! ¡Por
favor decime que me llamás desde Uruguay!”.
“Si eso te hace feliz, viajo ahora mismo y te vuelvo a llamar”.
“La puta que te parió, nejed... Hablá. Dónde estás...”.
Contesto y consigo el segundo milagro en dos días
consecutivos: Merlina K. vuelve a enmudecer. Creo que al
tercer milagro me corresponde la santificación, y proba-
blemente la condición de santo conlleve inmunidad legal
(un santo tiene fueros divinos, ¿no?), así que habría que
ver si...
Las puteadas de Merlina interrumpen mi ilusión de
que se me había ocurrido una nueva estrategia para salir-
me de este quilombo. Cuando termina de descargar su fu-
ria, me ordena que no haga un solo movimiento más has-
ta que ella vuelva a comunicarse conmigo.
“¿Problemas?”, dice Majo volviendo junto a mí.
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“Vení, tenemos que hablar. Hubo algunas novedades...
complicadas”.
“Ya lo sé. Casi no le dan más pelota al crimen en la tele, pe-
ro el otro día dijeron que ya tienen un sospechoso en firme. Como
hay secreto de sumario no aclararon más, pero... lo llamé a Fede-
rico, y me dijo que no es él”.
“Soy yo”.
“¿Tiene que ver con ese examen de ADN que te hiciste an-
tes de viajar?”.
“Sí”.
Majo asiente y se queda en silencio. Enciendo un ci-
garrillo.
“Mirá, la verdad es que no hay explicación para lo que pa-
só. Se supone que el ADN no falla, pero...”.
“No me estarás por dar explicaciones a mí, supongo...”.
“¿Y qué te parece? Más bien que...”.
“No, loco, no te equivoques. Si querés contarme todos los deta-
lles de lo que pasó hasta ahora para que yo pueda acompañarte me-
jor, ok. O también puedo acompañarte sin esos detalles. Pero si te-
nés que darme explicaciones, como si tuvieras que convencerme...
estarías muy confundido, loco”.
Tercer milagro. Una esfinge de piedra llora. No es
mucho en realidad, apenas cierta humedad en mis ojos,
pero sucede. Majo es testigo. Sonríe y de pronto tiene diez
años más que yo. Me toma una mano entre las suyas.
“¿Viste? Al final sucedió antes de lo que podíamos ima-
ginar...”.
“¿Qué?”, digo con la voz más firme que puedo.
“No sé si alguna vez seré tu amor... pero ya soy tu cómplice”.

¿Apago esta mierda de celular? Es casi la una de la


mañana, y Merlina no volvió a comunicarse conmigo.
“Tu idea fue buenísima”, dice Majo volviendo de su co-
cina con más café. “Tipo ‘La carta robada’ de Poe: la mejor
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forma de ocultar algo es que esté a la vista. ¿Quién te va a bus-
car en el mismo edificio donde vivís? Que te escondieras en tu de-
partamento sería muy tonto, pero... a nadie se le va a ocurrir que
estás al lado”.
Se divierte con el asunto. Tengo que creer que es una
cuestión de inconciencia. La otra opción es que sea con-
ciente... e incondicional. Y realmente no quisiera eso, por-
que después termina saliéndome caro. A esta altura, prefie-
ro acercarme cada vez más al ideal de Machado: “Al cabo,
nada os debo: me debéis cuanto he escrito”.
¿Por qué Merlina no volvió a llamar? Las posibilida-
des son: o a fin de cuentas esto no es tan importante y
complicado... o es mucho más grave de lo que pensé.
“¿Estás preocupado, loco?”.
“No... Está todo bien...”.
Otro café y otro cigarrillo, y Merlina sigue sin llamar.
Majo quiere un nuevo festejo por mi retorno, aunque des-
de que llegué ya festejamos dos veces. Bien, veré qué pue-
do hacer...
No mucho. Es difícil con la mente dispersa. Los pezo-
nes de Majo se me presentan como teclas asterisco y numeral,
de su boca entreabierta surgen cadenas de ADN, no sé si es
su mano lo que me aprieta el miembro o es un grillete car-
celario, gime pero yo oigo sirenas policiales, y en cada una
de sus pupilas hay una pequeña Merlina K. furiosa. Así no
se te puede poner dura, claro que no.
“Relajate, loco... Tranqui... Vení, tirate acá en la alfom-
bra... Dejame hacer a mí... Vos relajate...”.
Relajarse... Dejarla hacer... Sí, así está mejor, mucho
mejor... excepto por esa chicharra maléfica del portero
eléctrico que me hace saltar y me deja temblando.
“Una y media de la mañana... Qué raro... Pero puede ser
alguna colgada amiga mía... Esperá, voy a ver”.
No puedo pronunciar una palabra. Oigo a Majo aten-
diendo desde la cocina.
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“¿Quién es...? ¿Qué...? ¿A quien...?”.
Vuelve desde la cocina y empieza a vestirse recolectan-
do sus ropas desparramadas por el piso.
“¿Quién es?”, y pisando mis palabras vuelve a oírse la
puta chicharra, ahora claramente histérica.
“Merlina, dice. Voy a salir a ver. ¿Cómo es ella?”.
“Rubia. De piel muy blanca, ojos celestes...”.
“No te muevas de acá”.
Sale, y medio minuto después ya oigo sus voces por el
pasillo. Merlina suena cortante y seca, Majo tintinea como
siempre. Y aquí entran las dos.
“Pero...”, se sorprende Merlina, “¿a vos ya no te impor-
ta nada?”.
Tardo un par de segundos en entender por qué me mi-
ra con esa expresión. Es que me olvidé que estaba sentado
desnudo sobre la alfombra.
“Disculpame”, balbuceo mientras busco desesperada-
mente con la mirada el pantalón. Está como a tres metros,
y siento que soy incapaz de levantarme y recorrer semejan-
te distancia en pelotas y remover el gran culo de Adso de
Melk, que lo está usando de cama. Estoy desolado.
Majo se da cuenta y me lo alcanza, pero eso no solu-
ciona mucho. Voy a tener que pararme y ponérmelo, todo
lo cual implica unos diez segundos que también me sien-
to incapaz de sobrellevar. ¿Y cómo me lo pongo? De fren-
te a Merlina y hablando como si nada, sería muy incómo-
do. Darle la espalda y mostrarle el culo es impensable. De
perfil tampoco, porque sería como resaltar la situación, re-
marcar el intento de mostrar un pudor indignamente tar-
dío. Una pesadez insoportable me paraliza.
Merlina niega con la cabeza, suspira y luego arranca
con el tema. Mientras habla, quedo sentado como estaba
pero con el pantalón hecho un bollo sobre mi entrepierna.
Adso de Melk busca recuperar su cama perdida y trata de
subirse sobre mis piernas. Esto no tiene arreglo.
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“Recién acabo de terminar con las reuniones, las consultas y
las negociaciones. Al final voy a acabar agradeciéndote, porque
me obligás a una especie de entrenamiento intensivo. La experien-
cia de un año o más la tengo que adquirir en una sola tarde...”.
“Los dejo que hablen tranquilos, voy a preparar más ca-
fé...”, dice Majo y desaparece. No entiendo cómo se le ocu-
rrió una idea tan absurda: dejarme solo, sentado en pelo-
tas en medio del living, con Merlina recriminándome. Mi
situación ya es insostenible.
Pero siempre puede empeorar. En cuanto Majo desapa-
rece en la cocina, Merlina tira su cartera sobre el sillón y se
arrodilla a mi lado.
“Te felicito, che. Veo que superaste ciertos conflictos internos.
¿Hiciste terapia, o lo lograste solito?”.
La miro vencido y mudo.
“Digo. Porque... es obvio, ¿no? Le llevás tantos años como a
mí, incluso un par más. Pero conmigo no pudiste seguir adelante, era
mucho problema... Casi me la vendiste como que me estabas hacien-
do un favor alejándote de mí. En cambio, parece que con ella supe-
raste toda esa problemática. Good for you, nejed...”.
“Bueno, tampoco estoy casado con Majo, ¿eh?”.
“Pedíselo esta noche. Y yo soy la madrina de la boda, ¿qué
te parece? Me lo merezco: conmigo aprendiste a relacionarte con
alguien que podría ser tu hija”.
“No tanto, tampoco. Mis sobrinas, a lo sumo”.
“Sí, las dos podríamos ser tus sobrinas, pero, ¿ella también
podría ser tu madre, como yo? Cualquier cosita avisame, así
también le enseño eso. ¿O todavía no se enteró de que con vos hay
que ser hija, madre, amante y amiga, y encima vidente para
acertar en qué momento hay que ser cada cosa, e incluso cuándo
hay que combinar los roles y cuáles?”.
Demoledora. Divina. Mi pesadez desaparece por com-
pleto. Saber que alguien tan inteligente alguna vez me qui-
so es como una inyección de cafeína narcisista en el alma.
Ya estoy de pie otra vez. Y de paso me calzo los pantalones.
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“¿Todo bien?”, dice Majo volviendo con su omnipre-
sente café.
“Sí”, contesta Merlina. “Hablábamos de la transmisión
entre pares de conceptos adquiridos”.
Majo me mira. Es apenas menos brillante, y apenas
más intuitiva. Su mirada me dice: “No hay que hablar de lo
que sea que ella habló, ¿verdad?”. Le sonrío como respuesta.
“No tenés whisky acá, ¿no, Majo? Me parece que voy a pa-
sar por el patiecito a mi departamento...”.
“Voy yo. Ustedes hablen del problema legal”. No es una
amabilidad, es una orden. En todo caso, una orden ama-
ble. Vuelvo a sonreírle, y sale. Merlina parece aflojarse. Me
mira un momento, y también sonríe.
“Lo peor de todo... es que me cae bien”.
Río a carcajadas. Merlina ríe con los ojos.
“¿De qué te reís, boludo? No me gustaría verte enredado con
una tarada de buenas tetas. El día que pase eso, será que sacas-
te tu certificado de vejez”.
“Espero que ese día estés cerca para salvarme...”.

Todo el Jameson que me quedaba, más de media bote-


lla, lo tengo entre pecho y espalda. Era un néctar —aged
24 years—, y a medida que pasaba por mi garganta me iba
transformando los párpados en membranas de miel crista-
lizada. Para ver, para sentir mejor a cada minuto que pa-
saba la intensidad cálida de ese momento de gloria, en el
cual las imágenes de Merlina y Majo junto a mí me reve-
laban mi inmortalidad y mi condición indestructible.
Cerca de las tres de la mañana, yo sólo veía el pequeño re-
loj sobre la mesita redonda frente a mí y el mínimo círcu-
lo alrededor: Majo a la derecha, Merlina a la izquierda, y
todo el resto del universo desdibujándose hacia una oscu-
ridad ajena. Si me propusieran que esta fuera la última
imagen que me llevara de este mundo, firmaría.
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No me moví de mi lugar cuando Merlina se levantó
para irse. Se inclinó hacia mí y me besó en la cabeza, co-
mo bendiciéndome. Majo la acompañó hasta la calle, y al
volver me tomó de las manos y me llevó hacia su cama.
Ahora estoy boca arriba, mirando el color plano del
techo en la semioscuridad del cuarto. Empiezo a sentir la
dulzura allí por mi entrepierna. Cierro los ojos pero en-
tonces todo me da vueltas así que los vuelvo a abrir y los
dejo clavados en el techo, en lo que apenas se adivina del
techo. El rostro de Majo con sus cabellos en movimiento
empieza a entrar y salir de cuadro, pero casi ni siento su
peso encima de mis caderas. Recuerdo vagamente que la
ventana que da al patiecito estaba abierta cuando entra-
mos al cuarto, y en un ángulo estaba la luna. Ahora sien-
to los cabellos de Majo cayendo a ambos lados de mi cara
como dedos amorosos de un dios que acaricia a su masco-
ta. Y siento su boca abierta y húmeda sobre la mía, y un
leve entrechocar de dientes. Y otra vez su rostro que se
eleva y sale de cuadro, y vuelve a entrar, y vuelve a salir.
Y me voy, me dejo ir, me doy a las palmas de esta no-
che con piel de palimpsesto. El mundo se vuelve inconsis-
tente, el mundo es de humo, pigmento y gelatina. Una pla-
centa viscosa y abrigada, salida del vientre de la luna y
anegada de sus brillos dementes. Me disuelvo como se di-
suelven en la noche los lobos de la memoria, liviano y cris-
talino y mágico como los anillos que goteaban de los ojos
del dios que se sacrificaba a sí mismo en la helada lejanía de
los fiordos que aún no habían sido nombrados. Soy el pri-
mero y el último, básico y primordial, soy el Hombre de
Oro. Respiro flujo y saliva, aliento hirviente, espumas se-
cretas, y el sabor orgánico y salado de una teta roza mis la-
bios de uranio y amapola.
Hay un grito y un temblor, y otro microsegundo de
conciencia que me permite sentir todo el cuerpo de Majo
desplomándose y apretándose contra el mío, y también el
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Hombre de Oro se disuelve en esa piel de luna siempre
nueva que abre todas las puertas y hace huir a la muerte y
a todas sus máscaras.
Las huestes del espanto se eclipsan abochornadas, y
me duermo con el leve ardor de una risotada invisible.

Desperté de excelente humor, porque la extraña pero


maravillosa noche con Majo y Merlina tuvo un efecto re-
generador. Lo que en mí significa reafirmarme en la con-
fianza ciega que debo tener en el viejo axioma que me ali-
mentó siempre: cuanto más opuesta a la del entorno sea
mi visión de las cosas, más seguro puedo estar de ella. En
cuanto al asunto legal, la cuestión se hizo muy compleja
en la parte técnica, con extrañas negociaciones judiciales y
extrajudiciales, así que terminó de escaparse por comple-
to de mis manos. Merlina no me dio muchos detalles, y
los que me dio eran inentendibles. Sólo sé que en este mo-
mento soy algo así como un prófugo consentido, hasta que
me informen mis siguientes pasos.
Por lo tanto, voy a aferrarme a otro de mis viejos axio-
mas: los problemas no se resuelven, se disuelven. A la espe-
ra de la confirmación de mi axioma, seguiré con mis vaca-
ciones de catharoi paseando por los círculos del infierno.
¿Adónde me llevarás hoy, Virgilio? (Sí, no te preocupes,
yo llevo el vino...).

Mala noticia para budistas occidentales: el yo existe. Es


la suma de manías, una huella digital mental. No existe
maya, una ilusión de realidad que oculta la realidad esen-
cial de las cosas. No hay tal dicotomía. La única realidad
es lo ilusorio.
Rino te puede recitar los Vedas al derecho y al revés.
Y tanto profundizar en el hinduismo no hizo más que
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confirmarle que no es otra cosa que un gigantesco yo, re-
pleto de manías cuya combinación —como en cualquier
persona— es única e irrepetible. Aunque en él sean más,
digamos, expresionistas.
Vive en uno de esos gigantescos complejos habitacio-
nales formados por varios edificios iguales dentro de un
terreno común con parques internos, de los que hay cua-
tro o cinco en Buenos Aires. Ocupan al menos una man-
zana, y son una antigua versión proletaria de los barrios
privados suburbanos actuales.
La puerta de su departamento se abre pero él no está
detrás. La abrió de un manotazo y volvió de un salto jun-
to a la ventana, a seguir con su actividad. Entro y lo veo
ahí parado, su amorfo cuerpo de cincuentón desnudo ex-
cepto por el casco de guerra alemán original que tiene en
la cabeza, apuntando con una aterradora arma larga —
nunca logré retener el nombre de ningún arma de fuego;
de hecho, cuando era chico creía que “Magnum” era sólo
el apellido del personaje de aquella serie—.
“¡Cerrá, cerrá!”, me dice, y dispara tres veces hacia
abajo. El arma tiene un silenciador, pero la risotada de Ri-
no se debe oír en varias manzanas a la redonda.
Me acerco a la ventana y veo que dispara a un colchón
tirado once pisos más abajo, en medio de uno de los jardi-
nes internos. Echo una mirada a la puerta entreabierta de
su habitación para confirmar lo que suponía: es el colchón
de su cama.
“¿Viste lo que es esta máquina? Un infierno. Servite un
cognac o un ron, dale...”.
Lo hago mientras Rino guarda su “máquina”. Luego
se sienta junto a mí en el desvencijado sillón lleno de agu-
jeros. No sé cómo tolera el contacto de su culo desnudo
con los colgajos de plástico del tapizado y la sucia y prin-
gosa gomaespuma que asoma. No se ha sacado el casco, y
se bebe el ron de un solo trago.
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“¿Te tomás otro?”, dice levantándose en busca de la bo-
tella, aunque yo aún ni toqué mi vaso.
Rino es dibujante de historietas. Fue millonario en los
’70, cuando tenía poco más de 20 años y los editores euro-
peos y norteamericanos se peleaban por su trabajo. Entre los
’80 y los ’90 se gastó todo el dinero en drogas, alcohol, ar-
mas y divorcios. Ahora es un demente desdentado que so-
brevive malvendiendo sus originales a coleccionistas. Ya no
se droga, ni se enreda con mujeres porque quedó impotente.
Sigue bebiendo y sigue disparando, hasta que se emboque
un tiro en la boca. Puede recitar los Vedas al revés, como di-
je, pero es casi todo lo que queda en su cerebro quemado.
“¿Qué necesitás de mí?”, dice bebiendo del pico de la
botella. Bueno, todavía le queda también algo de objeti-
vidad. Sabe que no lo visito por amor al arte.
“Seguís en contacto con el Comisario, ¿no?”.
El Comisario es un excomisario de la policía que ade-
más se dedicó a escribir guiones de historieta hasta hace
unos diez años.
“Sí, claro. ¿Por qué te creés que no estoy preso ni internado
y ni siquiera me echaron de este departamento? ¿Qué necesitás?”.
“Hablar con él. Pero no sobre historieta”.
“Llamalo. Con que le digas tu nombre es suficiente. Sabe
quién sos”.
“Pero no sé si le caerá bien que yo sepa quién es él más allá
de las historietas”.
“Entiendo, querés que te recomiende”.
“Como a un amigo de los amigos...”.
Rino se echa a reír.
“No hay problema. Te va a atender en confianza, y te va a
ayudar en lo que necesites. Es un tipo con códigos”.
Rino también tiene esos “códigos”: ni siquiera pre-
gunta qué necesito del Comisario. Levanta el teléfono y
marca, pero tras esperar unos segundos cuelga con un re-
soplido molesto.
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“Me olvidé que me cortaron el teléfono...”.
Le doy el celular.
“No, salí con esos bichos raros... Marcá vos...”.
Cuando me atienden le paso el aparato. Habla casi fe-
liz, con los giros verbales de los “buenos viejos tiempos”,
cuando para él era una aventurita divertida estar mezcla-
do con el ambiente pesado y siniestro en el que se movía
el Comisario en los ’70.
“Todo arreglado. Podés ir a verlo cuando quieras”.
Me devuelve el celular y toma una vieja pistola alemana
(al menos es parecida a las que vi en las películas sobre nazis)
que estaba tirada a mis pies... cargada, como compruebo en-
seguida. Rino abre las dos puertas del armario empotrado en
la pared, retrocede tres pasos y con un patético saltito cae en
posición de tiro con una rodilla en el piso y dispara cuatro ve-
ces seguidas al interior del armario, cuyo fondo está ya acri-
billado a balazos. Esta vez no había silenciador.
Como quien acaba de tomar un sedante para caba-
llos, se pone de pie lentamente y se quita el casco con un
gesto cansado. Se queda parado con los brazos colgando,
el casco en una mano y el arma en la otra, y su expresión
se va tornando dramática e infantil, como si hilos invisi-
bles tironearan desde debajo de su piel achicharrando sus
facciones.
Por fin se vuelve hacia mí y se queda mirándome un
momento, hasta que intenta una especie de sonrisa y dice:
“No sé en qué andás, pero no seas boludo y cuidate. Estás en
lo mejor de tus fuerzas. No lo desperdicies”.
Asiento con la cabeza. Él repite mi gesto con exagera-
da lentitud. Luego levanta las cejas y abre mucho los ojos,
como si no pudiera creer lo que dice.
“Yo fui uno de los mejores, ¿no? Decime. ¿No?”.
“Fuiste el mejor, Rino. El mejor”.
Vuelve a asentir lentamente, y en eso se oyen brutales
golpes en la puerta del departamento.
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“¡Hijo de puta!”, grita una voz desde el pasillo. “¡Esta
vez se terminó tu locura de mierda! ¡Ya está viniendo la policía,
ya vas a...!”.
“¡Pará, inconsciente, alejate de esa puerta!”, grita otra
voz, y ambas se pierden por el pasillo, discutiendo.
Rino vuelve a sonreírme.
“Fin del horario de visita. Tomátelas rápido. Y apenas
salís, llamalo al Comisario y contale lo que pasa. Él sabrá qué
hacer”.
Me acerco a esa desagradable figura desnuda, y le doy
un beso. Luego me voy casi corriendo.
No sé por qué ni mucho menos en qué, pero Rino tie-
ne razón. En algo. O en todo caso: no sé por qué ni de qué,
pero Rino no tiene la culpa.

“Ay, qué alegría... ¿Y cómo la estás pasando?”.


“Bien, vieja, bárbaro. Mañana me voy a Venecia, una se-
mana, y después vengo a Roma para una convención de comics.
¿Me pasás con el viejo?”.
“Sí, enseguida. Llamá la semana que viene, ¿eh? Chau...
¡Papi, es el flaco!”.
“¡Hola! ¿Cómo andás, flaco? ¿Todo bien?”.
“Sí, pá. Todo bien. ¿Y vos? ¿Cómo va todo por allá?”.
“Bien, bárbaro. Acá tengo unos vinitos riojanos que compré
el otro día, cuando volvés los tomamos, ¿eh?”.
“Dale. Bueno, te dejo, mandale otro beso a la vieja. Llamo
la semana que viene. Chau...”.
“Chau, flaco, chau...”.
Bien, operativo padres terminado. Es mejor así. Que
piensen que sigo en Europa. ¿Qué sentido tiene abrumar-
los con barrocas historias policiales? Si todo se arregla, les
habré ahorrado angustias innecesarias. Y si no se arregla...
espero que la condena no sea tan larga como para que el
vino riojano se eche a perder.
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El abrazo de María por poco me quiebra el cuello, no


puede despegarse de mí. Siento su torso temblar entre
mis brazos, le cuesta mantener a raya los sollozos. Esta-
mos en la esquina de Santa Fe y Callao, y el asunto co-
mienza a inquietarme. No quiero escenitas que llamen la
atención. Empiezo a creerme la del “fugitivo”.
“Bueno, María, tranquila... No pasa nada... Tranquila...”.
Suspira profundamente, afloja un poco el abrazo.
“Perdoname, nene, soy una boluda... Se supone que en este
momento tendría que apoyarte y sostenerte, en vez de quebrarme
como una chiquilina tarada...”.
Se separa, saca un pañuelo, se seca los ojos.
“Perdoname, en serio. Es que cuando me llamaste hace un
rato y me dijiste que...”.
“...que mejor no hablamos en plena esquina, ¿no te parece?”.
La tomo de un brazo y la meto en un bar. Hay una
mesa apartada en el fondo, junto al pasillo que da a los ba-
ños. Nos sentamos y pido café.
Le explico más sobre el ADN, y mi situación de “pró-
fugo consentido” que ni yo mismo entiendo.
“Qué sé yo”, dice María, “ya te irás enterando. Por lo me-
nos, parece que por ahora el asunto está bajo control. ¿Qué vas a
hacer mientras tanto?”.
“No existir. Oficialmente, sigo en Europa. Eso debe creer todo
el mundo, excepto aquellos con los que yo mismo me contacte, como
vos o Jorge...”.
“Está bien, entonces por mi parte seguiré diciendo que no
volviste...”.
Y me mira extrañamente. Muy extrañamente.
“Qué pasa...”, digo.
Suspira.
“Esperá, ahora caigo: dijiste que ‘seguirás’ diciendo que no
estoy. Es que alguien te preguntó por mí...”.
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“¿‘Alguien’ lo dijiste con minúscula o con mayúscula?”.
“No me aterres, María. ¿De qué se trata? ¿Se relaciona
con... con Andrea?”.
Niega suavemente con la cabeza mirándome a los ojos
durante 72 horas. Hasta que por fin...
“Tatiana”.
Justo en el momento en que María pronunció el nom-
bre, yo daba una pitada a mi cigarrillo. Al instante el hu-
mo se solidificó en mi garganta como si un mecánico den-
tal me hubiera llenado la boca con esa pasta que usan para
hacer moldes de la dentadura y luego hubiera salido para
una interminable discusión telefónica con su mujer, y yo
me hubiese quedado dormido de modo que la pasta se fue
deslizando hacia mi garganta y endureciéndose allí hasta
la solidez total, pero todo esto en menos de un segundo.
O algo así.
Lo cierto es que no logro ni respirar ni toser, y sé que
estoy violeta como cuando nací con el cordón umbilical
enrollado en mi cuello (cuántas de mis rarezas mentales
deben provenir de aquellos segundos, mis primeros en el
mundo, sin adecuada oxigenación en mi cerebrito...), y la
nariz ya no soporta tanta presión y en cualquier momento
va a estallar en mil pedazos deparándome un futuro de pe-
rro pekinés, y mis ojos desorbitados convierten mis párpa-
dos en piel de cebolla mientras giran espásticos y fuera de
eje dándome la expresión de Stimpy violado por Godzilla
sin paciencia y sin saliva.
“Pará, nene, tranquilo, toma un poco de agua...”.
Agua. Como no me la inyecte por la tráquea...
“¿Qué pasa, señora, quiere que llamemos una ambulancia?”.
Mis monstruosos ademanes de negación asustan al
amable mozo, con lo que sólo logro que cambie de idea:
“¿O... o a la policía?”.
“¡Por favor, sólo déjenos en paz! ¡Simplemente se atragan-
tó!”, le dice María con dureza mientras me da un planazo
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con la palma de su mano en medio del pecho y de repen-
te el aire entra en mí con un sonido de turbina al revés que
termina de concentrar todas las miradas del bar en mi mi-
serable humanidad. (Ver página 241: “No quiero escenitas
que llamen la atención”...).
El mozo trae una jarra de agua y bebo tres vasos uno
tras otro. Me seco la humedad de mis ojos que aún laten
un poco. Otro trago de agua y otro cigarrillo.
“¿Está?”.
“Está. Bueno, oíme: ni siquiera quiero saber lo que habla-
ron ni nada. No le vayas a contar acerca del quilombo policial.
Ni de Andrea. ¡Ni de Majo! Eso es todo. ¿Entendiste?”.
Sonríe, Eva y Lilith. Me mira (n). Niega y baja la ca-
beza, quiere evitar la carcajada. Está henchida de sabidu-
ría, de conocimiento (en el sentido bíblico, yedia, como
“conocían” los Patriarcas a sus mujeres). Es demasiado
sabia. Vuelve a mirarme sonriendo.
“Claro que entendí...”.

“...de Medical Trade Group, para ofrecerle nuestro Servi-


cio Premium de cobertura internacional. Volveremos a llamar,
muchísimas gracias por su amable atención”.
Clack y beep del contestador.
“Hola. Soy Laura, de Rosario. ¿Te acordás? Era para de-
cirte que la semana que viene voy a estar en Buenos Aires para
el cumpleaños de mi prima, así que, bueno... Ah, tu teléfono me
lo dio Taborda, el dibujante, está todo bien, ¿no? Bueno, man-
dame un mail... Un beso...”.
Clack y beep del contestador.
(Tono intermitente de “ocupado”, y...)
Clack y beep del contestador.
“Ey, man, are you there? It’s me, Frankie Franchino. Call
me back, man”.
Clack y beep del contestador.
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“Hola...” (larga pausa) “La pausa fue para que puedas
saltear este mensaje si querés. Sino... vos ya sabés. Acá estoy. Lo
que sea que necesites. Chau...”.
Track del contestador bajo el peso de mi manotazo.
Esa voz, esa voz sonando en la oscuridad de mi sala.
Fue como una alucinación. Ante la duda la escucho otra
vez. Y otra vez.
“Por más que lo pases cien veces, va a seguir siendo ella”,
dice la otra vocecita, la que revolotea por encima de mi ca-
beza aún con las luces apagadas. “Así como, por más que no
enciendas ninguna luz, vas a seguir viéndola en tu mente”.
Tiene razón la vocecita. Claro que la veo. Y el reflejo
de la luz que viene del departamento de Majo a través de
mi cocina no ayuda, porque es sabido que la sombra dibu-
ja sombras. Así que la veo en mi mente y la veo también
en las sombras de mi sala, la veo como de una u otra for-
ma la veo cada día de mi vida. Sí, no pasa un día sin que
el recuerdo de Tatiana me roce como uno de esos velos fan-
tasmas que flotan en las historias góticas de terror. Eso es
ese recuerdo: un terror gótico, romántico, anhelado, como
anhelaban las muchachas hermosas e irreales el beso del
vampiro. Palabras repetidas en una frase que nunca termi-
né de decir.
“¿Todo bien, loco?”. Ahora es la voz de Majo, que aso-
ma por encima de la pared del patiecito. Entro a la cocina
para hacerle una seña de “ok”, y me vuelvo a mirar una vez
más hacia la sala oscura. Pero ahora no hay nada para ver
entre las sombras o en mi mente, la sala parece un trozo
de asteroide seco y muerto alejado de todos los soles.
Salto la pared hacia el departamento de Majo. Ella me
abraza y Adso de Melk se mea en mis zapatillas, pero es-
toy tan frágil que hasta eso me emociona.
Yo mismo soy un gato en este momento, uno nacido
y criado dentro de una pequeña habitación sin ventanas,
por lo que, aunque ya tiene más de mil años, sigue actuan-
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do como un cachorro caprichoso y se mea en las zapatillas
del Demiurgo, que para él no es más que un extraño, un
intruso con olor desconocido.
Eso parece ser todo lo que quedó de mí, Tati. Un an-
ciano cachorro de gato, ciego del mundo, pretendiendo
que el universo es una caja de cristal de tres por dos, y su
centro una pantufla meada.
Todo lo demás, lo que los otros ven y tocan, es sólo
un holograma táctil, una proyección sensorial. Y esta es
aún una definición muy generosa. A veces pienso que só-
lo vivo para poder escribir cosas que puedas leer en no-
ches vacías como esta, como todas, en alguna cama en la
que no estaré yo.

No estoy dormido pero no puedo despertar. La noche


va pasando con una lentitud repelente, villana, fosilizan-
te. Cuando trato de pensar en algo para relajarme, mi
conciencia se vuelve intermitente. Cuando me abandono
a eso, enseguida mi cuerpo endurecido y anudado me de-
vuelve a esa conciencia de la noche que se arrastra, y vuel-
ta a empezar. No tengo el dominio físico ni el ánimo su-
ficientes para levantarme de un salto y acabar con esta
tortura, y no hay nada —pensamiento, ejercicio, cuerpo
tibio pegado al mío— que me ayude a desanudarme y
descansar. Fragmentos de sueño que más que imagen
contienen mordeduras de angustia son las cuentas en las
que se hila este rosario negro.
Pero de pronto, en uno de esos agarrotados semides-
pertares, escucho una lluvia sorpresiva, inesperada, que re-
vienta contra la ventana y en el patiecito de Majo. Una
tormenta espantosa, la más bella tempestad. La lluvia, mi
droga atávica. Nada me hace mejor en este mundo. Nada
amo más que la lluvia. Ahora puedo llenar de aire hasta el
último espacio entre mis costillas, y desarmar todos los
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nudos de mi cuerpo en una exhalación liberadora. Siento
el agotamiento de cada músculo y cada vértebra, pero la
lluvia no para y lo va curando todo, todo. La lluvia es la
intimidad conmigo mismo, con lo que yo ni siquiera co-
nozco de mí.
Ahora sí, por fin, puedo abandonarme al sueño. Sigo
acostado semidormido y sigue lloviendo, pero la cama está
en una de las dos habitaciones de la casa de mi abuela en
una de las calles más serenas y cálidas de Caballito, y la llu-
via es una ametralladora sobre el techo de aluminio del pa-
tio al que da la habitación. Pero no tengo la edad que tenía
cuando existía aquella casa ni la que tengo ahora. Debo te-
ner unos 25 años. El reflejo de los relámpagos me muestra
imágenes de ternura onírica. Estoy desnudo, de costado, pe-
gado al cuerpo también desnudo de Tatiana cuyo dorso se
adapta en toda su extensión al contacto con mi piel, y mis
brazos la rodean extendiéndose un poco más allá porque Ta-
tiana está pegada a la espalda desnuda de Majo y entonces
hay mucho, mucho para abrazar. Un trueno sacude todo,
hace vibrar los viejos muebles de cansada madera, y nues-
tros tres cuerpos se pegan más unos contra otros, porque no
hay mejor destino para estas pieles elegidas. Ellas duermen,
dulcemente, con una paz colmada de goce, aunque sus cuer-
pos reaccionan al mínimo roce o movimiento produciendo
esos segundos mágicos donde frotarse y acomodarse es un
homenaje a la caricia de la lluvia. ¿Hay que decirlo?: quie-
ro morir en este instante, en este sueño, en esta lluvia. Este
es mi imposible necesario.
En algún momento todo se volvió negro. Pero es recién
cuando empiezo a entreabrir los ojos que me doy cuenta de
eso, de que los abro desde el negro. Mi cara está entre las te-
tas de Majo, sus brazos rodean mis hombros y mi cabeza,
me abraza como a un gigantesco bebé idiota. Todavía es de
noche. Suspiro profundamente.
“¿Estás bien?”, susurra con mucha ternura.
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“Sí... no sé, ¿qué...? ¿Pasó algo?”.
“No sé. Estabas dormido, pero... llorabas”.
Me acaricia la cabeza.
“¿Soñabas algo feo? ¿Algo triste?”.
“No sé... No sé, Majo, nunca recuerdo lo que sueño. Puede
ser...”.
“Bueno, ya está todo bien... Relajate...”.
Me aprieta contra sus pechos, pasa una pierna por en-
cima de mi cadera para pegarme más a ella. Y sin embar-
go entre nuestros cuerpos hay un agujero, un espacio va-
cío y ausente.
“Dormite, que yo te cuido...”.
Al menos sigue lloviendo.

Es un día insoportablemente pesado y húmedo, pero el


Comisario se pidió una sopa. Viendo el descascarado y sucio
lugar, yo no pediría una ni aún en pleno invierno. Pero él pa-
rece encantado y tan cómodo como en su propia casa.
Le traen un plato humeante que rebalsa de un líquido
denso y granuloso del cual asoman algunas cosas verdes
que podrían ser, por ejemplo, hojas de plátano. El Comi-
sario se ata una percudida servilleta sobre el pecho y le en-
tra a una generosa cucharada.
“Bueno, che, contame. ¿Cómo andan los tanos? Estuviste
por Roma, ¿no? A ver, esperá...”.
Hace una seña a la impresentable gorda desdentada
que le trajo la sopa, y ella se acerca.
“Qué pasa, Comisario”.
El Comisario mete los dedos en la pócima y saca algo.
Se lo muestra a la gorda.
“Decime, Hilda: ¿esta mosca se ahogó por accidente, o se sui-
cidó y dejó escrita su voluntad de ser arrojada a mi sopa?”.
La gorda lo mira sin signo alguno de entendimiento
—casi sin signos vitales, diría—, y el Comisario ríe a
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carcajadas de su propia frase y le hace gestos de que se
vaya. Luego, sigue degustando la sopa.
“¿Estás seguro que no querés almorzar?”.
“Segurísimo”.
“Allá vos. Entonces largá, dale. ¿Qué necesitás?”.
Hablo unos cuantos minutos. Cuando termino, el Co-
misario está llegando al final de su sopa y sin embargo si-
gue vivo. Devora las últimas cucharadas, y con un pan hu-
medecido y deforme deja el plato limpio, o al menos en el
mismo estado que presentaba antes de que lo llenaran de
sopa.
Se la tragó sin beber ni siquiera un sorbo de agua, y
ahora se pide un whisky (bueno, el brebaje que se hace en
Argentina con ese nombre). Por fin, mondándose los
dientes con la larguísima uña de su meñique derecho —
el de la mano, eso sí—, expone su diagnóstico y proyec-
ción estratégica.
“Está todo bien, pibe, no te preocupes. Voy a hacer un par
de llamados para que me pasen algunos datos, y ahí veo cómo
nos movemos”.
“Pero... ¿qué es lo que se puede hacer, concretamente?”.
“Tiene que haber otras pistas además de la tuya. Siempre las
hay. Una cosa es el papelerío legal, y otra la investigación poli-
cial. Los jueces y los fiscales muchas veces desestiman pistas por-
que legalmente no tienen elementos para profundizar. Pero yo no
soy juez ni abogado, ¿no es cierto? Y hay muchas maneras de...
profundizar en una pista. Vos dejame a mí. En principio, te pue-
do decir que por algo no tenés todavía una orden de arresto enci-
ma. O tenés amigos muy pero muy importantes...”.
“Ojalá... Pero no”.
“...o tenés amigos muy inteligentes, que supieron hacer hin-
capié en los agujeros que siempre hay en toda causa y saben ne-
gociar con eso, lo cual es mucho más importante que toda esa
huevada de los procesos legales. Pero no dura mucho: tiene que
aparecer pronto algo que lo sostenga. Es al pedo que diga más
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así en el aire, necesito empaparme del asunto. Mientras tanto vos
hacete el boludo. Y quedate tranquilo, que también vas a estar
protegido por este lado”.
No quiero entender del todo esa última frase. Porque
conozco el destino de quienes no estuvieron “protegidos
por este lado” en aquellos años que algunos todavía lla-
man de plomo.

Teléfono con María.


“¿No te dije que no volvieras a hablar de mí con Tatiana?”.
“¿Y yo no te dije que te había entendido?”.
Voy a tener que poner en su lugar a María. No puede
ser que no me permita mentirme.

Voy a almorzar al menos un sandwich. Aunque el re-


cuerdo de la sopa del Comisario no ayuda.
A ver qué dice el diario. Estupideces, por supuesto, la
idea misma de información implica su inutilidad esencial.
Una vez escuché a Sábato decir: “Un titular de primera pla-
na debería ser al menos algo como: ‘El señor Cristóbal Colón
descubrió América’. Eso tiene algún interés, no las trivialida-
des con que llenan tantas páginas”.
Pero en fin, veamos... Mh. Experimentan con la oxi-
toxina, una hormona que aumenta la confianza de una
persona en sus semejantes. Apenas publicaron los resulta-
dos del estudio, se alzaron voces en contra de lo que po-
dría fomentar una manipulación muy poco ética: ¿qué pa-
saría si un aerosol con oxitoxina fuera usado por un
estafador? Y otras hipótesis como usarlo en mítines polí-
ticos para que aumente la confianza en el candidato y co-
sas así.
No sé por qué se preocupan tanto, si el problema vie-
ne ya desde los orígenes del ser humano. Porque resulta
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que una de las ocasiones en que el cerebro de un mamífe-
ro produce oxitoxinas es luego de un apareamiento. Es decir
que apenas terminás de tener sexo con alguien, lo ves con
mejores ojos. Es innecesario mencionar los desastres a que
esto ha conducido siempre entre esos mamíferos que lla-
mamos “personas”.
En fin, los científicos, en especial los norteamericanos,
se divierten con estos pequeños descubrimientos inútiles.
Cada cinco años se triplican los conocimientos científicos.
Por eso es gracioso escuchar que el nivel educativo gene-
ral de la sociedad actual es más alto que en épocas anterio-
res: matemáticamente, la gente es cada día más ignoran-
te; nunca las personas comunes lo fueron tanto. El 80% de
los conocimientos que manejan tienen más de veinte años
de antigüedad, mientras cada cinco años hay tres veces
más cosas que podrían saber. Es como esa idea del tipo que
quiere escribir su biografía exhaustiva y tarda una semana
en terminar el relato de su primer día: a medida que avan-
ce, estará cada vez más lejos.
Esto no hace más que certificar el fracaso intrínseco de
la ciencia, que a la vez es el único lenguaje válido que te-
nemos. El fin de la ciencia es llegar a probar ese fracaso, la
imposibilidad de saber. Cada descubrimiento dispara una
centena de nuevos enigmas. Pero está bien que así sea.
Borges se equivocó con eso de “La meta es el olvido. Yo he
llegado antes”. Es una verdad poética, pero una irrealidad
filosófica. Igual hay que hacer el camino. No importa sa-
ber que el final es el fracaso: el sentido está en recorrer esa
senda inútil. Toda causa es una causa perdida.
En eso reside también la futilidad de las vanguardias.
La única utopía es aceptar la demencia: esto anula la idea
de vanguardia. No se trata nunca de algo nuevo preten-
diendo cambiar algo, sino sólo de ocurrencias: esa es la
esencia de la humanidad. Palmeritas, dinastías, corbatas,
guerras químicas, adminículos para la menstruación, el
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sistema financiero, la Sonata a Kreutzer: ocurrencias de-
mentes, ocurrencias de dementes.
La demencia: lo único que nos distingue entre los ma-
míferos. O casi: podríamos agregar la vanidad.
La demencia nos alimenta, y la vanidad es el motor. Y
en ese sentido la vanidad lo es todo. Toda lucha contra
cualquier orden establecido implica excluyentemente va-
nidad. Soy yo quien cambiará esto, el mundo o lo que fue-
re. Basta pensar en Jesús: “Soy el hijo de Dios, soy la Verdad”.
O antes aún, la frase que define la cifra de la vanidad: “Soy
el que Soy”.
Este es un mundo de ignorantes, digo. Esta idea no
niega la Cultura, la afirma.
Quizá hubo una época dorada y primordial donde fui-
mos el Animal divino, el rey de la Creación que establecía
la diferencia. La Cultura es la historia de la lucha por se-
pultar a ese Animal. Esa lucha se define como Animaliza-
ción versus Bestialización.
La refinación de la Cultura termina por anular las di-
ferencias (todas: sociales, biológicas, filosóficas), y sor-
prendentemente de esto surge una bestialización. Que
consiste en regresar a lo peor del Animal, pero sin lo di-
vino. Basta mirar las publicidades de toallitas higiénicas
para la menstruación. Recuerdo una, en la que una chi-
ca llega tarde a una conferencia o algo así y ve a su ami-
ga sentada en el medio de una de las filas de sillas con un
lugar vacío que reservó a su lado; la chica se detiene y
duda en pasar porque hay chicos sentados y ella está con
la regla, pero enseguida sonríe porque recuerda que aho-
ra usa esa nueva marca de toallas súper absorbentes y en-
tonces, muy animada, pasa entre las filas de sillas rozan-
do su culo contra la cara de los chicos sentados porque
sabe que no podrán oler su menstruación.
¿Se puede imaginar ignorancia semejante? En el siglo
XXI —y los creativos publicitarios saben bien a quiénes
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le hablan— las mujeres que menstrúan quieren negar su
cuerpo y su biología, tienen comportamientos arcaicos e
ideas perimidas, ¡se sienten impuras!
Se comportan como en una antigua tribu salvaje que
las obligara a apartarse de la aldea y la comunidad
mientras estén con esa sucia maldición diabólica chorre-
ando entre sus piernas. Eso es el retroceso a lo bestial, la
Bestialización.
La refinación de la Cultura no lleva a otra cosa que a
la nueva Edad Media. Los pobres: basura —cada día
más—. Los nobles —políticos, poderosos—: dementes in-
útiles perdidos en sus laberintos. Los escasos iniciados:
ocultos, secretos, moviéndose entre engaños. La Piedra Fi-
losofal es una posibilidad de buen vivir en el desierto de
las bestias.
Majo llega para hacerme notar que no toqué el
sandwich.
“¿Te pediste algo para comer? Ah. Pensé que me ibas a es-
perar a mí...”.
“Son las tres de la tarde, supuse que ya habías almorzado...”.
“No importa, ahora me pido otro sandwich. ¿Cómo te fue?
¿Hablaste con ese tipo?”.
Majo está de excelente humor. Su sonrisa brilla, sus
ojitos bailotean. Todo el tiempo me toca, me besa, me aca-
ricia. Le encantó mi llamado para que nos encontremos un
rato en El Coleccionista.
En la mesa de al lado hay un matrimonio cercano a
los setenta años, aunque la mujer parece directamente
arrancada de una foto que mostrara un elegante té canas-
ta en Las Violetas en 1958. Está de frente a mí, y me pa-
reció percibir un par de miraditas como reprobadoras. Al
siguiente manoseo de Majo lo compruebo: la señora des-
aprueba nuestra conducta, o algo parecido. Es increíble,
pero hay personas así. En un momento el viejo se vuelve
para mirarme, supongo que a instancias de algún comen-
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tario de la vieja, pero lo que hace es guiñarme un ojo
cómplice.
Entra un cincuentón trajeado, y el viejo se levanta pa-
ra saludarlo. Se queda conversando de pie a un par de me-
tros de la vieja. Majo me dice que va al baño y se levanta
besándome en la boca y apretándome juguetonamente los
pezones. Cuando quedo solo miro a la vieja levantando las
cejas con una sonrisa.
Sabía que no iba a resistir ese gesto...
“Se debe creer muy vivo... Y en realidad, al lado de esa chi-
quilina hace el ridículo”.
“Le agradezco mucho, señora, el gran elogio que me acaba de
hacer. Usted sabe, una vez cumplidos los 35 años sólo hay dos po-
sibilidades: ser ridículo o patético. Y yo elegí la mejor...”.
Supongo que le hubiera gustado entender lo que di-
je para odiarme con más fundamento. Pero no tiene con
qué. Es cierto que los adultos se dividen estrictamente en
ridículos o patéticos, pero entre estos últimos hay una
abundante subcategoría. Son aquellos a los que, si les tre-
panás el cerebro, el producto obtenido no te sirve ni para
abono orgánico.

Espero a Jorge en Sócrates. A las cuatro y media de


la tarde hay siempre poca gente aquí. Ahora el sol re-
vienta contra el asfalto en el punto central del cruce de
calles, pero las cuatro esquinas —bueno, la del quiosco
no tanto— permanecen oscurecidas por la sombra de los
árboles y, en el caso de la del bar, por el techo que cubre
toda la vereda, así que hasta da ganas de colgarse un ra-
to mirando por los ventanales. Pedro Goyena siempre
fue una avenida serena y acogedora, parisina, con sus ár-
boles resistiendo la decadencia de la ciudad, con su color
de caramelo casero a punto de ser derramado sobre el
flan de una abuela.
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Los chicos salen del jardín de infantes de la escuela de
Puán, la misma a la que fuimos Jorge y yo. Por la esqui-
na del bar pasan algunas madres de alrededor de 25 años,
y da ganas de lanzarse a destruir hogares —de todas ma-
neras pronto se destruirán sin mi intervención—. Pero
también pasan algunas de 29 o 30, que no arrastran tras
de sí su sombra sino el cadáver de su alma. En los barrios
está lleno de ellas, las que hasta un par de años atrás eran
sólo mujeres e incluso bellas, y poco antes de los 30 son ya
seres viejos y quebrados, aunque mirarían con asombro a
quien les dijera algo así. Son lamentables mujeres casadas,
aplastadas por el peso de un puñado de conflictos irrele-
vantes que las ha dejado sin cuello. Sí, ese rasgo es común:
son mujeres sin cuello, con todo ese pelo pegado a la ca-
beza que de pronto se hace abundante sobre los hombros
siempre inclinados hacia delante. Sus maridos —esa es la
palabra con la que nombran a quien antes era su amor—
deben usar pantalones color caqui con pinzas en el frente,
camisas blancas o con ese fondo y rayas finitas celeste o
bordó, y bermudas también color caqui cuando van el sá-
bado por la tarde al parque con los chicos, donde se les ve
algo descuidada la barbita candado porque los sábados no
hay que afeitarse para recordar que aún son jóvenes.
Si estuviera aquí Majo, le diría: “Te voy a llevar un sá-
bado a la tarde a una plaza, a ver lo que el matrimonio le hace
a las personas”.
De pronto mirar hacia fuera me deprimió. A ver, qué
tenemos adentro... Mh. Frente a mí hay una típica inte-
lectual divorciada, y feminista hasta que se vuelva a cru-
zar con alguien que dé señales de poder convertirse en
nuevo marido. Está leyendo a Lacan, lo cual sería ya bas-
tante retrógrado, pero no contenta con ello tiene también
sobre la mesa un libro de Edward De Bono. ¿Qué espera
de la vida una persona así? Es de las que hablan de una so-
ciedad más justa y del desarrollo espiritual del ser huma-
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no mientras leen psicología fumando uno tras otro horren-
dos cigarrillos baratísimos, combinados con un carísimo y
a la vez pésimo café con leche con medialunas de goma.
Con semejante y tan expuesta incapacidad para el mínimo
equilibrio en cosas tan cotidianas, ¿a qué mierda de equi-
librio trascendente aspiran?
“Loco, aflojá un poco, parece que la vas a cagar a trompadas...”.
Me vuelvo extrañado hacia Jorge que entró por la
puerta que está justo a mis espaldas.
“¿Qué...? ¿A quién?”.
“A esa tipa que tenés enfrente. ¿O estabas pensando que to-
do va a salir mal y alucinaste que era un guardiacárcel?”.
Sí, supongo que va a ser mejor que me tranquilice un
poco. Pero Jorge sabe bien que esa tipa y las minas sin
cuello y los que aceptan las bermudas de sábado son tan
culpables como el que le abrió el cuello a mi degolladita
de Barrio Norte.
En una sociedad como esta, la única y exclusiva causa
de muerte, digan lo que digan los respectivos certificados
de defunción, es el suicidio. Pero construyeron y sostienen
toda esta porquería porque nadie se anima a la soga o al
balazo, así que lo disfrazan de cáncer o paro cardiorrespi-
ratorio. Me tienen harto.

“¿Conseguiste el dato o no? No me des más vueltas, Merlina...”.


“Sólo insisto en lo que te dije cuando me lo pediste: ¿para
qué te puede servir a vos el nombre y la dirección del exmarido de
la víctima, excepto para que te mandes alguna de tus cagadas?”.
“Y yo te repito que no voy a hacer nada que interfiera en tu
trabajo ni con la causa. Pero me dijiste que sólo la imaginación
podía ayudar a sacarme de esto, ¿no? Bueno: yo no me meto en
tu terreno, vos no te metas en el mío”.
“No tenés remedio, nejed. Lo único que te pido es que no ha-
gas nada que te saque del anonimato en el que estás protegido por
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ahora. Mirá que estamos negociando algunas cositas que te favo-
recen, ¿eh? A la noche te voy a ver y te cuento...”.
“Ok, ahora dame esos datos”.
Repito en voz alta para que Jorge anote, y corto.
“¿Y qué pensás hacer con esto?”, dice dándome el
papel.
“Yo, nada. Se va a ocupar Happy Feets...”.

Los escoceses añejan el whisky en barriles que más


aprecian cuanto más vieja es la madera de que están he-
chos. Incluso usan, en la construcción de un nuevo barril,
trozos de madera de toneles que se han terminado por
romper bajo el peso de décadas de uso.
Los norteamericanos, en una muestra más de su inopi-
nada estupidez y su falta de entendimiento de todo, des-
cartan cada tonel luego de haberlo usado una sola vez. Y
los escoceses les compran esos tesoros que de otro modo
los idiotas simplemente tirarían.
Además de ser una prueba más sobre de qué lado del
mundo hay que estar, últimamente la idea de los barriles
escoceses me encaja muy bien como imagen para Jorge y
yo. Eso somos (afortunadamente no como forma): toneles
de whisky amados por escoceses.
Cuando nos conocimos éramos dos niños. Las miradas
estaban limpias y el pecho abierto. Y entonces, con el ti-
món del azar, empezamos a dejar pasar los años y también
a pasar por encima de los años.
En la adolescencia, junto con su hermano Claudio y
con Richard, armamos —sin ninguna consciencia de
ello— una estructura totalmente beatle. En ella yo era el
hermano mayor y Jorge —aunque fuéramos cuatro— el
del medio, como McCartney, con esa función equilibrado-
ra, haciéndose cargo de las faltas que los hermanos meno-
res no registran y que al mayor no le interesan.
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Los Beatles eran tres guitarristas y Ringo; y entonces
Paul, el hermano del medio, dijo “Ok, alguien tiene que to-
car el bajo”, y lo tocó él, pero como si fuera una guitarra, al-
go enteramente nuevo. No hay sacrificio en la posición
del hermano del medio, sino creatividad a partir de la fal-
ta, y de su propia manía por completar. El hermano mayor
la tiene más fácil, porque le basta con mirar hacia adelan-
te y romper, abrir, arrasar. Y los hermanos menores, co-
mo Ringo y George, son imprescindibles pero no están
obligados a romper ni a equilibrar. El del medio tiene
que ser más laborioso. Y es el mensajero secreto del cír-
culo mágico —sin olvidar aquello de que se suele querer
matar al mensajero.
(Si la vida me dejara en paz, escribiría un Tractatus
demostrando que en la estructura de Los Beatles están
contenidas todas las preguntas y las respuestas de todas
las ramas de la Filosofía, algo que dejaría a Wittgenstein
—en quien, dicho sea de paso, se detuvo el conocimien-
to filosófico— como un tartamudo epistemológico).
Después vinieron nuestro años psicodélicos, zambulli-
dos en la desmesura ya que somos por naturaleza desafo-
rados. Todo en nosotros es exceso, no sólo esas obviedades
como el alcohol, sino cualquier cosa que caiga en la órbi-
ta de nuestros cerebros que tienen obturado el centro de
saciedad. La música, la risa, el amor, todo lo que el roman-
ticismo llama “pasión” pero puede nombrarse simplemen-
te “exceso”.
Que es, eso sí, una estrategia de resistencia algo peli-
grosa. Porque lo que te mata en la vida es la pequeñez.
Nada grande puede matarte (ya sé, excepto un camión, un
alud, un maremoto...). El exceso, en sí mismo, no te ma-
ta. Pero es, sí, la mejor forma de ocultar la pequeñez. Si de
por sí, en una situación normal, es difícil ver que lo pe-
queño es lo que te está matando, en el exceso eso se dilu-
ye hasta hacerse invisible. Ahí está el peligro.
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Pero en la psicodelia no te detenés a hacer estos análi-
sis. Estás demasiado ocupado en rumiar la ontología de las
cosas mientras cortás rodajas de salame tirado en una ca-
ma viendo una telenovela coreana. Es una situación en la
que el tiempo, materia del pensamiento, carece por com-
pleto de sentido.
Luego de esos años cada uno vivió sus propias muer-
tes, con tanto de filosófico como de físico. Esto provocó
festejos adelantados en muchos barrios de Buenos Aires.
Se sabe que los hijos de la psicodelia inspiran el más pro-
fundo sentimiento de amor-odio, y una muerte tranqui-
liza enormemente a las buenas conciencias. Ya no tienen
que amarte, ya no tienen que odiarte por amarte. Ya pue-
den dejarse hundir sin que ninguna risotada se los repro-
che. Ven ante sí, de pronto, un hermoso futuro de aban-
dono inimputable.
Pero, como está dicho, la gente se entusiasma dema-
siado rápido con el futuro. No habían terminado de brin-
dar —animarse a levantar una copa les lleva al menos un
lustro—, cuando de repente los payasos tirabombas esta-
ban de nuevo ahí, frente a sus ojos, ni siquiera renacidos
porque en realidad nunca habían muerto, indestructibles,
graciosos, insoportables. El monstruo de dos cabezas. Ray
Milland enriquecido con uranio, y desdoblado, de modo
que puede atacar simultáneamente de frente y por atrás.
Older but no wiser...
Y con esa nueva pátina de tonel escocés en el pecho.
Quemados, curtidos, con estacas de madera del Arca en
vez de costillas, desfasados, rebuscando en los tachos de
basura de la humanidad para recuperar todo lo que algu-
na vez hayamos tirado porque como día a día estamos
siempre buscando algo nuevo no hay tiempo para todo y
lo que sobra va al tacho que revolveremos quizá en uno,
quizá en diez, quizá en veinte años, y entonces nos asegu-
ramos la inmortalidad porque nunca se agotarán las pro-
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visiones, siempre habrá algo para reciclar en esos tachos.
Ardiendo aunque ya todo haya ardido, como dijo Brel.
Esto fue un brindis.

Y aquí viene Happy Feets deslizándose a toda veloci-


dad por la explanada de la autopista, descendiendo hacia
nosotros entre medio de los estupefactos automovilistas.
No va en skate, ni usa rollers o algo parecido. Las ruedas
son sus pies.
La historia de Robertito (lo de “Happy Feets” es sólo
un nombre interno entre Jorge y yo) es notable. Vive en la
calle desde los 10 años. A los 13, hace de esto cuatro años,
trató de huir de un policía luego de haber robado una car-
tera en un vagón del “Sarmiento” y terminó cayendo a las
vías casi en la estación Villa Luro. Las ruedas del tren le
amputaron ambas piernas, apenas debajo de las rodillas.
En el hospital lo usaron de conejillo de Indias, a cambio
de lo cual le prometieron que una fundación le consegui-
ría un par de prótesis alemanas —y de paso se llevaría to-
do el crédito del experimento Frankenstein al que lo so-
metieron, lo que aumentaría su prestigio y le permitiría
seguir evadiendo impuestos y lavando dinero, como toda
fundación que se precie en este país.
La cuestión es que le injertaron sus propios pies a la
altura de las rodillas. Pero al revés, con los dedos apuntan-
do hacia atrás. De modo que, mediante una intensa reedu-
cación, los tobillos pudieron cumplir la función de articu-
lación de las rodillas, y los pies aprendieron a estirarse y se
convirtieron en el engarce de dos complejas prótesis de
media pierna, con todo lo cual, tras meses de sufrimientos
físicos y mentales, Robertito logró una movilidad prácti-
camente natural y una papilla neuronal en su psiquis.
Al año siguiente del accidente, quien lo veía por la ca-
lle no podía adivinar el estrambótico injerto que permitía
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su andar, si bien también es cierto que su expresión de-
mente no propiciaba detenerse a mirarlo.
Un año después, con la ayuda técnica de sus amigos de
los desarmaderos de autos robados, decidió y llevó a cabo
una espectacular adaptación de sus costosas prótesis ale-
manas: reemplazó los rígidos pies ortopédicos por dos rue-
das fijas de 10 centímetros de diámetro, lo cual lo hizo un
poquito más alto y lo convirtió en una especie de veloz bi-
cicleta humana. Ahora no hay policía que pueda alcanzar-
lo, excepto con un disparo por la espalda.
“Hola, qué cuentan, qué dicen, cómo andan, qué tal, ¿todo
lindo?, cómo va la cosa, ¿eh? ¿Eh, eh, eh?”.
“Todo bien, Robertito. Tengo algo para vos”.
“Yo también. Te están buscando”.
“¿A mí?”.
“A vos, a vos, a vos, a vos”.
“¿A qué te referís, Robertito? Supongo que no hablás de la
cana...”.
“¿Por qué te va a buscar la cana?”.
“¿Entonces quién?”.
“Después te llevo, después te llevo, después te llevo. ¿Qué te-
nés para mí, qué tenés?”.
Por detrás de Happy Feets, Jorge me hace señas de que
le siga la corriente. Tiene razón, no voy a ganar nada in-
sistiendo, primero tengo que saciar su curiosidad.
“Tomá, Robertito. Acá tenés el nombre y la dirección de un
tipo...”.
“Ah, querés que te averigüe en qué anda...”.
Esa es una de sus especialidades. Le das tres o cuatro
días, y te dice hasta cuántas veces fue al baño la persona
que le pediste que siguiera. Me enteré de esa increíble ha-
bilidad cuando alguien, hace poco más de un año, le pidió
que me siguiera a mí.
Le doy algo de dinero, y entonces Robertito se echa a
rodar en dirección a la subida de la autopista. Miro con
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decepción a Jorge, pero enseguida oigo el grito de Happy
Feets mientras se pierde por allá arriba:
“¡Mañana a la noche! ¡Acá! ¡Te cuento de este tipo, y des-
pués te llevo a...!”.
La voz se pierde entre los bocinazos y chirridos de rue-
das de los coches que lo esquivan como pueden.

Si hoy me senté en El Coleccionista y en Sócrates, ya


no tiene mucho sentido lo de evitar mi departamento. Pe-
ro Majo no quiere ni oír hablar de eso.
“No es lo mismo. Podés estar en lugares públicos, porque no
estamos en el Viejo Oeste donde ponían carteles con tu cara en los
bares. Pero en tu departamento no, porque si llega a pasar algo
te van a ir a buscar ahí”.
No es una lógica muy rigurosa, pero ninguno de
los dos tiene ganas de discutirla mucho. Así que aquí
estamos.
Y Jorge se queda a comer. Y llega Merlina K.
Majo le abre y se va a preparar café. Podría hacer diez
litros de una sola vez por la mañana, pero eso no tendría
gracia. El chiste es hacer de a cuatro pocillos, quince ve-
ces al día. Merlina saluda y pasa al baño.
“Me caso”, dice Jorge.
“¿Con quién?”.
“Con la judía. Y le leo sobre la Cabala todas las noches, con
Madonna como música de fondo”.
Y de repente su sonrisa se borra y me mira con mar-
cada reprobación.
“Vos estás mal de la cabeza, estás abollado. ¿Esta es la mi-
na que dejaste escapar hace unos años?”.
“Sí, pero hablás como si no tuvieras ni idea, ¿acaso no te la
describí bien en su momento?”.
“No. No. Tu descripción fue una pelotudez al lado de la re-
alidad. La realidad es matrimonio a primera vista”.
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“Está bien, voy a mi departamento a buscar el kipá que me
afané del templo cuando se casó Eloy, te lo ponés, y le declarás tu
amor eterno”.
“¿Quién se va a declarar a quién?”, dice Majo asoman-
do sonriente desde la cocina.
“Mi amigo a Merlina”.
“¿Y habrá posibilidades de que ella acepte? A mí eso me de-
jaría mucho más tranquila, debo confesar...”, y con una mira-
dita algo inquietante regresa a su café.
“Está todo mal, negro”, dice Jorge de pronto muy serio.
“Vos sabés bien que las mujeres no son celosas: tienen antenas, que
es algo muy distinto. Si perciben algo, es que algo hay”.
“No me quites la poca paz que me queda. Mejor olvidemos todo
el tema”.
Pero, por supuesto, cuando estamos los cuatro toman-
do el café me siento absolutamente culpable de haber pro-
piciado que Merlina pisara el departamento de Majo. Pa-
ra colmo, Merlina no deja de acariciar a Adso de Melk.
Majo debe estar viéndola como la Gran Usurpadora.
“Te pido que me prestes mucha atención”, me dice Merlina.
“No tienen otra cosa que hacer”, acota Majo.
“Antes de venir para acá estuve hablando con alguien”,
continúa Merlina como sin haber registrado el comentario
—lo cual en ella es imposible. “Y probablemente sea bueno
que vos también hables con esa persona”.
“¿Quién es?”.
“La persona de Homicidios que estuvo investigando el asunto”.
“¡¿Qué...?!”.
“Tranquilo. Está todo bien. Vos sabés que la policía siempre
maneja más hipótesis que las que el fiscal incluye en la causa.
Cuestión de oficio. Y creemos que un par de charlas —concerta-
das y extraoficiales, obviamente— pueden impulsar las líneas de
investigación que te convienen a vos”.
“No sé muy bien lo que estás diciendo, pero de repente siento
como si sufriera una sobredosis de laxante”.
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“Lo que hables en privado con esta persona no puede usarse
de ninguna manera en tu contra. Y en cambio puede resultarte
beneficioso. Esto te interesa más a vos que a él, entendelo. De he-
cho, hasta hoy a la tarde el tipo no se decidía a aceptar nuestra
propuesta. Pero hace un rato se comunicó conmigo para decir que
arreglemos un encuentro. No sé qué lo hizo cambiar de opinión,
pero nos conviene que así sea”.
“Qué sé yo... Es una idea tan rara... ¿Por qué se te ocurrió
algo así?”.
“No fue una ‘ocurrencia’. Lo que pasa es que vos no tenés
idea de cuánto estoy trabajando para sacarte de esta. Sólo te ha-
blo de los pasos que tenés que dar, no de todo lo que cuesta deci-
dir cada uno de esos pasos. De eso no te enterás...”.
Me mira muy seria por unos segundos, y luego me
sonríe. Eso significa “Hacele caso a tu idische mame”. Sólo
ella y yo lo sabemos. Divina Merlina...
A ver. Sí, Majo sonríe sin sombras como siempre. Y
ahora tiene a Adso de Melk sobre su falda. Todo parece en-
derezarse. Al menos por esta noche. Mañana... no sé, ten-
dría que revisar la presentación de “The Fugitive”, creo
que mencionaban algo acerca del mañana. Aunque James
Bond sostenía que el mañana nunca llega. Y también que
sólo se vive dos veces, cantidad que yo ya me gasté hace
años8.

8 La historia de mi primera muerte es la historia de Jasón Heráclito von


Christo, notable ejecutante de salterio, vihuela, organistrum sueco de ar-
co y crwth galés, y autor de la “Sinfonía Descalza” para siringa, guim-
barda y conjunto de vamp-horns, que nació acordonado con el sonido de
las campanas de Ashurst en Sussex (o en Friburgo de Brisgovia según
otras versiones), un personaje, si sé lo que digo, que representa la más
acabada imagen del extravío de un navegante ante la imposibilidad y,
fundamentalmente, la inutilidad del puerto de llegada. Aunque las dife-
rentes versiones lo presentan ya como un prodigio, ya como un prodigio-
so imbécil, esta misma dualidad da la pista sobre su verdadera naturale-
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“¡Qué tal, pibe! Justo te iba a llamar. Oíme, estoy saliendo
pero te espero en la puerta del Borda en... a ver... veinticinco minu-
tos. ¿Llegás?”.
Y acá estoy, esperando al Comisario. Quizá, después
de haber husmeado entre sus contactos para “empaparse”
de mi asunto, haya pensado que mi única opción es lograr
que me declaren inimputable, y me citó en el neuropsi-
quiátrico para que me vaya acostumbrando al ambiente.
Pero no. Se trata de que ayer internaron a Rino.
“Alguna vez iba a pasar. Delirium tremens. Si no fuera
por mí, ya lo hubieran derivado acá hace mucho. Pero esta vez
no pude hacer nada. Lo agarraron caminando desnudo por Ave-
nida del Trabajo a las dos de la tarde, con un viejo FAL que
yo le regalé hace años —original, de los que usaba Coordina-
ción Federal en las operaciones de los ‘70—, riéndose y babeán-
dose como un mogólico, y entrando a los comercios para pregun-
tar si alguien necesitaba sacrificar alguna mascota. ¡Con el
FAL! Es genial, ¿eh? Y bueno: juzgado, asistente social y to-
da esa bosta, y Rino al Borda. Vení, acompañame a verlo. Aun-
que ni nos va a reconocer, acá enseguida los empastillan y al ca-

za: Jasón H. era, simple y tristemente, un ángel caído en desgracia, en-


redado en la purulenta viscosidad de un mundo que no lo abrigaba lo su-
ficiente. Su pequeña y dulce almita creía con sinceridad en la magia de
las cuerdas que sus delgadas manos acariciaban, lo que en sí mismo no es
una locura, pero su error residía en considerar que cualquiera que se le
acercase se convertiría también en mago por ese sólo contacto. De más
está decir qué resultado más desastroso tuvo semejante convicción. Pero
más desastroso aún fue cuando, cansado de que lo negaran, pretendió de-
mostrar la existencia de la magia renunciando a ella para que mediante
su ausencia se dieran cuenta de que había sido real. Así fue que un buen
día se hundió definitivamente en la oscuridad, y, ya sin nada que valiese
la pena en su vida, partió al exilio. Su rastro se perdió más allá del des-
ierto que recuesta sus orillas en el confín de las tierras de Gurparanzahu,
y a partir de entonces sólo informan sobre él algunas leyendas de dudo-
sa credibilidad, una de las cuales incluso afirma que J. H. renació de sus
cenizas y está de vuelta entre nosotros, sólo que aún no se ha revelado por
una simple cuestión de holgazanería.
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rajo. Vamos. Ah, lo tuyo anda bien encaminado, ¿eh? Me ale-
gro. Cuando salimos lo conversamos”.
El Borda es algo notable. El único lugar de su espe-
cie en el mundo entero en el que se recrean con exactitud
el ambiente y las condiciones de vida, o de muerte en vi-
da, de un hospicio europeo de finales del siglo XIX. Pa-
samos entre los fantasmas irrecuperables —no por sus pa-
tologías, sino sólo por estar encerrados aquí—, sucios,
famélicos, apestando a orín y semen viejo, hasta que el
Comisario distingue a Rino sentado en el suelo bajo la
galería de uno de los ruinosos pabellones. Escribe con una
birome toda mordida en el dorso de una alargada etique-
ta plástica arrancada de una botella de agua mineral. Es-
cribe, no dibuja. Cuando nos detenemos junto a él y le-
vanta la cabeza, la expresión de su rostro me impresiona
muchísimo. Porque es exactamente la misma que siempre
tuvo. Es como si el marco espantoso de este depósito de
cadáveres vivos le otorgara su verdadera dimensión de de-
mencia, la que, mirando ese mismo rostro, afuera te pa-
recía casi normal.
El Comisario le habla un poco pero Rino no parece
muy interesado. Escucha unos cuantos segundos y en-
tonces, sin mirarme, estira su mano hacia mí dándome la
etiqueta. Mientras el Comisario sigue con su cháchara
casi desagradablemente liviana y despreocupada, me
aparto unos pasos y me pongo a leer lo que Rino acaba
de garabatear:

El Valhala, el Hades, el Inferno que soñaron las genera-


ciones precedentes es real, sólo que no consiste en las tinieblas
o los fuegos eternos ni se parece a ninguna otra versión que
los antiguos imaginaran.
El Infierno es esta quietud, este hueco en donde la huma-
nidad fue arrojada y en donde se pudrirá inmóvil y paralí-
tica por los siglos de los siglos.
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El Infierno es la imposibilidad de que algo ocurra. Es es-
ta estremecedora certidumbre de que nada va a sucedernos,
nunca, nunca, de que cada uno nace y muere sin la más mí-
nima posibilidad de asomar un solo pelo fuera de esta cáma-
ra de congelación.
Todo está perfectamente terminado. No existe posibilidad
alguna de que algo perturbe la quietud absoluta de esta muer-
te. Una revolución acá o una guerrilla por allá no son más
que peditos del sistema. La realidad es que todo seguirá su cur-
so hueco, que las cosas continuarán vacías de movimiento y
sentido durante los milenios venideros.
Llegó el Apocalipsis.
Hacia el año 2000, como fue predicho. Ya comenzó. El
Apocalipsis es el hastío. La aventura del hombre en la Tierra
llegó a su fin. No sucedió como dijeron los antiguos, a través
de un cataclismo natural, humano o divino. Nada de eso. No.
Fue un cataclismo en el alma. La imaginación ha muerto. El
hombre ya no existe. Sólo existe el hastío.
El Apocalipsis no es una amenaza ni una promesa. El
Apocalipsis está aquí. Y aquí se quedará, latente, otro pedito
más del sistema. Pero en cambio...

Carajo. Es la vieja pregunta: ¿de qué lado están los lo-


cos, adentro o afuera? Pero si la pregunta es vieja es por-
que a nadie le interesa contestarla, y a mí tampoco. Así
que recibo con alegría la invitación del Comisario a irnos
de este sitio miserable. Y además quiero enterarme de una
vez qué era eso de que lo mío anda “bien encaminado”.
“Hablé ayer con Farinelli, estuvimos... intercambiando ideas.
Para empezar, coincidimos en que no tenés nada que ver, que te es-
tás comiendo un garrón. Y no porque vos digas que sos inocente, no.
Es una conclusión mucho más técnica, que no viene al caso”.
“Bárbaro, pero... ¿quién es Farinelli?”.
“¿Cómo no sabés? ¿No hablaste con tu abogada? Pensé que
me habías llamado por eso”.
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“¿Farinelli es el de Homicidios?”.
“Claro. Un gran amigo mío. De las épocas duras. Por en-
tonces era un pendejo, pero tenías que verlo en acción... Un hal-
cón. Un verdadero halcón”.
Por qué mierda no me quedé en Roma. Merezco que
se instaure la pena de muerte sólo para mí, por idiota.
“Eh, qué cara pusiste. No me digas que vos también sos de
esos zurditos imbéciles que sólo saben decir ‘maldita policía, mal-
dita policía’ como maricones... ¿Sabés?, había que ser muy hom-
bre en aquellos años. Había una guerra, y...”.
“Está bien, Comisario, no me interesa la Historia. Y soy
zurdo para el fútbol y derecho para agarrar la lapicera, y esa
es toda la incidencia de la derecha y la izquierda en mi vi-
da. Y centro no tengo, eso está claro. ¿De qué se trata lo de
Farinelli?”.
“Mirá, hablá con él. No te voy a decir que está de tu lado,
pero... en todo caso, comparten el mismo interés por que aparezca
el asesino”.
“Mi abogada me dijo que ese Farinelli no mostraba mucho
interés en hablar conmigo. ¿El cambio se debe a su intervención,
Comisario?”.
“Ya te dije: estuvimos analizando unas cuantas cosas con
Farinelli. Dos cabezas piensan más que una”.
Sin discutirle su filosofía cuantitativa, le agradezco es-
trechándole la mano mientras me levanto prometiéndole
que lo llamaré en cuanto hable con Farinelli y dejando un
billete sobre la mesa para los cafés que tomamos. Pero el
Comisario retiene mi mano y me vuelve a meter mi bille-
te en el bolsillo.
“No, pibe, esto no se trata de que me invites un café”.
“Y de qué se trata, Comisario...”.
“De códigos. Probablemente yo nunca necesite nada de vos.
Pero si alguna vez es así...”.
“...ahí entran los códigos”.
“Exacto. Y vos sos un tipo que va a saber respetar los códigos”.
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Cuando tenía unos 10 años descubrí, en una enci-
clopedia que mi viejo conservaba de su época de estu-
diante, una lámina que mostraba y explicaba todos los
signos del código Morse. Inmediatamente me puse a
tratar de inventar variantes del sistema, lo que me en-
tretuvo durante semanas. Es decir que empecé a violar
códigos desde la primera vez que tuve contacto con ese
concepto.
En fin, si alguna vez el Comisario se me pone insisten-
te con lo de responder a sus códigos, siempre me queda la
alternativa de hacerlo asesinar. Esteban, por ejemplo, esta-
ría encantado con el encargo.
Quizá Merlina tenga razón en eso de que mi religión
es la supervivencia. Lo que es seguro es que los códigos se
hicieron para romperlos. Como todo lo que huela a cons-
piración y miseria humana. No se puede vivir haciendo
contabilidad menor. Dejemos para los dioses y los matri-
monios eso de “dar para recibir”. Las personas debemos
hacer todo lo que podamos o lo que tengamos ganas, y lis-
to. Qué tanto joder...

Abro la puerta del departamento de Majo y Adso de


Melk empieza a maullar como una solterona. Apenas en-
tro casi me lanzo a maullar así yo también. Majo está ti-
rada sobre la alfombra.
Corro junto a ella, pero apenas la toco abre mucho los
ojos y se incorpora de un salto pegando un grito que se re-
pite como un eco en mi propia garganta. Caigo de culo y
Majo mira como aterrada hacia todos lados, hasta que pa-
rece reconocerme y se abraza a mí.
“Por Dios, chiquita, ¿qué pasó?”.
Antes de que Majo responda veo mi equipaje prolija-
mente acomodado en un rincón de la sala. Ya me imagi-
no... pero debo evitar reírme.
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“Fue... tan impresionante... Merlina me avisó que alguien
iba a traer tus cosas, y... al rato tocaron el timbre acá en mi puer-
ta, se ve que la de afuera estaba abierta, y...”.
“...y al abrir te pegaste el cagazo de tu vida”.
“No entiendo, ¿qué es lo gracioso? ¡Apareció ese... esa co-
sa... esa cosa inhumana, como si fuera un hombre pero... Dios
mío, tan alto, con la cara como de madera lustrada, y...! ¡No
te rías!”.
“No, está bien, perdoname, mi amor, en serio, es que... Bue-
no, es difícil de explicar, pero está todo bien. Ahí está mi equi-
paje, ¿ves? Y ese... bueno, eso que viste, es quien lo trajo. Se lla-
ma Presidente Perón. Es un robot. Vení, vamos a tomar un café
y te cuento la historia...”.
Merlina habrá disfrutado tanto trayendo hasta la
puerta a Presidente Perón y haciéndolo entrar solo para
que Majo se encontrara con él cuando abriese...
Antes de poner a calentar el agua para el café, le sirvo
un poco de jugo de naranja a Majo.
“¿Estás mejor?”.
“Sí, sí. Si vos decís que todo está bien...”.
“Todo está bien”.
“Bueno... Pero cuando vi que te reías, tuve ganas de pegar-
te. Te salvaste porque me sorprendió oírte llamarme así...”.
“¿‘Así’? ¿Cómo?”.
“‘Mi amor’. Dijiste ‘perdoname, mi amor’...”.
Oops. Y eso que, pasando por situaciones tan compli-
cadas en lo legal como las que estoy pasando, debería te-
ner los sentidos muy afinados para aquello de “todo lo que
diga puede y será usado en su contra”.

“Ahí viene”, dice Jorge señalando a Happy Feets que se


acerca a toda velocidad. Llevamos una hora y media espe-
rando que aparezca.
“Hola, qué hacés, hola, qué dicen, ¿todo lindo, todo lindo?”.
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“Todo perfecto, Robertito, pero, ¿podés dejar de darnos vuel-
tas alrededor? Me estás mareando...”.
Clava los frenos justo frente a mí. No sé cómo mane-
ja con tanta precisión esas prótesis absurdas. Recién ahora
me doy cuenta de que trae un skate bajo el brazo.
“Vamos, vamos, dale, metele, venite, dale, vamos...”.
“Pará, pará. ¿Adónde, de qué hablás? ¿Tenés algo sobre ese
tipo del que hablamos ayer?”.
“Ah, ese. Está hasta las manos, hasta las manos, pero has-
ta las manos”.
“¿Por qué, en qué?”.
“No sé por qué. No anda en nada raro. Pero un cana lo si-
gue. Y el tipo ni se entera. Pero está reloco, reloco, está reloco...”.
“¿Qué querés decir? ¿Nervioso, alterado, qué?”.
“No sé, che, no sé. Pero ese tipo tiene algo, ¿entendés, entendés?”.
“Me estás volviendo loco a mí, Robertito. A ver: ¿parece, por
ejemplo, un tipo que ocultase algo?”.
“Más bien, claro, claro”.
“¿Como si... se hubiera mandado alguna cagada grande, y
no supiera bien cómo esconderla?”.
“Mirá, no sé, no sé, el cana tampoco sabe, pero el tipo an-
da loco, loco”.
“Bueno”, dice Jorge con resignación, “no es muy claro pe-
ro al menos averiguó cosas que ni Merlina sabe. Porque de lo del
cana que lo sigue no teníamos ni idea”.
“Ella misma lo dijo: hay cosas que suceden fuera de la cau-
sa, y de esas no te enterás. Por eso son tan importantes los ‘recur-
sos alternativos’ como Robertito y otros que estoy usando”.
“No sé, negro, pero esto ya es un delirio. No entiendo cómo no
estás histérico todo el día”.
“¡Vamos!”, grita de repente Robertito casi enojado.
“Pará, ¿qué mierda querés?”.
“¿No te dije que te buscaban, no te dije? Vamos, tomá...”.
Y pone el skate a mis pies.
“No entiendo...”.
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“¡Subite, subí!”. Y vuelve a enojarse. “¡Vamos...!”.
Cuando pongo un pie sobre el skate, Jorge me toma de
un brazo.
“¿Qué carajo hacés?”.
“¿Qué tengo para perder?”, pregunto como respuesta.
Robertito se para a mi lado y me toma de la cintura, y an-
tes de que Jorge pueda decir una palabra más estamos ro-
dando a toda velocidad por el irregular asfalto de Carabo-
bo hacia abajo, hacia donde calle tras calle la noche se va
haciendo más sucia y más inhospitalaria.
Yo, que siento vértigo al subirme a un banquito en mi
cocina para buscar un paquete de yerba en lo alto de la
despensa, me dejo llevar a toda velocidad por el loco de los
pies con ruedas, consciente de que no será de él la culpa
cuando un auto nos toque o simplemente el skate muerda
una piedrita y rodemos sin eje destrozándonos piel y hue-
sos para terminar desarticulados sobre el asfalto podrido
bajo las luces miserables de esta zona horrible. Quizá des-
pués de todo sí tenía algo que perder.

En auto desde aquí no tardás más de cinco minutos en


estar en plena avenida Rivadavia y a lo sumo doce o quin-
ce en llegar al Obelisco, pero sin embargo esta zona pare-
ce no otra ciudad, sino directamente otro país. No se tra-
ta del paisaje aplanado de manzanas y manzanas de “villas
miseria”, que llevan aquí cincuenta años, sino del resulta-
do de las mixturas y cambios etnosociales de los últimos
quince.
La invasión coreana se integró de extrañas formas
con la nueva realeza indigente, esa que se dio cuenta que
no había mejor negocio que permanecer en la marginali-
dad de la villa y convertirla en un principado indepen-
diente que utiliza sin costo alguno los recursos que pa-
gan los habitantes del mundo que los rodea —terreno,
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electricidad, impuestos, y todo—, y que se beneficia de
las leyes del “afuera” pero les niega entidad dentro de los
límites del principado, y que sobre las casillas de chapa
y cartón de los obreros pobres de los ’50 y los ’60 llegó
a levantar hoy construcciones de dos y hasta tres plantas,
rodeadas por lo que alguna vez fueron calles de barrio y
en las que hoy todos los carteles están en idioma corea-
no, estableciendo entre esta comunidad y los aristócratas
marginales una convivencia de conveniencia que funcio-
na aceitadamente.
Yo sería el primero en felicitar a esa nueva nobleza vi-
llera por burlarse descaradamente del Sistema, por apro-
vecharse de su fracaso en su propia cara. Pero no han que-
rido salir nunca de la innecesaria fealdad, y la estética es
para mí una ética, por lo cual no puedo ponerme de su
misma vereda.
Aunque ahora va a ser mejor que nadie se entere de lo
que pienso, porque Happy Feets me metió en el corazón de
la villa y aquí pueden rebanarme la ética con una navaja
oxidada sin siquiera despeinarse por ello.
“Robertito, por favor, ¿me vas a decir de una vez dónde mier-
da me estás llevando?”.
“Es mentira, nadie te busca, no te busca nadie, es mentira”.
Se me hiela la sangre. El entorno caótico y aterrador
toma una presencia sobrecogedora. No sabría ni hacia
dónde correr para salir de aquí. No puedo siquiera fingir
serenidad, que es lo mínimo que debería esgrimir para
hablar con un loco que me trajo al medio de la villa a las
once de la noche.
“¿De qué hablás, Robertito? ¿Por qué no intentás expli-
carme de qué se trata esto? ¿Por qué me mentiste? Yo siempre
te ayudé, siempre te...”.
“Sí, sí, sí, sí, vos sos muy bueno, muy bueno, sí, sí. Lo que
pasa es que no es cierto que el hombre te busca pero yo sé que sí
te busca...”.
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Mis nervios van a estallar.
“Rober, tratá de ser más claro, porque otra vez me estás vol-
viendo loco. ¿Hay, entonces, un hombre que me busca, o no?”.
“Él no me mandó a buscarte, pero sé que te quiere ver”.
No sé cómo de pronto logró hilar una docena de pala-
bras con coherencia y sin repeticiones, pero para mí son un
bálsamo.
“A ver. Entonces, la cosa es que vos pensás que hay alguien que
querría verme, aunque no te pidió directamente que me buscaras”.
“¿Y yo qué dije?”.
Lo que faltaba. Hasta Robertito me hace sentir un
pelotudo.
“¿Dónde está?”, digo ahora casi molesto.
Happy Feets me hace un gesto de silencio, me lleva
hasta el nacimiento de uno de los angostos corredores en-
tre casillas y me señala la segunda puerta a la derecha.
Camino dos pasos, me detengo, me vuelvo a mirar a
Robertito. Me devuelve una sonrisa confiada, hace un ges-
to como animándome. Suspiro, otros dos pasos. La puerta
está abierta. Me asomo al interior. No necesito que la
enorme silueta parada en medio de la casilla de espaldas a
la entrada se vuelva hacia mí para reconocerla. Es una fi-
gura inconfundible. Su presencia, más que nada, lo es. Lo
que emana de él.
Me quedo mudo, inmóvil, casi sin respirar. Nunca
creí que volvería a verlo. La Tierra es una insignificante
mota de polvo en el universo, pero también puede ser un
mundo infinito para un hombre, en el cual las posibili-
dades de cruzarse con alguien son ínfimas. Dos personas
pueden vivir durante veinte años a sólo una calle de dis-
tancia sin cruzarse ni una sola vez, así que, ¿qué posibi-
lidades puede haber de volver a encontrar a alguien cu-
yo radio de movimiento es el mundo entero y cuyo
tiempo no se sujeta a la fórmula horaria de los días y las
noches? Pero es él, es él, está aquí, ante mis ojos otra vez.
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El hombre que es todos los hombres y está más solo que
ninguno.
Digo su nombre en voz casi inaudible. No se mueve.
Tomo fuerzas para repetirlo en voz más alta.
“Ahasvero...”.
El silencio agiganta su dimensión inmóvil. Pasan cin-
co, diez segundos. Y de pronto empieza a sonar el puto ce-
lular en mi bolsillo. Lo cual sí consigue que Ahasvero se
vuelva y me mire.
Este mundo ha cambiado el drama y la poesía por
simples ruidos molestos.

Miro la hora en el celular: casi las cuatro de la maña-


na. Es mi primer gesto consciente desde la medianoche.
Tanto caminar y caminar en silencio por calles alejadas de
todo, casi sin luces, entre galpones, fábricas abandonadas
y descampados, había terminado por embotarme, por su-
mirme en un estado de marcha hipnótica como el de un
tuareg en la ruta secreta de las caravanas. Ni siquiera fu-
mé un cigarrillo en todo este tiempo.
“¿Podemos descansar un momento?”.
Ahasvero gira su rostro hacia mí y me mira desde su
increíble altura con una sonrisa irónica pero amarga, tan
amarga...
“Perdoname”, le digo muy incómodo, “no fue una mane-
ra feliz de decirlo”.
Me siento en el cordón de la vereda y enciendo un ciga-
rrillo. Ahasvero está junto a mí, por supuesto de pie. Desde
mi posición su altura toma contornos míticos. Vuelvo a re-
procharme por mi torpeza de hace un momento. No es que
crea que pude hacerlo sentir mal, es obvio que ya está muy
lejos de toda fragilidad humana. Pero temo irritarlo, no
quiero que me vea como un imbécil que ni siquiera puede
empezar a imaginar lo que es hablar con alguien como él.
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Fumo medio cigarrillo en silencio. Recién entonces
hablo.
“La otra vez que te vi fue hace... ¿cuatro...?, no: cinco. Cin-
co años, ¿no? Sí. Cinco. No es mucho, pero para vos directamen-
te es como si hubiera sido hace unos minutos”.
Me mira casi con pena. Y yo quiero darme la cabeza
contra el empedrado de la calle. Qué idiota. ¿Quién dice
que tengo que esforzarme en parecer digno de hablar con
un personaje así? En especial cuando los esfuerzos produ-
cen frases que apuntan alto y sólo hacen blanco en las ide-
as más estúpidas.
“Y bueno, es así. Me hacés sentir un pelotudo. Y actúo en con-
secuencia”.
Ahora su sonrisa se afloja, es casi un gesto de compli-
cidad. El hielo de siglos se rompe. Ahora puedo hablar
con libertad.
“¿Por qué volviste? O quizá debiera empezar por preguntar-
te qué buscabas por acá la primera vez, hace cinco años”.
“Sí. Si volví es porque la primera vez no supe encontrar lo
que buscaba”.
Me pongo de pie y reanudamos la marcha. Pasa al me-
nos media hora. No sé si mi sensación puede tener alguna
exactitud, pero juraría que Ahasvero camina pensativo. En
todo caso, no es la mole mítica e inalcanzable que andaba ha-
ce un rato por estas calles tan lejano como si caminara por la
superficie lunar. Hay hasta una ligera tensión muscular cada
tanto en su rostro, casi una preocupación. Por fin habla.
“De alguna forma, a través de una infinidad de signos que
me llevaría días contarte y de todos modos no entenderías, llegué a
desarrollar una sospecha bastante sólida de que él había vuelto...”.
“¿Él...?”.
“Él. El que me condenó”.
Ante la sola idea, sé que no voy a poder decir una pala-
bra más. Ahasvero acaba de anular mis posibilidades huma-
nas de comunicar realidad. Pero él sigue hablando solo.
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“Por eso llegué acá la primera vez, hace... ¿cuánto dijiste?
Cinco años... Supongo que recordarás bien aquellos días...”.
¿Cómo olvidarlos? Pero esa es otra historia, que no sé
si alguna vez podré contar.
“Pero nunca supiste la razón que me había traído hasta es-
te lugar. Ni te la habrás preguntado, porque no tiene por qué ha-
ber una razón para que alguien que tiene todo el tiempo del mun-
do para vagar por la tierra esté aquí o allá. Pero entonces, por
una vez, había una razón. Aunque en aquel momento terminé
por creer que era falsa, que había sido un error. Y me fui. Si al-
guna vez volvía a pisar esta tierra, no sería antes de que murie-
ra la persona que sabía quién era yo. Siempre lo hice igual. Hu-
bo muchos que supieron de mí a lo largo de tanto andar, pero
ninguno volvió a verme nunca. Así es mejor para todos. Todo
queda reducido a leyendas...”.
No creo estar muerto, y sin embargo estoy caminan-
do otra vez al lado de Ahasvero. La excepción resulta muy,
muy inquietante. Y no es algo que se resuelva con salir co-
rriendo hasta cruzarme un taxi que me lleve a casa.
“Pero mi error no era absoluto, como creí aquella vez. Ha-
bía interpretado mal algunos signos, sí, pero el reinterpretarlos no
negaba mi sospecha: la afirmaba. Por eso volví. Ahora estoy por
completo seguro. Perplejo, agobiado, más cansado en los últimos
días que en la suma colosal de jornadas que cargo sobre mi espal-
da... pero seguro”.
Se detiene y, congelando mi alma, apoya sobre mi
hombro su enorme mano que tocó muros poderosos y
eternos que hoy son menos que polvo.
“Él volvió. Está en algún lugar, no muy lejos de aquí. Lo
sé. Él está cerca...”.

“¿Qué le pasa?”.
“No sé. Llegó a las siete de la mañana, y se sentó ahí en la
cocina sin decir una palabra hasta ahora”.
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El diálogo entre Majo y Merlina, que acaba de llegar,
me dice que tengo que regresar al mundo cotidiano.
“Majo... ¿me harías un café?”.
Miro el reloj de la cocina. Las diez. En las tres horas
que pasaron desde que llegué, Majo ni siquiera ejerció su
manía del café. Cuando entré me preguntó, con una ado-
rable carita de sueño, si me sentía bien, si todo estaba
bien. Le contesté con una mueca parecida a una sonrisa y
me senté acá a fumar con la mente en blanco. Y ella sim-
plemente me acompañó, con una presencia mucho más
contundente que mil abrazos o cien mil palabras de com-
prensión, tan sólo sentándose sobre la mesada de la cocina
en silencio, yendo al baño una o dos veces y volviéndose a
sentar ahí. Cuando pueda, cuando logre asomar aunque
sea unos segundos del guiso de mi propia mente, voy a te-
ner que pensar un poco en esta chiquilina de alma talen-
tosa y tan amplia como para contener sin esfuerzo lo ines-
perado permanente.
“¿Estás bien?”, me dice Merlina acariciándome un
brazo con ternura.
“Sí...”.
“Porque no dormiste, ¿no? ¿Estás muy preocupado con lo de la
causa?”.
“Supongo que sí. Perdoname que ayer a la noche no te aten-
dí cuando llamaste al celular...”.
“No te preocupes. Pero escuchaste el mensaje que te dejé, ¿no?”.
“La verdad... no”.
“Bueno... Menos mal que se me ocurrió pasar por acá antes
de ir al estudio... Ayer hablé con el de Homicidios. Me volvió a
llamar él, para arreglar el encuentro. Se llama...”.
“...Farinelli”.
Se queda mirándome unos segundos con su sonrisita
hasídica.
“Ya lo sabés. Es increíble. Tu capacidad para sorprender es
inagotable. Lo único seguro con vos es que nada es seguro, que
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cualquier seguridad puede ser arrasada en cualquier momento
por una de tus sorpresas. El problema es que eso resulta en algún
punto tan fascinante que cuando alguien te ama nunca sabrá si
realmente es así o sólo se trata de la seducción de esa caja de sor-
presas que dispara tipo ametralladora y te asegura que nada se
va a quedar quieto nunca”.
Majo, por supuesto, sabe que Merlina en realidad le
habló a ella. Y lo resuelve con brillantez.
“¿Tomás café con nosotros, Merlina?”.
“No, gracias”, contesta la otra talentosa, mi peque-
ña Kasparov, dejando claro que se excluye por propia
decisión y no por ese nosotros que le disparó Majo a que-
marropa.
Ah, quién pudiera tener tres cuerpos para tener tres
vidas. Porque no se trata de tenerlas a todas en una sola vi-
da, en las miserables 24 horas de cada día. Un cuerpo, una
mente, una vida entera para cada una. Tres “yo” comple-
tos, pero con una misma memoria. Quién pudiera...

La cita es en la puerta del edificio donde vive el exma-


rido de la degolladita. No es un comienzo alentador. ¿Qué
clase de mente retorcida tiene este Farinelli? Además, lle-
vo casi media hora esperando. ¿Por qué? Esta clase de gen-
te puede ser muchas cosas, menos impuntual. ¿De qué se
trata esto?
“Recién hablé por teléfono con el Comisario. Te manda
saludos”.
Me vuelvo hacia la voz, a mi izquierda. Veo a un gor-
do sonriente que me tiende su mano diciendo:
“Farinelli”.
“Mucho gusto... supongo”.
El gordo lanza una carcajada corta y grosera.
“Tiene razón el Comisario: nos vamos a llevar bien vos y yo.
Nos vamos a divertir”.
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Recordando algunas diversiones de tipos como este o
el Comisario, no veo cómo su profecía pueda cumplirse
conmigo.
“Che, decime, ¿ya salió el marido?”.
“Qué sé yo. No lo conozco. Y es ‘exmarido’...”.
“Marido. Todavía no se habían separado legalmente”.
“Es ‘exmarido’, porque ella está muerta”.
El gordo repite su desagradable carcajada, esta vez de-
jándola extenderse. Pero de golpe la corta en seco.
“Shh... Ahí viene... Hacete el gil...”.
Farinelli se pone a hablar de fútbol mientras del edi-
ficio sale un tipo de unos 45 años con bastante aspecto de
perdedor. Cuando se aleja unos metros, digo:
“No me lo imaginaba así. No parece la clase de tipo que esa
mina hubiera tenido...”.
“No parece porque no es ese. Quería confirmar si era verdad
que no lo conocías. En realidad, el verdadero marido (bueno,
“ex”) entró a los cinco minutos de tu llegada. Y, repitiendo los
movimientos que le tenemos estudiados, volvió a salir veinte mi-
nutos después. O sea que cruzó dos veces ante tu nariz. No te pre-
ocupes, ahora te muestro una foto...”.
“Pero no entiendo, ¿de qué te sirve confirmar que no lo
conozco?”.
“Te sirve a vos. No te preocupes, son manías de cana. Si los
jueces conocieran mejor el mecanismo de nuestras deducciones, nos
darían menos pelota todavía que la que nos dan. Bueno, dale,
vamos para tu casa”.
“¿Para qué?”.
“Mirá, pibe: si querés que esto funcione, acostumbrate a que
las preguntas las hago yo. Sino, acá se termina el negocio y se-
guimos cada uno por su lado. Vos sabrás lo que te conviene”.
En un segundo pasan trescientas cosas por mi mente.
En realidad son dos, intercaladas y repetidas ciento cin-
cuenta veces:
a) “Es una locura confiar en este gordo”
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b) “El gordo es mi única posibilidad”
“¿Y? ¿Qué hacemos?”.
“Vamos”.
“Correcto. Vamos. Pero... me refería a tu casa, ¿eh? No a
la de la pollita donde estás parando estos días”.
Y me mira con sonrisa de hipopótamo sádico. Era la
opción a), nomás.

Extrañamente, estar de nuevo en mi departamento


tiene un efecto tranquilizador. Aún contando con la pre-
sencia del hipopótamo. O quizá justamente por eso. Es la
idea de que, bueno o malo, algo va a pasar al fin.
“¿No tenés un whiskycito, che?”.
Voy a mi cuarto, busco en la parte de abajo del arma-
rio. Sólo hay un Ballantine’s común. Mucho para el gordo,
de todos modos.
“¿Ese es un policía?”, susurra la vocecita en mi oído.
“Sí. Así que no des una sola señal de tu presencia”.
“¿Me hablás a mí, pibe? De acá no te oigo bien”.
“No, Farinelli. Sólo puteaba porque no me queda del whis-
key irlandés que tomo siempre. Pero tengo Ballantine’s...”.
“¿Irlandés? ¿Los irlandeses hacen whisky también?”.
“Hasta los japoneses hacen whisky ahora”, digo volvien-
do a la sala. “Este mundo está podrido, Farinelli...”.
“Hablando de cosas podridas...”.
“...pasemos a nuestro tema, ¿no? Empecemos por lo princi-
pal: yo no fui”.
“Sí, eso ya lo sé. Ya de entrada, lo tuyo no me cerraba. Y
hablando con el Comisario y haciendo otras averiguaciones lo
confirmé”.
“Pero en el juzgado no piensan lo mismo. Y está el asunto
del ADN”.
“Sí. Dejaste un pendejito en la concha de la muerta. Pero no
te la cogiste. A ver si el Comisario y tu abogadita tienen razón
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en lo que hablan de vos: empezá a tirarme hipótesis para expli-
car eso”.
Estoy sin dormir y son las doce del mediodía, pero voy
a tener que clavarme un whisky (lástima el Glenlivet...).
Cuando Farinelli llena su vaso por tercera vez, se me
ocurre.
“A ver... Yo estuve en ese departamento poco más de cinco mi-
nutos. Y usé el baño, fui a mear. En el baño es donde pasó todo,
¿no?”.
“Sí”.
“Va a sonarte ridículo, pero... ¿y si cuando fui a mear ese
pelito mío cayó y quedó en la tabla del inodoro?”.
Farinelli se entusiasma. Se toma el whisky de un tra-
go y me alienta a seguir.
“Pudo suceder, ¿no? Y suponete que la mina después se
sentó en el inodoro, y ahí es donde el pendejo mío se le enredó en-
tre los suyos...”.
“Perfectamente posible. Pero sería más creíble si fue en ese mis-
mo momento cuando el asesino la agarró, se la cogió y la degolló.
A ver, te voy a dar uno o dos datos más, y quiero que me armes la
historia. El cuchillo que usó el asesino es un ‘tramontina’ común,
lo agarró de la cocina de la mina. Pero no tiene huellas”.
“Sí, eso lo sabía...”.
“Y la mina no cambió la cerradura después de separarse
del marido. Pensá, pibe. A ver si coincide con lo que a mí me
da vueltas en la cabeza”.
Tengo que clavarme otro whisky. Estoy empezando a
marearme. Pero Farinelli me está dando el guión servido.
No lo puedo decepcionar.
“La mina se metió en el baño. Se quedó un rato sentada en el
inodoro. Quizá medio abrumada, pensando en los quilombos con el
exmarido, que la estaba empezando a acosar por teléfono y esas co-
sas. O quizá se quedó un rato sentada porque se estaba masturban-
do. Esos movimientos y manipulaciones pudieron hacer más fácil
que mi pendejo se le metiera en la vagina”.
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“¡Sí! ¡Seguí, seguí....!”. Farinelli es quien parece a
punto de tener un orgasmo.
“Ok. La mina masturbándose en el inodoro, entonces. El ex-
marido pudo entrar con su propia llave, porque no hubo cambio
de cerradura. Por ahí hasta vio que un par de minutos antes dos
tipos salieron del departamento. O no, porque me hubiera recono-
cido hoy en la puerta del edificio”.
“No, no. Eso no tiene nada que ver. No los pudo registrar
con tanto detalle esa noche. Seguí”.
“El tipo entra. Ve que la mina está en el baño. Quizá has-
ta la escucha masturbarse. Supone que lo hace pensando en los ti-
pos que se acaban de ir”.
“Qué hijo de puta que sos, me estás haciendo calentar a mí,
ya. Pero, con paja o sin paja de la mina, vas muy bien. Seguí”.
“El tipo va a la cocina. Va a tomar un cuchillo, pero se avi-
va y agarra los guantes de goma, los de lavar los platos”.
“¡Sí!”, grita Farinelli en éxtasis.
“Se pone los guantes, y entonces sí agarra el cuchillo. Irrum-
pe en el baño, y la amenaza para poder cogérsela. Se la tira ahí
nomás, en el piso del baño...”.
Pienso, pienso, pienso...
“Y te digo más: no la quiso matar. Pero en algún momento
ella tuvo una reacción histérica y, como tenía el cuchillo en el cue-
llo... de golpe, de un segundo a otro, todo se fue a la mierda”.
“¡Sí, pibe, sí! ¡Es perfecto! ¡Sí!”. Temo que Farinelli co-
rra a abrazarme, pero sólo se sirve otro whisky y vuelve a
sentarse, tembloroso de tan excitado.
“Bueno, y después... el tipo se va, conmocionado, fuera de sí. Ni
sabe lo que hace. Por eso deja el cuchillo, y por eso se va con los guan-
tes puestos. Porque está en shock. Sin haberlo querido, sin haber pla-
neado nada... termina cometiendo un crimen perfecto. Tiene la suerte
de que nadie lo vea cuando regresa a su departamento. Recién cuando
la cana le toma declaración comprende que todo le salió bien... excep-
to el semen. Si alguien puede encontrar la mínima relación del tipo con
el crimen, cagó. Y eso es lo que tenemos que hacer ahora, ¿no?”.
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“No”.
“Pero cómo que no. Es simple: sabiendo de quién es el semen,
tenemos al asesino. Sólo hay que buscar una excusa que justifi-
que pedir un ADN del exmarido”.
“No. Del semen olvidate. La cosa se nos presenta mucho más
difícil. Es como dijiste: sin quererlo, el tipo cometió un crimen
perfecto. Lo que hay que lograr es directamente una confesión”.
“Pero... ¿por qué no va a servir el semen?”.
Farinelli se pone de pie. De pronto habla con mucha
dureza.
“Ya te dije que el único que hace preguntas soy yo. Por hoy
terminamos”.
Y sale sin una palabra más.
Ey. No me cambien los roles. Merlina me dijo que el
rey de la sorpresa era yo...

“Farinelli sabe lo que dice. Seguilo en todo. Estuve hablando


recién con él, me contó de la reunión que tuvieron. Quedate tran-
quilo, pibe. No va a ser fácil, pero te vamos a sacar de esta. Fari-
nelli está totalmente convencido de cómo fueron las cosas. Ya va a
surgir alguna manera de hacer saltar al exmarido de la mina”.
“Pero, ¿por qué descarta el semen? Es la prueba más con-
tundente que...”.
“El semen no era del exmarido”.
Ah, buenísimo. Hasta el Comisario me disputa el tí-
tulo que me dio Merlina.
“Mirá, pibe, yo no debería contarte... pero lo voy a hacer. Pe-
ro no tiene que salir de nosotros dos, ¿está claro? Vos tenés códi-
gos, ¿verdad?”.
“Sí, sí, pero hable, Comisario, que ya no entiendo media pa-
labra de lo que pasa...”.
“La víctima estaba buena, parece. No sé, vos la viste, ¿estaba
buena?”.
“¿Y eso qué tiene que ver?”.
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“El cuerpo lo descubrió el portero, como sabrás por la causa.
Vio la puerta del departamento entreabierta, le pareció raro, y
entró. Pero no llamó a la policía. Bajó corriendo y le avisó al ca-
na que estaba siempre ahí, cuidando el banco que está al lado del
edificio. Este llamó a un móvil, y subió a ver el cuerpo. Vos sa-
bés: estaba desnuda, en el piso del baño...”.
“Sigo sin entender”.
“El cana estuvo unos cuantos minutos solo con el cuerpo, es-
perando el móvil policial... Ese cuerpo desnudo, con las piernas
abiertas...”.
“¿Qué está diciendo, Comisario?”.
“Que el cana empezó a tocarse. Eso. Que se calentó y empezó a
tocarse. En el sumario interno declaró que pensó en eyacular en el
inodoro, pero bueno... estaba arrodillado entre las piernas de la mi-
na, y se le escaparon un par de gotas. El pelotudo trató de limpiar-
las con papel higiénico, pero la burrada ya estaba consumada”.
“Usted me está jodiendo, ¿no?”.
“No, pibe. Cuando saltó que había semen en la vagina, el
cana se quebró y confesó que se había hecho la paja mirando el
cadáver. Todo se manejó con discreción, porque te imaginarás qué
desastre para la Policía si el asunto trascendía. Y como no afec-
taba al caso en sí...”.
“No puedo creerlo... Pero... el que la penetró fue el exmari-
do, ¿no?”.
“Sí, eso es como figura en la causa: la mina murió con la pi-
ja adentro. Y estamos seguros que era la del exmarido. Pero se la
estaba cogiendo con forro. El semen es de ese pajero, al que trasla-
daron a la delegación de la Federal en Jujuy. Ni siquiera lo echa-
ron, para que no haya la mínima posibilidad de escándalo. Me
dijo Farinelli que lo del semen ya ni figura en la causa. Eso nun-
ca pasó. Por lo tanto, yo nunca te lo dije. ¿Estamos en claro?”.
Clarísimo, Comisario. Como el color del semen sobre
la vagina de una degollada.
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O sea que estoy frito con grasa de auto sobre una sar-
tén oxidada. No hay por dónde agarrarlo al exmarido, ex-
cepto una confesión espontánea que nadie en su sano jui-
cio podría esperar. Y no creo que esta especie de
inmunidad temporaria de que gozo dure mucho tiempo
más. El Comisario fue claro: si no aparece pronto algo que
sostenga la negociación, todo se cae y la causa sigue su
curso. En cualquier momento, el mismo Farinelli me en-
caja las esposas.
Llego a lo de Merlina pateando mi ánimo. Pero al me-
nos siguen las sorpresas. ¿Quién hace su triunfal reapari-
ción, redondo y rosado y cada vez más “sí mismo”?: Ludo.
No hay sonrisas ni ternuras de reencuentro. Apenas
me ve empieza a recitar en un tono monótono que oculta
su irritación.
“Estuvimos hasta hace un rato reunidos con el juez, primero
a solas y después con gente de Homicidios. El juez estaba muy re-
nuente a cualquier conversación, pero se discutieron algunos deta-
lles que finalmente lo hicieron aflojar un poco. Pero muy poco.
Todo lo que concedió es dejar pasar esta semana, lo cual implica,
dado que la semana que viene empieza la feria judicial de enero,
que disponemos de unos 35 días para demostrar que el curso de
esta causa puede cambiar. Pero son los últimos, no hay más posi-
bilidades de negociación. Ninguna. Por supuesto, nos comprome-
timos a que no vas a moverte de Buenos Aires, no vas siquiera a
cruzar la General Paz. De todos modos, la gente de Homicidios
no te lo permitiría. Así están las cosas. Seguí trabajando con
Merlina, y colaborá en todo con el inspector Farinelli. Hay mu-
cho por hacer, pero al menos por 35 días te podés mover libremen-
te. Así que... buenas tardes, y feliz Navidad”.
Se levanta y pasa a mi lado sin mirarme. Merlina lo
acompaña, y cuando vuelve nos abrazamos y giramos dan-
do saltitos.
“¡Viva Ludo, carajo! ¡Vivan Presidente Perón y el culo
de Caravaggio!”.
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Merlina ríe a carcajadas, y de pronto detiene el bailo-
teo y tomándome del rostro con ambas manos me habla
con su cara de loca pegada a mi nariz.
“Vamos a lograrlo, nejed. Vas a ver. Lo vamos a lograr”.
Nos quedamos unos extraños segundos así, cara a ca-
ra, hasta que me suelta con un profundo suspiro de alivio.
“Vos, obviamente, sabías que Ludo seguía detrás de esto,
¿no? Cuando me viniste a buscar, lo primero que hice fue lla-
marlo a él y...”. Se interrumpe y se vuelve hacia mí sonrien-
do. “Eso también lo sabías, por supuesto. Contabas con eso...”.
Me encojo de hombros.
“Sos imperdonable. Todo el mundo es parte de tu novela. Y
lo peor es que no puedo molestarme con vos... por una sencilla ra-
zón: vos mismo me enseñaste a admirar el talento por encima de
la ética. Me inoculaste ese virus... entre tantos otros”.
Ahora yo también me pongo serio. Y otra vez los se-
gundos extraños deslizándose sobre nuestras miradas cruza-
das. ¿Por qué mierda tengo un solo cuerpo, una sola vida?
“No sería mala idea que le fueras a contar las novedades a
Majo. Se va a poner contenta...”.
“¿No sería mala idea?”.
“No. Es época navideña y yo soy judía. No es mi tiempo”.
Tan terminante... y a la vez tan ambigua. La vida.

Salgo de lo de Merlina y camino un poco por Santa


Fe. Según la hora del día, el movimiento de una gran ave-
nida va variando. Excepto en una cosa: a cualquier hora y
en cualquier lugar, hay mujeres comprando. Por supues-
to, no importa mucho qué. Es más bien algo que está en
la naturaleza de la mujer hace ya décadas.
Todavía hay idiotas que hacen críticas al capitalismo
desde perspectivas sociopolíticas. No sé si hace 150 años
esos argumentos pudieron tener alguna seriedad, pero no
pueden seguir usándolos hoy. No existe otra cosa más que
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capitalismo, ni siquiera capitalismo “salvaje” o “social”,
todo lo que hay es capitalismo femenino. Sin ellas el capita-
lismo se derrumbaría solo, se volvería utopía. Pero no
puede destruirse ni cambiarse porque para eso habría que
exterminar a todas las mujeres (y si alguien lo intenta se
las tendrá que ver conmigo). La política y el poder ya no
tienen nada que ver con el asunto: de hecho, en algunas
décadas más ese andamiaje habrá desaparecido. Pero el
capitalismo persistirá, firmemente apoyado en el género
femenino y un poco también en el divorcio, que es un
gran generador de compradoras. No hay capitalistas más
desaforadas que la legión de mujeres separadas de estos
días, devoradoras de cursos, seminarios, clases de tango o
salsa, disciplinas alternativas, revistas y todo lo que se
vende dentro de ellas, tours, minitours y minifaldas. La
separación les dispara una fiebre de actividad que alimen-
ta la hoguera invencible del consumo.
Estas cuestiones no aparecen demasiado en los análisis
de los sociólogos, porque generalmente estos no son per-
sonas que caminen las calles altas y bajas en la noche y en
el día —al igual que cualquier emisor mediático, ya que
en ese sentido un sociólogo no se diferencia de un presen-
tador de noticias, un periodista de espectáculos, un polí-
tico o una modelo: gente que habita microclimas. Afuera
la vida es otra historia, cada día más divorciada de lo que
informan los medios, aunque todas las personas repitan
ese discurso a pesar de no vivirlo (esto ya lo dije, pero no lo
voy a sacar; que quede la repetición).
Los hombres consumen mujeres, fútbol y algo de cul-
tura: todo lo demás lo hacen con ellas y por ellas. Mien-
tras que no existe nada tan absurdo o increíble que no
pueda ser comprado por una mujer.
Acabo de detenerme ante la vidriera de un lujoso local
especializado en “cosmética emocional”. Esto, que 30 años
atrás podía haber sido un chiste en una película de Woody
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Allen, hoy es una opción más sobre la carísima avenida San-
ta Fe. Y tiene éxito, a juzgar por la cantidad de público fe-
menino en su interior, peleándose por comprar “armoniza-
dor floral en gel”, “jabón emocional”, “fragancia sensorial”
(para cada signo zodiacal), “crema corporal multivitamíni-
ca con destellos plateados”, “extracto divino ‘Amor Incon-
dicional’” o “lápiz labial aterciopelado ‘Autoestima-Up!’”.
Ni siquiera digo que sean idiotas que creen en semejantes
imbecilidades: simplemente compran, y mejor aún si, como
es de esperar, el “Sexy Pink emotional soup” no sirve para
nada, porque entonces habrá que correr a comprar otra cosa.
Y así.
Todo se hace para el mejoramiento personal, la salud
espiritual y la evolución interior, cuyo único requisito bá-
sico es congelar el aspecto físico en los 25 años y a partir
de allí ser inmortal. En esto entra la religión contemporá-
nea: la ciencia, que invadió todos los ámbitos cotidianos.
El mundo no es más que una farmacia. Vas a un quios-
co y no queda una sola golosina cuyo nombre haga refe-
rencia a la dulzura o el placer: todos suenan como marcas
de medicamentos, siempre refiriendo a alguna vitamina u
oligoelemento. Los pobres niños no pueden ya tomar le-
che o yogur —también todos con marcas de vademecum
bioquímico— sin, como explicitan los envases, tragarse
horribles colonias bacterianas que nadan entre trozos de
hierro y complejos minerales. Si yo tuviera 10 años, sería
anoréxico en rebeldía.
Y también reinan, claro, los elixires mágicos —pero,
eso sí, científicos— para tragarse a partir de los 30 años y,
ya sin metáfora, volverse inmortal e inmune a la degrada-
ción celular. Los que más me gustan son los “combos”: an-
tidepresivos que a la vez te fortalecen las uñas, antioxidan-
tes que también te hacen crecer el pelo y vigorizan tu
sexualidad, y toda mezcla delirante que se te pueda ocu-
rrir.
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Pensé en desarrollar uno que, además de borrar la ce-
lulitis y elevar la autoestima, te haga crecer cabellos sua-
ves y sedosos en el culo. El público gay lo recibiría muy
bien. Eso de afeitarse el culo no es para todos —lo he ha-
blado con algunos—, y además es provisorio y va empeo-
rando el grosor del pelo; y de otro modo sólo queda meter
la cara en esa irritante aspereza, lo cual puede resultar ex-
citante en el sexo ocasional o en los primeros encuentros
con una futura pareja, pero se sabe que la convivencia con-
vierte lo que al principio podía ser duro pero sensual en
solamente duro. En cambio, si del culo colgaran suaves
mechones perfumados que invitaran a acariciarse con
ellos, quién sabe qué nuevos mundos de goce podrían
abrirse. Se los podría peinar como juego sexual, o some-
terlos a las tijeras de algún coiffeur que diseñara cortes ad
hoc, y hasta es probable que pronto esta moda pasara al
ámbito heterosexual: puedo imaginar algunas cositas que
una chica podría hacer con los sedosos y largos pelos de mi
culo. Por increíble que suene, mi producto sería un éxito.
Sueño con los millones que ganaré, parado ante la vi-
driera de “cosmética natural”, cuando soy interrumpido
por Hernán.
“¡Cuánto hacía que no te veía! ¿Cómo estás?”.
¿Qué le voy a contestar? Es de esas personas —la ma-
yoría— que pueden resumir su vida de los últimos dos
años en veinte palabras. Yo necesito ciento veinte para la
introducción al relato de mis dos últimas horas. Aunque
esta vez Hernán tiene algo para contar.
“Vos... sabés lo de Sabrina, ¿no? Supongo que por eso no me
preguntaste por ella...”.
“No, no sé de qué hablas”. Hernán no sabe que yo jamás
pregunto por la pareja de alguien, porque la mitad de las
veces sería una pregunta inútil. Este hubiera sido el caso.
“Nos separamos. Hace seis meses. Viste cómo son estas cosas:
nos queremos, nos queremos mucho, pero... la cosa no funcionaba.
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Apenas nos casamos empezaron los problemas. Ninguno grave, al
contrario... pequeñas cosas...”.
Oh, preclaro Hernán, habéis descubierto el secreto
esencial de la vida. Aunque ni siquiera sepáis de qué ha-
bláis. Ays...
“Pero bueno, esos roces constantes fueron desgastando la con-
vivencia... Al final ya no nos poníamos de acuerdo en nada...”.
Querido Hernán, eso te pasa por querer tener un ma-
trimonio. El amor puede funcionar o no, pero el matrimo-
nio en nuestros días nace ya muerto, por una simple razón:
es una institución en la que no pueden mandar dos. Por eso
funcionaba hace cincuenta años, cuando las decisiones ope-
rativas las tomaba sólo el marido. Desde que ambos miem-
bros del matrimonio empezaron a tomar decisiones, el sis-
tema colapsó. Si estamos yendo hacia un retorno del
matriarcado, como algunos signos parecen indicar, enton-
ces el matrimonio volverá a funcionar, esta vez con la mu-
jer como cabeza. Mientras tanto, sólo persiste por la abulia
humana y, fundamentalmente, porque genera divorcios, es
decir oportunidades para, ya fuera de la miserable econo-
mía doméstica, lanzarse a consumir.

Una cosita más sobre la ciencia como nueva religión uni-


versal. A través de la cosmética o del estudio del cerebro, bus-
ca resolver los viejos enigmas: el tiempo, el amor, el sentido
de la existencia. No pasará mucho antes de que con una pe-
queña dosis de determinada hormona una persona pueda de-
jar de amar a otra —lo que, de paso, equivale a inventar por
fin el divorcio civilizado—. O simplemente se logrará un ac-
tivador efectivo de la zona del cerebro donde reside la felici-
dad. Todas las esperanzas del ser humano, las que ninguna re-
ligión terminó de resolver, están puestas ahora en la ciencia.
Pero —otra vez las personas entusiasmándose dema-
siado rápido con el futuro— yo sería muy cuidadoso en
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poner demasiada esperanza en eso: una cosa es la fe, que
empieza y termina en uno, y otra muy distinta es esperan-
zarse en el saber, en el que todo está afuera de uno, fuera
de control. También como religión, la ciencia se encami-
na al fracaso. ¿Y después qué?

Increíble mensaje en mi contestador:


“Soy Marty Caparro, de Mundo Grupo Editorial. Le pe-
dí tu teléfono a Federico, porque tenemos mucho interés en con-
versar con vos. Por favor, llamame a la editorial, o pasá a ver-
me cuando quieras, siempre entre las 10 y las 18. Gracias. Un
abrazo...”.
No es difícil de desenroscar esta madeja. A través de los
abogados que asistieron a Federico, la multinacional sabe mi
situación en la causa. Si me condenan, ¿cuánto vale una no-
velita mía sobre el caso? Sin contar la publicidad gratuita
que usufructuarían. Sería cuestión de imprimir, distribuir y
empezar a recaudar. Negocio redondo. Sólo tiene una falla:
yo.
Ellos dan por descontado que pasé quince años espe-
rando que me llamaran, y que ahora que lo hicieron co-
rreré a verlos. Señores: soy yo quien no tiene interés en us-
tedes. ¿Nunca se les ocurrió esa posibilidad? Ni ahora, ni
hace quince años, ni nunca. No eran ustedes los que no
me daban pelota a mí: era yo a ustedes, siempre fue así.
¿No les extraña que nunca me hayan visto golpeando a
sus puertas? Ahora se van a enterar. Cuando ni siquiera
conteste sus llamados.
“Estuve haciendo algo para vos”. La vocecita resuena tin-
tineante entre el piano y el sillón.
“¿Para mí? ¿Qué?”.
“Bueno, como hace ya varias semanas que no escribís... me
pareció que te haría bien uno de mis Libros de Citas. Hace mu-
cho que no te hago uno. Y me parece que eso te da fuerza, ¿no?”.
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“En todo caso, me divierte. Y eso ya es mucho”.
“¡Buenísimo! ¡Sentate, dale, que te hago el Libro de
Citas!”.
Me tiro en el sillón y enciendo un cigarrillo. La voz
empieza a revolotear feliz alrededor de mi cabeza, repi-
tiendo los párrafos que eligió para mí. Y tiene razón:
siempre es bueno conversar un poco con viejos amigos. Me
relajo y disfruto del...

Libro de Citas de la Voz que alguna


vez fue Molly Malone

“Mi misión es matar el tiempo, la del tiempo


matarme a mí. Se está perfectamente a gusto en-
tre asesinos”.
CIORAN

“En aquel tiempo no había rey en Israel. Cada
uno hacía lo que le parecía recto”.
JUECES, 21:25

“Como me agrada reconocer que soy la causa
principal de lo bueno o malo que me aconte-
ce, siempre me complazco en ser mi propio
discípulo y en amar a mi preceptor”.
CASANOVA

“Humillación y frambuesa
son las tetas del destino”.
BOBY LAPOINTE

“Ahí donde está el peligro, está también lo
que nos salva”.
HÖLDERLIN

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293
“Los tigres de la ira son más sabios que los ca-
ballos de la educación”.
WILLIAM BLAKE.

“Un libro debe hurgar en las heridas, incluso
provocarlas. Un libro debe ser un peligro”.
CIORAN

“La Historia es, como el mar, bella por lo que
borra”
FLAUBERT

“Escribo pensando en otro ser humano que me
comprenderá. Cuento con ello. No con una
comprensión perfecta, que resulta cartesiana,
sino con una comprensión aproximada, que es
judía. Y con un encuentro de simpatías, que es
humano. Pero hay otra cosa. Parece ser que
tengo esa autoaceptación ciega del excéntrico
que no puede concebir que sus excentricidades
no sean claramente comprendidas”.
SAUL BELLOW

“Así que, de momento, nada de ‘Adiós, mu-
chachos’. Me duermo en los entierros de mi
generación”.
JOAQUÍN SABINA

“Dios es empleado en un mostrador. Da para
recibir”.
CHARLY GARCÍA

“Que me perdonen las feas, pero la belleza es
fundamental”.
VINICIUS

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“¿Qué puede arruinar a un escritor? La bebida,
la marihuana, demasiado sexo, demasiados fra-
casos privados, demasiada religiosidad. Dema-
siado reconocimiento, muy poco reconoci-
miento. Pero lo peor es la cobardía”.
NORMAN MAILER

“El hombre es libre, pero pierde su libertad
cuando deja de creer en ella”.
CASANOVA

“Los otros forman al hombre; yo sólo cuento
de él”
MONTAIGNE

“No, el aire no me falta, pero no sé qué hacer
con él, no entiendo por qué debo respirar...”
CIORAN

“En otras palabras, resultaría mucho más fácil
si estuviésemos simplemente locos. Pero qué
pasa si todo es real y nacimos dentro de este
gran universo cósmico en el que somos ánge-
les espirituales... Una situación muy jodida a
la cual enfrentarse. Es como despertarse y en-
contrarse con los raptores de Joseph K. En re-
alidad, creo que lo que hice luego de tener la
visión fue arrastrarme por la escalera de incen-
dios hasta la ventana de unas chicas vecinas y
les dije: ‘¡He visto a Dios!’, y ellas cerraron las
ventanas. ¡Las cosas que podría haberles conta-
do si me hubiesen dejado entrar!”
ALLEN GINSBERG
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Farinelli llegó como un paquidermo oligofrénico
aplastando las delicadas rosas que me estaba regalando la
vocecita. Pero estoy obligado a recibirlo sonriendo.
“Mirá, pibe, la cosa es simple. La única que tenemos es ha-
cer que el exmarido se quiebre. No es un pesado, no es un asesi-
no, ni siquiera un chorro. Es un tipo cualquiera que ni sabe có-
mo llegó a lo que llegó, y no va a resistir la presión. Pero no
necesito aclararte que nadie nos va a dar una orden judicial pa-
ra apretarlo hasta que se quiebre. Así que hay que pensar en...
otras formas. Vos sabés. El Comisario tiene gente que se puede
encargar, tipos muy profesionales, que hacen su trabajo de for-
ma que nadie puede hacer después planteos legales. Muy limpi-
tos. Pero... caros. ¿Estás dispuesto a pagar?”.
“Sí... cuando sea el momento”.
“¡Es ahora, pibe! ¡No hay tiempo! En cuanto termine la fe-
ria judicial, te tengo que venir a buscar...”.
“Mañana es Navidad, Farinelli. Pasemos la fiesta en
paz...”.
No quiero alimentar a esos lobos. Tarde o temprano te
muerden la garganta. Pero Farinelli me dio una idea.

Esteban me escuchó todo el tiempo clavándome esa


mirada que me hace temblar. Ahora se rasca detrás de la
oreja, pensativo. Y habla.
“Es toda una historia, hermano...”.
“Pero es tal cual te la conté”.
“No es necesaria esa aclaración. Bueno... A ver, ¿qué hora
es? Mh... El tipo debe estar por llegar a la casa, según lo que
contaste. Vamos. Quiero que me lo muestres”.
No sé si aliviarme o seguir temblando.

“Así que es ese... Bueno... Vos decís que en unos minutos


vuelve a salir, ¿no?”.
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“Como hizo esta mañana. Esos son los horarios que me pasó la
cana...”.
“Bueno. Esperemos. Pero enfrente. En la puerta del edificio”.
Esteban me hace pararme a un costado de la puerta del
edificio. Él se apoya en un coche estacionado justo al frente.
Y esperamos.
Unos minutos después, Esteban se endereza y entra en
actitud de combate: todo el cuerpo relajado pero presto, la
expresión reconcentrada. Veo salir al tipo. Esteban se le
para cara a cara.
“¿Qué pasa? ¿Te conozco?”.
Esteban no contesta, pero tiene a pleno su mirada vi-
driosa y perforadora.
“¿Qué querés? ¿Quién sos?”.
La voz del exmarido denota el efecto de la mirada de
Esteban, que deja pasar unos segundos más y luego mo-
dula lenta y perturbadoramente:
“Asesino”.
Lo mira dos segundos más, y se aleja caminando sere-
no hacia la esquina. El tipo se queda ahí parado, paraliza-
do, hasta que vuelve a entrar al edificio totalmente desen-
cajado. Corro unos pasos para alcanzar a Esteban y sigo
caminando a su lado. Mientras cruzamos la calle dice:
“Va a terminar queriendo ir a la cárcel para escaparse de mí...”.

Estoy preparando la cena para Majo. Cociné un lomo en


cerveza Guinness. En la olla quedó un fondo de cocción que
parece almíbar negro, que reservé. Luego lavé una por una
y cociné al vapor hojas de espinaca enteras, y preparé una
pasta con roquefort, almendras y albahaca. Ahora extiendo
sobre la mesada una lámina de hojaldre, y unto la pasta en
toda su extensión. Luego la tapizo con las hojas de espina-
ca, coloco encima el lomo y lo enrollo todo. Por último,
pinto con el almíbar de cerveza negra. Y al horno. Slainte!
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Majo aparece con un regalito navideño, deliciosamente
envuelto en rojo y verde. Es un libro, pero no uno cualquie-
ra: una primera edición en francés de “El Mundo del Sexo”
de Henry Miller que consiguió revolviendo una librería de
usados en Parque Centenario. Y me hizo un señalador con
papel reciclado (nadie es perfecto) en el que escribió con
tinta roja una frase de Neruda: “Pudimos no encontrarnos en el
tiempo”. Hubiera sido una pena, realmente.
Todo es mágico y maravilloso... hasta las cinco de la
mañana, cuando el sol empieza a insinuarse y los lobos que
la noche había disuelto vuelven a aullar.
“Majo... Es hora de dormir...”.
“Sí, estoy agotada, extenuada... Me voy a casa...”.
“Y yo me quedo acá. ¿Está bien así?”.
“Que yo duerma en mi departamento y vos en el tuyo no im-
plica alguna clase de separación. ¿O sí?”.
“No, claro que no”, contesto sonriendo y... bueno, casi feliz.
Empieza a vestirse. Se pone primero la remera, y con
sólo eso colgando sobre su perfecta, siempre nueva desnu-
dez, vuelve a subirse a la cama y apoyada sobre manos y
rodillas pega su carita preciosa a la mía y dice:
“Tenés que confiar un poco más en mí. Soy tu cómplice, ¿no?
¿Todavía no entendés que conmigo podés descansar?”.
Nuestras narices casi se tocan. Me dejo perder un po-
co en el estrabismo que me provoca un mechón de pelo
violeta y amarillo en medio de sus ojitos sonrientes.
“Vos estás afuera del tiempo, y yo soy joven y el tiempo me
sobra. ¿Eso no nos hace cómplices perfectos?”.
Arruga un poco las cejas en un gesto casi escandaliza-
do de tenue y amorosa ironía.
“¿O ya estás pensando en qué te voy a exigir como mujer den-
tro de un par de años, o alguna otra pelotudez anticipatoria? Me
decepcionarías...”.
Me trata tan bien que me dan ganas de llorar, y de
mandarla al carajo. Por suerte hago —sólo por impulso—
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lo más coherente: la abrazo, la atrapo con brazos y piernas,
la secuestro dentro de mi pecho. Y me acuerdo de Cum-
mings, claro: “Los besos son un destino mejor que la sabiduría”.

Mi “sorpresivo regreso de Europa” para pasar Navidad


con mis viejos fue el mejor regalo que podían esperar. Los
vinos riojanos desaparecieron mucho antes de la mediano-
che. Y llegó el turno de las cuatro sidras que me traje de
Bretagne. Temía que el inesperado trajín de Tigre a Buenos
Aires en manos de un robot hubiera sido fatal para alguna
de las botellas, pero resistieron intactas. Hasta que cayeron
en manos de mi viejo y yo. Ahora continuamos con sidras
nacionales, de las que siempre hay abundantes reservas en
esta casa para las épocas navideñas.
Mis hermanos se van minutos después del brindis de
medianoche, tienen que hacer el calvario familiar de las
personas casadas. Me quedo terminando las últimas sidras
con el viejo.
Recién son las dos de la mañana, pero de repente me
siento extrañamente inquieto. Quizá me venga bien cami-
nar un poco. Un par de horas, hasta que Majo esté de re-
greso en su departamento. Sí, voy a hacerlo.
Camino por Gaona hasta desembocar en la estatua
del Cid Campeador. No sé por qué tomé esta dirección.
Si, como tantas veces, hubiera bajado derecho hasta Ri-
vadavia, podía haber pasado a saludar a los padres de
Jorge. En fin, los llamaré mañana.
Del Cid Campeador a Rivadavia y de ahí a mi casa no
me cuesta más que una media hora. Mi paseo al final fue
insuficiente. Creo que voy a pasar de largo, voy a seguir
bajando hasta la casa de Richard.
Paso por la esquina de casa. ¿Por qué se me ocurre mi-
rar? ¿Por qué no seguí de largo con anteojeras de caballo?
Es que creo que aún sin torcer mi cabeza hacia la puerta
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del edificio hubiera sido imposible no verlo. Ahí está. Me
espera. Eso es un absurdo, pero... me espera.
De repente me lanzo a correr la media cuadra que me se-
para del edificio. Quedo parado ante él, agitado pero no por
la corta carrera. Si el alma pudiera exhalarse, la mía se estaría
yendo en este soplido que choca con el aire formando esa pa-
labra esperpéntica, ese nombre que yo no debería pronunciar.
“Ahasvero...”.

“¿Parece extraño? Sí, supongo que sí... Casi podría califi-


carse de impulso humano... Pero, ¿por qué no? Hay algo en mí
que fue sepultado por la repetitiva demencia de los días, inconta-
bles hace ya mucho. Y es extraño, sí, hasta para mí lo es, pero...
sepultado no significa muerto. Hay algo que no puede morir, al-
go a lo que no pueden matar ni los siglos ni las condenas más os-
curas y trascendentes. Algo que ni lo infinito ni lo innombrable
pueden matar. El impulso humano”.
Caminamos hace casi una hora. Llegamos al río, esta-
mos internándonos en la reserva ecológica. Recién ahora
Ahasvero se puso a hablar. Quisiera desvanecerme, diluir-
me en el viento de la madrugada, pero esa voz sorpren-
dentemente vieja y cansada, imposiblemente humana de
repente, hablando en un lenguaje que no es ninguno que
exista o haya existido, que tan sólo se traduce en mis pro-
pias palabras dentro de mi cabeza, esa voz me ata a la re-
alidad sin sentido —pero realidad al fin— que su sonido
construye alrededor de la silueta gigantesca de Ahasvero
y la mía pequeña y temblorosa.
“Sí, es extraño y es ridículo, pero yo, que soy la soledad, no
podía hacer este camino solo. Por eso te fui a buscar. Necesitaba
una sombra humana a mi lado”.
Y de repente se vuelve hacia mí y mi corazón se de-
tiene al ver esa sonrisa irónica y mítica pero ahora sí to-
tal, absolutamente humana.
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“El chico de los pies con ruedas hubiera sido una alternati-
va ya demasiado absurda. Y estoy viejo para hacer nuevos ami-
gos, así que... no tenía mucho para elegir, y aquí estás”.
Su mirada me marea, y me alegro porque creo que voy
a desmayarme. Pero Ahasvero me toma de un brazo y una
película de oscuridad pasa por sus facciones endureciéndo-
las con una esperanza desesperada.
“Él está por acá. Muy cerca. ¿Te das cuenta de lo que te es-
toy diciendo? Vamos. Está cerca...”.

“Un poco más, abuelo, dale, sólo un poquito más...”.


“Pero tenés que dormirte ya, ciruja. Tu vieja me mata si se
entera de que todavía estás despierto”.
“Un pedacito más, dale. ¿Qué pasó después? Dale, seguí...”.
El abuelo sonrió satisfecho. Porque él también quería
seguir contando la historia. Y lo hizo.
“Aquel fue un día maravillosamente claro, diáfano y gen-
til. Así lo contaron quienes lo vivieron, y quienes siglo tras siglo
transmitieron los relatos directos y verdaderos, a veces muy dis-
tintos a los que se contaron después en libros.
Aquel día no hubo pueblo enardecido jalonando el camino
del condenado, porque no lo tenían por nadie especial, y las eje-
cuciones no eran un espectáculo público; se hacían en público sólo
porque no había un lugar específico, cerrado, para realizarlas.
Fue cierto, sí, que el condenado cargó con su cruz. No hu-
bo simbolismo en ello. Tan sólo lógica de soldados, a ninguno
de los cuales se le ocurriría ayudar a un insignificante bandi-
do local.
No hubo bulla, ni escarnio, ni odio, porque en todo caso
sólo el propio condenado se sabía o se creía especial; para el
pueblo era uno más. Ni siquiera un gran bandido, porque no
era necesario serlo para que los invasores romanos dispusieran
una muerte. Lo hacían todo el tiempo con burocrática indife-
rencia.
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Aquel día, el zapatero no se asomó por nada en especial, na-
da que no fuera el hastío de la tarde igual y repetida. Y al sa-
lir se cruzó con la mirada suplicante del condenado.
“A-agua...”, balbuceó este. “Sólo un poco... Por favor...
Agua...”.
El zapatero no tuvo odio en su respuesta; ni siquiera despre-
cio. No hubo ofensa en su actitud. Simplemente llevaba años
viendo pasar condenados ante su puerta. Ya no les daba agua.
Este era uno más.
“Sigue tu camino... El poco camino que te queda...”.
El condenado le clavó la mirada, y pronunció aquellas pa-
labras incomprensibles para el zapatero....
“Yo me voy. Pero tú estarás errante por la Tierra has-
ta que yo regrese. Sin sentarte ni acostarte, sin descanso...
Hasta que yo regrese...”.
Sin saber por qué, el zapatero comenzó a sentirse inquieto.
Entró a su casa, buscó serenarse, bebió un trago de agua... y en-
tonces su inquietud se volvió terror.
Tomó un cántaro con agua y se echó a correr con desespera-
ción en dirección al montículo de basura que había en la entra-
da del pueblo. Su terror se hacía más inhumano a cada paso.
Luchó para llegar al condenado, pero fue inútil... Los roma-
nos no lo dejaron siquiera aproximarse. Gritó que no lo hicieran,
que sólo esperaran un poco, que le permitieran acercarse con el
agua... Pero ya era tarde. Demasiado tarde. Ya la mano era cla-
vada a la madera. El zapatero supo que su propia condena comen-
zaba entonces, y que nadie sabía cuándo acabaría.
Desde aquella luminosa tarde vaga por la tierra sin descan-
so, sin paz, esperando el regreso de quien lo condenó, esperando la
libertad. Esperando...”.

“Ahí”. La voz de Ahasvero me congela una vez más.


Vuelve a tomarme de un brazo, y señala vagamente hacia
delante. “¿Lo ves? Allí, junto a aquellos árboles. ¿Lo ves?”.
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Nos quedamos quietos, parados uno junto al otro, casi
pegados, mirando hacia el oscuro grupo de árboles. Los rui-
dos naturales de la reserva dejaron de oírse, ni siquiera el
viento suena entre las hojas que sin embargo se agitan, mu-
das y locas. Parece haber algo, sí, un indefinible bulto negro
apenas apoyado en el tronco de uno de los árboles. Podría ser
alguien sentado en el suelo, sí, aunque no se distingue la for-
ma definida de una cabeza o piernas. Pero podría ser.
“Es él. Lo sé. Lo sé como sé que yo soy yo”.

El siguiente fragmento fue tomado de: David Castelli, Il


Commento di Sabbatai Donnolo sul Yetsirah, o nel Libro della
Creazione, Florencia, 1880 (traducción de Ricardo Labriola)
“No importa el nombre, porque ha tenido cientos. No im-
porta dónde o cuándo fue el comienzo, porque la historia fue
contada en todas las lenguas de todos los pueblos, y cada uno
pretendió ser la cuna de esa historia. Por eso se puede tomar
cualquier nombre y cualquier comienzo, porque todos guardan
algo de realidad. Y ninguno abarca el misterio por completo.
Pudo ser en Jerusalem. Allí un hombre que era todos los
hombres fue condenado a muerte.
Y otro, un hombre como todos los hombres, que en aquel
amanecer estaba demasiado preocupado por sus propios pro-
blemas como para ver los del otro, no ofreció un poco de agua
cuando el condenado se la pidió al pasar por su puerta.
Y aquel hombre que era todos los hombres se permitió –ca-
mino a la muerte– un instante de completa humanidad. Maldijo.
—Yo me voy. Pero te condeno a errar por la Tierra sin
sentarte ni acostarte, sin nunca poder descansar, hasta que
yo regrese...
Quizá comenzó allí. Lo cierto es que jamás terminó.
Un hombre condenado a no ser hombre, es decir a no
morir. Condenado a vagar por siempre, sin nunca acostarse
o sentarse, sin descanso alguno.
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Un hombre esperando, esperando por siempre. Ahas-
vero, el Judío Errante. ¿Cuánto de él hay en cada uno de
nosotros?”.

Nos detenemos a dos metros de la figura. Es alguien


sentado en el suelo, sí. Está cubierto de la cabeza a los pies
con algo similar a una vieja manta negra, cuyos pliegues
parecen esculpidos en piedra. Pasa mucho tiempo, o qui-
zá un segundo. Todo es oscuridad en la figura, pero levan-
ta casi imperceptiblemente la cabeza y sé que hay un bri-
llo irreal en los ojos aunque no despidan luz física que lo
demuestre. Sé también que es una presencia intolerable, y
que es imposible describir el por qué.
Permanezco donde estoy, mientras Ahasvero arrastra
pesadamente sus pies hasta llegar junto a la silueta. Y en-
tonces, atravesándome de espanto con ello, se deja caer de
rodillas. Sé que va a hablar. Y que el que está allí le contes-
tará en el mismo lenguaje imposible que yo entenderé y no
quiero, no quiero ni siquiera oír la otra voz, no quiero...
“Estás de vuelta... Sos vos... Entonces... entonces... ¿termi-
nó mi condena?”.
No quiero, no quiero, pero de repente la resonancia in-
creíble de esa voz me sacude con una suavidad sísmica, y en-
tonces se agiganta esa mirada no vista pero terriblemente
presentida, y ese absoluto inmanejable de una presencia to-
tal. Y hasta hay una lejana ironía casi humana, tan humana...
“No, Ahasvero... No sos libre...”.
“¡Dijiste que cuando vos volvieras yo sería libre! ¿Mentis-
te? ¡¿Acaso mentiste?!”.
“No mentí. Pero tampoco llegó el momento de tu libertad.
¿No lo entendés? Pensalo un momento y lo vas a entender”.
Hay una estupefacción microtemporal y eterna, y des-
pués Ahasvero empieza a balbucear.
“No... No, no...”.
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“Sí, Ahasvero. Esa es la respuesta. Serás libre cuando yo re-
grese. Sólo que... nunca me he ido. Nunca, en todos estos siglos...
Siempre estuve aquí, en este mundo, donde nací, morí y resucité...”.
Ahasvero inclina su frente hasta casi tocar el suelo,
con un sollozo inaudible.
“Un día me iré de este mundo. Y otro mucho más lejano vol-
veré. Pero aún tenés un largo rato para vagar por la tierra, Ju-
dío Errante...”.
“No... No...”.
Ahasvero se pone de pie despacio, con sus enormes
manos tomándose la cabeza que se bambolea como si pe-
sara mil veces más que el cuerpo formidable que, tamba-
leante, empieza a girar en círculos y sobre sí mismo con
torpes pasos de oso primordial que se alternan para hacer
retumbar el suelo sordamente. Y entonces Ahasvero em-
pieza a emitir unos alaridos viscerales, destimbrados, casi
carcajadas que con su filo atroz comienzan a deshilachar la
piel incolora de la noche.
No puedo más. Me echo a correr, con las palmas apre-
tadas contra los oídos y gritando hasta quebrar la garganta,
y gritando mudo después, y tropezando y volando y levan-
tándome y volviendo a correr con martillos sanguinolentos
reventándome las sienes y una ceguera extraviada de bestia
en un incendio monumental.

“Hora de irse a dormir, ¿no le parece, amigo?”.


Levanto el rostro sin comprender. Hay un policía pa-
rado junto a mí. Me sonríe y sigue su camino. Estoy sen-
tado en uno de los bancos que hay frente al río. A mis es-
paldas, dos morochos aburridos limpian los ventanales de
uno de los restaurantes de Madero. El cielo está gris, car-
gado, una elefantiásica vejiga hinchada. Supongo que de-
ben ser las siete o las ocho de la mañana. No sé ni me in-
teresa saber nada más. (¿Y si Ahasvero lo mató?).
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“Caminemos. Ya me contarás, si necesitás hacerlo. Y sino...


sólo caminemos”.
Los ojos de tiburón de Jorge me sonríen, y echamos a
andar. Caminando en silencio, fumando, de pronto esta-
mos en San Juan y Boedo. El cruce de las avenidas está ta-
ponado por trescientas o cuatrocientas personas, y se oyen
bombos y redoblantes. Jorge le pregunta a un viejo, que
nos cuenta que hay una movilización de murgas callejeras.
El motivo de la protesta es pedir al gobierno que el próxi-
mo Carnaval sea declarado Feriado Nacional. Me parece
lógico. Toda la historia nacional no es más que una mur-
ga mal ensayada, así que...
Nos metemos entre el gentío. Una de las murgas está
iniciando su desfile por el medio de San Juan, hacia un es-
cenario levantado en la esquina de Colombres. El estan-
darte que encabeza la marcha tiene estampada, entre sus
muchas figuras, una enorme cabeza de Larry, el de los Tres
Chiflados.
“Larry”, dice Jorge. “Ese era el genio. El que lo sostenía todo”.
Apruebo con una mueca, y sigo mirando el desfile.
Pasan los chicos, los enanos, un par de travestis, alguna
gorda desproporcionada, y llega el primer grupo de verda-
deros danzarines de la murga, que se descalabra en esos
pasos fantasmagóricos del estilo uruguayo, tan terrible y
profundo comparado con la estúpida alegría barata de la
versión brasileña del Carnaval.
La verdad es que logran ir atrayéndonos al clima hipnó-
tico de la llamada de los tambores y el bailoteo funambu-
lesco. Esto no es alegría barata, claro que no. La sonrisa es
de dientes apretados para trascender el dolor, y la danza es
rebelión contra la muerte, para que la muy puta no la ten-
ga fácil, para demorarle la satisfacción de roernos hasta el
último segundo, el único en que será ella la que ría.
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Ya pasaron cincuenta o sesenta murgueros frente a nos-
otros, que disfrutamos fundidos en la masa que flanquea a
estos héroes callejeros. Y entonces, en el extremo de una de
las filas de bailarines, pasa a nuestro lado una mujer de unos
45 años que conserva sin embargo un cuerpo potente, con
algunas zonas flojas que se exacerban al bailar y ganan una
sensualidad inusitada. Su rostro, que sí denuncia los 45, es
también la imagen más vívida de la Resistencia.
Cuando la tenemos a no más de un metro de nosotros,
Jorge no puede contenerse y levantando un puño como un
apostador de hipódromo grita desorbitado:
“¡Vamos, carajo! ¡Aguante! ¡Aguante contra el Tiempo!”.
Las barreras se rompen y el entusiasmo me desborda.
El grito de Jorge fue una convocatoria a los muchachos de
la hinchada de filósofos. Jorge, yo, Heidegger, Agustín,
Berkeley, Spinoza, Hegel, McTaggart, Leibniz, Kant, Hu-
me, Locke, Hobbes, Kierkegaard, Husserl, Bergson y has-
ta Bruno, nos entrelazamos tomándonos mutuamente de
los hombros y saltamos gritando desde nuestra tribuna
ontológica al paso de nuestra amazona:
“¡Aguante contra el Tiempo, carajo!” .
La murga ya no desfila sino que baila en un círculo
congestionado y sin fin. Desde el estandarte, Larry se su-
ma al cántico de la tribuna y su intervención es la señal
para que todo se desmadre y se funda en una sola e indes-
tructible pared inmaterial contra la que el Tiempo se des-
troza los dientes y llora como un marrano asqueroso.
El asfalto de San Juan comienza a abrirse por efecto de
los saltos y el calor, y desde las profundidades del mundo
los muertos, que jamás consintieron en morir, empiezan a
surgir al aire hirviente de la noche y a mezclarse con la
multitud herética que baila en un éxtasis calamitoso y be-
llamente pagano.
El cielo se convierte en una enorme camiseta trans-
pirada que exuda mercurio y palmeritas cuneiformes que
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se disparan como cookies analógicos y se clavan de punta
a razón de una por cráneo.
Veo un ángel tuerto que trata de cazar a un cuervo del
invierno que al huir se enreda con los tules que lucía en
sus alas y termina estrellándose contra la intemperie. Veo
un animal sin orejas que escucha todo el dolor y responde
que no vendrán tiempos mejores porque el Tiempo acaba
de ser expulsado de la Eternidad y desde ahora sólo habrá
mejores sin tiempo.
Veo las larvas de una nueva estirpe de trompetistas
embrujando las casas antiguas de la avenida para que cada
ladrillo se convierta en un diente de la naciente sonrisa del
gran scat tridimensional que es ahora el viento. Veo una
lluvia con siete cajones en los que se pierden para siempre
todas las cartas que nadie quiso escribir jamás.
Veo un ciego al que una vez le fue dada una vara para
medir infinitos, y que en un lamentable error de cálculo
se acostó sobre la línea de puntos y se durmió para siem-
pre, y que ahora, gracias a la claudicación del Tiempo,
despierta convertido en el gran ojo del culo boreal.
Y antes de que las palmeritas penetren en los cráneos
para que las mariposas reemplacen a los lóbulos cerebra-
les, reúno una vez más a la hinchada de filósofos y entona-
mos como postrera ofrenda al Vacío eidético nuestra can-
cioncilla de batalla:

Ölvar mik, thvít Ölvi


öl gervir nú fölvan,
atgeira laetk ýrar
ýring of grön skýra;
óllungis kannt illa,
oddskýs, fyr thér nýsa,
rigna getr at regni,
rengsbjórd, Hávars thegna.
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Todo se precipita. Veo una familia de hiperbóreos des-
cendiendo de las copas de los árboles en llamas para cons-
truir un laúd afónico con la cara de Dostoyevski grabada
sobre brea portuaria en la punta de cada cuerda. Veo ras-
garse la camiseta del cielo y aparecer una gran axila depi-
lada con lava volcánica.
Veo todos los agujeros negros del espacio liberando la
luz atrapada en ellos mediante una amnistía de misterios.
Veo una Bestia a la que se le sale el costillar a través de la
carne, y veo al costillar transformarse en una campana
bendecida con agua del deshielo que vendrá.
Y veo por fin una luminosidad inconcebible que va
llenando de incandescencia todo este espacio sin Tiempo,
y que en su brillo cegador nos revela por fin el rostro de la
primigenia madre universal —que por cierto luce curio-
samente parecido al de Tatiana—, y la entera murga de la
humanidad desfila bailando para ir zambulléndose en esa
luz prenatal donde todos los bombos y redoblantes se ple-
garán al pulso del corazón materno.
Es el fin del Tiempo, y cuando ya se zambulleron mi-
les de millones y veo lanzarse al último bailarín y llega mi
momento, hago una prudente pausa de modo que quedo
afuera del estallido que todo lo devora. La inmensa luz in-
concebible se cierra sobre sí misma y se reabsorbe en la
Nada, pero es una Nada blanca en la que queda sentado
un hombre de ojos verdes con una guitarra sobre las pier-
nas, sereno, solitario y quizá feliz, libre ya por completo
de la tiranía de los comienzos y los finales.
Y que se pone a cantar.

Paris – Roma – Buenos Aires


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POST SCRIPTUM: Dos apuntes. El primero es que esa noticia geo-
gráfica final parece extraída de la marquesina de un patético coif-
feur de suburbio; algo como:

ROCCO BERGER
PA R I S • R O M A • B U E N O S A I R E S

El segundo apunte es para dejar constancia de una opinión


que me resultó por demás interesante. Tras leer un borrador de
esta novela, el dibujante Kike Dicierbi me aseguró que, si no hu-
biera existido Heinrich Böll, el mejor título para este libro hu-
biera sido “OPINIONES DE UN PAYASO”.
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Página no incluida.
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VAYANSE A LA MIERDA.qxd 14/8/07 22:40 Página 313

Páginas 21 y 22.
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VAYANSE A LA MIERDA.qxd 14/8/07 22:41 Página 315

Páginas 34 y 35.
VAYANSE A LA MIERDA.qxd 14/8/07 22:41 Página 316
VAYANSE A LA MIERDA.qxd 14/8/07 22:41 Página 317

Páginas 99 y 100.
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VAYANSE A LA MIERDA.qxd 14/8/07 22:41 Página 319

Páginas 171 y 172.


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