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Pausides González
(Miguel Gomes)
Se ocultó por fin el sol, pero quedó largo rato suspendido sobre el horizonte
el lento crepúsculo llanero en una faja de arreboles sombríos, cortados por la
línea neta del disco de la llanura, mientras en el confín opuesto, al fondo de
una transparente lontananza de tierras mudas, comenzaba a levantarse la luna
llena. Se fue haciendo más y más brillante el fulgor espectral que plateaba los
pajonales y flotaba como un velo en las hondas lejanías, y ya era entrada la
noche cuando llegaron a las fundaciones del hato.
Esto acontece bajo el arco inmenso de la bóveda celeste que cubre “el disco de
la llanura”, donde tres jinetes son el centro diminuto y momentáneo. La imagen
muestra un hecho corriente, pero también prodigioso. Los reflejos de la luna
sobre los pajonales y los del sol sobre “la línea neta del disco de la llanura”
están garantizados, a simple vista, por la verosimilitud propia de un relato
costumbrista, pero en “lontananza”, en el fondo, ocurre por analogía otra cosa.
De extremo a extremo, uno de esos puntos, “el confín opuesto”, comienza a
imitar al otro: el fulgor comienza a imitar los arreboles, así, en cuanto a los
atributos de estas iluminaciones (del anochecer y del atardecer),
lo espectral del lado de la luna remeda lo sombrío del otro lado de la sabana
donde ya no hay sol; y lo espectral nos conduce entonces a lo falso, a lo
inexistente, a los espejismos. Esta vivencia –y viveza– del paisaje anuncia la
naturaleza mimética del discurso narrativo de la novela, capaz de hacer de la
ficción su propio objeto.
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