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Módulo 3

El marco
conceptual del
debate ético
contemporáneo
3. El marco conceptual
del debate ético
contemporáneo
3.1. Racionalidad herméutica como
racionalidad práctica: lo conveniente y
lo inconveniente. Discernimiento y
deliberación en el problema del
conocimiento aplicado

“Parece pues, que, como queda dicho, el hombre


es el principio de las acciones y la deliberación tiene
por objeto lo que él mismo puede hacer, y las
acciones se hacen en vistas de otras cosas. Pues no
sería objeto de deliberación el fin [mismo] sino las
cuestiones concernientes a los fines” (Aristóteles,
citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 68).

¡Bienvenido al Módulo 3 de la materia Ética y Deontología Profesional! En


la presente lectura abordaremos distintos temas de la Ética aplicada, como
la cuestión de los derechos humanos, la relación entre Ética y ciencia y la
corrupción. Para ello, comenzaremos planteando las características del
conocimiento aplicado y los distintos paradigmas acerca de la aplicabilidad
de la Ética.

1
Tipos de racionalidad: racionalidad hermenéutica y
deliberación
Podemos entender a la racionalidad hermenéutica como la racionalidad
práctica aristotélica o racionalidad prudencial. Para ello es necesario
retomar la distinción entre la razón teórica y práctica y el papel de las
virtudes en el pensamiento aristotélico. En la Lectura 2 definimos a las
virtudes como aquellos hábitos o modos del carácter que nos acercan al
bien, “porque hacen a la capacidad de dominio que permite al que las
posee encauzar sus deseos y pasiones y relacionarse con el placer y el dolor
de un modo adecuado” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 172).

La naturaleza de la virtud es la de ser un término medio entre


dos extremos, el exceso y el defecto.

Por otra parte, Aristóteles (citado por Guariglia y Vidiella, 2011) nos aporta
la siguiente definición: “la virtud es un hábito selectivo que consiste en un
término medio relativo a nosotros, determinado por la recta razón y por
aquello por lo cual decidirá el hombre prudente” (p. 175).

Las virtudes se distinguen en éticas y dianoéticas. Las primeras son


aquellas relativas a nuestro carácter, es decir, tienen que ver con la parte
apetitiva y volitiva de nuestra naturaleza humana. Entre ellas, Aristóteles
menciona la fortaleza, la templanza, la liberalidad, la magnificencia, la
justicia y la equidad. En tanto, las virtudes dianoéticas son aquellos hábitos
relativos a la parte racional o cognitiva del hombre, la diánoia, a saber, el
nous, la episteme, la sofía, la téjne y la phrónesis. El nous, traducido
comúnmente como intuición, es la captación de los primeros principios; la
episteme o ciencia consiste en el desarrollo de las conclusiones que se
siguen de los principios; y la sofía o sabiduría surge de la unión de las otras
dos, y equivale a lo que llamamos hoy filosofía o cosmovisión.

Estas tres virtudes (el nous, la episteme y la sofía) son propias de la razón
teórica y su regla correcta es el silogismo teórico. La téjne y la phrónesis,
en cambio, son propias del ámbito de la razón práctica y su regla es el
silogismo práctico. En este campo podemos producir (poíesis) algo que nos
es ajeno a nosotros mismos, es decir, un producto como podría ser una
casa o una obra de arte, en cual caso necesitaremos contar con una técnica
o arte para su realización; o bien podemos llegar a cabo una actividad cuyo
producto sea interno a ella misma, como vivir. Esto es lo que Aristóteles
llamaba praxis o actuación, y la virtud requerida para actuar correctamente

2
la phrónesis o prudencia que permite, al que la posee, alcanzar la sabiduría
práctica.

La razón práctica es, entonces, aquella facultad que provee la regla


correcta para realizar, en cada caso, buenas elecciones, elecciones
virtuosas, hecho que sólo ocurrirá cuando el deseo se ajuste a lo que dicta
la razón. Aristóteles lo expresa de la siguiente manera:

Lo que en el pensamiento son la afirmación y la negación


son en el deseo la persecución y la huída, de modo que,
puesto que la virtud moral es una disposición relativa a la
elección y la elección es un deseo deliberado, el
razonamiento tiene que ser verdadero y el deseo recto para
que la elección sea buena, y tiene que ser lo mismo lo que la
razón diga y lo que el deseo persiga. (Citado por Guariglia y
Vidiella, 2011, p. 176).

Dado que la regla recta en el ámbito de las acciones tiene la forma del
silogismo práctico, podemos definir a la prudencia como “aquella facultad
deliberativa (…) que realiza las inferencias correctas para elegir los medios
más adecuados en vistas al fin deseado” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 176).
Para comprender mejor esta definición, veamos ahora cuál es el silogismo
práctico y qué entendemos por deliberación.

Así como en el silogismo teórico de las dos premisas se extrae una


conclusión, en el caso del silogismo práctico de la premisa mayor y la
menor extraemos la acción.

El silogismo práctico conecta mediante un esquema lógico una


premisa mayor, que expresa la voluntad o intención del agente,
con una premisa menor, que establece el método más
apropiado para alcanzarlo. En tanto que la conclusión es la
acción que se sigue de lo anterior mediante la forma de
necesidad práctica.

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Guariglia y Vidiella (2011) nos aportan el siguiente ejemplo:

Juan quiere ir a Mar del Plata con su auto (premisa mayor).

A menos que llene el tanque del auto no podrá llegar a


Mar del Plata (premisa menor).

Tiene que buscar una estación de servicio para cargar


nafta (y la busca) (conclusión) (p. 67).

Aristóteles llama a la primera premisa por medio del bien, porque le


presenta al agente un fin al que puede llegar como algo conveniente para
él; mientras que la premisa menor es la premisa por medio de lo posible,
porque conduce la reflexión a las circunstancias particulares de la acción y
lo que está al alcance del agente para lograr el estado de cosas que desea.

En tanto que la deliberación es aquel procedimiento mediante el cual el


agente examina minuciosamente los distintos aspectos de la circunstancia
en la que está por actuar, proyecta una meta a alcanzar y hace un balance
de las ventajas y perjuicios que tal acción le reportará como de sus propias
capacidades para llevarla a cabo. Un aspecto importante a destacar que se
desprende de las enseñanzas aristotélicas es que no deliberamos sobre
aquellas acciones que están fuera de nuestro alcance, sino sobre lo que
está en nuestro poder hacer por nosotros mismos. Por otro lado, no
deliberamos sobre el fin último o los grandes fines, los cuales ya están
trazados por una determinada orientación previa del agente, sino sobre las
cuestiones concernientes a los fines, como lo expresa la cita de Aristóteles
que encabeza este apartado. Guariglia y Vidiella (2011) nos aportan los
siguientes ejemplos:

El médico no delibera sobre su fin último, que es curar, sino


que lo hace acerca de cómo curar en las circunstancias
particulares a tal enfermo particular. El abogado no delibera
sobre si debe o no ganar el juicio de su cliente, pues eso lo
da por descontado; delibera, en cambio, sobre cómo
aconsejar a su cliente en esta situación dada, de modo tal de
tener una posición favorable en un juicio o en una eventual
tratativa. El orador no delibera sobre su fin, persuadir a su
audiencia, sino acerca de la manera en que encarará su
tema para lograr la persuasión de su audiencia. (p. 67).

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Encontramos, entonces, una superposición entre la deliberación y el
silogismo práctico, ya que la deliberación conduce el procedimiento de
análisis de la situación y sólo cesa cuando el agente ha obtenido la premisa
menor del silogismo práctico, para pasar a la acción.

Tal relevancia ha tenido este mecanismo racional inicialmente descripto


por Aristóteles que ha influido en el pensamiento de muchos filósofos
contemporáneos, entre ellos, el filósofo hermeneuta H. G. Gadamer
(1992). El autor explica la hermenéutica por medio de la ética aristotélica,
porque ambas -ética y hermenéutica- incluyen el problema del
conocimiento aplicado. Así, la deliberación no sólo contribuye a determinar
los medios más adecuados para alcanzar ciertos fines, sino que también
establece lo que debe ser y lo que no, lo justo y lo injusto.

En tal sentido, para el autor la hermenéutica se orienta también


filosóficamente hacia la indagación cognoscitiva sobre la vida
justa.

Al retomar la cuestión de la prudencia o virtud de la racionalidad práctica


podríamos afirmar, junto a García (2006), que se trata de una auténtica
virtud hermenéutica, puesto que por medio de ella se conjuga el
conocimiento de lo que es correcto con la experiencia moral. Dicho en
otros términos, la elección moral correcta requiere de decisión,
conocimiento y acción. Conocimiento que no sólo debe ser teórico o
contemplativo de la regla moral, sino fundamentalmente práctico y relativo
a las circunstancias particulares del obrar.

La phrónesis, como modo de ser racional, verdadero y


práctico en relación con lo que es bueno para el hombre, se
ubica de esta manera, en el plano de la vida práctica por
medio de la deliberación en lo concreto de cada momento y
en la comprensión de la experiencia del mundo. (García,
2006, p. 196).

De acuerdo con la autora, el proceder hermenéutico puede compararse


con las máximas del sentido común kantiano. Ellas son: “a) pensar de
acuerdo con uno mismo; b) pensar sin prejuicios (ambos afirman la regla

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de la reflexividad e incluyen el valor de la responsabilidad personal) y c)
colocarse o imaginarse en el lugar del otro o pensar extensivo” (García,
2006, p. 197).

En relación al papel de los prejuicios, para Gadamer (como vimos en la


Lectura 1 al referirnos al método hermenéutico) toda comprensión
hermenéutica surge desde la tradición cultural del intérprete y, en tal
sentido, forma parte de la estructura de prejuicios y preconceptos que se
ha ido constituyendo en esa tradición. Sin embargo, sólo somos capaces de
comprender el significado de un texto, un hecho histórico o una acción
cuando logramos interpretarlo, es decir, replantear su sentido en términos
que también tenga sentido para nosotros. Porque sólo comprende aquel
que es capaz de ponerse en el lugar del otro, de ampliar su mirada sin
apartar la mirada sobre sí mismo. En términos de Gadamer (citado por
García, 2006): “comprender es siempre el proceso de fusión de esos
presuntos horizontes para sí mismos” (p. 198).

El hecho de ponerse en el lugar del otro contribuye al diálogo intercultural,


ya que al interrogarnos sobre cómo juzgar una determinada acción como
buena o mala, correcta o incorrecta, será necesario no sólo tener en cuenta
nuestras idiosincrasias individuales y nuestras propias razones para juzgar
o evaluar una acción de acuerdo con normas particulares, sino también
intentar comprender la justificación de las razones del otro, en condiciones
de simetría y respeto mutuo.

El pensar hermenéutico es la posibilidad de apartarnos de


nuestras condiciones privadas y subjetivas del juicio para
reflexionar acerca del mismo “desde un punto de vista más
amplio o universal, que no puede determinarse más que
poniéndose en el punto de vista de los demás” (García, 2006, p.
199).

Lo contrario de ponerse en el lugar del otro es el


dominio, la imposición, en suma, la violencia.
¿Encuentras ejemplos de diálogo hermenéutico en
tu comunidad?

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Paradigmas de aplicabilidad
La principal dificultad en la aplicación de las normas morales reside en el
contraste entre su contenido general y el carácter concreto y particular de
cada situación conflictiva. Algo similar ocurre con las normas jurídicas, las
cuales deben ser generales por definición, pero esa misma generalidad
puede generar injusticias en su aplicación al caso particular. De allí que
para García (2006) “lo que es general es imperfecto en cuanto a que
requiere de interpretación y de juicio con respecto a las circunstancias
particulares” (p. 196). Así, el juez que debe contemplar la ley y aplicarla al
caso particular opera de manera semejante al hombre prudente que
contempla en sus acciones tanto los criterios universales como las
contextualidades en forma articulada.

Para explicar la aplicación de los principios éticos (las normas éticas de


mayor grado de generalidad), Maliandi (2009) apela a la noción de
paradigmas de aplicabilidad para sintetizar criterios complejos con los que
se procura aplicar normas generales (principios) a situaciones concretas.
Estos paradigmas son:

1) Paradigma de la autoridad: es propio de las morales


tradicionales, en especial de aquellas de base teológica. Es una
forma de casuismo en tanto entiende a las situaciones concretas
como casos en los que puede aplicarse un principio general de
manera incondicionada. Este paradigma supone la supresión de
la dimensión de fundamentación de la razón (“dimensión F” en la
ética convergente) por consistir en la imposición acrítica de un
principio sacrosanto el cual no es sometido a discusión. De allí
que para Maliandi (2009) se trate de un paradigma que no apela
a la razón sino al temor o la simple rutina, como sería el caso de
fundamentalismos religiosos o políticos.

2) Paradigma de la situación: a diferencia del paradigma anterior,


éste intenta resolver el problema de la aplicabilidad de las
normas morales apelando a lo que cada situación tiene de única
e irrepetible. Se trata, por tanto, de un paradigma que enfatiza
las dificultades de aplicar normas generales a casos particulares,
volviendo tal aplicabilidad imposible. En la Lectura 2 llamamos a
esta posición situacionismo y de acuerdo con Maliandi (2009) se
trata de “una manera indeliberada de aplicar el principio de
individualización, privilegiando especialmente la perspectiva del
ablativo, es decir, la singularidad de las circunstancias como
única pauta de la acción o de la toma de decisiones” (p. 180).

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3) Paradigma del rigorismo: este paradigma comparte con el de
autoridad su criterio casuista, pero, a diferencia de aquel, se
apoya en la razón para explicitar sus fundamentos. En la Lectura
2 citamos como ejemplo de este rigorismo a la ética kantiana
según la cual el imperativo categórico (como condición de
moralidad de todo acto) debe ser aplicado sin excepciones en
toda situación. El error de este paradigma de acuerdo con
Maliandi (2009) es pretender imponer la universalidad negando
al mismo tiempo la validez a lo particular o contextual.

4) Paradigma de la provisionalidad: este paradigma se opone al


rigorismo en tanto enfatiza en la flexibilidad de los principios
éticos. En la Lectura 2 llamamos a esta actitud latitudinarismo y
señalamos las diferencias entre el latitudinarismo sincretista y el
indiferentista. Otro ejemplo de latitudinarismo, citado por
Maliandi (2009), lo encontramos en la teoría de los deberes
prima face, según la cual el deber es un principio que reviste
obligatoriedad sólo si no entra en contradicción con otro deber
(o deberes). Este conflicto entre deberes es precisamente lo que
era incapaz de reconocer la teoría de Kant, según la cual sólo se
admite el conflicto entre el deber moral y las inclinaciones
naturales.

5) Paradigma de la restricción compensada: al igual que el


latitudinarismo, el paradigma de la restricción compensada
admite que los principios morales no siempre pueden aplicarse
en toda circunstancia, pero, a diferencia de aquel, no se trata de
una flexibilización de los principios sino de una restricción a su
aplicación. Un ejemplo de ello lo encontramos en el lado B de la
ética del discurso de Apel, según la cual se admite que la norma
básica (el principio del discurso) no siempre es aplicable en toda
circunstancia. Sin embargo, este reconocimiento no relativiza la
validez del principio sino que implica una restricción en su
aplicación, sobre todo cuando éste entra en contradicción con
los compromisos asumidos por el agente moral en sus sistemas
de autoafirmación (la familia, el grupo social, el partido político,
entre otros). De allí que surge el deber compensatorio de
comprometerse a crear las condiciones sociales necesarias para
su cumplimiento en el futuro, lo que hemos llamado, en la
Lectura 2, la corresponsabilidad en la institucionalización de los
discursos prácticos. Retomando la definición de la racionalidad
hermenéutica y la virtud de la prudencia, podríamos afirmar que
la ética del discurso del Apel busca una mediación entre las
exigencias derivadas de la universalidad del principio a priori (la
norma básica) y las contingencias históricas de su aplicación.

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6) Paradigma de la convergencia: al igual que el paradigma de la
restricción compensada, el paradigma convergente reconoce que
la aplicación de los principios éticos tiene ciertos límites, pero
concibe esta restricción de diferente manera ya que el conflicto
entre principios, en el paradigma convergente, no sólo surge al
momento de su aplicación sino que la conflictividad entre ellos
se reconoce como un a priori, es decir, se parte del supuesto de
que los cuatro principios cardinales (universalidad,
individualización, conservación y realización) siempre están en
tensión. De allí que sea imposible su aplicación irrestricta. Esto es
lo que llamamos, en la Lectura 2, la incomposibilidad de los
óptimos y supone considerar a los conflictos empíricos como
casos concretos que tienen a la conflictividad entre principios
como condición de posibilidad. De esta imposibilidad se deriva
también un deber compensatorio, como el caso del paradigma
anterior, que en este caso se traduce en un nuevo principio o
metaprincipio, el principio de la convergencia, que exige
maximizar la armonía o equilibrio entre los cuatro principios
cardinales. Maliandi (2009) lo expresa de la siguiente manera:

Los conflictos éticos, en situaciones concretas, son contraposiciones de


exigencias. Si han de resolverse mediante la aplicación de principios, es
necesario que éstos tengan minimizadas sus propias relaciones conflictivas,
ya que de otro modo, con la aplicación, se agregaría conflictividad a la
conflictividad. Se opera racionalmente cuando no se amputa ninguna de las
dimensiones racionales ni se transgrede el carácter dialógico de la razón.
(Maliandi, 2009)

En conclusión, la ética convergente entiende los problemas


éticos como manifestaciones específicas de conflictos entre las
tendencias a la universalización, la individualización, la
conservación y la realización, es decir, los cuatro principios
cardinales.

Por supuesto, estos conflictos podrán ser de distintos grados de


complejidad. Así, por ejemplo, habrá casos en que no todos los principios
estén comprometidos y las soluciones a ellos sean relativamente más
fáciles. Sin embargo, tal como reconoce Maliandi (2009): “la facilidad de la
aplicación está en proporción inversa con la complejidad e intensidad de

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los conflictos” (p. 187). De allí la exigencia de procurar en todos los casos la
mayor convergencia posible entre las exigencias derivadas de ellos.

Tomemos el caso de un gobierno que tiene la obligación de procurar


asegurar el acceso al empleo a toda su población económicamente activa
mediante políticas de incentivo a la industria y la producción (principio de
realización). Esta exigencia puede conducirlo a autorizar la instalación de
una industria altamente contaminante, aun cuando esto signifique un alto
riesgo para el medio ambiente y la vida humana. Dicha acción entraría en
contradicción con el principio de conservación que establece la obligación
moral de posibilitar la permanencia de lo valioso, reflejando, de este modo,
la estructura conflictiva diacrónica. Otro ejemplo podría ser el de un
paciente que por razones religiosas se niega a recibir un determinado
tratamiento médico del cual depende su vida (principio de individualización
en la ética convergente y de autonomía en la bioética). Este principio exige
el respeto hacia sus convicciones y decisiones derivadas de ellas, pero
entra en contradicción con la obligación ética del médico de procurar salvar
su vida, sin distinción de raza, sexo, religión o condición social que se
derivan del principio de universalización (o principio de justicia en la
bioética). Estamos, por lo tanto, ante un caso de conflictividad sincrónica
entre el principio de universalización y el de individualización.

En los ejemplos expuestos se evidencia un solapamiento entre los cuatro


principios cardinales de la ética convergente y los principios bioéticos ya
descritos en la Lectura 2 al referirnos a los problemas de la Ética aplicada.
Volveremos sobre la cuestión al tratar las vinculaciones entre Ética y
ciencia, más adelante.

¿Qué otros ejemplos de conflicto entre principios


éticos puedes sobre la base de tu experiencia moral?

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3.2. Ética y derechos humanos: El Pluri
Principalismo como concepción.
¿Conflicto o concordancia entre
principios?
“La ética contemporánea se ha enfrentado
constantemente a un dilema que ha buscado
superar una y otra vez: presentar sus principios
como universalmente válidos con independencia de
que éstos hayan sido elaborados y expuestos por la
filosofía occidental a través de sucesivas etapas de
secularización” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 239).

Ética y derechos humanos


Como hemos señalado desde un comienzo, uno de los principales desafíos
para la Ética es cómo fundamentar la validez universal de sus principios.
Así, por ejemplo, cuando planteamos las diferencias entre los distintos
tipos de reflexión ética, dijimos, precisamente, que la diferencia entre
reflexión moral y Ética normativa es que ésta última, en tanto disciplina
filosófica, pretende basarse en criterios que sean universalmente válidos y
no restringidos a cada código normativo.

Esta problemática pareció parcialmente resuelta con la aprobación en 1948


de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el marco de la
Organización de Naciones Unidas (ONU). A partir de entonces, los derechos
humanos allí consagrados aparecían como esos mínimos éticos que todos
los países del mundo se comprometían a respetar y hacer cumplir. Sin
embargo, en los años 80, y en el contexto de una creciente aceleración del
proceso de globalización, comenzaron a levantarse voces en contra de la
Declaración de 1948 y su pretensión de ser el núcleo de una ética
universalista. ¿Son realmente los derechos allí consagrados aplicables a
todo tipo de sociedades, sean ellas liberales o no? ¿Cómo podríamos
caracterizar este tipo de derechos? ¿Son derechos positivos (en el sentido
de normas jurídicas) o morales? Y en tal caso, ¿ante quién podemos
reclamar su cumplimiento?

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Para comenzar a responder este conjunto de preguntas debemos, primero,
aclarar el particular status de los derechos humanos y sus vínculos con las
ordenaciones jurídicas de cada país.

Al intentar construir una conceptualización, podríamos decir que


los Derechos Humanos son aquellos derechos que nos
corresponden por nuestra condición de seres humanos.

De allí que tengan una íntima relación con la noción de dignidad humana, a
la que Kant, como vimos en lecturas previas, contribuyó a definir.

De acuerdo con la tradición iusnaturalista1, estos derechos son anteriores


a la constitución de los Estados y, por lo tanto, no es necesario que éstos
los concedan, sino que ya nos corresponden por el sólo hecho de ser
personas. En tal sentido, la Declaración de las Naciones Unidas implicó el
reconocimiento de tales derechos por la comunidad internacional, a la vez
que engendraba la obligación de tomarlos como modelo en la elaboración
de sus propios marcos jurídicos por parte de cada uno de los países
miembros de la organización (ONU).

Sin embargo, la irrefutable raigambre occidental (en el sentido de un


modelo civilizatorio europeo, macho, blanco y burgués) de esta particular
manera de entender los derechos humanos suscitó la crítica de otras
interpretaciones culturales que comenzaron a cuestionar la universalidad
de éstos y sus prejuicios individualistas. Entre ellas, Guariglia y Vidiella
(2011) mencionan la crítica de las naciones islámicas, la crítica asiática y la
latinoamericana.

Para arribar a este estado de situación, plantearemos muy brevemente la


evolución histórica de los Derechos Humanos o, lo que es más específico, la
historia de su institucionalización. La Declaración Universal de los Derechos
del Hombre aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en
1948 constituye la primera proclamación internacional en reconocer la
envergadura de tales derechos.

En su primera parte, la Declaración (art. 1° al 21°) proclama los derechos


individuales, civiles y políticos, es decir, los derechos llamados de primera
generación. Entre ellos: el respeto a la dignidad de las personas y su
1
El iusnaturalismo postula que la determinación de lo que es justo o injusto debe hacerse
por referencia a ciertas leyes naturales que existen al margen y con independencia de la
voluntad del legislador. Dichas leyes naturales, emanadas bien del Creador, o bien de la
propia naturaleza, convalidarían una acción como justa sólo si coincide con el derecho
natural.

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integridad física; el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y
de religión; el derecho a las garantías procesales; a participar en el
gobierno de su país, directa o indirectamente por medio de
representantes; entre otros. Estos derechos tienen sus antecedentes en el
movimiento de la Ilustración del cual Kant fue uno de sus representantes, y
en las revoluciones burguesas del siglo XVIII (la norteamericana primero y
la francesa después). Como señala Cortina (2000) todos ellos tienen en
común el valor moral de la libertad y encuentran su justificación teórica en
autores como Locke, quien enuncia que “no ve mayor razón para crear la
sociedad civil que la defensa de tales derechos. En definitiva, el Estado no
tiene más tarea que la de proteger los derechos civiles y políticos de sus
ciudadanos” (p. 41).

La segunda generación de derechos es la que corresponde a los derechos


sociales, económicos y culturales (Arts. 22° al 27° de la Declaración
Universal). Los derechos sociales son aquellos que el Estado debe
garantizar “en lo que se refiere a un estándar de vida básico y a
necesidades esenciales que algunos individuos no pueden alcanzar por
medio de su propio esfuerzo” (Bauman, 2007, p. 160). A diferencia de los
derechos de primera generación, por medio de los cuales los individuos
reclaman al Estado una esfera de no intervención (su autonomía, su
libertad de culto y de expresión, entre otros), en la segunda generación de
derechos se le exige al Estado la intervención positiva para garantizar la
satisfacción de las necesidades básicas (de alimentación, vestimenta,
trabajo, salud y acceso a la educación), ya que sin esas seguridades
materiales los derechos civiles y políticos serían sólo una quimera. De allí
que se asocie a las tradiciones socialistas como las promotoras de este
reconocimiento que tiene a la igualdad de oportunidades como principal
valor y que ha dado lugar a la llamada ciudadanía social.

Estas dos generaciones de derechos fueron luego recogidas por dos


tratados internacionales legalmente vinculantes para los Estados que los
han ratificado: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales,
aprobados por sendas Convenciones en 1966 y que entraron en vigor
recién en 1976. A diferencia de la Declaración Universal de Derechos
Humanos, que sólo expresaba “un ideal común” (Naciones Unidas, s.f.,
http://goo.gl/tJzylv) según reza su preámbulo, los pactos son obligatorios
para aquellos países que los han ratificado. En este sentido, cabe destacar
que ciertos países como Estados Unidos nunca ratificaron la Convención
Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Particularmente, dicho país se opuso al reconocimiento de los derechos
que garantizan la seguridad social, el trabajo, el seguro de desempleo, el
cuidado de la salud y la educación básica gratuita por considerar que estos

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artículos sólo expresan aspiraciones cuyo efectivo cumplimiento no puede
ser impuesto coactivamente (Guariglia y Vidiella, 2011).

La tercera generación son los derechos de la solidaridad, los cuales refieren


a “un tipo de derechos que no puede ser respetado si no es por medio de
la solidaridad internacional” (Cortina, 2000, p. 41). Entre ellos: el derecho
a la paz y a la intervención por parte de un poder legítimo mundial en los
conflictos armados, en los genocidios y crímenes contra la humanidad; el
derecho a un desarrollo sostenible y a un comercio justo; el derecho a un
medio ambiente sano, la protección al consumidor y el derecho de las
comunidades tribales y pueblos indígenas a utilizar y preservar sus recursos
y sus tradiciones culturales, entre otros.

Si bien no existe todavía una única Declaración Internacional que reúna en


un solo instrumento jurídico todos estos derechos, sí existe, sostiene
Cortina (2000), una conciencia moral cívica que repudia todo tipo de
acciones que vayan en contra de alguno de estos derechos de tercera
generación, más allá de su reconocimiento legal o no por un determinado
país. Dicho de otro modo, si, por ejemplo, un país no hiciera nada por
evitar la generación de residuos contaminantes, estaría obrando de
manera inmoral aún cuando en ese país no exista una norma jurídica que
regule este tipo de acciones.
Esto se debe al particular carácter de los derechos humanos, que no son
legales sino derechos morales, porque “aunque son la clave del derecho
positivo, no forman parte de él (…) sino que pertenecen al ámbito de la
moralidad” (Cortina, 2000, p. 40).
Los derechos de cuarta generación están directamente relacionados con
las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y
aparecen en el contexto de la revolución tecnológica de fines del siglo XX y
principios del siglo XXI. Entre ellos podemos citar: el derecho de acceso a la
informática; al uso del espectro radioeléctrico y de la infraestructura para
los servicios en línea ya sean satelitales o por cable; el derecho a la
formación en nuevas tecnologías; a la autodeterminación informativa; el
habeas data y el derecho a la seguridad digital. Estos derechos surgen de la
necesidad de asegurar a todos los individuos el acceso a las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación en condiciones de
igualdad. Como señala Bustamante (2001), el desarrollo social y moral del
ser humano nunca ha sido opaco al desarrollo de nuevas tecnologías. Sin
embargo, el impacto que la tecnociencia tiene hoy en nuestras vidas la han
puesto en el centro de los debates éticos, políticos y culturales.
Si pensamos en ejemplos trágicos como las cámaras de gas, las bombas
atómicas o las nuevas armas bactereológicas, está claro que la ciencia y la
tecnología pueden ser usadas por el hombre no sólo para fines nobles, sino

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también para los objetivos más perversos y crueles. De allí que la Ética
tenga mucho que decir con respecto a estos dos campos de intervención
humana. Sin duda, otro ejemplo lo constituye Internet, que por su carácter
abierto traspasa las fronteras de los Estados nacionales generando flujos
de información transnacionales. Esta herramienta ha sido fundamental
para la lucha de ciertos colectivos sociales en contra de regímenes políticos
dictatoriales, como, por ejemplo, en el caso de la Primavera Árabe2, donde
las concentraciones masivas en contra de estos regímenes se organizaron
por medio de las redes sociales. Sin embargo, Internet también es una
herramienta utilizada por el crimen organizado y los grupos terroristas que
habitualmente la usan para reclutar y entrenar nuevos miembros.
La prohibición de instalar antenas parabólicas para la recepción de
imágenes extranjeras vía satélite por parte de algunos países islámicos
integristas o la restricción al acceso a Internet en regímenes autoritarios,
como en el caso de China, demuestran el miedo de estos gobiernos a que
la tecnología se convierta en el vehículo de transmisión de ideas que vayan
en contra de sus propios códigos morales y culturales o de sus ideologías
políticas.
Finalmente, existiría una quinta generación de derechos que incluye la
posibilidad de conducta inteligente de software, robots y otros, en la
medida en que estos podrían lesionar derechos humanos considerados
básicos. Y una sexta generación, que incluiría a los transhumanos o
posthumanos, es decir, a las personas alteradas genética o
tecnológicamente.

Las tres últimas generaciones de derechos humanos se han dado en el


contexto de la globalización. De allí que sea importante detenernos a
analizar este concepto y su vinculación con el globalismo ético y jurídico. En
relación a este tema encontramos algunas diferencias, por un lado, entre
Guariglia y Vidiella (2011), quienes restringen la globalización al ámbito
económico, y Maliandi (2004), que postula el carácter multidimensional
de la globalización y fundamenta la necesidad de una Ética de la
globalización ante la evidencia de que se están violando normas básicas de
justicia social.

Para Guariglia y Vidiella (2011), los procesos de globalización están sujetos


a contingencias históricas, es decir, pueden acelerarse, detenerse o
decrecer como ha ocurrido, por ejemplo, con la crisis financiera mundial de
2007/2008. Por lo tanto, la globalización es entendida fundamentalmente
como un fenómeno económico, diferenciando entre la globalización
financiera del resto de la economía mundial, esto es, del comercio
2
Se conoce con este nombre al conjunto de revueltas populares iniciadas en algunas
naciones árabes como Túnez y Egipto en 2010 y 2011, respectivamente, en reclamo de una
apertura democrática, mayores libertades y mejores condiciones de vida, entre otros
requerimientos, y donde Internet y las redes sociales desempeñaron un papel fundamental.

15
internacional, que no se encuentra desregulado como los mercados de
capitales financieros, sino sometido a las regulaciones de la Organización
Mundial de Comercio (OMC).

Para Maliandi (2004), en cambio, la globalización no es sólo un proceso


económico, sino también característicamente humano, de modo que la
Ética no puede quedar ajena. De allí que “la necesidad de una Ética de la
globalización se infiere directamente de la evidencia de que se están
violando las más elementales normas de justicia social” (p. 78).
Recordemos que, en lo ideológico, la globalización guarda una íntima
relación con el neoliberalismo3, doctrina definida por Maliandi (2009) como
un darwinismo social, es decir, como aquella doctrina que justifica la
supervivencia de los más aptos. En un sentido similiar Sen y Kliksberg
(2009), afirman que ha sido el dogmatismo económico el responsable de
que se liberalizaran zonas tan sensibles y riesgosas como el mercado de
capitales, arrastrando con ello al resto de la economía a la crisis mundial.
De allí que sea necesario generar las condiciones que hagan posible el
encuentro entre Ética y Economía. Dicho de otro modo, la Ética no puede
quedar al margen de la Economía, debe orientarla y regularla, dado que los
valores éticos tienen una gran influencia en el funcionamiento de la misma.

Por otra parte, el globalismo se refiere a la existencia de un conjunto de


“normas internacionales expresas y ampliamente aceptadas por las ciento
noventa y dos naciones que pertenecen a las Naciones Unidas” (Guariglia y
Vidiella, 2011, p. 240). Así, por ejemplo, además de las ya mencionadas
Declaración de 1948 y las sendas Convenciones de 1966, en 1998 mediante
el Tratado de Roma se creó el Tribunal Penal Internacional de La Haya,
dedicado a perseguir crímenes de lesa humanidad y de genocidio que no
fuesen juzgados por los Estados nacionales y que sumó a otros tribunales
de carácter regional, como la Corte Interamericana de San José de Costa
Rica o la Corte Europea de Estrasburgo.

De acuerdo con Guariglia y Vidiella (2011) quienes afirman la existencia de


unos principios internacionales válidos para todos los pueblos se dividen en
dos grupos: quienes proponen una sociedad de los pueblos fácticamente
realizable representada, entre otros, por Rawls (2000); y quienes sólo
aceptan la vigencia de un orden normativo supranacional basado en los
derechos humanos individuales, los llamados cosmopolitas.

Respecto a la primera postura, el planteo filosófico de una sociedad de los


pueblos, retoma la idea de una federación de naciones para la paz,

3 El neoliberalismo es aquella corriente política y económica que resulta de la convergencia


entre el liberalismo político y económico, por un lado, y el conservadurismo, en lo que se
refiere a los valores morales, por el otro. En América Latina y Europa del Este, el término se
utiliza para hacer referencia al programa de reformas estructurales comúnmente llamado
‘de ajuste’, también conocido como el Consenso de Washington.

16
planteada por Kant en su opúsculo Paz Perpetua (1795). Allí Kant menciona
tres condiciones básicas para que la paz sea un proyecto perdurable: que la
constitución civil de cada Estado sea republicana; que el derecho de gentes
se fundamente en una federación de estados libres; y que el derecho
cosmopolita se limite a establecer las condiciones de hospitalidad universal
(derecho de visita al extranjero). El maestro de la Ilustración planteaba que
en el plano internacional nos encontramos todavía en un estado de
naturaleza donde “lo pacífico de cada momento sólo es un episodio
empírico en el subyacente estado de guerra. Si se quiere que exista el
estado de paz, debe ser explícitamente instituido” (Hassner, 1996, p. 573).
Para ello Kant postula la creación de una federación o república de
repúblicas, anticipándose, de esta manera, dos siglos a la creación de la
Sociedad de Naciones en 1919, primer antecedente de la Organización de
Naciones Unidas. Asimismo, Kant creía que la expansión del comercio y de
la Ilustración contribuiría a alcanzar la meta de la paz.

Si es un deber, y al mismo tiempo una esperanza, el que


contribuyamos todos a realizar un estado de derecho
público universal, aunque sólo sea en aproximación
progresiva, la idea de la “paz perpetua”, que se deduce de
los hasta hoy falsamente llamados tratados de paz- en
realidad, armisticios- no es una fantasía vana, sino un
problema que hay que ir resolviendo poco a poco,
acercándonos con la mayor rapidez al fin apetecido, ya que
el movimiento del progreso ha de ser, en lo futuro, más
rápido y eficaz que en el pasado. (Kant, citado por Hassner,
1996, p. 578).

Rawls (2000), por su parte, entiende al derecho de gentes como el


conjunto de principios de justicia aplicable a todos los pueblos. Estos son:

1) Los pueblos son libres e independientes y su libertad e


independencia deben ser respetados por los otros pueblos.

2) Los pueblos deben observar los tratados y compromisos.

3) Los pueblos son iguales y son partes de los acuerdos que los ligan.

4) Los pueblos deben observar el deber de no intervenir.

5) Los pueblos tienen el derecho de autodefensa pero no el derecho


de instigar la guerra por razones distintas de autodefensa.

6) Los pueblos deben respetar los derechos humanos.

17
7) Los pueblos deben observar ciertas restricciones estipuladas en la
conducción de la guerra.

8) Los pueblos tienen un deber de asistir a otros pueblos que viven


bajo condiciones desfavorables, las cuales impiden que tengan un
régimen político y social justo o decente.

Un aspecto importante de la propuesta rawlsiana es que ella incluye tanto


a las sociedades liberales como las no liberales, siempre que estas últimas
respeten los derechos humanos básicos, entre los cuales Rawls (2000)
menciona el derecho a la vida y la seguridad, a la libertad de conciencia, a
la propiedad individual, a las garantías del debido proceso, el derecho de
asociación y el derecho a emigrar. Estos derechos, sostiene el autor,
constituyen límites morales al pluralismo entre los pueblos. Así por
ejemplo, el derecho a la guerra se restringe sólo a los casos de legítima
defensa. Lo mismo ocurre con los límites a la soberanía interior de cada
Estado en casos de violaciones graves a los derechos humanos. En estos
casos, como indica el principio N° 8, los pueblos tienen el deber de asistir a
otros que viven situaciones de injusticia aun cuando esto implique una
injerencia en su política doméstica.

Dicho de otra manera, Rawls (2000) extiende su idea de la posición original


y la teoría del contrato social al plano internacional para afirmar que tanto
los representantes de las sociedades liberales como los de las no liberales o
jerárquicas acordarían estos ocho principios de justicia para regular las
relaciones entre sí, aun a pesar de sus diferencias políticas, religiosas,
ideológicas o tecnológicas.

En tanto que, frente a las críticas a esta concepción de los derechos


humanos por considerarla una expresión de la tradición occidental, liberal
e individualista, el autor responde que los derechos humanos son
políticamente neutrales y expresan un patrón mínimo de instituciones
políticas bien ordenadas para todos los pueblos que pertenecen como
miembros de buena fe a una justa sociedad política de los pueblos.

De este modo, sostienen Guariglia y Vidiella (2011), Rawls se coloca en un


punto intermedio entre el realismo jurídico-político que postula que el
único derecho válido en el plano internacional es el derecho positivo
sancionado por cada Estado soberano en particular; y el cosmopolitismo,
que postula un estricto universalismo moral de los derechos humanos
considerados en un sentido amplio y por encima de los Estados soberanos.
El cosmopolitismo hunde sus raíces en el pensamiento de los estoicos,
quienes fueron los primeros en llamarse a sí mismos cosmopolitas, con el
objetivo de superar los límites restrictivos de las polis griegas para poner el

18
acento en la común pertenencia de todos los hombres a un mismo orden
mundial. También Kant (1795), como vimos, había hecho referencia a un
derecho cosmopolita, entendiendo por tal el derecho de todo individuo a
presentarse y ser escuchado dentro y a través de las distintas comunidades
políticas. Entre los representantes contemporáneos de esta postura
encontramos autores como Beitz (1999) y Pogge (2006), quienes insisten
en la necesidad de incluir el principio de justicia distributiva de los recursos
desde los países más ricos hacia los más pobres, principio sugestivamente
omitido por Rawls (2000) en su propuesta de una justicia internacional
basada en el derecho de gentes.

¿Cuál es tu opinión respecto de la vigencia y validez


de estos principios morales en el orden
internacional?

El Pluriprincipalismo como concepción: ¿conflicto o


concordancia entre principios?
Para iniciar esta sección es importante aclarar qué se entiende por
principios. Si seguimos a Maliandi (2003), diremos que el concepto ha sido
fundamental para el pensar filosófico desde sus orígenes. Así, por ejemplo,
los filósofos pre-socráticos buscaban un principio cosmológico, el arché,
que sirviera como explicación de todo lo creado. Por su parte, Aristóteles
advirtió que la cuestión de los principios era la cuestión filosófica por
excelencia. Ya sea que se los acepte o que se los niegue, todo el devenir
filosófico ha tenido como eje central la discusión acerca de los principios.

Etimológicamente, el término alude a los orígenes, el comienzo, lo que


acontece primero en un orden temporal. Sin embargo, es preciso distinguir
entre su uso lógico y el ontológico. Desde el punto de vista lógico, sostiene
Maliandi (2003) que “un principio es una proposición de la que se pueden
deducir otras proposiciones” (p. 13), o también puede aludir a “las reglas
básicas que deben tenerse en cuenta en todo razonamiento correcto
(principio de identidad, de no contradicción, de tercero excluido y a veces
también, de razón suficiente” (p. 13). En tanto que desde el punto de vista
ontológico, el principio puede hacer referencia a un elemento de un
compuesto, a una condición para la existencia de algo, o bien a la causa de
un determinado efecto.

En Ética los principios se utilizan para dar razones o justificaciones dado


que una de las tareas esenciales de esta disciplina es la fundamentación de

19
las normas y valoraciones morales. Aunque ciertamente hay quienes
niegan la posibilidad de tal fundamentación, sin embargo, la mayoría de los
filósofos suelen acudir a distintos principios éticos para fundamentar la
moral y esta actitud se denomina principalismo. En la ética clásica
encontramos ejemplos de principalismo; en la teoría de Kant, su
imperativo categórico; en el utilitarismo, su recurso al principio de utilidad;
y en la ética contemporánea podemos mencionar el principio de
responsabilidad de H. Jonas (1995), el principio de reverencia por la vida de
A. Schweitzer (1929), o el principio de discurso de K. O. Apel (1975). Todas
estas teorías éticas tienen en común la apelación a un único principio,
razón por la cual se las denomina monoprincipalismos.

Por el contrario, los pluriprincipalismos reconocen varios principios éticos


como fundamentación, como es el caso de los principios prima face de D.
Ross (1972), los principios bioéticos de Beauchamp y Childress (1999) y los
principios cardinales propuestos por Maliandi (2009). Recordemos que
para este último autor los principios cardinales son cuatro y se ordenan por
pares según la estructura conflictiva del ethos que cada uno de ellos
expresa. Así, en la estructura conflictiva sincrónica se ubican los principios
de universalidad e individualidad, mientras que en la estructura diacrónica
se ubican los principios de conservación y realización. Asimismo, éstos
expresan la bidimensionalidad de la razón y el carácter dialógico de ésta.
Las dos dimensiones de la razón son, según Maliandi (2009), la
fundamentación y la crítica. Mientras que la función de fundamentación es
esencialmente anticonflictiva, en el sentido que lo racional tiende siempre
a la resolución de los conflictos. La dimensión crítica consiste en “la
percatación de que sus propios límites derivan de la inevitabilidad de los
conflictos” (2009, p. 166).

Para el autor, el conflicto entre principios se corresponde con el conflicto


intrínseco de la razón en su carácter bidimensional, ya que, por un lado, la
exigencia de universalidad es propia de la dimensión de fundamentación,
mientras que la exigencia de la individualidad lo es de la dimensión crítica.
Lo mismo ocurre con las exigencias a la conservación y la realización,
respectivamente, que expresan la conflictividad diacrónica.

De esta manera, la ética convergente pretende mostrar que las opciones


morales son siempre difíciles a raíz de estas exigencias conflictivas entre sí.
No obstante, al describir los distintos paradigmas de aplicabilidad de la
Ética, de la imposibilidad de cumplir óptimamente los cuatro principios
cardinales, no se deriva el relativismo o el latitudinarismo, sino un quinto
principio:

20
La exigencia de intentar maximizar la armonía o equilibrio entre
las exigencias derivadas de los otros cuatro (principio de
convergencia).

En términos de Maliandi (2009), la ética convergente “prioriza la no


transgresión de un principio por encima de su observancia plena. Para esto
supone, por cierto, que en el ethos no se da una alternativa tajante entre
observancia y transgresión sino que hay grados de observancia posible” (p.
175).

En tal sentido, la ética convergente es deudora de la ética del discurso no


sólo en el criterio de fundamentación, apelando a la reflexión pragmático-
trascendental, sino también en el de aplicación, reconociendo -al igual que
Apel- que la aplicación de los principios éticos tiene ciertos límites, aunque
entienda a éstos de diferente manera a cómo lo hace el paradigma de la
restricción compensada. En la ética convergente, la exigencia de
compensación no aparece con la situación particular que restringe la
aplicación del principio (la metanorma), sino que está ya de antemano
supuesta en la fundamentación, ya que para Maliandi (2009) tanto los
cuatro principios cardinales como la conflictividad entre ellos es a priori.
Esto se debe, como ya se señaló anteriormente, a que la ética convergente
no sólo es deudora de la ética del discurso, sino también lo es de la ética
material de los valores en la versión de Hartmann, de quien Maliandi
(2009) toma la noción de “antinomia ética fundamental” (p. 185).

Volviendo a los principios bioéticos propuestos por Beauchamp y Childress


(1999), éstos pueden concebirse como formas específicas de los cuatro
principales cardinales, propuestos por Maliandi (2009), esto es:

Los principios de no maleficencia y de beneficencia pueden


considerarse expresión de los principios de conservación y
realización, respectivamente. En tanto que los de justicia y
autonomía, pueden entenderse como especificaciones de los
principios de universalidad e individualidad.

Por otro lado, los cuatro principios bioéticos se relacionan entre sí de


manera conflictiva. Los principios de no maleficencia y beneficencia se
vinculan entre sí de manera diacrónica, mientras que los de justicia y
autonomía lo hacen de manera sincrónica. A su vez, éstos expresan

21
también la bidimensionalidad de la razón. Mientras los principios de no
maleficencia y justicia forman parte de la dimensión fundamentadora, los
de beneficencia y autonomía corresponden a la dimensión crítica de la
razón.

3.3. Ética y ciencia: la bioética como


caso de análisis

El método Bokanovsky es uno de los mayores


instrumentos de la estabilidad social (…) Hombres y
mujeres estandarizados, en grupos uniformes. Todo
el personal de una fábrica podía ser el producto de
un solo óvulo bokanovskificado. -¡Noventa y seis
mellizos trabajando en noventa y seis máquinas
idénticas!- La voz del director casi temblaba de
entusiasmo-. Sabemos muy bien a dónde vamos.
Por primera vez en la Historia. –Citó la divisa
planetaria-: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”-
Grandes palabras- Si pudiéramos bokanovskificar
indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en series, Deltas invariables,
Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos.
El principio de la producción en masa aplicado, por
fin, a la biología. (Huxley, 1981, p. 20).

Cuando A. Huxley (1981) escribió por primera vez en la década del 30 del
siglo XX Un mundo feliz -la novela de la cual procede la frase inicial-, la
fertilización asistida, la clonación humana, el genoma humano, los chips de
ADN, o las terapias genéticas sólo eran fantasías propias de una novela de
ciencia ficción. Sin embargo, los avances biotecnológicos han convertido a
estas quimeras en una realidad. Estos adelantos suscitan grandes
esperanzas, pero también grandes temores, como, por ejemplo, las formas

22
de discriminación genética que podrían implementarse por medio de los
nuevos descubrimientos.

A la Ética le corresponde la difícil tarea de encontrar mecanismos que


eviten o al menos compensen los desequilibrios generados por las
innovaciones científicas y tecnológicas. De acuerdo con Maliandi (2009):

Las relaciones entre la Ética y la ciencia constituyen uno de los


principales problemas de la ética aplicada.

En este campo, la ciencia cumple al menos tres roles diversos: por un lado,
proporciona información para la reflexión moral (primer paso de la
aplicación); además es el campo donde se deben tomar decisiones de
significación moral (segundo paso de la aplicación); y, en tercer lugar,
constituye un objeto del enjuiciamiento moral “en el caso de conductas
científicas moralmente aprobables o impugnables” (2009, p. 70).

Por otro lado, el avance de la ciencia no es neutral en la medida que sus


progresos dependen del financiamiento de empresas y gobiernos para sus
experimentos. Como señala Maliandi (2003):

Ni la ciencia ni la técnica surgen y se despliegan al azar sino


siempre con propósitos muy específicos, propósitos que por
lo general se vinculan con la adquisición de poder. El poder
siempre entraña riesgos porque se usa para imponer los
intereses de unos sobre otros. (p.8).

Por su parte, Jonas (1995) señala que los desarrollos del poder técnico han
modificado de tal modo la existencia humana que resulta imprescindible
plantearse seriamente el problema ético de la responsabilidad científica. Si
los problemas que suscita la biotecnología son analizados como casos
específicos dentro del marco del bioética, cabe preguntarnos cómo pueden
los principios bioéticos ayudarnos a resolver o minimizar los conflictos
morales derivados de la aplicación de estas nuevas tecnologías.

En tal sentido, Maliandi (2009) menciona cuatro principios biotecnoéticos


que guardan una relación directa con los principios bioéticos propuestos
por Beauchamp y Childress (1999) y los cuatro principios cardinales que
forman parte de la ética convergente. Estos cuatro principios son: el
principio de precaución, que exige minimizar los riesgos derivados de las

23
actuales investigaciones en biotecnología; el principio de exploración, que
defiende el derecho a la investigación; el principio de no discriminación
genética; y el principio de respeto a la diversidad genética.

El principio de precaución refiere a los peligros que entraña la


tecnociencia, sobre todo cuando no se conocen de manera suficiente los
efectos nocivos sobre los humanos o el ambiente que podrían provocar la
introducción de nuevas tecnologías. Maliandi (2003) cita como ejemplos la
siembra experimental de plantas transgénicas a cielo abierto y expuestas a
polinización, sin antes pasar por los debidos controles mediante ensayos
bajo techo, o la liberación de material patógeno que provoque tumores
cancerosos en las generaciones futuras.

En todos estos casos, el principio de precaución implica la


exigencia ética de emprender acciones que reduzcan y controlen
los riesgos, por un lado, y que contribuyan a la difusión de la
información pertinente entre la población afectada por los
experimentos, por el otro.

En tanto que en los casos en que los riesgos se extiendan a las futuras
generaciones, el principio de precaución implica la exigencia de no llevar a
cabo tales experimentos.

Si se tienen en cuenta los principios bioéticos propuestos por Beauchamp y


Childress (1999), el principio de precaución puede ser interpretado como
una especificación del principio de no-maleficencia y del principio
cardinal de conservación en la ética convergente. Recordemos que el
principio de no maleficencia prioriza en medicina la exigencia de no
provocar daños en el paciente, en tanto que el principio de conservación
refiere a la obligación moral de conservar lo que se considera valioso.

Pese a su importancia, el principio de precaución no puede ser aplicado de


manera absoluta, ya que entra en contradicción con el principio de
exploración genética. Tal como se hizo mención anteriormente, el
principio de exploración hace referencia al derecho a investigar y llevar a
cabo experimentaciones para el progreso de la humanidad. De acuerdo con
Maliandi (2003), se trata de un verdadero derecho humano y de una
conquista de la humanidad. Según el autor:

El hombre evolucionó explorando campos desconocidos: la


invención del hacha de piedra (asociada más tarde al uso de

24
fuego) y la adopción de la agricultura fueron quizás sus dos
exploraciones exitosas claves que, en determinados
momentos de su desarrollo (…) lo salvaron de la extinción.
(p. 27).

Así, la exigencia de explorar lo desconocido es tan necesaria como la de


tomar precauciones ante los riesgos, pero se trata de dos principios
conflictivos entre sí (conflictividad diacrónica, según la ética convergente).
De esta manera, la exploración genética puede ser muy útil para generar
nuevos bienes (como la posibilidad de alimentar a la población con
alimentos transgénicos), o bien para evitar ciertos males (como la
posibilidad de instrumentar nuevos tratamientos contra enfermedades de
base genética). Pero la exploración choca con el principio de precaución,
sobre todo cuando es difícil controlar los ‘efectos colaterales’ de estos
nuevos descubrimientos.

Respecto al otro eje de la conflictividad, a saber, la conflictividad


sincrónica, se encuentra la oposición entre el principio de no
discriminación genética y el de respeto a la diversidad genética.

Principio de no discriminación genética se basa en el derecho a la igualdad


de todos los seres humanos y puede ser interpretado como un principio
anti-eugenésico. En este sentido, las posibilidades de crear
tecnológicamente una civilización eugenésica como la que imaginó A.
Huxley en su novela Un mundo feliz hacia 1935 son hoy una realidad
gracias a los avances de la tecnociencia.

La eugenesia se refiere a las pretensiones de mejoramiento biológico de los


seres humanos mediante distintos procedimientos. Si bien no se trata de
una práctica nueva (ya que, por ejemplo, en Esparta se practicaba la
eutanasia a los individuos defectuosos o peor dotados), los avances de la
biología molecular, particularmente a partir del descubrimiento del
genoma humano, han perfeccionado estos procedimientos.

El ejemplo contemporáneo más significativo de estas pretensiones


eugenésicas lo encontramos en la Alemania nazi y sus experimentos para
conservar la pureza de la raza aria. Sin embargo, se encuentra lejos de ser
el único. Como señala Maliandi (2003): “las mayores injusticias y los
mayores crímenes cometidos por nuestra especie han estado siempre
ligados, directa o indirectamente, a fuertes prejuicios étnicos o raciales” (p.
32). Lo nuevo ahora son las técnicas genéticas que convierten al genotipo
humano en un novedoso criterio de discriminación, desplazando de este
modo a la raza, el sexo o la condición social. De acuerdo con el autor:

25
No es necesario ser fundamentalista para ejercer esa
discriminación: basta, por ejemplo, ser empresario de una
compañía de seguros de vida o de salud. Por ahora es de
valor comercial dudoso, en razón de los altos costos de los
chequeos genéticos, acceder a la información genética de
los asegurados; pero sin duda el avance de la biotecnología
irá abaratando esos costos. (Maliandi, 2003, p. 33).

En razón de esto, numerosos países ya comenzaron a dictar normas en


contra de la discriminación genética e incluso el principio fue reconocido
por la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos
Humanos dictada por la Organización de Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en 1997, que en su art. 6°
expresa que “nadie podrá ser objeto de discriminaciones fundadas en sus
características genéticas, cuyo objeto o efecto sería atentar contra sus
derechos y libertades fundamentales y el reconocimiento de su dignidad”4.

Por su parte, el principio de respeto a la diversidad genética -también


reconocido por la mencionada Declaración- es opuesto al principio de no
discriminación en la medida que defiende el respeto a la diferencia o a la
individualidad por oposición a la universalidad expresada por el principio
de no discriminación (conflictividad sincrónica en la ética convergente).

Este principio se refiere al problema general de la biodiversidad, tema


central para la ética ecológica. La biodiversidad es fundamental parala
existencia humana, pero la exigencia de su protección entra en conflicto
con el principio de no discriminación, por lo cual, lo más razonable, como
señala Maliandi (2009), es buscar equilibrios o convergencias entre los
principios enfrentados.

Si apelamos a los principios bioéticos, los principios de no discriminación y


de respeto a la diversidad genética pueden ser entendidos como
especificaciones de los principios de justicia y autonomía, respectivamente.
Las vinculaciones entre estos principios y las dimensiones de la razón y
estructuras conflictivas a las que cada uno de ellos corresponde se
encuentran graficados en la siguiente tabla.

4
Artículo 6 -Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos.
UNESCO. [Recuperado de http://goo.gl/266yKX].

26
Tabla 1. Principios biotecnoéticos.

Dimensión
Estructuras Principios Principios Principios racional (F=
conflictivas cardinales bioéticos biotecnológicos fundamentación;
K= crítica)

Diacrónica Conservación No Precaución


F
maleficencia genética

Realización Beneficencia Exploración


K
genética

Sincrónica Universalización Justicia No


discriminación F
genética

Individualización Autonomía Respeto a la


diversidad K
genética

Fuente: Maliandi, 2009 p. 190.

Caso de análisis: el derecho a la salud


Como se hizo mención al analizar la vinculación entre Ética y Derechos
Humanos, el derecho a la salud es considerado uno de los derechos
humanos de segunda generación. Sin embargo, en el ámbito de la Bioética
no todos están de acuerdo con admitirlo como tal.

El status problemático del derecho a la salud ha dado lugar a visiones


encontradas respecto a cómo considerar este derecho y su vinculación con
los demás derechos humanos considerados básicos. En este apartado
consideraremos tres de ellas: la visión libertaria, representada por autores
como Nozick (1991) y Engelhardt (1986); la tesis del decent mínimum,
expresada por Buchanan (1989); y la concepción de justicia sanitaria
basada en la equidad propuesta por Daniels (1988).

Las disidencias giran en torno a si considerar o no al derecho a la salud


como un derecho positivo vinculado con la justicia distributiva. Por
derecho positivo se entiende a aquellos derechos que “requieren de una

27
acción positiva a fin de que la demanda del agente portador resulte
satisfecha” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 221), por oposición a los derechos
negativos o de no interferencia, como los civiles y políticos. En el caso del
derecho a la salud, éste es todavía más complejo que otros derechos
positivos como el derecho a la educación o a una alimentación adecuada
debido a los altos costos que demanda, especialmente el acceso a
tecnologías médicas complejas. De manera que determinar en qué consiste
el derecho a la salud se convierte en una tarea ardua que exige, a su vez,
especificar “qué debe entenderse por necesidades de salud, qué criterios
emplear para definir prioridades, cuál es el peso que habría que asignar a la
salud en relación con otros bienes básicos” (2011, p. 222), entre otros. Por
otro lado, se hace necesario considerar cuál es la competencia del Estado
en materia sanitaria y qué nivel de atención le corresponde garantizar: ¿el
mejor posible, cuidados básicos o ningún nivel?

Para la posición libertaria el Estado debe abstenerse de intervenir en


materia sanitaria. El argumento que utilizan Engelhardt (1986) y Nozick
(1991) para defender esta postura es que el Estado debe ser un Estado
mínimo, cuya única función consiste en proteger libertades básicas
(principalmente el derecho a la propiedad privada) y que sólo el mercado
puede actuar como un eficaz mecanismo de distribución de recursos. Los
defensores del libre mercado sostienen que éste aporta numerosas
ventajas en materia de salud: por ejemplo, impide la formación de
corporaciones al fomentar la libre competencia; impide los sobreprecios y
propicia el abaratamiento de los costos de los servicios; propicia la
participación de los consumidores de salud, quienes deben aprender a
elegir la mejor prestación posible, entre otras.

Pero el argumento principal esgrimido por Engelhardt (1986) para rechazar


que el cuidado de la salud sea considerado un derecho humano básico es
que considerar la salud como un reclamo justo equivaldría a interpretar la
enfermedad como una injusticia, razonamiento que es erróneo dado que
tanto la salud como la enfermedad, así como la posición que cada uno
ocupa en la sociedad, son atribuibles al azar o al mérito individual pero no
a cuestiones de justicia.

Como señalan Guariglia y Vidiella (2011), es fácil comprobar en la vida real


que el mercado de salud no funciona como predicen los libertarios.

Frecuentemente está dominado por un monopolio de la


oferta y la demanda. La demanda puede ser creada artificial
y deliberadamente, manipulando las necesidades. Por otra
parte, las variaciones en los riesgos suponen un motivo para

28
que las compañías de seguros rehúsen brindar cobertura a
las personas más necesitadas de asistencia médica. (p.228).

La tesis del decent mínimum defendida por Buchanan (1989) guarda


algunas semejanzas con la posición anterior, en tanto reconoce que el
concepto de derecho a la salud resulta problemático y que no puede ser
afirmado adecuadamente desde la esfera de la justicia. Sin embargo,
reconoce la necesidad de que el Estado garantice un mínimo de atención
sanitaria a quienes no estén en condiciones de acceder a la medicina
privada, pero no como un derecho legítimo y universal, sino como un
deber de beneficencia o caridad.

Como señalan Guariglia y Vidiella (2011), “reconocer un derecho implica


admitir que su infracción justifica sanciones o acciones coactivas a fin de
forzar su cumplimiento” (p. 229). Es por ello que Buchanan (1989) prefiere
considerar al mínimo decente un deber de beneficencia necesario, para
que aquellas personas que no puedan afrontar los costos de salud puedan
llevar una vida soportable.

De este modo, el acceso al mínimo decente en materia de salud se


convierte en una obra caritativa, aunque no se trata de una beneficencia
librada a la buena voluntad de cada quien, sino de un deber obligatorio
que, llegado el caso, puede ser forzado por el Estado. Guariglia y Vidiella
(2011) cuestionan esta postura por sus consecuencias inequitativas y
porque discrimina a los individuos según su poder adquisitivo.

A diferencia de la posición libertarista y del decent mínimum, Daniels


(1988) defiende un derecho universal e igualitario al cuidado de la salud
basándose en la teoría de la justicia como equidad de Rawls (1978). Para
fundamentar su posición, el autor propone, en primer lugar, un criterio
para jerarquizar las necesidades de salud y, en segundo lugar, aplica la
teoría de Rawls a la justicia sanitaria. Respecto a las necesidades sanitarias,
Daniels (1988) basa su criterio en la definición biomédica de la salud y la
enfermedad, según la cual “salud es la ausencia de enfermedad y
enfermedad es la desviación de la organización funcional natural de un
miembro típico de la especie” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 233).

De acuerdo con esta definición, las necesidades de salud incluirían:


“nutrición y abrigo adecuados; vivienda sanitaria e impoluta; ejercicio,
descanso y otros rasgos de vida sana; servicios médicos preventivos,
curativos y rehabilitativos; servicios personales y sociales no médicos”
(Guariglia y Vidiella, 2011, p. 233).

29
En segundo lugar, Daniels (1988) intenta conectar estas necesidades
sanitarias con la noción de bienes primarios aportada por la teoría de
Rawls (1978). Recordemos que, en su teoría de la justicia, Rawls (1978)
propone dos principios de justicia como criterios para distribuir bienes
sociales primarios, entendiendo por tales bienes aquellos “que conforman
las condiciones mínimas que necesitan los ciudadanos de una democracia
moderna para perseguir y promover racionalmente sus concepciones
particulares del bien” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 129). Estos dos
principios eran el principio de igual libertad para todos y el principio de
desigualdad. Según este último, las desigualdades económicas y sociales
están justificadas siempre que sean para mayor beneficio de los menos
aventajados, unido a que los cargos y funciones sean asequibles a todos
bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades. En tal sentido,
Daniels afirma que:

Las personas enfermas o discapacitadas tienen mermadas


sus oportunidades, ya que, al constituir desviaciones de la
organización funcional natural de un miembro típico de la
especie, atentan contra el rango normal de oportunidades
abiertas a un individuo en una sociedad particular. (citado
por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 234).

Por lo tanto, la justicia sanitaria consistirá en intentar mejorar estas


desigualdades provocadas por razones de enfermedad o discapacidad.
Dicho de otro modo, ante situaciones de enfermedad o discapacidad que
impidan a las personas participar como sujetos plenos de la sociedad, los
bienes primarios deberán incluir un nivel adecuado de cuidado sanitario
que permita a estos individuos compensar o recomponer su normal
funcionamiento como miembro de la especie.

De esta manera, en opinión de Guariglia y Vidiella (2011), el concepto


ampliado de justa igualdad de oportunidades aporta un criterio para
“diferenciar las necesidades de las preferencias, fijar los límites de los
servicios que el Estado tiene la obligación de proveer y clasificarlos en
orden de importancia, así como también orientar la evaluación de nuevas
tecnologías” (p. 235).

30
En contraposición a la tesis de Engelhardt (1986) de
que la salud y la enfermedad obedecen a la lotería
natural, algunos estudios parecen demostrar que
ciertos determinantes estructurales, como la clase
social, el género o la edad, influyen en el acceso a la
salud. ¿Cuál es tu opinión personal en torno a este
debate? ¿Consideras que el cuidado de la salud es
un derecho universal?

3.4. Complejidad social actual: la


corrupción como tema de reflexión
La corrupción es un fenómeno complejo y multidimensional, no sólo de
interés para la Ética sino también para otras disciplinas como la Ciencia
Política, la Economía, el Derecho y la Sociología, entre muchas otras. Para
algunos, la corrupción es propia de los países pobres o en vías de desarrollo
y su presencia en estos países retroalimenta el círculo de la pobreza.
Mientras que para otros la corrupción es principalmente un problema
moral que no discrimina entre países ricos y pobres, y podemos
encontrarla tanto en unos como en otros. Para simplificar estas discusiones
es necesario clarificar qué se entiende por corrupción.

Etimológicamente, el sustantivo corrupción proviene del latín corruptio que


significa alteración. A su vez, deriva también del verbo corrumpere que
significa echar a perder, descomponer, destruir o pervertir (Estévez, 2005).

Son muchas las definiciones del concepto que se podrían mencionar. A los
fines de esta reflexión, nos concentraremos en las definiciones aportadas
por Malem Seña (2002) y Estévez (2005). El primero entiende por
corrupción “aquellos actos que constituyen la violación activa o pasiva, de
un deber posicional o del incumplimiento de alguna función específica
realizados en el marco de discreción con el objeto de obtener algún
beneficio extraposicional, cualquiera sea su naturaleza” (2002, p. 28). Por
su parte, Estévez (2005) alega que corrupción es “toda acción u omisión de
un actor, que confunda lo público con lo privado, a los efectos de obtener
algún beneficio personal” (2005, p. 47). El autor destaca que lo público no

31
se interpreta de manera restringida a lo estatal, sino que también incluiría,
por ejemplo, a un director de empresa o un dirigente sindicalista que
aprovecharan su posición para obtener una ventaja personal. Es decir, se
trata de cualquier decisor que deba tomar decisiones en beneficio de
muchos pero que desnaturaliza su rol al privilegiar el interés o el beneficio
individual por encima de sus deberes morales o legales.

De modo que podríamos sintetizar estas conceptualizaciones afirmando


que:

La corrupción implica siempre, al menos, a un decisor, quien por


acción y omisión incumple con sus deberes posicionales con el
objetivo de obtener beneficios extraposicionales o particulares.

A su vez, como la corrupción es un acto participativo, se requiere asimismo


de la intervención de otro u otros que intentan influenciar sobre el
comportamiento del decisor por medio de promesas, amenazas o
prestaciones prohibidas por el sistema normativo vigente. De allí que el
concepto de corrupción suela estar asociado a los del soborno y extorsión.

Por soborno se entiende aquella recompensa irregular que se utiliza “para


influir sobre la conducta de un agente público en relación de una decisión
que es gratuita o que debe ser tomada objetiva e imparcialmente, pero
que en virtud de la recompensa se modifica en algún sentido” (Carbonell,
2009, p. 34). En tanto que la extorsión es “la amenaza por parte del agente
público hacia un particular, de una medida lesiva sino realiza una contra-
prestación irregular en beneficio del agente” (Carbonell, 2009, p. 34).

En el marco de las conceptualizaciones también es importante diferenciar


entre el acto de corrupción del estado de corrupción. Como señala
Grondona (1993), el acto de corrupción se refiere “a la solución perversa
de un conflicto de intereses” (p. 20) entre el interés público y el privado; en
tanto que el estado de corrupción existe cuando los actos de corrupción se
han generalizado de tal modo que la corrupción se convierte en un
sistema.

En este sentido, merece la pena preguntarse, ¿cuáles son las causas que
llevan a un individuo o sociedad a cometer actos corruptos y/o a permitir
su generalización? De acuerdo con Grondona (1993), las posibles
respuestas son dos: por un lado, el economicismo y, por el otro, la
ambición de poder. Cuando el dinero deja de tener un valor instrumental
para convertirse en un fin en sí mismo, la corrupción tiene un campo fértil
para prosperar. Por otro lado, de acuerdo con una famosa frase citada por

32
Grondona (1993), el poder “pone a personas ordinarias ante tentaciones
extraordinarias” (p. 24). De manera que, ante esas tentaciones, la única
forma posible de prevenir los actos corruptos es mediante el debido
sistema de controles y límites al poder.

La Ciencia Política ha estudiado desde antaño este tema de la corrupción.


Por ejemplo, para Aristóteles (2003) los regímenes políticos se clasifican en
buenos o malos (es decir, rectos o corruptos), según su objetivo sea el bien
común de la ciudad en su conjunto, o bien la conveniencia privada de sus
gobernantes. De este modo, el autor identifica seis tipos básicos de
regímenes políticos: el gobierno de uno solo basado en el interés general
se denomina monarquía, en tanto que su forma corrupta es la tiranía. El
gobierno de unos pocos, a su vez, puede tomar la forma de una aristocracia
(el gobierno de los mejores para el bien de todos) o de una oligarquía (el
gobierno de unos pocos para su propio beneficio). En tanto que el gobierno
de la multitud puede ejercerse teniendo en cuenta la común utilidad y en
tal caso será denominada politeia o también República, mientras que su
forma corrupta es la demagogia, es decir, “el abuso de la autoridad
suprema en beneficio de los pobres” (Aristóteles 2003, p. 80).

Merece destacarse también que para Aristóteles la vida política ocupaba el


segundo lugar entre los ideales de vida para alcanzar la felicidad, sólo
superada por la vida teorética que ocupaba el primer lugar. Como señalan
Guariglia y Vidiella (2011), Aristóteles, a diferencia de su maestro Platón,
quien consideraba que sólo los filósofos estaban capacitados para gobernar
la ciudad, creía que el arte de gobernar tenía que ver con una sabiduría
práctica, esto es, con el ejercicio de virtudes éticas, principalmente la
prudencia y que tanto el político como el buen ciudadano podían
desarrollar esta virtud.

Ya en la Modernidad, Maquiavelo planteaba en sus Discursos “que la virtud


es una condición necesaria para aventar el fantasma de la corrupción”
(Guariglia y Vidiella, 2011, p. 211).

Sin embargo, no son pocos los que creen que Ética y Política son esferas
incompatibles entre sí. De hecho, el mismo Maquiavelo en El Príncipe,
planteó la tesis contraria, es decir, que es más importante que el político
aparente ser virtuoso a que realmente lo sea. Porque, en definitiva, el
único objetivo que realmente importa en política es la conquista y
conservación del poder.

Al respecto, viene bien retomar las preguntas planteadas por Guariglia y


Vidiella (2011) a propósito del hombre político: “¿Qué persigue alguien que
se propone orientar su vida a la actividad política? ¿Contribuir al bien
común, la justicia social, disputar espacios de poder, recibir honras
públicas, acrecentar sus riquezas?” (p. 212). M. Weber (2002), el célebre

33
sociólogo alemán, se planteó estas preguntas en su conferencia titulada La
política como vocación, donde plantea la distinción entre aquel que vive
para la política y aquel que vive de la política. El primero es aquel que con
sinceridad se compromete y pone al servicio de una causa que considera
justa, mientras que el segundo es aquel que privilegia el factor económico
por sobre otras consideraciones. En palabras de Weber (2002):

Quien vive para la política hace de ello su vida en un sentido


íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que
posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la
conciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola
al servicio de algo. En este sentido profundo, todo hombre
serio que vive para algo vive también de ese algo. La
diferencia entre vivir para y el vivir de se sitúa, pues, en un
nivel mucho más grosero, en el nivel económico. Vive de la
política como profesión quien trata de hacer de ella una
fuente duradera de ingresos; vive para la política quien no
se halla en este caso. (p. 5).

Otro aspecto destacado por Weber (1992) y relevante para el concepto de


corrupción tiene que ver con la distinción entre la esfera pública y la
privada, más específicamente entre el patrimonio público y el privado. En
tal sentido, el autor distingue entre los Estados modernos y los
patrimonialistas. Los primeros son aquellos que cuentan con una
burocracia profesionalizada que administra de manera imparcial los
recursos públicos a cambio de un salario fijo, mientras que en los Estados
patrimonialistas (a los que identifica con la dominación de tipo tradicional)
los gobernantes administran los recursos públicos como si fueran propios,
o bien hacen un usufructo personal de estos bienes que son de todos.

Este tipo de conductas patrimonialistas suele ser favorecido por la


concentración de poder en pocas manos. De manera que una de las formas
de combatir la corrupción por estas causas es mediante la división del
poder, esto es, por medio de un mecanismo institucional que implemente
un sistema de frenos y contrapesos.

En la Ciencia Política contemporánea la corriente pluralista también hace


hincapié en los beneficios de la desconcentración del poder en varios
grupos. Por ejemplo, para Dahl (1992) la principal característica de la
sociedad pluralista es la existencia de múltiples centros de poder donde los

34
no líderes, es decir, los ciudadanos, controlan a los líderes políticos, y
llamaba a este sistema poliarquía para diferenciarla de la noción clásica de
democracia entendida como gobierno del pueblo.

Por su parte, Estévez (2005) menciona diversos estudios que señalan al


desequilibrio de poder, ya sea de tipo unitario o federal, como una de las
principales causas de la corrupción. Aquí las opiniones se encuentran
divididas entre quienes afirman que los sistemas políticos descentralizados
son más fácilmente corruptibles y quienes, por el contrario, afirman que
una mayor descentralización fiscal del gasto público contribuye en realidad
a disminuir los niveles de corrupción.

Otra de las causas asociadas a la corrupción tiene que ver con el déficit
democrático, entendiendo por tal aquellos “sistemas políticos deficientes
que carecen de democracias óptimas con división de poderes; y de
métodos de inspección y de balance de instituciones” (Estévez, 2005, p.
50). De acuerdo con el autor, numerosos estudios parecen confirmar que
existiría una relación inversa entre democracia y corrupción. Dicho de otro
modo, cuanto más democrático sea un sistema político y más consensuada
sea su forma de ejercer el poder, menor sería la corrupción política. Los
bajos niveles de percepción de la corrupción que ofrecen, por ejemplo,
países como Finlandia parecen confirmar esta hipótesis.

Sin embargo, no son pocos los estudios que demuestran exactamente lo


contrario. Es decir, que el control autoritario de la política y la economía
permiten a los gobernantes mantener también bajo control a la corrupción.
Así, por ejemplo, en 2014 el gobierno de la República Popular China
emprendió una dura política anti-corrupción que terminó con funcionarios
condenados con penas como la cadena perpetua o la pena de muerte. Esta
dura embestida contra las prácticas corruptas no sólo afectó a funcionarios
del gobierno y del Partido Comunista chino, sino también a directivos de
grandes corporaciones (Infobae, 2014).

Entre las causales de corrupción, Estévez (2005) también señala a las


democracias incipientes. Según este argumento, las nuevas democracias,
especialmente aquellas que emergen de regímenes autoritarios, como las
latinoamericanas o las de Europa del Este, serían más propensas a las
prácticas corruptas que las democracias más estables o antiguas.

Respecto del tamaño del Estado, las aguas se dividen entre quienes
piensan que un tamaño excesivo del Estado favorece la corrupción y

35
aquellos que demuestran lo contrario, por ejemplo, al comparar el nivel de
gasto público en relación con el Producto Bruto Interno (PBI) de cada país
y el índice de percepción de corrupción. Éste sería el caso de los países
nórdicos, como Dinamarca, Finlandia y Suecia que detentan elevados
porcentajes de gasto público en relación con su PBI y muy buenos puestos
en el ranking de la organización Transparencia Internacional (Estévez,
2005).

Sin embargo, más importante que el tamaño del Estado parece ser la
ineficiencia burocrática. De acuerdo con Estévez (2005), casi todos los
estudios sobre corrupción parecen coincidir en que “la sobrerregulación
administrativa y la ineficiencia de los procesos burocráticos pueden llevar a
los ciudadanos a pagar un soborno para acelerar u obtener aquello que los
funcionarios debieran brindar en buena ley” (p. 53).

Otro aspecto en el que parece haber amplias coincidencias es en


funcionamiento de la justicia. Cuando el mecanismo judicial es ineficiente
o los jueces y magistrados son fácilmente influenciables por el poder
político y/o económico, este tipo de conductas suele actuar como un fuerte
estímulo para la corrupción generalizada. “Cuando la ley se vuelve parcial,
entonces la corrupción ataca el fundamento de la obligación social. En este
marco, aquellas acciones que no están prohibidas por la formulación de
una ley aparecerían como legítimas” (Estévez, 2005, p. 55).

También parece haber cierto consenso respecto de las vinculaciones entre


los niveles de confianza y de institucionalidad en una sociedad y sus niveles
de corrupción. Así, por ejemplo, en un estudio clásico en la materia Putnam
(1993) se demostró que variables como el nivel de confianza entre los
miembros de una comunidad; el grado de asociatividad, es decir, la
capacidad que tiene una comunidad para generar esfuerzos colectivos; el
nivel de conciencia cívica, reflejado en las tasas de participación ciudadana
en acciones de interés público y los valores en los que cree y practica una
sociedad, resultan fundamentales para explicar las diferencias entre los
niveles de desarrollo económico y estabilidad democrática entre regiones
de un mismo país e incluso entre naciones.

En igual sentido, Estévez (2005) afirma que:

36
Cuando las democracias han alcanzado su consolidación se
observan bajos niveles de corrupción, en razón de su calidad
institucional elevada (políticos representativos, jueces
eficientes, organismos de control profesionalizados,
sociedad civil activa, etc.). En el caso de las democracias en
transición se constata una débil calidad institucional y una
baja actividad de la sociedad civil. Por lo tanto, los
resultados son bajos niveles de responsabilidad, confianza,
compromiso, eficiencia y subciudadanía. (p. 56).

Otra causal de la corrupción política la encontramos en la denominada


captura de Estado. Con este concepto se hace referencia al fenómeno de
conquista del poder por parte de individuos o empresas privadas, quienes
mediante su poder e influencia logran condicionar las políticas estatales.
Sería el caso, por ejemplo, de gerentes o altos directivos de empresas que
logran conquistar importantes puestos en la administración pública
obteniendo, de este modo, ventajas especiales. Diversos afirman que una
manera de evitar este tipo de conductas es mediante la profesionalización
y estabilidad de los empleos públicos.

En tanto que, entre las consecuencias de la corrupción, tal vez una de las
más significativas sea la pérdida de la legitimidad no sólo del gobierno
acusado de corrupción, sino en general de la política. Para Estévez (2005)

Las consecuencias de esta pérdida de legitimidad son de


largo y profundo alcance. Por un lado, el cargo público se
convierte en una vocación poco deseada y entre aquellos
que aún quieren ocupar cargos públicos cabe esperar una
buena cantidad de hombres sin escrúpulos. Por otro lado, la
carrera política deja de considerarse como una vocación de
servicio para convertirse más bien en un ámbito donde
pueden obtenerse beneficios personales muy redituables (p.
52).

¿Es posible combatir la corrupción? Cuando la corrupción se encuentra


generalizada, las soluciones morales individuales para combatir la
corrupción son insuficientes siendo necesario instrumentar medidas
estructurales. Entre ellas, Grondona (1993) destaca la necesidad de
recuperar el valor de lo público. “Vivimos en tiempos privatistas. En
nuestra caja de resonancia cultural lo privado ha adquirido una

37
connotación positiva y lo público, sobre todo lo estatal, una connotación
negativa” (p. 152). Resulta imprescindible, en tal contexto, revertir esta
tendencia, para recuperar el valor de lo público, esto es, como planteaba
Aristóteles (2003), privilegiando el bien común por sobre los bienes
individuales.

Otra de las medidas concretas que se pueden implementar es la


formación de los funcionarios públicos “a partir de una moral o ethos
administrativo similar al de otros oficios no económicos como el del
sacerdote o el médico” (Grondona, 1993, p. 165). Esta medida se
propone, como lo planteaba Weber (2002), convertir al funcionario
público en un político profesional que ingrese al servicio del Estado luego
de una formación específica, por medio de concursos públicos y que
reciba por su trabajo una remuneración justa que evite de algún modo las
tentaciones del poder.

Finalmente, resulta imprescindible instrumentar el desarrollo


institucional de órganos de control, ya sean de tipo administrativo o
judicial. Los controles son necesarios para la transparencia y constituyen
la esencia del sistema democrático constitucional. En ese sentido, merece
destacarse que si bien la corrupción puede darse tanto en el ámbito
privado como en el público, claramente este último presenta mayor
gravedad, ya que la corrupción privada puede ser combatida y castigada
por el Estado, pero si la corrupción está enquistada en el Estado, ¿quién
controla al controlador?

El 29 de diciembre de 1992 Fernando Collor de


Mello renunció a la presidencia de Brasil para evitar
enfrentar un juicio político en su contra por cargos
de corrupción. En los meses previos, miles de
jóvenes se movilizaron por las calles de las
principales ciudades de ese país exigiendo su
destitución.
¿Cuál crees que es el rol de la sociedad civil en el
control de la corrupción?

38
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