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MARIO VARGAS LLOSA - DISTANCIANDO A BRECHT

IMPOSIBLE vivir en Berlín en este año de 1998 sin toparse a cada paso con la
vida, la obra y la cara triste de Bertolt Brecht, singularizada por sus anteojos
de miope, su puro capitalista y su gorrita proletaria. El centenario de su
nacimiento se celebra con una profusión de exposiciones, representaciones,
publicaciones y debates que da vértigo. Hasta la televisión alemana se ha sumado
a los festejos adquiriendo los derechos para transmitir treinta y cuatro
películas codirigidas, escritas y adaptadas por Brecht, o inspiradas en sus
obras.
Yo, desde luego, lo celebro. Aunque siento una profunda antipatía moral por el
personaje y discrepo frontalmente con sus tesis sobre el teatro y la literatura,
sigo bajo el hechizo de su genio creador, que descubrí de adolescente, y que me
ha llevado desde entonces a leerlo, verlo y oírlo en todas las lenguas a mi
alcance. Contribuyo ahora a los homenajes que se le rinden, intentando, en mi
insuficiente alemán, hacer lo mismo en el idioma al que -lo reconocen tirios y
troyanos- enriqueció con su poesía y sus dramas como pocos escritores de este
siglo. (Diré de paso que, en español, Brecht ha tenido suerte: las traducciones
de sus obras hechas por Miguel Sáenz son espléndidas).
Su teoría más famosa es la de la distanciación, el teatro épico, crítico de la
realidad social y sacudidor de la conciencia del espectador, que debía
reemplazar al aristotélico, imitador de la Naturaleza, que sume al público en la
ilusión, ahoga su razón en la emoción, y lo lleva a confundir el espejismo que
es el arte con la vida real. Para cumplir su labor pedagógica, instruir a los
espectadores en la verdad e incitarlos a actuar, el teatro -el arte- debía ser
concebido de modo que alertara sobre su propia condición -hechiza, artificial- e
hiciera visible la frontera que lo separa de lo vivido. Esta idea, que hubieran
suscrito sin vacilar los teólogos vaticanos partidarios del arte edificante -en
su caso, las verdades que el arte debía hacer patentes no eran la lucha de
clases como motor de la historia y la revolución proletaria que acabaría con la
sociedad burguesa, sino las consecuencias del pecado original y el misterio de
la transubstanciación-, se hubiera evaporado sin pena ni gloria si, a la hora de
ponerla en práctica, el talento de Brecht no hubiera sido capaz de perpetrar
aquella operación fraudulenta que, según su teoría, el arte debía evitar
mediante la distanciación: hacer pasar gato por liebre, la ilusión fabricada por
la realidad vivida, algo que han hecho y seguirán haciendo todos los verdaderos
creadores mientras el arte no sea sustituido del todo por la realidad virtual.
Porque, materializada en las obras que escribió y representada sobre un
escenario, esta tesis adquiere una fuerza persuasiva tan grande como las
prédicas sobre los valores cristianos en una obra bien montada de Calderón de la
Barca. En ninguno de los dos casos este poder de persuasión es congénito a las
supuestas verdades que aquellas obras pretenden comunicar; él nace de la
destreza técnica, la elocuencia verbal y la astucia de la factura artística, tan
ricas que dan un semblante de verdad -verdad científica o verdad revelada- a lo
que no es más que ilusión, ficción o, más crudamente, en Brecht y Calderón,
patraña ideológica y dogma religioso.
Además de escribir con un talento fuera de lo común, Brecht, desde los años
treinta, pero, sobre todo, en el Berliner Ensemble, el teatro que fundó y
dirigió en la República Democrática Alemana desde 1949 hasta 1956, desarrolló
una técnica del trabajo actoral y del montaje escénico de una enorme
originalidad, que tuvo una influencia extraordinaria en todo el mundo. Esta
técnica pretendía, mediante recursos que abarcan desde detalles escenográficos,
alteraciones del flujo temporal de la representación, cambios de ritmo en la
actuación, hasta el uso de collages audiovisuales con referencias a hechos
históricos ajenos a la anécdota, ir matando la ilusión, impidiendo al espectador
abandonarse a la ficción artística, obligándolo a mantenerse consciente de que
lo que está espectando es el teatro, no la vida, y sacando por tanto las
conclusiones morales y políticas pertinentes de lo que veía respecto al mundo
que lo rodeaba.
En la prácica, desde luego, esto no funcionó nunca como en la teoría. Ni en los
tiempos en que Brecht y Helen Weigel eran funcionarios de la DDR, uno de los
Estados policiales más oscurantistas y corruptores de la conciencia humana que
haya conocido la historia, ni ahora, en que, convertido en museo viviente
brechtiano, el envejecido Berliner Ensemble monta aún las obras del fundador
respetando ortodoxamente el método distanciador (con desigual fortuna en los
últimos meses: un excelente Leben des Galilei, un discutible Arturo Ui y una
delicada posmodernización de Vuelo sobre el Atlántico hecha por Robert Wilson).
En la realidad, la distanciación no sirvió para acabar con la naturaleza
convencional de la puesta en escena, sino para sustituir una convención por
otra, desdoblando el espectáculo de una obra en dos vertientes: la anécdota
dramática y la técnica distanciadora. El aparato escenográfico y la conducta
actoral destinados a remitir al espectador a la realidad y a mantenerle alerta
la conciencia, de hecho, se constituyen de por sí en otra ficción, incorporada o
añadida a la primera, en otra forma de ilusión, no menos hechiza y artificial
que la de la obra dramática, a la que termina por integrarse, enriqueciéndola
(en los montajes logrados) con una novedosa dimensión.
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Ni antes, en las épocas en que las `verdades' del catecismo marxista que el
teatro de Brecht creía difundir tenían una vasta audiencia en el mundo (en el
mundo no sometido a la realidad de los gobiernos marxistas, quiero decir) ni
ahora, que, salvo puñaditos de despistados, nadie cree en ellas, han salido los
espectadores de un espectáculo brechtiano a inscribirse en el Partido Comunista.
(Tampoco salían corriendo en pos de un confesionario los de un auto sacramental
de Calderón en el Siglo de Oro). Salían y salen, encantados, no de haber sido
esclarecidos y educados por un conocedor de la verdad, un consejero que los ha
enrumbado por la buena senda doctrinaria, sino de haber vivido una hermosísima
mentira, una ilusión falaz, que, por unas horas, embelleció e hizo más intensas
sus vidas, arrancándolos de la vida verdadera y sumergiéndolos en la impalpable
e impredecible vida alternativa que crean los artistas. Ni más ni menos que
cuando salen de ver una buena representación de Sófocles, Shakespeare,
Valle-Inclán o Ionesco. Que vivir la ilusión no es algo inocuo, una fugaz
diversión, que aquélla deja huellas, a veces muy profundas, en las conciencias,
es indiscutible. Pero, también, que estos efectos del arte no los puede
planificar ni determinar un creador, aun de tanto talento como Brecht, porque
aquellos efectos tienen que ver con la infinita complejidad del fenómeno humano,
y la del objeto artístico, que, al entrar en comunión, producen reacciones y
consecuencias múltiples, divergentes, en función de la diversidad de los seres
humanos y de las cambiantes circunstancias en que se hallan atrapados. No es
imposible que un drama de Calderón precipitara en el ateísmo militante a algún
espectador y otro saliera de una lección teatral-dialéctica brechtiana
convencido de que Dios existe.
Afortunadamente es así, porque, si debiéramos juzgarlas por las racionales
convicciones y esquemáticas creencias que propagan, salvo un puñado de obras que
escaparon a la cota de malla ideológica -las primeras que escribió, como
Tambores en la noche, En la selva de las ciudades, de resabios anarquistas, y
las menos propagandísticas, como La ópera de tres centavos- poco quedaría hoy de
los dramas `didácticos' de Bertolt Brecht. Ellos describen una realidad social e
histórica en términos de un maniqueísmo rígido, donde los seres humanos son
meros plenipotenciarios de abstractas teorías, huérfanos de misterio, libertad y
soberanía, ni más ni menos que los títeres de las barracas. Eso sí, el
titiritero que los mueve luce una destreza consumada, y es capaz, por ello, de
insuflar una ilusión de vida y verdad adonde -si nos distanciamos para juzgarlo
con la frialdad conceptual con que él quería que el arte juzgara a la vida-
había sobre todo embauque y propaganda.
A la vez que rendimos un homenaje a su genio, y a sus aportes al teatro, no
deberíamos olvidar, sin embargo, que detrás de las generosas proclamaciones en
favor de la justicia, del progreso y de la paz, que chisporrotean en las obras
de Brecht, estaba el Gulag, así como detrás de las piadosas moralizaciones de
Calderón ardían las parrillas de la Inquisición. Mientras el autor de Terror y
miseria del Tercer Reich recibía el Premio Stalin, muchos millones de inocentes
-más aún que los que perecieron en los campos de concentración nazis- padecían
tormento y morían en Siberia, y, entre ellos, innumerables militantes comunistas
-algunos, buenos amigos suyos- caídos en desgracia. Semejantes horrores ocurrían
bajo las narices del director del Berliner Ensemble; pero él miraba hacia otro
lado, hacia el mal absoluto, el verdadero enemigo, el Occidente explotador y
putrefacto, el imperialismo donde anidaba ya el nuevo nazismo. Que él sabía muy
bien, o por lo menos mucho, de lo que ocurría a su alrededor, aparece ahora con
luz cegadora en su correspondencia privada, que publica Surkhamp. Pero, en
público, él callaba. Recibía medallas, un buen salario, un teatro, honores,
premios, de un régimen que lo utilizaba para su propaganda, y que, por lo demás,
ni respetaba su obra ni tenía el menor escrúpulo en censurarlo. El se dejaba
utilizar, censurar, y, aunque deslizaba a veces algunos rezongos en oídos
seguros -para redimirse ante la posteridad-, se prestó a la farsa y fue, en esos
últimos siete años de su vida, lo que Neruda, otro genio de moral hemipléjica,
hablando de los poetas franquistas, llamó un silencioso cómplice del verdugo.
¿Es mezquino hurgar en estas humanas debilidades del genio en medio del fuego de
artificio y las fiestas con que el mundo celebra su primer centenario? No, si el
genio, como ocurrió con Bertolt Brecht, quiso ser no sólo un buen escribidor,
sino, también, un director de conciencia, un dómine en cuestiones morales y
políticas, un profesor de idealismo. Para eso es indispensable, además de una
pluma sutil y una imaginación fulgurante, una conducta coherente. Es decir,
predicar con el ejemplo.

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