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ENTREVISTA

A CARLOS ROSENKRANTZ

Jorge Fontevecchia — ¿Por qué se peleó con Lorenzetti apenas fue designado?
Carlos Rosenkrantz — Fue una discusión respecto de cuál era el modo correcto de
proceder en la transición. El resultado fue producto de nuestra exacerbada
emocionalidad, pero lo doy por superado.
—¿Sintió que no estaban cumpliendo con la investidura?
—Seguí las reglas. Había mecanismos menos cruentos para alegar acuerdos.
—Se habló mucho de su excelencia académica, pero también de su falta de
experiencia en el ámbito de la práctica judicial Pero cuando asumió, Lorenzetti
tampoco tenía experiencia. ¿Las aptitudes políticas se desarrollan o es un atributo que
se tiene o del que se carece?
—Es una pregunta multidimensional porque depende de muchas consideraciones
diferentes. Por ejemplo, cuál uno entiende que debe ser el rol de una Corte, de su
presidente, cuál es el modo de funcionamiento de una Corte en particular. Es importante
entender que las Legislaturas y tribunales de justicia tienen dos funciones esencialmente
diferentes. Una Legislatura crea normas. Un tribunal de justicia resuelve casos
aplicando normas. En todos los casos habrá alguna decisión, cosa que no sucede en las
legislaturas. Un presidente de una Corte Suprema tiene que ser capaz de hacer que sus
pares razonen del modo por el cual será más probablemente que se llegue a la verdad
jurídica. No creo que las habilidades propias de un líder de una bancada en un Congreso
sean las mismas que las de un presidente en un tribunal de justicia, sobre todo dado el
modo de funcionamiento actual de la Corte, que pasó de un modelo de poder muy
concentrado a un modelo de responsabilidad desconcentrado, distribuido. Lo que la
Corte haga o deje de hacer es responsabilidad de todos los ministros por igual.
—Su predecesor dijo: “No buscamos la verdad, buscamos resolver conflictos”. Y
el predecesor de su predecesor, Enrique Petracchi, dijo: “Todos los jueces son
políticos, lo sepan o no. Son como los cangrejos, que son crustáceos, aunque no lo
sepan”. Lo veo sonreír. ¿Comparte esas visiones?
—Si lo que se quiere decir es que los tribunales de justicia no están vinculados por
el derecho, sino por la política, es un gran error. En el derecho, no sé si hay verdad,
pero hay corrección. En la política hay consenso. Los tribunales de justicia tienen que
ser tribunales donde se aplica el derecho. Nuestros constituyentes, cuando exigieron
que los ministros de la Corte fueran abogados presupusieron que se iba a decidir de
acuerdo a derecho. Si lo que se quiere decir es que los jueces de la Corte están liberados
de las restricciones que nos impone el derecho, estoy en desacuerdo con esas citas.
—¿Usted es el más aséptico políticamente de sus pares?
—No los conozco tan íntimamente. Yo tuve una importante militancia política. Mi
padre fue diputado por la Unión Cívica Radical Intransigente en el 58, mi madre era
maestra, dirigente de Ctera. Tuve y tengo opinión política, y no creo que sea
inconveniente para un juez haber transitado por la política. Tiendo a pensar que nadie
entra con malas intenciones a la política, de modo que el tránsito por la política es más
bien un activo que un pasivo en la vida personal de un hombre.
—Que Sergio Moro sea el ministro de Justicia del presidente Bolsonaro y haya sido
propuesto por él para ser miembro del Supremo Tribunal de Brasil, el equivalente a
nuestra Corte Suprema, ¿mella, pone en discusión su condena a Lula?
—La pregunta que me resulta más interesante es si debería mellar y mi respuesta es
no.
—Parte de la tirantez interna en la Corte consiste en restarle el poder que ejerció
durante sus tres mandatos su predecesor, donde no había nombramientos, ascensos ni
traslados a otros ámbitos judiciales, si no se contaba con el aval, no del resto de los
miembros de la Corte, sino exclusivamente del presidente. ¿Era excesivo ese poder de
su predecesor o en su caso se lo limita indebidamente?
—Me siento muy cómodo con este modo de funcionamiento. Antes no había duda
de que en temas jurisdiccionales todos contábamos como uno, ahora todos contamos
como uno en temas jurisdiccionales y administrativos. Esta es una institución donde la
mayoría decide su modo de funcionamiento y es una buena manera en un país que
quiere ser una república. Cuando no me toque ser presidente voy a estar contento de
poder contribuir de igual a igual con todos los demás a todos los desafíos que tiene la
Corte por delante.
—Héctor Marchi, el secretario de Administración y titular del Comité de
Inversiones de la Corte, tiene una figura muy cuestionada públicamente desde diversos
sectores. ¿Pensó alguna vez en desplazarlo?
—Intenté sustituirlo. No era una crítica personalizada en su desempeño, sino que,
si el presidente tenía la responsabilidad de administrar la Corte, lo debía poder hacer
con gente de su confianza. Mis pares estuvieron en desacuerdo. Como todo lo que se
hace en una Corte se decide por mayoría, se votó y perdí.
—¿Pensó producir cambios en la Dirección de Captación de Comunicaciones,
vulgarmente conocida como pinchadura legal de teléfonos?
—Esa caracterización me parece denostativa. Tenemos que tener la madurez
necesaria para entender que hay ciertas funciones que todo Estado que quiere protegerse
a sí mismo y a sus ciudadanos debe llevar adelante. Se debe hacer con protocolos que
protejan lo que queremos proteger. En este caso es la privacidad. Estamos trabajando
en consensuar algunos cambios para mejorar lo mejorable.
—¿A qué atribuye que los jueces de Comodoro Py no hayan asistido al discurso de
apertura del año judicial, mientras que lo hacían cuando usted no presidía la Corte?
—Solo puedo compartir conjeturas. Una es problemas de agenda. Otra, porque
nunca ejercí en el ámbito del derecho penal y no conozco personalmente a los jueves
de Comodoro Py.
—En el blog especializado en derecho La Causa de Catón, un artículo lleva el título
“Rosenkrantz contra todos”, y dice: “Los últimos fallos de la Corte Suprema
evidencian una clara división asimétrica entre dos estilos de razonamiento judicial”.
¿Podría sintetizar esos dos estilos asimétricos?
—Una vez le preguntaron a Freud cómo se hace famoso un académico, y él
respondió que es muy fácil, hay que exagerar. Lo que ahí se dice es una exageración.
Nosotros estamos muy acostumbrados a pensar binariamente. Los matices nos cuestan.
La principal virtud judicial es la actitud para ponderar. Hay maneras diferentes de
concebir la responsabilidad primaria de un juez. Yo soy bastante ceñido a los textos y
a las tradiciones de interpretación de los textos. Hay otros jueces que son un poco menos
ceñidos porque tienen una concepción del rol judicial diferente.
—¿Qué piensa del pedido del expediente de la causa Vialidad solicitado por los
otros miembros de la Corte?
—Ese tema está pendiente de reasunción por la Corte, por lo que le pido que me
conceda no pronunciarme al respecto.
—Se le atribuye a Alberto Fernández haber sido la persona que solicitó a la Corte
que lo hiciera. ¿Fue así?
—No me consta.
—¿Que recurrentemente haya fallos en los que usted está en disidencia con los
demás miembros de la Corte obedece a una diferencia conceptual que va más allá de
los matices?
—La gran mayoría de las decisiones son unánimes. Ha habido disidencias en casos
muy importantes y muy representativos.
—¿En mayor proporción desde que usted la preside?
—Hubo momentos de grandes disidencias. Petracchi escribía muchas disidencias.
Hay Cortes en las que los jueces no pueden comunicar el modo en el que votan. Creen
que las disidencias dan razones para pensar que en el derecho hay muchas decisiones
posibles. El derecho da respuestas correctas, a veces nos es difícil identificarlas, pero
están. Las disidencias, en el mundo lego, dan la sensación de que…
—Mitad de la biblioteca a favor y mitad en contra.
—Exacto. Esa expresión no refleja la actitud que debe tener ni un juez ni una
ciudadanía. Todos debemos pensar que hay una respuesta correcta y a veces nos es
difícil encontrarla. Si pensamos que no hay respuesta correcta, el derecho se convierte
en un fenómeno de poder, y si el derecho se convierte en un fenómeno de poder se
socava a sí mismo. El derecho es un gran invento que nos permite vivir unos con otros,
independientemente del poder que podamos ejercernos recíprocamente. Si lo
socavamos, nos quedamos sin nada que haga posible la vida civilizada.
—¿Es exagerada la percepción de que usted no tiene una muy buena relación con
sus pares?
—Es incorrecta. Muchas veces tenemos desacuerdos importantes, pero también
tenemos muchos acuerdos. Todos sabemos que somos parte de un colectivo y que el
funcionamiento y la reputación del colectivo dependen de cada uno de nosotros.
—¿Qué lo llevó a votar del modo que lo hizo en el 2 por 1? ¿Lo afectó en algo la
reacción de la sociedad?
—No tenía duda de que votar como lo hice era lo correcto, por muchas razones
técnicas y por la convicción de que la barbarie no se puede terminar con barbarie. Los
derechos humanos se nos conceden por el mero hecho de que portamos humanidad, y
todos portamos humanidad. Son derechos para todos. La reacción me sorprendió, la
entendí, emocionalmente la compartí y por eso el momento fue difícil para mí. Tuve la
convicción de que fui elegido para fallar de acuerdo con la razón y no con las
emociones, y por eso hice lo que hice.
—¿Hubo un exceso de garantismo al prohibir la retroactividad de una disposición
penal más gravosa?
—No hubo exceso de garantismo, retroactividad de la ley penal más gravosa es un
punto central de una visión liberal respetuosa de los derechos fundamentales que tiene
que tener toda república. Por eso voté como voté, en soledad. Fue un momento difícil.
Consideré que una ley que había sido aprobada por todo el Senado, toda la Cámara de
Diputados menos uno, endosada por la ciudadanía, era una ley inconstitucional.
También con la convicción de que el rol que me cabe requiere muchas veces tomar
decisiones que son impopulares.
—¿Fue un error haber aceptado ser miembro de la Corte en comisión sin
aprobación previa del Senado?
—Estaba en Paraguay cuando me llamó el doctor Garavano y me dijo que el
Presidente había decidido nominarme para la Corte. Me preguntó si aceptaba y le dije
déjemelo pensar. Después me dijo que el nombramiento iba a ser en comisión, y le dije
déjemelo pensar más. Empecé a analizar la cuestión del nombramiento en comisión. Es
una atribución que la Constitución le da al presidente, que se ejerció durante muchos
mandatos constitucionales, de modo que no tenía duda respecto de la juridicidad del
acto y acepté. Despertó una enorme reacción, incluso de mucha gente que miraba con
simpatía la designación y al Gobierno. Si la pregunta es retrospectiva, diría que,
analizando paso por paso, no me arrepiento, creo que hice lo correcto. Si hubiera sabido
que habría los hechos políticos que sucedieron, lo pensaría nuevamente.
—¿Cuándo conoció al presidente Macri?
—Puedo contar una anécdota que refleja mi intuición política. Yo era rector de la
Universidad de San Andrés, y el centro de estudiantes invitaba a personalidades de la
política con bastante asiduidad. Fui a darle la bienvenida al presidente Macri, que me
saludó casi sin mirarme, y me dio la sensación de que con esa impronta no podía ganar
ninguna elección. Esto debe haber sucedido en el año 2011 o 2012. Así lo conocí. No
creo que él recuerde ese intercambio.
—¿Después no volvió a verlo hasta que lo nombró miembro de la Corte?
—Una vez más, en 2012. Me invitaron a un almuerzo con treinta intelectuales,
académicos, profesionales. Creo que ni siquiera nos presentamos.
—Podríamos decir que, prácticamente, no lo conocía.
—No lo conocía. También me sorprendió que, una vez nominado, tampoco deseara
conocerme. Me pidieron que me reuniera con la vicepresidenta, pero el Presidente no
quiso conocerme.
—¿Cuál es su relación con Fabián Rodríguez Simón?
—Lo conocí hará cuarenta años. Eramos compañeros de facultad y nos juntamos en
un mismo gimnasio: durante una época practiqué con intensidad el boxeo, y él también.
Nos hicimos amigos, amistad que continuó hasta ahora.
—Independiente de todas sus calificaciones académicas y profesionales, ¿qué rol
le asigna en su designación a la intervención amistosa con Rodríguez Simón?
—Me preguntó si me interesaba ser considerado para la Corte, le dije que sí y el
paso siguiente en esta historia es el llamado del ministro Garavano.
—¿Siendo miembro de la Corte mantuvo distancia en la relación personal?
—Se dio de ese modo por nuestras respectivas ocupaciones.
—¿Fue un error haber ido al casamiento de la hija de Rodríguez Simón?
—Un error que volvería a cometer. Conozco a su hija desde que tenía un año,
conozco a sus hijos desde antes de nacer, conozco a su ex mujer, que es amiga mía. Me
parecía una sobreactuación inapropiada no ir, de modo que si es un error porque me
trajo alguna reprobación, no sé si de buena o de mala fe, lo volvería a cometer. Cuando
se case su segundo hijo, voy a ir.
—El diario “Página/12” tituló su foto en ese casamiento con la conocida cita: “La
mujer del César no solo debe ser honrada sino también parecerlo”.
—Es importante, pero buena parte de la gente que me conoce no tiene ninguna duda
de que el hecho de que hayamos sido amigos durante tanto tiempo impide mi
inasistencia.
—Se lo acusa también de fallar generalmente a favor del Gobierno.
—Probablemente, en la historia argentina no hubo ningún caso judicial que haya
tenido la relevancia del 2x1. Sin embargo, voté como voté, en soledad. El Gobierno es
una circunstancia. Yo actúo y decido de acuerdo con mis convicciones. Además, en
general, mis decisiones son en disidencia, ni siquiera son a favor del Gobierno. Trato
de describir con mucha precisión cuáles son las razones jurídicas que animan el voto
que firmo. Por lo tanto, lo tomaría como una acusación partisana por ponerlo de alguna
manera.
—La Corte Suprema de Justicia en diferentes fallos sostuvo que “no es causa de
recusación el haber el juez patrocinado anteriormente a uno de los interesados en
asunto distinto”. De cualquier forma, ¿no le genera inquietud tener que fallar sobre
clientes a los que tuvo actuando como abogado?
—No. Si me generase alguna inquietud, no participaría. Las reglas son claras. Las
reglas a veces nos restringen, pero también nos habilitan. Nada hay que criticar a quien
sigue las reglas.
—No está obligado a excusarse pero podría haber apelado por razones de decoro,
que es una facultad expresamente prevista. ¿Consideró que no era necesario?
—Me he excusado por razones de decoro cuando creo que mi participación puede
generar un impacto en la credibilidad de la imparcialidad de la decisión. Si creo que la
situación requiere mi abstención, lo hago.
—Que Alberto Fernández sea el abogado de Cristóbal López y, al mismo tiempo,
sea el candidato a presidente del más numeroso partido de la oposición, que dice que
habrá que juzgar a los jueces que procesan a prominentes kirchneristas, ¿es un
conflicto de intereses entre un abogado y un candidato a presidente?
—El rol que usted le adjudica como abogado al doctor Fernández y sus aspiraciones
presidenciales se pueden distinguir. Sus afirmaciones fueron un poco ambiguas y no
muy felices.
—El profesor Charles Dunlap de la Duke University School of Law estadounidense
creó el neologismo “lawfare”, de law (ley) y warfare (guerra) para referirse a una
“guerra jurídica” donde se usa la ley como un arma para desacreditar al adversario
político. ¿Sucede algo así en la Argentina?
—La Argentina es un país muy conflictivo, muy divisivo, en el que las grietas son
muy importantes. Es muy importante creer y actuar sobre la base de la convicción de
que el derecho es un dominio autónomo de todo lo demás y en especial de la política.
Uno de los grandes problemas argentinos ha sido la judicialización de la política y la
politización de la justicia. Hay que terminar con eso. El derecho puede ser usado como
un arma de choque al servicio de intereses sectoriales o partidarios. Para impedirlo
estamos los jueces.
—¿Puede darse en Argentina el “lowfare” que denuncia también la ex presidenta?
—Uno no puede tener una opinión general sobre una situación judicial, un
expediente, si no lo conoce en profundidad. Tiendo a creer que lo que hacen los jueces
lo hacen por razones jurídicas, hasta que mi propia conexión con un expediente me
convenza de lo contrario. Diría que es absolutamente prematuro pensar de un modo o
del otro.
—Se le atribuye ser un abogado de empresarios y tener una visión corporativista.
—En mi vida he hecho muchas cosas diferentes. Trabajé durante algún tiempo en
el Estado. Hice política. Fui asesor de la Convención Constituyente del 94, de la
Convención Constituyente de la Ciudad de Buenos Aires del 96. Representé intereses
públicos como abogado. Trabajé por la Argentina en algunos juicios a los que fue
sometida en la década de 2000. Fui socio fundador de algunas asociaciones de defensa
de los derechos civiles. Participé con mucha intensidad en la política de derechos
humanos del presidente Alfonsín. Fui rector de la Universidad de San Andrés, de lo que
estoy orgulloso. Como lo estoy también de haber sido solicitado por muchos clientes
diversos. Representé a empresas muy importantes en algunos litigios, pero no creo que
haya nada denostativo. Un dato curioso de nuestra Constitución es que para ser juez de
la Corte le exige ocho años de ejercicio de la profesión de abogado, lo que indica que
los constituyentes pensaban que ejercer la profesión es una precondición de un buen
desempeño judicial.
—Su predecesor en la presidencia de la Corte había sido abogado de un sindicato.
¿El tipo de clientes que se ha tenido como abogado perfecciona la cosmovisión con la
que se llega a la Corte?
—No. Es fácil distinguir entre la responsabilidad que tiene un abogado de defender
los intereses de su cliente y la responsabilidad que tiene un juez. Muchos de mis
predecesores fueron abogados exitosos. El doctor Petracchi durante algún tiempo
trabajó en el Estudio Galante, que era de grandes empresas. El doctor Bacqué también
fue ministro de la Corte y trabajó con el doctor Petracchi en el Estudio Galante. Uno
tiene una particular responsabilidad de ser absolutamente imparcial, y que se note,
cuando tiene que juzgar intereses con los que alguna vez se lo ha visto asociado.
—Recientemente, la Corte declaró la inconstitucionalidad del impuesto a las
ganancias en el caso de una jubilada. Usted votó en disidencia puntualizando, entre
otras cosas, que la actora percibía un haber jubilatorio significativamente superior al
mínimo y que el tributo no era, en el caso, ni irrazonable ni confiscatorio. En el caso
de los jueces, se plantea que la imposibilidad del pago del tributo se funda en la
intangibilidad de la remuneración. ¿Le genera una contradicción que tiene que fallar
por otro ciudadano que tiene que pagar, mientras que siendo miembro de la Corte no
tiene que pagar impuesto a las ganancias?
—No. Es una habilidad importante que tienen que tener los jueces, que cuando
deciden un caso deciden un caso. Es lo que nos diferencia de otros funcionarios que
tienen que tener en cuenta la consistencia entre lo que hacen en un caso determinado y
todo lo demás. Nosotros tenemos que aplicar las leyes a los casos que nos toca juzgar,
y el caso que me tocó juzgar era, a mi criterio, claro.
—Respecto de la intangibilidad de la remuneración de los jueces, ¿alcanzaría con
que se aumentase la retribución y que pasasen a pagar impuesto a las ganancias, y de
esa manera no estaría afectada su intangibilidad?
—Eso puede judicializarse, es algo que puede suceder en el futuro cercano y habrá
que pensar si esa solución es constitucional o no.
—¿Es razonable que los jueces tengan una retribución equivalente a la que
tendrían si se dedicaran a la actividad privada?
—La primera pregunta que tiene que hacerse una república es qué tipo de jueces
quiere. Y la segunda es cuánto tiene que pagar para tener los jueces que quiere tener.
—Muchos ministros en la actividad privada tendrían una remuneración superior.
La diferencia es que en el caso del Poder Ejecutivo y del Legislativo es por un período,
mientras que en el Judicial se presume que es de por vida, lo que obliga a una
valoración distinta de su remuneración.
—Además, los jueces no pueden realizar ninguna actividad comercial
colateralmente al desempeño de la magistratura. Para pensar el problema hay que
disociar y no comparar incomparables.
—¿A quién le atribuye la responsabilidad de los casos de espionaje a los que usted
y otros miembros de la Corte han sido expuestos?
—No tengo hipótesis, ni siquiera conjeturas. Fue una sorpresa absolutamente
ingrata que haya gente que se anime a hacer lo que se hizo.
—Se mencionó que miembros de la Corte eran consumidores de informes de
inteligencia paralelos, como los denunciados en la causa que se tramita en el juzgado
de Dolores con el juez Ramos Padilla. ¿Le resulta verosímil algo así?
—No.
—¿Cuál es la relación entre la Secretaría de Inteligencia y la Corte?
—No debería haber ninguna relación.
—En el caso de los jueces de Comodoro Py, por su natural tarea, ¿debería haber
alguna relación?
—Investigación e inteligencia son cosas totalmente distintas. Los jueces son
encargados de investigar ciertos hechos, para lo cual requieren el auxilio de órganos
profesionales capaces de contribuir a esa investigación, pero eso es diferente que hacer
inteligencia. Los jueces y la inteligencia son dos extremos que no se llevan bien. Los
jueces y la investigación tienen una natural consustanciación.
—¿Cómo entiende el rol de la Corte Suprema en la situación actual y en función a
cómo se ha distribuido el poder dentro de la Corte?
—El país requiere mayor seguridad jurídica, si no, es muy difícil generar la
confianza que todos necesitamos para cooperar unos con otros. Y si no cooperamos
unos con otros, va a ser muy difícil que el país genere riqueza y haga posible la
realización de la justicia distributiva. El rol central de la Corte es contribuir a generar
seguridad jurídica. El mandato categorial de la Corte Suprema argentina es que la
búsqueda de objetivos sociales valiosos solo se puede hacer dentro del derecho.
—¿Cuál es su evaluación del nivel de formación de los abogados y qué habría que
cambiar en ese sentido?
—Una de las más gratas sorpresas que tuve cuando me uní a la Corte fue la calidad
de sus recursos humanos. En el Poder Judicial, en la Corte, hay gente de primera. La
educación legal, como la educación en general, en la Argentina es anticuada y
deficitaria. No ha prestado suficiente atención a la necesidad de implantar más
habilidades que conocimientos. La razón es muy clara. Decir cosas es barato. Es fácil
poner a un profesor delante de cuarenta personas que son pura escucha. Mucho más
difícil es implantar habilidades porque eso requiere muchísimo experimentalismo. En
cualquier lugar del mundo las profesiones legales son lugares donde la gente aprende a
argumentar. El derecho es un fenómeno de razón, se aprende pensando. Incentivar la
capacidad analítica de los estudiantes requiere experimentación, es muy costoso, pero
es fundamental, y eso se ve con muchísima más claridad cuando uno es juez. Para
mejorar la Justicia, no solo hace falta lo que hacemos los jueces, sino también hay que
mejorar la educación legal y el funcionamiento de la profesión.
—En la Argentina los abogados pueden mentir. En Estados Unidos, no.
—Quien ha transitado una experiencia judicial queda sorprendido por el hecho de
que buena parte de la energía institucional en un litigio está destinada a desacreditar lo
que las partes afirman, que en general son falsedades, para tratar de identificar qué es
lo fácticamente correcto. En cualquier otro lugar del mundo la tarea del tribunal es
ponderar hechos que son traídos a juicio y, en general, son verdaderos. Nadie corre el
albur de mentirle a un tribunal o a un juez. En Argentina, por una interpretación bastante
discutible del derecho a la no autoincriminación, en los litigios las partes mienten,
incluso en los litigios civiles y comerciales. Si pudiésemos cambiar la reglamentación
que regula esa práctica, la Justicia andaría mucho mejor, y no habría que invertir energía
institucional en ver si lo que las partes dicen es verdad o mentira.
—En Estados Unidos hay una distinción entre el minimalismo y el maximalismo.
El primero se asocia a jueces que tienden a resolver de un modo muy ceñido las
circunstancias de hecho y caso por caso. El maximalismo, por el contrario, se asocia
a jueces que quieren fijar grandes principios con cierto desapego al caso concreto.
¿Con cuál de estos enfoques se siente más identificado?
—Hay que hacer una distinción importante entre un árbitro y un juez. Un árbitro
resuelve un caso, un juez resuelve un caso, pero ofrece un principio que sirve de
sustento a la resolución. La gran cuestión es cuán amplio tiene que ser el principio en
el que apoya su decisión. Tiene que ser un principio que resuelva este caso y muchos
otros casos, o tiene que ser un principio que resuelva solo este caso. La respuesta a esta
pregunta tiene que ver con cómo uno crea que el Poder Judicial va especificando los
modos necesarios en los que la sociedad debe comportarse. Creo que hay que hacerlo
paso a paso porque es el menos conflictivo. Permite que el derecho sea desarrollado de
un modo continuo por predecesores y sucesores en la tarea judicial. Hay una famosa
metáfora que ve al derecho como una gran catedral. Los que iniciaban la construcción
sabían que no iban a terminarla y que era posible que los planos que diseñaban fuesen
reformados por quienes los sucedieran. Por eso, cuando se formulaba algún proyecto se
dejaba espacio para la creatividad de los que vienen, porque si ese espacio no se dejase,
todo el proyecto hubiera sido reformulado, con lo que es imposible construir algo que
requiere cooperación intergeneracional. El derecho es algo parecido. La elucidación, la
identificación y el desarrollo de principios es algo que lleva tiempo y es bueno que así
sea. Además, los hechos son muy importantes para determinar cuáles son las soluciones
de los casos en cuestión, de tal manera que cuanto más mínimo sea el principio que uno
necesita para juzgar, mejor.
—¿Son vinculantes los precedentes en la Argentina?
—No. Eso hace la tarea de juzgar un poco más complicada. Si actúo del mismo
modo que actué antes, es más probable que vaya a desarrollar una regla de cómo se
debe actuar. Si desarrollo reglas, estoy contribuyendo a que el derecho sea más
predecible y que genere más seguridad jurídica. Si no tengo que ser fiel a las decisiones
de mi antecesor, me da mucho más espacio para juzgar, pero al mismo tiempo hace más
inestable mi decisión porque el que me sucede me va a tratar a mí como yo trato a quien
me precede. Si cada uno tiene la aptitud para decidir como quiera, es improbable que
el derecho y el sistema jurídico realicen la función que están llamados a realizar.
—¿Cuál debería ser la relación entre Justicia y periodismo y jueces y periodistas?
—Al periodismo muchas veces le sirve el reductivismo, categorizar los hechos de
un modo muy binario y para ser fácilmente entendido usando las categorías que son
inteligibles para quien constituye la audiencia. Un gran desafío que tiene el periodismo
que hace judiciales es desarrollar nuevas audiencias, es tratar de describir los hechos y
las situaciones y las decisiones con toda la riqueza que creo que tienen los hechos,
situaciones y decisiones. Eso requiere alguna sofisticación, un reporte un poco más
detallado de lo que sucede en tribunales. Los jueces no nos sentimos bien descriptos
por las noticias acerca de nosotros que los medios difunden.
—¿Es por ignorancia?
—No creo. Hay buenos periodistas que hacen judiciales. Es la necesidad de la
inmediatez de la noticia. Las decisiones judiciales son noticias que se entienden bien
después del análisis, y el análisis lleva tiempo. Si la difusión de la noticia es inmediata,
el tiempo no existe. Por eso, en algunas latitudes que entendieron este problema usan
voceros que explican en un lenguaje un poco más sofisticado y con categorías más
completas lo que los tribunales hacen. Probablemente, sea también un problema del
lado de la Justicia. En general los jueces no somos entrenados para hablar. Durante
mucho tiempo dejé en claro mi convicción de que los jueces no deben hablar en público
y solo deben expresarse por sus sentencias. Esta es la primera entrevista larga que hago.
Durante dos años y medio, y hasta que fui designado presidente, no conversé con
ningún periodista. Ahora, las responsabilidades institucionales me obligan. Es un deber
de civilidad dar a conocer algunas de las maneras en las que pienso. Cubrir este tipo de
noticias requiere un periodismo más de opinión que de reporte.
—Cuando habló sobre el periodismo, lo hizo responsable de parte de la mala
imagen de la Justicia. ¿A qué atribuye esa mala imagen que tiene el Poder Judicial en
la opinión pública?
—En buena medida es producto de problemas que tiene la Justicia, lo que a su vez
es producto de problemas que tiene la sociedad. Hay muchas cosas que hacen que la
Justicia funcione como está funcionando. El primer paso muy importante para mejorar
nuestro funcionamiento es mejorar nuestra acumulación de datos. Para mejorar, hay
que medir, y para medir hay que tener aparatos estadísticos relativamente sofisticados.
Muchas veces la gente se agravia por el tiempo que duran los procesos, lo que en parte
puede ser responsabilidad de los jueces, pero muchas veces es responsabilidad
concurrente de los abogados y de los procedimientos, de la inexistencia de recursos,
etcétera.
—Lo mencionado antes, de la posibilidad de mentir.
—Absolutamente. La posibilidad de mentir atenta contra la celeridad en la Justicia.
Todo sería mucho más fácil si los jueces debiesen ponderar hechos que las partes
consensúan como correctos y reducir su decisión a cuestiones verdaderamente
contenciosas.
—¿Sus colegas de Estados Unidos le transmiten alguna preocupación sobre la
imagen de la Justicia allí?
—Hay un problema universal, la judicialización de la política. Buena parte de los
conflictos intratables que una sociedad tiene que solucionar para poder vivir en
conjunto no son solucionados por la política, sino diferidos a la Justicia. Ha hecho que
la Justicia tenga que tomar decisiones en cuestiones que son muy divisivas para un país.
Piense, para no hablar de Argentina, el problema del aborto en los Estados Unidos.
Antes, los jueces decidían cuestiones de derecho. Las cuestiones políticas eran
decididas por la política. Ahora, hay una interrelación que hace un poco más difícil el
ejercicio de la magistratura, y eso hace que el público en general vea a muchos jueces
como partidarios militantes de alguna visión que, cuando están en desacuerdo,
denostan.
—El premio Nobel de Economía Douglas North sostuvo que el desarrollo
económico está muy vinculado a los incentivos institucionales. ¿Cómo puede contribuir
el Poder Judicial a que la Argentina crezca?
—La posibilidad de desarrollo de un país depende de condiciones sistémicas, lo que
a su vez depende de generación de incentivos y desincentivos. El rol central que tiene
el derecho es generar incentivos para que todos contribuyamos al esfuerzo cooperativo
común. Esto es impedir que dejemos de hacer aquello que la gente espera que hagamos.
Si dejamos de hacer lo que la gente espera que hagamos, esa actitud tiene un efecto
imitativo totalmente socavador de la posibilidad de cooperación. Mi incumplimiento es
la justificación del incumplimiento de todos los demás. Si yo incumplo, los demás
incumplen, si los demás incumplen yo incumplo y si todos incumplimos, todos estamos
peor. El derecho viene a garantizar que todos van a cumplir lo que la sociedad espera
que hagan y tiene un efecto liberador. A pesar de que es pura restricción, nos libera de
la desconfianza que podemos tener en el otro y nos permite que el esfuerzo cooperativo
se realice para beneficios recíprocos. Es superinteresante pensar que en otros momentos
los delitos más gravosos eran los de defraudación de la confianza que otro deposita en
uno. En la Divina Comedia, Dante manda al séptimo círculo a los violentos, pero al
octavo y al noveno a los perjuros y a los defraudadores porque había entendido una
verdad fundadora de la civilidad. Para poder hacer cosas unos con otros necesitamos
confiarnos recíprocamente.
—Lo escuché en alguna conferencia decir que el presidente de la Corte no tiene
que buscar el consenso y lo comparó con una convención de físicos. ¿Por qué las
disidencias pueden ser útiles y el consenso, dentro de una Corte Suprema, no tan
valioso?
—Una disidencia se puede ver como un ejercicio autoindulgente y vanidoso de
quien quiere separarse de los demás. Alguna vez lo escuché a usted mencionar a Freud
acerca del narcisismo de las pequeñas diferencias. O uno puede pensar que las
disidencias son ejercicios honestos de contribución a la historia del derecho. Son hitos
que pueden incentivar la reconsideración por parte de otros jueces del modo en el que
un caso se resuelve. No creo que el rol central de un presidente en una Corte como la
nuestra sea generar mayorías. Las mayorías se generan porque los casos hay que
resolverlos y en general las Cortes tienen números impares. La metáfora que usé es que
nadie caracterizaría al presidente de una convención de físicos como un buen presidente
por el hecho de que logre mayorías o unanimidad. Es un buen o un mal presidente si
crea o no las condiciones para que la convención debata del mejor modo posible las
cuestiones físicas. Lo mismo se aplica a cualquier ministro del tribunal.
—¿Le genera satisfacción este trabajo?
—Es el mejor trabajo que alguien puede tener.
—Competimos en eso porque yo creo que el del periodista es el mejor trabajo.
—Quizás los más placenteros sean parecidos. Trabajo mucho con mis letrados y el
momento en el que llegamos a la conclusión de cuál es la manera correcta de resolver
un caso es de enorme efusividad. Imagino que en el periodismo el momento en que uno
cierra una nota, sabiendo que fue capaz de capturar lo que caracteriza a un momento o
a una situación, también debe ser de la misma emocionalidad. La diferencia entre la
vida académica y la vida de un juez es que acá las discusiones son de verdad, en el
sentido de que las decisiones son necesarias. En la vida académica, si me equivoco no
causo daño a nadie. Que se equivoquen los jueces es un problema. El peso de juzgar es
muy disciplinador, saber que las decisiones importan nos obliga, nos incentiva, nos
fuerza, nos habilita a pensar mejor.
—¿Mejora a la persona?
—Sí. En la tradición judía los grandes patriarcas eran jueces. Dice mucho acerca de
la valoración que tiene que tener una cultura de aquellos que tratan de buscar qué es lo
correcto. Despliega la virtud intelectual más sofisticada, la habilidad para ponderar. El
arte también lo hace. Tenemos dos operaciones mentales básicas, el cálculo y la
ponderación. El cálculo es la composición de variables comparables; la ponderación,
de variables incomparables. Las computadoras calculan fácil, pero no ponderan. La
tarea de juzgar exige la ponderación.
—Hay profesiones que mejoran con la edad.
—Octavio Paz en Los privilegios de la vista, usando una frase de Góngora, dice que
a los pintores no hay que ver cómo empiezan, sino cómo terminan. Los jueces también
pueden mejorar con la edad, y esa es la razón por la que en muchas civilizaciones los
jueces son las personas mayores.
—¿Cómo fue su participación en el juicio a las juntas, su relación con Alfonsín?
—Mi relación con Alfonsín fue una de las experiencias personales más
enriquecedoras. Le tengo un respeto enorme. Era portador de la virtud que más
ennoblece a alguien, era un hombre generoso, hombre dispuesto a sacrificarse. Me
trataba de usted, me decía Carlitos. Lo vi mucho una vez que dejó el poder. Cuando
trabajaba con él estaba en un grupo de abogados integrado por Jaime Malamud y Carlos
Nino. Antes había sido integrado por Martín Farrell y Eduardo Rabossi, que después
tuvo participación importante en el Nunca Más. Nuestro primer desafío fue pensar una
política de derechos humanos que satisfaga ciertos imperativos morales que Alfonsín
creía que eran inclaudicables. Estuve presente en algunas de esas conversaciones donde
para Alfonsín la cuestión del juicio a las juntas era absolutamente innegociable, era
parte de un imperativo moral para refundar la república. Luego lo conocí mucho.
Disfrutaba de la conversación inteligente. Era un aficionado a la filosofía. Escribió un
libro de filosofía constitucional y me pidió que se lo presente. Después de leerlo, me
preguntó qué me parecía. Le dije: “Usted quiere que le diga la verdad, por supuesto, el
mejor servicio que puede hacerle a la república es escribir un libro de memorias y decir
todas sus verdades”. Me miró un rato seriamente y me dijo: “No le gustó el libro, ¿no?”
Pero me había gustado.
—¿En el juicio a las juntas?
—Fuimos parte de un grupo que trataba de hacer un análisis prospectivo de cómo
iba a terminar. Eran momentos muy complicados para la Argentina, no se sabía qué
grado de viralización podía tener el juicio. Fueron momentos muy desgarradores porque
conocimos de primera mano algunos de los hechos que hasta entonces muchos
argentinos no conocían.
—¿Esa prospectiva se correspondió con lo que fue sucediendo después?
—Los análisis que hacíamos no fueron buenos. Pensamos que los juicios iban a ser
más fáciles de llevar adelante de lo que fueron después. Había resistencias en algunos
lugares institucionales que no tuvimos suficientemente en cuenta y el proceso fue
mucho más largo y tortuoso de lo que pensamos que podía ser.
—¿Qué significó en su vida haber sido abogado de CHA?
—Fue un acto de militancia del que me siento muy orgulloso. Hoy es estándar
pensar que las preferencias sexuales de una persona son secundarias, como tener
distinto color de pelo. Pero a principios de los 90 la situación era diferente.
Representamos a la Comunidad Homosexual Argentina ante la Corte Suprema de la
Nación.
—¿Cómo se informa actualmente?
—Los fines de semana empiezo por PERFIL, obviamente. Lo leo hace muchos
años. Leo La Nación, Clarín, veo un poco de televisión, escucho un poco de radio y a
veces leo Página/12. Sobre todo cuando me honra con la tapa, cosa que viene
sucediendo con alguna asiduidad. El diariero, a quien conozco hace 20 años porque es
un hincha fanático de Independiente, me regala Página/12 cada vez que aparezco en la
tapa. Si quiere incrementar la tirada poniéndome en la tapa, conmigo no lo logra porque
lo recibo gratis esos días.
—El quiosquero lo pagó.
—Sí, es probable.
—¿Qué personas le ejercieron influencia intelectual?
—La gente más influyente en el desarrollo intelectual de una persona es la que uno
ha conocido, no los libros que ha leído. He leído libros que creo importantes que
cambiaron mucho mi modo de pensar, pero los que realmente me modelaron fueron
individuos. Sin duda, Nino. Era un argumentador incansable, un hombre de una
potencia intelectual absolutamente maravillosa que durante mucho tiempo hizo difícil
que piense con autonomía. Yo era una especie de adlátere intelectual, buena parte de
sus convicciones me eran tan familiares que las tomaba como propias. Luego entendí
que tengo una diferencia importante con él. El mejor homenaje que le puedo hacer es
dar cuenta de que el modo del que pienso es una reacción al modo en que él pensaba.
Nino, y creo que se puede explicar por las circunstancias que le tocaron vivir, no creía
que el derecho es la única avenida para la realización de la justicia en una sociedad
compleja. El creía directamente en la justicia, yo creo en el derecho. Esto parece una
distinción terminológica, pero tiene enorme relevancia en el momento de decidir qué
es lo que uno debe hacer.
—¿Podría explicar esa diferencia como lo haría ante alumnos de primer año de la
facultad? Normalmente se confunde justicia y el derecho.
—Si estuviésemos de acuerdo acerca de cómo la sociedad debe organizarse, cómo
deben distribuirse los recursos, quién tiene que contribuir al esfuerzo cooperativo, quién
puede gozar de los beneficios del esfuerzo cooperativo, seguramente el derecho no sería
muy relevante. Deviene en muy relevante en sociedades antagonistas, donde la gente
no está de acuerdo respecto de lo que hay que hacer. Como estamos en desacuerdo
sobre el modo en que nuestra sociedad se debe organizar, elegimos un reglamento de
convivencia que se consolida, se constituye en el derecho. Es posible que haya falta de
sintonía entre mi concepción de lo que hay que hacer y lo que el derecho exige. Ese es
un hecho fundante y característico de la modernidad. Cuando eso sucede, Nino creía
que debía hacerse lo que él creía que debía hacerse. Yo creo que debe hacerse aquello
que en conjunto hemos decidido que debe hacerse, lo que el derecho dice que debe
hacerse. A la gente le cuesta entender por qué hay que respetar el derecho cuando el
resultado parece injusto. Pero la respuesta a esa pregunta es: no hay justicia fuera del
derecho. No hay ninguna sociedad que haya podido realizar la justicia si previamente
no estuvo de acuerdo en actuar como el derecho lo exige. El derecho es una
precondición de la justicia. Estamos en desacuerdo sobre lo que hay que hacer en última
instancia, y nadie tiene la potencia como para imponer su visión sobre todos los demás.
En esas condiciones, que son las condiciones de la modernidad, la única manera de
vivir con otros es el derecho, que probablemente sea el invento civilizador más
importante de la humanidad.
—Usted también tiene estudios en filosofía. ¿En qué puede ayudar la filosofía al
derecho y en que puede ayudar a un juez?
—Estudié filosofía analítica.
—La anglosajona, distinta a la enseñada en Argentina.
—En la Argentina se enseña más filosofía continental, en buena medida alemana y
francesa, más vinculada a autores y a la historia del pensamiento filosófico que a la
resolución de problemas concretos. La filosofía anglosajona está vinculada a problemas
y menos a autores. Ambas son entrenamientos intelectuales de gran magnitud. La
filosofía analítica contribuye porque potencia la capacidad analítica, que es la capacidad
para distinguir una situación de otra. Y cuando uno tiene que ponderar hechos, el
prolegómeno de una buena ponderación es la buena identificación de los hechos
relevantes, lo que requiere capacidad de distinguir. El entrenamiento filosófico es
importante para los jueces y también para los abogados. Debería ser una materia
obligatoria para todo el que quiera pensar con corrección.
—Tengo la sensación de que usted también ha seguido alguna escuela europea.
—Efectivamente. En algún momento empecé a creer que lo que decían los
continentales de los anglosajones era verdad, que la filosofía anglosajona era fuego de
artificio, de pura inteligencia, pero que no enfrentaba los problemas vitales del
individuo.
—Una etapa metafísica.
—Sí.
—A comienzos de los 50, el jurista Carlos Cossio creó una Escuela Argentina de
Filosofía del Derecho, llamada Teoría Egológica, en oposición a la Teoría Pura del
Derecho del jurista austríaco Hans Kelsen y sostiene que “todo lo que no está
prohibido está jurídicamente permitido”. ¿Cuál es su opinión sobre ambas teorías?
—En una discusión de números, física, uno sabe quién en última instancia lleva
razón y quién no. Es una cuestión de ponderación, no es clara la métrica con la que uno
mide quién tiene razón. Uno puede pensar que lo único que nos da razones últimas para
actuar es la moral y que el derecho en última instancia es subalterno. Kelsen creía que
el derecho nos daba razones para actuar y esa es la manera en la que uno da estabilidad
a la autoridad del derecho. Si no tenemos razones para hacer lo que está jurídicamente
debido, el derecho no tiene autoridad, y si no tiene autoridad, estamos habilitados a
circunvalarlo cada vez que lo consideremos necesario. Para Kelsen eso era impensable,
el derecho tenía autonomía, los jueces y los ciudadanos debían hacer lo que era
jurídicamente debido. Es una discusión muy importante de enorme relevancia
institucional e intelectual.
—Usted está más cerca del austriaco que del argentino.
—En algún sentido sí, porque creo que la normativa del derecho nos da razones
para actuar. Si ignorásemos el derecho, si tuviésemos la franquicia para circunvalarlo
cada vez que consideramos que hay una manera más directa de llegar a la justicia,
probablemente generaríamos incentivos para que todos hagan lo mismo. Y si todos
hacen lo mismo, nos quedaríamos sin el único instrumento que tenemos para vivir en
conjunto con otros. La civilización es restricción. El derecho es el instrumento que
hemos elegido para restringirnos.
—Montesquieu, el padre de la división de poderes, decía que “los jueces debían
ser la voz muda que pronuncian las palabras de la ley”. Otros miembros de la Corte
critican esta visión de juez ventrílocuo que aplica mecánicamente la ley. ¿Cuál es su
interpretación del consejo de Montesquieu?
—Probablemente, Montesquieu no se representaba en su momento ciertos
problemas que tienen los sistemas jurídicos dada su convicción característica del
iluminismo acerca del poder de la razón. Creía que la razón podía resolver todos los
problemas y que le correspondía esa resolución a los órganos representativos de la
voluntad popular y no a los jueces. Pero el mundo es más complicado. Muchas veces
los casos que deben resolver los jueces no fueron previstos en el momento de la sanción
de las leyes, y si tuviese que hablar solo por la boca de lo que el legislador ha dicho, es
probable que no pueda decir nada. Pero los jueces tienen que decir cosas. El gran
desafío es cómo se honra la aspiración de Montesquieu. La idea de Montesquieu, si uno
tuviese que transportarla a la modernidad, es que el mandato de un juez es cubrir el
derecho. A veces tiene que ver las palabras de la ley, a veces las tradiciones de
interpretación de esas palabras, a veces las convenciones que los jueces explicitan o
presuponen en el momento de haber adoptado decisiones pasadas. Quien tiene esta
actitud de descubrimiento, creo que con muchísimas reservas puede ver algo de
plausibilidad en la afirmación de Montesquieu. Quien cree que puede inventar o crear
derecho va a pensar que el comentario de Montesquieu es primitivo y pedestre. Estos
son los dos extremos de un continuum.
—Usted tiende a interpretarlo en su espíritu, más que en su textualidad.
—Creo que un juez debe descubrir.
—Se parece mucho a un periodista. La verdad siempre está solapada.
—Nosotros no constituimos la verdad, la descubrimos. Creo que hay algo en común
y es reconocer que el hecho está afuera. No es producto de mi voluntad.
—Es cartesiano: el objeto y el sujeto separados.
—No constituyo la verdad por decisión. La descubro, no la creo. Esto es diferente
a lo que hace un artista, que crea belleza.
—Usted se refirió a la tesis undécima de Marx sobre Feuerbach, la que decía: “Los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que
se trata es de transformarlo”, diciendo usted mismo que “una interpretación no puede
cambiar el mundo y si lo cambia no es una interpretación. La interpretación judicial
tampoco puede cambiar el derecho, sino que debe ser fiel a su objeto. Que la tarea de
los jueces no es revolucionaria, ni constituyente, ni legislativa, sino jurisdiccional:
consiste en aplicar el derecho a un caso concreto”.
—Para mí la dicotomía esclarecedora es crear o descubrir. Cuando uno descubre,
no cambia el objeto de descubrimiento, simplemente lo descubre. Si la interpretación
cambia el objeto descubierto, crea y no descubre. Nosotros no somos los representantes
de la voluntad popular y no se nos ha asignado la tarea del legislativo. Se nos asignó la
tarea de controlar la constitucionalidad de los actos de los poderes constituidos, del
legislativo.
—La limitación que se tienen que imponer los jueces.
—La razón fue bellamente expresada por un juez americano. Los jueces no pueden
aspirar a la revolución porque no tienen representación. Las revoluciones tienen que ser
endógenas, producto de la sociedad que la revolución aspira a revolucionar y no de los
jueces que tenemos una asignación institucional diferente.
—Feuerbach era considerado el padre intelectual del humanismo ateo, ¿usted
también considera que Dios es una creación humana?
—Vengo de un hogar religiosamente multidenominacional. Mi padre era muy judío
y mi madre era muy católica. Me casé de acuerdo con el rito judío y mi padre no fue a
mi casamiento porque consideraba que la religión se transmite por el vientre. Con esto
quiero decir que crecí en un ambiente curioso de religiosidad multidenominacional,
pero al mismo tiempo de enorme liberalismo y humanismo.
—Cree en algún sentido.
—En la divinidad del mundo. La vida tiene propósito. Todos somos igualmente
valiosos. Estas dos convicciones pueden ser redescriptas como una religión sin dios o
un invento de Dios.
—Entre idealistas y materialistas, ¿usted está más del lado de los idealistas?
—Creo que sí.
—¿Qué le despierta la frase de Thomas Hobbes?: “Si bien las doctrinas pueden
ser verdaderas, es la autoridad y no la verdad quien hace la ley”.
—Hobbes estaba muy preocupado por la necesidad de que su sociedad construya
autoridad. Su idea es que es necesario un leviatán para que todos sepan que quien no
coopera será sancionado, porque la cooperación es buena para todos. El problema que
veía Hobbes es que era imposible salir de circunstancias donde no existe la cooperación
por confianza recíproca. Por lo tanto, hacía falta un señalizador de que la cooperación
de ahora en más iba a ser posible porque el que no coopere iba a ser sancionado por no
hacerlo. Por eso su idea es tratar de mostrar que el facilitador de la cooperación es el
Estado y que para que funcione como facilitador de la cooperación es necesario que
tenga autoridad. Lo que importa, a los efectos de decidir lo que en una sociedad debe
haber, es la autoridad, no la moral.
—¿Cómo se relaciona usted mismo en la diferencia entre el derecho y la moral?
—Otra analogía con el periodismo: también el requisito constitutivo de un buen
periodista es despojarse de sus propias convicciones. En el caso de los jueces, es obvio.
Si en la audiencia confirmatoria del Senado yo hubiera dicho que no iba a sentenciar de
acuerdo con lo que el derecho exige, sino de acuerdo con mis propias convicciones, es
probable que no hubiera tenido el acuerdo de los senadores. Es un compromiso que hay
que vivirlo cotidianamente, y es complicado porque todos tenemos convicciones. En
algún momento les sugerí a mis pares que debíamos aparecer en nuestras audiencias
públicas con togas.
—Le escuché decir que determinados fiscales de mucha autoridad usaran corbata.
—No me animo a decirlo en público. ¿Por qué la toga? Porque me parece que
destaca el hecho de que solo tenemos autoridad en el momento en que juzgamos, y que
después somos seres comunes, simples ciudadanos. Cuando nos togamos, nos tenemos
que desapoderar de nuestra propia identidad, y lo crucial de ese desapoderamiento es
abdicar de nuestras propias convicciones morales, que son solamente nuestras.
—¿Qué opina sobre la justicia como equidad, expresada por el célebre profesor de
filosofía política en la Universidad de Harvard, John Rawls, en su libro “Teoría de la
Justicia”, y de su metáfora del “velo de la ignorancia” para alcanzar principios de
justicia mutuamente aceptables?
—Rawls es probablemente el filósofo político más importante del siglo XX. La idea
central de que la justicia requiere que miremos la situación siempre desde el punto de
vista del que está peor es acertada, de enorme potencia moral. El velo de ignorancia es
un recurso interesante, una manera de exigir imparcialidad. Si yo no sé si en esta
entrevista voy a ser entrevistador o entrevistado, seguramente ofrezca reglas que sean
ecuánimes para ambos. Si sé que voy a ser entrevistado, voy a tomar otras libertades.
La idea de velo de ignorancia es nada más que una dramatización de la estatua de la
justicia, es alguien que no sabe en última instancia qué lugar le toca ocupar en el reparto
de beneficios y cargas sociales, y cuando uno no sabe qué lugar le toca ocupar,
seguramente optará por las soluciones más ecuánimes.
—Una definición del “interpretativismo es que resulta una manera de entender el
derecho según la cual el derecho no es un conjunto de reglas que hay que seguir, sino
una práctica de discusión, en la que no debe prevalecer la autoridad de una regla, sino
la decisión que consideramos correcta, aunque eso implique apartarse de ellas”. Usted
predica en contra del interpretativismo, pero tratándose de una corriente a la que
adscribe gente respetable, le pido que rescate su espíritu.
—Si interpretativo quiere decir que uno puede aproximarse a los textos tratando de
darles sentido a la luz de nuestras propias convicciones morales, lo resisto. No es una
buena recomendación ni caracterización de lo que un juez debe hacer. Uno tiene que
ser muy ceñido en el momento de interpretar. La cuestión dominante es cómo uno se
aproxima a los textos y a las normas, si uno cree que está por arriba o por debajo de las
normas.
—Ronald Dworkin en su libro “¿Es el Derecho un sistema de normas?” formulaba
una crítica a la separación entre derecho y moral y al modelo positivista, que solo tiene
en cuenta las normas jurídicas, y prescribe que los jueces deben interpretar
moralmente el derecho de su comunidad en sus fallos.
—Dworkin es un emergente de la lucha por los derechos civiles en los Estados
Unidos, en la década del 60. Un sistema jurídico muy rígido que no admitía la
reinterpretación de una cláusula constitucional superimportante, que es la igualdad ante
la ley. La gran cuestión era si la segregación afecta la igualdad ante la ley o es
compatible con la igualdad ante la ley. Los Estados Unidos veían sostenible que era
compatible durante los últimos sesenta o setenta años. Dworkin construye un apartado
teórico para convencer a sus pares de que había una alternativa al modo en el que los
jueces adjudicaban o resolvían estos casos que permitía interpretar el principio de
igualdad ante la ley como derogatorio de la segregación. Consistía en tratar de elucidar
el contenido de la cláusula de la igualdad ante la ley a la luz de la mejor teoría moral.
Por eso él cree que uno debe interpretar los textos en la mejor luz moralmente hablando.
—Hasta ahí usted está de acuerdo.
—Sí, la única diferencia es de qué moral estamos hablando. Si es de la moral de
Dworkin o de la moral de los Estados Unidos. La segregación en Estados Unidos se
termina por una cuestión de hecho. Hasta ese momento, se sostenía que la educación
segregada era igual porque se les intentaba dar igual educación a las escuelas de niños
blancos que a las escuelas de niños negros. El punto de quiebre es el momento en el
que se prueba que las escuelas segregadas no son igualmente educadoras por el hecho
de que los niños negros ven afectada su autoestima dado que no podían integrarse a una
escuela de niños blancos. Uno podría pensar situaciones contrafácticas, en las que los
niños negros no quieren estar con los niños blancos y no se sienten disminuidos. Por
ejemplo, lo que pasa en comunidades como la nuestra, donde los niños que van a
escuelas religiosas no se sienten discriminados por el hecho de que no están forzados a
integrarse con las escuelas no religiosas. La sociedad no percibe que el apego a la
religiosidad sea derogatorio. No tengo duda de que habría decidido como la Corte, por
unanimidad, pero mi argumento habría sido parecido al que usaron algunos ministros,
en el sentido de que uno puede pensar mundos posibles donde la segregación no afecta
el principio de la igualdad. Y dada la realidad americana, esto es producto de que en los
Estados Unidos la igualdad debe pensarse no solo en términos de individuos, sino
también en términos de clases.
—Entre una visión de las reglas morales o jurídicas kantiana, que las asocia a
imperativos categóricos, y la utilitaria de Jeremy Bentham, que las asocia a lograr
consecuencias deseadas, buscando el goce de la vida y no en el sacrificio ni el
sufrimiento para lograr “la mayor felicidad para el mayor número”, ¿por cuál se
inclinaría?
—Ahí hay una tensión entre kantianos y utilitarios genuina. Los utilitarios piensan
lo que usted señala, y los kantianos piensan que lo que debe hacer uno en cada caso no
es considerar todas las circunstancias a los efectos de producir la mayor felicidad para
el mayor número, sino seguir las reglas por el hecho de que siguiéndolas es probable
que contribuyamos a la mayor felicidad del mayor número. La cuestión es si uno piensa
que las reglas son instrumentos catalizadores de la búsqueda de la felicidad o son
retardatarios de la búsqueda de la felicidad. Es una discusión muy importante todavía
no resuelta. La Argentina tiene que convertirse en más kantiana que benthamita porque
necesita darles más vida a las reglas con las que organiza su convivencia.
—Para justificar el apartamiento de las normas aplicables, se ha dicho que las
constituciones no son pactos suicidas. ¿Qué verdad hay en esa afirmación?
—Es una especie de coartada para ignorar las leyes. La Argentina necesita reglas y
que el Poder Judicial entienda que las reglas no son meras restricciones. Son
restricciones liberatorias, que nos habilitan a hacer cosas con otros porque son aptas
para generar la confianza en los otros que necesitamos para hacer cosas en conjunto.
—La continua exposición a decisiones en casos difíciles, que involucren la
interpretación de textos constitucionales, ¿podrá afectar su filosofía jurídica?
—Sarmiento decía “Yo no soy esclavo de mis ideas”. Someto a análisis crítico lo
que hago, el modo en que sentencio y también, por ponerlo de modo ampuloso, mi
filosofía constitucional. No creo que me pase porque he pensado mucho estos temas.
Estoy muy convencido no solamente del lado de las ideas, sino también del lado de la
sociología que caracteriza a nuestro país. La Argentina no tiene futuro si no es capaz
de vivir con las reglas que se da a sí misma. Es fácil identificar el problema, es muy
difícil resolverlo. Para generar confianza, lo único que uno puede ofrecer es el ejemplo.
Es mostrar que se puede, que a veces hay que sentenciar con plazos en contra, con
diputados o senadores en contra, con Poder Ejecutivo en contra, población en contra,
amigos en contra, familia en contra. Pero se puede. Y no pasa nada.
—En un contexto de crisis, donde los particulares intensifican sus demandas contra
el Estado para la satisfacción de sus derechos sociales, ¿puede el Poder Judicial
garantizar la satisfacción de esos derechos sociales?
—El Poder Judicial tiene que resolver las pretensiones de quienes invocan derechos
económicos y sociales del modo en el que está legal y constitucionalmente previsto.
Ahora, los problemas sistémicos tienen que ser resueltos por soluciones sistémicas.
—¿El Legislativo?
—Exactamente. Esto no quiere decir que uno va a ignorar la ejecutabilidad. Nuestra
responsabilidad es ejecutar cuando la ejecutabilidad de los derechos económicos y
sociales está legalmente ordenada.
—¿Y si no fuera ejecutable?
—Es algo que nos excede. Es un juicio que tienen que hacer otros poderes del
Estado. La ejecutabilidad ha sido hecha imperativa por el derecho. Hay una frase
extraordinaria del juez Holmes, uno de los más grandes jueces en la tradición
anglosajona. “Si mi comunidad se quiere ir al demonio, mi responsabilidad es ayudarla
a que lo haga”. El deber primario de un juez es hacer lo que está legalmente ordenado.
No somos salvadores del mundo. Además, pensar en casos extraordinarios no es bueno
para resolver situaciones ordinarias. El problema argentino son las soluciones
ordinarias. No podemos pensar que todo es excepción, que todo es tragedia. Las
tragedias son inusuales y las excepciones tienen que ser inusuales. Hay una cosa muy
importante: si un juez, en algún momento, cree que tiene que hacer excepción a la
aplicación del derecho, lo tiene que decir de ese modo. Lo que no puede pasar es que
invoquen al derecho como una coartada para desobedecerlo. Si un juez, en un caso
particular, cree que el derecho impone una decisión que no debe ser acatada, puede
hacer dos cosas: renunciar o decir “voy a ignorar el derecho y me hago responsable”.
—¿Qué piensa de los procesos colectivos y las sentencias estructurales?
—Los jueces estamos preparados para resolver cuestiones binarias, donde hay un
litigante contra otro, que pueden ser resueltas de modo focal. Resuelvo si fue un penal
o no, no cómo se juega al fútbol. Esa situación cambió en los últimos treinta años porque
las sociedades requieren que los jueces se pronuncien no solo sobre si fue penal o no,
sino que determinen cuándo se juega al fútbol, que traigan a la cuestión las
circunstancias contextuales. Eso pone presión porque la controversia ya no es focal y
no es uno contra uno. Es estructural, contextual, y los que litigan son representantes de
clases más generalizadas que ellos mismos. La solución de ese conflicto es más
sistémica, bastante más semejante a lo que hace un legislador que a lo que hacía
tradicionalmente un juez. Hay que pensar muy cuidadosamente cómo se deben resolver
esos problemas, evitando sustituir la voluntad legislativa, que es la encargada de
resolver los conflictos sistémicos, pero al mismo tiempo siendo sensible al hecho de
que hay una demanda sobre los tribunales para resolver casos que no son focales y que
traen a la cuestión las circunstancias contextuales.
—¿Nuestro sistema constitucional les otorga a los jueces un amplio poder sobre el
legislador y el gobierno?
—No. Les da un poder muy importante, que es marcar las circunstancias límite.
Establece cuáles son las reglas del juego, pero no juega. Y a veces es muy difícil
mantener esa distinción. Si un réferi es partidario de una parcialidad y deja que eso tiña
el modo en el que decide, no está marcando las reglas del juego. Está jugando.
—Pero la Corte Suprema tiene una capacidad importante de poner límites al
Ejecutivo y al Legislativo.
—Es la Corte Suprema, tiene poder supremo. Por lo tanto, es ejercido con
muchísima responsabilidad. La Corte, como en cualquier otro sistema que tiene un
tribunal al que se puede recurrir para buscar la última palabra, es muy poderosa.
—Isaiah Berlin, en su texto “Dos conceptos de la libertad”, explicó que la libertad
positiva y la libertad negativa no solo no son necesariamente compatibles, sino que
entran en conflicto cuando el totalitarismo usa la libertad positiva como excusa para
reprimir las libertades negativas de los ciudadanos. ¿Este es un problema en la
Argentina?
—La libertad positiva es la libertad de hacerlo. Muchas veces tengo la libertad
negativa de comprarme una casa, pero no tengo la libertad positiva porque no tengo los
recursos. Lo que caracterizó a muchos críticos de la democracia moderna es la idea de
que unas libertades se pueden compensar con otras. Hay veces en la historia de una
comunidad que es necesario, dicen, reducir las libertades negativas a los efectos de
garantizar libertad positiva a otros. Son vasos comunicantes donde la reducción de un
tipo de libertad se justifica por la ampliación de otro tipo de libertad. Es una discusión
teórica complicada saber si eso es justificable o no, pero que ha sido saldada en nuestras
organizaciones institucionales con una respuesta negativa. Uno no puede restringir
libertad de expresión a los efectos de garantizar la realización del derecho a la vivienda.
Si se hizo o no en la Argentina, diría no. Quizá sí forma parte de algún discurso, pero
no ha tenido impacto institucional.
—Berlin también distinguía en otro libro clásico entre los zorros y los erizos. ¿Se
siente más identificado con los zorros o con los erizos?
—Berlin toma una frase de un poema. La idea es que el zorro sabe muchas cosas,
pero el erizo sabe una muy importante. Los abogados pueden ser zorros, pero los jueces
tienen que ser erizos. La contribución que tiene que hacer un juez a su comunidad es
saber una sola cosa. Lo mismo que un réferi: aplicar el reglamento.
—Cuando era abogado, ¿era zorro o erizo?
—Creo que era más zorro que erizo.
—La Corte no ha sido transparente en la aplicación de la famosa plancha del
artículo 280 del Código Procesal (dice: “Podrá rechazar el recurso extraordinario,
por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren
insustanciales o carentes de trascendencia”) que sirve para desestimar sin
fundamentos los recursos de los particulares. ¿Están trabajando para explicitar los
criterios con los cuales se utiliza esta facultad?
—La Corte recibe 14 mil casos al año. Cada expediente tiene un trámite interno que
garantiza que el reclamo es estudiado muy concienzudamente. Si tuviésemos que
explicitar en cada caso todas las razones por las que consideramos que el reclamo no es
audible, no podríamos revisar los casos donde estén en juego arbitrariedades o
principios que es necesario destacar a los efectos de que el modo de resolución de casos
parecidos cambie el futuro. La Corte, cuando resuelve un caso, establece principios, los
que tiene que resolver son los aptos para ratificar la existencia de un principio, o para
rectificar un principio que por algún motivo se considera erróneo. No es un tribunal
ordinario.
—Muchas causas en la Corte demoran años. ¿No sería sencillo fijar un plazo
máximo de permanencia de los expedientes en las distintas vocalías?
—Sí, y por iniciativa de los ministros Rosatti, Lorenzetti hemos acordado que
íbamos a tratar de hacer más expedita la circulación de los expedientes. De todos
modos, la Corte tradicionalmente no tenía plazos, y legalmente no tiene plazos para
decidir. Muchas veces son cuestiones que requieren mucha maduración para que
tengamos visiones definitivas sobre cómo resolver un asunto.
—¿No se ha pensado en sustituir el actual procedimiento de circulación físico de
los expedientes por cada vocalía por un sistema de estudio simultáneo de cada causa
por todos los jueces?
—Tiene buena información usted. Los expedientes empiezan su tránsito con un
memorándum que prepara la secretaría involucrada en el expediente en cuestión y cada
ministro, si lo cree conveniente, escribe memorándums que son revisados por los otros
ministros. ¿Qué es lo que sucede cuando los casos son controversiales? Un ministro
que está cuarto en la circulación, por ejemplo, expresa su desacuerdo respecto del modo
en que se sugiere que el expediente sea resuelto. Escribe un memo, el expediente
retrotrae su circulación al primer juez que lo vio a los efectos que reconsidere su
posición. Si reconsidera, el expediente vuelve a la circular. Si el último juez considera
que las soluciones no son las razonables, sugiere una nueva manera de resolver el
asunto. Los demás se comprometen en esa conversación escrita y eso lleva mucho
tiempo.
—¿Cómo entiende la relación de la Corte con el Consejo de la Magistratura?
—A veces me hace acordar a las escenas en los partidos de vóley, en los que la
pelota va al medio y todo el mundo mira al que no se tiró como si fuera el responsable.
Creo que tenemos que trabajar para integrarnos más.
—¿Es partidario de que el presidente de la Corte presida el Consejo de la
Magistratura, como previó la ley originalmente?
—Ese también es un tema en el que voy a usar mi franquicia porque está sujeto a la
decisión de la Corte.
—¿Es cierto que la Corte tiene acumulados millones de dólares o pesos sin
asignación alguna?
—La Corte tiene un fondo anticíclico que construyó sobre la base de sus ahorros e
inversiones que hizo a lo largo del tiempo para tener recursos en los momentos de
escasez para garantizar que pueda seguir funcionando.
—En el caso de que esos recursos sean lo suficientemente significativos, ¿podría
haber la posibilidad de que se asignaran a otras instancias del Poder Judicial que
están más ajustados que la Corte, o habría que mantenerlos siempre como fondo
anticíclico?
—Eso generaría malos incentivos. Otros tribunales, o el Consejo de la Magistratura,
debieron haber sido tan precavidos como fue la Corte.
—Hubo una muy buena administración económica de Lorenzetti durante todos
estos años.
—Creo que fue una buena administración.
—Se lo voy a poner en un ejemplo más concreto. El edificio donde el doctor Sérgio
Moro trabajaba podría ser un edificio de los más nuevos de Puerto Madero. Tenía un
piso entero con decenas de personas trabajando en una sola causa, y los resultados
guardan relación con los recursos que tenía. ¿Es posible que en casos importantes se
pueda asignar la concurrencia de varios fiscales, de otros recursos especiales, para
que en causas muy complejas puedan avanzar a la velocidad que avanzó el Lava Jato?
—Cada vez que un juez quiere recursos adicionales, los pide a la Corte, que estudia
la petición y habilita o no la designación. Eso sucede.
—¿Debería suceder más? ¿Es demasiado conservadora la Corte?
—Muchas veces hay que hacer comparaciones intertribunales para saber si uno
necesita más o menos recursos. Hay veces que un tribunal tiene una causa de una
complejidad que requiere mucha infraestructura y mucho personal y otro tribunal tiene
cinco mil causas que son fáciles de procesar. A los efectos de saber si los pedidos están
justificados o no, hay que desarrollar un protocolo de evaluación que estamos tratando
de hacer, pero cuando un tribunal que tiene causas muy importantes ha requerido
recursos extraordinarios, la Corte lo ha concedido.
—¿Es correcta la percepción de que en la Corte ha crecido el número de
funcionarios?
—No.
—¿Es correcto que la Constitución exige en forma expresa a los jueces de la Corte
Suprema mayores de 75 años obtener el acuerdo del Senado si quieren seguir en sus
funciones?
—Expresé mi opinión en mi disidencia en el caso Schiffrin, y sostuve que la
limitación es inconstitucional.
—¿Cómo imagina que va a terminar resolviéndose el tema de la edad de los
miembros de la Corte?
—La mayoría opinó que el límite aplica a los jueces en general, por lo que es una
situación consolidada.
—¿Qué pasa si un juez considera inconstitucional la limitación y continúa en el
cargo? ¿Se puede generar una situación de conflicto de poderes, que los fallos a
posteriori sean nulos?
—Es un tema que puede ser litigioso, por lo que me abstengo de contestarlo.
—Usted ha considerado que los jueces deben pagar Ganancias, pero varios de sus
colegas entienden lo contrario. Usted viene de pagar el impuesto a las ganancias en la
actividad privada, ¿ahora lo sigue haciendo?
—En mi audiencia de confirmación me preguntaron si creía que los jueces debían
pagar Ganancias, y dije que sí. Me preguntaron si yo iba a pagar Ganancias y dije que
no. Si yo pagase, mi pago sería considerado expresivo de la convicción de que quienes
no pagan están haciendo lo incorrecto, y mi convicción era que quienes no pagaban no
estaban haciendo lo incorrecto porque estaban habilitados a no pagar.
—La Corte sigue sosteniendo que el Estado debe pagar sus deudas con intereses a
tasa pasiva, mientras el mismo Estado cobra por sus créditos contra particulares tasas
bastante superiores. ¿Puede ser que esta actitud promueva que el Estado incumpla y
lleve a largo las causas, o que finalmente se beneficie con la inflación?
—No tengo suficientes datos como para responder en profundidad. Mi sensación es
que el Estado no es tan siniestro.
—El hecho de que las causas contra el Estado duren 15 años y su cobro hasta 20,
¿le genera alguna inquietud, ve algún problema específico, retraso mayor que otras
causas?
—Son causas algunas veces más complicadas, cuya apelabilidad por parte del
Estado demora soluciones definitivas.
—El Estado siempre tiene que apelar. Es parecido a que el abogado puede mentir.
—Es diferente, porque el abogado del Estado está honrando sus deberes.
—Me refiero a que logra demorar los procedimientos sin contar con el apego a la
verdad. En Brasil no hubo foros laborales hasta la nueva Constitución de 1988, en
Argentina existen desde hace setenta años. En Brasil ahora, después de veinte años de
foro laboral, la litigiosidad alcanzó los niveles de Argentina. Estados Unidos no trata
al derecho laboral de forma específica. ¿Es partidario de un derecho laboral
autónomo?
—No es un tema del que me pueda expresar con cierta autoridad. El país debe
considerarlo, pero no me atañe personal ni institucionalmente dado que mi
responsabilidad no es diseñar las mejores leyes, sino resolver del mejor modo posible
los casos que tengo que resolver.
—¿Hay algo que quiera agregar o no le haya preguntado?
—Me preguntó casi todo. Me gustaría decir algo de por qué es el mejor trabajo que
uno puede tener. En algún sentido me permite elevar a la práctica mis convicciones más
íntimas. Me da la posibilidad de ser recordado por alguna contribución, y una de las
cosas que nos hace orgullosos en la vida es que contribuimos a mejorar el destino de
nuestros congéneres. Espero que la gente en general me recuerde como un buen juez,
íntegro. No todo el mundo: quiero que mi mujer me recuerde como un buen marido. Le
agradezco la entrevista, me siento honrado de estar acá.

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