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JOSEP VIVES
*****
Obispo de Sardes, en Lidia, contemporáneo de los
emperadores Antonino Pro (138-161 ) y Marco Aurelio (161-
180), conocemos poco de su vida, que debió de ser muy
densa. Polícrates de Efeso, en una carta enviada al Papa
Victor (190), lo considera como uno de los grandes luminares
de la Iglesia en Asia Menor.
LOARTE
*****
MELITÓN DE SARDES, obispo de esta ciudad, en Lidia,
escribió hacia el 170 una apología destinada a Marco Aurelio.
Esta apología se ha perdido, aunque conocemos un detalle,
por un fragmento conservado: Melitón subraya que desde la
aparición del cristianismo las cosas han ido mucho mejor para
el Imperio. De las muchas obras suyas cuyo título nos es
conocido, sólo nos ha llegado una Homilía sobre la pasión del
Señor, descubierta recientemente; en ella domina la idea de
la preexistencia de Cristo, que se encarnó en la Virgen para
rescatar al hombre del pecado, de la muerte y del demonio.
MOLINÉ
TEXTOS
LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
Thomas Merton
PRÓLOGO
Douglas V. Steere
LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
INTRODUCCIÓN
A primera vista uno podría preguntarse qué tienen que ver unas
oraciones tan sencillas con la contemplación. Para empezar, los
Padres del Desierto no se consideraban ellos mismos como
místicos, aunque de hecho, a menudo lo eran. Cuidaban mucho
el no ir en busca de experiencias extraordinarias y luchaban
denodadamente por encontrar la pureza del corazón y el control
de sus pensamientos, para guardar sus mentes y corazones
vacíos de preocupaciones y cuidados, para que de esa forma
pudieran al mismo tiempo olvidarse de ellos mismos y dedicar
todo su ser al amor y al servicio de Dios.
I
El clima en el que florece la vida monástica es el del desierto 9,
donde está ausente la comodidad del hombre. En ese desierto
desaparecen las rutinas en las que se apoya el hombre de la
ciudad, y siente que le dan una aparente seguridad. En este
clima, la oración debe apoyarse en Dios, en la pureza de la fe.
Aun viviendo en comunidad, el monje se ve obligado a explorar el
yermo interior de su propio ser en solitario. La Palabra de Dios,
que es siempre su consuelo, representa al mismo tiempo su
aflicción. La liturgia, que es su gozo y que le revela la gloria de
Dios, no puede llenar el corazón que previamente no haya sido
humillado y vaciado de todo miedo. Aleluya es el cántico del
desierto.
9 Isaías 35,1-10.
II
En esta forma de oración, tal como ha sido descrita por los
escritores primitivos de la vida monástica, la meditatio debe ser
vista en su estrecha relación con la salmodia, lectio, orado y
contemplatio. Es una parte de un todo continuo, la vida entera
unificada del monje, conversatio monastica, su nueva orientación
desde el mundo hacia Dios. Separar la meditación de la oración,
de la lectura y de la contemplación es falsificar nuestra
concepción de la forma monástica de oración. A medida que la
meditación se va haciendo cada vez más contemplativa, vemos
que no se trata solamente de un medio para conseguir un fin, sino
que también tiene algo de la misma naturaleza de un fin. Por eso,
la oración monástica, especialmente la meditación y la oración
contemplativa, es no tanto un camino para encontrar a Dios como
un camino para descansar en él, en quien
hemos encontrado, que nos ama, que está a nuestro lado, que
viene hasta nosotros para configurarnos con él. Dominus enim
prope est. La oración, la lectura, la meditación y la contemplación
llenan el aparente «vacío» de la soledad y el silencio monásticos
con la realidad de la presencia de Dios y, a partir de ahí, podemos
aprender el verdadero valor del silencio y experimentar el vacío y
la futilidad de esas formas de distracción y comunicación sin
sentido, que en nada contribuyen a la seriedad y sencillez de la
vida de oración.
11 Citado por W. G. Hanson en Early Monastic Schools of Ireland, Cambridge, 1927, p. 23.
También san Beda describe la constante meditación de los monjes celtas y de los seglares que
acompañaban a san Aidan en su misión en Northumbria en el siglo séptimo. Une la vida de oración
vital de los monjes al fervor del mismo Aidan.
Su vida era tan diferente del aburrimiento de nuestros tiempos que todos los que lo
acompañaban, ya fueran monjes tonsurados o seglares, se ocupaban de la oración, ya
sea leyendo las Escrituras o hablando sobre los salmos. Era su ocupación diaria y la de
los que lo acompañaban, en cualquier sitio en el que estuviesen. 12
Hay que señalar el amplio sentido que Beda da a la palabra meditación, identificándola con
la lectio y con la salmodia. También hay que fijarse en que no ve diferencia alguna entre monjes y
seglares, que vivían de una forma muy parecida la misma clase de oración continua, basada en la
Biblia.
En estos textos tradicionales encontramos no sólo una visión muy sencilla, amplia y saludable de
la vida de oración, sino además una que está completamente unificada, aún siendo diversa, en
perfecta armonía con la naturaleza. Esto quiere decir, para empezar, que cada uno reza como
quiere, ya sea vocalmente o en «su corazón». La oración vocal significa aquí, en primer lugar, la
recitación o el cántico de los salmos. Esta forma de oración no exige una lucha para estar
recogido a pesar del trabajo, los viajes o cualquier otro tipo de actividades, sino que fluye de la vida
diaria y está de acuerdo con el trabajo y cualquier tipo de obligación. Es, pues, un aspecto del
trabajo del monje, un clima en el cual el monje trabaja, porque supone un reconocimiento
consciente de la dependencia respecto a Dios. Tampoco aquí las formas que adopta ese
«reconocimiento» están definidas o prescritas. No hay ni un solo instante en que el monje pueda
considerar a Dios «ahí fuera» o en cualquier parte. Pero cada uno procederá de acuerdo con su fe
y su capacidad. El clima de su oración es, pues, de reconocimiento, gratitud y amor totalmente
obediente, que sólo busca agradar a Dios. Encontramos la misma sencillez en el capítulo 52 de
la Regla, donde san Benito nos habla de la oración personal y privada. «Si alguno desea rezar en
secreto, déjale que se vaya y rece, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor en su corazón.» El
clima de oración que se sugiere en esta expresión tradicional, «lágrimas y fervor del corazón», es
el del arrepentimiento y del amor.
Podemos analizar aquí el concepto de «el corazón». Se refiere al campo más profundo de la
psicología de la personalidad de cada uno, al santuario interior donde el reconocimiento de uno
mismo va más allá de la reflexión analítica y se abre a la confrontación metafísica y teologal con el
Abismo de lo desconocido, ya presente, al «que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos»
13
Según estos textos, vemos que en la meditación no debemos buscar un «método» o «sistema»,
sino cultivar una «actitud», una «visión general», hecha de fe, apertura, atención, reverencia,
expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades embeben nuestro ser de amor, en
la medida en que nuestra fe nos dice que estamos en presencia de Dios, que vivimos en Cristo,
que en el Espíritu de Dios «vemos» a Dios nuestro Padre sin «verle». Lo conocemos en lo
«desconocido». La fe es el vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor.
Algunas personas, sin duda, tienen un don espontáneo para la oración meditativa. Esto no es
corriente hoy. La mayor parte de los hombres tienen que aprender a meditar. Hay formas para
aprender a meditar. Pero no debemos esperar encontrar métodos mágicos, sistemas que hagan
evaporarse en el aire todas las dificultades y todos los obstáculos. La meditación es a veces muy
difícil. Si aguantamos los tiempos difíciles en la oración, y esperamos con paciencia los tiempos de
la gracia, podemos llegar a descubrir que la meditación y la oración constituyen unas experiencias
gozosas. Pero no debemos juzgar el valor de nuestra meditación por «cómo nos sentimos». Una
meditación difícil, y aparentemente infructuosa, puede de hecho ser mucho más válida que otra
que es fácil, feliz, luminosa y aparentemente, un gran éxito.
Hay un «movimiento» de la meditación, que expresa el ritmo «básico» pascual de la vida cristiana,
el paso de la muerte a la vida en Cristo. A veces, la oración, la meditación y la contemplación son
«muerte», algo así como descender a nuestra nulidad, un reconocimiento de sentirnos sin ayuda,
una frustración, infidelidad, confusión, ignorancia. Fijaos lo común que es esto en los salmos ". Si
necesitamos ayuda en la meditación, podemos acudir a los textos de la Escritura que expresan
esta profunda tristeza del hombre en su nada y en su total necesidad, dependencia de Dios. Por
eso, cuando decidimos enfrentarnos a las duras realidades de nuestra vida, cuando reconocemos
que necesitamos orar mucho y con absoluta humildad para entrar totalmente en los caminos de la
fe, él nos arranca de las tinieblas a la luz, nos escucha, responde a nuestras oraciones, se da
cuenta de nuestras necesidades y nos concede la ayuda que le pedimos, aunque no sea más que
dándonos más fe para creer que él puede y quiere ayudarnos cuando lo considere oportuno. Ya es
una respuesta suficiente.
Esta alternancia entre la oscuridad y la fe constituye una especie de diálogo entre el cristiano y
Dios, una dialéctica que nos lleva hacia profundidades cada vez mayores en nuestra convicción de
que Dios es nuestro todo. Por estas alternancias crecemos en el desapego de nosotros mismos y
en la esperanza. Debemos darnos cuenta del gran bien que podemos conseguir solamente por
esta fidelidad a la meditación. Un nuevo reino se abre ante nosotros, que no puede descubrirse de
otra manera. Llamadlo el «reino de Dios». Hay que hacer todo esfuerzo y sacrificio para entrar en
ese reino. Tales sacrificios son ampliamente recompensados por sus resultados, incluso cuando
éstos no nos son claros, mucho menos evidentes. Pero se necesita un esfuerzo iluminado, bien
dirigido y apoyado.
Por esta razón, la humildad y aceptación dócil de un sano consejo son muy necesarios en la vida
de oración. Aunque la dirección espiritual no es totalmente necesaria en la vida del cristiano
corriente, y aunque un religioso podría ser capaz de avanzar solo hasta un cierto punto sin ella
(muchos tienen que hacerlo así), se convierte en una necesidad moral para el que intenta
profundizar en su vida de oración. De ahí la tradicional importancia del «padre espiritual», que
puede ser el abad o bien otro monje experimentado, capaz de guiar al que se inicia en los caminos
de la oración, y de detectar inmediatamente cualquier signo de celo mal orientado o de un esfuerzo
con dirección equivocada. A una persona así hay que escucharla y obedecerla, especialmente
cuando previene contra el uso de ciertos métodos y prácticas que esa persona ve que están fuera
de lugar y son perjudiciales en un caso particular, o cuando se niega a aceptar ciertas
«experiencias» como evidencias de progreso.
El recto uso de los esfuerzos está determinado por las indicaciones de la voluntad de Dios y de su
gracia. Cuando uno obedece sencillamente a Dios, un pequeño esfuerzo lleva muy lejos. Cuando
alguien, de hecho, le está resistiendo (aunque diga a voz en cuello que no intenta otra cosa más
que cumplir su voluntad) ninguna modalidad ni calidad en el esfuerzo puede producir buenos
resultados. Por el contrario, la terquedad que impulsa a seguir adelante en el camino de la
resistencia a Dios, a pesar de las claras indicaciones de su voluntad, es una señal de que uno se
encuentra en un grave peligro espiritual. A menudo, quien está metido en el problema es incapaz
de darse cuenta de ello. Es otra razón por la que un padre espiritual puede ser realmente
necesario.
El trabajo del padre espiritual no consiste tanto en enseñarnos un secreto o un método infalible
para entrar en un mundo de experiencias esotéricas, sino en mostrarnos cómo reconocer la gracia
de Dios en su voluntad, cómo ser humilde y paciente, cómo conseguir una visión adecuada de
nuestras propias dificultades, y cómo apartar los principales obstáculos que nos impiden
convertirnos en hombres de oración.
Estos obstáculos pueden tener raíces muy profundas en nuestro carácter, y de hecho podemos al
fin aprender que toda la vida será apenas suficiente para liberarnos de ellos. Por ejemplo, muchas
personas que tienen pocos dones naturales y poco ingenio tienden a imaginarse que pueden
aprender muy fácilmente, por su propia inteligencia, a dominar los métodos —podría hablarse más
bien de «trucos»—, de la vida espiritual. El único problema es que en la vida espiritual no hay ni
trucos ni atajos. Los que se imaginan que pueden descubrir técnicas especiales y tratan de
asimilarlas para eludir los auténticos problemas de su vida espiritual, normalmente llegan a ignorar
la voluntad de Dios y su gracia. Sufren de exceso de confianza y de autocomplacencia en ellos
mismos. Se convencen de que van a conseguir esto o aquello, e intentan alcanzar un nivel
importante de vida espiritual por unos métodos absolutamente personalistas. Incluso podría
parecer que, hasta cierto punto, aciertan. Pero algunos sistemas de espiritualidad —especialmente
el zen budista—, ponen un acento enorme en un estilo de dirección severo, a veces sin sentido
aparente, que le arrancan a la persona toda esa autosuficiencia. Nadie puede empezar a encarar
las dificultades reales de la vida de oración y meditación si no se encuentra perfectamente
satisfecho de ser un principiante y verse a sí mismo como a alguien que conoce poco o nada, y
tiene una necesidad absoluta de aprender los rudimentos de todo. Los que desde el principio
piensan que «saben», jamás llegarán, en realidad, a saber nada de nada.
Las personas que intentan orar y meditar por encima del nivel que les corresponde, que están
demasiado ansiosas por alcanzar lo que ellas piensan ser «un alto grado de oración», se apartan
de la verdad y de la realidad. Observándose a sí mismos e intentando convencerse de sus
avances, se convierten en prisioneros de ellos mismos. Luego, cuando se dan cuenta de que la
gracia los ha abandonado, se sienten presos de su propio vacío y futilidad y se ahogan en la
desesperanza. La acedia sigue al efímero entusiasmo del orgullo y de la vanidad espiritual. El
remedio está en un largo periodo de humildad y de arrepentimiento.
No queremos ser principiantes. Pero tenemos que convencernos del hecho de que en toda nuestra
vida jamás pasaremos de la condición de aprendices.
IV
Otro obstáculo —y quizá éste sea más común— es la inercia espiritual, la confusión interior, la
frialdad, la falta de confianza. Éste puede ser el caso de los que, después de haber empezado de
forma satisfactoria, experimentan el inevitable bajón que tiene lugar cuando la vivencia de la
meditación empieza a ser más seria, más exigente. Lo que al principio parece fácil y gratificante,
de repente se convierte en algo totalmente imposible. La mente deja de funcionar a su ritmo
normal. Se experimenta una imposibilidad casi absoluta de concentración. La imaginación y las
emociones viven su propio ritmo de enorme dispersión. Hasta se vuelven totalmente indómitas a
los mandatos de nuestra voluntad. En esta situación, en medio de una oración, que es de gran
sequedad, desolada y que nos repele, la vida interior se convierte en puro desierto, carente de
todo atractivo.
Este fenómeno tiene su explicación. Es una prueba que hay que pasar, la «noche de los sentidos».
Pero tampoco podemos perder de vista que, a menudo, es algo más serio que eso. Puede ser el
resultado de un comienzo equivocado, en el que, debido a la terminología, que nos resulta familiar,
de los libros de oración y de la vida ascética, ha aparecido una fisura, una profunda fosa, que
divide la «vida interior» del resto de la propia existencia. En ese caso, la supuesta «vida interior»
puede reducirse a un intento valiente y absurdo de evasión de la realidad.
Bajo el pretexto de que lo que está «dentro» es de hecho real, espiritual, sobrenatural, etc., se
cultiva el abandono y el desprecio de lo externo, tachándolo de mundano, sensual, material y
opuesto a la gracia. Es un mal análisis teológico de la realidad exterior y un mal principio para una
vida ascética. Es una doctrina totalmente equivocada, sin justificación posible por cualquier ángulo
por el que se la enfoque, porque en vez de aceptar la realidad tal como es, la rechazamos para
tratar de encontrar algún tipo de reino perfecto, de ideales abstractos, totalmente inexistente. Muy
a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada «vida espiritual» de muchos
cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las realidades concretas de la vida
diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que
le rodea, etc. Un falso sobrenaturalismo, que imagina que «lo sobrenatural» es una especie de
reino platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo concreto de la
naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación y de oración. La meditación
se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna realidad, si no está firmemente
enraizada en la vida. Sin estas raíces no puede producir más que frutos perdidos en la nada del
disgusto, la acedia, e incluso una introversión morbosa y peligrosa, el masoquismo, el dolorismo, la
negación. Nietzsche expuso sin compasión esa masa humana desesperanzada, resultante de la
caricatura de lo que en realidad debería ser la cristiandad 15.
Los principiantes pueden caer en otra clase de falso comienzo, que se convierte en una extraña
mezcla de presunción e inercia. Después de haber aprendido a gozar de algunos frutos de la vida
espiritual, y de haber saboreado algún pequeño éxito, cuando todo eso para ellos ya no es más
que un mero recuerdo, algo que consideran perdido para siempre, empiezan a mirar a su alrededor
en busca de razones lógicas que puedan explicarles tal fenómeno. Están convencidos de que hay
que echar la culpa a alguien, y puesto que no encuentran razón alguna para culparse ellos mismos
—es posible que no se pueda echar la culpa a nadie y a nada en concreto—, buscan la explicación
de lo que les pasa en la comunidad monástica en la que viven. Además, tenemos que admitir que
con el monaquismo en plena crisis de renovación, con todas las observancias e incluso ideales
cuestionados a diario, no hay dificultad en encontrar cosas que criticar. El hecho de que las críticas
puedan tener alguna base, no las convierten, sin embargo, en todos los casos en perfectamente
razonables. Especialmente cuando las críticas son puramente negativas, y surgen principalmente
como un desahogo de la frustración y el resentimiento.
Muchos de los obstáculos para la vida del pensamiento y del amor, que es la auténtica meditación,
provienen del hecho de que las personas insisten en encerrarse ellas mismas en los muros de su
castillo interior para complacerse en sus propios pensamientos y en sus propias sensaciones,
como en una especie de tesoro privado. Malinterpretan la parábola evangélica de los talentos, y
como resultado, entierran su talento, protegiéndolo antes con un paño, en vez de ponerlo a trabajar
y obligarle a rendir frutos. Aun entregados, viviendo plenamente una vida contemplativa, el amor y
la apertura a los demás sigue siendo, como en la vida activa, la condición para una auténtica y
fructífera vida interior, hecha de interiorización y de amor. El amor a los demás es un estímulo para
la vida interior, no un peligro para ella, como algunos creen equivocadamente.
Monchanin, un gran contemplativo de nuestro tiempo, un sacerdote francés, que fue a fundar un
santuario cristiano en el sur de la India, dijo:
Mantengamos viva la llama del pensamiento y del amor. Las dos son una y misma llama.
Comuniquemos a los que viven a nuestro alrededor el deseo de comprender, de dar (y
también de recibir). Hay demasiadas conciencias encerradas en los muros que ellas
mismas han levantado alrededor de su propio ser. 16
V
Dice Ammonas, unos de los Padres del Desierto, discípulo de san
Antonio:
San Juan de la Cruz dice que Dios lleva a esas personas hacia la
oscuridad:
VI
La tradición cristiana primitiva y los escritores de espiritualidad de
la Edad Media no conocían conflicto alguno entre la oración
«pública» y «privada», o entre la liturgia y la contemplación. El
conflicto es un problema moderno. O quizá sería más exacto decir
que es un pseudoproblema. La liturgia, por su misma naturaleza,
tiende a desembocar en la oración contemplativa, y la oración
mental, a su vez, nos dispone a ella y a buscar la plenitud en el
culto litúrgico.
VIII
En la vida monástica la persona puede encontrar, de acuerdo con
san Bernardo, tres vocaciones: la de Lázaro, el penitente; la de
Marta, la servidora entregada al cuidado del monasterio; y la de
María, la contemplativa. María ha escogido, decía san Bernardo,
la «mejor parte», y no tenía por qué envidiar a Marta o dejarle a
ella la contemplación, cosa que no se le pide, para compartir los
trabajos con Marta. La parte de María es, por naturaleza,
preferible a las otras dos y superior a ellas. Se siente, leyendo
entre líneas de lo que escribe san Bernardo, que eso tiene que
decirse, porque en el Evangelio se intuye una cierta envidia de
María por Marta. La parte de María no era de hecho siempre
deseada por la mayoría.
abad de Cluny, tenía menos dudas y era aún más explícito que
san Bernardo a la hora de animar a la oración privada y solitaria.
No sólo a los monjes de las casas cluniacenses se les permitía
vivir en completa soledad como eremitas o reclusos voluntarios,
sino a fortiori, a los cenobitas se les ofrecía la posibilidad de
emplear un tiempo excepcional orando o meditando en lugares
retirados, separados de la comunidad. Pedro el Venerable nos
habla en su obra De Miraculis, una especie
de Florecillas cluniacenses, de un monje de su tiempo que »se
servía de una pequeña capilla en un sitio apartado y situado en
una parte de una torre, como si fuese una celda, y al que le
gustaba el sitio más que ninguna otra parte del monasterio como
lugar de oración. Allí se quedaba día y noche, totalmente
ocupado en la divina contemplación (divinae theoriae
intentus), con su mente ascendía por encima de todas las cosas
mortales, y siempre permanecía en compañía de los más santos
ángeles, por una visión interior, en presencia del Creador»
IX
Vamos a consultar finalmente a otro testigo benedictino del siglo
doce, Pedro de Celles, uno de los escritores más encantadores
de la Edad Media.
Al mismo tiempo ve que hay situaciones en las que uno debe, con
toda honestidad, hacer frente y aceptar las responsabilidades y
distracciones de una misión. Y así 32, enseña a un amigo,
nombrado cardenal recientemente, cómo actuar en el caso de
verse preocupado por pensamientos que le distraigan.
Como dijo una vez san Juan Crisóstomo: «No es bastante con
abandonar Egipto, uno debe entrar también en la tierra
prometida» 36. Puede mencionarse que en este contexto, oración
«contemplativa» está tomada en el sentido amplio y no
considerada necesariamente como mística.
X
Echando una mirada retrospectiva a esta visión general de
algunos escritos característicos de los «siglos benedictinos»,
encontramos, como podíamos esperar, que la oración es el
auténtico corazón de la vida monástica. En ninguna parte se da
un conflicto explícito entre la oración litúrgica y la privada. Las dos
forman parte de una unidad armoniosa. Pero hay, sin embargo,
un conflicto entre las vidas «contemplativas» y las «activas»,
aunque este conflicto haya sido resuelto más o menos
completamente por escritores como Pedro de Celles. Ellos ven,
de una manera muy realista y, al mismo tiempo, en el espíritu
mismo de san Benito, que toda vida en la tierra debe
necesariamente combinar elementos de acción y de reposo, de
trabajo corporal y de iluminación mental. A veces es necesario
practicar una forma de oración laboriosa, árida, y sin consuelo. En
otras, la persona puede recibir gracia y luz casi sin esfuerzo, con
tal de que esté suficientemente bien dispuesta. Esta vicisitud —el
término es de san Bernardo— o variación entre el trabajo y el
descanso se halla exactamente en la línea divisoria entre la
oración común y la privada y se encuentra, muy claramente, en
ambas.
Hay muchas razones por las que Dom Augustine Baker debe ser
considerado como el que acabó con la terrible y categórica
distinción entre las formas de oración «activa» y la
«contemplativa».
XI
¿Cuál es el objetivo de la oración en el sentido de «oración del
corazón»?
¿Qué soy yo? Soy yo mismo, una palabra pronunciada por Dios.
XII
Sin intentar hacer de la vida cristiana un culto al sufrimiento por él
mismo, debemos admitir que la negación propia es
absolutamente esencial a la vida de oración.
XIII
Para entender lo que sigue, el lector tendrá que recordar que las
profundidades interiores de la vida espiritual son misteriosas,
inexplicables. Pueden difícilmente ser descritas con detalles
ajustados en lenguaje científico. Por esta razón ni siquiera la
teología toca apenas el tema, excepto con el lenguaje poético y
simbólico de los Padres de la Iglesia y de los Doctores Místicos.
XIV
La meditación no es sólo un esfuerzo intelectual para dominar
ciertas ideas sobre Dios o incluso para imprimir en nuestras
mentes los misterios de nuestra fe católica. El conocimiento
conceptual de nuestra verdad religiosa tiene un lugar definitivo en
nuestra vida, y ese lugar es importante. El estudio juega una parte
esencial en la vida de oración. La vida espiritual necesita unos
fuertes fundamentos intelectuales. El estudio de la teología es un
acompañamiento necesario para la vida de la meditación. El
objetivo de la meditación no es meramente adquirir o profundizar
el conocimiento objetivo y especulativo de Dios y de la verdad
revelada por él.
Y Ruysbroeck dice:
XV
La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la
preferencia por el desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha
conocido el sentido de la contemplación, intuitiva y
espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido de la
aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que
más bien desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y
el que más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta el
amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia aparente. Ésta es
una condición necesaria, y muy paradójica, para la experiencia
mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para
con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan»
todas las cosas de nuestro interior, todos los deseos de ver,
saber, gustar y experimentar la presencia de Dios, entonces es
cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la
presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que
revolucionan toda nuestra vida interior.
Los místicos renanos del siglo catorce tuvieron que luchar contra
muchas formas heréticas de contemplación y contra la pasividad
de la voluntad propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma
quietista de oración de una manera sistemática, dedicándose a
cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma,
suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:
XVII
Ahora podemos ver qué es lo que hace que una meditación sea
buena y qué es lo que la echa a perder. Todos los métodos de
meditación que son meros ardides con los que nos aliamos para
aliviar la experiencia del vacío y del miedo, son, en definitiva,
evasiones que no nos prestan ayuda alguna. Efectivamente,
pueden confirmarnos en nuestras ilusiones y endurecernos
respecto a ese conocimiento fundamental de nuestra condición
real, contra la verdad por la que nuestros corazones gritan
desesperadamente.
XVIII
Hasta ahora nos hemos concentrado en la experiencia personal
de vaciedad que acompaña a la profundización de la fe vivida con
seriedad. Ahora la pregunta podría ser la siguiente: ¿Es eso
importante para el verdadero espíritu de la oración monástica?
Todo lo que hemos hablado sobre el miedo, el desierto, la nada,
la pobreza, ¿es sencillamente una excusa para el negativismo y
la inercia de un espíritu subjetivo? En el fondo, ¿no se tratará de
una coartada que favorezca la esterilidad espiritual? ¿No sería
más honrado olvidarse de ese énfasis sin interés alguno, puesto
en la oración personal y meditativa, y concentrarse en la
adoración objetiva de la liturgia de la Iglesia en la que
supuestamente no hay problema alguno?
XIX
¿La vida cristiana de oración es sencillamente una evasión de los
problemas y ansiedades de la existencia contemporánea? Si lo
que hemos dicho se ha entendido adecuadamente, la respuesta a
esta pregunta tiene que ser totalmente evidente. Si oramos en
espíritu, ciertamente no nos apartamos de la vida, negando la
realidad visible para ver a Dios. Porque el Espíritu de Dios ha
llenado toda la tierra. La oración no nos ciega en relación con el
mundo, sino que transforma nuestra visión del mundo, y nos hace
verlo, a todos los hombres y a toda la historia de los hombres, a la
luz de Dios. La oración «en espíritu y en verdad» nos hace
capaces de entrar en contacto con el amor infinito, esa libertad
inescrutable que trabaja tras las complejidades y situaciones
intrincadas de la existencia humana. Esto no significa fabricar
para nosotros piadosos razonamientos para explicar todo lo que
pasa. No nos envuelve en manipulaciones subrepticias de las
duras realidades de la vida.
Autor: Catholic.net
3º.Silencio de la imaginación
4º.Silencio de la memoria
Silencio del pasado… olvido. Hay que saturar esta potencia del
recuerdo de las misericordias del Señor… Es el agradecimiento
en el silencio, o el silencio de la acción de gracias.
10º.Silencio de la voluntad