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Eran poco más de las dos de la tarde. Los caminos polvorientos que recorren Tixtla formaban
espesas nubes de tierra roja. Entre el polvo apareció un vehículo repleto de hombres con barba
— Don Chuy, arrime la botella pa’cá – pidió Manuel sentado sobre la julia en movimiento.
El clima “andaba bueno”, según palabras de Don Chuy, así que Manuel sacó una botella
Todos los hombres venían de alguno de los pueblos que recorren el camino desde Tixtla hasta
Chilapa, lugar del que es Manuel y al que estaban entrando. Hacía un par de años que habían
establecido un regimiento de vigilancia con el objetivo de salvaguardar sus tierras y, sobre todo,
a sus familias; estaba dando buenos resultados, incluso hacía meses que la jornada resultaba
El reloj marcó media hora cuando llegaron a Chilapa. Si no pasaba nada, Manuel regresaría a
casa con su mujer y su hijo; desde que salió en el regimiento, no tenían contacto.
Don Chuy ofreció la botella y una bala rompió la boquilla, provocándole un sonoro grito y la
rodearon el punto del que salían los disparos y entonces subió la intensidad, los encapuchados
asomaban y maldecían; con ayuda, quizá de Dios, lograron mermar paulatinamente el ataque
enemigo de hombres en capucha; hasta que, de pronto, cesaron. La patrulla entró al refugio y
ahí descubrieron que eran apenas cinco jóvenes los que quedaban vivos, malheridos, pero vivos.
El capitán dio orden de fusilamiento. Manuel trató de decir algo, pero en su garganta se
agolparon las palabras por su loca carrera de huir en estampida, su corazón lamentaba la muerte
que aún no acaecía, la muerte joven invariablemente desgarradora; sin embargo, una orden del
Siempre la exhalación que precede la presión en el gatillo es tan profunda y tan larga como la
que tiene el desdichado parado frente al paredón, momentos antes de que la bala lo impacte en
La voz del capitán gritó la orden de fuego sin brindar la misericordiosa extensión temporal de
preparar y apuntar; el sonido de los cañones y, posteriormente, de los cartuchos al ser cortados
cimbró el ambiente en tantas ocasiones como municiones les quedaba a los soldados del
chubasco, un repentino llanto divino, mezclando la sangre de uno con otro y limpiando, por otro
Manuel dio un paso al frente y no avanzó más, pues al ver aquella irreconocible trifulca de vidas
desmembradas que se extendía sobre la tierra, comprendió que no quedaba nada que recoger;
Llegó a casa caminando desde la estación. El traslúcido esbozo de las nubes no desapareció a
pesar de que la lluvia había aminorado su marcha hasta convertirse en una ligera llovizna que le
mojaba la barba y refrescaba la coronilla pelona. Abrió la puerta y se dirigió al comedor. Vio
sentada en la mesa a su mujer, con lágrimas en los ojos en espera de que algo las hiciera rodar
por las mejillas, con el mandil aún puesto y la mesa preparada con tres lugares: uno ya ocupado
por ella, otro vacío para su esposo y el restante ausente para su único hijo. Alzó la vista, sus ojos
cristalinos se encontraron con los de su marido y éste alejó la mirada, él se dio cuenta en ese
momento de que jamás podría verla de nuevo, que jamás podría verse reflejado en la desilusión
de un par de ojos amados; exhaló, exhaló tal cual lo hizo antes de presionar el gatillo, como su
hijo lo hizo al verle la cara antes de ser impactado por la bala; entonces, él rompió en llanto.