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Coetzee y Bloom.

Dos formas de abordar el canon literario.

canon.
(Del latín canon, y éste del griego kanón).
1. m. Regla o precepto.
2. m. Catálogo o lista.
3. m. Modelo de características perfectas.
4. m. Catálogo de los libros tenidos por la Iglesia católica u otra confesión
religiosa como auténticamente sagrados.

Introducción

Una de las preguntas más habituales que se le hace a cualquier escritor que concede una
entrevista es aquélla que le pone en la tesitura de escoger sus lecturas favoritas, aquellos
títulos que, llegado el caso, optaría por llevarse a una isla desierta. Las revistas y
suplementos culturales también nos ofrecen listados periódicos con las mejores obras de
una determinada época o autor. Tales propuestas tienen mucho de juego literario, pero
esconden una realidad innegable que ha dado y seguirá dando a los especialistas tema
para disquisiciones interminables: El caudal de textos literarios a nuestra disposición es
ingente, mientras que el tiempo de que disponemos para leerlos es limitado. ¿Cuáles son
las obras que deberíamos escoger?
Señalar las obras y autores elegidos para formar el olimpo literario en el que
estarían representados los más altos valores humanos y estéticos, ésta es la principal
cuestión a la que debe o debería responder cualquier canon. La elección de los
candidatos que conformarán esa elite cultural exige explicar previamente cuáles son los
criterios que se han tenido en cuenta a la hora de realizar dicha elección. Señalar que en
esa lista deberían encontrarse aquellos textos de mayor calidad literaria resulta una
obviedad y sólo aplaza brevemente la pregunta: ¿Quién determina esa calidad y cómo?
No es una cuestión baladí. Los valores estéticos fluctúan con el período histórico en el
que nos encontremos, y encontrar una definición de belleza válida para cualquier
contexto resulta poco menos que imposible. Centrándonos en el ámbito literario, en
cada época hay géneros considerados más canónicos que otros. A principios del s. XX
fue exaltada la novela norteamericana, lo que contribuyó a que Faulkner o Hemingway
se convirtieran en los escritores dominantes, y a finales del mismo siglo comenzó otra
nueva revisión de géneros con el desarrollo de la novela periodística. En nuestra época,
la novela histórica ha quedado casi definitivamente devaluada. En cuanto a estilos, los
grandes novelones decimonónicos cargados de digresiones en las que el autor se tomaba
la licencia de pontificar sobre todo tipo de temas, fueron cediendo el testigo a obras que,
buscando la objetividad, otorgaban su voz a un narrador cada vez más alejado de la
omnisciencia. Bloom, en El canon occidental, cita a Fowler para explicar por qué en
cada momento de la historia hay unos géneros que crecen en popularidad y otros que
quedan relegados al olvido: “Cada época posee un repertorio de géneros bastante escaso
al que lectores y críticos reaccionan con entusiasmo [...] el canon provisional queda
fijado por los escritores más importantes o de mayor personalidad. Cada época elimina
nuevos nombres del repertorio”1.
A la dificultad de apuntar unos criterios estéticos universales, debemos añadir la
posible contaminación cultural que los electores de las obras proyectan sobre sus
candidatas. En la elaboración de cualquier canon participan aspectos extra-literarios,
porque la persona o las instituciones encargadas de compilar los textos pertenecen a una
tradición cultural y forzosamente estarán condicionadas a la hora de realizar su elección.
J. M. Coetzee, en su conferencia «¿Qué es un clásico?», trata de dilucidar
algunas de estas cuestiones, preguntándose si la preeminencia de una obra considerada
clásica se apoya realmente en unas cualidades objetivas e inherentes al texto, o bien ha
logrado su preeminencia gracias a un cúmulo de circunstancias externas. Dicho de otro
modo: ¿A qué nos estamos refiriendo exactamente cuando etiquetamos una obra como
clásica? ¿Existen dos lecturas alternativas de un texto: una que atiende al enfoque
poético y otra que hace lo propio con el sociocultural? Coetzee se sirve de un clásico, en
esta ocasión musical, para explicarnos su teoría.

¿Clásico por imposición cultural?

Cuando tiene quince años, mientras pasea por el jardín de su casa en los suburbios de
Ciudad del Cabo, Coetzee oye música en la casa de al lado y queda sobrecogido por las
sensaciones que le produce la pieza. Es una grabación de El clave bien temperado de
Bach para clavicémbalo, obra que en aquel entonces Coetzee sólo reconoce como
“música clásica”, y cuyo título averiguará tiempo después. En su familia no hay
tradición musical, ni en los colegios a los que asiste se ofrece formación de este tipo,
pero todo cambia para Coetzee después de aquella tarde en la que por azar escuchó a
Bach. Era la primera vez que recibía el impacto de lo clásico, y aquel recuerdo le sirve
para plantearse las siguientes preguntas: ¿le habló Bach a través de las épocas gracias a
las cualidades de su música, o todo fue algo mucho más prosaico: una mera elección
simbólica, que hizo decantarse a Coetzee por la alta cultura europea como forma de
escapar del lugar que ocupaba en su clase social? ¿Fue una experiencia estética genuina
o la simple manifestación de un interés material? Todas estas preguntas, que nos remiten
a las cuestiones planteadas en la introducción, pueden resumirse en una: ¿fue
considerado siempre Bach como un clásico de la música?
En 1737, durante la última etapa de su vida profesional, Bach fue denostado en
un artículo publicado por un alumno suyo, Johan Adolf Scheibe. Para Scheibe, la
música de Bach resultaba ampulosa, oscura, y estaba lastrada por la laboriosidad y el
esfuerzo, características éstas que se oponían frontalmente a la naturalidad y a la
sencillez que él propugnaba para un nuevo tipo de música que debía dar preponderancia
al sentimiento por encima del intelecto, y valorar la unidad y la claridad por encima de
cualquier artificio técnico. El artículo de Scheibe, que anticipó el florecimiento de la
edad moderna y el final de la tradición polifónica heredada de la Edad Media, supuso
también la puntilla para Bach. Progresivamente, su música dejó de escucharse hasta
desaparecer casi del todo y él dejó de ser un clásico. ¿Cómo se convirtió en lo que es
hoy día?
En la introducción del primer libro sobre Bach, publicado en 1802 y titulado La
vida, arte y obras de J. S. Bach. Para los admiradores patrióticos del arte musical
1
Harold Bloom (1995), El canon occidental. Editorial Anagrama, Barcelona, p. 31.
genuino, podemos apreciar el tufillo político que desprendió su rehabilitación al
principio: “Este gran hombre fue un alemán. Enorgullécete de él, patria alemana. Sus
trabajos son un patrimonio nacional de inestimable valor que no admite comparación
con el de otra nación”2. El momento decisivo en que la obra de Bach saltó de nuevo al
reconocimiento y a la fama se produjo en 1829, es decir, casi un siglo después del
famoso manifiesto de Scheibe, cuando Mendelssohn dirigió las representaciones de La
pasión según San Mateo en Berlín. Años antes, el nombre y la música de Bach habían
servido primero a la causa del nacionalismo alemán que se enfrentó a Napoleón, y más
tarde al movimiento protestantista, y ahora aquellas representaciones de Mendelssohn
en Berlín servían para completar definitivamente la recuperación del músico para la
causa alemana.
Muchos de esos aspectos políticos e ideológicos que sirvieron para rehabilitar a
Bach, al menos al principio, se han olvidado, pero para Coetzee es capital identificarlos,
porque ellos nos permiten comprender el pasado como una fuerza modeladora de
nuestro presente, y, en último término, reconocer que el clásico se halla, también,
históricamente constituido. Ahora bien, ¿debilita este relato la trascendencia de aquel
momento que Coetzee experimentó en el jardín cuando era niño, y nuestra noción de lo
clásico como eterno? Coetzee responde que de ningún modo, y para rescatar la idea de
la obra que perdura a través de las épocas por su propio valor, retoma su historia en el
punto que la dejó: si Bach era un compositor tan desconocido, ¿cómo es que
Mendelssohn conocía su música?
Veinte años después de la muerte de Bach, un círculo de músicos todavía
interpretaba regularmente su música: Mozart, Haydn y el propio Mendelssohn formaron
parte de ese círculo. Existía una tradición de Bach entre los músicos profesionales, que
había impedido que su música desapareciera del todo. Ésta es la clave que nos permite
confiar en la condición de clásico de Bach: el proceso de prueba al que había sido
sometido por los propios profesionales de la música durante años. Gracias a ella Bach
sobrevivió a la época de Scheibe e incluso a ese regalo envenenado que supuso que los
sectores nacionalistas de la patria alemana lo eligieran como estandarte de sus tesis
políticas durante su recuperación en el siglo XIX. Podríamos recuperar decenas de
ejemplos análogos al de Bach, como, por ejemplo, el del maltrato y olvido al que se
sometió a Shakespeare durante los años posteriores a su muerte (con críticos feroces,
como Voltaire o Tolstoi). Sin embargo, regresaremos con Coetzee a aquel momento de
1955 en el jardín para responder, por fin, a la pregunta: ¿su reacción al escuchar a Bach
se debió a una cualidad innata de la música o a una elección cultural interesada?
Su conclusión, ahora, es optimista: Bach, el “clásico”, apareció en aquel
momento como valor musical atemporal. Sus composiciones ya habían superado el
examen de cientos de miles de inteligencias antes que la suya. Lo clásico sobrevive, por
adversas que sean las circunstancias, porque hay generaciones de personas que no se
pueden permitir ignorarlo. Horacio afirmó que si una obra sobrevive cien años después
de ser escrita es que esa obra debe de ser un clásico. Coetzee afirma algo parecido, al
sugerir que la interrogación al clásico forma parte de la historia de la obra. El clásico se
define a sí mismo por la supervivencia, concluye, y si necesita ser protegido del ataque
de la crítica no podrá probar que es un clásico. El criterio expresa una gran confianza en
la tradición de la prueba: los profesionales no dedicarían trabajo y atención, generación
tras generación, a una obra muerta.

2
J. M. Coetzee (2004), “«¿Qué es un clásico?», una conferencia”, en Costas extrañas: Ensayos (1986-
1999). Editorial Debate, Madrid, p. 23.
¿Clásico por méritos propios?

Bloom, en El canon occidental, señala sin ningún género de dudas la prevalencia


absoluta de la estética sobre la política, al afirmar que es poco menos que un disparate
conceder importancia a la procedencia social, étnica o sexual de una obra a la hora de
valorar o cuestionar su calidad. La estética no puede reducirse a la ideología, y por tanto
no tiene sentido sugerir siquiera que el canon es un baluarte de la cultura masculina
blanca occidental. ¿Por qué la historia y las clases dirigentes habrían ensalzado a
Shakespeare o a Cervantes (siendo ambos de extracción humilde) y no a otros? Para
Bloom esta línea de investigación roza lo fantástico. ¿No sería más simple admitir que
existe una diferencia cualitativa entre ellos y el resto?
Para la crítica estética, los autores de las obras que componen el canon se han
aupado sobre el resto por la fuerza literaria de sus creaciones, no por ser representantes
hegemónicos de una hipotética lucha de clases dirimida en el terreno de la literatura. El
canon sólo está al alcance de los verdaderos creadores, los que han hecho suyas en más
alto grado la nómina de las destrezas literarias a disposición de un escritor, a saber:
originalidad, dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, etc. Leer sus obras no
nos hace mejores o peores personas, porque éstas no representan ningún catálogo de
virtudes ni una guía de normas para la justicia social. Los ejemplos son infinitos: la
Ilíada exalta la guerra, Lolita está protagonizada por un pederasta, y las obras de
Shakespeare están llenas de asesinos. Por encima de cualquier consideración
historicista, Bloom y los autores que se alinean con él apelan al lado emocional de la
literatura: los clásicos contribuyen al crecimiento de nuestro yo interior y nos enseñan a
oírnos; su valor estético puede reconocerse o experimentarse, pero no transmitirse. A
partir de estos hechos, la conclusión de Bloom es demoledora: la estética es antes un
asunto individual que social y leer al servicio de cualquier ideología es lo mismo que no
leer nada.
Pero para los representantes de los cultural studies las cosas no son tan sencillas.
Sus tesis vienen a recordarnos que los valores que deciden si un texto estará hoy entre
los escogidos no son los mismos que los que lo decidieron en el pasado; que de ningún
modo podemos desvincular de la noción de canon los factores sociales, políticos e
ideológicos, puesto que son las instituciones representadas por ellos las que, en un
momento histórico dado, confirieron valor a esos textos y autorizaron las maneras de
interpretarlos. Que al compilador de los textos (crítico individual, corriente crítica o
institución), le es imposible, en definitiva, sustraerse de la tradición cultural e ideológica
en la que se halla inmerso.
Se hace necesario recordar ahora, tal y como vimos en el apartado anterior, que
con los criterios del siglo XVIII Bach se hubiera quedado fuera del canon musical. Y
consideraciones políticas e históricas también convirtieron al Cantar de Mio Cid en un
estandarte cultural español durante el franquismo, pero mantuvieron al margen a parte
de los autores de la generación del 27, hoy indiscutibles en cualquier manual de
literatura.
El canon, como vemos, tiende a emanar de los centros de influencia cultural o
poder político. Por ello en épocas pretéritas estuvo formado primero por obras griegas y
latinas, más tarde por obras de la tradición europea, y hoy, debido al auge cultural
anglosajón, se encuentra dominado por obras escritas en inglés.
Los que critican el modelo de Bloom se apoyan en estas razones para cuestionar
la noción de canon, preguntándose qué sentido tiene hoy día establecer unos parámetros
de calidad y canonicidad universales en un mundo globalizado como el nuestro, que
comparte tantas razas, tradiciones y lenguas diferentes. Pues, aun concediendo que
conocemos al dedillo nuestra tradición literaria local, y que entre nuestras obras somos
capaces de seleccionar las mejores, ¿cómo estimar como un dogma que éstas serán
superiores a las del resto de tradiciones culturales, cuyas literaturas ignoramos? ¿No
habría que ampliar la nómina de obras del canon a los mejores autores de estas culturas
y sociedades, o comenzar a hablar de cánones literarios locales? Éstas son las cuestiones
que ofrecen los mayores reparos a la existencia de un canon único. El mismo de Bloom,
que se postula como universal para la tradición de Occidente, adolece de este defecto,
pues la mayoría de sus obras de referencia pertenecen al ámbito anglosajón.
Sin embargo no debemos llamarnos a engaño. Todas estas dudas, aun siendo
legítimas, no ponen en duda la existencia y necesidad de un canon. Nuestro tiempo es
limitado, y el canon, como hemos visto, existe precisamente para imponer límites y
establecer un patrón de medida cuyos parámetros se fundamenten, en la medida de lo
posible, en criterios estéticos antes que políticos. Como dice Bloom, “No parece que la
responsabilidad del crítico literario sea llenar ese intervalo con malos textos en nombre
de cualquier justicia social”3.
Con todo, tal vez sí sea necesario empezar a reconocer que los factores extra-
literarios, nos gusten o no, han influido en la opinión de quienes seleccionaron las obras.
Tal y como lo expresa Coetzee en su conferencia a propósito de Bach: “Algo de lo que
sí podemos estar seguros acerca de nuestro modo de comprender y ejecutar las
partituras de Bach, aun cuando nuestras intenciones sean purísimas, puras en grado
sumo, es que están históricamente condicionadas de un modo que no es invisible”4.

Conclusiones

En el primer apartado, vimos cómo Coetzee comenzaba planteando sus dudas acerca de
que la supremacía estética fuese la única responsable de decidir si una obra debía ser
considerada o no como clásica. Coetzee concluyó reconociendo que las fuerzas
históricas y políticas sí influyen, y que debemos ser capaces de reconocer sus efectos si
queremos ejercer con la mayor ecuanimidad posible la crítica de dichas obras. Pero
también demostró, y esto es lo más importante, que la cualidad literaria del clásico es la
responsable última de que la obra sobreviva a través de las épocas, incluso a pesar de
las ideologías que en el pasado trabajaron a su favor. Coetzee acuña en su conferencia
una definición de clásico que se ha convertido en clásica a su vez: El clásico se define
a sí mismo por la supervivencia.
En el segundo apartado, de la mano de Harold Bloom, hemos realizado el
camino en cierta forma inverso: comenzamos planteando que la crítica de un clásico
debía efectuarse irrenunciablemente desde criterios puramente estéticos, y que había
que desechar cualquier contaminación ideológica a la hora de elegir las obras del canon.
Pero poco a poco introdujimos ciertas dudas, y al final tuvimos que concluir
reconociendo que los fenómenos sociales y culturales, aunque subordinados a la
estética, ejercen cierta influencia en su composición.
No obstante, al pesimismo expresado por Bloom respecto al destino que les
aguarda a los clásicos si los ataques de la “Escuela del Resentimiento” consiguen su
objetivo, habría que oponer las tesis optimistas de Coetzee: toda crítica tiene la
obligación de interrogar al clásico. Ésta es una prueba que los clásicos deben enfrentar
constantemente. La crítica –aun la más hostil y escéptica– es aquello que el clásico

3
Harold Bloom (1995), El canon occidental. Editorial Anagrama, Barcelona, p. 42.
4
J. M. Coetzee (2004), “«¿Qué es un clásico?», una conferencia”, en Costas extrañas: Ensayos (1986-
1999). Editorial Debate, Madrid, p. 24.
utiliza para garantizar su supervivencia. En el hecho de que la obra esté en boca de
todos, que se la critique aunque sea negativamente, es lo que afirmará su supervivencia
a largo plazo. Como dice el adagio: que hablen de mí aunque sea mal.

La problemática del canon, como se ve, es compleja y ofrece argumentos tanto a


la crítica estética como a la historicista. Representantes de uno y otro bando habrán de
convenir que no existen dogmas artísticos universales. Estudiar el contexto social e
histórico de una obra debería servir para arrojar algo de luz sobre su comprensión
profunda, y no como armas con que menoscabar sus cualidades poéticas. En sentido
contrario, el estudio de la obra como pieza artística no debería desdeñar la realidad
innegable de que ésta fue originada bajo unas determinadas circunstancias políticas y
sociales. Ambas visiones deberían enriquecer, y no entorpecer, nuestro estudio de las
piezas clásicas.

Bibliografía:

 Bloom, Harold (1995), El canon occidental. Editorial Anagrama, Barcelona.


 Coetzee, J. M. (2004), “«¿Qué es un clásico?», una conferencia”, incluido en Costas
extrañas: Ensayos (1986-1999). Editorial Debate, Madrid.

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