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Azogue

[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

Pobrecita Alicia. Aunque la razón te decía no puede ser, intuías que siempre es más fácil
recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, intuías que primero está la cárcel,
después se dicta la sentencia condenatoria y por último se comete el crimen; intuías que la herida
sangrante solo sobreviene después del dolor, ¿Pero quién cree en la dichosa intuición femenina?
Nadie, ni siquiera las mujeres. Solo ahora estás segura de que no te equivocabas. Ahora: el día
que cumples veinte años, cuando al levantarte vas a mirarte en la luna azogada del espejo y
descubres, del otro lado, la imagen decrépita de una anciana que babea y te mira a su vez; ella te
mira, la miras, las dos se miran y se ven y piensan que sí, que es cierto, que siempre es más fácil
recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, el
siglo que viene.
FIN
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Casa di Amore e Psyche


[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

Pero qué maravilla, qué maravilla, decía la señora norteamericana ensombrerada. Qué maravilla
Ostia Antica, qué maravilla las ruinas, qué maravilla las columnas, qué maravilla el blanco
resplandeciendo bajo el sol, qué maravilla, qué maravilla. Como la palabra maravilla describiera
igualmente los sarcófagos, los hórreos, las termas, los templos. Qué maravilla. Qué maravilla
todo. Qué maravilla todo menos la Casa di Amore e Psyche. Aquí la norteamericana se calla por
completo. Su verborragia turística y monotemática desaparece. Las flores de su sombrero se
marchitan. En la Casa di Amore e Psyche no hay lugar para las palabras. Qué maravilla.
FIN
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De donde Juan Eduardo Martini (estudiante, 25 años, soltero,
"absolutamente normal" según declaraciones de sus vecinos),
descubre la muda confabulación violenta de los objetos
contra él y decide liberarse
[Cuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

El teléfono sonó una vez, dos veces, tres veces. Descolgué el tubo y me quedé mirándolo. Hola,
hola, conteste, decía una voz del otro lado. Después un clic. Yo miraba el teléfono negro. Hay
teléfonos blancos y teléfonos colorados y algunos muy modernos. Pero el mío era negro. Yo lo
miraba. No iba a colgar el tubo. De pronto estaba cansado del teléfono, harto del teléfono,
podrido del teléfono. No sé por qué. Tal vez porque una voz del otro lado no me bastaba, tal vez
porque de pronto sentía la necesidad de ver y de tocar a ese otro que había dicho nada más que
hola, hola, conteste. Pero si yo contestaba iba a tener que conformarme con la voz, la voz
zumbándome en la oreja y metiéndoseme adentro para decirme cosas que yo entendería. Pero
nada más que la voz. Me levanté, fui al lavadero, busqué un martillo, destrocé el teléfono a
martillazos. Allí se quedaron los pedacitos negros, algunas rueditas, tornillos, esas cosas. A
martillazos. Y me sentí más tranquilo, casi contento. Y me senté en el sillón de hamaca.
Estuve hamacándome un rato largo, mirando los pedazos negros del teléfono negro, las rueditas,
los tornillos, esas cosas. Hamacándome, hamacándome, hamacándome. Hasta que en un
momento me di cuenta de que me estaba hamacando en mi sillón favorito. Mi sillón estaba
debajo de mi traste, yo lo impulsaba y el sillón me hamacaba, me hamacaba, me hamacaba. ¿Por
qué me estaba hamacando? Busqué el serrucho y en media hora reduje mi sillón favorito a unas
maderitas que eché al fuego. El fuego chisporroteó, se puso contento. Como yo, que no tenía más
mi sillón favorito, que estaba contento porque ya no tenía mi sillón favorito.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué se puede hacer en un domingo de lluvia?
Saqué, al azar, un libro de la biblioteca y me puse a leer. Le conflit des interprétations, esos
ensayos sobre hermenéutica sobre Paul Ricoeur. Siempre me gustó la filosofía, y este Ricouer
me interesaba por su problemática del doble sentido que desemboca de las discusiones
contemporáneas sobre el estructuralismo y la muerte del sujeto. Por un rato estuve de verdad
metido en la cosa, hasta que leí esa frase que recuerdo de memoria (La lecture de Freud est en
même temps la crise de la philosophie du sujet tel quil sapparait dabord à lui même à titre de
conscience; elle fait de la conscience, non une donée, mais un problème et une tâche. Le
“Cogito” véritable doit être conquis sur tous les faux “Cogito” qui le masquent). Tenía razón.
Pero justamente porque tenía razón ¿para qué seguir leyendo? Arrojé el libro al fuego, el fuego
se lo comió en un ratito. Era un lindo espectáculo. Busqué los otros libros, y se los tiré uno a uno,
el fuego tenía un hambre loca y yo, a medida que quemaba los libros, me sentía más, más, cada
vez más liviano.
Después, también con el martillo, rompí el televisor.
Pensé en quemar la casa pero me dio lástima, estoy en el piso seis, se incendiarían los cinco de
abajo y los cuatro de arriba, iba a ser una catástrofe, se moriría alguien tal vez y no me gusta que
la gente se muera. Menos aún que se muera por mi culpa.
Entonces salí a la calle. Iba dando patadas a todos los autos estacionados a lo largo de la vereda.
Pensaba en el magnífico espectáculo que ofrecería una hoguera en la que ardieran los cientos de
miles de automóviles de Buenos Aires. Rojo, reflejos de rojo, naranjas, amarillos violentos,
azules y violetas y chapas retorcidas, hierros retorcidos. Pero no, eran demasiados autos para mi
solo, me hubieran devorado, aplastado, hecho bolsa.
Estaba solo y los objetos eran todopoderosos. Inmóviles, mudos, pero todopoderosos. Estaba
solo y las casas eran cada vez más altas, diez pisos, veinte pisos, treinta pisos, cuarenta pisos.
Pronto un edificio de sesenta y seis pisos sobre Leandro N. Alem. Y después serán de cien pisos,
de mil pisos, de diez mil pisos. No sé por qué, pero empecé a sacarme la ropa, aunque hacía frío.
Primero el impermeable, después el saco, después el pulóver, después la camisa, después los
zapatos, después los pantalones. Todo mientras iba caminando. Al principio no me miraron
mucho, después bastante, cuando me quedé completamente desnudo la gente se había
amontonado a mi alrededor, unos se reían, otros estaban serios, una mujer estalló en carcajadas
histéricas, señalándome la ingle y sus alrededores; otra dijo algo así como “asqueroso
exhibicionista”, al fin un policía me cubrió con su capote y me llevó a la seccional. Me dolió no
sentir más las frescas gotas de lluvia sobre la piel.
Ahora estoy en Vieytes. Cada vez que puedo me desnudo, pero no me dejan, me visten a la
fuerza. Les digo que estoy bien, que me siento bien; el médico se asombra porque puedo
mantener conversaciones razonables, hablar coherentemente de política, de cine, de fútbol. Lo
que no entiende es que no quiero saber nada con las cosas, que insista en comer con las manos,
en dormir en el piso y si es posible al aire libre y sin la menor prenda encima, en romper todos
los objetos que dejan a mi alcance, esos símbolos de utilidad que a fuerza de ser útiles se me han
hecho tan inútiles. Trato de explicar que las cosas que sirven no sirven, pero es entonces cuando
menean la cabeza, los médicos y las enfermeras, y me palmean y me dicen “tranquilícese,
amigo”.
FIN
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El rulo
[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer


Maqué Bonavena niqué nocauténico n´el sestorrún; mucha spetativa y despué puro amague, niún
punietazo como la gente. Menomal qu´el segundo asalto stuvo mejor y el brasilero ledió con toda
y el Ringo reasionó y le metió un isquierdún n´la jeta que bueno bueno; despué siguió n´el
tersero bastante bien, el negro se las traía y encajó l´isquierda en cros y meta derecha demientra,
pero Bonavena lo calsó coún gancho la mandíbula y ahí s´empesó ver lo qu´es bueno. N´el
cuarto otro derechaso de Ringo y el brasilero buscó el blinch; n´el quinto ya noavia nada queaser:
Pires quedo chomosca y al rincón y meta campana. Y Gómes dijo tonses que no seguía la pelea y
subió l´médico y chamuyaron un cacho n´el rincón y a la final dijeron qu´era nocauténico de
Bonavena n´el sestorrún.
Stá bien, yo no viá desir que no stá bien: el Ringo sabe peliar. Pero lo qu´es yo salí del Lunapar
con una cosa quí n´la garganta y me fui a sentar n´un banco de la plaza Roma; despué me dí
cuenta qu´era lástima, tenía lástima del brasilero, pobre negro, quedó más jetón de lo que lo iso
su madre. N´hay caso, yo no sirvo pa estas cosas.
FIN
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Gallina
[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

¡Como para no sorprenderse! Marta entró con una gallina negra debajo del brazo. Pero Marta,
vos estás cada día más loca, para qué traes esa gallina. Y Marta te respondió simplemente: hace
mucho que no comemos gallina. Contra la lógica femenina no se puede hacer nada, pensaste, y
sin embargo tu lógica masculina te obligó a decir hubiera sido mejor comprarla muerta, pelada y
eviscerada, no cuentes conmigo para eso que tengo sueño y me voy a dormir. Y te fuiste a dormir
y recién ahora, con doce campanadas lúgubres, te despertarás pensando quién va a matar a ese
animal estúpido. Y te incorporás diciendo Marta, quién va a matar a ese animal estúpido. Pero
Marta no está a tu lado. Marta, dónde te has metido, mujer. La luz de la luna llena entra por la
ventana abierta de par en par. Te levantás para cerrarla y luego buscar a Marta en el interior de la
casa pero no, no necesitarás buscarla porque allí, en el centro del jardín, entre las inocentes
margaritas, está tu mujer degollando al ave temblorosa y alzándola muy alto para que la sangre
caiga sobre sus párpados, sobre su frente, sobre sus mejillas, para que penetre entre sus labios
entreabiertos, para que se deslice sobre su cuello, sobre sus hombros, sobre sus senos; allí está
Marta cubriéndose de plumas negras, Marta primero canturreando e imitando torpemente un
vuelo hacia cualquier parte, hacia todas partes, hacia ninguna parte, hacia un desconocido lejano
sabbat del que no participarás nunca.
FIN
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Recomendaciones a Sebastián para la compra de un espejo


[Cuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

Mire, Sebastián, es en la calle Juncal. Venga, acérquese; voy a decirle el número al oído -es
mejor que nadie lo sepa, hay secretos que conviene guardar muy bien-. Bueno. Usted entra en la
boutique y pregunta por la señora Hipólita. Le dirán que no está. Pero no se aflija, Sebastián.
Sugiera que va de parte de mistress Murphy y ponga cara de inteligente. Le harán un gesto de
complicidad y lo llevarán a la trastienda. Abrirán una puertecita escondida entre los brillantes
vestidos que cuelgan, inmóviles pero vivos, de una increíble cantidad de perchas doradas. Podrá
entonces ingresar al cuarto de los espejos. La señora Hipólita, que adora a los muchachos
desgarbados como usted, le ofrecerá un cigarrillo. Acéptelo, Sebastián, acéptelo y aspírelo con
delectación, porque sin duda será un cigarrillo egipcio con una pizquita de opio. Después
contemple atentamente la colección de espejos, emitiendo de vez en cuando una interjección
oportuna y discreta. Nada de exclamaciones altisonantes, a pesar del asombro. Y tenga en cuenta
que en ningún momento hay que pronunciar la palabra “mágico”, porque se supone que usted ya
sabe que todos los espejos lo son, y en especial los de la señora Hipólita.
Fíjese en ese, Sebastián. Sí, en ese, el ovalado con marco de plata. Todos los días, a las seis de la
tarde, refleja a Rachel en su estupenda interpretación de “Phédre”. Es magnífico, ¿eh? O aquel
otro, tan profundo en el misterio de su azogue, tan rico en las volutas rococó que lo rodean. No
niego que es maravilloso. Pero no se lo aconsejo, porque al sonar las doce campanadas de la
medianoche muestra a un oficial de húsares de Grodno asesinado por su novia vampiro. ¡Brrr!
Mejor es el que está a su derecha; menos morboso y sumamente eficiente. Hasta educativo:
imagínese: a las seis de la mañana deja ver a las damas mendocinas bordando una bandera. Es un
espejo quizás demasiado madrugador, claro, pero tan patriótico como un discurso de fiesta
cívica. En fin… hay que reconocer que la señora Hipólita tiene una colección fabulosa. Espejos
teatrales, pasionales, históricos… También tiene los que reflejan el futuro, pero solo los muestra
previa presentación del certificado de buena salud, porque una vez tuvo problemas con el
profesor N. El pobre era cardíaco y… bueno, usted sabe el resto, salió en todos los diarios.
Lo importante es que usted, Sebastián, puede comprar el espejo que más le interese. Los precios
son exorbitantes, es cierto, pero no cualquiera puede darse el lujo de poseer cosas así. Además, si
sonríe usted como lo está haciendo justamente ahora, no dudo que la señora Hipólita le hará una
rebaja o le dará felicidades. Es una mujer muy tierna, muy sensible, muy maternal a veces.
Aunque tan arrugada que… pero eso no viene al caso. Elija el espejo que prefiera. Deje su
dirección, y mañana mismo lo enviarán a su casa. ¿Un consejo? No lo coloque en el living ni en
el escritorio ni en ningún lugar por donde pase mucha gente, porque sus amigos son muy
convencionales, muy burgueses, y el espejo puede reflejar algo irritante, impropio para la gente
decente. Suponga que se le ocurra comprar el espejo de Paolo y Francesca…
¿Qué diría su abuelita materna, Sebastián, que va a misa todos los domingos? No, hay que tener
cuidado, hay que ser respetuoso de las convicciones y de la moral de los demás. Yo le sugeriría
(y perdóneme el atrevimiento), que ponga el espejo en el altillo, con otros trastos viejos. Más
todavía: que lo cubra con algún paño opaco. Y otra cosa aún, la más importante de todas: con los
espejos de la señora Hipólita es imprescindible ser puntual. Puntualísimo. Si no llega usted a la
hora exacta, no verá el espectáculo. Ni Rachel declamando, ni húsar sangrando, ni damas
mendocinas bordando, ni Paolo y Francesca fornicando (perdón otra vez, hay palabras que
realmente no suenan muy bien). Si llega tarde solo verá su propia cara, la misma de siempre,
Sebastián, tan angulosa, tan mística. Pero eso es lo de menos. Lo grave sucede cuando la
curiosidad lo impulsa a apurarse y lo obliga a llegar demasiado temprano, para averiguar cómo
prepara el espejo su “mise en scène”. Eso puede ser fatal, porque los espejos no toleran la
curiosidad. Y sucederá que, al arrancar el paño que lo cubre y enfrentarlo, se encontrará usted
con que está vacío, con que no refleja nada, con que su imagen en el espejo no existe y por lo
tanto, claro, usted tampoco. Es una platónica verdad. Al no verse en el espejo, sin duda se llevará
usted las manos a la cabeza, en un gesto de terror y asombro. Pero como usted no existe,
descubrirá que no tiene manos ni cabeza. Intentará salir corriendo pero tampoco le será posible,
pobre Sebastián, pues tampoco tendrá piernas. Y se quedará por siempre allí, atrapado en un
espejo vacío que alguna vez retornará a la colección de la eterna señora Hipólita y reflejará, para
otro cliente como usted, joven y desgarbado, la imagen ascética de Sebastián, oh Sebastián
pálido de terror, solo durante un minuto y a la hora en que se pone el sol.
FIN
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La nochebuena de Maritornes
[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

Maritornes trajina en la venta yendo de un lado para otro, seguida por las pullas de los arrieros y
las insolencias de los soldados. Está acostumbrada, y si bien en comparación con su vida son
dulces las tueras y sabrosas las adelfas, ni una queja sale de sus labios. Es humilde sin rencor,
trabajadora sin odio, sirvienta sin hiel.
La noche del veinticuatro de diciembre es azul, gélida, estrellada. Maritornes enciende el fuego.
Crujen las ramas verdes y un humo blanco se eleva rápidamente; después las llamas se lo tragan.
Dos o tres chiquillos arrojan castañas y bellotas a las brasas. Estallidos y carcajadas infantiles.
Maritornes ríe también. Le es fácil reír en Nochebuena, porque es Nochebuena y porque además
tiene concertado refocilarse, al dormirse los amos y sosegarse los huéspedes, con un estudiante
joven y, limpio, de miembros finos y ensortijados cabellos rubios. El estudiante no sabe nada,
pero Maritornes está segura de que no rechazará un cuerpo cálido en la cama fría. Sobre todo
porque en la oscuridad no se percatará de su boca desdentada por la sífilis, de sus cejas peladas,
de su nariz roma, de sus ojuelos velados por un humor acuoso que destila constantemente. Y
Maritornes ríe, ríe ante los insultos del mesonero Juan Palomeque, ante las palmadas de un
arriero rijoso. Las risas arrecian cuando un recién llegado, mozo de mulas, empieza a contar a
gritos que, después de recibir todos los sacramentos y abominando con eficaces razones los
libros de caballería, ha muerto don Alonso Quijano, que tanto tiempo estuviera loco y recorriera
caminos con el nombre de don Quijote, creyéndose caballero andante. Maritornes recuerda muy
bien su escuálida figura, y también el mofletudo rostro de su escudero Sancho. Recuerda la
noche en que el herido caballero llegó a la venta, confundiéndola con un castillo. Recuerda que
iba ella a la cama de Sancho, cuando sintiola don Quijote y la atrajo hacia sí, diciendo que era de
cendal su camisa de arpillera, de perlas orientales las cuentas de vidrio que traía en la muñeca, de
hebras de oro de Arabia sus cabellos cochambrosos recogidos en una albanega de fustán.
Recuerda que la llamó “señora y doncella”. ¡A ella, a Maritornes! Es como para reír. Pero la risa
se transforma en lágrimas y Maritornes llora.
Mucho después de la medianoche, con tácitos y atentados pasos, Maritornes entra en el aposento
donde se aloja el estudiante. Se siente como pensada por don Quijote: joven, doncella y hermosa.
Acerca el candil al lecho y contempla al mozo dormido. Es muy distinto del hidalgo manchego.
Enjuto, bien conformado, casi un niño. En el suelo están el espadín, el birrete, la golilla, los
escarpines, las calzas, la casaca y la camisa. Maritornes recoge y ordena todo. Después suelta los
cabellos. En ese momento se siente más agraciada que Oriana, más inquietante que Urganda la
Desconocida. Sus pies son dos palomas blancas, su cuerpo el surtidor de una fuente, sus ojos dos
estrellas negras. Y las lágrimas que llora todavía, mientras se mete en la cama del estudiante, son
lágrimas de agradecimiento al Caballero de la Triste Figura, que por segunda vez en su miserable
vida le ha regalado belle
FIN
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Vaca
[Minicuento - Texto completo.]

Eduardo Gudiño Kieffer

Dicen que tiene una mirada tonta pero no, no es así, los que dicen eso mienten o no saben ver: es
una mirada serena, larga, dulcísima, esa mirada que carece de un color definido y que por eso
mismo tiene todos los colores. Mirada bovina, sugieren algunos con un tonito peyorativo que es
mejor ignorar o pasar por alto ya que uno sabe que en realidad son incapaces de comprender, y
uno vuelve a casa todos los días para encontrar esa mirada que es vehículo y a la vez envoltura
protectora, uno vuelve para sentirse consolado, calmado, sereno, alimentado; uno vuelve todos
los días todos los días todos los días desde hace más de diez años; uno vuelve todos los días
hasta que un día es el último día, cuando la mirada no está, ha desaparecido, se ha ido; cuando
uno busca desesperadamente su calorcito acostumbrado y no lo encuentra, cuando uno empieza a
sentir frío y al final, sobre la mesa de la luz, ve la carta y abre la carta y lee la carta y la carta dice
me voy con Carlos, por lo menos él me trata como a una mujer, no como a una vaca.
FIN
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