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Una compilación de historias

escalofriantes de los autores


clásicos del género. Cuentos
atractivos para lectores fanáticos
del terror, acompañados por un
estudio del género, las obras y los
autores.
AA. VV.

Noches de
pesadilla
Antología de cuentos de terror

ePub r1.0
GONZALEZ 03.05.15
AA. VV., 2005
Prólogo: Marcelo Birmajer
Estudio: María Cristina Figueredo

Editor digital: GONZALEZ


ePub base r1.2
[Prólogo]
Por Marcelo Birmajer

unca me ha convencido el punto

N de vista que sitúa a la serpiente


como el villano en la historia de Adán y
Eva. En cuanto se lo piensa un poco, la
serpiente no obliga ni engaña a Eva, ni
mucho menos a Adán. Apenas si le
sugiere a Eva probar el fruto prohibido.
La serpiente seduce, pero no amenaza.
Eva podría haber rechazado su incitación
sin riesgos. Adán también. La
serpiente era apenas un detalle, como lo
es también en el cuento de Ambrose
Bierce que abre este libro: «El hombre y
la serpiente». Lo sustancial del cuento,
en cambio, es el miedo. El terror. Y no
podemos echarles la culpa a las
serpientes por la tentación, por el terror,
ni por sentirnos tentados por el terror.
Mientras leía sobrecogido estos relatos,
me preguntaba cuáles son esas cosas a
las que todos los hombres tememos en
algún momento de la vida. Aunque no
hice una encuesta planetaria, me arriesgo
a proponer que casi todos los nacidos de
mujer tememos, por lo menos, a la
muerte, al dolor, a la vejez, y a la pérdida
o el sufrimiento de los
seres queridos. Aquel que no tema al
misterio nunca aclarado del fin de la
existencia humana, temerá al implacable
proceso por el cual nuestra piel se arruga,
nuestros músculos se atrofian y nuestra
memoria flaquea; y quien no tema ni a
uno ni a otro, seguramente temblará ante
la perspectiva de ese chispazo infernal
que es el dolor en el cuerpo humano; y
quien sea tan valiente como para no
amedrentarse frente a esas inevitables
circunstancias, apuesto a que sí temerá
que le ocurran a un ser querido, o a
perderlo. Hay personas temerarias que
prefieren morir antes que sufrir, incluso
antes que ser objeto de una humillación.
Otras son capaces de
afrontar las más dolorosas enfermedades
con tal de seguir viviendo semanas.
Existen seres humanos que se alegran por
la tranquilidad que les trae la vejez, y
otros que prefieren abandonar al ser
amado antes que verlo envejecer. Así de
variado, heroico y triste es el mosaico
humano. Sin embargo, todos, todos los
integrantes de alguno de estos equipos
han sentido miedo alguna vez. El miedo
es una sensación. Puede parecer una
obviedad, pero la muerte, la vejez, el
dolor, la pérdida del ser amado, son
hechos concretos; el miedo sólo se
siente, y puede sentirse o no. Uno de los
grandes atractivos de la literatura de
terror es poder disfrutar de la sensación
del miedo sin tener que afrontar el hecho
real que lo produce. El miedo a las
arañas, a las ratas, a las cucarachas —
que por lo general no nos hacen nada y
con las cuales apenas si nos cruzamos un
par de veces al año— son formas del
miedo a cualquiera de los hechos antes
mencionados; y la suma de todos los
miedos es el miedo a lo desconocido. La
adultez nos ayuda a recibir con menos
temor un dolor de muelas, porque nuestra
experiencia nos enseña que en algún
momento lo superamos; pero ¿cuál sería
nuestra reacción ante el mismo dolor si
nos dijeran que es imposible aplacarlo?
Lo desconocido nos atemoriza aun
cuando sepamos que más
allá de las brumas nos aguarda algo
bello o placentero. Pero en un cuento
podemos espiar la experiencia de morir
de miedo sin pagar el precio. No se
trata sólo de ver qué le pasa a otro: cada
lector puede compartir las sensaciones
de un personaje, extraer de él la
intensidad y preservarse al mismo
tiempo. Todos los lectores somos
vampiros con los personajes.
Acompañamos a Napoleón mientras es
guiado por un espectro, porque siempre
quisimos vivir el vértigo de hablar con
un habitante del Más Allá, pero sin
dejarle nuestro teléfono ni nuestra
dirección. Transpiramos en la casa
embrujada de la calle Aungier, pero al
cerrar el libro nos burlamos del pobre
infeliz que quedó atrapado entre sus
páginas. Llegamos hasta el umbral de la
ferocidad del conde Drácula, y le
aplicamos el único conjuro realmente
inapelable: considerarlo un personaje de
ficción. Pero ¿de veras salimos tan
indemnes de las historias de terror que
leemos por placer? ¿Nos despedimos
con tanta facilidad de aquellos
personajes con los que vivimos a lo
largo de un cuento, como polizones o
súcubos? Los miedos que ellos viven ya
acompañaban al hombre de las cavernas
y siguen acompañando al de los
rascacielos: el misterio de la muerte y
del sufrimiento, de la identidad (¿quién
soy?) y del desamor, no ha avanzado
hacia su respuesta, ni con la tecnología
ni con las múltiples escuelas filosóficas.
Nacemos con miedo y tememos hasta el
último día, cada uno, como individuo,
igual que el primer hombre sobre la
Tierra. Absorbemos las historias de
estos personajes como el lobo intenta
succionar la sangre del joven en el
cementerio.
No faltan cementerios en esta
antología, pero… ¿por qué nos dan
miedo los cementerios? Se supone que
esos sitios son más tranquilos y
pacíficos que el resto de los lugares de
la Tierra. Son los vivos, no los muertos,
quienes pueden ponernos en peligro.
Pero nuestra imaginación se resiste a
aceptar que la vida termine, y, por algún
motivo —mi inteligencia no llega tan
lejos como para deducirlo—, la mayoría
de los autores sugieren que nada bueno
puede provenir de los redivivos. Mis dos
cuentos preferidos en esta antología son,
en primer lugar, el que trata este tema:
«La pata de mono», de W. W. Jacobs.
Está narrado con una austeridad y una
sencillez que lo vuelve doblemente
siniestro. No me extraña que haya sido
escrito por un humorista; en mi opinión,
es un cuento perfecto. El segundo
pertenece a un maestro y precursor, H. G.
Wells, y trata otro de los temas a los que
nos referíamos: la
vejez.
Como desde siempre la literatura ha
procurado inquietar al lector —ya sea
para prevenirlo, castigarlo o
simplemente divertirlo—, estos cuentos
no tienen fecha de vencimiento. Podrían
haber sido escritos hoy mismo, y sin
duda seguirán siendo material de
adaptaciones para el cine y la
televisión. Hoy ustedes tienen el
privilegio de poder leerlos tal y como
sus autores los concretaron.
El hombre y la
serpiente
Ambrose Bierce

s informe verídico —y confirmado

E por tantos testigos, que ningún


hombre juicioso y erudito osa hoy en día
contradecirlo— que los ojos de la
serpiente tienen propiedades
magnéticas, de modo que si alguien
cayese bajo su influjo es atraído hacia
ella contra su voluntad, y muere en
forma lamentable por la mordedura de
ese ser.

Recostado en el sillón con toda


comodidad, en bata y zapatillas, Harker
Brayton se sonrió mientras leía aquella
frase en la vieja obra de Monyster, Las
maravillas de la ciencia: «Lo único que
tiene de maravilloso», se dijo, «es que
los hombres juiciosos y eruditos de los
tiempos de Morryster hayan creído en
tales tonterías, rechazadas por la
mayoría, hasta por las personas más
ignorantes de nuestra época».
Siguió reflexionando, pues Brayton
era un hombre de ideas, y sin darse
cuenta bajó el libro sin desviar la vista.
En cuanto el volumen estuvo por debajo
de su línea de para sostener la dirección
de su mirada malévola. Los ojos ya no
eran simples puntos luminosos; miraron
a los suyos con sentido, un sentido que
encerraba un significado maligno.
II

Por suerte, una serpiente en el


dormitorio de una de las mejores casas
de una ciudad moderna no es un
fenómeno tan común como para pasar
inadvertido. Harper Brayton, un soltero
de treinta y cinco años, culto, indolente,
pero también atlético, rico, popular y de
buena salud, acababa de regresar a San
Francisco después de llevar a cabo un
largo viaje por países remotos y
desconocidos. Sus gustos, siempre un
tanto lujosos, se habían vuelto
exagerados tras largas privaciones; y
puesto que los servicios del Hotel
Castle ya no satisfacían sus deseos a la
perfección, aceptó gustoso la
hospitalidad de su amigo, el distinguido
doctor Druring. La casa grande y
antigua del científico, ubicada en lo que
era entonces un barrio poco ostentoso
de la ciudad, se mostraba a todas luces
apartada y distante del resto. Era obvio
que no guardaba relación alguna con las
edificaciones contiguas de su entorno,
bastante modificado, y había
desarrollado las excentricidades propias
del aislamiento. Una de ellas era un ala
visiblemente inadecuada desde el punto
de vista arquitectónico y no menos
discordante en cuanto a su propósito,
pues era una combinación de
laboratorio, zoológico y museo. Allí era
donde el doctor satisfacía la faceta
científica de su naturaleza con el
estudio de aquellas formas de la vida
animal que atraían su interés y se
adecuaban a sus gustos, los cuales, hay
que confesarlo, se inclinaban por el tipo
inferior. Para que alguno de los tipos
superiores agradara a sus sentidos,
aunque fuera de modo superficial, debía
conservar por lo menos determinadas
características rudimentarias propias de
los «dragones primigenios», tales como
sapos y culebras. Sus simpatías
científicas se inclinaban por los reptiles:
admiraba a los seres ordinarios de la
naturaleza y se describía a sí mismo
como el Zola de la zoología. Como su
esposa e hijas no tenían la suerte de
compartir su lúcida curiosidad respecto
de los hábitos de vida de las
malhadadas criaturas —nuestros
parientes lejanos—, fueron excluidas
con severidad exagerada de lo que él
llamaba el Serpentario, y condenadas a
la compañía de sus semejantes; no
obstante, para suavizar los rigores del
destino, les había permitido, gracias a
su enorme generosidad, aventajar a los
reptiles en la magnificencia de su
ambiente y brillar con mayor esplendor.
En cuanto a su arquitectura y a su
«decoración», el Serpentario era
sencillo y austero, como convenía a las
humildes circunstancias de sus
habitantes, a muchos de los cuales, por
cierto, no se les podía conceder sin
peligros la libertad necesaria para
disfrutar con plenitud del lujo, pues
tenían la inquietante particularidad de
estar vivos. En sus compartimientos, sin
embargo, gozaban de muy pocas
restricciones, limitadas a las
indispensables para su necesaria
protección frente a la costumbre nefasta
de comerse unos a otros; y, como bien le
informaron a Brayton, era ya tradicional
encontrar a algunos de ellos, en diversos
momentos, en determinados lugares del
local donde les hubiera resultado muy
embarazoso explicar su presencia. A
pesar del Serpentario y de sus siniestras
asociaciones —a las que, en efecto,
prestaba muy poca atención—, la vida
en la mansión Druring le resultaba a
Brayton muy agradable.
III

Más allá de la sorpresa inicial y un


ligero estremecimiento de repugnancia,
la situación no alteró demasiado al señor
Brayton. Su primer impulso fue el de
tocar la campanilla para llamar al criado,
pero no lo hizo, aunque el cordón de la
campanilla se encontrara al alcance de la
mano. Se le ocurrió que tal acto lo haría
parecer temeroso, lo cual, desde luego,
no era cierto. Lo afectaban menos los
peligros de la situación que su
incongruencia, de la cual era muy
consciente: era repulsiva, pero a la vez
absurda.
El reptil pertenecía a una especie
desconocida para Brayton. Tan sólo
podía calcular su longitud; pero en su
parte más visible, el cuerpo del animal
parecía tan grueso como su antebrazo.
¿De qué modo resultaba peligroso, si en
verdad lo era? ¿Se trataba de una
serpiente venenosa? ¿Una boa
constrictora? Su conocimiento de las
señales de peligro de la naturaleza no le
permitía saberlo, pues nunca había
tenido necesidad de descifrar aquel
código.
Pero si el animal no era peligroso, al
menos era ofensivo. Por lo demás,
«desentonaba», estaba fuera de lugar, lo
que lo convertía en una impertinencia. La
joya no era digna del engaste. Ni siquiera
los gustos bárbaros de nuestra época y
nuestro país, que llenaron las paredes de
las habitaciones con cuadros, el piso con
muebles y los muebles con baratijas, han
proporcionado un sitio adecuado para ese
ejemplar de vida selvática. Además —¡la
sola idea le
resultaba insoportable!—, las
exhalaciones de su aliento se mezclaban
con el aire que él mismo respiraba.
Cuando estos pensamientos
adquirieron forma, con mayor o menor
precisión, en la mente de Brayton, se
sintió impulsado a tomar cartas en el
asunto. Podría denominarse este proceso
como reflexión y decisión. Es por eso
que somos sabios o imprudentes. Así es
como la hoja marchita en la brisa otoñal
muestra mayor o menor inteligencia
que sus compañeras cuando cae en el
suelo o en el lago. El señorío del
movimiento humano es un secreto a
voces: algo contrae nuestros músculos.
¿Importa que llamemos voluntad a esos
cambios moleculares iniciales?
Brayton se levantó y decidió
apartarse despacio de la serpiente, sin
perturbarla en lo posible, hasta cruzar la
puerta. Así se alejan los hombres de la
presencia de la grandeza, pues la
grandeza es poder, y el poder constituye
una amenaza. Sabía que podía
retroceder sin cometer errores. Si el
monstruo lo seguía, el gusto decorativo
que había llenado las paredes de
cuadros también le proporcionaba un
estante de armas orientales asesinas;
podría elegir una apropiada para la
ocasión. Mientras tanto, los ojos de la
serpiente ardían con una malevolencia
más despiadada que nunca.
Brayton levantó el pie derecho para
dar un paso atrás, pero en ese mismo
instante sintió una poderosa fuerza que
lo frenaba.
—Dicen que soy valiente —
murmuró—. Y la valentía, ¿no será
simplemente orgullo? ¿Voy a retirarme
sólo porque no hay testigos de mi
humillación?
Se sostenía con la mano derecha
apoyada en el respaldo de la silla
mientras mantenía el pie suspendido en
el aire.
—¡Ridículo! —exclamó en voz alta
—. No soy tan cobarde como para tener
miedo de sentirme atemorizado.
Levantó el pie un poco más,
doblando apenas la rodilla, y lo clavó
con fuerza en el piso, ¡a un par de
centímetros delante del otro! No podía
ni imaginar cómo había sucedido
aquello. El intento con el pie izquierdo
obtuvo el mismo resultado, y éste
avanzó con respecto al derecho. La
mano aferraba el respaldo de la silla;
mantenía el brazo estirado, un tanto
hacia atrás. Cualquiera diría que no
estaba dispuesto a perder ese punto de
apoyo. La cabeza maligna de la
serpiente aún sobresalía del anillo
interior, igual que antes, a la altura del
cuello. No se había movido, pero en ese
momento los ojos eran chispas
eléctricas que irradiaban una infinidad
de agujas luminosas.
El rostro del hombre era de una
palidez cenicienta. Volvió a avanzar un
paso, y otro más, arrastrando en parte la
silla, que, al soltarla, cayó con estrépito
al piso. Brayton lanzó un gemido. La
serpiente no se movió ni emitió sonido
alguno, pero sus ojos eran dos soles
resplandecientes. El propio reptil
quedaba oculto por completo tras ellos.
Exhalaban aros crecientes de colores
brillantes y vividos que, al alcanzar su
mayor tamaño, desaparecían uno tras
otro como pompas de jabón. Parecían
acercarse al rostro del hombre, pero
luego se retiraban a una distancia
inconmensurable. Brayton oyó en alguna
parte el redoble de un gran tambor, con
estallidos esporádicos de una música
lejana, increíblemente dulce, como el
sonido que produce el viento en un arpa
eolia. Supo que era la melodía del
amanecer de la estatua del rey Memnón y
creyó encontrarse en los juncos al lado
del Nilo, oyendo, exaltado, el himno
inmortal a través del silencio de los
siglos.
Cesó la música o, más bien, se
convirtió, de modo imperceptible, en el
lejano tronar de una tormenta distante.
Ante él, se desplegaba un paisaje
reluciente de sol y de lluvia, atravesado
por un arco iris de vivos colores que
contenía dentro de su curva gigantesca
cien ciudades del todo visibles. A mitad
de camino, una serpiente enorme que
lucía una corona levantaba la cabeza por
encima de sus voluminosas
circunvoluciones y lo miraba con los
ojos de su madre muerta. En forma
súbita, aquel paisaje encantado pareció
elevarse a toda velocidad como el telón
de un teatro y desapareció en el vacío.
Algo lo golpeó con fuerza en el rostro y
el pecho. Cayó al suelo y le brotó
sangre de la nariz rota y de los labios
lastimados. Se quedó un rato atontado y
aturdido; permaneció en el piso con los
ojos cerrados y el rostro apoyado contra
la puerta. Poco después se recuperó y se
dio cuenta, entonces, de que, con la
caída, al apartar la vista, se había roto el
hechizo que lo aprisionaba. Sintió,
pues, que si miraba hacia otro lado le
sería posible retroceder. Pero, aunque
no la viera, la sola idea de que la
serpiente estaba a poca distancia de su
cabeza —quizás a punto de saltar sobre
él y enroscarse en su garganta—, le
resultaba demasiado espantosa. Levantó
la cabeza, volvió a mirar esos ojos
siniestros y fue de nuevo cautivado por
ellos.
La serpiente estaba quieta y había
perdido en parte su poder sobre la
fantasía; no se repitieron las
espléndidas visiones de los instantes
anteriores. Bajo su frente plana y
carente de cerebro, los ojos negros,
como perlas relucientes, brillaban como
al principio, con una expresión de
malignidad horrorosa. Era como si
aquella criatura, segura ya de su
victoria, hubiera decidido no poner en
práctica más engaños seductores.
Entonces sucedió una escena atroz.
El hombre, boca abajo en el piso a corta
distancia de su enemigo, se apoyó en los
codos, con la cabeza echada hacia atrás y
las piernas extendidas a todo lo largo.
Tenía el rostro blanquecino entre las
gotas de sangre, y los ojos abiertos al
máximo. De los labios le caía espuma en
forma de escamas. Poderosas
convulsiones le sacudieron todo el
cuerpo, que empezó a realizar
ondulaciones casi serpentinas. Se dobló
por la cintura, moviendo las piernas de
un lado a otro. Y cada movimiento lo
acercaba un poco más a la serpiente.
Lanzó las manos hacia adelante en un
intento de empujarse para atrás, pero
siguió avanzando con los codos sin
poder detenerse.
IV

El doctor Druring y su esposa se


hallaban sentados en la biblioteca. El
científico estaba —cosa rara— de buen
humor.
—A través del intercambio con otro
coleccionista, acabo de obtener un
espléndido ejemplar de Ophiophagus
—le dijo a su mujer.
—¿Y qué es eso? —preguntó ella
con languidez.
—¡Caramba, qué supina ignorancia!
Querida mía, un hombre que después de
casarse comprueba que su esposa es
inculta tiene derecho a divorciarse. La
Ophiophagus es una serpiente que se
come a las otras serpientes.
—Pues ojalá se coma a todas las
tuyas —contestó ella, mientras
cambiaba, distraída, la dirección de la
lámpara—. Pero ¿cómo las encuentra?
Supongo que hechizándolas.
—Tan propio de ti, querida —dijo el
doctor con cierta petulancia—. Ya sabes
lo que me irrita cualquier referencia a esa
superstición grosera sobre el poder de
fascinación de las serpientes.
La conversación fue interrumpida
por un fuerte grito que resonó en la casa
silenciosa como la voz sepulcral de un
demonio. Y sonó una y otra vez con
terrible claridad. Se levantaron de un
salto: el hombre, confundido; su esposa,
pálida y muda de terror. Casi antes de
que hubiera desaparecido el eco del
último grito, el doctor salió de la
habitación y subió las escaleras de dos
en dos. En el pasillo, frente a la
habitación de Brayton, encontró a
varios criados que habían bajado del
piso superior. Entraron juntos sin llamar
a la puerta. No tenía llave y cedió con
facilidad. Brayton yacía muerto en el
piso, boca abajo. La cabeza y los brazos
estaban semiocultos debajo de la
barandilla del pie de la cama.
Empujaron el cuerpo hacia atrás y le
dieron la vuelta. Tenía el rostro
manchado de sangre y espuma, los ojos
muy abiertos, contemplando… ¡una
visión espantosa!
—Ha muerto de un ataque —dijo el
científico, doblando la rodilla y
colocándole la mano sobre el corazón.
Mientras se encontraba en esa postura,
miró debajo de la cama y añadió—:
¡Dios mío! ¿Cómo llegó esto hasta aquí?
Alargó el brazo bajo la cama, sacó
la serpiente y, enroscada todavía, la
arrojó al medio de la habitación, desde
donde, con un sonido seco y opaco, se
deslizó por el piso barnizado hasta
chocar con la pared. Y allí se quedó
inmóvil. Se trataba de una serpiente
disecada; sus ojos eran dos botones de
calzado.

Traducción: Luz Freire


Título original: «The Man and the Snake»,
en Tales of Soldiers and Civilians, 1890.
Napoleón y el
espectro
Charlotte Brontë

ien, como les iba diciendo, el


B Emperador se fue a dormir.
—Chevalier, baja la persiana y
cierra la ventana antes de irte.
El valet obedeció. Luego tomó el
candelero y salió del cuarto. Unos
minutos después, el Emperador sintió
que su almohada le resultaba bastante
incómoda y se levantó para sacudirla un
poco. Entonces percibió un leve crujido
en la cabecera de la cama. Prestó
atención pero, cuando volvió a
recostarse, todo estaba en silencio.
Aún no había logrado relajarse
totalmente cuando sintió necesidad de
beber. Se inclinó un poco, apoyándose
en el codo, y tomó un vaso de limonada
de una mesa pequeña que había junto a
la cama. Bebió una gran cantidad y se
refrescó. Al volver a colocar el vaso en
su lugar, sintió un profundo gemido en
el ropero que se hallaba en un rincón
del cuarto.
—¿Quién anda ahí? —gritó el
Emperador, tomando su revólver—.
Hable o le vuelo la tapa de los sesos.
El único efecto que generó esta
amenaza fue una risa breve y
pronunciada, y luego le siguió un
silencio absoluto.
El Emperador se levantó de un salto,
se puso rápidamente su robe-de-chambre,
que había dejado en el respaldo de una
silla, y se dirigió con valentía hacia el
ropero embrujado. Algo crujió cuando
abrió la puerta. Avanzó hacia adelante
con el arma en la mano. No apareció
nadie —ni un alma ni una sustancia—; el
crujido evidentemente había sido
provocado por la caída de un abrigo, que
colgaba de un gancho en la puerta. Algo
avergonzado
de sí mismo, regresó a la cama.
Cuando estaba a punto de cerrar los
ojos otra vez, se oscureció de pronto la
luz de las tres velas de cera que se
hallaban en un candelabro de plata
sobre la repisa de la chimenea. El
Emperador miró hacia arriba: una
sombra negra y opaca la tapaba.
Sudando de terror, Napoleón extendió
la mano para alcanzar el cordón de la
campana, pero algún ser invisible se la
arrebató y en ese mismo momento
desapareció la sombra amenazante.
—¡Bah! —exclamó el Emperador—.
Sólo fue una ilusión óptica.
—¿Sí? —susurró cerca de su oído
una voz apagada, con tono grave y
misterioso—. ¿Fue una ilusión,
Emperador de Francia? ¡No! Lo que
usted oyó y vio es una triste realidad,
una advertencia. ¡Levántese! ¡Usted,
que enarboló el estandarte del águila!
¡Despiértese! ¡Usted, que blandió el
cetro de lirios! Sígame, Napoleón, y
verá más.
Cuando la voz dejó de oírse, el
Emperador percibió con asombro una
figura. Pertenecía a un hombre alto y
delgado, vestido con una levita azul,
ribeteada con encaje de oro. Llevaba
una corbata negra muy ajustada, con
dos pequeños broches colocados debajo
de las orejas. Tenía la cara pálida, la
lengua le sobresalía de entre los dientes,
y los ojos, vidriosos y enrojecidos, se
salían de sus cuencas de modo temible
y prominente.
—¡Mon Dieu! —exclamó el
Emperador—. ¿Qué es lo que veo? ¿De
dónde ha venido, espectro?
La aparición no dijo nada pero
avanzó un poco y, levantando el dedo,
le hizo señas a Napoleón para que lo
siguiera. El Emperador, bajo el influjo
de una fuerza misteriosa, que le anuló la
capacidad de pensar y de actuar por sí
mismo, obedeció en silencio. La pared
sólida del cuarto se abrió cuando se
acercaron y, luego de atravesarla, se
cerró tras ellos con un ruido similar al
de un trueno. La oscuridad hubiera sido
absoluta de no ser por la débil luz que
brillaba alrededor del fantasma y
permitía ver las paredes húmedas de un
largo corredor abovedado. Avanzaron
por allí con silenciosa celeridad. Una
brisa fría y refrescante subía
rápidamente por la bóveda, con el
sonido de un lamento, anunciando que
se acercaban al exterior; el Emperador
se ajustó un poco más su camisón
holgado. Enseguida salieron y
Napoleón advirtió que se hallaba en una
de las calles principales de París.
—Estimable espíritu —dijo,
temblando con el aire frío de la noche
—, permítame regresar a ponerme un
abrigo. Volveré enseguida.
—Avance —respondió su
compañero, implacable.
A pesar de la creciente indignación
que le provocó una especie de ahogo, el
Emperador se sintió obligado a
obedecer.
Siguieron por las calles desiertas
hasta que llegaron a una casa imponente
construida en las orillas del Sena. Aquí,
el espectro se detuvo: las puertas se
abrieron para recibirlos y ambos
entraron en un amplio vestíbulo de
mármol, cubierto en parte por una
cortina. A través de sus pliegues
semitransparentes se podía ver una luz
intensa que brillaba con un lustre
deslumbrante. Delante de esta cortina,
había una hilera de figuras femeninas
lujosamente vestidas. Llevaban en la
cabeza guirnaldas con las más bellas
flores, pero tenían la cara oculta por
horribles máscaras que representaban
calaveras humanas.
—¿Qué significa toda esta
mascarada? —gritó el Emperador,
haciendo un esfuerzo para deshacerse
de esas cadenas mentales que lo
limitaban contra su voluntad—. ¿Dónde
estoy, y por qué me trajo hasta aquí?
—Silencio —le contestó el guía,
con esa lengua negra y sangrienta
sobresaliendo aun más de su boca—.
Haga silencio, si quiere evitar la muerte
inmediata.
El Emperador habría respondido —
su coraje natural era capaz de superar el
temor transitorio que lo había dominado
al comienzo—, pero en ese momento una
melodía extravagante, sobrenatural, fue
aumentando el volumen detrás de la
inmensa cortina, que iba y venía,
hinchándose lentamente hacia afuera
como agitada por una conmoción interna
o una lucha entre fuertes vientos. En ese
mismo instante, penetró en ese vestíbulo
embrujado una mezcla abrumadora de
olores de cuerpos putrefactos,
combinada con las fragancias más finas
de Oriente. Ahora se oía a la distancia
el murmullo de muchas voces, y algo lo
tomó del brazo desde atrás, con
ansiedad.
Se dio vuelta rápidamente. Sus ojos
se encontraron con el rostro familiar de
Marie-Louise.
—¿Qué sucede? ¿Tú también en
este sitio infernal? —le preguntó—.
¿Qué te trajo hasta aquí?
—¿Puedo hacerte la misma
pregunta? —respondió la Emperatriz,
sonriendo.
Napoleón no dijo nada; el asombro
se lo impidió.
Ya no había ninguna cortina entre la
luz y él. Había desaparecido como por
arte de magia, y una araña extraordinaria
colgaba encima de su cabeza. A su
alrededor, había un grupo numeroso de
mujeres, lujosamente vestidas pero sin
las máscaras de calaveras humanas, y,
entre ellas, una cantidad similar de
caballeros, contentos y animados.
Todavía se oía la música, pero era
evidente que provenía de una orquesta
ubicada cerca de él. Aún se percibía un
agradable olor a incienso, aunque no
estaba mezclado con ningún hedor.
—¡Mon Dieu! —exclamó el
Emperador—. ¿Cómo sucedió todo
esto? ¿Dónde diablos está el espectro?
—¿El espectro? —contestó la
Emperatriz—. ¿A qué te refieres? ¿No
seria mejor que salieras del cuarto y
fueras a descansar?
—¿Que salga del cuarto? ¿Por qué?
¿Dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de
algunos cortesanos que invité a un baile
esta noche. Entraste hace unos minutos
en camisón, con los ojos fijos y bien
abiertos. Supongo, por tu asombro, que
caminabas sonámbulo.
Inmediatamente, el Emperador
sufrió un ataque de catalepsia, y siguió
en ese estado toda la noche y gran parte
del día siguiente.

Título original: «Napoleón and the Spectre»,


1833, publicado
posteriormente en The Twelve Adventurers
and Other Stories, 1925.
Traducción: Fabiana A. Sordi
La pata de mono
William Wymark Jacobs

fuera, la noche era fría y húmeda,

A pero en la pequeña sala de la


residencia Laburnam las persianas estaban
cerradas y el fuego ardía vivamente. Padre e
hijo jugaban al ajedrez; el primero, que tenía
la idea de
que el juego involucraba cambios
radicales, ponía a su rey en peligros tan
intensos e innecesarios como para
arrancarle comentarios a la anciana de
cabello blanco que tejía plácidamente
junto al fuego.
—Escuchen el viento —dijo el
señor White, quien, tras haberse dado
cuenta de un error fatal cuando ya era
demasiado tarde, deseaba amablemente
impedir que su hijo lo viera.
—Estoy escuchando —confirmó
éste, inspeccionando severamente el
tablero mientras extendía la mano—.
Jaque.
—Me cuesta trabajo creer que
vendrá esta noche —comentó su padre,
con la mano suspendida sobre el tablero.
—Mate —replicó el hijo.
—Eso es lo peor de vivir tan lejos
—gritó el señor White con repentina e
inesperada violencia—. De todos los
lugares más detestables, fangosos y
solitarios, éste es el peor. El sendero es
una ciénaga y el camino es un torrente.
No sé en qué están pensando todos.
Supongo que porque sólo hay dos casas
en el camino creen que carece de
importancia.
—No tiene caso, querido —dijo su
esposa, con tono conciliador—, tal vez
ganes la próxima vez.
De pronto, el señor White levantó
los ojos, justo a tiempo para interceptar
una mirada de entendimiento entre
madre e hijo. Las palabras murieron en
sus labios, y escondió un gesto de
culpabilidad en su delgada barba gris.
—Ahí está —dijo Herbert White,
mientras el portal se cerraba y se
acercaban a la puerta unos pasos fuertes
y pesados.
El anciano se levantó con
hospitalaria celeridad y, al abrir la
puerta, lo oyeron darle el pésame al
recién llegado, quien también se
compadeció de sí mismo. La señora
White dijo:
—¡Ya, ya! —y tosió suavemente,
mientras su esposo entraba en la sala,
seguido de un hombre alto y corpulento,
de ojos pequeños y semblante rubio
rojizo.
—El sargento mayor Morris —dijo,
presentándolo.
El sargento mayor estrechó sus
manos, tomó el asiento que le ofrecieron
junto al fuego y se quedó observando
plácidamente mientras su anfitrión
sacaba whisky y vasos, y colocaba una
pequeña tetera de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, sus ojos se tornaron
más brillantes, y comenzó a hablar. El
pequeño círculo familiar apreciaba con
ansioso interés a este visitante de tierras
lejanas, que hablaba de lugares
desconocidos y formidables hazañas, de
guerras y pestes, y pueblos extraños.
—Hace veintiún años de eso —
recordó el señor White, inclinando la
cabeza a su esposa e hijo—. Cuando se
fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora.
—No parece haberle ido tan mal —
agregó amablemente la señora White.
—A mi también me gustaría ir a la
India —comentó el anciano—; sólo
para echar un vistazo.
—Está mejor aquí —respondió el
sargento mayor, sacudiendo la cabeza.
Apoyó el vaso vacío y, suspirando
suavemente, la sacudió de nuevo.
—Me gustaría ver todos esos
antiguos templos y a los faquires y
malabaristas —afirmó el viejo—. ¿Qué
era eso que comenzó a contarme el otro
día sobre una pata de mono, o algo así,
Morris?
—Nada —contestó el soldado
rápidamente—. Por lo menos, nada que
valga la pena escuchar.
—¿Una pata de mono? —preguntó
la señora White con curiosidad.
—Bueno, es sólo un poco de lo que
ustedes llamarían magia —dijo el
sargento mayor espontáneamente.
Sus tres oyentes se inclinaron
ansiosos. Con la mente ausente, el
visitante se llevó el vaso a los labios, y
luego volvió a dejarlo. Su anfitrión lo
llenó.
—Si la miran —continuó el sargento
mayor, buscando torpemente en su
bolsillo—, es sólo una patita común,
momificada.
Sacó algo de su bolsillo y lo mostró.
La señora White se apartó haciendo una
mueca, pero su hijo la tomó y la
examinó con curiosidad.
—¿Y qué tiene de especial? —
inquirió el señor White al quitársela a
su hijo; pero después de observarla, la
colocó sobre la mesa.
—Un viejo faquir la hechizó —dijo
el sargento mayor—. Era un hombre
santo. Quería demostrar que el destino
rige la vida de las personas y que los
que interfieren con él lo hacen muy a su
pesar. La hechizó de manera que tres
hombres distintos pudieran pedirle tres
deseos cada uno.
Sus gestos eran tan impresionantes
que sus interlocutores se dieron cuenta
de que su risa ligera no concordaba con
la situación.
—Y bien, ¿por qué no pide usted
tres deseos? —preguntó Herbert,
astutamente.
El soldado lo miró como un hombre
de edad madura debe ver a un joven
presuntuoso.
—Ya los pedí —respondió
quedamente, y su cara enrojecida
palideció.
—¿Y en realidad se le cumplieron
los tres deseos? —interrogó el señor
White.
—Sí —dijo el sargento mayor, y su
vaso chocó contra sus dientes fuertes.
—¿Y alguien más ha pedido
deseos? —insistió la anciana.
—El primer hombre pidió sus tres
deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé
cuáles fueron los primeros dos, pero el
tercero fue la muerte. Así fue como
obtuve la pata.
Su tono era tan serio que se hizo un
silencio en el grupo.
—Si ya pidió usted sus tres deseos,
entonces ya no le sirve para nada,
Morris —afirmó el anciano—. ¿Para
qué la conserva?
El soldado sacudió la cabeza.
—Por gusto, supongo —dijo
lentamente.
—Si tuviera tres deseos más —
agregó el anciano, mirándolo con
perspicacia—, ¿los pediría?
—No lo sé —dijo el otro hombre—,
no lo sé.
Tomó la pata, y, balanceándola entre
el dedo índice y el pulgar, la arrojó al
fuego. White, con un leve gemido, se
agachó y la recogió.
—Es mejor dejar que se queme —
comentó el soldado seriamente.
—Morris, si usted no la quiere —
dijo el otro—, démela a mí.
—No lo haré —insistió su amigo—.
Yo la lancé al fuego. Si la conserva, no
me culpe por lo que ocurra. Arrójela de
nuevo a las llamas; sea sensato.
El otro movió la cabeza y examinó
de cerca su nueva posesión.
—¿Cómo lo hace? —inquirió. —
Levántela con la mano derecha y
pida el deseo en voz alta —dijo el
sargento mayor—. Pero lo prevengo
sobre las consecuencias.
—Suena como Las mil y una
noches —opinó la señora White,
mientras se levantaba y comenzaba a
preparar la cena—. ¿Cree usted que
podría pedir cuatro pares de manos para
mí?
Su esposo sacó el talismán de su
bolsillo y los tres se echaron a reír,
mientras el sargento mayor, con cara de
alarmado, lo tomaba del brazo.
—Si va a pedir un deseo —dijo
ásperamente—, pida algo sensato.
El señor White la volvió a poner en
su bolsillo, y, acomodando las sillas,
invitó a su amigo a la mesa. Durante la
cena, el talismán fue parcialmente
olvidado y, luego, los tres se sentaron a
escuchar, encantados, una segunda parte
de las aventuras del soldado en la India.
—Si el cuento de la pata de mono
no es más veraz que los otros que nos
ha contado, no conseguiremos nada de
ella —dijo Herbert, al cerrarse la puerta
tras su invitado, que salió apurado por
alcanzar el último tren.
—¿Le diste algo a cambio? —
inquirió la señora White, mirando de
cerca a su esposo.
—Muy poca cosa —respondió él,
ruborizándose levemente—. No quería
nada, pero lo obligué a aceptar. Y otra
vez me presionó para que la tirara.
—Seguramente seremos ricos,
famosos y felices —dijo Herbert con
horror fingido—. Para comenzar, padre,
pide ser emperador… así tu esposa no
te dominará.
Corrió alrededor de la mesa,
perseguido por la traviesa señora White,
armada con la funda de un almohadón.
El señor White extrajo la pata del
bolsillo y la miró dudando.
—No sé qué pedir, eso es un hecho
—dijo pausadamente—. Me parece que
tengo todo lo que quiero.
—Si pudieras pagar la casa, estarías
muy feliz, ¿o no? —comentó Herbert,
con la mano en su hombro—. Bueno,
entonces pide doscientas libras; eso
sería suficiente.
Su padre, sonriendo avergonzado
ante su propia credulidad, levantó el
talismán, mientras su hijo, con el rostro
serio y un tanto desfigurado por el guiño
que hacía a su madre, se sentó al piano y
tocó unos acordes impresionantes.
—Deseo doscientas libras —
aseguró el anciano.
Un estrepitoso sonido del piano
recibió la palabras, interrumpido por un
estremecedor gemido del viejo. Su
esposa y su hijo corrieron hacia él. —Se
movió —gritó, con una mirada
de disgusto hacia el objeto que yacía en
el piso—. Al pedir el deseo se torció en
mi mano como una víbora.
—Bien, no veo el dinero —dijo su
hijo, al levantarla y ponerla sobre la
mesa— y apuesto a que nunca lo veré.
—Debe haber sido tu imaginación
—comentó su esposa, mirándolo
ansiosamente.
Él movió la cabeza.
—Sin embargo, no importa. No se
ha hecho ningún mal, aunque me llevé
una fuerte impresión.
De nuevo se sentaron ante el fuego,
mientras los dos hombres terminaban de
fumar sus pipas. Afuera, el viento
soplaba más que nunca, y el anciano se
sobresaltó por el sonido de una puerta
golpeando violentamente en el piso de
arriba. Un silencio inusual y depresivo
se abatió sobre ellos, y duró hasta que
la anciana pareja se levantó para
retirarse a dormir.
—Espero que encuentren el dinero
dentro de una gran bolsa en el medio de
su cama —dijo Herbert al darles las
buenas noches—, y a algo horrible
agazapado sobre el armario
observándolos mientras se guardan su
riqueza malhabida.
El señor White se sentó en la
oscuridad, contemplando el fuego
agonizante, y adivinando rostros en él.
El último fue tan espantoso y simiesco
que lo miró estupefacto. Se volvió tan
vivido que, con una risita intranquila,
buscó en la mesa un vaso que tuviera un
poco de agua para arrojársela. Su mano
se topó con la pata de mono y, con un
ligero estremecimiento, se la frotó en el
abrigo y subió a su habitación.
II

A la mañana siguiente, en la claridad


del sol frío que iluminaba la mesa del
desayuno, Herbert se rió de sus miedos.
Había un aire de integridad en la
habitación, ausente la noche anterior, y la
pata sucia y reseca estaba abandonada
sobre un mueble con un descuido que no
denotaba mucha fe en sus virtudes.
—Supongo que todos los soldados
viejos son iguales —dijo la señora
White—. ¡Qué idea la de hacernos
escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían
concederse deseos en estos días? Y si se
pudiera, ¿cómo podrían perjudicarte
doscientas libras?
—Podrían caer del cielo sobre su
cabeza —imaginó el frívolo Herbert.
—Morris dijo que todas las cosas
ocurrían con tanta naturalidad —
comentó su padre—, que podrías, si
quisieras, atribuirlas a una coincidencia.
—Bueno, no se lancen sobre el
dinero antes de que yo vuelva —agregó
Herbert al levantarse de la mesa—. Temo
que te conviertas en un hombre ruin y
avaro, y tengamos que repudiarte.
Su madre rió. Luego lo acompañó a
la salida y lo miró alejarse por el
camino. Al regresar a la mesa del
desayuno, se divirtió a costa de la
credulidad de su esposo. Todo esto no
impidió que corriera a la puerta cuando
llamó el cartero, ni que se refiriera con
brusquedad a los suboficiales retirados
de costumbres bohemias cuando
descubrió que en el correo venía una
factura del sastre.
—Me imagino que Herbert hará
alguno de sus comentarios graciosos
cuando vuelva a casa —dijo mientras se
sentaban a comer.
—Así lo creo —respondió el señor
White, sirviéndose un poco de cerveza
—. Pero, de cualquier modo, la cosa se
movió en mi mano; lo juro.
—Te imaginaste que se movía —
dijo la anciana con tono conciliador.
—Te digo que se movió —replicó él
—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué
pasa?
Su esposa no contestó. Estaba
observando los misteriosos movimientos
de un hombre que estaba afuera, y que,
mirando de forma poco decidida hacia la
casa, parecía intentar convencerse de
entrar. Ella lo asoció con las doscientas
libras, cuando notó que el extraño estaba
bien vestido, y llevaba un sombrero de
seda, brillante de tan nuevo. Aquel
hombre hizo tres veces una pausa ante la
cerca, y luego echó a andar otra vez. La
cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre
ella, y, con repentina resolución, la abrió
de par en par y caminó por el
sendero. Al mismo tiempo, la señora
White se llevó las manos a la espalda,
se desató apresuradamente el delantal, y
puso ese útil accesorio debajo del
almohadón de la silla.
Invitó al extraño a pasar a la sala.
Él, que parecía intranquilo, la miró
furtivamente, y escuchó preocupado las
disculpas de la anciana por la apariencia
del lugar y el abrigo de su esposo,
prenda que por lo general reservaba
para el jardín. Entonces esperó, tan
pacientemente como su sumisión se lo
permitía, a que él dijera qué lo había
traído hasta allí, pero al
principio estuvo extrañamente
silencioso.
—Me… me pidieron que viniera —
dijo al fin, y se agachó a quitarle un
trocito de algodón a sus pantalones—.
Vengo de Maw y Meggins.
La anciana se sobresaltó.
—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento
—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert?
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
Su esposo intervino.
—Calma, calma, madre —dijo
apresuradamente—. Siéntate y no
saques conclusiones. Estoy seguro de
que usted no ha traído malas noticias,
señor —y miró al otro, anhelante.
—Lo siento… —comenzó el
visitante.
—¿Estáherido?—preguntó,
enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Muy herido —dijo suavemente—.
Pero no sufre.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la
señora White juntando las manos—.
¡Gracias a Dios! ¡Gracias…!
Se interrumpió de pronto, al
comprender el siniestro sentido que se
escondía en ese consuelo, y vio la
terrible confirmación de sus temores en
el rostro del hombre. Entonces contuvo
la respiración, miró a su marido, que
parecía no entender, y le tomó la mano
temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
—Quedó atrapado en las máquinas
—dijo el hombre en voz baja.
—Quedó atrapado en las máquinas
—repitió el señor White, aturdido—. Sí.
Se sentó, mirando fijamente por la
ventana; tomó la mano de su mujer entre
las suyas y la apretó, como lo hacía
cuarenta años antes, cuando la cortejaba.
—Era el único que nos quedaba —
dijo, volviéndose suavemente hacia el
visitante—. Es muy duro.
El otro tosió, se levantó y se acercó
con lentitud a la ventana.
—La empresa me ha encomendado
que les exprese sus condolencias por
esta gran pérdida —dijo sin volverse—.
Les ruego que comprendan que sólo soy
un empleado y que obedezco órdenes.
No hubo respuesta. El rostro de la
señora White estaba lívido, sus ojos
fijos, y su respiración inaudible. El
semblante de su esposo reflejaba una
expresión como la que podría haber
tenido su amigo el sargento al comienzo
de su carrera.
—Quería decirles que Maw y
Meggins se deslindan de
responsabilidades —prosiguió—. No
admiten ninguna obligación. Pero en
consideración a los servicios prestados
por su hijo, desean compensarlos con
una cantidad de dinero.
El señor White soltó la mano de su
mujer y, levantándose, miró con horror
al visitante. Sus labios secos
pronunciaron la palabra:
—¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue la
respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor
White sonrió lánguidamente, extendió
los brazos como un ciego y se
desplomó sin sentido.
III

En el cementerio nuevo e inmenso,


a unos tres kilómetros de distancia,
marido y mujer sepultaron a su hijo y
volvieron a la casa inmersos en la
sombra y el silencio. Todo fue tan
rápido que al principio casi no se dieron
cuenta y les quedó una esperanza, como
si fuera a ocurrir algo que aliviara ese
peso, demasiado grande para dos
corazones viejos.
Pero pasaron los días y esa
esperanza se transformó en resignación,
esa desesperada resignación de los
viejos que algunos llaman apatía. A
veces casi no hablaban, porque no
tenían nada que decirse; sus días eran
largos hasta el cansancio.
Alrededor de una semana después,
el señor White se despertó
repentinamente una noche, estiró la
mano y se encontró solo. El cuarto
estaba a oscuras y él escuchó el sonido
de un llanto contenido que venía de la
ventana. Se incorporó en la cama para
escuchar mejor.
—Ven aquí —dijo tiernamente—.
Te va a dar frío.
—¡Mi hijo tiene frío! —respondió
la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los
oídos del señor White. La cama estaba
tibia y sus ojos, pesados de sueño.
Cabeceó de forma intermitente hasta
que un grito salvaje de su mujer lo
despertó bruscamente.
—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata
de mono!
El señor White se levantó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué
pasa?
Ella se acercó a él tambaleante.
—La quiero —dijo en voz baja—.
¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —
contestó, asombrado—. ¿Por qué?
Llorando y riendo al mismo tiempo,
se inclinó y lo besó.
—La había olvidado —dijo
histéricamente—. ¿Por qué no lo había
pensado antes? ¿Por qué no lo habías
pensado tú?
—¿Pensar qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —
respondió rápidamente—. Sólo hemos
pedido uno.
—¿Y no fue suficiente?
—No —gritó ella, con aires de
triunfo—. Pediremos uno más. Baja y
tráela pronto, y pide que nuestro hijo
vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama.
Levantó las sábanas y sus temblorosos
miembros quedaron al descubierto.
—Dios mío, estás loca —gritó
horrorizado.
—Tráela —jadeó—. Tráela pronto y
pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
El hombre encendió la vela. —
Vuelve a acostarte —dijo,
inseguro—. No sabes lo que estás
diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió
—afirmó la mujer febrilmente—. ¿Por
qué no el segundo?
—Fue una coincidencia —balbuceó
el anciano.
—Ve por ella y pide el deseo —
gritó su esposa, temblando por la
emoción.
El marido se dio vuelta, la miró y
dijo con voz trémula:
—Hace diez días que está muerto, y
además… no quiero decir más… sólo
pude reconocerlo por la ropa. Si ya
entonces era demasiado horrible para
que lo vieras, ahora…
—Tráemelo —gritó la mujer
arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees
que le tengo miedo al niño que crié?
Él bajó en la oscuridad, entró en la
sala y se acercó a la repisa. El talismán
estaba en su lugar, y un miedo terrible
de que su deseo aún no formulado
trajera a su hijo mutilado antes de que
él pudiera escapar del cuarto se apoderó
de él y le cortó la respiración al advertir
que había perdido el rastro de la puerta.
Con la frente fria por el sudor, tanteó
alrededor de la mesa y a lo largo de la
pared hasta que se encontró en el
pequeño pasillo con el maligno objeto
en la mano.
Cuando entró en el dormitorio,
hasta el rostro de su mujer le pareció
distinto. Estaba ansiosa y pálida, y tenía
algo sobrenatural. Tuvo miedo de ella.
—Pídelo —gritó con violencia. —
Es absurdo y perverso —
balbuceó.
—Pídelo —repitió su esposa. El
hombre levantó la mano. —Deseo
que mi hijo vuelva a vivir. El
talismán cayó al suelo y el señor
White lo miró con terror. Luego,
temblando, se dejó caer en una silla,
mientras la anciana, con ojos febriles,
se acercaba a la ventana y levantaba la
persiana.
El hombre se quedó sentado,
inmóvil, aterrado; miraba
ocasionalmente la silueta de la anciana
que escudriñaba por la ventana. El cabo
de la vela, quemado hasta el borde del
candelero de porcelana, lanzaba
sombras palpitantes sobre el techo y las
paredes, hasta que expiró, con una
última oscilación. El anciano, con un
inexplicable alivio ante el fracaso del
talismán, volvió a la cama. Minutos
después, ella vino silenciosa y apática a
su lado.
No hablaron. Escuchaban en silencio
el pulso del reloj. Crujió un escalón y
un ratón se escurrió por la pared. La
oscuridad era opresiva, y, después de
pasar un rato juntando coraje, el señor
White buscó la caja de fósforos,
encendió uno y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera se apagó el
fósforo y él se detuvo para encender
otro. Al mismo tiempo, sonó un golpe
suave, casi imperceptible, en la puerta
de entrada.
Se le cayeron los fósforos. Él
permaneció inmóvil, sin respirar, hasta
que se repitió el golpe. Huyó a su
cuarto y rápidamente cerró la puerta.
Resonó un tercer golpe por toda la casa.
—¿Qué fue eso? —dijo la mujer,
levantándose de la cama.
—Un ratón —contestó el hombre,
con un estremecimiento—, un ratón.
Pasó a mi lado por la escalera.
La mujer se había erguido y
escuchaba. Un golpe más fuerte que los
anteriores retumbó en el aire.
—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡Es
Herbert!
Corrió hacia la puerta, pero su
esposo la siguió, la tomó de un brazo, y
la mantuvo inmovilizada.
—¿Qué vas a hacer? —susurró con
voz quebrada.
—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimió
ella, luchando por liberarse—. Olvidé
que estaba a tres kilómetros de aquí.
¿Por qué me detienes? Déjame ir. Debo
abrirle la puerta.
—¡Por el amor de Dios, no lo dejes
entrar! —exclamó el anciano, lleno de
terror.
—¿Vas a temerle a tu propio hijo?
—gritó, forzando a su marido a soltarla
—.-Déjame ir. ¡Ya voy, hijo! ¡Voy a
verte, Herbert!
Sonó otro golpe, y otro más. La
anciana, con un tirón desesperado, se
zafó de su esposo y corrió hacia abajo.
Él fue detrás de ella y la llamó
angustiosamente al darse cuenta de que
bajaba por la escalera. Oyó cómo
soltaba la cadena y quitaba el pasador
de la puerta. Luego, la voz jadeante de
la anciana llegó hasta él.
—El cerrojo de arriba —gritó—.
Ven pronto. No lo alcanzo.
Pero su esposo estaba agachado en
el piso, buscando la pata. Si pudiera
encontrarla antes de que aquella cosa
entrase a la casa. Los golpes eran ahora
más frenéticos. Oyó que su esposa se
apoderaba de una silla y la arrastraba
hasta colocarla junto a la puerta.
Descorrió el cerrojo. En ese momento,
el anciano encontró la pata de mono y
pidió su tercer y último deseo, ya casi
sin aliento.
Los golpes cesaron abruptamente,
aunque su eco se quedó en el aire.
Escuchó a su esposa mover la silla y
abrir la puerta. Una fría corriente de
aire se coló hasta la escalera, y un largo
lamento de desaliento y dolor de su
esposa le dio fuerzas para correr a su
lado. Desde la puerta vio el farol que se
balanceaba en la acera de enfrente,
iluminando un camino tranquilo y
solitario.

Título original: «The Monkey’s Paw», 1902, en


The Lady of the Barge (1906). Gentileza: The
Society of Authors.
Tomado de: Cuentos de terror, Alfaguara,
México, 1997.
Traducción: Noemí Novell
Relato de los
extraños
sucesos de la calle
Aungier
Joseph Sheridan Le Fanu

o vale la pena relatar mi historia;

N al menos, no vale la pena escribirla.


En realidad, al contarla como me lo
pidieron a veces, no me fue tan mal,
aunque no soy yo quien debiera
decirlo. Era una noche de invierno, y yo
me encontraba ante un círculo de rostros
inteligentes y ávidos, iluminados por un
buen fuego después de la cena; afuera se
levantaba el viento helado y gemía,
mientras los comensales se hallaban en el
interior, cómodos y abrigados. Pero es
arriesgado hacerlo como usted me lo
pide. La pluma, la tinta y el papel no son
medios adecuados para transmitir lo
maravilloso, y un «lector» es por cierto
un animal más crítico que un «escucha».
No obstante, si usted puede convencer a
sus amigos de que lo lean al anochecer, y
después que la conversación alrededor de
la chimenea haya versado sobre cuentos
emocionantes de ese terror vago
e impreciso; en pocas palabras, si usted
me asegura el mollia tempora fandi, me
consagraré a la tarea, y diré lo que
tengo que decir con mi mejor
disposición. Bueno, pues, dadas estas
condiciones, no diré más, y le contaré
de manera sencilla cómo ocurrió todo.
Mi primo, Tom Ludlow, y yo
estudiamos juntos medicina. Creo que
hubiese sido un buen médico de haber
insistido en la profesión, pero prefirió la
Iglesia, pobre muchacho, y murió joven,
víctima de la peste, contraída durante el
noble desempeño de sus funciones. Pero,
para nuestros fines, baste con decir que
tenía un carácter reposado, aunque de
naturaleza franca y alegre; era
muy estricto en cuanto al cumplimiento
de la verdad, y no se parecía a mí en
modo alguno, pues mi temperamento es
excitable y nervioso.
Mientras estudiábamos, mi tío
Ludlow, el padre de Tom, compró tres o
cuatro casas viejas en la calle Aungier.
Una de ellas estaba desocupada. Él
residía en el campo, y Tom propuso que
nos estableciéramos en la casa vacía
mientras no se alquilara; una opción que
cumpliría el doble fin de situarnos cerca
de la universidad y de nuestros lugares
de diversión, y de ahorramos el pago de
la renta semanal por el hospedaje.
Nuestro mobiliario era muy escaso;
nuestro equipaje, modesto y
rudimentario en extremo. En pocas
palabras, nuestras posesiones eran casi
tan austeras como las de un
campamento militar. Así pues, llevamos
a cabo nuestro plan no bien lo ideamos.
El salón se convirtió en la sala de estar.
A mí me tocó el dormitorio ubicado
encima de la sala, y a Tom, el de atrás,
en el mismo piso, cuarto que yo no
hubiera ocupado por nada del mundo.
En primer lugar, la casa era muy,
muy vieja. Tengo entendido que hace
cincuenta años renovaron la fachada,
pero aparte de eso no tenía nada
moderno. El agente que la compró y
rastreó los títulos a pedido de mi tío, me
dijo que se vendió, junto a otras
propiedades confiscadas, en la casa de
remates Chichester, creo que en 1702; y
había pertenecido a sir Thomas Hacket,
quien fue alcalde de Dublín en los
tiempos de Jacobo II. Cuántos años
tenía entonces, no lo sé, pero, de todos
modos, los años y los cambios sufridos
a través del tiempo fueron suficientes
para otorgarle ese aspecto misterioso y
triste, excitante y depresivo a la vez,
que es tan propio de la mayoría de las
mansiones antiguas.
Se modernizaron muy poco los
detalles, y quizá fuera mejor así, pues
había algo extraño y anticuado en las
paredes y techos, en la forma de las
puertas y ventanas, en la posición
peculiar de la repisa de la chimenea,
situada en diagonal, en las vigas y las
pesadas cornisas, además de la singular
solidez de la ebanistería, desde las
barandillas hasta los marcos de las
ventanas. Todo eso era imposible de
ocultar, y hubiera revelado su
antigüedad debajo de innumerables
capas de barniz y adornos modernos.
A decir verdad, se notaban algunos
intentos, al punto de empapelar las
salas, pero, de un modo u otro, el papel
parecía tosco y fuera de lugar. La
anciana, que atendía un pequeño bazar
en el camino, y cuya hija —una
solterona de cincuenta y dos años— era
nuestra única criada desde el amanecer
hasta su discreta retirada en cuanto
terminaba de preparar el té en las
dependencias de servicio, esta mujer,
digo, lo recordaba, desde la época en
que el juez Horrocks solía pasar allí sus
días, agasajando a sus invitados con
excelente carne de venado y vinos raros
y añejos. (Éste se había ganado la
reputación de ser un juez severo y
«amigo de la horca» y acabó por
colgarse él mismo bajo un rapto de
«locura temporal», como sentenció el
juez de primera instancia). En aquellos
tiempos felices, tapices de cuero dorado
adornaban las salas de estar y es muy
posible que causaran una magnífica
impresión, pues las habitaciones eran de
veras espaciosas.
Los dormitorios tenían
revestimientos, pero el del frente no era
lóbrego; y en éste la hospitalidad de lo
antiguo prevalecía sobre sus
connotaciones sombrías. Pero el
dormitorio de atrás, por compatibilidad
de temperamentos, se había unido a la
recámara y anulado la separación. Tenía
dos ventanas sombrías ubicadas de
modo extraño, que miraban al vacío
frente al pie de la cama, y con el
recoveco oscuro propio de las viejas
casas de Dublín, como un enorme
armario fantasmal. Por la noche, este
«nicho», como solía llamarlo nuestra
mucama, tenía, a mi juicio, un carácter
especialmente siniestro y sugerente. La
vela distante y solitaria de Tom brillaba
en vano con luz trémula en la oscuridad.
Allí estaba siempre vigilándolo…
siempre impenetrable. Pero esto creaba
sólo una parte del efecto. No tengo
palabras para expresar lo repulsiva que
me resultaba toda la pieza. En sus trazos
y proporciones había, supongo,
discordancias latentes, cierta relación
indescriptible y misteriosa, que
perturbaba en forma confusa algún
recóndito sentido de lo apropiado y lo
seguro, y daba lugar a indescriptibles
sospechas y recelos en la imaginación.
En general, como dije al principio, por
nada del mundo hubiera pasado una
noche solo en ese cuarto.
Nunca pretendí ocultarle al pobre
Tom mis debilidades supersticiosas, y
él, por su parte, ridiculizaba mis
temores con la mayor franqueza. Sin
embargo, el escéptico estaba
predestinado a recibir una dura lección,
como se verá enseguida.
Al poco tiempo de ocupar nuestros
respectivos dormitorios empecé a
padecer una gran inquietud por las
noches y trastornos en el sueño. Puesto
que siempre había dormido
profundamente y no era de ningún modo
propenso a las pesadillas, supongo que
estas molestias me tornaron muy
intolerante. Así pues, en lugar de
disfrutar de mi acostumbrado reposo, mi
destino consistía ahora en «beber todos
los horrores» cada noche. Luego de una
serie inicial de sueños desagradables y
espantosos, mis angustias adquirieron
forma definitiva, y la misma visión, sin
variaciones perceptibles en los detalles,
me visitaba al menos (en promedio) dos
veces por semana.
Ahora bien, este sueño, pesadilla o
ilusión infernal —como se la quiera
llamar— en cuya desgraciada víctima
me convertí, se aparecía de la siguiente
manera:
Yo veía, o imaginaba que veía, cada
mueble y cada particularidad de la pieza
donde dormía con la más abominable
nitidez, a pesar de la profunda oscuridad.
Esto, como es sabido, se da al margen de
la pesadilla común. Pues bien, mientras
me encontraba en ese estado de
clarividencia, que consistía apenas en la
iluminación del escenario donde iba a
presentarse el monótono cuadro vivo del
horror, razón de mis noches
insoportables, mi atención, de manera
inmutable, se dirigía —no sé por qué— a
la ventana opuesta al pie de mi cama; y
siempre con el mismo efecto, un
sentimiento de anticipación espantoso,
lento pero seguro, se apoderaba de mí.
De algún modo, empecé a percibir que
manos extrañas llevaban a cabo, para
atormentarme, preparativos horribles e
imprecisos en un lugar desconocido, y,
luego de una pausa, que siempre me
parecía igual, de pronto se asomaba una
imagen por la ventana, donde se
quedaba fija, como atraída por la
electricidad, y entonces empezaba el
castigo del horror que a veces llegaba a
durar varias horas. La imagen pegada
de ese modo misterioso a la ventana era
el retrato de un viejo, en bata floreada
de seda carmesí, cuyos pliegues podría
describir, con un rostro que expresaba
una rara mezcla de intelecto, lascivia y
poder, pero a la vez siniestro y rodeado
de presagios malignos. Tenía la nariz
ganchuda, como el pico de un buitre;
los ojos grandes, grises y saltones, e
iluminados por una enorme crueldad
fría y mortífera. Remataba estas
facciones un gorro de terciopelo
carmesí; los cabellos que aparecían por
debajo del gorro habían encanecido con
los años, pero las cejas conservaban su
negrura original. Bien recuerdo cada
línea, matiz y sombra de ese semblante,
¡y con razón! La mirada de esa cara
infernal permanecía fija en mí, y la mía
respondía a la inexplicable fascinación
de una pesadilla, durante un período de
angustia muy prolongado. Por fin:
Cantaba el gallo y entonces
desaparecía el demonio que me había
esclavizado durante las espantosas
vigilias de la noche; y, atormentado y
nervioso, me levantaba para cumplir
con las obligaciones del día.
Sentía —no sé por qué, pero puede
deberse a la intensa angustia y profundas
impresiones de horror sobrenatural, con
el cual estaba asociada la extraña
fantasmagoría— un insuperable rechazo
a describir la naturaleza exacta de mis
preocupaciones nocturnas a mi amigo y
compañero. Por lo general, sin embargo,
le decía que estaba obsesionado con
sueños abominables; y, conforme al
materialismo atribuido a la medicina,
tratamos los dos de disipar mis miedos,
no a través del exorcismo, sino por
medio de un tónico reconfortante.
—Le haré justicia a este tónico
y
admitiré con franqueza que el maldito
retrato empezó a espaciar sus visitas
bajo sus efectos. ¿Qué me dices? ¿Fue,
pues, esa singular aparición —tan llena
de carácter como de terror— una
criatura de mi fantasía o la invención de
mi pobre estómago? ¿Fue, en suma,
subjetiva (para decirlo en la jerga
técnica de nuestro tiempo), y no la
intromisión y el ataque palpable de un
agente externo? Reconozcamos, mi
querido amigo, que eso carece de
lógica. El espíritu perverso que cautivó
mis sentidos bajo la forma de un retrato,
bien pudo haber estado cerca de mí y
haber sido igualmente enérgico y
maligno aunque yo no lo hubiera visto.
¿Qué implica la totalidad del código
moral de la religión revelada en cuanto
al debido cuidado de nuestros cuerpos,
a la sobriedad, la templanza, etc.? Hay
una correspondencia obvia entre lo
material y lo invisible. Hasta donde
sabemos, la tonicidad saludable del
sistema y su energía intacta pueden
protegemos contra influencias que de
otro modo volverían espantosa la vida.
El mesmerista y el electrobiólogo
fracasan, en promedio, con nueve de
cada diez pacientes, y eso también
puede ocurrirle al espíritu maligno. Para
la producción de determinados
fenómenos espirituales son
indispensables condiciones especiales
del sistema corporal. A veces la
operación sale bien, pero a veces falla,
eso es todo.
Descubrí después que mi
compañero, escéptico al parecer,
también tenía problemas. Pero en ese
momento yo aún no lo sabía. Una noche
en que, por milagro, me encontraba
durmiendo profundamente, me
despertaron unos pasos en el vestíbulo
delante de mi pieza, seguidos de un ruido
atronador que resultó ser el candelabro
de bronce que el pobre Tom Ludlow
había lanzado con todas sus fuerzas por
encima de la barandilla, y que luego
rebotó con gran estrépito hasta el
segundo tramo de las escaleras; y casi
al mismo tiempo, Tom abrió mi puerta
de golpe e irrumpió de espaldas en mi
cuarto en un estado de extrema
agitación.
Salté de la cama y lo agarré del
brazo antes de tener una idea clara de
mi propia ubicación. Allí estábamos —
en camisón, delante de la puerta abierta
—, mirando a través de la vieja
barandilla la ventana del vestíbulo, por
la que brillaba la tenue luz de la luna
opacada por las nubes.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué te pasa?
¿Qué demonios te pasa, Tom? —le
pregunté, sacudiéndolo nervioso, con
impaciencia.
Respiró hondo antes de
responderme, pero no con mucha
coherencia.
—No, nada. Nada en absoluto. ¿Yo
hablé? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela,
Richard? Está oscuro; yo… yo tenía
una vela.
—Sí, muy oscuro —dije—. ¿Pero
qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué no
contestas, Tom? ¿Has perdido el juicio?
¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Ah, ya acabó. Debe
de haber sido un sueño, nada más que
un sueño, ¿no crees? No puede ser otra
cosa que un sueño.
—Por supuesto —le contesté, muy
nervioso—. Fue un sueño.
—Creí —dijo— que había un
hombre en mi cuarto y… y salté de la
cama y… y… ¿dónde está la vela?
—En tu cuarto, probablemente —
respondí—. ¿Voy a buscarla?
—No, quédate aquí… no vayas. No
importa… te pido que no vayas; fue
sólo un sueño. Cierra la puerta con
llave, Dick. Me quedaré aquí contigo…
estoy nervioso. Así que, Dick, sé bueno,
enciende tu vela y abre la ventana…
estoy en un estado calamitoso.
Hice lo que me pedía y, envuelto en
una de mis mantas como Granuaile,
nuestra heroína irlandesa del siglo XVI,
se sentó al lado de mi cama.
Todo el mundo sabe lo contagioso
que es el miedo de todo tipo, pero en
especial la clase de miedo que
experimentaba Tom en esas
circunstancias. Yo no quería oír los
pormenores de la espantosa visión que
tanto lo había aterrado, y creo que por
nada del mundo él los hubiese referido
en ese preciso momento.
—No es necesario que me cuentes tu
sueño disparatado, Tom —le dije,
simulando indiferencia, pero en verdad al
borde del pánico—. Hablemos de otra
cosa. Es evidente que esta casa vieja y
mugrienta nos hace daño a ambos, y que
Dios me libre de quedarme más tiempo
aquí, para sufrir indigestiones… y…
pasar noches horribles. De modo que
mejor buscamos
otro hospedaje, ¿no te parece?, de
inmediato.
Tom estuvo de acuerdo, y después
de una pausa, dijo:
—He estado pensando, Richard, que
hace tiempo que no veo a mi padre, y
he decidido ir a verlo mañana y regresar
en uno o dos días, y podrías alquilar un
piso para nosotros mientras tanto.
Supuse que esta decisión, sin duda el
resultado de las visiones que lo habían
atemorizado tan hondamente, se disiparía
por la mañana junto con el abatimiento y
las sombras de la noche. Pero estaba
equivocado. Tom se fue al campo en
cuanto amaneció, y acordamos que no
bien encontrara hospedaje
adecuado le avisaría por carta para que
volviera de la casa del tío Ludlow.
Ahora bien, a pesar de lo ansioso que
estaba por cambiar de alojamiento,
sucedió que, debido a una serie de
demoras y percances, pasó casi una
semana antes de que pudiese cumplir con
mi acuerdo y con el envío inmediato de
la carta a Tom; y entretanto, su seguro
servidor se vio envuelto en una o dos
aventuras insignificantes, las cuales, pese
a lo ridículas que puedan parecer hoy,
minimizadas a la distancia, en aquel
entonces estimularon en forma
considerable, por cierto, mi deseo de
mudarme.
Una o dos noches después de la
partida de mi compañero, estaba
sentado en mi dormitorio, al lado de la
chimenea, con la puerta cerrada con
llave y un vaso de ponche de whisky
caliente sobre la estrafalaria mesa de
patas largas; pues la mejor manera de
mantener a raya a
los espíritus negros y blancos,
los espíritus azules y grises,
que me rodeaban, consistía en seguir la
costumbre recomendada por la sabiduría
de mis antepasados, y «elevé mi espíritu
con bebidas espirituosas». Dejé de lado
el volumen de Anatomía, y me dediqué
con placer, antes de beber el ponche y
acostarme en la cama, a leer una media
docena de páginas del Spectator. Y en
eso oí pasos que bajaban por la escalera
del desván. Eran las dos de la mañana y
las calles estaban tan silenciosas como
un camposanto. Por consiguiente, se
oían los ruidos con perfecta nitidez. El
andar era lento y pesado, caracterizado
por la afectación y la gravedad de la
edad avanzada, y descendía por la
angosta escalera del piso superior, y, lo
que hacía más singular el sonido era sin
duda que los pies que lo producían
estaban descalzos y bajaban tanteando
el camino con golpes secos y torpes,
muy desagradables al oído.
Sabía a ciencia cierta que mi
asistente se había ido varias horas antes
y que sólo yo quedaba en la casa. Era
evidente también que la persona que
bajaba por las escaleras no tenía la
intención de disimular sus movimientos,
sino que, por el contrario, parecía
dispuesta a hacer más ruido aún y
proceder con mayor premeditación sin
necesidad alguna. Cuando los pasos
llegaron al pie de la escalera delante de
mi cuarto, parecieron detenerse, y supuse
que en cualquier momento se abriría la
puerta de golpe y entraría el personaje
original del odioso retrato. Sin embargo,
sentí un gran alivio pocos segundos
después al oír que los pasos volvían a
descender, en la misma forma, por las
escaleras que desembocan en las salas, y
luego, después de una pausa,
iban de allí al piso de abajo, al
recibidor, donde dejaron de oírse.
Ahora bien, cuando cesó el ruido,
yo estaba hecho un atado de nervios,
como suele decirse; había alcanzado un
grado de excitación muy molesto. Me
puse a escuchar, pero no se oía nada.
Cobré ánimo para llevar a cabo una
prueba decisiva y, con voz estentórea,
grité por encima de las barandillas:
—¿Quién anda allí?
Pero la única respuesta que obtuve
fue el eco de mi propia voz resonando
en la vieja casa vacía… ningún nuevo
movimiento; nada, en fin, que les diera
a mis fastidiosas sensaciones una
orientación concreta. Creo que en tales
circunstancias hay algo muy
desagradable y decepcionante en el
sonido de la propia voz, cuando es
proyectada en soledad y en vano.
Intensificó mi sensación de aislamiento,
y mis temores aumentaron al ver que la
puerta, que yo estaba seguro de haber
dejado abierta, estaba cerrada detrás de
mí; con vaga inquietud, por temor a que
me cortaran la retirada, entré en mi
cuarto tan rápido como pude, y allí me
quedé en un estado de aislamiento
imaginario, y muy incómodo en efecto,
hasta el amanecer.
Esa noche no apareció el huésped
descalzo, pero la noche siguiente,
cuando ya estaba acostado, en la
oscuridad, creo que alrededor de la
misma hora que la vez anterior, oí otra
vez con nitidez los pasos del viejo
bajando del desván.
Esta vez ya había bebido mi ponche,
y por lo tanto mi estado de ánimo era
excelente. Salté de la cama, agarré el
atizador mientras pasaba al lado del
fuego casi extinguido, y en un santiamén
me encontré en el vestíbulo. En ese
momento, ya había cesado el ruido, la
oscuridad y el frío eran desalentadores, e
imagínese mi horror cuando vi o creí ver
un monstruo negro, no sé si con forma de
hombre o de oso, de pie y de espaldas a
la pared, en el vestíbulo frente a mí, con
un par de ojos verdes
que brillaban con luz tenue. Ahora bien,
con toda franqueza le confesaré que la
alacena donde colocamos a la vista
nuestros platos y tazas estaba situada
justo en aquel lugar, aunque en ese
momento no lo recordé. Al mismo
tiempo debo decirle con toda
honestidad que, pese a la imaginación
exaltada, nunca pude convencerme de
que fui víctima de mi propia fantasía en
este asunto, pues la aparición, después
de uno o dos cambios de forma, como
en un acto de transformación incipiente,
empezó a avanzar hacia mí, ahora que
lo pienso bien, en su forma original.
Empujado más por el terror que por la
audacia, le lancé el atizador por la
cabeza con todas mis fuerzas; y con el
acompañamiento de un horrible estrépito
regresé a mi cuarto y cerré la puerta con
doble llave. Entonces, apenas unos
segundos después, oí que los espantosos
pies descalzos bajaban por las escaleras,
hasta que cesó el sonido en el recibidor,
igual que la otra vez.
Si la aparición de la noche anterior
fue una ilusión óptica producto de mi
fantasía que jugueteaba con los oscuros
contornos de la alacena, y si sus
horribles ojos no eran más que tazas
invertidas, tuve la satisfacción, de todos
modos, de haberle lanzado el atizador
con asombroso resultado, ya que, para
decirlo con una de esas frases hechas,
«mató a dos pájaros de un tiro», tal
como pusieron en evidencia los trozos y
fragmentos de mi juego de té. Hice todo
lo posible por consolarme y llenarme de
valor a partir de esas demostraciones,
pero no funcionó. ¿Y qué puedo decir
de esos espantosos pies descalzos y su
continua marcha pesada, que marcaba
los intervalos de la escalera a través de
la soledad de mi casa embrujada, y a
una hora en que no se manifestaba
ningún influjo positivo? ¡Maldición!
Todo este asunto era abominable. Me
sentía muy desanimado y me
horrorizaba la llegada de la noche.
Llegó, y empezó amenazante, con
tormentas y ráfagas tenaces de lluvia
deprimente. Las calles se volvieron
silenciosas antes de lo acostumbrado; y
a las doce de la noche no se oía nada
excepto el inquietante golpeteo de la
lluvia.
Me puse todo lo cómodo y abrigado
que pude. Encendí dos velas en vez de
una. Renuncié a la cama y me dispuse a
salir, con la vela en la mano; pues, coute
qui coute, estaba decidido a ver, si era
visible, al ente que perturbaba la quietud
nocturna de mi mansión. Estaba
intranquilo y nervioso, e intenté en vano
interesarme por mis libros. Caminé por el
cuarto, silbando ya fuera música marcial
o alegre, mientras que, de vez en cuando,
intentaba escuchar el pavoroso
ruido. Me senté y miré fijo la etiqueta
cuadrada de la solemne y discreta botella
negra, hasta que «EL MEJOR WHISKY
AÑEJO DE MALTA DE FLANAGAN
& CÍA.» se convirtió en una especie de
callado acompañamiento de todas las
especulaciones fantásticas y horribles
que acosaban mi mente.
Entretanto, el silencio se hizo más
profundo y la oscuridad, más tenebrosa.
Traté en vano de escuchar el ruido de
un vehículo o el alboroto atenuado de
un riña en la distancia. Apenas se oía el
rumor de un viento incipiente que
surgió después de la tormenta que había
atravesado las montañas de Dublín más
allá del alcance del oído. En medio de
esta enorme ciudad empecé a sentirme
solo con la naturaleza, y sabe Dios qué
más. Mi valor disminuía. Sin embargo,
el ponche, que embrutece a tantos, me
convirtió de nuevo en un hombre, justo
a tiempo para oír, con firmeza y
suficiente sangre fría, los pies
desnudos, blandos y torpes que una vez
más descendían por la escalera.
Tomé un candelabro con cierto
estremecimiento. Mientras avanzaba traté
de improvisar una oración, pero callé
durante un momento para escuchar, y no
logré terminarla. Los pasos continuaban.
Confieso que dudé por unos segundos
frente a la puerta, antes de armarme de
valor y abrirla. Cuando
eché una mirada, vi que el vestíbulo
estaba vacío del todo: no había
monstruo alguno en las escaleras, y,
como el detestable sonido había cesado,
me tranquilicé lo suficiente como para
aventurarme hasta la barandilla. ¡Horror
de los horrores! Uno o dos peldaños
más abajo, la pisada sobrenatural
golpeó el piso. Logré percibir algo en
movimiento; era del tamaño del pie de
Goliat: gris, pesado, y se sacudía con
peso muerto de un escalón al otro. Por
mi vida, nunca había visto o imaginado
una rata gris más monstruosa.
Shakespeare dijo: «Hay hombres
que no soportan un cerdo asado, y otros
enloquecen al ver un gato». Estuve a
punto de perder la cordura cuando vi esa
rata, porque —ríase de mí, si lo desea—
me lanzó lo que creo que fue una
expresión de malicia indudablemente
humana, y, al tiempo que se arrastraba
casi entre mis pies y me observaba,
podría jurar que vi —entonces lo pensé
pero ahora estoy seguro— la mirada
infernal y la cara odiosa de mi viejo
amigo del retrato, impresas en el rostro
de la enorme alimaña que tenía ante mí.
Regresé con rapidez a mi cuarto con
una sensación de repugnancia y horror
imposible de describir, y aseguré la
puerta, como si al otro lado hubiera un
león. ¡Maldito él o eso; maldito el
retrato y su modelo! Tenía la sensación
de que la rata —sí, la rata, la RATA que
acababa de ver— era aquel ser maligno
oculto bajo un disfraz, vagando por la
casa en una de sus infernales
diversiones nocturnas.
Temprano por la mañana, empecé a
recorrer con grandes dificultades las
calles fangosas, y, entre otras
diligencias, envié una nota de urgencia
a Tom, pidiéndole que volviera. Pero no
bien regresé a la casa me encontré con
un mensaje de mi «compinche» viajero,
en el cual me anunciaba su arribo para
el día siguiente. Me alegró la noticia en
más de un sentido, ya que, por un lado,
había tenido éxito en mi búsqueda de
alojamiento, y por otro, la aventura
medio ridícula y medio horrible de la
noche anterior volvía especialmente
gratos el cambio de ambiente y el
retorno de mi compañero.
Esa noche, dormí en forma
provisoria en mi nueva vivienda de la
calle Digges, y a la mañana siguiente
regresé a desayunar a la mansión
embrujada, donde sin duda Tom
acudiría de inmediato en cuanto llegase.
Estaba en lo cierto: llegó y una de
sus primeras preguntas se refirió al
principal motivo de nuestro cambio de
residencia.
—Gracias a Dios —dijo, con
auténtico fervor, al enterarse de que ya
estaba todo arreglado—. Me alegro
mucho por ti. En cuanto a mí, te
aseguro que por nada en el mundo
volvería a pasar una noche en esta
espantosa casa vieja.
—¡Al diablo con la casa! —
exclamé, con una sincera mezcla de
miedo y aversión—. No hemos pasado
ni un momento agradable desde que
vinimos a vivir aquí.
Seguí hablando y de paso le conté
mi aventura con la vieja rata hinchada.
—Bueno, si eso fuera todo —dijo
mi primo, fingiendo no darle
importancia al asunto—, no creo que
me hubiese preocupado demasiado.
—Cierto, pero su mirada, su rostro,
querido Tom —insistí—, si hubieses
visto eso, habrías pensado que era
cualquier cosa menos lo que las
apariencias indicaban.
—Prefiero creer que el mejor
prestidigitador en ese caso sería un gato
grande y robusto —respondió, con una
risita irritante.
—Pero ahora hablemos de tu propia
aventura —dije, con brusquedad.
Ante esta provocación, miró a su
alrededor con inquietud. Yo le había
avivado un recuerdo muy desagradable.
—La oirás, Dick, te la contaré —
dijo—, pero, por Dios, caballero,
relatarla aquí me haría sentir muy
incómodo, pese a que presentamos un
frente demasiado sólido como para que
los fantasmas se atrevan a entrometerse
en este momento.
Aunque lo dijo en broma, creo que
fue una apreciación seria. Nuestra
criada estaba en un rincón del cuarto,
guardando los trozos de la vajilla y del
juego de té de porcelana en una canasta.
Pronto dejó la tarea, y con la boca y los
ojos muy abiertos se puso a escuchar
absorta. Tom relató sus experiencias
casi con estas mismas palabras:
—Lo vi tres veces, Dick, tres veces
inconfundibles, y estoy absolutamente
seguro de que tenía la intención de
hacerme un daño infernal. Como te
decía, yo estaba en peligro, en grave
peligro; pues en el mejor de los casos,
de no haber huido tan pronto, sin duda
hubiese perdido la razón. Gracias a
Dios, me escapé.
»La primera noche en que ocurrió
este repulsivo episodio me hallaba
acostado en la vieja cama de madera
con la intención de dormir. Me repugna
recordarlo. En realidad, estaba bien
despierto, pese a que había apagado la
vela y me mantenía inmóvil como si
estuviera dormido; y, aunque inquietos
en ocasiones, mis pensamientos se
sucedían de modo alegre y placentero.
»Creo que, cuando oí un sonido en…
en ese recoveco detestable y oscuro en el
extremo del dormitorio, eran por lo
menos las dos de la mañana. Parecía
como si alguien arrastrara con lentitud
un trozo de cuerda por el piso,
levantándola y dejándola caer de nuevo,
suavemente, en espirales. Me senté en
la cama una o dos veces, pero no pude
distinguir nada, así que llegué a la
conclusión de que se trataba de los
ratones del revestimiento de las
paredes. No sentí ninguna emoción
alarmante, excepto curiosidad, y poco
después dejé de prestar atención.
»Mientras permanecía en ese estado,
aunque parezca raro, sin sospechar al
principio de la presencia de algo
sobrenatural, vi de pronto a un viejo, más
bien robusto y corpulento, en una especie
de bata de color rojo apagado,
con una gorra negra en la cabeza, que
se movía con lentitud y dificultad en
forma diagonal a través del dormitorio,
desde el recoveco, pasando delante del
pie de mi cama, hasta el antiguo
armario de la leña a mi izquierda.
Llevaba algo bajo el brazo: la cabeza le
colgaba ligeramente hacia un lado; y,
¡Dios misericordioso!, cuando le vi la
cara…».
Tom se calló por un momento, y
luego continuó:
—Ese semblante funesto, que vivo o
muerto nunca podré olvidar, reveló lo
que era. Sin mirar a izquierda o derecha,
pasó por mi lado, y entró en el armario
ubicado cerca de la cabecera de la
cama.
»Mientras se acercaba a mí esa
especie pavorosa e indescriptible de
muerte y culpa, sentí que ya no tenía la
capacidad para hablar ni moverme, al
igual que un cadáver. Muchas horas
después de su desaparición, yo aún
estaba demasiado aterrorizado y débil
como para intentar algún movimiento.
En cuanto llegó el día, me armé de
valor y registré el cuarto, en especial el
camino que pareció tomar el aterrador
intruso, pero no había rastros de que
alguien hubiese pasado por allí, ni
señales visibles de desorden entre la
leña que cubría el piso del armario.
»Empecé a recuperarme un poco en
ese momento. Estaba rendido y
exhausto, y por fin me venció un sueño
febril. Bajé tarde, y al verte tan abatido,
por causa de tus sueños relacionados
con el retrato, cuyo original se presentó
ante mí —ahora lo sé—, no quise
hablar sobre la visión infernal. De
hecho, estaba tratando de convencerme
a mí mismo de que todo había sido una
alucinación, y no tenía deseos de revivir
la intensidad de las repugnantes
impresiones de la noche anterior… ni
de comprometer la persistencia de mi
escepticismo, por medio del relato de
mis padecimientos.
»Confieso que me hizo falta mucha
sangre fría para regresar a mis
aposentos embrujados la noche siguiente
y acostarme tranquilo en la misma cama
—continuó Tom—. Y lo hice en tal
estado de agitación que habría bastado
una insignificancia —no me avergüenza
decirlo— para desatar en mí un pánico
incontrolable. Sin embargo, esa noche
transcurrió en calma, como la siguiente y
también dos o tres más. Empecé a
recuperar la confianza en mí mismo y a
convencerme de que creía en las teorías
de las ilusiones espectrales, con las que
al principio había tratado en vano de
engañar a mis convicciones.
»La aparición había sido, en efecto,
del todo anómala. Recorrió la
habitación sin advertir para nada mi
presencia. Yo no la perturbé, y ésta no
mostró interés por mí ¿Para qué fin
imaginable le servía, pues, cruzar el
cuarto en forma visible? Por supuesto,
bien podría haber estado en el armario en
vez de haber ido allí, con la misma
facilidad con que se introdujo en el
recoveco sin entrar en la habitación en
forma perceptible por los sentidos.
Además, ¿cómo demonios pude verlo?
Era una noche oscura; yo no tenía velas;
no había fuego en la chimenea; ¡y sin
embargo lo vi con la misma claridad,
tanto el colorido como el contorno, con
que suelo distinguir cualquier forma
humana! Un sueño cataléptico podría
explicarlo del todo; y yo estaba
decidido a considerarlo un sueño.
»Uno de los fenómenos más notables
relacionados con la mendacidad consiste
en la enorme cantidad de mentiras
deliberadas que nos contamos a nosotros
mismos, puesto que es lícito suponer que
caeríamos en el engaño con facilidad. En
todo esto —no necesito decírtelo, Dick
—, sencillamente me estaba mintiendo, y
no creía una sola palabra de las
despreciables patrañas. Sin embargo,
seguí adelante, como suelen hacer los
hombres, igual que los charlatanes e
impostores perseverantes, que imponen
por cansancio la credulidad en las
personas a través del simple recurso de la
reiteración; de
modo que tenía la esperanza de poder
persuadirme a mí mismo, por fin, de
asumir el cómodo escepticismo con
respecto al fantasma.
»No había aparecido por segunda
vez: era, sin duda, un alivio. Y, después
de todo, ¿qué me importaban él, sus
viejas y peculiares vestimentas y su
extraña apariencia? ¡Ni un rábano! La
experiencia no me había dañado en
absoluto y en verdad hasta me había
beneficiado con una buena historia. Así
que me acosté en la cama, apagué la
vela, y, animado por una ruidosa
disputa de borrachos en el callejón de
atrás, me quedé dormido.
»Me desperté sobresaltado de este
profundo sueño. Estaba consciente de
que había tenido un sueño horrible,
pero no podía recordarlo. El corazón
me latía con furia; me sentí aturdido y
afiebrado. Me senté en la cama y miré
alrededor del cuarto. La luz de la luna
entraba a raudales por las ventanas sin
cortinas; todo estaba como lo había
visto la última vez; y pese a que la riña
doméstica en el callejón de atrás, por
desgracia para mí, se había calmado,
todavía podía oír a un simpático tipo
cantando, de regreso a su casa, la
canción picaresca de entonces llamada
Murphy Delaney. Aprovechando esa
distracción, volví a acostarme, con la
cara hacia la chimenea, y, cerrando los
ojos, intenté pensar sólo en la balada,
que se perdía cada vez más en la
distancia:

Murphy Delaney, tan alegre y


gracioso,
entró en una taberna a beberse
unos tragos;
salió tambaleándose repleto de
whisky
fresco como una lechuga, ciego
como un toro.

»El cantante, cuyo estado era


parecido, sin duda, al de su héroe,
pronto se distanció demasiado como
para deleitar mis oídos; y a medida que
se alejaba la música, caí en un sueño
ligero, nada reparador. De algún modo,
la canción se me había metido en la
cabeza, y empecé a divagar con las
aventuras de mi respetable compatriota,
quien, al salir de la “taberna”, cayó al
río, del que lo sacaron para hacerlo
“comparecer” ante un “jurado”, el cual,
informado por un “veterinario” de que
el tipo estaba “muerto de remate y
asunto concluido”, falló en
conformidad, en el preciso instante en
que el difunto recobraba la conciencia,
de modo que un furioso altercado y una
batalla campal concluyen la balada con
la picardía y el humor apropiados.
»Con fatigada monotonía recorrí
despacio la balada, hasta el último
verso, y luego empecé de nuevo, y así
una y otra vez, durante mi inquieto
sueño a medias. Por cuánto tiempo, no
sabría decirlo. Pero, de pronto, empecé
a murmurar “muerto de remate y asunto
concluido”, y algo parecido a otra voz
dentro de mí parecía decir, muy
débilmente pero en forma nítida,
“¡muerto!, ¡muerto!, ¡muerto!, ¡y que
Dios tenga piedad de su alma!”; y al
instante me desperté de golpe, mirando
fijo hacia adelante desde la almohada.
»Ahora bien —¿podrás creerlo,
Dick?—, vi a la misma maldita figura,
de frente, y me contemplaba con su
expresión sepulcral y demoníaca a no
más de dos metros de la cabecera». Tom
hizo una pausa y se limpió el
sudor de la cara. Me sentí muy raro. La
criada estaba tan pálida como Tom; y,
puesto que nos encontrábamos en el
mismo lugar de tales aventuras, todos
nos sentíamos muy agradecidos, sin
duda alguna, de la brillante luz del día y
de la actividad de la calle.
—Sólo la vi con claridad unos tres
segundos; luego se tomó vaga e
imprecisa; pero, por mucho tiempo, hubo
algo parecido a una columna de vapor
oscuro en el lugar donde se había
ubicado la figura entre la pared y la
cama; y yo estaba seguro de que aún se
encontraba ahí. Después de un buen rato,
esta aparición también se desvaneció.
Llevé la ropa abajo, al recibidor, y me
vestí allí, con la puerta semiabierta;
luego salí a la calle, y caminé por el
pueblo hasta el amanecer, hora en que
regresé en un estado calamitoso y
muerto de cansancio. Fue una tontería
de mi parte, Dick, sentir vergüenza de
contarte los motivos de mi agitación.
Pensé que te reirías de mí, sobre todo
porque siempre me tomé las cosas con
filosofía y me referí a tus fantasmas con
desprecio. Llegué a la conclusión de
que no me darías tregua; de modo que
mantuve en secreto mi relato de terror.
»Así pues, Dick, quizá no me creas,
pero te aseguro que hace muchas noches,
después de mi última experiencia, que no
piso mi cuarto. Cuando te ibas a acostar,
me quedaba sentado un rato en la sala de
estar; luego me deslizaba en silencio
hasta la puerta de entrada, salía y me
quedaba en la taberna Robin Hood hasta
que se fuera el último parroquiano; y
luego pasaba la noche como un centinela,
caminando las calles de arriba abajo
hasta la mañana siguiente.
»Durante más de una semana no
descansé en mi cama. A veces, me
adormecía en un banco en la Robin
Hood, y a veces echaba una siesta en
una silla durante el día, pero no dormí
normalmente en ningún momento.
»Tomé la firme decisión de que
alquiláramos otra casa, pero no me
atrevía a confesarte el motivo, y de un
modo u otro fui postergando mi
resolución de día en día, a pesar de que
mi vida se había vuelto, cada hora de
dilación, tan desgraciada como la del
criminal perseguido por la policía. Este
lamentable estilo de vida estaba
acabando con mi salud.
»Una tarde resolví disfrutar de una hora
de sueño en tu cama. Odiaba la mía;
de modo que, fuera de una sigilosa visita
diaria para deshacerla, temeroso de que
Martha, la criada, descubriera el secreto
de mi ausencia nocturna, no entré para
nada en la fatídica habitación. »Por
desgracia y para mi mala
suerte, tu dormitorio estaba cerrado y te
habías llevado la llave. Fui al mío con
el propósito de deshacer la cama, como
de costumbre, y darle la apariencia de
que había dormido en ella. Ahora bien,
esa noche, debido a la coincidencia de
diversas circunstancias, me vi obligado
a enfrentar una escena pavorosa. En
primer lugar, me sentía literalmente
abrumado por el cansancio, y ansiaba
dormir; en segundo lugar, el efecto del
agotamiento excesivo sobre mis nervios
se asemejaba al de un narcótico, y me
volvía menos susceptible a los
angustiosos miedos ya habituales en mí.
Y además, la ventana estaba un poco
entreabierta, una agradable frescura
impregnaba el ambiente, y, como
broche de oro, el alegre sol de la tarde
hacía muy agradable la habitación.
¿Qué podía impedirme disfrutar de una
hora de siesta allí? El aire resonaba con
el zumbido alegre de la vida, y la
abundante luz natural del día llenaba
todos los rincones de la pieza.
»Cedí —suprimiendo mi
desasosiego— a la casi abrumadora
tentación; y apenas me quité el saco y
me aflojé la corbata, me recosté en la
cama con la idea de limitarme a un
breve sueño de media hora, con la
finalidad de disfrutar de modo inusitado
de un colchón de plumas, un cobertor y
un almohadón.
»Fue un hecho terrible e insidioso; y
el demonio, sin duda, guió mis
preparativos, fatuos y caprichosos.
Tonto de mí, creí, con la mente y el
cuerpo agotados por falta de sueño, y
una semana sin descanso en mi haber,
que era posible, en esa situación, dormir
tan sólo una media hora. Mi sueño fue
profundo, largo y desprovisto de
pesadillas.
»Me desperté con calma, pero del
todo, sin sobresaltos o sensaciones feas
de ningún tipo. Como sin duda
recuerdas, era pasada la medianoche,
me parece que cerca de las dos de la
mañana. Cuando el sueño ha sido
profundo y largo, suficiente para
satisfacer las necesidades de la
naturaleza, uno se despierta con
frecuencia de este modo, en forma
súbita, tranquila y completa.
»Había una figura sentada en el viejo
y pesado sofá al lado de la chimenea.
Estaba más bien de espaldas a mí, pero
yo no estaba equivocado; se dio vuelta
despacio y, ¡por todos los cielos!, allí
estaba el rostro sepulcral, con sus
infernales rasgos de perversidad y
desesperanza, contemplándome con
malicia. Ya no cabía duda acerca de su
percepción de mi presencia, ni de la
infernal maldad que lo animaba, pues se
levantó y se acercó a mi cabecera. Tenía
una soga alrededor del cuello, y en la
mano sostenía con rigidez el otro cabo,
enrollado.
»Mi ángel protector me dio fuerzas
para soportar la horrible crisis. Durante
unos segundos, me quedé paralizado
frente a la mirada del aterrador
fantasma. Se acercó a la cama y me
pareció que iba a meterse en ella. De
inmediato salté al piso por el otro
extremo, y unos segundos después, no
sé cómo, me encontré en el vestíbulo.
»Pero todavía no se había roto el
hechizo; no había atravesado aún el valle
de la sombra de la muerte. El aborrecible
fantasma estaba allí, frente a mí. Se
encontraba cerca de la barandilla, un
poco encorvado; y, con un
cabo de la soga alrededor del cuello,
balanceaba un nudo en el otro, como para
lanzarlo a mi cuello, y mientras realizaba
esta siniestra pantomima, tenía una
sonrisa tan lasciva, tan horrorosa y
espeluznante, que me anuló los sentidos.
No vi ni recuerdo nada más, hasta que
me encontré en tu cuarto.
»Tuve un escape milagroso, Dick
— eso no se puede negar—, un escape
por el cual, mientras viva, bendeciré la
misericordia del cielo. Nadie puede
concebir o imaginar lo que significa
para un ser humano la presencia de
semejante cosa, pero he vivido esa
espantosa experiencia. Dick, Dick, una
sombra se ha cruzado en mi camino, se
me ha helado la sangre hasta los
tuétanos, y no seré el mismo nunca
más… nunca, Dick… ¡nunca!».
Nuestra criada, una mujer madura
de cincuenta y dos años, como ya dije,
se había quedado inmóvil mientras oía
el relato de Tom, y poco a poco se
acercó a los dos, con la boca abierta y
las cejas fruncidas sobre los ojos
negros, pequeños y brillantes, hasta
que, mirando de soslayo de vez en
cuando por encima del hombro, se
ubicó detrás de nosotros. Durante el
relato había hecho varios comentarios
serios, en voz baja, pero he omitido
tanto éstos como sus exclamaciones,
por razones de brevedad y sencillez.
—He oído a menudo hablar de ello
—dijo en ese momento—, pero nunca
lo había creído hasta hoy, aunque, en
realidad, ¿por qué no habría de creerlo?
¿Acaso mi madre allá abajo, en el
camino, no sabe varias historias
extrañas —¡bendito sea Dios!— aunque
no lo diga? Pero usted no debió dormir
en el dormitorio de atrás. Ella, mi
madre, no quería en absoluto que yo
entrara y saliera de esa habitación ni
siquiera de día, y menos que un
cristiano pasara la noche allí; pues ella
asegura que era su dormitorio.
—¿El dormitorio de quién? —
preguntamos al mismo tiempo.
—Pues, el de él… el del viejo
juez… el juez Horrock, claro, que en
paz descanse —y miró aterrada a su
alrededor.
—¡Así sea! —murmuré, entre
dientes—. Pero ¿murió allí?
—¡Murió allí! No, no exactamente
allí —respondió ella—. Por cierto, ¿no se
colgó de la barandilla, ese viejo pecador,
Dios tenga piedad de nosotros? ¿Y no fue
en el recoveco donde encontraron los
mangos cortados de la soga de saltar, y el
cuchillo donde colocó la cuerda —
¡bendito sea Dios!— para ahorcarse? La
hija de su ama de llaves era la dueña de
la soga, me lo dijo mi madre varias
veces, y la niña no pudo recuperarse
nunca después de eso,
y se despertaba sobresaltada, chillaba
de noche, por las pesadillas y los
terrores nocturnos que la acosaban; y
decían que era el alma del viejo juez la
que la atormentaba; y ella bramaba y
gritaba para que alejaran al viejo grande
y robusto con el cuello torcido; y
entonces profería: «Ay, ¡el amo!, ¡el
amo!, ¡camina pesadamente hacia mí y
me llama con señas! Madre querida, ¡no
me abandones!». Hasta que al fin la
pobre criatura murió, y los doctores
dijeron que falleció por causa de agua
en el cerebro, pues ¿qué otra cosa
podían decir?
—¿Cuándo pasó todo eso? —
pregunté.
—Ah… ¿cómo podría saberlo? —
respondió—. Pero debe de haber
ocurrido hace mucho, mucho tiempo,
porque el ama de llaves ya era vieja, con
la pipa en la boca y sin un solo diente.
Pasaba los ochenta cuando mi madre se
casó, y decían que había sido una mujer
atractiva y elegante cuando el viejo juez
se suicidó. Por cierto, mi madre pronto
va a cumplir los ochenta. Y lo que
empeoró las cosas para el viejo villano
desnaturalizado, que en paz descanse,
hasta el punto de asustar a la chica, como
lo hizo, y llevársela de este mundo, fue lo
que en su mayor parte creían y pensaban
todos. Mi madre dice que la pobre
criaturita era su propia
hija, pues él se comportaba, según se
decía, como un auténtico villano en más
de un sentido, y era el juez más amigo
de la horca en todo el territorio de
Irlanda, de entonces y siempre.
—Por lo que ha mencionado acerca
del peligro de dormir en ese dormitorio
—dije—, supongo que ha habido otras
historias acerca de las apariciones del
fantasma.
—Bueno, sí, hubo cosas que se
dijeron, cosas raras, sin duda —
respondió Martha, sin muchas ganas, al
parecer—, ¿y por qué no? ¿Acaso no
durmió en ese mismo cuarto por más de
veinte años? ¿Y no fue en el nicho
donde preparó la soga que llevó a cabo,
al fin, lo que él mismo solía hacer, de la
misma manera que mandó matar en vida
a muchos hombres mejores que él?… ¿Y
acaso no tendieron el cadáver en la
misma cama, lo metieron en el ataúd en
ese lugar, además, y lo llevaron a su
tumba desde allí hasta el cementerio de
Pether, después del dictamen del juez de
instrucción? Pero hubo historias raras —
mi madre las conoce todas— sobre cómo
un tal Nicholas Spaight se metió en un
lío en relación con ese tema.
—¿Y qué dijeron del tal Nicholas
Spaight? —pregunté.
—Ah, si de eso se trata, puedo
contárselo ahora mismo —respondió.
Contó una historia muy extraña, por
cierto, que despertó de tal modo mi
curiosidad, que fui a visitar a la
anciana, su madre, de quien obtuve
muchos detalles curiosos. En efecto,
estoy tentado de relatar el suceso, pero
se me ha cansado la mano de tanto
escribir, lo que me obliga a postergarlo.
Si desea oírla en otra oportunidad, haré
todo lo posible por complacerlo.
Cuando escuchamos el extraño
relato que no le he contado, le hicimos
una o dos preguntas más acerca de las
supuestas visitas espectrales que habían
asediado la casa después de la muerte
del malvado juez.
—Nunca a nadie le fue bien allí —
nos dijo—. Siempre hubo terribles
accidentes y muertes repentinas, y todos
se quedaron por poco tiempo. Los
primeros en alquilarla pertenecían a una
familia —no recuerdo el nombre—, pero
de todos modos eran dos muchachas
acompañadas de su papá. Éste tenía unos
sesenta años, y era un caballero fuerte y
sano como más de uno quisiera verse a
esa edad. Pues bien, él dormía en ese
infortunado cuarto de atrás, y, en efecto
—¡Dios nos guarde del peligro!—, lo
encontraron muerto una mañana, caído a
medias de la cama, con la cabeza negra
como un carbón e hinchada como un
budín, colgando cerca del piso. Fue un
ataque, dijeron. Estaba más muerto que
un pescado, de modo
que él no podía contar lo que le había
pasado; pero los ancianos estaban
seguros de que el viejo juez, y no otra
cosa —¡Dios nos bendiga!—, lo había
asustado hasta el punto de hacerlo
perder el juicio y la vida, ambas cosas a
la vez.
»Poco después, llegó a la casa una
solterona vieja y rica. No sé en cuál de
los dormitorios dormía ella, pero vivía
sola; de todo modos, una mañana,
cuando los sirvientes bajaron temprano
para iniciar sus tareas, la encontraron
sentada en la escalera del pasillo,
temblando y murmurando para sí,
totalmente loca; y nunca más ni ellos ni
sus amigos pudieron sacarle una
palabra, excepto “no me pidan que me
vaya, porque le prometí esperarlo”. Ella
jamás les dijo a quién se refería, pero
por supuesto todos los que estaban al
tanto de lo que ocurría en la vieja casa
sabían muy bien lo que le había pasado.
»Más tarde, cuando arrendaban la
casa como pensión, Micky Byrne
alquiló el mismo cuarto, con su mujer y
tres niños pequeños; y, por cierto, yo
misma oí a la señora Byrne cuando ésta
contaba cómo se elevaban los niños
sobre la cama por la noche, sin que ella
pudiera ver quién lo hacía; y cómo se
sobresaltaban y chillaban a toda hora,
igual que la hija muerta del ama de
llaves, hasta que una noche el pobre
Micky bebió una copa de más, como
solía hacerlo de vez en cuando; y, —
¡qué le parece!—, a medianoche creyó
oír un ruido en las escaleras, y, estando
ebrio, no tuvo mejor idea que ir a ver
por sí mismo qué pasaba. Bueno, un
rato después, lo último que su mujer
oyó fue un “¡ay Dios!”, y el estruendo
de una caída que sacudió los cimientos
de la mismísima casa y allí, en efecto,
estaba tendido el pobre Micky, en los
últimos escalones, debajo del vestíbulo,
con el cuello quebrado en dos partes, en
el lugar donde fue arrojado desde la
barandilla».
Luego la criada añadió:
—Voy a buscar a Joe Gawey para
que venga a embalar el resto de las cosas
y las lleve a su nuevo alojamiento.
Y así, todos salimos juntos, cada uno
dando un respiro de alivio —no lo dudo
— al atravesar el funesto umbral por
última vez.
Puesbien,conformealo
acostumbrado desde tiempos
inmemoriales en el ámbito de la ficción,
diré unas palabras más con el fin de
acompañar al héroe no sólo a través de
sus aventuras, sino incluso más allá de
este mundo. Debe de haber notado que
así como el héroe de carne y hueso de
la novela es el personaje principal del
escritor de ficción, del mismo modo la
vieja casa de ladrillo, madera y
argamasa es la protagonista del humilde
escriba de este auténtico relato. Por lo
tanto, me siento obligado moralmente a
narrar la catástrofe que la destruyó al
final: dos años después de mi relato la
alquiló un curandero charlatán, que se
hacía llamar barón Duhlstoerf. Llenó
las ventanas de la recepción con frascos
llenos de horrores indescriptibles
conservados en aguardiente y colmó los
periódicos con los habituales avisos
grandilocuentes y mendaces. Este
caballero no incluía la sobriedad entre
sus virtudes, y una noche, rendido por
el vino, prendió fuego al cortinado de la
cama, sufrió algunas quemaduras, y las
llamas consumieron toda la casa. Fue
reconstruida después, y por un tiempo
un empresario de pompas fúnebres se
estableció en sus predios.
Así pues, le he contado mis
aventuras y las de Tom, junto con
algunos detalles secundarios valiosos, y,
habiendo cumplido con mi obligación,
le deseo muy buenas noches y sueños
placenteros.

Título original: «An Account of Some Strange


Disturbances in Aungier Street», en Dublin
University Magazine, 1853. Traducción: Luz
Freire
El invitado de
Drácula
Bram Stoker

l empezar el viaje, el sol brillaba

A intensamente sobre Munich y el aire


tenía esa alegría plena de los
comienzos del verano. Cuando
estábamos a punto de partir, Herr
Delbruck —el maître d’hotel del Quatre
Saisons, donde yo me alojaba— bajó
hasta el coche, sin ponerse el sombrero,
y, luego de desearme buen viaje, se
dirigió al cochero, con la mano en la
manija de la puerta del vehículo.
—No olvide que debe regresar al
anochecer. El cielo parece despejado,
pero el aire frío del viento norte indica
que puede haber una tormenta repentina.
Aunque estoy seguro de que usted no se
demorará —agregó, sonriendo—, porque
sabe muy bien qué noche es hoy.
—Ja, mein Herr —respondió
Johann, enfáticamente, y partió de
inmediato, llevándose la mano al
sombrero.
Cuando ya estuvimos lejos de la
ciudad, le pedí que se detuviera y le
pregunté:
—Dígame, Johann, ¿qué noche es
hoy?
—Walpurgisnacht —me contestó
lacónicamente, persignándose. Luego
sacó su reloj, un objeto alemán antiguo,
de plata, de unos veinte centímetros, y lo
miró, juntando las cejas y encogiendo un
poco los hombros, con cierta inquietud.
Advertí que era un modo respetuoso de
protestar contra esa demora innecesaria,
y volví a sentarme en el asiento del coche
haciéndole señas que siguiera camino.
Partió de inmediato, como para recuperar
el tiempo perdido. Cada tanto, los
caballos parecían levantar la cabeza y
olfatear el aire, con desconfianza. En
esas ocasiones, yo miraba a mi
alrededor, alarmado. La ruta estaba
bastante desolada; atravesaba una
especie de meseta elevada, expuesta al
viento. Al avanzar, vi un camino que
parecía poco transitado y daba la
sensación de penetrar en un valle
pequeño y sinuoso. Era tan tentador
que, aun a riesgo de ofenderlo, le pedí a
Johann que se detuviera. Y cuando
obedeció, le dije que tenía ganas de
bajar por allí. Puso todo tipo de excusas
y con frecuencia se persignaba al
hablar, cosa que de algún modo
despertó mi curiosidad. Entonces le
hice varias preguntas. Me respondió a
la defensiva, mirando el reloj a cada
rato en señal de protesta.
—Bien, Johann —le dije finalmente
—. Yo quiero tomar ese camino. No le
pido que venga a menos que desee
hacerlo. Pero sólo dígame por qué se
niega.
Como respuesta, pareció arrojarse del
coche, por la rapidez con que llegó al
suelo. Luego extendió las manos como
para suplicarme que no fuera por allí.
Hablaba un poco de inglés mezclado con
alemán, lo suficiente como para que yo
entendiera el sentido de sus palabras.
Parecía siempre a punto de decirme algo,
algo cuya sola idea evidentemente lo
aterrorizaba. Pero después se detenía
y exclamaba, persignándose:
«¡Walpurgisnacht!».
Traté de razonar con él aunque era
muy difícil hacerlo al no conocer su
lengua. Obviamente, él estaba en
ventaja, pues, aunque empezó a hablar
en un inglés muy rudimentario y
fragmentado, siempre se excitaba y
seguía hablando en su lengua materna.
Y cada vez que lo hacía, miraba el reloj.
Luego, los caballos se inquietaron y
olfatearon el aire. Él se puso muy
pálido, miró a su alrededor,
aterrorizado, y de pronto dio un salto
hacia adelante, tomó las bridas de los
caballos y los hizo avanzar algunos
metros. Lo seguí y le pregunté por qué
había hecho eso. Pero él se persignó,
señaló el lugar donde habíamos estado
parados un momento antes y condujo su
coche en dirección al otro camino,
señalando una cruz.
—Lo enterraron —dijo, primero en
alemán y luego en inglés—. A ellos,
que se mataron.
Recordé la antigua costumbre de
enterrar a los suicidas en los cruces de
caminos.
—¡Ah, ya veo, un suicida! ¡Qué
interesante!
Pero, por mi vida, puedo asegurar
que no entendí por qué se habían
asustado los caballos.
Mientras conversábamos, oímos un
sonido que era una mezcla entre el
ladrido de un perro y el aullido de algún
animal. Se escuchaba lejos, pero los
caballos se inquietaron mucho y Johann
tardó un tiempo largo en calmarlos.
Estaba pálido.
—Parece un lobo —comentó—,
pero aquí no hay lobos ahora.
—¿No? —le pregunté—. ¿No hace
mucho que los lobos estaban cerca de la
ciudad?
—Hace mucho —respondió—, en
primavera y verano. Pero con la nieve
han estado aquí hace poco tiempo.
Mientras mimaba a los caballos y
trataba de calmarlos, unas nubes negras
se desplazaron rápidamente por el cielo.
La luz del sol se desvaneció y sentimos
una bocanada de aire frío sobre
nosotros. Pero fue sólo una ráfaga, y
parecía más una advertencia que un
hecho concreto, porque el sol volvió a
brillar intensamente. Johann miró el
horizonte levantando la mano a la altura
de la frente y volvió a hablar.
—La tormenta de nieve. Vendrá en
poco tiempo.
Luego miró otra vez el reloj y,
enseguida —sosteniendo fuerte las
riendas, porque los caballos seguían
escarbando el suelo con las patas y
sacudiendo inquietos la cabeza— subió
al coche como si hubiera llegado el
momento de continuar viaje.
Sentí cierta obstinación y no lo
seguí de inmediato.
—Hábleme del lugar adonde lleva
el camino —le dije, señalando en esa
dirección.
Otra vez se persignó y balbuceó una
plegaria antes de responder.
—Está endemoniado.
—¿Quién? —pregunté.
—El pueblo.
—Entonces, hay un pueblo.
—No, no. Allí no vive nadie desde
hace cientos de años.
Otra vez se despertó mi curiosidad.
—Pero usted dijo que había un
pueblo.
—Había.
—¿Y dónde está ahora?
Entonces empezó a contar una larga
historia, un poco en alemán y otro poco
en inglés, con tanta confusión que no
entendí muy bien lo que dijo, pero pude
colegir que hacía mucho tiempo, cientos
de años, algunas personas habían muerto
allí y habían sido enterradas en sus
tumbas, y se oían sonidos debajo de la
tierra, y cuando las tumbas se abrieron,
encontraron hombres y mujeres
rozagantes, con la boca llena de sangre.
Y así, apresurados por salvar su vida —
¡ay, y también sus almas!, y aquí se
persignó otra vez—, los que quedaban
huyeron a otros sitios, donde los vivos
vivían y los muertos estaban muertos, y
no… no algo así. Evidentemente, tenía
miedo de pronunciar las últimas
palabras. A medida que avanzaba su
relato, se iba excitando cada vez más.
Parecía haber caído presa de su
imaginación. Hasta que terminó
completamente aterrorizado, con la cara
lívida, sudando, temblando y mirando a
su alrededor como si esperara que
alguna terrible presencia se hiciera
visible allí, con la luz del sol y a cielo
abierto.
—¡Walpurgisnacht! —gritó
finalmente, desesperado, y señaló el
coche para que yo subiera. Mi sangre
inglesa hirvió ante eso y, retrocediendo,
le dije:
—Usted tiene miedo, Johann. Usted.
Regrese a casa. Yo volveré solo; me
hará bien caminar.
La puerta del coche estaba abierta.
Tomé del asiento el bastón de roble que
llevo siempre cuando voy de excursión,
y cerré la puerta, señalando en
dirección a Munich.
—Regrese, Johann. El
Walpurgisnacht no es un problema para
los ingleses.
Los caballos estaban más inquietos
que nunca y Johann trataba de
contenerlos, mientras me imploraba
desesperadamente que no hiciera
semejante tontería. Me dio pena el pobre
hombre, que estaba muy serio, pero igual
no pude dejar de reírme. Su inglés ya
había desaparecido totalmente. Con
la ansiedad, se había olvidado de que
sólo podía entenderlo si me hablaba en
esa lengua, así que siguió parloteando
en su alemán nativo. Empezó a
resultarme un poco tedioso. Después de
indicarle que se fuera a su casa, me di
vuelta para tomar el camino que se
internaba en el valle.
Con gesto de desesperación, Johann
giró sus caballos en dirección a Munich.
Me incliné sobre el bastón y lo seguí con
la mirada. Durante un rato, avanzó
lentamente por el camino. Luego, en la
cresta de una colina, apareció un hombre
alto y delgado. No veía muy bien a esa
distancia. Cuando se acercó a los
caballos, éstos empezaron a encabritarse
y a patear, y luego a relinchar con
terror. Johann no podía controlarlos; se
desbocaron al bajar la cuesta y huyeron
enloquecidos. Los vi perderse de vista y
luego busqué al desconocido. Pero
advertí que él tampoco estaba.
Tranquilo, tomé el camino lateral
que se internaba en el valle que Johann
había objetado. Yo no veía que hubiera
ninguna razón para cuestionarlo y me
atrevo a decir que estuve caminando un
par de horas sin pensar en el tiempo ni
en la distancia, y, en realidad, sin ver
casas ni personas. En lo referente al
lugar, era la desolación misma. Pero no
lo advertí en especial hasta que, al
doblar en un recodo del camino,
encontré una hilera de árboles.
Entonces me di cuenta de que,
inconscientemente, me había
impresionado la desolación de los
lugares por los que acababa de pasar.
Me senté a descansar y empecé a
mirar a mi alrededor. Me sorprendió
que el aire fuera mucho más frío que al
comienzo de mi caminata. Sentía un
ruido similar al de un suspiro y, cada
tanto, bien arriba, una suerte de rugido
apagado. Miré hacia arriba y advertí
que las grandes nubes densas estaban
cruzando rápidamente el cielo de norte
a sur, a gran altura. Había señales de
que una tormenta se avecinaba en algún
estrato elevado del aire. Tenía un poco
de frío y pensé que debía de ser por
estar sentado después del ejercicio de la
caminata; entonces seguí avanzando.
Pasé por un lugar mucho más
pintoresco. No había ningún objeto
llamativo, pero todo ese sitio tenía el
encanto de la belleza. No presté
atención al tiempo; sólo cuando se
impuso la intensidad del crepúsculo
comencé a pensar cómo encontraría el
camino de regreso. El brillo del día
había desaparecido. El aire era frío y,
arriba, el desplazamiento de las nubes
era más pronunciado. Lo acompañaba
un sonido lejano y violento, del cual
parecía surgir cada tanto ese llanto
misterioso que según el cochero
provenía de un lobo. Dudé un
momento. Había dicho que vería el
pueblo desierto, así que seguí adelante
y en poco tiempo llegué a una amplia
extensión de campo abierto, todo
encerrado por las colinas. Las laderas
estaban cubiertas de árboles, que
bajaban hasta la llanura, en grupos,
moteando las cuestas más moderadas y
las depresiones que había aquí y allá.
Seguí con la vista el serpentear del
camino, y vi que doblaba cerca de uno
de los grupos más densos de árboles y
se perdía detrás de él.
Mientras miraba hacia allí, sentí un
escalofrío en el aire y empezó a nevar.
Pensé en los kilómetros y kilómetros de
campo desolado que había atravesado y
entonces me apresuré para buscar
refugio en los árboles que tenía
adelante. El cielo fue oscureciendo cada
vez más, y también aumentó el
volumen de la nieve, hasta que la tierra
a mi alrededor se convirtió en una
alfombra blanca reluciente, cuyo
extremo más lejano se perdió en una
vaga imprecisión. El camino era aquí
rudimentario y, cuando estaba parejo,
sus límites no eran tan marcados, como
sucedía en las áreas sin árboles; y al
rato descubrí que me había desviado,
porque no hallé la superficie dura en la
tierra y mis pies se hundieron más en el
pasto y el musgo. Luego el viento se
tomó más fuerte y soplaba con una
intensidad cada vez mayor, hasta que
me arrastró. El aire se tornó gélido y, a
pesar del ejercicio que había hecho,
empecé a sufrir. Caía tanta nieve y
formaba remolinos tan rápidos a mi
alrededor, que apenas podia mantener
los ojos abiertos. Cada tanto, el cielo se
partía con intensos relámpagos, y en el
destello podía distinguir una masa de
árboles adelante, en especial tejos y
cipreses, todos cubiertos totalmente de
nieve.
Enseguida llegué al refugio de los
árboles y allí, con un silencio relativo,
oía las ráfagas de viento encima de mi
cabeza. En poco tiempo, la oscuridad de
la tormenta se había fundido con la
oscuridad de la noche. Minutos más
tarde, parecía que la tormenta empezaba
a disminuir: ahora sólo sentía algunas
ráfagas violentas. En esos momentos, el
extraño sonido del lobo parecía repetido
por muchos sonidos similares a mi
alrededor.
A través de la masa oscura de nubes
que se desplazaban, llegaba algún que
otro rayo de luna, que iluminaba toda la
extensión y me permitía ver que estaba
al borde de un denso bosquecillo de
tejos y cipreses. Como había dejado de
nevar, salí de mi refugio y comencé a
investigar un poco más de cerca. Me
pareció que, entre todos esos cimientos
antiguos por los que había pasado,
todavía debía haber alguna casa en pie,
que, aunque estuviera en ruinas, me
sirviera de refugio por un rato. Al
bordear el extremo del bosquecillo,
advertí que estaba rodeado por una pared
baja. La seguí, y pronto encontré una
abertura. Aquí, los cipreses formaban un
callejón que conducía a una masa
cuadrada de algún tipo de construcción.
Pero, en el mismo momento en que la vi,
las nubes se desplazaron y ocultaron la
luna. Entonces recorrí el sendero en
medio de la oscuridad. El viento debió
haber refrescado, porque sentí un
escalofrío al caminar; sin embargo, tenía
la esperanza
de hallar un refugio y seguí avanzando
a tientas.
De pronto, hubo un momento de
calma, así que me detuve. La tormenta
había pasado y, tal vez en armonía con el
silencio de la naturaleza, mi corazón
pareció dejar de latir. Pero eso fue sólo
momentáneo, porque de repente la luz de
la luna penetró entre las nubes y me
indicó que estaba en un cementerio y que
ese objeto cuadrado que tenía adelante
era una enorme tumba de mármol, tan
blanca como la nieve que lo cubría todo.
Con la luz de la luna, la tormenta emitió
un suspiro violento, que pareció retomar
su curso con un aullido grave y
prolongado, similar al de una manada de
perros o lobos. Estaba absorto,
conmovido, y sentí que el frío crecía en
mi interior, hasta apoderarse de mi
corazón. Luego, mientras la luz de la
luna seguía inundando la tumba de
mármol, la tormenta pareció renovarse,
como si regresara sobre sus huellas.
Impulsado por una suerte de
fascinación, me acerqué al sepulcro
para ver qué era y por qué estaba allí
solo en semejante sitio. Caminé
alrededor y leí unas palabras en alemán
inscriptas en la puerta de estilo dórico:

Condesa Dolingen de
Gratz En Stiria, buscó y
halló la muerte.
1801

En lo alto de la tumba, había una


enorme estaca de hierro, aparentemente
clavada en el mármol sólido, pues la
estructura estaba compuesta por unos
pocos bloques grandes de piedra. En la
parte trasera, vi, tallado en grandes
letras cirílicas:

Los muertos viajan rápido.

Había algo tan raro e inexplicable


en todo eso, que me asusté y me sentí
bastante débil. Por primera vez, deseé
haber escuchado el consejo de Johann.
En este punto, en circunstancias
misteriosas y terriblemente afectado,
pensé: «¡Es la noche de Walpurgis!».
La noche de Walpurgis, en que,
según la creencia de millones de
personas, el diablo andaba suelto, en que
las tumbas se abrían y los muertos salían
y caminaban, en que las cosas diabólicas
de la tierra, el aire y el agua se reunían a
festejar. Y estaba justamente en el lugar
que el cochero había evitado tan
especialmente, el pueblo evacuado hacía
siglos, el sitio donde se hallaba el
suicida, ¡y donde yo me encontraba, solo,
sin ninguna presencia humana,
temblando de frío en un manto de nieve,
con una tormenta enfurecida que se
avecinaba! Tuve que recurrir a toda mi
filosofía, a todos mis estudios de
religión, a todo mi coraje para no caer
en un paroxismo de terror.
Y en ese momento estalló sobre mí
un terrible tornado. El suelo se
estremeció como si galoparan sobre él
miles de caballos. Pero esta vez la
tormenta no traía nieve en sus alas
gélidas, sino inmensas piedras de granizo
que caían con tal violencia como si
fueran arrojadas por los honderos
baleares. Piedras que derribaban hojas y
ramas, y hacían que el refugio de los
cipreses no fuera más útil que un campo
de espigas de maíz. Al comienzo corrí
hasta el árbol más cercano, aunque
pronto me vi obligado a salir de allí y
buscar el único sitio que parecía brindar
cobijo, la profunda entrada dórica de la
tumba de mármol. Allí, acuclillado
contra la enorme puerta de bronce,
logré protegerme un poco de los golpes
del granizo, pues ahora sólo me
pegaban cuando rebotaban en el suelo y
en los costados del mármol.
Cuando me apoyé en la puerta, ésta
se movió levemente y se abrió hacia
adentro. Cualquier refugio, aunque
fuera el de una tumba, era bienvenido
en esa despiadada tempestad, y estaba a
punto de entrar cuando el destello de un
relámpago zigzagueante iluminó todo el
cielo. En ese instante, como que estoy
vivo, vi, al girar la vista a la oscuridad
de la tumba, una bella mujer con las
mejillas redondeadas y los labios rojos,
aparentemente durmiendo en un féretro.
Cuando estalló un relámpago arriba,
sentí algo que me agarraba, como si
fuera la mano de un gigante, y me
arrojaba hacia la tormenta. Fue todo tan
repentino que, antes de que me diera
cuenta del golpe moral y físico, advertí
que el granizo me azotaba otra vez. Al
mismo tiempo, me dominó la sensación
extraña de no estar solo. Miré la tumba
y en ese preciso instante hubo otro
relámpago enceguecedor, que pareció
impactar sobre la estaca de hierro que
estaba en la parte superior de la tumba y
penetrar en la tierra, haciendo estallar y
desmoronar el mármol como en un
incendio. La mujer muerta se levantó en
un momento de agonía, envuelta por las
llamas, y su intenso grito de dolor se
ahogó en el estruendo del relámpago. Lo
último que oí fue ese sonido terrible y
confuso, pues otra vez me agarró la mano
gigante y me sacó de allí, mientras el
granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar a mi alrededor con el aullido
de los lobos. La última visión que
recuerdo fue la de una masa blanca e
indefinida que se movía, como si todas
las tumbas que me rodeaban hubieran
dejado salir a los fantasmas de sus
muertos con sus mortajas y se estuvieran
acercando a mí a través del manto
blanco del granizo, que seguía cayendo.

Poco a poco, sentí que recuperaba


vagamente la conciencia, y luego tuve
una sensación de cansancio aterradora.
Por un momento, no recordé nada, pero
lentamente recuperé los sentidos. Tenía
los pies muy lastimados; no podía
moverlos. Parecían entumecidos. Sentía
frío en la nuca y en toda la columna; y
los oídos, como los pies, estaban muertos
pero doloridos. Sin embargo, en el pecho
tenía una sensación de calidez que, en
comparación, era deliciosa. Era una
pesadilla —una pesadilla física, si
es posible usar esa expresión— porque
un peso enorme en el pecho me
dificultaba la respiración.
Este período de semiletargo pareció
durar mucho tiempo, y cuando
desapareció, debo de haberme dormido o
desmayado. Luego sentí una fuerte
aversión, como una náusea, y un intenso
deseo de liberarme de algo, aunque no
sabía de qué. Me rodeaba una quietud
extrema, como si todo el mundo
estuviera muerto, interrumpida
solamente por un jadeo grave, como si
hubiera algún animal cerca de mí. Sentí
que me raspaba el cuello y luego tomé
conciencia de la atroz realidad, que me
hizo sentir un escalofrío en todo el
cuerpo e hizo que me subiera
súbitamente la sangre al cerebro. Un
animal enorme estaba encima de mí,
lamiéndome el cuello. Tuve miedo de
moverme, pues cierto instinto de
prudencia me obligó a quedarme quieto.
Pero la bestia pareció advertir que se
había producido en mí algún cambio,
porque en ese momento levantó la
cabeza. A través de las pestañas, vi
encima de mí los dos ojos enormes y
ardientes de un lobo gigante. Sus
dientes blancos y afilados relucían en su
boca roja, completamente abierta, y
podía sentir su respiración caliente,
feroz y corrosiva sobre mi cuerpo.
Después, por otro período, no
recuerdo nada. Y luego percibí un
gruñido grave, seguido por un aullido,
que se repetía unay otra vez. Luego oí un
«¡Hola!» aparentemente lejano, como si
muchas voces gritaran al unísono. Con
precaución, levanté la cabeza y miré en
la dirección de donde provenía el sonido,
pero el cementerio bloqueaba mi visión.
El lobo seguía emitiendo un aullido
extraño y un resplandor rojo empezó a
moverse alrededor del bosquecillo de
cipreses, en la dirección del sonido. A
medida que las voces se fueron
acercando, el lobo aullaba más fuerte y
más rápido. Yo tenía miedo de hacer
cualquier tipo de movimiento o de emitir
sonido alguno. El resplandor rojo
se acercó más, sobre el manto blanco
que se extendía en medio de la
oscuridad circundante. Luego,
repentinamente, salió de atrás de los
árboles un conjunto de hombres a
caballo, al trote, blandiendo antorchas.
El lobo se apartó de mí y se fue hacia el
cementerio. Vi que uno de los hombres
a caballo —que, por sus capas y sus
uniformes militares, deduje eran
soldados— levantó su carabina y
apuntó. Un compañero le golpeó el
hombro y oí el sonido del proyectil
encima de mi cabeza. Evidentemente,
me había confundido con el lobo. Otro
divisó al animal que se escabullía y le
siguió un disparo. Luego, al galope, la
tropa avanzó hacia adelante, algunos en
mi dirección y otros siguiendo al lobo
que desaparecía entre los cipreses
cubiertos de nieve.
Cuando se acercaron, traté de
moverme, pero no tenía fuerza, aunque
podía ver y oír lo que pasaba a mi
alrededor. Dos o tres soldados saltaron
de sus caballos y se arrodillaron a mi
lado. Uno de ellos me levantó la cabeza
y me puso la mano sobre el corazón.
—¡Buenas noticias, camaradas! —
gritó—. ¡Todavía late!
Luego vertieron un poco de brandy
en mi garganta; me dio fuerza y pude
abrir los ojos completamente y mirar
alrededor. Luces y sombras se
desplazaban entre los árboles, y oí que
los hombres se llamaban entre sí. Se
reunieron, pronunciando exclamaciones
alarmantes, y las luces brillaban a
medida que los otros iban saliendo del
cementerio atropelladamente, como
poseídos. Cuando los más alejados se
acercaron a nosotros, los que estaban a
mi lado les preguntaron ansiosos.
—Y, ¿lo hallaron?
—¡No, no! —respondieron
apresuradamente—. ¡Vayámonos rápido
de aquí! ¡No es un lugar para quedarse,
y mucho menos esta noche!
—¿Qué era? —preguntaron en
todos los tonos de voz.
La respuesta surgió de parte de
varios hombres, vagamente, como si
tuvieran un impulso común para hablar
pero se sintieran restringidos por un
temor común de dar a conocer sus
pensamientos.
—¡Era… era… efectivamente! —
balbuceó uno de ellos, que por el
momento no podía razonar con
propiedad.
—¡Era y no era un lobo! —dijo
otro, estremeciéndose.
—No tiene sentido que intentemos
dispararle sin la bala bendecida —
afirmó un tercero con naturalidad.
—¡Lo tenemos bien merecido por
salir esta noche! ¡En verdad nos hemos
ganado nuestros mil marcos! —profirió
un cuarto.
—Había sangre en el mármol roto
—agregó otro después de una pausa—.
Los relámpagos nunca hicieron eso. Y
en cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Mírenle
el cuello! Ven, camaradas, el lobo
estuvo encima de él, para que no se le
enfriara la sangre.
El oficial me miró el cuello y
respondió:
—Está bien; la piel no está
perforada. ¿Qué significa todo esto? Si
no fuera por el aullido del lobo, no lo
habríamos encontrado nunca.
—¿Qué se hizo de él? —preguntó el
hombre que sostenía mi cabeza en alto y
que parecía el más tranquilo del grupo,
porque no le temblaban las manos. En
la manga llevaba la insignia de un
suboficial de marina.
—Se fue a su guarida —contestó el
hombre, con el rostro pálido, temblando
de terror al mirar asustado a su
alrededor—. Puede haber entrado en
cualquiera de estas tumbas. Son
suficientes. ¡Vamos, camaradas,
vayámonos rápido! Abandonemos este
lugar maldito.
El oficial me levantó hasta que quedé
sentado, impartió una orden y luego
varios hombres me subieron al caballo.
Él saltó a la montura que estaba detrás de
mí, me tomó en sus brazos, dio la orden
de avanzar y, sacando la vista
de los cipreses, nos alejamos de allí
cabalgando en formación militar.
Todavía no me respondía la lengua y
permanecía callado a la fuerza. Debo
haberme quedado dormido, porque sólo
recuerdo que luego me encontré de pie,
sostenido por un soldado de cada lado.
Era casi pleno día y hacia el norte se
reflejaba un rayo rojizo de sol, como un
sendero de sangre, sobre la nieve que
quedaba. El oficial les estaba pidiendo a
los hombres que no dijeran nada de lo
que habían visto, excepto que habían
encontrado a un inglés desconocido,
custodiado por un perro enorme.
—¡Un perro! ¡Eso no era un perro!
—lo interrumpió el hombre que había
exhibido tanto temor—. Creo reconocer
a un lobo cuando lo veo.
—Dije «un perro» —respondió con
calma el joven oficial.
—¡Un perro! —insistió el otro,
irónicamente. Era evidente que su coraje
aumentaba con la salida del sol y,
señalándome a mí, agregó—: Mírele el
cuello. ¿Es eso obra de un perro, jefe?
Instintivamente, levanté la mano
hacia el cuello y, al tocarlo, grité de
dolor. Los hombres se reunieron
alrededor para observar; algunos
bajaron de las monturas, y una vez más
se oyó la voz calma del joven oficial.
—Un perro, como dije. Si dijéramos
otra cosa, sólo se reirían de nosotros.
Luego me montaron detrás de uno
de los soldados y cabalgamos hacia las
afueras de Munich. Aquí nos cruzamos
con un coche apartado, me subieron a él
y partimos hacia el hotel Quatre
Saisons. El joven oficial me acompañó,
mientras un soldado nos seguía con su
caballo y los otros regresaron al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbruck
bajó las escaleras tan rápidamente para
venir a buscarme, que era evidente que
había estado mirando desde adentro.
Me tomó de ambas manos y me llevó
solícito al interior del hotel. El oficial se
despidió y estaba a punto de retirarse
cuando advertí su propósito e insistí en
que viniera a mi cuarto. Bebimos una
copa de vino y luego le agradecí
cordialmente a él y a sus valientes
camaradas por haberme salvado. Él se
limitó a responder que estaba más que
satisfecho y que Herr Delbruck ya había
dado los primeros pasos para gratificar
al grupo de rescate. Ante ese
comentario ambiguo, el maître d’hotel
sonrió, mientras el oficial se disculpaba
para retirarse.
—Pero, Herr Delbruck, ¿cómo y
por qué me fueron a buscar los
soldados? — pregunté.
Él se encogió de hombros, como si
estuviera desvalorizando su propia
acción, y respondió:
—Tuve la suerte de obtener un
permiso del comandante para pedir
voluntarios en el regimiento del que yo
participé.
—Pero ¿cómo sabía que yo me
había perdido? —interrogué.
—El cochero vino con los restos del
vehículo, que volcó cuando huyeron los
caballos.
—Pero usted no iba a enviar un
grupo de soldados a buscarme sólo por
eso…
—¡Oh, no! —respondió—. Pero aun
antes de que llegara el cochero, recibí
este telegrama de su anfitrión boyardo
—y me entregó un trozo del papel que
tenía en el bolsillo. Entonces lo leí.
Bistritz:
Tenga cuidado con mi
invitado. Su bienestar es de lo
más valioso para mí. Si algo
llegara a sucederle, o si se
perdiera, no repare en nada con
tal de hallarlo y garantizar su
seguridad. Es inglés y, por
tanto, aventurero. Suele haber
peligros entre la nieve, los lobos
y la noche. No pierda un
instante si sospecha que puede
estar en riesgo. Recompensaré
su celo con mi fortuna.
Drácula

Mientras sostenía el telegrama en la


mano, el cuarto pareció dar vueltas a mi
alrededor, y si el atento maître d’hotel
no me hubiera agarrado, creo que me
habría desplomado en el suelo. Había
algo tan extraño en toda esta situación,
algo tan raro e imposible de imaginar,
que sentí interiormente la sensación de
ser de algún modo el objeto de una
pelea entre fuerzas opuestas, y esa sola
idea parecía paralizarme. Era evidente
que me hallaba bajo una suerte de
protección misteriosa. Desde un país
lejano había llegado, en el momento
crucial, un mensaje que me sacó del
peligro de congelarme y me rescató de
las mandíbulas del lobo.
Titulo original: «Dracula’s Guest». Era
originariamente el primer capítulo de la novela
Drácula, 1897, pero no apareció en la edición
original y fue publicado como cuento en 1914.
Traducción: Fabiana A. Sordi
El fantasma
Catherine Wells

na niña de catorce años estaba

U sentada en una vieja cama,


recostada sobre unos almohadones y
tosiendo de tanto en tanto a causa del
resfrío y la fiebre que la obligaban a
permanecer allí. Ya no quería seguir
leyendo a la luz de la lámpara y
permanecía reclinada, escuchando lo
poco que podía oír y observando el fuego
de la chimenea. Desde abajo, más
allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto
de paneles de roble y en el que colgaban
cuadros antiguos con llameantes batallas
navales pintadas en sus telas, desde más
allá de la amplia escalera de piedra que
daba a una pesada puerta chirriante, le
llegaban, por momentos, los tenues
sonidos de la música de baile. Primos,
primos y más primos se hallaban allí
abajo, y el tío Timothy, como anfitrión,
animaba la velada. Muchos de ellos
habían entrado alegremente en su cuarto
durante el día, le decían que su
enfermedad era «una verdadera lástima»,
que patinar en el parque era «demasiado
divertido», y luego se iban a bailar otra
vez. El tío Timothy se
comportó con mucha amabilidad.
Pero… allí abajo se escapaba para
siempre toda la felicidad que la niña
había deseado durante más de un mes.
Contempló cómo caían parpadeando
las llamas del gran fuego de leños en el
hogar. Por momentos tenía que apretarse
las manos para detener las lágrimas.
Había descubierto —pronto empezaba a
conocer los pequeños secretos de la
feminidad— que si tragaba con fuerza y
rápidamente cuando las lágrimas se
juntaban, podía evitar que se le
inundaran los ojos. Deseó que alguien
fuera a verla. Tenía una campana a su
alcance, pero no se le ocurría ninguna
excusa para hacerla sonar. Deseó
también que hubiera más luz en el
cuarto. El fuego la iluminaba vivamente
cuando los leños llameaban hacia
arriba; pero, cuando apenas brillaban,
las sombras oscuras bajaban desde el
techo y se juntaban en los rincones,
contra las paredes. Puso su atención en
el tenue resplandor que proyectaba la
lámpara sobre el agradable desorden de
la mesa de luz: la mermelada de
grosellas y la cuchara, las uvas, la
limonada, el pequeño montón de libros,
todo parecía cálido y acogedor. Tal vez
la señora Bunting, el ama de llaves de
su tío, regresara pronto a conversar con
ella.
La señora Bunting muy
probablemente estaría más ocupada que
de costumbre esa noche. Se habían
agregado varios invitados nuevos: los
participantes de otra fiesta que llegaron
en coche, acompañados de una
conocida figura romántica, nada menos
que el famoso actor Percival East. La
entereza de la niña se había quebrado
esa tarde, cuando el tío Timothy le
contó que East estaba en la casa. El tío
estaba sorprendido: sólo otra niña
podría haber entendido perfectamente
lo que significaba que un simple resfrío
le impidiera conocer en persona a ese
mítico héroe del teatro; otra niña que se
hubiera desbordado de alegría ante su
audacia, llorado ante sus nobles gestos
de renuncia, sentido felicidad —y un
poco de envidia— ante el abrazo final
con la mujer amada.
—¡Bueno, bueno, querida sobrina!
—le había dicho el tío Timothy,
palmeándola suavemente en el hombro,
con gran pena—. No te preocupes. Si
no puedes levantarte, le pediré que suba
a verte. Te lo prometo. ¡Qué increíble
atracción que tienen sobre las niñas
estos personajes! —dijo como para sí
mismo.
El revestimiento de madera crujió,
como suele pasar en las casas viejas. La
niña era de esa clase de personas
temerosas que no creen en fantasmas, y,
sin embargo, desean con toda su alma no
cruzarse nunca con uno. ¡Y hacía tanto
tiempo que nadie la visitaba! Pasarían
muchas horas, se dijo, antes de que la
niña que dormía en la habitación de al
lado se acostase; las dos piezas estaban
comunicadas por una puerta, lo que le
daba tranquilidad. Si hacía sonar la
campana, pasarían un par de minutos
antes de que alguien llegara desde los
cuartos de la servidumbre, que se
hallaban bastante lejos. Una de las
mucamas pronto debería cruzar el
pasillo, pensó, para arreglar los cuartos
y agregar carbón al fuego de las
chimeneas. Todo eso iría acompañado
de una serie de ruidos que serían una
distracción. ¡Cómo se aburría una en la
cama! ¡Qué horrible, que
insoportablemente horrible era estar
atada a la cama, perdiéndose toda la
alegre diversión de allá abajo! Ante este
pensamiento, tuvo que tragarse una vez
más las lágrimas.
Con un ruido inesperado, una
explosión de risas y aplausos, la puerta
al pie de la escalera se abrió y cerró. La
niña oyó unos pasos que subían y unas
voces que se acercaban. Era el tío
Timothy, quien golpeaba la puerta
entreabierta.
—Pasen —gritó, contenta.
Junto al tío se hallaba un hombre de
mediana edad, de expresión tranquila y
cabello gris. ¡Al fin el tío había traído
un médico!
—Aquí tiene a otra de sus pequeñas
admiradoras, señor East —dijo el tío
Timothy.
¡El señor East! De pronto
comprendió que había esperado verlo
llegar envuelto en una capa, con el
cabello empolvado y finos ropajes. Su
tío sonrió ante su cara de sorpresa.
—No lo reconoce, señor East —
señaló.
—Por supuesto que lo reconozco —
dijo valientemente la niña y se
incorporó, sonrojada por la excitación y
la fiebre, los ojos brillosos y el cabello
revuelto.
En efecto, empezó a ver cómo el
renombrado héroe del escenario y el
hombre de rostro bondadoso se unían
como en un mismo retrato. Allí estaba
el suave movimiento de la cabeza, la
barbilla… ¡Claro! Y los ojos, ahora que
los veía con detenimiento.
—¿Por qué lo estaban aplaudiendo?
—preguntó.
—Porque les prometí que les daría
un susto mortal —respondió el señor
East.
—¡Oh! ¿Cómo?
—El señor East —aclaró el tío
Timothy— se va a disfrazar como
nuestro viejo fantasma ya desaparecido
y nos va a proporcionar un rato
verdaderamente escalofriante, allá
abajo.
—¿De verdad? —exclamó la
jovencita, con la ansiedad que sólo
puede contenerse en la voz de una niña
—. ¡Ay! ¿Por qué me enfermé, tío
Timothy? No estoy enferma. ¿No se nota
que ya estoy mejor? Me he pasado el día
en cama. Estoy perfectamente bien.
¿Puedo bajar, querido tío…, por favor?
Ya casi había salido de la cama, por
el entusiasmo.
—¡Bueno, bueno, pequeña! —la
tranquilizó el tío, alisando las sábanas
con rapidez y tratando de cubrirla.
—Pero ¿puedo?
—Por supuesto, si quieres que te
asuste en serio, te aseguro que te daré un
susto tremendo —empezó a decir
Percival East.
—Oh, sí, claro que quiero —gritó la
niña, saltando en la cama.
—Volveré para que me veas cuando
esté disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay, por favor, por favor! —
exclamó, radiante, la pequeña.
¡Una representación privada, sólo
para ella!
—¿Estará de veras horrible? —
preguntó riendo.
—Todo lo que pueda —el señor
East sonrió y siguió al tío Timothy, que
ya salía del cuarto—. ¿Sabes? —dijo,
volviéndose antes de cerrar la puerta y
mirándola con burlona seriedad—. Creo
que estaré bastante espantoso. ¿Estás
segura de que no te importará?
—¿Importarme?… ¿Tratándose de
usted? —rió la niña.
El señor East salió de la habitación,
cerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá, tralalá —tarareó contenta
la pequeña y volvió a meterse entre las
sábanas, las estiró sobre su pecho y se
puso a esperar.
Permaneció muy tranquila durante
un buen rato, sonriente, pensando en
Percival East, y en sus distintos papeles
dramáticos. Lo admiraba mucho.
Recordó detalladamente la última obra
en que lo había visto. ¡Estaba tan
espléndido al batirse a duelo! No podía
imaginárselo con aspecto horrible,
pensó. ¿Qué haría para lograrlo?
Hiciera lo que hiciera, ella no se iba
a asustar. Él no podría decir que la
había asustado a ella. El tío Timothy
también estaría allí, supuso. ¿O no?
Oyó pasos frente a la puerta, a lo
largo del pasillo, que luego se
perdieron. La puerta al pie de la
escalera se abrió y luego se cerró con
un golpe.
El tío Timothy había bajado.
La niña siguió esperando.
Un tronco, quemado y rojo, se
partió súbitamente en dos y los pedazos
cayeron de repente en el fondo de la
chimenea. La pequeña se sobresaltó con
el ruido. ¡Todo estaba tan silencioso! Se
preguntó cuánto más tardaría el señor
East. Hacía falta atizar el fuego, pues
los pedazos de tronco se habían
juntado. ¿Debía llamar? Pero el señor
East podría entrar justo en el momento
en que la sirvienta estuviera avivando el
fuego, y eso arruinaría su entrada. El
fuego podía esperar…
La habitación estaba silenciosa y, a
causa de la tenue luz del fuego, más
oscura. Ya no le llegaba ningún ruido
desde abajo, porque la puerta estaba
cerrada. Había estado abierta durante
todo el día, pero ahora se había roto el
último y frágil vínculo que la unía a los
demás.
La llama de la lámpara dio un
repentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría a
punto de apagarse? ¿Se apagaría?… No.
Esperaba que el señor East no se le
apareciera de golpe. Por supuesto que
no lo haría. De todas maneras, hiciera
lo que hiciera, ella no se asustaría…, no
verdaderamente. Hombre prevenido
vale por dos.
¿Hubo un ruido? La niña se levantó,
con la mirada clavada en la puerta.
¡Nada!
Pero, sin duda, la puerta se había
entreabierto, ¡ya no encajaba tan
perfectamente en el marco! Tal vez, la
puerta… tenía la seguridad de que se
había movido. Sí, se había movido…, se
había abierto unos dos centímetros, y,
poco a poco, mientras observaba, vio un
hilo de luz entre el filo de la puerta y el
marco, que crecía despacio y se detenía.
No era posible que entrara por allí.
Se había entreabierto por sí sola. El
corazón de la niña empezó a latir con
más fuerza. Sólo podía ver la parte
superior de la puerta: el pie de la cama
le ocultaba el resto.
Su atención se hizo más aguda. De
pronto, tan repentinamente como un
disparo, descubrió una pequeña figura,
como un enano, cerca de la pared, entre
la puerta y la chimenea. Era una pequeña
figura con capa, no más alta que la mesa.
¿Cómo lo hacía? Se movía despacio,
muy despacio, hacia el fuego, como si
no se diera cuenta de la presencia de la
niña, envuelto en una capa que
arrastraba por el suelo, con un sombrero
en la cabeza inclinada sobre los
hombros. La pequeña se aferró a las
sábanas: era algo tan raro, tan
inesperado; soltó una risita nerviosa
para romper la tensión del silencio…,
para demostrarle su aprecio.
El enano se detuvo en seco al oír el
ruido y giró hacia ella.
¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La
cara del enano era de un tono blanco
cadavérico, tenía un rostro largo y
afilado, hundido entre los hombros. ¡No
había color en los ojos que la
observaban! ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo lo
hacía? Era demasiado bueno. Se volvió
a reír nerviosamente; y con un
estremecimiento de terror que no pudo
dominar, vio cómo la figura salía de las
sombras y avanzaba hacia ella. Se armó
de valor; no debía asustarse por una
simple representación… Se acercaba,
era horrible, horrible…, estaba llegando
a su cama…
Escondió de golpe la cabeza entre
las sábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien tocaba a la puerta, hablando
alegremente. La niña sacó la cabeza de
las sábanas, avergonzada por su temor.
¡La horrible criatura había
desaparecido! El señor East hablaba
desde la puerta. ¿Qué era lo que decía?
¿Qué?
—Ya estoy listo —dijo—. ¿Quieres
que entre y empiece?

Título original: «The Ghost», en El libro de


Catherine Wells, 1928.
Traducción: Luz Freire
La historia del
difunto
señor Elvesham
Herbert George Wells

o escribo esta historia esperando

N que la crean sino para evitar que


caiga la próxima víctima. Tal vez ella
pueda beneficiarse con mi desgracia. Mi
caso es irreparable, lo sé, y de algún modo
estoy preparado para afrontar mi destino.
Mi nombre es Edward George Eden.
Nací en Trentham, Staffordshire, en la
época en que mi padre trabajaba como
jardinero. Mi madre murió cuando yo
tenía tres años y mi padre, cuando cumplí
los cinco. Mi tío, George Eden, me
adoptó como hijo propio. Era soltero,
autodidacta y había logrado cierto
prestigio en Birmingham como
periodista. Costeó mis estudios con gran
generosidad y me impulsó a sentir deseos
de progresar en el mundo. Al morir, hace
cuatro años, me dejó toda su fortuna, que
ascendía a unas quinientas libras después
de pagar todos los impuestos. Yo tenía
entonces dieciocho años. En su
testamento me aconsejaba
emplear ese dinero en completar mi
educación. Yo había elegido estudiar
medicina y, gracias a su generosidad
póstuma y a mi buena suerte para
obtener una beca, me convertí en
estudiante de la Universidad de
Londres. En el momento en que
comienza mi historia, alquilaba una
buhardilla en University Street 11 A,
pobremente amueblada, expuesta a las
corrientes de aire, con vista a los fondos
de Schoolbred. Allí vivía y dormía,
tratando de hacer valer hasta mi último
centavo.
Un día, al llevarle mis botas al
zapatero de Tottenham Court Road, me
encontré por primera vez con el viejo de
la cara amarilla, con quien mi vida está
inextricablemente enlazada. Cuando abrí
la puerta de calle, lo vi observando, con
evidente incertidumbre, el número de la
casa. Sus ojos, de un gris deslucido y con
los bordes rojizos, se fijaron en mí. Su
rostro asumió de inmediato una
expresión de torpe amabilidad.
—Llega justo a tiempo —me dijo
—. Había olvidado el número de su
casa. ¿Cómo le va, señor Eden?
Me sorprendió un poco su
familiaridad; nunca antes había visto a
ese hombre. También estaba molesto de
que me viera con las botas debajo del
brazo. El viejo notó mi falta de
cordialidad.
—Usted se preguntará quién diablos
soy —me dijo—. Un amigo, le aseguro.
Yo lo he visto antes, aunque usted no
me reconozca. ¿Hay algún lugar donde
podamos conversar?
Dudé. No quería exhibir la pobreza
de mi bohardilla a un desconocido.
—Tal vez podamos conversar
mientras caminamos.
Lamentablemente, no tengo mucho
tiempo —le respondí, haciendo un
gesto que daba a entender lo que quería
decir antes de terminar la frase.
—¿En qué dirección? —preguntó,
mirando a un lado y a otro. Yo
aproveché para dejar caer las botas en
el pasillo—. Mire —agregó de pronto
—. Este asunto es complicado. Venga a
almorzar conmigo, señor Eden. Soy un
hombre muy mayor, no sé explicarme
bien y, con el ruido del tráfico, no voy a
conseguir que usted oiga mi voz.
Me tocó el brazo persuasivamente
con una mano delgada y temblorosa. Yo
no era tan viejo como para que un
hombre mayor no pudiera invitarme a
almorzar. Pero al mismo tiempo no me
gustaba demasiado su repentino
ofrecimiento.
—Prefiero… —respondí.
—Vamos —exclamó—. Deme el
gusto, aunque sea por respeto a mis
canas.
Entonces acepté. Me llevó al
restaurante de Blavitski. Tuve que
caminar despacio para adecuarme a su
ritmo. Durante un sabroso almuerzo, en
el que se las arregló para contestar mis
preguntas capciosas, pude observar
detenidamente su fisonomía. Su cara,
bien afeitada, era delgada y estaba llena
de arrugas; sus labios ajados caían sobre
su dentadura postiza; su cabello blanco
era fino y más bien largo; tenía la espalda
arqueada. Me pareció chico, pero casi
todos los hombres me parecían chicos en
ese entonces. Y, al observarlo, advertí
que él también me examinaba, con un
curioso aire de codicia en los ojos. Me
observaba los hombros, las manos
tostadas por el sol, la cara llena
de pecas.
—Y ahora —agregó, mientras
encendíamos un cigarrillo— le
explicaré para qué vine a buscarlo.
Debo decirle que soy un hombre mayor,
muy mayor, que poseo una pequeña
fortuna y no tengo a quién dejársela.
Pensé en el cuento del tío y decidí
cuidar lo que me quedaba de mis
quinientas libras. El viejo siguió
hablando de su soledad y del problema
que tenía para hallar un heredero.
—He reflexionado mucho. Pensé en
instituciones de caridad, becas, bibliotecas
y he llegado al fin a esta conclusión —
dijo, mirándome fijamente —: Buscar un
joven ambicioso, puro y
pobre, mentalmente sano, saludable, y,
en poco tiempo, convertirlo en mi
heredero, darle todo lo que tengo —se
detuvo un momento y luego repitió—:
Darle todo lo que tengo, para que pueda
liberarse de las preocupaciones de la
pobreza.
Traté de mostrar indiferencia y, con
evidente hipocresía, dije:
—Entiendo, usted quiere que yo lo
ayude, como profesional, a encontrar a
esa persona.
Sonrió, me observó a través del
humo del cigarrillo y yo reí al sentir que
me había descubierto.
—¡Qué brillante carrera puede tener
ese hombre! —exclamó—. Me llena de
envidia pensar que otro disfrutará de lo
que yo he acumulado durante tantos
años. Pero obviamente deberá cumplir
algunas condiciones. Las cosas nunca
son del todo gratuitas. Por ejemplo,
deberá adoptar mi nombre. Además,
debo enterarme de todas las
circunstancias de su vida antes de tomar
la decisión final. Debe estar bien de
salud. Debo averiguar si tiene alguna
enfermedad genética, de qué murieron
sus padres y conocer a la perfección su
intimidad.
Con todo esto, se enfrió un poco mi
entusiasmo.
—Y debo entender, entonces, que
yo… —dije.
—Sí, ¡usted! —respondió, casi con
violencia—. ¡Usted!
No contesté una sola palabra. Mi
imaginación se perdía en divagaciones,
ni siquiera mi escepticismo podía
detenerla. Pero no sentí ningún impulso
de agradecimiento. No sabía qué decir
ni cómo decirlo.
—Pero ¿por qué justo yo? —
pregunté finalmente.
Comentó que el profesor Haslar me
había nombrado cuando él le preguntó
por un joven sano y honesto. Y que
deseaba dejar su dinero a una persona
que reuniera esas condiciones.
Así terminó mi primer encuentro
con el viejo. No habló mucho sobre sí
mismo. Dijo que por el momento no me
daría su nombre y, después de hacerme
unas preguntas, se despidió y me dejó
en la puerta del restaurante. Advertí
que, al pagar el almuerzo, había sacado
de su bolsillo un puñado de monedas de
oro. Me intrigó su insistencia sobre la
salud del heredero. De acuerdo con lo
convenido, al día siguiente me presenté
en la Royal Insurance Company para
sacar un seguro de vida por una suma
considerable. Durante la semana
siguiente, los médicos de la compañía
me sometieron a exámenes exhaustivos.
Pero el viejo no quedó satisfecho e
insistió en que el famoso doctor
Henderson me hiciera un examen
adicional.
Pasó un tiempo hasta que tomó la
decisión. Un viernes a la noche, a eso
de las nueve, se presentó en mi casa. Yo
estaba preparando un examen. Él se
hallaba parado en el pasillo, debajo del
farol, y las sombras que confluían en su
cara le daban un aspecto grotesco.
Parecía más encorvado que en nuestro
primer encuentro y sus mejillas se
habían hundido un poco más. Su voz
temblaba de emoción al hablar.
—Todo está muy bien, señor Eden.
El examen ha dado un buen resultado.
Todo está muy, muy bien. Ésta es la gran
noche y usted debe cenar conmigo para
festejar su… —fue interrumpido por la
tos—… su ascenso. Por otro lado, no
tendrá que esperar mucho —agregó,
secándose los labios con el pañuelo,
extendiendo hacia mí su mano
esquelética—. De veras, no habrá que
esperar mucho.
Salimos a la calle y tomamos un taxi.
Recuerdo claramente cada detalle del
viaje: el movimiento rápido, el contraste
que generaba la iluminación de petróleo
con la luz eléctrica, la multitud en las
calles, el restaurante de Regent Street
donde fuimos a cenar y la cena exquisita
que nos sirvieron. Me desconcertó que el
mozo observara con desprecio mi ropa
gastada pero pronto recuperé mi
confianza gracias al calor del
champagne. Al principio, el viejo habló
de sí mismo. Ya en el taxi me había
revelado su nombre. Era nada menos que
Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo
nombre conocía desde mis años
escolares. Me pareció increíble que este
hombre, esta gran abstracción cuya
inteligencia había dominado mi mente
desde tan temprana edad, se corporizara
de pronto en esta figura decrépita que
estaba delante de mí. Me atrevo a decir
que todos los jóvenes solemos sentir una
gran desilusión cuando nos enfrentamos
con una celebridad. Mientras comíamos,
me hablaba del futuro, de los beneficios
que obtendría de su vida lánguida y
próxima a extinguirse: sus derechos de
autor, sus propiedades, sus inversiones.
Nunca pensé que los filósofos tuvieran
tanto dinero. Me observaba comer y
beber con un dejo de envidia.
—¡Cuánta vida hay en usted! —
exclamó. Y luego, con un suspiro, un
suspiro que me pareció de alivio, agregó
—: No habrá que esperar mucho.
—Ay —le contesté, un poco
mareado por el alcohol—, le debo a
usted un excelente futuro. Voy a tener
ahora el honor de llevar su nombre.
Pero usted tiene un pasado. Un pasado
que es digno de todo mi futuro.
Sacudió la cabeza y sonrió. Me
pareció que estaba un poco triste por mi
actitud aduladora.
—¿Realmente cambiaría ese futuro?
—me preguntó.
El mozo trajo licores.
—Es probable que a usted no le
importe adoptar mi nombre o mi
posición. Pero ¿de verdad tomaría
voluntariamente mis años?
—Con sus obras —repliqué, con
galantería.
Sonrió nuevamente.
—Por favor —dijo, dirigiéndose al
mozo—, otros dos kümmel.
El anciano había sacado un pequeño
paquete de su bolsillo y fijó su atención
en él.
—Esta hora de la sobremesa —
continuó— es la hora de las pequeñas
cosas. He aquí una ínfima porción de
mi sabiduría inédita.
Abrió el paquete con sus dedos
temblorosos y amarillentos, y me
mostró un polvo rosado.
—Debe adivinar qué es. Ponga un
poco en el kümmel y verá cómo mejora
el gusto.
Sus grandes ojos grises me
observaban con una expresión
inescrutable. Me conmovió un poco que
el maestro dedicara su sabiduría al
gusto de los licores. Sin embargo, fingí
un gran interés por esta debilidad suya.
Estaba bastante borracho para esa
adulación.
Repartió el polvo en los dos vasos y,
levantándose de pronto con una dignidad
inesperada y extraña, me extendió su
copa. Lo imité y los vasos chocaron.
—Por su pronta sucesión —dijo,
llevándose la copa a los labios.
—No, eso no —respondí,
intempestivamente—. Por una larga
vida.
El anciano vaciló, con la copa a la
altura del mentón, y luego repitió,
riendo:
—Por una larga vida.
Bebimos, mirándonos a los ojos. A
medida que el kümmel pasaba por mi
garganta, sentí una sensación intensa y
rara. De inmediato experimenté una gran
confusión. Me dolía la cabeza y me
zumbaban los oídos. No sentía ningún
sabor en la boca, ningún aroma
atravesaba mi garganta. Sólo veía la
intensidad de su mirada gris y
abrasadora. La confusión mental, el
ruido y la conmoción parecían
interminables. Imágenes de cosas
semiolvidadas aparecian y desaparecían
en el límite de la conciencia.
Finalmente, el viejo rompió el hechizo.
Con un fuerte suspiro, apoyó la copa
sobre la mesa.
—¿Bien? —preguntó.
—Es exquisito —exclamé, aunque
no había percibido el sabor.
Sentí unas terribles puntadas en la
cabeza y tuve que sentarme. Mi
confusión era total. Luego, fue
aumentando mi poder de percepción,
como si viera todas las cosas a través de
un espejo cóncavo. Su modo de actuar
pareció haberse transformado. Ahora
estaba nervioso. Sacó el reloj y le
dirigió una mirada ansiosa.
—¡Son las once y diez! —exclamó
—. Y esta noche tengo que… el tren
sale a las once y treinta de Waterloo.
Debo irme enseguida.
Pidió la cuenta y se colocó con
torpeza el abrigo. Los mozos acudieron
para ayudarnos. Unos minutos después
nos despedíamos: él en el interior de un
coche y yo afuera, todavía con esa
absurda sensación de —¿cómo
expresarlo?— ver y sentir a través de
un binocular invertido.
—Esa bebida —dijo el viejo,
poniéndose la mano sobre la frente—.
No debí habérsela dado. Mañana le va a
doler la cabeza. Espere un momento.
Tome.
Me dio un sobre chato que contenía
un polvo similar a un laxante.
—Tómelo con agua antes de
acostarse. Lo que tomamos era fuerte.
Pero esto le despejará la cabeza. Deme
otra vez su mano. Prosperidad.
Apreté su mano amigada.
—Adiós —agregó y, por la mirada
que adiviné debajo de sus párpados,
advertí que él también estaba bajo el
influjo de la bebida.
Luego, sobresaltado, recordó algo.
Urgó en su bolsillo y sacó otro paquete,
esta vez cilíndrico, del tamaño de una
barra de crema para afeitar.
—Casi me olvido —dijo—. No lo
abra hasta que yo venga mañana, pero
llévelo ahora.
Era tan pesado que casi se me cae.
—Muy bien —asentí, y él me sonrió
por la ventanilla mientras el cochero
despertaba al caballo.
Era un paquete blanco, con dos
sellos rojos en cada uno de los bordes.
—Si esto no es dinero, es platino o
plomo —comenté.
Lo guardé con cuidado en el bolsillo
y, con la cabeza todavía dándome
vueltas, empecé a caminar hacia mi
casa por Regent Street y por las calles
desoladas y oscuras, más allá de
Portland Road. Recuerdo vividamente
las extrañas sensaciones de esa
caminata. Me sentía tan ajeno a mi
mismo que podía advertir mi confusión
mental. Me preguntaba si habría
ingerido opio, algo que nunca había
probado. Es difícil describir ahora ese
estado tan particular, algo semejante a
una disociación mental. Mientras
caminaba por Regent Street, estaba
extrañamente convencido de que estaba
en la estación Waterloo y sentí el raro
impulso de entrar en el Politécnico
como quien toma un tren. Entonces me
froté los ojos y la calle volvió a ser
Regent Street. ¿Cómo expresarlo?
Ustedes ven a un actor que los observa
tranquilamente y de pronto hace un gesto
y se transforma en otra persona. ¿Suena
increíble si les digo que me pareció, por
un momento, que la calle había hecho lo
mismo? Luego, cuando quedé
convencido de que era otra vez Regent
Street, me asaltaron algunas
reminiscencias fantásticas. «Fue aquí»,
pensé, «donde hace treinta años discutí
por última vez con mi hermano».
Entonces me reí, y un grupo de
merodeadores nocturnos se asombró.
Hace treinta años yo no existía y nunca
tuve un hermano. Sin duda, la bebida que
había tomado era muy fuerte, porque el
recuerdo angustioso de ese hermano
perdido seguía entristeciéndome. En
Portland Road la locura tomó un aspecto
diferente. Empecé a recordar negocios
desaparecidos y a comparar la calle con
la que alguna vez supo ser. Era
comprensible que surgieran esos
pensamientos confusos después de la
bebida que había ingerido, pero lo que
me desconcertaba eran esos recuerdos
vividos y fantasmales. No sólo los
recuerdos que surgían de la nada sino
también aquellos que habían
desaparecido. Me detuve ante la
vidriera de Stevens, el veterinario, y
traté en vano de recordar la relación que
tenía conmigo. Pasó un ómnibus e hizo
el mismo ruido que un tren. Yo estaba
sumergido en la profundidad de mis
recuerdos. «Es claro», me dije al final,
«Stevens me ha prometido tres ranas
para mañana». Curiosamente debo
haberlo olvidado.
¿Todavía les mostraban a los niños
esas imágenes superpuestas? Recuerdo
algunas que comenzaban como una
figura débil que iba creciendo y
desplazaba a otra. Sentía algo similar en
mi interior, como si un conjunto de
sensaciones nuevas estuviera luchando
por desplazar a las que siempre habían
estado conmigo.
Atravesé Euston Road hacia
Tottenham Court Road, en ese estado de
confusión mental, un poco asustado, sin
darme cuenta de que estaba tomando un
camino completamente distinto del
habitual. Doblé hacia University Street y
descubrí que había olvidado mi número.
Tuve que esforzarme bastante para
recordar que vivía en el 11 A, pero me
dio la sensación de que alguien me lo
había dictado. Traté de recordar los
detalles de la cena, pero juro por mi vida
que no pude recuperar el rostro de mi
anfitrión. Veía sólo una silueta, como si
estuviera viendo mi propio reflejo sobre
un vidrio. Sin embargo, sí podía verme a
mí mismo, sentado a la mesa,
excitado, con los ojos brillantes y
charlando aturdidamente.
«Tengo que tomar este otro polvo»,
pensé. «Todo esto se está tornando
insoportable». Busqué los fósforos y el
candelero en el lugar equivocado y
dudé sobre la ubicación de mi cuarto.
«Estoy borracho», me dije,
tambaleando innecesariamente para
confirmar esa afirmación.
A primera vista, mi cuarto me
pareció desconocido. «¡Qué sitio
desagradable!», observé, mirando a mi
alrededor. Sin embargo, con esfuerzo,
empecé a recordar y lo desconocido se
tornó familiar y concreto. Allí estaba el
espejo de siempre, con mis anotaciones
enganchadas en el marco y mis pocas
ropas desparramadas por el suelo. Pero
el cuarto todavía me resultaba un poco
irreal. Me sentí tontamente convencido
de que estaba en un tren que se detenía
y yo veía por la ventanilla una estación
desconocida. Me aferré con fuerza al
borde de la cama para tranquilizarme un
poco. «Es un caso de clarividencia»,
reflexioné. «Debo comunicarlo a la
Psychical Research Society».
Puse el paquete sobre la mesa de
luz, me senté en la cama y empecé a
sacarme las botas. Mis sensaciones
actuales parecían estar pintadas sobre
una tela en la que ya había otra pintura
que intentaba mostrarse. «Maldición»,
me dije, «¿estoy perdiendo la razón o
estoy en dos lugares a la vez?». Medio
desvestido ya, vertí el polvo en un vaso
y lo tomé. Había adquirido un color
ámbar de tono fluorescente. Antes de
dormirme, ya estaba tranquilo. Sentí el
contacto de mi cara con la almohada y
luego debo de haberme dormido.

Desperté sobresaltado, de un sueño


lleno de animales extraños, y descubrí
que estaba recostado boca arriba. Es
común despertar atemorizado después
de un sueño tan deprimente. Sentí un
gusto raro en la boca, las piernas
cansadas y una cierta incomodidad en la
piel. No moví mi cabeza de la almohada,
con la esperanza de poder ahuyentar esa
sensación de terror y de extrañeza, y
volver a dormirme. Pero, en cambio, la
sensación parecía aumentar. Al principio
no pude distinguir nada malo en mí. El
cuarto estaba casi en tinieblas y los
muebles emergían como manchas
aisladas e inciertas. Me quedé
observando el lugar sin levantar
demasiado las sábanas que me cubrían.
Me asaltó la idea de que alguien
había entrado en el cuarto para robarme
mis ahorros e intenté hacerme el
dormido, respirando a un ritmo regular.
Enseguida advertí que era sólo mi
imaginación. Sin embargo, la sensación
de que algo andaba mal permanecía. Con
gran esfuerzo, levanté la cabeza de la
almohada y traté de acostumbrar mi vista
a la oscuridad. No entendía qué era lo
sucedía. Observé las formas oscuras que
me rodeaban, que correspondían a las
cortinas, la mesa, la chimenea, la
biblioteca. Entonces creí percibir algo
raro en ellas. ¿Había cambiado de lugar
la cama? En ese sitio, donde debía estar
la biblioteca, se levantaba algo pálido,
envuelto en una tela, algo que no
respondía a la forma de los estantes con
libros. Era demasiado grande para ser mi
camisa tirada en la silla.
Sobreponiéndome a un terror infantil,
me destapé y quise poner un pie
fuera de la cama. En vez de llegar al
suelo, mi pie sólo pudo alcanzar el
extremo del colchón. Di otro paso,
como quien dice, y me senté en el borde
de la cama. Al lado, sobre la silla rota,
debían estar el candelero y los fósforos.
Estiré la mano pero no había nada. Al
retirar el brazo, tropecé con algo blando
y pesado que estaba colgando, que
crujió al tocarlo. Le di un tirón. Parecía
una cortina suspendida del techo de la
cama.
Ya estaba completamente despierto y
empezaba a comprender que me hallaba
en una pieza extraña. Estaba confundido.
Traté de recordar lo que había pasado
durante la noche y, curiosamente, ahora
podía evocar todas las imágenes: la cena,
los paquetes que me habían dado, mi
sensación de haber estado borracho, mi
lentitud para desvestirme, el contacto frío
de la almohada sobre las mejillas. Sentí
una duda repentina: ¿Había sido anoche
o anteanoche? De cualquier manera, ése
no era mi cuarto, y no tenía idea de cómo
había llegado hasta allí.
Amanecía. La vaga claridad que
usurpaba el lugar de los libros había
resultado ser una ventana y la luz que se
filtraba por la persiana me permitió
distinguir el óvalo de un espejo. Me
paré y me sorprendió una misteriosa
debilidad. Extendiendo unas manos
temblorosas, caminé despacio hacia la
ventana. No pude evitar lastimarme la
pierna con una silla. Con la intención de
levantar la persiana, busqué alrededor
del espejo, que era grande y tenía unos
candelabros de bronce; encontré una
borla, tiré, y, con un brusco ruido
metálico, la persiana se levantó. Me
encontré de pronto ante un paisaje
desconocido. El cielo estaba cubierto y
las nubes pesadas, con un borde de
color rojizo, dejaban filtrar la débil
claridad del amanecer. Debajo, todo
estaba oscuro y borroso: remotas
colinas, inciertos edificios que se
erigían en lo alto, árboles como
manchas de tinta y, al pie de la ventana,
una tracería de renegridos canteros y de
senderos grises. Era algo tan
desconocido que por un momento pensé
que todavía estaba soñando. Palpé el
tocador, parecía de madera pulida,
ornamentada; había algunos objetos
encima; entre ellos, uno raro en forma
de herradura, anguloso y liso, que
estaba apoyado sobre un plato. No
encontré candeleros ni fósforos.
Observé el cuarto de nuevo. Ahora,
la persiana estaba levantada por
completo y vagos espectros de los
muebles emergían de la oscuridad.
Había una enorme cama con cortinas y,
al pie de la chimenea, se veía el
resplandor del mármol. Apoyándome
contra el tocador, cerré y abrí los ojos, y
traté de pensar. La situación era
demasiado real para ser un sueño.
Imaginé que había una grieta en mi
memoria producida por la extraña
bebida, que era probable que hubiera
recibido mi herencia y que esa brusca
felicidad me había privado de mis
recuerdos. Quizás, esperando un poco,
las cosas se aclararan para mí. Pero la
cena con el viejo Elvesham aparecía
ahora especialmente detallada y vivida:
el champagne, los mozos atentos, el
polvo rosado y los licores. Podría haber
jurado que todo eso era muy reciente. Y
entonces me ocurrió algo tan trivial y al
mismo tiempo tan horrible que me
estremezco al recordarlo. Dije en voz
alta: «¿Cómo diablos he llegado
aquí?»… Y la voz no era mía. No era
mía: era débil, mal articulada, la
resonancia de mis huesos faciales era
diferente. Para darme valor, junté las
manos y sentí arrugas de piel floja y, en
los huesos, la debilidad propia de una
persona de edad. «Sin duda», dije con
esa voz horrible que de algún modo se
había instalado en mi garganta, «¡sin
duda esto es un sueño!». Casi tan rápido
como movido por un impulso, me llevé
los dedos a la boca. Habían
desaparecido mis dientes. Las yemas de
mis dedos palparon la superficie
fláccida de unas encías encogidas. Me
sentí abatido y asqueado.
Experimenté un impetuoso deseo de
mirarme, de comprobar de una vez, en
todo su horror, la transformación
increíble que había sufrido. Fui
tambaleando hasta la chimenea y busqué,
tanteando, unos fósforos. En ese
momento tuve un acceso de tos y palpé
un grueso camisón de franela que tenía
puesto. No encontré fósforos y sentí un
intolerable frío en las piernas. Tosiendo
y respirando con dificultad,
lloriqueando acaso, me volví a tientas a
la cama. «Tiene que ser un sueño», me
dije, gimiendo mientras me recostaba,
«tiene que ser un sueño». Era una
repetición senil. Me tapé los hombros
con las sábanas, me tapé los oídos, puse
la mano seca bajo la almohada y me
decidí a dormir. Era evidente que todo
era un sueño. Por la mañana sería sólo
un recuerdo y yo volvería a despertarme
otra vez con toda mi juventud y mi
vigor para retomar mis estudios. Cerré
los ojos, respiré con ritmo regular y, al
advertir que me había desvelado, repetí
lentamente la tabla del tres.
Pero no podía conciliar el sueño.
Me convencía cada vez más de la
inexorable realidad de mi
transformación. Enseguida me encontré
con los ojos bien abiertos, la tabla del
tres olvidada y mis dedos flacos sobre
las encías arrugadas. De pronto,
inesperadamente, yo era, de verdad, un
hombre viejo. Había caído de algún
modo al fondo de mis años; me habían
robado lo mejor de mi vida: el amor, la
lucha, la fuerza y la esperanza. Me
refugié en la almohada y traté de
convencerme de que esa alucinación era
posible. El amanecer se instalaba,
imperceptible y constante.
Finalmente, resignado a no poder
dormir, me incorporé y miré a mi
alrededor. Ahora, la fría penumbra me
dejaba ver el cuarto. Era espacioso y
estaba bien amueblado, mejor que
cualquier otro en mi vida. Distinguí un
candelabro y unos fósforos en la repisa.
Me destapé y, tiritando con el frío del
amanecer, aunque era verano, me levanté
y encendí la vela. Luego,
estremeciéndome tanto como para hacer
parpadear la llama, me acerqué al
espejo, y vi… ¡la cara de Elvesham! La
impresión no fue tan horrible porque ya
lo presentía. Elvesham siempre me
había parecido físicamente débil y
digno de lástima; pero ahora, apenas
cubierto por un camisón de franela que
dejaba ver el cuello esmirriado, ahora,
visto como mi propio cuerpo, no puedo
describir su desgarrada decrepitud. Las
mejillas hundidas, los sucios mechones
de pelo gris, los ojos nublados llenos de
lagañas, los labios temblorosos, el labio
inferior exhibiendo un brillo rosado y
esas horribles encías negras… Quien
tenga el cuerpo y el alma acorde con su
edad no puede imaginarse lo que
significa esta prisión diabólica. Ser
joven, estar lleno de deseos, gozar de la
energía propia de la juventud y, de
pronto, en cuestión de segundos, estar
atrapado y comprimido en este
tembloroso cuerpo en ruinas…
Pero me he alejado un poco del hilo
de mi relato. Por un tiempo debo haber
estado conmocionado por esta
transformación. Recién pude pensar con
la luz del día. De algún modo
inexplicable había sucedido, no sé
cómo, tal vez alguna especie de magia.
Y mientras reflexionaba, comprendí la
astucia diabólica de Elvesham. Me
pareció evidente que si yo estaba en
posesión de su cuerpo, él lo estaba del
mío: es decir, de mi vigor y de mi
futuro. Pero ¿cómo probarlo? Luego, al
meditarlo, la situación se volvió tan
increíble que mi mente no dejaba de dar
vueltas sobre el asunto. Tuve que
pellizcarme, palpar mis encías sin
dientes, mirarme en el espejo y tocar las
cosas que estaban a mi alrededor antes
de poder enfrentar los hechos otra vez.
¿La vida entera era una alucinación?
¿Era yo realmente Elvesham y él era
yo? ¿No había yo soñado con Eden toda
la noche? ¿Existía Eden? Pero si yo era
Elvesham, debería de recordar lo que
sucedió la mañana anterior, el nombre
de la ciudad donde vivía y lo que había
sucedido antes del sueño. Luché con mis
pensamientos. Recordé esa rara
duplicación de mis recuerdos de la noche
anterior. Pero ahora mi mente estaba
clara. No sentía ya esas evocaciones
fantasmales pero sí recordaba todo lo
relacionado con Eden.
«¡Me volveré loco!», grité con mi
voz aguda y metálica. Tambaleando,
arrastré mis piernas lánguidas y pesadas
hasta el lavatorio y sumergí la cabeza
en la pileta con agua fría. Luego me
sequé y probé otra vez. Fue inútil. Yo
sentía, fuera de toda duda, que era
realmente Eden, no Elvesham. ¡Pero era
Eden en el cuerpo de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de
cualquier otra época, me habría
resignado a mi destino como si fuera
obra de una brujería. Pero en estos
tiempos de escepticismo no suceden
estos milagros. Aquí había alguna
trampa psicológica. Si una droga
provocaba determinado efecto,
seguramente otra podría hacerlo
desaparecer. Los hombres han perdido
antes la memoria. Pero ¿intercambiar
recuerdos como uno intercambia
paraguas? Me reí, aunque mi risa no era
saludable sino fingida y senil. Podía
imaginarme a Elvesham riendo ante mi
dolorosa situación y una ráfaga de
irritación y de ira, muy inusual en mí, me
invadió de pronto. Ansiosamente
comencé a vestirme con la ropa que
hallé en el suelo y, una vez vestido, me
di cuenta de que me había puesto un
traje de etiqueta. Abrí el ropero y saqué
alguna ropa de calle: un pantalón gris y
una robe de chambre pasada de moda.
Me puse una boina acorde con mis años
y, tosiendo un poco por mis excesivos
esfuerzos, salí al corredor.
Serían las seis de la mañana. La
casa estaba bastante silenciosa y las
persianas, cerradas. El pasillo era
amplio. La escalera ancha y con lujosas
alfombras se perdía en la oscuridad del
hall. Una puerta entreabierta me dejó
ver un escritorio, una biblioteca
giratoria, la espalda de un sillón y una
pared con varios estantes de libros.
«Mi estudio», murmuré, y caminé
por el pasillo. Luego, el sonido de mi
voz me trajo un recuerdo. Volví al
dormitorio y me puse la dentadura
postiza con la facilidad que da la
costumbre. «Así estoy mejor», dije,
haciéndola rechinar, y volví al estudio.
Los cajones del escritorio estaban
cerrados con llave. La parte superior
también estaba trabada. No había rastros
de llaves por ningún lado. Tampoco en
los bolsillos de mi pantalón. Volví con
dificultad hasta el dormitorio y registré
los bolsillos de todas las prendas. Estaba
muy ansioso. Al ver el desorden
de mi cuarto, cualquiera hubiera
imaginado que habían entrado ladrones.
No había llaves ni monedas ni papeles,
excepto la cuenta del restaurante.
Sentí un extraño cansancio. Me
senté y observé la ropa tirada por todos
lados, con los bolsillos hacia afuera. El
frenesí que sentí al principio ya se había
desvanecido. Comenzaba a comprender
la inmensa sagacidad de los planes de
mi enemigo y a convencerme cada vez
más de que no tenía salida. Con
esfuerzo, me levanté y volví al estudio.
En la escalera, una mucama estaba
levantando las persianas. Se sobresaltó,
supongo, al ver la expresión de mi cara.
Cerré la puerta del estudio detrás de mí.
Con un atizador, intenté abrir a golpes el
escritorio. Fue así como me encontraron.
La tabla del escritorio quedó partida; la
cerradura, aplastada; las cartas,
diseminadas por la alfombra. En mi furia
senil tiré las lapiceras y otros objetos del
escritorio, y derramé la tinta. Además se
rompió un jarrón que estaba sobre la
repisa de la chimenea, no sé cómo. No
encontré ni chequera ni dinero ni la
menor indicación de cómo proceder para
recuperar mi cuerpo. Estaba golpeando
frenéticamente los cajones cuando el
mayordomo, ayudado por las mucamas,
me detuvo.
Así de simple es la historia de mi
transformación. Nadie creerá mis
afirmaciones. Me tratan como un
demente y, aun ahora, me tienen
vigilado. Pero estoy cuerdo,
absolutamente cuerdo, y, para
demostrarlo, me he sentado a escribir
detalladamente lo que me ha sucedido.
Apelo al lector, para que él advierta si
hay algún rasgo de locura en el estilo de
la historia que ha estado leyendo. Soy un
hombre joven, secuestrado en el cuerpo
de un viejo. Pero a todo el mundo le
cuesta creer este hecho tan evidente.
Naturalmente, los que no me creen
piensan que estoy loco. Naturalmente,
ignoro los nombres de mis secretarios, de
los médicos que vienen a verme, de mis
sirvientes y de mis vecinos, de esta
ciudad desconocida en la que me
encuentro. Naturalmente, me pierdo en
mi propia casa y tengo problemas de
todo tipo. Naturalmente, hago las
preguntas más extravagantes.
Naturalmente, lloro y grito, y tengo
paroxismos de desesperación. No tengo
dinero ni chequera. El banco no
reconocerá mi firma, pues estoy seguro
de que, a pesar de la debilidad de mis
músculos, mi letra sigue siendo la de
Eden. Esta gente que me rodea no me
dejará ir personalmente al banco. Parece,
sin embargo, que no hay bancos en esta
ciudad y que he abierto una cuenta en
algún lugar de Londres. Parece que
Elvesham mantuvo en secreto el
nombre de su abogado. Yo no pude
averiguar nada. Elvesham era, por
supuesto, un profundo estudioso de la
mente humana y todas mis
declaraciones en este relato confirman
la teoría de que mi locura es el
resultado de un minucioso estudio en
psicología. ¡Sueños sobre la identidad!
Hace dos días yo era un joven
saludable, con toda una vida por delante;
ahora soy un viejo furioso, desesperado,
descuidado y miserable, que merodea por
una lujosa casa interminable, vigilado,
temido y evitado por todos. Y en Londres
está Elvesham, empezando a vivir otra
vez en un cuerpo vigoroso, con la
sabiduría acumulada de
setenta años. Me ha robado la vida.
No sé muy bien lo que ha sucedido.
En el estudio hay muchos volúmenes con
notas manuscritas que se refieren a la
psicología de los recuerdos, y otras con
cifras y símbolos absolutamente
incomprensibles para mí. De algunos
pasajes se deduce que también le
interesaban las matemáticas. Supongo
que ha logrado transferir todos sus
recuerdos desde su cerebro marchito
hasta el mío, y que toda mi personalidad
ha sido transferida a su cuerpo inservible.
Sé que ha cambiado los cuerpos pero su
método está más allá de mi comprensión.
Yo he sido siempre una persona
materialista y ahora me
encuentro frente a un caso que me
demuestra concretamente la capacidad
del hombre para despegarse de la
materia.
Estoy por ensayar un experimento
desesperado y último. Me siento a
escribir aquí antes de llevarlo a cabo.
Esta mañana, con el auxilio de un
cuchillo que pude sustraer durante el
desayuno, logré forzar la cerradura de
un cajón evidentemente secreto de este
escritorio destruido. No hallé nada más
que un pequeño frasco de vidrio verde,
que contenía un polvo blanco y tenía
adherida una etiqueta con una sola
palabra: «Liberación». Debe ser,
seguramente, veneno. Puedo entender
que Elvesham lo pusiera en mi camino
y, de no haber estado tan escondido,
creería que su intención era ponerlo a
mi alcance para desembarazarse del
único testigo de su crimen. El viejo ha
llegado casi a resolver el problema de la
inmortalidad. Si el destino no le juega
alguna mala pasada, vivirá en mi
cuerpo hasta que éste envejezca y
luego, desechándolo, tomará la fuerza y
la juventud de alguna otra víctima. Al
recordar su falta de piedad, resulta
terrible pensar que su experiencia ha
venido evolucionando con el tiempo…
¿Desde cuándo viene saltando de un
cuerpo a otro?…
Pero ya basta de escribir. El polvo
del frasco parece disolverse en agua. El
gusto no es desagradable.

Aquí termina el manuscrito que se


encontró en el estudio de señor
Elvesham. El cadáver yacía entre el
escritorio y la silla, a la que
evidentemente había empujado hacia
atrás con sus últimas convulsiones. El
relato estaba escrito en lápiz, con una
letra arrebatada, muy diferente de la
caligrafía habitual de señor Elvesham.
Sólo queda destacar dos hechos
llamativos. Indiscutiblemente, existió
alguna conexión entre Eden y Elvesham,
pues la propiedad del último había sido
transferida al joven, aunque éste nunca
llegó a heredarla. Cuando Elvesham se
suicidó, Eden ya estaba muerto.
Veinticuatro horas antes, en la
intersección de Gower Street y Euston
Road, murió atropellado por un coche.
De modo que el único ser humano que
podría haber esclarecido este relato
fantástico ya no es capaz de responder
ninguna pregunta.
Sin más comentarios, dejo al lector
que juzgue personalmente este asunto
extraordinario.
Título original: «The story of the late mister
Elvesham»,
en Thirty Strange Stories, 1897-1898.
Gentileza A. P. Watt Ltd.
Traducción: Fabiana A. Sordi
Estudio de Noches
de pesadilla
Por María Cristina
Figueredo
[Biografía de los
autores]
Ambrose Bierce

ació en 1842. Después de


N destacarse en la Guerra Civil
norteamericana, se dedicó al
periodismo. Sin embargo, su verdadera
vocación fue la sátira, ya sea bajo la
forma de cuento de horror, de fábula, de
columna periodística o de diccionario,
como, por ejemplo, El Diccionario del
Diablo (1911).
Bajo la influencia de E. A. Poe,
desarrolló los aspectos psicológicos del
horror, como se evidencia en sus
cuentos. En su madurez, se convirtió en
una figura literaria muy influyente,
aunque sus detractores lo llamaban «el
amargo Bierce» y su lema personal
fuera «Nada importa». En 1913, Bierce
desapareció. El final de su vida, como
el de muchos de sus cuentos, es un
misterio. Se dice que murió en 1914
peleando al lado de Pancho Villa, en la
Revolución Mejicana, o que se suicidó
en el Gran Cañón del Colorado. Tal vez
nunca sepamos como terminó sus días.
Charlotte Brontë

ació en 1816. Perdió a su madre

N cuando tenía cinco años y a sus


dos hermanas mayores en los cuatro años
que siguieron. Las tres hermanas y el
hermano sobrevivientes se educaron en
su hogar, en Yorkshire, Inglaterra,
leyendo ávidamente y creando mundos
imaginarios a la manera de Los viajes de
Gulliver y Las mil y una noches. Como
su personaje más famoso, Jane Eyre,
Charlotte se convirtió en maestra e
institutriz, pero su proyecto de
establecer su propia escuela con sus
hermanas fracasó. Jane Eyre se publicó
en 1847 y tuvo un éxito inmediato. En
1854, Charlotte se casó y un año
después moriría. En 1853, M. Arnold
escribió sobre ella que su mente no
contenía nada «excepto hambre,
rebelión y furia».
William Wymark Jacobs

ació y murió en Londres (1863-

N 1943). En la década de 1890,


comenzó a publicar historias en revistas;
su primera colección, Many Cargoes,
apareció en 1896. A pesar de haber
escrito varias novelas, su popularidad se
debe a sus cuentos, que pueden
clasificarse en dos grupos: los
humorísticos que tratan sobre las
andanzas de los marineros, y los cuentos
macabros como «La pata de mono»
(1902), que se convirtió en el cuento de
horror por antonomasia y se encuentra
en la mayoría de las antologías del
género.
Joseph Sheridan Le Fanu

ació y murió en Dublín (1814-

N 1873). Miembro de una familia


protestante, Le Fanu se educó en el
Trinity College de Dublin y se recibió de
abogado. Sin embargo, abandonó las
leyes por el periodismo. Entre 1845 y
1873, publicó catorce novelas, de las
cuales Tío Silas (1864) y La casa al lado
del cementerio (1863) son las más
conocidas. Sus cuentos se destacan por
su habilidad para evocar la atmósfera
macabra de una casa embrujada. In a
Glass Darkly (1872), un libro que
contiene cinco nouvelles, se considera
su mejor obra. Le Fanu, además, fue
propietario de varios periódicos de su
ciudad natal.
Bram Stoker

ambién nació en Dublín en 1847

T pero murió en Londres en 1912.


Aunque a temprana edad era inválido (no
se pudo parar ni caminar hasta los siete
años), superó su debilidad y se convirtió
en jugador de fútbol de la universidad.
Tras haber trabajado para el gobierno por
diez años, en 1878 se convirtió en
secretario del famoso actor Henry Irving,
puesto que conservó por veintisiete años.
Stoker escribió novelas y cuentos, así
también como crítica
teatral, pero es recordado por su obra
maestra, Drácula (1897), una historia
de vampiros inspirada en «Carmilla»,
una de las nouvelles de In a Glass
Darkly de Le Fanu.
Catherine Wells (1872-
1927)

ació en 1872 como Catherine

N Robbins. Conoció a H. G. Wells en


1892. Él se había casado el año anterior
pero pronto dejó a su esposa para vivir con
Catherine, con la que se casó en 1895
después de divorciarse.
El libro de Catherine Wells, publicado
póstumamente en 1928, sugiere que
Catherine tenía una vida interior mucho
más intensa de lo que normalmente se le
concede. Sus historias están bien
logradas y son ricas en matices
psicológicos. Además, muestran un
hambre de amor reprimido y,
sorprendentemente, se solazan en la
violencia y el sadismo. Catherine murió
en 1927.
Herbert George Wells

ovelista, periodista, sociólogo e

N historiador nacido en 1866, es


famoso por sus historias que inauguran el
género de la ciencia-ficción: La máquina
del tiempo (1895) y La guerra de los
mundos (1898). Fue un socialista activo.
Detrás de su inventiva subyace una
preocupación apasionada por el hombre
y la sociedad, la cual impregna la
fantasía de sus historias, llevándolas, a
veces, hacia la sátira. Murió en 1946.
[Análisis de la
obra]

El placer de sentir miedo


l miedo es la emoción más intensa

E y antigua en el hombre. No es
extraño, entonces, que las historias de
terror atraviesen todas las épocas y
conformen una parte sustancial del acervo
folclórico de todas las culturas. Así,
muchos mitos y leyendas se
caracterizan por escenarios y personajes
que luego aparecerán en historias de
terror. Sin embargo, el culto literario del
miedo por el miedo mismo apareció en
el siglo XVIII con la novela gótica.
El texto fundacional de este género
es El castillo de Otranto (1765) de
Horace Walpole. Pero no fue él sino
Ann Radcliffe (1765-1823) quien hizo
del terror una moda y estableció las
pautas del nuevo género. Su novela,
Los misterios de Udolfo (1794),
instaura la trama que será repetida una
y otra vez: una temerosa e indefensa
heroína explora un edificio siniestro en
el que se encuentra prisionera de un
malvado aristócrata. La historia se
desarrolla en
el pasado previo a la reforma
protestante y el escenario de las
maldades del villano —y los
padecimientos de la heroína— es un
castillo lúgubre, en cuyos corredores y
pasadizos secretos suceden eventos
macabros. A pesar de crear esta
atmósfera, como digna hija del Siglo de
las Luces, Radcliffe termina sus relatos
explicando racionalmente los hechos
«sobrenaturales» que habían sucedido,
destruyendo así a sus propios
fantasmas. El período de apogeo de la
novela gótica se dio entre 1790 y 1820,
y produjo en 1818 su monstruo más
famoso, el creado por Mary Shelley en
Frankenstein.
La novela gótica engendró una
extensa progenie que incluyó a las
historias de vampiros y de fantasmas.
Estas últimas proliferaron durante la
época victoriana (1837-1901). Los
autores que conforman nuestra antología
vivieron durante este período,
compartiendo el gusto estético reinante.
Herederas de la ficción gótica, tanto
las historias de vampiros, como las de
fantasmas y las historias acerca de
hechos sobrenaturales —llamadas
globalmente «historias de terror»—
intentan asustar e inquietar al lector, que
se siente atraído por esas emociones. El
atractivo de lo espectralmente macabro
se ve acentuado porque va unido a la
incertidumbre y el peligro. Los mundos
desconocidos presentan una amenaza y
están llenos de posibilidades malignas.
En su ensayo «El horror en la literatura»,
H. P. Lovecraft (1890-1937), un maestro
del horror, explica que para pertenecer a
este género se necesita algo más que una
historia sangrienta o unos fantasmas que
arrastren sus cadenas por las mohosas
escaleras de un castillo. Las historias
dignas de pertenecer al género deben
«contener cierta atmósfera de intenso e
inexplicable pavor a fuerzas exteriores y
[1]
desconocidas» . Por otra parte, la trama
debe transmitir una idea terrible para
todo ser humano: «la suspensión o
trasgresión maligna y
particular de las leyes fijas de la
[2]
Naturaleza» . Una vez que esas leyes
dejan de aplicarse, quedamos
indefensos ante el embate del caos.
El vampiro (1819) de John Polidori
es ejemplo de la suspensión de las leyes
naturales. Este relato inaugura el sub-
género de las historias de vampiros,
donde se elaboran las sospechas de la
clase media sobre la decadencia de la
aristocracia. El más notorio de los
vampiros es el conde Drácula, creación
de Bram Stoker. La historia que forma
parte de nuestra antología, «El invitado
de Drácula», funciona como
introducción a la novela. Sin embargo,
para los lectores del siglo XXI, que
conocen la historia del vampiro de
Transilvania aunque no hayan leído la
novela de Stoker, este relato funciona
como un volver atrás, una suerte de
episodio uno.
Las historias de fantasmas proponen
como tema central el poder de los
muertos que retornan para confrontar a
los vivos. Antes del siglo XIX, los
fantasmas que aparecían en la literatura
eran en sí mismos menos importantes
que el mensaje profético o la revelación
que transmitían; el fantasma del padre de
Hamlet, en la obra homónima de William
Shakespeare, es un ejemplo. En las
historias de fantasmas, sin embargo, el
fantasma lo es todo. Su propósito
primordial es producir terror e inquietar
al lector. Tanto «El fantasma» de
Catherine Wells, como «Relato de los
extraños sucesos de la calle Aungier» de
Sheridan Le Fanu ponen de manifiesto el
espanto provocado por lo inexplicable.
¿Es verdaderamente una rata la que baja
por la escalera de la casa en la que viven
los estudiantes de medicina en el cuento
de Le Fanu? ¿O ambos jóvenes han
estado expuestos a los poderes del
fantasma del malvado juez? ¿Es una
alucinación, producto de su mente
afiebrada, la que produce el fantasma en
el cuarto de la niña en el cuento de
Catherine Wells? A diferencia de las
explicaciones reconfortantes dadas por
Anne Radcliffe, estos autores
Victorianos dejan sus relatos en la
incertidumbre, produciendo así una
mayor sensación de inquietud e
indefensión en el lector.
La fascinación victoriana por los
fantasmas puede inscribirse en una
inclinación más amplia de la época por
lo desconocido y lo difícil de explicar,
de allí el gran auge del espiritismo en
ese período. El mundo de lo
sobrenatural, de lo inexplicable, sirvió
de contrapunto a la fuerza dominante de
la ciencia. Así, las historias de terror en
este período proveen juicios
admonitorios contra el racionalismo. En
«El hombre y la serpiente» de A.
Bierce, Harker Brayton es definido
como «un hombre de ideas» que se
mofa de las creencias supersticiosas del
pasado y se ufana del racionalismo de
su propio tiempo en el que ni siquiera
los más ignorantes podrían creer «tales
tonterías». Sin embargo, al morir, cree
que es víctima de poderes
sobrenaturales. De la misma manera, el
invitado de Drácula se burla del
cochero y se refugia en su racionalismo,
pero luego vive para lamentarlo.
En el reino de lo inexplicable, el
sueño ha sido siempre un territorio que
se resiste a ser conquistado. En el
cuento de C. Brontë, «Napoleón y el
espectro», la explicación racional del
sonambulismo del emperador no
convence totalmente. Otra lectura es
posible: que el espectro haya despertado
a Napoleón para mostrarle algo que no
hubiera visto de otra manera. Por otra
parte, si efectivamente fuera sonámbulo,
aún quedarían por explicar las reglas
«racionales» que rigen el ambular de
aquellos que duermen.
Los autores Victorianos, en su intento
por contrarrestar las ideas científicas de
la época, también trataron de establecer
en sus historias la existencia objetiva de
los fenómenos sobrenaturales. Así, en
«La historia del difunto señor Elvesham»
de H. G. Wells, el protagonista-narrador,
Eden, se
convierte en reportero y relata paso a
paso el cambio operado en su cuerpo.
Hacia el final del cuento, otro narrador
completa la historia, ratificando lo
relatado por Eden, o tal vez no. ¿Creó
Elvesham en su senilidad esquizoide
toda la historia? Pero, si fuera así, ¿por
qué su caligrafía difería de la del
«anterior» Elvesham? Wells no toma
partido. De esta manera, el lector debe
elegir entre las posibles respuestas o, tal
vez, formular más preguntas.
La psique del protagonista, su locura
senil, también es escrutada en este
cuento. Pero esa locura se entremezcla
con la cordura del relato
pormenorizado. Edgar Allan Poe (1809-
1849) ya había elevado las historias de
terror por encima del mero
entretenimiento a través de una
habilidosa mezcla entre razón y locura.
Su obra exhibe desde toques de
necrofilia en «Annabel Lee» (1849), a
sadismo indulgente en «El pozo y el
péndulo» (1843), lo que ha suscitado el
interés de la crítica psicoanalítica.
Además, las historias de terror
victorianas se caracterizan por presentar
incidentes sobrenaturales enmarcados en
situaciones cotidianas, la banalidad de las
cuales hace que las violaciones a las
leyes naturales sean mucho más
convincentes. «La pata de mono» de W.
W. Jacobs es un cuento de superstición y
terror que se desarrolla dentro de un
marco realista, a la manera de Dickens,
donde el calor del hogar y la placidez
doméstica del principio del cuento
contrastan con su final, también incierto.
El siglo XX fue testigo de la
continuidad del género. Nombres como
Clive Barker o Stephen King lo
prueban. Más recientemente, Internet ha
permitido a los autores de terror, y a sus
seguidores, crear un espacio nuevo
constituido por las fanzines (revistas
especializadas) que aparecen en la web.
La adaptabilidad y persistencia de este
género hasta nuestros días sólo puede
explicarse, en palabras de Virginia
Woolf, por la «tenacidad del extraño
anhelo humano de placer por sentir
[3]
miedo» .
Notas
[1] Lovecraft, H. P. El horror en la
literatura. Buenos Aires: Alianza, 1998,
p. 11. <<
[2] Ibídem. <<
[3] Citado por Holman, Hugh. «The
Gothic Novel», en A Handbook to
Literature. University of Virginia, 2002.
http://www.spider.georgetowncollege.ed
(26 de noviembre de 2004); y Drabble,
Margaret, The Oxford Companion to
English Literature. Oxford: Oxford
University Press, 1998, p. 389. <<

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