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en un Cuerpo Equivocado
(Mi vida de transgénero)
Por
MI MUNDO
EL PRIMER INDICIO
La pelota azul llegó rodando hasta mis pies y allí se detuvo. La miré con
curiosidad pensando cómo habría llegado hasta allí una pelota si no había visto
a nadie jugando alrededor. La tomé en mis manos y levanté la vista buscando a
quién devolverla pero lo que vi me dejó clavada en el suelo como una estaca,
tenía ante mí a la niña más bella que había visto en mi vida. Era como una
aparición celestial. Sus ojos verdes como esmeraldas gigantes en medio de un
ensortijado cabello de oro me miraban con tal fijeza que dejé de respirar por
una eternidad. Entonces, sin darme cuenta, absolutamente dominada por
aquella mirada hipnótica, caminé torpemente algunos pasos hacia ella y le
entregué la pelota como si le entregara con ella toda mi vida.
— Gracias— murmuró con una voz de encanto y se perdió con pasos leves
en la tarde como se pierde la luz del día al llegar la noche. A partir de ese
instante no tuve más sosiego que pensar en esos ojos verdes y en esa cabellera
dorada que resplandecía como un sol.
Desde entonces supe que algo no andaba bien conmigo pero aun era
demasiado pequeña para saber lo que me pasaba. Apenas había llegado a los
ocho años; las clases intensivas de ballet de una semana que recibí tres años
atrás no hicieron la menor mella en mí. La recordaba como una semana
oprobiosa, sobre todo, por aquel enorme lazo rosado y ridículo en mi cabeza.
Soñaba con aquella niña noche y día; fue como una obsesión en mi vida.
Lo más triste es que nunca más la volví a ver por mucho que busqué durante
días la pelota azul. Lo que sí sé es que nadie me había impresionado de esa
forma. Creo que a partir de ese instante tuve la certeza de que los chicos no me
interesaban.
Tiene que haber alguna explicación que yo comprenda si me explican con
suficiente claridad. No sé qué me sucede pero tengo un cuerpo que no quiero,
es como ajeno, muy distinto a lo que soy, a lo que siento, sé que es algo
complicado, por eso no me atrevo a decirle nada a mi madre, no sea que
rompa en llanto si le pregunto y mejor le evito el sufrimiento.
No puedo preguntarle por qué nací de esta manera y menos preguntarle por
qué me siento incómoda dentro de mí misma. Es como si al mirarme al espejo
del otro lado la que me mira no fuera yo sino alguien ajeno a mí aunque sea yo
misma. Es un poco enredado. Tal vez esta rareza mía se me pase dentro de un
tiempo, no sé, tampoco he visto otras niñas como yo, con esta forma de ser
que no tienen los demás pero si le pregunto a mi madre ella no me contesta o
no entiende o no quiere entender para no darme explicaciones, tal vez piensa
que no voy a comprender pero yo sí comprendo o al menos creo que voy a
entender si me explican bien las cosas.
Cuando entro a algún lugar las personas se me quedan mirando como si yo
fuera un bicho raro y me pongo nerviosa, tal vez por eso no quiero salir de
casa y me entretengo demasiado subiéndome en los árboles del patio. Allá
arriba en la copa de los árboles sueño con un mundo diferente, donde todos
somos aceptados tal y como seamos. No hay burlas, no hay risas, ni miradas
extrañas.
No fue hasta que llegué a la adolescencia cuando tuve una idea exacta de
lo que me sucedía porque mi primera infancia fue maravillosa entre el amor de
mis padres y la protección familiar en mi hogar en la tibia y cómoda fluidez de
los días que corrían como agua mansa uno detrás del otro. Era demasiado
pequeña para darme cuenta de que era diferente a la mayoría de las chicas de
mi edad. Solo sé que nací en un cuerpo de niña pero me siento niño.
Mi vida transcurría sin contratiempo alguno, a no ser por los regaños de mi
madre por el constante jugueteo en el patio y algún que otro pescozón por no
hacerle caso pero hasta dónde puedo recordar viví rodeada de amor, con
padres cariñosos y buenos que hicieron mucho hincapié en educarme y
enseñarme buenos modales, el respeto a las personas mayores y a los
maestros. Tal vez no fueron todo lo exigentes que debían ser como padres pues
me permitían un montón de cosas que ahora, a la distancia del tiempo,
comprendo que tal vez no era muy común que se le permitiera a cualquier niña
de mi edad.
No tenía hermanos ni hermanas, por lo que fui bastante solitaria; disfrutaba
de toda la atención de mi papá, de mi mamá y de una tía vieja y seca como el
tronco de un árbol viejo, que también vivía con nosotros. Mi tía me traía hasta
el ciruelo del patio a eso de las 3:00 de la tarde con la exactitud de un reloj
suizo un vaso de leche fría y blanca que yo recuerdo haber tenido ganas de
arrojárselo a la cara pero no, de veras, nunca lo hice no por temor sino por
respeto porque mis padres me educaron con mucho esmero y siempre fui
respetuosa con los mayores, cosa que creo se ha perdido un poco hoy.
Yo detestaba la leche blanca. Al menos, podría haberle echado un poco de
chocolate.
Mi colección de juguetes era amplia y variada, todos guardados y
ordenados dentro de un gran cajón en un rincón del closet cuando no jugaba
con ellos. Mi papá todos los viernes que cobraba en la Compañía americana
donde trabajaba me traía cuánto juguete le pidiera. Fui una chica afortunada.
No recuerdo haber extrañado nunca la compañía de ninguna amiguita porque
si de juguetes se trataba tenía todos los que cualquier niña podía desear, desde
inmensos aviones y helicópteros maravillosos hasta las mejores pelotas de
basquetbol que veía en los anuncios de las revistas.
Mi papá era muy generoso, nunca se asombraba de mis pedidos. Yo no
tenía la menor noción de que mis preferencias de juegos y juguetes no tenían
nada que ver con mi sexo y mi edad y lo que se consideraba “normal” de
acuerdo con el concepto convencional de la sociedad. Para mi jugar con
pelotas, canijas, aviones y barcos, era lo más natural del mundo y me aburría
soberanamente jugar a las casitas, a los yaquis, al cocinadito y darles de comer
a las muñecas, esos inanimados seres que solo me miraban desde un frio
rincón de la habitación.
Tampoco recuerdo a mi madre poner cara de asombro, sorpresa o alarma
cuando yo le pedía a mi padre una pelota que fuera “grande, muy grande” para
encestarla en la improvisada cesta que de un árbol había colgado mi padre.
Generalmente solía jugar por las tardes en el patio en una especie de cancha de
basquetbol que él había construido con mucha paciencia. A veces yo misma
me pregunto cómo no se daban cuenta de lo inusual de mis pedidos pero es
que los padres siempre lo son sean como sean sus hijos….
Como les dije al principio, tuve una infancia feliz hasta que la imprudencia
de una vecina terminó con esta etapa de mi vida una tarde en que me
observaba jugar en el patio. Ella tenía mucha confianza con mi familia; esa
tarde mientras me miraba detenidamente le espetó a mi madre en plena cara, a
boca de jarro:
— Julia ¿no te parece que la niña es demasiado varonil para su edad y que
solo juega juegos de varones? Yo tú que la llevo al médico, porque no creo
que eso esté nada bien.
Tengo en la memoria muy clara y nítida la cara de mi madre mirándome
como si me viera por primera vez en su vida, luego mirar a la vecina con
cierto estupor y decirle con aquella voz dulce y bien timbrada que tenía:
— ¿Te lo parece, Verónica? Nunca me había dado cuenta.
— Pero claro, Julia, si hasta la vistes con pantalones y pulóveres, yo creo
que no te has dado cuenta de verdad que es una niña y ¡mira ese pelo corto y
revuelto como un chiquillo! Bueno, la verdad es que parece todo un varoncito.
Yo había venido corriendo a cobijarme en las piernas de mi madre en tanto
ella enjugaba amorosa mi cara sudorosa de corretear y hacer mil travesuras por
aquel amplio patio. Me pasó una mano por el pelo revuelto y ensortijado
apartándome un mechón rebelde que se me pegaba a la frente y me dijo con
ternura: “sigue, sigue jugando”.
Mi madre me ponía pantalones largos para protegerme las rodillas porque,
según ella, como yo siempre andaba correteando de aquí para allá, me caía y
me rasponeaba las rodillas y luego cuando fuera grande, se verían las
cicatrices y eso no era elegante ni bonito para una mujer.
Por supuesto que nadie me llevó al médico para preguntarle algo tan obvio.
Ya para esa época yo había cumplido los seis años. No tenía la menor
conciencia de que era un ser atrapado en el cuerpo equivocado y tampoco
sufría las consecuencias psicológicas de tal “desajuste” de la naturaleza.
Tampoco creo que mis padres le dieran la menor importancia a un hecho tan
genuino y fortuito como ese. Lo más importante para ellos era que yo fuera
feliz, ya se encargaría la vida posteriormente de darme a conocer las primeras
cuotas de sufrimiento.
Las cosas cambiaron drásticamente conmigo. Si debo ser sincera –todo lo
sincera que me he propuesto ser en este breve relato autobiográfico— mis
padres fueron más cuidadosos y exigentes con mi vestuario y estoy consciente
de que observaban preocupados por mi comportamiento aunque nunca me
dijeron nada al respecto y si lo hicieron, fue de tal manera que no levantaron
ningún tipo de sospecha o recelo en mí.
A partir del comentario de la vecina mi madre se propuso dejarme crecer el
pelo hasta la cintura, peinarme con trenzas y ponerme lazos en la cabeza y
vestirme con vestiditos de flores que yo detestaba. Comenzaron a comprarme
muñecas de todo tipo, rubias, morenas, grandes, pequeñas, que hablaban y
hasta caminaban pero a pesar de ser tan lindas a mí me dejaban totalmente
indiferente. En el fondo eran eso, muñecas inanimadas que no me decían nada.
Ahora, a la distancia de los años y ante los recuerdos que son como dagas
que se clavan en mi corazón y lo desgarran con esa feroz dureza de las
incomprensiones, pienso que siempre supieron mi gran secreto pero se hacían
los suecos ante una evidencia que quizás no querían aceptar de buena gana. No
hay como ver nacer un hijo y la felicidad que trae aparejado el nacimiento de
un vástago para sortear los avatares de la vida con la sombra de una duda.
EN EL UMBRAL DE LA VIDA
Si he afrontado cosas difíciles en la vida desde mi nacimiento debo decir
que mi transición de niña a mujer (en este caso de chico a joven) fue mucho
más difícil a lo que hasta entonces me había enfrentado. Recuerdo
perfectamente que una de mis compañeras de clases, muy asombrada, me
preguntó en una ocasión que por qué siempre me vestía como un chico, que si
nunca usaba vestidos y tacones como las demás chicas. Como aquello me
parecía tan inverosímil en mi propia naturaleza humana, tan habituada a ver
las cosas desde puntos de vista pragmáticos y nada románticos, le conteste con
mucha naturalidad: “porque soy un chico en un cuerpo de mujer”.
Su cara de asombro, consternación y sorpresa con algo de disgusto y un
mucho de rechazo fue suficiente para saber que en la vida no siempre los que
tú crees son los que son, y que de una forma u otra siempre iba a enfrentar
situaciones límites que pusiesen a prueba mi entereza, mi estoicismo y mi
fuerza interior en un mundo regido por estrechos esquemas mentales y que si
hasta entonces había sorteado sin preámbulos un mundo alucinante y
alucinado, de ahora en adelante iba a necesitar mucho más valor para seguir
enfrentando las ridículas oposiciones convencionales de la sociedad porque no
aprenden a ver las cosas con el corazón, sino con el raro raciocinio de un
monocromático patrón moral.
Las cosas serias de verdad que me hicieron reflexionar profundamente con
los hechos acontecidos en mi vida comenzaron de manera drástica una vez que
arribé a la adolescencia, esa etapa compleja y difícil por la que todos pasamos
irremediablemente y en la que nos identificamos, afianzamos, reafirmamos y
nos equivocamos una y otra vez hasta encontrar el verdadero camino del yo.
Ya había llegado a los dieciocho años y aunque me parecía que era toda una
adulta, no tenía la menor idea de que la vida era como un azaroso camino
minado donde hay que aprender a moverse muy bien para no pisar una y morir
en la explosión.
Al crecer y desarrollarme tuve que enfrentarme a determinados cambios
que me resultaban odiosos en mi cuerpo con el que nunca me sentí totalmente
identificada del todo, pues además de sufrir ostensiblemente mes tras mes con
lo que llamamos menstruación, esa horrible pérdida de sangre mensual con la
que las mujeres se identifican para tener el derecho de ser madres, me daba
cuenta de que mi humor, normalmente de buen ánimo, cambiaba en esos
fatídicos días.
Otra de las contradicciones con las que me encontré fueron las preguntas
que atormentaban mi mente de manera continua: ¿quién soy realmente?
¿Cómo me visto de acuerdo con mi manera de ser y mi identidad??Soy quien
pienso y siento? ¿Tengo derechos sociales que me defienden de cualquier
humillación por ser como soy? ¿Me protege la sociedad civil a la que
pertenezco?
Como ven, un sinfín de cuestionamientos que sumergían mi mente en un
torbellino atormentador. No sabía a quién dirigirme para hallar las respuestas
idóneas a tantas preguntas que bullían en mi ser interno. Mi vida era un caos.
Y lo triste es que fue un caos casi desde mi propio nacimiento, velado
tiernamente por al amor incondicional de mis padres, a los que ahora más que
nunca comprendo en su totalidad.
Lo más grave y definitorio fue cuando me enamoré perdidamente. Aquí
fue cuando comprendí que uno no se enamora de un sexo determinado sino de
la persona, sea quien sea. Los valores que nos cautivan están dentro de esa
persona, formando parte indisoluble de ella independientemente de su sexo.
Llegar a ese consenso es glorioso. Yo diría que es el secreto de todo lo
sublime.
Yo estudiaba Diseño Gráfico y de Vestuario en una Escuela de Diseño de
mi país, al que (no sé si se habrán dado cuenta) no hago referencia personal
alguna porque quiero que mi relato quede como una anécdota atemporal sin
ubicación alguna ni de tiempo ni de espacio.
Todas las tardes a partir de las 5:00pm y hasta las 10:00pm, estudiaba en la
Escuela de Diseño varias asignaturas que eran para mí un oasis dentro del
atormentador torbellino sentimental y psicológico que era mi vida; Pintura y
Color, Dibujo, Historia del Diseño, Vestuario, etc. No recuerdo en ese dichoso
momento de la escuela que alguien me hubiese mirado de manera rara, por lo
que repito, era como una especie de oasis en medio del desierto mundanal.
Claro que yo ignoraba aún que en las escuelas de arte lo más “normal” era
encontrarse gente como yo, cosa que fui aprendiendo con la vida. Había
decidido desde tiempo atrás ser Diseñadora de Vestuario, una vocación que
descubrí a los doce años.
Llegaba temprano al aula y me disponía con un sentido estricto de la
disciplina a beber en la fuente del conocimiento de mis talentosos profesores a
los que recuerdo con un afecto especial. De ellos aprendí lo más importante, el
respeto por lo que hacemos, cosa imprescindible a la hora de convertirnos en
profesionales tanto del Diseño como de cualquier otra especialidad. Marilis,
mi amiga, llegaba un poco más tarde que yo pero ya tenía un asiento guardado
a mi lado y los lápices preparados para el dibujo. Yo aun no sabía que el
galopar de mi corazón ante su llegada respondía a un exigente mandato de
amor.
FIN
Nota de la autora:
Transgénero
“Se refiere a aquellas personas que se identifican y desean pertenecer al
sexo opuesto pero todavía no se han sometido a una reasignación de sexo. No
todos los individuos transgénero se someterán a dicho cambio de sexo. Su
orientación sexual es indiferente del sexo al que desean pertenecer o se sienten
parte.” Generalmente se refiere a las personas cuyas identidades de género son
diferentes del sexo o el género que se les asignó al nacer. El término se aplica,
en general, al estado de la identidad de género, que no se corresponde con el
género asignado.”
Transexual
“La transexualidad se define como la convicción y sentimiento de la
pertenencia al sexo opuesto al biológico. Se trata de aquella persona que no se
identifica con su propio cuerpo y desea cambiar su identidad por la del otro
género, adaptando su vida y esperando ser aceptada por el sexo al que desea
pertenecer. Este grupo de individuos se caracteriza por encontrar su identidad
sexual en conflicto con el sexo neológico y genético, es decir, el sexo obtenido
al nacer. Estas personas tienen el deseo de modificar sus características
sexuales de tipo genital y físico.”
“Este proceso de transición o “proceso transexualizador”, se basa en
adaptar su cuerpo mediante una terapia hormonal que suele finalizar con la
comúnmente denominada operación de cambio de sexo. Aunque, en su
mayoría los transexuales se identifican con el sexo opuesto desde la niñez o la
adolescencia, llamado transexualismo primario, también existe el caso de
desarrollar este deseo en la edad adulta, lo que se conoce como transexualismo
secundario”.
Travesti
“El travestismo trata del comportamiento e identidad transgénero en la que
una persona, ya sea hombre o mujer, expresa a través de su modo de vestir un
rol de género socialmente asignado al sexo opuesto. Acto conocido como
cross-dressing o crossdressing. Aunque íntimamente asociado a la
transexualidad, el travestismo no siempre implica, o puede implicar, un deseo
de pertenencia al sexo opuesto, sino que simplemente puede ser un modo de
comportamiento”.
Cisgénero:
“Son los que se identifican con el género que les fue asignado al nacer. Un
bebé que nace con vulva es una niña. Si a lo largo de toda su vida se identifica
como niña o mujer es considerada cisgénero. Cisgénero describe a alguien que
acepta y admite sin contradicción alguna su sexo de nacimiento por lo que no
es transgénero.”
(Tomado de: https://www.plannedparenthood.org/es/temas— de—
salud/orientacion— sexual— y— genero/trans— e— identidades— de—
genero— no— conforme).