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La Vidalita Montañesa
La Vidalita Montañesa
He dicho alguna vez que las músicas de los montañeses tienen una tristeza
profunda; sus cantos son quejas lastimeras de amores desgraciados, de deseos no
satisfechos, de anhelos indefinidos que se traducen en endechas tan sentidas como
primitiva es su expresión. Las noches se pueblan de esos cantares oídos a largas
distancias, acompañados por el tamborcito, que sostienen con la mano izquierda,
mientras con la derecha golpean el parche, arrancándole ecos como de gemidos
lúgubres. Es la vidalita provinciana en la que el gaucho enamorado, de inspiración
natural y fecunda, traduce las vagas sensaciones despertadas en su alma por la
constante lucha de la vida, la influencia de los llanos solitarios, de las montañas
invencibles y el fuego salvaje de su sangre tropical.
Me he adormecido muchas veces al rumor de esos cantos lejanos que parecen descender
de las alturas, como despedidas dolientes de una raza que se pierde, ignorada,
inculta, olvidada, y se refugia en medio de las peñas como en último baluarte,
repudiada por una civilización que no tiene para ella ocupación activa. Desterrada
dentro de la patria, se esfuerza por volver al seno de la naturaleza que la vio
nacer; y las horas mortales de su abandono, girando eternamente como los astros,
engendran en sus hijos esa íntima tristeza reflejada en los ojos negros, en las
creaciones de su fantasía y en los tonos y sentido de sus canciones.
Fatigados de luchar en vano con la selva centenaria, con la roca impenetrable y con
la tierra estéril, abandonan su energía a las sensaciones físicas que adormecen y
matan la actividad psicológica; o concentrados en sí mismos, van ahondando ese
ignoto pesar que forma el fondo de sus concepciones poéticas. La vidalita de los
Andes es el yaraví primitivo, es el triste de la pampa de Santos Vega, es la trova
doliente de todos los pueblos que aún conservan la savia de la tierra; la canta el
pastor en el bosque, el campero en las faldas de los cerros, el labrador que guía
la yunta de bueyes bajo los rayos del sol, la mujer que maneja el telar, el niño
que juega en las arenas del arroyo y el arriero impasible que atraviesa la llanura
desolada.
Un poeta nacional ha sentido estos dolores íntimos del corazón argentino, y ha dado
en versos de fuego la causa general de esta ansia febril de embriagar los sentidos,
que devora a nuestros gauchos: