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POR QUÉ SE EQUIVOCA EL PAPA CON LO DE LA PENA DE MUERTE

En vista de la noticia hoy publicada según la cual el Papa ha cambiado lo


que decía el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte,
afirmando que nunca es admisible, reproducimos el siguiente artículo para
que sirva de referencia a los católicos perplejos. –S. Skojec, 2-8-18
Cuando en marzo de 2015 se publicó la primera versión de este artículo, lo
hice a raíz de unos comentarios del papa Francisco según los cuales la
pena de muerte nunca está justificada. Desde entonces, se ha hecho
necesario revisarlo y actualizarlo a causa de otros comentarios del Sumo
Pontífice sobre el tema. Es de destacar en particular esta frase que
apareció en la exhortación apostólica Amoris laetitia (83): «La Iglesia no
sólo siente la urgencia de afirmar el derecho a la muerte natural, evitando
el ensañamiento terapéutico y la eutanasia», sino que también «rechaza
con firmeza la pena de muerte».
Esta afirmación, que hace pasar la postura del Papa del ámbito de la
opinión personal a un documento que algunos entienden como parte de
su magisterio privado, fue comentada por un grupo de teólogos como
posible herejía -.ver aquí [V. A) 1)–. Para ilustrarlo, veamos una captura de
pantalla de la mencionada sección:
Las citas del texto dejan claro que la firme doctrina de la Iglesia sobre el
particular procede de las Escrituras y del Magisterio. A pesar de ello, en un
discurso pronunciado hoy, 11 de octubre de 2017, con ocasión
del vigesimoquinto aniversario de la publicación del Catecismo de la
Iglesia Católica, el Sumo Pontífice ha llevado su postura más lejos todavía,
afirmando que es necesario corregir el Catecismo para que refleje que se
entiende que la pena capital «Es en sí misma contraria al
Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida
humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo
Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante» (las negritas
son nuestras).
Sin embargo, la doctrina sobre la legitimidad de la pena capital está
tomada de la divina Revelación. Dicho de otro modo: es infalible y no está
sujeta a semejantes alteraciones. El difunto P. John Hardon S.J. lo explicó
así:
«En el siglo XX, S.S. Pío XII proporcionó una defensa doctrinal de la pena
de muerte. Dirigiéndose a juristas católicos, les explicó lo que enseña la
Iglesia sobre la autoridad del Estado para castigar delitos, incluso con la
pena capital.
»La Iglesia sostiene que hay dos motivos para aplicar el castigo, uno
medicinal y otro retributivo. El objeto del medicinal es evitar que el
delincuente reincida en su delito y proteger a la sociedad de su
comportamiento delictivo. El retributivo tiene por objeto expiar el mal
cometido por el malhechor. De ese modo, se hace una reparación para
aplacar a un Dios ofendido, y se expía la alteración causada por el
delincuente.
»Igual importancia tiene la insistencia del Papa de que la pena de muerte
es moralmente defendible en todos los tiempos y culturas de la
humanidad. ¿Por qué? Porque la enseñanza de la Iglesia sobre el poder
coactivo de la autoridad humana legítima tiene sus fuentes en la
Revelación y en la doctrina tradicional.
Es pues, erróneo, afirmar que esas fuentes sólo contienen ideas
condicionadas por sus circunstancias históricas. Al contrario, poseen
validez general y vinculante» (Acta Apostolicae Sedis, 1955, pp. 81-2).
Esta declaración del Vicario de Cristo se apoya en un principio de nuestra
Fe católica. La mayoría de las enseñanzas de la Iglesia, sobre todo en el
orden moral, son doctrina infalible porque son parte de lo que conocemos
como magisterio infalible universal.
Hay ciertas normas morales que siempre han sido sostenidas en todas
partes por los sucesores de los Apóstoles en comunión con el Obispo de
Roma. Aunque nunca se hayan definido formalmente, serán
irreversiblemente vinculantes para los seguidores de Cristo hasta el fin del
mundo.
Entre esas verdades morales están la anticoncepción y el aborto
directamente causado. También está la imposición de la pena de muerte.
Es indudable que el Cristianismo, al igual que Cristo, tiene que ser
misericordioso.
Sin duda, el cristiano tiene que ser bondadoso y perdonar. Pero Cristo es
Dios. Es ciertamente amoroso, de hecho es amor. Sin embargo, también
es justo. Como justo Dios que es, tiene derecho a autorizar a las
autoridades civiles a aplicar la pena de muerte.

Qué enseña realmente la Iglesia sobre la pena capital


Desde siempre, la postura de la Iglesia sobre la pena capital no se ha
limitado a permitirla. La idea, por ejemplo, de que es suficiente
con neutralizar a los criminales que merecen la pena de muerte para
erradicar la necesidad de la misma no se ajusta a las enseñanzas de las
Sagradas Escrituras ni al sentir de los pontífices, los Doctores de la Iglesia y
diversas definiciones apostólicas.
Así pues, por mucho que el pontífice actual quiera erradicar la pena de
muerte, no puede. Porque ni siquiera un papa tiene autoridad para
efectuar cambios así. Para fomentar su postura, Francisco tendría que
declarar que yerran varios de sus predecesores –así como a San Agustín,
Santo Tomás de Aquino y Santo Tomás Moro (que procesó a herejes en
Inglaterra, donde la herejía se castigaba con pena de muerte), y también
un decreto pontificio, una constitución apostólica y también las Sagradas
Escrituras, que están inspiradas por Dios.
Comenzaremos por las Escrituras, prescindiendo de los más numerosos
casos que podríamos extraer del Antiguo Testamento y centrándonos en
pasajes tomados del Nuevo:
«Si he cometido injusticia o algo digno de muerte, no rehúso morir» (Hch.
25,11)
«Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay
potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios.
Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y
los que resisten se hacen reos de juicio. Porque los magistrados no son de
temer para las obras buenas, sino para las malas.
¿Quieres no tener que temer a la autoridad? Obra lo que es bueno, y
tendrás de ella alabanza; pues ella es contigo ministro de Dios para el
bien. Mas si obrares lo que es malo, teme; que no en vano lleva la espada;
porque es ministro de Dios, vengador, para (ejecutar) ira contra aquel que
obra el mal» (Rm. 13, 1-4).
También es preciso examinar declaraciones del Papa y del Magisterio:
«Hay que tener presente que Dios otorgó autoridad [a los magistrados], y
que estaba permitido vengar crímenes por la espada. Quien lleva a cabo
esa venganza es ministro de Dios (Rm. 13, 1-4). ¿Para qué vamos a
condenar una práctica que todos consideran autorizada por
Dios? Sostenemos, pues, lo que se ha observado hasta ahora, a fin de no
alterar la disciplina y de no mostrarnos contrarios a la autoridad de Dios»
(Inocencio I, epístola 6, C.3. 8, a Exuperio, obispo de Tolosa, 20 de febrero
de 405, PL20, 495).
Proposición condenada como error: «Que los herejes sean quemados es
contra la voluntad del Espíritu» –León X, Exurge Domine (1520)
«Otra suerte de muerte permitida es la que pertenece a aquellos
magistrados, a quienes está dada potestad de quitar la vida, en virtud de
la cual castigan a los malhechores según el orden y juicio de las leyes, y
defienden a los inocentes. Ejerciendo justamente este oficio, tan lejos
están de ser reos de muerte, que antes bien guardan exactamente esta
ley divina que manda no matar. Porque como el fin de este
mandamiento es mirar por la vida y salud de los hombres, a eso mismo
se encaminan también los castigos de los magistrados que son los
vengadores legítimos de las maldades, a fin de que reprimida la osadía y
la injuria con las penas, esté segura la vida de los hombres. Por esto decía
David: “En la mañana quitaba yo la vida a todos los pecadores de la tierra,
para acabar en la ciudad de Dios con todos los obradores de maldad” (Sal.
101,8), Catecismo romano promulgado por el Concilio de Trento, 1566,
Tercera parte, 5, nº4».
«Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a
muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida.
Entonces está reservado al poder público privar al condenado del bien
de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se
ha desposeído de su derecho a la vida» (Pío XII, Discurso a los
participantes en el I Congreso Mundial de Histopatología del Sistema
Nervioso, 14 de septiembre de 1952, 28).
Por último, veamos algunas enseñanzas de Doctores de la Iglesia:
«El mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias
excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar
la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o
previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su
ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento
del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”,
los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad
pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los
facinerosos y perversos quitándoles la vida.»
«[Escrito] está en Ex 22,18, que dice: No permitirás que vivan los
hechiceros; y en Sal 100,8: De madrugada matad a todos los pecadores del
país. (…) Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo
perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por
esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo
humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y
puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable.
Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la
parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la
corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la
vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1ª Cor. 5,6,
“un poco de levadura corrompe a toda la masa» (Santo Tomás, Suma
Teológica, II, II, q.64, art. 2).
Santo Tomás llega a proponer que aceptar la sentencia de muerte tiene
una naturaleza expiatoria: «La muerte infligida como pena por los delitos
borra toda la pena debida por ellos en la otra vida, o por lo menos parte
de la pena en proporción a la culpa, el padecimiento y la contrición. La
muerte natural, sin embargo, no la borra.» (Summa Theol. Index, en la
voz mors, (ed. Turín 1926), citado por Romano Amerio en Iota unum, p.
350).
En su constitución apostólica Horrendum illud scelus, S. Pío V llega al
extremo de decretar que los clérigos que participen en actividades
homosexuales sean destituidos de su cargo y entregados a las autoridades
civiles, que en aquellos tiempos castigaban la sodomía con la pena capital:
«A los clérigos culpables de este nefando crimen y que no están asustados
por la muerte de sus almas, Nos determinamos que deben ser entregados
a la severidad de la autoridad secular que impone por la espada la ley
civil».
Para algunos estas enseñanzas se podrían interpretar, con palabras
prestadas del Nuevo Testamento, como dura doctrina. Pero los católicos
estamos obligados a vérnoslas con estas enseñanzas, y de manera
especial con las que no entendemos o con aquellas por las que sentimos
cierta resistencia interior.
Las citas arriba reproducidas demuestran sobradamente que la Iglesia
siempre ha visto la pena de muerte como algo más que simplemente
tolerable en algunas circunstancias. La postura tradicional ha sido que,
cuando se ejecuta con justicia, la ejecución de los reos merecedores de tal
pena por parte de las autoridades legítimamente establecidas contribuye
de forma positiva al bien común y hasta tiene capacidad para expiar el
castigo temporal en lo relativo a la culpa.
Antes de ser elegido papa, el cardenal Ratzinger reconoció que los
católicos están autorizados a disentir en esta cuestión. Con respecto a la
pena de muerte y a que sus partidarios estén en condiciones de recibir la
Sagrada Comunión, afirmó:
«No todas las cuestiones morales tienen el mismo peso ético que el
aborto y la eutanasia. Si, por ejemplo, un católico no estuviese de acuerdo
con el Santo Padre en cuanto a la aplicación de la pena capital o la
decisión de hacer la guerra, no se lo consideraría por ello indigno de
acercarse a recibir la Sagrada Comunión. Si bien la Iglesia exhorta a las
autoridades civiles a procurar la paz y no la guerra, hacer uso de
la prudencia discreción y tener misericordia con los reos, puede ser
lícito empuñar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena de
muerte. Entre los católicos puede haber diversidad de opiniones con
relación a la guerra y la pena capital, pero no con respecto al aborto y la
eutanasia».
Consideraciones prudentes, y Evangelium vitae
Alguno objetará que la postura moral de la Iglesia con relación a la pena
de muerte ha evolucionado. Pero como verdad inmutable sobre una
cuestión de fe y de costumbres, ello es, por supuesto, categóricamente
falso. Con todo, no es difícil entender que haya fieles que tengan esa
impresión a consecuencia de la lectura de la encíclica Evangelium vitae de
Juan Pablo II:
«Entre los signos de esperanza se da también el incremento de, en
muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez
más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos
entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios
eficaces, pero no violentos, para frenar la agresión armada.
Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública de la pena muerte, incluso como
instrumento de legítima defensa social, al considerar las posibilidades con
las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen
de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive
definitivamente de la posibilidad de redimirse (…)
»En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de
muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil,
una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso,
su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia
penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por
tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la
sociedad.
En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el
de compensar el desorden introducido por la falta ». La autoridad pública
debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante
la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como
condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este
modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden
público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un
estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
»Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la
medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas
atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación
del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa
de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la
organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos
son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes».
Si se presta atención al lenguaje en que está expresado el texto que
acabamos de citar, no se ve ningún giro en cuanto a la doctrina moral de
la Iglesia sobre la pena capital ni una insostenible acusación de que sea
contraria al Evangelio; se trata simplemente de aplicarla con prudencia.
La distinción es importante.
Hay ciertos contextos en los que un Estado –teniendo en cuenta que la
mayoría de los estados modernos son seculares y rechazan la orientación
moral de la Iglesia–podrían hacer un uso injusto de la pena capital.
Ejemplos palmarios los tenemos en los regímenes comunistas que siguen
existiendo en el mundo actual, en los que delitos de menor cuantía, que ni
siquiera son crímenes, se castigan sumariamente con la ejecución del reo.
Como la legitimidad de la pena de muerte no es una doctrina que pueda
derrocarse, la diversidad de opiniones en cuanto a la prudencia en la
aplicación dan lugar, como decía el entonces cardenal Ratzinger, a debate
y desacuerdo. Aparte las patentes injusticias cometidas por regímenes
ideológicos que no valoran la vida humana, somos libres de preguntarnos
si algunas de las cosas que Evangelium vitae da por supuestas son
realistas.
Por ejemplo, la encíclica afirma que los medios más eficaces de reprimir
la criminalidad neutralizan al reo , y a pesar de ello, la actual epidemia de
violencia en las cárceles –agresiones, violaciones, asesinatos– arrojas
serias dudas sobre la afirmación. Es dicífil recabar estadísticas detalladas
de los homicidios cometidos en los centros penitenciarios de EE.UU., ya
que hay que no hay datos a nivel nacional y hay que buscarlos
por estados y jurisdicciones. Si pasamos al ámbito del degradante delito
de la violación carcelaria, la cosa es muy diferente, y más horripilante: el
departamento de estadísticas de prisiones calcula que ¡cada año! se
producen en las cárceles de Estados Unidos entre 86 000 y 200 000
agresiones sexuales.
No parece que esto indique «gracias a la organización cada vez más
adecuada de la institución penal» de la que hablaba Juan Pablo II cuando
afirmó que la necesidad de la ejecución era «prácticamente inexistente “.
Otro argumento que se suele esgrimir contra la pena de muerte se basa
en la afirmación de Evangelium vitae de “las posibilidades con las que
cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de
modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive
definitivamente de la posibilidad de redimirse”. Este argumento suele
tomar la forma de una afirmación por el estilo de la siguiente: «Si se
ejecuta a un criminal no tendrá oportunidad de repentirse y convertirse.
Cuanto más tiempo viva, más oportunidades habrá de que lo alcance la
gracia de Dios».
Santo Tomás de Aquino habló concretamente de este tema:
«Y el que los malos puedan enmendarse mientras viven no es obstáculo
para que se les pueda dar muerte justamente, porque el peligro que
amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se espera de
su enmienda. Además, los malos tienen en el momento mismo de la
muerte poder para convertirse a Dios por medio de la penitencia. Y si
están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón de
la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se
corregirán de ella» (Suma contra gentiles, libro III, capítulo CXLVI).
Los anteriores ejemplos demuestran sobradamente que hay aspectos de
verdadera prudencia en la aplicación de la pena de muerte que deben ser
evaluados por las autoridades civiles y eclesiásticas competentes. Desde
luego la Iglesia nunca ha exigido que la pena de muerte se ejecute siempre
en determinados casos. La decisión quedaba en manos de las autoridades
civiles legítimas. Esto lo afirmó también nada menos que nuestro Divino
Salvador, cuando le dijo a Poncio Pilato: «No tendrías sobre Mí ningún
poder si no te hubiera sido dado de lo Alto» (Jn. 19,11).
Cristo no dijo que lo que estaba haciendo Pilato en aquellas circunstancias
fuera justo. Pero sí afirmó que tenía la autoridad para hacerlo.
Puede, pues, demostrarse la falsedad de que la pena capital sea
moralmente inadmisible o contraria en modo alguno al Evangelio. Lo
confirman tanto las Escrituras como el Magisterio perenne de la Iglesia.
Todo pontífice que desee alterar dicha doctrina carece sencillamente de la
autoridad para ello, y es necesario oponérsele.
(Publicado originalmente el 11 de octubre de 2017).
Steve Skojec ADELANTE LA FE

LA LICITUD DE LA PENA DE MUERTE ES UNA VERDAD DE FE CATÓLICA

La licitud de la pena de muerte es una verdad de fide tenenda, definida


por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia, de manera constante e
inequívoca. Quien afirme que la pena capital es en sí un mal incurre en
herejía.
La doctrina de la Iglesia quedó claramente formulada en la carta del 18 de
diciembre de 1208 en que Inocencio III condenó la postura valdense, con
estas palabras que tomamos del Denzinger: «De potestate saeculari
asserimus, quod sine peccato mortali potest iudicium sanguinis exercere,
dummodo ad inferendum vindictan non odio, sed iudicio, non incaute, sed
consulte prodedat» «De la potestad secular afirmamos que sin pecado
mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta
no proceda con odio, sino por juicio, no incautamente, sino con consejo»
(E. Denzinger, El Magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos.
Definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y
costumbres, nº 425, Editorial Herder, Barcelona 1963).
Esta misma postura fue reiterada por el Catecismo del Concilio de Trento
(Tercera parte, nº333) y el Catecismo de San Pío X (Tercera parte, nº 415).
Ahora el papa Francisco ha firmado un rescriptum que modifica el
Catecismo con esta nueva formulación: «La Iglesia enseña, a la luz del
Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la
inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con
determinación a su abolición en todo el mundo».
Según el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal
Luis Ladaria, el nuevo texto sigue las huellas de Juan Pablo II en la
encíclica Evangelium vitae, pero la diferencia es como de la noche al día.
Juan Pablo II considera en dicha encíclica que en las actuales
circunstancias históricas la Iglesia debe ser partidaria de la abolición de la
pena capital, pero afirma que la pena de muerte no es en sí injusta y que
el mandamiento no matarás sólo tiene valor absoluto cuando se refiere «a
la persona inocente» (nº 56-57).
El papa Francisco, por el contrario, considera que la pena capital es de por
sí inadmisible, con lo que niega abiertamente una verdad definida de
modo infalible por el Magisterio ordinario de la Iglesia.
Para justificar está alteración invoca a la evolución de las circunstancias
sociólogicas: «Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por
parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue
considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y
un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy
está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no
se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves.
Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las
sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado
sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa
de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la
posibilidad de redimirse definitivamente.»
Ahora bien, el concepto de dignidad de la persona no se altera en razón de
los tiempos y las circunstancias históricas, del mismo modo que no se
altera el significado moral de la justicia y de la pena. Pío XII explica que
cuando el Estado recurre a la pena de muerte no pretende erigirse en
dueño y señor de la vida humana, sino que simplemente reconoce que el
propio criminal, por una especie de suicidio moral, se ha privado a sí
mismo del derecho a vivir.
Según el Santo Padre, « Aun en el caso de que se trate de la ejecución de
un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a
la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del
«bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen,
él se ha desposeído de su «derecho» a la vida» (Discurso del 14 de
septiembre de 1952).
Por su parte, los teólogos y moralistas han explicado a lo largo de los
siglos, desde Santo Tomás de Aquino hasta San Alfonso María de Ligorio,
que la pena de muerte no se justifica por la mera necesidad de proteger a
la sociedad, sino que posee además un carácter retributivo al restablecer
un orden moral vulnerado, teniendo además un valor expiatorio, como en
el caso del Buen Ladrón, que lo unió al supremo sacrificio de Nuestro
Señor.
El nuevo rescriptum del Papa Francisco expresa el evolucionismo teológico
condenado por San Pío X en la encíclica Pascendi y por Pío XII en
la Humani generis, que no tiene nada que ver con el desarrollo
homogéneo del dogma del que habló el cardenal John Henry Newman. La
condición indispensable para el desarrollo del dogma es que las nuevas
afirmaciones teológicas no contradigan la enseñanza anterior de la Iglesia,
sino que se limiten a explicarla más y profundizar en ella.
En conclusión, que como en el caso de la condena del control de
natalidad, no se trata de una opinión teológica que sea lícito debatir, sino
de verdades morales que pertenecen al Depósito de la Fe y que por tanto
es obligatorio aceptar para no dejar de ser católicos.
Esperamos que los teólogos y Pastores de la Iglesia intervengan lo antes
posible para corregir públicamente este último y grave error del papa
Francisco.

Roberto de Mattei ADELANTE LA FE 06/08/18

LA PENA DE MUERTE. EL ANUNCIADO FARISEÍSMO DE BERGOGLIO


por Antonio Caponnetto
Cuando escribimos “La Iglesia Traicionada” en el año 2010, dedicamos un
capítulo de la misma a analizar el libro “El Jesuita”, larguísimo reportaje al
entonces Cardenal Bergoglio, realizado por Sergio Rubín y Francesca
Ambrogetti de Parreño, y publicado en Buenos Aires, por Editorial
Vergara, en ese mismo año 2010. En las páginas cincuenta y uno y
siguientes de nuestra obra, asentábamos algo que cobra ahora una triste
actualidad, ante la heterodoxa modificación del punto 2267 del
Catecismo, declarando la absoluta ilicitud de la pena de muerte. Lo
transcribo:
“En la misma línea ideológica[judaizante], y para seguir avivando el fuego
semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artísico para recalar en
el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo
aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se sostenía
que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte] o, por lo
menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso
de la conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen
tremendo justifica la pena de muerte” (p. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar
adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la pena
de muerte -que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las
páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros
católicos y de textos pontificios- debe percibirse como un deficit, un tramo
oscuro en el devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de
las sociedades. En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va
progresando, también la persona, en la medida en que quiere vivir más
rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso
sino humano” (p.88).
Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del hecho, que lo
valore inherentemente, sino por la evolución de la conciencia, tanto la
Iglesia como la Humanidad, saben hoy que la pena de muerte debe ser
rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara
Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar,
en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó
erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un
crimen tremendo”! ¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en
los que la conciencia aún juzgaba que bajo determinadas condiciones,
circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano. Pero un tema
irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la conciencia se puede
permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al
interesado: “Uno no puede decir: ‘te perdono y aquí no pasó nada’. ¿Qué
hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa
actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de
ellos; para otros la cárcel.
Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de
ese momento y fue la reparacion que la sociedad exigió siguiendo la
jurisprudencia vigente” (p. 137).
El pequeño detalle –advertido precisamente por los kelsenianos de
estricta observancia- de que “la ley de ese momento”, vigente
positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas nazis, se le
olvida al Cardenal. El otro detalle más “pequeño” aún, de que en
Nüremberg no se dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica
por aplicar, ni derechos humanos de los acusados por conculcar, ni tortura
aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta.
Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos
no fue “la reparaciòn que la sociedad exigió” sino la venganza monstruosa
de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de los Aliados, en
Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está en
contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos
comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese
momento”, caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito
más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del
judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto
que le acometieran. “Hace poco” –les confía a sus socios biográficos-
“estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y,
mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos
recordaba:’Señor, que en la burla sepa mantener el silencio’. La frase me
dio mucha paz y mucha alegría” (p. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a la
que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada de los
negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el prete
podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por objeto,
pero Dios no se deja burlar (Gál.6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su
Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando,
a fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el
Altísimo “la vara de hiel de su rigor”.
Agreguemos apenas un par de cosas, en las actuales circunstancias. La
primera, para quienes creen que cuando insistimos en la maldita vigencia
del sofisma hebreo de la reductio ad Hitlerum, estamos afiliados al
Nacionalsocialismo. No; tratamos de estar filiados a la verdad histórica,
que es algo bien distinto. En grosera evidencia queda el funcionamiento
de aquella falacia. Con los nazis se acabaron los axiomas providistas de
“toda vida vale” y otros semejantes. Toda vida vale; desde la de la ballena
hasta la de la mascota hogareña. Pero las tronchadas de modo crudelísimo
bajo el tribunal más abyecto de la historia contemporánea, ésas no
cuentan. Siempre habrá un eufemismo para justificarlas.
¿Alguna vez, como lo dijera Federico Mihura Seeber, sacarán al Nazismo
del Cuarto de Barba Azul de la Historia; aquel en el cual no se puede
ingresar so pena de morir si uno descubre y grita la verdad? ¿Alguna vez
los católicos escucharán la voz de León XIII, que ciceronianamente exigía
escribir la historia, tomando por ley primera la de la veracidad y por
segunda la del rechazo a la mentira?
Lo segundo es que admitimos que se pueda distinguir entre lo doctrinal y
lo prudencial en tan delicada materia; dejando a salvo los principios
perennes sobre la legitimidad de la pena de muerte, mas desaconsejando
su aplicación sin causas, condiciones, requisitos y protagonistas de
probada licitud. Pero aquí, al mejor estilo bergogliano, se ha fusilado sin
misericordia a la recta doctrina, conculcándola a sabiendas; a pesar de los
funestísimos efectos en cascada que tamaño cambio puede implicar
potenciando el relativismo ético.
Bergoglio, por caso, ya aceptó el pañuelo verde abortero que le entregó el
crápula de Nicolás Fuster, en vez de enroscárselo en el cuello al osado, y
pedirle a algún guardia suizo que lo desalojara de la plaza de San Pedro.
Ahora, las mismas aborteras usarán esta reforma catequística para
enrostrarles a los católicos que si no legalizan la “interrupción voluntaria
del embarazo” las están condenando a muerte, lo que sería contrario al
neodogma francísquico.
Porque entre las demencias de este cambio doctrinal está la de no querer
distinguir entre persona culpable e inocente. Como si la Iglesia, durante
los dos milenios que dio razones en pro de la pena capital, lo hubiera
hecho pensando en liquidar seres humanos indiscriminadamente.
Lo tercero por agregar es aún más importante. En el artículo del
Catecismo reformado por Bergoglio, se dice que “la pena de muerte es
inadmisible a la luz del Evangelio”. Imposible reunir aquí la cantidad de
pruebas en contrario que durante veinte siglos han aportado los
estudiosos de la doctrina católica. Patrólogos, escolásticos, pontífices,
doctores: una legión de sabios estudió el tema y supo resolverlo sin faltar
a la caridad ni a la ortodoxia.
Acaso sirva recordar uno de esos textos evangélicos significativos, hoy
olvidados por el ghandismo eclesiástico dominante o por la vulgar
sodomización de los cuadros jerárquicos. Está en el capítulo diecinueve
del Evangelio de San Lucas, Parábola de las Diez Minas o De las minas y los
talentos, y dice: “Pero mis enemigos, los que no me querían por Rey, sean
apresados y degollados en mi presencia” (Ls. 17, 27).
Por cierto que lo antedicho exige una lectura en clave parusíaca, y que
nadie está pensando en una degollina literal que, de sobrevenir, nos
tendría a nosotros por primeros destinatarios. Parafraseando a Bernanós
habría que decir en estos días: “seremos degollados por curas
bergoglianos”. Pero aún leída la perícopa en perspectiva sobrenatural, es
evidente que Nuestro Señor no rechazó la licitud de analogar Su Mensaje
Salvífico con la posibilidad de la muerte como pena, sanción y castigo,
para todos aquellos que,rechazándolo, le declararan enemistad a su
Divina Realeza.
Ahora falta que Bergoglio modifique los Santos Evangelios porque le
resultan inadmisibles a la moderna conciencia de la dignidad humana.
Según la bibliográficamente caudalosa “Enciclopedia dei Papi”, fue el
Pontífice Benedicto IX el que renunció a su cargo, vendiéndoselo por 1500
libras al Arcipreste Juan de Graciano, futuro Gregorio VI. Dirán los celosos
investigadores si el dato es corroborable. Desde aquí, simplemente,
damos por iniciada la colecta para juntar 1500 libras. Por las dudas se
pueda repetir la historia.
ADELANTE LA FE 03/08/18

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