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La soga, Esteban Valentino

1ra. ed. - Buenos Aires: Del Eclipse, 2006. 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. I. Título

Esta historia comienza con una codicia

Castilla, 1226

Uno

Aconteció en días que la memoria se resiste a convocar más por lo desdichados que por
su lejanía- que el Hombre Cruel salió a recorrer sus dominios de oscuridad y tristeza. El
Hombre Cruel desconocía el arrepentimiento y la piedad, y ninguna duda nacía en su
corazón cuando veía el mal que había sembrado, en años de señorío, sobre aquel
territorio. Su breve viaje sólo tenía por fin solazarse en la contemplación de sus riquezas,
sus tierras, sus siervos. Con ellos solía agregar algunas gotas a sus mares de indignidad,
humillándolos, haciéndoles sentir lo desnudos que estaban ante el inmenso poder del
Hombre Cruel.

Esa mañana fue el turno de Lorenzo, un joven que sudaba en campos arrendados,
cercanos a los bajíos, malos para la labranza, pero a los que el esfuerzo cíe su inquilino
había vuelto tenuemente productivos. Como con todos los campesinos que vivían en sus
fincas, el Hombre Cruel mostraba su magnanimidad cobrándole apenas la mitad de lo
cosechado a cambio de permitirle laborar en sus posesiones.

Pero no eran las espigas el logro de Lorenzo que el amo más anhelaba. No. El muchacho
había entregado su corazón a Isela, quien le correspondía con una urgencia y abundancia
que le habían dado fama entre las mujeres de la región. El Hombre Cruel envidiaba esa
alegría ajena. No era tonto y sabía que la pasión de la que gozaba tan a menudo tenía más
sabor a dinero que a entrega verdadera. A la vista de Lorenzo, guadaña en mano, renovó
la ira que sentía contra cualquiera que disfrutara de lo que él no disfrutaba. Espoleó su
caballo hasta ponerse a tiro de palabra.

--Buen día tengas, Lorenzo.

--Buen día tenga usted, señor.

--Veo que estás preparando el campo para una nueva siembra.

--Eso está muy bien, hijo mío.


--Se hace lo que se puede, señor.

El Cruel miró sus ricos terrenos cercanos a los de Lorenzo y una luz de inteligencia
atravesó su mirada.

Estuve pensando, mientras te veía de lejos tan apegado a quitar la maleza, ¿no te
vendría bien trabajar también los campos del arroyo, que no tienen ahora quien los
arriende?

Al joven se le iluminó la cara. El doble de trigo podría sacarle a esas tierras. Ocurre
con los espíritus alejados de la maldad, que no sospechan la trampa detrás de la mano
extendida.

--¡Nada me vendría mejor, amo! -casi gritó con una incredulidad que no le cabía en el
alma.

--Pero no será sencillo ganártelos, Lorenzo. Varios de mis mejores me han pedido esos
terrenos. Sin embargo, si dentro de dos días, al volver yo a pasar, los encuentro sin una
brizna de mala hierba, te los daré a ti. ¿Serás capaz de hacer esto?

--¿Dos días, señor?

--Dos días, Lorenzo.

--Tendría que trabajar día y noche con todas mis herramientas.

--Seguramente. Pero si no te sientes capaz, sé sincero conmigo. Siempre habrá quien lo


pueda intentar.

--No, no. Yo lo haré. Sólo que no tengo aquí lo que requiero y volver a mi casa por mis
cosas me quitará al menos media jornada.

--No tengas cuidado por eso. Yo puedo cabalgar hasta tu casa, si le escribes una nota a tu
mujer rogándole que me entregue todo lo que necesitas. Deja eso por mi cuenta. Toma mi
pluma y este papel.

--Señor, nunca podré agradecerle...

--Ya, ya, no lo menciones más y escribe esto que te dictaré. ¿Cómo le dices a ella en tratos
de familiaridad?

--Nada especial: Isela mía.


--Bien. Empieza así: “Isela mía, entrégale al señor todo lo que él te pida. Ya te explicaré
más tarde el porqué de este extraño pedido. Es una sorpresa que nos llenará de
felicidad...”

Lorenzo escribió sin ver más allá de las nuevas cosechas que vendrían. Y el Hombre
Cruel partió, nota en mano, a agregarle una nueva herida a la mañana.

El sol era ya una certeza plena en el centro del cielo, cuando el Hombre Cruel dio voces
en la casa de Lorenzo. Isela salió a recibir al dueño del suelo que pisaba.

--Hola, muchacha, ¿sabes quién soy?

--Claro que sí, señor. Usted es el Amo.

--Bien. Yo también sé de ti, así que nos ahorraremos las presentaciones.

--Acabo de hablar con tu marido y hemos llegado a un acuerdo beneficioso para todos.
Pero te toca a ti la parte, digamos, más importante de nuestro... convenio. Aquí tengo una
nota escrita de puño y letra por Lorenzo, que te lo dice más claramente que mis torpes
palabras.

Y el Hombre Cruel extendió el breve mensaje del dueño del corazón de Isela. La joven,
que había aprendido las letras de lo poco que sabía su marido, reconoció la letra
tambaleante de Lorenzo. Leyó lo que le pedía su hombre, pero mejor leyó en los ojos de
quien le entregaba el papel. Ya intuía la respuesta, cuando preguntó.

--¿Y qué desea el señor que yo le entregue?

El Malvado no habló por varios segundos, disfrutando del temor que notaba en la
muchacha. Finalmente, le contestó, mirándola fijamente:

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--A ti.

--Señor, el hijo de Lorenzo vive en mi vientre.

--No importa -respondió él-. Parece que no estás bien predispuesta a cumplir lo que aquí
se te pide. Si esa es tu intención, no tengas dudas de que Lorenzo pagará con su vida el
incumplimiento que se me hace. El señor no tomará más que una carne sin alma.

--No busco otra cosa —reafirmó el Amo con una sonrisa.


Los pájaros callaron esa mañana; las nubes cubrieron el celeste; las hojas de los árboles
abandonaron su vaivén; y nada fue igual desde entonces. Dos de los servidores del
Hombre Cruel tomaron las herramientas del cobertizo y marcharon hacia donde
aguardaba la confianza, la estúpida confianza de Lorenzo. El resto de ellos quedó en el
exterior de la casa, protegiendo la mentira que ocurría tras las paredes. El Cruel amortiguó
su envidia y regresó al cuidado de su castillo. Los aprendices de impiadosos que lo
acompañaban reían ante la astucia del Amo.

Isela no quiso tocarse una brizna de piel, ni pasarse un trapo húmedo sobre las manchas
de semen. Así como la dejó el Dueño, marchó hasta el cobertizo y escogió la mejor soga
que encontró, la más firme, la más implacable.

Cuando dos días más tarde, al regresar a su casa, Lorenzo encontró a Isela colgando de
una viga y la nota sucia de polvo bajo su cuerpo más ensuciado aún, supo,como si se lo
estuvieran contando, lo que había pasado en ese escaso tiempo de ausencia, y entendió
de golpe la inesperada generosidad del Hombre Cruel. Bajó a su amada mientras le
limpiaba la cara con sus lágrimas. La cobijó esa tarde bajo la tierra, sabiendo que también
cobijaba el futuro de su sangre, y se marchó.

Llevaba en su bolsillo un pedazo de la soga que apuró el fin de todo lo que amaba.

Se veía en sus ojos la violencia.

Dos

Sabía Lorenzo que, comparada con el gran poderío del asesino, su ansiedad de
venganza solitaria no era suficiente. El Cruel viajaba siempre con grandes precauciones, y
Lorenzo no quería correr el riesgo de fallar. No, no era ese el camino. Otros senderos
debería recorrer el castigo para alcanzar al humillador de Isela. Tentó a algunos de los
muchos lastimados por el Amo, pero sólo encontró temor y silencio.

Una noche, al abrigo del fuego, bajo el cielo, imaginó sus brazos arrojando una flecha
mortal sobre el

Odiado. Recreó su agonía, pensó de mil maneras el final del Cruel y descubrió asombrado
que nada de eso calmaba el incendio que lo quemaba por dentro. Se encontró, de pronto,
gritándole a la oscuridad.

—¡Si tampoco es ese mi camino, dime cuál, Señor! ¡Callaste ante el crimen! ¿Lo harás
también ante la justicia?
Pero la noche, como casi siempre, nada dijo. Este silencio, más que la larga jornada, lo
hundió en la fatiga. Tomó entre sus manos el trozo de soga que cargaba entre sus ropas y,
así, con ella apretada contra el pecho, le llegó el sueño.

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Y en el sueño, soñó.

Soñó que deambulaba por un mar de agua seca que golpeaba su cuerpo, pero que
no lo mojaba. Ni la más delicada humedad se pegaba a su piel. En el fondo de ese mar,
había una puerta que sólo se podía atravesar cuando estaba cerrada. Lorenzo lo hizo. Una
infinita llanura lo esperaba; hizo miles de pasos, sin apartarse más que unos cuantos
centímetros de la puerta. Exhausto, dio un paso más, antes de caer en la cima de un
monte de nieve y alturas. Comenzó a bajar porque no había otro camino. El descenso lo
llevó hasta una prisión. Inundado de rejas estaba el sitio y en cada reja había tallada una
letra. Lorenzo recorrió los muros con sus hierros y supo, de pronto, que no era necesario
entrar, que las prisiones son para no salir, y entendió que las rejas eran el mensaje, el fin
de su andar. Leyó lo que decía el metal. Esto decía:

“Él comparecerá ante mí. Y yo diré lo que deba decir en su momento. No te basta. Lo sé.
Bien. Ven tú también. Te espero. Algo nos diremos. En algún lugar está la paz. Y tu paz no
es una muerte. O no es solamente una muerte. El comparecerá y entonces te escucharé.
Su sangre pasará a sus hijos y ellos tendrán descendencia. Y así será siempre. Pero habrá
quien no pueda trasladar su semilla. Habrá el que será el último. Entonces, llegará tu
tiempo y tu justicia. Ven. Te espero”.

Al despertar, Lorenzo había aprendido que la venganza es larga y dolorosa.

La soga parecía satisfecha.

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Tres

Años estuvo Lorenzo alejándose de sí mismo, haciéndose tan distinto a Lorenzo, que
ni la propia Isela podría haber reconocido en ese despojo harapiento al joven viudo que
deambulaba por el reino con su recuerdo a cuestas. Finalmente, se volvió una figura
habitual entre los muchos mendicantes que atravesaban los dominios del Cruel; un punto
esperable del paisaje. La barba y el pelo, tras años sin saber de navajas, habían crecido
hasta darle la apariencia de la locura. El caminar encorvado y la ropa sucia y raída
completaban la imagen de decrepitud. Ya nadie ligaba a ese viejo con el joven campesino
que estaría masticando su odio contra el Amo, en territorios más amables. Pero el
pordiosero, en la soledad de sus barracas inmundas, levantaba carros con sus brazos y
corría por las noches compitiendo contra los lobos, que lo sabían un enemigo de cuidado.
Subía y bajaba de los árboles y había aprendido a pasarse horas mirándose con una
serpiente, los dos alargados sobre el pasto. A veces, el reptil intentaba un ataque contra el
animal humano que lo desafiaba, buscándole la garganta. Pero la mano de Lorenzo
llegaba siempre antes. Miraba a su rival con algo parecido al orgullo en sus ojos y arrojaba
lejos a la serpiente para que supiera que no era con ella la deuda.

Su idea era ser una sombra, un aire en el aire. Eso haría que el motivo de su odio se
descuidara, que sus protectores perdieran sus certezas por unos segundos. Era todo lo
que necesitaba su sed de sangre. El destino posterior de sus huesos lo tenía sin
cuidado. Sólo respiraba porque esos segundos estaban en el posible futuro. Vivía para un
salto, para una cuchillada.

Casi trece años después de la muerte de Isela, le llegó la oportunidad. Contaba


entonces Lorenzo con treinta y seis años sobre sus espaldas y el Cruel había superado ya
con largueza los cincuenta. Tenía pues el hombre joven la ventaja de sus músculos tensos,
preparados -desde aquella noche junto al fuego- pa-

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ra la justicia. Sabía que la reparación se le había prometido para otra edad, pero confiaba
en un error del destino. Su puñal siempre afilado, jamás mellado por carne alguna,
aguardaba en la cintura a que lo convocara su dueño. Su justificación latía en un solo tajo
y el puñal no quería fallar.

Aquella tarde, marchaba hacia el crepúsculo. En la llanura que empezaba frente a la


taberna, sólo sobresalía la figura del anciano que desde hacía años causaba risa a los
parroquianos. Los cascos de los caballos llegaron antes que los caballos; los caballos, antes
que los jinetes; los jinetes, antes que el miedo que producía la presencia del Poderoso. Los
servidores descabalgaron para cuidar la puerta. El viejo loco no contaba; el viejo sucio era
apenas algo más que una piedra y no se le teme a las piedras. A su costado desmontó el
Cruel y quedó un segundo dándole la espalda a Lorenzo. Era lo que esperaba. Su diestra se
hizo un solo objeto con el cuchillo. No buscó el amplio torso del Dueño. Sabía de cueros
trenzados que podían impedir el ingreso de filos más terribles que el suyo. Buscó la
garganta, el sendero seguro al único destino que le importaba. El puñal desgarró lo que se
le ordenaba y la tierra se volvió roja. Lorenzo quedó de pie sobre el cuerpo de su enemigo
hasta que le cayeron encima siete alguaciles. El vengador no ofreció resistencia. Lo que
debía hacer ya lo había hecho. Ahora podía ir en paz a reunirse con Isela. Una lágrima de
felicidad empezaba a recorrer los pelos de su cara cuando una carcajada quebró la
penumbra y su certeza de triunfo.

--¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que es odio! Quién sabe hace cuánto que cumple su papel de viejo
inútil solamente para poder dar ese salto de gato joven y esa cuchillada de soldado
experto. Debes odiarme sin un segundo de pausa, mi desconocido amigo. ¡Córtenle pelo y
barba! Que no se presente ante su Creador con esa traza.

Así fue hecho, sin escatimar dolores en el prisionero. La cara limpia llena de heridas, el
pelo mal cortado, dejaron al aire un rostro sombrío que ya todos habían olvidado. Los
parroquianos salie-16 ron de la taberna y ahora, de pronto, el pasado les caía como una
culpa. Pero el Amo disfrutaba. El Amo tenía otra vida a su alcance.

--Lorenzo, esto es en verdad una sorpresa. Te hacía borracho en otras tierras, tratando
de olvidar a una muchacha que cuelga del techo. Y no. Todo este tiempo estuviste delante
de mis narices, esperando, sólo esperando. Debo decirte que no dejo de sentirme
admirado. ¿Cuántos años? ¿Trece? Sí, trece. Trece años preparando la muerte de este
pobre infeliz, que hace tiempo toma mi lugar cuando viajamos. Bueno, hizo bien su
trabajo. Una pena que su trabajo fuera morir. Una pena que su trabajo fuera igual a tu
futuro.

El Cruel giró sobre sí y dirigió su cuerpo hacia la puerta, protegido por varios de sus
hombres, mientras Lorenzo veía alejarse la paz de su final. Antes de perderse en el
interior, oyó la última orden del asesino de Isela:

--Mátenlo.

Uno de sus captores tomó el puñal de Lorenzo del piso y le regaló al metal la segunda
sangre en tan breve tiempo. No se ocuparon de recoger los cuerpos. Únicamente cuando
el Amo y los suyos se marcharon, el tabernero y algunos otros los llevaron al monte y los
sepultaron. Y clavaron una cruz en las sepulturas. Pero antes, sin que nadie lo advirtiera,
una mano sin nombre tomó el trozo de soga de entre las ropas de Lorenzo y la
guardó. Muchos, muchos años más tarde, cuando ya esa única cruz era una maleza más
en la llanura poblada de maleza, el Amo sintió que la partida le llegaba. Mandó traei al
obispo, que le otorgó el perdón de todos sus pecados y lo dejó limpio, listo para enfrentar
al Señor cara a cara. Murió a la mañana siguiente y fue sepultado en tierra consagrada,
rociada con agua bendita, bajo una cruz de oro que llevaba una inscripción:
HIC VIRTUS REQUIESCAT

(Aquí descansa la virtud, quiere decir.)

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Esta historia continúa con una ausencia

Buenos Aires,

Argentina, 1977

“Estarás conmigo para siempre, mi niño. Aunque no tengas madre. Aunque yo sea mujer y
hombre para

vos, aunque yo tenga pollera y pantalón para tus ojos buscadores, estaremos juntos para
siempre. Yo te

guiaré en tus primeros pasos. Te apoyarás en mí frente a tus dudas y tus temores.
O mejor aún, te haré libre

de temores. Sin miedo cruzarás las noches. Te entrenaré para la fuerza. Para la victoria
serás. Te llamarás César, porque atravesarás ríos de decisiones y presagios terribles, sin
que tiemble tu alma. Te daré una madre de papel. Que nos habrá dejado porque una
pasión la inundó de prisa a tus pocos meses. Y te enseñaré a abofetear su ausencia. Sabrás
de ella 19 de a poco, y de a poco la iré desnombrando. El resto lo harán vos y las amorosas
madres de tus amigos, que te servirán tostadas y envidia sin saberlo.

Entonces, seremos los dos.

Entonces, estaremos mejor solos.


Solos. Ningún recuerdo rozará esta casa, ninguna mención.

El doctor Atilio Nardioni ha criado a su hijo solo. ¿Por qué no se ha vuelto a casar,
doctor? Tan joven y con un niño. Por nada en especial, mi querida señora. Le he dedicado
tanto a mi hijo, que no me ha quedado tiempo para el amor. Ay, doctor, ya no quedan
padres como usted. Exagera, señora, cuántos hombres habrían hecho lo mismo en mi
lugar.

Y te llegarán esas voces, querido. Por algún lugar te llegarán. Y te sentirás ceñido a ese
hombre de todos los días, a esa imagen que habré creado como un tejedor.

Nada sabrás. Nada tocará tu memoria de vientre ajeno. No me interesa la suerte de ese
vientre, de esos pechos de cuarenta días; y nada te importará, porque nada sabrás. Has
nacido César Nardioni y eso leerán en tu lápida los que te lloren en la lejana mañana de tu
adiós, cuando yo ya sólo sea recuerdo del recuerdo. En la sombra naciste y yo te rescaté
para que iluminaras mis días de culpa. Dios me ha de entender. Dios entiende de estas
fortalezas.

Ahora, dormí. Dormí. Ya no habrá teta al despertar. Es tu primer crecimiento.


Aprenderemos. Sí, aprenderemos. Aprenderemos.”

Aluminé, Neuquén, Argentina, 1992

César miraba por la ventana cómo la nieve iba cayendo, de a poco, sobre los autos que
descansaban en la calle y sobre la calle misma. A lo lejos, apenas se adivinaban las moles
ligeramente aterradoras de la cordillera, y sintió el suave estremecimiento que lo
golpeaba siempre que se animaba a llevar sus ojos más

allá del pueblo. Aunque hacía casi nueve años que transitaba aquel paisaje de montañas,
silencio y soledad, no terminaba de acostumbrarse a las sombras que lo
rodeaban. “Claustrofobia del aire libre”, pensó con una sonrisa.

Con casi catorce años, César se permitía juegos de ingenio que no eran habituales en los
chicos de su edad. Los granos estaban allí, las escapadas a las tareas que le imponía su
padre también; pero tal vez la ausencia de madre le había hecho nacer una especie de
apuro de la inteligencia que no necesitaban los demás chicos del pueblo. El pelo castaño
con reflejos rubios cayéndole desordenado sobre la frente funcionó como recordatorio,
porque lo volvió al universo de lo cotidiano. Si tenía que pasarse la palma de la mano para
despejar la cara, sería también que su padre estaba por volver. Carmelita ya tendría
preparado el café con leche. El olor a tostadas subía al primer piso, en donde la nariz de
César lo esperaba con placer.

El doctor Nardioni estacionó su camioneta frente a la casa y miró para arriba adivinando
la figura de su hijo detrás de los vidrios dobles, puestos para que el frío del invierno fuera
algo más amable cuando cerraran la puerta. Las botas del hombre se hundieron en la
nieve, pero no dejó de sonreír mientras miraba hacia el piso superior y se esforzaba por
alcanzar la entrada. César escuchó la llave girar en la puerta y supo que debía bajar. Pocas
cosas 20 21 le exigía ese hombre de pelo escaso y hombros ya algo vencidos dentro del
perpetuo delantal blanco; su presencia por la tarde, cuando llegaba a la casa, era una de
ellas. Y no le costaba al chico cumplir con ese ritual. Su historia de soledad había forjado
una cercanía que los dos apreciaban. Así es que el doctor encontró, como siempre, como
todos los días, la sonrisa de su hijo cuando se sacó el delantal y lo colgó en el perchero.

--Hola, pa.

--Hola, hijo— respondió el hombre. Un brazo adulto rodeó unos hombros adolescentes,
un brazo adolescente atravesó una cintura algo abultada; y así, entrelazados, entraron al
comedor donde Carmelita ya había dispuesto la merienda de siempre: dos cafés con
leche, tostadas de pan francés, mermelada de moras y manteca.

--Buenas tardes, Carmelita.

--Buenas tardes, don Atilio— respondió la muchacha.

Hubo una tarde, hacía ya un par de años, una escena idéntica, en la que César se había
animado a contarle a su padre una idea que le había estado dando vueltas; tenía que ver
con su profesión, con los amigos poderosos que sabía tenía en la Capital, y con los
habitantes de algunas comunidades mapuches que se acercaban a veces hasta el hospital.

--Viejo —le dijo— vos me contaste varias veces que a cada rato aparecen enfermos que
bajan de la montaña, que no tienen un peso, y que el hospital no tiene remedios para
ellos, ¿no?

--Sí, es así. Nunca sé qué hacer con ellos.


--¿Y si hablas a Buenos Aires y le pedís a tus amigos que manden remedios? Seguro que si
les explicas para qué los necesitas, no te los van a negar.

El hombre sonrió con algo de tristeza, pero no descartó la idea; aunque imaginaba
otros motivos para darle curso a un pedido semejante entre sus contactos capitalinos.

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--No creo que me manden nada de puro buenos. Pero es cierto que si dan a conocer su
obra, les puede servir de “publicidad”. No es mala idea la tuya.

No, no era mala idea; y fuera por lo que fuese, funcionó. Ahora, dos años más tarde,
las cajas llegaban puntualmente a Aluminé. El doctor había dispuesto qu.e para el uso de
los medicamentos tuvieran prioridad los que llegaban desde los alrededores y el sobrante
se destinara a los habitantes del pueblo; y todos habían aceptado la decisión.

Dos años más tarde, el hijo no tenía ideas que aportar; solo la pasaba bien con su
padre. Afuera había dejado de nevar. Sin embargo, el frío seguía allí, como un derecho del
aire.

La nieve era inseparable del pueblo en invierno, pero César se había entendido con ella
desde el principio.

No era que jugara especialmente con su consistencia de algodón húmedo o que elaborara
muñecos de inspiración cinematográfica, ni nada parecido; simplemente la transitaba
como si hubiera sido su elemento desde siempre. Esa mañana, mientras iba para el
hospital, pensaba en Celina. Es extraño, pero a veces, sin saber cómo, las ganas se
transforman en una figura; así, de pronto, se sobresaltó.

--Vas pensativo— dijo la chica.

--¿Qué? ¡Eh! Ah... Hola, Celi —respondió César—. Trataba de recordar si había puesto en
la caja todo lo que me pidió mi papá que le llevara.

El doctor guardaba en su casa muchas de las drogas que conseguía gracias a sus
influencias, y no era extraño que en algún momento del día le pidiera a su hijo que le
acercara el remedio

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que necesitaba un enfermo. En los últimos meses, había aumentado el número de


pacientes provenientes de las comunidades cercanas, y don Atilio casi no guardana
medicinas para los habitantes del pueblo. Aluminé apreciaba esa rigidez de su hombre
más respetado. Celina, como todos, conocía el papel que cumplía el hijo del médico en esa
precaria cadena de salud. Quiso tranquilizar a su amigo.

--¿Alguna vez te olvidaste de algo?

--No, creo que no.

--Entonces, hoy tampoco. Dale, te acompaño. Y si tenes que volver, también. César
agradeció desde el silencio. Le gustaba hablar con Celina. Le gustaba caminar junto a
Celina. Bah, le gustaba Celina. No era difícil la palabra con ella. Sobre todo porque la
muchacha no le tenía miedo a su curiosidad y la vestía de preguntas.

-- Nunca me hablaste de tu mamá.

César miró a su amiga sabiendo que nada sacaría con eludir la frase descaradamente
interrogativa, que luego, en algún otro encuentro, volvería como esas moscas veraniegas
que esquivan nuestros manotazos en la oscuridad del insomnio. Las calles de tierra hasta
el hospital eran una buena base para confesiones; y si las cosas empezaban por el pasado,
irían acercándose al presente, territorio del tiempo al que César deseaba llegar lo antes
posible. Pero ahora era momento de hablar de su ignorada madre.

--No sé mucho, la verdad. Porque mi papá nunca me habló demasiado de ella. Sé que
poco después que yo nací, lo dejó y desde entonces el viejo no volvió a estar con ninguna
mujer. Una vez escuché una conversación telefónica en la que parecía hablar sobre ella,
parecía como si lo hubiera dejado por otro; pero no se lo quise preguntar porque creo que
es un tema que todavía le duele. Ni una foto de ella tengo. Sé que se llamaba Alcira,
porque para algunos trámites tuve que dar su nombre, pero nada más.

--¿Y no te da bronca que te haya abandonado tan chiquito? volvió Celina a querer saber.

--Algo. A veces. Es decir, no sé cómo es tener una mamá, salvo por las de mis amigos; pero
como nunca la tuve, no sé... es como si me faltara algo que no sé qué es. Si uno es ciego
de nacimiento, no entiende qué significa la vista. No sabe cómo es eso que no
tiene. Bueno, a mí me pasa algo parecido. Y mi viejo hizo de todo por mí. No sé... nunca
me faltó nada.

--Fue un buen papá —dijo ella como señalando una verdad indiscutible.

--Sí —confirmó él—. Fue un buen papá.

--Y tus viejos, ¿cómo son? —quiso saber él—.


--Tampoco me contaste mucho sobre ellos.

--Buenos, yo qué sé. Creo que son demasiado jóvenes. A veces me parece que soy más la
hermana que la hija

de mi vieja. Nunca me pregunta sobre lo que me pasa. Tiene su parte linda, porque hago
lo que quiero y voy adonde se me ocurre. Con que de vez en cuando les cuente que estoy
viva, está bien. Es suficiente.

--No, mi viejo es otra cosa.

--Sí, ya me di cuenta.

El hospital, el edificio más grande del pueblo, los recibió en silencio. Atravesaron las
amplias puertas de entrada. ¿Mi papá? En su oficina, creo. Se saluda, ¿no? Bueh,
perdona, vengo distraído, Carlos. Sí, ya me imagino por qué. Hola, Carlos, y deja de decir
pavadas. Hola, César, el jefe debe de estar donde siempre o recorriendo las salas, o en su
oficina. ¿Vas solo? Sí, traigo los remedios. Ah, qué bueno, los estaba esperando.

El pueblo lo había albergado casi desde siempre, y César conocía sus códigos. Los dos
chicos recorrieron los pasillos, entregaron la caja al hombre que tan poco hablaba con su
hijo acerca de una mujer distante que los había abandonado hacía años, y

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volvieron a salir a la nieve. ¿Era el tiempo de hablar del presente? No, todavía no, se dijo
el muchacho.

El primer mensaje apareció en forma de graffiti, sobre una de las paredes del hospital.
Nadie le prestó la menor atención. Pasaba a veces que un amante rechazado o uno de los
pocos borrachos que caminaban por el pueblo inscribía su furia o su desconcierto en los
muros. Alguien había escrito con letra tosca y algún aerosol negro; podía leerse: ¿QUE
HICISTE EN LA GUERRA, DOC?, como remedando vagamente al conejo Bugs.

Los días pasaron, y los días forman meses. Celina siguió descubriendo que ese chico hijo
de médico, que simplemente le gustaba como desde siempre les han gustado los
muchachos a las chicas, tenía algo más que le nacía desde el fondo de los ojos, algo que
ella identificaba vagamente como una tristeza o una duda. No lo sabía, pero en todo caso,
eso lo hacía infinitamente más atractivo.
Los días forman meses, pero también forman sucesos. Así ocurrió una noche en que el
frío era casi doloroso y la sola idea de pisar el aire libre sonaba al menos a
imprudencia. Con ese clima, llegó Venancio, arriero de la comunidad Cátala, cercana al
pueblo, a anunciar el parto de su mujer, Ayelén. El hombre no sabía del cuerpo femenino
más que lo que su instinto de varón necesitaba, pero algo le gritaba en su corazón que el
bebé no estaba acomodado correctamente. La pieza de César daba a la calle. Los gritos de
Venancio hicieron que el chico abriera la ventana. Un insulto de viento helado le escupió
la cara. Celina, que se había quedado a dormir en el comedor, llegó junto al muchacho.

---¡Ya viene el bebé! -gritó el hombre bajo su poncho gastado—.

--¡Y creo que no viene bien! ¡Vengo desde la comunidad por el doctor!

--¡Espera! ¡Ya lo llamo!

César salió corriendo hacia la habitación de su padre, que dormía bajo tres frazadas.

--¡Pa, hay un hombre de la comunidad, afuera! ¡Parece que su mujer va a parir y que hay
problemas!

El doctor estaba todavía encerrado en los vaivenes de su sueño cálido y no quería salir
de él.

--Sí, debe de ser Venancio. No puede pasar nada serio. Ayer vi a la mujer y todavía falta
como un mes.

Decile que la lleve mañana al hospital.

Pero César entendió que la cara del hombre que esperaba en la calle escondía algo más
que un temor a lo ignorado y no estaba dispuesto a dejar tranquilo a su padre. Con un
manotazo que llevaba migas de furia lo dejó sin cobijas.

¡Doctor Nardioni, afuera lo necesitan! —casi le gritó.

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El médico aceptó resignado que su hijo no estaba dispuesto a transmitir el mensaje


sugerido y que su esperada noche de abrigo acababa de terminar en esas pupilas
adolescentes llenas de exigencia. Bajó las piernas de la cama y le pidió a su joven juez que
hiciera entrar al hombre, mientras él se cambiaba. Carmelita se había levantado por el
alboroto.

--¡Carmelita, prepara unas sábanas limpias y ponelas al lado de mi maletín! —gritó el


médico, que ya había recuperado su capacidad de pensar. Mientras tanto, César también
se había cambiado y había hecho entrar a Venancio. Celina había decidido quedarse y
seguía en ropa de cama. El doctor apareció poniéndose la campera de alta montaña.
Llevaba su instrumental y las sábanas.

Vamos —dijo simplemente.

Salieron bajo la noche. Subieron a la camioneta y condujeron hacia la salida del pueblo
por la ruta que acerca al lago, en dirección a las desperdigadas casas de la comunidad. En
una de ellas había luz, pero el grosor de la nieve había alcanzado ya casi un metro, y ni
siquiera el poderoso motor de la 4 por 4 podía contra esa llanura helada. Tuvieron que
dejar la camioneta en la ruta y enterrarse hasta la cintura para recorrer el kilómetro que
los separaba de la vivienda. Veinte minutos les llevó la caminata. El escenario era
deslumbrante. El blanco de la nieve se recortaba contra la mole oscura de la cordillera,
que le daba un cierto matiz atemorizante a la noche. La casa era una simple estructura de
cuatro paredes y techo de madera, que albergaban una única habitación con piso de barro
apisonado. En el fondo, del lado derecho de la cabana, un colchón y varias mantas
cobijaban a la inminente madre. Una sola mirada le bastó a Nardioni para su diagnóstico.
El bebé no se había acomodado y había que sacarlo con cesárea. “César ayudará en la
cesárea”, se dijo para sí, como si exorcizara sus temores ante la precariedad del lugar que
serviría de quirófano. Sintió una mano que le apretaba el brazo. Era el protagonista de su
pensamiento.

--Va a estar todo bien —le dijo el chico—. Vos podes, pa.

Al hombre lo conmovió la confianza ilimitada de su hijo. Pidió que pusieran agua a


calentar para limpiar tanto la herida que le quedaría a la muchacha como al bebé. Le dijo a
Venancio que se pusiera en la cabecera junto a su esposa, y empezó el trabajo.

Una hora más tarde, aún cuando era evidente que el nuevo varón que tenía Aluminé
estaba perfectamente bien, Nardioni tomó al bebé de los tobillos y lo palmeó para que
llorara. “Todos nos merecíamos escuchar ese llanto en el silencio. Como en las películas
del Oeste de cuando yo era chico; y el médico borracho lograba que en algún momento
ese sonido estallara en la pantalla y aparecía una mujer con un recién nacido en brazos”,
diría luego, camino a una hora de sueño antes de ir al hospital.

No se sabe cómo corren las noticias en los lugares chicos, pero corren. Cuando Nardioni
llegó al hospital,

un poco después de su hora de entrada habitual, fue recibido con un aplauso cerrado que
le había preparado todo el personal. Y hasta algunos pacientes se plegaron.
El segundo graffiti apareció en la madrugada del día siguiente. Con la misma letra del
primero y el mismo aerosol negro; era más oscuro que el anterior. ¿ANTES FUE IGUAL.
DOC?, decía el extraño mensaje que algunos se detuvieron a leer.

--¿Por qué hay días que tenes la mirada como perdida? —le preguntó Celina a César—,
como si salieras de un sueño.

---Porque debe de ser así. Hay noches que sueño con mi mamá y no duermo bien esas
noches.

--¿Y qué soñás?

--No sé muy bien. Es muy borroso. Hay una mujer acostada y yo sé que es mi mamá, pero
no le veo la cara. Hasta que me acerco y me doy cuenta por qué no se la puedo ver: no
tiene cara.

--¿Y cómo sabes que es tu mamá?

--No sé. Pero sé que es ella. No se mueve ni dice nada en todo el sueño. Solamente se
queda acostada. Hasta que me asusto y salgo corriendo.

--¿Se lo contaste a tu viejo?

--No, ¿para qué? Lo preocuparía.

29

--Pero en una de esas podría llevarte con alguien del hospital que te ayude. Un psicólogo,
un psiquiatra, yo qué sé.

--¿Te parece que estoy loco?

--Y, un poquito -le contestó la muchacha pasándole con suavidad el dorso de su mano
sobre la mejilla.

Casi sin darse cuenta, César había dejado entrar a Celina a todas las habitaciones de su
alma. No se habían dicho nada sobre noviazgos o amores o historias compartidas. Pero un
día él la besó brevemente y ella no dijo no; y después él la besó con hambre y ella le dio
de comer, y a partir de entonces fueron esto que eran ahora. Dos que estaban
aprendiendo a caminar juntos. Y el aprendizaje se parecía cada vez más a un noviazgo y a
un amor y a una historia compartida. Dentro de ese recipiente que estaban construyendo
había caído el sueño de César. Ella le tomó la cabeza y se la atrajo hacia su hombro
cuidador. El le olisqueó el aroma del nacimiento de su cuello y se dejó guiar, porque le
pareció un camino lleno de promesas. Le gustaban las promesas.
Cuando el hijo de Venancio cumplió un año, se lo festejaron en el hospital. César y Celina
fueron a la fiesta como lo que eran: casi una entidad inseparable. Hacía seis meses que no
aparecía ningún escrito en las paredes del hospital. El anónimo dueño del aerosol se había
dado descanso. Pero la noche del cumpleaños, cuando se iban, los invitados pudieron leer,
un nuevo mensaje sobre el cemento: ¿CUÁNDO SE MUERE EL PASADO, DOC?

¿Cómo era Celina? Para ser exactos, habría que decir que Celina no era de una sola
manera. O al menos no se sentía de una sola manera. Se veía de una forma cuando estaba
con César, y de otra cuando él no estaba a su lado. Sus padres la habían dotado de una
independencia que lindaba con el desamparo, y ella había volcado todo su mundo al
universo de ese muchacho tan lleno de inseguridades. Estaba terminando 1994; los
diecisiete años le habían delineado un cuerpo que parecía lleno de apuros, urgido de
concreciones. El pelo casi negro, casi castaño oscuro, 30 le invadía con descuido la cara,
extrañamente libre de granos. Le molestaba sujetárselo y le molestaba arreglárselo. El
resultado era un desorden que irritaba a su madre y a César lo inundaba de ternura.
Nunca le había importado demasiado su aspecto, pero desde que César se había instalado
en sus días, algo se había roto dentro de ella y empezó de pronto a descubrir la
importancia de los espejos. Y en la urgencia de su cuerpo había empezado a latir otra
exigencia más exacta, más parecida a un chorro de sangre saltando de golpe de una
herida. Celina era bastante clara con las cosas que le pasaban y entendió que de varias
maneras sus dos exigencias estaban relacionadas. Y entonces resolvió darles forma,
hacerlas visibles. Su decisión se afirmó una mañana de noviembre, cuando hizo sonar el
timbre de la casa de César.

--Celi, qué sorpresa —alcanzó a decir César antes de que ella entrara a la casa sin decir
palabra, cerrara la puerta detrás de su cuerpo decidido, convertido en promesa, y rodeara
al muchacho con sus brazos, con su cintura, con sus piernas, con su boca.

¿Y de dónde le vendrían tantos saberes, de dónde le saldrían esas manos inteligentes,


esos labios conocedores de secretos de él hasta por él ignorados, de dónde ese tacto
fecundo? César se dejó hacer. Literalmente, era otro al caer la tarde. Otra era ella, pero
más por obra propia. El sentía que lo habían trabajado como a una escultura, a la que
Ijabía que hacerle muchas reparaciones para dejarla a gusto completo del artista. Se
preguntaba cómo había podido vivir diecisiete años tan poblado de ineficacias, tari sin
terminar. Las primeras sombras de la tarde los encontraron uno al lado del otro, mirando
el techo.

---¿Sabías que mi papá y Carmelita fueron a Neuquén? -pregunto el

---Sí —respondió ella.


31

A la mañana del día siguiente volvió a aparecer una pared pintada, ya no del hospital.
La inscripción era bastante más larga que las anteriores, escrita en la letra más pequeña
que permitía el aerosol.

HABÍA UNA VEZ UNA MUCHACHA QUE TEMÍA SUEÑOS. Y UNA VIDA ADENTRO.
ELLA ESPERABA QUE SUS SUEÑOS Y SU VIDA DE ADENTRO FUERAN UNA SOLA COSA.
QUERÍA CONSTRUIRLOS A LOS DOS. SU NOMBRE NO IMPORTA. ERA UNA MUCHACHA
QUE SOÑABA, decía en la pared.

Por esos días, el doctor Nardioni compró varios litros de pintura blanca, porque,
según anunció en la pinturería de Aluminé, pensaba hacer varios retoques en su casa. Una
semana más tarde, aparecieron blanqueadas las paredes con graffitis. Y a la mañana
siguiente, donde había sido escrita la primera frase, casi a la entrada del hospital, podía
leerse: NO SE TAPA LA HISTORIA, DOC, NO SEA TONTO. Pero a esa pared también la
blanquearon. Y escribieron abajo, chiquito, con un marcador: ¿VISTE QUE SÍ SE TAPA, HIJO
DE PUTA?. ¿VISTE QUE SÍ?

Esa noche, en la cena, César le comentó a su padre Z5z3i sobre la extraña guerra de las
paredes que se estaba desarrollando en el pueblo.

--Estúpidos que no tienen nada que hacer.

--¿Tenes idea de quién es el doctor al que le hablan? Vos los conoces a todos.

--¿Y de dónde sacas que le hablan a un doctor?

--Ay, pa. Si todas las frases dicen “doc”, ¿a quién le van a hablar?

--Yo qué sé, puede ser a un abogado.

--Sí, por los muchos abogados que hay en Aluminé... Y además, casi siempre aparecen en
las paredes del hospital. A mis compañeros también les parece evidente que le hablan a
un médico.

--Parece que les interesa esa pavada.

--Bueno, pa, no pasan demasiadas cosas por aquí. Un tipo escribe cosas en las paredes del
pueblo, y otro va detrás y las tapa.

--No vas a decir que no es raro.

--Sí, tenes razón, es raro.


Sonó el timbre. César fue a abrir sabiendo que a esa hora sólo podía ser su sueño más
soleado. Era.

--Hola, Celi -dijo, con cierto pudor.

--Hola, amor saludó ella-. Hola, don Atilio —dijo entrando al comedor.

--Sentate -le pidió César-. Estábamos hablando de los graffitis.

--Ah, sí. Gracioso que alguien se tome el trabajo de taparlos enseguida. Parece que no le
gusta lo que dicen.

Bueno, hablando de otra cosa, quedó muy lindo el frente pintado, don Atilio.

--Sí, ya iba siendo hora de darle una lavada de cara, ¿no? Ah, César, me olvidé de avisarte.
Pasado mañana me voy a Buenos Aires a hacer unos trámites. Voy a quedarme varios días.

Bueno, viejo.

33

--Chicos, me voy a dormir. No se acuesten tarde, que mañana no saben de qué les
hablan.

Dos días más tarde, cuando el doctor empezó su viaje hacia Buenos Aires, dos manos
acariciaron una soga corroída por el tiempo y le hablaron como si pudiera escuchar: “Ya
falta poco, amiga. Ya está a mi alcance. Ya está cerca la paz. Ya está cerca el descanso.
Bien, veamos, ¿qué va a decir el próximo mensaje?”.

--Te digo que alguien lo sabe, Guntini. No sé cómo mierda se enteró, pero lo sabe.

--No puede ser, Nardioni. En tu caso no quedó un solo cabo suelto. Si la pendeja no tenía
familiares. Ni tíos, tenía; ni primos... nada. Y del padre del pibe ni ella había tenido más
noticias. ¿No te acordás de que nos aseguramos bien eso, que vos me dijiste que todo el
asunto iba a estallar en algún momento y que era una boludez hacer las cosas como las
estaban haciendo todos? Está el nacimiento registrado, está tu matrimonio registrado,
con todos los papeles en orden. Lo sabemos vos y yo, y lo sabía Polemo, que murió hace
diez años. No, nadie puede estar enterado.

---Aja, ¿y me decís qué carajo quieren decir esas pintadas sobre la historia y sobre el
pasado, y sobre la muchacha que tenía sueños y una vida adentro, todas dirigidas a un
doc? ¿O pensás que hay otro doctor en Aluminé que hizo lo mismo que yo?
--¿Y no será un abogado?

--Déjate de decir boludeces, Guntini. Esa misma estupidez le dije a mi hijo y ni él se la


tragó. No, alguna filtración hubo.

--Pero ya lo hubieran dado a publicidad. Estos tipos no actúan así. No escriben pintadas en
las paredes que nadie entiende.

--No. No son ellos. No quieren publicidad. Es alguien que quiere guita.

--¿No me dijiste que la primera pintada fue hace dos años? Un chantajista no va a esperar
tanto tiempo para cobrar.

34

--Sí, en eso tenes razón. No sé, la verdad es que no sé qué pensar.

-- Lo que tenes que hacer es quedarte tranquilo, porque si no, César va a empezar a
sospechar.

--Es que me vuelven loco. Si mi pibe llega a saber algo, me muero.

--No pienses esas cosas. Si supieran algo, ya habría saltado todo.

El doctor Nardioni miró a su viejo amigo y se le llenó la boca de palabras que no


alcanzaron a salir.

Unos días más tarde, cuando César y Celina se preparaban para la fiesta de egresados,
cuando se quedaron hasta el amanecer discutiendo sobre qué carrera seguir, cuando
empezaron a discutir hasta el nombre de los hijos que tendrían, en esos tiempos de
ligereza, unas manos tomaron la soga y le hablaron como si pudiera escuchar. O mejor
aún, como si la soga hablara. Esto decían las manos:

Hablame, soga. Cómame de tus historias. Convénceme.

Y estas cosas dijo la soga:

Ocurrió, cuando había pasado mucho tiempo y muchas vidas de los hombres desde mi
propia tarea desdichada, que tuve que apretar el cuello de una muchacha que ya no
soportaba el aire atravesándole el cuerpo. Don Pedro de Alcázar se había embarcado para
las Indias, en una nave con destino a la muy rica ciudad de Cartagena. De allí pasó a Lima,
y de Lima al dominio de una encomienda que le había sido otorgada por Real Cédula del
14 de abril del año de Nuestro de Señor de mil y quinientos treinta y ocho. Hombre seco de
corazón era don Pedro, poco inclinado a la piedad, pero estaba convencido de que
hombres así eran los requeridos en esas tierras de dioses falsos y hostiles. Entre los indios
que le pertenecían había uno, Amoalca, que imploraba en secreto a Viracocha, porque su
espíritu no había sido ganado por el dios de madera que le ponían adelante todos los días.
Pero no era la tozudez de sus plegarias ocultas la primera 35 posesión de Amoalca. No. Lo
que lo distinguía de los demás era el señorío que ejercía sobre el amor de Anele. Oscuro
como la noche era el cabello de Anele, dueña de una mirada difícil de sostener, incluso
para aquellos que tenían temple. Hasta don Pedro sentía que algo se revolvía en su alma
cuando la miraba. Anele no bajaba la cabeza ante el amo y parecía mostrar cierta
altanería cuando había un cruce entre ambos. Durante los primeros meses, el
encomendero le dio poca importancia a los ojos enardecidos de su vasalla; pero todo
cambió una tarde de noviembre, cuando uno de los capataces descubrió a Amoalca
elevando una rogativa a Viracocha. “Grande y poderoso dios creador”, decía el inca
agradeciendo los breves alimentos que estaba por consumir. La plegaria fue interrumpida
por un bastonazo en la espalda y una frase recordatoria de la demostrada ilegitimidad de
Viracocha. Amoalca miró a su agresor con ira y le respondió que él reconocía sólo dos
divinidades. “Una es esta que te ha costado tu lomo agrietado, ¿quién es la otra?”, quiso
saber el capataz. “Los ojos de Anele”, respondió Amoalca desde la tierra. Cuando el
guardián le contó a don Pedro lo ocurrido, el amo sonrió con el mal en el porvenir de su
mueca y comentó: “Nuestras simples espadas, nuestros humanos arcabuces, fueron más
poderosos que su primera deidad. La segunda no nos ha de llevar tantos esfuerzos”. A la
mañana siguiente, los aterrados vasallos vieron el andar vacilante de Anele, que cruzaba
las tierras del señor guiándose con una vara de cedro y tropezando a cada instante ante la
oscura sequedad, con ojos quemados.

¿Y qué pasó después, soga? -quisieron saber las manos.

Nada. No pasó nada -respondió la soga-. Pocos meses más tarde, Amoalca se marchó
a dormir junto a Viracocha, porque, en esos tiempos, los indios que más soportaban el
respirar cotidiano de la encomienda apenas conseguían pasar tres otoños. Anele había
huido del lugar a los pocos días de que la oscuridad la cercara; perder a sus dos dioses fue
demasiado para el inca. Yo estaba allí y supe. Otras manos, como éstas que ahora me
tienen, me tenían entonces. Nada. No pasó nada, repitió la soga antes de callar. Y ya no le
contó nada más a las manos.

36

3
Ni César ni Celina estaban completamente seguros de la carrera que querían seguir, así
que eligieron pensar en eso los siguientes doce meses y trabajar mientras tanto. Sus
necesidades no eran tantas, apenas precisaban de un dinero para sus cosas; así que con
poco que consiguieran estaría bien. Ni los padres de ella ni don Atilio se opusieron, porque
los sabían casi condenados a un título. Por su lado, ellos habían ido construyendo una
historia en la que, para cada uno, el otro era indispensable. Esa certeza los hizo
inseparables, al punto de que la pareja, transitando las í\s de Aluminé, paisaje. Allí
conocieron a Américo, un muchacho mayor que ellos, que había ido a hacer una pasantía
gastronómica en un hotel de lujo, a varios kilómetros del pueblo.

--Hace tres años que vengo.

--¿Pero cómo es que nunca te vimos? —quiso saber César.

--Es que no bajaba mucho. Estaba en el hotel y de allí no me movía. Pero ahora pusieron
también el restaurante que está frente al correo y me pidieron que me hiciera cargo de él.
Nos vamos a ver seguido.

--Así que Américo —interrumpió Celina—. Qué nombrccito, ¿eh?

--Sí, no me hables. Mis viejos, con eso de que somos hijos de América Latina y toda la
bola... Igual, me gusta lo que quisieron significar, aunque no me guste el nombre. Pero no
es lo único raro que tengo.

--Ah, venís con sorpresas. ¿Qué otra cosa rara tenes?

--La nacionalidad.

---Bueno, eso quiere decir que no sos argentino –dedujo César—. A ver, déjame adivinar.
Decís que es algo raro, así que uruguayo o chileno no debes de ser. Ya sé, ¡brasilero!

37

--Frío... —contestó Américo riéndose.

--Mexicano —aventuró Celina.

--Frío.

--Norteamericano, canadiense.

--Ah, ahora es de a dos. Frío.

--Español.
--Friísimo.

--Francés.

--Helado. Mira, mejor se los digo yo, porque no la van a sacar más. Soy mozambicano.

--¿Qué?! -casi gritaron César y Celina.

--Mozambicano. De Mozambique.

--¿Y eso dónde queda?

--En el este de África.

--Ah, eso sí que está poco visto -se rió Celina.

Así fue que se metió el recién llegado, un africano, en la vida de la pareja que formaba
parte del paisaje.

-- Los padres se fueron a vivir a México. Los viejos eran exiliados, pa. Se escaparon con la
dictadura militar a México, pero enseguida se fueron para Mozambique, que recién se
había independizado de Portugal. Y ahí nació él.

---¿Y por qué nunca supimos nada de Américo? -quiso saber don Atilio.

---Porque estaba en el resort de arriba y casi nunca bajaba al pueblo. Ahora está de
encargado en el restorán nuevo.

--¿Y dicen que vino hace unos dos años?

--Sí, dos o tres —interrumpió Celina.

Don Atilio no dijo más nada, pero se metió en un pensamiento que empezaba en un
chico fortuitamente africano y terminaba en una pared que le hablaba a él y a su historia.

Una semana más tarde, el nuevo restaurante vio entrar a la pequeña familia de tres,
que habían formado el médico, su hijo y

38

Celina. Los padres de la muchacha seguían considerándola una especie de adulta muy
joven y no ponían reparos en la vida de su hija, ya casi totalmente pegada al territorio de
César. El sitio se distanciaba del entorno casi desde que se entraba en él. Demasiado lujo
para la sencillez terrosa de Aluminé. Los cristales de la iluminación nada tenían que ver
con la mole pétrea de la cordillera. La mantelería, la loza, todo era amigo de la apariencia,
en un lugar donde el paisaje es dolorosamente verdadero. Américo salió a recibirlos.

--Hola, don Atilio —le dijo al doctor mirándolo a los ojos—. Los chicos me hablaron de
usted.

--¿Sí? También a mí me hablaron de vos.

--Espero que bien... Pero pasen, pasen. Les reservé el mejor lugar, junto a la ventana.

--Lindo rincón, ¿eh? -comentó don Atilio mientras caminaba hacia la mesa con vista a la
calle-. Lo hicieron con todo.

--Sí, la verdad que sí. Aunque para serle sincero, a mí no me gusta mucho. Me hubiera
caído mejor más madera y menos brillo.

--¿Y vos dónde vivís? -preguntó el médico.

--Aquí mismo, en un departamentito que hay en el fondo. Así que ya sabe, si alguna vez
necesita un chef, nomás me viene a buscar y yo le preparo una cena especial en unos
minutos.

--Lo voy a tener en cuenta.

Fue una buena noche, con buena comida, buen vino, buena charla y las visitas
frecuentes de Américo, que quiso lucirse ante el vecino más respetado del pueblo. Ya no
quedaba nadie en el salón, cuando el muchacho pudo sentarse con sus tres invitados.

--¡Ah, por fin! Este es el momento que más disfruto del día.

--¿No te gusta mucho tu trabajo? -quiso saber Celina.

--No, no es eso. Me encanta. Preparar comidas distintas me hace vivir. Es como si yo me


volviera una prolongación de lo que preparo.

39

No me imagino cómo será ser una prolongación de un guiso de fideos —se rió César.

Todos, hasta Américo, compartieron la carcajada, pero el cocinero siguió con su idea.

--Y sin embargo es así. Un guiso de fideos puede ser eso solamente, un guiso de fideos, o
puede ser una forma de decirle a Celina todo lo que la amas. Y entonces es mucho más
que fideos, carne, cebolla, ajíes y tomate con un toque de ajo. Es un mensaje.
--Y vos haces mensajes, no comidas —comentó don Atilio.

--No siempre, no siempre. Muchas veces hago comidas. Que trato que sean lo más ricas
posible. Pero cuando puedo decir cosas con los ingredientes que tengo, me siento, no sé...
casi Dios.

---¿Y esto que nos preparaste qué fue?

--Lo hice especialmente yo. Nadie más intervino.

--¿No entendiste, pa?, ¿no sabes leer en un lomo con pimienta?

--No, si se leía muy bien. ¿Y cómo es eso de que sos africano?

--¿No le contaron los chicos?

--Sí, pero los jóvenes de ahora cuentan todo en dos palabras.

--Ah, y yo no soy un joven de ahora.

--Sí, claro, pero si contás tan bien con la cebolla, debes contar mejor con las palabras.

---No crea, eh. En realidad, no hay mucho más que decir, porque mis viejos nunca me
hablaron demasiado sobre ellos. Sé que tuvieron que irse durante la dictadura. Ellos eran
profesionales y en Mozambique, cuando se fueron los portugueses, necesitaban de todo.
¿Usted sabe cuántas personas sabían manejar después de la independencia?

--No.

--Siete. Solamente siete tipos sabían hacer andar un auto. Así que esos eran casi ministros.
Mi viejo es un “semi-colega” suyo. Es veterinario. Y mi mamá es arquitecta. Mandaron los
cu-40 rriculum y los contrataron enseguida. Estuvieron cuatro años allá. Y bue, ahí nací yo,
en la capital de Mozambique. Y no le digo el nombre de la ciudad para que no me cargue
cada vez que me vea.

--¿Por qué, cómo se llama?

-- Maputo.

César no pudo reprimir llenarse de risa, mientras le decía:

--¿Así que sos de Maputo? Y Américo no se tragó la respuesta:

--De Maputo serás vos.


Sí. Esa fue una buena noche, de buenos mensajes en el plato y de mejores mensajes
en el aire. Pero don

Atilio seguía pensando que si las cebollas hablan, bien pueden hablar los ladrillos.

YA ESTÁ BIEN DE JUEGUITOS CON LAS PALABRAS, DOC. ES MOMENTO DE QUE LAS
PAREDES EMPIECEN A CONTAR, decía el mensaje en el encalado muro del costado del
hospital. Nadie entendió qué quería decir el nuevo graffiti. Nadie, salvo, seguramente, el
que lo escribió y la persona a la que estaba destinado.

El doctor Nardioni volvió temprano esa tarde a su casa, antes del regreso de César. Se
encerró en su estudio e hizo algunos llamados a Buenos Aires. Dio un par de apellidos y
nombres, y esperó. Tres horas más tarde sonó el teléfono. Era de Buenos Aires. Era una
respuesta.

Unos días después llegó una persona.

Nadie le prestó mayor atención, porque Aluminé es un lugar de gran belleza y resulta
común que lleguen al pueblo varios forasteros por día. Este era particularmente
insignificante. Medio calvo, de poco menos de un metro setenta, prolijo en su imagen
externa, pero tampoco un enfermo de su cuidado. Traje gris recto, camisa blanca y
corbata azul lisa. Se hospedó en una hostería 41 familiar y no pidió nada particular. Si la
cena se servía a las veintiuna horas, allí estaría él. Cualquier cosa estaría bien. No era un
hombre exigente. Igual, algunas noches comería afuera. Sabía de un restaurante nuevo
que había alcanzado cierta buena fama en Neuquén y en Zapala.

Dos noches, el recién llegado no cenó en la hostería.

Una tarde de marzo, ya con el otoño a las puertas del viento, Américo recibió una
llamada de alguien que dijo ser un enviado de la organización hotelera dueña del
restaurante. Había rumores de ciertas irregularidades en el manejo de los números y
había que discutirlas. Sí, acababa de llegar. No, no era él el sospechoso, pero la primera
reunión convenía no hacerla en el restaurante para no alertar a nadie, en caso de que las
sospechas fueran ciertas. Después de cerrar, en la plaza, estaría bien.

--Pero a esa hora no va a haber un alma allí —objetó Américo.

-- Es lo que necesitamos. Si vamos a hablar de robos conviene que nadie nos vea juntos -
respondió la voz.

Esa noche, Américo no cocinó ningún mensaje. Apenas si pudo elaborar algunas
comidas. César y Celina se dieron cuenta de que algo no andaba bien, pero a la segunda
respuesta evasiva a sus dudas dejaron de preguntar. El forastero medio calvo sí comió allí,
pero se retiró temprano, luego de un salmón rosado al roquefort con agua mineral y peras
en almíbar. Los chicos también se fueron rápido. Claramente,

las cosas no estaban para largas charlas; y cuando le dijeron que se iban a dormir, el alivio
de Américo fue evidente.

Esa noche, ya bien dejada atrás la medianoche, la luna cordillerana vio deslizarse una
figura ágil hacia la plaza. Esperó una hora en la oscuridad, pero nadie más apareció.
Cansado de caminar sin sentido, volvió a su casa en los fondos del restaurante.

A la mañana siguiente, cuando el forastero abrió los ojos, mirar la claridad de la


ventana le bastó para darse cuenta de que la mañana estaba ya alta en el cielo. Se
incorporó de a poco, pesadamente, en su cama. Le costaba cada movimiento, como si
todo su cuerpo estuviera de pronto cargado de trozos de plomo en cada músculo. Cuando
finalmente logró levantar la cabeza, se encontró con un papel escrito, pegado sobre la
pared, frente a la cabecera de la cama. Decía en letras de grueso marcador negro:

“Ha despertado. Eso es bueno, ¿no cree? No queremos dolores tan cerca de la belleza
enorme de la montaña. No tiente a la suerte”.

Esa misma tarde, el visitante anunció en la hostería que ya había conocido bien el
lugar y que debía regresar a su trabajo en Buenos Aires. Tomó el ómnibus de la noche y ya
no se lo volvió a ver.

“Gracias, soga. Gracias otra vez por la información sobre la crueldad que preparaban. No
hemos de

tener vergüenza, soga. No hemos de tenerla. Ellos jamás la tuvieron. Habíame, soga.
Contame de tus historias. Decime de ellas, que hoy las necesito más que nunca.
Habíame.”

Y esto dijo la soga:

43

“El Restaurador era un varón de recias convicciones. Cuenta su sobrino, que viajó a Europa
sin despedirse y que al regresar fue a visitarlo a su residencia de Palermo. El Dueño lo
recibió con su amabilidad de siempre y le preguntó si había desayunado. El muchacho dijo
que no.

Tenemos que remediar eso -le respondió. Y ordenó que su criada negra le sirviera al
muchacho un buen tazón de arroz con leche, antes de dejarlo un rato solo para ocuparse
de alguno de sus múltiples deberes. Cuando volvió, saludó de nuevo.

Tendrás que contarme algunas cosas de las Europas, sobrino. Pero debes de estar muerto
de hambre.

Y ordenó otro buen tazón de arroz con leche para el hijo de su hermana.

Se marchó de nuevo.

Regresó luego de un instante, solo para acariciar la cabeza del chico y pedirle a la negra
que sirviera un tercer tazón de arroz con leche, porque los jóvenes debían estar bien
alimentados para crecer con armonía. Siete veces dio la misma orden. Siete tazones bien
cargados de arroz con leche debió comer el muchacho antes de que el Restaurador le
permitiera marcharse de regreso a su hogar. Entendió el reto sin palabras y nunca más
marchó a ningún lado sin despedirse de su tío. Así hacía con los más cercanos a su corazón.

Con los que le eran indiferentes era más frío. Y con los que le creaban dificultades, lo era
más aún.

Camila le creó dificultades.

Ella era poco más que una adolescente cuando conoció al padre Uladislao Gutiérrez, un
presbítero español que vino a hacerse cargo de un rebaño de fieles, en tiempos en que el
mayorazgo del Restaurador no conocía limitaciones humanas y, tal vez, tampoco divinas.
De hecho, hasta la propia Federación que dirigía era santa. Nada se hubiera alterado
demasiado en los calmos días de aquellos tiempos si Camila hubiera sido opaca,
insignificante, fea a los ojos varoniles. Pero no era así. Camila tenía una luz que la
acompañaba hasta en los paseos más triviales, su risa daba nostalgia de la alegría y no
había hombre que no se diera vuelta a su paso. O si

44

el padre Uladislao hubiera sido un anciano venerable en los últimos años de su labor
predicadora... Pero tampoco. Era un joven en la cima de su fortaleza, de pelo oscuro como
de cuervo y mirada llena de energía. Cuando se vieron por primera vez, se supieron juntos
en cada segundo del porvenir y ya no pudieron verse de ninguna otra forma. Pero ella era
una muchachita de una familia que llevaba sus raíces hasta las orillas del río Shannon, en
Irlanda, y él, un sacerdote que oficiaba sus comuniones en la Iglesia del Socorro. Nada sino
la huida les permitirá vivir de acuerdo a como sienten. Saben del castigo que les llegará si
los encuentran. Tamaña afrenta sólo se puede lavar con la propia sangre. Pero saben
también que un fin lento y progresivo, una especie de cáncer del alma les aguarda si no
tratan de vivir como lo sienten. Tal vez, los dos caminos lleven al mismo sitio, pero uno de
ellos puede permitir una breve dicha. Eligen ese: huyen juntos.

La respuesta del Restaurador es implacable. El propio padre de Camila, el doctor


O’Gorman, pide la pena máxima para la que alguna vez fue su hija. El Amo de la
Federación no piensa decepcionarlo. Los fugitivos le han creado dificultades y eso lo
autoriza a un castigo mayor que siete tazones de arroz con leche. Los persigue, incita a la
delación. El miedo hace el resto. Otro cura, que nada sabe de piedad, los delata; y el
hombre de confianza del Restaurador, el coronel Vicente González, más conocido como el
Carancho del Monte, los engrilla y los traslada hasta un lugar que desde entonces lleva la
ironía en su nombre: los Santos Lugares. La orden es terminar con las dificultades lo antes
posible y darle satisfacción a la ira del padre de la rea. El Carancho es hombre de no
discutir las órdenes de su jefe, pero una circunstancia inesperada le paraliza el dedo en el
gatillo. Ella tiene otra vida dentro suyo.

Las leyes de la Federación prohiben el ajusticiamiento de mujeres encinta. Pero el


Carancho ignora el pacto que existe entre el Restaurador y Dios. Si el Amo dice que esa
vida naciente no existe, así es. Ningún niño está en camino. El futuro alumbramiento se
suprime por documento sellado. Entonces, se cumple, a horario, la orden del Restaurador;
y las balas por él decretadas destrozan el cuerpo de una muchacha de veintiún años

45

que, por resolución oficial, no está embarazada. Uladislao la acompaña regalándole su


muerte.

Ejemplares son los castigos por los delitos contra la Fe.

Y eso fue todo. Yo estaba allí, yo supe. Otras manos me habían traído hasta estas tierras. Y
aquí me quedé, con mis hilos cada vez más gastados y más viejos y más débiles. Con mi
alma como mis hilos.
El mensaje en la entrada del hospital apareció a los pocos días de que partiera el visitante
de la hostería: ¿Y. DOCTOR, (QUE HACEMOS? ¿HABLA USTED O HABLAN LAS PAREDES?,
decía.

El sol caía con suavidad durante ese otoño. Las cimas cercanas mostraban sus
primeras cumbres blanqueadas. Las afueras del pueblo invitaban a la placidez, en ese
silencio opaco de colores que tiene la cordillera neuquina en mayo. Los espinillos
dificultan la marcha, pero si se está atento y se cuenta con experiencia en esos tránsitos,
siempre hay senderos que llevan a la calma, a alguna roca que sabe ser asiento. César y
Celina tenían experiencia y estaban atentos, la tarde que se citaron para ver el arribo de la
noche.

--Llegué a Aluminé a los siete años, en el ochenta y tres. Casi siento que ahí empezó mi
vida. Apenas si recuerdo alguñas cosas de Buenos Aires. Para mí, mi casa fue siempre esta
de ahora. Creo que desde el principio fue así.

--Es raro eso —dijo ella—. Yo me acuerdo de bastantes cosas de mis cinco años. Está bien
que nací aquí, pero tengo como una certeza del pasado. No es que tenga recuerdos, pero
sé que antes hubo algo.

--No, yo no. Para mí todo empieza en este pueblo. Y si querés que sea sincero, en mi
corazón, mi vida empezó cuando te conocí —le dijo él arrodillándose.

---Tonto —lo retó ella con una sonrisa.

Un silencio largo siguió al fingido enojo de Celina, que ella misma rompió.

--¿Nunca le preguntase a tu viejo sobre esos años que tenes en blanco?

--No. Ya te dije que me parece que le pueden recordar a mi mamá y no quiero hacerlo
sufrir.

-- Oia. Creo que es la primera vez desde que te conozco que le decís “mi mamá” a tu
mamá.

--¿Sí? Se me debe de estar pasando la bronca. Bueno, alguna vez tenía que ser.
Posiblemente no haya tenido más remedio que hacer lo que hizo.

--Estás creciendo, amor.

--Estamos creciendo, Celi. Estamos creciendo juntos. Aunque a veces me da la sensación


de que vos ya viniste con los años incorporados.
--Puede ser. Ahora, mi señor sin pasado, también vine con las ganas de usted en mí. Y está
la montaña, el sol que se va, la paz. Y los botones de mi blusa.

Mientras hablaba, Celina desabrochó el primer botón. Cesar se acercó para abrazarla y
sentir que ese paisaje y esa chica en su abrazo eran la felicidad. Sus dedos siguieron la
tarea que ella había iniciado, y el crepúsculo avanzó con cuidado para no molestar a esos
dos. La noche los encontró abrazados, olvidados del 47

frío que las pieles tocándose ayudaban a disminuir. Ella le habló entonces al oído.

--Una camioneta equipada con todo lo que se necesite para análisis clínicos,
electrocardiogramas, radiografías. Un centro de diagnóstico ambulante que vaya por las
comunidades y permita detectar problemas de salud antes de que se hagan más
graves. ¿Qué te parece, pa?

--No sé, César, déjame pensarlo. Así dicho parece caro, pero quién sabe; tal vez algo se
pueda hacer.

Algo se pudo. Empezaba la primavera cuando la camioneta llegó desde la capital


provincial. Todavía sin

equipo de rayos, pero era un comienzo. Dos semanas más tarde inició su viaje inaugural
hacia las comunidades mapuches de los alrededores. Cuando no tenía salidas al campo,
recorría las zonas más alejadas del centro. Américo invitó al doctor Nardioni al restaurante
para homenajearlo por la idea del hospital móvil. Estaban cenando con César, cuando
llegó Celina.

--¿Vieron la nueva pintada en la pared del hospital? preguntó.

--No —le respondió su novio—, estuvimos afuera toda el día y vinimos derecho para acá
porque Américo nos invitó a cenar.

La chica se sentó sacándose la campera mientras saludaba a su suegro.

--Es larga. Dice algo así como que el doctor ese al que le hablan siempre los mensajes tuvo
paperas, que quedó estéril y que la verdad está por saberse. No sé bien cómo lo dice, pero
el sentido es ese. Ahora lo que yo no entiendo es qué tiene que ver eso de las paperas.
Bueno, sí, no puede tener hijos, ¿y?

---Supongo que se explicará en los próximos días -interrumpió el doctor.

---Puede ser —concluyó Celina—. Bueno, ¿ustedes ya pidieron?


No, no habían pedido. Américo se acercó, saludó a su amiga, tomó la orden y se alejó
a preparar él mismo los primeros mensajes de esa noche con forma de pollo a la
portuguesa.

Fue la penúltima vez que la soga le contó una historia a las manos que la tomaban.

El lugar era oscuro, casi innecesariamente, casi para cumplir con la leyenda. El hombre se
movía entre los cuerpos con autoridad, sabiendo lo que hacía. Buscaba un cuerpo en
especial, uno que estaba sobre una de

las pocas camas. Los cuerpos tirados sobre el piso lo veían pasar y, pese a la capucha que
cubría su cabeza,

veían el miedo que tenía. Era casi gracioso que ellos, arrumbados en el suelo sobre
jergones, con su rostro al aire y rodeados de armas ajenas, le dieran miedo a él, de pie,
caminando sin obstáculos, con la cara detenida en la ignorancia. Pero también se daban
cuenta algunos, más observadores, que el hombre había aprendido a no hacer caso de su
miedo. Sabían a quién buscaba. Él también sabía. Ella también sabía. Ella lo estaba
esperando. El hombre se paró delante de la cama para que ella le adivinara la sonrisa.
¿Esperaba 48 49 alguna correspondencia? Ella era una luciérnaga en el lugar, con luz
propia en su cuerpo diminuto y tan terriblemente joven... Pero no tenía la sonrisa sencilla.
Él se encogió de hombros y se sentó al lado de la cama.

--Tengo los resultados de los análisis.

--Aja. ¿Y cómo dieron?

--Bien, todo está bien. ¿No me queras decir los nombres que pensaste?

--No, no quiero. ¿Usted me puede asegurar que me lo van a dejar?

--Vos sos muy joven, pero no sos ninguna estúpida. Sabes que aunque te diga que sí, eso
no está a mi alcance decidirlo. Si por mí fuera...

--Si por usted fuera no usaría su título para atender en un lugar como éste, donde se nos
cura para volver al infierno, ¿no, doctor? Si por usted fuera yo estaría en una sala de
hospital impecable y limpia y pasaría mi último mes de embarazo bien alimentada. Si por
usted fuera no tendría que estar en cama cuidando a mi bebé de las pérdidas por las
patadas que me dieron, que, de paso, nunca me hubieran dado si fuera por usted, ¿no? ¿Y
se supone que tengo que creerle? Y suponiendo que le creyera, ¿de qué me serviría?
--No se supone nada. Solamente estaba tratando de ser realista.

--Ah, eso. No, si es por eso, no se preocupe, doctor. Aquí hay un montón de gente que es
realista. Le diría que son expertos en realismo. El hombre entendió que ese cuerpo casi
adolescente no tenía ninguna indulgencia para con él, como siempre, y que era inútil
buscar nada en ese territorio oscurecido.

Cuando volvió al otro día, ya era tarde en la tarde. La poca luz que entraba por el único
ventanuco que daba al aire se había vuelto una penumbra quejosa y opaca. Vio primero a
los otros: una gangrena que se había empeorado y para la que además no tenía sentido
intentar ninguna cura; un abdomen agudo del que ya conocía las causas, reposo y un
analgésico. Lo demás era lo de siempre: escoriaciones, fracturas, infecciones urinarias.
Ella esperaba semisentada en la cama, con la cabeza morena sobre la pared, la espalda en
la almohada.

--¿Cómo estás hoy? -quiso saber el hombre cubierto.

--Bien, igual. Hace varios días que no tengo pérdidas, que no me aparecen manchas. ¿Eso
es bueno, no? 50

--Sí, claro. Quiere decir que el descanso está dando resultado.

Hubo un silencio, durante el cual ella miró hacia el piso y él la miró a ella, a través de la
tela.

--¿Por qué viene cubierto? -preguntó de golpe.

--Porque alguna vez todos volveremos a andar por la calle.

Ella dejó de mirar a un lado y lentamente volvió la vista al frente, a las pupilas que se
adivinaban detrás de los agujeros. Se sonrió con más tristeza que resignación, aunque se le
adivinaba la fuerza que hacía para que se pareciera más a lo segundo que a lo primero.

--Está muy bien -dijo-. Una respuesta lo suficientemente cínica como para que parezca
verdad. Pero usted ya me dijo varias veces que soy inteligente, así que habrá adivinado
que me doy cuenta de sus trampas. Ahora dígame en serio, ¿por qué viene cubierto?

--Si te digo que es porque les tengo miedo tampoco me vas a creer.

--Le voy a creer más que la pavada que dijo antes.

--¿En serio crees que es una pavada?


--No, doctor, no lo creo. Lo sé. Pero igual eso de lo del miedo a nosotros es una verdad a
medias. Creo que tiene que ver con el pollo.

--¿Con qué?

--Con el pollo. Yo como pollo con puré casi todos los días. Los demás, no. Comen un caldo
inmundo que descompone. Me parece que también por eso viene tapado. El pollo lo
avergüenza.

El hombre no respondió. Dio un cuarto de vuelta sobre sus talones y encaró hacia el
pasillo de salida. Desde lejos, anunció:

--Mañana vuelvo.

51

Diez días después de la cena que Américo dio en honor del doctor Nardioni por su
iniciativa del hospital viajero, Aluminé se encontró con su primera pintada de largo
aliento. En la letra más chica que permitía el aerosol, estaba escrita una historia que
empezaba en el muro de atrás del hospital, bien arriba, y que lo recorría íntegro, hasta
terminar con un anuncio. El texto del hospital decía:

EL DOCTOR ERA UN HOMBRE RESPETADO ENTRE LOS MÉDICOS Y ENTRE SUS


PACIENTES. TODAVÍA ERA JOVEN. PERO YA HABÍA CONSEGUIDO RECONOCIMIENTOS
IMPORTANTES EN SU PROFESIÓN. SEGURAMENTE TEMÍA UNAS GRANDES GANAS DE
QUE TODO LO QUE CONSIGUIERA LO CONTINUARAN ALGUNA VEZ

SUS HIJOS. YA SE CASARÍA. YA LLEGARÍA ESE CONTINUADOR QUE LO JUSTIFICARÍA.

PERO A VECES PASAN COSAS QUE ARRUINAN LOS MEJORES PLANES.

UNA TARDE. SE SINTIÓ MAL. NADA SERIO, SIN DUDA, PERO IGUAL CONSULTÓ CON UN
COLEGA AMIGO. YA SOS... (CONTINÚA EN LA PARED DE LA POLICÍA).

Y sí. En la pared de la comisaría se podía leer:

... PECHABA LO QUE TENÍA, PERO IGUAL QUERÍA LA OPINIÓN DE UN ESPECIALISTA.


PAPERAS, LE DIJO SU AMIGO. UN MES MÁS TARDE, UN ANÁLISIS LE CONFIRMÓ SUS
PEORES MIEDOS. HABÍA QUEDADO ESTÉRIL. YA NO LLEGARÍA EL QUE LO CONTINUARA.
¿ALLÍ SE CONVIRTIÓ EN UN CANALLA? ES PEMSABLE QUE NO. TAL VEZ. YA LO ERA. O SIN
EL TAL VEZ.

Mientras el temor recorría el porvenir del doctor y mientras él descubría horrorizado


que ya no podía hacer
nada para silenciar las paredes, que cualquier cosa que hiciese sólo serviría para empeorar
su situación, que debía aceptar que la voz anónima del aerosol lo había vencido, su gloria
inmediata parecía no tener límites. La Municipalidad de Aluminé había organizado un
encuentro en el que se agasajaría al hombre que había superado con creces la simple
conducción del hospital zonal.

52

Nadie faltó al homenaje. Todo el pueblo pareció volcarse al salón municipal, para
demostrarle su agradecimiento. Todos los discursos dieron las gracias de mil formas
diferentes. El doctor fue

parco en su respuesta, y cuando el último orador cerró la noche, también destacó la breve
intervención del agasajado, como una muestra más, “por si hiciera falta”, de la
“enormidad del alma de quien prefiere hablar con los hechos antes que con las palabras”.
César ocupaba feliz y orgulloso la primera fila junto a Celina, que hasta había optado por
un vestido largo para compartir la felicidad de su amor. El doctor los miró desde el

escenario y le pareció, en un instante de pesadilla, que todas las paredes de Aluminé,


escritas con aquel diabólico aerosol negro, caían sobre ellos.

Esa noche, los chicos decidieron terminar la fiesta en casa de Américo. El doctor volvió
solo a la suya y se encerró en su estudio para volver a concluir que alguien que no conocía,
con un aerosol en la mano, había destruido una historia que le había llevado veinte años
edificar. Sabía que a la mañana siguiente se encontraría en el punto más alto del alma de
César, el lugar donde había pretendido estar desde el momento en que lo arrancó de los
brazos de su madre; desde el día en que no impidió que una muchacha tremen-

53

damente lúcida viajara dormida en un avión indigno. Ahora, finalmente, todo aquello
empezaba a tener sentido. Y exactamente en este ahora se le ocurre a la verdad aparecer
desde el pasado, para vestirse de graffiti en la pared mal blanqueada de un pueblo
perdido en medio de la cordillera.

--¿Pero qué carajo quiere este tipo de los mensajes? ¿Nada, no quiere nada? ¿Quiere
solamente terminarme, mandarme a la nada, como yo mandé a esa chica hace ya años?
Pero, ¿quién es?
Y la noche no responde. La oscuridad es muchas veces silenciosa. Un whisky ayudará,
doctor. Un buen wisky, claro, de esos que sólo los muy conocedores pueden apreciar en
toda su delicadeza. Tchaikovsky también ayudará. Ah, el concierto número uno para piano
y orquesta, que tanta paz le dio tantas veces. El whisky es el de siempre, el concierto no
ha cambiado, porque Piotr hace décadas que ha muerto y no ha modificado, que se
conozca, una sola de sus maravillosas notas desde entonces; pero todo tiene en esa
madrugada silenciosa un insoportable sabor a derrumbe. Construyó su propia verdad
como una pared

y viene a ser una pared la que... Sí que es una ironía. Alguien debería prohibirle a la
realidad esas bromas macabras. Extrañamente, nunca volvió a la idea de que el autor de
los mensajes podía ser Américo. Desde la huida del enviado de Buenos Aires, sus viejos
camaradas no quisieron ayudar más y él se convenció de que el escribidor de mensajes en
las sartenes no tenía nada que ver con los muros divulgadores de pasados. Una especie de
fatalismo lo está ganando por dentro. Allí, en la semiluz de su noche más gloriosa, el
doctor Atilio Nardioni se dijo que ya era el momento de empezar a marcharse.

54

--Te dije que iba a volver, Alcira.

--Un hombre que vuelve con la cabeza tapada no vuelve nunca, doctor. Usted no puede
volver. Para volver a un lugar primero hay que haber estado allí, y usted jamás estuvo.

--Linda frase, muy poética. Pero vos sabes que no es cierta. Si querés te puedo contar lo
que hicimos ayer.

--Por favor, no me incluya en ese hicimos que me da escalofríos escucharlo. Y no me cuente


nada, que la verdad no me importa gran cosa. Si lo tranquiliza decir que volvió, hágalo.
Aquel guardia de la puerta no me va a dejar impedírselo.

--Decidí hacerte una cesárea. Pronto el bebé va a estar listo.

--¿Por qué?, ¿algo anda mal?

--No, pero no confío en nadie más, y si yo no estoy cuando venga el bebé, el que esté en el
parto puede hacerte cualquier barbaridad y no quiero correr riesgos. Vas a entrar conmigo
al quirófano y vas a salir con tu hijo en brazos. Así, en una de esas, empezás a confiar un
poco más en mí.
--Aunque me cueste aceptarlo, me parece que realmente le interesa que crea en usted
¿Por qué le interesa tanto? ¿En qué cambia la realidad de este lugar que yo le crea? La
realidad de este lugar, en nada. Tu realidad puede que mucho.

--¿Qué?, ¿me va a decir que en este tiempo que llevamos de conocernos se enamoró de
mí?

--No, podría haber pasado, porque sos muy hermosa; pero no voy a insultar tu inteligencia
con un cuento así. Digamos que me tomo ciertas prerrogativas de amo.

--Usted insiste con sus excusas cínicas, lo suficientemente hijas de puta como para que
suenen a verdad. Acuérdese que sigue existiendo el asunto del pollo.

--Podría ser otra de mis licencias de amo.

55

--Podría, pero por algún motivo que debe de tener que ver con su cara oculta, ese pollo
me huele más a podrido que a licencia de amo.

--Bueno, la cesárea te va a enseñar a ser menos desconfiada.

--La cesárea me va a enseñar, por lo pronto, que me quiere para usted.

--Adiós, Alcira.

--Adiós, Nadie.

Decía la pared del correo:

SIN EMBARGO. LA VIDA SUELE DARNOS SEGUNDAS OPORTUNIDADES. COMO MÉDICO


DE LOS DUEÑOS DEL TERROR, EL DOC TENÍA ACCESO A UN VASTO NÚMERO DE CHICOS
QUE PODRÍAN REEMPLAZAR AL QUE NO IBA A ENGENDRAR CON SU ESPERMA. PERO EL
DOCTOR NO ERA UN IDIOTA. HIZO TODO BIEN. BUSCÓ Y BUSCÓ SIN DESLUMBRARSE
CON LAS PRIMERAS OPORTUNIDADES OFRECIDAS, HASTA QUE ENCONTRÓ A UNA
MUCHACHA CASI ADOLESCENTE, SIN FAMILIARES, SIN PAREJA, PARA CONVER... (sigue
en la farmacia)

TIRLA EN VEHÍCULO PARA SU CONTINUIDAD. EL RESTO ES SENCILLO DE IMAGINAR.


UN BEBÉ QUE MACE, UNA CHICA QUE MUERE. UNOS PAPELES QUE SE INVENTAN CON
PROLIJIDAD OFICIAL. TODO SE... (sigue en la terminal)

HIZO CON GRAN RESPETO POR EL FUTURO. EL DOCTOR SIGUE SIENDO UN DOCTOR. EL
HIJO O HIJA SIGUE SIENDO HIJO O HIJA. Y EL FUTURO, COMO SIEMPRE OCURRE, LLEGÓ.
HOY ES LA MAÑANA DEL ÚLTIMO FUTURO DEL DOCTOR. MAÑANA, ALUMINÉ VA A
ENCONTRAR ESCRITO UN NOMBRE Y UN APELLIDO EN ALGUNA DE SUS PAREDES.

A esa altura, la novedad de las paredes parlantes había trascendido la cordillera, y varios
diarios, canales de televisión y radios habían llegado para leer esa especie de novela
escrita a lo largo de todo un pueblo.

Siguió hablando la soga casi en una última y dolorosa ocasión. Sólo una ve/ más diría su
voz, pero no era todavía la hora del final. Antes había que pintar en palabras un parto y
una muerte. “¿No nos contaban cuando éramos niños sobre el vuelo de cigüeñas que nos
traían, soga? En un vuelo cruel llegó el nacimiento,

en otro vuelo cruel marchó el morir. ¡Qué de quirófanos y de aeropuertos tienen nuestros
dolores, soga! Quiero seguir oyendo tu historia, soga. Quiero seguir oyendo. Quiero
seguir. Quiero.”

Estas cosas fueron narradas entonces:

--Ya es tiempo, Alcira. Es nuestro turno. En un par de horas ff «, vas a estar otra vez aquí
con tu hijo.

--Ya le dije que qp me incluya, doctor. No es nuestro turno. Es el suyo.

--Bueno, como quieras. No voy a discutir cuestiones filosóficas en este momento.

--No es filosofía. Tiene que ver con mi hijo. Él llega aquí porque usted lo decidió, no yo, ni
él. Pero tiene razón. No vamos a discutir ahora. Lléveme.

El doctor con telón en los ojos no tenía rostro, pero tenía eficacia. Carecía de nombre,
pero no de técnica. Cuando Alcira volvió de su sueño anestésico le trajeron a su hijo, un
varón, para que lo amamantara. Y teta y boca fueron uno para que Alcira y el bebé fueran
uno.
--¿Ya le pusiste nombre? -preguntó la capucha un día apareciendo por sorpresa. Ella se
sobresaltó.

--Ah, es usted. Sí, ya tiene nombre, pero será un secreto entre él y yo. Usted no tiene por
qué saberlo. Nadie aquí tiene por qué saberlo. Se lo voy a decir despacito, haciéndole
cosquillas en la oreja con mis labios, para que lo recuerde cuando sea necesario. Y él lo
recordará, no lo dude. Él va a oír mi voz cuando tenga que oírla.

--¿Seguís teniendo dudas?

57

--Ya le expliqué que yo no tengo dudas. Tengo sólo certezas. Ahora déjeme sola que
quiero estar con mi hijo.

La capucha se fue sin mirarla. O mejor dicho, mirándola de otro modo. Pero Alara ya
no tenía ojos. Era ya únicamente dos tetas, dos grandes tetas. Cuarenta días duró ese
destino. El doctor sin cara llegó entonces con una jeringa.

--¿Ya es la hora? -preguntó la muchacha.

--No seas tonta. Tus últimos análisis dieron un poco de anemia. Esto es hierro.

--Tengo miedo -le dijo ella mirándolo a los ojos con los suyos inundados.

--Pero ya te dije que no es nada. No hay por qué tener miedo.

--Míreme -le pidió agarrándolo de un brazo-. Míreme a través de esos agujeros. Júreme
que lo va a cuidar.

--Pero ya te dije...

--Sí, sí, ya sé que es nada más que hierro. Igual júreme. Todos ustedes creen mucho en
Dios. Nunca entendí cómo hacían, pero ahora ya no me importa averiguarlo. Júreme por
Dios que lo va a cuidar. Alcira no le quitaba los dedos de su brazo ni los ojos de los orificios
de la tela. El doctor apartó la mano de ella y le respondió sin mirarla.

--Bueno, si te deja más tranquila, te lo juro...

--No, no me deja más tranquila. Es una forma de irme con menos llanto. Apenas eso...

Lentamente empezó a perderse en el sueño. Hasta que ya no pudo encontrarse.

Dos veces tenía razón.


No era hierro.

Y se fue con menos llanto. Dormida, se fue.

Sólo una vez más hablaré —dijo la soga—. Ahora quiero callar. Estoy cansada.

58

Epílogo

El sol empezaba sus últimos minutos sobre las líneas de la cordillera y, en el desolado
paisaje de Aluminé, la figura encorvada del doctor Nardioni evitaba las grandes piedras del
terreno, hasta que encontró una roca lisa que le podía servir de asiento para no manchar
su pantalón gris nuevo. Miró hacia la enorme masa de piedra que le cortaba la vista y se
puso a imaginar el día de mañana, cuando toda su vida se quedara en un nombre escrito
en una pared.

--¿Cuánto duele la verdad, doctor? —preguntó alguien a su espalda.

--¿Así que eras vos? -preguntó Atilio Nardioni, reconociendo el sonido de esa voz sin
necesidad de volverse—. Nunca me lo imaginé. Hasta en César llegué a pensar. Pero en
vos...

Entonces sí, se dio vuelta. Ya era casi de noche y, antes de que se fuera toda la luz,
quería ver la cara que tenía su derrota.

--¿Te lo va a perdonar mi hijo? -preguntó.

--Estoy segura de que sí. Y no es su hijo —le contestó Celina.

--¿Por qué lo hiciste? -quiso saber el doctor-. ¿Alcira era

algo tuyo?

--Podría decirle que era mi hermana en la sangre de los humanos, pero usted no está para
esas profundidades. No, no era nada mío. Para que me comprenda tengo que ir un poco
más atrás. Tengo que ir ocho siglos atrás.

--No entiendo.

59
--Y cuando termine de hablar yo, va a entender todavía menos, no se preocupe. Es una
vieja historia. Pasó en Castilla, hace ochocientos años...

Y contó entonces Celina de las infamias del Hombre Cruel, de la violencia a una chica
campesina llamada Isela y a su amado labrador, de la muerte de los dos, de la justicia que
se le prometió a él en una noche solitaria, junto al fuego, en un campo desnudo.

-- Todo se perdió, menos la soga donde ella se colgó tras la injuria del Cruel. Y hubo
quienes rescataron la soga y quienes siguieron la semilla del Malvado. Y el Malvado tuvo
descendientes que siguieron desparramando el dolor, porque en todos anidaba la infamia.
Y siempre estuvieron al lado los portadores de la soga, oyendo lo que ella tenía para
decirles. Pero la profecía hablaba de que la justicia llegaría cuando la semilla del Cruel ya
no pudiera reproducirse, cuando el último vestigio de aquel primer injusto fuera
realmente el último.

---Y yo soy ese.

---Usted es ése.

--Porque no puedo tener hijos.

Porque no puede tener hijos. Las paredes le han demostrado que yo sé.

--O sea, ¿todo esto tiene que ver con un crimen que pasó hace ochocientos años?

--¿No le parece que es un poco simple, Nardioni? No menosprecie sus propios logros en la
desdicha. Digamos que tiene que ver con una larga cadena de llanto que empezó hace
ocho siglos y que al fin tiene su pena.

--¿Y por qué tengo yo que pagar por todos?

--Porque así fue dicho y porque alguien tiene que hacerlo. Y porque a veces, muy de rato
en rato, hay castigos hermosos como amaneceres.

--¿Y cómo sigue esto?

--Depende de usted. Puede leer su nombre mañana en las paredes o puede no hacerlo. A
las once sale el último micro hacia la Capital. Su ida la puede explicar como le parezca.
Entonces no habrá el apellido de César escrito en aerosol y habrá un algo como de
pasados que respiran mejor.

--Justo ahora que había logrado convertirme en alguien que César podía mirar con orgullo.
--Sí, ya sé. Eso también fue mi obra. Cada cosa que le sugería César a usted había nacido
de una palabra mía. No se equivoque, Nardioni. Paso a paso edifique su altura para que su
caída fuera gigante. Nunca estuvo al borde de nada. Todo fue una mentira, como
usted, padre estéril, médico asesino. Así que no se queje. La soga le regala su pobre vida
de, digamos, ¿30 años a partir de ahora? Es bastante más que lo que sus antecesores en la
crueldad le regalaron a Isela, a Anele, a Camila. Es bastante más que lo que usted

le hizo a Alcira. Nada iba bien. Ni la torpe visita de su asesino iba bien.

--Pensaste en todo.

--No fui yo -empezó a decir Celina. Y mirando hacia la cordillera murmuró, antes de callar
en la profunda oscuridad de las estrellas-. Fue la belleza.

61

Esa noche, el último autobús que salía de Aluminé recibió un pasajero de último
momento, con un bolso de mano por todo equipaje. Celina hizo un llamado a Buenos
Aires para pasar el nombre y el apellido que no dirían las paredes del pueblo. “Ya está. Es
cosa de otras manos ahora”, pensó. Y a la mañana siguiente amaneció la decepción de las
paredes vacías. Celina sabía que pronto habría en César un nuevo
nacimiento. Que la inesperada partida de su padre por trámites
urgentes en la Capital era una invención de vida corta.

Se prometió compartirle una vida crecida de verdades. Pero antes de eso le debía un
regalo.

--Tengo esto para vos, le dijo mientras se lo entregaba en el

desayuno.

--¿Un pedazo de soga destruido?

--Sí. Un pedazo de soga destruido. Tómalo, amor.

Esa noche se amaron como nunca. Y después se abrazaron fuerte y, así, con los
brazos del otro apretando el propio cuerpo, haciéndose uno solo, durmieron como
siempre, pero con el pequeño trozo de soga a los pies.

Y soñó Cesar. Soñó un sueño largo, claro, evidente. Soñó con dos tetas plenas que
alimentaban a un bebé, que se prolongaban en un cuello, en un mentón, en una boca
dulce, que se perdían en la soga y que le daban a los toscos hilos trenzados una voz suave.
Una voz que le hablaba despacio, como un soplido. Y que en el susurro le decía,
haciéndole cosquillas en las orejas con los labios: “Dormí mi chiquito amado, dormí sin
miedo que todo está bien, dormí tranquilo que cuando despiertes te voy a contar historias
de elefantes y monos, dormí, cielo, dormí en paz...

Dormí que ya va a venir el día. Dormí, mi lindo, y recordá este nombre que te doy.
Dormí, Lorenzo. Dormí”.

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