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LA SECULARIZACIÓN HOY

Publicado en la revista HUMANITAS Nro.36

Editorial de Civiltà Católica (nº 3.609) titulado “Laicos, laicidad y laicismo”.

En la actualidad, todos constatan, de manera más o menos consciente y explícita, el hecho


de vivir en un mundo secularizado. ¿Qué significa semejante constatación y qué
consecuencias se pueden y deben obtener de la misma? Es importante ante todo
profundizar el sentido de la expresión “mundo secularizado”, del cual estamos teniendo la
experiencia aun cuando a menudo no comprendemos su sentido profundo. “Mundo
secularizado” significa evidentemente un mundo en el cual se ha dado y sigue dándose la
experiencia de la “secularización”. Esta palabra, proveniente del latín medieval saecularis
y del inglés secular, tiene dos significados radicalmente distintos.

Si se hace derivar de saecularis, esta palabra significa dos cosas: 1) apropiación de los
bienes de la Iglesia por parte del Estado: se habla entonces de “secularización de los bienes
eclesiásticos; 2) en derecho canónico, la “secularización” es un acto jurídico con el cual se
permite a un religioso (es decir, una persona que habiendo hecho los votos de pobreza,
castidad y obediencia vive en una comunidad dependiendo de un superior) permanecer
fuera del convento o la casa religiosa, con dispensa de todo vínculo con la orden religiosa
de la cual ha formado parte: mediante este acto, el religioso, si es sacerdote, pasa al clero
“secular”, y si no lo es pasa a la condición de laico.

Si se hace, en cambio, derivar la palabra “secularización” del inglés secular, el término


indica un fenómeno histórico específico, en virtud del cual a partir del siglo XIII, cuando
surgió el “espíritu laico” (G. De Lagarde), la sociedad europea inició un proceso de
separación y alejamiento de la religión cristiana y por tanto de afirmación de la propia
autonomía en relación con la Iglesia y los preceptos religiosos y morales propuestos por la
misma. En otras palabras, la secularización es por una parte la afirmación de la autonomía
de los valores mundanos y “seculares” en relación con Dios, la Iglesia y los valores
“cristianos”; por otra, es el proceso histórico, de muchos siglos de duración, de lucha entre
la “religión”, que procuraba mantener en el “mundo” su propia influencia y su propia tutela,
y el “mundo”, que procuraba ser autónomo en relación con la “religión” y basarse en
principios no religiosos, rigiéndose por normas y ordenamientos no conformes o hasta
contrarios a aquellos propuestos por la religión.

Por este motivo, cuando se habla de “secularización” de la cultura, la política o la sociedad,


esto significa en primer lugar el proceso histórico que condujo a una cultura, una política y
una sociedad “secularizadas”, proceso en que hubo una áspera lucha por parte de la
cultura, la política y la sociedad con el fin de conquistar su propia autonomía en relación
con la religión; en segundo lugar, significa el resultado de esa lucha, es decir, la cultura, la
política y la sociedad “secularizadas”, por tanto autónomas en relación con la religión,
ajenas a la misma, incluso contrarias a sus principios, a raíz de lo cual en definitiva se tiene
una cultura secularizada, una sociedad secularizada y un mundo secularizado. En
conclusión, al decir que hoy vivimos en un mundo secularizado, queremos afirmar que el
mundo en el cual vivimos hoy es el resultado de un largo proceso histórico de secularización
de todos los ámbitos de la vida humana: la cultura, los ordenamientos políticos y sociales,
los modos de pensar y vivir, las ideas y las costumbres.

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Es importante recordar que el proceso de secularización tuvo un doble resultado: la
“secularidad” y el “secularismo”. Desde el punto de vista cristiano, se trata de una distinción
de gran importancia. En realidad, por doloroso y traumático que haya sido para la Iglesia,
el proceso histórico de secularización condujo al reconocimiento de la justa autonomía de
las realidades terrenales y humanas -es decir, de la cultura, el Estado, la política, la vida
social- en relación con la Iglesia y la reglamentación eclesiástica, o sea, a reconocer la
laicidad y el carácter no confesional del Estado, la autonomía de la política y su no
confusión con la religión, el hecho de que las realidades humanas tienen valores propios,
leyes propias, métodos propios que no dependen de la religión.

Existe por tanto una “secularidad” muy positiva y una “laicidad” que el cristiano debe hacer
propia y honrar en cuanto está en conformidad con el plano divino en la historia humana;
pero el proceso de secularización tuvo otro resultado -el “secularismo”- que el cristiano no
puede aceptar. Éste implica de hecho que las realidades humanas son absolutamente
independientes de Dios y la ley moral cristiana, por lo cual Dios debe ser excluido en forma
absoluta -como si no existiese (tamquam si Deus non esset)- de todo ámbito de la vida
humana, social y personal; y tanto en las leyes y ordenamientos del Estado como en los
comportamientos de las personas no deben considerarse en absoluto las leyes morales
enseñadas por la doctrina cristiana.

El proceso de secularización se desarrolló históricamente en tres ámbitos: la política, la


cultura y la sociedad civil y las costumbres.

En las últimas décadas del siglo XX, en Europa se escribió mucho sobre la secularización en
el ámbito de la política. Recientemente ha tratado muy bien el tema René Rémond,
profesor de Historia Contemporánea de Francia y miembro de la Academia Francesa, en
el libro La secularización. Religión y sociedad en la Europa contemporánea (La
secolarizzazione. Religione e società nell’Europa contemporánea. Roma–Bari, Laterza,
1999). Para indicar el fenómeno del cual quiere hablar, descarta los términos
“descristianización” y “laicización”, prefiriendo usar el de “secularización”, entendiendo en
todo caso por el mismo sobre todo el secularismo. Considera que sería más apropiado -
para indicar lo ocurrido en Europa en los siglos XIX y XX en las relaciones entre la política y
la sociedad civil por una parte y la religión y las Iglesias cristianas por otra- el término
“desreligionización”, pero “es demasiado poco feliz y prácticamente impronunciable” (p.
17).

Rémond destaca ante todo que, tratándose de Europa, la religión de la cual se habla es el
cristianismo: de hecho Europa fue un continente totalmente cristianizado, hasta el punto
que el cristianismo es un componente esencial de la identidad europea. En realidad,
Europa fue formada por muchos pueblos, pertenecientes a razas y culturas diversas, que se
constituyeron en naciones y Estados independientes; pero todos los pueblos y naciones de
Europa llegaron a ser cristianos, aun cuando perteneciendo a distintas Iglesias: los pueblos
del sur y el centro de Europa a la Iglesia Católica, los del norte en su mayoría a las Iglesias
protestantes, y los del este a las Iglesias ortodoxas. Durante muchos siglos, la vida pública y
privada de las poblaciones europeas estuvo regida por la doctrina, la moral y la liturgia
cristianas; por otra parte, los Estados eran confesionales y el cristianismo era la religión del
Estado. Entre la Iglesia y el Estado, entre la política y la religión había osmosis e
interpenetración: la religión estaba presente en todas partes, y la intervención de la
sociedad, especialmente de la autoridad pública, en la vida de la Iglesia, así como la
intervención del Iglesia en la vida social y política, no se visualizaban como “ingerencias”
de un poder ajeno.

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“En el ancíen régime –señala Rémond-, el Estado es confesional: tiene una religión,
exactamente como los individuos. No se concibe que pueda no tenerla: significaría hacer
profesión de ateísmo. Ahora bien, también a nivel individual, el ateísmo es prohibido y
perseguido. Si el Estado tiene una religión, ésta no puede ser más que una puramente, la
del soberano. El territorio lleva consigo mismo la pertenencia religiosa. La elección del
príncipe determina la confesión de los súbditos. Recíprocamente, toda infracción a la
norma de la identidad entre la religión del príncipe y la de sus súbditos se percibe como
una atentado a la autoridad del monarca y a la unidad del reino” (p. 44 s).

Esto no significa que entre los Estados y las Iglesias no surgiesen contrastes, a menudo
gravísimos, especialmente con motivo de la pretensión de los soberanos de elegir a los
obispos y otorgar los beneficios eclesiásticos, dar el placet y el exsequatur a las decisiones
doctrinales y prácticas de la jerarquía; pero siempre se llegaba a arreglos y acuerdos entre
los poderes civiles y eclesiásticos. Por otra parte, sin embargo, la religión cristiana presidía
en todas las actividades culturales, sociales y caritativas, y el Estado velaba para que se
respetasen las prescripciones cristianas culturales, morales y
doctrinales, de manera que actuaba como brazo secular de la iglesia
en el castigo de los herejes, vistos como enemigos tanto de la Iglesia
como del Estado. Éste obtenía, por lo demás, parte de su propia
legitimidad de la Iglesia, a la cual correspondía la consagración del
soberano, que era un acto religioso, por el cual el soberano era un
personaje sagrado: en sus comienzos, el Estado no era puramente
confesional, sino también sacro.

Este enlace entre la política y la religión, entre el Estado y la Iglesia,


duró hasta la Revolución Francesa. Según Rémond, la primera brecha
en esta unión tan profunda entre la política y la religión fue abierta por
la Revolución Francesa con la aprobación por la Asamblea Constituyente (26 de agosto de
1789) del artículo 10 de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano: “Nadie
debe ser perseguido por sus opiniones, incluso religiosas”. Con este artículo, la ciudadanía
se desenganchaba de la confesión religiosa, de tal manera que para gozar de los derechos
civiles y políticos ligados a la ciudadanía ya no era necesario pertenecer a la religión
católica. Ésta se convertía en una “opinión religiosa” entre otras, que no incidía en la
ciudadanía. Por consiguiente, era posible ser ciudadano para todos los efectos sin ser
católico, incluso declarándose ateo.

La fractura con la situación del ancíen régime se hace más profunda con la Constitución
civil del clero (1790), que impone a los eclesiásticos un juramento de fidelidad al nuevo
orden, instaurado por el nuevo poder privando a la Iglesia de los registros de estado civil,
introduciendo el matrimonio civil, disolviendo las órdenes religiosas y prohibiendo la emisión
de votos religiosos, instaurando el divorcio (por primera vez se legalizaba un ordenamiento
contrario a la enseñanza de la Iglesia), aboliendo la semana y sustituyendo el domingo por
el “décadi” (N.T.: último día de la década en el año republicano francés), instituyendo la
fiesta religiosa del Ser Supremo, y por último con los actos de violencia perpetrados contra
los sacerdotes “refractarios”, los religiosos y religiosas, algunas de las cuales, como las
carmelitas de Compiègne, fueron guillotinadas.

A pesar de darse en un proceso no lineal y suscitar violentas oposiciones, estas ideas,


inspiradas en la total secularización de las relaciones de la sociedad política y civil con la
religión cristiana, penetraron en todos los países europeos, rompiendo definitivamente la
unidad y la fusión entre el orden político-civil y el orden religioso. De ahí surgieron luchas y
enfrentamientos: los más ásperos se produjeron en torno al régimen familiar, con la

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introducción legalizada del divorcio; a la escuela y la educación de los jóvenes; a la
propiedad y la gestión de las obras de “beneficencia” (término que sustituyó la expresión
cristiana “caridad”); a la laicidad y neutralidad del Estado (¿el Estado debe tener una
religión o ser aconfesional? ¿La religión debe tener relevancia pública o ser un hecho
privado? ¿Las leyes del Estado deben regirse por los principios morales cristianos?); a la
presencia en lugares públicos de símbolos religiosos (el crucifijo); al sustentamiento del
personal eclesiástico y las obras del culto; a la libertad de conciencia.

De este modo, aun cuando el fenómeno se produce en diversos grados y por distintos
caminos, en los siglos XIX y XX toda Europa se “seculariza” en forma gradual, pero
inexorable. El grado extremo de este proceso de secularización tiene lugar en Francia, con
la Ley de Separación, aprobada en 1905. La Iglesia y el Estado ya eran enemigos: fueron
símbolos de este fenómeno la construcción de la Tour Eiffel, erigida en 1899, para celebrar
el centenario de la Revolución Francesa y contraponerla a la basílica del Sagrado Corazón,
edificada en la colina de Montmartre; y en Roma la construcción del monumento a Víctor
Manuel II (el Altar de la Patria), iniciada en 1885 y terminada en 1911, para oponer la Italia
moderna “unida” (Patriae unitati) y “libre” (Civium libertati) a la cúpula de San Pedro,
símbolo de la Roma pontificia, enemiga de la unidad de Italia y la libertad de pensamiento.

Ciertamente, la ruptura de la unidad entre los Estados modernos y la Iglesia no impidió el


establecimiento de relaciones concordantes o de otro tipo, incluso en la Francia
“separatista”. Sin embargo, en todos los Estados modernos hubo en lo sucesivo una
tendencia a excluir lo más posible la religión de la vida del Estado y la sociedad civil, a no
considerar los principios morales cristianos en la formación de las leyes y a ver en cada
pronunciamiento de la Iglesia sobre la necesidad de no legalizar comportamientos en
contraste con la ley moral -en los terrenos de la ética familiar, la sexualidad, la biogenética
y la solidaridad humana- una “injerencia” de la misma en la vida del Estado y un “atentado”
a la laicidad y la autonomía estatal.

En todo caso, es importante advertir que si bien el proceso de secularización impuso graves
obstáculos a la presencia y acción de la Iglesia en la sociedad moderna, por una parte le
permitió reflexionar más a fondo sobre el problema de la libertad religiosa y llegar a formular
en el Concilio Vaticano II la fundamental Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad
religiosa, y por otra la independizó de los poderes públicos, quedando en libertad de
organizarse de acuerdo con sus propias exigencias pastorales, por lo tanto sin que los reyes
y príncipes, como ocurría en el ancíen régime, se hiciesen cargo de nombrar los obispos y
se entrometiesen pesadamente (y ciertamente en beneficio de sus propios intereses y no
de los fieles) en la vida de la Iglesia, sobre la base del régimen de “patronato”, llegando a
intervenir en la elección del Papa.

Sucedió así lo que jamás había ocurrido en el pasado: por un lado surgió un fuerte laicado
católico, que asumió la defensa de la Iglesia, también en el campo de la política, y le
confirió gran vitalidad en el campo del apostolado cultural y social; por otro, el Pontificado
romano, gracias al hecho de que en los últimos dos siglos de historia se han sucedido en la
sede romana hombres de gran valor, ha adquirido un prestigio universal y ha gozado de un
grado tal de autoridad moral que le han dado y hasta ahora le dan la posibilidad de hablar
a todos los hombres en defensa de los valores humanos más elevados.

La secularización en el ámbito de la cultura comenzó en Italia con el Humanismo y el


Renacimiento, pero se desarrolló en sus expresiones más radicales en el siglo XVIII, con el
iluminismo, caracterizado por la confianza en la capacidad de la razón para resolver todos
los problemas de la existencia humana y asegurar a la humanidad un progreso cada vez

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KANT
mayor sin recurrir a la religión, en particular el cristianismo, declarado, por el contrario,
irracional, mítico, supersticioso, contrario al progreso y por lo tanto nocivo.

El iluminismo surgió en Inglaterra con el empirismo de Locke y Hume, el


deísmo de Toland y la moral natural de Shaftesbury; pero se desarrolló
en Francia con Voltaire, Montesquieu, Rousseau, los enciclopedistas
Diderot y d’Alembert, el sensualismo de Condillac, el materialismo de La
Mettrie, Helvétius y Holbach y el inmoralismo libertino de Sade; y en
Alemania con la crítica al cristianismo de Reimarus y Lessing y con el
criticismo de Kant, que negó la validez de la metafísica, excluyendo por
tanto la posibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios y
la inmortalidad del alma, y también negó el orden sobrenatural, reduciendo la religión
cristiana a los límites de la razón pura.

La secularización del pensamiento alcanzó su culminación en el siglo XIX, con el idealismo


de Fichte y Hegel, el positivismo de Comte, el materialismo histórico de Marx y Engels, la
alienación del hombre en Dios de Feuerbach, el evolucionismo de Darwin y Spencer, el
monismo panteísta de Haeckel, el nihilismo de Nietzsche y el psicoanálisis de Freud; y en el
siglo XX con el comunismo de Lenin y Stalin, el racismo de Hitler, el existencialismo de Sartre,
la fenomenología ontológica de Heidegger, el análisis lingüístico de Wittgenstein, el
neopositivismo de Camap, la filosofía analítica inglesa, para la cual el nombre mismo de
Dios es “sin sentido”, y el “pensamiento débil” de Rorthy y de Vattimo. En particular, la
secularización caracterizó la mayor parte de la producción literaria y artística europea y la
investigación científica, hasta el punto de establecer una oposición radical entre la ciencia
y la fe y excluir a Dios del campo de las ciencias por considerarse un elemento de
perturbación de la investigación científica, que sólo es válida si se mantiene en los límites
de lo observable con los instrumentos y métodos de la ciencia, excluyendo toda posibilidad
de recurrir a los principios metafísicos de causalidad y finalidad. Así, J. Monod, para explicar
el origen y desarrollo de la vida en la tierra sin necesidad de referirse a una Causa
Trascendente, recurre al “caso” y la “necesidad”, que en realidad nada explican
científicamente.

Se ha llegado así a la secularización del hombre y la naturaleza. El hombre ya no es un ser


creado a imagen de Dios -por tanto un ser corporal animado por un espíritu, dotado de
inteligencia, conciencia, libertad y responsabilidad moral, destinado a vivir eternamente
con Dios, su fin último y su felicidad suprema-, sino el producto de un determinado proceso
evolutivo a raíz del cual es un animal superior a los otros, no por naturaleza, sino por la mayor
capacidad intelectiva, debida a la mayor perfección cuantitativa y cualitativa de su
cerebro. Es por tanto un ser puramente material, no dotado de un alma espiritual, sino de
una mente (mind), cuyo funcionamiento está ligado a la estructura y el funcionamiento
cerebral; un ser que nace bajo un determinado signo zodiacal, se desarrolla, envejece y
muere sumiéndose en la nada al igual que todos los otros seres vivientes. Por este motivo,
no tiene sentido hablar de “persona humana” y “dignidad y respeto a la persona humana
y sus derechos inalienables”, prácticamente como si los animales carecieran de derechos
al igual que el hombre.

En cuanto a la naturaleza, para el hombre secularizado no es creada por Dios y ordenada


por Él con leyes propias, que el hombre debe respetar y a las cuales debe adecuarse para
que esté al servicio de su bien físico y espiritual y no se vuelva en su contra y arruine su
cuerpo y su espíritu; es, en cambio, el campo de actividad del hombre, que puede hacer

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con ella lo más indicado para satisfacer sus propias exigencias y sus propios instintos de
gozo, dominio y explotación, por más irracional e insensato -y por consiguiente nocivo para
la vida humana- que esto pueda ser. El único principio válido en el tratamiento de la
naturaleza es que el hombre es señor absoluto de la misma y por tanto puede hacer todo
cuanto es técnicamente posible, sin considerar principio moral alguno. Fruto de esta visión
secularizada de la naturaleza son las “maravillas” que es capaz de hacer la ingeniería
genética, sin importar si en definitiva son “contra el hombre”.

Con todo, el punto más alto de la secularización -convertida así en pleno secularismo- se
ha alcanzado en el ámbito de la sociedad civil y las costumbres. Así, se ha secularizado la
transmisión de la vida con la legalización del aborto y la posibilidad de usar embriones
humanos con fines terapéuticos; se ha secularizado la familia monógama e indisoluble con
la legalización del divorcio y equiparándola con otras formas de unión conyugal, como las
uniones de hecho y las uniones entre homosexuales; se ha secularizado la sexualidad,
“liberada” de toda norma moral, declarada represiva y sexofóbica; se ha secularizado la
muerte con la exclusión bastante frecuente de asistencia religiosa, la eutanasia y el suicidio
asistido.

De este modo se ha creado una fractura radical entre lo que es moral y lo que es legal. Éste
es un hecho nuevo en la historia europea, porque en los siglos anteriores la ley civil estaba
en conformidad con la ley moral cristiana. “Hasta hace no mucho tiempo –observa
Rémond- el Decálogo seguía siendo el punto de referencia al cual se atenían los gobiernos
y las leyes y gozaba de consenso universal. Lo moral y lo legal coincidían y actualmente
divergen. Es probablemente el aspecto más nuevo y radical de la secularización. Después
de la religión, la moral también deja de ser un asunto de la sociedad para no ser más que
una cuestión de conciencia individual” (p. 276 s).

Así, la moral se ha privatizado, convirtiéndose por tanto en un asunto individual, de tal


manera que cada uno puede constituir “su” moral, así como puede constituir “su” religión,
si lo desea.

Un aspecto fundamental del secularismo es aquel que ha intervenido en la comunicación


social y sus instrumentos más importantes, a saber la radio, la televisión, el cine, la prensa, la
música e Internet. La religión ocupa ahí un puesto marginal, y el interés “religioso” de dichos
instrumentos se limita a lo que hay de curioso, escandaloso o espectacular en la vida y la
práctica de la religión. No faltan ciertos programas de auténtico valor religioso, pero el
clima general es de alejamiento y desinterés, y no rara vez de crítica áspera y desestima.
Para muchos operadores de la comunicación social, la religión es un hecho que no puede
ignorarse, aun cuando sólo se considere críticamente; pero no es un valor capaz de dar
sentido a la vida o que al menos ayude a dar respuesta a las grandes interrogantes de la
existencia. Para los más benévolos de ellos, es una bella ilusión, que puede ayudar a superar
las angustias y tristezas de la vida, por lo cual es una señal de “debilidad” del espíritu.

Existe por último un aspecto del secularismo que merece especial atención: el del tiempo.
En el pasado, el tiempo de la vida profana se organizaba de acuerdo con la liturgia
cristiana: el domingo y las fiestas marcaban la alternancia entre el trabajo y el descanso y
el calendario litúrgico guiaba el desarrollo de la vida social. Hoy el domingo es sustituido por
el week end, que comienza el viernes en la noche y termina en la noche del domingo o la
mañana del lunes. Una parte más o menos considerable de la población participa en la
celebración eucarística en la noche del sábado o el día domingo, pero el sentido del week
end, como lo siente y practica la mayor parte de la gente, no es religioso; es un tiempo de
evasión de la vida corriente, por tanto de vacación y descanso. Además, el hecho de

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abrirse negocios el día domingo contribuye, según algunos, a suprimir el carácter de tiempo
sacro del domingo.

En cuanto a las grandes fiestas religiosas (Navidad, Pascua, Asunción de María, Todos los
Santos, Epifanía), además de permanecer, han adquirido un gran puesto en la vida de las
personas, incluso las no creyentes. Con todo, han perdido casi completamente su propio
significado religioso para asumir el carácter de vacaciones y convertirse en celebraciones
de los afectos familiares y ocasiones de consumismo a veces desenfrenado y excesivo. Así,
si bien la Navidad es hoy la fiesta más popular en todas partes, incluyendo el mundo no
cristiano, puesto que se celebra tanto en Roma como en Tokio, no es ciertamente –o lo es
solamente para algunos- para celebrar y honrar el nacimiento de Jesús.

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No sabemos si el secularismo se desarrollará en el futuro ni cómo esto tendrá lugar. En


realidad, no faltan pensadores que hablan de “desaparición de la religión” o advenimiento
de un tiempo totalmente no religioso; pero esto no es previsible por cuanto –a pesar del
actual secularismo- no sólo no ha desparecido la religión de nuestro mundo, sino además
existe un pulular de movimientos religiosos y sectas, que jamás ha existido en el pasado en
la misma medida. También las grandes religiones están conociendo un “despertar” que las
lleva expandirse más allá de sus confines históricos.

En cuanto al cristianismo, ciertamente no da señales de “estar a punto de morir” (J.


Delumeau); por el contrario, muestra indicadores de vitalidad notables, como el
florecimiento de numerosos movimientos eclesiales, el aumento, por moderado que sea,
de las vocaciones sacerdotales y el voluntariado de inspiración cristiana. Ciertamente, sin
embargo, el actual secularismo, que podrá asumir formas aún más radicales, sobre todo en
el mundo juvenil y en el sector adulto de la población, principalmente en los países más
ricos y desarrollados, plantea hoy en día estimulantes problemas a la Iglesia y su obra de
evangelización.

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