OPINIÓN La historia de Rosita La llamaré Rosita. Era un día soleado de Navidad. Las calles del pueblo estaban vacías. Eran las siete de la mañana. El silencio solo era interrumpido por el ruido de los motores de los carros que cruzaban el pueblo. Yo caminaba, disfrutando del sol y de la brisa. De pronto escuché un grito y, después, un lamento. El miedo me dejó paralizado. La voz parecía la de una muchacha en estado de pánico. Me dejé guiar por el llanto. Los gemidos me llevaron al pie de una ventana de madera de color naranja con los postigos cerrados. Desde afuera se oían los golpes. En algún momento, la ventana se abrió en forma violenta y Rosita intentó saltar hacia la calle. Pero unas manos descomunales la detuvieron, agarrándola del pelo. Entonces alcancé a vislumbrar la figura de un hombre sin camisa que la golpeaba sin compasión. Tenía en sus manos algo que parecía una varilla de acero. El tipo cerró la ventana con violencia. La cara de Rosita, bella y bañada en lágrimas, se quedó grabada en mi mente. Me sentí paralizado por la impotencia. Pero un minuto después, fui hasta el comando de la Policía a pedir ayuda. Allí me recibió una patrullera. Ella escuchó mi historia y enseguida subió a una motocicleta, acompañada por otro agente. Yo los seguí de lejos. Cuando llegaron a la casa, ya no se oían gritos ni lamentos. Los escasos vecinos que habían salido a la calle volvieron a encerrarse en sus casas. Los que fueron interrogados por los agentes dijeron que no habían visto ni escuchado nada. La patrullera tocó la puerta de la casa de Rosita. Salió a atenderla una señora. Ella le preguntó si había escuchado los lamentos. La mujer le dijo que estaba mal informada, que en su casa todo estaba en paz. ―Si no hay un testigo que denuncie este caso, nosotros no podemos hacer nada— me dijo la patrullera―. El único testigo es usted. ¿Quiere poner un denuncio? Yo estuve a punto de hacerlo, pero luego volví a la realidad: no conocía al hombre ni a la muchacha. Tampoco sabía sus nombres. Además, me dije, estamos en Colombia: historias como esta ya no conmueven a nadie. Dos horas más tarde, la cuadra donde vivía Rosita parecía un hervidero de gente. Todos hablaban de lo que había sucedido. Entonces me enteré de los pormenores: Rosita había llegado al amanecer, el padre la había reprendido y después la golpeó. Ella logró escabullirse por el solar de la casa. Algunos decían que la habían visto correr, descalza, río abajo. La historia de Rosita viene a mi memoria después de leer un informe del Instituto Nacional de Medicina Legal sobre los casos de violencia intrafamiliar. En Colombia, los casos denunciados superaron los 44 mil durante el primer semestre de 2016. Los lugares en los que predomina este tipo de violencia no son pueblos atrasados: son ciudades tan grandes como Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Villavicencio. Según el informe, durante el primer semestre se registraron 44.796 casos. En su mayoría, las mujeres como Rosita son las más afectadas: hay aproximadamente 25.000 víctimas. De los hombres, sólo se conocen 4.000 denuncias. La peor parte la han llevado los menores de edad: 5.827 han sido víctimas de agresiones en el hogar a lo largo de 2016. Bogotá ocupa el primer lugar con 11.687 denuncias. Le siguen Medellín, con 2.914, Cali con 1.496, Barranquilla con 1.370 y Villavicencio con 1.274. ¿Qué será de Rosita? pienso. ¿Qué será de los niños y los jóvenes golpeados y abusados que no figuran en las estadísticas? Me hago esta pregunta cada que paso por enfrente de su casa y veo sus puertas y ventanas pintadas de color naranja.
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