Está en la página 1de 2

Historia de la subversión, según Melville

Por Elidio La Torre Lagares

En 1849, Herman Melville comienza a escribir una novela sobre una inmensa criatura marina. El
autor neoyorquino busca una inmensa alegoría para el mundo. De primera impresión, el trabajo
le parece documental y expositivo hasta que Moby Dick, la ballena albina que da título a la
novela que Melville publicará dos años más tarde, comienza a desplazarse como monstruo
místico, máscara de Dios, o el límite del mundo objetivo.

Los designios de Moby Dick, como los de los misterios de la existencia, se condensan en lo
insondable. Su presencia es incognoscible más allá del terror y el estrago.

Pero igual la ballena se convierte en refracción de la locura de Ahab, el obsesivo capitán del
barco ballenero Pequod. También es la indocilidad de la naturaleza y su poder destructivo. De
toda esta polisemia, Herman Melville, a sus treinta años, escribe una novela enorme que se
embarca en búsqueda de sentidos, direcciones y significados. La verdad no tiene confines.

Ahab es, más que un héroe trágico, es un antihéroe. Descendiente del Satán de Miltón y del
Magua de Fenimore Cooper, es un hombre mutilado por el gran Leviatán. Como recuerdo de su
primer encuentro con Moby Dick, lleva una pierna postiza tallada en hueso de ballena. El
cachalote albino le debe. Hay una venganza, por supuesto.

Hay ira. Furia.

Hay millares y millares de mortales absortos en ensueños de mar y el corazón de Ahab refulge
con el fuego original. Si obedecemos a Dios, nos desobedecemos a nosotros mismos, dice, y en
esta desobediencia a nosotros mismos reside la dificultad de obedecer a Dios. Así, Melville
convierte a Moby Dick en una meditación de las acciones humanas por encima de sus atributos
filosóficos.

¿Hemos de seguir persiguiendo a ese pez asesino hasta que se ahogue el último hombre? ¿Nos
ha de arrastrar al fondo del mar?

No hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la
locura de los hombres, arguye el capitán en medio del mar. Moby Dick, bestia temeraria, es la
destrucción. El final.

Existen empresas en las cuales el verdadero método lo constituyen un cierto y cuidadoso


desorden, y la ballena viene a representar la naciente nación americana de mediados del 1800,
época para la cual la industria de la pesca ballenera era vital para la subsistencia del nuevo país
porque de ella se extrae, entre otras cosas, el combustible que se usa para la calefacción y la
iluminación en las casas. La industria ballenera crece a paso desenfrenado con el nuevo país. La
industria ballenera es una amenaza y ni siquiera se trata del potencial peligro de extinción de la
especie. Si bien el hombre ama a su prójimo, es un animal que también ama el dinero y esta
tendencia interfiere muchas veces con su benevolencia, dice Ismael. El cachalote que escribe
Melville de pronto se convierte símbolo del proyecto de industrialización y expansión que
iniciarían los Estados Unidos a mediados del siglo XIX y camino al siglo XX.

La locura humana es a menudo una cosa astuta y felina que se piensa que ha huido, pero quizá
no ha hecho otra cosa que transfigurarse en alguna forma silenciosa y más sutil del terror.
Cómo enfrentar al monstruo marino es lo que convierte a Moby Dick en un relato de
proporciones blasfemas. Constituida como epopeya novelesca, el lector se sumerge en una
búsqueda submarina tras el sentido en un «desolado y lloviznoso noviembre» del alma de
Ismael, el narrador testigo y quien detenta la autoridad narrativa por saberse sobreviviente del
desastre que afectara al Pequod. Es un barco pequeño más bien y con aspecto descuidado, lleno
de dibujos y relieves grotescos. Su apariencia refleja sus deseos. Parecía un trofeo ambulante,
nos dice Ismael.

La embarcación en sí es también representante de la emergente nación norteamericana y como


tal, constituye una utopía flotante en altamar, en donde los hombres se ayudan unos a otros
limitados solamente por la jerarquía náutica, la división de tareas y la necesidad de subsistir.
Caracterizada por ser una mezcla de razas y credos, el microcosmos abordo del Pequod evoca el
espíritu plural, diverso y abarcador que haría aparición años más tarde en la poesía de
Whitman.

Quedan en Moby Dick tres búsquedas vitales: la de Ismael, la de Ahab y la de la tripulación.

Si Ismael busca un modo de sacudir su melancolía de ángel caído, Ahab, un «espléndido hombre
impío, semejante a un Dios», reclama su carisma rebelde. La ballena blanca nada ante él como
encarnación monomaníaca de todos esos elementos maliciosos que algunos hombres
profundos sienten que les devoran en su interior, hasta que quedan con medio corazón y medio
pulmón para seguir viviendo. O media pierna.

A un profundo nivel psicológico, Ahab está inmerso en una batalla con Dios, la presencia
inefable detrás de Moby Dick, «la máscara que no razona». La realidad es lo que se interpreta,
piensa Ahab. Las cosas hablan de acuerdo a lo que uno escucha que dicen. Lo desconocido,
inescrutable y maligno está en todo. Vengarse de la ballena, es vengarse de Dios. O lo que sea.
La historia de su obsesión es también el discurso de la subversión.

Si el pez atado pertenece a quien lo ató, el pez suelto es presa para cualquiera que lo atrape. O
al que lo mate.

Lo supo Nietzche después.

También podría gustarte