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Bernard Bourgeois, La Filosofía Revolucionaria de La Revolución
Bernard Bourgeois, La Filosofía Revolucionaria de La Revolución
DE LA REVOLUCIÓN
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LA FILOSOFÍA REVOLUCIONARIA DE LA REVOLUCIÓN.
casmo de un Marat que denuncia "el hábil plagiario que tuvo el arte de
poseer el espíritu de todos sus antecesores y que no mostró originali-dad
más que en la sutileza de sus adulaciones", "el escritor escanda-loso que
pervirtió a la juventud por las lecciones de una falsa filosofía y cuyo
corazón fue el trono, de todas las pasiones que degradan la naturaleza"
(MARAT, Oeuvres, éd. A. Vermorel, citado: M, París, 1869, p. 165).
Conocemos también la denuncia por parte de Robes-pierre de los
Enciclopedistas, esta secta servil de declamadores "pro-tegidos por los
déspotas" (ROBESPIERRE, Oeuvres, éd. Laponneraye, citado: /?, París,
1840, t. III, p. 627), y cuyos continuadores —como Condorcet— se han
deshonrado durante la Revolución (cfr. ibid.9 p.
629) pero, se sabe, Montesquieu, cuya obra exalta el mismo Marat,
es aclamado hasta en los periódicos revolucionarios: la Cronique de
Pa-rís publica así, en mayo de 1793, una serie de artículos
titulados: "Montesquieu républicain" (cfr. Aulard, A., Histoire
politique; op. cit.y p. 9, n. I). Y conocemos también, sobre todo el
culto revolucio-nario de Rousseau, "el amigo sublime y verdadero
de la humanidad" (/?, I, p. 395), el "preceptor del género humano"
(#, III, p. 628), que tanto contribuyó a "regenerar" la patria en la
"gran Revolución" (/?, I, p. 174)...
Hemos subrayado suficientemente la recuperación por los
activos teóricos de ésta, de los principios difundidos por los
"Philosophes" del s. XVIII, y esto es una amalgama a menudo poco
crítica, yuxta-poniendo, por ejemplo, el individualismo normativo
de Rousseau y el realismo del todo social que dirige la exploración
del espíritu de las leyes...
Lo cual no quiere decir que la filosofía revolucionaria se libere
también ella misma de la filosofía de sus precursores reivindicados.
Desde luego en su contenido, y podríamos enumerar aquí las reservas
que incluso un Robespierre y un Saint-Just oponen a tal o tal tema
rousseauniano, a veces importante. Bien se trate para ello de afirmar
contra Rousseau la posibilidad del sistema representativo, puesto que
la gran Revolución republicana ya se ha hecho o porque la Revolución
se ha hecho con una innovación moral absoluta, la nulidad de una
voluntad general cuya soberanía no sería la del contenido racional su-
pra-empírico del bien (cfr. SAINT-JUST, Oeuvres completes éd. Vellay,
C, citado: S/, París, 1908, t. I, pp. 342-343)... Pero, en primer lugar, en
cuanto a su forma misma. La filosofía revolucionaria asigna la
realización del objetivo práctico que la filosofía pre-revolu-cionaria ha
contribuido, a pesar de su propia intención, a preparar, a
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nario se piensa así como algo más que la pura repetición reflexiva de
una simple aplicación revolucionaria de un pensamiento anterior, la
de los "Filósofos del siglo XVIII". Los revolucionarios franceses
consi-deran, en efecto, la revolución como un advenimiento
absoluto, que hace estallar esa historia en la que los pensadores pre-
revolucionarios no habían podido razonablemente comprenderla (o
incluirla). Al ha-blar de la teoría del gobierno revolucionario,
Robespierre lo declara "tan nuevo como la revolución que lo ha
ocasionado" e imposible de encontrar en "los libros de los escritores
políticos, que no han pre-visto esta revolución" (/?, III, p. 512).
La Revolución comienza así, según Siéyes, dentro del rechazo de los
"filósofos —como Montesquieu y Rousseau— demasiado some-tidos al
pasado, y que se esfuerzan por "combinar ideas serviles siempre de
acuerdo con los acontecimientos" mientras que "la sana política no es la
ciencia de lo que es, sino de lo que debe ser" (SlEYES, nota íntima,
citado en: AULARD, F. A., Les orateurs.., op. cit., p. 409). Del mismo
modo que se ha podido considerar la revolu-ción a partir y en el seno de
la historia, ella se considera a sí misma como la negación de la historia
hasta entonces pensada, —no tanto como una revolución en la historia,
sino como la revolución de la historia misma y de su pensamiento—. Si
el filósofo Condorcet, atento a la progresividad del desarrollo del
espíritu humano, no ve en la empresa de 1789 más que "una de las
grandes (lo subrayamos) re-voluciones de la especie humana", que se
trata por consiguiente, de aclarar por "el cuadro de las revoluciones que
le han precedido y la han preparado (CONDORCET, Esquisse d'un
tableau historique des progrés de l'esprit humain ed. Belaval, París,
Vrin, 1970, p. 12), no por eso considera menos importante el alcance,
como mucho más grande que el de las revoluciones anteriores, entre
otras, la revolución americana, que quiso ser solamente política y fue
reconocida, para su suerte como puramente local (cfr. ib id. pp. 171-
172). Pero los pensadores que siguen a Montaigne distinguen
absolutamente la Re-volución francesa como "la más bella de las
revoluciones que haya podido honrar a la humanidad", "la única que ha
tenido un objeto digno del hombre, el de formar de una vez sociedades
políticas sobre los principios inmortales de la igualdad, de la justicia, y
de la razón" (/?, II, p. 77). Esta revolución no supera únicamente a la
revolución inglesa —fundada sobre el fanatismo religioso inhumano y
no sobre la filosofía del derecho y de la felicidad de los hombres (/?. II,
p. 220) — y a la revolución americana, cuyo principio —la aristocracia
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decir que el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve" (/?, I,
p. 252); puesto que "sus movimientos parciales y violentos a me-nudo
no son más que crisis mortales", mientras que "es necesario un
proyecto y jefes para ejecutar una gran empresa" (/?, II, p. 34), la
energía popular debe dejarse guiar por la razón de amigos ilustrados
del pueblo. Desde el origen de la revolución —apunta Saint-Just—
"todo se abría perdido si las luces y la ambición de algunos no hubie-
ran dirigido el incendio que ya no podía apagarse" (S/, I, p. 258). Para
sus pensadores, la gran revolución sólo puede reposar, pues, sobre la
interacción del pueblo y de sus representantes, de la energía
revolucionaria de aquél y de la razón organizadora de éstos.
En esta interacción, que se resume entonces tomando los términos
que tanto gustan a Saint-Just en la del "espíritu público", que procede
del entendimiento y de las "luces" y la "conciencia pública", que "se
compone de la inclinación del pueblo hacia el bien general" (S/, II, p.
374) , es seguramente la conciencia pública, es decir, la espontaneidad
popular, la que debe ser, por el éxito de la revolución, el agente prin-
cipal: "Honrad el espíritu, pero apoyaos sobre el corazón. La libertad
no es un enredo de palacio; es la rigidez para con el mal, es la justicia y
la amistad" (ibid., pp. 374-375). Aquí, la inspiración es claramente
rousseauniana. Sin embargo, el pensador revolucionario se diferencia
de Rousseau en que debe, forzado —profesionalmente en cierta ma-
nera— por la historia efectiva —puesto que la revolución republicana
ha sido llevada a cabo por un gran pueblo— afirmar la necesidad de la
representación de ese pueblo, considerada en realidad como imposible
por el autor del Contrato social.
Pero la misma necesidad histórica hace que se invierta, en el trans-
curso de la Revolución, la sumisión ideal de los representantes al
pueblo, mediante la confiscación real de la soberanía popular por parte
de esos representantes que se erigen en facciones. Este destino, que —
según Napoleón— iba a hacer de los mismos Robespierre, Danton,
Marat, "los primeros de una aristocracia terrible" —pues, "en todas
las sociedades, hay una aristocracia necesaria" y "hacer una
constitución en un país que no tuviera ningún tipo de aristocracia sería
como intentar navegar en un solo elemento", lo que hace que "la
Revolución francesa haya emprendido un problema tan insoluble como
el de la dirección de los globos" (NAPOLEÓN, Vues politiques (de)y
París, Fayard, 1939, pp. 183-184), los pensadores revolucio-narios
debían reconocer perfectamente el principio de este destino también en
el fondo de ellos mismos, a pesar de su negación, pues
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