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Márcio Mendes

Dones de
Fe y milagros

Titulo original : Dons de Fé e Milagres


Editora Cancao Nova, 2010

Traducción: Daniel Camacho Zamora


Diseño de Portada: DCG María del Carmen Gómez Noguez

“AL SERVICIO DE LA VERDAD EN LA CARIDAD”


Paulinos, Provincia México

Primera Edición 2013

D. R. 2013, EDICIONES PAULINAS, S.A. DE C.V.


Calz. Taxqueña 1792, Deleg. Coayoacán , 04250, México, D.F.

Comentarios y sugerencias: edición@sanpablo.com.mx


www.sanpablo.com.mx

Impreso y hecho en México


Printed and made in Mexico

ISBN: 978-607-714-043-6

La presente reproducción es sin ánimos de lucro;


Está dedicado a Sanar a aquellos corazones que buscan
Desesperadamente a Jesús, para que nos ayude y auxilie en nuestra vida.

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Que el Señor Jesucristo esté a tu lado, para defenderte;
Dentro de ti, para conservarte; delante de ti, para conducirte;
A través de ti, para guardarte; arriba de ti, para bendecirte.
Él que vive y reina por lo siglos de los siglos. Amén.

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FE Y MILAGROS

Cuando una persona nos busca y dice que tiene sed, no espera que pongamos en su bolsa
la fórmula del agua. Mucho menos que abramos un libro y comencemos a explicarle la
importancia de las lluvias en el pasado, los beneficios de la humildad para la salud del hombre o la
necesidad de los ríos en el cultivo de la tierra. Lo que interesa en aquel momento es matar la sed,
es descubrir si existe una fuente de agua cristalina donde se pueda beber, abrir la boca y saciar
aquel deseo ardiente. Quien tiene sed no quiere explicaciones, quiere una jarra de agua, de
preferencia bien llega y fresca. Quien necesita de un milagro sólo quiere saber cómo alcanzarlo.
¿Cómo obtener el milagro? ¿Cómo experimentar la fe que mueve montañas cuando en nuestra
vida hay tantos escombros y barreras a ser removidos? Eso es lo que interesa. La Sagrada Escritura
no es un libro de teorías, sino un camino de experiencias. Ella nos revela dónde está guardada la
fuente, el secreto para estar saciados. Así como no se puede acercar a una cascada sin sentir su
frescura y recibir su brisa, de modo semejante nadie se acerca a los dones de la fé y de los
milagros sin contagiarse de alguna manera por ellos y experimentar, en el alma, algo de su fuerza
transformadora.
La Sagrada Escritura ahora compara al Espíritu Santo con el agua, ahora lo compra con el
fuego. Ella quiere hacernos comprender que los carismas son una fuerza de vida; son también
como las llamas espirituales que nos mantienen espiritualmente encendidos, iluminados. Es la
voluntad de Dios que este fuego jamás se apague en nuestros corazones.
A través de las enseñanzas, de la oración de este libro, la Palabra de Dios va a reavivar
nuestra llama y a hacerse vida en nosotros. Dios nos ha de conceder también la gracia a nosotros
de experimentar la dulzura y la fuerza de los dones espirituales.
Seremos no sólo lectores, sino testimonios de que el Señor interviene con su amor y
sabiduría no sólo en la vida de los otros, sino también en la nuestra. No debemos, por tanto,
ignorar que para conocer dones tan magníficos es necesario ser humildes y vencer la incredulidad.
Es necesario ser humilde porque esos dones sobrepasan nuestra capacidad de compresión. Es
necesario vencer la incredulidad porque tarde o temprano todos tendremos necesidad de que
Dios intervenga en nuestra vida. Debemos por tanto, acercarnos a esos carismas con firme
intención de querer conocerlos, pero sin perder la claridad de que todo lo que ya sabemos y
experimentamos al respecto aún es muy poco. Los que desprecian esos dones, y los que creen que
ya entendieron todo lo que los envuelve, poso saben sobre la importancia de la fe y del milagro.
Hay quien desprecia esas manifestaciones del Espíritu Santo a causa del miedo. Esas
personas niegan la actualidad de los milagros y quedan abrumadas ante ellos porque son una
prueba inexplicable de la experiencia de realidades que ellas no controlan. Los milagros son
manifestaciones desconcertantes de la existencia de un mundo sobrenatural. Cuando Dios actúan
por las carismas, especialmente de curaciones y milagros, es como una claridad que ciega, un
susto en nuestra respuestas rápidas, un choque irresistible que hace el hombre descender del
pedestal para ponerse de rodillas ante su Creador. ¡Es claro! Siempre hay quien sufre con la idea
de que acontecimientos extraordinarios sean reales porque se siente inseguro al lidiar con cosas
que desconoce. Algunos intentan aliviar sus preocupaciones acercándose a aquellos que
consiguen dominar, y se sobrecargan de cuidados materiales, pero nada de eso les da descanso.
Su mundo es el mundo de las cosas que pasan, de aquello que puede ser controlado, de lo que se
puede ver y medir. Pero la fe, así como el amor, no es algo que se pueda contabilizar; por esa
razón la desprecian y sufren con el vacío que eso les deja en el alma.
De otro lado, están aquellos que ya saben todo. Ni el mismo Dios es capaza de
sorprenderlos. Para ellos los milagros son apenas el capítulo de una historia que sucedió hace
mucho tiempo. Afirman su fe en las obras de Jesús, pero no creen que se realicen aún en nuestros

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días. Y porque no creen, tampoco experimentan. Llegan a decir que no importa si de hecho el
Señor curó a los enfermos, si multiplicó los panes, o si caminó sobre las aguas. Para ellos
solamente la enseñanza, la teoría por detrás de la historia, el significado de los milagros es lo que
interesa. Pero el hombre de fe no anda en busca de teorías, y sí del auxilio divino. Fue así para las
hermanas de Lázaro, para Jairo y su hija, para los ciegos leprosos y paralíticos que fueron curados
por Jesús. Dios no realiza milagros para probar su divinidad o demostrar poder. Obra para hacer el
bien. La señal nace como consecuencia de su maravilloso amor por el ser humano.
Pido a Dios que te conceda un corazón humano y deseoso de experimentar esos dones. El
mundo en que vivimos tiene inmensa necesidad de hombre y mujeres comprometidos con el
Espíritu Santos, personas que actúen con una fuerza divina, y sean ellas mismas una fuerza viva de
Dios, para quien todo es posible. Esa persona puedes ser tú. Dios quiere que así sea. Y el Espíritu
Santo te mostrará como este libro te va ayudar.
La fe y el milagro caminan juntos, y hacen un bien inestimable a los que los experimentan.
Son dones que abren al ser humano todas las puertas. Jesús mismo lo garantiza: todo es posible
para quien cree. El milagro hace crecer la fe. Pero sin fe ningún milagro es posible. Veamos
entonces toda bendición y toda gracia que se esconden primeramente por detrás del carisma de la
fe. En seguida, vamos a pedir al Señor de la vida que nos abra los ojos y el corazón para esa
bendita realidad que la Sagrada Escritura define como don de milagros.

EL DON DE LA FE

Cierto día, Pedro, fuertemente impulsado por el Espíritu Santo, se puso a decir: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Jesús que lo escuchaba respondió: “¡Bienaventurado eres
tú Simón, hijo de Juan! Porque eso no te lo ha revelado la carne y la sangre, sino mi Padre que está
en los cielos” (Mt 16,17). La fe es un don del Espíritu Santo, es gracia de Dios, es algo sobrenatural
que Él hace brotar dentro de nosotros. Sin la gracia para ayudarlo, sin el Espíritu Santo para
socorrerlo interiormente, el ser humano no puede cambiar el propio corazón, mucho menos
convertirlo a Dios, no consigue tampoco despertarlo espiritualmente para ver lo que es cierto y
confiar en la verdad. En otras palabras, no se puede proveer de la fe. La fe es un don de Dios, una
carisma del Espíritu Santo. Ella es el medio indispensable y seguro para que consigamos todas las
gracias necesarias para la salvación. Siendo así, cualquier esfuerzo aún es poco para hacer que
todas las personas comprendan que es necesario tener fe para encontrar la salvación. Insiste en
eso, pues observo que, al mismo tiempo en que existe la necesidad indispensable de que haya esa
fe viva, tan recomendada por Jesús y por la Sagrada Escritura, existen también muchas personas
que sufren por no creer y no saber valerse de tan poderoso recurso que Dios nos concedió. Y lo
que más me da pena es percibir que, con tantas personas que padecen por los sufrimientos,
desánimos, depresiones e incredulidad, sean muy pocos los cristianos que se empeñan para
encender ese fuego en los corazones necesitados.
El mayor bien que podemos hacer a quien amamos es llenar su alma de ánimo, empujarlo
y hacer entrar la fe en su corazón. Es el único camino para que él experimente la salvación de Dios.
Sin duda sólo Jesús salva, pero la manera por la cual la salvación llega hasta nosotros es la fe. La fe
salva haciendo inmediata la presencia de Dios y haciendo que Jesús habite en nuestro corazón (Ef.
3,17). A fin de cuentas ¿de qué sirve a la persona saber que Jesús es el salvador, participar en la
misa, comulgar y hasta meditar sobre la necesidad de ser mejor, cuando en el fondo del alma no
cree en nada de eso, cuando actúa sólo por la costumbre o porque otras personas también lo
hacen? ¿De qué sirven tales esfuerzos, si falta la confianza en el Señor, cuando es cierto que el
Espíritu Santo nos revela que solamente por la gracia es que fuimos salvados, por medio de la fe, y

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eso no viene de nosotros, es don de Dios (Ef 2,8). Nuestra garantía es la palabra del Señor: “El cual
te dirá unas cosas con las cuales os salvareis tú y toda tu casa” (Hch 11,14).
“Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11,6). Sin ella quedan sin valor todos nuestros
buenos propósitos, las promesas que hicimos se vacían, y los buenos pensamientos nunca se
transformaran en obres. Si no tuviéramos convicción de los hombres orantes, fallaremos en todos
nuestros compromisos y desperdiciaremos todas las revelaciones que el Señor nos hace. Todo eso
por una razón muy simple: para ser fieles, para vencer la tentación, para actuar con el poder del
Espíritu, para alcanzar alguna gracia o para obtener un milagro no basta la buena voluntad.
Es necesaria una ayuda sobrenatural que nos mantenga firmes y constantes. Es necesario
tener fe. Ciertamente existen muchas cosas buenas que Dios realiza hasta en la misma vida de
aquellos que no creen, pero otras gracias, tales como los milagros y ciertas curaciones, Dios sólo
las concede a quienes creen. El corazón bondadoso, la intención justa, la búsqueda de la verdad
sirven para aproximarnos a Dios y abrir nuestro corazón para creer, a fin de que por la fe
alcancemos la fuerza que nos libre de todo mal. Sin ese socorro divino, no podemos resistir.
Agradezco a Jesús por este libro que ha llegado a tus manos. Creo que tú lo estás leyendo
en este momento porque Dios tiene aquí una respuesta para darte, una gracia a concederte y
hasta una dirección para tu vida. Es un regalo del cielo poder conocer más profundamente la
importancia de este don, pues, cuando se trata de personas adultas, todos los que obtienen la
salvación o el milagro, en general, sólo por medio de la fe alcanzan esta gracia. También es ella la
que nos hace vencer y avanzar en la vida. Entonces, agradezcamos a Dios, pues grande es el amor
que Él tiene por ti y por mí, dándonos la oportunidad no solamente de aprender algo bueno, sino
sobre todo de experimentar la extraordinaria, poderosa e invencible fuerza del Espíritu Santo.
Pido al Espíritu santo que, después de todo lo que descubramos con esta lectura y también
con las oraciones, Él nos conceda la gracia de cuando seamos tentados a separarnos de Dios no
nos olvidemos de proclamar el santo nombre de Jesús y estar siempre protegidos con el escudo de
la fe, con el cual podréis apagar todos los dardos encendidos que el maligno enemigo nos dispare
(Ef 6,16).
Si en algún momento de la vida nos sentimos enfadados o desanimados para hacer lo que
es correcto, y pensamos desistir de todo, sin duda necesitamos de la gracia para dar crédito a lo
que hay más allá de lo que conseguimos ver, y debemos pedir al Señor la ayuda necesaria para
luchar y vencer la tentación que nos invade. La mayor recompensa que puedo recibir es que tú
descubras en este libro cuánto Dios te ama y quiere salvarte personalmente. Las cosas que te
enseño aquí, muestran el medio que Dios nos da para alcanzar la vida eterna y todas las otras
cosas que necesitamos, y sería muy agradable que nuestros parientes, amigos y todos aquellos
que amamos pudieran tener acceso a este libro y se aproximasen a la verdad que tiene el poder de
salvarlos.

CUANDO LA FE TRANSFORMA LA VIDA

Después de haber convivido y enseñado mucho a sus discípulos, Jesús les dijo: “ Ya que
sabéis estas cosas, dichosos seréis si las practicáis” (Jn 13,17). Las revelaciones de Dios sólo traen
felicidad para quien las pone en práctica. Es necesario obedecer para experimentar. No se trata de
un simple creer. La fe es algo que compromete a la persona hasta la última punta de su pelo. Se
trata de entregar el corazón en las manos del Padre y al mismo tiempo aceptar toda la verdad que
Él nos reveló. Es depender de Dios, confiar y obedecer a Dios en Jesucristo. Obedecer en la fe
significa creer que aquello que Dios reveló es verdad y, por esa razón, aceptar lo que su Palabra
nos manda. Entonces el Espíritu Santo actúa en el hombre para que él sea capaz de poner a

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disposición de Dios todo su pensar y su querer, de tal forma que hasta la inteligencia y la voluntad
de la persona cooperen igualmente con la gracia divina.
Del mismo modo que la fe es don de Dios, ella es también la respuesta que le damos por
haberse compadecido de nosotros y haber venido en nuestra ayuda. Es decirle: “Sí, mi Dios, creo
en tu amor, y acepto, de todo corazón que Jesús me salve, pues yo estaba perdido y era infeliz,
antes de escuchar tu voz” Sin la gracia y sin el Espíritu Santo ayudándonos interiormente es
imposible creer, pero para creer también necesario querer. La verdad difícilmente entra en
corazón cerrado. Por eso, el Señor nos dice:
Escucha hijo mío, y acoge mis palabras; así contarás muchos años de vida. Yo te enseñaré
el camino de la sabiduría; te he conducido por la senda de la rectitud. Al caminar no sentirás
estrecho el camino; al recorrer, no darás ningún tropiezo. Abraza bien la disciplina, no dejes que se
te aparte; guárdala pues ella será tu guía. No te metas por la senda del impío, ni camines por
camino de hombres malos. Hazte a un lado, no vayas a pasar por él; sí, hazte a un lado y sigue
adelante. Porque ésos no pueden dormir sin hacer el mal; se les va el sueño si no causan la caída a
alguno. Pues esos hombres comen pan de maldad, y beben vino de violencia. Pero el camino del
justo es como la luz matutina, que brilla cada vez más hasta llegar al mediodía. En cambio, el
camino del impío está cubierto de tinieblas; los impíos no saben con qué se tropiezan. Hijo mío
pon atención a mis palabras, aguza el oído para percibir lo que digo. Que tus ojos jamás se
aparten, en el fondo de tu corazón guárdalas siempre. Porque son mis palabras la vida de aquellos
que las acogen, son salud para todo su cuerpo. Sobre todo lo que tú guardas, guarda el corazón;
porque de allí salen los manantiales de la vida. Lejos de ti el tener la boca insolente; lejos de ti el
tener labios malvados. Miren derecho tus ojos; miren tus pupilas siempre de frente. Empareja la
senda de tus pies y que sean firmes tus pasos. Ni a la derecha ni a la izquierda te desvíes; del mal
aparta tus pies (Prov 4,10-27).
La Palabra de Dios hace bien para los que se ocupan de ella. “Escucha, acogen mis
palabras; así contarás muchos años de vida”. Garantiza el Señor. En otras palabras, la Sagrada
Escritura te está asegurando que si obedeces a Dios nada te podrá detener, y serás guiado de
manera que los obstáculos no bloqueen tu camino.
Mientras tanto, para que eso suceda es necesario que tú tengas una disciplina y para
tenerla es necesario escuchar y obedecer como discípulo. Son dos palabras que vienen de la
misma raíz, por eso entre ellas se parecen. ¿Quién es el “discípulo”? Es aquel que acepta la
“disciplina”. Sin dedicarse nadie mejora, nadie crece, nadie se vuelve agradable a Dios. La persona
disciplinada invierte en la vida propia, y ciertamente se aproximará a todos sus objetivos. Pero
quien no se corrige es siempre una presa fácil de las seducciones de una vida fácil. Cualquier
propuesta apetitosa, y hasta equivocada, lo desvía de sus metas. El camino equivocado siempre es
un obstáculo, es atrayente y prometedor. Es la puerta larga de la cual Jesús habla (Mt 7,13). Al
contrario de lo que aparenta, es un camino tenebroso que te hará tropezar. Pero, aquel que sigue
lo que Dios le muestra ve por dónde va, es siempre iluminado; y él mismo se vuelve una luz. Su
brillo atraerá a otras personas hacia Cristo. Muchos verán su ejemplo y lo seguirán como todos
siguen a aquel que en lo oscuro lleva una vela. Pero brillar cuesta caro. La luz sólo brilla a costa de
lo que ella consume. Una vela no iluminaría si no fuera encendida. Ella necesita quemar para
brillar.
Tampoco nosotros podremos ayudar a otros si no nos consumimos, sin que eso nos cueste
algo. Es fácil obedecer a Dios cuando las cosas van bien, cuando comprendemos lo que está
sucediendo o cuando Dios quiere lo mismo que nosotros queremos. Solamente cuando
necesitamos avanzar sin tener todas las respuestas, cuando parece que la vida se descarriló, y Dios
nos pide algo que no deseamos, es entonces que notamos que obedecer poder ser como un fuego
que ilumina, calienta, pero también quema. Quemar se relaciona con desgaste, sufrimiento, y a

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nadie le gusta sufrir. ¿Qué es desgastarse para hacer la voluntad de Dios? ¿Qué es dejarse
consumir?
Tenemos la idea de que somos útiles cuando somos fuertes y podemos hacer algo por los
demás; por ejemplo, si a causa de un sufrimiento o de un dolor necesitamos abandonar nuestras
obligaciones, corremos el riesgo de ponernos tristes y sentirnos inútiles. Es justamente en ese
momento que debemos mantenernos firmes y unidos a Dios. Si tenemos paciencia y somos
obedientes al Padre, seremos una bendición todavía mayor para las personas en nuestro tiempo
de sufrimiento y de dolor de lo que en esos días pensábamos estar contentos al máximo en
nuestros trabajos.
Ser fiel en los momentos dolorosos y difíciles; mantener la determinación cuando todo el
mundo ya desistió y no le importa más; eso sí arde como el fuego. Pero sí quisiéramos brillar e
iluminar otras vidas, necesitamos quemarnos y consumirnos para no desviarnos del bien y de la
verdad, para no desviarnos de Dios en un momento de oscuridad y revuelta. El ser humano, para
ser luz, necesita estar unido a Dios por los hombres. Tendrá que hacer sacrificios y desdoblarse
para ayudar a los otros. Muchos quieren brillar, pero sin quemar, quieren triunfar pero sin luchar.
Se olvidan, que antes que todo, que antes del triunfo viene la renuncia, la entrega y la
cruz. La victoria del mañana tiene sus raíces en el sufrimiento de hoy. Sin esfuerzo no se puede
triunfar. Sin dedicación nadie obtiene buen éxito. Pero una cosa, el Espíritu Santo nos asegura que
los fieles incluso en medio de los sufrimientos, reciben de Dios la vida y hasta la salud para todo su
cuerpo (Prov 4,22).
Las fuerzas que recibimos del Espíritu Santo no se nos concede para huir de los conflictos
de este mundo real en que vivimos, hacia un mundo de espiritualidad alineado y fantasioso, pero
sí para dar testimonio en medio de las tribulaciones y de las desavenencias de cada día que Jesús
es el Señor que nos libera. Y aquel fue ayudado por Dios debe seguir el ejemplo del Señor y ayudar
a su prójimo.
Hay un tipo de alivio que sólo conseguimos cuando aprendemos a calmar, pero esa calma
no viene sola sin hacer nada. Para encontrar alivio y poder descansar el corazón, es necesario
ayudar a los demás. Si quisiéramos ser libres, tenemos que aprender a liberar a los demás. Y quien
quiera tener paz tendrá que aprender a dejar a los otros en paz. Eso quiere decir perdonar las
ofensas y muchas veces también las deudas. Obedece a Dios quien obra así.
El Padre del cielo, cuando nos pide obediencia tiene en cuenta nuestro bien. Él quiere
educarnos. La palabra educar, del latín educare, significa hacer brotar aquello, más dulce y
provechoso que la persona trae dentro de sí. Para hacer brotar la dulzura de la caña, a veces es
necesario molerla. Es necesario apretar, exprimir la naranja para disfrutar de su delicioso jugo. El
Señor aprovecha los sufrimientos que nos aprietan para hacer llegar a la superficie a la persona
mucho mejor.
Es impresionante cómo en las manos de Dios los sufrimientos más amargos son
responsables de producir los corazones más dulces y tiernos. No tengamos miedo de sufrir para
mantener la fe. Si nos sentimos molidos como la caña o exprimidos como la naranja, recordemos
que, en Dios, eso no nos llevará a la muerte, sino que nos traerá salud y vida. La fe es la convicción
de que Dios va a cumplir lo que Jesús nos prometió y obrará conforme a sus palabras.
La fe en Dios es diferente de creer en alguna cosa o persona humana. No es creer en algo,
sino confiar en aquel que Dios envió, es entregarse a Jesús sin reservas ni negociaciones. Más que
creer como verdaderas ciertas cosas que no conseguimos entender, fe es tener confianza en Dios,
ponerse en sus manos y aceptar con valor y amor el camino de la felicidad que Él trazó para
nosotros. No se trata de una intuición, un sentimiento o una emoción. Es un compromiso con Dios
que envuelve a la persona de una punta a otra de su ser, desde lo más íntimo a lo más superficial.
La fe necesita ser tan profunda y enraizada en el corazón, cuanto se debe manifestar por fuera en

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todas nuestras actitudes. Fue lo que llevó a Pablo a decir: “que si confiesas con la boca esta
verdad: que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te
salvarás. Porque con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación”
(Rm 10,9-10).
¿Qué hay de más íntimo y secreto para el hombre que su corazón? Y ¿Qué hay de
manifiesto que sus palabras? Cuando la fe es verdadera, ella nos hace vivir de manera coherente
en aquello en que creemos. Ella transforma nuestra forma de proceder a tal grado que nos
volvemos capaces de asumir compromisos nuevos y difíciles por amor a Dios y a nuestro prójimo.
Si aquello a lo que llamamos fe no nos lleva a tomar una actitud, es porque no es fe. ¿De qué sirve
a uno el decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? (Sant 2,14).
La fe que no presenta señales y no se vuelve evidente es cómo un árbol de plástico: bata
llegar cerca para ver que es falso. Puede parecer verdadero en todo, pero jamás podrá dar un
fruto. Del mismo modo que un cuerpo sin alma está muerto, la fe sin obras también está muerta.

HÁGASE CONFORME A TU FE

Había en la región de Tiro y Sidón una mujer cananea que hacía algún tiempo era
cruelmente atormentada por un demonio. Los cananeos eran conocidos por ser grandes y
poderosos, pero también eran famosos por ser idólatras, supersticiosos, profanos y
acostumbrados a todo tipo de degeneración moral. Entre sus costumbres estaba el asesinato de
niños como sacrificio a los ídolos, y sus sacerdotisas practicaban la prostitución a manera de culto.
Descubrimientos arqueológicos revelan que en Megido, Jericó y Gerez, era común el “sacrificio de
los cimientos”, esto es, cuando iba a construir una morada, se sacrificaba a un niño, cuyo cuerpo
era metido en un cimiento, con la finalidad de traer felicidad para el resto de la familia. Por
razones así, los israelitas no hacían alianzas con los cananeos, ni se mezclaban con ellos. Pues bien,
al parecer, las consecuencias de tan macabra espiritualidad recayeron sobre esa joven cananea
contantemente atormentada por un espíritu diabólico. Con todo, lo que le faltaba de sosiego era
compensado por el amor de su madre que, día y noche intentaba protegerla y buscaba
incansablemente la ocasión de liberarla.
Solamente en los brazos de aquella mujer que tantas veces la tomara en su regazo y la
hiciera dormir era cuando conseguía sentir algún alivio.
La verdad, su pobre madre nada más podía hacer además de quererla y acompañarla en su
dolor, pos de un momento a otro el demonio se apoderaba de la niña y la maltrataba con mucha
violencia al punto de casi matarla. Lo que le daba fuerzas para no rendirse era la certeza que su
madre le transmitía de que las cosas terminarían bien.
A pesar de todo estaba llena de ánimo y de motivos para luchar porque todos los días
recibía apoyo y comprensión de quien la amaba.
Si por un lado no había desistido de batallar por su vida, por otro ya no creía que pudiese
librarse de aquellos ataques. Viendo que estaba desde hacía tiempo dominada por el sufrimiento,
y considerando que las manifestaciones eran más frecuentes y violentas, ella se había conformado
con cargar el fardo de su maldición, hasta el día en que su mismo cuerpo fuese cargado para el
sepulcro.
De sus parientes y amigos no hay ningún registro escrito. De ella no se sabe la edad,
posición social o si poseía bienes. Pero una cosa era cierta, era una niña privilegiada, pues había
descubierto en la misma casa un tesoro que muchos mueren sin conocer: la felicidad de tener una
familia. Su mayor riqueza era la amistad entre ella y su madre. Cierto día, mientras estaba relajada
conversando en la mesa, vio a su madre quedarse inesperadamente seria. Un silencio prolongado

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tomó cuenta del lugar. Entonces, después de algunos minutos, escogiendo las palabras, la madre
le dijo:
-Hija mía, he escuchado cosas con respecto de un galileo que antes jamás oí decir de
hombre alguno. Muchos creen que la fuerza de lo Alto está en él, pues por donde él pasa suceden
verdaderos milagros. Oí decir que él curó a personas de lepra, hizo ver a un ciego de nacimiento, y
algunos paralíticos comenzaron a caminar después de que él les impuso las manos.
Lo que más me impresionó, sin embargo –continuó, al percibir que la hija la escuchaba
atenta-, fue cuando supe, ayer en la noche, que un hombre atormentado, que andaba por los
sepulcros y montes, gritando e hiriéndose con piedras, se postró delante de él cuando lo vio, y eso
bastó para que él lo liberara.
-La muchacha estaba muda sin saber que pensar, mucho menos qué decir ante aquella
novedad. Con la voz entrecortada la madre continuó:
-Descubrí que en estos días él está muy cerca de nuestra ciudad… y creo que no
perderíamos nada si fuéramos a su encuentro. A juzgar por lo que escuché hay algo diferente en
este hombre, y el poder de Dios se manifiesta en él para curar y liberar a las personas de sus
males. Yo creo que él podría curarte.
La hija bajó los ojos entristecidos e incrédulos mientras recordaba a su mamá que las
relaciones entre cananeos e israelitas no eran de las mejores, que ciertamente él no las atendería.
Era muy probable que todo ese esfuerzo sirviera para que sólo fueran humilladas en público.
Haciendo aún mayor su disgusto. Después de escucharla, con cariño, la madre continuó:
En la feria el vendedor me comentó que lo vio curar a un hombre completamente
paralitico. Y para que nadie tuviera dudas, ordenó que el ex enfermo cargara su propia camilla.
Aquel vendedor me aseguró que existe en este predicador, llamado Jesús, una autoridad que lo
hace diferente a los demás. Yo creo que él es la respuesta a nuestras oraciones y que debemos ir a
verlo.
Y llena de entusiasmo, la mamá le contó con detalles muchas otras cosas, incluso lo que supo que
Jesús acostumbraba enseñar y también sobre su conmovedor amor por los débiles y pecadores.
Cuanto más hablaba del profeta de Galilea, más crecía en su corazón la certeza de que por medio
de él Dios curaría a su hija.
Aunque no estuviera tan convencida, la muchacha no tuvo otro remedio que ceder ante el
fervor y la esperanza de su madre. Hacía tanto tiempo que no la contemplaba así motivada, que
sería hasta un pecado desanimarla. Estaban en medio de la conversación cuando entró,
entusiasmado, un empleado trayendo la noticia:
-Mi señora, el predicador que esperaba acaba de llegar a un poblado vecino y la multitud
se reúne para escucharlo. Él camina y da sus enseñanzas al aire libre. Hay tanta gente a su
alrededor que mal se consigue verlo. Aun así, alcancé a escuchar que hablaba sobre la salvación. Vi
también que muchos intentan llegar lo más cerca posible, pues varios enfermos eran curados al
tocarlo. Inmediatamente, la madre se levantó, preparó una pequeña provisión compuesta de
agua, pan, aceitunas y dátiles, además de algunas otras frutas. Era necesario apresurarse, pues
cuanto antes llegasen, mayor sería la oportunidad de ser atendidas. El lugar no estaba lejos, pero
debía estar lista y esperar el tiempo que fuese necesario para que su hija recibiese la asistencia
adecuada. La muchacha, mientras tanto, no decía ni una palabra, ni siquiera salía del lugar. Parecía
completamente indiferente a todo lo que pasaba.
Al querer ayudarla a levantarse, la madre notó que estaba teniendo un ataque. Cayó en el
suelo retorciéndose horriblemente entre convulsiones, rugidos y palabras distorsionadas. Sus ojos
se movían. Y una fuerza terrible impedía que la levantaran del suelo.

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-Por favor, madre –gemía la muchacha entre un espasmo y otro- déjame quieta en casa.
Tal vez sea mi destino sufrir estas crisis hasta el fin de mis días. Desistí de luchar contra este mal y
ya estoy conforme con mi sufrimiento.
-Pero yo no –dijo la mujer al percibir lo que pasaba. Después, volteando hacia el
empleado, se desahogó: -Hace mucho tiempo este espíritu domina a mi hija y la maltrata como
ahora. Pero no tengo duda de que la atacó a ella en este momento, a fin de que no la llevemos al
encuentro de este profeta. Ésta ha de ser la última vez que quede atormentada. Cuida de ella en
cuanto yo esté fuera. Pues si no puedo llevarla a Jesús, yo lo traeré a ella, aunque precise cargarlo
en brazos.
La felicidad de su hija merecía cualquier esfuerzo. Aunque la muchacha se resistiese a
creer, la fe de su madre bastaba para las dos. Con un beso en la frente se despidió de su hija,
dejándola todavía con el cuerpo encogido, al cuidado del empleado. Pero así cruzó por la puerta,
teniendo que enfrentar la angustia de haber dejado a otros el cuidado de su querida hija, tuvo que
enfrentar también las miradas de reprobación de los vecinos. Pues, ¿qué madre abandona a su
hija en ese estado tan crítico para correr tras de un milagrero? Y ¿si algo peor sucede en su
ausencia? ¿Debería un empleado responsabilizarse de algo así tan grave?
Por el camino, bajo el sol abrazador, una idea persistía en su mente: ¿y si Jesús se rehusase
a acompañarla? Total, los judíos no entraban de ningún modo en la casa de un cananeo. ¿Y si toda
aquella esperanza fuera en vano? Envuelta en tales pensamientos, no advirtió a la multitud que se
aproximaba. Y, en medio de ella, cercado por todos lados, estaba el Maestro venido de Dios.
Creyendo que sería posible pasar la multitud, aquella mujer afligida se esforzaba para enfilarse en
medio del pueblo, pero nadie se apartaba para que pasase. Cada uno creía ser el más necesitado
de escuchar y tocar a Jesús. No había quién estuviera dispuesto a ceder su legar a otro necesitado.
Ella pidió, insistió, esquivó y hasta empujó un poco, pero no consiguió nada, sino algunos
desahogos. No importaba lo que hiciera, nadie quitaba un pie. Era inútil hacer fuerza.
Cansada y aborrecida, se sentó en una piedra mientras buscaba alguna manera de llamar
la atención de Jesús. –Llegué hasta aquí –pensaba en voz alta- pero creo que Jesús puede curar a
mi hija. Ahora que estoy tan cerca ninguna dificultad me hará desistir. Tengo confianza en que
Dios liberará a mi hija de todo el mal y no tendré que volver a ver a mi hija en tan dolorosa
condición. Miró a su alrededor, midió el ambiente, y llegó a la conclusión de que estaba en un
lugar estratégico. En un salto se puso de pie, escaló la roca en que se encontraba y, alzando
exageradamente los brazos, comenzó a gritar:
-“Señor, hijo de David, ten piedad de mí. Mi hija está terriblemente endemoniada” (Mt
15,22). El cortejo continuó avanzando. Jesús, los discípulos y todo el pueblo fueron un poco más
adelante donde había pasto y alguna sombra. La mujer corrió al frente, y al observar que el lugar
estaba cercado de pequeños árboles, pensó: -no conseguiré que él me vea a no ser que me prenda
de aquel árbol mayor. Poco me cuesta pasar esa vergüenza si por esa razón mi familia encuentra
alivio. Agarró una rama y comenzó a subir ante los ojos asustados de unos y la risa burlona de
otros.
El pueblo no creía lo que estaba viendo. Estaba determinada en alcanzar su meta. Y su
amor la impulsaba. El amor no desiste nunca, jamás se cansa. Ni tiene miedo de ser tomado como
ridículo. Prefería ser la ridícula madre de una hija curada que la elegante progenitora de una joven
abandonada a la suerte.
Continuó subiendo hasta que su cabeza alcanzó la copa. Parecía un fruto inmenso en un
árbol pequeño. Era algo tan fuera de lo común que todos se callaron para ver aquella cabeza
prendida como un melón en la rama de una higuera. Cuando estuvo segura de que Jesús la vio,
llenó sus pulmones y gritó:

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-“Señor, Hijo de David, ten piedad de mí. Mi hija está terriblemente endemoniada”. Él no
le contestó ni una sola palabra. Ella se puso a gritar de tal manera que nadie conseguía escuchar
nada más. Y el mismo Jesús tuvo que parar la predicación. Con aquel ruido era imposible
continuar. El pueblo estaba inquieto. Los hombres mandaban callar a la cananea. Los fariseos
observaban para ver si Jesús se dejaba envolver por una mujer pagana. Antes que la situación se
descontrolara, los discípulos tomaron la iniciativa. Se acercaron hasta Jesús y le dijeron con
insistencia: “Despáchala porque nos viene siguiendo a gritos” (Mt 15,23). Jesús, lleno de
compasión, la miraba en silencio. Y así quedó hasta que todos se calmaron.
“Yo no he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” –le respondió el
Señor haciendo señal para que el pueblo le abriera camino. Todos se apartaron. Y aquella mujer
vino a postrarse delante de Él diciendo: “Señor, socórreme”. Jesús estaba profundamente
enternecido y perplejo ante la escena tan sorprendente. Nadie decía nada. No se escuchaba ni un
cuchicheo. Hasta el mismo sol, ardiendo con toda su fuerza, parecía esperar para ver el desenlace
de aquella historia. Jesús contempló largamente el rostro de la madre. Y pudo ver que ni las
marcas dejadas por el sufrimiento fueron suficientes para apagar de sus ojos la esperanza. En su
cara había lágrimas que eran al mismo tiempo de dolor y de confianza.
Aquella mujer había hecho lo que podía por el bien de su hija. Ahora todo estaba en las
manos de Jesús y sólo de él dependía. Su última oración fue; “Señor, ayúdame”. Después de eso
no pidió nada más. Jesús había entendido todo y ya no era necesario multiplicar las palabras.
Como toda mujer cananea, ella había sido educada para dar culto a los dioses que para
nada le valieron; al contrario, eran entidades que exigían sacrificios humanos. Su pueblo era
espiritualmente huérfano. Y muchas veces se sintió abandonada como un perro sin dueño. Era
justamente así como llamaban los hebreos a los paganos: perros. Penetrando en su corazón Jesús
vio que no sólo la hija, sino también la madre necesitaban ser liberadas. Para arrancar aquel tumor
de su alma, Jesús lo cortó con una palabra afilada. En otras palabras, puso el dedo en la herida:
-“No es bueno tirar el pan de los hijos para echárselo a los perrillos”.
Algo necesitaba cambiar definitivamente a partir de ahí. No era posible encender una vela
a Dios y otra a los espíritus a quien servía. Para recibir aquel milagro, su corazón se debería abrir,
por la fe, al amor del Padre. Es la fe la que nos arranca de la opresión del demonio para hacernos
hijos de Dios. Y, sin perder más tiempo, aquella extranjera reconoció a Jesús como Señor e hizo
una de las bellas confesiones de toda la Biblia:
-“Sí, Señor, también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Aquello que para mí es grandioso y hasta imposible, para Dios no pasa de migajas.” Una larga
sonrisa iluminó el rostro de Jesús mientras sus ojos llenos de ternura quedaron fijos en los de ella.
Aquellos pocos segundos llenos de confianza y generosidad valieron más que horas de
explicaciones, lamentos y súplicas. Con una satisfacción indescriptible, Jesús no se contuvo más, y
dijo: “Mujer, grande es tu fe; Que se te haga lo que deseas”. Y desde aquel momento quedó
curada su hija (Mt 15,28).
Jesús viendo la confianza, liberó a su hija de la opresión del diablo. No por la fe de la
muchacha, sino por la fe de su madre. Aquella cananea tenía la firme convicción de que si ponía su
esperanza en Jesús, aunque no se hallara merecedora y la curación de su hija parecería imposible,
Él actuaría en su favor y la salvaría. Jesús se conmovió cuando la oyó decir, “Señor, ayúdame”. Y Él
la ayudó, provocándola para que hablara, y echara fuera lo que la angustiaba. Curó a la madre y la
hija, pues las dos estaban enfermas. Una llena de amargura, la otra llena de opresión. Con una sola
palabra, Jesús curó dos vidas. Pero la gracia que liberó a la joven no llegó a ella antes de curar el
corazón de la angustiada madre.
Confiando en la palabra de Jesús, la cananea fue a paso ligero de vuelta a casa. Aquello
que antes, apenas en sueños, la madre había contemplado, hora se había vuelto realidad. A lo

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lejos su hija venía corriendo a su encuentro, definitivamente liberada. Se abrazaron entre lágrimas
y risas mientras la joven contaba cómo sentía la presencia de Dios inundándola de una paz tan
profunda que el Espíritu que la oprimía se vio obligado a retirarse para nunca más volver. En estos
siete versículos, podemos encontrar algunos secretos para nosotros también experimentar la fe y
el milagro. Podemos señalar algunos:
Primero, compartir: dolor compartido es dolor aliviado. Quien desahoga sufre menos.
Rezar es desahogar el alma. Mientras mucha gente en el dolor se calla, Dios nos hace hablar de
cuanto sufrimos para aliviar el corazón. Si en medio de las lágrimas recurrimos a Jesús, el
desahogo se vuelve oración que cura.
Segundo, confianza: aquella cananea, cuando fue al encuentro del Señor, nada llevó
además de una fe firme y una voluntad decidida. Todas las veces que vayamos a rezar, debemos
llevar con nosotros la fe. Confiar en Dios con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas,
aunque corramos el riesgo de que a los ojos del mundo parezcamos ridículos. Debemos acercarnos
a Dios con una voluntad decidida para que realmente suceda aquello por lo que oramos. El
Evangelio nos muestra que es exactamente eso que el Señor espera de nosotros: Tu fe te curó (Mt
9,18-24). “Que se te haga lo que deseas” (Mt 15,28).
La oración comienza con el deseo. Cuanto más intenso el querer, más eficaz la oración.
Nada nos hace más vivos que una voluntad decidida. Esa es la razón por la cual la desesperación
mata en seguida a la persona que le abrió la puerta, bloquea el deseo. La persona pierde la
capacidad de esperar cosas buenas y desiste de luchar.
La fe es el antídoto contra toda desesperación. Tener fe no es fabricar la certeza de que las
cosas van a suceder sólo porque la gente quiere. Sino que es comprender con absoluta certeza
que, si Dios prometió algo, aquello va a suceder, y no hay quien lo pueda impedir.
Y si tenemos la certeza de que algo bueno se va a dar, el corazón descansa y quedamos
alegres antes de que se realice. La fe hace que suceda aquello que Dios prometió. Ella es nuestra
respuesta, y necesita de nuestra colaboración para que ella se realice. Dios determinó las cosas de
tal manera que sin la fe ciertas gracias jamás serán obtenidas.
Tercero: reconocer la propia riqueza, aceptar la propia impotencia es creer que Dios
cuidará de nosotros mejor de lo que nosotros hemos conseguido hacerlo. Al aclamar: “Señor,
ayúdame”. La cananea se entregó y reconoció la propia debilidad, se aceptó como era, con sus
defectos y límites, reconoció que también estaba enferma de preocupación y tristeza, y que,
agotada con el peso de la responsabilidad y enfermedad de la hija, también necesitaba de ayuda.
Pocas cosas nos dan tanta fuerza como reconocer que somos débiles. Es un acto de
compasión con nosotros mismos. En el momento en que nos reconocemos necesitados, el Espíritu
Santo nos sustenta, refuerza nuestra fe, nos da apoyo y nos llena de ánimo.
Cuarto: haz todo como si todo dependiera de ti, pero sabiendo que depende de Dios. Una
liberación: la conversión de una persona o una sanación extraordinaria es obra de Dios y no
nuestra.
No es lo que hacemos lo que determina el milagro, sino ponerse enteramente delante de
Jesús y confiar en que Él sabe lo que hace. Dios está interesado en nuestra salud y felicidad más
que nosotros mismos. Cuida mejor quien ama más. Y el amor que Él tiene por nosotros supera en
mucho nuestro amor propio. Él ama mucho más a nuestros parientes y amigos de lo que jamás
seremos capaces de amarlos nosotros.
La transformación de una vida y la sanación del corazón es obra de Jesús, no nuestra.
Debemos hacer la parte que nos corresponde, pero no podemos asumir el lugar de Dios. Así hizo
aquella madre que, después de presentar su situación a Jesús, logró la paz en su corazón.
Quinto: confiar en la Palabra del Señor. Cuando la cananea fue atendida por Jesús, no vio
de inmediato a su hija curada delante de ella. Ni por eso empezó a indagarlo: “¿Es sólo eso Jesús?

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Después de todo lo que enfrenté, ¿Lo que tiene que decirme es sólo una frase? ¿Qué garantía me
da el Señor de que ella esté curada? ¿Cómo sabré si no voy a encontrarla exactamente como la
dejé?” Al contrario tuvo fe en la Palabra de Jesús y confió en la obra del Espíritu Santo. Cuando iba
camino a casa, corría más de alegría que de curiosidad. Una vez que creyó sin ver, pudo, entonces,
ver aquello en que creyó: su familia restaurada y la liberación de su hija.
Debemos aprender a tomar posesión de aquello que pedimos a Jesús, creyendo que
sucederá lo que le suplicamos, una vez que Él prometió atendernos. Pues, “sin vacilar en su
corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, lo logrará” (Mc 11,23).

YO PROTEJO A MI FAMILIA
YO REZO POR ELLA

Padre Santo, Padre amado, Padre querido, en nombre de Jesús, alabamos al Señor,
ponemos en su presencia a nuestra familia siempre tan afligida por la tentación y tan necesitada
de tu amor divino. Nos unimos a todos los que, esparcidos por el mundo entero, enfrentan con fe
los mismos sufrimientos y disfrutan de las mismas alegrías. Señor alabamos y agradecemos por el
amor que existe en nuestro hogar, porque somos una familia, porque el Señor nos dio el uno al
otro. Gracias por el sacramento del matrimonio que nos une y protege. Hoy, exactamente en este
momento, con mucha fe y confianza, yo consagro mi familia al Señor. Entrego a cada uno que
forma parte de nuestra familia en tus manos, Mi Dios, “Lo que Dios unió, que no lo separe el
hombre” (Mt 19,6).
Suplicamos por esta Palabra: bendice a nuestra familia, sana a nuestros enfermos, corrige
a los que se perdieron. Concédenos la gracia de un lugar restaurado y saludable. Invocamos el
nombre de Jesús, pedimos por su Sangre preciosa, para limpiar a todas las personas de nuestra
casa liberándolas de todo mal y purificándolas de sus pecados.
Padre amado, el Señor sabe cuánto ha sido atacada nuestra familia por la tentación y
agredida por las tribulaciones. Cuando no somos heridos por los malos entendidos y divisiones,
nos afligimos por problemas de fuera: incomprensión, persecuciones, amenazas, peligros, dolores.
Por eso, en este momento, queremos entregar y consagrar a cada persona de nuestro
hogar al Señor, en nombre de Jesús por su Sangre redentora. Somos responsables por muchas
cosas que nos sucedieron. Somos culpables por muchos sufrimientos y divisiones en nuestro
alrededor.
Perdónanos, Señor, por todas las veces que cerramos nuestro corazón al amor, a la
comprensión, creando discordias y destruyendo la paz entre nosotros. Perdónanos por las veces
en que nos ofendemos, por las agresiones, por las mentiras y desprecio con que nos desanimamos
y herimos unos a otros.
Ten misericordia, Dios mío, y con tu Espíritu límpianos, purifícanos de todo egoísmo.
Perdón por todas las humillaciones que cada uno de nosotros obligó a pasar nuestra
familia, por las incomprensiones, por la falta de voluntad para escuchar lo que el otro quería decir,
por no respetar sus límites y debilidades, por las veces que lastimamos a alguien y fuimos
indiferentes unos con otros.
Perdón por las veces que hicimos crecer el rencor y el coraje contra la esposa o esposo, los
hijos, los parientes.
Perdón, Dios Mío, perdón por todos los momentos en que actuamos movidos por el coraje
y fuimos agresivos con aquellos que el Señor nos confió para amar.
Destruye, Señor, por la victoria de la cruz, toda fuerza de desprecio y frialdad en la manera
como nos tratamos y las tristezas que causamos al punto de hacer que nuestra familia nos deteste
y hasta se desanime en la fe.

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Libranos del rencor dejado por las malas palabras que decimos, por la veces que nos
dejamos dominar por los sentimientos de ira y ofendemos a Dios con palabras ultrajantes o
llevamos a otras personas a eso. Señor, ponemos todos nuestros pecados a tus pies. Estamos
viendo las tristes consecuencias de nuestros errores que perjudican a nuestra familia.
Estamos arrepentidos y pedimos: ten compasión de nuestra casa. Salva a nuestra familia.
Líbranos del mal que atraemos sobre nuestra familia. Queremos ser protegidos con la Sangre de
Jesús Redentor. Queremos la fuerza redentora actuando en nuestra familia para purificarnos y
librarnos de toda opresión causada por el pecado.
Jesús, por tu preciosa Sangre, cierra las puertas que hemos abierto al mal dejándolo entrar
en nuestra casa. Bendice a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros esposos. Gracias por la
vida de cada uno de ellos.
Derrama sobre nosotros tu Espíritu para tocar nuestros corazones. Danos la gracia de ver
las cualidades de aquellos que conviven con nosotros, no permitas que nos detengamos en sus
defectos, sino que los amemos con sus limitaciones. Hoy, con tu gracia, queremos perdonar y
amar a cada uno en nuestro hogar. Sabemos que el Señor Jesús tiene el poder de restaurar y
renovar nuestra familia. Extiende, Señor, tu mano poderosa y cúranos. Sana a cada persona de
nuestra casa, sana nuestro corazón y nuestras relaciones, para que podamos recomenzar de una
manera mejor y más fraterna. Entra en nuestra casa y quédate en medio de nuestra familia,
participa de nuestro matrimonio, bendice con tu presencia nuestra relación, entra en el corazón
de cada uno de nosotros y permanece ahí, Señor. Que a partir de ahora tu presencia sea tan viva,
que tu Espíritu actúe con mucha eficacia hasta poder vivir en paz en el seno de nuestra casa,
amándonos y respetándonos como familiares que somos.
Padre Santo, Padre amado, Padre querido, llenos de gratitud y alegría, consagramos
nuestra vida, nuestro hogar y nuestra familia al Señor, en nombre de Jesús, con el poder del
Espíritu Santo. Amén. ¡Oh María, concebida sin pecado! Ruega por nosotros que recurrimos a ti.
(Esta es una oración que tiene todavía más fuerza cuando se hace con la familia reunida.)

DECIDIDO, SEGURO
Y CONFIADO HASTA EL FIN

Una fe que no pasa de una idea, creencia o sentimiento, es como una flor sin perfume.
Para hacer el papel que le corresponde, ella debe contagiar a las personas y transformar las
acciones. El secreto de los primeros cristianos y la fuente de su fuerza es que, después de haber
experimentado el poder del Espíritu Santo, tuvieron tanta confianza que hasta estuvieron
dispuestos a arriesgar la vida para hacer la voluntad de Dios. Cuando la fe es verdadera, lleva a la
persona al compromiso.
Cierta vez durante la guerra, un grupo de soldados fueron tomados como rehenes. Las
condiciones en que estaban cautivos eran absolutamente precarias. Los metieron a una celda
pequeña sin baño, la comida era una especie de sopa aguada servida apenas una vez al día, les
racionaban el agua, todos estaban enfermos y no tardarían mucho en morir si no eran rescatados.
Sus compañeros de combate estaban de acuerdo sobre la necesidad urgente de salvarlos,
pero nadie quería poner en riesgo la propia vida. Sin duda era una misión suicida. ¿Cómo podría
un pequeño grupo de rescate sobrevivir a todo un campamento enemigo? Por fin, el equipo fue
definido: el piloto y un soldado se ofrecieron como voluntarios, los otros cuatro tuvieron que ser
reclutados. Una vez establecida la estrategia, partieron a la misión.
Cuando ya estaban sobrevolando territorio enemigo, el avión en que se encontraban fue
tocado por un mortero y comenzó a caer. Antes de que alguien pudiera decir alguna cosa, los

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cuatro escaladores ya estaban con sus paracaídas a la puerta del avión listos para saltar. El piloto
sólo tuvo tiempo de gritarles:
-No salten aquí. Ustedes están en territorio enemigo y los harán prisioneros. Confíen en
mí. Creo que aún puedo salvar este avión y con él a ustedes.
-Es mejor ser prisionero, respondió uno de ellos, que correr el riesgo de perder la vida.
¡Vean, se levanta! El avión fue alcanzado. Y saltaron los cuatro.
El piloto dijo entonces al único soldado que quedaba:
-Sé que puedo recuperar el control de esta aeronave. Este rescate es la única esperanza de
salvación para nuestros amigos prisioneros. Si huimos o morimos ellos también morirán. Quiero
saber si está conmigo. ¿Puedo contar con usted?
El soldado le respondió, al mismo tiempo en que sacudía la espalda para ajustar mejor el
paracaídas que acababa de ponerse:
-Cuente conmigo. Haré lo que esté a mi alcance.
-Necesito que coja el extinguidor, replicó el piloto, e intente apagar el fuego que se
aproxima a los tanques de combustible.
Etapa bien realizada. El fuego apagó.
El aviador transpiraba exageradamente. Su rostro sereno contrastaba con la rapidez y
energía con que trajinaba de un lado a otro, moviendo palancas, girando llaves y apretando
botones. Por fin, se volvió al soldado y le dijo:
-Ahora, viene la parte más importante. Pero no podré realizarla solo. Necesito de usted.
Pero más aún, necesito que crea y confíe en mí. Sólo así podré salvar el avión y también nuestras
vidas.
El soldado lo miraba en silencio, no podía creer que todavía no hubiera saltado fuera de
esa aeronave que cada vez caía más rápido.
-Piense sin demora y responda, exigió el piloto. Pero no puede haber duda ni miedo.
Tendrá que confiarme su vida.
Entonces el soldado apretó todavía más el paracaídas para asegurarse de que estaba bien
ajustado y gritó:
-Conozco su valor. Sé de su competencia. Si dice que puede salvar el avión es porque
realmente puede. Yo creo y confío en usted.
-Si usted verdaderamente confía en mí, ponderó el piloto, entonces quítese el paracaídas,
échelo fuera del avión y siéntese en la silla a mi lado…
Cuando creemos en Jesús, de veras, nos sentamos a su lado y abrimos las manos para
soltar las falsas seguridades que nos impiden creer y confiar solamente en él. La fe en el Señor nos
arranca el miedo de romper con todo aquello que nos separa de Dios y no nos deja ser felices.
El hombre de oración arriesga su vida para hacer lo que es seguro porque sabe que la
muerte no tiene poder sobre quien se decidió por el bien. Sabe también que aquel que cree en
Jesús, aunque esté muerto, vivirá (Jn 11,25). Pero sí la persona pierde la fe, ya no le queda nada
más que perder. Peor que la muerte es no conseguir creer que Dios es bueno y nos ama hasta el
punto de salvarnos. Fe es tener la fuerza de entregar a Dios no solamente los pecados y las cosas
negativas, sino también los “paracaídas” de nuestra vida, aquellas frágiles seguridades que
construimos a fin de no depender de nadie, ni del mismo Señor. Cuando entregamos
confiadamente en las manos de Jesús todo lo que nos es necesario, sin temor a perdernos o a ser
perjudicados, ofrecemos a Dios la ocasión propicia de actuar en beneficio nuestro, trayendo
salvación a todo aquel que en nosotros se encuentra perdido. Creer es declarar con el corazón y
con las actitudes que reconocemos que no hay otro nombre por el cual podamos ser salvados sino
en nombre de Jesús. Es abrir la mano de aquellas cosas en que pusimos equivocadamente nuestra
esperanza para esperar la salvación del único capaz de concederla: Cristo Salvador.

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SITUACIONES ESPECIALES
EXIGEN UNA CONFIANZA ESPECIAL

Se engaña quien piensa que la fe no es necesaria para conseguir lo más maravilloso, sobre
todo la salvación.
El Espíritu Santo inspiró la Sagrada Escritura de manera que quedara muy claro que, para
ser salvado, era necesario creer. “Porque gratuitamente es que son salvados por medio de la fe.
Esto no proviene de sus méritos, sino que es puro don de Dios” (Ef 2,28). “Que si confiesas con la
boca esta verdad, que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos, te salvarás” (Rm 10,9). “Cree en el Señor y así te salvarás tú con toda tu familia” (Hch
16,31). “Antes bien, nosotros creemos que nos salvaremos por la gracia del Señor Jesús” (Hch
15,11). Jesús le dijo: “Bueno: recibe la vista; tu fe te ha curado” (Lc 18,42).
Por lo tanto, cuando se trata de una persona adulta e iluminada, la fe es una condición
para entrar en la vida eterna; ella es el único medio para obtener la ayuda espiritual que nos
preservará de la perdición. Es necesario entender que no se trata de tener o no resultados en lo
que se hace. Sin la ayuda de Dios ni siquiera conseguimos comenzar a hacer el bien, porque antes
de hacer algo necesitamos primero creer en él.
No nos engañemos, la fuerza divina que mueve a la persona al bien es la fe. No hay poder
en el mundo que se compare a ella. Se trata de una confianza que lleva a la realización y sin la cual
nada se puede hacer. Hace mil seiscientos años, los cristianos no sólo sabían sino que también lo
declararon oficialmente. “Ningún bien hace al hombre sin que Dios le dé su gracia para eso” (san
León Papa).
Muchas personas perdieron la fuerza de realizarse porque se apartaron de Dios. Ni
siquiera pueden imaginar cómo serán los días que tienen de frente, pues, como dice la Palabra:
“No es que seamos nosotros capaces de pensar nada, como si ese pensamiento viniese de
nosotros mismos; sino que esa capacidad la tenemos de Dios” (2Cor 3,5).
El hombre pierde visión y fuerza y capacidad en la medida en que se desvía de su Creador.
Cuando, renuncia a la fe, es como si quebrase el canal por el cual el Agua Viva de la salvación llega
hasta él. Se va haciendo entonces frágil y apático. La fe es como el cable eléctrico que nos
mantiene provistos por la fuerza del Espíritu Santo.
El ser humano fue constituido por Dios de tal forma que solamente el Señor es toda su
fuerza. Ni un solo hombre, por muy bueno que sea, puede por él mismo realizar su misma
salvación.
Dios determinó que todo lo que el hombre y la mujer consigan o puedan conseguir en la
vida, será por medio de él que lo alcanzarán. Fe, en este caso, es creer, confiar y depender
solamente de Dios y de nadie más; es independientemente de los peligros y tribulaciones que
tengan que enfrentar, cómo deberán esperar de Jesús la salvación con aquella seguridad que nace
de la certeza de que Dios no vuelve atrás en sus garantías: “Si tienes fe verás gloria de Dios”, dijo
Jesús a Marta y a María poco antes de resucitar a su hermano (Jn 11,40).

COMO OBTENER LA FE

La fe es el medio que el Espíritu Santo inventó y puso a nuestra disposición para que
podamos gozar de la misma omnipotencia de Dios. Ella es la fuerza más potente del universo,
capaz de desenraizar y destruir todas las fuerzas infernales. Infelizmente, muchos mueren sin
saber de eso. Y aquellos que saben, a veces, parecen no creer y hacen casi nada para acceder a ese
nivel de recurso. Pues, ese amparo maravilloso, esa fuerza inagotable, Dios sólo se la concede a
aquel que se la pide.

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El ser humano no puede, por sí mismo, obtener la fe. Él no llega a creer sin que Dios le
ayude. Sólo quien recurre al Señor obtendrá esa gracia. Este don inestimable que el Padre
Misericordioso concede a los hombres, podemos perderlo, conforme previene san Pablo,
“Guardando la fe y teniendo conciencia pura. Algunos que han desdeñado tenerla, han naufragado
en cuanto a la fe” (1Tim 1,19).
Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe, debemos implorar al Señor que la
aumente, debemos alimentarla con la Palabra de Dios, ejercitarla por amor, apoyarla con la
esperanza y afirmarla en la fe de aquellos que convivieron con Jesús y nos precedieron en este
camino. Creer es caminar con Dios. Dice la Escritura que “en efecto la justicia de Dios se revela en
el creyente por la fe” (Rm 1,17). En otras palabras, “vivirás por su fidelidad” (Hab 2,4).
Todos los días la Divina Providencia nos concede oportunidades de vivir nuestra fe y
experimentar concretamente la salvación de Jesús. Se trata de una fe constituida de pequeñas
fidelidades, día tras día, una superación detrás de otra, en una continua construcción, un ladrillo
por vez. Un ladrillo sólo no es la casa lista, pero ayuda a construirla. Por tanto, hoy es necesaria
una primera iniciativa: poner el primer ladrillo, iniciar manifestando que creemos en el amor de
Dios y aceptamos su plan de salvación para nosotros. Por lo tanto sin la ayuda de Dios no podemos
tener fe. Pero esta ayuda es concedida por Dios únicamente a los que rezan. Siendo así la oración
es indispensable para obtener, mantener y crecer en la fe: “Sí creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mc
9,24).
¡Claro está! Existen ciertas gracias que son la base y el comienzo de todas las otras, por
ejemplo, el impulso para creer y el llamado a la conversión que Dios nos da, aún sin pedírselo. San
Agustín hace esta distinción: “Dios concede algunas gracias, como el inicio de la fe, también como
a los que no piden; otras, como la perseverancia, la reveló a los que piden. Por eso confesemos y
recemos”.

ORACIÓN PARA PEDIR FE

Señor, yo creo; yo quiero creer en ti. Señor, haz que mi fe sea total, sin reservas: que ella
penetre en mi pensamiento y en mi manera de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas. Señor,
haz que mi fe sea libre, esto es, que tenga el concurso personal de mi adhesión, acepte las
renuncias y los deberes que ella comporta, sea expresión de lo que hay de más decisivo en mi
personalidad. ¡Yo creo en ti, Señor!
Señor, haz que mi fe sea auténtica, gracias a una convergencia exterior de pruebas y al
testimonio interior del Espíritu Santo; que ella sea auténtica por tu luz que asegura, por tus
conclusiones que pacifican, por su asimilación que reposa.
Señor, haz que mi fe sea fuerte, que ella no tema la contradicción de los problemas de que
está repleta la experiencia de nuestra vida ávida de luz; que ella no tema la oposición de aquellos
que la rebaten, atacándola, rechazándola, negándola; sino que ella se fortalezca en la experiencia
íntima de la verdad, que ella resista al desgaste de la crítica, que ella se afirme en la afirmación
continua, que ella ultrapase las dificultades dialécticas y espirituales en medio de las cuales
transcurre nuestra experiencia temporal.
Señor, haz que mi fe sea alegre, que ella dé paz y alegría a mi alma, que ella se disponga a
rezar a Dios y a conversar con los hombres de tal manera que en esos encuentros sagrados y
profanos irradie la felicidad hacia tu interior.
Señor, haz que mi fe sea actuante y que ella dé a la caridad la razón de su expansión
moral, de manera que ella sea verdadera amistad contigo y que en la acción, en el sufrimiento en
la espera de la revelación final, ella sea una continua búsqueda de ti, un continuo testimonio, un
continuo alimento de esperanza.

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Señor, haz que mi fe sea humilde, y que no tenga la presunción de fundarse en la
experiencia de mi pensamiento y de mi sentimiento; sino que se someta al testimonio del Espíritu
Santo, y que no tenga otra ni mejor garantía que la docilidad a la tradición y a la autoridad del
magisterio de la Santa Iglesia. Amén. (Papa Pablo VI.)

QUE SIGNIFICA VIVIR POR LA FE

De vez en cuando escucho decir a alguien que la familia está en crisis. Más el problema no
es la familia o el ser humano.
Una familia está formada por personas y las personas de nuestro tiempo están bastante
perdidas en sus convicciones. Tiempo extraño éste en que vivimos, cuando la infidelidad se vuelve
costumbre, normal y hasta justificada: cuando tú tomas todas las precauciones legales y todavía
así eres engañado; cuando las personas desconocen la palabra compromiso y se casan pensando
ya en separarse.
A quien no le gusta el compromiso jamás debería pensar en el matrimonio. Es desde la
crisis de fe que nacen las crisis morales.
Una familia se construye en el amor, en la confianza y en la fidelidad; pero por todos lados
encontramos personas heridas por adulterio, mentiras, negligencia, falta de compromiso,
inmadurez afectiva y psicológica. Algunas víctimas caen en depresión y se debaten en la tristeza,
otras caen en la tentación y piensan que no necesitan creer.
En una sociedad en donde las personas solamente confían en sí mismas, en las propias
habilidades, en el dinero que juntaron en sus proyectos de vida, y decididamente se resisten a
confiar en cualquier otra persona, no es de admirar que no tengan fe en lo sobrenatural. Si no
confían en alguien a quien pueden ver, ¿Confiarían en alguien a quien no ven? Tal vez haya quien
responda argumentando sobre un retomar la espiritualidad en nuestros tiempos. Sin embargo,
existe una gran diferencia entre fe en Dios y espiritualidades.
Dentro del corazón de todo hombre y de toda mujer existe un deseo de felicidad, de
infinito y de encontrar algo divino para adorar, existe cierta espiritualidad, pero esa ansia, a veces
se mezcla y hasta se pierde en credos confusos, vacíos, subjetivos y superficiales. Cuando el ser
humano abre su mano a la verdad y se rehúsa a doblarse ante su Creador, acaba por postrarse
ante cualquier cosa.
En una ciudad de Japón, miles de personas se reúnen anualmente para salir en procesión,
para hacer sus adoraciones, prestar culto y adoración a la estatua de un pene gigante. Se sabe que
es una especie de celebración a la vida y a la fertilidad.
Por eso, insisto, cuando el hombre no es firme en Dios, acaba siempre por doblarse ante
las cosas que le son inferiores (piedras, animales, astros, partes del cuerpo, etc.) Siempre hay
quien quiere justificar cualquier cosa en nombre de las raíces culturales, pero se olvida que no
todo patrimonio cultural es saludable.
Basta recordar las prácticas de mutilación femeninas. Donde se arranca parte del órgano
genital para que la mujer no sienta placer en las relaciones, los ritos de iniciación de varias culturas
que enajenan, entorpeciendo con drogas tan fuertes, que pueden dejar secuelas en la mente para
el resto de la vida, además de envenenamientos, perforaciones, torturas, encerramientos, entre
otras cosas que no vale la pena citar. Pero no es necesario ir lejos.
Para muchos cristianos creer no significa aceptar la revelación por estar convencido de
que sea verdadera, y sin combinar las verdades de la fe con aquello que les es conveniente, de
manera que no tengan que cambiar la propia vida ni convertirse. Algunos llegan a decir hasta: “Soy
cristiano a mi manera” o “tengo fe pero no soy religioso” o más aún “acepto algunas cosas, en eso
de ser cristiano, pero otras no”.

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La fe es como un rayo de luz que enciende el corazón del hombre. Pero de nada sirve estar
en la luz para quien insiste en quedarse con los ojos cerrados. Como tampoco tiene caso abrir los
ojos si la persona insiste en permanecer en las tinieblas. No basta descubrir la verdad, es necesario
actuar de acuerdo con ella.
La fe no está en la boca que dice amén, sino en el corazón que se decide. El motivo que
nos lleva a creer no es el hecho de que las cosas que Dios reveló aparezcan como incontrolables o
fáciles de probar para convencer a las personas. Creemos por causa de la autoridad de Dios que
las revela. Desde este Dios maravilloso que no se puede engañar ni nos engaña.
A pesar de eso, para ayudar a nuestra comprensión, Dios quiso que aquello que el Espíritu
Santo nos revelara interiormente, fuera acompañado de pruebas exteriores.
Los milagros de Jesús y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la
iglesia, su fecundidad y estabilidad son señal verdadera que muestra que la fe de la iglesia es una
cosa sensata. No pongas en duda, decía santo Tomás, si es o no verdad, acepta con fe las palabras
del Señor, porque Él, que es la verdad, no miente.
La fe es más verdad que cualquier conocimiento humano, porque se funda en la misma
Palabra de Dios que no puede mentir. Sin duda, las verdades reveladas pueden, en un primer
momento, parecer difíciles de comprender, pero la certeza dada por el Espíritu Santo es mayor de
aquella que el hombre alcanza sólo por medio de su inteligencia. La fe siempre busca comprender.
Cuando el Espíritu Santo enciende esa llama en un corazón, hace que la persona desee
conocer mejor a Dios y comprender además lo que Él reveló. Entonces, un conocimiento más
penetrante despertará, a su vez una fe mayor, cada vez más ardiente de amor. La gracia de la fe
abre los ojos del corazón (Ef 1,18).
Para conocer y amar la voluntad de Dios, para aceptar el plan de amor que Él creó para
nuestra vida y para Él participar. Él cree para comprender y comprender para creer aún más. Pero
para crecer en la fe es necesario escuchar la predicación de la Palabra de Dios. Y considerando que
es imposible confiar en esa Palabra si el Espíritu Santo no nos ilumina, necesitamos pedir como los
Efesios, un Espíritu de sabiduría y de revelación para que lo conozcamos (Ef 1,17).
Si alguien piensa que sabe mucho sólo porque leyó algunos libros donde los asuntos
importantes fueron tratados de manera simple y dudosa, corre el riesgo de tomar la mentira como
verdad, y cambiar lo cierto por ideas deshonestas y fantasiosas. “Tiempo vendrá en que no
soportarán la sana doctrina; sino que, con el prurito de escuchar novedades, se harán de un
montón de maestros, seguirán sus pasiones, apartarán sus oídos de la verdad, volviéndolos a
cuentos mentirosos” (2Tim 4,3-4).
Mi pueblo, se pierde por falta de conocimiento (Os 4,6); y por toda clase de engaños y
maldad. A los que se pierden, en castigo de no haber dado cabida al amor de la verdad para
salvarse, por esa razón les manda Dios cierta fuerza de extravío (2Tes 2,10-11).
Ésta es una necesidad de todo el pueblo de Dios. Conforme a las palabras del padre José
Comblin, en su libro: El Espíritu Santos y la liberación.
No son sólo los laicos los que deben tener fe y nacer para la fe: la jerarquía también recibe
el Espíritu para alcanzar la fe. Debe obedecer al Espíritu para entender la Palabra de Dios. Pues el
sentido de la palabra no se comunica por medio de transmisión simplemente humana o por la
imposición de las manos. Ésta no confiere la comprensión de palabras. Se necesita de una
obediencia al Espíritu semejante a la de todos los cristianos.
Que la fe es el camino para que seamos esclarecidos, firmes en la verdad y atendidos en
todas nuestras necesidades, lo afirma el mismo Jesús con todo vigor cuando dice: “Todo lo que
pidáis en vuestras oraciones, creed que lo habéis recibido, y sí lo obtendréis” (Mc 11,24).
Lo mismo nos enseña Santiago “Si a alguno de vosotros le falta sabiduría, que se la pida a
Dios, el cual la concede generosamente a todos, sin reproche, y se la concederá. Pero que se la

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pida con fe, sin tener dudas; por que el hombre que duda se parece a la ola del mar, envestida y
agitada por el viento. Ese hombre no debe pensar que recibirá nada del Señor (Sant 1,5-7). El
secreto de la oración es la fe.
Es la falta de decisión y la inconstancia en nuestro proceder que nos impiden experimentar
los dones del Espíritu Santo. No es Dios quien necesita que creamos para que Él pueda hacer
alguna cosa, somos nosotros quienes necesitamos creer y reconocer la necesidad que tenemos de
contar con Él a fin de que recibamos en el momento preciso los auxilios que nos preservan.
Si es grande el problema, con fe, recurre a Dios. Si la preocupación y el sufrimiento
amenazan destruir tu vida, no vaciles, aclama a Él, que no te desamparará. Confía. Él es fiel y
actuará. La confianza nos hace reconocer a Dios como único autor de todas las gracias y nos lleva a
buscar en Él todos los bienes que necesitamos.
Así como el Señor queso que el hombre y la mujer necesitasen uno del otro para
engendrar un hijo, quiso también que los milagros nacieran del encuentro entre su bondad y la fe
del hombre. La fe, como ya lo dijimos, es un carisma. Y el Carismático vive de la fe.
Así que una persona queda llena de la presencia de Dios, cuando hace experiencia de la
efusión del Espíritu Santo. Las verdades reveladas por la escritura y confesadas por la Iglesia, de
manera inexplicable, se presentan incomparablemente encantadoras, grandiosas, lúcidas y
esclarecedoras. Los designios de Dios, que antes nos parecían paredes impenetrables, saltan a los
ojos del alma como un río burbujeante de agua viva que nos desafía a sumergirnos con alegría.
Los méritos de dios no son barreras, y sí, invitaciones, desafíos a abrirse a la fe y
comprender que Dios siempre se hace presente, se hace amigo y se deja tocar.
Creer es entender que solamente por gracia de poseemos aquello que recibimos de Dios.
Así como sin agua no se mantiene la vida del cuerpo, sin fe no se mantiene a la vida interior, el ser
humano no se realiza y su corazón no encuentra descanso. Como el alma mantiene el cuerpo vivo,
la fe mantiene la vida del alma.
Esto es tan serio y verdadero que la Sagrada Escritura llega a afirmar que una fe falsa,
mantenida sólo en apariencias, hace que el alma de esa persona exhale como un olor de muerte
que mata (2Cor 2,14-16). Pues en el momento exacto en que la creatura rompe con su Creador, se
empieza a descomponer.
Lo que nos alimenta y da vida espiritual no es la comida ni cualquier especie de sensación.
Nuestro espíritu se alimenta de fe, esperanza y caridad.
Si el ser humano no consigue sustentar al mismo cuerpo al pasar mucho tiempo sin
alimentarse, mucho menos se sostendrá espiritualmente si no pide a Dios la fuerza que lo lleva a
creer, amar y esperar.
Fue lo que Jesús enseñó cuando dijo que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios. Como esa Palabra alimenta a quien en ella cree. Para el
cristiano la fe viene antes que todo.

LA FE ES UN ARMA

Cuando un hombre camina revestido de fe, el mal no lo alcanza porque, con la fe, está
bien protegido contra el demonio, que es el más fuerte y astuto enemigo. Aun así no se puede
defender quien no tiene por escudo la fe. Por esa razón, Jesús advierte que el que no crea ya ha
sido condenado por no haber creído en el nombre del Hijo Unigénito de Dios (Jn 3,18). El
evangelista Mateo enseña algo parecido cuando afirma que ahí no hizo muchos milagros por causa
de su incredulidad (Mt 13,58). Y lo mismo quiere enfatizar san Lucas al resaltar que cuando Pedro
fue reclamado por Satanás, de entre todas las cosas que Jesús podría pedir al Padre por él,
ninguna fue más importante que una “fe no desmaye” (Lc 22,32).

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Es por la fe que el cristiano se distingue. En ella está el principio de todo. Ella es el
comienzo de la vida eterna: Mientras tanto, desde ahora contemplamos las bendiciones de la fe
como un reflejo en el espejo, es como si ya poseyésemos las cosas maravillosas que un día
disfrutaremos, según nos garantiza nuestra fe” (san Basilio).
En la fe, por el don del Espíritu Santo, esa vida eterna ya nos fue dada. Ya estamos
viviendo el comienzo de una existencia que no tendrá fin. Es necesario comprender que no tendrá
fin. Es necesario comprender que la vida atraviesa varias fases y una de esas etapas es la que
vivimos en la carne, en este cuerpo santificado por Dios.
El derramamiento del Espíritu Santo sobre una persona da un nuevo impulso a su vida, de
tal forma que su cuerpo reacciona de una manera que no podría reaccionar sin el Espíritu: se
vuelve más dinámica, más llena de energía, en otras palabras, más viva. La fe es una fuente de vida
que llena de ánimo, vigoriza y potencializa nuestro cuerpo.
Creemos no sólo con el Espíritu, el cuerpo también manifiesta fe. Por eso, aun la persona
que posee una carne débil y enferma, por la fe en Dios, su cuerpo produce muchos y maravillosos
frutos. Sin fe, el hombre no quiere correr riesgos, de manera que hace siempre las mismas cosas a
las que está acostumbrado. Se vuelve esclavo de la rutina y aborrece la propia vida. Vive para
repetir el pasado y no consigue dar un rumbo que valga la pena a su futuro. Y por no poder dar un
sentido a su vida, pierde el gusto por ella, y vive triste en el presente. La vida alegre, desbordante
de entusiasmo, que todos queremos, se llama fe.
Muchas personas pueden ir más lejos de lo que ellas mismas se imaginan. ¿Quieres saber
por qué? El motivo es sencillo: rehusamos creer que somos capaces de realizar muchas cosas sólo
porque tenemos miedo de ser contrariados y de fracasar. Por eso, quien se acobarda y no toma las
oportunidades por temor a errar, o de ver cómo los demás van a reaccionar, jamás descubrirá el
poder de realización que el Espíritu Santo le dio. Tampoco aprenderá cuáles son los límites de sus
capacidades.
Sólo cuando nos arriesgamos es cuando descubrimos. Solamente cuando intentamos ir
más lejos y sobrepasar nuestros límites, es que sabemos hasta dónde somos capaces de llegar y
podemos aceptar nuestras limitaciones. Quien no quiere intentar ver lo que está más allá de su
alcance muere sin saber si habría conseguido llegar hasta allá, si acaso lo hubiese intentado o se
hubiese esforzado un poco más. Jesús afirma que “para Dios todo es posible” (Mc 10,27), y ese
mismo Jesús asegura que “todo es posible para el que tiene fe” (Mc 9,23). Pero ¿Quién cree en eso
con respecto de sí mismo? Pablo sólo consiguió hacer lo que hizo porque osó creer “todo lo puedo
en aquel que me da fuerzas” (Flp 4,13).
Las personas únicamente consiguen hacer aquello que creen que son capaces de hacer. A
veces, realizamos cosas que nunca habíamos imaginado, por la simple razón de que alguien creyó
en nosotros y nos invistió de esa fe.
Conocí a un muchacho que mal podía hablar en público, tenía dificultad para estudiar y su
ambición se limitaba a conseguir un empleo decente; en ocasión de un concurso, su profesor
creyó en él, lo desafió, lo provocó al extremo, pero también le dio todo el apoyo necesario. El
muchacho no sólo pasó en el concurso, al descubrir sus capacidades de estudio desarrolló un
talento para comunicarse que impresionó a todos los que lo conocían.
¿Por qué tememos creer en nosotros? Dios sabe de cuánto somos capaces, aun cuando
dudamos de nuestro propio potencial. Hay ciertas fuerzas que no son externamente necesarias o
sólo se manifiestan mediante la confianza. Esto es, cuando aprendemos a confiar en nosotros
mismos. Cuando aceptamos la confianza que otros nos tienen, y descubrimos que Dios, más que
cualquiera, cree en nosotros, quedamos investidos de esa confianza. Basta que la persona aprenda
a confiar, para que sus fuerzas, renovadas y nuevas le sean acrecentadas: “Contigo abro brecha en
el muro, contigo los baluartes escalo” (2Sam 22,30). “Da fuerzas al débil, y al impotente aumenta

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el poder. Hasta los jóvenes caerán agotados; pero los que en el Señor esperan sentirán renovadas
sus fuerzas, subirán a las alturas con alas como de águila, correrán sin cansarse, caminarán sin
sentir el desmayo” (Is 40, 29-31).
La confianza sólo crece en la medida en que la persona aprende a amarse. Alguien que no
se ama difícilmente conseguirá amar a otro. Cuando nosotros no nos aceptamos ni queremos ser
nosotros mismos, cuando gastamos nuestro tiempo, insatisfechos, intentado ser otra persona,
somos incapaces de confiar, soportar y amar a nadie. Si la persona se desprecia a sí misma, la vida
se vuelve un tormento infernal para ella y para todos los que conviven con ella.

CON DIOS TODO ES POSIBLE

Pero, ve lo que sucede cuando el Espíritu Santo toca el corazón de una persona. Su vida se
convierte en una gran bendición para ella misma y para los demás como se ve en este matrimonio:
Al inicio de este año estuve en Curitiba participando en una profundización de oración. Yo
llegué desanimado, decepcionado de Dios y del mundo. Hacía tres años que sucedió un accidente
conmigo cerca de Morrinhos-GO. Yo tenía una carreta. Era chofer y mi camino era todo para mí.
Para resumir, me quedé sin el pan, sin la seguridad, y mis sentimientos eran como si no tuviese
más los brazos y las piernas para trabajar, pero junté todo lo que sobró, las mígajas, y con pesar,
vine a Paraná, donde vivo. Aquí yo estaba sin dinero y lleno de dudas. Trabajé como empleado
como casi dos años. Conseguí pagar las deudas y retomar el camino. Pero no quería viajar más.
Mi esposa y mis hijos necesitaban mucho de mi presencia en casa. Y comencé a ver que,
aunque el dinero era necesario para vivir, mi familia, que era lo más importante, estaba sin mí.
Empecé a ir con mi esposa a un grupo de oración. Al inicio, parecía una locura, me sentía como un
pez fuera del agua. Yo oía a las personas decir que Dios cambiaría sus vidas. Yo también quería
cambios. Pero sentía frío en el grupo de oración y salía congelado.
También las cosas encausaban para que yo fuera de viaje, estar fuera de casa, de la familia
de Dios. Hacía casi un año que yo no trabajaba, no ganaba dinero, y el salario de mi esposa no
daba más. Mi esposa y yo tuvimos una conversación y di un plazo: si a marzo del siguiente año no
vendía el camión, tendría que volver a la carretera.
Mi esposa insistió que yo viniese a un retiro antes de tomar cualquier decisión. Tú no
imaginas en qué condiciones viajamos. Llenamos el carro rentado. El dinero sólo daba para el
hospedaje y tuvimos que dividir la ollita de comida. Estábamos en una situación muy complicada.
Duele sólo de recordar. Viví el encuentro y comencé a ver a Jesús como un amigo y no como
alguien distante, poderoso. Algo de esa vez cambió para mí.
Fui entonces a casa el domingo, animado y confiado en que Dios iba a cambiar todo. Y
cambió. Conseguí vender el camión. Apareció una persona queriendo vender una patente de
máquina para hacer cerraje. Yo tenía el dinero. Dios mandó al comprador del camión. Compré la
patente. Hice una máquina y fui a una exposición agropecuaria en Francisco Beltrán-PR.
El dinero que tenía lo invertí todo en el proyecto. Tenía la certeza de que Dios me haría
ganar, pues ya no confiaba sólo en mi trabajo.
Deposité toda mi confianza en Dios. Hoy, nueve meses después, puedo alabar a Dios. Me
volví un empresario ¿puedes creerlo? ¡De chofer a empresario! En nueve meses ya gané una gran
suma de dinero. En la empresa tengo un socio mayoritario: Jesús. No hago nada sin consultarlo y la
empresa está creciendo.
Dios mandó personas para trabajar conmigo, son una bendición. Las ventas son buenas.
Continúo firme con mi familia en la oración diaria, misas y grupos de oración. Estoy feliz. Dios
devolvió en doble todo lo que habíamos perdido.

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La efusión del Espíritu Santo hace que la persona se realice, se sienta feliz y vaya
amándose más. El Espíritu Santo le devuelve el sentido de la vida. Una vez que ella se abre a Dios,
el mismo Dios la conduce. El amor saludable a sí mismo es una bendición de Dios y no tiene nada
que ver con el egoísmo. El egoísmo es una actitud desequilibrada que nace del miedo a ser
olvidado, puesto al fondo ignorado. Son dos las tentaciones de la persona que aún no se
encuentra a sí misma: el egoísmo y el disgusto de sí. Aquí entra el Espíritu Santo para defendernos
de nosotros mismos.
Él nos convence de que Dios nos ama así como realmente somos y no como quisiéramos
ser. Y cuando, por la fe, descubrimos que eso es verdad, ya no somos capaces de continuar
odiando lo que Dios tanto ama. Por esa razón, confiar en nosotros mismos es también aceptarnos
como nuestro Padre celeste nos aceptó a pesar de todo aquello que no nos gusta ni aceptamos en
nosotros. Es aceptarse a pesar de las debilidades y pecados. Es confiar en nosotros mismos a partir
de Dios, sin eludir, sin creerse más de lo que en verdad se es; ni entrar en depresión por percibirse
incapaz y sin valor.
La confianza que Dios nos hace experimentar, por su amor, nos da una fuerza capaz de
vencer cualquier depresión y superar hasta el mismo miedo a la muerte. Pero sin duda, la
confianza puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece estar muy lejos de aquello
que creemos que él debería ser: las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la
muerte parecen contradecir lo que la Palabra de Dios nos garantiza; y pueden hasta disminuir la
fe, haciéndose una tentación.
Por lo tanto, si fuéramos tentados por la duda, confusión, necesidad o peligro, tenemos
siempre una salida, una oración a hacer: “Sí creo. Ayuda a mi falta de fe” (Mc 9,24). “Porque yo sé
en quién he puesto mi confianza, y convencido estoy de que es poderoso para guardar mi depósito
hasta aquel día” (2Tim 1,12). Así también rezaba David cuando se veía oprimido por todos lados:
“En Dios, cuya promesa canto, confiaré sin temor alguno: ¿Qué mal podrá hacerme la carne?” (Sal
56,5). “Oiga yo tu voz amable desde la mañana, pues en ti he puesto mi esperanza. Enséñame el
camino que debo seguir, porque a ti elevo mi alma yo” (Sal 143,8)

DIOS NO MANDA
COSAS IMPOSIBLES

“En verdad, en verdad os digo: el que crea en Mí, él hará también las obras que Yo hago, y
hará todavía obras más grandes que éstas, porque Yo me voy a donde está el Padre. Y Yo haré
cualquier cosa que pidáis en mi nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14).
No es justo imaginar que, con sus promesas, Dios nos haga creer en fantasías. “Todo lo
puedo en el que me da fuerzas” (Flp 4,13). “Todo es posible para el que tiene fe” (Mc 9,23). “Ya
que sabéis estas cosas, dichosos seréis si las practicáis” (Jn 13,17).
Valiéndose de su Palabra, el Señor, nos exhorta a hacer las cosas fáciles con las habilidades
que nos da y hacer las cosas difíciles, muchas veces consideradas imposibles, como el poder del
Espíritu Santo que se manifiesta mediante la fe. En las cosas sencillas, Dios nos dice lo que hay que
hacer. En las cosas difíciles, Él nos dice lo que hay que pedir. Pues la fe nos hace conseguir lo que
no podemos obtener por los medios comunes.
Por eso Dios no retira de nuestros caminos algunas dificultades superiores a nuestras
fuerzas, para que sepamos que debemos contar con Él, siempre, en toda circunstancia, debemos
hacer lo que está al alcance de nuestras capacidades, y cuando ellas se manifiestan insuficientes,
recurramos al Padre del cielo, que con su amor sana nuestras debilidades.

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IRRUMPO CON TU AYUDA
EN BATALLONES ENEMIGOS;
AUXILIADO POR MI DIOS
SALTO LA MURALLA
(SAL 18,30)

¿Cuál es nuestra fuerza para resistir tantas tribulaciones, angustias y sufrimientos que la
vida nos trae?
Es por saber de nuestra limitación que Dios puso su misericordia al alcance de todos los
que buscan con humildad. Y eso cambia todo, pues las tribulaciones acaban por volverse
oportunidades para excitar la fe y reconocer que dependemos, en todo, del amor del Padre. Sólo
la persona que descubre ese secreto recibe la fuerza para resistir a todos los ataques de aquellos
enemigos que, sin Dios, jamás podría vencer.
Eso sirve de alguna manera para quien sufre muchas tentaciones en el campo de la
sexualidad. Si en el momento de la tentación, la persona no recurre a Dios con toda confianza,
ciertamente no podrá aguantar. Esas tentación es tan cobarde y violenta que nos hace olvidar
todo el bien que el Señor nos concede, todas las promesas que le hacemos, y nos hace también
ignorar las consecuencias que vendrán después que caímos en el pecado. Es un tipo de pecado
que se junta con todas nuestras carencias y deseos y nos arrastra a la falta de respeto de nuestro
cuerpo y del cuerpo ajeno.
Quien no se llena de fe y no pide la ayuda de Dios, no podrá resistir. “Siempre protegido
por el escudo de la fe con el cual podréis apagar todos los dardos encendidos que el maligno
enemigo os dispare” (Ef 6,16). San Agustín reconoció que nadie podría ser casto, en el cuerpo y en
el corazón, si no fuera por el don de Dios. Y el Espíritu Santo, que enseñó el camino a Salomón,
también nos lo enseñará ahora a nosotros: consciente de no poder poseer la sabiduría, a no ser
por el don de Dios. (“Y fue señal del Espíritu penetrante el saber de quien era ese don”.) Yo me
volví al Señor y, del fondo del corazón, le supliqué (Sab 8,21). Es una enseñanza simple e infalible;
hay bienes que sólo obtendremos a través de la súplica. Tal como la sabiduría, el equilibrio sexual
es un tesoro que no alcanzaríamos si Dios no nos lo diera a nosotros. Por eso, necesitamos, en
oración, pedir ese favor del Señor.
La castidad nace del encuentro entre la gracia divina y nuestra fe. Es don del Espíritu, pero
también es querer y esfuerzo nuestro. Por lo tanto, no tiene más disculpas quien acostumbraba
decir no poseer fuerzas para soportar las tentaciones. Si no tenemos las fuerza, explica Santiago,
es porque no las pedimos: “No tenéis, porque no pedís” (Sant 4,2). “Ninguna tentación que no sea
humana os ha asaltado. Fiel es Dios, el cual no permitirá que seáis tentados sobre vuestras
fuerzas. Al mismo tiempo que la tentación, os dará el salir del apuro, para que podáis soportarla”
(1Cor 10,13). La fe es la fuerza que Dios nos concede para vencer la tentación. Es del Espíritu Santo
que nos viene la resistencia, la solidez, el dinamismo y la energía que nos hace vivos y vibrantes. Si
se lo pedimos, Él nos llenará con todo eso y así conseguiremos todas las cosas que necesitamos.

NUESTRO DIOS
PUEDE RESOLVER
CUALQUIER COSA

En estos días, no es fácil encontrar personas cristianas que no saben si creen. Pero, creer
en Dios nunca fue un problema para los primeros cristianos. Su fe no se apoyaba en discursos y
teorías, sino que estaba anclada en la experiencia que hizo del Espíritu Santo. Por esa razón, un
dudarán, sino que permanecerán en una fidelidad impresionante y conmovedora. Al fin, quien

24
experimentó no puede dejar de creer. La efusión del Espíritu Santo es esa experiencia que
transforma el corazón porque lleva a Jesús la razón de nuestras vidas, lo vuelve alegría de cada día
acaecido sobre la tierra, y el blanco de todas nuestras alabanzas y agradecimientos. De ese modo,
el carismático vice en función de Dios y exactamente por eso está tan lleno de vida.
Es por sus actitudes que la persona se da a conocer. En un tiempo en que la autoridad
religiosa es cuestionada y hasta combatida el hombre que experimentó la dulzura del Espíritu
Santo reafirma su fe en la iglesia y se somete con amor a aquellos que Dios colocó al frente de su
pueblo. Una vez llenos de Espíritu Santo, el hombre y la mujer enfrentan todos los
acontecimientos (fáciles o difíciles, alegres o tristes) de una manera espontánea, amparados por la
oración, conducidos por el amor, procurando comprender todas las cosas a la luz de la fe. Fuera
cual fuera la situación, sea buena o dolorosa, el hombre que cree, sólo tiene una cosa para decir,
una única palabra a expresar: “¡Gracias a Dios! ¡El Señor sea alabado! Todo está en sus manos.
Amen”.
La confianza nace del amor que experimentamos; nace del amor de Dios derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. Ten la certeza de que Dios te ama, y te
ama con una ternura tan grande y generosa, que no quiere que tu vida continué como está. Él
quiere algo mucho mejor para ti. Exactamente porque te ama, preparó un plan lleno de bondad y
sabiduría para tu vida. Plan que esta puesto en práctica, dará mucha gloria al Señor, y a ti una
felicidad sin límites. Ese plan existe. La parte que nos toca es interpretarlo y ponerlo en práctica.
No necesitamos estar recelosos y amedrentados por saber que ya existe un camino trazado para
nosotros, Dios no vino para mutilar nuestra vida ni arrancar de nosotros las cosas que apreciamos.
Por el contrario, Él vino a traernos una vida llena de paz y alegría. Por lo tanto, no debemos tener
miedo ni ser desconfiados, pensando que seremos movidos de un lado a otro, como pesa en un
tablero o como alguien que se limita a hacer lo que otros determinan.
Definitivamente, no será así. Como personas libres y amadas, necesitamos ver cuál es la
voluntad de Dios, acogerla y poner todas nuestras capacidades para que ella se realice en
nosotros. Es necesario colaborar con ella si queremos que se realice. Surge aquí una pregunta que
nos interesa: ¿Por qué Dios no nos revela de una vez todo el plan que Él trazó para nosotros?
Seguramente, porque Él quiere que vivamos de la fe, un día a la vez; tal vez porque Él no quiere
que vivamos fastidiados y llenos de aburrimiento en una vida sin sorpresas; o más aún, porque Él
sabe que la naturaleza humana todavía es capaz de comprender ciertas cosas en la medida en que
las experimenta.
Si muchas veces no somos capaces de entender lo que estamos viviendo en el mismo
momento, imagina, entonces, lo que sería si intentáramos comprender lo que tampoco hemos
comenzado a experimentar. El Espíritu Santo quiere recordar a todos los que están ansiosos por
descubrir el futuro, a todos los que están afligidos con la seguridad y el crecimiento de su
patrimonio, a aquellos que se preocupan en juntar riquezas en esta vida y se angustian con
detalles que deben ser cautelosamente preparados para que todo corra bien el día de mañana,
quiere recordarles que tenemos un Padre en el cielo que sustenta a los pajaritos y reviste de
belleza el perfume de las flores del campo. Ese mismo Padre ¿no tratará con cariño y atención
todavía mayor a aquellos que fueron rescatados a causa de la Sangre preciosa de su Hijo? Todas
las veces que te sientas angustiado, afligido, preocupado por el día de mañana, recuerda las
palabras de Jesús:
Por esa razón os digo: no os preocupéis por vuestra vida pensando qué comeréis o qué
beberéis; ni por vuestro cuerpo pensando qué vestiréis. ¿Pues qué, no es más la vida que la
comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran ni cosechan, ni
guardan en graneros; y, sin embrago, vuestro Padre celestial las mantiene. ¿Por qué, no valéis
vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros; por más que se preocupe de ello, puede aumentar un

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solo codo el hilo de su vida? Y ¿por qué os preocupáis del vestido? Mirad cómo crecen los lirios del
campo: no trabajan, ni hilan. Pues bien, yo os aseguro que ni Salomón con todo su lujo vestía
como uno de éstos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy vive y mañana la echan al
horno, ¿no lo hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os inquietéis, pues, pensando:
¿Qué comeremos, qué beberemos o de qué nos vestiremos? Porque los gentiles buscan todas esas
cosas. Pero vuestro Padre celestial ya sabe que necesitáis todo eso. Por tanto, buscad primero el
Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán de ganancia. No os preocupéis, pues, por el día
de mañana. El día de mañana se preocupará de sí mismo. Bástale su peso a cada día (Mt 6,25-34).
Dios quiere socorrernos. Pero quiere también que seamos vencedores. Mientras vivamos
en este mundo tenemos que cuidar cada día. Y en cada día, tenemos que batallar para conseguir
todos nuestros objetivos. Sin esfuerzo nadie mejora. Sin empeño la persona no progresa. Somos
limitados y los desafíos son tantos, ¿Cómo podremos superar los obstáculos? Tengamos confianza
y con san Juan digamos: “Nuestra fe es la fuerza con que hemos triunfado del mundo” (1Jn 5,4). La
efusión del Espíritu Santo, hace al hombre capaz de vencer cualquier cosa y de superar sus
grandes limitaciones.
Pues si todo es posible para quien cree, una vez que creemos Dios nos concederá lo que
todavía nos falta.
La fe es una sola, pero recibió de Dios el don de obtener todas las cosas. Ella es el medio
por el cual la omnipotencia del Señor se manifiesta en favor de los que creen. Todo puede el
hombre que cree, porque, así como el fierro sumergido en el fuego ilumina y quema, el hombre
sumergido en Dios queda lleno de la luz divina y arde plenamente su fuerza.
Por la fe construimos un refugio poderoso donde estaremos protegidos y seguros de todas
las trampas y agresiones de los que nos odian. Son terribles los ataques de la tentación, pero la fe
en Jesucristo puede más que todos los demonios juntos. Quien confía en Dios no tiene nada qué
temer, pues como el fuego hace desaparecer el frío y la oscuridad, la fe suscita la presencia de
Dios, a través de la cual desaparece todo el poder del mal. Eso trataba de recordar David cuando
sentía sus fuerzas flaquear: “Confiará en ti quien conoce tu nombre, pues nunca abandonas a los
que te buscan, Señor” (Sal 9,11). “Aunque acampen ejércitos no tendrá mi alma cobardía; aunque
estalle una guerra, no perderé mi confianza en Él (Sal 27,3).
La fe es un escudo poderoso, una gran protección, una fuerza, un recurso para todas las
circunstancias. Ella es un chorro de agua viva con la cual se apagan las llamas del maligno, es una
protección que nos abriga de todos los peligros, es una fuerza que nos libra de los embustes de la
tentación, es un recurso que nos llena de todos los bienes y nos abre todas las puertas. Esa
asistencia de Dios nos es preciosa porque todos tenemos que tomar decisiones.
Consecuentemente, nadie escapa a la señal de tener que enfrentar las obligaciones.
De una forma o de otra es necesario reaccionar ante las dificultades. Y en la vida hay tres
maneras de resolver un problema: sin fe, con poca fe, y con una fe generosa.
Quien no tiene fe dice: “¡Necesito resolver mi problema!” Entonces, se arremanga las
mangas, piensa, trabaja, corre de un lado a otro haciendo lo que consigue, busca ayuda en todo
tipo de gente, por eso, nunca recurre a Dios. ¿Hasta dónde podrá avanzar esta persona cuando el
mismo Jesús afirma que sin Él nada podemos hacer?
Quien tiene poca fe dice: “¡Si Dios me ayuda voy a resolver este problema!” Hasta él pide
la ayuda del Señor, pero en verdad, no cuenta con ella. Cree más en sí mismo y en sus capacidades
que en la posibilidad de que Dios intervenga en su favor. Él quiere que Dios lo ayude, pero prefiere
asegurarse, haciendo él mismo el servicio y apenas pidiendo al Señor que bendiga lo que él, por sí
mismo, ya decidió hacer.
Quien tiene una fe generosa dice: “Confío que todo se hará conforme a la voluntad de
Dios”. Y sin quedar con los brazos cruzados, él entrega todo en las manos del Padre, porque sabe

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que “el corazón del hombre proyecta su conducta; pero es el Señor quien dirige sus pasos” (Prov
16,9). Más que de nosotros es de Dios que viene la solución. Por eso está escrito: “Encomienda al
Señor tus obras y tus pensamientos serán consolidados” (Prov 16,3).
Confiar en este caso, no es ser irresponsable y no tomar compromisos. Y sí, hacer todo
como si todo dependiese de ti, todavía, sabiendo que depende de Dios. Se trata de usar nuestras
capacidades y utilizar todo nuestro empeño, sin que jamás nos olvidemos que somos
colaboradores del Señor, abiertos a su voluntad, conscientes de que es Él quien todo lo hace.
Confiemos todos nuestros problemas al Señor, contándole humildemente nuestras luchas.
Como hijos queridos ante su Padre bondadoso y eterno, podemos esperar con el corazón
confiable hasta que Dios intervenga, pues, infaliblemente, Él lo hará. Así que elevaremos ante Él
nuestra súplica, podemos de inmediato agradecerle por habernos escuchado. Agradecemos desde
ahora, porque es cuestión de tiempo hasta que Él nos responda. Aunque le hayamos pédido las
cosas más difíciles, podemos confiar, “encomienda al Señor tus proyectos y Él procederá” (Sal
37,5). Aunque todo parezca estar yendo en dirección equivocada, continuemos firmes con
confianza, sin angustiarnos por no saber cuáles caminos Dios usará para atendernos, pues Él
mismo ya nos dijo que su modo de actuar es diferente del nuestro (Is 55,8). En vez de entregar
nuestra alma a la tristeza y estar atormentando nuestros pensamientos con preocupaciones,
podemos, por la confianza, descansar en el Señor, que nos aligera la carga.

UNA FE CARISMÁTICA

En unas de sus enseñanzas, san Cirilo de Jerusalén explicaba: “La fe es una sola, pero se
manifiesta de una manera doble. Existe una fe con respecto a los dogmas y es el conocimiento y el
consentimiento de la inteligencia a las verdades reveladas. Esta fe es necesaria para la salvación.
Pero hay otro tipo de fe, que es don de Cristo: “Así, a uno se le palabra de sabiduría por el Espíritu;
a otro se le da palabra de ciencia según ese mismo Espíritu, a otro se le da fe en el mismo Espíritu;
a otro se le da el don de hacer curaciones” (1Cor 12,8-9).
Esta fe, concedida por el Espíritu como un don, no se refiere sólo a los dogmas, sino que
también es causa de prodigios que superan todas las fuerzas humanas. Quien tiene esa fe podrá
decir a este monte: “Múdate de aquí para allá y se mudará” (Mt 17,20). El carisma de la fe es un
don sobrenatural del Espíritu Santo que se manifiesta en situaciones especiales para cumplir
alguna obra de Dios. De manera que el mismo Señor, en alguna circunstancia específica, hace que
determinada persona destruya con su poder y de la manera que él quiera. Él la reviste de una
manera sobrenatural que la capacita con la certeza de que el Señor manifestará su poder y su
amor por medio de una señal extraordinaria. En esa hora la persona llena de fe, percibe con una
claridad inexplicable que Dios quiere realizar un milagro a través de ella. Es creer en lo que aún no
se ve, pero el premio por eso es ver aquello que creyó ver.
Sabemos que los dones se manifiestan, sobre todo para demostrar a los hermanos el amor
misericordioso de Dios. Alguien podría preguntar: ¿cómo la fe que está en nosotros podrá ayudar
a socorrer a los otros? ¿Cómo podemos, por este carisma, amparar la debilidad del hermano? Aquí
está lo importante: “Que cada cual administre a los demás la gracia que haya recibido, como buen
ministro de la gracia de Dios, que lo haga haciendo uso de la fuerza que Dios infunde” (1Pe 4,10-
11). No sólo limitándonos a visitar al necesitado y repetir palabras vacías, inútiles que no cambian
nada. Palabras que muchas veces desaniman todavía más a aquel que está sufriendo: “¡Paciencia!”
La vida es así. Lo mejor es hacer y deshacer”. Debemos, por el contrario, animar este espíritu de
fe, llevar con nosotros la fuerza de la resurrección que se manifiesta cuando la palabra que
llevamos es de Dios. Solamente el Espíritu Santo da las energías capaces de arrebatar las presiones
espirituales y devolver la vida a quien cayó en el vacío.

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LA CURACION POR LA FE

Ve, en el testimonio que sigue, cómo la Palabra de Dios proclamada por el poder del
Espíritu Santo tiene el poder de transformar una vida.
Comencé el año con varias tribulaciones; en abril tuve una crisis de ansiedad (ese fue el
diagnóstico de los médicos). No podía dormir. Siempre en el mismo horario me despertaba, con
adormecimiento en los brazos, presión en la cabeza y una debilidad inexplicable. Fui al hospital
tres veces con síntomas de infarto o evento cerebro vascular. Sólo que los médicos no
encontraban nada malo en mí: latidos cardiacos normales, presión normal. Hice más de cuarenta
exámenes, resonancia magnética del cuerpo entero, y nada fue encontrado.
Conclusión: los médicos me llenaron de calmantes, antidepresivos y me mandaron buscar
un psicólogo, pero siempre tuve mucha fe en Dios, y no aceptaba ese diagnóstico. Tengo una
relación difícil con mi esposo, pues él sufre de trastorno bipolar, pero siempre enfrenté eso como
una misión. Dios no me puso en la vida de él por accidente, y eso no era un problema o una carga
para mí, como he dicho, veía en él una misión. Pero me quedé asustada con lo que sucedía con mi
salud, y no aceptaba tener que tomar tantos remedios. Seguí lo que los médicos recetaban, hasta
que un día que necesité quedarme en casa, en reposo, y comencé a ver un programa en la TV,
“Canción Nueva, llamando, ‘Sonriendo al vida’, en ese momento Dios me dio el privilegio de
escuchar algo que me transformó. ¡Pronto! No necesité buscar un psicólogo, pues aquellas
palabras hizo las veces de un psicólogo para mí. Aquellas sabias palabras ilimitadas por el Espíritu
Santo encendieron mi alma.
Mi fe hoy es otra, tengo la certeza de que todo lo puedo en Aquel que me fortalece. No
tomo más remedios, no siento nada, paso las noches más tranquilas que he tenido en toda mi vida
(antes, había estado cuatro meses sin poder dormir). Un día en el programa alguien dijo: “Cuando
tú te sientas débil, sin salida, busca ayuda”: Fue lo que hice, estoy frecuentando el grupo de
oración de mi parroquia, lo que está siendo una bendición en mi vida.
Si la fe es carisma del Espíritu, ella no puede ser producida por poderes humanos. Creer es
actuar por el Espíritu de Dios, es renunciar a las influencias manipuladoras de este mundo para
vivir del poder de Cristo, de la fuerza de su Cruz, del consuelo de su Espíritu. “Para que alcancemos
lo que esperamos, por medio de la paciencia y del consuelo de las Escrituras” (Rm 15,14). Por eso,
en un clima de oración, con fe en la presencia del Espíritu santo, una simple palabra o gesto
nuestro puede efectuar verdaderos milagros junto a la cabecera de una persona enferma. Es Dios
actuando por medio de ti. En cierto sentido, Él necesita de nosotros para llevar su amor y su poder
a quien está oprimido.

DIOS NO SÓLO PUEDE, ÉL HACE

Cierto día, en Curitiba, yo había sido designado para dirigir un momento de oración ante el
Santísimo Sacramento. Pocos minutos antes de iniciar, una señora vino a mi encuentro trayendo
los exámenes que demostraban su curación. Me contó que había participado en el retiro el año
anterior.
En aquel entonces, su útero había crecido al doble del tamaño normal, infestado como
estaba de tumores. Me explicó que era domingo y su inevitable cirugía estaba programada para el
miércoles siguiente, pero cuando tomó el Santísimo Sacramento e intensificó la oración, fue
tomada de una fe tan grande que sintió cambiar algo inmediatamente en su cuerpo. Fue eal
doctor al día siguiente, lunes, e insistió en que le hicieran nuevos exámenes. El médico aceptó más

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en razón de su insistencia que por convencimiento, pues era imposible que su cuadro se hubiera
modificado.
Imposible para los hombres, pero no para Dios. Al llegar los nuevos exámenes, el resultado
revelaba su curación completa. Y ahora, ahí, delante de mí, aquella mujer emocionada exhibía los
testimoniales que eran sólo las marcas de una enfermedad que no existía más. Ante el micrófono,
daba testimonio delante de centenares de personas de lo que hizo el Señor por ella en el
momento en que creyó.
Dios se valió de aquel momento de oración, quiso contar conmigo a pesar de mis límites y
pecados para realizar su obra en la vida de aquella señora. En la sencillez de nuestro retiro
espiritual, manifestó su poder y la liberó de la enfermedad que la oprimía. Igualmente antes de ir
al médico, estaba amparada por la certeza de que Dios la había tocado y algo había cambiado
dentro de ella.
El hombre y la mujer de oración, cuando son tocados por el Espíritu Santo, actúan con una
firmeza única y enfrentan todos los obstáculos que estorban a la voluntad de Dios, de tal manera
que parecen están viendo ahora lo que sólo iría a suceder después. El don del espíritu nos lleva
apenas a creer que Dios puede realizar lo imposible, pero que Él lo realizará igual.

LA FE NO PERMITE
QUE LAS COSAS
CONTINUEN EN LAS MISMAS

Cierta vez, estaba rezando por una mujer que hacía meses no caminaba. Nadie sabía
explicar el motivo de su parálisis. Los médicos no encontraban una causa física. Los tratamientos
psicológicos no obtuvieron progresos para su salud. Pero durante su enfermedad me vino una
certeza tan grande de que si le mandaba ponerse de pie ella obedecería, que era como si yo ya
hubiera visto su liberación. No es como imaginar algo, es como si fuera una verdad que yo ya
supiera, como una película que yo ya hubiera visto y ahora veía la repetición de una escena. Era
una certeza tan convencida, que las palabras casi inesperadas escapaban de la boca: “Querida
hermana, Dios, que te trajo aquí, no permitirá que vuelvas a tu casa del mismo modo que aquí
llegaste. En nombre de Jesucristo ponte de pie”. Y, para sorpresa de todos en la capilla, ella se
levantó y no tuvo más dificultades para desplazarse.
Una de las formas más abundantes e imaginables por la cual manifestamos una fe viva es
la oración. Muchas veces Dios nos atiende más rápido por una breve oración hecha con confianza,
que por muchas cosas buenas que hayamos hecho. No existe nada más potente y nada más capaz
que un hombre que reza, pues Dios manifiesta en él toda su eficacia.

EL PODER QUE TIENE LA FE

De los escritos de san Serafín de Sarov, podemos obtener un testimonio maravilloso de la


experiencia rusa. En una conversación familiar, san Serafín comparte con su amigo:
Malo y miserable era yo, hice la señal de la cruz, mal deseé en mi corazón que el señor nos
volviese dignos de su misericordia, en toda su plenitud e, inmediatamente, Él se apresuró a
atender mi deseo. No lo digo para glorificarme ni para darme importancia y darles envidia, o para
que piensen que fue por el hecho de ser monje, amigo de Dios, mientras ustedes, laicos, no. 2El
Señor está cerca de aquellos que lo invocan. Él no hace excepción de personas. El Padre ama al
hijo y a todos reconcilió con sus manos”. Mientras nosotros lo amamos a Él, nuestro Padre celeste,
como hijos, el Señor escucha tanto a un monje como a un hombre del mundo, a un simple

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cristiano, mientras que ambos sean fieles, amen al Señor desde el fondo de su corazón y tengan
una fe” semejante a un grano de mostaza” (Mt 13,31-32). Trasladar cerros (Mc 11,23).
¿Podría uno perseguir a mil, podrían hacer unir a diez mil, si no los hubiera vendido su
Roca, si no los hubiera engañado el Señor? (Dt 32,30). El mismo Señor dijo: “Todo es posible para
el que tiene fe” (Mc 9,23). Y san Pablo dice: “Todo lo puedo en el que me da fuerzas” (Flp 4,13).
Más maravillosas son las palabras del Señor refiriéndose a los que creen en Él: “El que cree en mí,
él también hará las obras que Yo hago, y hará todavía obras más grandes que éstas, porque Yo me
voy a donde está el Padre, y Yo haré cualquier cosa que pidáis en mi nombre, para que el Padre
sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14). “Hasta aquí no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y
recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16,24).
Así es, amigo de Dios. Todo lo que pidiereis a Dios, lo obtendréis, con tal de que vuestra
petición sea para la gloria de Dios y para el bien de vuestro prójimo. Pues Dios no separa el bien
del prójimo de su gloria. “El que os recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, también recibe
al que me envió (Mt 10,40). Debes, pues, estar seguro de que el Señor atiende tus peticiones;
mientras sean hechas para la edificación y bien de tu prójimo y también si son para satisfacer tu
propia necesidad, para tu provecho. Cualquier cosa que pidas, no tengas ninguna duda de que
Dios te la concederá si hubiera verdadera necesidad, pues Él ama a los que lo aman. Él es bueno
con todos.
Su misericordia se extiende también a aquellos que no invocan su nombre. Cuánto más no
hará a aquellos que le temen. Él atenderá todos tus pedidos, Él no los rechazará por tu falta de fe
en Cristo Salvador, pues Él no abandona los cetros de los justos en las manos de los pecadores.
Al final de su narración, el discípulo que conversaba con san Serafín concluye: “A lo largo
de todo el tiempo que duró la conversación, desde el momento en que el rostro del padre Serafín
se iluminó, la visión de la luz continuaba y su postura, en cuanto hablaba, desde el inicio de esta
narración hasta el fin, permanecía inmutable. En cuanto al esplendor indivisible de la luz que
irradiaba, yo la vi con mis propios ojos y estoy listo para confirmarlo bajo juramento”.
Experiencias semejantes corren por el mundo entero, en los momentos y lugares en que
Jesús es amado, invocado y esperado.
Me gustaría compartir con ustedes la transformación de la vida que tuve por medio de la
fe y de la fuerza que la Canción Nueva, a través de sus misas y pláticas, siempre me proporcionó.
En marzo del 2009 pasé por una situación muy dolorosa de separación. Mi esposo me pidió el
divorcio después de año y medio de matrimonio. Tuvimos muchos problemas desde el inicio de
nuestra vida matrimonial, en verdad éramos muy inmaduros, y no podíamos hacer al otro feliz,
aunque sí intentábamos ser felices. Después de una discusión muy difícil, mi esposo me pidió que
me fuera de la casa, arrancó la alianza (anillo matrimonial) de mi mano y rápidamente inició el
proceso de separación legal. Quedé sin tocar tierra, desesperada, muy angustiada. Intenté de
todas formas la reconciliación: familia, amigos, Iglesia, todas las intenciones fueron en vano. A
cada tentativa de aproximación, él me rechazaba aún más. Mi esposo no cedió en ningún
momento. Y en un periodo de dos meses, supe que él ya estaba con otra persona.
Bueno, fue un año de mucha oración y mucho sufrimiento, vivía triste por los cantos y
creía que nunca más sería feliz, me culpaba y no soportaba estar viviendo en aquel rechazo. Yo
siempre confié en el amor y en el sacramento indisoluble del matrimonio, y no aceptaba por nada
aquella separación. Lloraba todos los días, a veces preguntaba a Dios por qué estaba pasando por
todo eso, y entré en un proceso de depresión y de tristeza profunda. Rezaba, iba a la Iglesia
siempre (misas, grupos de oración, adoración…) y siempre acompañando a Canción Nueva. Las
misas de sanación y liberación del jueves me ayudaban mucho, tuve también mucho apoyo de las
personas de la Iglesia de mi comunidad, pero aun así sentía un vacío y el dolor era insoportable,
nada cambiaba. Pedía todos los días por el milagro de la reconciliación y del perdón, y que mi

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esposo volviese. También en los momentos más difíciles, aunque débil y desanimada, yo iba a la
iglesia, oraba y pedía. Pero siempre pidiendo la gracia que “yo quería”. Y así fue durante un año
entero, hasta que, en marzo de ese año, en Semana Santa, tuve una experiencia maravillosa, un
encuentro personal con Dios. Mi familia viajó en las vacaciones y yo me quedé en casa, solita y fui
todos los días a Canción Nueva. Fue el Sábado de Gloría, al asistir a una misa y después a una
plática de acompañamiento, que tuve esa gracia…
La persona que predicaba hablaba del amor de Dios por nosotros, de ese inmenso amor,
que lo hizo dar su Hijo por nosotros. En aquel momento pasó una película de toda mi vida por mi
cabeza. Y percibí cuánto Dios fue maravilloso conmigo, cuántas bendiciones tuve siempre, estas
bendiciones siempre mayores que los sufrimientos que pasé. Entonces, pedí perdón y alabé
mucho, en aquel momento caí en un llanto incontenible, pero no en un llanto de dolor y sí en un
llanto de liberación, me tiré en el piso y me despojé delante de Dios… y me sentí literalmente a sus
pies, y permanecí allí, llorando con los ojos cerrados y totalmente entregada al Amor de Dios.
Cuando la persona que predicaba motivó a pedir un milagro, algo que para nosotros fuera
imposible, para que lo proclamáramos ya que se acercaba el día de la Resurrección, el día de la
victoria, yo dije: “Señor a ti me entrego enteramente, todo lo que soy, todo lo que tengo, y todo lo
que siento, que se haga tu voluntad en mi vida y no la mía. Yo escojo vivir y ser feliz, aunque yo no
comprenda ahora, yo me abro para que el Señor realice su obra en mí”.
Y en mí se hizo un silencio profundo por algunos instantes. Sentí una paz tan inmensa y tan
fuerte posándose en mi ser, que con los ojos cerrados comencé a sonreír, una sonrisa pura que de
mis labios no podía deshacer, y el rostro de Jesús se transfiguró en mi mente y pude escuchar su
voz diciéndome: “Confía en mí”.
¡Fue maravilloso! Sólo lo puede comprender, de hecho, quien vive de verdad esa
experiencia. A partir de ese momento yo me sentí otra persona, no hubo más lágrimas y no pude
estar ya triste. Me sentí llena de ánimo en el trabajo, en mi familia, en mi vida y en todo. Las
puertas comenzaron a abrirse y en una semana tuve respuestas de tantas cosas que yo esperaba
hacía mucho tiempo… La voluntad de Dios se realizó en mi vida, puedo decir que fui atendida, que
la gracia se realizó, no “mi gracia”, la que pedí incesantemente, durante un año, sino la gracia que
Dios juzgó necesaria y merecida. Y puedo decir hoy: soy y estoy feliz y en paz. Creo mucho más
que si se hubiera hecho mi voluntad.
Entré en el proceso de nulidad del matrimonio y creo, con todo mi corazón, que eso
todavía forma parte de esa obra de Dios en mi vida, porque Dios es perfecto en todo lo que hace,
nada a la mitad, su gracia es siempre completa.
Esa frase cambio mi vida: “Jesús, yo confío en ti”. Siempre la repetí innumerables veces
durante el día, también en los momentos más difíciles y de profunda tristeza y desánimo, y hoy
continúo repitiéndola. Porque, como dice la canción, “Dios me ama, no es indiferente a mi dolor…
Él me quiere hacer feliz…” Es sólo confiar, saber esperar, que Él actuará.

INTERCESIÓN BREVE
Y FERVOROSA

En resumen, sin fe, es muy difícil que la persona consiga suprimir sus necesidades más
profundas. Mientras tanto, al amparo de Dios, lo difícil se vuelve fácil y lo imposible se pone al
alcance de nuestras oraciones. Para que Dios atienda en todo lo que dice con respecto a nuestra
salvación, no es necesario aislarse de un mundo ni hacer penitencias exageradas, sino creer y
pedir: “Señor Dios mío, a ti aclamé y me curaste. Señor a ti clamo, imploro la piedad de mi Dios.
Óyeme Señor, piedad ven en mi ayuda” (Sal 29,3; 9,11).

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¿Existe algo más sencillo que eso? No mientras seamos felices, lo mismo ese poco será
suficiente para alcanzarnos gracias mayores y llevarnos a la salvación, hasta que, seamos
dedicados a rezar siempre. Debemos esforzarnos en rezar antes de comer, sea como sea. Basta en
elevar nuestra oración a Dios con oraciones cortas, pero que sean frecuentes. Si se hace así,
aunque Dios no conceda lo que estas pidiendo, Él te dará lo que sea más útil. Él jamás abandonó a
quien ha confiado en Él.
“Considerad a ese que sufrió una oposición tan grande de parte de los pecadores para que
no os canséis, desfalleciendo vuestras almas” (Heb 12,3). Si mantenemos nuestra confianza en el
Señor, debemos siempre esperar de Él cosas grandes. El Vaso de la fe llevado a la fuente de la
gracia, dice san Agustín, será llenado de acuerdo a su capacidad. Esto es, recibimos tanto cuanto
somos capaces de recibir. Tal como nuestra fe, del mismo modo serán las gracias de Dios.
San Bernardo explica que la bondad de Dios es una fuente inmensa que jamás se agota; y
nosotros recogemos las gracias con el vaso de la fe; quien venga con un vaso podrá tomar un
número mayor de gracias. Y el corazón del cristiano es esta ánfora donde Dios derrama el agua
bendita de su misericordia. Quien reza con confianza conmueve tanto el corazón del Señor, que le
es imposible no atender todas las peticiones. Todo eso porque teniendo, pues, un gran pontífice
que ha penetrado en los cielos, a Jesús, Hijo de Dios, perseveremos en nuestra confesión. Porque
no tenemos un pontífice incapaz de tener compasión de nuestras debilidades. Pues sufrió a
semejanza nuestra toda clase de pruebas, menos el pecado. “Acerquémonos pues, sin vacilación al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Heb 4,14-
16).
El trono de la gracia de Jesús. Él está sentado a la derecha del Padre, no sobre un trono de
justicia para juzgarnos, comenta san Alfonso, pero de gracia, para otorgarnos el perdón, si
estuviéramos en pecado; y para darnos la ayuda oportuna que nos hará firmes, si estamos unidos
a Dios. A Jesús debemos acercarnos siempre con valor, y con una confianza apoyada en la bondad
y misericordia de Dios. Pues, Él prometió atender a quien lo invocase con fe, pero con una fe firme
y una voluntad decidida.

UNA FE QUE ESPERA TODO


Y CONSIGUE TODO

A causa de las numerosas promesas que Dios nos hizo, podemos recurrir a Él con una
confianza inquebrantable y esperar verdaderamente cualquier milagro. Si la duda intenta
sorprendernos, “Perseveremos inconmovibles en la profesión de nuestra esperanza, porque quien
nos hizo las promesa es fiel” (Heb 10,23). Entre tantas cosas, ¿Qué nos prometió el Señor? “Si
tuviereis tanta fe como un granito de mostaza le diréis a ese monte ’múdate de aquí para allá’ y se
mudará, y nada será imposible para vosotros” (Mt 17,20). “Recibirás todo aquello que pidáis con
fe” (Mt 21,22).
Así como es cierto que Dios no falla en cumplir lo que prometió, firme también debe ser
nuestra confianza para ser atendidos cuando pedimos su ayuda. Igualmente los días en que nos
sentimos espiritualmente fríos, sin voluntad de rezar, desconfiados de nosotros mismos por un
pecado que hayamos cometido, cuando no sentimos aquella seguridad que quisiéramos tener en
nuestra oración, aun así tengamos confianza en Dios y esforcémonos para no dudar de su bondad,
pues, si recurrimos a Él, el Señor no nos dejará con las manos vacías. ¿Quieres saber por qué? Él
nos escuchará todavía más rápidamente al no poner nosotros la confianza en nuestros méritos,
sino en la misericordia del que prometió ayudar a quien le pidiera. Por la fe y la misericordia de
Dios obtendremos los milagros.

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El Padre del Cielo se conmueve cuando en medio de las aflicciones, miedos y
persecuciones de todo tipo aguardamos en la esperanza, sin temer, ni vacilar; cuando
continuamos creyendo en su amor a pesar de todo sentimiento de desconfianza causado por
nuestros sufrimientos y tribulaciones.

LA FE DE LOS GIRASOLES

Había cierta vez un hombre conocido por su alegría y por el gran amor que había entre él,
su esposa e hijos. Las personas estaban impresionadas de verlos siempre unidos y cariñosos entre
sí. Comentaban que eran felices debido a es amor y a la prosperidad con que fueron bendecidos.
Sucedió que, al final del año, una gran inundación devastó la región donde vivían. Su
familia perdió todo lo que tenía: la pequeña hacienda, el ganado, las máquinas, los carros y
algunos parientes también. En medio del lodazal, quedaron sólo dolor, perjuicios y deudas a pagar.
Al contrario de lo que sus amigos pensaban, su alegría no se debilitó, ni tampoco su
esperanza enfrió.
Un día uno de los vecinos visitó a aquel hombre. “Quiero que me hagas un favor”, le dijo.
“Necesito que me enseñes tu secreto. Quiero saber cómo puedes estar bien tanto en los días
buenos como en los malos. Por más que me esfuerce no consigo entender de dónde sacas tantas
fuerzas que te mantienen siempre contento”.
El padre de familia lo llevó hasta la ventana, empujó la cortina, haciendo surgir un
magnífico cantero de girasoles. Después, mirando tiernamente a sus ojos, reveló: “¡Ese es mi
secreto! Aquí está la enseñanza que llena de fuerza mi vida: es necesario tener fe como la de un
girasol; en los días claros donde todo es luz, color y alegría, su cara está siempre volteada hacia el
sol, así permanece del amanecer al ocaso, del este al oeste según el astro rey en su trayectoria,
recibiendo luz y calor. Pero, cuando el sol se pone, y la oscuridad parece negar que un nuevo día
vaya a surgir, el girasol vuelve su cara a la dirección en que el sol resurgirá. Hace eso porque Dios,
que lo creó, puso dentro de él esa certeza. Y él, el girasol, simplemente cree y obedece.
Así también yo, en las tinieblas que asolan mi vida, aprendí a volver mi rostro y corazón
hacia el sol de la justicia que trae la sanación en sus rayos: Jesús.
Aprendí a esperar con confianza, seguro de que después de la oscuridad, con auxilio
divino, al final llegará la luz y en cualquier momento, surgirá con todo su fulgor. Quien tiene esa
certeza jamás pierde la alegría”.

PARA TENER MÁS FE

Si tú quiere crecer en la intimidad con Dios y crecer siempre más en la fe, existen algunos
gestos sencillos que ayudan mucho cuando son tomados en serio y ejercidos con perseverancia y
fidelidad.
Todos los días, cuando te levantas, haz la señal de la cruz e invoca al Espíritu Santo: “Ven
Espíritu santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu divino amor.
Envía, Señor, tu Espíritu y se renovará la faz de la tierra.
Oremos: Oh Dios, que instruiste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo,
haz que valoremos rectamente según el mismo Espíritu y gocemos siempre de tu consolación, por
Cristo nuestro Señor. Amén”.
Después deja que el Espíritu Santo llene de fuerza tu alma y caliente tu corazón, rezando
con fervor estas pequeñas oraciones:

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“Mi Señor y mi Dios, al comenzar este día, yo te adoro con todo mi corazón. Con todo mi
ser, declaro que te amo, mi Dios tan bueno y tan querido.
Gracias, Señor, por todo lo bueno que ha sucedido. Sé que todas las gracias, como
las cosas buenas que recibo, vienen siempre de ti. Agradezco, de una manera especial, porque el
Señor me permitió vivir un día más en su amor.
Entrego mi vida en tus manos misericordiosas. Ofrezco al Señor todas mis decisiones,
iniciativas, responsabilidades y también las pruebas que yo tenga que enfrentar. Hago eso en
nombre de Jesús sobre la protección de tu Sangre preciosa, a fin de que este día coopere para mi
felicidad terrena y salvación eterna.
Estoy dispuesto a huir de todo mal. Quiero permanecer lejos de todo pecado,
especialmente de… (has el propósito de resistir principalmente de aquella debilidad que más te
hace caer cuando eres tentado). No me importa si las cosas no suceden como yo quiero, sino que
se hagan según la voluntad de Dios, pues sé que el Señor quiere lo mejor para mí. No voy a
protestar. No seré amargado ni estaré murmurando. Pero, para eso, mi buen Jesús, ayúdame.
Divino Espíritu Santo, ¡Presérvame! Padre de Misericordia, ayúdame en nombre de Jesús, María
Santísima, intercede por mí. Santo Ángel de Dios que me aguardas, auxíliame (Padre Nuestro… Ave
María… Creo en Dios…)”.
En cada momento que vayas a empezar un trabajo, una tarea, un estudio, o algo así, di al
Señor: “Dios mío, yo te consagro lo que voy hacer ahora”. Si sucede alguna cosa inesperada que
me contraríe, sólo confía y di: “Sé que el Señor está conmigo. Si permitiste que esto me sucediera
es porque me darás fuerzas y sabiduría para que yo supere esta dificultad”. Cuando te sientas
tentado, sea el momento que sea, invoca el nombre de Jesús y pide que la Virgen María interceda
por ti. Al final del día, agradece a Dios por toda gracia recibida, pide perdón por lo errores y
pecados cometidos durante el día, y reza pidiendo al Señor un descanso restaurador y protección
contra todo mal.
Además de la oración existen algunas actitudes que nos acercan a Dios, aumentan nuestra
confianza en la misericordia divina y nos hacen creer siempre más. Todos los días, haz por lo
menos media hora de lectura orante de la Palabra de Dios, participa a la misa y adora a Jesús en la
hostia santa, reza el rosario y al final del día haz una revisión de vida, confiésate por lo menos una
vez al mes, evitar estar desocupado, apártate de las malas compañías, no alimentes
conversaciones inconvenientes y, principalmente huye de las ocasiones de pecado, todavía más si
atentan contra la castidad; en las tentaciones de orden sexual, haz inmediatamente la Señal de la
Cruz y repite el Santo nombre de Jesús mientras dura la tentación; cuando peques, confiésate en
seguida y procura hacer obras contrarias al pecado que cometiste, participa en el grupo de oración
y, finalmente, en las dificultades, confía en Dios sin jamás revelarte. Haz eso con fidelidad y en
poco tiempo notarás los resultados.

ORACIÓN PARA OBTENER


LA VICTORIA
EN EL SUFRIMIENTO

Señor, dame confianza, Señor, lléname de fe. Dios de amor y poder, concédeme el deseo
de soporta todo por ti. Concédeme un corazón fuerte y valeroso. Dame una voluntad firme y
decidida. Libérame de mi egoísmo. Arranca el miedo que hay dentro de mí. Deseo estar
enteramente unido a ti; concédeme esta gracia. Permite que el Espíritu Santo descienda sobre mí,
y haz que yo lo reciba inmediatamente. Señor Jesús, permanece a mi lado y jamás me dejes.
Quédate cerca de mí, Señor, úngeme con tu Espíritu. Protégeme con tu Sangre. Fortaléceme con
tu amor. Dame aquella fe ardiente que remueve las montañas. Dame valor para entregar mi vida si

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es necesario. Sea lo que sea que me pidas, mi respuesta es sí. Dame fuerzas para siempre hacer la
voluntad del Padre. Hazme firme y firme seré. Señor, lléname de paz y nadie podrá vaciarme.
Señor, que mi corazón de tan lleno, jamás pueda vaciarse de tu amor.
A partir de ahora quiero mantener mis ojos fijos en ti, y en todo lo que hiciste por mí. Que
yo tenga disposición para sacrificarme por ti y por todos mis hermanos. Dame fuerzas para que el
sufrimiento nunca me lleve a la desesperación. Que yo sea fuerte en el sufrir. El Señor que tantos
milagros hizo a los demás, no murmuró contra los innumerables sufrimientos que padeció.
Concédeme la gracia de no protestar en medio de mis dolores. Al contrario, que yo no pierda la
oportunidad de ser un testimonio vivo de tu paciencia y compasión. Pero, sobre todo, Señor, que
mi corazón encuentre sosiego en la garantía de que nada puede sepárame de ti. Aumenta mi fe.
Hazme creer que tu auxilio vendrá por el poderoso nombre de Jesús.

EL DON DE LOS MILAGROS

El milagro camina junto a la fe de una manera muy estrecha. De manera que la fe llega a
ser ampliamente presentada como una condición exigida para que el milagro suceda. Lo mismo
ante situaciones claramente irreversibles, Jesús tiene sólo una exigencia: “No temas; sólo ten fe”
(Mc 5,36).
En Nazaret, no puede hacer milagros porque no había allí quien creyese. La incredulidad es
una oposición a la acción de Dios. Para ver la acción extraordinaria y gloriosa del Señor, es
necesario, un mínimo de apertura de corazón. Prueba de eso son las innumerables veces en que
Jesús repite: “Tu fe te ha curado”, e insistentemente: “Todo es posible para el que cree”. Se trata
de una confianza que es al mismo tiempo aceptación y certeza de que el Señor es misericordioso
con quien sufre y que, su amor, puede y vencerá todo mal. En resumen, fe es abrirse al poder de
Dios que está siempre a nuestro favor, aguardando sólo esa apertura para poder actuar. La fe
carismática tiene toda una fuerza particular. A través de ella aquel que cree es transformado y,
colmado de fuerza, se vuelve una potencia en las manos de Dios.
De todos los milagros realizados por Jesús, existen algunos que sólo son narrados por el
evangelista san Juan. Uno de esos milagros sucedió en Caná de Galilea, durante una boda. Juan
tuvo el cuidado de transmitir detalladamente este prodigio porque fue el primero realizado
públicamente por Jesús, y por tratarse de una señal del amor misericordioso de Dios. No todos los
que estudiaron o leyeron sobre este milagro de Caná lograron percibir que, además del poder de
Jesús, dos cosas fueron necesarias para hacerlo posible: confianza y obediencia. El milagro sucede
cuando alguien que cree obedece a Dios. Veamos cómo se realizó:
Jesús, sus discípulos y su madre fueron invitados a una boda. La fiesta había comenzado, la
alegría era grande y todos se distraían en conversaciones animadas, música, baile y claro, un buen
vino. Todo iba bien. La madre de Jesús estaba contenta y también festejaba, pero estaba atenta a
todo lo que pasaba. Tanto que fue la primera en percibir el problema y el escándalo inminentes: el
vino se había acabado, pero la fiesta aún no. Si las personas se deban cuenta sería una vergüenza,
los novios quedarían avergonzados, y la fiesta terminaría en ese momento de la peor manera
posible. Entonces, la madre de Jesús se acercó a su Hijo, en tono de súplica le dijo:
-Ellos ya no tienen vino. Jesús miró a su alrededor y comprendió muy bien la situación.
Boda sin vino era una boda sin fiesta.
Mientras pensaba qué hacer, los sirvientes se afligían con los pedidos que no paraban.
Ellos mismos ya no sabían qué disculpas dar a los convidados. La fiesta era grande, los
participantes muchos, era necesario vino para una gran cantidad de gente. Mientras observaba a
distancia a los novios que recibían los regalos, Jesús se compadecía. Pero, ¿qué podía hacer? Aún

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no era hora de manifestar su poder. Mucho menos frente a toda aquella gente. Quería ayudar
pero el momento era inoportuno. Y fue eso mismo que le dijo a su Madre:
-Mujer, aún no ha llegado mi hora.
María percibió que la situación era crucial para el matrimonio: ¿cómo podría abastecer a
todos aquellos convidados?
Los sirvientes estaban angustiados con mirada interrogativa, y esperaban alguna
orientación. ¿Debían llamar a los novios y decirles lo ocurrido? O ¿Debían evitar al máximo que se
dieran cuenta mientras hallaban una salida? Jesús, mientras tanto, seguía allí ante su Madre, con
semblante tranquilo y mirar sereno, sin afectarse con la amenaza de un final de fiesta
contraproducente. Lo que tenía que suceder sucedió: María decidió dar a los sirvientes la
instrucción más apropiada ante aquella situación que se hacía cada vez más insostenible.
Cuenta san Juan que ella se acercó a los empleados y con voz firme, confiada, les ordenó:
-Hagan todo como Jesús les dice.
En seguida, se retiró con la seguridad de quien sería atendida, abrió espacio para que su
Hijo pudiese actuar. El Maestro maravillado sonreía y meneaba la cabeza por la audacia de la
medre. Y para que los discípulos y los empleados comprendieran el poder que tiene la fe, Jesús se
levantó y se hizo un silencio solemne. Quería, con su actitud, que todos percibieran que su
presencia divina es la solución para todo matrimonio en peligro. Es como si dijera: “Solamente en
mí ustedes encontrarán el vino de la felicidad que mata la sed y da valor. Yo soy la verdadera
bebida que da alegría sin parar. Ustedes sólo necesitan venir a mí y presentarme sus problemas y
angustias, sus esfuerzos y los pocos recursos que tienen”. En seguida Jesús rompió aquel silencio
expectante:
-Llenen las tinajas de agua, ordenó a los empleados.
El evangelista menciona que los sirvientes llenaron las tinajas hasta arriba. Esto es, las
llenaron generosamente. Porque el milagro depende del encuentro entre la voluntad de quien
pide, con la voluntad de quien concede. Depende de aquello que presentamos ante Dios, no
importa si es poco o mucho, si es bueno o mezquino, importa que confiemos a Él todo lo que
tenemos y está a nuestro alcance realizar. Y depende también de Jesús que, aceptando aquello
que le entregamos, habrá de transformarlo con el poder de su Espíritu.
Al contrario de lo que muchos piensan, Dios siempre deja un espacio a fin de que el ser
humano coopere para que el milagro se realice. Fíjate bien lo que se dio en Caná, durante la boda:
hubo personas que confiaron y obedecieron la orden de Jesús, por más extraño que pareciese. Lo
que hizo la diferencia no fue lo que trajeron, sino que hayan presentado aquello de lo que
disponían. Más que el agua, importaba la apertura y colaboración de los que esperaban el milagro.
Otra cosa importante es la cuestión: ¿Por qué Jesús mandó llenar las tinajas que estaban
siendo usadas para el vino antes de que se acabara? Las tinajas de purificación eran grandes
tinajas de piedra, llenadas de agua para que los invitados pudieran lavarse según la costumbre de
la época. Eso nos hace pensar varias cosas: Que Dios tiene el poder de hacer surgir algo nuevo y
maravilloso cuando colocamos delante de Él los vasos de nuestras miserias. Que para obtener el
milagro necesitamos purificarnos de las cosas viejas que nos contaminan: “Habéis aprendido a
despojaros del hombre viejo de la vida pasada; de ese hombre corrompido por concupiscencias
engañosas” (Ef 4,22). Que Dios prefiere realizar sus maravillas valiéndose de aquel que se
reconoce pobre e impuro y se vale de los que se creen más importantes que otros en razón de su
función o del cargo que ocupan.
En resumen, Dios prefiere manifestar su fuerza en aquel que es más humilde.
Los sirvientes no preguntaron, no dudaron. Ellos obedecieron a Jesús. Creyeron en el
Señor y, tal como les había dicho la madre del Salvador, hicieron todo conforme Él les mandó. Y

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más que un milagro realizado, ellos mismos tomaron parte del milagro haciendo lo que Jesús les
indicaba. Jesús se acercó a las tinajas que estaban en las manos de los empleados.
Hizo que su autoridad y poder se manifestaran sobre ellas. Y después ordenó que las
llevaran al jefe de los sirvientes. Éste, probó el vino milagroso y lo distribuyó abundantemente a
todos, para que bebiesen a su voluntad. Al final, eran seiscientos litros de vino. Todos bebieron y
quedaron impresionados, pues el maestro de la sala dijo al novio, que era el mejor vino de aquella
noche.
Cuando Dios manifiesta sus maravillas, los beneficios de su gracia son tan abundantes, que
alcanzaran a todos de una vez. Se alegra la madre atendida, los novios preservados, el pueblo
saciado, pero más que todos, los más felices fueron aquellos que dieron testimonio del hecho.
Jesús no tomó el vino de la nada, sino precisamente de aquello que le trajeron, Él hizo los
milagros tomando en cuanta aquello que somos y tenemos, aunque sea algo sencillo y barato
como fue en este caso el agua. Pero para que sea posible el milagro, debemos comparecer delante
de Él trayendo las tinajas llenas al menos de nuestros deseos y de nuestra fe. Él puede hacer
mucho con lo poco que tenemos, desde que lo ponemos a disposición de Él. Cuando la fe del
hombre se encuentra con la voluntad de Dios, el cielo se abre para conceder cualquier milagro que
sea.
La fe del hombre es pequeñita, es como el grano de mostaza, es también como una
pequeña chispa, pero, todo gran incendio comienza también por una chispa. Ahí está el milagro.
Cuando los hombres unen fuerzas entre sí para hacer alguna cosa, lo que llega a suceder, es un
gran esfuerzo que, a veces alcanza lo que se pretende. Pero cuando el hombre y Dios unen
fuerzas, el nombre de eso se llama: milagro, y absolutamente todo se hace posible. Fue Jesús
quien transformó el agua en vino, pero no fue Él quien lo repartió a los invitados. Fueron los
sirvientes. Jesús les había dicho “llenen las tinajas con agua”, pero no les dijo “transformen el agua
en vino”. Les pidió que hicieran sólo lo que estaba a su alcance y le trajeron lo que ya estaba a la
mano para que Él realizará el prodigio.
El milagro del agua transformada en vino, fue hecho por Jesús, más no se debe olvidar que
sólo fue posible porque alguien, que creyó, intercedió pidiéndole esa gracia. Y también porque
hubo quien rápidamente obedeció. El milagro comenzó con una sencilla oración y personas
dispuestas a hacer lo que Dios mandase. Caná era un lugar pequeño de la época de Jesús,
actualmente no posee más que ocho mil habitantes, pero hoy también nos enseña que no importa
cuán poco sea lo que tenemos para ofrecer, si lo ponemos en las manos del Señor, Él transformará
nuestro poco y hará de él una bendición para nosotros y para muchos. Dios realiza sus milagros
con aquello que le ofrecemos el barro que Él irá a modelar, el miembro enfermo que Él va a curar,
el corazón que irá a conmover. Aunque sea poco, o aunque digamos “no tengo nada más que
agua”. “¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40).

CONVIVIENDO CON
MILAGROS

Después de un momento de oración, en Presidente Prudente, SP, una persona me


escribió:
Quisiera dar mi testimonio. Soy casada por segunda vez, quiero decir, vivo junto con mi
compañero, pues ambos fuimos casados por la Iglesia anteriormente. En nuestra comunidad
fuimos motivados a compartir nuestra experiencia de oración a los novios el año pasado; algunas
personas intentaron desanimarnos por no ser casados en la Iglesia, pero otros nos animaron a ir;
pues bien, fuimos. De mi primer matrimonio no tuve hijos, hice varios tratamientos para
embarazarme, y lo logré una vez, pero a las seis semanas de gestación tuve un aborto natural y

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después no pude más. Mi esposo ya tiene un hijo del primer matrimonio, y yo quería mucho un
hijo, pero no lo lograba; cada mes estaba esperanzada, pero cuando la menstruación llegaba yo
me ponía muy triste.
Bien, durante la experiencia en la cual tú predicabas, se hicieron oraciones para que
perdonáramos a las personas que nos hirieron, y yo tenías varias para perdonar; en determinado
momento, tú dijiste que no era necesario decir palabras científicas, sino que había una pareja ahí
que estaba pidiendo un hijo y su pedido había sido atendido. Las lágrimas rodaron de mis ojos y de
los ojos de mi esposo. Mi menstruación ya había comenzado, pero paró; pasó una semana,
comenzó de nuevo y paró de nuevo, y cuál fue mi sorpresa, Dios había atendido nuestras
oraciones, yo estaba embarazada. Mi niña tiene 44 días hoy, es linda y saludable. Yo agradezco
todo el cariño con el cual fuimos recibidos en ese encuentro, aun no siendo casados, todas sus
palabras y oraciones que transformaron nuestro modo de ver la vida. ¡Gracias por todo!
A veces, la persona recibe la gracia en un momento de intimidad a solas con Dios, orando
con la Biblia, escuchando una canción, leyendo un libro. En un pequeño sobre, recibí este
testimonio.
Yo soy aquella señora que le habló con respecto del rechazo de mis embarazos. Seguí sus
consejos, leí el libro El don de lágrimas y me perdoné. Amanecí abrazando a mis hijos y hoy ¡soy
muy feliz! Veo la vida con otros ojos. ¡Gracias, Jesús, por esta curación, después de veinte años de
angustia!
Otra gracia relacionada a este don del Espíritu, me dieron en testimonio de la siguiente
manera:
Muchas gracias por haber escrito el libro El don de lágrimas lo adoré porque me ayudó a
enfrentar los prejuicios. Tengo un hijo que tiene 23 años, pero por algún motivo, no sé cuál, él se
relacionó con marginados y acabó siendo preso, y condenado a seis años y seis meses. Cuando
recibí la noticia, pensé que no iba aguantar. Al otro día me intenté matar, pues el dolor era mucho.
Yo no soportaba aquella situación. Dije que nunca iría a visitarlo, pero me engañé.
Cuando alguien me presto su libro, lo leí todo de inmediato. ¡Ay! Amigo mía, tú no te
imaginas cómo este libro me resucitó. Yo fui a visitar a mi amado hijo, pues él me estaba
necesitando mucho. Viajé mucho, 830 Km, diez horas de carro, pero antes fui a Canción Nueva y
compré el libro para ir leyendo y fortaleciéndome. Que Dios lo bendiga mucho a usted y a su
familia, porque la familia es todo. ¡Gracias por haber escrito El don de lágrimas!
El milagro sucede siempre a partir de un momento de oración en donde hay encuentro
entre Dios y el hombre. Y, en la oración no sólo el Espíritu, sino también el cuerpo rezan. Ata el
alma se beneficia y se cura cuando nuestro cuerpo entra en oración, y lágrimas, cantos, aplausos,
baile y movimientos brotan para alabar a su Creador. Uno de los males del pecado, entre tantos
otros, es que causa una ruptura entre nuestro físico y nuestro espíritu. Por eso, muchas
sanaciones se realizan cuando el cuerpo y el alma hacen las paces y se unen nuevamente.
En el monte Tabor, el Espíritu Santo transfiguró no sólo el alma, sino también el cuerpo y
las vestiduras de Jesús, para darnos la seguridad de que nuestro cuerpo herido sería tomado por
una fuerza divina y enteramente transformado. Todo lo que el Espíritu Santo toca, Él lo llena de
vida y poder. Lo que necesitamos hacer para recibir este milagro es preparar nuestra alma y
nuestro cuerpo con todos los sentidos para recibir el Espíritu Santo y ser su morada. ¿Por qué el
derramamiento del Espíritu santo es el mayor milagro de Jesús? Porque él es la respuesta para
todo.
Cuando nos sumergimos en el Espíritu, en ese momento dejamos nuestras amarguras y
aflicciones y nos despedimos de toda frialdad afectiva, para comenzar a sufrir otra vez, para volver
a creer en la bondad e irradiar alegría por todos lados como hacen los niños jugando una mañana
de sol. De repente, brota en nosotros una felicidad y un amor por la vida inexplicables. Sacudimos

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lejos de nosotros las corrientes que en nuestras vidas habían estado amarradas a la tristeza, y
somos curados de terribles traumas de muerte.
Empezamos a hacer como los pajaritos, que, también antes de aparecer el sol, se ponen a
cantar alegres por la certeza del nuevo día. Los milagros de Jesús revelan mucho más que su
poder, ellos son la demostración viva de su misericordia. Jesús no sólo libera el alma de sus
prisiones espirituales, sino también el cuerpo de aquello que los deshonra y de todo lo que lo
envenena. Jesús tiene dolor también de nuestro físico, es por eso que lo libera de la esclavitud del
vicio y del pecado para que pueda descansar. Él sabe que, para estar saludable, todos nosotros
necesitamos en algún momento encontrar alivio de nuestras cargas, “Venid a mí todos los que
estáis fatigados y abrumados por la carga, y Yo os aliviaré” (Mt 11,28). Ante el dolor de los
indefensos, de los enfermos y de los débiles, Jesús es la respuesta de Dios actuando con
misericordia y compasión: “Y saliendo vio una numerosa muchedumbre, le dio lástima de ellos y
les curó a sus enfermos” (Mt 14,14). Él se conmueve ante los leprosos, los hombres ciegos, del
pueblo que no tenía que comer, de los que estaban perdidos e inseguros como ovejas sin pastor,
de la viuda de Naím cuyo hijo acababa de morir. En tres milagros contados por Mateo, el
evangelista destaca que Jesús curó rápidamente después de escuchar la oración: “Porque lo que
quiero es amor constante y no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os 6,6).

DIOS SIEMPRE CUENTA


CON NOSOTROS

El mayor regalo que podemos recibir del Señor es el Espíritu que nos justifica y santifica.
Pero también son gracia de Dios los dones que el Espíritu santo nos concede para hacernos
participar de su obra, para hacernos capaces de colaborar con la salvación de los demás y con el
crecimiento de los hermanos en la fe. Los carismas son gracias especiales y significan favor, don
gratuito, beneficio concedido por el Señor. Don de los milagros corresponde a un carisma
extraordinario, dado por Dios con el fin de santificar y hacer el bien a todo aquel que cree. Él está
al servicio del amor que fortalece, cura y salva al hombre. Muchos quieren extraer de los milagros
prueba científica de los sobrenatural, pero, en este sentido, lo sobrenatural no se puede probar.
Lo que es sobrenatural rebasa nuestra comprensión y sólo puede ser experimentado y
vivido por medio de la fe. Ejemplo de eso es que nadie puede deducir que ya se ganó el cielo sólo
porque tuvo una impresión o un sentimiento de que su salvación eterna no corre más riesgos. El
hecho de que la persona haya hecho alguna buena obra no le da la garantía de que está en la
gracia y que jamás se desviará. El hombre sólo puede tener esta certeza por la fe que, siendo fruto
del amor de Dios actuando en nosotros, nos lleva a ser siempre más. El Espíritu Santo es quien
infunde en nuestros corazones esa convicción. Él es la misma acción poderosa de Dios en el
mundo, que hace posible que seamos tocados por Jesús ahora. “Dios, por medio de su Espíritu
continúa todavía hoy extendiendo su mano para que se realicen curaciones, milagros y prodigios
en nombre de su santo Hijo Jesús” (Hch 4,30).
Hizo eso en el pasado y continúa operando de manera maravillosa en nuestros días.
Sabemos de eso porque, san Pablo cita un don especial del Espíritu Santo, capaz de hacer obras
poderosas, don que consiste en: “señales prodigiosas, y varias clases de milagros del Espíritu Santo
conforme a su voluntad” (Heb 2,4). Pero no sólo la Biblia habla de esas maravillas realizadas por el
Señor. En sus relatos históricos, el famoso escritor Flavio Josefo hace referencia. Está también el
Talmud babilónico, que reconoce los milagros de Cristo a pesar de no aceptar, según este libro,
que no es cristiano, que Jesús realizó curaciones. “Ese no echa fuera los demonios, sino por
autoridad de Beelzebub, el jefe de los demonios” (Mt 12,24).

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El milagro es siempre una señal de alguien mucho mayor que actúa por atrás de él. Él
apunta hacia la presencia de Dios. Pero para percibirla es necesaria la fe, pues el milagro nada
revela por sí mismo. Gran ejemplo de eso es cuando sucede una curación milagrosa en un
momento de oración: la persona sanada dice: “Fue Dios quien me curó”, y el de otra religión dice:
“debe haber sido el diablo”, el ateo dice: “pueden ser fuerzas naturales guardadas en la mente de
la persona”, y el despreocupado declara “¡fue suerte!”

¿TÚ CREES DE VERDAD


EN MILAGROS?

Si alguien quisiera saber cuál es la importancia de las sanaciones y de los milagros para el
cristiano, basta leer los Hechos de los Apóstoles. Las gracias extraordinarias que sucedieron con
Jesús en vida continuaron sucediendo después de su muerte y resurrección, la diferencia es que
los discípulos percibieron con mayor claridad que era por el Espíritu Santo que todo se hacía. Era
algo tan evidente que llevó a san Pablo a decir que todo aquello que realizaba era en virtud de la
gracia que le fuera dada por Dios; y lo hacía no sólo por la palabra, sino también “No me tomaré la
libertad de hablaros nada, sino de lo que Cristo ha hecho por medio de mí así de palabra como de
obra, para conversión de los gentiles, con poder de milagros y prodigios, con poder del Espíritu
Santo” (Rm 15, 18-19).
Las curaciones y conversiones, el crecimiento de la Iglesia no podían ser simples obras
humanas. Pablo sabía distinguir muy bien lo que era resultado de su inteligencia y esfuerzo “no
con discursos elocuentes y filosóficos sino con la demostración del Espíritu y del poder” (1Cor,
2,4).
Lo que hoy la Renovación Carismática Católica atestigua es que ese poder de Dios, tantas
veces especulado, es por muchos considerado cosa del pasado, ella lo experimenta en nuestros
días. En el libro Él es el Señor y da la vida, el cardenal Yves Congar afirma que “Si recordamos cómo
el proceso de Jesús continúa en la historia, el Espíritu Santo en la Renovación, conforta
poderosamente a los discípulos de Jesús convenciéndolos de que el tirano de este mundo ya está
condenado” (Jn 16,8-11).
Ellos son los discípulos de Jesucristo, del Señor Jesús y no solamente de “Jesús de Nazaret”
que apenas los cristianos politizados y secularizados citan. Mejor aún en un tiempo que el
iluminismo del siglo XVIII y la exoneración bultimanniana eliminaran al cristianismo de los milagros
físicos y de las intervenciones del poder de Dios en la trama humana de la vida, la Renovación
afirma experimentar tal poder y reconocer intervenciones sensibles de Dios en la trama humana
de la vida: “¡Él está vivo!”
En un congreso de Renovación Carismática Católica de Colatina, ES, participamos de
momentos intensos de oración y profunda intimidad con Dios. Muchos frutos surgieron de este
día de alabanza y adoración, incluso el siguiente testimonio:
Quiero dar testimonio de muchas gracias recibidas un domingo durante la predicación
sobre la Eucaristía. Usted nos hablaba también de la fuerza que la Palabra de Dios tiene. Y
después, durante la oración, hubo un momento de súplica a Dios por todos los que estábamos ahí.
Una señora, conocida nuestra, pidió para que Jesús fuera a visitar a su hija que desde hacía un mes
estaba dentro de un cuarto oscuro. Querido amigo, cuando esa señora volvió para su casa, ésta
estaba abierta, su hija se había levantado y le dijo: “Madre, Jesús estuvo aquí y me dijo que me
levantara”. Escribo estas líneas con lágrimas en los ojos y el corazón repleto de alegría.
En la Iglesia Católica, siempre hubo hombres temerosos de Dios que fueron canales de
sanaciones. También se constatan mejorías evidentes, después de que los enfermos recibieron la
unción de enfermos. Pero queda todavía una idea de que esas sanaciones fueron resultado de la

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intercesión de los santos del cielo, principalmente de María Santísima. Con la Renovación
Carismática Católica, las sanaciones volvieron a dar su fruto por la fe y la oración de las personas
aquí en la tierra, de esas personas que forman parte de la Iglesia, que lucha en este mundo
nuestro. Y todo eso sucede en un clima de humildad, procurando evitar cualquier sensacionalismo
que podría fácilmente impresionar y poner a la Iglesia en evidencia.
El clima de oración donde el Espíritu Santo derrama maravillosamente sus gracias es
siempre el mismo: entrega y fe incondicional en Jesús que está vivo y cuyo Espíritu actúa con
poder; oración fraterna en común, pues quien está pleno en Dios no actúa sólo, a no ser una
excepción; imposición de las manos que, acompañando la oración en la fe, es un gesto bíblico
ordenado por Jesús e indica la acción poderosa del Espíritu Santo que está siendo invocado, y por
fin, un profundo agradecimiento a Dios, también antes de percibir una mejoría aparente. Se trata
de sumergir la cabeza en una experiencia de fe y de oración, y abandonarse en amistad con el Dios
vivo que transforma en la manera en que peleamos con nosotros mismos, incluso con nuestro
cuerpo. Si el Espíritu Santo produce curaciones físicas, producirá todavía más curaciones
espirituales e interiores.
Alguien me contó:
Por varios años alimenté remordimientos y rencores que sólo me hicieron sufrir macho,
por varios años viví en un submundo. Dios, a pesar de todo, nunca me abandonó, me bendijo con
salud, dos lindas hijas, me formé, pasé un concurso y tengo hoy condiciones para mantenerme.
Conocí a Canción Nueva hace más o menos dos meses, por la TV, y desde ese día rezo y tengo fe
en Dios y en Jesús. Las palabras de Jesús en el Sonriendo para la Vida me hicieron volver a sonreír
de nuevo. Hoy se cumplen diecisiete días que dejé de drogarme, tengo la certeza absoluta de que
Jesús está conmigo y me bendice, pues estoy mucho más tranquila y feliz.
Estoy también más fuerte, pues en mi antigua vida cualquier cosa me derrumbaba, sufría
mucho. También sé que el maligno ha intentado derribarme, muchas veces no se ni qué pensar, ni
qué hacer, en ese momento sé que tengo que rezar. Todavía lloro mucho. Aún no supero algunos
traumas. Todavía no consigo recuperar algunas cosas que perdí, mas ahora tengo un camino a
seguir, el camino del amor, el camino de Dios. Estoy siguiendo este camino, sé que en el tiempo de
Dios todo sucede y sucederá como Él quiere. Estoy caminando. Agradezco a Dios por ¡Canción
Nueva!
La sanación espiritual viene cuando nosotros arrancamos aquello que es ilusorio,
engañoso y falso, Dios nos muestra la verdad y nos hace vivir en ella. La sanación interior es una
curación del alma, de la mente, del corazón de la persona, es un soplo de vida que trae equilibrio y
salud a nuestra inteligencia, voluntad, recursos a nuestra sensibilidad afectiva. Puede ser que en
nuestro interior existan puntos embarazosos y bloqueos que tienen origen espiritual. La liberación
tiene que suceder. Sobre todo, Dios acostumbra liberar no de una sola vez, por una intervención
fulminante, provocando un choque emocional en la persona que Él toca, y sí por medio de una
oración confiada en la voluntad de Dios; una oración generosa, fraterna, humilde y perseverante;
una oración que no desprecia los sacramentos ni la búsqueda constante de conversión.
También en el milagro, el Espíritu Santo siempre actúa uniéndose a nosotros y jamás nos
perjudica. El ambiente alegre, acogedor, amigo que nos lleva a alabar a Dios y dejando de lado los
disgustos y desacuerdos, la libertad y la fuerza del Espíritu Santo invocado en la oración, deben
ayudar a la persona a liberarse y ser feliz.
Una espiritualidad que hace a la persona estar triste, cerrarse en sí misma y dejar de
crecer no puede venir de Dios. El don de los milagros tiene una relación muy estrecha con el don
de sanación, se limita a los problemas de salud del hombre, el don de los milagros se extiende
también a las leyes de la naturaleza y a situaciones más allá del ser humano. Basta recordar la

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multiplicación de los panes, el agua transformada en vino, Jesús caminando sobre las aguas, la
tempestad calmada, la transfiguración, etcétera.
El hecho es que en medio de la oración suceden muchas sanaciones milagrosas,
impresionantes y casi increíbles si no fuera por los testimonios. Aunque también es necesario
siempre discernir lo que es verdadero y lo que es falso, “Mi Padre ha estado obrando hasta aquí, y
Yo también sigo obrando” (Jn 5,17). Creemos con todo el corazón en el Espíritu Santo, en su poder
de dar la vida, en el poder de la fe y de la oración, especialmente aquella oración hecha
fervorosamente por hermanos que se aman. Es maravilloso que en este mundo moderno, tan
orgulloso de sus avances científicos y capacidades terapéuticas, el Espíritu Santo quiera que los
cristianos retomen ese modo afectuoso y antiguo de llevar a la sanación. El misterio de Dios es
algo muy próximo a nosotros, pero que escapa a la atención de los ojos de la sociedad: este
mundo ignora o desprecia los dones de Espíritu Santo y nada espera de ellos, ni siquiera toma
conocimiento de su existencia. Por desgracia, muchos cristianos poco conocen de esa realidad, y
no es raro que se sientan incómodos cuando alguien les pregunta al respecto. No saben qué
responder, porque tal vez nunca se han preguntado: ¿Qué es un milagro? Antes que cualquiera
otra cosa, el milagro es una manifestación del poder extraordinario del Espíritu Santo, y no algo
son importancia que podemos según nuestra preferencia aceptar o rechazar. Es algo que interpela
nuestras convicciones y desafía: “todo aquel que viva y en mí crea, no morirá para siempre” (Jn
11,23).
Un milagro siempre es algo que supera la inteligencia del ser humano. Aquello que no
tiene explicación racional. Eso no quiere decir que el milagro vaya contra la naturaleza o contra las
leyes de la naturaleza, sino simplemente que la rebasa. La Palabra de Dios nos muestra que los
prodigios del Espíritu Santo tienen siempre el objetivo de reforzar la fe. Santo Tomás nos enseña
que el milagro es algo que se sitúa más allá de la naturaleza. Forma parte del universo
sobrenatural y brota del poder de Dios que está por encima de todas las leyes y de toda la
creación. ¿Por qué Dios hace milagros? Santo Tomás explica que es siempre para revelar que hay
una realidad sobrenatural. Los milagros son señales de aquello que no podemos ver y solamente
Dios puede realizar.
Tener fe no es aceptar como sobrenatural todo lo que los demás dicen que es milagroso,
sino ser abiertos de corazón para admitir que el milagro existe y puede suceder también en
nosotros o en alguien que conocemos. La Sagrada Escritura es rica en criterios y enseñanzas para
ayudarnos a distinguir la verdadera acción de Dios de aquello que se quiere parecer a ella. Tú
puedes saber más sobre eso en el libro: Don de discernimiento de espíritus, que forma parte de
esta misma colección.
De cualquier manera, el profeta Isaías revela que forma parte de los planes de Dios hasta
en esa situación embarazosa que se genera cada vez que el Señor realiza un prodigio: “Dice el
Señor: ya que este pueblo con la boca nomás se me acerca, sólo con los labios me honra y, a la
vez, tiene lejos de Mí su corazón, y que el culto que me rinde son puros preceptos humanos,
seguiré valiéndome de portentos, con este pueblo de extraños prodigios. A nada se reducirá la
sabiduría de sus sabios, embotada quedará la mente de sus maestros” (Is 29,13-14). Por los tanto,
el milagro también sirve para humillar la inteligencia de los arrogantes y sacudir la espiritualidad
vacía de los acomodados. Él impide al hombre acostumbrarse a las cosas espirituales y
transformar aquello que es Sagrado en algo tosco, banal, vacío.
Cuando el ser humano es confrontado con un prodigio del Espíritu, es como si llevase un
choque, es como si despertase para comprender que existe algo más allá de aquello que sus ojos
son incapaces de ver. Una sanación, una liberación, una grande gracia alcanzada ayudándonos a
comprender que nuestra existencia y cada día vivido sobre la tierra es un milagro también, aunque
frecuentemente nos olvidamos de eso. Tan ocupados estamos en nuestras trivialidades. Cuando

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inexplicablemente una persona de una enfermedad incurable, cuando escapa milagrosamente de
una tragedia o cuando consigue algo que antes era considerado imposible, los inteligentes y
escépticos entran en crisis, pero es una crisis que hace bien, porque lleva a comprender que no
todo puede ser explicado por nuestra razón.
Por lo tanto, el milagro desestructura tanto la frialdad espiritual como la arrogancia de los
intelectuales. Él no es “la expresión grotesca de una espiritualidad medieval”, como dicen algunos,
ni el producto de creencias folklóricas. Al contrario, él como que extrae en medio a la dureza de
nuestro corazón, para hacer surgir las semillas de una religiosidad más pura, más auténtica y, por
lo tanto, de mayor cualidad.
El don de los milagros no es mayor a los carismas, pero, sin duda su valor es
incuestionable. Él no para en sí mismo, sino que apunta hacia Dios. No fue hecho para llenar de
fama a la persona que los posee, ni para que sea vista como alguien de poderes extraordinarios. Él
es un incentivo para que se crea más y al mismo tiempo es una recompensa por haber creído. Él es
una especie de anuncio, una señal, de que el tiempo anunciado por los profetas llegó, y Dios
mismo ya está reinando sobre nosotros con amor y justicia.
La sanación de hombres heridos, enfermos, abandonados muestra que Dios se acercó a
nosotros. Alguien podría preguntar: “pero ¿qué tiene que decir sobre las exageraciones?” En
primer lugar, que donde haya gente siempre habrá exageraciones. En todos los ambientes,
actividades, ocupando cargos y ejerciendo funciones, basta observar con atención para encontrar
personas que exageran y llegan hasta ser extremistas. Así como no se puede despreciar la
medicina por causa del desequilibrio de un médico, o condenar el Derecho por el error de un
abogado, tampoco se puede desmerecer el don de los milagros por causa de la exageración de
algunas personas.
Ante las obras que realizaba, Jesús llegó a entristecerse con dos tipos de actitud. Primera,
de aquellos que sólo corren atrás de prodigios y de cosas extraordinarias, apenas y se preocupan
en resolver el problema del momento: recibir una curación, alcanzar una meta, liberarse de un
dolor, salvar la vida de una persona querida. Muchas veces, son personas que llegan a abandonar
la fe, y solamente vuelven cuando necesitan otro prodigio. A ellas el Señor continúa diciéndoles
con tristeza: “Si no veis milagros y prodigios no creéis” (Jn 4,48). Al otro extremo están los que no
aceptan ni creen de manera alguna en ese don. Hablan de él con desdén como si fuera algo muy
lejano e innecesario, sin percibir que así desprecian al mismo Dios hacedor de milagros “Cuando
salieron los fariseos, conspiraron con los partidarios de Herodes contra Jesús para hacerlo
perecer” (Mc 3,5).
El milagro es siempre una bendición cuando la persona lo recibe de las manos de Dios con
un corazón agradecido, cuando ve en Él una demostración de amor, y se siente entusiasmada para
creer todavía más. Por eso, pierde todo sentido cuando la persona se queda sólo en lo sensacional.

NECESITAMOS SANACIONES
SEÑALES Y PRODIGIOS
EN NUESTROS DÍAS

Las señales y prodigios que sucedieron al inicio de la Iglesia continúan siendo tan
necesarios hoy como en aquella época. Los desafíos para la evangelización en nada disminuyeron
con el pasar de los siglos. Existen en el mundo millones de personas que nunca han escuchado
siquiera que existe un hombre llamado Jesús, mucho menos que Él es el Salvador enviado por
Dios. ¿Cómo convencer a aquellos que no creen que el Creador se hizo hombre, y que su Espíritu
continúa actuando entre nosotros para salvarnos? La única demostración que puede persuadirlos
de que ésta es la fe verdadera y llevarlos a la conversión es la manifestación del Espíritu Santo, que

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realiza milagros y señales extraordinarios. Una vez que estas señales impresionan sobre todo a
quien los ve, el Señor jamás dejó de realizarlos, de manera que suceden también hoy. La cuestión
es que para reconocerlos se necesita tener, aunque no sea fe, al menos apertura de corazón para
creer.
Según algunos testimonios sobre el Espíritu Santo, que opera maravillas en nuestros días
como lo hacía hace dos mil años: En un Retiro espiritual en Canción Nueva, en Cascada Paulista,
SP, aproximadamente 120 mil personas se reunieron para pedir liberación y sanación. Las
oraciones eran conducidas por un Padre Exorcista llamado Rufus. Un hombre que estaba mudo
hacía dos años, después de haber recibido la imposición de las manos durante un momento de
intercesión, experimentó algunas mejorías significativas y empezó a balbucear algunos sonidos.
Cuando lo llamaron al micrófono para pronunciar delante de la multitud algunas sílabas como
testimonio de su mejoría, fue completamente sanado, ahí al frente de todos. Su esposa lloraba
cuando él mismo narraba la manera maravillosa de cómo Dios lo había liberado y curado.
En la ciudad de Curitiba, una mujer estaba imposibilitada de tener hijos por causa de una
enfermedad rara. Volvió un año después con una hijita en los brazos, para relatar que se había
embarazado a pesar de todos los pronósticos contrarios de sus médicos.
En Goiania, en la Parroquia Sagrada Familia, una niña de pecho encuentra la curación de
un riñón paralizado e irrecuperable durante la oración carismática. Cuentan los padres que el
médico boquiabierto, preguntaba en tono animado:
-¿Qué rezo hicieron ustedes? Eso sería imposible, pero su hija está curada. El riñón está
funcionando normalmente.
-Doctor, ¿Usted cree en los milagros? Le preguntó la madre de la niña.
-¡Cómo no creer si estoy viendo uno! –Le respondió el médico.
Ante tal declaración, el padre, que todo lo escuchaba, abandonó de inmediato su credo en
la reencarnación para poner su fe en Jesús vivo y resucitado, que continúa socorriendo a los a los
que buscan su auxilio.
Por todas pares, donde las personas se reúnen con fe en la oración, verdaderas maravillas
suceden: sanaciones, liberaciones, familias que son reestablecidas, la existencia recobra el sentido
y muchos, muchos de verdad, dan testimonio de cómo recuperaron la fuerza y el gusto por la vida.
Si el hecho de leer estos testimonios ya nos causa alegría y llena de esperanza, imagina entonces,
cómo fue para aquellos que recibieron estas gracias y también para los que estaban presentes y
fueron testimonios oculares de semejante bien. Jesús realizó sus milagros curando a enfermos,
efectuando exorcismos, convirtiendo los corazones de los que se habían apartado de Dios,
salvando a los discípulos en el lago, y ejerciendo obras de generosidad. Él se manifestó para
destruir las obras del diablo, y se alegró porque las fuerzas del mal son vencidas, y el sufrimiento
que masacra al ser humano es derrotado. Jesús es aquel que devuelve la esperanza donde ésta, no
existía más.

¿QUÉ HACER PARA EXPERIMENTAR


TAMBIEN NOSOTROS EL MILAGRO?

Vamos ahora a lo que más nos interesa en este libro. Legó el momento que ansiosamente
esperábamos. ¿Qué hacer para experimentar también nosotros la fuerza del poder
transformador? Es el momento de abrir el corazón a la posibilidad de que algo nuevo y formidable
suceda no sólo en la vida de los otros, sino también en la nuestra. ¿Qué deseamos que Dios haga
en nuestra vida? ¿Qué esperamos recibir de sus manos? ¿El carisma de hacer milagros? Eso no
depende de nosotros. Queremos, antes de cualquier otra cosa, tener la experiencia de ser

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protegidos por la fuerza superior que Jesús nos prometió “Hasta que recibáis una fuerza de lo
alto” (Lc 24,49).
El poder del Espíritu Santo va mucho más allá de manifestar señales y obrar prodigios.
Cuando el Señor concede a alguien la gracia de sufrir, dice san Juan Crisóstomo, hace un bien
mayor del que se le concede el poder de resucitar a los muertos. Esto porque el hombre que hace
milagros se vuelve deudor de Dios, pero en el sufrimiento Dios se vuelve deudor del hombre. Los
milagros son como aquellos crujidos que el fuego causa en la madera, haciendo explotar centenas
de pequeñas chispas. Antes de las chispas el fuego ya ardía ahí, y después de ellas todavía
continúa quemándose.
El fuego del Espíritu ya arde en la leña de nuestra vida. Una cada vez, conforme la
necesidad, él se manifestará de una manera más vibrante y extraordinaria, para que enseguida
simplemente continúe ardiendo, calentando e iluminando todo nuestro ser. Los hombres y
mujeres de hoy tienen necesidad de personas colmadas del Espíritu Santo, que lleven consigo la
autenticidad, la fuerza y la firmeza que resplandecían de las palabras y de las obras de Jesús.
Admirados, preguntaban entre sí: ¿Quién es este hombre? ¿De dónde le viene ese poder? ¿Qué
obras son esas? Cuando Jesús hablaba, o tocaba a una persona, algo bueno siempre sucedía: los
enfermos sanaban, la depresión era vencida, el poder del mal era destruido y el diablo expulsado.
Eso porque Él nada hacía sin el poder de Dios. Sus palabras estaban cargadas de salvación. Es eso
lo que necesitamos para actuar en nuestra familia, trabajo y comunidad: unción, fuerza y eficacia
sobrenaturales.
Nada mejor que el día a día al lado de las personas más cercanas a nosotros para revelar
nuestras debilidades y limitaciones. Sin embargo fue a nosotros, pecadores y necesitados, que el
Señor prometió revestir con su poder: “Pero recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo baje
sobre vosotros” (Hch 1,8). Si esa fuerza nos falta es porque no quisimos contar con ella. La
elección está en nuestras manos. Podemos optar por buscar amparo en nosotros mismos o en
alguien semejante a nosotros, sabiendo que somos imperfectos y limitados. O podemos llegar a
Dios por la fe y abastecernos de su poder que nunca falla y jamás se agota. Además, cuanto más
usemos, más tendremos a nuestra disposición. Después de hecho el descubrimiento, Zacarías el
profeta, declaraba que no es por la fuerza del brazo, ni con un poder humano que se pueden
deshacer las estructuras del mal, ni vencer los problemas que se amontonan, sino por el Espíritu
del Señor” (Zac 4,6).
Moveremos cielo y tierra si aprendemos en todo lo que vamos a hacer y actuar por el
poder que viene de Dios, y no sólo por nuestras propias fuerzas. Así, nuestras palabras, gestos y
actitudes mostrarán que Jesús vive y actúa en nosotros: “Ya no vivo; es Cristo el que vive en mí”
(Gál 2,20). La única cosa que podemos hacer para ser alcanzados por esta gracia, es lo mismo que
hizo aquella mujer con la hemorragia (Mt 9,20). Es acercarnos humildemente a Jesús y, aún
sintiéndonos indignos, tocarlo.
La mujer con hemorragia, débil y enferma, extendió su mano y, al tocar el vestido de Jesús,
recibió de Él un choque que cauterizó su herida y ascendió su fe. Jesús dice que ella fue curada
porque entró en ella una fuerza que salió de Él. Toda fuerza que sale siempre de Jesús es el
Espíritu Santo. ¿Cuándo entra el Espíritu Santo en una persona? Cuando esa persona reconoce que
sólo Jesús puede ayudarla, entre a Él su voluntad y consiente en obedecerlo. El milagro acontece
cuando la voluntad de quien reza se pone de acuerdo con la voluntad de Dios. Existe una manera
espiritual de tocar a Jesús para recibir su poder, manera ésta mucho muy superior que tocarle la
mano. Cristo toca a quien tiene fe. Recibe al Espíritu Santo y lo recibirá quien crea en Él, quien se
rinde a Él, confiándose sin reservas a la ternura de su amor. La mano que Dios extiende para
tocarnos es el Espíritu Santo, la mano que nosotros extendemos para tocar a Jesús es la fe.

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En este libro, el Espíritu Santos nos hace avanzar por camino de renovación interior,
esperanza y fe. Para ir más allá y alcanzar nuestro objetivo, debemos dejar que el Espíritu Santo
nos conduzca e intentar una vez más donde ya habíamos desistido. Debemos creer que algo va a
cambiar en nuestra vida de hoy en adelante, y que no es verdad que las cosas continuarán en las
mismas porque tienen sentido todos esos años hasta ahora. Creer y confiar desde ahora, repito,
desde ahora, será diferente, lo mismo aunque tú ya hayas creído mil veces y te hayas engañado en
todas ellas.
Puede ser que algún tiempo atrás tu ya hayas creído e intentado cambiar algo en tu vida y,
en la medida que insistías, también tus fuerzas se iban extinguiendo sin que nada aconteciera en
tu favor. Pero, cree: si a pesar de todo tú te mantienes firme, tocarás el corazón de Jesús, que
correrá en tu auxilio. Cuando Dios ve que una persona continúa luchando, aunque todos ya lo
hayan desengañado, Él hace que su gracia sea de hecho una fuerza increíble. Aunque parezca no
tener efecto alguno, ningún momento en que tú confíes en Dios es despreciado o inútil –siempre
que hayas confiado con sinceridad. Dios ha visto tu fe y acompañado tu lucha. En una hora de
esas, Él intervendrá y hará ver todas las veces que tú confiaste, creíste y te levantaste de tus caídas
como si nadie pudiese convencerte de desistir “Si perseveramos, reinaremos con Él” (2Tim 2,12).
Necesitamos creer que no existe montaña tan grande, enfermedad tan grave, problema
tan difícil que no puedan ser arrancados y tirados en el mar cuando Dios así lo quiera. El mismo
Jesús que camino sobre las aguas, multiplicó lo que era poco, aniquiló los estragos de la
enfermedad, hizo a la muerte volverse atrás y después la venció de una vez para siempre, puede
librarnos de cualquier cosa, arrancarnos de cualquier prisión espiritual y de la muerte, puede
devolvernos la vida perdida y curar las relaciones debilitadas. Puede decirnos como a aquel
leproso, y de verdad todavía dice: “Si, quiero, que se te quite esa lepra’. Yo quiero que seas
purificado de tus enfermedades incurables y de la enfermedad de tu pecado. Yo quiero tu
felicidad. Quiero tu salvación. Yo pagué alto para obtenerla. Tu cuenta ya está pagada. Sólo te falta
tomar posesión de la fe. Poséela, disfruta. Haz valer lo que conquisté para ti” (Lc 5,13).

ORANDO POR UN MILAGRO


Dios amado, el Señor que realizó grandes milagros y con bondad sana extraordinariamente
a tantas personas enfermas, mira con amor a este nuestro hermano, que necesita urgentemente
de tu auxilio.
Permite, Señor, presentarte a este hijo tuyo, como en el pasado eran presentados aquellos
que, llenos de sufrimientos y necesidades, recurrían a Jesús en busca de auxilio.
Toca Señor, a este hijo que hace tanto tiempo está siendo puesto a prueba por la
enfermedad, por las dudas, los desacuerdos familiares, por las persecuciones y no aguanta más el
cansancio y el disgusto.
Pon tu mano, Señor, Dios nuestro, sobre este hombre a quien el Señor tanto ama y que hoy
se encuentra impotente, sin condiciones de seguir con su vida normal, a causa de las tribulaciones
que lo alcanzaron.
Con tu Espíritu Santo, toca, Señor, a esta persona que fue obligada a abrir la manos de sus
responsabilidades familiares y profesionales por causa de su estado de salud y de los problemas
que se acumularon.
Señor. Pon tu mano en aquellos que sufren en el cuerpo o en la mente por una
preocupación, problema o enfermedad que los entristece.
Levanta a este tu siervo de toda depresión restáuralo en su salud desgastada y levanta su
ánimo abatido.
Te pedimos, Señor, concede un milagro a este hijo sin esperanza de curación, a este
hombre que no encuentra más una salida del laberinto que su vida se volvió.

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Socórrelo pues él siente escapar sus fuerzas.
Mira a este hijo que el Señor tanto ama y que suplica tu auxilio. Concédele un milagro que
transforme el estado en que se encuentra.
Reza al Padre en nombre de Jesús:
Señor, Padre mío, muchas gracias, porque mis problemas y aflicciones nunca son mayores
que tu amparo.
Gracias por que mis pecados y debilidades no pueden superar la misericordia y el poder de
Jesús, mi Salvador.
No me voy a desanimar. No voy a perder la fe. No tengo por qué desistir cuando tengo un
Dios que me socorre y me salva.
Yo te agradezco mi Dios, porque, en medio de mis luchas, el Señor jamás me olvida.
Con ojos de padre me acompaña. El Señor sabe todas las lágrimas que derramé.
Conoce todos mis lamentos, y en su corazón lleno de amor ya planeó cómo me va a liberar
y a concederme este milagro.
Gracias, Dios mío, pues si hay alguna cosa que el Señor no puede hacer es dejar de
amarme.
El Señor jamás deja de cumplir las promesas que Jesús me hace en su Palabra.
El Señor me hará Salir a flote.
Sé que estoy en tus manos y tu brazo fuerte me levantará de las profundidades, porque el
Señor quiere mi bien, me ama y no me abandonará.
Mi Dios, yo pertenezco al Señor, ahora y para siempre. Amén.

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ÍNDICE

Fe y milagros……………………………………………………………………………………………………………………………… 3
El don de la fe……………………………………………………………………………………………………………………………. 4
Cuando la fe transforma la vida………………………………………………………………………………………………… 5
Hágase conforme a tu fe…………………………………………………………………………………………………………… 8
Yo protejo a mi familia. Yo rezo por ella……………………………………………………………………………………. 13
Decidido, seguro y confiado hasta el fin……………………………………………………………………………………. 14
Situaciones especiales exigen una confianza especial……………………………………………………………… 16
Cómo obtener la fe……………………………………………………………………………………………………………………. 16
Oración para pedir fe………………………………………………………………………………………………………………… 17
Qué significa vivir por la fe………………………………………………………………………………………………………… 18
La fe es un arma………………………………………………………………………………………………………………………… 20
Con Dios todo es posible…………………………………………………………………………………………………………… 22
Dios no manda cosas imposibles………………………………………………………………………………………………. 23
Irrumpo con tu ayuda en batallones enemigos; auxiliado por mi Dios salto la muralla……………. 24
Nuestro Dios puede resolver cualquier cosa……………………………………………………………………………. 24
Una fe carismática…………………………………………………………………………………………………………………….. 27
La curación por la fe………………………………………………………………………………………………………………….. 28
Dios no sólo puede, Él hace……………………………………………………………………………………………………….. 28
La fe no permite que las cosas continúen en las mismas………………………………………………………….. 29
El poder que tiene la fe……………………………………………………………………………………………………………… 29
Intercesión breve y fervorosa……………………………………………………………………………………………………. 31
Una fe que espera todo y consigue todo…………………………………………………………………………………… 32
La fe de los girasoles………………………………………………………………………………………………………………….. 33
Para tener más fe……………………………………………………………………………………………………………………….. 33
Oración para obtener la victoria en el sufrimiento…………………………………………………………………….. 34
El don de los milagros…………………………………………………………………………………………………………………. 35
Conviviendo con milagros…………………………………………………………………………………………………………… 37
Dios siempre cuenta con nosotros…………………………………………………………………………………………….. 39
¿Tú crees de verdad en milagros?........................................................................................... 40
Necesitamos sanaciones, señales y prodigios en nuestros días…………………………………………………. 43
¿Qué hacer para experimentar también nosotros el milagro?.................................................. 44
Orando por un milagro……………………………………………………………………………………………………………… 46

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