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Cuando se despierta en el hombre la curiosidad por el origen, el destino y la corrección
de todo aquello cuanto conoce de primera mano, y que podemos llamar su existencia
fáctica, no es extraño que dirija sus pasos hacia uno de los múltiples fenómenos
religiosos que tienen cabida como manifestaciones culturales en el horizonte de esa su
propia existencia. La experiencia, hasta el momento presente, nos indica que no corre
demasiado riesgo quien se atreve a asegurar que las manifestaciones religiosas están
asentadas en la raíz más profunda y más antigua de la naturaleza humana. Recién en
los últimos tiempos se habla ya en el ámbito de la vanguardia cultural internacional de
naciones que han visto drásticamente reducida de sus pobladores que declaran poseer
algún tipo de credo religioso. Se observa ahí un creciente número de personas que se
califican a sí mismos como ateos. Personas sin dios, podríamos decir, dando un énfasis
dramático al concepto. No obstante, es bien sabido que al par de dicho crecimiento en
el número de ateos crece la población que adopta en su visión del mundo un conjunto
de creencias de corte racional y origen científico que suplen las funciones
proporcionadas por un credo religioso. Eso al mismo tiempo que en el panorama
mundial la fortaleza de las religiones sigue siendo indiscutiblemente relevante. La
cantidad de humanos viviendo en el planeta va en continuo aumento, gracias a los
desarrollos tecnológicos concentrados en mejorar la calidad de vida, disminuyendo la
mortandad por enfermedades o catástrofes y aumentando la expectativa de vida en
años. Las religiones crecen junto con la población mundial, pero también cambian
junto con ella. Cualquier sistema que responda a un orden autoimpuesto, cualquier
conformación orgánica, tiene fronteras cuantitativas para su orden, las cuales al ser
sobrepasadas se convierten en modificaciones cualitativas. Para ponerlo en otros
términos, el principio regulador que gobierna efectivamente sobre una cierta cantidad
de elementos de un sistema deja de ser efectivo cuando la cantidad de elementos del
sistema sobrepasa lo que ese principio puede abarcar bajo su gobierno; pero el sistema,
que muy fundamentalmente busca su propia subsistencia, no deja de existir ni cesa su
actividad cuando ello sucede, especialmente si gran parte de su actividad y sus fines
corresponden a la creación de elementos nuevos para el sistema. Lo que sucede
entonces es el surgimiento de un nuevo principio regulador, que sea capaz de
cohesionar el sistema entero. Pero la efectividad de este nuevo principio no depende de
su capacidad para gobernar más y más elementos cada vez, pues la caducidad de un
principio tal está garantizada en la tendencia el infinito de la reproducción del sistema.
El propio sistema, para ser consistente con su tendencia a la reproducción debe dar
solución a la caducidad del principio creando uno nuevo que no caduque por la
cantidad. Y eso se logra si la forma de su gobierno es flexible a la diversidad de
elementos, ya que el origen de la ingobernabilidad por exceso de cantidad no es la
multiplicidad simple sino la diversidad que acompaña dicha multiplicidad, pues cada
elemento por su necesario posicionamiento espaciotemporal implica un modo de ser
diverso, aunque sea mínimamente diverso. La menor diferencia, cuando es reiterada
continuamente termina por convertirse en una gran diferencia. Así que el principio
regulador de un sistema basto y diverso debe ser uno flexible, uno cuya fortaleza sea la
multiplicidad de cualidades. Debe ser un principio que tenga múltiples rostros. En el
caso de las religiones, la multiplicidad de rostros se ve en la multiplicidad de corrientes
al interior de una misma doctrina, pero de igual manera se nota en la multiplicidad de
religiones al interior de una misma fe, la fe de la humanidad en su conjunto. La fe de la
humanidad es una sola, pero es una fe de múltiples, innumerables rostros.
Puede saltar la duda acerca de qué ocurre en este escenario con las
contradicciones evidentes entre las distintas religiones, los enfrentamientos ideológicos
entre ellas, etc. La respuesta es que todo ello cabe dentro de la flexibilidad del lazo
común que conjunta toda religión y todo pensamiento supletorio de éstas. En lo
siguiente intentaremos revelar cuál es ese lazo común, principio gobernante de toda
religión.