POR QUÉ SE EQUIVOCA EL PAPA CON LO DE LA PENA DE MUERTE
En vista de la noticia hoy publicada según la cual el Papa ha cambiado lo
que decía el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte, afirmando que nunca es admisible, reproducimos el siguiente artículo para que sirva de referencia a los católicos perplejos. –S. Skojec, 2-8-18 Cuando en marzo de 2015 se publicó la primera versión de este artículo, lo hice a raíz de unos comentarios del papa Francisco según los cuales la pena de muerte nunca está justificada. Desde entonces, se ha hecho necesario revisarlo y actualizarlo a causa de otros comentarios del Sumo Pontífice sobre el tema. Es de destacar en particular esta frase que apareció en la exhortación apostólica Amoris laetitia (83): «La Iglesia no sólo siente la urgencia de afirmar el derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento terapéutico y la eutanasia», sino que también «rechaza con firmeza la pena de muerte». Esta afirmación, que hace pasar la postura del Papa del ámbito de la opinión personal a un documento que algunos entienden como parte de su magisterio privado, fue comentada por un grupo de teólogos como posible herejía -.ver aquí [V. A) 1)–. Para ilustrarlo, veamos una captura de pantalla de la mencionada sección: Las citas del texto dejan claro que la firme doctrina de la Iglesia sobre el particular procede de las Escrituras y del Magisterio. A pesar de ello, en un discurso pronunciado hoy, 11 de octubre de 2017, con ocasión del vigesimoquinto aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Sumo Pontífice ha llevado su postura más lejos todavía, afirmando que es necesario corregir el Catecismo para que refleje que se entiende que la pena capital «Es en sí misma contraria al Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante» (las negritas son nuestras). Sin embargo, la doctrina sobre la legitimidad de la pena capital está tomada de la divina Revelación. Dicho de otro modo: es infalible y no está sujeta a semejantes alteraciones. El difunto P. John Hardon S.J. lo explicó así: «En el siglo XX, S.S. Pío XII proporcionó una defensa doctrinal de la pena de muerte. Dirigiéndose a juristas católicos, les explicó lo que enseña la Iglesia sobre la autoridad del Estado para castigar delitos, incluso con la pena capital. »La Iglesia sostiene que hay dos motivos para aplicar el castigo, uno medicinal y otro retributivo. El objeto del medicinal es evitar que el delincuente reincida en su delito y proteger a la sociedad de su comportamiento delictivo. El retributivo tiene por objeto expiar el mal cometido por el malhechor. De ese modo, se hace una reparación para aplacar a un Dios ofendido, y se expía la alteración causada por el delincuente. »Igual importancia tiene la insistencia del Papa de que la pena de muerte es moralmente defendible en todos los tiempos y culturas de la humanidad. ¿Por qué? Porque la enseñanza de la Iglesia sobre el poder coactivo de la autoridad humana legítima tiene sus fuentes en la Revelación y en la doctrina tradicional. Es pues, erróneo, afirmar que esas fuentes sólo contienen ideas condicionadas por sus circunstancias históricas. Al contrario, poseen validez general y vinculante» (Acta Apostolicae Sedis, 1955, pp. 81-2). Esta declaración del Vicario de Cristo se apoya en un principio de nuestra Fe católica. La mayoría de las enseñanzas de la Iglesia, sobre todo en el orden moral, son doctrina infalible porque son parte de lo que conocemos como magisterio infalible universal. Hay ciertas normas morales que siempre han sido sostenidas en todas partes por los sucesores de los Apóstoles en comunión con el Obispo de Roma. Aunque nunca se hayan definido formalmente, serán irreversiblemente vinculantes para los seguidores de Cristo hasta el fin del mundo. Entre esas verdades morales están la anticoncepción y el aborto directamente causado. También está la imposición de la pena de muerte. Es indudable que el Cristianismo, al igual que Cristo, tiene que ser misericordioso. Sin duda, el cristiano tiene que ser bondadoso y perdonar. Pero Cristo es Dios. Es ciertamente amoroso, de hecho es amor. Sin embargo, también es justo. Como justo Dios que es, tiene derecho a autorizar a las autoridades civiles a aplicar la pena de muerte.
Qué enseña realmente la Iglesia sobre la pena capital
Desde siempre, la postura de la Iglesia sobre la pena capital no se ha limitado a permitirla. La idea, por ejemplo, de que es suficiente con neutralizar a los criminales que merecen la pena de muerte para erradicar la necesidad de la misma no se ajusta a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras ni al sentir de los pontífices, los Doctores de la Iglesia y diversas definiciones apostólicas. Así pues, por mucho que el pontífice actual quiera erradicar la pena de muerte, no puede. Porque ni siquiera un papa tiene autoridad para efectuar cambios así. Para fomentar su postura, Francisco tendría que declarar que yerran varios de sus predecesores –así como a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y Santo Tomás Moro (que procesó a herejes en Inglaterra, donde la herejía se castigaba con pena de muerte), y también un decreto pontificio, una constitución apostólica y también las Sagradas Escrituras, que están inspiradas por Dios. Comenzaremos por las Escrituras, prescindiendo de los más numerosos casos que podríamos extraer del Antiguo Testamento y centrándonos en pasajes tomados del Nuevo: «Si he cometido injusticia o algo digno de muerte, no rehúso morir» (Hch. 25,11) «Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de juicio. Porque los magistrados no son de temer para las obras buenas, sino para las malas. ¿Quieres no tener que temer a la autoridad? Obra lo que es bueno, y tendrás de ella alabanza; pues ella es contigo ministro de Dios para el bien. Mas si obrares lo que es malo, teme; que no en vano lleva la espada; porque es ministro de Dios, vengador, para (ejecutar) ira contra aquel que obra el mal» (Rm. 13, 1-4). También es preciso examinar declaraciones del Papa y del Magisterio: «Hay que tener presente que Dios otorgó autoridad [a los magistrados], y que estaba permitido vengar crímenes por la espada. Quien lleva a cabo esa venganza es ministro de Dios (Rm. 13, 1-4). ¿Para qué vamos a condenar una práctica que todos consideran autorizada por Dios? Sostenemos, pues, lo que se ha observado hasta ahora, a fin de no alterar la disciplina y de no mostrarnos contrarios a la autoridad de Dios» (Inocencio I, epístola 6, C.3. 8, a Exuperio, obispo de Tolosa, 20 de febrero de 405, PL20, 495). Proposición condenada como error: «Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu» –León X, Exurge Domine (1520) «Otra suerte de muerte permitida es la que pertenece a aquellos magistrados, a quienes está dada potestad de quitar la vida, en virtud de la cual castigan a los malhechores según el orden y juicio de las leyes, y defienden a los inocentes. Ejerciendo justamente este oficio, tan lejos están de ser reos de muerte, que antes bien guardan exactamente esta ley divina que manda no matar. Porque como el fin de este mandamiento es mirar por la vida y salud de los hombres, a eso mismo se encaminan también los castigos de los magistrados que son los vengadores legítimos de las maldades, a fin de que reprimida la osadía y la injuria con las penas, esté segura la vida de los hombres. Por esto decía David: “En la mañana quitaba yo la vida a todos los pecadores de la tierra, para acabar en la ciudad de Dios con todos los obradores de maldad” (Sal. 101,8), Catecismo romano promulgado por el Concilio de Trento, 1566, Tercera parte, 5, nº4». «Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su derecho a la vida» (Pío XII, Discurso a los participantes en el I Congreso Mundial de Histopatología del Sistema Nervioso, 14 de septiembre de 1952, 28). Por último, veamos algunas enseñanzas de Doctores de la Iglesia: «El mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida.» «[Escrito] está en Ex 22,18, que dice: No permitirás que vivan los hechiceros; y en Sal 100,8: De madrugada matad a todos los pecadores del país. (…) Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1ª Cor. 5,6, “un poco de levadura corrompe a toda la masa» (Santo Tomás, Suma Teológica, II, II, q.64, art. 2). Santo Tomás llega a proponer que aceptar la sentencia de muerte tiene una naturaleza expiatoria: «La muerte infligida como pena por los delitos borra toda la pena debida por ellos en la otra vida, o por lo menos parte de la pena en proporción a la culpa, el padecimiento y la contrición. La muerte natural, sin embargo, no la borra.» (Summa Theol. Index, en la voz mors, (ed. Turín 1926), citado por Romano Amerio en Iota unum, p. 350). En su constitución apostólica Horrendum illud scelus, S. Pío V llega al extremo de decretar que los clérigos que participen en actividades homosexuales sean destituidos de su cargo y entregados a las autoridades civiles, que en aquellos tiempos castigaban la sodomía con la pena capital: «A los clérigos culpables de este nefando crimen y que no están asustados por la muerte de sus almas, Nos determinamos que deben ser entregados a la severidad de la autoridad secular que impone por la espada la ley civil». Para algunos estas enseñanzas se podrían interpretar, con palabras prestadas del Nuevo Testamento, como dura doctrina. Pero los católicos estamos obligados a vérnoslas con estas enseñanzas, y de manera especial con las que no entendemos o con aquellas por las que sentimos cierta resistencia interior. Las citas arriba reproducidas demuestran sobradamente que la Iglesia siempre ha visto la pena de muerte como algo más que simplemente tolerable en algunas circunstancias. La postura tradicional ha sido que, cuando se ejecuta con justicia, la ejecución de los reos merecedores de tal pena por parte de las autoridades legítimamente establecidas contribuye de forma positiva al bien común y hasta tiene capacidad para expiar el castigo temporal en lo relativo a la culpa. Antes de ser elegido papa, el cardenal Ratzinger reconoció que los católicos están autorizados a disentir en esta cuestión. Con respecto a la pena de muerte y a que sus partidarios estén en condiciones de recibir la Sagrada Comunión, afirmó: «No todas las cuestiones morales tienen el mismo peso ético que el aborto y la eutanasia. Si, por ejemplo, un católico no estuviese de acuerdo con el Santo Padre en cuanto a la aplicación de la pena capital o la decisión de hacer la guerra, no se lo consideraría por ello indigno de acercarse a recibir la Sagrada Comunión. Si bien la Iglesia exhorta a las autoridades civiles a procurar la paz y no la guerra, hacer uso de la prudencia discreción y tener misericordia con los reos, puede ser lícito empuñar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena de muerte. Entre los católicos puede haber diversidad de opiniones con relación a la guerra y la pena capital, pero no con respecto al aborto y la eutanasia». Consideraciones prudentes, y Evangelium vitae Alguno objetará que la postura moral de la Iglesia con relación a la pena de muerte ha evolucionado. Pero como verdad inmutable sobre una cuestión de fe y de costumbres, ello es, por supuesto, categóricamente falso. Con todo, no es difícil entender que haya fieles que tengan esa impresión a consecuencia de la lectura de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II: «Entre los signos de esperanza se da también el incremento de, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero no violentos, para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública de la pena muerte, incluso como instrumento de legítima defensa social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse (…) »En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta ». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse. »Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». Si se presta atención al lenguaje en que está expresado el texto que acabamos de citar, no se ve ningún giro en cuanto a la doctrina moral de la Iglesia sobre la pena capital ni una insostenible acusación de que sea contraria al Evangelio; se trata simplemente de aplicarla con prudencia. La distinción es importante. Hay ciertos contextos en los que un Estado –teniendo en cuenta que la mayoría de los estados modernos son seculares y rechazan la orientación moral de la Iglesia–podrían hacer un uso injusto de la pena capital. Ejemplos palmarios los tenemos en los regímenes comunistas que siguen existiendo en el mundo actual, en los que delitos de menor cuantía, que ni siquiera son crímenes, se castigan sumariamente con la ejecución del reo. Como la legitimidad de la pena de muerte no es una doctrina que pueda derrocarse, la diversidad de opiniones en cuanto a la prudencia en la aplicación dan lugar, como decía el entonces cardenal Ratzinger, a debate y desacuerdo. Aparte las patentes injusticias cometidas por regímenes ideológicos que no valoran la vida humana, somos libres de preguntarnos si algunas de las cosas que Evangelium vitae da por supuestas son realistas. Por ejemplo, la encíclica afirma que los medios más eficaces de reprimir la criminalidad neutralizan al reo , y a pesar de ello, la actual epidemia de violencia en las cárceles –agresiones, violaciones, asesinatos– arrojas serias dudas sobre la afirmación. Es dicífil recabar estadísticas detalladas de los homicidios cometidos en los centros penitenciarios de EE.UU., ya que hay que no hay datos a nivel nacional y hay que buscarlos por estados y jurisdicciones. Si pasamos al ámbito del degradante delito de la violación carcelaria, la cosa es muy diferente, y más horripilante: el departamento de estadísticas de prisiones calcula que ¡cada año! se producen en las cárceles de Estados Unidos entre 86 000 y 200 000 agresiones sexuales. No parece que esto indique «gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal» de la que hablaba Juan Pablo II cuando afirmó que la necesidad de la ejecución era «prácticamente inexistente “. Otro argumento que se suele esgrimir contra la pena de muerte se basa en la afirmación de Evangelium vitae de “las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse”. Este argumento suele tomar la forma de una afirmación por el estilo de la siguiente: «Si se ejecuta a un criminal no tendrá oportunidad de repentirse y convertirse. Cuanto más tiempo viva, más oportunidades habrá de que lo alcance la gracia de Dios». Santo Tomás de Aquino habló concretamente de este tema: «Y el que los malos puedan enmendarse mientras viven no es obstáculo para que se les pueda dar muerte justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se espera de su enmienda. Además, los malos tienen en el momento mismo de la muerte poder para convertirse a Dios por medio de la penitencia. Y si están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se corregirán de ella» (Suma contra gentiles, libro III, capítulo CXLVI). Los anteriores ejemplos demuestran sobradamente que hay aspectos de verdadera prudencia en la aplicación de la pena de muerte que deben ser evaluados por las autoridades civiles y eclesiásticas competentes. Desde luego la Iglesia nunca ha exigido que la pena de muerte se ejecute siempre en determinados casos. La decisión quedaba en manos de las autoridades civiles legítimas. Esto lo afirmó también nada menos que nuestro Divino Salvador, cuando le dijo a Poncio Pilato: «No tendrías sobre Mí ningún poder si no te hubiera sido dado de lo Alto» (Jn. 19,11). Cristo no dijo que lo que estaba haciendo Pilato en aquellas circunstancias fuera justo. Pero sí afirmó que tenía la autoridad para hacerlo. Puede, pues, demostrarse la falsedad de que la pena capital sea moralmente inadmisible o contraria en modo alguno al Evangelio. Lo confirman tanto las Escrituras como el Magisterio perenne de la Iglesia. Todo pontífice que desee alterar dicha doctrina carece sencillamente de la autoridad para ello, y es necesario oponérsele. (Publicado originalmente el 11 de octubre de 2017). Steve Skojec ADELANTE LA FE
LA LICITUD DE LA PENA DE MUERTE ES UNA VERDAD DE FE CATÓLICA
La licitud de la pena de muerte es una verdad de fide tenenda, definida
por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia, de manera constante e inequívoca. Quien afirme que la pena capital es en sí un mal incurre en herejía. La doctrina de la Iglesia quedó claramente formulada en la carta del 18 de diciembre de 1208 en que Inocencio III condenó la postura valdense, con estas palabras que tomamos del Denzinger: «De potestate saeculari asserimus, quod sine peccato mortali potest iudicium sanguinis exercere, dummodo ad inferendum vindictan non odio, sed iudicio, non incaute, sed consulte prodedat» «De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio, sino por juicio, no incautamente, sino con consejo» (E. Denzinger, El Magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos. Definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres, nº 425, Editorial Herder, Barcelona 1963). Esta misma postura fue reiterada por el Catecismo del Concilio de Trento (Tercera parte, nº333) y el Catecismo de San Pío X (Tercera parte, nº 415). Ahora el papa Francisco ha firmado un rescriptum que modifica el Catecismo con esta nueva formulación: «La Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo». Según el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Luis Ladaria, el nuevo texto sigue las huellas de Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae, pero la diferencia es como de la noche al día. Juan Pablo II considera en dicha encíclica que en las actuales circunstancias históricas la Iglesia debe ser partidaria de la abolición de la pena capital, pero afirma que la pena de muerte no es en sí injusta y que el mandamiento no matarás sólo tiene valor absoluto cuando se refiere «a la persona inocente» (nº 56-57). El papa Francisco, por el contrario, considera que la pena capital es de por sí inadmisible, con lo que niega abiertamente una verdad definida de modo infalible por el Magisterio ordinario de la Iglesia. Para justificar está alteración invoca a la evolución de las circunstancias sociólogicas: «Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.» Ahora bien, el concepto de dignidad de la persona no se altera en razón de los tiempos y las circunstancias históricas, del mismo modo que no se altera el significado moral de la justicia y de la pena. Pío XII explica que cuando el Estado recurre a la pena de muerte no pretende erigirse en dueño y señor de la vida humana, sino que simplemente reconoce que el propio criminal, por una especie de suicidio moral, se ha privado a sí mismo del derecho a vivir. Según el Santo Padre, « Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida» (Discurso del 14 de septiembre de 1952). Por su parte, los teólogos y moralistas han explicado a lo largo de los siglos, desde Santo Tomás de Aquino hasta San Alfonso María de Ligorio, que la pena de muerte no se justifica por la mera necesidad de proteger a la sociedad, sino que posee además un carácter retributivo al restablecer un orden moral vulnerado, teniendo además un valor expiatorio, como en el caso del Buen Ladrón, que lo unió al supremo sacrificio de Nuestro Señor. El nuevo rescriptum del Papa Francisco expresa el evolucionismo teológico condenado por San Pío X en la encíclica Pascendi y por Pío XII en la Humani generis, que no tiene nada que ver con el desarrollo homogéneo del dogma del que habló el cardenal John Henry Newman. La condición indispensable para el desarrollo del dogma es que las nuevas afirmaciones teológicas no contradigan la enseñanza anterior de la Iglesia, sino que se limiten a explicarla más y profundizar en ella. En conclusión, que como en el caso de la condena del control de natalidad, no se trata de una opinión teológica que sea lícito debatir, sino de verdades morales que pertenecen al Depósito de la Fe y que por tanto es obligatorio aceptar para no dejar de ser católicos. Esperamos que los teólogos y Pastores de la Iglesia intervengan lo antes posible para corregir públicamente este último y grave error del papa Francisco.
Roberto de Mattei ADELANTE LA FE 06/08/18
LA PENA DE MUERTE. EL ANUNCIADO FARISEÍSMO DE BERGOGLIO
por Antonio Caponnetto Cuando escribimos “La Iglesia Traicionada” en el año 2010, dedicamos un capítulo de la misma a analizar el libro “El Jesuita”, larguísimo reportaje al entonces Cardenal Bergoglio, realizado por Sergio Rubín y Francesca Ambrogetti de Parreño, y publicado en Buenos Aires, por Editorial Vergara, en ese mismo año 2010. En las páginas cincuenta y uno y siguientes de nuestra obra, asentábamos algo que cobra ahora una triste actualidad, ante la heterodoxa modificación del punto 2267 del Catecismo, declarando la absoluta ilicitud de la pena de muerte. Lo transcribo: “En la misma línea ideológica[judaizante], y para seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artísico para recalar en el terreno moral. Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte] o, por lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen tremendo justifica la pena de muerte” (p. 87). Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la pena de muerte -que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros católicos y de textos pontificios- debe percibirse como un deficit, un tramo oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso sino humano” (p.88). Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad, saben hoy que la pena de muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo capital! Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al interesado: “Uno no puede decir: ‘te perdono y aquí no pasó nada’. ¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparacion que la sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia vigente” (p. 137). El pequeño detalle –advertido precisamente por los kelsenianos de estricta observancia- de que “la ley de ese momento”, vigente positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis, se le olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta. Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos no fue “la reparaciòn que la sociedad exigió” sino la venganza monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese momento”, caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito más. El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto que le acometieran. “Hace poco” –les confía a sus socios biográficos- “estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos recordaba:’Señor, que en la burla sepa mantener el silencio’. La frase me dio mucha paz y mucha alegría” (p. 151). Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a la que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada de los negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por objeto, pero Dios no se deja burlar (Gál.6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo “la vara de hiel de su rigor”. Agreguemos apenas un par de cosas, en las actuales circunstancias. La primera, para quienes creen que cuando insistimos en la maldita vigencia del sofisma hebreo de la reductio ad Hitlerum, estamos afiliados al Nacionalsocialismo. No; tratamos de estar filiados a la verdad histórica, que es algo bien distinto. En grosera evidencia queda el funcionamiento de aquella falacia. Con los nazis se acabaron los axiomas providistas de “toda vida vale” y otros semejantes. Toda vida vale; desde la de la ballena hasta la de la mascota hogareña. Pero las tronchadas de modo crudelísimo bajo el tribunal más abyecto de la historia contemporánea, ésas no cuentan. Siempre habrá un eufemismo para justificarlas. ¿Alguna vez, como lo dijera Federico Mihura Seeber, sacarán al Nazismo del Cuarto de Barba Azul de la Historia; aquel en el cual no se puede ingresar so pena de morir si uno descubre y grita la verdad? ¿Alguna vez los católicos escucharán la voz de León XIII, que ciceronianamente exigía escribir la historia, tomando por ley primera la de la veracidad y por segunda la del rechazo a la mentira? Lo segundo es que admitimos que se pueda distinguir entre lo doctrinal y lo prudencial en tan delicada materia; dejando a salvo los principios perennes sobre la legitimidad de la pena de muerte, mas desaconsejando su aplicación sin causas, condiciones, requisitos y protagonistas de probada licitud. Pero aquí, al mejor estilo bergogliano, se ha fusilado sin misericordia a la recta doctrina, conculcándola a sabiendas; a pesar de los funestísimos efectos en cascada que tamaño cambio puede implicar potenciando el relativismo ético. Bergoglio, por caso, ya aceptó el pañuelo verde abortero que le entregó el crápula de Nicolás Fuster, en vez de enroscárselo en el cuello al osado, y pedirle a algún guardia suizo que lo desalojara de la plaza de San Pedro. Ahora, las mismas aborteras usarán esta reforma catequística para enrostrarles a los católicos que si no legalizan la “interrupción voluntaria del embarazo” las están condenando a muerte, lo que sería contrario al neodogma francísquico. Porque entre las demencias de este cambio doctrinal está la de no querer distinguir entre persona culpable e inocente. Como si la Iglesia, durante los dos milenios que dio razones en pro de la pena capital, lo hubiera hecho pensando en liquidar seres humanos indiscriminadamente. Lo tercero por agregar es aún más importante. En el artículo del Catecismo reformado por Bergoglio, se dice que “la pena de muerte es inadmisible a la luz del Evangelio”. Imposible reunir aquí la cantidad de pruebas en contrario que durante veinte siglos han aportado los estudiosos de la doctrina católica. Patrólogos, escolásticos, pontífices, doctores: una legión de sabios estudió el tema y supo resolverlo sin faltar a la caridad ni a la ortodoxia. Acaso sirva recordar uno de esos textos evangélicos significativos, hoy olvidados por el ghandismo eclesiástico dominante o por la vulgar sodomización de los cuadros jerárquicos. Está en el capítulo diecinueve del Evangelio de San Lucas, Parábola de las Diez Minas o De las minas y los talentos, y dice: “Pero mis enemigos, los que no me querían por Rey, sean apresados y degollados en mi presencia” (Ls. 17, 27). Por cierto que lo antedicho exige una lectura en clave parusíaca, y que nadie está pensando en una degollina literal que, de sobrevenir, nos tendría a nosotros por primeros destinatarios. Parafraseando a Bernanós habría que decir en estos días: “seremos degollados por curas bergoglianos”. Pero aún leída la perícopa en perspectiva sobrenatural, es evidente que Nuestro Señor no rechazó la licitud de analogar Su Mensaje Salvífico con la posibilidad de la muerte como pena, sanción y castigo, para todos aquellos que,rechazándolo, le declararan enemistad a su Divina Realeza. Ahora falta que Bergoglio modifique los Santos Evangelios porque le resultan inadmisibles a la moderna conciencia de la dignidad humana. Según la bibliográficamente caudalosa “Enciclopedia dei Papi”, fue el Pontífice Benedicto IX el que renunció a su cargo, vendiéndoselo por 1500 libras al Arcipreste Juan de Graciano, futuro Gregorio VI. Dirán los celosos investigadores si el dato es corroborable. Desde aquí, simplemente, damos por iniciada la colecta para juntar 1500 libras. Por las dudas se pueda repetir la historia. ADELANTE LA FE 03/08/18