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Si se hace derivar de saecularis, esta palabra significa dos cosas: 1) apropiación de los
bienes de la Iglesia por parte del Estado: se habla entonces de “secularización de los bienes
eclesiásticos; 2) en derecho canónico, la “secularización” es un acto jurídico con el cual se
permite a un religioso (es decir, una persona que habiendo hecho los votos de pobreza,
castidad y obediencia vive en una comunidad dependiendo de un superior) permanecer
fuera del convento o la casa religiosa, con dispensa de todo vínculo con la orden religiosa
de la cual ha formado parte: mediante este acto, el religioso, si es sacerdote, pasa al clero
“secular”, y si no lo es pasa a la condición de laico.
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Es importante recordar que el proceso de secularización tuvo un doble resultado: la
“secularidad” y el “secularismo”. Desde el punto de vista cristiano, se trata de una distinción
de gran importancia. En realidad, por doloroso y traumático que haya sido para la Iglesia,
el proceso histórico de secularización condujo al reconocimiento de la justa autonomía de
las realidades terrenales y humanas -es decir, de la cultura, el Estado, la política, la vida
social- en relación con la Iglesia y la reglamentación eclesiástica, o sea, a reconocer la
laicidad y el carácter no confesional del Estado, la autonomía de la política y su no
confusión con la religión, el hecho de que las realidades humanas tienen valores propios,
leyes propias, métodos propios que no dependen de la religión.
Existe por tanto una “secularidad” muy positiva y una “laicidad” que el cristiano debe hacer
propia y honrar en cuanto está en conformidad con el plano divino en la historia humana;
pero el proceso de secularización tuvo otro resultado -el “secularismo”- que el cristiano no
puede aceptar. Éste implica de hecho que las realidades humanas son absolutamente
independientes de Dios y la ley moral cristiana, por lo cual Dios debe ser excluido en forma
absoluta -como si no existiese (tamquam si Deus non esset)- de todo ámbito de la vida
humana, social y personal; y tanto en las leyes y ordenamientos del Estado como en los
comportamientos de las personas no deben considerarse en absoluto las leyes morales
enseñadas por la doctrina cristiana.
En las últimas décadas del siglo XX, en Europa se escribió mucho sobre la secularización en
el ámbito de la política. Recientemente ha tratado muy bien el tema René Rémond,
profesor de Historia Contemporánea de Francia y miembro de la Academia Francesa, en
el libro La secularización. Religión y sociedad en la Europa contemporánea (La
secolarizzazione. Religione e società nell’Europa contemporánea. Roma–Bari, Laterza,
1999). Para indicar el fenómeno del cual quiere hablar, descarta los términos
“descristianización” y “laicización”, prefiriendo usar el de “secularización”, entendiendo en
todo caso por el mismo sobre todo el secularismo. Considera que sería más apropiado -
para indicar lo ocurrido en Europa en los siglos XIX y XX en las relaciones entre la política y
la sociedad civil por una parte y la religión y las Iglesias cristianas por otra- el término
“desreligionización”, pero “es demasiado poco feliz y prácticamente impronunciable” (p.
17).
Rémond destaca ante todo que, tratándose de Europa, la religión de la cual se habla es el
cristianismo: de hecho Europa fue un continente totalmente cristianizado, hasta el punto
que el cristianismo es un componente esencial de la identidad europea. En realidad,
Europa fue formada por muchos pueblos, pertenecientes a razas y culturas diversas, que se
constituyeron en naciones y Estados independientes; pero todos los pueblos y naciones de
Europa llegaron a ser cristianos, aun cuando perteneciendo a distintas Iglesias: los pueblos
del sur y el centro de Europa a la Iglesia Católica, los del norte en su mayoría a las Iglesias
protestantes, y los del este a las Iglesias ortodoxas. Durante muchos siglos, la vida pública y
privada de las poblaciones europeas estuvo regida por la doctrina, la moral y la liturgia
cristianas; por otra parte, los Estados eran confesionales y el cristianismo era la religión del
Estado. Entre la Iglesia y el Estado, entre la política y la religión había osmosis e
interpenetración: la religión estaba presente en todas partes, y la intervención de la
sociedad, especialmente de la autoridad pública, en la vida de la Iglesia, así como la
intervención del Iglesia en la vida social y política, no se visualizaban como “ingerencias”
de un poder ajeno.
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“En el ancíen régime –señala Rémond-, el Estado es confesional: tiene una religión,
exactamente como los individuos. No se concibe que pueda no tenerla: significaría hacer
profesión de ateísmo. Ahora bien, también a nivel individual, el ateísmo es prohibido y
perseguido. Si el Estado tiene una religión, ésta no puede ser más que una puramente, la
del soberano. El territorio lleva consigo mismo la pertenencia religiosa. La elección del
príncipe determina la confesión de los súbditos. Recíprocamente, toda infracción a la
norma de la identidad entre la religión del príncipe y la de sus súbditos se percibe como
una atentado a la autoridad del monarca y a la unidad del reino” (p. 44 s).
Esto no significa que entre los Estados y las Iglesias no surgiesen contrastes, a menudo
gravísimos, especialmente con motivo de la pretensión de los soberanos de elegir a los
obispos y otorgar los beneficios eclesiásticos, dar el placet y el exsequatur a las decisiones
doctrinales y prácticas de la jerarquía; pero siempre se llegaba a arreglos y acuerdos entre
los poderes civiles y eclesiásticos. Por otra parte, sin embargo, la religión cristiana presidía
en todas las actividades culturales, sociales y caritativas, y el Estado velaba para que se
respetasen las prescripciones cristianas culturales, morales y
doctrinales, de manera que actuaba como brazo secular de la iglesia
en el castigo de los herejes, vistos como enemigos tanto de la Iglesia
como del Estado. Éste obtenía, por lo demás, parte de su propia
legitimidad de la Iglesia, a la cual correspondía la consagración del
soberano, que era un acto religioso, por el cual el soberano era un
personaje sagrado: en sus comienzos, el Estado no era puramente
confesional, sino también sacro.
La fractura con la situación del ancíen régime se hace más profunda con la Constitución
civil del clero (1790), que impone a los eclesiásticos un juramento de fidelidad al nuevo
orden, instaurado por el nuevo poder privando a la Iglesia de los registros de estado civil,
introduciendo el matrimonio civil, disolviendo las órdenes religiosas y prohibiendo la emisión
de votos religiosos, instaurando el divorcio (por primera vez se legalizaba un ordenamiento
contrario a la enseñanza de la Iglesia), aboliendo la semana y sustituyendo el domingo por
el “décadi” (N.T.: último día de la década en el año republicano francés), instituyendo la
fiesta religiosa del Ser Supremo, y por último con los actos de violencia perpetrados contra
los sacerdotes “refractarios”, los religiosos y religiosas, algunas de las cuales, como las
carmelitas de Compiègne, fueron guillotinadas.
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introducción legalizada del divorcio; a la escuela y la educación de los jóvenes; a la
propiedad y la gestión de las obras de “beneficencia” (término que sustituyó la expresión
cristiana “caridad”); a la laicidad y neutralidad del Estado (¿el Estado debe tener una
religión o ser aconfesional? ¿La religión debe tener relevancia pública o ser un hecho
privado? ¿Las leyes del Estado deben regirse por los principios morales cristianos?); a la
presencia en lugares públicos de símbolos religiosos (el crucifijo); al sustentamiento del
personal eclesiástico y las obras del culto; a la libertad de conciencia.
De este modo, aun cuando el fenómeno se produce en diversos grados y por distintos
caminos, en los siglos XIX y XX toda Europa se “seculariza” en forma gradual, pero
inexorable. El grado extremo de este proceso de secularización tiene lugar en Francia, con
la Ley de Separación, aprobada en 1905. La Iglesia y el Estado ya eran enemigos: fueron
símbolos de este fenómeno la construcción de la Tour Eiffel, erigida en 1899, para celebrar
el centenario de la Revolución Francesa y contraponerla a la basílica del Sagrado Corazón,
edificada en la colina de Montmartre; y en Roma la construcción del monumento a Víctor
Manuel II (el Altar de la Patria), iniciada en 1885 y terminada en 1911, para oponer la Italia
moderna “unida” (Patriae unitati) y “libre” (Civium libertati) a la cúpula de San Pedro,
símbolo de la Roma pontificia, enemiga de la unidad de Italia y la libertad de pensamiento.
En todo caso, es importante advertir que si bien el proceso de secularización impuso graves
obstáculos a la presencia y acción de la Iglesia en la sociedad moderna, por una parte le
permitió reflexionar más a fondo sobre el problema de la libertad religiosa y llegar a formular
en el Concilio Vaticano II la fundamental Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad
religiosa, y por otra la independizó de los poderes públicos, quedando en libertad de
organizarse de acuerdo con sus propias exigencias pastorales, por lo tanto sin que los reyes
y príncipes, como ocurría en el ancíen régime, se hiciesen cargo de nombrar los obispos y
se entrometiesen pesadamente (y ciertamente en beneficio de sus propios intereses y no
de los fieles) en la vida de la Iglesia, sobre la base del régimen de “patronato”, llegando a
intervenir en la elección del Papa.
Sucedió así lo que jamás había ocurrido en el pasado: por un lado surgió un fuerte laicado
católico, que asumió la defensa de la Iglesia, también en el campo de la política, y le
confirió gran vitalidad en el campo del apostolado cultural y social; por otro, el Pontificado
romano, gracias al hecho de que en los últimos dos siglos de historia se han sucedido en la
sede romana hombres de gran valor, ha adquirido un prestigio universal y ha gozado de un
grado tal de autoridad moral que le han dado y hasta ahora le dan la posibilidad de hablar
a todos los hombres en defensa de los valores humanos más elevados.
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mayor sin recurrir a la religión, en particular el cristianismo, declarado, por el contrario,
irracional, mítico, supersticioso, contrario al progreso y por lo tanto nocivo.
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con ella lo más indicado para satisfacer sus propias exigencias y sus propios instintos de
gozo, dominio y explotación, por más irracional e insensato -y por consiguiente nocivo para
la vida humana- que esto pueda ser. El único principio válido en el tratamiento de la
naturaleza es que el hombre es señor absoluto de la misma y por tanto puede hacer todo
cuanto es técnicamente posible, sin considerar principio moral alguno. Fruto de esta visión
secularizada de la naturaleza son las “maravillas” que es capaz de hacer la ingeniería
genética, sin importar si en definitiva son “contra el hombre”.
Con todo, el punto más alto de la secularización -convertida así en pleno secularismo- se
ha alcanzado en el ámbito de la sociedad civil y las costumbres. Así, se ha secularizado la
transmisión de la vida con la legalización del aborto y la posibilidad de usar embriones
humanos con fines terapéuticos; se ha secularizado la familia monógama e indisoluble con
la legalización del divorcio y equiparándola con otras formas de unión conyugal, como las
uniones de hecho y las uniones entre homosexuales; se ha secularizado la sexualidad,
“liberada” de toda norma moral, declarada represiva y sexofóbica; se ha secularizado la
muerte con la exclusión bastante frecuente de asistencia religiosa, la eutanasia y el suicidio
asistido.
De este modo se ha creado una fractura radical entre lo que es moral y lo que es legal. Éste
es un hecho nuevo en la historia europea, porque en los siglos anteriores la ley civil estaba
en conformidad con la ley moral cristiana. “Hasta hace no mucho tiempo –observa
Rémond- el Decálogo seguía siendo el punto de referencia al cual se atenían los gobiernos
y las leyes y gozaba de consenso universal. Lo moral y lo legal coincidían y actualmente
divergen. Es probablemente el aspecto más nuevo y radical de la secularización. Después
de la religión, la moral también deja de ser un asunto de la sociedad para no ser más que
una cuestión de conciencia individual” (p. 276 s).
Existe por último un aspecto del secularismo que merece especial atención: el del tiempo.
En el pasado, el tiempo de la vida profana se organizaba de acuerdo con la liturgia
cristiana: el domingo y las fiestas marcaban la alternancia entre el trabajo y el descanso y
el calendario litúrgico guiaba el desarrollo de la vida social. Hoy el domingo es sustituido por
el week end, que comienza el viernes en la noche y termina en la noche del domingo o la
mañana del lunes. Una parte más o menos considerable de la población participa en la
celebración eucarística en la noche del sábado o el día domingo, pero el sentido del week
end, como lo siente y practica la mayor parte de la gente, no es religioso; es un tiempo de
evasión de la vida corriente, por tanto de vacación y descanso. Además, el hecho de
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abrirse negocios el día domingo contribuye, según algunos, a suprimir el carácter de tiempo
sacro del domingo.
En cuanto a las grandes fiestas religiosas (Navidad, Pascua, Asunción de María, Todos los
Santos, Epifanía), además de permanecer, han adquirido un gran puesto en la vida de las
personas, incluso las no creyentes. Con todo, han perdido casi completamente su propio
significado religioso para asumir el carácter de vacaciones y convertirse en celebraciones
de los afectos familiares y ocasiones de consumismo a veces desenfrenado y excesivo. Así,
si bien la Navidad es hoy la fiesta más popular en todas partes, incluyendo el mundo no
cristiano, puesto que se celebra tanto en Roma como en Tokio, no es ciertamente –o lo es
solamente para algunos- para celebrar y honrar el nacimiento de Jesús.
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