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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA

DE LA REVOLUCIÓN

BERNARD BOURGEOIS

En 1892, Paul Janet concluía su obra Philosophie de la Révolution


frangaisey donde analizaba de manera crítica las interpretaciones filo-
sóficas contrastadas del suceso de 1789, propuestas por el siglo pa-
sado, de Burke a Renán, pasando por Fichte y Saint-Martin, Thiers y
Louis Blanc, Buchez y Quinet, Tocqueville y Michelet..., distin-
guiendo entre el espíritu de la Revolución —la institución, positiva,
del derecho, como fin— y el espíritu revolucionario —la moviliza-
ción, negativa, de la violencia, como medio—: "Todo el proceso de la
Revolución puede reducirse a esta antinomia. La Revolución ha que-
rido conseguir el derecho y no ha sabido emplear más que la fuerza"
(JANET, P., Philosophie de la Révolution frangaise, París, Alean,
1892, pp. 169-170). En realidad, tal contradicción, entre el sentido de
la Revolución, como unidad reflexivamente recogida de los aconteci-
mientos en los que se ha desarrollado, y la acción revolucionaria,
como despliegue voluntario de la unidad de su proyecto, no opone
solamente lafilosofíateórica de la Revolución, obra de los pensadores
extra o post-revolucionarios que reflexionan sobre su destino y la fi-
losofía práctica de los grandes organizadores de la empresa de la li-
bertad.
En efecto, éstos se han sentido constantemente obligados a
filoso-far, contempladores de su propia acción, sobre una
revolución que realizaba, aunque problemáticamente —por tanto,
llamando a la re-flexión— sufilosofíarevolucionaria.
Ellos estaban, además, tanto más inclinados a asumir esta necesi-
dad de pensar semejante revolución que ella misma consideraba, en su
actualización, como la Revolución del pensamiento, a saber, como el
efecto práctico de lafilosofíapre-revolucionaria de las luces.
Ahora bien, precisamente, el conflicto entre el voluntarismo revo-
lucionario de sufilosofíapolítica y la reflexión crítica de su filosofía

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de la historia revolucionaria se ha alimentado de su relación


contra-dictoria con los "Philosophes" del s. XVIII.
Por una parte, la acción revolucionaria niega en ellos, la pura ges-
tión especulativa, desacreditada, según ellos, por el contenido en ge-
neral solamente reformista del pensamiento de esos filósofos, pero,
por otra parte, la negación inmediata abstracta, forma, por la impa-
ciente filosofía práctica política de los que hacen la Revolución, del
pensamiento puro de sus maestros defilosofía,los fija, cuando pien-
san la negación revolucionaria del pensamiento en los cuadros mis-
mos de ésta, y condena por ahí su filosofía teórica de la historia que
tiene que pensar, entonces negativamente, una empresa de la que es-
tos maestros habían proclamado la vanidad moderna anteriormente a
Montesquieu y Rousseau. Lapensée révolutionnaire de la Révolution
no ha podido superar la contradicción entre la novedad que ilustraba
como pensamiento revolucionario y la herencia que la marcaba como
pensamiento de la Revolución, y esto, incluso en su esfuerzo heroico
por constituirse, por la elaboración de unafilosofíaoriginal de la his-
toria, en una auténticafilosofíarevolucionaria de la Revolución. Quizá
haya que buscar en esta anticipación teórica del fracaso práctico de
los pensadores más revolucionarios de la Revolución francesa una de
las fuentes de su gran melancolía.
La gratitud profesada por los revolucionarios a los
"Philosophes" cuyo pensamiento crítico, por su ejercicio incluso
y a través de su contenido menos revolucionario ha minado las
bases intelectuales y morales del Antiguo Régimen, es una
gratitud, por una parte muy se-lectiva, y que, por otra, no impide
de ninguna manera la toma de dis-tancia con respecto a
unafilosofíacuya causa, incluso entre los maes-tros más adulados,
se había identificado con la de un pesimismo anti-revolucionario.
Seguramente, todos los pensadores de las luces no se benefician, y no
totalmente, del favor revolucionario. De este modo, Voltaire es bien
proclamado —en el momento del traslado de sus cenizas al pan-teón—
como "padre de la libertad de pensar, él es el padre de la liber-tad política
que no hubiera existido sin ella", y como destructor de "todas las
fortalezas de la estupidez, que ha hecho que el pueblo francés haya
tomado la Bastilla antes de poner los fundamentos de la Constitución"
(GUDIN DE LA BRENELLERIE, Réponse d'un ami des granas hommes
aux envieux de la gloire de Voltaire, texto de 1791, citado en: AULARD,
A., Histoire politique de la Révolutionfrangaise, París, A. Colin, 1901, p.
10, n. 1); pero a tal elogio se opone el sar-

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casmo de un Marat que denuncia "el hábil plagiario que tuvo el arte de
poseer el espíritu de todos sus antecesores y que no mostró originali-dad
más que en la sutileza de sus adulaciones", "el escritor escanda-loso que
pervirtió a la juventud por las lecciones de una falsa filosofía y cuyo
corazón fue el trono, de todas las pasiones que degradan la naturaleza"
(MARAT, Oeuvres, éd. A. Vermorel, citado: M, París, 1869, p. 165).
Conocemos también la denuncia por parte de Robes-pierre de los
Enciclopedistas, esta secta servil de declamadores "pro-tegidos por los
déspotas" (ROBESPIERRE, Oeuvres, éd. Laponneraye, citado: /?, París,
1840, t. III, p. 627), y cuyos continuadores —como Condorcet— se han
deshonrado durante la Revolución (cfr. ibid.9 p.
629) pero, se sabe, Montesquieu, cuya obra exalta el mismo Marat,
es aclamado hasta en los periódicos revolucionarios: la Cronique de
Pa-rís publica así, en mayo de 1793, una serie de artículos
titulados: "Montesquieu républicain" (cfr. Aulard, A., Histoire
politique; op. cit.y p. 9, n. I). Y conocemos también, sobre todo el
culto revolucio-nario de Rousseau, "el amigo sublime y verdadero
de la humanidad" (/?, I, p. 395), el "preceptor del género humano"
(#, III, p. 628), que tanto contribuyó a "regenerar" la patria en la
"gran Revolución" (/?, I, p. 174)...
Hemos subrayado suficientemente la recuperación por los
activos teóricos de ésta, de los principios difundidos por los
"Philosophes" del s. XVIII, y esto es una amalgama a menudo poco
crítica, yuxta-poniendo, por ejemplo, el individualismo normativo
de Rousseau y el realismo del todo social que dirige la exploración
del espíritu de las leyes...
Lo cual no quiere decir que la filosofía revolucionaria se libere
también ella misma de la filosofía de sus precursores reivindicados.
Desde luego en su contenido, y podríamos enumerar aquí las reservas
que incluso un Robespierre y un Saint-Just oponen a tal o tal tema
rousseauniano, a veces importante. Bien se trate para ello de afirmar
contra Rousseau la posibilidad del sistema representativo, puesto que
la gran Revolución republicana ya se ha hecho o porque la Revolución
se ha hecho con una innovación moral absoluta, la nulidad de una
voluntad general cuya soberanía no sería la del contenido racional su-
pra-empírico del bien (cfr. SAINT-JUST, Oeuvres completes éd. Vellay,
C, citado: S/, París, 1908, t. I, pp. 342-343)... Pero, en primer lugar, en
cuanto a su forma misma. La filosofía revolucionaria asigna la
realización del objetivo práctico que la filosofía pre-revolu-cionaria ha
contribuido, a pesar de su propia intención, a preparar, a

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lo negativo de la purafilosofía,es decir, a la fuerza popular. No cre-yendo


que el pueblo se interese por las discusiones metafísicas, Mira-beau
afirma "esta diferencia entre el instructor del pueblo y el admi-nistrador
político, el primero sólo piensa en aquello que es y el otro se ocupa de lo
que puede ser" (MIRABEAU, citado en: AURLAUD, F.A., Les orateurs
de l'Assemblée Constituante, París, Hachette, 1881, p. 95). Para Barnave,
"los hombres que quieren hacerles revolucionarios no los hacen con
máximasfilosóficas;se seduce, se arrastra a algunas personas de cabinete;
pero la multitud, de la que es necesario servirse, la multitud sin la que no
se hacen revoluciones, no se la encadena más que con realidades, no se la
toca más que con ventajas palpables" (BARNAVE, citado ibid., p. 473).
Condorcet hace notar que "los fi-lósofos y la gente de espíritu podrían
concebir una revolución pero que ésta no se ejecutaba más que cuando
los tontos y los bribones se metían en ello" (CONDORCET (sobre),
Mémoires de Condorcet sur la Révolution frangaise, Paris, 1824, t. II, p.
158).
Para Marat, si "es a las luces de la filosofía a las que debemos la
revolución" (Ai, p. 168), si "la filosofía ha preparado, comenzado,
favorecido la revolución actual, los escritos no bastan, hacen falta
ac-tos, ahora bien —insiste— ¿a qué debemos la libertad sino a las
sublevaciones populares?" (M, p. 77). En cuanto a la palabra provo-
cadora de Danton, proclama que "no son losfilósofos,los que ponen
en movimiento los imperios" sino que "los viles aduladores de los
re-yes, aquellos que tiranizan en sus nombres al pueblo, y que le
hacen pasar hambre, se empeñan seguramente más en hacer desear
otro go-bierno que todos losfilántroposque publican sus ideas sobre
la liber-tad absoluta" (DANTON, Oeuvres, éd. Vermorel, citado en:
D, Paris, p. 113)...
Lafilosofíarevolucionaria, que habla de este modo contra la filo-
sofía —en esto buena heredera de Rousseau— y, rechazando todo
doctrinarismo o filosofismo, quiere verificarse enraizándose en la
única energía de la miseria, recapitula bien su sentido a través de la
oposición que Robespierre establece entre lafilosofíade los "filósofos
especulativos" que consideran las cosas "en los principios generales o
abstractos de lafilosofía",y la de los "filósofos hombres de Estado" que
se preocupan, "en las circunstancias particulares de las situacio-nes
políticas", del grado efectivamente alcanzado por la razón, es de-cir, de
su presencia real en el seno del pueblo, presencia que no hay que
adelantar ni retrasar, y que puede, sola, confirmar en su verdad la razón
del filósofo (cfr. /?, II, pp. 325 ss.). El pensamiento revolucio-

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nario se piensa así como algo más que la pura repetición reflexiva de
una simple aplicación revolucionaria de un pensamiento anterior, la
de los "Filósofos del siglo XVIII". Los revolucionarios franceses
consi-deran, en efecto, la revolución como un advenimiento
absoluto, que hace estallar esa historia en la que los pensadores pre-
revolucionarios no habían podido razonablemente comprenderla (o
incluirla). Al ha-blar de la teoría del gobierno revolucionario,
Robespierre lo declara "tan nuevo como la revolución que lo ha
ocasionado" e imposible de encontrar en "los libros de los escritores
políticos, que no han pre-visto esta revolución" (/?, III, p. 512).
La Revolución comienza así, según Siéyes, dentro del rechazo de los
"filósofos —como Montesquieu y Rousseau— demasiado some-tidos al
pasado, y que se esfuerzan por "combinar ideas serviles siempre de
acuerdo con los acontecimientos" mientras que "la sana política no es la
ciencia de lo que es, sino de lo que debe ser" (SlEYES, nota íntima,
citado en: AULARD, F. A., Les orateurs.., op. cit., p. 409). Del mismo
modo que se ha podido considerar la revolu-ción a partir y en el seno de
la historia, ella se considera a sí misma como la negación de la historia
hasta entonces pensada, —no tanto como una revolución en la historia,
sino como la revolución de la historia misma y de su pensamiento—. Si
el filósofo Condorcet, atento a la progresividad del desarrollo del
espíritu humano, no ve en la empresa de 1789 más que "una de las
grandes (lo subrayamos) re-voluciones de la especie humana", que se
trata por consiguiente, de aclarar por "el cuadro de las revoluciones que
le han precedido y la han preparado (CONDORCET, Esquisse d'un
tableau historique des progrés de l'esprit humain ed. Belaval, París,
Vrin, 1970, p. 12), no por eso considera menos importante el alcance,
como mucho más grande que el de las revoluciones anteriores, entre
otras, la revolución americana, que quiso ser solamente política y fue
reconocida, para su suerte como puramente local (cfr. ib id. pp. 171-
172). Pero los pensadores que siguen a Montaigne distinguen
absolutamente la Re-volución francesa como "la más bella de las
revoluciones que haya podido honrar a la humanidad", "la única que ha
tenido un objeto digno del hombre, el de formar de una vez sociedades
políticas sobre los principios inmortales de la igualdad, de la justicia, y
de la razón" (/?, II, p. 77). Esta revolución no supera únicamente a la
revolución inglesa —fundada sobre el fanatismo religioso inhumano y
no sobre la filosofía del derecho y de la felicidad de los hombres (/?. II,
p. 220) — y a la revolución americana, cuyo principio —la aristocracia
y

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la riqueza— hará volver a caer en el despotismo monárquico (cfr.


ibid.y p. 87)—, sino que, más generalmente, rebosa "milagros
superiores a todo lo que la historia nos cuenta de Grecia y de
Roma" (cfr. ibid.y p. 77). En resumen, su contenido esencial ofrece
"un prodigio del que no presenta ningún ejemplo los anales del
género humano" (/?, II, p. 335).
En realidad, condensando "en pocos años la obra de varios siglos"
(/?, III, p. 446), recogiendo en ella, para darle un sentido nuevo, su
sentido verdadero, toda la historia, la Revolución francesa designa,
para Robespierre así como para Saint-Just y para Danton, el instante y
el lugar de la rt-creación del mundo, de su creación como mundo
plenamente por ser propiamente, humano. El mesianismo revolucio-
nario que les hace repetir que el pueblo francés —que "parece haber
adelantado dos mil años al resto de la especie humana" (R, III, p. 610)
— debe legislar "para los siglos" y "para el universo" (R> I, p. 221, cfr.
D., pp. 213-ss.), se fundamenta para Saint-Just para la conciencia no
metafórica que la Revolución hace tomar de ella misma como Génesis
del mundo: "la libertad ha surgido del seno de las tem-pestades; este
origen es común al del mundo, surgido del caos", y así "todo comienza
bajo el cielo" (SJ, II, p. 376). Punto medio de la his-toria de la
humanidad, centro actual del globo, la Revolución francesa es "la cuna
de la libertad del mundo" (DESMOULIN, C, Oeuvres, éd. J. Claretie,
citado: CDy París, 1874, II, p. 120), "desde Francia es de donde deben
partir la libertad y la felicidad del mundo" (/?, I, p. 54). El drama
francés inaugura la época nueva de todos los pueblos. "Se podría decir
que —exclama Robespierre— los dos genios contrarios que han sido
representados disputándose el imperio de la naturaleza luchan en esta
gran época de la historia humana por fijar sin retorno los destinos del
mundo, y que Francia es el teatro de esta lucha temi-ble" (R, III, p.
545). Teatro en el que Francia se ofrece como espectáculo a todo el
universo. Aquí hay un leitmotiv: Camile Des-moulins habla del
"magnífico espectáculo de la Revolución de 1789" {CDy I, p. 185), para
Danton, la Convención es la "Asamblea que tiene al universo por
galería" (D, pp. 163-164), Robespierre insiste en el mismo sentido;
"Somos el espectáculo de todos los pueblos" {R, II, p. 343)...
Espectáculo tan poderoso que es ya por sí mismo acción y que la re-
creación del universo se opera ya a través de este espectáculo
entusiasmante en el que la humanidad entre su fuerza infinita liberada.
La Revolución es el absoluto que se manifiesta en la historia.
Pero la revolución sólo se puede considerar como re-creación polí-

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tica de la historia aplicándose, como realizadas por ella, las condicio-


nes de posibilidad del devenir histórico que el pensamiento revolucio-
nario, según Montesquieu o Rousseau, consideraba como imposibles de
realizar por la vía de una revolución. Estas condiciones consisten en el
carácter total de la revolución política, que ésta no puede poseer más
que si su objeto o su contenido por una parte, y su sujeto o su agente
por otra, presentan ellos mismos cada uno un carácter de tota-lidad, no
pudiendo justamente ser totalmente revolucionado el conte-nido
objetivo más que si el agente subjetivo revolucionante es él mismo un
todo humano.
Ahora bien, puesto que una totalidad no puede ser dominada mas
que siendo pensada, la Revolución sabe que ella sólo puede ser lle-vada
a cabo a través de una movilización de la razón; pero, así como el
pensamiento del todo no es todavía el todo mismo pensándose re-
almente, la razón revolucionaria sabe igualmente que sólo se puede
verificar como la racionalización de sí de la efectividad revolucionaria
misma. La revolución se considera así como la necesidad y la insufi-
ciencia de su actualización racionalizada inmediata, es decir, en cuanto
a su objeto, legal, y en cuanto a su sujeto, gubernamental. Para el
pensamiento revolucionario, la Revolución no debe, entonces, su ser
más que al poder que tiene la razón de hacerse producir por su Otro, el
momento total del todo que ella constituye con él, es decir, tratán-dose
de la ley, por las costumbres, y, tratándose del gobierno, por el pueblo.
La Revolución considera su destino a través de las dos gran-des
problemáticas cuya solución pre-revolucionaria condenaba de an-
temano su empresa: la problemática, que es más nuclear en Montes-
quieu, de la ley y las costumbres (no se pueden cambiar las costum-bres
por las leyes), y la problemática, esencial para Rousseau, del pueblo y
de sus representantes (el pueblo está negado por sus repre-sentantes).
Es decir que, en la medida en que la Revolución considera la
realización de su filosofía práctica política nueva a través de la he-
rencia teórica de la filosofía de la historia anterior, debe considerar su
realidad como la de una imposibilidad, es decir, sorprenderse ella misma
de su simple existencia como milagro de la historia.
Los grandes actores revolucionarios lo repiten: la Revolución, o es
total o no es. Queriendo ser la negación radical del mundo existente,
ella se reconoce negada por él siempre y en todo lugar, y, por consi-
guiente, se siente empujada (o estimulada, incitada), incluso en su
deseo realista de prudente progresividad —interior y exterior—, a
afirmarse totalmente, en intensidad —y esto será el terror— y en ex-

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tensión —y esto será la guerra—. Robespierre lo repite sin cesar: "No


hay dos maneras de ser libre; hay que serlo enteramente o convertirse
en esclavo. El mínimo recurso dejado al despotismo restablecerá en-
seguida su poder" (/?, I, p. 164). Saint-Just, otro tanto: "Todo lo que no
es nuevo en un tiempo de innovación es pernicioso" (S/, II, p. 85), hasta
tal punto que "los que hacen revoluciones a medias no han hecho más
que cavarse su propia fosa" (ibid., I, p. 238): por eso, "no se hacen las
revoluciones a medias" (ibid., I, p. 414); es, pues, ser
contrarrevolucionario querer que la revolución termine cuando co-
mienza: "Diremos —exclama Saint-Just— que la revolución ha termi-
nado... pero la tiranía es una caña frágil que el viento dobla y que se
vuelve a levantar. ¿A qué llaman entonces la revolución? ¿a la caída del
trono o a la eliminación de los abusos? El orden moral es como el orden
físico: los abusos desaparecen un instante, igual que la hume-dad de la
tierra se evapora; los abusos vuelven a producirse ense-guida, del
mismo modo que la humedad vuelve a caer de las nubes. La revolución
comienza cuando el tirano termina" (S/, I, p. 398).
Puesto que la Revolución se considera total en extensión —de-
biendo garantizar la libertad de Europa, la de Francia (cfr. S/, I, p. 414)
— "el pueblo francés vota la libertad del mundo" (ibid., p. 456). Pero al
no poder prevalecer suficientemente la virtud del ejemplo con-tra la
opresión extranjera de los pueblos, aliada del despotismo inte-rior, la
Revolución manifiesta su defensa más activa (de sí misma) declarando a
sus enemigos exteriores una guerra, que sabe que tiende a favorecer,
dentro, a la tiranía real o militar, fuera, al progreso de las costumbres de
un pueblo libre que más bien lo retarda.
"A nadie le gustan los misioneros armados" —anuncia Robespierre
(/?, I, p. 237)—. Puesto que, como dice también "se puede ayudar a la
libertad, pero nunca fundarla por el empleo de una fuerza extraña" (/?,
II, p. 346), conviene esperar de manera realista que un pueblo
desarrolle en sí mismo la conciencia activa: "La declaración de los
derechos no es la luz del sol que ilumina en el mismo instante a todos
los hombres... Es más fácil escribirlo sobre el papel o grabarlo sobre el
bronce que restablecer en el corazón de los hombres sus sagrados
caracteres borrados por la ignorancia, por las pasiones y por el
despotismo" (R, I, p. 238). He aquí porqué, en la interacción que enlaza
el destino de la libertad en Francia y en el mundo, hay que po-ner el
acento sobre su afirmación interior directa, antes que intentar
reforzarla primero con la problemática negación de su negación exte-
rior: "Antes de que los efectos de nuestra revolución —escuchemos

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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.

de nuevo a Robespierre— se reflejen en las naciones extranjeras es


necesario que esté consolidada. Querer darles la libertad antes de
ha-berla conseguido nosotros mismos, es asegurar al mismo tiempo
nuestra servidumbre y la del mundo entero" (R> I, p. 237). En resu-
men, "para hacer la guerra de manera útil a los enemigos de fuera,
existe una medida general absolutamente indispensable: hacer la
gue-rra a los enemigos de dentro" (/?, I, p. 338)... El ser de la
Revolu-ción, como regeneración total del mundo, tiene lugar, pues,
en la in-tensificación interior de su actualización.
Es la totalidad de la vida humana la que debe ser revolucionada y la
legislación revolucionaria no debe solamente recaer sobre las institu-
ciones políticas, sino que también —puesto que la fuerza de las
diversas leyes reside en la totalidad que ellas forman en su
"espíritu"— debe reorganizar el estado civil, que ha permanecido
aristocrático —según Saint-Just (cfr. SJ, II, p. 240)— penetrar
igualmente según éste en "el orden de las finanzas" (SJ, III, pp. 726
ss) y "en todas las partes de la economía política" (ibid.). Del mismo
modo que debe ser total en cuanto a la regulación de todos los domi-
nios incluso de los más concretos, de la vida efectiva, la legislación debe
también abarcar a ésta en cada uno de ellos, es decir, concretarse de tal
manera que provoque en su seno una segunda naturaleza, la de las
instituciones, políticas, evidentemente, pero en primer lugar civi-les.
Tanto para Saint-Just como para Robespierre, "las leyes son la patria"
(SJ> I, p. 267), y "fuera de las leyes todo es estéril y sin vida" (ibid.y p.
419), pero su excelencia culmina en su sistematización o concreción
cuasi natural en el seno de las instituciones: "Hay dema-siadas leyes,
pocas instituciones", solamente el primero (S/, II, p. 502). Es decir, que
la virtud de la legislación revolucionaria consiste, en llevar a cabo de
manera natural la libertad bajo la forma de cos-tumbres, gracias a las
que cumple su propia finalidad; lo muestra, negativamente, la
precariedad que proporciona, en Francia, por ejem-plo y
principalmente, el hecho de que "la igualdad de los derechos sólo se
encuentra en la Constitución, y no en la opinión" (SJ, II, p.
63). Un ejemplo de esta obsesión revolucionaria es el grito de
Marat: "Las costumbres. Las costumbres. Cuando faltan, nada las
suple" (Ai, p. 69).
Sin embargo, esta determinación de las costumbres por la legisla-
ción sólo se puede considerar posible en tanto que las costumbres se
determinen a sí mismas por el intermediario de esa legislación. La ra-
zón sólo puede realizarse en tanto que la realidad se racionalice. Saint-

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Just expresa repetidas veces este deseo realista. Ya que la ley no


puede mejorar las costumbres más que tiranizándolas (cfr. SJ> I, p.
291), es necesario, cuando se trate de cosntituirla, "tomar al pueblo
tal como es" (ibid., p. 381) y, más en general, "no hay que hacer que
él se adapte a las leyes, es mejor hacer de manera que ellas le
conven-gan" (ibid.y p. 423); lo cual exige tener en cuenta el interés
—olvi-darlo es conocer los sinsabores de la política de tasación (cfr.
ibid., II, p. 509)— y saber bien que "el orden no viene como
resultado de los movimientos que imprime, que nada es regulado
mas que lo que se mueve por sí mismo y obecede a su propia
armonía, que la fuerza sólo debe poner a un lado lo que sea extraño
a esta armonía, que la fuerza sólo debe poner a un lado lo que sea
extraño a esta armonía (ibid.y I, p. 419). En resumen, se llega a ella
por la ley, pero "la li-bertad nos hace volver a la naturaleza" (S/, II,
p. 331), y "una repú-blica sólo puede basarse en la naturaleza y las
costumbres" (ibid.91, p. 230).
Una idea de la instauración revolucionaria como ésta, que hace re-
sidir la sabiduría en una interacción entre el querer legal de la libertad
y el devenir necesario de las costumbres en la que el segundo mo-mento
domina principalmente sobre el primero, se inscribe perfecta-mente en
la perspectiva no revolucionaria según la cual Montesquieu o Rousseau
aprehendían el devenir histórico. Una idea de la historia como ésta sólo
puede anticipar, en el pensador, al revolucionario que él quiere ser:
"para formar nuestras instituciones políticas, nos harían falta las
costumbres que ellas deben proporcionarnos algún día" —re-conoce
Robespierre (/?, II, p. 97), conducido incluso a considerar oscuramente
que "la situación de un pueblo es bastante crítica, cuando pasa
súbitamente de la servidumbre a la libertad, cuando sus costum-bres y
hábitos se encuentran en contradicción con los principios del nuevo
gobierno" (ibid.y pp. 385 ss)—. Desde este punto de vista los momentos
iniciales de la Revolución se ven particularmente amenaza-dos, pues el
pueblo todavía no tiene las costumbres que exige el sus-tituir, mediante
la Revolución, la ley a lo arbitrario, el orden al desor-den. Marat evoca
así a la "plebe desenfrenada" que, el 12 de julio de 1789, volvió de los
Campos Elíseos cantando y danzando, y que se esparció por el Palacio
Real para revolcarse por el fango (cfr. Af, pp.
211 ss). Saint-Just describe igual el 14 de julio: "el pueblo no tenía
costumbres pero estaba vivo. El amor a la libertad fue un arrebato, lo
cual manifiesta perfectamente la alegría que se experimentó entonces,
no por la retirada de las tropas sino por la conquista de una prisión: lo

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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.

que llevaba la marca de la esclavitud de la que se estaba saturado


afectaba más a la imaginación que lo que amenazaba la libertad
que no se tenía; este fue el triunfo de la servidumbre (SJ, I, p. 257).
Se comprende que, obsesionados por este círculo de las costum-bres
y de las leyes, de entrada mortal para su empresa, los revolucio-narios
hayan estado tentados de romperlo en y por la abstracción de la
violencia. Pero su voluntarismo que, exasperado por la lentitud y
precariedad —que favorecen las maquinaciones despóticas— de la
modificación legal de las costumbres, se confía a la urgencia de los
decretos terroristas, no puede entonces superar la contradicción, que
debilita, de su idea de la historia y de su querer revolucionario, que
considerando la historia revolucionaria como la historia que se
contradice, se niega, ella en sí misma. Pero tal pensamiento, ¿puede ser
verdaderamente un pensamiento, un pensamiento!
La idea revolucionaria de la revolución se encuentra de nuevo con
esta misma cuestión en tanto que enlaza el ser total de de aquélla con el
carácter total de su sujeto; la conducta terrorista requerida por la
revolución total del objeto, ¿no pone ya ella misma en cuestión el ca-
rácter total del sujeto de la instauración republicana que los revolucio-
narios consideran que sólo puede ser el pueblo? La "marcha natural
de las revoluciones" (R, I, p. 239) conduce, según Robespierre, gra-
dualmente al poder al pueblo, que, solo, puede llevarlas a cabo. El
pueblo, "Júpiter del Olimpo", capaz de "hacer volver a la nada a todos
sus enemigos" (D, p. 165), y cuyo interés es "el interés general" (R, I,
p. 169), es por eso mismo "el único apoyo de la libertad" (ibid.). Para
Robespierre, superando incluso a Rousseau en esta exaltación, "el
pueblo vale más que los individuos" (R, III, p. 193) que no se puede
corromper como no "se puede envenenar el océano" (ibid., I, p. 386);
por eso la libertad sólo ha podido ser establecida por la mul-titud "de
las personas honradas en revolución" (ibid., p. 381), y no por algunos
hombres grandes; el revolucionario no cree en "todos los hombres
grandes que son admirados en la fe de la historia" y llega
necesariamente "al punto de sospechar que los verdaderos héroes no
son los que triunfan..., sino aquellos cuyos nombres han sido sepul-
tados por la tiranía en la fosa donde ella los ha precipitado" (ibid., III,
p. 187).
Sin embargo,, el pueblo, cuya conciencia —la opinión pública—
constituye la fuerza soberana en el mundo, "el único poder que in-
funde en los depositarios fuerza y autoridad" (R, III, p. 192), debe ser
ilustrado en aquello. Rousseau, según Robespierre, ya "acertó al

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BERNARD BOURGEOIS

decir que el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve" (/?, I,
p. 252); puesto que "sus movimientos parciales y violentos a me-nudo
no son más que crisis mortales", mientras que "es necesario un
proyecto y jefes para ejecutar una gran empresa" (/?, II, p. 34), la
energía popular debe dejarse guiar por la razón de amigos ilustrados
del pueblo. Desde el origen de la revolución —apunta Saint-Just—
"todo se abría perdido si las luces y la ambición de algunos no hubie-
ran dirigido el incendio que ya no podía apagarse" (S/, I, p. 258). Para
sus pensadores, la gran revolución sólo puede reposar, pues, sobre la
interacción del pueblo y de sus representantes, de la energía
revolucionaria de aquél y de la razón organizadora de éstos.
En esta interacción, que se resume entonces tomando los términos
que tanto gustan a Saint-Just en la del "espíritu público", que procede
del entendimiento y de las "luces" y la "conciencia pública", que "se
compone de la inclinación del pueblo hacia el bien general" (S/, II, p.
374) , es seguramente la conciencia pública, es decir, la espontaneidad
popular, la que debe ser, por el éxito de la revolución, el agente prin-
cipal: "Honrad el espíritu, pero apoyaos sobre el corazón. La libertad
no es un enredo de palacio; es la rigidez para con el mal, es la justicia y
la amistad" (ibid., pp. 374-375). Aquí, la inspiración es claramente
rousseauniana. Sin embargo, el pensador revolucionario se diferencia
de Rousseau en que debe, forzado —profesionalmente en cierta ma-
nera— por la historia efectiva —puesto que la revolución republicana
ha sido llevada a cabo por un gran pueblo— afirmar la necesidad de la
representación de ese pueblo, considerada en realidad como imposible
por el autor del Contrato social.
Pero la misma necesidad histórica hace que se invierta, en el trans-
curso de la Revolución, la sumisión ideal de los representantes al
pueblo, mediante la confiscación real de la soberanía popular por parte
de esos representantes que se erigen en facciones. Este destino, que —
según Napoleón— iba a hacer de los mismos Robespierre, Danton,
Marat, "los primeros de una aristocracia terrible" —pues, "en todas
las sociedades, hay una aristocracia necesaria" y "hacer una
constitución en un país que no tuviera ningún tipo de aristocracia sería
como intentar navegar en un solo elemento", lo que hace que "la
Revolución francesa haya emprendido un problema tan insoluble como
el de la dirección de los globos" (NAPOLEÓN, Vues politiques (de)y
París, Fayard, 1939, pp. 183-184), los pensadores revolucio-narios
debían reconocer perfectamente el principio de este destino también en
el fondo de ellos mismos, a pesar de su negación, pues

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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.

¿de dónde hubiera podido haberles venido la universalidad de su


con-vicción que sospechaba de la tentación facciosa, es decir
propiamente aristocrática?
Si, para Robespierre, Rousseau acertó al decir que el pueblo
quiere siempre el bien pero no siempre lo ve, sin embargo hay que
añadir que "los mandatarios del pueblo ven a menudo el bien...,
pero no siempre lo quieren..., porque se forman un interés separado
del in-terés del pueblo, y porque quieren siempre dirigir la
autoridad que él les confía hacia el provecho de su orgullo" (R> I, p.
252). En reali-dad, el revolucionario piensa que, más bien siempre,
estos mandata-rios sólo buscan este bien.
Escuchemos a Marat: "Existe una verdad eterna de la que es
importante convencer a los hombres: que el enemigo más mortal que
los pueblos han de temer es el gobierno" (Ai, p. 74). Saint-Just: "Un
pueblo no tiene más que un enemigo peligroso, es su gobierno —el
gobierno es una conjuración perpetua contra el orden presente de las
cosas—" (S/, II, pp. 76-77). Y Robespierre: "Repasen la historia de las
naciones, verán por todas partes al gobierno devorando la sobera-nía.
La enfermedad mortal del cuerpo político no es la anarquía, sino la
tiranía; si el pueblo recobra, por unos momentos, su independencia, no
es más que en unas coyunturas extraordinarias en las que por fin es
despertado por el exceso de la opresión. La causa de estos peligros y de
estos desórdenes está en la naturaleza misma de las cosas y en el
corazón humano" (/?, II, p. 92-93). Si —utilizando los términos del
mismo Robespierre— "la obra maestra de la razón humana" es enton-
ces "dar al gobierno la energía necesaria para someter a los individuos
al imperio de la voluntad general y sin embargo impedir que pueda
abusar de ella" (/?, II, p. 93), "la naturaleza misma de las cosas", es
decir, la historia en su necesidad ordinaria, parece imposibilitarla y
esto, porque los dos factores del progreso histórico, la energía revo-
lucionaria del pueblo y las luces de sus representantes, se combinan de
manera fatal para impedir la propia reunión, que, sin embargo es la
única que puede coronar revolucionariamente la historia.
En efecto, en el factor subordinado según la verdad revolucionaria, el
"espíritu" se niega a la "conciencia" y se consagra a la "intriga", esa otra
"reina del mundo" (/?, I, p. 353), que tiende a prevalecer sobre la opinión
pública, por eso, en el factor mismo en el que el pensamiento
revolucionario pone el fundamento de la historia, a saber el pueblo mismo,
la "conciencia" niega naturalmente al "espíritu". El "amigo del pueblo" lo
afirma claramente en Marat: "la masa del pueblo... carece y

21
BERNARD BOURGEOIS

carecerá siempre de sagacidad para descubrir las trampas de sus ene-


migos, y... las discusiones políticas han estado siempre, están y esta-
rán siempre fuera de su alcance" (Ai, p. 269). El hombre mismo, que
más que simple defensor del pueblo, se considera "del pueblo" (/?, I,
p. 250), deplora, en Robespierre, "la ignorancia, los prejuicios, la
imbécil credulidad" (ibid., p. 353) por la que el poder que podría re-
volucionar la historia permite su marcha ordinaria, despótica.
Por eso mismo, el pensamiento revolucionario de la Revolución está
abocado a considerar como históricamente imposible la realiza-ción del
sujeto total —fuerte e ilustrado— aunque considerado como único
capaz de hacer la revolución. En efecto, la fuerza a la que la re-
volución puede deber su realidad es la del pueblo, ese momento total
del todo que, en cuanto tal, el pueblo está llamado a constituir con los
individuos que cultivan la razón, para hacer de él el sujeto mismo re-
querido por esta Revolución. Ahora bien, esta fuerza no es solamente
considerada por el revolucionario como incapaz por sí misma de ha-
cerse una razón como ésta, que se revelaría entonces principalmente
universal —el espíritu de un pueblo—, es decir, asegurar de manera
necesaria el éxito de un suceso que está desde ese momento afectado
por una contingencia absoluta; él considera, más aún, esta fuerza,
como dejándose naturalmente subyugar por la razón misma conce-
bida, en su existencia humana, como fundamentalmente individual por
su origen e individualista-egoísta por su fin, en otras palabras, como
debiendo necesariamente asegurar el fracaso mismo de la Re-volución.

El voluntarismo revolucionario no puede entonces afirmar el hecho


de la Revolución —esta imposibilidad real— mas que tratándose, no
solamente en su contenido, sino en primer lugar en su existencia
misma, de un prodigio o de un milagro. En la Revolución, la historia es
más que la historia, la razón supera a la razón: pues la reconcilia-ción,
que se encuentra necesariamente operada en ella, entre la
universalidad del sujeto popular de la primera y la determinación in-
dividual de la segunda, actualiza una razón universal que niega el ser
unilateral según el cual una y otra tienen su sentido fijado en el pen-
samiento de los herederos revolucionarios del racionalismo indivi-
dualista del siglo XVIII. Pero el humanismo revolucionario no puede
—como tal racionalismo, basta con que no lo quiera en tanto que vo-
luntarista— verdaderamente considerar la Revolución como puesta en
marcha determinada por una razón universal. Esto exigiría, en efecto,
su inserción, en un momento dado, en una historia cuyo conocimiento

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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.

excedería —teóricamente— a una racionalidad demasiado


humana, y cuyo reconocimiento excedería —prácticamente— a la
impaciencia de un querer sobrehumano.
Por eso el pensamiento revolucionario de la revolución no puede ir
más allá de la simple universalizaciónformal de la razón que actúa en
ella. El voluntarismo humano de la libertad se justifica de este modo
absolutamente —en contra del pensamiento determinado de su
imposibilidad histórica— absolutizando su intención en la idea en sí
misma indeterminada de una necesidad divina o quasi divina que saca
su contenido de la simple inversión del contenido precario de la em-
presa revolucionaria, pero no actualiza también su forma tutelar más
que por el impulso de la decisión que debe reactivar a ésta sin cesar.
Desde Siéyes incluso hasta Saint-Just, se invoca, en beneficio de una
revolución tan consciente de su propia debilidad, "a la fuerza de las
cosas". Para el primero, "esta fuerza de las cosas... domina en el orden
de lo político como la ley de la gravedad en el orden físico" (SlEYES,
citado en: PASTD, P., Siéyes et sapensée, París, Hachette, 1939, p. 209).
En cuanto a Saint-Just, él lo anuncia, desde su ensayo de 1791: Esprit
de la Révolution et de la Constitution de France, como "el destino, que es
el espíritu de la locura y de la sabiduría, y se hace sitio a través de los
hombres y conduce todo a su fin" (S/, I, p. 250). Se comprende que,
pensando en esta fuerza de las cosas, haya podido hablar de "la
admirable Historia Universal" de Bossuet (S/, I, p. 305). Pues, cuando
dice: "La fuerza de las cosas no conduce quizás a resultados en los que
no habíamos pensado" (S/, II, p. 238), designa claramente la astucia por
la que ella ha hecho afirmar la Revolución a través de su negación pre o
contra-revolucionaria: "Cuando nuestros padres alteraban la
monarquía colmando a la Iglesia de bienes, no sa-bían preparar la
libertad" (S/, I, p. 327-328); Condorcet observa también que la
Revolución que arrastra todo hace girar en su favor to-das las
tentativas dirigidas contra sus progresos y sus excesos (cfr. Mémoires de
Condorcet..., op. cit.y t. 2, p. 188). El pesimismo hu-mano se alimentaba,
en el teórico de la Revolución, de la constatación de que las costumbres
requeridas por las leyes revolucionarias estaban en contradicción con
las de sus autores obligados; la anulación —mi-lagrosa— de esta
contradicción alimenta tanto más en él el optimismo transcendente de
esta otra constatación: "lo que más sorprende en esta revolución, es
que se ha hecho una república con vicios" (SJ, I, p. 380).

Si "en el mundo, por muy confuso que parezca, se observa siem-

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BERNARD BOURGEOIS

pre un deseo de perfección" (S/, I, p. 339), este deseo es en primer


lugar, para Saint-Just, el del perfeccionamiento o cumplimiento mismo
de lo que los revolucionarios, en su ingenuidad o su impoten-cia,
fracasan a menudo en establecer. Hay —dice él— un "genio protector
del pueblo francés", por el que "todos los complots han fra-casado"
(S/, I, p. 27). Y, en el mismo sentido, Robespierre evoca varias veces al
"Ser eterno que influye esencialmente sobre el destino de las naciones,
que me parece que vela de una manera particular so-bre la revolución
francesa" (/?, I, p. 303), o "la Providencia que — asegura más todavía
—, cuida siempre de nosotros mucho mejor que nuestra propia
sabiduría (/?, II, p. 11)... Sin embargo, tal auto-fundación y
justificación teórica de la política revolucionaria no es mas que una
divinizaciónformal de su voluntarismo, así más bien inmediatamente
absolutizada, en su idealismo mismo, que moderada de manera realista
por una inserción relativizante de él mismo en el seno de una
determinación absoluta de la historia.
En efecto, no solamente la referencia "teológica" no borra el inter-
vencionismo político —"el pueblo francés está para algo en la revolu-
ción" asegura Robespierre (/?, I, p. 307)—, sino que la invocación de la
realidad divina no hace más que absolutizar la frágil posibilidad
humana, el fatalismo de la necesidad consagra la audacia de la liber-
tad. También ésta debe afirmarse absolutamente a sí misma. Sin duda,
declara Saint-Just, "detenemos en vano la insurrección del espíritu
humano, ella devorará a la tiranía —prosigue— todo depende de
nuestro ejemplo y de la firmeza de nuestras máximas" (S/, II, p. 232).
El exhorta: "Atreveos. Esta palabra contiene toda la política de nuestra
revolución" (ibid., p. 240). El optimismo revolucionario es radicalmente
práctico, y, para él, la revolución se fortalece incluso con los riesgos que
corre: "Los que hacen las revoluciones se parecen al navegante
primerizo instruido por su audacia" (S/, II, p. 274). En resumen, el
destino revolucionario tiene como contenido el heroísmo. La revolución
francesa, ¿no se celebra gustosamente a través de la fi-gura de Hércules
llevando el mundo (cfr. /?, II, p. 62)? "Una revolu-ción —insiste Saint-
Just— es una empresa heroica, cuyos autores se mueven entre los
peligros y la inmortalidad" (S/, II, p. 307). La me-ritoria libertad de un
heroísmo tal no queda disminuida de ninguna manera por haber sido
consagrada por el destino, pues esta consagra-ción expresa que la
necesidad pone la libertad sin negarla, es decir, la favorece sin
encadenarla, pero dejándole todo su peso, el gesto deci-sivo de los
héroes de la historia: Robespierre habla de "esas ocasiones

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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.

únicas en la historia de las revoluciones, que la Providencia presenta a


los hombres, y que no pueden despreciar impunemente" (R, I, p. 268).
Lo que significa que tal Providencia, tal destino, tal necesidad —cuyo
poder no tiene terreno propio, no actualiza en la historia una sabiduría
o una razón universal distinta del espíritu revolucionario— no actualiza
tampoco una ley inmanente a éste, que hace escapar a sí misma su
libertad, sino que designa simplemente como absoluta la situación de
disponibilidad incierta vivida por el voluntarismo: "Yo llamo
Providencia —declara Robespierre— a lo que otros preferirían llamar
azar" (R, I, p. 306). Y llamar Providencia a tal azar traduce solamente
la confianza en sí optimisma del voluntarismo revoluciona-rio: "la
palabra Providencia —añade así Robespierre— se adapta me-jor a mis
sentimientos" (Ibid.).
Así, cuando lafilosofíapolítica revolucionaria parece superarse
en una "filosofía" de la historia que debe permitirle pensar en la
posibili-dad de la realidad de la Revolución, se contenta con
repetir en una "teología" formal del voluntarismo práctico —que,
haciéndole tomar el lugar del absoluto no hace más que
absolutizarla— la contradicción que lo impide ser realmente un
pensamiento, es decir, un pensamiento de la revolución.
El heroísmo revolucionario no puede, pues, dar razón de sí
mismo, más que en un pensamiento heroico también, que asuma
vo-luntariamente la co-presencia en él, en su tensión, del
voluntarismo exaltado que define su política filosofante, y del
pesimismo latente que impregna su "filosofía de la historia".
La constitución de un pensamiento de la revolución se operará en el
paso de esta yuxtaposición conflictual de una filosofía política —
práctica— forjada en el hecho revolucionario, y de unafilosofía—te-
órica— de la historia política, en gran parte heredada del período pre-
revolucionario, a su verdadera determinación recíproca. Una filosofía
no podrá ser en sí misma verdaderamente una filosofía de la re-
volución más que si se constituye principalmente a través de esta de-
terminación recíproca del reconocimiento de la importancia de la re-
volución y del conocimiento del sentido de la historia. Y esta determi-
nación recíproca de la afirmación práctica de la libertad y de la afirma-
ción teórica de la necesidad implicaré el rechazo de la diferencia gene-
ral, multiforme, de la razón y de la realidad, es decir, hegelianicemos,
del entendimiento separador. Seguramente, el pensamiento revolu-
cionario de la Revolución no quiere ser un puro pensamiento de en-
tendimiento: como lo hemos señalado, limita, práctica y teóricamente,

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BERNARD BOURGEOIS

la intervención del entendimiento (de la abstracción, de la "filosofía",


del "espíritu"...), sino que esta limitación incluso obedece todavía
como tal, al principio del entendimiento, el cual es, en el fondo, en sí,
el ordenador del pensamiento revolucionario, de la misma forma que
la presentaráfrecuentementepara criticarla el pensamiento para o
post-revolucionario. La elaboración, en ésta, de una filosofía que
quiera ser, en su racionalidad más concreta, y en toda la variedad de
su apreciación, una filosofía de la revolución, no marcará quizá la
gran revolución de la filosofía moderna —1781 precede a 1789—, sino
que constituirá sin embargo, en el interior de la filosofía ya revolucio-
nada, una revolución que no habrá sido en sí misma posible más que
por la recepción pensante, como de un momento decisivo de la histo-
ria, de la Revolución francesa.

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