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MELITÓN DE SARDES

De Melitón, obispo de Sardes, en el Asia Menor, casi no se


sabía hasta hace poco más que el testimonio que nos había
transmitido la posteridad, según el cual había vivido
santamente en virginidad y lleno del Espíritu Santo, dejando
más de una veintena de escritos llenos de sabiduría. Tales
escritos se habían dado por perdidos, y no se conocía de ellos
más que los títulos que habían conservado los historiógrafos
antiguos, y algunas breves citas. Pero recientemente se han
descubierto dos códices papiráceos procedentes de las arenas
de Egipto que contienen un discurso sobre la Pascua que ha
sido atribuido casi con general consentimiento a Melitón. El
discurso está escrito en un estilo rico con ritmo poético y
entonación lírica, que parece confirmar el juicio de Tertuliano
cuando decía, según Jerónimo, que el estilo de Melitón era un
tanto sutil, elegans et declamatorium. Esta peculiaridad de
estilo ha hecho pensar que el discurso de Melitón, más que
una homilía pascual es una especie de praeconium o canto
lírico que formaba parte de la celebración litúrgica de la
Pascua. El interés dogmático del discurso está, sobre todo, en
la elaboración de su doctrina cristológica y soteriológica: se
subraya a la vez la divinidad y preexistencia de Cristo y la
realidad de su encarnación, el carácter sacrificial de su muerte
y el sentido figurativo de todo el Antiguo Testamento,
particularmente del cordero pascual.

Se subraya igualmente la postración del hombre sujeto al


pecado y dominado por la muerte, y, sobre todo, la grandeza
del triunfo y de la gloria de Cristo, quien con su resurrección y
ascensión ha llevado a los hombres hasta las alturas de los
cielos. Asimismo queda bien señalado el carácter de la Iglesia
como conjunto de los que viven de la nueva vida que Cristo
ha venido a dar a los hombres.

JOSEP VIVES

*****
Obispo de Sardes, en Lidia, contemporáneo de los
emperadores Antonino Pro (138-161 ) y Marco Aurelio (161-
180), conocemos poco de su vida, que debió de ser muy
densa. Polícrates de Efeso, en una carta enviada al Papa
Victor (190), lo considera como uno de los grandes luminares
de la Iglesia en Asia Menor.

Melitón viajó a Jerusalén para informarse de la tradición


eclesiástica y escribió con profusión sobre una gran variedad
de temas. Eusebio de Cesarea enumera veinte obras, a las
que Anastasio el Sinaíta añade dos más. De todas ellas,
excepto la obra que parcialmente transcribimos, no nos han
llegado más que fragmentos. Entre éstos se incluye una
apología dirigida al emperador Marco Aurelio, interesante por
propugnar solidaridad y buen entendimiento entre la Iglesia y
el Estado.

La Homilía sobre la Pascua ha sido descubierta a mediados del


siglo xx, y se hallaba contenida en la última parte de un
papiro del siglo IV. Calificada a un tiempo como Homilía y
Pregón pascual, puede considerarse como un modelo en su
género. La innegable riqueza teológica aparece expuesta en
un lenguaje cálido y sencillo. Toda la obra exhala un
apasionado amor a Jesucristo y una fe profunda en la
divinidad del Señor. Su idea doctrinal se centra en el
programa divino de la salvación del hombre, entendida como
rescate, todo ello encerrado dentro de un bello y armonioso
estuche literario.

LOARTE

*****
MELITÓN DE SARDES, obispo de esta ciudad, en Lidia,
escribió hacia el 170 una apología destinada a Marco Aurelio.
Esta apología se ha perdido, aunque conocemos un detalle,
por un fragmento conservado: Melitón subraya que desde la
aparición del cristianismo las cosas han ido mucho mejor para
el Imperio. De las muchas obras suyas cuyo título nos es
conocido, sólo nos ha llegado una Homilía sobre la pasión del
Señor, descubierta recientemente; en ella domina la idea de
la preexistencia de Cristo, que se encarnó en la Virgen para
rescatar al hombre del pecado, de la muerte y del demonio.

MOLINÉ
TEXTOS

I. La novedad del Verbo hecho hombre.

Antigua era la ley, pero nuevo el Verbo;


temporal era la figura, pero eterno el don;
corruptible la oveja, pero el Señor incorruptible:
es inmolado como cordero, pero resucita como Dios.
Porque, "como una oveja fue llevado al matadero" (Is 53, 7),
pero no era una oveja;
como un cordero sin voz,
mas no era cordero.
Lo que era figura pasó, mas la realidad está presente.
En vez del cordero, se hizo presente Dios;
en vez de la oveja, un hombre,
y en este hombre, Cristo, el que contiene todas las cosas.
Así pues, el sacrificio de la oveja,
y la solemnidad de la Pascua,
y la letra de la ley,
han cedido su lugar a Cristo Jesús,
por causa del cual todo sucedía en la ley antigua,
y mucho más en la nueva disposición.
Porque la ley se ha convertido en Verbo...
el mandamiento en don,
la figura en realidad,
el cordero en Hijo,
la oveja en hombre,
y el hombre en Dios.
Pues el que había nacido como Hijo.
y había sido conducido como cordero,
y sacrificado como oveja,
y sepultado como hombre,
resucitó de entre los muertos como Dios,
pues era por naturaleza a la vez Dios y hombre.
Él es todas las cosas:
en cuanto juzga, es ley;
en cuanto enseña, Verbo;
en cuanto engendra, Padre;
en cuanto sepultado, hombre;
en cuanto resucita, Dios.
en cuanto es engendrado, Hijo;
en cuanto padece, oveja;
Éste es Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos. Amén 1
II. La vieja y la nueva Pascua

Voy a explicar detalladamente las palabras de la Escritura


(cfr. Ex 12, 3-28): cómo Dios ordena a Moisés en Egipto,
cuando quiere, de una parte someter al faraón bajo el látigo,
y de otra librar a Israel del látigo por la mano de Moisés.

En efecto, dice: «He aquí que tomarás un cordero sin defecto


y sin tacha y al atardecer lo inmolarás con los hijos de Israel,
y a la noche lo comerás con prisa, y no romperéis ninguno de
sus huesos. Así—dice—harás: en una sola noche lo comeréis
por familias y por tribus, ceñidos vuestros lomos y los
cayados en vuestras manos. Porque ésta es la pascua del
Señor, memorial eterno para los hijos de Israel. Habiendo
tomado la sangre de la oveja, untad las puertas exteriores de
vuestras casas colocando sobre los montantes de la entrada la
señal de la sangre para la intimidación del ángel. Porque he
aquí que Yo heriré a Egipto y en una sola noche será privado
de hijos, desde el ganado hasta el hombre».

Entonces Moisés, habiendo degollado la oveja y habiendo


cumplido de noche el misterio con los hijos de Israel, marcó
las puertas de las casas para protección del pueblo y para
intimidación del ángel.

Cuando la oveja es degollada,


y la pascua es comida,
y el misterio es cumplido,
y el pueblo alegrado,
e Israel marcado,
entonces llega el ángel para herir a Egipto.
En una sola noche castigó a Egipto,
no iniciado en el misterio,
ni partícipe de la pascua,
ni marcado por la sangre,
ni protegido por el Espíritu,
sino enemigo, incrédulo;
y en una sola noche, después de herirlo, lo privó de sus hijos
(...).

Israel, en cambio, estaba protegido por la inmolación del


cordero,
y al mismo tiempo iluminado por la sangre vertida:
y la muerte de la oveja resultaba ser una muralla para el
pueblo.
¡Oh misterio sorprendente e inexplicable!
La inmolación del cordero resultó ser la salvación de Israel,
la muerte de la oveja llegó a ser vida del pueblo
y la sangre intimidó al ángel.

Dime, ángel, lo que te ha intimidado:


¿la inmolación del cordero, o la vida del Señor?,
¿la muerte de la oveja o la figura del Señor?,
¿la sangre del cordero o el Espíritu del Señor?
Es claro que estás intimidado
por haber visto el misterio del Señor realizado en la oveja,
la vida del Señor en la inmolación del cordero,
la prefiguración del Señor en la muerte de la oveja.
Por esto no castigaste a Israel, sino que privaste de sus hijos
sólo a Egipto.

¿Cuál es este misterio inesperado:


que Egipto haya sido golpeado para su perdición
e Israel, en cambio, protegido para su salvación?

Oíd la dinámica del misterio.

Lo que se ha dicho y lo que ha ocurrido no es nada,


amadísimos, si se separa de su simbolismo y de su proyecto.
Todo lo que se realice y se diga, participa del simbolismo—la
palabra, del simbolismo; el hecho, de la prefiguración—para
que, así como el hecho se manifiesta por la prefiguración, así
también la palabra se ilumine por el simbolismo.

Una obra no se construye sin un proyecto. ¿O no se ve lo que


ha de ser a través de la imagen que la prefigura? Por eso, el
proyecto que se va a realizar se modela primero con cera, o
con arcilla, o con madera, a fin de que se pueda ver lo que va
a ser construido más alto en grandeza, más fuerte en
resistencia, y bello de forma y rico en instalación, gracias a
una pequeña maqueta, destinada a perecer. Porque cuando se
ha realizado aquello para lo que había sido destinada la
figura, entonces, lo que hasta aquí portaba la imagen del
futuro es destruido, por haberse hecho inútil, al haber cedido
su imagen a una realidad verdadera. Pues aquello que en otro
tiempo era de valor se devalúa una vez aparecido lo que es
verdaderamente precioso.

Efectivamente, cada cosa tiene su propio tiempo: al modelo


su propio tiempo, al material su propio tiempo. Haces el
modelo de la obra real. Lo deseas porque ves en él la imagen
de lo que va a ser. Suministras el material para el modelo. Lo
deseas por lo que se va a construir gracias a él. Ejecutas la
obra, a ella sola la deseas, a ella sola quieres, viendo en ella
sola el modelo y el material y la realidad.

III. Las figuras del Antiguo Testamento, suplantadas por la


realidad del Nuevo.

La salvación del Señor y la realidad fueron prefiguradas en el


pueblo (judío),
y las prescripciones del Evangelio fueron prenunciadas por la
ley.
De esta suerte, el pueblo era como el esbozo de un plan,
y la ley, la letra de una parábola;
pero el Evangelio es la explicación de la ley y su cumplimiento,
y la Iglesia el lugar donde aquello se realiza.
Lo que era figura era valioso antes de que se diera la realidad.
y la parábola era maravillosa antes de que se diera la
explicación.
Es decir, el pueblo (judío) tenía un valor antes de que se
estableciera la Iglesia,
y la ley era maravillosa antes de que resplandeciera la luz del
Evangelio.
Pero cuando surgió la Iglesia y se presentó el Evangelio,
se hizo vano lo que era figura, y su fuerza pasó a la realidad;
la ley llegó a su cumplimiento, y traspasó su fuerza al
Evangelio.
El pueblo (de Israel) perdió su razón de ser, así que se
estableció la Iglesia,
la figura fue abolida, así que apareció el Señor.
Lo que antes era valioso, ha quedado ahora sin valor,
pues se ha manifestado lo que realmente era valioso por
naturaleza.
Valioso era antes el sacrificio de la oveja,
pero ahora es sin valor, a causa de la vida del Señor.
Valiosa era la muerte de la oveja,
pero ahora es sin valor, a causa de la salvación del Señor.
Valiosa era la sangre de la oveja,
pero ahora es sin valor, a causa del espíritu del Señor.
Valioso era el cordero sin voz,
pero ahora es sin valor, a causa del Hijo sin mancilla.
Valioso era el templo de abajo,
pero ahora es sin valor, a causa del Cristo de arriba.
Valiosa era la Jerusalén de abajo,
pero ahora es sin valor, a causa de la Jerusalén de arriba.
Valiosa era aquella angosta herencia,
pero ahora es sin valor, a causa de la amplitud del don.
Porque no es en lugar alguno determinado, ni en una estrecha
franja de tierra
donde se ha establecido la gloria de Dios,
sino que su don se ha derramado por todos los confines de la
tierra habitada,
y en ellos ha puesto el Dios omnipotente su tienda.
Por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos. Amén 2.

IV. El pecado del hombre.

Dios, habiendo creado al principio por el Verbo el cielo y la


tierra y cuanto en ellos se contiene, modeló al hombre de la
tierra y comunicó a esta figura su soplo. Y colocó al hombre en
un paraíso hacia el oriente, en Edén, para que viviera
agradablemente, y le dio como ley un mandato... Pero el
hombre que era por naturaleza capaz del bien y del mal, como
un pedazo de tierra que puede recibir buenas y malas semillas,
acogió a un consejero hostil y codicioso, y tomando del árbol
transgredió el mandamiento y desobedeció a Dios. En
consecuencia, fue echado a este mundo, como a una prisión de
condenados. Después de muchos años y de haber dejado
mucha descendencia, volvió a la tierra, a causa de haber
comido del árbol, y dejó a sus hijos esta herencia...

No la pureza, sino la lujuria;


No la inmortalidad, sino la corrupción;
No el honor, sino la deshonra;
No la libertad, sino la esclavitud;
No la realeza, sino la tiranía;
No la vida, sino la muerte;
No la salvación, sino la perdición.

Nueva y terrible fue, en efecto, la perdición de los hombres


sobre la tierra. He aquí lo que les aconteció: eran arrebatados
por el pecado como por un tirano, y eran llevados a los lugares
de concupiscencia en los que andaban zarandeados por
placeres insaciables, por el adulterio, la fornicación, la
impudencia, los malos deseos, la codicia, los asesinatos, el
derramamiento de sangre, la tiranía de la maldad y la tiranía
de la injusticia. Porque el padre sacaba la espada contra su
hijo, y el hijo ponía sus manos contra su padre; el impío
golpeaba los pechos que le habían amamantado; el hermano
mataba a su hermano; el huésped hacia injusticia a su
huésped; el amigo asesinaba al amigo y el hombre degollaba al
hombre con mano de tirano. Todos sobre la tierra se
convirtieron, unos en asesinos, otros en fratricidas, otros en
parricidas, otros en infanticidas... con esto exultaba el Pecado:
siendo colaborador de la muerte, la precedía en las almas de
los hombres y preparaba para ella como alimento los cuerpos
de los muertos. En toda alma imprimía el pecado su huella, y
aquellos que tenían esta huella tenían que morir.

Toda carne, pues, cayó bajo el pecado,


y todo cuerpo bajo la muerte,
y toda alma era arrojada de su morada carnal,
y lo que había sido tomado de la tierra se disolvía en la tierra,
y lo que había sido dado por Dios era encarcelado en el Hades.
La bella armonía quedaba disuelta,
y el bello cuerpo, deshecho.
Porque el hombre quedaba dividido bajo el poder de la
muerte,
una extraña desgracia y cautividad le rodeaban.
Era arrastrado como prisionero por las sombras de la muerte,
y la imagen del Padre yacía abandonada.
Esta es la razón por la que se ha cumplido el misterio de la
Pascua
en el cuerpo del Señor 3.

V. El designio salvador en Cristo.

De antemano el Señor había preordenado sus propios


padecimientos
en los patriarcas y en los profetas y en todo el pueblo,
poniendo como sello la ley y los profetas.
Porque lo que había de realizarse de manera inaudita y
grandiosa,
estaba preparado desde mucho tiempo,
para que cuando sucediera fuera creído,
habiendo sido prefigurado desde antiguo...

Antiguo y nuevo es el misterio del Señor:


antiguo en la figura, pero nuevo en el don.
Si miras a esa figura, verás la realidad a lo largo de la
realización.
Si quieres, pues, contemplar el misterio del Señor has de
mirar
a Abel que fue asesinado como él,
a Isaac que fue atado como él,
a José que fue vendido como él,
a Moisés que fue expuesto como él,
a David que fue perseguido como él,
a los profetas que padecieron por Cristo como él.

Mira también al cordero que fue degollado en la tierra de


Egipto,
al que golpeó a Egipto y salvó a Israel por la sangre...

Él es el que vino de los cielos a la tierra a causa del que sufría,


y se revistió de éste mediante las entrañas de una virgen
presentándose como hombre.
Él tomó sobre sí los sufrimientos del que sufría al tomar un
cuerpo capaz de sufrir
y destruyó los sufrimientos de la carne,
matando, con su espíritu que no puede morir,
a la muerte homicida.

Él es el que nos arrancó de la esclavitud para la libertad


de las tinieblas para la luz,
de la muerte para la vida,
de la tiranía para el reino eterno.
ÉI hizo de nosotros un sacerdocio nuevo,
y un pueblo elegido para siempre.
Él es la Pascua de nuestra salvación

Él es el que se encarnó en una virgen,


el que fue suspendido en un madero,
el que fue enterrado en la tierra,
el que resucitó de entre los muertos,
el que fue arrebatado a las alturas de los cielos.

El es el cordero sin voz,


él es el cordero degollado,
él es el nacido de María, la oveja bella,
él es el que fue tomado del rebaño
y arrastrado al matadero,
sacrificado al atardecer
y sepultado por la noche;
sobre el madero no fue quebrantado,
en la tierra no sufrió corrupción,
sino que resucitó de los muertos,
y resucitó al hombre de lo profundo de su sepulcro.

Éste ha sido puesto a muerte.


¿Dónde? En medio de Jerusalén.
¿Por qué?
Porque curó a sus cojos,
porque limpió a sus leprosos,
porque llevó a la luz a sus ciegos,
porque resucitó a sus muertos.

Por esto padeció...

¿Por qué, Israel, has cometido esta nueva iniquidad?


Has deshonrado al que te había honrado,
has despreciado al que te había estimado,
has negado al que te había confesado,
has rechazado al que te había llamado.
has matado al que te había dado la vida.
¿Qué has hecho, Israel?...

Cuando el Señor iba a ser sacrificado, al atardecer,


tú preparaste para él los clavos agudos y los falsos testigos,
las cuerdas, los azotes, el vinagre y la hiel,
la espada y la aflicción, como para un ladrón sanguinario.
Después de haber descargado los azotes sobre su cuerpo,
de haber puesto espinas en su cabeza,
ataste todavía sus bellas manos
que te habían modelado a partir de la tierra
y diste hiel para beber a aquella boca hermosa
que te había dado a beber la vida
y diste muerte a tu Señor en el día de la Gran Festividad.
Y tú te regalabas mientras él sufría hambre;
tú. bebías vino y comías pan,
mientras él bebía vinagre y hiel;
tú andabas con rostro radiante,
mientras él estaba demacrado;
tú exultabas, mientras él se afligía;
tú cantabas, mientras él era condenado;
tú dabas órdenes, mientras él era clavado;
tú danzabas, mientras él era sepultado;
tú te recostabas sobre muelle lecho,
y él en un féretro y en un sepulcro.

Oh Israel criminal, ¿por qué has cometido esta inaudita


injusticia,
arrojando a tu Señor a sufrimientos sin nombre,
al que es tu amo,
al que te modeló,
al que te creó,
al que te honró,
al que te llamó Israel?

Tú no te has mostrado como Israel, pues no has visto a Dios,


no has reconocido al Señor,
no has sabido, Israel, que éste es el primogénito de Dios,
el que fue engendrado antes que la estrella de la mañana,
el que hizo surgir la luz,
el que hizo brillar el día,
el que separó a las tinieblas,
el que afirmó el primer borne,
el que suspendió la tierra,
el que secó el abismo,
el que extendió el firmamento,
el que puso orden en el mundo,
el que dispuso los astros en el cielo,
el que hizo brillar los luminares,
el que hizo los ángeles que están en el cielo,
el que fijó allí los tronos,
el que modeló al hombre sobre la tierra.

Él es el que te eligió y te condujo desde Adán hasta Noé,


desde Noé a Abraham,
desde Abraham a Isaac y a Jacob y a los patriarcas;
él te condujo a Egipto, y te protegió y allí te sustentó;
él iluminó tu camino con una columna de fuego,
y te cobijó bajo la nube,
y dividió el mar Rojo conduciéndote a través de él,
y dispersó a tu enemigo.
El es quien te dio el maná del cielo,
el que te dio a beber de la piedra,
el que te dio la ley en el Horeb,
el que te dio en herencia la tierra (prometida),
el que te envió a los profetas y suscitó tus reyes

Con él has sido impío,


con él has cometido iniquidad,
a él has dado muerte,
con él has traficado, reclamándole los didracmas como precio
de su cabeza. . .

Verdaderamente amarga es para ti esta fiesta de los ázimos,


como está escrito:
«Comeréis panes ázimos con hierbas amargas.»
Amargos son para ti los clavos que afilaste,
amarga para ti la lengua que aguzaste,
amargos para ti los falsos testigos que presentaste,
amargas para ti las cuerdas que preparaste,
amargos para ti los azotes que descargaste,
amargo para ti Judas, a quien pagaste,
amargo para ti Herodes, a quien obedeciste,
amargo para ti Caifás, a quien te confiaste,
amarga para ti la hiel que proporcionaste,
amargo para ti el vinagre que cultivaste,
amargas para ti las espinas que recogiste,
amargas para ti las manos que ensangrentaste.
Has dado muerte a tu Señor en medio de Jerusalén... 4

VI. Sentido de la pascua cristiana.

Pero él, el Señor, vestido de hombre,


habiendo sufrido por el que sufría,
atado por el que estaba detenido,
juzgado por el culpable,
sepultado por el que estaba enterrado,
resucitó de entre los muertos y clamó en voz alta:
¿Quién se levantará en juicio contra mí?
Que venga a enfrentarse conmigo.
Yo he liberado al condenado.
Yo he vivificado al que estaba muerto.
Yo he resucitado al que estaba sepultado.
¿Quién puede contradecirme?
Yo, dice, Cristo, he destruido a la muerte,
he triunfado del enemigo,
he pisoteado el Hades,
he maniatado al fuerte,
he arrebatado al hombre a las alturas de los cielos.

Yo, dice él, Cristo.


Venid, pues, todas las familias de hombres manchadas por los
pecados.
Recibid el perdón de los pecados.
Porque yo soy vuestro perdón,
yo la Pascua de la salvación,
yo el cordero degollado por vosotros,
yo vuestra redención,
yo vuestra vida,
yo vuestra resurrección,
yo vuestra luz,
yo vuestra salvación,
yo vuestro rey.
Yo os llevaré a las alturas de los cielos.
Yo os mostraré al Padre que existe desde los siglos.
Yo os resucitaré por medio de mi diestra.»

Tal es el alfa y la omega:


Él es el comienzo y el fin
—comienzo inenarrable y fin incomprensible—
él es Cristo,
él es el Rey,
él es Jesus,
él es el Estratega,
él es el Señor,
él es el que resucitó de entre los muertos.
él es el que está sentado a la diestra del Padre.
Él lleva al Padre, y es llevado por el Padre:
A él la gloria y el poder por los siglos. Amén 5.
........................
1. Números 4-10.
2. Números 11-16, 30-45.
3. Números 47-57.
4. Números 58-93.
5. Números 100-104.
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LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
Thomas Merton

PRÓLOGO

Entre lo escrito por William Blake, creo que se puede destacar


una frase: «Hemos sido colocados en la tierra para vivir en ella
durante un breve periodo de tiempo. Así podemos aprender a
asimilar los "rayos luminosos del amor".» Una expresión perfecta,
acabada, como lo es lo escrito por Thomas Merton sobre la
oración monástica. Porque en esta frase de William Blake se nos
da la clave de la grandeza humana, totalmente traspasada por los
«rayos del amor». Y al mismo tiempo nos recuerda lo que le falta
al hombre para convertirse en vehículo de esos «rayos luminosos
del amor». Aquí, en esta afirmación casi apodíctica, hay dos
rasgos, ambos con el mismo valor, sobre el deseo que tiene el
hombre de verse sumido en los «rayos luminosos del amor». Y al
mismo tiempo se nos habla de su miedo a correr el riesgo de
verse expuesto a su poder transformante. Porque si rezar
significa cambiar, no es extraño que los hombres, incluso los
consagrados a esa tarea, se apresuren a ponerse vestiduras
protectoras, a llevar delantales que les eviten toda radiación, que
incluso lleguen, en los momentos de su oración comunitaria, a
buscar la seguridad de los refugios para escapar a los efectos de
esos «rayos luminosos del amor» y seguir como están.

En este libro, que sin quererlo se ha convertido en el testamento


de Thomas Merton, éste no intenta otra cosa más que señalar los
«rayos luminosos del amor» y empujarnos al conocimiento de
nuestros lugares de refugio contra ellos, asumidos de una forma
más o menos consciente y voluntaria. Podría parecer una tarea
negativa intentar despojar a los hombres de todas sus vestiduras
de evasión y dejarlos expuestos antes de haberles dado tiempo a
tomar las decisiones necesarias. Si la oración merece el
calificativo de real, es, para empezar, un conocimiento de nuestra
finitud, de nuestra necesidad, de nuestra apertura al cambio, de
nuestra preparación para ser sorprendidos, y hasta colmados de
extrañeza por los »rayos luminosos del amor».

En los antiguos teatros había a menudo tres o cuatro telones con


escenas de un enorme realismo, pintadas en ellos. Antes de la
representación de la obra, a intervalos, estos telones se
levantaban, uno tras otro. Nunca se estaba seguro de si se
trataba de un nuevo telón pintado, o de si había empezado ya la
representación de la obra. Pero al final, cuando se levantaba el
último telón pintado, ya no había nada entre los actores y el
espectador.

La oración auténtica puede estar velada por muchas cortinas que


tienen que levantarse antes de palpar la realidad de la obra
misma. Thomas Merton nos va describiendo todos esos telones,
esos velos, hasta que, al final, nos vemos obligados a ver todos
esos velos y telones como lo que son en la realidad, algo que
tiene que desaparecer antes del comienzo de la obra misma.

En este libro, no se arroga la pretensión de defender la vida


monástica. Lo ha hecho ya en otros. Tampoco ha escrito una
especie de manual como su ensayo, corto, pero
admirable, Spiritual Directions. Más bien, La oración
contemplativa sólo ambiciona ser un tratado más general sobre la
naturaleza de la oración.

Se dan por sabidos dos peligros que el libro apenas intenta


soslayar. Un monje, maduro en años y en vida religiosa, siente
una gran devoción y respeto por los momentos de oración
comunitaria. Por eso corre un mínimo peligro si lee las agudas
sugerencias de Thomas Merton, cuando dice que hasta la vida
litúrgica puede convertirse en un corto circuito de rutina y
reglamentación que puede servir de lugar de escondite, un telón
de seguridad, y puede crear monjes producidos en serie, hombres
y mujeres que representan una pantomima de perfección, con un
desconocimiento total de su mediocridad espiritual y de ser en
realidad víctimas por falta de amor del sistema. Los monjes
entenderán perfectamente estas palabras y entre los veteranos
asustados de esta vida, esos ejercicios comúnes de piedad
siempre serán bien recibidos como formas de invitación y
recuerdo de su participación personal a lo que ese centro
comunitario invita, pero que no impone por sí mismo.

Pera para las comunidades formadas fuera de la vivencia


monacal, quizá el papel de este foco corporativo no sea tan
palpable, y se sientan movidos a pensar en las críticas de
Thomas Merton como indicadores de que la oración privada es
suficiente. Es importante, por tanto, que los lectores de este libro
procedentes del campo no monástico tengan en cuenta el
contexto corporativo en el que la oración privada tiene siempre
lugar.

El segundo peligro se encuentra en todo tratado general de


oración, aunque ésta sea monástica. Porque cada hombre o
mujer que ora se encuentra en un nivel de desarrollo tan distinto y
hay tantas formas diferentes de entrar en la oración —y de
evadirse— en este asunto de la vida en el que Dios nos muestra
de una forma especial la fuerza de su poder, que la mayoría de
los tratados sobre la oración en general no tienen en cuenta las
particularidades sagradas del alma necesitada. Pero cuando se
trata del clima de la oración, y sobre todo del proceso que los
alemanes llaman Entlarvung, la transpiración de la «falsa
interioridad», la del «rebaño reunido», la del «narcisismo infantil
interior», la de los intentos de «agarrarse a una seguridad
narcisista», la del culto a los ídolos que nos hemos fabricado,
esos ídolos mentales de un Dios que no nos va a causar
problemas ni molestias, es capaz de llegar a su tarea de una
forma indirecta, suficiente para dejar de lado la futilidad de todo lo
que se ha escrito sobre este tema y acercarnos a lo que hay
realmente detrás del último telón de seguridad.

Thomas Merton fue apasionadamente consciente de la crisis


interior de nuestra época y de la extrema necesidad de la
dimensión contemplativa. Pero parece haber escogido hablar a
esa época nuestra en crisis por medio de un pequeño grupo de
gente de desecho, entregado en cuerpo y alma a la tarea de
ofrecer su vida a «la fuente de la auténtica vida». Y es que si por
medio de su trabajo, como una especie de masajista espiritual,
puede desatarlos de ataduras y ser de alguna ayuda a la hora de
liberar a algunos de sus hermanos y hermanas de vida monástica
de los apegos importantes que les están haciendo retroceder,
también podría ofrecer ese mismo grupo al mundo, para que
tocara su corazón herido y lo sanara.

Convencido, como P. T. Forsythe acostumbraba a confesar, de


que «la oración es a la religión lo que la búsqueda primitiva es a
la ciencia», Thomas Merton destaca las perspectivas monásticas
a las que son llamados a integrarse. Porque desde los comienzos
de este libro insiste en que el monje lleva a su nueva vida toda la
vida del mundo que parece haber abandonado. Y afirma abier
tamente que el monje está llamado a explorar el conflicto
universal mismo del pecado y sus aspiraciones desordenadas. Y
lo hacen de forma más total, y con mayor dedicación que sus
hermanos, que se entregan a los trabajos de misericordia y
creatividad en el mundo. Insiste en que el monje y la monja
«dejan el mundo solamente para escuchar las voces más
profundas que han dejado atrás».

Tampoco Thomas Merton está asustado de las voces más


profundas que ha dejado atrás. No tiene duda alguna en llamar a
Baudelaire y Rimbaud «cristianos periféricos». Está
perfectamente preparado también para llamar la atención sobre el
hecho de que existencialistas como Heidegger, Camus y Sartre
han mirado a la muerte cara a cara, han profundizado hasta los
abismos de la nada del hombre, han probado en su espíritu la
falta de autenticidad del hombre y han exigido a gritos su
liberación. Está preparado para alabar su fulminante poder para
desnudar al hombre y para insistir en que quien se atreve a
avanzar por los diferentes niveles de oración, no puede escapar
de estas despiadadas revelaciones de la situación existencial del
hombre.

Thomas Merton no está solamente abierto a las voces


existencialistas de nuestro tiempo, sino también a la contribución,
tan importante como abandonada, a la cultura monástica, que
pueden aportarnos nuestros compañeros de viaje contemplativo y
que se engloban en el zen budista, en el hinduismo y en el
sufismo musulmán. Estaba convencido de que la visión que
tienen del mundo esos místicos y sus vivencias deberían ser
puestas cada vez más a disposición de los monjes cristianos, a la
hora de la búsqueda, por parte de éstos, de los niveles más
profundos de oración.

Si, como observa Thomas Merton en su primera página, «la vida


monástica es ante todo una vida de oración», entonces la oración
personal, que exige un compromiso creciente de todos los
poderes del que ora, se convierte en el asunto más importante.
No es suficiente con haber dejado Egipto. Los monjes están
llamados a entrar en la tierra prometida, y entrar no significa
solamente hacerlo con los pies, sino también con el corazón.
Pararse demasiado pronto es la forma más corriente de meterse
en un callejón sin salida en el camino de la oración.

Thomas Merton califica esta complacencia como de una especie


de separación de Dios. El padre Monchanin, el apóstol francés de
la oración, que vivió en el sur de la India, lo resume en una frase:
«Hay demasiadas conciencias encerradas tras un muro.» ¿Podría
referirse a estos estilos complacientes de monjes que, en lo que
se refiere a la vida personal de oración, han puesto en orden su
condición de seres dispersos, y que cuando meditan no logran
situarse por encima de un sentimiento de autojustificación,
usando la regla de medir de la comparación, para asegurarse
ellos mismos de que sus vidas son, al menos, no peores que las
de la mayoría de los que se encuentran en su misma forma de
vida?

Thomas Merton, desde el principio del libro, afirma que un agudo


sentido de necesidad es un gran simulador de la complacencia en
materia de oración. Pero tras todas las necesidades con las que
nuestra situación en el mundo nos presiona, está, omnipresente,
la necesidad que brota de nuestra finitud. Pascal expresa esta
necesidad en sus Pensamientos cuando escribe que hay en todo
hombre un «abismo infinito» que solamente puede ser llenado por
un objeto infinito e inmutable, es decir, solamente por Dios
mismo» (Sect. VII, 425). Thomas Merton ve emerger los niveles
más profundos de oración de este deseo interior, fruto de nuestra
pobreza y del vacío que sentimos interiormente.

La oración y el sacrificio se apoyan y exigen la una al otro y, para


Thomas Merton, cualquier práctica que nos purifica, que aumenta
la humildad, que hace surgir en nosotros un sentimiento nuevo de
nuestra finitud y de nuestra condición de criaturas, es
recomendable. Y aunque el sufrimiento en sí mismo puede ser la
forma más profunda de oración, también está muy claro que
cualquier atisbo de activismo que nos obliga a olvidarnos
totalmente de nosotros, o cualquier martirio prematuro, es una
especie de egocentrismo. En este sentido, quizá la perspectiva
más profunda es la de que los sacrificios que uno escoge son casi
siempre inferiores a los que nos llegan sin pedirlos, que son los
que se nos presentan abundantemente en nuestro camino. En La
oración contemplativa vuelve de nuevo al sacerdote Monchanin:
«Nos es suficiente con saber que estamos en el sitio en el que
Dios quiere que estemos, y llevar a cabo nuestro trabajo, incluso
cuando no se trate más que de un trabajo de hormiga,
infinitamente pequeño, y con unos resultados imposibles de
cotejar. Estamos en la hora del Huerto de los Olivos, y de la
noche, la hora del silencio oferente, la hora de la esperanza. Ahí
está Dios solo, sin rostro, desconocido, al que no sentimos, pero
que sigue siendo el Dios que no podemos negar.»
Quizá la visión más profunda de todo el libro procede de la guía
que se nos ofrece en él sobre cómo ser liberados de nuestras
complacencias y cobardías, y sobre cómo movernos hacia la
presencia de Dios, que es un fuego abrasador. Porque Blake
conocía bien hasta qué punto es un asunto largo y costoso
aprender a soportar «los rayos luminosos del amor». Si es verdad
que la oración más profunda en su culminación es un perpetuo
rendirse a Dios, como consecuencia, toda meditación y los actos
específicos de la oración pueden verse como preparaciones y
purificaciones para disponernos a entrar en ese camino que
nunca acaba. Efectivamente, lo que a menudo está oculto es que
hay en nosotros un miedo terrible, que se adueña de nosotros
ante tal expectativa. Si soy como creo ser y Dios es como me lo
he imaginado, entonces, quizá pueda soportar arriesgarme a ello.
¿Pero qué pasará si al final me doy cuenta de que es distinto a
como me lo había imaginado, y qué si, en su presencia terrible,
todas las capas de lo que yo había pensado que era yo mismo se
disuelven y tiene lugar un encuentro aterrador e impredecible?
Ahora empezamos a encarar el pavor humano, ese pavor que
encubre el encuentro desconocido con la muerte, el miedo que en
pequeño crea tan a menudo una crisis a la hora del compromiso.

Thomas Merton prosigue tranquilamente: «Debemos dejarnos


llevar desnudos e inermes al centro de ese pavor en el que nos
encontramos solos frente a Dios, en nuestra nada sin explicación,
completamente dependientes de su providencia, en una
necesidad apremiante del don de su gracia, su perdón y la luz de
la fe...», porque «la verdadera contemplación no es un truco
psicológico, sino una gracia teologal». Aquí describe un vacío que
llega hasta la verdadera raíz de nuestra naturaleza, porque los
límites han sido eliminados.

Cuando la crisis del compromiso sobrevive a tal acontecimiento,


es porque bajo el miedo hay un amor suficientemente grande
como para soportar el peligro de la revelación y del
descubrimiento. La oración contemplativa nos habla en un
lenguaje muy semejante al de La Nube del Desconocido, que nos
asegura que para penetrar el miedo profundo que nos infunde la
presencia dentro del Desconocido dentro de la Nube, debemos
luchar con el dardo afilado de un amor anhelante, y no abandonar
la partida pase lo que pase (II, 4). El «no abandones» es el sello
de la constancia del amor y el fondo de esta fidelidad del «dardo
afilado del amor anhelante», ¿no es que la santidad y la oración
monástica, en el fondo, son la misma cosa?

Thomas Merton murió en un accidente que sufrió en Bangkok en


diciembre de 1968. Esperaba encontrarse allí con Jean Leclercq
en una reunión de líderes de la vida monacal de Asia. El tema
central del encuentro era sobre la renovación de la vida
monástica en aquella área del mundo. Este testamento suyo, La
oración contemplativa, es portador de su propio mensaje de
renovación. Los monasterios serán renovados en la medida en
que un mayor número de monjes, en un espontáneo brote de
libertad experimental, encuentren sus caminos cada vez con
mayor profundidad, hacia la orientación contemplativa, de una
vida entera dedicada a la oración. Nada puede redimir nuestros
tiempos, restablecer el sentido de la imagen divina que vive en
todo ser humano, y resaltar el sentido interior y exterior de la
responsabilidad de los hombres y mujeres de unos para con
otros, como un volver a revitalizar los niveles más profundos de
oración.

Douglas V. Steere

LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

Aunque camine en tinieblas, sin hallar una luz, que


confíe en el nombre del Señor y se apoye en su Dios.
(Is 50,10)

Les daré inteligencia para que reconozcan que yo soy


el Señor; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.
(Jr 24,7)

INTRODUCCIÓN

El monje es un cristiano que ha respondido a una llamada


especial de Dios y se ha retirado de las preocupaciones más
activas del mundo, para dedicarse enteramente al
arrepentimiento, a la conversión, a la metanoia, a la renuncia y a
la oración. En términos positivos, debemos entender la vida
monástica, sobre todo, como una vida de oración. Los elementos
negativos, la soledad, el ayuno, la obediencia, la penitencia, la
renuncia a la propiedad y a todo tipo de ambiciones, todos esos
elementos se orientan a dejar expedito el camino de tal modo que
la oración, la meditación y la contemplación puedan llenar el
espacio creado por el abandono de otras preocupaciones.

Lo que se ha escrito sobre la oración en estas páginas, va dirigido


en primer lugar a los monjes. Pero, lo mismo que un libro de
psicoanálisis escrito por un psicoanalista y para los de su misma
profesión puede también, si no es demasiado técnico, llamar a las
puertas de los profanos, pero que tienen un cierto interés por
esos temas, lo mismo pasa con este libro. Por eso un estudio
práctico más que académico de la oración monástica debe ser
interesante para todos los cristianos, puesto que todo cristiano se
ha comprometido a ser, en cierto sentido, un hombre de oración.
Aunque pocos tienen el deseo de la soledad o vocación para la
vida monástica, todos los cristianos deben, al menos en teoría,
tener bastante interés por la oración, de tal forma que pueden ser
capaces de leer y servirse de lo que aquí se escribe para los
monjes, adaptándolo a las circunstancias de su propia vocación.
Ciertamente, en el apresuramiento de la vida urbana moderna,
muchos encararemos la necesidad de cierto silencio interior y de
una disciplina sencillamente para sentirnos nosotros mismos,
para mantener nuestra identidad humana y cristiana y nuestra
libertad espiritual. Para promover eso debemos buscar a menudo
momentos de retiro y oración en los que profundizar nuestra vida
de meditación. Estas páginas tratan sobre la auténtica naturaleza
de la oración, más que sobre algunas técnicas especiales,
reservadas a unos pocos. Lo que aquí se dice es aplicable a
cualquier cristiano, aunque, en este último caso, quizá con menos
énfasis en la intensidad de algunos procesos, más propios de la
vida en soledad.

La vida monástica es, primero, esencialmente sencilla. En el


monaquismo primitivo la oración no era necesariamente litúrgica.
La liturgia era vista, a menudo, casi como algo reservado a los
monjes y canónigos. Por eso, los primeros monjes en Egipto y
Siria seguían una liturgia muy rudimentaria, y sus oraciones
personales eran directas y sin complicación alguna. Por ejemplo,
leemos en los dichos de los Padres del Desierto 1 que un monje
preguntó a san Macario cómo orar. Le respondió: «No es
necesario servirse de muchas palabras. Solamente extiende tus
brazos y di: "Señor, ten compasión de mí como tú desees y como
tú bien sabes." Y si el enemigo te tienta fuertemente, di: "Señor,
ven y ayúdame."» En las
1 Apothegmata, 19, P.G. 34,249.

Conferencias de oración 2 de Casiano, vemos el gran empeño


que mostraban los monjes para encontrar la simplicidad en la
oración, hecha a base de frases cortas, sacadas de los Salmos y
de otras partes de la Escritura. Una de las más frecuentemente
usadas era Deus, in adjutorium meum intende, "Dios mío, ven en
mi auxilio" 3.

A primera vista uno podría preguntarse qué tienen que ver unas
oraciones tan sencillas con la contemplación. Para empezar, los
Padres del Desierto no se consideraban ellos mismos como
místicos, aunque de hecho, a menudo lo eran. Cuidaban mucho
el no ir en busca de experiencias extraordinarias y luchaban
denodadamente por encontrar la pureza del corazón y el control
de sus pensamientos, para guardar sus mentes y corazones
vacíos de preocupaciones y cuidados, para que de esa forma
pudieran al mismo tiempo olvidarse de ellos mismos y dedicar
todo su ser al amor y al servicio de Dios.

Este amor se expresaba en primer lugar en el amor a la Palabra


de Dios. La oración se extraía de las Escrituras, especialmente de
los Salmos. Los primeros monjes veían en el Salterio no
solamente un compendio de todos los demás libros de la Biblia,
sino un libro de una eficacia especial para la vida ascética, en el
que se adivinaban los mociones del corazón en su lucha contra
las fuerzas de las tinieblas 4. La «batalla de los Salmos» siempre
se interpretaba en referencia a la guerra interior contra las
pasiones y contra el demonio. La meditación era, sobre
todo, meditatio scripturarum 5. Pero no debemos imagi-
2 Conferencia 10.
3 Salmo 69,2.
4 San Atanasio, Ep. ad Marcellinum.
5 Cf. Dom Jean Leclerq, Love of Learning and the Desire of God, New York,
Fordham University Press, 1961, caps. I y IV.

narnos a los monjes primitivos aplicándose ellos mismos a una


verdadera meditación analítica de la Biblia. Para ellos la
meditación consistía en hacer suyas las palabras de la Biblia,
memorizándolas y repitiéndolas, con una concentración sencilla,
«desde el corazón». Por tanto, «el corazón» al final juega un
papel central en esa forma primitiva de oración monástica.

Se le pidió a san Macario que explicase una frase de un salmo:


«El meditar de mi corazón está en tu presencia.» Fruto de ello,
dio una de las primeras descripciones de la «oración del corazón»
que para él consistía en invocar el nombre de Cristo con profunda
atención, en el campo real del ser de uno, es decir, en el
«corazón», considerado como raíz y fuente de la verdad interior
de cada uno. Invocar el nombre de Cristo en el «corazón de uno»
era equivalente a llamarle con la más profunda y sincera
intensidad de la fe, manifestada por la concentración de todo el
ser de uno despojado de todas las cosas no esenciales y
reducido a la nada, salvo a la invocación del nombre del Señor
con una simple petición de ayuda. San Macario decía: «No existe
ninguna otra meditación más perfecta que el salvífico y bendito
nombre de nuestro Señor Jesucristo, que mora sin interrupción en
ti, como está escrito: "Gritaré como un pájaro y meditaré como
una tórtola." Es lo que hace el hombre devoto que persevera en
su invocación del nombre salvífico de Nuestro Señor
Jesucristo» 6.

Los monjes de las iglesias orientales, en Grecia y en Rusia, han


usado durante siglos un manual de oración llamado Philokalia. Se
trata de una antología de citas de
6 De Amelineau, citado por Resch en Doctrine Ascétique des Premiers MaTtres Egyptiens, p. 151.

los Padres monacales de Oriente desde el siglo tercero hasta la


Edad Media, todas ellas relacionadas con la «oración del
corazón» o la «oración de Jesús». En la escuela de la
contemplación «hesicástica», que floreció en los centros
monásticos de la península del Sinaí y del Monte Atos, este tipo
de oración fue estructurada hasta convertirse en una técnica
especial, casi esotérica. En el presente estudio no vamos a
meternos en detalles sobre esa técnica que a veces, de una
forma irresponsable, ha sido comparada con el yoga. Solamente
enfatizaremos la esencial simplicidad de la oración monástica en
la primitiva «oración del corazón», que consistía en el
recogimiento interior, en el abandono de los pensamientos que
distraían y en la humilde invocación del Señor Jesús con las
palabras de la Biblia con un intenso espíritu de fe. Esta simple
práctica era considerada de crucial importancia en la oración
monástica de la Iglesia oriental, puesto que se creía que el poder
sacramental del Nombre de Jesús traía consigo el Espíritu Santo
al corazón del monje orante. Dice así un texto típico, tradicional:

Un hombre se enriquece por la fe, y si quiere por la


esperanza y la humildad, con las que el monje se dirige al
dulcísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo; y se
enriquece también por la paz y el amor. Porque éstas son
realmente tres ramas del árbol de la vida plantado por Dios.
Un hombre que se acerque a él, que lo toque a su debido
tiempo y que coma de él, como está mandado, conseguirá
una vida perdurable, eterna, y no la muerte, como en el
caso de Adán... Nuestros gloriosos maestros... en los que
moraba el Espíritu Santo, nos enseñan sabiamente a todos
nosotros, especialmente a los que desean abrazar el campo
del silencio divino, es decir, a los monjes, y consagrarse a
Dios, renunciando al mundo, a practicar el «hesìcasmo»
con sabiduría, y a preferir su perdón con una esperanza
firme. Estos hombres podrían tener, como práctica y
ocupación constantes, la invocación de su más santo y
dulcísimo nombre, llevándolo siempre en su mente, en el
corazón y en los labios... 7

La práctica de tener el nombre de Jesús siempre presente en la


conciencia era, para los antiguos monjes, el secreto del «control
de sus pensamientos» y de sus victorias ante la tentación. Eso
acompañaba a todas las actividades de la vida monástica,
imbuyéndoles de oración. Era la esencia de la meditación
monástica, una forma especial de esa práctica de la presencia de
Dios de la que san Benito, a su vez, hizo la piedra angular de la
vida y meditación monásticas. Esta práctica básica y simple pudo,
evidentemente, expandirse para incluir el pensamiento de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, las cuales san Atanasio
fue de los primeros en asociarlas a las diferentes horas canónicas
de oración 8.

Sin embargo, en interés de la sencillez, nos centraremos en la


forma más elemental de la meditación monástica, y hablaremos
de la oración del corazón como un medio de mantenernos en la
presencia de Dios y de la realidad, enraizada en la verdad interior
de uno mismo. Haremos referencia a los textos antiguos de vez
en cuando, pero nuestro desarrollo del tema será esencialmente
moderno.

Después de todo, algunos de los temas básicos del


existencialismo de Heidegger, que subyacen realmente en
7 Kadloubovsky and Palmer, Writings from the Philokalia on Prayer of the Heart, p.
172-173.
8 De Virginitate, 12-16.

el ineluctable hecho de la muerte, en la necesidad que todo


hombre tiene de la autenticidad, y en algún tipo de liberación
espiritual, pueden recordarnos el clima en el que la oración
monástica floreció, y que no está ausente de nuestro mundo
moderno. Todo lo contrario. Ésta es una edad que, por su misma
naturaleza de tiempo de crisis, de revolución, de lucha, exige una
búsqueda especial y un constante cuestionamiento, que
constituyen el trabajo del monje en su meditación y oración.
Porque el monje busca algo más que su propio corazón. Bucea
profundamente en el corazón del mundo, pero sólo para escuchar
con mayor intensidad las voces más profundas y más
abandonadas que proceden de esas profundidades abisales
interiores.

Por eso el término contemplación es a la vez insuficiente y


ambiguo cuando se aplica a las formas más elevadas de la
oración cristiana. Nada hay más ajeno a la auténtica tradición
monástica y contemplativa en la Iglesia (por ejemplo, la
carmelitana), que una especie de gnosticismo que elevaría al
contemplativo sobre el cristiano ordinario, iniciándole en un reino
de conocimiento y experiencia esotéricos, librándole de las luchas
ordinarias y sufrimientos de la existencia humana, y elevándole a
un estado privilegiado entre los espiritualmente puros, como si
fuera casi un ángel, no tocado por las pasiones, y sin necesidad
de la mediación de los sacramentos, la caridad y la cruz. La forma
de la oración monástica no es una especie de escape sutil de la
mediación de la encarnación y de la redención. Es un camino
especial de seguir a Cristo, y de compartir su pasión y
resurrección y su redención del mundo. Por esta razón
precisamente las dimensiones de la oración en soledad son las
del hombre ordinario sometido a la angustia, la búsqueda de sí
mismo, con sus momentos de náusea y de vanidad, falsedad y
capacidad para la traición. Lejos de establecer una seguridad
narcisista inaccesible, el camino de la oración nos enfrenta cara a
cara con el punto más central y más profundo donde el vacío
parece abrirse a una negra desesperación. El monje se enfrenta a
esta seria posibilidad, y la rechaza, como el hombre de Camus se
enfrenta al «absurdo» y lo trasciende por medio de su libertad. La
opción de la desesperación absoluta se cambia en una perfecta
esperanza, debido a la súplica pura y humilde de la oración
monástica. El monje se enfrenta a lo peor, y descubre en ello la
esperanza de lo mejor. De la muerte, la vida. Del abismo, y de
una manera que no llegamos a comprender, surge el don
misterioso del Espíritu enviado por Dios para hacer nuevas todas
las cosas, para transformar el mundo creado y redimido, y
restaurar todas las cosas en Cristo.

Éste es el trabajo creativo y sanador del monje, conseguido en el


silencio, en la desnudez de espíritu, en el vacío, en la humildad.
Es una participación en la muerte salvadora y en la resurrección
de Cristo. Por eso, todo cristiano puede, si así lo desea, entrar en
comunión con este silencio de la Iglesia orante y meditativa, que
es la Iglesia del Desierto.

I
El clima en el que florece la vida monástica es el del desierto 9,
donde está ausente la comodidad del hombre. En ese desierto
desaparecen las rutinas en las que se apoya el hombre de la
ciudad, y siente que le dan una aparente seguridad. En este
clima, la oración debe apoyarse en Dios, en la pureza de la fe.
Aun viviendo en comunidad, el monje se ve obligado a explorar el
yermo interior de su propio ser en solitario. La Palabra de Dios,
que es siempre su consuelo, representa al mismo tiempo su
aflicción. La liturgia, que es su gozo y que le revela la gloria de
Dios, no puede llenar el corazón que previamente no haya sido
humillado y vaciado de todo miedo. Aleluya es el cántico del
desierto.
9 Isaías 35,1-10.

El cristiano, aunque sea un monje o un ermitaño, no es alguien


que vive en un aislamiento individual. Es un miembro de la
comunidad de alabanza, del Pueblo de Dios. Aleluya es la
aclamación victoriosa del Salvador Resucitado. Y también el
mismo Pueblo de Dios, cuando celebra la gloria del Señor en el
tabernáculo de belleza que se cierne sobre él, guiado, imantado
por la nube brillante de su presencia, sigue en plena
peregrinación. Aclamamos a Dios como miembros de una
comunidad que ha sido bendecida y salvada y que está en viaje
para encontrarse con el que se nos acerca en su adviento
prometido. También como individuos nos reconocemos
pecadores. La oración del monje está dictada por la doble
perspectiva interior de su propia conciencia, de su condición de
pecador y redimido, por la ira y la compasión. Así es también la
oración de todo cristiano. Pero el monje está llamado a explorar
más profunda y ampliamente estas dimensiones, y con un mayor
esfuerzo que sus hermanos, que se entregan en el mundo a
trabajos de misericordia o a obras de creación.

En este estudio nos vamos a preocupar, sobre todo, de la oración


personal, especialmente en sus aspectos de meditación y
contemplación. Se sobrentiende que la oración personal del
monje está embebida en una vida de salmodia, celebración
litúrgica, y en una lectura meditada de la Escritura (lectio
divina). Todo esto tiene una doble dimensión, la personal y la
comunitaria. Aquí vamos a ceñirnos, sobre todo, al esfuerzo del
monje, que intenta profundizar en las consecuencias de la
realidad absoluta, totalitaria, de su llamada a la vida en Cristo,
que progresivamente se le revela en la soledad en la que se
encuentra solo con Dios, estén o no físicamente presentes sus
hermanos.

Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, nos hace ver con


claridad lo que Rozanov ha llamado un «conflicto eterno» en el
monaquismo, y, sin duda, en el cristianismo como tal. El conflicto
entre lo rígido, autoritario, lo convencido de su rectitud, la actitud
ascética de alguien que exige que se le imite, puesto que él es el
maestro, que se aísla del mundo con un esfuerzo terrible, y luego
se siente cualificado para dar cursos sobre ese magisterio
espiritual. Y el Staretz, Zossima, el hombre compasivo de oración
que se identifica a sí mismo con el pecador, con el mundo lleno
de dolores, para pedir la bendición de Dios sobre ese mismo
mundo.

Hay que resaltar, que en el momento presente de exaltación y


renovación del monaquismo, nos asimilamos cada vez más con el
tipo de Zossima. Y esta clase de espíritu monástico es
carismático más que institucional. Tiene menos necesidad de
estructuras rígidas, y se abandona totalmente a la única que
necesitamos, a la de la obediencia a la palabra y al espíritu de
Dios, confirmada por sus frutos de humildad y amor compasivo.
Por eso, el tipo Zossima de monaquismo puede muy bien florecer
en las situaciones más inesperadas, hasta en medio del mundo.
Quizá tales «monjes» no tengan vinculación monástica alguna.
Pero, al mismo tiempo, hay que admitir que las estructuras
comunes tienen un valor que no debe ser subestimado. El orden,
la paz, la comunicación y el amor fraternos, ofrecidos por una
comunidad de trabajo y oración, son los lugares normales en los
que la vida de oración se desarrolla. No hace falta decir que tales
comunidades no deben reproducir solamente los modelos de
regularidad y de observancia de la vida conventual de los
trapenses, cartujos o carmelitas, tal como los hemos conocido
hasta ahora.

II
En esta forma de oración, tal como ha sido descrita por los
escritores primitivos de la vida monástica, la meditatio debe ser
vista en su estrecha relación con la salmodia, lectio, orado y
contemplatio. Es una parte de un todo continuo, la vida entera
unificada del monje, conversatio monastica, su nueva orientación
desde el mundo hacia Dios. Separar la meditación de la oración,
de la lectura y de la contemplación es falsificar nuestra
concepción de la forma monástica de oración. A medida que la
meditación se va haciendo cada vez más contemplativa, vemos
que no se trata solamente de un medio para conseguir un fin, sino
que también tiene algo de la misma naturaleza de un fin. Por eso,
la oración monástica, especialmente la meditación y la oración
contemplativa, es no tanto un camino para encontrar a Dios como
un camino para descansar en él, en quien
hemos encontrado, que nos ama, que está a nuestro lado, que
viene hasta nosotros para configurarnos con él. Dominus enim
prope est. La oración, la lectura, la meditación y la contemplación
llenan el aparente «vacío» de la soledad y el silencio monásticos
con la realidad de la presencia de Dios y, a partir de ahí, podemos
aprender el verdadero valor del silencio y experimentar el vacío y
la futilidad de esas formas de distracción y comunicación sin
sentido, que en nada contribuyen a la seriedad y sencillez de la
vida de oración.

Se puede dar un valor enorme a la celebración comunitaria, la


que se expresa con cantos, con ejercicios que implican a toda la
persona. Tiene su espacio propio. Pero la oración de la que
hablamos aquí, y a la que calificamos de monástica por
excelencia, aunque también podría aplicarse la misma palabra a
la vida de cualquier seglar que se sienta atraído por ese tipo de
alabanza al Señor, es una oración de silencio, sencillez,
contemplativa y de unidad meditativa, una integración de toda su
persona en una atenta escucha del corazón. La respuesta que
busca normalmente esta oración tiene poco que ver con la del
testigo jubiloso y que se explaya en palabras. Es una rendición
total y sin palabras del corazón en el silencio.

La unidad inseparable del silencio y de la oración monástica fue


bien descrita por un monje sirio, Isaac de Nínive.

Muchos buscan con avidez, pero el único que encuentra es


el que permanece en silencio continuo... Todo hombre que
encuentra sus delicias en una multitud de palabras, aunque
diga en ellas cosas admirables, está vacío interiormente. Si
amas la verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la
luz del sol, iluminará a Dios en ti y te librará de los
fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al mismo
Dios.

Ama el silencio por encima de todas las cosas. Te trae el


fruto que la lengua no alcanza a describir. Al principio
tenemos que forzarnos a guardar silencio. Que Dios te
conceda experimentar ese «algo» que nace del silencio.
Con sólo practicarlo, como consecuencia de tu esfuerzo, te
inundará una luz inenarrable... y después de un breve
tiempo, una cierta dulzura nace en el corazón de este
ejercicio y el cuerpo se siente embebido casi por la fuerza
para permanecer en silencio.

Tengo que decir que el término oración mental es totalmente


desorientador en el contexto monástico. Muy pocas veces oramos
solamente con la mente. La meditación monástica, la
oración, oratio, la contemplación y la lectura comprometen a todo
el hombre, y brotan del centro del corazón del ser humano, de su
corazón renovado por el Espíritu Santo, que responde totalmente
a la gracia de Cristo. La oración monástica empieza menos con
«consideraciones» que con una «vuelta al corazón», encontrando
el centro más profundo de uno mismo, despertando las
profundidades más hondas de nuestro ser y de nuestra vida.

Por eso, en estas páginas, la palabra meditación será usada más


o menos como equivalente a lo que los místicos de la Iglesia
oriental han llamado «oración del corazón», al menos en el
sentido general de una oración que busca sus raíces en el campo
más auténtico de nuestra existencia, no solamente en nuestra
mente o en nuestros afectos. Por la «oración del corazón»
buscamos a Dios mismo en las profundidades de nuestro ser y lo
encontramos allí invocando el nombre de Jesús en fe, admiración
y amor.

El término «oración mental» desgraciadamente sugiere una vía


en la vida de oración entre la oración «de la mente» con o sin
«actos» específicos, y la sencilla oración vocal, ya sea ésta
pública o privada. Esto, a su vez, implica otra vía entre la oración
pública y la privada. De esta distinción surgen todo tipo de
problemas. Y, de hecho, cuando una persona está convencida de
que hay un conflicto entre estas «divisiones» de la vida de
oración, resulta de ahí una cierta dislocación espiritual. Pero en la
tradición monástica primitiva no existía tal división ni tal conflicto.
Toda la vida del monje es una armoniosa unidad en la que varias
formas de oración tienen su lugar y su tiempo, pero en la que, de
una manera o de otra, se piensa que el monje está «orando
siempre». San Basilio, por ejemplo, cuando habla de lo que los
escritores modernos llaman «oración privada», se refiere a la
oración del monje durante su tiempo de trabajo. Esta oración
consiste, en parte, en la recitación de los salmos, en parte en las
palabras sencillas y espontáneas del monje, o en acciones sin
palabras, dirigidas a Dios.

Todas las horas son buenas para la oración y la salmodia,


pues mientras nuestras manos están ocupadas en sus
trabajos, podemos alabar a Dios con la lengua o si no, con
el corazón... Así que en medio de nuestro trabajo podemos
cumplir con la obligación de orar, dando gracias al que ha
concedido fuerza a nuestras manos para cumplir con
nuestros trabajos, inteligencia a nuestras mentes para
adquirir los conocimientos... Así llegamos a formarnos un
espíritu recogido, cuando en toda acción pedimos a Dios el
éxito de nuestros trabajos y satisfacemos nuestra deuda de
gratitud a él... Y cuando mantenemos siempre presente en
nuestras mentes la finalidad de agradarle. 10
10 Long Rules, Q. 37, Ascetical Works, New York, 1950, p. 308.

En la tradición celta, un poema atribuido a san Columbano


describe la vida eremítica en una isla en el océano, y da alguna
idea de las distintas formas de oración que estructuran y
configuran las actividades del día en un todo orgánico. Después
de describirse a sí mismo como a un desterrado que «ha vuelto
su espalda a Irlanda» y que se siente movido por el
arrepentimiento, mientras mira las olas que mueren en la playa,
describe su satisfacción por la vida que lleva de dolor de los
pecados y de alabanza divina:
Que yo pueda bendecir al Señor, que lo conserva todo. El cielo con sus incontables
órdenes brillantes.

La tierra con su costa y sus torrentes.


Que yo pueda encontrar todos los libros, buenos para cualquier alma.
En algunos momentos arrodillado en honor del cielo querido, en otros cantando salmos.
En algunos momentos contemplando al Rey de los Cielos, el santo dueño de todo.
En algunos momentos dedicado al trabajo sin angustia. Éste así resultará delicioso.
En algunos momentos pidiendo ayuda a las rocas.
En algunos momentos pescando.
En algunos momentos dando de comer al pobre.
En algunos momentos en la carcair (la celda solitaria). 11

11 Citado por W. G. Hanson en Early Monastic Schools of Ireland, Cambridge, 1927, p. 23.

También san Beda describe la constante meditación de los monjes celtas y de los seglares que
acompañaban a san Aidan en su misión en Northumbria en el siglo séptimo. Une la vida de oración
vital de los monjes al fervor del mismo Aidan.

Su vida era tan diferente del aburrimiento de nuestros tiempos que todos los que lo
acompañaban, ya fueran monjes tonsurados o seglares, se ocupaban de la oración, ya
sea leyendo las Escrituras o hablando sobre los salmos. Era su ocupación diaria y la de
los que lo acompañaban, en cualquier sitio en el que estuviesen. 12

12 Historia Ecclesiastica, III, 5.

Hay que señalar el amplio sentido que Beda da a la palabra meditación, identificándola con
la lectio y con la salmodia. También hay que fijarse en que no ve diferencia alguna entre monjes y
seglares, que vivían de una forma muy parecida la misma clase de oración continua, basada en la
Biblia.

En estos textos tradicionales encontramos no sólo una visión muy sencilla, amplia y saludable de
la vida de oración, sino además una que está completamente unificada, aún siendo diversa, en
perfecta armonía con la naturaleza. Esto quiere decir, para empezar, que cada uno reza como
quiere, ya sea vocalmente o en «su corazón». La oración vocal significa aquí, en primer lugar, la
recitación o el cántico de los salmos. Esta forma de oración no exige una lucha para estar
recogido a pesar del trabajo, los viajes o cualquier otro tipo de actividades, sino que fluye de la vida
diaria y está de acuerdo con el trabajo y cualquier tipo de obligación. Es, pues, un aspecto del
trabajo del monje, un clima en el cual el monje trabaja, porque supone un reconocimiento
consciente de la dependencia respecto a Dios. Tampoco aquí las formas que adopta ese
«reconocimiento» están definidas o prescritas. No hay ni un solo instante en que el monje pueda
considerar a Dios «ahí fuera» o en cualquier parte. Pero cada uno procederá de acuerdo con su fe
y su capacidad. El clima de su oración es, pues, de reconocimiento, gratitud y amor totalmente
obediente, que sólo busca agradar a Dios. Encontramos la misma sencillez en el capítulo 52 de
la Regla, donde san Benito nos habla de la oración personal y privada. «Si alguno desea rezar en
secreto, déjale que se vaya y rece, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor en su corazón.» El
clima de oración que se sugiere en esta expresión tradicional, «lágrimas y fervor del corazón», es
el del arrepentimiento y del amor.

Podemos analizar aquí el concepto de «el corazón». Se refiere al campo más profundo de la
psicología de la personalidad de cada uno, al santuario interior donde el reconocimiento de uno
mismo va más allá de la reflexión analítica y se abre a la confrontación metafísica y teologal con el
Abismo de lo desconocido, ya presente, al «que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos»
13

13 Una frase citada de Las confesiones de san Agustín.


III

Según estos textos, vemos que en la meditación no debemos buscar un «método» o «sistema»,
sino cultivar una «actitud», una «visión general», hecha de fe, apertura, atención, reverencia,
expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades embeben nuestro ser de amor, en
la medida en que nuestra fe nos dice que estamos en presencia de Dios, que vivimos en Cristo,
que en el Espíritu de Dios «vemos» a Dios nuestro Padre sin «verle». Lo conocemos en lo
«desconocido». La fe es el vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor.

Algunas personas, sin duda, tienen un don espontáneo para la oración meditativa. Esto no es
corriente hoy. La mayor parte de los hombres tienen que aprender a meditar. Hay formas para
aprender a meditar. Pero no debemos esperar encontrar métodos mágicos, sistemas que hagan
evaporarse en el aire todas las dificultades y todos los obstáculos. La meditación es a veces muy
difícil. Si aguantamos los tiempos difíciles en la oración, y esperamos con paciencia los tiempos de
la gracia, podemos llegar a descubrir que la meditación y la oración constituyen unas experiencias
gozosas. Pero no debemos juzgar el valor de nuestra meditación por «cómo nos sentimos». Una
meditación difícil, y aparentemente infructuosa, puede de hecho ser mucho más válida que otra
que es fácil, feliz, luminosa y aparentemente, un gran éxito.

Hay un «movimiento» de la meditación, que expresa el ritmo «básico» pascual de la vida cristiana,
el paso de la muerte a la vida en Cristo. A veces, la oración, la meditación y la contemplación son
«muerte», algo así como descender a nuestra nulidad, un reconocimiento de sentirnos sin ayuda,
una frustración, infidelidad, confusión, ignorancia. Fijaos lo común que es esto en los salmos ". Si
necesitamos ayuda en la meditación, podemos acudir a los textos de la Escritura que expresan
esta profunda tristeza del hombre en su nada y en su total necesidad, dependencia de Dios. Por
eso, cuando decidimos enfrentarnos a las duras realidades de nuestra vida, cuando reconocemos
que necesitamos orar mucho y con absoluta humildad para entrar totalmente en los caminos de la
fe, él nos arranca de las tinieblas a la luz, nos escucha, responde a nuestras oraciones, se da
cuenta de nuestras necesidades y nos concede la ayuda que le pedimos, aunque no sea más que
dándonos más fe para creer que él puede y quiere ayudarnos cuando lo considere oportuno. Ya es
una respuesta suficiente.

Esta alternancia entre la oscuridad y la fe constituye una especie de diálogo entre el cristiano y
Dios, una dialéctica que nos lleva hacia profundidades cada vez mayores en nuestra convicción de
que Dios es nuestro todo. Por estas alternancias crecemos en el desapego de nosotros mismos y
en la esperanza. Debemos darnos cuenta del gran bien que podemos conseguir solamente por
esta fidelidad a la meditación. Un nuevo reino se abre ante nosotros, que no puede descubrirse de
otra manera. Llamadlo el «reino de Dios». Hay que hacer todo esfuerzo y sacrificio para entrar en
ese reino. Tales sacrificios son ampliamente recompensados por sus resultados, incluso cuando
éstos no nos son claros, mucho menos evidentes. Pero se necesita un esfuerzo iluminado, bien
dirigido y apoyado.

Inmediatamente nos enfrentamos a uno de los problemas de la vida de oración, el de aprender


cuando los esfuerzos de uno están iluminados y bien dirigidos, y cuando brotan de nuestras
confusas veleidades y de nuestros deseos inmaduros. Sería una equivocación suponer que basta
la buena voluntad, que por sí misma es garantía suficiente de que todos nuestros esfuerzos
conseguirán al fin un buen resultado. Pueden cometerse errores muy serios, incluso con la mejor
buena voluntad. Algunas tentaciones y desilusiones tienen que ser vistas como parte normal de
nuestra vida de oración, y cuando una persona piensa que ha conseguido una cierta facilidad en la
contemplación, puede encontrarse a sí misma alimentando toda clase de ideas extrañas y, lo que
es peor todavía, apegarse a ellas con una entrega ciega, enfebrecida, convencida de que se trata
de gracias sobrenaturales y señales de que Dios bendice sus esfuerzos, cuando, en realidad, ellas
le dejan simplemente entrever que ha tomado un camino equivocado y que quizá se encuentre en
un serio peligro.

Por esta razón, la humildad y aceptación dócil de un sano consejo son muy necesarios en la vida
de oración. Aunque la dirección espiritual no es totalmente necesaria en la vida del cristiano
corriente, y aunque un religioso podría ser capaz de avanzar solo hasta un cierto punto sin ella
(muchos tienen que hacerlo así), se convierte en una necesidad moral para el que intenta
profundizar en su vida de oración. De ahí la tradicional importancia del «padre espiritual», que
puede ser el abad o bien otro monje experimentado, capaz de guiar al que se inicia en los caminos
de la oración, y de detectar inmediatamente cualquier signo de celo mal orientado o de un esfuerzo
con dirección equivocada. A una persona así hay que escucharla y obedecerla, especialmente
cuando previene contra el uso de ciertos métodos y prácticas que esa persona ve que están fuera
de lugar y son perjudiciales en un caso particular, o cuando se niega a aceptar ciertas
«experiencias» como evidencias de progreso.

El recto uso de los esfuerzos está determinado por las indicaciones de la voluntad de Dios y de su
gracia. Cuando uno obedece sencillamente a Dios, un pequeño esfuerzo lleva muy lejos. Cuando
alguien, de hecho, le está resistiendo (aunque diga a voz en cuello que no intenta otra cosa más
que cumplir su voluntad) ninguna modalidad ni calidad en el esfuerzo puede producir buenos
resultados. Por el contrario, la terquedad que impulsa a seguir adelante en el camino de la
resistencia a Dios, a pesar de las claras indicaciones de su voluntad, es una señal de que uno se
encuentra en un grave peligro espiritual. A menudo, quien está metido en el problema es incapaz
de darse cuenta de ello. Es otra razón por la que un padre espiritual puede ser realmente
necesario.

El trabajo del padre espiritual no consiste tanto en enseñarnos un secreto o un método infalible
para entrar en un mundo de experiencias esotéricas, sino en mostrarnos cómo reconocer la gracia
de Dios en su voluntad, cómo ser humilde y paciente, cómo conseguir una visión adecuada de
nuestras propias dificultades, y cómo apartar los principales obstáculos que nos impiden
convertirnos en hombres de oración.

Estos obstáculos pueden tener raíces muy profundas en nuestro carácter, y de hecho podemos al
fin aprender que toda la vida será apenas suficiente para liberarnos de ellos. Por ejemplo, muchas
personas que tienen pocos dones naturales y poco ingenio tienden a imaginarse que pueden
aprender muy fácilmente, por su propia inteligencia, a dominar los métodos —podría hablarse más
bien de «trucos»—, de la vida espiritual. El único problema es que en la vida espiritual no hay ni
trucos ni atajos. Los que se imaginan que pueden descubrir técnicas especiales y tratan de
asimilarlas para eludir los auténticos problemas de su vida espiritual, normalmente llegan a ignorar
la voluntad de Dios y su gracia. Sufren de exceso de confianza y de autocomplacencia en ellos
mismos. Se convencen de que van a conseguir esto o aquello, e intentan alcanzar un nivel
importante de vida espiritual por unos métodos absolutamente personalistas. Incluso podría
parecer que, hasta cierto punto, aciertan. Pero algunos sistemas de espiritualidad —especialmente
el zen budista—, ponen un acento enorme en un estilo de dirección severo, a veces sin sentido
aparente, que le arrancan a la persona toda esa autosuficiencia. Nadie puede empezar a encarar
las dificultades reales de la vida de oración y meditación si no se encuentra perfectamente
satisfecho de ser un principiante y verse a sí mismo como a alguien que conoce poco o nada, y
tiene una necesidad absoluta de aprender los rudimentos de todo. Los que desde el principio
piensan que «saben», jamás llegarán, en realidad, a saber nada de nada.

Las personas que intentan orar y meditar por encima del nivel que les corresponde, que están
demasiado ansiosas por alcanzar lo que ellas piensan ser «un alto grado de oración», se apartan
de la verdad y de la realidad. Observándose a sí mismos e intentando convencerse de sus
avances, se convierten en prisioneros de ellos mismos. Luego, cuando se dan cuenta de que la
gracia los ha abandonado, se sienten presos de su propio vacío y futilidad y se ahogan en la
desesperanza. La acedia sigue al efímero entusiasmo del orgullo y de la vanidad espiritual. El
remedio está en un largo periodo de humildad y de arrepentimiento.

No queremos ser principiantes. Pero tenemos que convencernos del hecho de que en toda nuestra
vida jamás pasaremos de la condición de aprendices.

IV

Otro obstáculo —y quizá éste sea más común— es la inercia espiritual, la confusión interior, la
frialdad, la falta de confianza. Éste puede ser el caso de los que, después de haber empezado de
forma satisfactoria, experimentan el inevitable bajón que tiene lugar cuando la vivencia de la
meditación empieza a ser más seria, más exigente. Lo que al principio parece fácil y gratificante,
de repente se convierte en algo totalmente imposible. La mente deja de funcionar a su ritmo
normal. Se experimenta una imposibilidad casi absoluta de concentración. La imaginación y las
emociones viven su propio ritmo de enorme dispersión. Hasta se vuelven totalmente indómitas a
los mandatos de nuestra voluntad. En esta situación, en medio de una oración, que es de gran
sequedad, desolada y que nos repele, la vida interior se convierte en puro desierto, carente de
todo atractivo.

Este fenómeno tiene su explicación. Es una prueba que hay que pasar, la «noche de los sentidos».
Pero tampoco podemos perder de vista que, a menudo, es algo más serio que eso. Puede ser el
resultado de un comienzo equivocado, en el que, debido a la terminología, que nos resulta familiar,
de los libros de oración y de la vida ascética, ha aparecido una fisura, una profunda fosa, que
divide la «vida interior» del resto de la propia existencia. En ese caso, la supuesta «vida interior»
puede reducirse a un intento valiente y absurdo de evasión de la realidad.

Bajo el pretexto de que lo que está «dentro» es de hecho real, espiritual, sobrenatural, etc., se
cultiva el abandono y el desprecio de lo externo, tachándolo de mundano, sensual, material y
opuesto a la gracia. Es un mal análisis teológico de la realidad exterior y un mal principio para una
vida ascética. Es una doctrina totalmente equivocada, sin justificación posible por cualquier ángulo
por el que se la enfoque, porque en vez de aceptar la realidad tal como es, la rechazamos para
tratar de encontrar algún tipo de reino perfecto, de ideales abstractos, totalmente inexistente. Muy
a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada «vida espiritual» de muchos
cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las realidades concretas de la vida
diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que
le rodea, etc. Un falso sobrenaturalismo, que imagina que «lo sobrenatural» es una especie de
reino platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo concreto de la
naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación y de oración. La meditación
se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna realidad, si no está firmemente
enraizada en la vida. Sin estas raíces no puede producir más que frutos perdidos en la nada del
disgusto, la acedia, e incluso una introversión morbosa y peligrosa, el masoquismo, el dolorismo, la
negación. Nietzsche expuso sin compasión esa masa humana desesperanzada, resultante de la
caricatura de lo que en realidad debería ser la cristiandad 15.

Los principiantes pueden caer en otra clase de falso comienzo, que se convierte en una extraña
mezcla de presunción e inercia. Después de haber aprendido a gozar de algunos frutos de la vida
espiritual, y de haber saboreado algún pequeño éxito, cuando todo eso para ellos ya no es más
que un mero recuerdo, algo que consideran perdido para siempre, empiezan a mirar a su alrededor
en busca de razones lógicas que puedan explicarles tal fenómeno. Están convencidos de que hay
que echar la culpa a alguien, y puesto que no encuentran razón alguna para culparse ellos mismos
—es posible que no se pueda echar la culpa a nadie y a nada en concreto—, buscan la explicación
de lo que les pasa en la comunidad monástica en la que viven. Además, tenemos que admitir que
con el monaquismo en plena crisis de renovación, con todas las observancias e incluso ideales
cuestionados a diario, no hay dificultad en encontrar cosas que criticar. El hecho de que las críticas
puedan tener alguna base, no las convierten, sin embargo, en todos los casos en perfectamente
razonables. Especialmente cuando las críticas son puramente negativas, y surgen principalmente
como un desahogo de la frustración y el resentimiento.

Muchos de los obstáculos para la vida del pensamiento y del amor, que es la auténtica meditación,
provienen del hecho de que las personas insisten en encerrarse ellas mismas en los muros de su
castillo interior para complacerse en sus propios pensamientos y en sus propias sensaciones,
como en una especie de tesoro privado. Malinterpretan la parábola evangélica de los talentos, y
como resultado, entierran su talento, protegiéndolo antes con un paño, en vez de ponerlo a trabajar
y obligarle a rendir frutos. Aun entregados, viviendo plenamente una vida contemplativa, el amor y
la apertura a los demás sigue siendo, como en la vida activa, la condición para una auténtica y
fructífera vida interior, hecha de interiorización y de amor. El amor a los demás es un estímulo para
la vida interior, no un peligro para ella, como algunos creen equivocadamente.

Monchanin, un gran contemplativo de nuestro tiempo, un sacerdote francés, que fue a fundar un
santuario cristiano en el sur de la India, dijo:

Mantengamos viva la llama del pensamiento y del amor. Las dos son una y misma llama.
Comuniquemos a los que viven a nuestro alrededor el deseo de comprender, de dar (y
también de recibir). Hay demasiadas conciencias encerradas en los muros que ellas
mismas han levantado alrededor de su propio ser. 16

Muchos monjes buenos, profundos, idealistas, desean hacer de


sus vidas una obra de arte de acuerdo con un arquetipo
aprobado, tradicionalmente aceptado. Eso lleva consigo una
necesidad de estudiarse, de dar forma a sus vidas, de
remodelarse ellos mismos, de poner a tono una y mil veces sus
disposiciones interiores, y como resultado de este esfuerzo,
meditan y se contemplan continuamente a sí mismos. Por
desgracia pueden encontrar eso tar maravilloso y absorbente que
pierden todo interés en la acción de la gracia, siempre invisible e
impredecible. Er una palabra, buscan construir su propia
seguridad, evitai el peligro y el miedo que vienen aparejados por
la sumisión al misterio desconocido de la voluntad de Dios.
También se dan otros obstáculos. Vamos a citar algunos de ellos:

El desaliento, por el que perdemos toda la confianza en nosotros


y en los demás, y por el que llegamos a convencernos, aunque no
lo confesemos abiertamente, de que en el campo de la oración no
podemos conseguir nada. En realidad esto también puede ser
debido a un fatal subjetivismo, que puede habernos llevado en el
pasado a buscar resultados equivocados, al cultivo de
sentimientos, emparejados con un deseo de plenitud, partiendo
realmente de un nivel de gran inmadurez. En una situación así,
puede darse el peligro de una regresión psicológica. Si estamos
preparados para avanzar, para perdernos a nosotros mismos, no
tenemos por qué desanimarnos. El remedio está en la esperanza.

La confusión, la sensación de brazos caídos, un sentido de


incapacidad, debido al abuso del subjetivismo, nos hace
prisioneros de nosotros mismos, nos hace sentirnos paralizados.
El camino para salir de este estado es la fe. ¿Qué podemos hacer
en relación con todos estos obstáculos? El Nuevo Testamento no
nos ofrece técnicas ni métodos expeditivos. Nos dice que nos
volvamos a Dios, que dependamos de su gracia, para darnos
cuenta de que el Espíritu nos ha sido dado, enteramente, en
Cristo. Que él ora en nosotros cuando no sabemos orar:

Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los


muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús
de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales
por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros...
Porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios
son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un
Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino
que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos
y os permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». Ese mismo
Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos
hijos de Dios. Asimismo el Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es
debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros
con gemidos inefables. Por su parte, Dios que examina los
corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede
por los creyentes según su voluntad. "

La actividad del Espíritu dentro de nosotros se hace cada vez


más importante a medida que progresamos en la vida de oración
interior. Es verdad que nuestros propios esfuerzos siguen siendo
necesarios, al menos mientras no hayan sido totalmente
sustituidos por la acción de Dios «en nosotros y sin nosotros», de
acuerdo con la expresión tradicional. Pero cada vez más,
nuestros esfuerzos alcanzan una nueva orientación. En vez de
ser dirigidos hacia fines que hemos escogido nosotros mismos,
en vez de ser valorados de acuerdo con el aprovechamiento y el
placer que juzgamos deben producir, son dirigidos cada vez más
hacia un sometimiento obediente y con espíritu de cooperación a
la gracia, lo que implica en primer lugar una actitud
crecientemente receptiva y atenta de la acción escondida del
Espíritu Santo. Ésta es precisamente la función de la meditación,
en el sentido en que hablamos de ella aquí, que nos tiene que
mover a una actitud de reconocimiento y de receptividad.
También nos da fuerza y esperanza, junto con un profundo
conocimiento del valor del silencio interior en el que el misterio del
amor de Dios se nos hace claro.

V
Dice Ammonas, unos de los Padres del Desierto, discípulo de san
Antonio:

Tened en cuenta, amados míos, que os he enseñado el


poder del silencio, cuán perfectamente cura y hasta qué
punto es agradable a Dios. Es lo que me ha movido a
escribiros todo lo que os he escrito, para que os mostréis
fuertes en este trabajo que habéis empezado, para que así
sepáis que, ayudados por el silencio, crecen los santos, que
por el silencio el poder de Dios mora en ellos, que
conocieron los misterios de Dios por medio del silencio. 18

La oración del corazón nos introduce en el profundo silencio


interior, de tal forma que podamos aprender a experimentar su
poder. Por esta razón la oración del corazón tiene que ser
siempre muy simple, reducida al más sencillo de todos los actos,
y a menudo, sin necesidad de palabras ni pensamientos.

Si, por otra parte, cuando nos referimos a la meditación, la


confundimos con la «oración mental», que consiste en actos
discursivos llenos de actividad, un razonamiento lógico complejo,
una imaginación activa y una deliberada provocación de afectos,
encontramos, como nos dice san Juan de la Cruz, que esta clase
de meditación tiende a entrar en conflicto con nuestro silencio y
atención receptiva al trabajo interior del Espíritu Santo,
especialmente si intentamos continuar con el mismo ejercicio,
cuando ya ha dejado de ser útil. El esfuerzo mal empleado en la
vida espiritual consiste a menudo en insistir tercamente en rutinas
compulsivas porque están de acuerdo con nuestras nociones
miopes. San Juan de la Cruz mantiene que esta terca insistencia
no puede ser curada por nuestra propia actividad, y necesita ser
«purificada» por Dios mismo en la «noche» de la contemplación.
Nos hace ver que estos esfuerzos mal empleados, y las faltas de
carácter y de naturaleza de las que proceden, solamente pueden
ser soslayadas por la acción purificadora secreta de la gracia en
la «noche oscura». Refiriéndonos a los que son guiados en sus
esfuerzos por el gusto y estima que tienen de su actividad
individual y autodirigida, san Juan nos hace ver que es
precisamente este apego a sus propias formas de oración y
meditación lo que impide su crecimiento en la vida espiritual.

Cuanto más espiritual es la cosa, más pesada la


encuentran, porque como quieren avanzar en el terreno
espiritual con completa libertad y de acuerdo con su
inclinación y su voluntad, eso les causa dolor y repugnancia
para entrar en la senda estrecha, que según dice Cristo, es
el camino de la vida. t9

Aquí san Juan da por supuesta una completa contradicción entre


lo que es auténticamente espiritual, y por lo mismo sencillo y
oscuro, y lo que para estos hombres tiene la apariencia de
espiritual, porque los excita y estimula psicológicamente.

Dios conduce a estas personas al camino de la vida quitándoles


la luz y el consuelo que buscan, impidiendo el resultado de sus
esfuerzos, confundiéndolos y privándoles de las satisfacciones
que intentan conseguir a base de sus esfuerzos. Y por eso,
bloqueados y frustrados, incapaces de llevar a cabo sus
proyectos, se encuentran en una situación muy penosa en la que
sus propios deseos, su autoestima, su presunción, su
agresividad, y otros mil factores, son sometidos a un proceso
sistemático de humillación. Y lo que es peor, son incapaces de
entender lo que sucede. No saben lo que les pasa. Aquí es donde
deben decidir avanzar por el camino de la oración, dirigidos por la
gracia, en la noche de la fe pura, o bien volver atrás a una forma
de existencia en la que pueden gozar de las actitudes rutinarias
que les eran familiares, y mantener la sensación ilusoria de su
perfecta autonomía en reinos que les son perfectamente
conocidos, sin necesidad de permanecer sometidos a la
obediencia a la fe en esas circunstancias de intentos
desconcertantes, propias de la «noche oscura».

San Juan de la Cruz dice que Dios lleva a esas personas hacia la
oscuridad:

... cuando los desteta de los pechos de estas dulzuras y


placeres, les da puras arideces y oscuridad interior, arranca
de ellos todas esas superficialidades y puerilidades, y de
muchos modos hace que ganen en virtudes. Porque
aunque asiduamente el que comienza practique la
mortificación en su persona de todas sus acciones y
pasiones, no puede nunca tener un completo éxito. Al
contrario, hasta que Dios trabaje en él pasivamente por
medio de la purificación de la dicha noche. 20

Aquí conviene recordar brevemente que para san Juan de la Cruz


esta «noche» es con toda seguridad la pura negación. Si ella
vacía la mente y el corazón de las satisfacciones naturales del
corazón y de la mente, que se refieren al conocimiento y al amor,
en un plano simplemente humano, lo hace para llenarlos con una
luz más alta y más pura, que es la «oscuridad» para sentir y para
razonar. El entrar en las tinieblas y en la luz son dos hechos
simultáneos. Dios oscurece la mente para darle una luz más
perfecta. San Juan dice que la razón por la que la luz de la fe es
oscuridad para el alma, es porque ésta en realidad es una «luz
excesiva». Una exposición directa a la luz sobrenatural oscurece
la mente y el corazón, y es precisamente así como, siendo
conducido a la «noche oscura de la fe», la persona pasa de la
meditación, en el sentido de una «oración mental» activa, a la
contemplación, o hacia una forma de receptividad más sencilla e
intuitiva, en la que, si de alguien puede decirse que «medita», es
porque recibe la luz con una atención pasiva y amorosa. Por eso
san Juan de la Cruz dice:

Para el alma, esta luz excesiva de la fe que se le da es una


espesa oscuridad, porque sobrepasa lo que es grande y
hace que se desvanezca lo que es pequeño, lo mismo que
la luz del sol sobrepasa a todas las demás luces existentes.
Por eso, cuando brilla elimina nuestro poder de visión, que
hace que no se vea luz alguna. Así, la luz de la fe, por su
excesiva grandeza, oprime y nos incapacita nuestra
capacidad de comprensión. Porque ésta, por su propio
poder, se extiende solamente al conocimiento natural,
aunque tiene la capacidad para lo sobrenatural cuando a
Nuestro Señor le place llevarla a una acción sobrenatural. 21

La finalidad de la oración monástica, la salmodia,


la oratio, la meditatio, en el sentido de oración del corazón, e
incluso la lectio, es preparar el camino para que la acción de Dios
pueda desarrollar esta «capacidad para lo sobrenatural», para la
iluminación interior por la fe y por la luz de la sabiduría, en la
amorosa contemplación de Dios. Puesto que la finalidad real de la
meditación debe ser vista a esta luz, podemos comprender que el
tipo de meditación que busca sólo desarrollar la capacidad de
razonamiento, reforzar la imaginación y elevar el clima interior del
sentimiento devocional tiene poco valor en este contexto. Es
verdad que la persona puede intentar aprender tales métodos de
meditación, pero debe saber también cuándo abandonarlos y
avanzar hacia una forma de oración más simple, más primitiva,
más «oscura» y más receptiva. Si esta oración «oscura» se
vuelve penosamente seca y sin fruto, la persona actuará
adecuadamente buscando ayuda en la salmodia o en algunas
sencillas palabras de las Escrituras, más que acudiendo a la
maquinaria convencional de la «oración mental> discursiva.

VI
La tradición cristiana primitiva y los escritores de espiritualidad de
la Edad Media no conocían conflicto alguno entre la oración
«pública» y «privada», o entre la liturgia y la contemplación. El
conflicto es un problema moderno. O quizá sería más exacto decir
que es un pseudoproblema. La liturgia, por su misma naturaleza,
tiende a desembocar en la oración contemplativa, y la oración
mental, a su vez, nos dispone a ella y a buscar la plenitud en el
culto litúrgico.

El capítulo 20 de la Regla de san Benito habla de la «Reverencia


en la Oración». Se refiere claramente a la oración personal,
individual del monje. A la oración mental (oratio) practicada por la
comunidad de forma colectiva, que tiene que ser breve. Omnino
brevietur. Así pues la Regla afirma abiertamente que el monje,
individualmente, puede orar. En el capítulo 52 leemos que
«cuando la obra de Dios esté acabada, que se retiren todos en
profundo silencio, y que sea observada la reverencia debida a
Dios, para que todo hermano que desee orar privadamente no
sea molestado por la conducta inadecuada de otro». Y en otras
ocasiones también dice que «si alguien desea rezar
secretamente, déjesele ir y que ore, no en voz alta, sino con
lágrimas y fervor del corazón». Volviendo al capítulo 20
encontramos esta oración «secreta», caracterizada por algunas
expresiones tradicionales. Así, por ejemplo, «súplica>, en
«humildad y con devoción de pureza». No está caracterizada por
el mucho hablar (non in multiloquio) sino por la pureza del
corazón y por las lágrimas del arrepentimiento. En una palabra,
debe ser «corta y pura salvo que se prolongue a impulsos de la
divina gracia».

Este capítulo 20 de la Regla sigue inmediatamente después del


capítulo sobre la Obra de Dios, o la oración litúrgica, en la que el
monje se mantiene en la presencia de Dios y de sus ángeles y
canta los salmos de tal forma que su mente y su voz puedan estar
en perfecta armonía.

Éstas son expresiones tradicionales, y sabemos por los


antecedentes de la Regla y por sus principales fuentes, como
las Instituciones y Conferencias de Casiano, que san Benito está
simplemente expresando la creencia clásica monástica de que la
oración secreta y contemplativa debe inspirarse en la oración
litúrgica, que debe ser la culminación normal de esta oración. Es
muy importante recordar esto, porque para san Benito y los
monjes primitivos la liturgia no era considerada en sí misma como
la «forma superior de la contemplación». Al contrario, Evagrio del
Ponto, maestro de Casiano, sostenía que la salmodia era un
trabajo de la «vida activa» (bios praktikos) y que la oración
contemplativa, sin palabras, en la pureza del corazón, sin
imágenes o palabras, incluso más allá de los pensamientos,
puede esperarse que florezca como fruto de la oración activa de
la liturgia, como su plenitud normal consumada.

Según Casiano, la oración litúrgica brota de la elevación sin


palabras, inefable, de la mente y del corazón, a la que él llama
«oración encendida» (oratio ignita). Aquí, la «mente es iluminada
por la infusión de la luz celeste, no haciendo uso de ninguna
forma humana de palabras, sino con todos los poderes reunidos
en unidad brota por sí misma copiosamente y se dirige a Dios de
una forma que está más allá de toda expresión, diciendo tanto en
un instante que la mente no puede relatarlo con facilidad ni
siquiera tratando de recordarla, después de que la persona ha
vuelto en sí misma» 22. Es interesante que ésta sea la conclusión
del comentario de Casiano al Pater nos-ter. «La oración
encendida» es justamente el gozo normal que brota, por la gracia
de Dios, cuando una oración vocal está bien hecha. «La oración
del Señor —dice Ca-siano en el mismo capítulo— lleva a todos
los que la practican bien a ese más alto estado y les lleva a
perseverar en la oración encendida, ignita oratio, conocida y
experimentada por unos pocos, y que es un inexpresable alto
grado de oración.»

Quizá no fuera esto exactamente lo que el mismo san Benito


tuviera en su mente. Sospechamos que el patriarca de
Montecasino pensaba en un estado de «pureza» mucho más
simple y menos extática.

Volviendo a Evagrio, podemos señalar una expresión clásica en


la oración del avanzado, que se «está acercando a la verdadera
teología». Sabemos que estamos «cerca» «cuando el que
comprende, en un ardiente amor a Dios, empieza, paso a paso, a
avanzar liberándose de la carne, y deja de lado todos los
pensamientos que proceden de los sentidos, de la memoria o del
temperamento, mientras al mismo tiempo se llena de respeto y de
gozo» 23.

Casiano y Evagrio no pertenecen a la tradición benedictina. Pero


están en su fuente, lo mismo que san Basilio, que podría ser
citado aquí.
De hecho, este último santo trata la oración de una manera muy
parecida. Está más preocupado de la organización de la vida de
oración del asceta, o de la estructuración de las horas canónicas,
que del problema de la oración privada. En todo caso, hay que
señalar que las así llamadas «Reglas» de san Basilio, son
directorios espirituales para las comunidades ascéticas, y por
deseo expreso, de un carácter diferente de la vida cenobítica y
eremítica del monaquismo de Egipto. Basilio piensa más en la
vida religiosa que hoy podríamos llamar «activa», y está en la
línea de una reacción firme y explícita contra la forma puramente
contemplativa, ascética y solitaria de los monjes de Egipto. Los
ascetas de Basilio se mantienen más en contacto, si ya no con el
«mundo», al menos con la comunidad cristiana, a la que sirven,
en la medida de sus posibilidades, con sus trabajos de caridad y
misericordia.

Para Basilio, la oración privada es, pues, la oración que tiene


lugar cuando el asceta está en su trabajo o haciendo su vida
normal:

Porque la oración y salmodia de cada hora es posible,


porque mientras las manos de la persona están ocupadas
en sus trabajos, podemos alabar a Dios, algunas veces con
la lengua, o si no, con el corazón... Así, en medio de
nuestro trabajo podemos cumplir la obligación • de la
oración, dando gracias al que ha dado fuerza a nuestras
manos para llevar a cabo nuestros trabajos, y sabiduría a
nuestras mentes para adquirir conocimiento... Así,
conseguimos un espíritu recogido, cuando en toda acción
pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y pagamos
nuestra deuda de gratitud a él debida... y cuando
mantenemos siempre en nuestras mentes la finalidad de
agradarle. 24

Después de esto habla de la oración comunitaria de las horas


canónicas. Aquí puede verse que la idea de san Basilio sobre la
oración concuerda con el contexto de lo que se conoce
tradicionalmente como vida activa. Ésta no es la theoria o
la theologia de Evagrio del Ponto, y tampoco la Hesychia de los
contemplativos de Bizancio quienes, aunque sin duda son hijos
de san Basilio, estaban más en la tradición del Sinaí que en
la Regula Fusius Tractata, o Regla Extensa, de san Basilio.

Naturalmente, Basilio habla del trabajo manual, que puede


fácilmente compaginarse con cualquier forma de oración. Pero,
¿qué pasa con las ocupaciones que «distraen» más, tales como
el apostolado ministerial?
VII
Uno de los primeros benedictinos que empezó a mirar la vida
contemplativa como un problema fue san Gregorio Magno. En
sus Diálogos, presentó, por supuesto, a san Benito como el
modelo carismático de la oración perfecta, como el padre de la
comunidad monástica, quien con sus oraciones y su visión
profética, guió a los monjes, protegiéndolos tanto espiritual como
materialmente contra el poder de las tinieblas. San Gregorio da a
la muerte de san Benito, de pie en la iglesia del monasterio,
sostenido por las manos de sus hermanos mientras recibía el
Cuerpo de Cristo, una relevancia especial. Lo mismo hace toda la
tradición benedictina después de él. Esta muerte, que la tradición
benedictina moderna cree haber tenido lugar el día de Jueves
Santo, es considerada tradicionalmente por todos como un
acontecimiento que corona una vida dedicada al culto litúrgico.

Sin embargo, no debemos olvidar la incidencia en el recuerdo,


algo muy significativo de lo que pensaban los benedictinos, de la
acostumbrada oración solitaria de san Benito, en su habitación de
la torre, durante las primeras horas del nuevo día, a partir de
medianoche, antes de que los demás monjes se levantaran para
cantar el oficio. Para ellos, este hecho también tiene un valor
simbólico, enseñándole al benedictino el tipo y modelo de oración
monástica solitaria. Cualquiera que esté familiarizado con la
tradición monástica reconocerá inmediatamente que no hay nada
comparable a la forma santa de la vida monástica, que no incluye
necesariamente este elemento de contemplación solitaria, que se
asimila con la oración solitaria de Cristo cuando se retiró a la
montaña a orar solo durante la noche.

San Gregorio podría haber dibujado el retrato de san Benito con


rasgos idealizados, creando, por así decirlo, un ikon del padre
Carismático de los monjes y del hombre de oración. Pero cuando
pensó en su propia vida, como lo hace de una forma muy bien
estructurada en Moralia in Job, se encuentra a sí mismo
desgarrado entre el deseo de su corazón de la contemplación
solitaria y su obligación de entregar su tiempo y sus energías a la
caridad activa como «siervo de los siervos de Dios». Como Dom
Cuthbert Butler resaltó hace unos años, el tratamiento de
Gregorio del conflicto entre acción y contemplación, es «uno de
los aspectos más fundamentales de su teoría de la vida
monástica... De esta forma ha influido profundamente en la vida
benedictina de los años siguientes. Pero no menos
profundamente las enseñanzas de san Gregorio sobre la vida
contemplativa y la activa, hacían referencia a toda la vida clerical,
ya sea ésta la de los religiosos o la del clero secular, en el
Occidente 25. Después de describir la vida activa en términos que
podrían esperarse en él, Gregorio ofrece esta definición clásica
de la vida contemplativa, que ha sido tan a menudo comentada
en la literatura benedictina, que se ha convertido casi en un lugar
común en la tradición monástica de Occidente. Pienso que debe
ser citada también aquí:

La vida contemplativa consiste en guardar con toda la


mente de cada uno el amor a Dios y al prójimo, pero
descansar de todo movimiento y apego para desear
solamente el del Hacedor, de tal forma que la mente ya no
pueda encontrar placer en hacer otra cosa, para que
habiendo desdeñado todos los cuidados, pueda sentirse
libre para ver la cara de su Creador. De tal forma que él
pueda soportar con dolor el peso de la carne corruptible, y
dentro de todos sus deseos, procurar sumarse al coro de
los ángeles, unido a los ciudadanos del cielo, y gozarse de
su incorrupción eterna en la visión de Dios. 26

Aquí se nos da una definición de la contemplación que parece


excluir la actividad, incluso la de naturaleza espiritual. Digo que
«parece» excluir la acción. De hecho la contemplación
debe trascender la acción. Sin embargo, este texto, sin una
explicación más precisa, parece alzarse como un contraste con el
texto señalado arriba de la Regla Extensa de san Basilio.

Nos enfrentamos a una elección entre dos aspectos que, aunque


quizá sean reconciliables, son vistos como opuestos. Uno, una
idea «activa» de oración. Acompaña al trabajo y lo santifica. El
otro, un concepto «contemplativo» en el que la oración, para
penetrar más profundamente en el misterio de Dios, debe
«descansar de toda acción exterior para adherirse solamente al
deseo del Hacedor».

Esta distinción, estemos de acuerdo o no, se da en la tradición


monástica. Pero la tendencia ha sido a veces olvidar el segundo
concepto y presentar la idea de Basilio, de la oración por medio
del trabajo, como la genuina y la única forma realmente
practicable, de contemplación personal. Por muy bien
intencionada que quiera ser esta «solución», puede ser que
termine de hecho por reducir la «contemplación» a otro aspecto
más de la vida activa, y de ahí hay un paso a tratar la «actividad
unida al trabajo», como sinónimo de «contemplación».

Pero ésa no fue la idea de san Gregorio. Para él, la vida


contemplativa es la vida del cielo, que no puede ser vivida
perfectamente «en este mundo». Pero los monjes tienen la
posibilidad de, en alguna medida, anticipar, por la pureza del
corazón, la «incorrupción» del cielo. Sin embargo, la vida activa,
que está relacionada con la existencia presente del hombre en el
mundo, siempre exige atención, incluso de las personas llamadas
a la contemplación. En primer lugar, aunque, según san Gregorio,
la vida contemplativa es teóricamente superior y mejor que la
activa, y debe ser preferida a la activa cuando sea posible, hay
momentos en los que la actividad debe suplantar a la
contemplación. Las dos son, de hecho, exigidas por la caridad,
puesto que al hombre se le pide amar a Dios y al prójimo. Ambos
amores deben combinarse en toda vocación en la tierra, ya se
trate de alguien con cuidado de almas, o del monje contemplativo.

La única solución al conflicto entre estas dos exigencias en


nuestros corazones es conseguir el equilibrio requerido por
nuestra vocación individual dentro de la Iglesia de Dios. El pastor
de almas no debe abandonar los necesarios elementos de la
oración y la meditación en su vida. En teoría el monje
contemplativo debe preferir la contemplación a la acción siempre
que pueda legítimamente hacerlo, y cuando deja la
contemplación por la acción, debe ser sólo porque se le pide por
una obligación absolutamente necesaria. De hecho, puede
decirse que san Gregorio «anima» el sentido de angustia y
conflicto diciendo que el contemplativo debe «sentir dolor» ante la
necesidad de acción, incluso cuando se le plantea como una
realidad obligatoria. Aunque el contemplativo puede ser obligado
a aceptar un obispado por motivos de caridad, nunca debe
«buscar» semejante cargo, y de hecho debe temerlo e intentar
evitarlo con todas las formas razonables que le sean posibles. El
principio se aplica a todo «negocio secular» que «debe nacer por
motivos de compasión pero jamás ser ambicionado por amor al
mismo» 27. Ésta es realmente la teoría de san Gregorio.

Tenemos que admitir abiertamente, que este tratamiento del


problema de la acción y de la contemplación parece crear
conflictos mayores y más importantes de los que resuelve. Hay
que tener en cuenta que Gregorio nos ofreció sencillamente el
fruto de su propia experiencia en un medio particular, y que nunca
intentó decir la última palabra sobre el tema. Aunque en la Edad
Media se le consideró como autoridad máxima sobre él. La
vocación del monje era la de permanecer en el monasterio y orar,
y cuando era llamado a actuar fuera del claustro, algo que se
repetía con frecuencia, a compromoterse con los asuntos de la
Iglesia, se esperaba que fuera hacia donde se le llamaba llorando
y lamentándose, lo que a menudo hacía sinceramente.

Y así, encontramos a san Bernardo de Claraval, cuya experiencia


fue semejante a la de san Gregorio, volviendo a plantearse la
pregunta en el siglo doce y llegando a unas conclusiones muy
parecidas a él. Sin embargo, recordemos que mientras el papa
san Gregorio escribió, no solamente para los monjes, sino
también para los pastores, es decir, los obispos, las
preocupaciones de san Bernardo se centraban casi
exclusivamente en los monjes.

VIII
En la vida monástica la persona puede encontrar, de acuerdo con
san Bernardo, tres vocaciones: la de Lázaro, el penitente; la de
Marta, la servidora entregada al cuidado del monasterio; y la de
María, la contemplativa. María ha escogido, decía san Bernardo,
la «mejor parte», y no tenía por qué envidiar a Marta o dejarle a
ella la contemplación, cosa que no se le pide, para compartir los
trabajos con Marta. La parte de María es, por naturaleza,
preferible a las otras dos y superior a ellas. Se siente, leyendo
entre líneas de lo que escribe san Bernardo, que eso tiene que
decirse, porque en el Evangelio se intuye una cierta envidia de
María por Marta. La parte de María no era de hecho siempre
deseada por la mayoría.

San Bernardo mismo resuelve el problema diciendo que después


de todo Marta y María son hermanas y deben vivir en paz en el
mismo hogar. Pero, en realidad, la verdadera perfección
monástica consiste, sobre todo, en la unión de las tres
vocaciones: la del penitente, la del trabajador activo —en el
cuidado de las almas sobre todo— y la contemplativa. Pero
cuando Bernardo habla del cuidado de las almas, se refiere a la
obligación de instruir y guiar a los otros monjes, más que al
trabajo apostólico fuera del monasterio. La necesidad de
predicadores y de trabajadores apostólicos era aguda en el siglo
doce.

Para san Bernardo, la vida contemplativa es la normal para el


monje, es decir, la que debe desear, preferir siempre, aunque la
vida activa tenga también sus exigencias. La contemplación debe
ser siempre deseada y preferida. La actividad debe ser aceptada,
pero nunca buscada. Finalmente la perfección de la vida
monástica se encuentra en la unión de Marta, María y Lázaro en
una sola persona, y esa persona normalmente será el abad, a
ejemplo del mismo san Bernardo 28.

No debemos pensar, evidentemente, que tanto san Gregorio


como san Bernardo se preocupan de la contemplación desde
este punto de vista problemático. Teniendo en cuenta la enorme
actividad que ambos desplegaron en su vida, defienden con ardor
su deseo del silencio o de la oración contemplativa. Aunque
admiten siempre que la contemplación no les es desconocida en
su vida de trabajo apostólico. Efectivamente, nos damos cuenta
de que su experiencia contemplativa es, hasta cierto punto, más
profunda y más rica precisamente por las gracias místicas que les
han sido dadas y que les ayudan a la hora de predicar a los
demás.

Pero en todo caso, allí donde la contemplación se convierte en


problema o conflicto, siempre lo es por la oposición real o
imaginada que surge inmediatamente en cuanto la contemplación
es definida, a priori, como «un descanso de la acción exterior».

No conozco un solo pasaje en el que el «problema» moderno de


la contemplación en oposición a la liturgia sea tratado
extensamente o tomado en serio por los padres del monaquismo.
Para ellos este problema no existe. Como mucho, podemos quizá
deducirlo del hecho de que

Gregorio y Bernardo nunca se sintieron privados de la


participación en los oficios litúrgicos de la Iglesia, salvo cuando
estaban de viaje. De aquí que sus lamentaciones por el hecho de
ser privados de la «contemplación» no provienen del hecho de
ser privados de la «liturgia». Y en consecuencia, por
«contemplación» parecen haber querido expresar algo que está
más allá de la oración litúrgica. Sin embargo, creo que seguir esta
línea de argumentación sólo nos llevaría a la confusión, en un
tema sobre el que ya se da sobradamente dicha confusión.

Vamos a considerar simplemente qué importancia da san


Bernardo a la oración personal, aparte de la comunidad. Esta
discusión puede parecer de poco valor para el lector que vive
fuera de la vida monástica. Se entendía que el monje cisterciense
podía emplear su tiempo en la oración contemplativa en la iglesia
del monasterio cuando las Consuetudines prescribían la lectura
meditada o el estudio en el claustro. No se trata de eso. El tema
es si se admite o no un elemento de más soledad y separación
temporal de los hermanos. San Bernardo lo permite, aunque con
sus dudas. Los cistercienses eran y son quizá la orden que
siempre ha insistido con la máxima fuerza en la vida común,
cenobítica. Pero incluso en el contexto cisterciense san Bernardo
puede decir:

Siéntate solo (sede itaque solitarius), no tengas nada en


común con la multitud, nada con la multitud de los demás...
Alma santa, permanece sola, y guárdate para él solo, fuera
de los demás. 2

Este empleo del topos neoplatónico, «solo con los solos» es un


poco desacostumbrado en Bernardo de Claraval. Se apoya,
evidentemente, en la referencia al pasaje evangélico en el que
Cristo ora solo en el monte. Y en el pensamiento de san Bernardo
se refiere, en primer lugar, a la soledad interior. Cristo solamente
llega en secreto a los que han entrado en la morada interior y
cerrado la puerta tras de ellos. Y, continuando en la misma línea,
san Bernardo añade explícitamente:

Sin embargo no será una pérdida de tiempo separarte


incluso físicamente (corpore) cuando pueda hacerse
convenientemente, especialmente en el tiempo de
oración, (tempore orationis). 30

Esto hace referencia no a ningún tiempo prescrito para la oración


mental, sino a los momentos en los que el monje quiera
espontáneamente orar en soledad. Debe entenderse que, de
acuerdo con la tradición monástica, los actos del monje no están
enteramente gobernados en sus más pequeños detalles por
regulaciones externas, sino que también hay que dejar algún
espacio para la propia »regla de oración» del monje, que le
guiará, en respuesta a las inspiraciones de la gracia, a dar más
tiempo a la oración de lo que la Regla realmente manda, en una
analogía perfecta con lo que Regla prescribe en materias como el
ayuno y la autodisciplina. El monje debe ser guiado por las
inspiraciones interiores de la gracia y por la bendición exterior de
la obediencia. Las dos juntas pueden ser tomadas como la
voluntad de Dios respectc a él, para regular su propia vida interior
y contemplativa

Pedro el Venerable, contemporáneo de san Bernardo y

abad de Cluny, tenía menos dudas y era aún más explícito que
san Bernardo a la hora de animar a la oración privada y solitaria.
No sólo a los monjes de las casas cluniacenses se les permitía
vivir en completa soledad como eremitas o reclusos voluntarios,
sino a fortiori, a los cenobitas se les ofrecía la posibilidad de
emplear un tiempo excepcional orando o meditando en lugares
retirados, separados de la comunidad. Pedro el Venerable nos
habla en su obra De Miraculis, una especie
de Florecillas cluniacenses, de un monje de su tiempo que »se
servía de una pequeña capilla en un sitio apartado y situado en
una parte de una torre, como si fuese una celda, y al que le
gustaba el sitio más que ninguna otra parte del monasterio como
lugar de oración. Allí se quedaba día y noche, totalmente
ocupado en la divina contemplación (divinae theoriae
intentus), con su mente ascendía por encima de todas las cosas
mortales, y siempre permanecía en compañía de los más santos
ángeles, por una visión interior, en presencia del Creador»

IX
Vamos a consultar finalmente a otro testigo benedictino del siglo
doce, Pedro de Celles, uno de los escritores más encantadores
de la Edad Media.

De nuevo aquí, como en el caso de san Gregorio y san Bernardo,


nos enfrentamos cara a cara con una personalidad contemplativa,
con un hombre lleno de talento, de calidez de corazón,
inteligente, que a pesar de sus claras preferencias por el silencio
y la meditación del claustro, fue llamado a ser, no sólo abad, sino
obispo. Debe decirse, para empezar, que aunque Pedro de Celles
experimentó en sí mismo el conflicto entre la acción y la
contemplación, no le preocupó ni le turbó. Para él ni siquiera llegó
a la categoría de conflicto. Por una parte, pudo suplicar con toda
insistencia y seriedad al papa Alejandro III en favor de Enrique,
abad de Claraval, que quería rechazar una elección episcopal.
Pedro dice al Papa con toda franqueza que sería una lástima
privar a este monje de la «mejor parte», la vida contemplativa, y
arrojarle de cabeza a las tormentas del mundo. El cargo
episcopal, para Pedro, es sencillamente «el mundo». Parece que
Pedro alaba muy abiertamente y se pone del lado de todo el que
rechaza la «pesada carga» de la actividad y de los asuntos
materiales para poder entregarse a la lectura y a la meditación.

Al mismo tiempo ve que hay situaciones en las que uno debe, con
toda honestidad, hacer frente y aceptar las responsabilidades y
distracciones de una misión. Y así 32, enseña a un amigo,
nombrado cardenal recientemente, cómo actuar en el caso de
verse preocupado por pensamientos que le distraigan.

Es particularmente importante darse cuenta de que en Pedro de


Celles la contemplación litúrgica y personal existen codo con codo
en perfecta armonía. Puede componer sermones en media hora,
arrancados a la ocupada vida de abad, y son breves
meditaciones en medio del gozo de las fiestas litúrgicas. Pero
también él goza las largas noches de invierno porque le
proporcionan horas suplementarias de placer, en las que su
mente descansa y se refresca en la lectura y en la oración
contemplativa silenciosa 33

Le gusta describir el «sabbath» de contemplación, en el que el


alma descansa en Dios y Dios trabaja en el alma. La actividad
tranquila y trascendente, la quies sine rubigine, en la que la
pureza del corazón premia la oración contemplativa por el trabajo
del ascetismo. Este trabajo es »la vida activa» en otro sentido
más antiguo: la vida de disciplina, penitencia, mortificación, que
es absolutamente necesaria. Sin la virtud no puede darse una
contemplación real y verdadera. Sin el trabajo de la disciplina no
puede haber descanso en el amor.
Pero cuando el ascetismo ha purificado y liberado al hombre
interior, Pedro dice:

Dios trabaja en nosotros mientras nosotros descansamos


en él. Este descanso está por encima de todos los deseos,
porque en sí mismo es un trabajo creativo. Pero tal trabajo
sobrepasa a todo otro descanso, en su tranquilidad. Este
descanso, en efecto, sobresale por encima de todo otro
trabajo productivo. Por eso, dejemos que esta acción de
descanso de nuestra contemplación se adorne de tal forma
que reproduzca, aunque sólo sea en esbozo, un modelo de
descanso y de trabajo que es Dios... Estas cosas no se
hacen en la oscuridad y en la noche, sino en el día, en la
luz, en el sol de justicia. Porque el que ronca en la noche
del vicio no puede conocer la luz de la contemplación. 34

En otro lugar, Pedro de Celles compara la oración contemplativa y


la activa, demostrando que las dos están más en armonía que en
conflicto, completándose mutuamente. Se sirve de la figura
familiar de las dos esposas de Jacob, Lía y Raquel, un tropo que
evidentemente había sido popularizado antes por san Gregorio y
todos los Padres Latinos. La oratio laboriosa de la oración activa
nos limpia de pecado. La oratio devota de la contemplación está
bendecida por la gracia del cielo. Ambas, dice, son necesarias.
Ninguna de las dos llega al trono de la gracia sin la otra:

La oración es difícil, en apariencia muy activa, cuando el


corazón del hombre está lejos de él y Dios está lejos del
corazón. El corazón del hombre está lejos de él cuando
está ocupado en cuidados superfluos o se ha enfriado en
su fervor religioso, o también cuando está inmerso en
deseos carnales. Dios también está lejos del corazón
cuando le retira la gracia, niega su presencia, y prueba la
paciencia del que suplica.

La oración es devota, contemplativa, cuando la gracia viene


en seguida, cuando llena toda la mente, cuando se hace
presente antes de que se la pida, cuando nos da más de lo
que podemos pedir o comprender. 35

Como dijo una vez san Juan Crisóstomo: «No es bastante con
abandonar Egipto, uno debe entrar también en la tierra
prometida» 36. Puede mencionarse que en este contexto, oración
«contemplativa» está tomada en el sentido amplio y no
considerada necesariamente como mística.

X
Echando una mirada retrospectiva a esta visión general de
algunos escritos característicos de los «siglos benedictinos»,
encontramos, como podíamos esperar, que la oración es el
auténtico corazón de la vida monástica. En ninguna parte se da
un conflicto explícito entre la oración litúrgica y la privada. Las dos
forman parte de una unidad armoniosa. Pero hay, sin embargo,
un conflicto entre las vidas «contemplativas» y las «activas»,
aunque este conflicto haya sido resuelto más o menos
completamente por escritores como Pedro de Celles. Ellos ven,
de una manera muy realista y, al mismo tiempo, en el espíritu
mismo de san Benito, que toda vida en la tierra debe
necesariamente combinar elementos de acción y de reposo, de
trabajo corporal y de iluminación mental. A veces es necesario
practicar una forma de oración laboriosa, árida, y sin consuelo. En
otras, la persona puede recibir gracia y luz casi sin esfuerzo, con
tal de que esté suficientemente bien dispuesta. Esta vicisitud —el
término es de san Bernardo— o variación entre el trabajo y el
descanso se halla exactamente en la línea divisoria entre la
oración común y la privada y se encuentra, muy claramente, en
ambas.

Por eso, aunque la oración litúrgica es, por su misma naturaleza,


más «activa», puede ser iluminada, en cualquier momento, por la
gracia contemplativa. Y aunque la oración privada puede tender,
por su naturaleza, a una espontaneidad personal mayor, puede
también ser, accidentalmente, más árida y laboriosa que el culto
comunitario, que es, en cualquier caso, particularmente
bendecido por la presencia de Cristo en el misterio de una
comunidad en adoración cultual.

La doctrina de los primeros siglos de vida benedictina nos


muestra con claridad que la oposición entre «la oración pública
oficial» y «la oración personal espontánea» es en gran medida
una ficción moderna. Y esto es verdad, en el caso en que la
oración «oficial» sea considerada como la «verdadera» y
«contemplativa», o ya se escojan estos adjetivos para dignificar la
devoción personal.

¿Cómo surge la pregunta? La respuesta a esta difícil pregunta


puede conjeturarse en una breve consideración de la oración
benedictina en la Contrarreforma.

Parecería que el énfasis en la «oración mental» como un ejercicio


especial y soberanamente eficaz, se hace corriente y popular en
el movimiento de la reforma monástica, que empezó en el siglo
quince y se hizo casi universal después del concilio de Trento.

Como un ejemplo entre muchos, García de Cisneros (1455-1510),


el abad benedictino de Montserrat, España, está considerado
como «el primer místico español», si excluimos al catalán Raimon
Llull, y precursor de santa Teresa y san Juan de la Cruz. También
es considerado muy frecuentemente como precursor de san
Ignacio de Loyola y de sus Ejercicios espirituales.

García de Cisneros fue enviado desde Valladolid por los Reyes


Católicos, para llevar a cabo la reforma de Montserrat. Como
ayuda para implantar su reforma, escribió dos libros, ambos
manuales de oración. Los dos están dentro de la tradición
benedictina medieval.

Uno de estos libros era un Directorio de las horas canónicas, que


intentaba volver a despertar la comprensión del oficio divino y
ayudar a los monjes a cantarlo con fervor y comprensión del
mismo. El otro tenía como finalidad reanimar el espíritu de los
monjes en la oración personal y meditada. Seguía el estilo
tradicional medieval de la vida de oración, dividida entre la
lectura, la meditación y la contemplación, lectio, meditatio,
contemplatio. Estaba también fuertemente influenciado por
la devotio moderna, que nos ha dejado tantos tratados de vida
interior, siendo el más famoso La imitación de Cristo. Este libro
sobre la vida interior de los monjes, escrito por García de
Cisneros, era realmente llamado de los Ejercicios
espirituales. Fue, evidentemente, mucho más popular y tuvo una
mayor influencia que el otro tratado sobre las horas canónicas.

Debemos recordar que cuando la reforma monástica en el siglo


xvi miraba hacia el pasado inmediato, buscando buenos y malos
ejemplos que pudieran servirle de pauta, encontró la forma
cristiana de oración más vital y que nadie discutía, entre los
santos de las órdenes mendicantes, incluyendo los terciarios,
como por ejemplo, en el caso de santa Catalina de Siena, y
también entre los movimientos místicos que florecieron más o
menos bajo la guía de los mendicantes. Por ejemplo, el
movimiento místico renano, centrado en los conventos dominicos
y dirigido por teólogos de la misma orden, como Eckhart y Tauler.
Cuando, como sucedió a menudo, este misticismo estuvo bajo
sospecha, el reformador siempre podía volver a la
«segura» devotio moderna.

Cuando los monasterios de la Edad Media perdieron su fervor, la


última observancia que dejó de ser eliminada fue el oficio de coro.
Pudo haber degenerado en una rutina sin corazón, pero la
historia del monaquismo nos muestra que mucho después de
morir el espíritu del ascetismo y la oración personal, el oficio
continuaba siendo recitado con más o menos devoción y
dignidad.
Esto tiene dos importantes consecuencias para mentes como las
de la Contrarreforma, frente a problemas inmediatos y urgentes.
Una es que los reformadores se encontraron enfrentados a
estructuras litúrgicas más o menos organizadas, que, aunque
estuvieran ya sin alma, funcionaban todavía con un orden
bastante bueno. Por eso no requerían una atención inmediata. Y
también buscaban otros puntos en los que introducir el escalpelo
de la Reforma. Concluyeron que donde se necesitaba una acción
decisiva y urgente era en la esfera de la oración y piedad
personales. Por eso se creyó que los métodos de meditación y la
dirección espiritual eran guías excelentes para orientar al monje
en el camino de la oración y de la autodisciplina.

Los modelos e ideales de la devotio moderna, con su insistencia


en la devoción personal a la persona de Cristo, y a la oración
eficaz, jugaba un papel importante en estos esfuerzos. De ahí
surge, de una manera muy natural, la noción de la clara
separación entre el fervor personal y la oración litúrgica, que es
considerada formal, oficial y pública, a la que uno siempre puede
acudir, y que puede ofrecer un fundamento seguro de regularidad
en la vida de oración. ¿Pero qué es lo que se va a construir sobre
esos cimientos? Una piedad personal, afectiva. Esto significa que
incluso en los oficios litúrgicos, el individuo debe empezar a
meditar en la pasión de Cristo, lo cual era algo ajeno a la tradición
más antigua. Se empieza a dar una convicción, cada vez más
profunda, de que el monje «fervoroso» en el coro deberá hacer
algo «más» que limitarse a «recitar el oficio». Añadirá sus propios
elementos de oración afectiva e incluso de contemplación. Por
eso se creyó, con frecuencia, que el elemento subjetivo
sobreañadido a la liturgia es realmente más importante y valioso
que el culto litúrgico objetivo en sí mismo.

En la oración litúrgica, sin embargo, el elemento objetivo


permanece y es fundamental. Tanto que puede ser juzgado,
desde su consideración «subjetiva», como un obstáculo» hacia
una «mejor» y más «ferviente» oración personal, que los primeros
reformadores querían sobreañadir. De una forma muy natural la
persona llega a la conclusión de que si quiere realmente orar,
tiene que esperar hasta que el oficio haya concluido, momento en
el que se puede dar rienda suelta a la oración espontánea y
subjetiva.

Finalmente, los laicos se entusiasmaron también con la


meditación, la oración de afectos y devociones, y eso exigía
sacerdotes que pudieran dirigirlos en los caminos de la devotio
moderna. Los padres, en los monasterios benedictinos, se
sentían afectados por la nueva dimensión, e intentaron
convertirse en directores de las almas místicas, o al menos en
maestros de la meditación.
Esto nos lleva como de la mano al famoso caso de Dom
Augustine Baker, uno de los más grandes benedictinos
«contemplativos» y una de las figuras más reverenciadas y
discutidas. Es, ciertamente, el maestro con más sentido de unidad
y más reverenciado de vida espiritual, salido de la orden
benedictina en Inglaterra, hasta nuestro siglo, momento en el que
quizá haya sido igualado por Dom Chapman, que puede ser
considerado como uno de sus discípulos.

Hay muchas razones por las que Dom Augustine Baker debe ser
considerado como el que acabó con la terrible y categórica
distinción entre las formas de oración «activa» y la
«contemplativa».

En primer lugar, era un místico inglés, según la tradición del siglo


catorce. Es decir, completó un individualismo profundamente
arraigado en la idiosincrasia inglesa, con una tendencia
permanente hacia la reclusión. Y en segundo lugar, se vio
sometido a los «métodos de meditación» en un monasterio
benedictino italiano reformado. Los métodos casi le llevaron a
volverse loco. Se encontró a sí mismo en conflicto permanente
con sus hermanos, para los que acuñó la expresión cáustica y
ambigua de «los vividores activos». Finalmente, y quizá éste sea
el factor decisivo, se hizo consciente de la fuerte postura de santa
Teresa y san Juan de la Cruz contra el daño incalculable causado
a los contemplativos por «directores» activos, que sin noción
alguna de lo que significaba la contemplación, impusieron sus
sistemas a todos de forma tiránica y sin ningún discernimiento.

Augustine Baker llegó a decir que el verdadero problema de los


monasterios era que estaban generalmente gobernados por
«vividores activos», que destruían la vida de oración frustrando
las vidas de los contemplativos. Pensamos que es una afirmación
un poco extremista. He aquí un pasaje suyo característico:

No hay duda de que la decadencia de la religión ha


procedido, sobre todo, de un extravagante desorden, que
en la mayoría de las comunidades religiosas activas les
llevó a preferir hacerse con prelaturas y el pastoreo de
almas, en sustitución de la vida contemplativa, aunque el
estado religioso fue instituido solamente para la
contemplación. Y eso ocurrió incluso aunque la vida
contemplativa fue renovada por hombres y mujeres de Dios,
como Ruysbroeck, Tauler y santa Teresa, etc... Los
espíritus activos que vivían en la vida religiosa, al no ser
capaces de tal oración, contraria a su propia naturaleza, no
tenían aprehensión ninguna contra tales oficios,
considerados por ellos como superiores. Por el contrario,
llevados por sus deseos naturales de preeminencia y amor
a la libertad, no temían ofrecerse, e incluso, con ambición,
buscar el dominio sobre los demás, tratando de persuadirse
falsamente de que su único motivo era la caridad y el deseo
de promover la gloria de Dios... Pero la experiencia nos
habla de los efectos de tal situación. 37

Podemos ver aquí una pequeña metamorfosis que, después de la


Contrarreforma, tuvo lugar en el contexto de la enseñanza
tradicional sobre acción y contemplación, como nos ha llegado de
la pluma de Gregorio el Grande. Sin duda la sensibilidad personal
y las duras experiencias de Dom Augustine contribuyeron algo a
esta nueva orientación. Aquí la acción y la contemplación están
separadas por un «gran abismo», sin puente entre ambas. Para
Dom Augustine, tanto la liturgia como la meditación estaban en la
parte equivocada del abismo. La oración real era una sencilla
introversión contemplativa, y ésta, para el término medio de los
benedictinos modernos que han escogido la causa del
movimiento litúrgico, aquélla no está lejos de hundir al monje en
el abismo de la degradación. Porque lleva el horrible estigma del
quietismo.

El desgraciado resultado de esta división exagerada ha sido


ocasión de una gran confusión por ambas partes. Pero en
nuestros tiempos, se empieza a ver claro de nuevo que el
problema es falso, y que la verdadera vocación de los monjes de
la familia benedictina no es luchar por la contemplación contra la
acción, sino restablecer el antiguo equilibrio, lleno de armonía,
entre las dos. Ambas son necesarias. Marta y María son
hermanas. Y, para repetir lo que hemos señalado en Pedro de
Celles, una no puede ayudar a alguien a acercarse al trono de
Dios sin la otra.

La respuesta no es la liturgia solamente, o la meditación


solamente, sino una vida de oración que tiene muchas facetas, en
la que todas esas facetas pueden gozar de su propio énfasis.
Este énfasis tenderá a diferir en las distintas personas, en las
diferentes vocaciones individuales. El trabajo del padre abad
consistirá en discernir la diversidad de espíritus y animar a cada
uno en el camino, querido para él por el espíritu de Dios. Si hace
falta, hay que remover los obstáculos y pueden y deben hacerse
ajustes discretos, para que la comunidad monacal produzca sus
frutos en todo espíritu y en cualquier tipo de oración.

Lo que aquí se dice para los monjes, se aplica también, con


ciertos ajustes, a todos los fieles.

XI
¿Cuál es el objetivo de la oración en el sentido de «oración del
corazón»?

En la «oración del corazón» buscamos en primer lugar el mayor


campo de nuestra identidad en Dios. No razonamos sobre los
dogmas de la fe, o sobre »los misterios». Más bien buscamos
conseguir un conocimiento existencial, una experiencia personal
de las verdades más profundas de la vida y de la
fe, encontrándonos a nosotros mismos en la verdad de Dios. La
certeza interior depende de la purificación. La noche oscura
rectifica nuestras intenciones más profundas. En el silencio de
esta »noche de la fe», nos volvemos hacia la sencillez y la
sinceridad del corazón. Aprendemos el recogimiento que consiste
en escuchar para ver la voluntad de Dios, en una atención simple
y directa a la realidad. El recogimiento es el conocimiento de lo
incondicional. La oración entonces significa el anhelo de la
sencilla presencia de Dios, la comprensión personal de su
palabra, el conocimiento de su voluntad y la capacidad para
escucharle y obedecerle. Es algo mucho más que peticiones
formuladas en favor de nuestras más profundas preocupaciones.

Nuestro deseo y nuestra oración deben ser resumidas en las


palabras de san Agustín: noverim te, noverim me 38

Deseamos conseguir una verdadera evaluación de nosotros y del


mundo, de tal manera que seamos capaces de comprender el
significado de nuestra vida como hijos de Dios, redimidos del
pecado y de la muerte. Deseamos conseguir un verdadero
conocimiento amoroso de Dios, nuestro Padre y Redentor.
Deseamos escuchar su palabra y responder a ella con todo
nuestro ser. Deseamos conocer su misericordiosa voluntad y
someternos a ella en su totalidad. Éstas son las metas de
la meditatio y la oratio. Esta preparación para la oración puede
ser prolongada por una recitación lenta, «sapiencial» y amorosa
de un salmo favorito, refugiándonos en el profundo sentido de las
palabras para nosotros aquí y ahora.

En el lenguaje de los padres de la vida monástica, toda oración,


la lectura, la meditación y todas las demás actividades de la vida
monástica tienen como finalidad la pureza del corazón, una total
aceptación de nosotros y de nuestra situación como querida por
él. Esto significa la renuncia a todas las ilusiones sobre nosotros
mismos, toda estima exagerada de nuestras propias capacidades,
para obedecer a la voluntad de Dios como se nos presenta en los
momentos difíciles de la vida en su verdad exacta. La pureza del
corazón es, pues, correlativa a una nueva identidad espiritual, al
«uno mismo» como reconocido en el contexto de las realidades
queridas por Dios. La pureza del corazón es el reconocimiento
iluminado del hombre nuevo, como opuesto a las complejas y
lamentables fantasías del hombre viejo.

La meditación está pues ordenada a esta nueva perspectiva, a


este conocimiento directo de uno mismo en su aspecto más
elevado.

¿Qué soy yo? Soy yo mismo, una palabra pronunciada por Dios.

¿Estoy seguro de que el sentido de mi vida es el que Dios quiso


para ella? ¿Acaso Dios impone un sentido para mi vida
desde fuera, a través de los acontecimientos, la costumbre, la
rutina, la ley, un sistema, el impacto de aquellos con los que vivo
en sociedad? ¿O bien estoy llamado a crearme desde dentro, con
él, con su gracia, un sentido que refleje su verdad y me haga su
«palabra» hablada libremente en mi situación personal? Mi
verdadera identidad subyace en la llamada de Dios a mi libertad y
en mi respuesta a él. Esto significa que debo usar mi libertad
para amar, con plena responsabilidad y autenticidad, no
meramente resignado a recibir una forma que se impone por
fuerzas externas, o a formar mi propia vida de acuerdo con un
modelo social, sino dirigiendo mi amor a la realidad personal de
mi hermano, y abrazando la voluntad de Dios en su misterio
desnudo, a menudo impenetrable 39. No puedo descubrir mi
sentido si intento evadirme del miedo que me da la primera
impresión de mi falta de sentido.

Por la meditación penetro en el campo más profundo de mi vida,


busco la total comprensión de la voluntad de Dios respecto a mí,
del perdón de Dios para conmigo, mi dependencia total respecto
a él. Pero esta penetración debe ser auténtica. Debe ser algo
genuinamente vivido por mí. Esto, a su vez, depende de la
autenticidad del concepto total de mi vida y de mis objetivos. Pero
mi vida y mis objetivos tienden a ser artificiales, inauténticos,
cuando me limito a ajustar mis acciones a ciertas normas
externas de conducta, que me posibilitarán jugar un papel,
aceptado como bueno, en la sociedad en la que vivo. Después de
todo, eso se limita casi exclusivamente a aprender el papel. A
veces, métodos y programas de meditación se reducen
simplemente a eso, a aprender a jugar un papel religioso. La idea
de la «imitación» de Cristo y de los santos puede degenerar en
mera asimilación imitativa de la persona, si se queda sólo en el
exterior.

No le basta a la meditación investigar el orden cósmico y situarme


en el mismo. La meditación es algo más que conseguir un
dominio de un Weltanschauung (una visión filosófica del cosmos y
de la vida). Y aunque tal meditación nos lleva a una especie de
resignación a la voluntad de Dios, manifestada en el orden
cósmico o en la historia, no se trata de algo profundamente
cristiano. De hecho, tal meditación puede estar fuera del contacto
con las verdades más profundas del cristianismo. Consiste en
aprender unas pocas fórmulas, fruto del raciocinio, explicaciones
que nos permitan mantener una actitud resignada e indiferente en
las grandes crisis de la vida. Aunque, por desgracia, esto llegue a
posibilitar la evasión cuando se nos pida una confrontación
directa con nuestra nulidad. En vez de una aceptación estoica de
los decretos «providenciales», de los hechos, y de otras
manifestaciones de la «ley en el cosmos», debemos presentarnos
desnudos y sin defensas en el centro de esta realidad que nos
asusta, donde estamos solos delante de Dios en nuestra nulidad,
sin explicación, sin teorías, totalmente dependientes de su
cuidado providente, en una extrema necesidad del don de su
gracia, de su perdón y de la luz de la fe.

Debemos acercarnos a nuestra meditación dándonos cuenta de


que la «gracia», el «perdón» y la «fe», no son unas posesiones
permanentes e inalienables que ganamos con nuestros esfuerzos
y retenemos como por derecho, con tal de que nos portemos
bien. Se trata de unos dones constantemente renovados. La vida
de la gracia en nuestros corazones se renueva momento a
momento, directa y personalmente por Dios en su amor por
nosotros. De aquí que la «gracia de la meditación», en el sentido
de «oración del corazón», es también un don especial. Nunca
debe ser considerada como merecida. Aunque podemos decir
que es un «hábito» que en cierto sentido está permanentemente
presente en nosotros, cuando lo hemos recibido, sin embargo,
sigue siendo algo que nunca podemos exigir por derecho y
servirnos de ello de acuerdo con nuestra satisfacción personal,
sin relación con la voluntad de Dios —aunque podamos hacer un
uso autónomo de nuestros dones naturales—. El don de la
oración es inseparable de otra gracia, la de la humildad, que nos
hace darnos cuenta de que las auténticas profundidades de
nuestro ser y de nuestra vida tienen sentido y son reales
solamente en tanto en cuanto están orientadas hacia Dios como a
su fuente y a su fin.

Cuando nos parece que poseemos y nos servimos de nuestro ser


y de nuestras facultades naturales de una forma absolutamente
autónoma, como si nuestro ego individual fuera la pura fuente y el
fin de nuestros actos, entonces vivimos en la ilusión, y nuestros
actos, por muy espontáneos que puedan parecer, carecen de
sentido espiritual y de autenticidad.

En consecuencia, en primer lugar nuestra meditación debe


empezar por la concienciación de nuestra nulidad y desamparo
en la presencia de Dios. Esta experiencia no debe ser triste o
descorazonadora. Al contrario, puede ser profundamente
tranquila y gozosa, puesto que ella nos lleva al contacto directo
con la fuente de todo gozo y de toda vida. Pero una razón por la
que la meditación nunca empieza realmente, es quizá porque
nunca nos lleva a nuestro centro real de nuestra nulidad ante
Dios. Por eso nunca entramos en la realidad más profunda de
nuestra relación con él.

En otras palabras, meditamos sólo «con la mente», con la


imaginación, o en el mejor de los casos, con los deseos,
considerando las verdades religiosas desde un punto de vista
despegado. No empezamos por buscar «encontrar nuestro
corazón», es decir, hundirnos en el profundo conocimiento del
campo de nuestra identidad ante Dios y con él. «Encontrar
nuestro corazón» y recuperar este conocimiento de nuestra
identidad más profunda implica el reconocimiento de que nuestro
ser externo, diario, es, en gran parte, una máscara y algo que
nosotros nos fabricamos. No es nuestro ser auténtico. Y por eso
no es fácil encontrar nuestro verdadero ser. Está escondido en la
oscuridad y en la «nulidad», en el centro donde estamos en
dependencia directa de Dios. Pero puesto que la realidad de toda
meditación cristiana depende de su reconocimiento, nuestro
intento de meditar sin él es contradictorio en sí mismo. Es lo
mismo que caminar sin pies.

Otra consecuencia es que incluso la capacidad de reconocer


nuestra condición ante Dios es en sí misma una gracia. No
podemos siempre conseguirla por nuestra propia voluntad. Por
tanto, aprender a meditar no significa aprender una técnica
artificial para que produzca una «compunción» infalible y un
«sentido de nuestra nulidad», cuando a nosotros nos plazca. Por
el contrario, éste sería el resultado de la violencia y nos
convertiríamos en algo inauténtico. La meditación implica la
capacidad para recibir esta gracia cuando Dios quiera
concedérnosla, y por tanto una permanente disposición a la
humildad, una atención a la realidad, receptividad y flexibilidad.
Por eso, aprender a meditar significa hacernos libres
gradualmente de nuestra habitual dureza de corazón, de nuestra
apatía y de nuestra zafiedad de mente, debida a la arrogancia, al
rechazo de la simple realidad o a la resistencia a las demandas
concretas de la voluntad de Dios.

Si en realidad nuestros corazones permanecen aparentemente


indiferentes y fríos, y encontramos moralmente imposible
«empezar» a meditar de esta forma, debemos, sin embargo,
darnos cuenta de que esta frialdad es en sí misma un signo de
nuestra necesidad y de nuestro desvalimiento. De acuerdo con
eso, debemos considerarla como un motivo para la oración.
Podemos también reflexionar que quizá, sin darnos cuenta,
hemos caído en el espíritu de la rutina y somos incapaces de ver
cómo recobrar nuestra espontaneidad sin la gracia de Dios, que
debemos esperar pacientemente, pero al mismo tiempo con un
gran deseo. Esta espera misma será para nosotros una escuela
de humildad.

XII
Sin intentar hacer de la vida cristiana un culto al sufrimiento por él
mismo, debemos admitir que la negación propia es
absolutamente esencial a la vida de oración.

En la vida de oración se da la única posibilidad de transformar


nuestro espíritu y de hacernos «hombres nuevos» en Cristo.
Luego la oración debe ir acompañada de la «conversión»,
la metanoia, ese cambio profundo del corazón en el que morimos
en un cierto nivel de nuestro ser para encontrarnos vivos y libres
en otro, en un nivel más espiritual.

San Aelred de Rievaulx, escribiendo a su hermana, una solitaria


en Yorkshire, nos explica con claridad la relación íntima entre la
meditación y el ascetismo.

El amor de Dios exige dos cosas: amor en el


corazón (affectus mentis) y una virtud productiva (effectus
operis). Así que debemos trabajar en el ejercicio de la virtud
y del amor, en la dulzura de la experiencia espiritual. La
disciplina de la virtud consiste en un cierto modo de vida, en
el ayuno, en vigilias, en el trabajo manual, en la lectura, en
la oración, en la pobreza y en otras cosas semejantes.
Nuestro amor se alimenta en una saludable meditación. Y
para que este dulce amor de Jesús pueda aumentar en tu
corazón, debes practicar una triple meditación: un recuerdo
del pasado, un reconocimiento de las cosas presentes y
una preocupación por las cosas futuras. 40

Por eso debemos controlar nuestros pensamientos y nuestros


deseos. Debemos conseguir la libertad interior. Esto no tiene que
ser mal interpretado. No quiere decir que el cristiano debe hacer
del vivir en el mundo algo sin importancia, y menos todavía debe
resignarse a una condición de injusticia social e indigencia, o
animar a los demás a hacerlo. Tampoco significa «desprecio» a la
creación visible en un sentido maniqueo, como si las cosas
materiales y sensibles fueran malas.

Significa el despego y la libertad en relación con los cuidados


desordenados, de tal manera que sean capaces de usar las
cosas buenas de la vida, y de pasar de ellas por una causa mejor.
Significa la capacidad de servirse de ellas o de sacrificar todas las
cosas creadas en interés del amor. En palabras de san Pablo,
«procedamos con limpieza de vida, con conocimiento de las
cosas de Dios, con paciencia, con bondad, penetrados del
Espíritu Santo, con un amor sincero, apoyados en la palabra de
verdad y en la fuerza de Dios; y en todo atacamos y nos
defendemos con las armas que nos depara la fuerza salvadora de
Dios. Unos nos ensalzan y otros nos denigran; unos nos
calumnian y otros nos alaban. Se nos considera impostores,
aunque decimos la verdad; quieren ignorarnos, pero somos bien
conocidos; estamos al borde de la muerte, pero seguimos sin
vida; nos castigan, pero no nos alcanza la muerte; nos tienen por
tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres,
pero enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada,
pero lo poseemos todo» ".

Este pasaje magnífico, cantado por la Iglesia en la misa del


primer domingo de Cuaresma, nos muestra que la vida del
ascetismo cristiano conduce a un reino de paradoja y aparente
contradicción. La vida de meditación se alimenta de una
paradójica condición en la que estamos suspendidos entre el
cielo y la tierra, debido a nuestro deseo de renuncia, y al hecho
de que este deseo jamás puede ser llenado, porque debe
permanecer dentro de ciertos límites. El ascetismo nos coloca en
una situación sobre la paradoja, y la meditación lucha contra la
paradoja. La finalidad de la lucha es la paz divina del amor
espiritual, en contemplación. Pero no podemos sobrevivir en este
estado de paradoja sin una ayuda especial de la gracia y sin
renovar constantemente la autodisciplina.

Tales ejercicios de ayuno no pueden tener el efecto adecuado si


nuestros motivos para practicarlos no brotan como fruto de
nuestra meditación personal. Tenemos que pensar lo que
hacemos, y las razones para nuestra acción deben brotar de las
profundidades de nuestra libertad y ser animadas por el poder
transformante del amor cristiano. De otra manera, los sacrificios
que nos imponemos son algo pretencioso, gestos simbólicos sin
significado interior real. Los sacrificios que se hacen con este
espíritu formalista tienden a ser meros actos de rutina externa,
llevados a cabo para exorcizar los demonios de la ansiedad
interior y no por amor. Nuestra atención tenderá a fijarse en
sufrimientos insignificantes que hemos elegido piadosamente
para soportarlos, y tenderá a exagerarlos de una manera o de
otra, para hacer que parezca que nos son insoportables, o que
sean vistos como más heroicos de lo que en realidad son. Es
mejor no hacer sacrificios de ese tipo. Sería más sincero, y
además más religioso, hacer una comida completa con espíritu de
gratitud que hacer un ridículo sacrificio de una parte de la comida,
con el sentimiento de que nos hemos convertido en mártires.
Nuestra capacidad para sacrificarnos con un espíritu maduro y
generoso puede muy bien ser una de las pruebas de nuestra
oración interior. La oración y el sacrificio van unidos. Donde no
hay sacrificio, al final se verá que no hay oración y viceversa.
Cuando el sacrificio se convierte en una autodramatización
infantil, la oración será también falsa y un autodespliegue
operativo, o una quejumbrosa introspección autocompasiva. La
oración seria y sencilla, unida al amor maduro, se manifestará de
forma inconsciente y espontánea en un espíritu de sacrificio
habitual y de preocupación por los demás que es siempre
generoso, aunque quizá no seamos conscientes del hecho. Esta
unión de la oración y el sacrificio es más fácil evaluarla en los
demás que en nosotros mismos, y cuando nos hacemos
conscientes de esto, ya no intentamos calibrar nuestro propio
progreso en la materia.

XIII
Para entender lo que sigue, el lector tendrá que recordar que las
profundidades interiores de la vida espiritual son misteriosas,
inexplicables. Pueden difícilmente ser descritas con detalles
ajustados en lenguaje científico. Por esta razón ni siquiera la
teología toca apenas el tema, excepto con el lenguaje poético y
simbólico de los Padres de la Iglesia y de los Doctores Místicos.

John Tauler, por ejemplo, dice que el conocimiento místico y


unitivo de Dios es inefable y es luz esencial.

Se llama un desierto incomprensible y solitario.


Verdaderamente lo es. Nadie puede encontrar su camino a
través de él o ver ningún mojón, porque no tiene señales
que el hombre pueda reconocer. Por «oscuridad» aquí
debes entender una luz que nunca iluminará una
inteligencia creada, una luz que nunca puede ser entendida
de forma natural. Y se llama «desolada» porque no hay
camino alguno que lleve hasta ella. Para llegar allí el alma
debe ser dirigida por encima de ella misma, más allá de
toda comprensión. Puede beber del torrente en sus
auténticas fuentes, de esas aguas verdaderas y esenciales.
Aquí el agua es dulce y fresca y pura, como todo torrente es
dulce en su fuente, antes de haber perdido su fría frescura y
pureza. 42

El conocimiento unitivo de Dios en el amor no es el conocimiento


de un objeto por el sujeto, sino una clase de conocimiento muy
diferente y trascendente, en el que el «yo» creado que somos
nosotros parece desaparecer en Dios y conocerle a él sólo. En la
purificación pasiva uno mismo realiza la tarea de un cierto
vaciarse y de una aparente destrucción, hasta que, reducido al
vacío total, no se conoce ya a sí mismo fuera de Dios.

Por tanto según avanzamos en el camino del sacrificio tendemos


a someternos más y más a la acción purificadora que no
podemos comprender. Los sacrificios que no son escogidos son
con frecuencia de mayor valor que los que hemos elegido por
nosotros mismos. Especialmente en la meditación tenemos que
aprender a ser pacientes en los caminos aburridos y áridos que
se apoderan de nosotros a través de lugares secos en la oración.
Las arideces aumentan más y más frecuentemente, y son más y
más difíciles a medida que el tiempo avanza. En cierto sentido, la
aridez puede casi ser tomada como signo de progreso en la
oración, con tal de que sea acompañada por un esfuerzo serio y
autodisciplina. En la profecía de Oseas el Señor dice que él
guiará a Israel al desierto y a lugares secos en el valle de Achor,
para hablarle al corazón y desposarlo en la fe 43. Esta promesa
sigue a la amenaza de que Israel será despojado de todo su
esplendor y del lujo que ha gozado en el culto subrepticio de los
falsos dioses.

Ella no comprendía que era yo quien le daba el trigo y el


vino y el aceite, y oro y plata en abundancia. Por eso le
quitaré otra vez mi trigo en su tiempo y mi vino en su sazón;
recobraré mi lana y mi lino con que cubría su desnudez.
Descubriré su infamia ante sus amantes, y nadie la librará
de mi mano; pondré fin a sus alegrías, sus fiestas, sus
novilunios, sus sábados y todas sus solemnidades.
Arrasaré sus viñedos y sus higueras, de los que decía: son
mi paga, me las dieron mis amantes. La visitaré por los días
de los baales, cuando les quemaba incienso y se ataviaba
de su anillo y su collar para irse detrás de sus amantes,
olvidándose de mí, oráculo de Yavé. 44

En la tradición del misticismo cristiano, un texto como éste puede


aplicarse a la purificación de la mente y el espíritu del hombre en
la aridez de la oración cuando cesan los consuelos espirituales, el
pensamiento se hace difícil e incluso imposible, y la imaginación
no obedece ya a nuestra voluntad y a nuestros deseos. En ese
momento, los sentidos interiores y los sentimientos se disocian
espontáneamente de nuestro esfuerzo espiritual y molestan en
vez de ayudarnos. La mente consciente empieza a darse cuenta
de su falta de total autonomía, y el inconsciente hace sentir su
poder oculto y sus oscuras turbaciones. Todo es necesario para
despegarnos de un camino perfecto de oración, y nos lleva a una
contemplación espiritual madura.
Durante la «noche oscura» de los sentimientos y de los sentidos,
se siente ansiedad en la oración, a menudo de una forma aguda.
Es algo necesario, porque esa noche espiritual señala el paso del
control pleno, libre, de nuestra vida interior, a las manos de un
poder superior. Y también esta noche oscura significa que el
tiempo de oscuridad es, en realidad, un tiempo de peligro y de
opciones difíciles. Empezamos a salir de nosotros mismos. Es
decir, somos arrancados de nuestras defensas habituales y
conscientes. Estas defensas son también limitaciones que
debemos abandonar si queremos crecer. Pero al mismo tiempo
son, a su manera, una protección contra las fuerzas
inconscientes, demasiado grandes para que nos enfrentemos a
ellas cara a cara, desnudos y sin protección.

Si nos ponemos en camino hacia esa oscuridad, tenemos que


encontrarnos con esas fuerzas inexorables. Tendremos que
enfrentarnos a miedos y dudas. Tendremos que cuestionar toda
la estructura de nuestra vida espiritual. Deberemos hacer una
nueva evaluación de nuestros motivos para creer, para amar,
para nuestro compromiso con el Dios invisible. Y en ese
momento, precisamente, toda la luz espiritual se oscurece, todos
los valores pierden sus contornos y su realidad, y permanecemos,
por así decirlo, suspendidos en el vacío.

El aspecto más crucial de esta experiencia es precisamente la


tentación de dudar de Dios mismo. No debemos minimizar el
hecho de que éste es el auténtico peligro. Porque aquí
avanzamos más allá de donde Dios se hace accesible a nuestra
mente en imágenes sencillas y primitivas. Entramos en la noche
que se hace presente sin imagen alguna, invisible, inescrutable, y
más allá de toda representación mental.

En un momento como éste, quien no está profundamente


arraigado en una auténtica fe teologal corre el peligro de perder
todo lo que tuvo en algún momento. Su oración puede convertirse
en una lucha oscura y odiosa para guardar las imágenes y las
trampas que cubren su propio vacío interior. Tendrá que
enfrentarse a la verdad de su vacío interior o se esforzará en
abrirse paso hacia el retiro de un reino ficticio de imágenes y
analogías, que ya no sirven para una vida espiritual madura. No
será capaz de enfrentarse a la terrible experiencia de estar
aparentemente sin fe para crecer realmente en la fe. Porque ésta
es la prueba, este fuego de purgación, que abrasa los elementos
humanos y accidentales de la fe para dejar libre de toda atadura
el profundo poder espiritual que hay en el centro de nuestro ser.
Este don de Dios es, por sí mismo, inaccesible, pero se nos da
momento tras momento, más allá de nuestra comprensión, por su
misericordia inescrutable.
Arrasaré su vid y su higuera de los que decía: «Son mi
paga, me las dieron mis amantes». Las reduciré a
matorrales y las devorarán las alimañas. Por tanto, mira,
voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al
corazón. Allí le daré sus viñas y el Valle de la Desgracia
será Paso de la Esperanza. Aquel día, oráculo del Señor,
me llamarás Esposo mío, ya no me llamarás ídolo mío. Le
apartaré de la boca los nombres de los baales y sus
nombres no serán invocados... Me casaré contigo para
siempre, me casaré contigo a precio de justicia y derecho,
de afecto y de cariño. Me casaré contigo a precio de
fidelidad, y conocerás al Señor. 45

XIV
La meditación no es sólo un esfuerzo intelectual para dominar
ciertas ideas sobre Dios o incluso para imprimir en nuestras
mentes los misterios de nuestra fe católica. El conocimiento
conceptual de nuestra verdad religiosa tiene un lugar definitivo en
nuestra vida, y ese lugar es importante. El estudio juega una parte
esencial en la vida de oración. La vida espiritual necesita unos
fuertes fundamentos intelectuales. El estudio de la teología es un
acompañamiento necesario para la vida de la meditación. El
objetivo de la meditación no es meramente adquirir o profundizar
el conocimiento objetivo y especulativo de Dios y de la verdad
revelada por él.

En la meditación no buscamos saber acerca de Dios como si


fuese un objeto como otros que sometemos a nuestro raciocinio y
que puede ser expresado en ideas científicas claras. Buscamos
conocer a Dios mismo, más allá del nivel de todos los objetos que
él ha hecho, y que se nos aparecen como «cosas» aisladas las
unas de las otras, «definidas», «delimitadas» con límites claros.
El Dios infinito no tiene límites y nuestras mentes no pueden
ponerle límites ni a él ni a su amor. Su presencia es pues
«captada» en el conocimiento general de la fe amorosa, «se
realiza» sin ser conocida de una forma científica, con precisión,
como conocemos un espécimen con la ayuda del microscopio. Su
presencia no puede ser comprobada como podemos comprobar
un experimento de laboratorio. Aunque podemos darnos cuenta
de ella espiritualmente, si no insistimos en verificarla. Tan pronto
como intentamos verificar la presencia espiritual como un objeto
de conocimiento exacto, Dios nos elude.

Volviendo a algunos pasajes clásicos de san Juan de la Cruz en


la «noche oscura» de la contemplación, vemos que su doctrina
acerca de la fe es a menudo mal interpretada. A algunos lectores
les parece que está diciendo sencillamente que si damos la
espalda a los objetos sensibles y visibles, llegaremos a ver los
objetos invisibles. Esto es puro neoplatonismo, no la doctrina de
san Juan de la Cruz. Al contrario, él enseña que el alma

... no sólo se ha de quedar a oscuras según aquella parte


que tiene respecto a las criaturas y a lo temporal... sino
que también se ha de cegar y oscurecer según la parte que
tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y
superior... Debe ser como el ciego, arrimándose a la fe
oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa
de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo
aquello es tiniebla que le hará errar; y la fe es sobre todo
aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no
se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo
que es más, que es lo que enseña la fe. 48

Una vez más, sin embargo, esta oscuridad no es simplemente


negativa. Trae consigo una aclaración que escapa de la
investigación y control del entendimiento. «Porque a Dios ¿quién
le quitará que él no haga lo que quisiere en el alma resignada,
aniquilada y desnuda?» 47

Esta enseñanza de san Juan de la Cruz no tiene que colocarse


aparte como una forma peculiar de la «espiritualidad
carmelitana». Está en línea directa con la antigua tradición
patrística y monástica, desde Evagrio del Ponto, Casiano y
Gregorio de Nicea, hasta san Gregorio Magno y los seguidores
del Pseudo-Dionisio en Occidente.

San Juan Crisóstomo escribe de la «imposibilidad de comprender


a Dios»:

Invoquémosle como al Dios inexpresable, incomprensible,


invisible, inasible al conocimiento. Confesemos que
sobrepasa todo poder de lenguaje humano, que elude toda
captación de inteligencia mortal, que los ángeles no pueden
penetrarle, tampoco los serafines pueden verle en toda su
claridad, ni los querubines comprenderle totalmente, porque
es invisible a los principados y potestades, a las virtudes y a
todas las criaturas sin excepción. Sólo el Hijo y el Espíritu
Santo le conocen. 48

San Gregorio de Nicea describe la «noche mística»:


La noche designa la contemplación (theoria) de las cosas invisibles a la manera
de Moisés, que entró en la oscuridad donde estaba Dios, este Dios que hace de
la oscuridad el sitio donde se esconde 49. Rodeada por la noche divina, el alma
busca al que está escondido en la oscuridad. Pero ella posee sin embargo el
amor de él al que busca, pero el amado escapa a la captación de los
pensamientos de ella... Por eso, abandonando la búsqueda, reconoce al que
desea por el mero hecho de que su conocimiento está más allá de la
comprensión. Entonces dice: «Habiendo abandonado todas las cosas creadas y
la ayuda de la comprensión, sólo por la fe he encontrado al amado. Y no le
dejaré marchar, sujetándolo con el abrazo de la fe, hasta que entre en mi
alcoba». La alcoba es el corazón, que es capaz de hacer de ella su morada
cuando sea restaurado a su estado primitivo. 50

Y Evagrio dice en el Tratado de Oración, atribuido durante mucho


tiempo a san Nilo: «Lo mismo que la luz que nos enseña todo no
tiene necesidad de otra luz para ser vista, así Dios, que nos
enseña todas las cosas, no tiene necesidad de una luz en la que
podamos verle, porque él es en sí mismo la luz por esencia» 51. Y
«no veas diversidad en ti mismo cuando ores, y deja que tu
inteligencia asimile la impresión de no tener forma alguna. Pero
vete inmaterialmente a lo inmaterial y entenderás... Aspirando a
ver la cara del Padre que está en el cielo, no busques otra cosa
en el mundo, ni forma ni figura cuando ores» 52

Volviendo a los místicos de la zona del Rin encontramos a John


Tauler empleando un lenguaje típico: «Todo aquello en lo que un
hombre descansa con gozo, todo lo que guarda como un bien
que le pertenece es todo comido por los gusanos, excepto
aquello que parece perderse en el bien de Dios, puro, imposible
de conocer, inefable y misterioso, renunciando a nosotros mismos
y a todo aquello que puede aparecer en él.»

Y Ruysbroeck dice:

El hombre interior entra en sí mismo de una forma simple,


sobre toda actividad y valores, para aplicarse él mismo a
una simple visión en el amor lleno de fruto. Ahí encuentra a
Dios sin intermediario. Y desde la unidad de Dios brilla para
él una luz simple. Esta luz se muestra ella misma como
oscuridad, desnudez y nada. En esta oscuridad, el hombre
es rodeado y se hunde en un estado que carece de formas,
en el que se siente perdido. En la desnudez, escapan a él
todas las consideraciones y distracciones de las cosas, y es
configurado y penetrado por una simple luz. En su nada, ve
que todos sus trabajos se reducen a nada, porque se siente
abrumado por la actividad del inmenso amor de Dios, y por
la provechosa inclinación de su Espíritu, él... llega a
convertirse en un espíritu con Dios. 53

La doctrina de la pureza de corazón y de la contemplación «libre


de imágenes» está asumida en la Philokalia: «Un corazón puro es
el que, siempre presentando a Dios una memoria sin forma y sin
imagen, está preparado para recibir nada más que las
impresiones que le vienen de él y por el que está acostumbrado a
convertirse en evidente para eso» 54.
En una palabra, Dios es invisible al campo de nuestro ser.
Nuestra creencia y nuestro amor llegan hasta él, pero él
permanece escondido a la mirada arrogante de nuestra mente
investigadora que busca captarle y asegurar su posesión
permanente en un acto de conocimiento que le da poder sobre
él. De hecho, es absurdo e imposible intentar captar a Dios como
un objeto que puede ser captado y comprendido por nuestras
mentes.

El conocimiento del que somos capaces es solamente un


conocimiento acerca de él. Apunta hacia él por analogías que
debemos trascender para alcanzarlo. Pero debemos
trascendernos a nosotros mismos tanto como nuestras analogías,
y en nuestra búsqueda de él, debemos olvidar la relación familiar
sujeto-objeto que caracteriza nuestros actos ordinarios de
conocimiento. En vez de eso le conocemos en la medida en que
nos hacemos conscientes de nosotros mismos como conocidos
totalmente por él. Le «poseemos» en la proporción en que nos
damos cuenta nosotros mismos de ser poseídos por él en las
mayores profundidades de nuestro ser. La meditación o la
«oración del corazón» es el esfuerzo activo que hacemos para
mantener nuestros corazones abiertos de tal manera que
podamos ser iluminados por él y llenados con esta realización de
nuestra verdadera relación con él. Por tanto la forma clásica de
«meditación» es una invocación repetitiva del nombre de Jesús
en el corazón vaciado de imágenes y preocupaciones.

De aquí que la finalidad de la meditación, en el contexto de la fe


cristiana, no es llegar a un conocimiento objetivo y aparentemente
«científico» acerca de Dios, sino llegar a conocerle a través de la
constatación de que nuestro ser más verdadero está penetrado
por su conocimiento y amor por nosotros. Nuestro conocimiento
de Dios es, paradójicamente, un conocimiento no de él, como
objeto de nuestro raciocinio, sino de nosotros como totalmente
dependientes de su conocimiento salvador y misericordioso de
nosotros. En la misma proporción que nosotros le somos
conocidos, encontramos nuestro ser real y nuestra identidad en
Cristo. Le conocemos en y a través de nosotros en la medida en
que su verdad sea la fuente de nuestro ser y de que su amor
misericordioso sea el auténtico corazón de nuestra vida y
existencia. No tenemos otra razón de ser, salvo ser amados por él
como nuestro Creador y Redentor, y amarlo a su vez. No hay
verdadero conocimiento de Dios que no implique una profunda
captación y una íntima y personal aceptación de esta absoluta
relación.

La finalidad única de la meditación es profundizar en la


conciencia de esta relación básica de la criatura con su Creador y
del pecador con su Redentor.
Se ha dicho anteriormente que la mística del «no conocer», por la
que ascendemos al conocimiento de Dios «como no visto» sin
«forma ni figura», más allá de todas las imágenes y,
naturalmente, de todos los conceptos, no debe ser entendida
como un simple dar la espalda a las ideas de las cosas materiales
e inmateriales. El conocimiento místico de Dios, que ya empieza
de alguna manera incoativa en la fe viva, no es un conocimiento
de las esencias inmateriales e invisibles, como distintas de las
visibles y materiales. Si de alguna forma nada de lo que podemos
ver o entender puede darnos una completa y adecuada idea de
Dios, excepto por una remota analogía, podemos decir que las
imágenes y símbolos, e incluso el material que entra dentro de la
categoría de signos sacramentales y de las obras de arte,
adquieren una cierta dignidad por derecho propio, puesto que no
son rechazadas en favor de otros objetos «inmateriales»,
considerados como superiores, como si fueran capaces de
hacernos «ver» a Dios más perfectamente. Por el contrario,
puesto que somos bien conscientes de que las imágenes,
símbolos y obras de arte son sólo materiales, tendemos a
servirnos de ellos con mayor libertad y menor peligro de error
precisamente porque nos damos cuenta de las limitaciones de su
naturaleza. Sabemos que pueden ser solamente medios para un
fin, y no los convertimos en «ídolos». Por el contrario, hoy la
tentación más peligrosa es construir ideas e ideologías y
convertirlas en «ídolos», adorándolas por ellas mismas.

Así podemos decir, aunque sea de pasada, que la imagen, el


símbolo, el arte, el rito y el curso de los sacramentos, sobre todo,
directa y propiamente llevan las cosas materiales a la vida de
oración y meditación, sirviéndose de ellas como medios para
entrar más profundamente en la oración. Denis de Rougement
llamó al arte, «una trampa calculada para la meditación». El
aspecto estético de la vida cultual no debe ser olvidado,
especialmente hoy cuando nos estamos recuperando con muchas
dificultades de una época de abominación y desolación en el arte
sagrado, debido en parte a una especie de actitud maniquea
hacia la belleza natural por una parte, y por otra, a un abandono
racionalista de las cosas sensibles. Así, todo lo que ha sido dicho
arriba en las anotaciones de san Juan de la Cruz y otros doctores
del misticismo cristiano sobre la «oscura contemplación» y «la
noche de los sentidos» no debe ser mal interpretado, como
significando que todo el que esté interesado en la vida de
meditación y de oración, debe renunciar a la cultura normal de los
sentidos, del gusto artístico, de la imaginación y de la inteligencia.
Al contrario, se presuponeesa cultura. La persona no puede ir
más allá de lo que no ha conseguido todavía, y normalmente la
realización de que Dios está «más allá de las imágenes, símbolos
e ideas», se deja ver solamente en alguien que previamente ha
hecho un buen uso de todas esas cosas, que tiene una «cultura
monástica» completa y madura 55 y, habiendo alcanzado el límite
del símbolo y de la idea, avanza hacia un estado adelantado, en
el que actúa sin ellos, al menos temporalmente. Porque incluso si
estas ayudas humanas y simbólicas para orar pierden su utilidad
en formas más altas de unión contemplativa con Dios, siguen
teniendo su sitio en la vida diaria, también en el caso del
contemplativo. Forman parte del entorno y de la atmósfera
cultural en la que él vive normalmente.

La función de la imagen, del símbolo, de la poesía, de la música,


del canto y de todo lo ritual (relacionado remotamente con la
danza sagrada) es abrir el interior del contemplativo, para
incorporar los sentidos y el cuerpo en la totalidad de su
orientación a Dios, que es necesariamente la realidad de la
adoración y de la meditación. Abandonar los sentidos y el cuerpo
al mismo tiempo, y dejar simplemente a la imaginación hacer su
propio camino, mientras se intenta bucear en una oración más
abstracta y profunda, terminará por no tener resultado alguno,
incluso para quien se encuentra en un estado avanzado en la
meditación.

Todas las tradiciones religiosas tienen maneras de integrar los


sentidos, en su propio nivel, en formas más elevadas de oración.
La literatura mística más importante habla, no solamente de la
«tiniebla», y de lo «desconocido», sino también, y casi con el
mismo énfasis, de un extraordinario florecimiento de los «sentidos
espirituales», y del conocimiento estético, subrayando e
interpretando la más alta y más directa unión con Dios, «más allá
de la experiencia». De hecho, lo que está más allá de la
experiencia debe ser mediado, de alguna manera, e interpretado
en un lenguaje ordinario de pensamiento humano antes de que
pueda ser reconocido por el sujeto mismo, y antes de que pueda
ser comunicado a los demás. Naturalmente, no puede negarse
que uno puede entrar en la oración contemplativa sin ser capaz
de reflexionar sobre el hecho, y menos todavía de comunicar la
experiencia a los demás. Pero en la literatura mística, que
evidentemente implica comunicación por medio de imágenes,
símbolos e ideas, encontramos que la contemplación en «lo
desconocido» está generalmente acompañada por dones
teologales y poéticos fuera de lo corriente, siempre que el fruto de
la contemplación tenga que ser compartido con otros.

Encontramos, por ejemplo, a san Juan de la Cruz, describiendo


la Llama de amor viva, con un lenguaje muy concreto y hermoso
que, evidentemente, refleja una experiencia todavía más hermosa
y concreta, que en su caso ha sido traducida en términos
simbólicos. Pero dice, sin ambigüedad alguna, que lo que
describe es «el sabor de la vida eterna», «la experiencia de la
vida de Dios» y la actividad del Espíritu Santo, Dice:
Mas, ¿cómo se puede decir que la hiere, pues en el alma
no hay cosa ya por herir, estando ya ella toda cauterizada
con fuego de amor? Es cosa maravillosa, que como el amor
nunca está ocioso, sino en continuo movimiento, como la
llama está siempre echando llamaradas acá y allá; y el
amor, cuyo oficio es herir para enamorar y deleitar, como en
la tal alma está en viva llama, estále arrojando sus heridas,
como llamaradas ternísimas de delicado amor, ejercitando
jocunda y (estivalmente las artes y juegos del amor, como
en el palacio de sus bodas, como Asuero con su esposa
Esther, mostrando allí sus gracias, descubriéndola allí sus
riquezas y la gloria de su grandeza, para que se cumpla en
esta alma lo que él dijo en los Proverbios, diciendo:
Deleitábame yo por todos los días, jugando delante de él
todo el tiempo, jugando en la redondez de las tierras, y mis
deleites es estar con los hijos de los hombres; es a saber,
dándoselos a ellos. Por lo cual estas heridas, que son sus
juegos, son llamaradas de tiernos toques que al alma tocan
por momentos de parte del fuego del amor, que no está
ocioso, los cuales dice acaecen y hieren.

De mi alma en el más profundo centro.

Porque en la sustancia del alma, donde ni el centro del


sentido ni el demonio puede llegar, pasa esta fiesta del
Espíritu Santo; y por tanto, tanto más segura, sustancial y
deleitable, cuanto más interior ella es, porque cuanto más
interior es, es más pura; y cuando hay más de pureza, tanto
más abundante y frecuente y generalmente se comunica
Dios; y así es tanto más el deleite y el gozar del alma y del
espíritu, porque es Dios el obrero de todo, sin que el alma
haga de suyo nada. Que por cuanto el alma no puede de
suyo obrar nada si no es por el sentido corporal, ayudada
de lejos, su negocio es ya sólo recibir de Dios, el cual sólo
puede en el fondo del alma, sin ayuda de los sentidos,
hacer obra y mover el alma en ella. 56

Cuando el mismo san Juan de la Cruz dice que no debemos


procurar conseguir la unión con Dios, intentando que surjan en
nosotros imágenes de tales experiencias en nuestros corazones,
no está evidentemente restando totalmente valor a lo que ha
dicho en un intento de comunicar una experiencia de
Dios después del hecho. Al contrario, está intentado proteger a su
lector contra una manipulación ciega y egocéntrica de imágenes y
conceptos como un objeto que la mente del hombre puede
entender y gozar en términos intelectuales y estéticos. Hay, pues,
una cierta clase de conocimiento de Dios, conseguida por
imágenes y razonando, pero no es de ninguna manera la clase de
conocimiento experimental que san Juan de la Cruz describe. Por
tanto, el uso de la imagen y el concepto puede convertirse en
algo muy peligroso en un clima de egocentrismo y de falso
misticismo.

El abuso peligroso de la imagen y del símbolo se ve, por ejemplo,


en el caso de alguien que intenta hacer surgir la <llama viva» por
un ejercicio de voluntad, imaginación y deseo, y luego se
persuade a sí mismo de que «ha experimentado a Dios». En ese
caso, esta evidente creación humana podría resultar muy cara,
porque hay una diferencia abismal en el mundo entre los frutos de
una auténtica experiencia religiosa, un don gratuito de Dios, y los
resultados de la mera imaginación. Como Jakob Boehme dijo
atrevidamente: »»Dónde está en la Escritura que una prostituta
pueda convertirse en una virgen por medio de un decreto?»

La experiencia viva del amor divino y del Espíritu Santo en la


«llama» de la que habla san Juan de la Cruz es un verdadero
reconocimiento de que uno ha muerto y resucitado en Cristo. Es
una experiencia de una renovación mística, una transformación
interior llevada a cabo enteramente por el poder del amor
misericordioso de Dios, que implica la «muerte» del ego, centrado
en sí mismo y autosuficiente, y la aparición de un yo nuevo y
liberado, que vive y actúa «en el Espíritu». Pero si el viejo yo, el
yo calculador y autónomo, busca sólo imitar los efectos de tal
regeneración, para su propia satisfacción y ventaja, el efecto es
exactamente el opuesto, el yo trata de confirmarse a sí mismo en
su propia existencia centrada en él mismo. El grano de trigo no ha
caído en tierra y ha muerto. Permanece duro, aislado y seco, y no
hay fruto alguno, sólo una mentira blasfema y jactanciosa, una
pretensión ridícula. Si la mentira y la fabricación son dañosas
psicológicamente, incluso en las relaciones normales con otros
hombres, toda falsía es desastrosa en cualquier relación en el
campo de nuestro ser y con Dios mismo, que se nos comunica a
través de nuestra propia verdad interior. Falsificar nuestra verdad
interior, so pretexto de entrar en unión con Dios, sería la más
trágica infidelidad, primero a nosotros mismos, a la vida, a la
realidad misma, y, por supuesto, a Dios. Tales fabricaciones
terminan en la dislocación de toda la existencia moral e intelectual
de la persona.

XV
La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la
preferencia por el desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha
conocido el sentido de la contemplación, intuitiva y
espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido de la
aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que
más bien desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y
el que más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta el
amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia aparente. Ésta es
una condición necesaria, y muy paradójica, para la experiencia
mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para
con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan»
todas las cosas de nuestro interior, todos los deseos de ver,
saber, gustar y experimentar la presencia de Dios, entonces es
cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la
presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que
revolucionan toda nuestra vida interior.

Walter Hilton, un místico inglés del siglo catorce dice en su Scale


of Perfection:

Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en


esta noche oscura, por muy penoso que eso pueda resultar,
que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del
mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras
mucho más cerca de Jerusalén que cuando estás en la
falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y
acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta
familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz,
y la verdadera luz de la comprensión espiritual inundarán tu
alma... 5'

La contemplación es esencialmente una escucha en el silencio,


una expectación. Y también, en cierto sentido, debemos empezar
a escuchar a Dios cuando hemos terminado de escuchar. ¿Cuál
es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay una clase de
escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de
cierta onda, una receptividad para cierto mensaje, sino un vacío
que espera realizar la plenitud del mensaje de Dios dentro de su
aparente vacío. En otras palabras, el verdadero contemplativo no
es el que prepara su mente para un mensaje particular, que él
quiere o espera escuchar, sino el que permanece vacío porque
sabe que nunca puede esperar o anticipar la palabra que
transformará su oscuridad en luz. Ni siquiera llega a anticipar una
clase especial de transformación. No pide la luz en vez de la
oscuridad. Espera la Palabra de Dios en silencio, y cuando es
«respondido», no es tanto por una palabra que brota del silencio.
Es por su silencio mismo cuando de repente, inexplicablemente
revelándose a él como la palabra de máximo poder, llena de la
voz de Dios.

Pero no debemos aceptar una visión puramente quietista de la


oración contemplativa. No es mera negación. Nadie se convierte
en contemplativo sencillamente por «oscurecer» las realidades
sensibles, y permanecer solo consigo mismo en la oscuridad. En
primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a propósito,
como conclusión de un razonamiento práctico sobre el tema, y sin
una vocación interior, sencillamente entra en una oscuridad
artificial que se ha fabricado él mismo. No está solo con Dios, sino
solo consigo mismo. No está en presencia del Único
Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad
complaciente. Se ve inmerso y perdido en sí mismo, en un estado
de narcisismo inerte, primitivo e infantil. Su vida es «nada» no en
el sentido misterioso, dinámico, en el que la nada del místico es
paradójicamente el todo de Dios. Es sencillamente la nada de un
ser finito, abandonado a sí mismo en su propia trivialidad.

Los místicos renanos del siglo catorce tuvieron que luchar contra
muchas formas heréticas de contemplación y contra la pasividad
de la voluntad propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma
quietista de oración de una manera sistemática, dedicándose a
cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma,
suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:

Estas personas han entrado en un camino sin salida.


Confían totalmente en su inteligencia natural y están
totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada
saben de las profundidades y riquezas de la vida de
Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera han formado sus
propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han
avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían
exclusivamente en la luz de su razón y en su falsa
pasividad espiritual. 5a

El problema que entraña el racionalismo es que se engaña a sí


mismo en su racionalización y manipulación de la realidad. Hace
culto del «permanecer sin moverse», como si eso en sí mismo
tuviera un poder mágico para resolver todos los problemas y
llevar al hombre al contacto con Dios. Pero de hecho es
sencillamente una evasión. Es una falta de honradez y seriedad,
una banalidad con la gracia y una huida de Dios. Esto es
realmente el «quietismo puro». Pero, ¿podemos decir que algo
semejante existe en nuestros días?

El quietismo absoluto no es un peligro omnipresente en el mundo


de nuestro tiempo. Para ser un quietista absoluto, uno tendría que
hacer esfuerzos heroicos para permanecer sin hacer nada, y tales
esfuerzos están más allá del poder de la mayoría de nosotros. Sin
embargo, existe una tentación de una clase de pseudoquietismo
que afecta a los que han leído libros sobre el misticismo sin
entenderlos en absoluto. Y eso los lleva a una vida espiritual
deliberadamente negativa, que no es más que una dejación de la
oración, por ninguna otra razón que por la de imaginar que,
dejando de ser activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva
en realidad a la persona a estar vacía, sin una vida espiritual,
interior, en la que las distracciones y los impulsos emocionales
gradualmente los afirman a expensas de toda actividad madura,
equilibrada, de la mente y el corazón. Persistir en esta situación
de paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial espiritual, moral y
mentalmente.

El que sigue los caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio


alguno y sin complicaciones, será capaz de disponerse mucho
mejor para recibir su vocación a la oración contemplativa a su
debido tiempo, dando por sabido que le llegará su momento.

La verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una


gracia teologal. Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como
resultado de nuestro empleo inteligente de técnicas espirituales.
La lógica del quietismo es una lógica puramente humana, en la
cual dos más dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la
oración contemplativa es de un orden enteramente diferente. Está
más allá del dominio estricto de causa y efecto, porque pertenece
enteramente al amor, a la libertad, a los desposorios espirituales.
En la verdadera contemplación no hay «razón por la que» el
vacío nos deba llevar necesariamente a ver a Dios cara a cara.
Ese vacío nos puede llevar de la misma manera a encontrarnos
cara a cara con el demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte
del riesgo de este desierto espiritual. La única garantía contra el
enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que
podemos hablar realmente de algún tipo de garantía, es
simplemente nuestra esperanza en Dios, nuestra confianza en su
voz, en su misericordia.

Ha quedado claro que el camino de la contemplación no es de


ninguna manera una «técnica» deliberada de vaciarse uno
mismo, para conseguir una experiencia esotérica. Es una
respuesta paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible,
lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el
silencio, no para retirarnos y protegernos del peligro, sino para
llevarnos a salvo a través de peligros desconocidos, por un
milagro de su amor y de su poder.

El camino de la contemplación no es, de hecho, camino alguno.


Cristo es el único camino, y él es invisible. El «desierto» de la
contemplación es sencillamente una metáfora para explicar el
estado de vacío que experimentamos cuando hemos abandonado
todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y
hemos tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice
san Juan de la Cruz:

Y así grandemente se estorba un alma para venir a este


alto estado de unión con Dios, cuando se ase a algún
entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o
modo suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no
sabiéndose desasir y desnudar de todo ello... Por tanto, en
este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por
mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar
en lo que no tiene modo, que es Dios. Porque el alma que a
este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos
se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos
los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene
todo. 69

Esto podría completarse con las palabras que siguen de John


Tauler:

Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de


nuestras almas, nos hace hundirnos y disolvernos en
nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura
es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de
Dios, tanto más claramente veremos nuestra nada y
pequeñez. En realidad así es como podemos discernir la
autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino
de Dios en lo más profundo de nuestro ser, no por medio de
imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino en las
auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será
hundirnos más y más en nuestra propia nada. 60

Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de todo esto.


Primero, que la contemplación es la culminación de la vida
cristiana de oración, porque el Señor no desea nada de nosotros
más que convertirse él mismo en nuestro «camino», en nuestra
«verdadera vida». Ésta es la única finalidad de su venida a la
tierra para buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al
Padre. Sólo en él y con él podemos alcanzar al Padre invisible, al
que nadie podrá ver y seguir viviendo. Muriendo a nosotros
mismos, y a todas las «maneras», «lógicas» y «métodos» propios
nuestros, podemos ser contados entre aquellos a los que la
misericordia del Padre ha llamado a sí en Cristo. Pero la otra
conclusión es igualmente importante. Ninguna lógica propia
puede conseguir esta transformación de nuestra vida interior. No
podemos argumentar que el «vacío» es igual a la «presencia de
Dios», y luego sentarnos tranquilamente para conseguir la
presencia de Dios vaciando nuestras almas de toda imagen. No
es cuestión de lógica ni de causa y efecto. Tampoco es cuestión
de deseo, o de una empresa proyectada, o de nuestra propia
técnica espiritual.

Todo el misterio de la oración contemplativa simple es un misterio


de amor divino, de vocación personal y de don gratuito. Esto, y
sólo esto, consigue el verdadero «vacío», en el que ya nada
queda de nosotros mismos.

Un vacío deliberadamente cultivado, para llenar una ambición


espiritual, no responde en absoluto al concepto de vacío
espiritual. Es la plenitud de uno mismo. Tan lleno que la luz de
Dios no tiene sitio alguno por donde poder penetrar. No hay grieta
ni rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese duro
corazón, fruto de la autoabsorción, que es nuestra opción de vivir
centrados en nuestro propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera
que aspire a convertirse en contemplativo debe pensarlo dos
veces antes de ponerse en camino. Quizá la mejor forma de
convertirse en contemplativo sería desear con todo el corazón ser
cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?

Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida


contemplativa, ni el deseo ni el rechazo del deseo es lo que
cuenta, sino sólo aquel «deseo» que es una forma de «vacío»,
que asiente con lo desconocido y avanza tranquilamente por
donde no ve camino alguno. Todas las paradojas acerca del
camino contemplativo se reducen a ésta: estar sin deseos
significa ser llevado por un deseo tan grande que es
incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente
sentido. Es un deseo ciego, que parece un deseo de «la
vaciedad», sólo porque nada puede contentarlo. Y porque es
capaz de descansar en la vaciedad, entonces, relativamente
hablando, descansa en la vaciedad. Pero no en una vaciedad
como tal, en una vaciedad por sí misma. Realmente no existe tal
entidad como pura vaciedad, y la vaciedad meramente negativa
del falso contemplativo es una «cosa», no la «nada». La «cosa»
que se reduce a la oscuridad misma, de la cual todos los demás
seres están excluidos deliberadamente y por todos los medios.

Pero la verdadera vaciedad es la que trasciende todas las cosas,


y aún es inmanente a todas ellas. Porque lo que parece vaciedad
en este caso es puro ser. O al menos un filósofo podría describirla
así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni ésta ni
aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía.
Lo propio de la vaciedad, al menos para un cristiano
contemplativo, es puro amor, pura libertad. Amor que está libre de
todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de
relación. Es un compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita
caridad de Dios. Y así, cuando Jesús dijo a sus discípulos que
amaran, se refería a una forma de amar tan universal como la del
Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que sobre
pecadores. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto.» Esta pureza, libertad e indeterminación del amor es la
auténtica esencia del cristianismo. A esto aspira sobre todo la
vida monástica.
XVI
No somos sólo seres contingentes, dependientes del amor y de la
voluntad del Creador, al que no podemos conocer
experiencialmente, excepto en la medida en la que él nos revele
nuestra relación personal con él como sus hijos. Somos también
pecadores que han repudiado libremente su relación con Dios.
Nos hemos rebelado contra él. El espíritu de rechazo rebelde
dura en nuestro corazón incluso cuando intentamos volver a él.
Mucho podría decirse, en este punto, acerca de toda la sutileza e
ingenuidad del egoísmo religioso, que es una de las formas
peores y con peores consecuencias de engañarse a uno mismo.
A veces uno siente que un ateo bien intencionado y al que no se
le puede culpar es, en muchos aspectos, mejor —y que da más
gloria a Dios— que algunas personas, cuya complacencia e
inhumanidad fanáticas hacia los otros son el signo del más
evidente egoísmo. De aquí que no sólo necesitemos recobrar la
conciencia de nuestra condición de criaturas. También debemos
reparar la injuria hecha a la verdad y al amor por este repudio,
esta infidelidad. Pero, ¿cómo? Humanamente hablando, no hay
forma por la que podamos alcanzar esto.

Nuestra «nada» es, pues a veces, algo más que la contingencia


de la criatura. Está compuesta por el miedo del pecador,
separado de Dios y de sí mismo, situado en oposición rebelde a
la verdad de su propia contingencia y de su propia malicia. Más
particularmente, como indica un escritor monástico de Palestina
del siglo quinto, el sentido de la pérdida, la renuncia y el
abandono de Dios se le hace patente particularmente al hombre
que está actuando contrariamente a la verdad de su condición.

Dios no abandona al hombre negligente por serlo, ni


tampoco al presuntuoso por su condición de hombre fatuo,
sino que abandona al hombre devoto que se hace
indiferente y al humilde cuando se vuelve presuntuoso. Esto
es lo que quiere decir pecar contra la propia condición. De
aquí brota el abandono. 6'

El significado real del miedo es ser encontrado en una infidelidad


a una demanda personal de la que uno es, al menos, muy poco
consciente: el incumplimiento en encontrar un reto, en hacer
realidad una posibilidad cierta que pide ser encontrada y
realizada. El precio del incumplimiento en estar a la altura de una
petición existencia en la vida de una persona es una sensación
general dE fracaso, de culpa. Y es importante señalar que esta
culpabilidad es real, no es necesariamente una ansiedac
neurótica. Es una sensación de defección y derrota quE aflige a
un hombre que no se enfrenta a su propia verdac interior y que no
está volviendo a la vida, a Dios y a su: hermanos, un claro
volverse a todo lo que le ha sidc dado.

Sin embargo, el tema es inmensamente complicado debido a


factores que no podemos controlar o entende completamente. El
miedo permanece como un misterios( y posesivo factor en todo
auténtico crecimiento espiritual, y uno no puede liberarse de él
por mucho que se intente actuar de una forma impetuosa, por
muy generosa que ésta sea. El pavor está compuesto de una
sensación de no sentirse ayudado y de la dependencia de la
gracia, y todo ello como consecuencia de muchos otros errores y
pecados. La experiencia del «miedo», de la «nada» y de la
«noche» en el corazón del hombre es, pues, el reconocimiento de
la infidelidad a la verdad de nuestra vida. Más todavía, es el
reconocimiento de la falta de arrepentimiento. Y sin la gracia, no
hay posibilidad de arrepentimiento. Es el profundo, confuso,
metafísico reconocimiento del antagonismo básico entre el ser
mismo y Dios, debido a la sensación de haberse alejado de él por
un perverso apego a «uno mismo», que es misterioso e ilusorio.
Este sentido de alejamiento tampoco es pura y simplemente
cuestión de poner en orden su ser interior jurídicamente, ex opere
operato, por la recepción de los sacramentos con unas
disposiciones mínimamente buenas. Es verdad que quien recibe
los sacramentos de la Iglesia con las disposiciones adecuadas
puede sinceramente creerse restablecido en el favor divino. Pero
eso no le librará del «pavor» y de la «noche» mientras tienda a
apegarse a la vacía ilusión de un ser separado, inclinado a resistir
a Dios. Tampoco será efectivamente aliviado del sentido de
vaciedad y de la nada que sentirá cuando se quede sin
distracciones (en el sentido empleado por Pascal) y sin escape
hacia la rutina y hacia una autocomplacencia racional.

Hasta los mejores hombres, y quizá especialmente ellos, cuando


se vuelven hacia una franca reflexión sobre ellos mismos, se
enfrentan a sí mismos como a unos seres desnudos,
insuficientes, insatisfechos y llenos de maldad. Se ven apegados
a la mentira, dispuestos a la infidelidad, con miedo a la verdad y a
los peligros que todo eso supone. Esto es tanto más verdad
cuando la sinceridad y una vida correcta han alejado los hábitos
pecaminosos que pueden ser identificados y rechazados como
fuentes de vergüenza y remordimiento. Incluso sin actos
pecaminosos tenemos en nosotros mismos una inclinación a
pecar y a rebelarnos, una inclinación hacia la falsedad y la
evasión.

Sirve de cierto consuelo ser capaz de asignar el descontento


personal a causas definidas. El remordimiento es más fácil de
soportar que el pánico, porque éste, al menos, está centrado en
algo definido. Pero la peor vaciedad es la del fiel cristiano que,
cuando ha hecho lo que tenía que hacer y ha buscado seriamente
a Dios, respondiendo concienzudamente a las gracias y tareas de
la vida, sigue dándose cuenta con más fuerza que antes de que
es un siervo inútil. Más que un pecador, más que un ser
insignificante que puede escapar al engaño de su propia rectitud,
este hombre se enfrenta a un terror radical en su propio ser: el
miedo desnudo de que es indefinido, algo que parece extenderse
a todo su ser y a toda su vida. Una persona así ve que ninguna
virtud propia, ninguna buena intención, ningún ideal, ninguna
filosofía, ninguna elevación mística pueden rescatarle de su
futilidad, de la aparente desesperación de su vaciedad sin Dios.

Al mismo tiempo, parece perder la convicción de que Dios es o


puede ser un refugio para él. Es como si Dios mismo fuera hostil
e implacable o, todavía peor, como si Dios mismo se hubiera
convertido en algo vacío, y como si todo fuera total vaciedad,
nada, horror y noche.

Primero, porque la luz y sabiduría de esta contemplación es


muy clara y pura, y el alma que ella embiste es oscura e
impura, de aquí es que pena mucho el alma recibiéndola en
sí, como cuando los ojos están de mal humor, impuros y
enfermos, del embestimiento de la clara luz reciben pena. Y
esta pena en el alma, a causa de su impureza es inmensa
cuando de veras es embestida de esta divina luz, porque
embistiéndose en el alma esta luz pura, a fin de expeler la
impureza del alma, siéntese el alma tan impura y miserable
que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha
contraria a Dios. Lo cual es de tanto sentimiento y pena
para el alma (porque le parece aquí que la ha Dios
arrojado), que uno de los mayores trabajos que sentía Job
cuando Dios le tenía en este ejercicio, era éste, diciendo:
¿Por qué me has puesto contrario a ti y soy grave y pesado
para mí mismo? Porque viendo el alma claramente aquí por
medio de esa pura luz (aunque a oscuras) su impureza,
conoce claro que no es digna de Dios ni de criatura alguna.
Y lo que más pena es que piensa que nunca lo será, y que
ya se le acabaron sus bienes. Esto lo causa la profunda
inmersión que tiene de la mente en el conocimiento y
sentimiento de sus males y miserias; porque aquí se las
muestra todas al ojo esta divina y oscura luz, y que vea
claro cómo de suyo no podrá tener ya otra cosa. Podemos
entender en este sentido aquella autoridad de David, que
dice: Por la iniquidad corregiste al hombre, e hiciste
deshacer su alma, como la araña se desentraña. 62

Es natural para alguien en este caso temer la pérdida de la fe,


incluso la de su propia integridad e identidad religiosa, y apegarse
desesperadamente a cualquier cosa que parezca algo de los
últimos vestigios de la fe. Por eso lucha, a veces locamente, para
recobrar un sentido de alivio y convicción en verdades formuladas
o en prácticas religiosas familiares. Su meditación llega a ser la
escena de su agonía, la lucha con la nada y la duda. Pero cuanto
más luche, menos comodidad y seguridad tiene, y se sentirá más
sin poder. Finalmente pierde incluso el poder de luchar. Se siente
a sí mismo preparado para hundirse y ahogarse en la duda y la
desesperación.

Éste no es un momento para la arrogancia, o para un impulso de


la voluntad. El hombre arrogante se sentirá destrozado en su
propia agonía, y en la desorientación de la noche y la tiniebla. Le
resultará insoportable la meditación, y será incluso víctima de la
rebeldía y la desesperación. Debemos reconocer también que
una de las causas de la ruptura mental o emocional de los
novicios y de los monjes jóvenes es que tienden a caer
demasiado rápidamente en ese estado de confusión y abandono,
quizá porque se han lanzado demasiado lejos con poco juicio o
demasiado presuntuosamente, pero más a menudo por la falta de
identidad y madurez espiritual. El hombre de hoy es muy
vulnerable en este aspecto. Sus esfuerzos para buscar la paz y la
luz le llevan no a una zona de relativa seguridad, en una
geografía de la certeza, sino a la superficie de un abismo,
disimulado por un velo fino de una nada desorientadora, en el que
caen demasiado pronto cuando se da cuenta, carente del apoyo
de las ideas que le dan seguridad y le son familiares, sobre él
mismo y su mundo. Pero es precisamente este apoyo el que
debemos aprender a sacrificar.

Éste es el clima genuino de una meditación seria, en el que, sin


luz y aparentemente sin fuerza, y hasta sin una clara esperanza,
nos preparamos para el rendimiento total de nosotros mismos a
Dios. Abandonamos nuestra arrogancia, nos sometemos a la
incomprensible realidad de nuestra situación y estamos contentos
con esa vivencia, porque, aunque parezca algo sin sentido, tiene
más sentido que ninguna otra cosa. Empezamos a darnos cuenta,
aunque sea de forma oscura, de la verdad de lo que el Padre del
Desierto, san Ammonas, decía: «Si Dios no te amara, no dejaría
que las tentaciones cayeran sobre ti... Porque para el que cree, la
tentación es necesaria, porque todos los que están libres de la
tentación no están entre los elegidos» 63. Ya no tomamos
resoluciones optimistas, generosas, claras, propias de nuestros
momentos de luz, sino que nos abandonamos a un estado de
sumisión, donde ya no hay colorido, humildes y abandonados a la
voluntad de Dios. Vemos que no hay esperanza más que en él, y
abandonamos todas las cosas en sus manos. «Ten cuidado»,
decía Jakob Boehme, «de ponerte el manto púrpura de Cristo sin
una voluntad resignada.»
Este miedo profundo y la noche oscura deben verse en su
auténtica realidad, no como un castigo, sino como una
purificación y como una gracia. Realmente son una gran gracia de
Dios, porque es el punto de encuentro preciso con su plenitud.

El miedo es una expresión de nuestra inseguridad en esta vida


terrestre, un darnos cuenta de que nunca somos ni podemos
estar enteramente «seguros» en el sentido de ser dueños de una
situación espiritual definitiva y establecida. Eso significa que ya no
podemos esperar más en nosotros mismos, en nuestra sabiduría,
en nuestras virtudes, en nuestra fidelidad. Vemos demasiado
claramente que todo lo que es «nuestro» es nada, y puede
fallarnos por completo. En otras palabras, no confiamos ya en lo
que «tenemos», que se nos ha dado por nuestro pasado, y por lo
que hemos hecho muchos sacrificios. Estamos abiertos a Dios y a
su misericordia en un futuro inescrutable, y nuestra confianza está
puesta enteramente en su gracia, que apoyará nuestra libertad en
el vacío donde nos enfrentamos a decisiones totalmente
desconocidas. Sólo cuando hemos descendido con miedo al
centro de nuestra propia nada, por su gracia y su guía, podemos
ser llevados por él, para encontrarle, perdiéndonos a nosotros
mismos.

Ammonas, el monje del siglo cuarto, describe la prueba del


hombre de oración como un sentirse abandonado y por el miedo,
que siguen a las «fructíferas» y consoladoras experiencias de los
principiantes. Es ese miedo el que prueba la seriedad real de
nuestro amor a Dios y a la oración, porque a los que caen
simplemente en la frialdad y en la indiferencia les muestra que
tienen poco deseo de conocerle. Ammonas dice:

Dios se escapa de ellos y los abandona para ver si le


buscan o no. Hay algunos que, cuando el Espíritu ha huido
de ellos y los ha abandonado, permanecen pesados y sin
movimiento alguno en medio de su torpor. No rezan a Dios
para que levante ese peso de ellos, y para que les envíe el
gozo y la dulzura que conocieron anteriormente, sino que
por su negligencia se convierten en extraños a las dulzuras
de Dios. Así son carnales y se contentan con llevar el hábito
monástico, mientras niegan la fuerza del mismo con sus
vidas. Son los que han sido cegados en su vida y que no
entienden la obra de Dios... Si Dios ve que le imploran con
sinceridad y con todo el corazón, y que realmente niegan su
propia voluntad, les dará un mayor gozo del que han tenido
antes y les hará todavía más fuertes. 64

El miedo y el abandono del hombre espiritual es una especie de


infierno, pero al mismo tiempo, constituye, en palabras de Isaac
de Stella, un cisterciense del siglo doce, un «infierno de
misericordia y no de furia»: In inferno sumus, sed misericordiae,
non Trae; in caelo erimus 65. Estar en un «cielo de misericordia»
es experimentar totalmente la nada de uno mismo, pero en
espíritu de penitencia y de sometimiento a Dios, en un deseo de
aceptar y hacer su voluntad, no en espíritu de odio latente,
disgusto y rebeldía que pueden ser «sentidos» a veces en un
nivel de emoción superficial. En este «infierno de misericordia» es
donde en un abandono total de nuestro ser, de total captación de
nuestra vaciedad, nos encontramos a nosotros mismos perdidos y
liberados en la infinita plenitud del amor de Dios. Escapamos de
la jaula que nos tenía prisioneros de nuestra vaciedad, de la
desesperación, del miedo y del pecado, hacia el espacio infinito y
hacia la libertad de la gracia y el perdón. Pero si queda algún
vestigio de uno mismo que puede traducirse en que uno es
consciente de «haber llegado», y de que «se ha entrado en
posesión de algo», entonces volverá de nuevo el antiguo miedo,
la antigua noche, la antigua vaciedad, hasta que toda esa
autosuficiencia y autocomplacencia sean destruidas.

Cesará la mirada altiva, se acabará la arrogancia humana;


aquel día el Señor será exaltado, pues será el día del Señor
todopoderoso: contra todo lo arrogante y encumbrado,
contra todo lo altivo para abatirlo. Será doblegada la
soberbia humana, humillada la arrogancia de los hombres:
aquel día sólo el Señor será exaltado, y todos los ídolos
desaparecerán. 66

Deshacemos sofismas y cualquier clase de altanería que se


levante contra el conocimiento de Dios. Estamos también
dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento, y a castigar toda
desobediencia. 67

XVII
Ahora podemos ver qué es lo que hace que una meditación sea
buena y qué es lo que la echa a perder. Todos los métodos de
meditación que son meros ardides con los que nos aliamos para
aliviar la experiencia del vacío y del miedo, son, en definitiva,
evasiones que no nos prestan ayuda alguna. Efectivamente,
pueden confirmarnos en nuestras ilusiones y endurecernos
respecto a ese conocimiento fundamental de nuestra condición
real, contra la verdad por la que nuestros corazones gritan
desesperadamente.

Lo que necesitamos no es una falsa paz que nos capacite para


evadirnos de la luz implacable del juicio, sino la gracia de aceptar
valientemente la amarga verdad que nos es revelada; abandonar
nuestra inercia, nuestro egoísmo y someternos enteramente a las
demandas del Espíritu, rogándole con insistencia que venga en
nuestra ayuda, y entregándonos generosamente a todo esfuerzo
que nos pida Dios.

Un método de meditación o una forma de contemplación que se


limite a producir la ilusión de haber «llegado a alguna parte», de
haber conseguido seguridad y preservado la situación que nos es
familiar, por tener la sensación de hacer algo, será finalmente un
tipo de conocimiento que el miedo borrará de nuestra mente, o
bien viviremos seguros en la arrogancia propia del fariseo. Nos
convertiremos en seres incapaces de llegar a las verdades más
profundas. Estaremos cerrados a todo el que no participe de
nuestras ilusiones. Llevaremos unas «vidas buenas», que
básicamente son inauténticas, «buenas» solamente en la medida
en la que nos permiten seguir instalados en nuestras propias
entidades, respetables e impermeables. El «bien» de esas vidas
depende de la seguridad que les ofrecen una salud a toda
prueba, la diversión, el bienestar espiritual y una buena
reputación por su piedad. Semejante «bien» está salvaguardado
por la rutina y por un evitar normalmente todo peligro importante,
lo mismo que cualquier compromiso serio. Para evitar un mal
aparente, este pseudobien ignorará las exigencias del auténtico
bien. Preferirá la obligación rutinaria al valor y a la creatividad. Al
final se contentará con procedimientos establecidos y fórmulas
seguras, mientras se enceguece para no ver las mayores
enormidades de injusticia y de falta de caridad.

Así son las rutinas de la caridad que sacrifican todo para


preservar las comodidades del pasado, por muy inadecuadas y
vergonzosas que puedan resultar en el presente. La meditación,
en este caso, se convierte en una fábrica de coartadas, y en vez
de luchar contra el sentido de la falsedad y de la inautenticidad en
uno mismo, se lucha contra las exigencias del presente, con unas
armas que son tópicos del siglo pasado. Si es necesario, se
fabrican también condenaciones y denuncias contra los que
prefieren correr el peligro de lanzarse a nuevas ideas y nuevas
soluciones.

XVIII
Hasta ahora nos hemos concentrado en la experiencia personal
de vaciedad que acompaña a la profundización de la fe vivida con
seriedad. Ahora la pregunta podría ser la siguiente: ¿Es eso
importante para el verdadero espíritu de la oración monástica?
Todo lo que hemos hablado sobre el miedo, el desierto, la nada,
la pobreza, ¿es sencillamente una excusa para el negativismo y
la inercia de un espíritu subjetivo? En el fondo, ¿no se tratará de
una coartada que favorezca la esterilidad espiritual? ¿No sería
más honrado olvidarse de ese énfasis sin interés alguno, puesto
en la oración personal y meditativa, y concentrarse en la
adoración objetiva de la liturgia de la Iglesia en la que
supuestamente no hay problema alguno?

Se podría llegar a razonar de esta forma: la participación objetiva


en los misterios de Cristo, tal como los celebra la comunidad
cristiana, arranca a la persona de su centro, la eleva sobre el nivel
de la preocupación por sí misma en la que está enferma de
miedo. ¿Por qué dignificar una ansiedad común y neurótica con
un tinte existencial, y luego perpetuar en nuestros monasterios el
engaño de una piedad narcisista?

La respuesta a esto podría ser que el vacío y la pobreza interior,


sobre los que hemos hablado, no son exactamente síntomas de
modernas neurosis y preocupación por uno mismo. Tampoco
están limitados a la oración personal e interior. Se manifiestan
también en nuestra experiencia de la liturgia. Han sido tratadas
comúnmente, en la tradición monástica, como el «temor de Dios»,
que es el principio de la sabiduría, y son inseparables de esa
humildad básica que san Benito sitúa en los auténticos cimientos,
no sólo en la vida de todo monje 68, sino en toda su oración, ya
sea litúrgica 69 o mental 70. El miedo a la falsedad y a la
inautenticidad son capaces de crear unos problemas
extremadamente complejos en la vida litúrgica y en la comunidad,
donde pueden darse conflictos, no solamente individuales, sino
de la comunidad como tal. Después de todo, algunas de las
preguntas más angustiosas de nuestro tiempo son las que
pueden experimentarse en el corazón de las comunidades
monásticas, parroquias, grupos de Acción Católica y, por
supuesto, en la Iglesia misma. No es problema sencillo encararse
con el «miedo» que surge de una seria confrontación con la
infidelidad a nivel comunitario, infidelidad en la que están todos
implicados y con la que ningún individuo puede negociar con
honestidad simplemente por denunciar a los demás o por alejarse
de ellos.

Debe decirse que sin un profundo y serio sentido de nuestra


condición de pecadores y de nuestra falta de esperanza sin la
gracia de Dios, la oración litúrgica misma sería un engañoso
ejercicio de estética y una mera distracción personal. Por eso, los
textos bíblicos de los que nos servimos en la liturgia,
particularmente los tomados de los salmos y los profetas,
destacan en los términos más fuertes el miedo del hombre, la
angustia de la separación de Dios y la necesidad desesperada
que tiene el hombre, de la gracia y de la salvación. Los textos del
Nuevo Testamento, a su vez, hablan de la salvación y de la luz
que le han venido al hombre por medio de la cruz de Cristo. Toda
la liturgia está animada por el movimiento descendente y
ascendente, que es el mismo que el de la Pascua cristiana, el
misterio pascual de nuestra muerte y resurrección con Cristo.

A menos que el cristiano participe en algún grado del miedo, del


sentido de la pérdida, de la angustia, del abandono y de la
dejación del Crucificado, no puede realmente entrar en el misterio
de la liturgia. Tampoco puede entender los ritos y las oraciones, ni
apreciar los signos sacramentales y entrar profundamente en la
gracia de la que ellos son intermediarios. El padre Monchanin ha
observado sabiamente el vacío de cierto optimismo superficial
que distribuye profusamente clichés sobre el «sentido de la
historia» y huye de la realidad del miedo, zambulléndose en una
incesante actividad totalmente inútil. Demuestran que son
agentes ciegos, según dice él, por el vacío total de sus esfuerzos.
«Para nosotros», continúa el padre Monchanin, «es suficiente
conocer que estamos en el lugar en el que Dios quiere para
nosotros (en el mundo moderno) y llevar a cabo nuestro trabajo,
aunque éste sea infinitesimalmente pequeño y sin resultados
tangibles. Ahora es la hora del Huerto de los Olivos y de la noche,
la hora del silencio oferente. Y por eso mismo, la hora de la
esperanza: Dios sólo. Sin rostro, desconocido, no sentido, pero al
que no podemos negar, Dios mismo» ".

Reconozcamos con toda franqueza el aporte y el verdadero


desafío del mensaje cristiano. Todo el evangelio ketygma se
convierte en algo impertinente y digno de risión si se da una
respuesta fácil a todo y en unos pocos gestos externos y
piadosas intenciones. La cristiandad es una religión para
hombres, conscientes de que existe una herida profunda, una
ruptura producida por el pecado, que llega al corazón mismo del
ser humano. Han saboreado la enfermedad que está presente en
lo más profundo del corazón del hombre, se han alejado de su
Dios por la culpa, la sospecha y se han cubierto de odio. Si esa
enfermedad es una ilusión, entonces no hay necesidad de la cruz,
ni de los sacramentos de la Iglesia. Si los marxistas tienen razón
en su diagnóstico de que este terror humano es la expresión de la
culpa y de la deshonra interior de la clase alienada, entonces ya
no hay necesidad de continuar predicando a Cristo, y tampoco de
la liturgia o de la meditación. Pero la Historia tiene que demostrar
todavía que los marxistas tienen razón en ese punto, puesto que
por el camino de sus presupuestos crudamente optimistas han
desatado un mal mayor, una mayor falsedad mortífera en el
corazón del hombre, convirtiéndolo en un asesino. Y son ellos, los
marxistas, los que han llegado a los límites de la aberración más
extrema, si exceptuamos a los nazis. Y éstos, a su vez, han
tomado prestado de Nietzsche un diagnóstico similar del «miedo
cristiano» al Señor. Aunque es verdad que el espíritu
individualista, asociado a la cultura y a la economía de Occidente
en la Edad Moderna, ha tenido efectos desastrosos en la validez
de la oración cristiana. ¿Pero qué significa el individualismo en la
vida de la oración?

La vida interior del individualista es precisamente el género de


vida que se cierra en sí misma sin miedo, y descansa en sí con
una satisfacción más o menos permanente. Hasta cierto punto es
inmune al miedo, y es capaz de asumir los inevitables
estrangulamientos y lesiones de una vida interior, suficientemente
complaciente, dotándoles de un cierto espíritu a base de fórmulas
devocionales. El individualismo en la oración se contenta
precisamente con los pequeños consuelos de lo pío y
sentimental. Pero aún más que esto, el individualismo se resiste a
la convocatoria del testigo comunitario y a la respuesta humana
colectiva a Dios. Se encierra y se endurece a sí mismo contra
todo lo que pueda impulsarle fuera de sí. Se niega a participar en
lo que no es inmediatamente satisfactorio para sus gustos
devotos, limitados al aquí y al ahora. Permanece centrado y fijo
en una forma particular de consuelo, que es totalmente íntimo, o
al menos privado, y prefiere esto a todo lo demás, precisamente
porque no lo necesita ni puede ser compartido.

La finalidad de esta fijación, que puede ser mantenida con


voluntad obstinada y con una fe mínima, es producir seguridad,
un sentido de identidad espiritual, una supuesta plenitud, y quizá
incluso una excusa para evadirse de las realidades de la vida.

Por desgracia es cierto que esa falsa interioridad ha servido de


pantalla para hombres y mujeres piadosos que de ese modo se
vieron liberados de tener que admitir su total falta de entidad. Se
habían imaginado que eran capaces de amar, justamente porque
eran capaces de un sentimiento devoto. Un aspecto de esta
enfermedad espiritual es su total insistencia en ideales e
intenciones, en completo divorcio con la realidad, con la acción y
con el compromiso social. Todo lo que uno desea interiormente,
todo lo que uno sueña, todo lo que uno imagina: eso es la
belleza, la santidad y la verdad. Los pensamientos bonitos son
suficientes. Sustituyen a todo lo demás, incluso a la caridad y a la
vida misma.

Precisamente la función del miedo es romper esa jaula de cristal


de la falsa interioridad y librar al hombre de ella. Es el miedo, y
sólo el miedo, el que arranca al hombre de su santuario privado
en el que su soledad se convierte en horrible para él mismo sin
Dios. Pero sin el miedo, sin la capacidad intranquilazora de ver y
rechazar la idolatría de imaginaciones e ideas devotas, el hombre
permanecería contento consigo mismo y con su «vida interior» en
la meditación, en la liturgia o en ambas realidades a la vez. Sin el
miedo, el cristiano no puede ser liberado de la niebla pestilente de
la autoseguridad de los devotos que conocen todas las
respuestas de antemano, que poseen todos los clichés de la vida
interior y pueden defenderse con un ritual de fórmulas infalibles
contra todo peligro y toda petición de diálogo con la necesidad y
la desesperación humanas.

Esta piedad individualista es una pura sustitución del verdadero


personalismo. Le arrebata al hombre la posibilidad de liberarse a
sí mismo, de vivir sin preocupación, a disposición de los demás
(esa disponibilidad de la que nos habla Gabriel Marcel).
Precisamente esta libertad, esta apertura, son esenciales para la
completa participación en el culto litúrgico. Esta capacidad de
rendirse uno mismo no se gana sino por medio de la experiencia
de ese miedo que nos aflige cuando saboreamos el terrible
abandono del alma cerrada en sí misma.

En consecuencia sería un serio error ignorar el verdadero sentido


de la oración interior meditativa y su crucial importancia para toda
la vida cristiana, especialmente para el total entendimiento de la
liturgia. En cualquier caso, no estamos hablando aquí de la
oración del corazón como un ejercicio aislado, particular, como de
un departamento separado de la vida devota. La oración del
corazón debe penetrar todo aspecto y actividad de la existencia
cristiana. Debe florecer sobre todo en el corazón mismo de la
liturgia. Pero no puede florecer donde un espíritu activista busca
evadirse de las profundas demandas interiores y retos de la vida
cristiana en confrontación personal con Dios. Esta búsqueda
interior personal no debe entrar en conflicto con el poder
mediador de la Iglesia, porque el miedo y la culpa del pecador le
muestra más claramente que ninguna otra cosa su desesperada
necesidad de reconciliación con Dios en y a través de la
reconciliación con su hermano.

Un miedo que simplemente arrojara al hombre más


profundamente hacia sí mismo y hacia una falsa contemplación
no sería serio. La única total y auténtica purificación es aquella
que vuelve al hombre completamente de dentro hacia fuera, de tal
forma que ya no tenga que defender su ser mismo, ni proteger
una íntima herencia contra el miedo a ser robado o a no saber
administrar sus bienes. En otras palabras, siguiendo de nuevo a
Gabriel Marcel, el miedo nos quita nuestro sentido de posesión,
de «tener» nuestro ser y nuestro poder de amar, para que
podamos simplemente estar perfectamente abiertos (saliendo de
dentro hacia fuera) inermes, que es la simplicidad y el don total.

Éste es el corazón de la meditación y del sacrificio litúrgico. Es el


signo del espíritu sobre el pueblo escogido de Dios, no los que
tienen una vida interior y merecen respeto reuniéndose en una
institución notoria por su piedad, sino los que se han rendido
simplemente a Dios en el desierto del vacío donde él revela su
incalculable compasión sin condición y sin explicación en el
misterio del amor.

Ahora podemos entender que la total madurez de la vida


espiritual no puede alcanzarse sin pasar primero por el pavor, la
angustia, la preocupación y el miedo que acompañan
necesariamente la crisis interior de la muerte espiritual, en la que
finalmente abandonamos nuestro apego a nuestro yo exterior y
nos rendimos completamente a Cristo. Pero cuando esta
rendición se ha realizado verdaderamente, ya no hay lugar para el
miedo o el pavor. Ya no puede haber ninguna duda en la mente
de alguien que está completa y finalmente resuelto a no buscar ni
hacer cosa alguna, sino lo que es querido para él por el amor de
Dios. Entonces, como dice san Benito 72, «el amor perfecto arroja
el miedo», y el miedo mismo se convierte en amor, confianza y
esperanza.

La finalidad de la noche oscura, como nos muestra san Juan de la


Cruz, no es simplemente castigar y afligir nuestro corazón de
hombres, sino liberarlo, purificarlo e iluminarlo en el amor
perfecto. El camino que nos hace recorrer las sendas oscuras del
miedo, no nos conduce a la desesperación, sino al gozo perfecto,
no al infierno, sino al cielo.

Oh, pues, alma espiritual, cuando vieres oscurecido tu


apetito, tus aficiones secas y apretadas, e inhabilitadas tus
potencias para cualquier ejercicio interior, no te apenes por
eso, antes tenlo a buena dicha; pues que te va Dios
librando de ti misma, quitándote de las manos la hacienda;
con las cuales, por bien que ellas te anduviesen, no
obrarías tan cabal, perfecta y seguramente (a causa de la
impureza y torpeza de ellas) como ahora, que tomando
Dios la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego, adonde
y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por
bien que anduvieras, atinaras a caminar. 73

XIX
¿La vida cristiana de oración es sencillamente una evasión de los
problemas y ansiedades de la existencia contemporánea? Si lo
que hemos dicho se ha entendido adecuadamente, la respuesta a
esta pregunta tiene que ser totalmente evidente. Si oramos en
espíritu, ciertamente no nos apartamos de la vida, negando la
realidad visible para ver a Dios. Porque el Espíritu de Dios ha
llenado toda la tierra. La oración no nos ciega en relación con el
mundo, sino que transforma nuestra visión del mundo, y nos hace
verlo, a todos los hombres y a toda la historia de los hombres, a la
luz de Dios. La oración «en espíritu y en verdad» nos hace
capaces de entrar en contacto con el amor infinito, esa libertad
inescrutable que trabaja tras las complejidades y situaciones
intrincadas de la existencia humana. Esto no significa fabricar
para nosotros piadosos razonamientos para explicar todo lo que
pasa. No nos envuelve en manipulaciones subrepticias de las
duras realidades de la vida.

La meditación no nos da necesariamente una visión privilegiada


del sentido de los acontecimientos históricos aislados. Éstos
pueden seguir siendo para los cristianos unos misterios tan
angustiosos como lo son para los demás. Pero para nosotros el
misterio contiene, dentro de su propia oscuridad y de sus propios
silencios, una presencia y un sentido que aprehendemos sin
entenderlo del todo. Y por este contacto espiritual, este acto de
fe, nos situamos adecuadamente en los acontecimientos de
alrededor de nosotros, incluso aunque no seamos capaces de ver
hacia dónde van.

Una cosa es cierta: la humildad de la fe, si es seguida por sus


propias consecuencias —por la aceptación del trabajo y del
sacrificio pedidos por nuestra misión providencial— hará mucho
más para lanzarnos a la corriente completa de la realidad
histórica que las pomposas racionalizaciones de los políticos, que
piensan ser de alguna manera los directores y manipuladores de
la historia. Los políticos pueden incluso hacer historia, pero el
sentido de lo que están haciendo se convierte, inexorablemente,
en algo que se traduce en un lenguaje que ellos nunca
entenderán, que contradice sus propios programas y convierte
todos sus éxitos en una absurda paradoja de sus promesas e
ideales.

Evidentemente, es verdad que la religión, en su nivel superficial,


la que no es verdadera ni para sí misma ni para Dios, fácilmente
se convierte en el «opio del pueblo». Y esto sucede siempre que
la religión y la oración invocan el nombre de Dios por razones y
finalidades que nada tienen que ver con él. Cuando la religión se
convierte en una mera fachada artificial para justificar un sistema
social o económico —cuando presta sus ritos y su lenguaje
completamente a la política propagandista, y cuando la oración se
convierte en vehículo de un programa puramente secular—
entonces la religión se convertirá en una planta opiácea. Mata el
espíritu hasta tal punto que da paso a la sustitución de la verdad
de la vida por una ficción superficial y una mitología. Y eso trae
consigo la alienación del creyente, de tal forma que su celo
religioso se convierte en fanatismo político. Su fe en Dios, aun
preservando sus fórmulas tradicionales, degenera, de hecho, en
una fe en su propia nación, clase social o raza. Esta ética deja de
ser la ley de Dios y del amor, y se convierte en la ley y en el
derecho de lo que conviene hacerse. El privilegio establecido
justifica todo. Y Dios se convierte en el guardián de una situación
establecida.

En el último libro que nos llegó de la mano de Raissa Maritain, su


comentario al padrenuestro, leemos el siguiente pasaje, que se
refiere a los que difícilmente consiguen su pan diario, y se ven
privados en la tierra de la mayoría de las ventajas de una vida
decente, por la injusticia y la dureza de corazón y de pensamiento
de los privilegiados:

Si hubiera menos guerras, menos sed de dominio y


explotación de los demás, menos egoísmo nacional, menos
egoísmo de clase y de raza, si el hombre estuviera más
preocupado por su hermano, y realmente quisiera poner
juntos, para el bien de la raza humana, todos los recursos
que la ciencia coloca a su disposición, especialmente hoy,
habría en la tierra muy pocas poblaciones privadas del
sustento necesario, morirían pocos niños o no perderían su
salud de forma irremediable por la desnutrición. 74

Continúa preguntándose qué obstáculos ha colocado el hombre


en el camino del evangelio para que semejantes horrores puedan
darse. Desgraciadamente es verdad que quienes nos hemos
imaginado de forma complaciente a nosotros mismos como
bendecidos por Dios, hemos hecho más que los demás para
frustrar su voluntad. Pero Ráissa Maritain dice que quizá el pobre,
que nunca ha sido capaz de buscar el reino de Dios, se va a topar
de manos a boca con él «cuando abandone el mundo que no ha
reconocido en él la imagen de Dios». 75

La religión tiende siempre a perder su fuerza interior y su verdad


sobrenatural, cuando pierde el fervor de la contemplación. Es el
elemento contemplativo, silencioso, «vacío» y aparentemente
inútil el que la convierte realmente en vida. Sin la contemplación,
la liturgia tiende a ser un mero espectáculo piadoso y la oración
paralitúrgica una total charlatanería. Sin la contemplación, la
oración mental no es más que un ejercicio estéril de la mente. Es
cierto que no todos pueden ser «contemplativos». Pero no se
trata de esto. Lo que importa es la orientación contemplativa de
toda la vida de oración.

Si la orientación contemplativa de la oración es su vacío, su


«inutilidad», su pureza, entonces podemos decir que la oración
tiende a perder su verdadero carácter en cuanto se convierte en
algo ocupado, lleno de propósitos ulteriores y entregado a
programas que están bajo su propio nivel. Y eso no quiere decir
que no podamos «rezar por» algunos bienes particulares.
Podemos y debemos servirnos de la oración de petición, y esto es
incluso compatible, de una forma muy simple y pura, con el
espíritu de la contemplación.

La persona puede pasar de la oración de petición directamente a


la contemplación cuando tiene una fe auténtica y profunda y una
gran sencillez de esperanza teologal. Pero cuando la oración se
permite a sí misma ser explotada para fines que están por debajo
de ella y que no tienen nada que ver directamente con nuestra
vida en Dios, o con nuestra vida terrestre, orientada a Dios,
entonces es cuando se convierte estrictamente en impura.

La oración debe penetrar y animar todos los niveles de nuestra


vida, incluso los que son más temporales y transitorios. La
oración no debe despreciar los aspectos que parecen más bajos
de la existencia temporal del hombre. Los espiritualiza a todos y
les da una orientación divina. Pero la oración es mancillada
cuando se aleja de Dios y de su espíritu, y cuando se la manipula
en interés de un grupo fanático.

En estos casos, es, al menos implícitamente mal entendida, y por


tanto el «Dios» al que invoca, se convierte, o tiende a convertirse,
en mera ficción imaginativa. Tal religión es insincera. Es
meramente una fachada para la codicia, la injusticia, la
sensualidad, la autosuficiencia, la violencia. La cura para esta
corrupción es restaurar la pureza de la fe y la autenticidad del
amor cristiano. Y esto significa una restauración de la orientación
contemplativa de la oración.

Los auténticos contemplativos serán siempre pocos. Pero eso no


importa, mientras toda la Iglesia sea predominantemente
contemplativa en todas sus enseñanzas, en toda su actividad y
en toda su oración. No hay contradicción entre contemplación y
acción cuando la actividad apostólica cristiana se eleva al nivel de
la caridad pura. En ese nivel, la acción y la contemplación se
funden en una sola entidad por el amor de Dios y de nuestro
hermano en Cristo. Pero el problema es que si la oración no es en
sí misma profunda, poderosa, pura y llena siempre del espíritu de
la contemplación, la acción cristiana no puede realmente alcanzar
este elevado nivel.

Sin espíritu de contemplación en todo nuestro culto — es decir,


sin la adoración y el amor a Dios sobre todas las cosas, por su
honra, porque es Dios— la liturgia no alimentará un apostolado
realmente cristiano, basado en el amor de Cristo y llevado a cabo
por el poder del Pneuma.
La necesidad más importante en el mundo cristiano hoy es esta
verdad interior alimentada por el Espíritu de la contemplación: la
alabanza y el amor de Dios, el deseo de la venida de Cristo, la
sed por la manifestación de la gloria de Dios, su verdad, su
justicia, su Reino en el mundo. Todas éstas son aspiraciones del
corazón cristiano, característicamente contemplativas y
escatológicas. Y se encuentran en la auténtica esencia de la
oración monástica. Sin ellas, nuestro apostolado es más para
nuestra propia gloria que para gloria de Dios.

Sin esta orientación contemplativa estamos construyendo iglesias


no para alabarle sino para establecer más firmemente estructuras
sociales, valores y beneficios de los que gozamos hasta ahora.
Sin esta base contemplativa en nuestra predicación, nuestro
apostolado deja de serlo totalmente. Será un mero proselitismo
para asegurar la conformidad universal con nuestro propio estilo
nacional de vida.

Sin la contemplación y la oración interior, la Iglesia no puede


cumplir su misión de transformar y salvar al hombre. Sin la
contemplación, será reducida a ser servidora de los poderes
cínicos y mundanos, por mucho que protesten sus fieles de que
están trabajando por el Reino de Dios.

Sin aspiraciones verdaderas, profundamente contemplativas, sin


un total amor a Dios y una sed que acompañe a la verdad, la
religión tiende realmente a convertirse en opio.

Autor: Catholic.net

Los doce grados del silencio


Es el silencio el que prepara a los santos, el que los comienza, el
que los continúa, el que los acaba.

La vida interior podría consistir en esta sola palabra: SILENCIO.


Es el silencio el que prepara a los santos, el que los comienza, el
que los continúa, el que los acaba. Dios que es eterno, no dice
más que una sola palabra, que es el Verbo. De la misma manera
sería de desear que todas nuestras palabras expresasen a Jesús
directa o indirectamente. Esta palabra: SILENCIO,¡qué hermosa
es!.

1º.Hablar poco con las creaturas y mucho con Dios

Tal es el primero, pero indispensable paso en las vías solitarias


del silencio. En esta escuela es donde se enseñan los elementos
que disponen a la divina unión. Es aquí que el alma estudia y
profundiza esta virtud, en el espíritu del Evangelio, en el espíritu
de la Regla que ha abrazado, respetando los lugares
consagrados, las personas y sobre todo esa lengua, en donde
descansa tan a menudo el Verbo o Palabra del Padre, el Verbo
hecho carne… Silencio al mundo, silencio a las noticias, silencio
con las al mas, las más santas: la voz de un Ángel turbó a
María…

2º.Silencio en el trabajo, en los movimientos

Silencio en el andar; silencio de los ojos, de los oídos, de la voz;


silencio de todo el ser exterior, para preparar el alma a entrar en
Dios. Por estos primeros esfuerzos merece el alma, en cuanto
depende de ella, el oír la voz del Señor. ¡Qué bien recompensado
es este primer paso!. Él, la llama a la soledad y he aquí por qué
en este segundo estado, ella se aparta de todo lo que pudiera
distraerla, se aleja del ruido y huye sola hacia Aquél que es Sólo.
Ahí va a gustar las primicias de la unión divina y saborear los
celos de su Dios. Es el silencio del recogimiento, o el
recogimiento en el silencio.

3º.Silencio de la imaginación

Esta potencia es la primera que llama a la puerta cerrada del


huerto del Esposo y con ella las emociones extrañas, las
impresiones vagas, las tristezas. Pero en ese lugar apartado dará
el alma a su Ama do pruebas de su amor. Presentará a esta
potencia que no puede ser aniquilada, las hermosuras del cielo,
los encantos de su Señor, las escenas del Calvario, las
perfecciones de su Dios. Entonces ella también quedará en
silencio y será la sierva silenciosa del Amor divino.

4º.Silencio de la memoria

Silencio del pasado… olvido. Hay que saturar esta potencia del
recuerdo de las misericordias del Señor… Es el agradecimiento
en el silencio, o el silencio de la acción de gracias.

5º.Silencio de las creaturas

¡Oh miseria de nuestra condición presente!. Con frecuencia el


alma atenta sobre sí misma, se sorprenderá hablando
interiormente con las creaturas, contestando en nombre suyo. ¡Oh
humillación que ha hecho gemir a los santos! Entonces esta alma
debe retirarse dulcemente en las más íntimas profundidades de
ese lugar escondido, en donde descansa la Majestad inaccesible
del Santo de los santos y en donde Jesús, su Consolador y su Dio
s se descubrirá a ella, le revelará sus secretos y le hará probar la
bienaventuranza futura. Entonces le dará un amargo disgusto
para todo lo que no es Él, y todo lo que de la tierra cesará poco a
poco de distraerla.

6º.Silencio del corazón

Si la lengua está muda, si los sentidos están en clama, si la


imaginación, la memoria, las creaturas callan y producen la
soledad, si no es alrededor, a lo menos en lo íntimo de esta alma
de esposa, el corazón hará muy poco ruido. Silencio de afectos,
de antipatías, silencio de deseos en lo que tenga de indiscreto;
silencio de fervor en lo que tenga de exagerado; silencio hasta en
los suspiros… Silencio del amor en lo que tenga de exaltado, no
de esa exaltación santa de la cual es Dios el autor, pero sí de
aquella en que se mezcla la naturaleza. El silencio del amor, es el
amor en el silencio… Es el silencio delante de Dios, la hermosura,
la bondad, la perfección… Silencio que no tiene nada de cohibido,
de forzado; es te silencio no impide la ternura ni el vigor de este
amor, como la confesión de las faltas no impide el silencio de la
humildad, ni el roce de las alas de los ángeles, de que habla el
profeta, impide el silencio de su obediencia, ni el fiat impidió el
silencio de Getsemaní, ni el Sanctus eterno impide el silencio de
los serafines… Un corazón en silencio, es un corazón de virgen,
es una melodía para el Corazón de Dios. La lámpara se consume
sin ruido delante del Sagrario y el incienso sube en silencio hasta
el trono del Creador; tal es el silencio del amor. En los grados
precedentes, el silencio era todavía la queja de la tierra; en éste el
alma, a causa de su pureza, empieza a aprender la primera nota
de ese sagrado cántico que es el canto de los cielos.

7º.Silencio de la naturaleza, del amor propio

Silencio a la vista de su corrupción, de su incapacidad. Silencio


del alma que se complace en su bajeza, silencio a las alabanzas,
a la estima. Silencio delan te de los desprecios, de las
preferencias, de las murmuraciones; es el silencio de la
mansedumbre, de la humildad. Silencio de la naturaleza a la vista
de las alegrías o de los placeres. La flor se abre en silencio y su
perfume alaba en silencio al Creador, el alma interior debe hacer
lo mismo. Silencio de la naturaleza en la pena o contradicción.
Silencio en los ayunos, las vigilias, los cansancios, el frío y el
calor. Silencio en la salud, en la enfermedad, en la privación de
todas las cosas, es el silencio elocuente de la verdadera pobreza
y de la penitencia; es el silencio amabilísimo de muerte a todo lo
creado y humano. Es el silencio del YO humano que se entrega al
que es divino… Los estremecimientos de la naturaleza no pueden
cortar ese silencio, porque está por encima de la naturaleza.

8º.Silencio del espíritu


Hacer callar los pensamientos inútiles, los pensamientos
agradables, naturales; estos son los únicos que dañan al silencio
del espíritu y n o el pensamiento en sí, que no puede dejar de
existir. Nuestro espíritu quiere la verdad y le damos la mentira.
Ahora bien, Dios es la verdad por esencia. Dios se basta para su
Entendimiento Divino y, no basta para el pobre entendimiento
humano. Por lo que toca a la contemplación de Dios continua,
inmediata, esa no es posible por la flaqueza de nuestra carne, a
menos de un puro don de su bondad; pero el silencio en los
ejercicios propios del espíritu, es por los que toca a la fe, el
contenido de su luz oscura. Silencio de los raciocinios sutiles que
debilitan la voluntad y secan el amor. Silencio de la intención:
pureza, simplicidad; silencio de las miras personales en la
meditación, silencio de la curiosidad; en la oración, silencio de las
operaciones propias que no hacen más que estorbar la obra de
Dios. Silencio del orgullo que se busca siempre a sí mismo en
todo, en todas partes y siempre; que quiere cosas hermosas,
buenas, sublimes; es el silencio de la santa sencillez, des desp
ojo total, de la rectitud. Un espíritu que combate contra tales
enemigos, es semejante a esos ángeles que ven sin césar la faz
de Dios. Es este entendimiento siempre en silencio que el Señor
eleva hacia Él.

9º.Silencio del propio juicio

Silencio relativo a las personas, silencio en cuanto a las cosas.


No juzgar, no manifestar su opinión. Algunas veces, no tenerla, es
decir, ceder con sencillez, si no se oponen la prudencia o la
caridad. Es el silencio de la bienaventurada y santa infancia; es el
silencio de los perfectos; es el silencio de los ángeles y
arcángeles, mientras cumplen las órdenes de Dios. ¡Es el silencio
del Verbo encarnado!.

10º.Silencio de la voluntad

El silencio a los mandamientos, el silencio a las santas leyes de la


Regla, no es por decirlo así, sino el silencio exterior de la propia
voluntad. El Señor tiene algo más profundo y más difícil que
enseñarnos: es el silencio del esclavo, bajo los golpes de su amo
. Este silencio es el de la víctima sobre el altar, es el silencio del
cordero que despojan de su lana, es el silencio en las tinieblas,
silencio que impide el pedir la luz, al menos la que regocija. Es el
silencio de las angustias del corazón en los sufrimientos del alma
que se ha visto favorecida por Dios, y que sintiéndose rechazada,
no pronuncia siquiera estas palabras: “¿por qué? ¿Hasta
cuándo?”. Es el silencio del abandono, el silencio bajo la
severidad de la mirada de Dios, bajo el peso de su mano divina;
es el silencio sin más queja que del amor. Es el silencio de la
Crucifixión, es más que el silencio de los mártires, es el silencio
de la agonía de Jesucristo. Sí, este silencio es su divino silencio,
y nada más comparable a su voz, nada resiste a su oración, nada
es más digno de Dios que esta especie de alabanza en el dolor,
que ese Fiat bajo la prensa, que ese silencio en el trabajo de la
muerte. Mientras esta voluntad humilde y libre, verdadero
holocausto de amor, se queb r anta y se destruye por el nombre
de la gloria de Dios, Él la transforma en su Voluntad Divina. ¿Qué
es lo que falta entonces para su perfección? ¿Qué le falta aún
para la unión? ¿Qué le falta para que se acabe de formar, Cristo
en esta alma? Dos cosas: la primera es el último suspiro de su
ser humano; la segunda, no es más que una dulce atención al
Amado que tiene por inefable recompensa el beso Divino.

11º.Silencio consigo mismo

No hablarse interiormente, no escucharse, no quejarse, no


consolarse. En una palabra, callar consigo mismo, olvidarse de sí
mismo, dejarse solo, enteramente sólo con Dios; huir de sí
mismo, superarse de sí mismo. He aquí el silencio más difícil y sin
embargo, esencial para unirse con Dios tan perfectamente como
lo puede una pobre creatura, que con la gracia, llega muchas
veces hasta ahí; pero, se para en este grado, no
comprendiéndolo y aún menos, practicándolo. Es el silencio de la
nada. Es más heroico que el silencio de la muer te.

12º.Silencio con Dios

Al principio Dios decía al alma: “Habla poco con las creaturas y


mucho conmigo”. Ahora le dice: “No me hables ya”. El silencio
con Dios, ofrecerse a Él, adorarle, amarle, escucharle,
entenderles, descansar en Él. Es el silencio de la eternidad, es la
unión del alma con Dios.

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