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EL PROFETISMO EN ISRAEL

“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados


por medio de los profetas, ahora en este momento nos ha hablado por medio del Hijo,
a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo.” (Heb 1,1-2).

INTRODUCCIÓN

1. ¿Quiénes son los profetas?


La Sagrada Escritura narra la intervención de Dios en la historia humana respetando la libertad del ser
humano. El pueblo de Israel y la Iglesia son los testigos privilegiados de su actuación. El modelo de la
intervención divina en el Antiguo Testamento es la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 6,21-
23), pero el momento culminante de la intervención de Dios está en el Nuevo Testamento, en la resurrección
de Jesucristo (cf. Flp 2,5-11). En el Antiguo Testamento Dios intervenía principalmente a través de algunos
mediadores: ángeles, jueces, reyes, sacerdotes y profetas. También, aunque con menos frecuencia, actúa
personalmente: libera, acompaña al pueblo, crea, perdona y promete vida. En el Nuevo Testamento Dios une
estas dos formas de intervención en la persona de Jesús de Nazaret: él es la presencia encarnada de Dios
y su mediador en el mundo (cf. Jn 1,14).

En el AT los profetas son los mediadores privilegiados de Dios para intervenir en la historia de Israel. El
término profeta viene del griego “profetes”, que a su vez es traducción del hebreo “nabí”. Mucha gente
identifica a los profetas con los adivinos del futuro o con los magos, pero el profetismo auténtico no tiene nada
que ver con eso. El profeta es una persona elegida por Dios para comunicar a los demás la voluntad
liberadora de Dios; es la persona forjada por la Palabra de Dios que expresa ente sus contemporáneos la
acción liberadora del Señor, valiéndose a veces de visiones y símbolos, pero el modo privilegiado que utilizan
es la fuerza transformadora de la Palabra.

2. ¿Qué significa el término “palabra” en el lenguaje de los profetas?


La zona más sagrada del templo de Jerusalén se llamaba “debir”, conocido después como el “Santo de los
Santos”: era el sector reservado a Yahvé, donde estaba el Arca de la Alianza. El término “palabra” se dice en
hebreo “dabar”. Notemos la semejanza entre las palabras “debir” y “dabar” al tener idénticas consonantes (en
hebreo tienen poca importancia las vocales). Entonces el término “dabar” recoge, como el “debir”, la
profundidad y santidad del pensamiento de Dios. El “dabar” es la palabra que nace de Dios, alcanza el interior
de la persona y la renueva. Por eso, la Palabra de Dios no es una palabra cualquiera, sino la expresión de
la fuerza y la voluntad divinas que llegan a lo más profundo del corazón y transforman radicalmente a la
persona. Por tanto, cuando los profetas hablan, no se limitan a comunicar información. La palabra del profeta
es la voz de Dios que transforma el corazón de la persona y el alma del mundo, siempre y cuando la libertad
del hombre se lo permita, pues la palabra de Dios no violenta nunca la libertad humana ni suple en ningún
momento la responsabilidad de la persona.

3. Cuatro categorías de profetas


En el Antiguo Testamento se da el nombre de profeta a varios personajes, entre los cuales se encuentra
Abraham (Gn 20,7), quien comparte muchos de los rasgos proféticos (vocación y respuesta, comunicación
de la palabra de Dios por medio de visiones y teofanías, confianza en Dios, intercesión por pueblos
pecadores, etc.) y sobre todo Moisés, a quien de forma eminente y con justa razón se le considera profeta
(Dt 18,15.18), o en la línea de ellos, subrayando su superioridad, pues Dios se le revela a él claramente, cara

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a cara y no en sueños (Nm 12,6-8). Otras personas en el AT reciben el nombre de profeta o se les encuentra
profetizando: Aarón es portavoz de Moisés (Ex 7,1), María entona un canto de liberación (Ex 15,20), 70
ancianos que tienen espíritu de profecía (Nm 11,24-30), Balaam, vidente extranjero, pronuncia oráculos de
bendición para Israel (Nm 22–24), Débora es jueza y profetisa (Jue 4,4-7) y también hay profetas anónimos
(Jue 6,8-10). Moisés expresa el deseo de que todo el pueblo profetizara como fruto de la presencia del
Espíritu (Nm 11,29), anhelo que en Joel se convierte en promesa divina (Jl 3,12; Hch 2,17-21).

En Israel se distinguen además varios tipos de profetas:


a. Profetas extáticos: existían en el antiguo Israel (s. IX a.C.) asociaciones o cofradías de
profetas (2Re 2) que recorrían el país en grupo o estaban vinculados a algún santuario como
Betel (2Re 2,3), Guilgal (2Re 4,38), Jericó (2Re 2,5); vivían pobremente de la caridad de la
gente (2Re 4,8.42; 5,22). Habitualmente danzaban, gritaban, tenían éxtasis y glorificaban a
Dios con cantos y alabanzas (1Sam 10,5-6).
b. Individuos especiales: en Israel había tres clases de personajes, además de los sacerdotes,
que debido a su piedad y conducta ejemplar eran consultados con frecuencia: los videntes
(1Sam 9,18), los visionarios (2Sam 24,11) y los hombres de Dios (1Sam 9,8). Las diferencias
entre ellos son difíciles de perfilar y a menudo un mismo personaje actúa desde las 3
perspectivas.
c. Profetas de la corte: era una especie de consultores o consejeros del rey, como Gad (1Sam
22,5; 2Sam 24, 11-14).18-19) y Natán (2Sam 7; 12; 1Re 1), que estaban al servicio de David;
eso no significa que fueran serviles a los intereses del rey, pues también se enfrentan a él
denunciando sus pecados y anunciando castigos (cf. 2Sam 12,1-15; 24,11-14).
d. Profetas del templo: los grandes santuarios contaban con una corporación amplia de
asesores expertos en interpretar visiones y sueños. El problema estriba en que los profetas
de corte o los consejeros del templo tendían a decir al rey y al sacerdote lo que querían oír,
y no comunicaban la palabra transformadora de Dios. Un conflicto característico entre los
profetas profesionales y los enviados por Dios lo vemos en la disputa de Jeremías y Jananías
(Jr 28) o de Amós y Amasías (Am 7,10-17).
e. Los profetas verdaderos: son aquellas personas llamadas por Dios y forjados por su Palabra,
que con sus palabras y obras, muestran claramente ante sus contemporáneos la voluntad
del Señor. Notemos un detalle: los verdaderos profetas se niegan a menudo a recibir el título
de profetas, para que la gente no los confunda con los profetas profesionales. A estos
profetas podríamos llamarlos “contestatarios”, pues no están al servicio de la corte, sino que
intervienen con el rey en momentos clave, a veces anunciando alguna gracia del Señor pero,
sobre todo, denunciando pecados e infidelidades y llamando a la fidelidad a la Alianza. Tales
son Ajías de Silo ante Jeroboam (1Re 11,29-39; 14,1-16) Semaías frente a Roboam (1Re
12,22-24), Azarías con Asá (2Cro 15), Jehú ante Basá (1Re 16,1-4.7), Miqueas ben Yimlá
se enfrenta a Ajab y sus falsos profetas, siendo abofeteado por el jefe de ellos y luego
encarcelado (1Re 22,5-38).

4. ¿Cómo distinguir a los verdaderos profetas?


No era fácil distinguir un profeta verdadero de uno falso; por eso el libro del Deuteronomio y los mismos libros
proféticos dan criterios para diferenciarlos.

L Criterios negativos: el falso profeta es el que incita al pueblo a pecar con su mal ejemplo, le
dice a la gente lo que quieren oír o alienta a los poderosos a perseverar en el mal (cf. Ez

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14,9-11).
L Criterios positivos: ofrece garantías de autenticidad el profeta que puede atestiguar que ha
oído la voz de Dios y es capaz de indicar la realización de la voluntad divina en los
acontecimientos históricos. Además, sabe autentificar con una conducta honesta la veracidad
del mensaje que ha recibido (cf. Jr 23,25-32).

5. Profetas preclásicos y clásicos


Los verdaderos profetas de Israel se dividen en dos grandes categorías: anteriores (preclásicos) y posteriores
(clásicos).

a. Los profetas anteriores: actúan entre los siglos XI-IX a.C. y aparecen preferentemente en los
libros que conocemos como históricos: Josué, Jueces, 1-2 Samuel, 1-2 Reyes. En los siglos
XI-X a.C. se destacan: Ajías, Semayas y Natán. Durante el siglo IX a.C. sobresalen Jananí,
Elías, Eliseo y Miqueas ben Yimlá.
b. Los profetas posteriores: corresponden a aquellos cuya predicación ha quedado consignada
en los libros bíblicos que llevan su nombre. Nos llegaron a través de la comunidad israelita
que los escuchó y valoró. En torno a ellos se conformó una escuela, que llevaba desde el
comienzo el carisma del profeta y fue la que profundizó su mensaje. El número de estos
profetas es amplio: Isaías, Jeremías, Baruc, Carta de Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas,
Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y
Malaquías.

Debido a lo corto del tiempo de nuestro curso, vamos a tratar de aproximarnos sólo a algunos de ellos: Amós,
Oseas, Isaías, Jeremías, Ezequiel y el Segundo Isaías (Is 40-55). Sus vidas nos permiten un encuentro
personal con el profeta definitivo, Jesús de Nazaret, Palabra de Dios hecha carne que vive entre nosotros.

¿QUIÉN ES EL DIOS DEL QUE HABLAN LOS PROFETAS?

El AT muestra a Dios tomando la iniciativa de comunicarse con el hombre, interviniendo en la historia. Eso
es muy importante, pues significa que, en ese contexto, la divinidad de Dios no radica sólo en su ser
omnisciente y eterno, sino en su intervención en la historia, respetando la libertad del hombre, para liberarlo.

El AT es palabra de Dios escrita con palabras humanas. Ocurre que muchas veces la palabra humana ocultó
la ternura de Dios o, lo que es más grave, le atribuyó guerras y calamidades, de las que los únicos culpables
eran la codicia y la soberbia humanas. Por eso, aparece con frecuencia en las páginas del AT la imagen de
un Dios grandioso y terrible, un Dios a quien se admira pero al mismo tiempo se le teme. La gente tenía miedo
de ver a Dios cara a cara, pues temía que iba a morir.

La tarea de los profetas consistió en recuperar la auténtica imagen de Dios que la idolatría humana, centrada
en el afán de poder, el ansia de tener y el orgullo de aparentar, había mantenido oculta. Los profetas rescatan
el rostro del Señor que libera y exponen su palabra claramente. Dios exige justicia, actúa con misericordia e
infunde esperanza en todo ser humano que se refugia en Él.
Dios manifestó al profeta Jeremías la íntima amistad que lo unía con su pueblo mediante el trabajo de un
alfarero. Jeremías observó cómo el artesano elaboraba una vasija de barro en el torno. La vasija se estropeó
al girar, pero el alfarero no la desechó sino que volvió a empezar la tarea transformándola en un vaso distinto.

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Después dijo Dios a Jeremías: “Como esta arcilla en manos del alfarero, así están ustedes en mis manos,
pueblo de Israel” (Jr 18,6).

Mediante el ejemplo del alfarero, Jeremías comprendió la relación de Dios con su pueblo. El alfarero
representa a Dios que, con el trabajo de sus manos, modela el barro. La arcilla simboliza a Israel, modelado
por Dios. El girar del torno evoca el curso de la historia en la que Dios va dando forma a su pueblo. La vasija
nacida de las manos de Dios, es el Israel modelado por el Señor. La metáfora del alfarero explica que la
historia de Israel no es fruto del azar, sino de la labor paciente y constante de las manos de Dios. El Señor,
a partir del barro, en el torno de la historia puede elaborar la más bella cerámica.

El alfarero y Dios encontraron la misma dificultad: cuando el barro colocado sobre el torno no estaba húmedo,
no se dejaba moldear y se resquebrajaba (Jr 18,4); pero el alfarero no desechaba el barro sino que lo volvía
a trabajar. De manera similar, Dios había tomado a su pueblo y lo modelaba con cariño, pero el barro -falto
de agua- no se dejaba trabajar y se rompía; no obstante, Dios no se desanimaba sino que modelaba con
paciencia a su pueblo. La metáfora del alfarero describe poéticamente el contenido del AT. Dios, el alfarero,
es Yahvé; la bondad y la misericordia son, simbólicamente, las manos con que Dios modela al pueblo. Israel
es la arcilla que Yahvé convierte en vasija. El barro no siempre está blando, sino que a menudo está seco y
se rompe en las manos del Señor. Israel interpretará los desgarrones como castigo de Dios, cuando en
realidad son la consecuencia de su rebeldía y de huir de su misericordia. A pesar de la resistencia del pueblo,
Dios no se cansa de modelarlo y, lentamente, lo conforma a su imagen y semejanza a lo largo de un proceso
de cinco etapas: liberación, acompañamiento, creación, perdón y vida para siempre.

Miremos un momento cada uno de estos aspectos: el nombre de Dios, la actuación de su bondad y
misericordia, y cada uno de los cinco pasos en que va modelando a su pueblo.

a. Yahvé: el nombre más importante de Dios


El Dios de Israel no es una divinidad lejana y escondida. Su nombre personal es Yahvé y toma la iniciativa
de darse a conocer, de comunicarse. Yahvé se reveló a Moisés en el episodio de la zarza que ardía sin
consumirse y, mostrándole su propia identidad, le confió la tarea de liberar a Israel de Egipto (cf. Ex 3,1-15).
Cuando Dios habla a Moisés, se define como “Yo soy” (Ex 3,14). No debe extrañarnos que la palabra “Yahvé”,
que identifica a Dios, sea un verbo y no un sustantivo. El verbo es la palabra principal de la frase e indica
cambio y actividad. La expresión “Yo soy” referida a Yahvé tiene dos sentidos distintos y complementarios:

1) En primer lugar, en los tiempos más antiguos cuando Israel era nómada, la expresión “Yo soy” se
entendía en un sentido causativo, es decir, se comprendía como “el que hace ser”. Yahvé es un Dios
que se preocupa por su pueblo y lo auxilia “haciéndolo ser Israel”, así como el alfarero toma el barro
y modelándolo lo “hace ser” una vasija. Dios actúa igual: toma un pueblo pequeño y esclavo en Egipto
y lo “hace ser”, convirtiéndolo en su pueblo, Israel. En el relato de la vocación de Moisés (Ex 6,2-8),
Yahvé convierte a un grupo nómada en pueblo de su propiedad hablándole, apareciéndosele,
estableciendo una alianza con él, escuchando y sintiendo su dolor, liberándolo, cumpliendo su
palabra y dándole la tierra que prometió a sus antepasados.
Precisar el significado de las palabras hebreas es difícil y por eso, con frecuencia se comparan con
el árabe, idioma hermano del hebreo. En árabe hay un verbo cuya raíz es semejante a la del hebreo
“Yahvé” y significa “amar apasionadamente”. Al unir la significación hebrea de Yahvé, “el que hace
ser”, con el matiz árabe “amar con pasión”, resulta una bella significación del nombre de Dios: Yahvé
es “el que hace ser”, quien modela a su pueblo “amándolo apasionadamente”. La metáfora del

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alfarero se vuelve cada vez más real: el Antiguo Testamento narra la historia en que Yahvé modela
a su pueblo con amor apasionado.

2) Con el paso del tiempo, Israel se asienta el Palestina y lentamente se hace sedentario y entra en
relación con los pueblos cananeos, que adoraban a muchos dioses (Baal, Asera, Astarté, Moloc, etc.).
Los israelitas se sintieron atraídos por la exuberancia del culto cananeo, olvidaron a Yahvé y dieron
culto a los ídolos cananeos. Los profetas fueron los encargados de recordar al pueblo que sólo Yahvé
es Dios, y como consecuencia, los ídolos no son nada. El profeta Isaías compara a Yahvé con los
ídolos: “Todos ellos no valen nada, sus obras son menos que nada, viento y vacío son sus estatuas”
(Is 41,29), “...Sólo tu Dios es el verdadero, no hay otro: los demás son nada” (Is 45,14). En
contraposición a los ídolos, Yahvé se presenta como el único Dios: fuera de él no hay ninguno más
(Is 45,5). La salvación está en las manos de Yahvé y no en el poder de los ídolos. Yahvé es autor de
la creación (Is 40,26), y dirige la historia (Is 41,1-5) para liberar a Israel (Is 43,1). Los ídolos son
incapaces de cualquier actuación (Is 41,23) simplemente porque no son dioses: elegirlos como dioses
es absurdo (Is 41,24). Yahvé no sólo es el Dios de Israel sino de toda la humanidad, porque es el
único Dios. Yahvé es el único capaz de salvar, sólo él puede modelar a Israel y a todos los pueblos
con amor apasionado.

b. Bondad y misericordia: metáfora de las manos de Dios


El alfarero forma con sus manos la vasija en el torno; Yahvé, en el curso de la historia, modela a Israel hasta
convertirlo en pueblo de su propiedad. Israel es la vasija modelada por las manos de Dios en el torno del
tiempo. La Sagrada Escritura enseña que la realidad no es fruto de la casualidad, sino que nace del proyecto
de Dios. El salmista observa el firmamento, obra de las manos de Dios, y exclama: “¡Los cielos proclaman la
obra de Dios!” (Sal 19,1). Cuando contempla la historia detecta que Dios sostiene a su pueblo y dice: “¡Den
gracias a Dios porque es bueno, porque es eterna su misericordia!” (Sal 136,1). La naturaleza y la historia
explicitan el modelado de Dios o, dicho en el lenguaje bíblico, proclaman juntas la gloria de Dios. Israel,
contemplando la creación y fijándose en los sucesos de la historia, veía la intimidad de Dios, la gloria de Dios.
Y donde Dios plasma con mayor intensidad su gloria, su forma de ser, es en la persona humana. El salmista
percibe en su vida la obra de Dios y dice: “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno de mi madre” (Sal
139,13). Dios crea al hombre “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26) y se acerca a hablar con él a la hora de
la brisa (Gn 3,8-9).

Cuando Yahvé como un alfarero modela a Israel, no pretende producir un cacharro cualquiera sino elaborar
una obra de arte, la mejor cerámica, algo que refleje ante todos la imagen de Dios. Yahvé quiere que Israel
sea entre los pueblos la viva expresión de la ternura del Señor. La misión de Israel consiste en ser testigo de
la bondad de Dios que teje nuestra vida con amor apasionado.

Las manos con que Yahvé modela a su pueblo no son manos corporales, sino su misericordia y clemencia,
su bondad y fidelidad (cf. Ex 34,6-7). La palabra “misericordia” en hebreo proviene de la palabra rehem, que
significa “seno materno”. En sentido metafórico indica el sentimiento íntimo, profundo y amoroso que une a
dos personas por lazos de sangre o de corazón, como a una madre con su hijo (Sal 103,13). Cuando Yahvé
modela a su pueblo, lo hace con la misma ternura que el seno de la madre va formando al hijo, o con el amor
entrañable con que el padre lo educa y lo hace crecer.

Hay que distinguir entre la bondad y la misericordia: mientras la misericordia es un sentimiento de amor
espontáneo que brota de la madre o el padre hacia su hijo, la bondad es un sentimiento consciente y

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deliberado, como consecuencia de la relación de derechos y deberes entre dos personas. Ejemplo: un
maestro es bueno no por un impulso del corazón sino porque cumple con su obligación de formar a los
estudiantes. Un estudiante es bueno cuando se esfuerza en cumplir su deber de aprender y formarse.

Dios es bueno porque, a pesar del pecado y la maldad de su pueblo, persiste en la tarea de hacerlo feliz, de
modelarlo a su propia imagen y semejanza. La bondad de Dios es distinta de la bondad humana que es
limitada: Yahvé conserva su bondad para siempre. Los dioses antiguos se caracterizaban por la crueldad en
los castigos que imponían a sus súbditos; en cambio, Yahvé se excede ejercitando su bondad y misericordia,
y se queda corto para recordar la maldad humana.

La bondad de Dios está acompañada por la palabra “fidelidad”. La fidelidad designa en términos humanos la
conducta de una persona honesta con su prójimo, veraz en sus palabras y estable en sus acciones. El término
hebreo equivalente a “fidelidad” no se dice de los hombres sino sólo de Dios. Yahvé es fiel no sólo porque es
honesto, veraz y estable, sino porque es posible fiarse en todo momento de él en todo momento y en
cualquier situación. Dios siempre cumple su palabra, y su palabra es volverse siempre hacia el hombre para
que encuentre en Dios cobijo y protección.

Misericordia y clemencia, bondad y fidelidad son las manos con que Yahvé modela a su pueblo para
convertirlo en reflejo de su amor.

El alfarero y Yahvé sufrían el mismo problema: cuando el barro se secaba, se endurecía, no se dejaba
tornear, se resquebrajaba y se rompía. Israel la mayoría de las veces era un barro seco que no se dejaba
trabajar y se cuarteaba en las manos de Dios. Yahvé quería hacer de Israel su viva imagen, pero con tristeza
constataba que el pueblo reseco se resistía. ¿Qué significaba la sequedad de la arcilla que no se deja
modelar?

En el AT la sed o la sequedad suele ser un símbolo para describir las consecuencias de la idolatría. Isaías
acusa al pueblo de haber abandonado a Yahvé y corrido tras los falsos dioses y les decía: “...serán como
encina con las hojas marchitas, como un huerto sin agua” (Is 1,28-30). La idolatría consiste en abandonar a
Yahvé para ir en busca de otros dioses, y al final, deja al idólatra reseco y sin agua.

El libro del Deuteronomio enseña cuáles son los falsos dioses por los que Israel abandonó a Yahvé (cf. Dt 8,7-
18). Los falsos dioses son tres: el poder (“por la fuerza y el poder de mi brazo”), el tener (“cuando hayas
comido y te hayas saciado”) y el aparentar (“no digas...”). Muchas veces Israel cambió a Yahvé y se dejó
ganar el corazón por el afán de poder, el ansia de tener y la vana ilusión de aparentar. Seguir a los falsos
dioses le costó muy caro: el destierro, la miseria, la opresión de los pobres, la vergüenza ante las demás
naciones, etc. los profetas son los mejores testigos de la destrucción de Israel como consecuencia de la
idolatría, de la sequedad de Israel seducido por falsas divinidades.

La adoración de los ídolos es sólo el aspecto externo de la idolatría. La verdadera idolatría consiste en huir
de las manos de Dios, para entregar la vida al poder, tener y aparentar. La idolatría trae consigo la infelicidad
porque, por mucho que nos esforcemos, siempre hay alguien más poderoso, más pudiente y con más
prestigio que nosotros. Esta experiencia de infelicidad se llama en la Biblia “SEQUEDAD”. ¡Cuántas veces
en la vida cristiana nos sabe a poco tener a Dios como padre y saber que nos ama con pasión, y gastamos
la existencia en perseguir otras cosas: consumir, dominar, aparentar! Muchas veces la vasija de nuestra vida
que Dios tornea lleva marcados los desgarrones y las grietas de la idolatría. Al contemplar a Israel, imagen

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de nuestra propia vida, nos percatamos de la obra de Dios, pero muchas veces observamos también las
torcidas huellas del pecado.

Lo más importante es que la impronta de las manos de Dios pesa más que las huellas de pecado en el
aspecto final de la vasija: lo crucial es el reflejo del amor de Dios. Cuando el barro reseco se rompía, el
alfarero no lo desechaba, sino que aun con grietas volvía a empezar transformándolo en un vaso distinto (cf.
Jr 18,1-6). Cuando Israel huía de Yahvé y se entregaba a los ídolos, quedaba seco y sin agua. Pero Yahvé
no lo abandonaba: le daba su perdón y, con el mismo barro, seguía trabajando a su pueblo.

Al mirar la semejanza de Israel y nuestra propia vida, percibimos en nosotros, a la vez, la imagen de Dios y
las grietas, las heridas del pecado. Cuando contemplamos los pasos de la culpa en nuestra vida, nos sentimos
tristes, pero también es posible mirar los golpes del pecado desde la perspectiva de Dios. A los ojos de Dios,
incluso las marcas que el pecado deja en nuestra existencia son testimonio de su amor, porque son contraluz
del perdón que Dios gratuitamente nos ha concedido.

c. Dios modela a su pueblo con paciencia


Así como el alfarero no modela la vasija en un instante, tampoco Yahvé modeló a su pueblo de una sola vez;
lo hizo despacio y con delicadeza, para que Israel se diera cuenta de que era el Señor quien lo creaba con
amor apasionado. Yahvé formó a su pueblo en el torno de la historia, a lo largo de cinco etapas: liberación,
acompañamiento, creación, perdón y vida para siempre. Vamos a ver cada una de esas etapas a
continuación:

1) Dios libera
El acontecimiento central del AT es la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto. Ellos compusieron
una profesión de fe, en la que confesaban que la liberación de Egipto fue el acontecimiento fundador de su
vida como pueblo (cf. Dt 6,20-24). Por medio de Moisés, Dios los sacó de Egipto y los condujo por el desierto
hasta el monte Sinaí, donde les entregó las tablas de la Ley. Después Israel siguió su camino hacia la tierra
prometida, en la que se estableció bajo la guía de Josué. La intimidad del Dios que libera la encontramos en
el relato de la vocación de Moisés (Ex 3,7-12).

Los israelitas gemían y se quejaban por la opresión de los egipcios (Ex 2,23) y su dolor llegó hasta Yahvé,
que tomó la iniciativa de liberarlos por medio de un hombre elegido por Él: Moisés (Ex 3,7-8). Notemos que
antes que el pueblo pida a Dios que lo salve, Dios se adelanta a liberarlo. Yahvé se ha adelantado a amar
y liberar a Israel; lo mismo sucede con nosotros: ¡Dios nos ha amado primero!

Yahvé es el Dios que libera: no sólo salvó a Israel de Egipto, sino que también nos libera hoy. Sentirse
liberado significa creer que Dios nos ha ganado para Él, nos ha amado primero. Significa confiar en que si
nos mantenemos fieles al amor de Dios, trabajando por la liberación y dignificación de nuestros hermanos,
los hombres y mujeres de nuestro tiempo, no habrá contrariedad capaz de derrotarnos para siempre.
2) Dios acompaña
Israel creía firmemente que Dios lo había liberado de la esclavitud de Egipto, porque había conocido su
sufrimiento (Ex 3,7). Eso les hizo preguntarse: ¿Por qué conoce Dios nuestro sufrimiento? Pronto
descubrieron la respuesta: Dios conoce nuestro sufrimiento porque está a nuestro lado y nos acompaña.
Yahvé no es un Dios lejano; Yahvé libera y, porque libera, acompaña. ¡Qué alegría sentir que no estamos
solos!

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La experiencia de “Dios que acompaña” es tan importante que la Biblia le dedica la mayor parte del libro del
Génesis (Gn 12–50). Las historias de los patriarcas, Abraham, Isaac, Jacob y José, a pesar de que pueden
parecer a veces ingenuas, manifiestan la certeza de que Yahvé, en todo momento, acompaña a su pueblo.
Yahvé pone en camino a Abraham pero no lo abandona sino que lo cubre de bienes (Gn 13,14-17), hace un
pacto con él (Gn 17), escucha su oración (Gn 18,20-33), le concede descendencia (Gn 21). El criado de
Abraham, confiando en Dios, consigue esposa para Isaac (Gn 24). Jacob recibe la revelación de Dios (Gn
28,10-20) y disfruta de prosperidad y descendencia (Gn 30,25-43). La historia de José (Gn 37–50) es la que
mejor describe la cercanía de Dios. El texto repite con frecuencia: “Dios estaba con él”.

Llama la atención, al leer la historia de los patriarcas, que ellos no fueron siempre modelos de santidad:
Abraham entregó a su esposa al faraón para enriquecerse a costa de ella (Gn 12,10-20), Jacob robó la
primogenitura a su hermano Esaú (Gn 27) y arrebató los rebaños a su tío Labán que gentilmente lo había
acogido (Gn 30,32-43). Con su conducta, Abraham y Jacob se alejan de Dios, pero el Señor es fiel y los sigue
acompañando. Así hace con nosotros: cuando obramos el mal, Dios no nos abandona sino que está a nuestro
lado para recogernos cuando decidamos volver a Él y hacer el bien.

En todas esas historias, es sorprendente ver que siempre triunfa el más pequeño: Esaú era el hermano mayor
y Jacob el menor; pero Dios se inclina por el menor. Lía y Raquel eran hermanas, pero la escogida fue la
menor, Raquel. Jacob tenía muchos hijos, pero el predilecto fue el pequeño, José. Dios acompaña a todos
en cualquier situación, buena o mala, pero tiene privilegiados: los pequeños, los pobres, los débiles. Dios elige
siempre a los sencillos para llevar a cabo su proyecto: “Dios ha elegido lo que el mundo considera débil para
confundir a los fuertes” (1Cor 1,27).

El hecho de que Dios acompañe en todo momento no significa que tolere la injusticia que comete Israel. Por
ejemplo, el profeta Amós reprende fuertemente a los que explotan al pobre (cf. Am 4,1-3). Sentirse
acompañado por Dios implica esforzarse más en cumplir con amor las exigencias de la justicia. Dios está con
nosotros en los momentos de luz y en los de oscuridad; la constancia de nuestra oración refleja la certeza de
sabernos acompañados por Dios y nuestra cercanía a los pobres manifiesta que de verdad queremos
encontrarnos con el Señor.

3) Dios creador
Israel se sabía acompañado por Dios en el camino de la vida y luego entendió que no sólo los acompañaba
a ellos sino también a todas las naciones, y las acompaña porque Dios acompaña a toda la creación. Dios
es el fundamento de todo cuanto existe. En la primera etapa de su historia, Israel percibe que Dios lo libera,
en la segunda, que Dios lo acompaña y en la tercera experimenta a Dios creador. ¿Qué significa crear? En
la mentalidad hebrea antigua era extraña la noción de “no existir”; ellos consideraban que el universo existía
desde siempre pero en estado caótico. La creación para ellos, lo mismo que para otros pueblos orientales,
significaba“separar” las cosas unas de otras para organizarlas bien. La creación consistía en el “orden” que
las divinidades imponían a la realidad que estaba en “desorden”.

La epopeya de “Atra-Hasis” es un poema antiguo de Mesopotamia (siglo XVIII a.C.). Describe la creación
como el “orden” que los dioses imponen al “desorden”. Cuenta cómo los dioses, agotados por su trabajo,
deciden crear al hombre para que, en su lugar y como sirviente, haga sus fatigosas tareas. Los dioses
“ordenan” la realidad y especialmente al hombre, para que se convierta en esclavo de sus caprichos. La
creación permanece bajo el dominio de los dioses.

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La idea de creación en la Biblia es distinta. Conserva las nociones de “orden” y “separación” pero les da un
sentido completamente distinto. En la Biblia sólo Dios tiene capacidad de crear: los hombres “hacen” y
“fabrican”; sólo Dios “crea”. En el ámbito de la naturaleza “crear” significa que Dios, por propia decisión, da
origen a todo lo que existe. Y mientras que en las religiones mesopotámicas, los dioses “ordenan” el mundo
y especialmente al ser humano para esclavizarlo y ponerlo a su servicio, Yahvé también “ordena” el mundo
y al hombre pero no para esclavizarlo sino para plasmar en su corazón el “proyecto” de Dios, que consiste
en recordarles su derecho a ser felices, reafirmarles la certeza de que Dios es amor y anunciarles que sólo
la vivencia del amor es lo único capaz de dar sentido a la vida.

El autor del relato sacerdotal de la creación (Gn 1,1–2,4a) que vivió en tiempo del exilio de Babilonia, no
pretendió describir cómo creó Dios el mundo sino que con los conocimientos de su época describió el universo
desde la perspectiva de la fe. El autor afirmó que en el fondo de todo, y principalmente en el corazón humano,
se encuentra el proyecto amoroso de Dios. Y eso sitúa al hombre y al mundo en una posición totalmente
nueva: el mundo y el hombre no fueron creados para ser esclavos de Dios, sino los amigos de Dios con
quienes el Señor comparte su vida. El mundo y el hombre están sostenidos por las buenas manos de Dios,
y no aplastados por la fuerza de sus puños. Antes de crear, está presente el amor de Dios. Afirmar que Dios
crea significa confiar en que, pase lo que pase, estamos siempre en las manos de Dios y nunca nos va a
soltar. “Sión decía: ‘Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado’. ¿Acaso una madre olvida a su niño
de pecho, y deja de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Fíjate: te
llevo tatuada en la palma de mis manos...” (Is 49,15-16). Creer en Dios creador compromete a luchar por
imprimir en el corazón del mundo y del ser humano el proyecto del amor de Dios. Anunciar a los demás que
el mundo y ellos existen por el amor de Dios que los creó y que los conserva.

4) Dios perdona
Israel percibía que la bondad y la misericordia del Señor modelaban su existencia; también notaba que con
su pecado rompía el barro que Dios trabajaba, y maltrataba el aspecto de la vasija que las manos de Dios
modelaba con ternura, desordenaba el proyecto que Dios grabó en el corazón del ser humano. Entonces se
dio cuenta de que, si Dios es bondad y misericordia y es capaz de “ordenar” (crear), también es capaz de
“reordenar” (volver a crear) al pueblo desecho por el pecado, así como hace el alfarero con la vasija que se
rompe. Reordenar o volver a crear, es sinónimo de perdonar.

El perdón en el sentido de reordenar y permitir al hombre seguir viviendo sostenido por el amor de Yahvé, es
algo original de la Biblia. Dice Ezequiel: “¿Acaso dese yo la muerte del pecador, y no que se convierta de su
conducta y viva?” (Ez 18,23). Isaías cuando muestra que Dios redime a su pueblo, utiliza el mismo verbo
“crear” del Génesis: “Yo soy el Señor, el Santo, el creador de Israel, su Rey” (Is 43,15). Aquí Isaías, cuando
dice que Dios es el creador de Israel, significa que lo ha perdonado. El perdón de Dios es tan grande que
supone volver a ordenar la existencia de quien recibe el perdón, como el alfarero rehace con sus manos el
barro rajado. Por alejarse de Dios y correr tras los ídolos, Israel se convirtió en un pueblo deshecho: ciego y
sordo, explotado y saqueado (cf. Is 43,22-25). Israel era como un desierto seco y sin agua; experimenta la
amargura del pecado: el dolor que produce abandonar al Dios de la vida para darse a los ídolos de muerte.
Entonces Yahvé, gratuitamente, establece caminos en el desierto y ríos en la estepa (cf. Is 43,16-21), y hace
que la arcilla reseca y desgarrada de su pueblo sea de nuevo el barro húmedo que Dios modela.

El dolor del pecado no es resultado del castigo de Dios, sino consecuencia de la sequedad que agosta la vida
de quien se aleja del amor. Dios es fiel y a pesar de que huyamos de Él, nos sigue amando. Saberse
perdonado por Dios significa haber experimentado que el mal y el pecado, por duro que sea el rastro que han

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dejado en nuestra vida, no tienen la última palabra. El último gesto nace siempre de las manos de Dios que
con bondad y misericordia rehace nuestra vida a su imagen. Convertirse significa dejar que el agua de Dios
empape la sequedad de nuestro barro para que las manos del Señor nos siga modelando.

5) Dios de la vida
¿Por qué se comporta Dios con nosotros de esa manera? ¿por qué hace con nosotros un proceso tan largo
y delicado? Dios lo hace porque su deseo es que vivamos para siempre con Él. Aquí está la finalidad última
del amor de Dios: que participemos siempre de su misma vida. Al principio, Israel no se imaginaba que
después de la muerte el hombre pudiera vivir con Dios para siempre, pero por otra parte sentía que el ser
humano no es un ser cualquiera en la creación, sino un ser privilegiado (cf. Sal 8,6-7).

La grandeza humana indicaba que era absurdo que después de la muerte el hombre desapareciera para
siempre pero, a la vez, la pequeñez del hombre ante la grandeza de Dios hacía inimaginable que después
de la muerte el ser humano llegara a la morada de Dios. Para resolver el problema, los israelitas inventaron
la idea del “Sheol”, que era una especie de lugar adonde iban los muertos. Cuando alguien moría, lo
depositaban en una tumba. El cuerpo se descomponía, pero “lo mejor” de la persona humana descendía bajo
la tierra y quedaba depositado en el “Sheol”. Según esto, la muerte no destruía del todo a la persona, ya que
lo mejor de ella permanecía en el Sheol. Pero, por la misma razón, la persona tampoco iba a la morada de
Dios en el cielo.

Los sabios de Israel se rebelaron contra esa solución. Dijeron: no es posible que Dios modele la vida de cada
ser humano con bondad y misericordia para que, al final, todo acabe en el absurdo del Sheol. Dios ama
apasionadamente. Dios no modela a la persona a su imagen y semejanza para luego depositarla escondida
en el Sheol, como tampoco un artesano modela una bella vasija para dejarla después en el olvido. Por eso
afirmaron: “Las vidas de los justos están en las manos de Dios. Los necios piensan que están muertos...
consideran su salida de entre nosotros como un desastre. Pero los justos están en paz... su esperanza estaba
llena de inmortalidad” (Sab 3,1-5).

El justo, que a pesar de su pecado se deja modelar por el Señor, permanece para siempre en sus manos.
Dios no concibe su tarea como un entretenimiento ni teje nuestra vida para hacernos esclavos. Dios nos ama
para hacernos hijos suyos: hijos de Dios para siempre. Creer en el Dios de la vida significa comprometer la
propia existencia en la lucha por la justicia y la solidaridad humana: hacer del amor el arma con qué plantar
la semilla del Reino. Quien opta por el amor, trabaja por la justicia y engendra la paz, padece la persecución
de los poderosos, pero tiene la certeza de que vivirá para siempre en las buenas manos del Señor, el Alfarero
de la Vida. Como decía San Agustín: “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti”.

Conclusión

El Antiguo Testamento es un canto a la vida que abre paso al Nuevo Testamento. El Dios de bondad y
misericordia que libera, acompaña, crea, perdona y llama a la vida, manifiesta su rostro de manera clara en
Jesús de Nazaret. Jesús libera a los enfermos y a los hombres y mujeres atenazados por los preceptos de
la ley. Viene para “proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18-19). Jesús
acompaña a los discípulos y a las multitudes, pero está especialmente al lado de los pobres: “El Espíritu del
Señor está sobre mí... para anunciar a los pobres la buena noticia” (Lc 4,18).

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Jesús afirma la necesidad de “nacer de nuevo” para entrar en el Reino de los cielos. Dice a Nicodemo: “El que
no nazca de nuevo no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,3). Nacer de nuevo, ser creado de nuevo,
significa entrar en el reino de Dios. Para eso, hay que dejarse modelar por Dios. Los cristianos somos las
vasijas que Jesús, con bondad y misericordia, modela en el torno de la historia. La Iglesia, aun con los
desgarrones del pecado, es testimonio en el mundo de que el amor de Dios libera, acompaña, crea, perdona
y llama a la Vida: testimonio de que el Reino de Dios ya está presente en medio de nosotros.

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