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Jorge Myers ORDEN Y VIRTUD.

EL DISCURSO REPUBLICANO EN EL RÉGIMEN ROSISTA

V. El sentido del orden en el discurso rosista

La exaltación del orden como el valor que debía ocupar un lugar de supremacía en cualquier axiología
política legítima representó el tema central en la constitución del discurso rosista. Esta idea había integrado
las creencias fundamentales de Rosas desde el comienzo mismo de su carrera pública. En sus escritos
anteriores a1820 afirmaba que se debía restaurar la felicidad de la campaña mediante el restablecimiento de
un orden jerárquico, basado en una jerarquía natural de capacidades individuales. El trasfondo fundamental
del concepto rosista de “orden” era que se consideraba a los hombres como naturalmente perversos, que si no
se los cercenaba mediante el ejercicio de algún poder externo a ellos vivirían en un estado de salvaje
promiscuidad y de tumulto sin fin. La sociedad política debía percibirse desde esta perspectiva como
creación artificial, como aquello que no nacía espontáneamente del libre desarrollo de potencialidades
inscriptas en la naturaleza humana. La “ley”, en el sentido que parecería asignarle Rosas a este término, debía
originarse como una imposición externa a una naturaleza que tendía siempre hacia el desorden. Su discurso
enfatizaba que el orden político era exterior a la Naturaleza, y debía construirse como emergente de una
interminable lucha contra agónica con sus pulsiones. Rosas le acordaba prioridad a la construcción de un
orden viable por encima de la implantación y garantía de la libertad del individuo.

LA RESTAURACIÓN DE LAS LEYES: UNA RETÓRICA DE LA LEY Y DE LA LEGALIDAD“

Restauración de las leyes”, frase que abarcaba una cantidad muy amplia de significados. Bajo un aspecto: las
“leyes” vendrían a ser los códigos y disposiciones legales promulgados en la provincia de Buenos Aires
desde la Revolución. Bajo otro aspecto el término “leyes” parece haber servido para designar una concepción
más amplia, incluso metafísica, de la ley, no simplemente un cuerpo de disposiciones jurídicas, sino la
expresión de un orden moral trascendente. Finalmente, la noción de “restauración de las leyes” conllevaría
una lectura en la cual la naturaleza de las “leyes” a las que se alude sería menos importante que el hecho de
su implementación eficaz: es decir, aquello que se restauraba era la obediencia a las leyes, y no las leyes
propiamente dichas. La identificación del orden con el imperio de las leyes no equivalía a su identificación
con aquello que a falta de una designación más precisa podía llamarse un “orden liberal”, es decir una
concepción del orden articulada en torno a la noción de derechos individuales imprescriptibles. La política de
Rosas siempre se apoyó sobre una concepción de la “ley” que suponía que su imperio en la sociedad se
lograría principalmente por medios coercitivos. Las leyes sólo podían considerarse validas si gozaban de un
consenso social previo. El pensamiento político que otorgaba su legitimación al régimen enfrentaba en torno
a esta cuestión una paradoja lógica difícil de resolver: por un lado, en tanto la teórica rosista identificaba el
nuevo orden con la restauración de las leyes, éste debía ser el emergente de un consenso previo; sin embargo,
tal consenso previo, por otra parte, no podía existir desde la perspectiva sustentada por el régimen acerca de
la naturaleza humana: el consenso no podía ser el fruto de una reunión de voluntades individuales
naturalmente perversas. Ante semejante panorama sólo la imposición previa de un orden externo a la
sociedad podía crear las condiciones para que tal consenso se formulara: era esa creación la que requería la
utilización de poderes coercitivos. Los publicistas del régimen ensayarían una solución lógica al dilema, que
subrayara la coherencia jurídica del mismo: se enfatizaría la existencia de un consenso no en torno a la
naturaleza del orden político que se deseaba fundar, sino en torno ala legitimidad de la misión providencial
encomendada a Rosas para que él estableciera tal orden político. La “ley” que se restauraba expresaba pues
una concepción ambivalente del orden: iba dirigida tanto a definir un orden político como a imponer un
orden legítimo a la sociedad. Las formas de control social abarcaban desde los intentos por promulgar un
código de policía rural, castigos ejemplares a aquellos acusados de inmoralidad pública o de haber cometido
actos criminales, la supresión de días festivos, etc. El discurso del régimen sobre este tema estuvo
omnipresente, recibiendo expresión en una variedad muy amplia de medios de comunicación. El desorden
para Rosas afectaba todas las esferas de la existencia. Aquí se perfila el momento de su discurso donde la
diferencia entre el crimen particular y la oposición política comienza a borrarse. Las diferencias que separan
los distintos órdenes de trasgresión desaparecían cuando se las visualizaba desde la perspectiva de un orden
holista en el cual la ley operaba como1
La religión unificadora de lo público y lo privado, de lo social y lo político, del pueblo con su líder. El
discurso de Rosas reclamaba una transparencia entre el significado y su representación: las cosas deberían
parecer lo que realmente eran. El apoyo a Rosas y a su sistema de gobierno debía ser visible, como debía
serlo por su parte la oposición. Al restaurar las leyes, Rosas también suponía haber restaurado las
clasificaciones natural es que imponían un orden a la sociedad, y estás implicaban por definición la
imposibilidad de su ocultamiento. Rosas enfatizó la necesidad de que se encarasen importantes reformas
tanto en la administración de justicia como en el corpus de legislación vigente. De esta forma, ante la mirada
del público se mantuvo el tema de la reforma judicial durante la segunda mitad de los años treinta, y aunque
se deslizaría insensiblemente a una posición muy relegada en la jerarquía de tópicos que componían el
discurso rosista, sirvió para fortalecer la noción de que el régimen rosita perseguía la “restauración de las
leyes”.El discurso rosita enfatizó la unión entre legalidad y coerción. Esta última era necesaria para justificar
elorden legal establecido, el cual justificaba las medidas empleadas.

¿UN ESTADO CATÓLICO? LOS COMPONENTES CRISTIANOS DE LA IMAGEN ROSISTA


DEL ORDEN

Permanece, sin embargo, la pregunta acerca de cuál era la naturaleza del orden que los rosistas creían estar
restaurando. Una importante esfera de representación se cruza con el discurso rosista e influye sobre sus
contenidos: la imagen de un orden cristiano o católico. Los hábitos de moralidad y autocontrol personales
que subyacían al orden cuya instauración se buscaba podían interpretarse tanto en clave cristiana como en
clave republicana. Sin embargo, la invocación del cristianismo como un soporte potencial para el orden
rosista planteaba, desde una perspectiva teórica, más de una dificultad. El catolicismo se había opuesto al
surgimiento del republicanismo clásico, considerándolo antitético con la estructura divinamente decretada del
estado político y de la sociedad. En la Argentina la relación entre los lenguajes del republicanismo y aquellos
del cristianismo había seguido desde la revolución un desarrollo cuyos contornos eran particularmente
complejos. Los lenguajes de la República y de la Fe tendieron, en más de una ocasión, a fusionarse en una
amalgama donde sería muy difícil distinguir con algún grado de certeza la filiación respectiva de sus diversos
componentes retóricos. Esta contradicción entre las premisas a que remitía un discurso republicano y la
representación que del orden secular hacia el cristianismo constituyó un obstáculo de envergadura para el
pleno despliegue por parte del rosismo de una retórica cristiana de la política. Esto significa que a estos
elementos cristianos de representación se les asignó una posición subordinada en la economía general del
discurso de Rosas. El régimen insistió en mantener a la Iglesia –y con ella a las doctrinas que era de su
incumbencia propagar- subordinada a los intereses de una política secular. Fundamentalmente dos cuestiones
centrales tendían a entorpecer cualquier estrategia política basada en una identificación amplia de los
intereses de la Iglesia con los del estado:1-La negativa del Vaticano a reconocer la soberanía de las
emancipadas repúblicas de América Latina.2- La decisión vaticana de no reconocer como herencia del estado
argentino el patronato real antes ejercido por los monarcas españoles. El papel que en el sistema rosista se le
asignó al discurso de una política cristiana y a sus propagadores naturales fue en consecuencia muy
secundario. Sin embargo, aún desde esa posición subordinada, el uso que haría el rosismo de los tópicos de la
retórica cristiana sería extremadamente eficaz para la consecución de sus fines explícitamente seculares. Se le
daría un uso muy exitoso al concepto de heterodoxia. De esta forma, sin renunciar a la identidad en última
instancia republicana del nuevo estado, Rosas identificarían a su gobierno con la causa de la ortodoxia
católica, y raramente se olvidaría de incluir en sus declaraciones públicas alguna referencia a la impiedad de
sus opositores o a los ingentes esfuerzos hechos por su gobierno por restaurar la religión nacional. La
restauración de las leyes parecía exigir casi como una consecuencia natural una restauración correlativa de la
religión. La sumisión cristiana significaba sumisión al estado rosista, y ello a su vez implicaba que en todo
conflicto entre los preceptos del cristianismo y los mandatos de ese mismo estado, el ciudadano virtuoso
debería acatar los segundos en detrimento de los primeros.
TEORÍAS DE LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA

El discurso sobre la constitución del rosismo interpeló algunas cuestiones fundamentales:


1-El carácter inapropiado de una constitución escrita.2-El carácter inevitable del sistema federal de
gobierno.3-La necesidad de discriminar entre una opinión política legítima y otra ilegítima.2
Vínculos entre 2 concepciones aparentemente tan paradójicas como aquella que enfatizaba a ultranza el
imperio de la “ley” y esta otra que articulaba una oposición principista a la promulgación de una constitución
escrita. La intersección entre estos dos tópicos describe una región del discurso rosista que se aproxima a una
concepción “burkeana” de la problemática constitucional argentina; o sea un conjunto de creencias y valores
ampliamente difundidos y de interpretación poco rigurosa que mostrarían un “parecido de familia” con el
pensamiento de Edmund Burke. Las principales características que este término designaría son: 1) aquella
concepción del estado que ve en él un organismo viviente; 2) la creencia de que cada estado posee un patrón
de desarrollo y una velocidad de crecimiento propios y 3) el postulado de que lo político pertenece más al
ámbito de la práctica que al de la ciencia. Cada uno de estos postulados implica la defensa de una
constitución no escrita y una oposición cerril a cualquier intento de someter el edificio jurídico a una reforma
racional. La oposición rosista a un instrumento jurídico de esa índole se justificó más sobre la base de su
escasa factibilidad circunstancial que sobre argumentos de teoría política. Si no puede sostenerse una
interpretación estrictamente “burkeana” de de las discusiones constitucionales elaboradas en el fluir de
general de la retórica rosista, existen puntos de contacto entre las dos visiones, sobre todo en cuanto a sus
premisas subyacentes:1-Rosas aludió esporádicamente a una concepción organicista del cuerpo político
argentino.2-Junto con ese filón organicista, pueden detectarse también en las producciones escritas de los
publicistas del régimen elementos historicistas y pragmaticistas que apoyarían la hipótesis de una inflexión
“burkeana” en el discurso rosista sobre la constitución.

EL FEDERALISMO: UNA DISCIPLINA PARA LAS PASIONES EN EL ESTADO NACIONAL

La cuestión del “federalismo” representa el tema más importante, pero también el más intrincado y el más
ambiguo, de su discurso republicano. En su análisis dos consideraciones centrales deberían ser tenidas en
cuenta:1-La persuasión “federalista” en la Argentina fue anterior a la emergencia del rosismo como
movimiento político, y en consecuencia el sistema conceptual y retórico por los cuales el concepto de
federación había sido elaborado, no siempre coincidirían del todo con los imperativos ideológicos del
republicanismo rosista. 2-Las contradicciones que a la luz de su práctica concreta horadaban el discurso del
régimen se manifestaron quizás más visibles en esta zona de su política que en cualquier otra. El federalismo
funcionó pues más como un dispositivo legitimador del régimen que como una ideología coherente en torno
a la cual pudiera articularse un programa concreto de gobierno. El federalismo tendió a funcionar como un
principio anticonstitucional. Oposición a una constitución escrita. El sistema federal constituía el único
régimen viable de gobierno porque respondía a un consenso popular previamente articulado; pero también
porque representaba el resultado concreto de un proceso histórico real que había producido la estructura
actual del estado argentino. Para Rosas hasta que no se apaciguaran las pasiones atizadas por la revolución,
no debería hacerse ningún intento por efectuar un pasaje desde la organización constitucional existente,
“orgánica” o “natural”, a otra apoyada en principios teóricos y fruto de una elección racional. Federalismo
que se basaba en una concepción de la política pragmática y circunstancial por excelencia, pero se articulaba
también sobre la premisa original de su visión anti pelagiana de la naturaleza humana, concebido como un
sistema que pudiera funcionar como un eficaz instrumento en la domesticación de las pasiones desbordadas
de los argentinos. Concepción esencialmente republicana que enfatizaba la relación entre las pasiones y la
virtud –relación donde a esta última la correspondería ejercer las funciones de agente disciplinado. Rosas
exigiría que se “pacificaran” todas las situaciones políticas provinciales, es decir, que se consolidará en cada
provincia un orden local estable semejante al que se había implantado en Buenos Aires antes que se pudiera
empezar a contemplar la posibilidad de constituir legalmente el estado nacional. La existencia de un
federalismo “orgánico” contribuyó a la domesticación de las pasiones también en otros sentidos. Por un lado,
la ausencia de cualquier vínculo permanente de unión entre todas las provincias, la inexistencia de un aparato
estatal nacional, garantizaba que si una o más de aquellas volvía a precipitarse en un estado de desorden, las
demás no serían arrastradas en su caída: el sistema de aislamiento provincial era percibido como un
dispositivo eficaz de insulación. Por otra parte, si una desgracia semejante llegara a3 acaecer, el vínculo
federal presuponía una responsabilidad compartida por aquellas provincias que no hubieran sido afectadas,
de intervenir en los asuntos internos de los miembros díscolos para restablecer el orden. La legalidad federal
debía apoyarse sobre un previo consenso que avalara el sistema restrictivo de las libertades públicas que se
había practicado en Buenos Aires y que en su formulación implicaría una uniformización institucional de los
gobiernos provinciales que poco condecía con su mentada autonomía interna. Si bien es cierto que no se
permitiría pensar en la posibilidad de redacción y promulgación de una constitución formal nacional, el
rosismo si insistiría en el carácter consensual del vínculo federal, expresado mediante tratados
interprovinciales. Esta concepción del sistema federal, con su política de unanimidad entre los miembros y su
doctrina de intervención militar para preservar aquella unanimidad, constituyó el núcleo de la doctrina
elaborada por los publicistas rosistas para que funcionara como una ideología propia: el Sistema Americano.

PARTIDO Y FACCIÓN: LOS LÍMITES DEL DISENSO LEGÍTIMO EN EL ORDEN FEDERAL

Los rasgos concretos de las prácticas rosistas de homogeneización política son ampliamente conocidos. Los
obligatorios signos externos de lealtad se multiplicarían y recibirían sanción legal. La proliferación de
eslóganes tuvo una particular trascendencia en la consolidación del régimen entre los sectores
populares,como también la tuvo el simbolismo fuertemente ritualizado de las celebraciones patrióticas
oficiales. La circulación de eslóganes e imposición de ciertas formas de vestimenta pertenecieron a una
región ambigua de las prácticas del régimen donde las presiones originadas en la sociedad eran más
importantes que las iniciativas del propio régimen, con el resultado de que su discurso oficial enfatizaría la
naturaleza espontánea de tales fenómenos. El control ejercido sobre al educación y la prensa representó una
cuestión enteramente distinta. Entre fines de los 30 y mediados de los 40, la república pasó a ser identificada
exclusivamente con el partido federal -y, más aún, con el rosismo- mientras los unitarios eran no sólo
sometidos a una exclusión de la vida pública, sino apartados de toda posibilidad de coexistencia con el orden
hegemónico. El discurso oficial desplegado por la hegemonía rosista en la prensa enfatizaba
-paradójicamente- la legitimidad de que existiera una oposición política en una república moderna. Sin
embargo, se trazaba una distinción entre partido y facción, considerándose legítimo al primero y merecedora
únicamente de un absoluto exterminio la segunda. Las divisiones partidistas legítimas eran aquellas cuyo
punto de partida era un consenso previo acerca de las metas y el sentido del orden político en cuyo interior
habían surgido. En principio eran lícitas las diferencias de opinión política: en el caso de los unitarios, no lo
eran, en tanto éstos representaban una facción cuya creencia central constituía “un error que ataca la moral
del país”. Los unitarios, al violar el orden legal, al oponer una fuerza militar a aquello que en el lenguaje de
la época era designado “el suave imperio de la ley ”se habían autoexcluido de toda participación en los
asuntos de la república. Conclusión implícita: lealtad a Rosas era lealtad a los valores centrales de la
república, oposición a Rosas era rechazar no su gobierno o su partido, sino el propio orden legal. Sólo en
contadas ocasiones, como es el caso del panfleto publicado por Agustín Francisco Wrighten 1833,se practicó
una crítica a la política facciosa hasta concluir en su condena a todos los grupos del espectro político
argentino. En principio, la existencia de una pluralidad de partidos políticos no recibía la condena de los
escritores rosistas: en esa retórica, los valores centrales sobre los que se fundaba la idea moderna, liberal, de
una república representativa, eran aceptados como validos para el régimen. Operación discursiva que
buscaría la integración del sistema rosista en el armazón general de los valores liberales modernos, a la vez
que intentaría justificar la clausura de todos los canales de disenso político legítimo, mediante una
caracterización del partido rival y de sus simpatizantes como intrínsecamente reñidos con aquellos valores y
por ende relegados a un espacio exterior a todo intercambio cívico, a toda relación social.
CONCLUSIÓN: MODERNIDAD Y ARCAISMO, EL ORDEN ROSISTA A MEDIO CAMINO ENTRE
DOS SIGLOS

El de Rosas fue un orden republicano que se suponía representativo de los más altos valores de la
modernidad social, económica y política alcanzados por el siglo XIX. Pero era considerado en igual medida
un ordena adecuado a las realidades de una experiencia americana, articulado en respuesta al colapso de la
autoridad política y social, y cuya tarea principal sería crear formas de legitimidad allí donde antes no había
existido ninguna. Paradoja aparente: la restauración del orden colonial se había realizado mediante una
consolidación. 4-de la república moderna, y que la república se había convertido en una realidad únicamente
por la restauración de aquel orden prerrevolucionario. Completa ausencia de referencia al universo de saberes
científicos, sobre todo en comparación con los románticos locales: Sarmiento, Alberdi y Mitre. En este
sentido, se destacan tres zonas notables de intersección entre el discurso de la política y aquellos de las
ciencias, que evidentemente pudieron haber servido muy eficazmente en la legitimación del régimen: la
“ciencia de la raza”, la ciencia de la “economía política” y la ciencia estadística de la demografía. Dos
posibles explicaciones de estas ausencias pueden excluirse:
1-No se debió a una falta de información.
2-Tampoco debe atribuirse a las opiniones personales de Rosas.

Hipótesis de Myers: el factor principal de esta virtual inexistencia del universo de pensamiento científico
moderno reside en el impacto del sentimiento y del vocabulario clásico-republicano, que habría vuelto una
posible invocación a tales zonas de reflexión incompatible con la legitimación de la república. Como sea, el
mundo del discurso rosista presentaba una doble cara a sus observadores en sus años finales. Visto desde
adentro, continuaba manifestando aquella extraña mezcla de lo arcaico con lo moderno, de restauración de lo
viejo y de creación de lo nuevo. Pero visto desde afuera, sólo su arcaísmo era visible.

LA VISIBILIDAD DEL CONSENSO. REPRESENTACIONES EN TORNO AL SUFRAGIO EN LA


PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX-
Marcela Ternavasio

A partir de 1810, elecciones periódicas. Dilema para las elites dirigentes: la legitimidad sólo podía proceder
del consentimiento de aquellos sobre los que habría de ejercerse la autoridad, a la vez que los mecanismos
puestos en juego para expresar dicho consentimiento traían consigo una inevitable cuota de imprevisibilidad.
Quedaba siempre una brecha entre el control ejercido por la elite y la manifestación de las preferencias de los
ciudadanos. Competencia electoral que carecía de parámetros y reglas que la regularan, y por lo tanto
percibida como perturbadora del nuevo orden instaurado con la revolución. Las estrategias diseñadas para
atenuar el conflicto político abarcaron un amplio abanico de opciones que incluía, entre otros elementos, la
definición de un conjunto de valores tendientes a discriminar que prácticas podían ser consideradas buenas,
deseables y toleradas en el marco de un orden jurídico que nacía signado por la ambigüedad. El objeto del
artículo es reflexionar sobre este aspecto de los procesos electorales con el fin de incursionar en el plano de
las representaciones creadas alrededor del acto de votar. Luego de 1820 los gobiernos sucedidos en el estado
de Buenos Aires buscaron atenuar el margen de incertidumbre que devenía de los procesos electorales
mediante la difusión de dispositivos simbólicos que encuadrasen a las elecciones en tramas valorativas
capaces de encauzar el conjunto de prácticas que, asociadas al voto, no estaban contempladas en la letra de la
ley. Durante la “feliz experiencia” rivadaviana (1821-1827) y en el gobierno de Rosas estos dispositivos se
construyeron sobre la base de la publicidad y la visibilidad de la práctica electoral.
La visibilidad de la deliberación

Década de 1810-1820: la disputa por las candidaturas era a puertas cerradas. Escasa visibilidad del sufragio:
impulsada por la convicción de que hacer públicos determinados mecanismos informales asociados al voto
iba en desmedro de la legitimidad del acto. Reformas, período 1821-1827. Ley electoral, conjunto de
principios considerados esenciales para obtener el éxito en la imposición de un nuevo orden. La estabilidad y
la legitimidad no derivarían de un mundo político cerrado y restringido a los espacios privados de la elite, tal
como había acontecido en la década precedente, sino de la deliberación libre y abierta en el espacio público
y, a la vez, de la formalización estricta del acto electoral. Una idea muy difundida recorría los surcos más
recónditos de esta iniciativa: los cambios que la elite aspiraba que se produjeran en los diversos planos de la
sociedad debían reflejarse en el escenario público. Se estimulaba una suerte de deliberación permanente con
el firme convencimiento de que por medio del debate público, lejos de generarse incertidumbre y conflicto,
se crearía un clima propicio para obtener el consenso. La intención de hacer públicos todos los actos
emanados de esta incipiente esfera política se expresó también en el campo electoral. El sufragio debía pasar
a ser un acto visible en el que se comprendiera que a través de él se ejercía la soberanía sin mediaciones de
colegios electorales. La explosión de la prensa periódica de esos años, en sintonía con la aparición de una
nueva sociabilidad política, fomentadas ambas por al propia elite a cargo de los hilos del gobierno, jugo
también un rol de fundamental importancia en la redefinición del papel del sufragio. Por otro lado, junto a los
periódicos, otros medios otros medios de propaganda se ocupaban de difundir las convocatorias a elecciones,
como los papeles públicos colocados en las esquinas o “parajes a la vista” o el aviso difundido de casa en
casa por los jueces de paz, alcaldes y tenientes alcaldes de cada cuartel de la ciudad y de los partidos de
campaña. Pero en especial los periódicos destinaron sus columnas a la publicación y propagandización de
listas de candidatos a las elecciones de diputados para la Junta de Representantes. Todas las prácticas
informales que el voto había disparado en la década revolucionaria y que no se acertaba a definir cuán
legítimas, deseables o buenas podían ser, pasaron a formar parte del nuevo universo de lo pensable y por lo
tanto de lo aceptable en la dinámica política. Aún cuando es preciso admitir la desproporción entre los
objetivos de máxima propuestos por la elite y los cambios realmente producidos, es justo reconocer también
los éxitos logrados en el corto plazo. Así, la participación electoral se multiplicó varias veces en ciudad y
campaña; la práctica del sufragio alcanzó un grado de formalización que posibilitó su ritualización y una
mayor familiaridad con los procedimientos. La lógica deliberativa se impuso en el espacio político, bajo el
auspicio directo de la elite dirigente. Esta lógica deliberativa encontró en la discusión de las listas de
candidatos y en los debates de la legislatura de Buenos Aires dos escenarios privilegiados, cuyas diferentes
características no borran sus elementos en común. Así, mientras la deliberación en torno a las listas de
candidatos expresa un tipo de competencia notabiliar, los debates de la Sala de Representantes expresan un
tipo de deliberación notabiliar. Estos últimos expresan rasgos comunes con regímenes parlamentarios
liberales, dado el papel asignado a un tipo de deliberación racional en que los representantes se concebían
como individuos independientes, libres de toda atadura para opinar y decidir según su propio parecer. El
principio de división de poderes, aunque no prescrito en la letra de la ley, comenzó a funcionar casi de
manera informal, lo que imprimió al legislativo una fuerte centralidad en la dinámica política y a los
diputados que formaban parte de él un papel clave en términos del valor asignado a la libertad de opinión y a
la no subordinación a las decisiones del Ejecutivo. Se expresaba un intento por imponer la deliberación como
un artefacto que era posible construir desde los propios resortes de una incipiente sociedad política. La
deliberación era presentada como un dispositivo a construir para suplir la ausencia de su manifestación
espontánea y educar a los ciudadanos en la práctica que debían aprender primero los propios miembros de la
elite dirigente. Los miembros de la elite hicieron, efectivamente, un aprendizaje de la deliberación y la
incorporaron casi como un derecho adquirido que resultaría muy difícil de erradicar cuando sus efectos se
percibieron como perturbadores. El imperio de la deliberación a muy corto andar se convirtió en fuente de
nuevos conflictos, cuyo despliegue comenzó a ser visto como motivo de amenaza al orden. La amenaza fue
percibida por los propios responsables de haber puesto a rodar el dispositivo deliberativo y capitalizado más
tarde por los grupos federales leales a Rosas. Los grupos federales que se hicieron cargo del gobierno de
Buenos Aires en 1827 aun cuando siguieran el rumbo de sus predecesores tratando de aplicar los parámetros
de libre deliberación en las elecciones y en la Sala, se vieron seriamente condicionados por un nuevo
dispositivo que comenzaba a construirse alrededor de valores que denostaban ese tipo de publicidad y
visibilidad en las formas de hacer política.

La visibilidad plebiscitaria

La ampliación de la disputa por las candidaturas condujo a un clima de violencia creciente en el espacio
político, cuya máxima potencia se advierte en las elecciones de 1828 y en las realizadas luego del ascenso de
Rosas a la primera gobernación en 1829. Dado que la deliberación por las candidaturas se desplegaba en una
esfera informal difícil de ser controlada legalmente, pero en un clima de opinión generalizado que colocaba
al sufragio como única herramienta legitimante de autoridad, Rosas emprendió la ardua tarea de redefinir
tales prácticas dentro de la misma ingeniería política proporcionada por la experiencia rivadaviana. Para ello
se valió, entre otras estrategias menos sutiles, de la difusión de ideas y valores que invertían el sentido de lo
que hasta ese momento había sido presentado como bueno y deseable para el espacio político. Al llevar al
máximo la faccionalización del cuerpo político, Rosas puso en acto el fantasma de la guerra con el objeto de
suprimir lo que en su percepción conducía al enfrentamiento constante y a la imposibilidad de crear un
gobierno estable. En 1835, Rosas logró torcerle el brazo a la Sala de Representantes y obtuvo la suma del
poder público por “todo el tiempo que a juicio del Gobernador electo fuese necesario”. El nuevo gobernador
se abocó a construir una maquinaria electoral en la que el momento deliberativo de disputa de candidaturas
quedaba definitivamente anulado y en la que se potenciaba al máximo el momento de la autorización
procedente del mundo elector. Este segundo momento fue el que Rosas ritualizó al máximo y el que se
convirtió en epicentro de las nuevas publicidad y visibilidad propuestas por el régimen. La práctica del
sufragio se convirtió en un símbolo festivo y conmemorativo que ratificaba el poder de quien se
autoproclamaba el “Restaurador de las Leyes”. Los comicios debían expresar públicamente, de manera
absolutamente visible, la adhesión al gobernador. El control personal que Rosas ejerció sobre los actos
comiciales refleja no sólo la búsqueda de una legitimidad fundada en el orden legal preexistente sino,
además, la vocación por hacer de ese régimen un sistema capaz de singularizar el mando y la obediencia. En
este contexto, la Sala de Representantes se vació de aquellos personajes que habían hecho de la revolución su
carrera política, fundando su notoriedad o prominencia en el saber y la experiencia acumulados en la cosa
pública, para acoger a sectores más vinculados al poder económico social o a militares y sacerdotes leales al
gobernador. La Legislatura perdió la centralidad que había adquirido inmediatamente después de su creación
en 1821 y con ella la posibilidad de seguir siendo el principal escenario a partir del cual la nueva dirigencia
política ensayaba sus primeras experiencias de gobierno y aprendía la práctica deliberativa propia de ese tipo
de asambleas. La Sala jugó el papel ratificador-adulador del gobernador y, de ese modo, perdió toda
posibilidad de iniciativa y discusión. Al mismo tiempo que Rosas procuró mostrar el apoyo “unánime” a su
figura, no se molestó por ocultar los mecanismos puestos en juego para lograr dicho apoyo. A diferencia de
otros mecanismos más sutiles como el fraude, fundado en técnicas de engaño que se negaba a mostrarse
públicamente, los utilizados durante el régimen rosista expresan los cambios producidos en torno a las
representaciones que fundaban la legitimidad de las prácticas electorales. El nuevo dispositivo creado en
1835 fue exitoso en un punto clave: si el problema que traía consigo el nuevo orden revolucionario era la
incertidumbre derivada de las preferencias de los ciudadanos, Rosas logró reducir ese margen de
imprevisibilidad, un objetivo que los rivadavianos habían intentado alcanzar por medio del dispositivo
deliberativo. Si la deliberación pública en las elecciones era y la legislatura era portadora de la división, sólo
se trataba de suprimir aquella para mostrar, ahora sí, la pública y visible unidad del cuerpo político alcanzada
a través de elecciones canónicas que no reconocían más que un componente de adhesión al jefe del
federalismo. Con la caída de Rosas en 1852, las representaciones en torno al sufragio comenzaron a cambiar
al ritmo de las transformaciones políticas y sociales producidas en la segunda mitad del siglo. Los valores
asociados a la publicidad y visibilidad del acto de sufragar asumieron nuevos contenidos. El fraude comenzó
a ser tematizado en la opinión pública al calor de nuevas prácticas que combinaban la evocación a la libre
deliberación por las candidaturas y el ocultamiento de mecanismos tendientes a adulterar materialmente los
resultados de los votos. El propósito era una vez más, era el de reducir el margen de incertidumbre instalado
con la Revolución y lograr la siempre anhelada estabilidad en un marco de legitimidad política renuente a ser
aceptada por el conjunto de los habitantes del territorio del ex virreinato del Río de la Plata.

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