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TEMAS DE REFLEXIÓN Y RETIROS ESPIRITUALES 2010-2011

PRIMERA PARTE: ARRAIGADOS EN CRISTO

«Nunca se insistirá bastante en que la vida cristiana consiste en una


relación vital con Cristo, que tiene su origen en el bautismo, considerado
como nuevo nacimiento a la vida de Dios. Echar raíces en Cristo significa
vivir de su misma vida, y en especial de su conocimiento que recibimos a
través de la predicación apostólica» (Carta pastoral).

TEMA PRIMERO:
EL CONOCIMIENTO DE JESUCRISTO, FUENTE DE LA MISIÓN

«Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de


la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise
saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante
vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no
tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron
una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase,
no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,1-4).

Benedicto XVI, en su primera encíclica, recordaba esta verdad fundamental:


«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción
fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan
había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna» (Jn 3,16). El inicio de la vida cristiana es la fe en el amor de Dios. El culmen, la
comunión en ese mismo amor y, por tanto, en la misión que brota del agapé divino al
tiempo que lo manifiesta. San Ignacio de Antioquía escribía: «Nada de todo eso os está
oculto, si vosotros tenéis para Jesucristo la perfección de la fe y la caridad, que son el
principio y el fin de la vida: "el principio es la fe, y el fin la caridad". Las dos reunidas,
son Dios, y todo lo demás que conduce a la santidad no hace más que seguirlas. Nadie,
si profesa la fe, peca; nadie, si posee la caridad, aborrece. "Se conoce el árbol por sus
frutos": así aquellos que hacen profesión de ser de Cristo se reconocerán por sus obras.
Porque ahora la obra demandada no es la mera profesión de fe, sino el mantenernos
hasta el fin en la fuerza de la fe.» (Carta a los Efesios XIV)

Esta fe brota de la escucha de la Palabra de Dios, presente en la predicación


apostólica. Pablo escribía a los romanos. «Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no
han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les
predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán
hermosos los pies de los que anuncian el bien! Pero no todos obedecieron a la Buena
Nueva. Porque Isaías dice: ¡Señor!, ¿quién ha creído a nuestra predicación? Por tanto, la
fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo. Y pregunto yo: ¿Es
que no han oído? ¡Cierto que sí! Por toda la tierra se ha difundido su voz y hasta los
confines de la tierra sus palabras» (Rm 10,14-18).

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Quien ha hecho una verdadera experiencia de Jesucristo se siente impelido a
conocerlo más y más, hasta la comunión en sus padecimientos. El conocimiento en la
perspectiva bíblica no se limita al aspecto intelectual, comporta una verdadera unión de
las personas, compartiendo su vida, destino y misión. El conocimiento de Jesucristo
para el discípulo y apóstol es el bien supremo, la fuente inagotable de la misión. Su
pasión: vivir para Él y darlo a conocer. Ya no le importan sus cadenas y sufrimientos
con tal que Jesucristo sea conocido y reconocido (cf. Flp 1,12-26; 3,1-21). Pablo VI
pronunció con emoción estas palabras en la homilía que tuvo en Manila: «¡Jesucristo!
Recordadlo: Él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su
nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos» (Liturgia de
las Horas, domingo ordinario XIII). Benedicto XVI, por su parte, en la homilía con la
que iniciaba su ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: «Nada hay más hermoso que
haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que
conocerle y comunicar a los otros la amistad con él» (AAS (2005), 711). La experiencia
de Jesús se traduce en pasión gozosa de darlo a conocer como fuente de vida y
fraternidad, así como camino de alegría y esperanza. «La unión con Cristo es al mismo
tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo
para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo
serán» (DCE 14).

Para enraizarse más y más en Jesucristo, la lectio divina se presenta como un


camino privilegiado. «Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se
convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio
divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y
modela la existencia». Y añadía a continuación el Papa: «Alimentarnos de la Palabra
para ser servidores de la Palabra en el compromiso de la evangelización, es
indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio» (NMI 39-
40). Junto a la lectio divina la celebración y adoración del misterio eucarístico es la
fuente indispensable, si el presbítero quiere crecer en el verdadero conocimiento de
Jesucristo, en su misión de dar vida al mundo. También será necesario que aprenda a ver
el rostro de Cristo y escuchar su voz en la comunidad eclesial y en los pobres que salen
a su encuentro.

Conocer para dar a conocer. El conocimiento vital de Jesucristo capacita para ser
testigo gratuito de la salvación, del Evangelio de la gracia. El mundo necesita más
testigos que maestros. El anuncio de Jesucristo muerto y resucitado no puede hacerse
con afán de ganancias. «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es
más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo
hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Pero si lo
hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi
recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al derecho
que me confiere el Evangelio». Y añade el apóstol de las gentes: «Efectivamente, siendo
libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Con los
judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como
quien está bajo la Ley -aun sin estarlo- para ganar a los que están bajo ella. Con los que
están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo
sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo. Me he hecho débil con los débiles para ganar a
los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo
hago por el Evangelio para ser partícipe del mismo» (1 Cor 9,16-23). He aquí un
camino de conversión del ser y del hacer del ministerio ordenado. ¿No estamos

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llamados a hacernos jóvenes con los jóvenes, para llevarlos a Cristo? ¿Es posible esto
sin una renovación profunda de nuestras formas de evangelizar?

1. Texto bíblico: Flp 1,12-26.


2. Momento de silencio oracional.
3. Puesta en común:
 Narrar la experiencia personal: ¿Cómo la experiencia de Jesucristo me lleva
a anunciarlo y cómo voy creciendo en ese conocimiento a través de la acción
pastoral?
 ¿Cómo el conocimiento de Jesucristo configura y determina mi manera de
vivir, pensar y predicar?
 ¿ Qué hacemos y qué podríamos hacer para que los jóvenes descubran el
camino gozoso del conocimiento de Jesucristo?
 ¿Qué sugerencias propones para crecer juntos como discípulos y testigos de
Jesucristo en medio de los hombres de hoy?
4. Peticiones.
5. Aclaraciones.
6. Oración de acción de gracias.

TEMA SEGUNDO:
APREMIADOS POR EL AMOR DE CRISTO

«En efecto, si hemos perdido el juicio, ha sido por Dios; y si somos


sensatos, lo es por vosotros. Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar
que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos,
para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y
resucitó por ellos. Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la
carne. y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así. Por
tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo» (2 Cor 5,13-17).

La experiencia de ser amado lleva al creyente a vivir para aquel que murió y
resucitó por él. Ahora bien nadie vive para Cristo sin ponerse al servicio del hermano,
pues murió y resucitó por todos. Conocer a Jesús comporta entrar en la corriente del
amor que afirma a los demás por encima de sus propios intereses. Quien lo conoce
según la carne vive todavía desde su yo y para él mismo. Quien está arraigado en Cristo
produce el fruto propio del agapé: servir al estilo de Jesús, desde el último lugar. Cada
uno realizará este servicio desde la vocación, gracia y misión que reciba dentro del
Cuerpo de Cristo. La caridad de Cristo apremia a todos los fieles a ponerse al servicio
del mundo, pero de acuerdo con la misión recibida para la edificación de todos.

El presbítero sirve a Cristo, pastoreando la porción del pueblo de Dios al frente


de la cual lo colocó el Espíritu Santo. Jesús resucitado encomienda sus ovejas y
corderos a Pedro -no son las ovejas de Pedro- después de preguntarle por tres veces si lo
ama. Pero la última palabra de Jesús al apóstol es esta: «tú, sígueme» (cf. Jn 21, 15-19).
Pablo, por su parte, exhortaba con estas palabras a los presbíteros de Éfeso reunidos en
Mileto: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto

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el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió
con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).

El seguimiento fiel de Jesús por parte del pastor se expresa en la solicitud y


vigilancia por el pueblo que le ha sido confiado. En efecto, si Jesucristo se presenta
como el sacerdote fiel y compasivo (cf. Hb 2,17-18), el presbítero ha de actualizar la
fidelidad y solidaridad de Cristo con los suyos. Es una exigencia intrínseca del
sacramento del Orden en cuanto configura al ministro ordenado con Cristo Cabeza y
Pastor (cf. PO 2).

El Concilio Vaticano II insistió en el hecho de que la santidad sacerdotal, tan


necesaria para la fecundidad ministerial, se realiza en el ejercicio de la misión que le ha
sido confiada al ministro ordenado: «En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente
la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus
ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida.
Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en
el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que
se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo
ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que
reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre- todo del
Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del
presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar 10 procure reproducir en sí el alma
del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez
más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» (PO 14). «El ejercicio de la
caridad pastoral» no se reduce al cumplimiento de unas funciones religiosas o sociales.
El pastor está llamado a seguir a Jesús en el don de su propia vida para llevar adelante la
voluntad del Padre sobre cada persona. De esta forma la caridad pastoral apremia al
ministro de la nueva alianza a servir desde el último lugar, como 10 hiciera el Señor y el
Maestro (cfr. Jn 13,17).

La caridad pastoral exige ser creativos en el Espíritu, superando inercias y


perezas. El pastor mesiánico, tal como 10 anunciaron los profetas (cf. Ez 34), no
aguarda a que las ovejas vengan a él, sale en su busca por los caminos y lugares donde
se hallan dispersas, desorientadas y, en no pocos casos, deprimidas y carentes de la
verdadera esperanza. La caridad pastoral exige salir en busca de las ovejas dispersas y
descarriadas, llamarlas por su nombre, sacarlas de los rediles donde se hallan como
prisioneras y llevarlas hacia la patria de la libertad. Hay que curar a la herida y defender
a la débil. El pastor desarrolla la caridad pastoral en la medida que trabaja por formar
una comunidad donde cada fiel cristiano, en particular los pobres, puede encontrar su
verdadero hogar y familia. En medio de un mundo cada vez más secular.

El camino del pastor no siempre es fácil y, con mucha frecuencia, es arriesgado y


doloroso. El discípulo no puede ser más que el Maestro. Hacer frente a los lobos que
acechan a las ovejas es peligroso. El Espíritu de fortaleza es dado al servidor del
Evangelio para que no cese de hablar y de sostener la esperanza del pueblo peregrino.
En un mundo tan complejo y secular como el de hoy, se necesita redescubrir la misión
del pastor tras las huellas del anuncio profético tal como lo vivió el Señor, que entregó
su vida para que todos la tuviéramos en abundancia. El seguimiento de Jesús no puede
olvidar que él estuvo siempre de camino. No se fijo en un tiempo, estuvo siempre atento
a descubrir la hora del Padre. Sus entrañas se dejaron conmover a la vista de las

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muchedumbres que andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). No se fijó en un
lugar determinado ni se dejó atrapar por las gentes (cf. Mc 1,35-39; Jn 6,1-15), estuvo
siempre de camino hacia los últimos, para con ellos ir al encuentro del Padre. Este es el
dinamismo que él quiere revivir en los que ha puesto como servidores suyos al frente
del pueblo de Dios.

1. Texto bíblico; Lc 15, 1-7


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
 ¿Cómo vives la experiencia de ser amado y buscado por el Señor y cómo tratas
de salir al encuentro de los alejados?
 ¿Qué aleja a los hombres y mujeres de nuestro tiempo de la Iglesia y qué los
acerca? ¿Por qué?
 ¿Qué hacer para que la comunidad cristiana vaya al encuentro de los jóvenes?
 ¿Qué conversión se nos pide a los pastores e instituciones para vivir un
ministerio misionero?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

TEMA TERCERO:
ENGENDRAR LA COMUNIDAD POR EL EVANGELIO

«He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús»


(1 Cor 4,15).

El apóstol, mediante el anuncio del Evangelio, no cesa de engendrar a la


comunidad en Cristo. El ministro de la nueva alianza prosigue también hoy, mediante el
anuncio del Evangelio, la obra de alumbrar una comunidad de fe, amor y esperanza. Es
una misión apasionante y exigente. Desborda la capacidad humana, pero el Espíritu
quiere servirse de la fragilidad del ministro para llevada a cabo. Basta con sumarse al
«sí» creyente de María y el Espíritu seguirá formando el Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia. Quien es consciente de esta maravilla de la bondad divina, caminará en la
acción de gracias y la humildad.

Para llevar a cabo el ministerio sacerdotal en esta perspectiva, alumbrar a Cristo


en él mismo y en los demás, se necesita cultivar una honda espiritual y un estudio
apasionado y vital de las Escrituras. Así 10 recordaba Juan Pablo lI, evocando la figura
señera de san Carlos Borromeo. «La formación del presbítero en su dimensión espiritual
es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera
específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu,
consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una
relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera
personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez
más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y
actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote - relación
ontológica y psicológica, sacramental y moral- está el fundamento y a la vez la fuerza
para aquella «vida según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico» al que está

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llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su
aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su
autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san
Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides
por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no
quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que
eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan
necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas
nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100,1). Si administras los
sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces.
Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las
almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la
caridad (1 Cor 16,14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día,
que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si
así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás»
(PDV 72).

Alumbrar una comunidad es un proceso lento y complejo, jamás terminado.


Reclama tiempo, solicitud y entrega incondicional. Es preciso comenzar todos los días
de nuevo con las actitudes propias de un padre y de una madre. Pablo lo expresa en
estos términos: «Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de
Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño de sus
hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de
Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos.
Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no
ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios. Vosotros sois
testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos
con vosotros, los creyentes. Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de
vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera
digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria» (1 Ts 2,7-12). Quien alumbra
para la vida debe trabajar para que las personas vayan alcanzando la libertad y madurez
que Dios espera de ellos. Así lo exige la caridad pastoral. El ministro no recibe poder
para dominar, sino para servir el crecimiento de los suyos de acuerdo con la vocación
propia de cada uno. Tal es el verdadero sentido de la paternidad ministerial. Él, como lo
recuerda el Concilio Vaticano II, está llamado a ser un verdadero educador de la fe en la
vida y para la vida. «Atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar
personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el
Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y
diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó. De poco servirán las ceremonias, por
hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a
los hombres para que consigan la madurez cristiana. En su consecución les ayudarán los
presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los
mismos acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no
vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga
cada uno al servicio del otro el don que recibió y cumplan así todos cristianamente su
deber en la comunidad humana» (PO 6).

Para desarrollar una verdadera educación en la fe y de la fe, el ministro ordenado


deberá desarrollar una oración al estilo de los profetas y apóstoles. Es la condición para
hacerse colaborador del Espíritu, que nos precede en el corazón de los hombres. No se

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trata de imponer un camino a los hombres, sino de ayudarles a discernir lo que el Señor
espera de cada uno de ellos y de acompañarlos para que permanezcan firmes en el
camino con la ayuda de la gracia. En esta perspectiva, también el ministro ordenado
necesita de un verdadero acompañante espiritual.

1. Texto bíblico: 1 Tes 2,1-12


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
 ¿Qué experiencia tienes de engendrar y educar la comunidad de fe, amor y
esperanza?
 ¿Cómo es nuestra oración para discernir lo que el Espíritu hace en las personas y
en el mundo a fin de ser dóciles colaboradores suyos?
 ¿Qué posibilidades y dificultades encontramos hoy para educar a los laicos en la
perspectiva indicada por el Concilio?
 ¿Qué sugerencias propones para crecer como discípulos y testigos de Jesucristo en
medio de los hombres de hoy?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

SEGUNDA PARTE

San Pablo exhorta a los Colosenses a edificar sobre Cristo, que es el


único fundamento de los cristianos como se dice en 1 Cor 3,10-11:
«Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo como buen arquitecto,
puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye!
Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo.» La
imagen de la edificación aparece también en el Nuevo Testamento para
describir a los cristianos «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación
bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien
también vosotros estáis siendo edificados, para ser morada de Dios en el
Espíritu» (Ef 2,20-22). Los cristianos somos, pues, «piedras vivas» (1 Pe 2,5)
del edificio espiritual de la Iglesia en el que se integran los que son
regenerados por la fe y el bautismo. (Carta Pastoral)

TEMA CUARTO:
EDIFICADOS EN CRISTO

“Somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación


de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen
arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo
construye!» (1 Cor 3,9-10).

Dios no cesa de asociar a los hombres a su obra creadora y salvadora. Al


principio creó al hombre co-creador, pues le confió todo cuanto había hecho por la
Palabra. Luego asoció a los hombres a su obra salvadora, distribuyendo a cada uno su

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gracia según le pareció bien. Somos sus socios y colaboradores por gracia. A la Iglesia
de Corinto, víctima de los diferentes liderazgos, Pablo escribía: «Cuando dice uno "Yo
soy de Pablo", y otro "Yo soy de Apolo", ¿no procedéis al modo humano? ¿Qué es, pues
Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y cada
uno según 10 que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el
crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace
crecer» (1 Cor 3,4-7).

La obra es de Dios. Los llamados a colaborar en ella han de respetar, por tanto,
el proyecto divino y no desarrollar su propio. plan. «Enviada y evangelizada, la Iglesia
misma envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les
explica el mensaje del que ella misma es depositaria, les da el mandato que ella misma
ha recibido y les envía a predicar. A predicar no a sí mismos o sus ideas personales, sino
un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y propietarios absolutos para disponer
de él a su gusto, sino ministros para transmitirlo con suma fidelidad» (EN 15).

Más todavía, han de trabajar junto con los demás, evitando todo protagonismo
altivo, colaborando junto con los demás en el único proyecto divino. El cimiento es
único y ha sido dado por Dios: Cristo Jesús. Él es la roca viva sobre la que edifican los
constructores. Los servidores del Evangelio no lo hacen sobre ideas o principios
propios, sino sobre una persona viva y actual. A ella han de referirse en todo momento.
Una persona que ellos no pueden imaginar o inventar. Su conocimiento les llega por
medio de la Iglesia apostólica. El evangelio es uno y nadie puede cambiarlo. Por ello
Pablo insiste en un pasaje importante de la segunda carta a los Corintios: «¡Ojalá
pudierais soportar un poco mi necedad! ¡Sí que me la soportáis! Celoso estoy de
vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para
presentaros cual casta virgen a Cristo. Pero temo que, al igual que la serpiente engañó a
Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con
Cristo. Pues, cualquiera que se presenta predicando otro Jesús del que os prediqué, y os
proponga recibir un Espíritu diferente del que recibisteis, y un Evangelio diferente del
que abrazasteis ¡lo toleráis tan bien!» (2 Cor 11,1-4) El obrero del Evangelio ha de ser
«fiel distribuidor de la palabra de la verdad» (2 Tm 2,15). La castidad apostólica exige
del «amigo del novio» (d. Jn 3, 19) que éste no negocien con la Palabra de Dios (cf. 2
Cor 2,17) Y lleve a los hombres a Cristo, el único Esposo de la Iglesia. He aquí el
camino de la santidad y del auténtico culto vivido en el ejercicio del ministerio, tal
como el Apóstol de las gentes 10 explicita en la carta a los Romanos: «en virtud de la
gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro de Cristo
Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los
gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,15-16).

Si «el ministro de Cristo» quiere, por otra parte, que su trabajo permanezca debe
examinar y discernir en todo momento con qué medios y actitud está trabajando en la
obra de Dios. Para producir fruto bueno, abundante y duradero es preciso permanecer
unido a la Vid verdadera (cf. Jn 15,1ss), trabajar con amor y servir a los demás desde el
último lugar, como lo hiciera el Señor, verdadero «maestro de comunión y servicio». El
ministro de Cristo está llamado a ser como una verdadera encarnación de Jesucristo en
medio de los suyos. Con acierto y perspicacia escribía Juan Luis Ruiz de la Peña: «A
diferencia de lo que ocurre en otras religiones, incluida la judía, el cristianismo no cree
en la existencia de sacerdotes diversos y plurales. Cristo es el sacerdote, y no hay más
sacerdocio que el de Cristo; el sacerdocio es sólo realidad en él; en los demás, en

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nosotros, es sacramento, esto es, signo de tal realidad». Por tanto, el sacerdocio es único
e inalterable. Es una representación sacramental de Cristo. La razón: «todo ser humano
tiene derecho a encontrar a Cristo. Y todo sacerdote tiene obligación de ser para él
Cristo saliéndole al encuentro… El sacerdote único y eterno se hará presente, seguirá
realizando su función salvífica entre las gentes de mi generación, si puede expresarse
cabalmente a través de mí.» Pero se trata, precisa Ruiz de la Peña, de representar el
Cristo integro, el Cristo de la historia y el Cristo de la fe. «Resumiendo, pues, el
sacerdote lo es en tanto en cuanto representa el misterio total de Jesu-Cristo, el Hijo
devenido sacerdote por su encarnación y constituido pontífice supremo y eterno por su
resurrección».

Los ministros de la nueva alianza han de ser conscientes de su misión: edificar el


cuerpo de Cristo en la historia, esto es, la Iglesia, en la dependencia y unión que trabaja
en el interior de los corazones y de la comunidad. San Agustín ilustra en estos términos
esta apasionante y maravillosa verdad. «¿Quiénes son los que trabajan en esta
construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores
de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos
ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero, si
el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. […] Nosotros os
hablamos desde el exterior, pero es él quien edifica desde dentro. […] Es él quien
edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os
conduce a la fe, aunque nosotros cooperamos también con nuestro esfuerzo» (Liturgia
de las Horas, sábado XN del tiempo ordinario).

1. Texto bíblico: 1 Cor 3,5-17


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿Entiendes que tu vida está edificada sobre Cristo? ¿En qué signos te basas?
• ¿Cómo tratas de edificar a los otros en Cristo?
• ¿Podemos decir que la religiosidad de nuestra gente está edificada en Jesucristo?
¿Cómo lo explicas?
• ¿ Qué sugerencias pastorales para que nuestras comunidades parroquiales se
edifiquen más conscientemente sobre Jesucristo muerto y resucitado?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

TEMA QUINTO:
FORMAR A CRISTO EN LA COMUNIDAD

«¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver
a Cristo formado en vosotros. Quisiera hallarme ahora en medio de
vosotros para poder acomodar el tono de mi voz, pues no sé cómo
habérmelas con vosotros» (Gal 4,19-20).

Se ha hablado mucho de los modelos eclesiales y de su confrontación entre unos


y otros. Mucho menos se ha hablado de la necesidad de formar a Cristo en las
comunidades eclesiales. Quizás es algo que se da por sobreentendido, pero cabe
preguntarse: ¿Se puede dar por sobreentendido lo esencial de la misión del «ministro de

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Cristo»? No basta con desarrollar unos valores, compromisos sociales o prácticas
espirituales. Es preciso que todo tenga la forma de Cristo, que la refleje de una manera
concreta. Por otra parte, «los modelos de Iglesia» desencadenan de ordinario una cierta
lógica de confrontación entre unos y otros, incluso una pérdida del sentido mistérico de
la Iglesia, «sacramento universal de salvación». Esto no invalida que los modelos
puedan ser útiles, pero como toda creación sistemática de los hombres, aun cuando éstos
se hallen animados por el Espíritu, es pasajera y debe ser flexible. De otra forma se cae
en la ideología que provoca escisiones en la unidad de la Iglesia y en la comunión del
presbiterio.

La misión propia del servidor del Evangelio es trabajar para que la comunidad
refleje la forma de Cristo, sea signo expresivo de su presencia en medio de los hombres.
En efecto, no basta con que la Iglesia hable de Cristo, ha de hacerlo visible de alguna
forma a los ojos del mundo. Juan Pablo II en el programa pastoral para el nuevo milenio
recordaba así esta verdad perenne:

«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe
por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación
pascual ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año
jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro
tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
«hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá
cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y
hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no


fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha
ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que
reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias
vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en
el rostro del Señor (NMI 16).

La misión de la Iglesia, así como la misión del presbítero en el seno de la Iglesia,


arranca del encuentro y contemplación de Cristo. Es preciso contemplar a Cristo -la
causa ejemplar en términos escolásticos- para que su forma se vaya grabando en nuestro
ser y hacer. El seguimiento o imitación de Cristo debe configurar el estilo de vida,
nuestra manera de pensar y de actuar en la Iglesia y en el mundo. El auténtico
seguimiento de Jesús conjuga el interior y el exterior, el ser y el hacer. Esta es la
condición para llevar a cabo el programa pastoral de siempre, aun cuando deba ser
adaptado en la cultura de cada pueblo y periodo de tiempo.

«Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar


los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya
una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una
fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde:
¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe.


Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en
definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en

10
él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en
la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las
culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero
diálogo y una comunicación eficaz» (NMI 29).

Para dar la forma de Cristo a nuestras comunidades, lo mejor de todo es volver


nuestra mirada al misterio eucarístico en su dinamismo profundo. El Señor está como
quien sirve, despojado de su manto y ceñido con la toalla del servicio. Ocupa el último
lugar, no sirve como los grandes de este mundo. El Hijo seguido el camino del despojo,
del Siervo sufriente, para que los siervos tuviéramos parte en su vida filial, para que
compartiéramos su gloria, su herencia. Como Él es pan partido para la vida del mundo,
así se precisa la vocación del cristiano en el mundo. Benedicto XVI, en la exhortación
apostólica sobre la Eucaristía, escribe:

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Con
estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por
todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por
cada persona. […] Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el
don de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo
entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la
compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio
eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que «consiste
precisamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me
agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del
encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de
voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta
otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de
Jesucristo». De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos
y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo»
(Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la
Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es
para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse
«pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y
fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de
reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a
comprometerse en primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En
verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan
partido para la vida del mundo» (SC 88).

Juan Pablo II había escrito en su encíclica, La Iglesia vive de la Eucaristía:


«Anunciar la muerte del Señor «hasta que venga» (1 Cor 11,26), comporta para los que
participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella
llegue a ser en cierto modo «eucarística». Precisamente este fruto de transfiguración de
la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen
resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida
cristiana: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Trabajar para que nuestras comunidades
sean el icono, el sacramento, de Cristo ceñido con la toalla del servidor, es el gran reto
para la acción pastoral.

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Pero esto no puede llevarse a cabo sin los dolores propios del alumbramiento.
Como el apóstol, el pastor no puede ignorar que encontrará resistencias en las personas
provenientes del mundo, de las culturas del mundo. Seguir a Jesús para el apóstol es
trabajar con él y como él para que los discípulos del Reino vayan adquiriendo la forma
del Rey tal como se hizo presente en medio de los hombres, en su amor hasta el extremo
por los suyos.

1. Texto bíblico: Ga14,12-20


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿Qué resistencias encuentras en ti y en los demás para que el estilo de vida de
Jesucristo se manifieste en nosotros?
• ¿Qué medios y prácticas nos permiten avanzar en la línea propuesta por el
Apóstol?
• ¿Cómo hacer para que nuestras parroquias sean un verdadero icono de Jesucristo
ceñido con la toalla del servicio?
• ¿Qué sugerencias podemos plantear en nuestros Consejos de Pastoral para caminar
en esta dirección?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

TEMA SEXTO:
LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más


bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! Si lo
hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendrúa derecho a una
recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado»
(1 Cor 9,16-17).

La nueva mentalidad cultural de nuestras gentes, en particular los jóvenes,


reclama de la Iglesia, en particular de los pastores, una profunda conversión de las
maneras de vivir y desarrollar la acción pastoral. Las parábolas del Reino enseñan cómo
la Iglesia, en tanto que germen del Reino en la tierra (cf. LG 5), ha de ser como la
levadura en la masa, que de forma silenciosa y constante la va transformando desde
dentro. En efecto, «evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos
los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la
misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas». Pero la verdad es que no
hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del
bautismo y de la vida según el Evangelio» (EN 18). Y añadía más adelante Pablo VI:
«lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz
superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y
las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la
Gaudium et spes (50), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo
siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» (20). La
evangelización, pues, es una «realidad rica, compleja y dinámica». Toda definición
parcial y fragmentaria no hace sino empobrecerla. Y añadía: «La evangelización es un
paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio,

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anuncio explicito, adhesión de corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos,
iniciativas de apostolado». Hoy estamos llamados a evangelizar la cultura y las culturas.
Hoy estamos urgidos a dar cuenta de nuestra esperanza en mundo que adolece de un
gran déficit de esa gozosa esperanza.

El proceso de la evangelización, como señaló el propio Pablo VI, entraña


«alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras
y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y
con el designio de salvación» (Ver EN 17-21). Los pastores, si quieren promover la
conversión, la renovación de la humanidad, son los primeros llamados a convertirse.
Ellos comparten también la mentalidad cultural que han de transformar con la fuerza del
Evangelio. ¿No sería una incoherencia querer transformar la realidad sin dejarse
transformar por la Palabra proveniente de Dios?

Juan Pablo II, por su parte, insistió en la necesidad de promover una nueva
evangelización, pues la situación de la sociedad ha cambiado y no podemos volver la
mirada atrás. El lamento y la añoranza no evangelizan. Es preciso tener el coraje de
asumir el presente y de buscar la respuesta adecuada.

«Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el


compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la
Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de
antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con
las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores
evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es
más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y
cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas
veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora,
sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los
orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica
después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante
de Pablo, que exclamaba: «¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9,16)
». Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá
ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la
responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado
verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es
necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso
cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe
hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y
atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano, de
tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que
sean purificados y llevados a su plenitud […]

La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de


dirigir a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca
las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias
de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el
ejemplo de Pablo cuando decía: «Me he hecho todo a todos para salvar a toda
costa a algunos» (1 Cor 9,22). Al recomendar todo esto, pienso en particular en

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la pastoral juvenil. Precisamente por lo que se refiere a los jóvenes, como antes
he recordado, el Jubileo nos ha ofrecido un testimonio consolador de generosa
disponibilidad. Hemos de saber valorizar aquella respuesta alentadora,
empleando aquel entusiasmo como un nuevo talento (cf. Mt 25,15) que Dios ha
puesto en nuestras manos para que los hagamos fructificar» (NMI 40).

En este año pastoral, dedicado a la preparación del Encuentro de los jóvenes con
el Papa, los pastores no podemos dejar de preguntamos cómo estamos llevando el
Evangelio hoy a esos jóvenes, inmersos en una cultura secular y plural. Los pastores no
pueden esperar a que vengan los jóvenes, han de salir a su encuentro. Esta salida supone
una verdadera conversión del corazón y, conviene notarlo, el cambio de muchas formas
de hacer, así como de ciertos estilos de vida. La inercia es una gran tentación. Leemos
en La Regla Pastoral de san Gregorio Magno: «Al alma perezosa, que no se enciende
con un fervor conveniente, le crece imperceptiblemente la desidia, por la que pierde
todo sentido de deseo de bien». y luego, con relación a los precipitados, los que actúan
sin discernimiento añade el santo: «A los precipitados hay que aconsejarles que, cuando
se adelantan al momento oportuno de hacer una obra buena, echan a perder su valor; y,
con frecuencia, llegan a caer en el mal, por no discernir de ningún modo el bien»
(Madrid 1993, p. 289-292).

Si se quiere imitar a Dios en la acción pastoral con los jóvenes y, de forma más
amplia, con la nueva mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, será
preciso reconciliarse con nuestro mundo. Dios tomó la iniciativa para reconciliamos con
él y envió a su Hijo al mundo, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Esto
supone una gran conversión y una gran fidelidad a la identidad propia; pero la fidelidad
no es sinónimo de repetición. La fidelidad en el Espíritu es inseparable de la búsqueda
de nuevos caminos para llevar el Evangelio al corazón de la cultura, de las culturas que
pululan en nuestro mundo. El pastor entristece al Espíritu (cf. Ef 4,30) cuando se
sucumbe a la pereza y se limita a repetir los caminos trillados del pasado. El ministerio
de la reconciliación exige ser un verdadero icono del Buen Pastor en busca de la oveja
descarriada. Vivir con seriedad el sacramento de la reconciliación es ponerse siempre en
camino hacia los que están lejos, cansado y desanimados. La sociedad secular es, para el
pastor que vive la dinámica de la conversión, una invitación permanente a recrear su
manera de vivir y hacer en el mundo.

1. Texto bíblico: 1 Cor 9, 15-27


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿Cómo te dejas cuestionar en tu vida y acción pastoral por los jóvenes
• ¿ Qué desafíos para la acción pastoral experimentas en los contactos con los
jóvenes y la nueva mentalidad de la gente?
• ¿Cómo trabajamos estos desafíos en la oración y el estudio, en la reuniones de los
Consejos de Pastoral?
• ¿Qué sugerencias para responder a la necesidad de una nueva evangelización?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

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TERCERA PARTE

En el contexto de la exhortación de san Pablo a los Colosenses, la


expresión «firmes en la fe», no se refiere sólo a mantener íntegra la
confesión de las verdades que la tradición apostólica nos ha transmitido
sobre Cristo. La fe que hemos recibido por tradición es la misma vida de
Cristo que habita en nosotros y nos permite vivir, caminar en él. La fe, por
tanto, no se reduce a un conocimiento de las verdades, sino que implica el
testimonio con toda nuestra vida, un testimonio que se hace particularmente
necesario en estos momentos de desorientación moral como es el nuestro.
Desde sus comienzos, la Iglesia no ha cesado de exhortar a sus hijos en la
necesidad de vivir con coherencia la fe. El testimonio de vida es la mejor
predicación para atraer a quienes no creen, y a los tibios a la verdad de
Cristo. (Carta Pastoral).

TEMA SEPTIMO:
CONVIERTE EN FE VIVA LO QUE LEES

"Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en
práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca" (Mt.
7,24).

«Nuestro mundo, a pesar de sus contradicciones, tiene sed de autenticidad y


coherencia. Los jóvenes, en particular, reclaman de los testigos del Evangelio
transparencia y que crean lo que predican. Les molesta lo ficticio y lo falso». Esto
supone tener el coraje de dejarse cuestionar e interrogar. Si la fe no se reduce a un
conocimiento de verdades y si implica «el testimonio con toda nuestra vida», el
evangelizador debe preguntarse si está firme en la fe, esto es, si su vida se adecua con el
Evangelio que comunica. Pablo VI, que veía vea en el deseo de verdad y de
transparencia de los jóvenes, así como de su inconformismo, un signo de los tiempos,
comentaba: «A estos «signos de los tiempos» debería corresponder en nosotros una
actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos
pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis
verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido
en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con
rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio
que proclamamos». Y a continuación se dirigía en estos términos al conjunto de la
Iglesia: «Al comienzo de esta reflexión, nos hemos preguntado: ¿Qué es de la Iglesia,
diez años después del Concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es
suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da testimonio de la
propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado
en ardor contemplativo y de adoración, y pone más celo en la actividad misionera,
caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su empeño en el esfuerzo de buscar el
restablecimiento de la plena unidad entre los cristianos, lo cual hace más eficaz el
testimonio común, con el fin de que el mundo crea? Todos nosotros somos responsables
de las respuestas que pueden darse a estos interrogantes» (EN 76).

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Hoy siguen siendo de gran actualidad estos interrogantes. La Iglesia en Madrid
y, en concreto el presbiterio, no puede eludidos ante el encuentro de los jóvenes. Es
condición insoslayable para que el evento contribuya de modo eficaz y fecundo al
anuncio del Evangelio. El celo evangelizador y los procesos de la evangelización
reclaman que los pastores estén firmes en la fe, que han de alimentar en la oración y la
Eucaristía, pero también en la vida compartida con los otros discípulos de Cristo, con
los más necesitados y los jóvenes, pues a ellos se deben de forma prioritaria los
presbíteros como nota el Concilio Vaticano II. «Aunque se deban a todos, los
presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más
débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como
prueba de la obra mesiánica. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y
a los cónyuges y padres de familia» (PO 6).

Permanecer firmes en la fe implica además para el apóstol la convicción y


certeza de que Dios sigue trabajando en el corazón de los hombres a pesar de las
apariencias. Por ello está llamado a abrir los ojos a fin de discernir y reconocer el
hambre de Dios existente en el corazón del hombre, aun si éste no acierta a formulada.
El profeta Amós profetizaba ante el pueblo deprimido y terco: «Mirad que llegan días –
oráculo del Señor– en que enviaré hambre al país, no hambre de pan ni sed de agua,
sino de oír la palabra del Señor, irán errantes de levante a poniente, vagando de norte a
sur, buscando la palabra del Señor, y no la encontrarán. Aquel día desfallecerán de sed
las bellas muchachas y los jóvenes». (8,11-13) He aquí una profecía de gran actualidad.
Ante la realidad caótica no vale lamentarse. Lo importante es renovarse en la fe y el
amor, para dar a los hombres el pan de la vida y el agua viva que pueda calmar su
hambre y sed. Recordemos cómo lo expresaba Pablo VI: «Paradójicamente, el mundo,
que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por
caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los
evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan
familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de
nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente
para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y
renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el
corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda»
(EN 76).

Jesús enseña que el pastor ha de permanecer firme en la fe, tanto en el éxito


como en la prueba. Ante la oposición de los adversarios, afirmó: «Vosotros no creéis
porque no sois ovejas de las mías. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ella
me siguen; yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrancará de mi mano.
El Padre, que me las ha dado, es más que todos, y nadie puede arrebatar nada de la
mano del Padre» (Jn 10,26-29). A los apóstoles lo envía como ovejas en medio de lobos,
invitándoles a caminar con firmeza, a hablar francamente, sin temor. Si se ponen de su
parte, él se pondrá de parte de ellos ante Dios. Ante los tribunales del mundo no han de
asustarse, pues el Espíritu hablará por ellos (cf. Mt 10,16-36). Estas son las
recomendaciones y el testimonio del apóstol en la segunda carta a Timoteo. «Te conjuro
en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su
Manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en
que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias

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pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán
sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con
prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la
perfección tu ministerio. Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el
momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado
a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la
justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino
también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación» (2 Tim. 4,1-8).

1. Texto bíblico: Mt 10,16-36


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿ Cómo asumes ser signo de contradicción en medio de nuestro mundo, incluida la
familia y los amigos?
• ¿Qué te exige ser testigo de la verdad a través tu palabra y tu estilo de vida?
• ¿En qué signos notas que tu comunidad está firme en la fe y vive con alegría su
condición de testigo de Jesucristo?
• ¿ Qué sugieres para que la acción pastoral eduque y consolide el dinamismo
misionero de la comunidad?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

TEMA OCTAVO:
UN PRESBITERIO AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS

«Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; … diversidad


de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se
le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Cor 12,4.6-
7).

La unidad y comunión del presbiterio es requisito primordial para que le mundo


crea en Jesucristo como el enviado del Padre. «La fuerza de la evangelización quedará
muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases
de rupturas. ¿No estará quizás ahí uno de los grandes males de la evangelización? En
efecto, si el Evangelio que proclamamos aparece desgarrado por querellas doctrina1es,
por po1arizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de
sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia, e incluso a causa de sus distintas
concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo pretender que
aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados,
desorientados, si no escandalizados?».

«El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores
no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que El es el
enviado del Padre, prueba de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo.
Evangelizadores: nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de
hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la
de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales
gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la

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evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia.
He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo» (EN 77).

La oración de Jesús es eficaz y alcanza aquí y ahora a los que han creído en su
nombre. Ella es la garantía del don de la unidad que el presbiterio debe desarrollar para
que el mundo crea. La misión brota de la comunión y encuentra su fecundidad en la
unidad. «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su
palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn
17,20-21). El discipulado reclama una comunidad de fe, amor y esperanza. El
testimonio de Jesús es obra de los Doce. No existen testigos por libre. Pablo transmitía
lo que había recibido. «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que
habéis recibido y en el cual permanecéis firmes […] Porque os transmití, en primer
lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce […] Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Cor 15,1-11). El Evangelio de Dios es
único y sus testigos han de ser uno en Cristo. Jesús envió a los setenta dos discípulos de
dos en dos delante de él para que anunciasen la buena nueva del Reino, a todas las
ciudades y sitios por donde debía pasar él (cf. Lc 10,1-16). La misión reclama unidad y
corresponsabilidad.

La unidad difiere radicalmente de la uniformidad y del conformismo de quienes


prefieren la tranquilidad al riesgo de estar en actitud de permanente búsqueda y
discernimiento de la verdad. La comunión es siempre comunión de personas libres y
diferentes. Es común unión y tarea común. El Espíritu une en la diversidad. En el seno
del presbiterio reparte dones diversos para la edificación y servicio del pueblo de Dios,
uno y diverso. La comunión está como tejida por la complementariedad y la
corresponsabilidad de todos y cada uno en el servicio común. Las rivalidades y
envidias, así como el afán de uniformidad, arruinan la verdadera comunión. El Concilio
Vaticano II afirma: «Los presbíteros, como próvido s colaboradores del orden episcopal,
como ayuda e instrumento suyo llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto
con su Obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones» (LG 28).

La unidad del presbiterio es, por tanto, don y tarea de todos. Dios la otorga
siempre, pero no siempre sus discípulos la reciben de forma adecuada. La acogen y
desarrollan los que avanzan con humildad y transparencia. La arruinan los que se sitúan
con arrogancia o despóticamente ante los demás, como si fueran los únicos a poseer la
verdad y el bien hacer. La comunión exige una actitud permanente de discernimiento y
búsqueda para mejor servir al pueblo de Dios. Todo ello requiere una obediencia
madura en la fe. Pablo no cedió en las presiones que se ejercían sobre él y su manera de
anunciar el Evangelio. Fue junto a los que eran tenidos como columnas de la Iglesia
para saber si corría o no en vano, para defender la verdad del Evangelio que anunciaba
(cf. Ga 12,1ss). El amor y la verdad, la comunión y la búsqueda de la verdad no pueden
separarse. ¿Qué habría sido de la evangelización del mundo gentil si el apóstol cedido
ante los que pretendían imponer las prácticas de la ley?

Sabemos que la división «perjudica la causa santísima de la predicación del


Evangelio a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la fe» (AG 6); pero no es
menos cierto que la pereza y la desafección arruinan también los procesos que exige la

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nueva evangelización y el diálogo con el mundo de los jóvenes. Es preciso salir de los
caminos trillados y desarrollar una real actitud de discernimiento, si se quiere ser dóciles
instrumentos del Espíritu que hace unos cielos nuevos y una tierra nueva. ¿Estamos
dispuestos a adentrarnos en la mentalidad de los jóvenes, de las nuevas generaciones,
para comunicarles la buena nueva del Evangelio de Dios?

1. Texto bíblico: Gal 2, 1-14


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿ Cómo vives y cultivas el don de la unidad con relación al presbiterio diocesano?
• ¿Cómo se trabaja el tema de la comunión en la diversidad en nuestras parroquias?
¿Qué cambios de actitud deberíamos desarrollar?
• ¿ Qué estructuras de diálogo conviene poner en marcha a los diferentes niveles de
la diócesis?
• ¿ Qué sugieres para una recepción más activa del don de la comunión enQ:'e
nosotros?
4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias

TEMA NOVENO:
MARÍA, DISCÍPULA Y MADRE DE CRISTO

«¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron


dichas de parte del Señor!» (Lc. 1,45).

María es, a un tiempo, la madre y la discípula de Cristo. Ella alumbró al


Salvador en la historia, pues de sus entrañas tomó carne el Unigénito. Ella se entregó
lúcidamente al poder de la Palabra de Dios que tiene poder de realizar lo que anuncia y
promete. «Con razón piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento
puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres
con fe y obediencia libres» (LG 56). San Agustín señala con perspicacia que ella
«concibió por su fe» a Cristo. Y luego añade: «Ciertamente, cumplió santa María, con
toda perfección la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de
discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo
que madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su
maestro, lo llevó en su corazón» (Liturgia de las Horas, 21 de noviembre). María,
entregándose de manera incondicional a la Palabra soberana de Dios por la fe y el amor
-en esto consiste ser discípulo-, se abría a la acción fecunda del Espíritu de santidad. Así
tomaba carne la Palabra eterna de Dios, entraba en la historia.

María vivió de forma excelente el camino de la fe y del amor. Como discípula y


madre estuvo arraigada y cimentada en Jesucristo. Vivió de él y para él. En ella vivió
Cristo y en él vivió ella. Caminó firme en la fe, sin volver la mirada atrás en los
momentos de oscuridad y prueba, tan frecuentes en su existencia. Se lo había dicho el
anciano Simeón: «Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para
caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma
una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones» (Lc 2,34-35).

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Ella es por excelencia la peregrina de la fe. Evocando la presencia de María en la
vida pública de Jesús, el Concilio Vaticano II afirma: «Así avanzó también la Santísima
Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la
cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio.»
(LG 58) En esto consiste el verdadero conocimiento de Jesucristo: en la comunión con
sus padecimientos para participar en su resurrección, como señala el apóstol Pablo (cf.
Flp 3, 10-11). El «peregrino de la fe» encuentra gozo y alegría en medio de las pruebas,
pues divisa de lejos la tierra prometida. La fe se aquilata en la prueba. Es la experiencia
de María. La primera carta de Pedro lo expresa con sencillez y penetración.

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran
misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e
inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por
medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último
momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún
tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra
fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en
motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis
sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría
inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas» (1 P
1,3-9).

El camino seguido por María, «tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la


caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG 63), es el que está llamado a seguir
también la Iglesia en el mundo. Ella está llamada a vivir como la comunidad de los
discípulos que acogen de manera incondicional la Palabra de Dios y se entregan a ella
para que el Espíritu de santidad siga engendrando a Cristo en el corazón de los hombres.
La Iglesia lleva a Cristo al mundo en la medida que vive como verdadera discípula en la
fe, el amor y la esperanza. Una Iglesia que permanece firme junto a la cruz, dando así
testimonio del insondable amor de Dios por los pecadores, los ignorantes y los pobres.
Porque permanece firme en la fe, confía de forma inaudita al servicio de la vocación,
del hombre la libertad. En efecto, Cristo nos liberó para la libertad y la vocación del
hombre es la libertad del amor. La fe obra por la caridad (cf. Gal 5,1.6.13). El
presbítero, por tanto, también está llamado a imitar el camino de María, discípula y
madre. Él está urgido a vivir como discípulo de Cristo para formar a Cristo en el
corazón de la personas y de la porción del pueblo de Dios que le ha sido confiado.
Peregrinos de la fe para ser heraldos de la buena noticia del Evangelio de la gracia.

1. Texto bíblico: Hch 1,12-14


2. Momento de silencio oracional
3. Puesta en común
• ¿Compartes con María la fe, la oración y el seguimiento de su Hijo?
• ¿ Cómo formas a la comunidad para que imite a María en la fe y entrega a la
palabra de Dios?
• ¿Qué posibilidades y riesgos encuentras en devoción a María que tiene nuestra
gente?
• ¿ Qué sugieres para renovarnos en la verdadera devoción a María?

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4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias
ORACION DE ACCION DE GRACIAS (Benedicto XVI, Fátima 12-5-2010)

Madre Inmaculada, en este lugar de gracia,


convocados por el amor de tu Hijo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote,
nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre.

Somos conscientes de que, sin Jesús, no podemos hacer nada


y de que, sólo por Él, con Él y en Él, seremos instrumentos de salvación para el mundo.

Esposa del Espíritu Santo,


alcánzanos el don inestimable de la transformación en Cristo.
Por la misma potencia del Espíritu
que, extendiendo su sombra sobre Ti, te hizo Madre del Salvador,
ayúdanos para que Cristo, tu Hijo, nazca también en nosotros.
Y, de este modo, la Iglesia pueda ser renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel que hace nuevas todas las cosas.

Madre de Misericordia, ha sido tu Hijo Jesús


quien nos ha llamado a ser corno Él: luz del mundo y sal de la tierra.

Ayúdanos, con tu poderosa intercesión,


a no desmerecer esta vocación sublime, a no ceder a nuestros egoísmos,
ni a las lisonjas del mundo, ni a las tentaciones del Maligno.

Presérvanos con tu pureza, custódianos con tu humildad


y rodéanos con tu amor maternal, que se refleja en tantas almas consagradas a ti
y que son para nosotros auténticas madres espirituales.

Madre de la Iglesia, nosotros, sacerdotes,


queremos ser pastores que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos, encontrando la felicidad en esto.
Queremos cada día repetir humildemente
no sólo de palabra sino con la vida, nuestro «aquí estoy».

Guiados por ti, queremos ser Apóstoles de la Divina Misericordia,


llenos de gozo por poder celebrar diariamente el Santo Sacrificio del Altar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan el sacramento de la Reconciliación.

Abogada y Mediadora de la gracia, tu que estas unida


a la única mediación universal de Cristo, pide a Dios, para nosotros,
un corazón completamente renovado, que ame a Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.

Repite al Señor esa eficaz palabra tuya: «no les queda vino»,
para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión, el Espíritu Santo.

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Lleno de admiración y de gratitud por tu presencia continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes, también yo quiero exclamar:
«¿quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?»

Madre nuestra desde siempre, no te canses de «visitarnos», consolarnos, sostenernos.


Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los peligros que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración,
queremos acogerte de un modo más profundo y radical,
para siempre y totalmente, en nuestra existencia humana y sacerdotal.

Que tu presencia haga reverdecer el desierto de nuestras soledades


y brillar el sol en nuestras tinieblas,
haga que torne la calma después de la tempestad,
para que todo hombre vea la salvación del Señor,
que tiene el nombre y el rostro de Jesús,
reflejado en nuestros corazones, unidos para siempre al tuyo.
Así sea.

ORACION DE ACCION DE GRACIAS (más breve)

Madre Inmaculada, convocados por el amor de tu Hijo Jesús,


nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre.

Somos conscientes de que, sin Jesús, no podemos hacer nada


y de que, sólo por Él, con Él y en Él, seremos instrumentos de salvación para el mundo.

Esposa del Espíritu Santo,


alcánzanos el don inestimable de la transformación en Cristo.
Ayúdanos para que Cristo, tu Hijo, nazca también en nosotros.
Y, de este modo, la Iglesia pueda ser renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel que hace nuevas todas las cosas.

Madre de Misericordia, ha sido tu Hijo Jesús


quien nos ha llamado a ser corno Él: luz del mundo y sal de la tierra.

Madre de la Iglesia, nosotros, sacerdotes, queremos ser pastores


que no se apacientan a sí mismos, sino que se entregan a Dios por los hermanos.
Queremos cada día repetir humildemente
no sólo de palabra sino con la vida, nuestro «aquí estoy».

Abogada y Mediadora de la gracia, pide a Dios, para nosotros,


un corazón completamente renovado,
que ame a Dios con todas sus fuerzas y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.

Madre nuestra, no te canses de «visitarnos», consolarnos, sostenernos.


Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los peligros que nos acechan.

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Con este acto de ofrecimiento y consagración, queremos acogerte
de un modo más profundo y radical,
para siempre y totalmente, en nuestra existencia humana y sacerdotal.

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