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TRABAJO DE DERECHO ECONOMICO INTERNACIONAL

MARIA ANGELICA ROJAS VERGEL

CODIGO: 1350290

UNIVERSIDAD FRANCISCO DE PAULA SANTANDER


FACULTAD CIENCIAS, ARTES Y HUMANIDADES
DERECHO

SAN JOSE DE CUCUTA


2016
TRABAJO DE DERECHO ECONOMICO INTERNACIONAL

MARIA ANGELICA ROJAS VERGEL

CODIGO: 1350290

PRESENTADO A:

LIC. EDGAR HERNAN FUENTES CAMACHO

UNIVERSIDAD FRANCISCO DE PAULA SANTANDER


FACULTAD CIENCIAS, ARTES Y HUMANIDADES
DERECHO

SAN JOSE DE CUCUTA


2016
1. ¿QUE ES NECESARIO PARA QUE LOS BELIGERANTES TENGAN EL PODER DEL ESTADO?

El reconocimiento de beligerancia consiste, en esencia, en la atribución de un estatuto


internacional a la facción sublevada contra el gobierno, legítimo o establecido, siempre que la
mencionada facción reúna unas condiciones mínimas e indispensables (territorio, ejército,
organización).

Su objeto es reconocer a las fuerzas insurrectas -por lo menos en cuanto a los fines de la lucha en
que están empeñadas y únicamente mientras dure la misma- los derechos necesarios para
mantener esa lucha, con todas sus consecuencias. La facción así reconocida será considerada
como sujeto de Derecho Internacional, pero solamente por lo que respecta a las operaciones de
guerra.

El reconocimiento como beligerante ha hecho su aparición a principios del siglo XIX.

Cuando las trece colonias unidas de América se separaron de la metrópoli británica (4 de julio de
1776), Francia las reconoció directamente como Estado (6 de febrero de 1778) y la Gran Bretaña
interpreto aquella decisión como un casus belli, debido a que en aquella época todavía no se había
llegado a concebir el reconocimiento de beligerancia.

Cuando las colonias españolas de América se levantaron contra la metrópoli y proclamaron su


independencia, los Estados Unidos no las reconocieron como Estados hasta 1822, pero les
concedieron, desde 1816, la condición inferior de beligerantes. Por otro lado, la Gran Bretaña
permaneció durante algún tiempo a la expectativa (1814-1819) y no modificó su actitud hasta
1819), y no modificó su actitud hasta 1819, al colocar a España y a sus colonias en pie de igualdad
respecto a la exportación de armas y municiones (extendiendo a la primera, por Decreto de 12 de
julio de 1819, las prohibiciones que hasta entonces venía aplicando exclusivamente a las
segundas). Tres años más tarde, el 14 de septiembre de 1822, el Gobierno británico admitió
implícitamente el reconocimiento de beligerancia, concediendo a las colonias españolas «el
derecho de ejercer los privilegios ordinarios de la guerra en lo que respecta a la presa marítima».
Esta evolución se completó con la orden de 21 de febrero de 1823, que permitía el libre tráfico de
armas con las dos partes beligerantes.

Una nueva aplicación de la teoría tuvo lugar con motivo de la insurrección griega (1821-1825).
Inglaterra reconoció tácitamente a los insurrectos como beligerantes, en su declaración de 6 de
junio de 1823, que permitía el libre tráfico de armas con las dos partes beligerantes.

El auge de la teoría se produjo con motivo de la guerra de Secesión (1861-1865). Los confederados
sudistas, con capital (Richmond), gobierno (presidido por Jefferson Davis) y ejército (mandado por
el general Lee) propios, y que desde el 4 de febrero de 1861 habían declarado su separación del
gobierno federal, fueron reconocidos, no como Estado, sino como beligerantes, por la mayoría de
las potencias europeas.

C. Requisitos.

Lauterpacht nos ha dejado la siguiente descripción de las circunstancias en que resulta apropiado
el reconocimiento de beligerancia: «[...] en primer lugar, debe existir dentro del Estado un
conflicto de carácter general y no localizado; en segundo lugar, los insurgentes deben ocupar y
administrar una parte sustancial del territorio nacional; en tercer lugar, deben ajustarse, en la
conducción de las hostilidades, a las leyes de la guerra y actuar mediante Fuerzas Armadas
dependientes de su autoridad; en cuarto lugar, deben existir circunstancias que hagan necesario el
que los terceros Estados definan su actitud mediante el reconocimiento de beligerancia».

D. Naturaleza jurídica.

Es objeto de no pocas discusiones la cuestión de saber si hay el deber de reconocer a los


insurrectos en cuanto se den las notas antes mencionadas.

La doctrina dominante entiende que el reconocimiento de beligerancia conserva un carácter


discrecional. Los terceros Estados no están obligados en ningún caso a reconocer a los insurrectos
como beligerantes y tienen derecho a seguir tratando de manera exclusiva con el Gobierno
central, único reconocido. Si proceden al reconocimiento de beligerante, es sólo en la medida en
que les parece oportuno o cuando lo imponen sus propios intereses.

Más a ello cabe objetar que el estallido de una guerra civil es prueba de que el gobierno
reconocido no expresa ya la voluntad de todo el Estado y sí sólo una parte. Por eso, el trato
exclusivo de los terceros Estados con el gobierno reconocido significa, en realidad, una
intervención en los asuntos internos del Estado en cuestión. Este punto de vista, apuntado ya por
Wiesse, ha sido desarrollado posteriormente por Scelle y Wehberg. También Lauterpacht se
remite al principio de no intervención, del que deduce el deber de los terceros Estados de
mantenerse neutrales incluso antes del reconocimiento de los insurrectos como beligerantes, en
cuanto se den los supuestos antes indicados.

Pero la práctica de los Estados nos enseña que no se inclinan a sacar del principio de no
intervención esta consecuencia. Sólo algunas veces se han pronunciado en este sentido. Así, la
declaración del Lord Halifax ante el Consejo de la S. de N., durante la guerra civil española, en
mayo de 1939, deducía el principio de no intervención en una guerra civil del derecho que tiene
todo Estado de determinar su propia forma de gobierno. Cuando surge en un Estado una lucha
acerca de la forma de gobierno -añadía Lord Halifax- es para los demás Estados un deber el
abstenerse de ejercer presión alguna sobre el pueblo de este Estado, en uno u otro sentido.

Ahora bien: esta declaración no pasará de ser un simple postulado mientras los Estados sólo
consideren actos de gobierno los actos de aquellos rebeldes que hayan sido reconocidos como
beligerantes. No cabe, pues, hablar de una equiparación de los rebeldes no reconocidos con el
gobierno legal. Pero hay cierta tendencia a tener en cuenta, no obstante, a los rebeldes aunque no
estén reconocidos.

Relacionada con esta cuestión está la de si el reconocimiento de rebeldes es constitutivo o


meramente declarativo. Incluso los autores que consideran el reconocimiento de los Estados como
un acto declarativo suelen sostener que la subjetividad jurídico-internacional de los rebeldes surge
con el reconocimiento, o sea que éste es constitutivo. Se adhiere a este punto de vista la
Convención panamericana de 20 de febrero de 1928 sobre los derechos y deberes de los Estados
ante una guerra civil. Lo adopta así mismo Lauterpacht. Pero el reconocimiento va vinculado a la
comprobación (declarativa) de que se dan efectivamente los supuestos de hecho de la
beligerancia, a la que antes nos hemos referido.
Por tal motivo, los terceros Estados no pueden proceder al reconocimiento de los rebeldes
mientras no se produzca efectivamente un levantamiento en el sentido del D. I. Faltando alguno
de los requisitos en cuestión, un reconocimiento de esta índole constituye una violación del
Derecho Internacional.

E. La forma del reconocimiento de beligerancia.

Las autoridades establecidas casi nunca reconocen a los insurrectos como beligerantes en forma
expresa, pero tal reconocimiento puede resultar implícito si las autoridades pretenden registrar
buques extranjeros sospechosos de llevar contrabando a los insurgentes o que tratan de romper
un bloqueo impuesto por las autoridades establecidas.

El reconocimiento de terceros Estados tiene lugar mediante la entrega de una declaración de


neutralidad, y sólo excepcionalmente se recurre a un reconocimiento directo. Pero esta
declaración de neutralidad se distingue de la que tiene lugar en una guerra por el hecho de que
fundamenta la subjetividad jurídico-internacional de los rebeldes.

El reconocimiento puede ser otorgado por el gobierno legal, y entonces es adecuado -y


probablemente obligatorio- que los otros Estados reconozcan el estado de guerra existente y
asuman las obligaciones de neutralidad. Pero puede suceder que los otros Estados consideren a
los insurgentes como una potencia beligerante antes de que el Estado en cuyo territorio tiene
lugar la insurrección lo haga así. En tal caso, la insurrección es guerra en el sentir de estos otros
Estados, pero no en opinión del gobierno legítimo. Como la observancia de las reglas
generalmente reconocidas de la guerra es una de las condiciones del reconocimiento de
beligerancia, el reconocimiento por los otros Estados suministra una prueba de la capacidad y
buena voluntad de los insurgentes en observar estas reglas. ¿Puede el gobierno de iure, en este
caso, ignorar el reconocimiento otorgado por los otros países y tratar a los rebeldes o insurgentes
como criminales y traidores? Si bien la práctica de los reconocimientos no proporciona una
respuesta inequívoca, no es posible sostener -como cuestión de derecho- que el gobierno
establecido, en vista del reconocimiento por parte de otros Estados, deba conceder a los rebeldes
de su territorio la protección del Derecho de guerra. El hecho de que el gobierno establecido
rehuse el reconocimiento, afecta de manera adversa la posición de los rebeldes y limita los efectos
de reconocimiento por parte de otros países. En cualquier caso, a la vista del reconocimiento de
los otros Estados surge para el gobierno legítimo, incluso si rehusa el reconocimiento, una
obligación moral -que se aproxima estrechamente a una obligación jurídica- de tratar a los
insurgentes de acuerdo con las reglas de la guerra de carácter humanitario.

F. Efectos.

Del reconocimiento de la beligerancia se derivan dos series de consecuencias jurídicas:

1. º En las relaciones entre los insurrectos y el gobierno legal, el efecto esencial del
reconocimiento de beligerancia es la aplicación de las leyes de la guerra. Aunque las relaciones
entre los elementos revolucionarios y el gobierno regular sean de origen interno, los rebeldes
serán tratados, por razones de humanidad o de conveniencia derivada de la reciprocidad de
tratamiento, como si fueran los instrumentos militares de un Estado beligerante, y no podrán ser
ejecutados sumariamente, sino que deberán ser considerados combatientes regulares; es decir,
disfrutarán del trato de prisioneros de guerra.

2. º En las relaciones entre las dos partes combatientes y los terceros Estados, hay que distinguir:

a) Ambos combatientes podrán ejercitar las prerrogativas de la beligerancia (ejercicio del derecho
de presa, establecimiento de bloqueo, etc.), de acuerdo con las prescripciones establecidas por su
parte.

b) Los terceros deberán ajustar su conducta a los derechos y obligaciones de la neutralidad,


absteniéndose de ayudar a ninguna de las partes combatientes.

En el derecho internacional, calidad que revisten las potencias o sujetos que llevan a cabo acciones
bélicas contra enemigos, respetando las leyes de guerra.

La etimología de la palabra proviene del latín belligerans, de bellum, guerra, y gerere, sustentar.

Las leyes y costumbres de la guerra, sancionadas en las diferentes convenciones que se han
suscripto a tal efecto, constituyen los principios y prácticas que deben observar los estados o
grupos beligerantes que tomen parte en una contienda. Estas prácticas o costumbres obedecen a
una necesidad de humanizar la guerra, valga la paradoja, con el objeto de evitar en lo posible
crímenes y matanzas innecesarios.

Con la declaración de guerra, adquieren la calidad de beligerantes los estados que intervienen en
el conflicto, y de neutrales aquellos que no participan del mismo. Cabe aclarar que el concepto de
beligerante sufrió una modificación durante la segunda guerra mundial, período durante el cual
apareció una nueva figura jurídica, la no beligerancia, es decir, la población civil que no puede
participar en la contienda, caso contrario será juzgada por la ley marcial, con excepción del caso de
levantamiento en masa contra el invasor.

Conforme el reglamento actualizado de las leyes y costumbres de la guerra terrestre, anexo al IV


convenio de la haya de 1907, son beligerantes: a) los miembros del Ejército, las dotaciones de la
Marina de guerra y las tripulaciones de los aviones militares, con inclusión de los servicios
auxiliares; b) las milicias y los cuerpos de voluntarios, siempre que haya al frente de ellos una
persona responsable, lleven un signo distintivo que pueda reconocerse adistancia, utilicen las
armas abiertamente y se sujeten a las leyes y costumbres de la guerra. La tripulación de un buque
mercante transformado en navío de guerra se asimila a la dotación de éstos últimos; c) el
levantamiento en masa, o sea el de la población de un territorio no ocupado, que al aproximarse
el enemigo toma parte espontáneamente en la lucha contra las tropas invasoras; será considerada
como beligerante cuando sus componentes lleven armas abiertamente y observen las reglas de la
guerra.

Asimismo, por el convenio de Ginebra de 1949, relativo al tratamiento de los prisioneros de


guerra, son también beligerantes: a) los movimientos de resistencia organizados, aun cuando
actúen en territorio ya ocupado, siempre que figure a la cabeza de ellos una persona responsable,
lleven un distintivo reconocible a distancia, utilicen las armas de manera ostensible y se
conformen a las reglas de la guerra; y b) las fuerzas Armadas regulares de un gobierno o una
autoridad no reconocidos por la potencia en cuyo poder han caído. Ver Neutralidad.
2. ¿CÓMO CELEBRA LA SANTA SEDE CONCORDATOS, EN QUE TRATADO, FECHA Y AÑO SE LE
RECONOCIÓ PERSONALIDAD INTERNACIONAL?

El Papa a la cabeza de la Santa Sede, es que podemos definirla también como el ente central
y supremo de la Iglesia Católica, La subjetividad de la Santa Sede dentro de la comunidad
internacional, se remonta a la época del nacimiento de esta última y tiene una base histórica
innegable, unida a razones de orden espiritual. Por ellas la Santa Sede, aún en la época en
que estuvo privada de base territorial entre los años 1870 y 1929 , existen otras de
orden puramente jurídico que resultan también convincentes para afirmar la personalidad
internacional de la Santa Sede, especialmente en el período más discutido que va precisamente
desde los años 1870 a 1929.

Hasta el año 1870 el Sumo Pontífice no era solamente el Jefe Supremo de la Iglesia
Católica, sino también el soberano del Estado Pontificio. Tenía en consecuencia dos poderes; un
Poder Temporal, la soberanía sobre el Estado Pontificio y un Poder Espiritual, que se
extendía a todas las comunidades católicas del mundo. En consecuencia los Papas sostenían
hasta esa fecha, que para el cumplimiento de su misión espiritual de la Iglesia Católica era
garantía indispensable la existencia del poder temporal.

Por otro lado, el nacimiento del Reino de Italia se va a lograr a través de una larga y difícil
gestación, en la cual hay que tener presente grandes acontecimientos que van marcando los hitos
de este camino. El ansia del pueblo italiano de constituir una nación y no un conjunto de Estados
independientes se manifiesta desde antes del Renacimiento. Es así como César Borgia
luchará, en vano, para hacer realidad este anhelo que dormita durante años en el alma italiana,
hasta que los ejércitos de Napoleón vuelven a llamar a la unidad racial y política a los peninsulares
con la fuerza de los principios nacionalistas que se esparcen a través de toda Europa.

Alrededor del año 1850, Piamonte hace suyo el movimiento unitario italiano que pide a Roma
como capital y en donde la incorporación del Estado Pontificio al Reino de Italia, fue Uno de los
puntos del Programa del gran político Cavour. Es así, como en el año 1859, Víctor Manuel II,
camino de la unidad italiana, se apodera de la Romana y de Bolonia, que Pertenecían a los
dominios pontificios. Dos años después, el 17 de marzo de 1861, éste adoptó para sí y para sus
descendientes el título de Rey de Italia, con ello pierden los sucesores de San Pedro parte
de sus Estados, que tenían su origen en los tiempos Calovingios. El 27 de marzo de 1861,
diez días después de la proclamación de Víctor Manuel de Saboya como Rey de Italia, el
Parlamento italiano vota casi por unanimidad una orden del día confiriendo a Cavour su
confianza para lograr la unión de Roma a Italia, capital aclamada por la opinión nacional.

Austria, potencia vecina, y cuya presencia militar en la península era recurrente, procede a
invadir Lombardía y Venecia, pues de acuerdo con la política de Metternich el régimen
absolutista en los reinos y ducados italianos estaban en la línea de los intereses austriacos,
lo que llevó a Francia a intervenir para contrarrestar la influencia de los Habsburgos.

Napoleón III, en tanto, trata de mantener la independencia del ahora empequeñecido


Estado Papal, reforzando para esto los ejércitos franceses en la Ciudad Eterna. En el 1864,
Francia e Italia firman la Convención de Saint-Cloud, en la que el recién creado Reino Se
compromete a no atacar y a defender al Pontífice de cualquier agresión externa y, por su parte,
Francia a evacuar en el período de dos años a sus tropas, para así permitir que se re
organizara el ejército papal. De esta manera, Napoleón cede a las presiones conjuntas de
Inglaterra y de la opinión pública italiana, sin embargo esta Convención no entraría en
vigor sino hasta que el Rey de Italia no hubiere elegido como residencia y capital otra
ciudad distinta a la de Roma. Esta condición se cumplió, al preferirse a Florencia como sede
del Gobierno italiano.

En el año 1866, Francia por su parte, da cumplimiento a la Convención de Saint-Cloud y el


último soldado francés sale de Roma, sin embargo será por poco tiempo, ya que un año
después, en 1867 las divisiones galas deben volver a apoyar al ejército pontificio en contra de las
fuerzas italianas, que se encontraban a tan sólo veinte kilómetros de Roma. El ejército italiano
por su parte, no puso mayor resistencia retirándose a medida que las tropas francesas
tomaban posesión. Sin embargo Francia deseosa de resolver definitivamente este problema,
propone a las demás potencias europeas celebrar una reunión en París, sobre la base de la
Convención de Saint-Cloud, la cual fracasa estrepitosamente ya que sólo acude Austria.

Serán las guerras de la unificación alemana, las que obliguen, nuevamente a Napoleón III, a
retirarse de Roma y esta vez, el Papa librado a sus fuerzas, va a sucumbir ante el avance de las
tropas enviadas por el Rey Víctor Manuel, quien con el pretexto de defender la Santa Sede
y la conservación del orden en las provincias gobernadas por su Santidad, las hace avanzar
hasta las puertas de Roma, violando flagrantemente los principios más elementales del derecho
internacional al cruzar el día 11 de septiembre la frontera pontificia.

Tras la derrota del ejército papal en el año 1870, se verifica en Roma el día 2 de octubre
de ese mismo año, un plebiscito que fue favorable a la anexión de dicha ciudad al Reino
de Italia, la que fue incorporada por Real Decreto del 9 de octubre de 1870. Sin perjuicio
de lo anterior, los vencedores, por respeto a la persona del Papa Pío IX, no entraron a los palacios
vaticanos, lo que ha llevado a algunos autores de Derecho Internacional Público a afirmar que el
Estado Vaticano, continuó existiendo en aquel reducido territorio en que no fue
materialmente sustituida su autoridad por la italiana, manteniendo, asimismo, en forma
inalterable su derecho de legación activo y pasivo, celebrando Concordatos, reconociendo
nuevos estados, actuando como mediador en algunas controversias y considerando al Papa
como jefe de un estado reconocido como sujeto de derecho internacional. De esta forma, se
pone fin al dominio temporal de los sucesores de San Pedro, planteándose lo que es
conocido como “la Cuestión Romana”, no sólo como un problema nacional sino como una
intrincada cuestión internacional. La primera preocupación del Gobierno italiano en esta
materia, fue tranquilizar a la opinión católica universal, sin embargo, comprendiendo que
en aquellas circunstancias todo acuerdo con la Santa Sede era imposible, presentó al
Parlamento Italiano el día 13 de mayo de 1871, las disposiciones del Decreto Real convertidas
ahora en proyectos de ley, obteniendo la votación favorable necesaria en el Parlamento,
dando origen a la llamada, “Ley de Garantías sobre las Prerrogativas del Soberano Pontífice
y de la Santa Sede y sobre las Relaciones del Estado con la Iglesia”. Esta Ley confería al
Papa los derechos y honores de un soberano, asimismo, reconocía a los palacios
papales su extraterritorialidad y le otorgaba al Sumo Pontífice una
suma de dinero anual.
El Papa Pío IX no aceptó la citada Ley ya que consideraba, por una parte, que ésta no lo obligaba
por emanar de un Estado no reconocido por el Sumo Pontífice y por otro lado, la solución
propuesta no resultaba satisfactoria, ya que ella emanaba unilateralmente del derecho interno
italiano, manteniendo el Papa, en consecuencia, una permanente protesta en contra de lo que
consideraba una usurpación. Es así como en su Encíclica “Ubi Arcano”, de 15 de mayo de 1871,
pone de manifiesto su protesta contra la regulación jurídica que calificaba de inadmisible.
Con la Ley de Garantías se pretendió consagrar la desaparición de la soberanía temporal,
negándosele incluso a la Santa Sede la propiedad de los Estados Pontificios y
reconociéndole al Papa sólo algunas prerrogativas. De esta forma el Pontífice se constituye en
prisionero en el Palacio Vaticano, política que será continuada por sus sucesores, viviendo el
Quirinal y el Vaticano de espalda por muchos años.

Joaquín Rodríguez de Cortázar al analizar la Cuestión Romana, “las tentativas de


acercamiento que inicia el Gobierno italiano con la Ley de Garantías, no serán jamás
interrumpidas”. Durante el Pontificado de Pío XI, con ocasión de la visita del Rey de
España, Alfonso XIII, en noviembre del año 1923 fue huésped oficial del Rey de Italia, pero también
fue recibido oficialmente por el Papa. En aquella ocasión el diario “L’Osservatore Romano”,
en su publicación del 25 de noviembre de ese mismo año, recuerda en una nota los términos de la
Encíclica “Pacem Dei Munus”, en la que Benedicto XV autorizaba las visitas de los soberanos
católicos a los Reyes de Italia, renovándose en el citado artículo las protestas de la Santa Sede de
1870, afirmando que nada había cambiado.

En aquella época, el Partido Fascista gobernante en Italia, no cejó en sus tentativas de poner fin a
“la Cuestión Romana”, ya que estando profundamente poseído de un espíritu nacionalista,
estimó que una Iglesia Católica Italiana era una formidable aliada para su política exterior,
y que un minúsculo Estado Pontificio como centro de Italia no era ni podía ser nunca
másque una ficción, pero una ficción extremadamente útil.
La Curia Romana, por su parte, comprendió cuan fortificada podía salir la Iglesia de
un eventual acuerdo bajo estas nuevas circunstancias y que recobrando el dominio
temporal, aunque éste fuera reducido, se le abrían las puertas para ingresar a la Sociedad de
Naciones, Organización Internacional de la que siempre lamentó verse excluida la diplomacia
pontificia.

Los Acuerdos de Letrán.

Los Acuerdo de Letrán, firmados el 11 de febrero de 1929, por Benito Mussolini y el Cardenal
Pedro Gasparri, como plenipotenciarios de Víctor Manuel III y Pío XI, respectivamente
y ratificados cuatro meses más tardes, el 7 de junio, pusieron término a “la Cuestión Romana”
normalizándose las relaciones entre la Santa Sede e Italia.

Estos Acuerdos tienen el carácter de bilaterales y fueron recogidos en la nueva


Constitución Italiana de 1947. Los Acuerdos de Letrán son tres: un Tratado Político,
relacionado con las nuevas garantías de independencia pontificia, un Concordato, relativo al
régimen eclesiástico, y una Convención Financiera, para la regulación de los créditos que la
Santa Sede hacía valer en razón de las confiscaciones sufridas por parte del gobierno italiano.
El más importante de estos acuerdos es el Tratado de Letrán, el que reconoce a la Santa
Sede su personalidad internacional preexistente, al tiempo que da origen a la creación de un
nuevo sujeto internacional, cual es el Estado de la Ciudad de El Vaticano, ello a la luz de los
antecedentes es evidente, toda vez que como bien señala don Hugo Llanos Mancilla en su obra
Teoría y Práctica del Derecho Internacional Público, resulta “totalmente inadmisible
mantener que fuera el propio Estado de la Ciudad de El Vaticano quien pactara, pues éste aún no
había nacido”.

Podemos señalar las siguientes disposiciones como las más significativas del citado
Tratado de Letrán:

1.Italia reconoce la soberanía de la Santa Sede en el dominio internacional, como un


atributo inherente a su naturaleza, en conformidad con su tradición y con las exigencias de su
misión en el mundo.

2.Igualmente, Italia reconoce a la Santa Sede el derecho de legación activo y pasivo,


obligándose ambas partes a establecer relaciones diplomáticas. En el hecho, la Santa Sede
mantiene misiones diplomáticas en muchos países. Los jefes de misión de la Santa Sede
que tienen rango más alto son los nuncios. Respecto de los Estados con los que la Santa
Sede no mantiene relaciones diplomáticas, ésta envía un delegado apostólico, el cual es
representante del Papa ante la Iglesia local.

3.Se le reconoce a la Santa Sede la propiedad plena y la soberanía exclusiva y absoluta


sobre la ciudad de El Vaticano, para garantizarle de esta forma, la independencia completa detodo
el poder temporal. Dicho Estado tiene una superficie exigua de 44 hectáreas y como lo
recordara don Santiago Benadava en su libro titulado Derecho Internacional Público, fue el Papa
Pablo VI quien en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas, expresó que “el Papa no está investido sino de una minúscula y cuasi simbólica soberanía
temporal: el mínimo necesario para ser libre de ejercer su misión espiritual y para asegurar a
aquellos que tratan con él que es independiente de toda soberanía de este mundo”. La
población de la ciudad de El Vaticano, formada por eclesiásticos, laicos, guardias suizos y
comunidades religiosas, está bajo la autoridad suprema del Sumo Pontífice. Muchas
personas que sirven en la Santa Sede tienen nacionalidad vaticana o viajan con pasaporte
vaticano.

4.Se declara sagrada e inviolable la persona del Soberano Pontífice y punible cualquier
atentado en su contra.

5.La Santa Sede declara que, frente a las rivalidades temporales entre los demás estados
permanecerá ajena, asimismo, señala que no participará en las reuniones internacionales
convocadas con este objeto, a menos de que las partes en litigio hagan un llamado
unánime a su misión de paz, reservándose en cada caso, el hacer valer su poder moral y
Espiritual.

Como consecuencia de lo anterior, la ciudad de El Vaticano va a ser siempre considerada


como territorio neutro e inviolable. Sin embargo, en algunas ocasiones y previa petición de las
partes involucradas en una controversia, el Sumo Pontífice, ha aceptado ejercer su misión de
paz. Así, en 1885 a solicitud de España y Alemania, sirvió de mediador en la controversia
entre estos países sobre las islas Carolinas, ubicadas en Oceanía en el Pacífico Occidental, al
norte de Nueva Guinea y a solicitud de las Repúblicas de Chile y de Argentina, fue mediador en el
diferendo sobre delimitación marítima en la zona austral entre los años 1979 y 1984.

Los otros dos Acuerdos de Letrán son, como ya dijimos, el Concordato y la


Convención Financiera. El primero, tiene por objeto asegurar a la Iglesia Católica en Italia
una situación de privilegio, ya que dispone que el Catolicismo es la religión oficial del Estado,
estableciendo la enseñanza de la doctrina Católica y asegurando la prestación de la fuerza
pública para la ejecución de las sentencias eclesiásticas. Este Concordato ha dado lugar a
algunos diferendos entre la Santa Sede y el Gobierno italiano, como el surgido en el año 1970 con
motivo de la Ley que instituyó el divorcio en Italia, la cual atentaba abiertamente con las
estipulaciones concordatarias. Por su parte, la Convención Financiera establece el pago a la
Santa Sede de una suma de dinero, además de contemplar la constitución de un título de renta a
su favor.

La Santa Sede después de los Acuerdos de Letrán.

Con posterioridad a los Acuerdos de Letrán, la Santa Sede puede sin lugar a dudas, actuar
en el plano internacional en virtud de un doble título, como órgano supremo de la Iglesia
Católica y como órgano supremo del Estado de la Ciudad de El Vaticano. Los concordatos
son celebrados por la Santa Sede como órgano supremo de la Iglesia Católica y las diversas
convenciones sobre asuntos temporales tales como moneda, correos, sanidad, etc,

Han sido celebradas por la Santa Sede en nombre y representación del Estado de la Ciudad de El
Vaticano. En consecuencia, podemos afirmar que la Santa Sede es una persona jurídica de
derecho internacional, que en muchos aspectos ha sido equiparada a un estado y en tal calidad en
el año 1961, firmó y ratificó la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas,
Convención reservada exclusivamente a los estados, lo propio hizo en el año 1969 con la
Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, siendo, asimismo, invitada sin
oposición alguna a participar en el año 1975, en la Conferencia de Viena para adoptar la
Convención sobre las Relaciones de los Estados con los Organismos Internacionales de
Carácter Universal.

Por su parte, la Organización de Naciones Unidas establece los siguientes requisitos para
ser declarado como observador permanente ante dicho Organismo, a saber: a) Que el
Estado sea miembro de alguno de los organismos especializados de Naciones Unidas y b) Que el
Estado sea generalmente reconocido por la mayoría de los Estados miembros de las
Naciones Unidas, los cuales, como serán analizados a continuación, la Santa Sede cumple.

A este respecto, podemos señalar que tratándose de materias de carácter técnico, la Santa
Sede es miembro tanto de la Unión Postal Universal como de la Unión Internacional de
Telecomunicaciones, igualmente se ha hecho representar por un observador en el Consejo
Económico y Social. Por otro lado, este Sujeto de Derecho Internacional, se ha interesado por
determinadas funciones de carácter social desarrolladas por las Naciones Unidas, participando en
el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), y en el Programa de Ayuda a los
Refugiados de Palestina. Del mismo modo, la Santa Sede ha participado en tratados tales como la
Convención referente a la Condición Jurídica de los Apátridas en 1954, en la Conferencia
del Derecho del Mar y en la Conferencia sobre La Protección de Bienes Culturales,
convocada esta última, por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura (UNESCO) y desde 1955, viene participando como Miembro en los
trabajos de la Comisión de Energía Atómica de Ginebra.

Podemos señalar, sin equivocarnos, que la continuidad y permanencia ha sido la


característica sistemática de la presencia de delegados y observadores de la Santa Sede a las
actividades de la comunidad internacional, lo cual manifiesta claramente que ella no se
contenta con intervenciones aisladas y ocasionales, sino que es un motivo basado en
profundas razones que yacen en la fuente misma de la misión de la Iglesia Católica.

Por otra parte, en el año 1964 la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas con 41
Estados miembros y era reconocida sin relaciones diplomáticas por otros tantos países, siendo el
número de Estados miembros de Naciones Unidas, en aquella época, alrededor de 112. En
consecuencia cuando el Secretario General de Naciones Unidas, el Birmano U. Thant, acusa
recibo de la nota de la Santa Sede de fecha 21 de marzo de 1964 y acepta al primer
observador permanente, representado por Monseñor Alberto Giovannetti designado por el
Papa Pablo VI, actúa plenamente ajustado a derecho. Sin embargo, será a partir de la Conferencia
de El Cairo sobre Población y Desarrollo celebrada en 1994 y de la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer, celebrada en 1995, que ciertas organizaciones no gubernamentales, entre
las que se destacan “Center for Reproductive Law and Policy” y “Catholics for a Free
Choice”, las cuales han estado intentando que la Santa Sede pierda su status de
observador permanente como Estado no miembro de las Naciones Unidas, promoviendo
una revisión formal de su condición ante la Organización de las Naciones Unidas. La razón
de esto, radica en la decidida defensa que realiza la Iglesia Católica al derecho a la v ida, el
matrimonio y la familia, frente a los intentos de crear una llamada “nueva ética”, ligada a un
relativismo moral.

En el fondo, se trata de un conflicto entre una visión de los derechos humanos como
principios universales fundados en el derecho natural y un concepto de derechos,
considerados como adaptaciones, ventajas o privilegios concedidos a las personas, según los
acuerdos sociales y el desarrollo de las normas legales.

3. ¿CUÁL ES EL ÁREA DE CIUDAD DEL VATICANO, QUIENES FORMAN SU POBLACIÓN, QUIEN


EJERCE LOS PODERES PÚBLICOS?

Con una superficie de apenas 44 hectáreas, la Ciudad del Vaticano es el estado independiente más
pequeño del mundo, tanto por el número de habitantes como por su territorio. Sus fronteras
están delimitadas por las murallas y una franja de travertino que une los dos hemiciclos de la Plaza
San Pedro. Además del propio territorio, la jurisdicción vaticana se extiende a otras zonas de Roma
y fuera de ella que gozan del derecho de extraterritorialidad.

El Estado de la Ciudad del Vaticano fue constituido por el tratado de Letrán entre la Santa Sede y
el estado italiano, firmado el 11 de febrero de 1929. Dicho acuerdo estableció la personalidad del
Vaticano como Ente soberano de derecho público internacional, y su objetivo fue asegurar a la
Santa Sede, en su condición de suprema institución de la Iglesia Católica, "la absoluta y visible
independencia garantizándole una soberanía indiscutible también en el campo internacional",
como se declara en el preámbulo del tratado.
La Iglesia Católica cumple con su misión evangélica a través de las distintas iglesias particulares y
locales, y de su gobierno central, constituido por el Sumo Pontífice y por los Organismos que
coadyuvan con él en el ejercicio de sus responsabilidades para con la Iglesia universal (Santa Sede).

La forma de gobierno es la monarquía absoluta. El Sumo Pontífice es el Jefe del Estado, con plenos
poderes legislativos, ejecutivos y judiciales: durante el período de sede vacante el Colegio de
cardenales ejerce estos poderes. El poder legislativo además, es ejercitado en nombre del Sumo
Pontífice, por una Comisión integrada por un Cardenal Presidente y otros cardenales nombrados
por un quinquenio. El poder ejecutivo está ejercido por el Presidente de la Comisión, y en esta
condición, asume el nombre de Presidente del Governatorato, y es coadyuvado por el Secretario
General y por el Vicesecretario General. De él dependen las Direcciones y las Oficinas centrales en
que se encuentra organizado el Governatorato, o sea el complejo de organismos a través de los
cuales es ejercido dicho poder. Los órganos constituidos según el sistema judicial del Estado
ejercen el poder judicial en nombre del Sumo Pontífice.

El Estado de la Ciudad del Vaticano posee una bandera propia dividida en dos campos verticales:
uno amarillo, junto al asta, y otro blanco, en que está representada la tiara pontificia con las llaves
cruzadas. Posee derecho de acuñar su propia moneda, el euro del Vaticano, y emite sus propios
sellos de correos. En el Vaticano se edita un periódico diario, L’Osservatore Romano, fundado en
1861; y desde 1931, funciona una emisora, Radio Vaticano, que transmite a todo el mundo
programas en diversas lenguas. Actualmente, los habitantes del Estado ascienden a 800,
aproximadamente, de los cuales, unos 450 poseen ciudadanía vaticana, mientras que el resto, con
residencia temporal o permanente en el Estado, no la tienen.

El Cuerpo de la Guardia Suiza, encargado de la seguridad del Papa y del Estado, fue fundado en
1506 y sus miembros visten un uniforme que, según la tradición, fue diseñado por Miguel Ángel. El
Cuerpo de la Gendarmería se ocupa de los servicios de policía y de seguridad del Estado.

4. ¿CUÁL ES LA NACIONALIDAD DE LAS SOCIEDADES EN EL ÁMBITO INTERNACIONAL; QUE DICE


LA CONSTITUCIÓN NACIONAL RESPECTO DE LA NACIONALIDAD DE LAS SOCIEDADES?

I. doctrina de la nacionalidad de las sociedades

Los autores, en general, reconocen que la atribución de nacionalidad a las sociedades tiene su
origen en la analogía entre persona jurídica y persona naturales. Las sociedades son consideradas
como sujetos de derecho análogos a las personas físicas debiendo, en consecuencia, gozar de las
diversas prerrogativas de que se benefician estas últimas, especialmente en lo relativo a la
nacionalidad. Rovira, por su parte, a pesar de considerar que esta analogía es exagerada, recuerda
que "sin perjuicio de los fundamentos de orden legal, dicha asignación de nacionalidad ha tenido y
tiene serias razones de orden político-económico que la respaldan.

Los argumentos de que se ha valido la doctrina han sido muy variados. Sin embargo, entendemos
posible sistematizarlos en tres categorías. Una primera categoría se encuentra compuesta por
aquellos que fundamentan la nacionalidad de las sociedades en razón de que existen normas de
Derecho positivo que se la atribuyen. Una segunda categoría de argumentos tiene su origen en un
posicionamiento previo en favor de la doctrina de la realidad de las personas jurídicas. La tercer
categoría se ocupa de la noción de nacionalidad en sí misma, confiriéndole un significado que
pretende evitar buena parte de las críticas que recaen sobre esta cuestión.
Los autores franceses modernos, que fundamentan la atribución de nacionalidad de las sociedades
en argumentos de Derecho positivo, se basan en un análisis literal de los textos jurídicos. Nos
dicen que tanto en el Derecho Público Internacional como en el Derecho Internacional Privado, en
general, se admite que, cuando los tratados hablan de nacionales y extranjeros, se refieren lo
mismo a personas físicas que a las morales. En la doctrina brasileña, Bevilaqua, en 1906, admitía la
nacionalidad de las personas jurídicas, no por tratarse de una cualidad que les sea esencial sino
como un atributo conferido por el Derecho. Claro que ese atributo le es conferido por tratase de
una necesidad de la vida jurídica, puesto que la nacionalidad determinaría la Ley a cuyos preceptos
obedecería la sociedad en su formación y disciplinaría su capacidad. Según este autor, la
legislación brasileña reconoce de modo expreso la nacionalidad de las personas jurídicas de
Derecho privado, en una serie de normas en que distingue entre nacionales y extranjeras,
estableciendo las condiciones para que les sea atribuida la calidad de nacionales. Espinola &
Espinola Filho y Cesarino Junior, fundamentan su postura en favor de la atribución de nacionalidad
a las sociedades, recordando que los artículos 16 a 21 del Código Bustamante y Sirvén consagraron
expresamente la nacionalidad de las personas jurídicas. El artículo 19, por ejemplo, dispone:

“La nacionalidad de las sociedades anónimas, será determinada por el contrato social y,
eventualmente, por la Ley del lugar en que normalmente se reúna la junta general de los
accionistas o, en su falta, por la del lugar donde funcione su principal Consejo Administrativo o
Junta Directiva.”

En cambio, en 1928, Mazeaud fundamentaba la utilización analógica de la noción de nacionalidad


respecto de las sociedades, en su crítica a la teoría de la ficción. La noción de la nacionalidad de las
sociedades, según Mazeaud, estaría en armonía con la teoría de la realidad, además de
encontrarse consagrada en la legislación francesa. Se trataría de una noción indispensable, puesto
que su negación aparejaría complicaciones infinitas. En 1933, Rüland apoyaba los argumentos de
Mazeaud en favor de la utilización analógica de la noción de nacionalidad. Además de recordar
que la nacionalidad de las sociedades está consagrada en el Derecho positivo, considera a la
nacionalidad como un corolario necesario de la personalidad jurídica. Isay sostenía, asimismo, que
sería posible atribuir nacionalidad a las personas jurídicas tanto como a las personas físicas, pues
en tanto realidades jurídicas dotadas de personalidad, serían capaces de adquirir ciertos derechos
y obligaciones, como miembros del Estado. En la doctrina brasileña, esta misma argumentación
fue la seguida, en 1938, por Carvalho De Mendonça, según el cual la nacionalidad de las
sociedades nace del reconocimiento de la calidad de persona jurídica

Travers, sustentaba que la naturaleza jurídica de la sociedad comercial no era incompatible con la
atribución de nacionalidad. Nada impediría, a juicio de este autor, la existencia de un lazo político
de dependencia entre la persona jurídica y el Estado. Sin embargo, Travers reconoce que la noción
de nacionalidad presenta diferencias según esté referida a las personas jurídicas o a los individuos
la nacionalidad no puede ser adquirida ni perdida por las mismas vías, así como no produce las
mismas consecuencias jurídicas - pero procura demostrar que esas disparidades no suponen una
incompatibilidad absoluta entre la persona jurídica y la nacionalidad.

En tercer lugar, según la concepción de Ferrara y de Sereni, la nacionalidad es un vínculo con un


determinado Estado, sin que se deba discrimin-ar entre personas físicas o jurídicas y sin que sean
pertinentes mayores indagaciones sobre la naturaleza de estas personas. A este argumento
Mazeaud añade:
"La nacionalidad no es un vínculo de naturaleza esencialmente política, sino una relación de
dependen-cia que une a la persona con el Estado."
En este mismo sentido, Loussouarn & Bredin sostienen que la noción de nacionalidad no
corresponde necesariamente a un vínculo de naturaleza esencialmente política sino a un vínculo
de alcance más extendido, que relaciona a una persona con un Estado determinado. Loussouarn,
en otra obra, aclara que la nacionalidad de las personas jurídicas, sin embargo, no tendría por qué
ser identificada absolutamente con la nacionalidad de las personas físicas, ni engendrar las mismas
consecuencias jurídicas que esta última. Goldman coincide plenamente con Loussouarn, puesto
que concluye que el empleo de la noción de nacionalidad de las sociedades es perfectamente
defendible “con la condición de no olvidar jamás que no se trata de una identidad sino de una
simple analogía”.

Según Batiffol, la nacionalidad de las personas morales sería una noción bastante próxima a la
nacionalidad de los navíos, barcos y aeronaves. Miranda considera que no habría ningún
inconveniente serio para atribuirle nacionalidad a las sociedades, así como no lo habría para
atribuirle nacionalidad a los buques o a los bienes inmuebles. La atribución de nacionalidad se
sustentaría en la existencia de una relación entre el buque y la bandera nacional que enarbolase,
así como entre el inmueble y su localización geográfica. En las sociedades implicaría su sujeción a
un determinado Estado y a sus leyes. Travers, siguiendo la línea de una interpretación amplia de la
noción de nacionalidad, llegó a sustentar que “racionalmente la nacionalidad se impone todavía
más respecto de las personas jurídicas que respecto de las personas físicas”.
B. Razones políticas y económicas a favor de la atribución de nacionalidad

Existen razones que exceden lo meramente jurídico, para fundamentar la atribución de


nacionalidad a las sociedades. Estas razones tienen que ver tanto con la extensión de la protección
diplomática a las sociedades como con el Derecho de Extranjería.

Le Pera agrega dos razones para extender a las sociedades, la atribución de un estado de
nacionalidad reservado, en principio, a los individuos. Una de las razones consiste en la
exageración antropomórfica de las sociedades, de las que se predican también las cualidades
humanas del nacimiento, el nombre, el patrimonio, el domicilio, la voluntad y la muerte. La
segunda razón se encuentra vinculada con la siguiente premisa: "Todo Estado tiene derecho a
otorgar protección diplomática a sus nacionales". Esta razón era reconocida expresamente por
Salem, en su obra “La question de la nationalité des sociétés et les intérêts français à l’étranger”
(1929). Según este autor, la noción de nacionalidad de las sociedades sería fundamental para
asegurar a las sociedades francesas su actividad y el ejercicio de sus derechos en el extranjero,
inclusive invocando la protección diplomática. Sobre este último sentido insiste Batiffol. Dice este
autor: puesto que el Estado ejerce la protección diplomática de sus nacionales en el extranjero y
concluye tratados en su provecho, no tendría por qué desinteresarse de esos mismos nacionales
cuando asumen una forma colectiva.

Batiffol sostiene, además, que la actividad colectiva debe ser controlada por el Estado como la
actividad individual, pues es también una actividad de indivi-duos y debe ser, a la vez, más
estrechamente reglamentada en razón de los peligros con que amenaza la autoridad del Estado y
la libertad de los particulares.

1. Nacionalidad y autonomía de la voluntad


El artículo 9 del Código Bustamante y Sirvén dispone:

"Cada Estado contrayente aplicará su propio derecho a la determinación de la nacionalidad de


origen de toda persona individual o jurídica y de su adquisición, pérdida o reintegración posterior,
que se hayan realizado dentro o fuera de su territorio, cuando una de las nacionalidades sujetas a
controversias sea la de dicho Estado. En los demás casos regirán las disposiciones que establecen
los artículos restantes de este capítulo."

Luego, en su artículo 19, el Código Bustamante agrega respecto de las sociedades anónimas:

“La nacionalidad de las sociedades anónimas será determinada por el contrato social y,
eventualmente, por la ley del lugar en que normalmente se reúna la asamblea general de
accionistas, o, en su defecto, por la del lugar en que funcione su principal consejo administrativo o
directorio.”

2. Nacionalidad y control

El criterio del control ha sido modernamente, tal vez, el más utilizado. La llamada "teoría del
control", prefiere tener en cuenta la nacionalidad de los titulares del capital social y del poder de
decisión. Esta teoría hizo su aparición en tiempos de guerra, orientada principalmente por tres
ideas: expansión económica, defensa económica y seguridad nacional.

Durante la Primera Guerra Mundial, los Estados entendieron conveniente tomar providencias
excepcionales de defensa contra las sociedades que obedecían a intereses económicos y políticos
extranjeros, conocidas como "sociedades enemigas". Este tipo de providencias se extendió, luego,
a la posguerra. Así, por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra prohibió el
comercio con súbditos de Estados enemigos. A fin de conocer quienes revestían el carácter de
tales, elaboró la Statutory Black List.

Como los súbditos enemigos eludían la prohibición de comerciar con Inglaterra, ocultándose
detrás de la personalidad jurídica de las sociedades mercantiles, le fue necesario superar el criterio
de la incorporación, que era tradi-cional al Derecho angloamericano. En tal sentido, cabe
mencionar el caso "Daimler Co. vs. Continental Tyre and Rubber Co.", suscitado en 1915. En este
caso, se trataba de resolver si una compañía constituida en Inglaterra - por lo tanto británica
según el régimen de sociedades inglés - y con una secretaría en Gran Bretaña, pero con todas sus
acciones en manos de extranjeros enemigos, podía considerarse, a su vez, como enemiga. El
Tribunal de Apelaciones se pronunció en sentido negativo, sosteniendo que la existencia separada
de la compañía no podía soslayarse como un simple tecnicismo. Este pronunciamiento fue
revocado por la Cámara de los Lores. En la Cámara, Lord Parker sostuvo que la doctrina de la
incorporación no bastaba para resolver sobre el carácter enemigo de la compañía, no porque le
fuera atribuible directamente a ésta el carácter de enemiga, sino porque obraba bajo la dirección
de accionistas enemigos. Se hacía necesario, en este caso, como señalaba Wolff, levantar "el telón
de la personalidad jurídica".

3. Nacionalidad, constitución y sede


La nacionalidad de las sociedades comerciales suele aparecer vinculada al lugar de constitución de
la sociedad o a su sede. En primer término, estos puntos de conexión han sido utilizados para
establecerle los límites dentro de los cuales los Estados pueden atribuir nacionalidad a una
sociedad comercial. En ese sentido, en el año 1900, el Congreso Internacional de las Sociedades
por Acciones, en su resolución XXI dispuso: “La nacionalidad de una sociedad por acciones debe
ser determinada por el país donde ella tiene su principal establecimiento o por el país de su sede
social real fijada por los estatutos.”

Este tipo de norma no establece en sí misma el criterio para identificar la nacionalidad de una
sociedad. Simplemente acuerda que este criterio será el que disponga el Estado señalado por el
punto de conexión.

En segundo término, estos puntos de conexión han sido utilizados para determinar por sí mismos
la nacionalidad de una sociedad comercial. En la doctrina, por ejemplo, Fiore considera que las
personas jurídicas tienen la nacionalidad del país en el que fueron constituidas, porque el acto de
fundación equivaldría a su nacimiento y porque la adquisición de su individualidad jurídica se debe
a la Ley del lugar de su constitución. La nacionalidad se debería, inclusive, al hecho de que la
constitución de una persona jurídica sería una emanación de la soberanía estatal. En 1915, Muller
Ministro del Exterior brasileño - dispuso por circular del 22 de febrero que, en virtud de la
legislación entonces vigente, debían considerarse brasileñas las sociedades con sede en el país,
registradas en las juntas comerciales brasileñas y que ejercieran su actividad en el Brasil,
cualquiera fuese la nacionalidad de los individuos que la compusiesen. En un sentido similar,
Carvalho de Mendonça considera que la nacionalidad de una persona jurídica depende del lugar
donde fue celebrado el acto de su constitución, sea cual fuere la nacionalidad de las personas que
la compongan. El acto de la fundación de la sociedad, para esta autor, equivaldría al nacimiento de
la persona natural. En cuanto al Derecho positivo actualmente vigente en Brasil, el artículo 60 del
Decreto Ley brasileño 2.627 de 1940.

II. La crítica a la doctrina de la nacionalidad

Son numerosos los autores que cuestionan a la doctrina de la nacionalidad. En primer término, se
cuestiona la posibilidad misma de atribuir nacionalidad a las personas jurídicas y a las sociedades
comerciales en especial. En segundo lugar, se cuestiona la existencia de un concepto unitario de
nacionalidad, cuando este término está referido a las personas jurídicas.

A. Las sociedades carecen de nacionalidad

Ya en la sesión celebrada en 1891, en Hamburgo, el Instituto de Derecho Internacional evitó


emplear la expresión “nacionalidad” con relación a las sociedades anónimas, indicando que éstas
deberían ser regidas por las leyes de su país de origen. Por país de origen se debía entender el país
donde la sociedad se constituyó.

Asimismo, en oportunidad del Congreso Internacional Sudamericano, celebrado en Montevideo en


1889, el relatorio de la Comisión de Derecho Civil manifestaba, en mayoría, que no se había
dudado “un solo instante en repudiar de la manera más absoluta el sistema de la nacionalidad,
pues éste carece de tradición histórica, no se apoya en principios genuinamente jurídicos, levanta
un obstáculo para la homogeneidad en el presente y trae en sí un peligro para la unidad de todos
los pueblos del continente americano en el futuro”.
En 1902, Vareilles-Sommières, se oponía a la atribución de nacionalidad a las sociedades, por
entender que tal atribución era un mecanismo cómodo, a través del cual se pretendía regular la
actividad de las personas físicas, que eran las verdaderas poseedoras de la nacionalidad. Las
sociedades, según Vareilles-Sommières, no siendo en realidad más que un grupo de individuos
relacionados por vínculos recíprocos o intereses comunes, no tendría otra nacionalidad que la de
sus miembros.

Por su parte, Pillet, en 1914, consideraba que la extensión de la noción de nacionalidad a las
personas jurídicas correspondía a una mala técnica jurídica, que provocaría la confusión entre la
propia noción de nacionalidad y la noción de domicilio. En su obra “Des personnes morales en
droit international privé” explicaba cómo, respecto de las personas físicas, la noción de
nacionalidad desplazó a la noción de domicilio a un segundo plano y cómo, luego, este mismo
desplazamiento se extendió por analogía a las personas jurídicas. Sin embargo - al carecer las
personas jurídicas de ius sanguinis - la noción de nacionalidad sólo podría encontrar un asidero,
autónomo de la nacionalidad de las personas físicas que la integran, en el ius soli, que por su
semejanza con el domicilio quita todo fundamento a la atribución de nacionalidad a las personas
jurídicas.

En cuanto a la propia noción de "nacionalidad", Niboyet expresaba, en 1927, que se trataría de un


vínculo jurídico de Derecho Público, según el cual una persona es miembro de la comunidad
política que un Estado constituye conforme al Derecho vigente en el mismo. Este vínculo de
Derecho Público sería inconcebible respecto de una persona jurídica. La personalidad jurídica,
según Niboyet, no es más que el efecto de un contrato de Derecho Privado, incapaz de dotar de un
atributo político a su creación.

Arminjon consideraba que la atribución de nacionalidad a las sociedades desviaba a la palabra


nacionalidad de su verdadero sentido. Admitía que las sociedades pudieran estar vinculadas a un
Estado por un vínculo de dependencia, pero afirmaba que ese vínculo no podía ser considerado
idéntico al que produce la nacionalidad. Las sociedades no pueden invocar el ius soli o el ius
sanguinis como fuente de la nacionalidad. Tampoco es posible señalar la raza, el idioma o la
tradición de una sociedad para atribuirle una determinada nacionalidad. La nacionalidad es un
vínculo político y, por consiguiente, ajeno a las sociedades, que no podrían ejercer los derechos ni
cumplir obligaciones propias de ella (el derecho de voto, el de ser elegido para cargos políticos, el
servicio militar).

En la doctrina brasileña, Octavio opinaba también que la nacionalidad sería un atributo


fundamentalmente político exclusivo de las personas físicas. Por ello, a la hora de determinar la
Ley a la cual se debería subordinar una persona jurídica, sería preferible descartar la noción de
nacionalidad. Dentro de esta misma línea, Barbosa Lima Sobrinho entiende que no es posible
asimilar la noción de nacionalidad que se atribuye a las personas físicas, con lo que se denomina
como nacionalidad de las personas jurídicas. La utilización de una misma palabra para expresar
dos conceptos diferentes se debería, simplemente, a un caso de insuficiencia terminológica.
En la doctrina argentina, Balestra coincide al entender que el concepto de nacionalidad alude
característicamente a las personas físicas:

“Ello se observa en los siguientes efectos que, respecto a los individuos, opera el vínculo de la
nacio-nalidad en el derecho interno y en el derecho internacional: 1) otorga a determinadas
personas los derechos y/o deberes políticos y determina sus obligaciones militares. 2) faculta para
el desempeño de determinadas funciones públicas. 3) autoriza a la obtención del pasaporte, a
retornar al país, y en caso de indigencia, a ser repatriado por el Estado. d) habilita para obtener la
protección diplomática del Estado en caso de que los intereses de sus nacionales sean lesionados
en el extranjero..."

Halperin expresa, igualmente, que las sociedades no tienen nacionalidad. Ésta implicaría un nexo
de mayor trascendencia que el económico, único elemento que vincularía a las sociedades con un
determinado Estado. La expresión “nacionalidad de las sociedades” constituiría una mera
comodidad verbal para expresar el sometimiento de la sociedad a un determinado régimen legal.

En la tesis negativa, en definitiva, se considera que la nacionalidad no es más que un pretexto para
conferir ciertos derechos en el extranjero, a las sociedades que se califican como nacionales.
B. Inexistencia de un concepto unitario de nacionalidad

En 1920, Pepy, señalaba que el tema de la nacionalidad de las sociedades comprendía dos
cuestiones diversas. Una de estas cuestiones estaría referida a la condición de los extranjeros y
otra estaría referida a la determinación del régimen aplicable a las sociedades. Niboyet retoma la
idea de Pepy. Mediante la noción de nacionalidad se pretende resolver dos problemas de
naturaleza diferente, el de la condición de los extranjeros y el del conflicto de leyes. El primero de
dichos problemas tendría su solución en la aplicación del criterio del control. El segundo alcanzaría
una solución satisfactoria, en la opinión de Niboyet, tomando como punto de conexión a la sede
social.

En 1932, Pontes De Miranda, análogamente, consideraba que el tema de la nacionalidad de las


personas jurídicas debía ser analizado sobre dos planos, uno de Derecho interno y otro de Derecho
internacional. Al Derecho interno le correspondería determinar cuáles personas jurídicas deben
ser consideradas brasileñas. Al Derecho internacional le correspondería determinar cuál es la Ley
que debe regir la constitución y la capacidad de las personas jurídicas. Otavio, asimismo, en el
Manual do Código Civil, publicado en el mismo año, consideraba que debía dejarse de lado la
noción de nacionalidad, para facilitar el problema de la determinación de la Ley aplicable a las
personas jurídicas.

En 1960, Bastid & Luchaire insisten en la existencia de una disociación entre dos clases de
vinculaciones, jurídica y política. La vinculación jurídica sirve únicamente para la determinación de
la Ley aplicable a la constitución de la sociedad y a las relaciones entre los socios. Una sociedad
sometida a la Ley francesa, en opinión de estos autores, no sería necesariamente una “sociedad
francesa” sino una “sociedad de Derecho francés”. Una sociedad podría ser considerada como
“sociedad francesa” sólo en función de su vinculación política con el Estado francés. Esa
vinculación política es la que determina qué sociedades pueden verse beneficiadas por los favores
que un Estado acuerda a quienes considera como sus propios nacionales y niegos a quienes
considera como extranjeros.
La jurisprudencia francesa parece coincidir con la doctrina aquí referida, pues no admite la
existencia de un criterio general para la determinación del alcance de la noción de nacionalidad.
En su lugar, estima que, mediante la utilización de un método analítico y pragmático, debe
procurarse el criterio apropiado para cada caso.

III. Revisión de la doctrina de la nacionalidad

Le Pera sugiere que lo más adecuado sería reconocer que la complejidad del caso societario
internacional, merece un análisis desde perspectivas diferentes, en cuanto al tema de la
nacio-nalidad de las sociedades. Estas perspectivas responden, por un lado, al Derecho Público
Internacional - en lo que se refiere a la aptitud de los Estados para extender la protección
diplomática a las sociedades - por otro lado, al Derecho Interno de Extranjería - a los efectos del
goce de derechos civiles y del establecimiento de prohibiciones o privilegios - y, finalmente, al
Derecho Internacional Privado - para la determinación de la Ley aplicable a las sociedades.

En el mismo sentido se pronuncia Broggini, exigiendo la distinción entre el Derecho de Extranjería


y el Derecho Internacional Privado. Los dos problemas son de un tenor distinto, dice Broggini.
Valladão, en el mismo sentido, advierte en contra de la identificación de la Ley de la constitución y
la de la nacionalidad. Pontes De Miranda, a su vez, prefería distinguir entre un plano de Derecho
sustancial y otro de Derecho internacional. El primero definiría lo que debe entenderse por
persona jurídica brasileña y el segundo regiría la constitución y la capacidad de las personas
jurídicas.

5. ¿QUÉ ES UN TRATADO INTERNACIONAL, COMO SE CLASIFICAN, PUEDE SER ENMENDADO,


CUANDO EMPIEZA A REGIR, Y CUANDO SE TERMINAN?

Los tratados son una de las fuente del derecho internacional, así lo señala el
artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia cuando expresa que “la Corte,
cuya función es decidir conforme al derecho internacional las controversias que le
sean sometidas, deberá aplicar: las convenciones internacionales, la costumbre
internacional y los principios generales de derecho”.

Los tratados pueden definirse como “los acuerdos entre dos o más sujetos de derecho
internacional”. Al referirnos a sujetos de derecho internacional no hablamos sólo de
Estados que tradicionalmente han sido los protagonistas del derecho internacional- sino que
también debe tomarse en cuenta a los organismos internacionales gubernamentales y a
determinados grupos, como los beligerantes y las partes en algunos acuerdos de armisticio, a
los cuales se les reconoce la capacidad de celebrar tratados, la Santa Sede (firma concordatos)
y movimientos de liberación nacional (Organización para la Liberación de Palestina).

La Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, adoptada el 23 de mayo de


1969, (Convención de 1969) define a los tratados como “un acuerdo internacional
celebrado por escrito entre Estados y regido por el derecho internacional, ya conste
en un instrumento único o en dos o más instrumentos conexos y cualquiera que sea su
denominación particular”;
Esta definición comprende exclusivamente a los tratados celebrados entre Estados. Así
mismo, para regular los compromisos entre los Estados y los organismos internacionales
gubernamentales, el 21 de marzo de 1986 se adoptó la Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados entre Estados y Organizaciones Internacionales o entre Organizaciones
Internacionales. La parte de la definición, de la Convención de 1969, relativa a que el
tratado puede constar en dos o más instrumentos conexos se debe a que hay casos en
que el texto de un tratado se encuentra en dos documentos (e. Canje de notas, o bien porque
tiene uno o más protocolos o anexos).

Ahora bien, a través de los tratados, los sujetos de derecho internacional pueden crear, modificar
o extinguir una relación jurídica entre sí. Por otra parte, a los tratados se les suele
llamar de distintas maneras, pero para el derecho internacional el nombre que se les dé
es una cuestión irrelevante. La multiplicidad de nombres (tratado, convenio, convención,
acuerdo, protocolo, pacto, et.) se debe a que los tratados presentan entre sí características
diversas según la materia a que se refieren, las partes que intervienen en su celebración,
la formalidad o solemnidad con que se concluyen, etc.

CLASIFICACIÓN DE LOS TRATADOS

Se han utilizado diversos criterios para clasificar los tratados, en ese sentido, a continuación
se citan las clasificaciones que se considera contribuyen a tener un mejor conocimiento de
los mismos:

POR EL NÚMERO DE PARTES:


Se clasifican en tratados bilaterales y multilaterales.

POR EL PROCEDIMIENTO DE CELEBRACIÓN:


Se clasifican en tratados formales y tratados en forma simple o sin formalidades. Puede
hablarse de una tercera categoría, la de tratados mixtos, cuando para una de las partes
el procedimiento es formal y para la otra sin formalidades.

POR EL CONTENIDO DE LAS NORMAS:


se clasifican en tratados-ley y tratados-contrato.
A esta división hace referencia el inciso a) del párrafo 1° del artículo 38 del Estatuto de la
Corte Internacional de Justicia cuando habla de convenciones internacionales generales o
particulares. Los tratados-ley contienen normas abstractas; los tratados-contrato se
refieren a una obligación concreta.

POR LAS CARACTERÍSTICAS DE LAS PARTES: se dividen en tres clases:

♦los tratados entre Estados


♦los tratados entre Estados y organizaciones internacionales (gubernamentales)
♦ los tratados entre organizaciones internacionales

POR LA POSIBILIDAD DE AMPLIAR EL NÚMERO DE PARTES:


se clasifican en tratados cerrados o abiertos; los primeros son aquellos en los que los Estados
contratantes originarios no admiten que otros Estados lleguen a ser partes en él, y los segundos
son aquellos en que sí lo admiten.
39. NORMA GENERAL CONCERNIENTE A LA ENMIENDA DE LOS TRATADOS. Un tratado podrá ser
enmendado por acuerdo entre las partes. Se aplicarán a tal acuerdo las normas enunciadas en la
Parte II, salvo en la medida en que el tratado disponga otra cosa.

Capacidad de los Estados para celebrar tratados. Todo Estado tiene capacidad para celebrar
tratados.

Plenos poderes.
1. Para la adopción la autenticación del texto de un tratado, para manifestar el consentimiento
del Estado en obligarse por un tratado, se considerará que una persona representa a un Estado:

a) si se presentan los adecuados plenos poderes, o


b) si se deduce de la práctica seguida por los Estados interesados. o de otras circunstancias, que la
intención de esos Estados ha sido considerar a esa persona representante del Estado para esos
efectos y prescindir de la presentación de plenos poderes.
2. En virtud de sus funciones, y sin tener que presentar plenos poderes, se considerará que
representan a su Estado:

a) los Jefes de Estado, Jefes de Gobierno y Ministros de relaciones exteriores, para la ejecución de
todos los actos relativos a la celebración de un tratado;
b) los Jefes de misión diplomáticas, para la adopción del texto de un tratado entre el Estado
acreditante y el Estado ante el cual se encuentran acreditados;
c) los representantes acreditados por los Estados ante una conferencia internacional o ante una
organización internacional o uno de sus órganos, para la adopción del texto de un tratado en tal
conferencia. Organización u órgano.

11. Formas de manifestación del consentimiento en obligarse por un tratado. El consentimiento


de un Estado en obligarse por un tratado podrá manifestarse mediante la firma, el canje de
instrumentos que constituyan un tratado la ratificación, la aceptación, la aprobación o la adhesión,
o en cualquier otra forma que se hubiere convenido.

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