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Guaguancó

Trasatlántico a Dos Voces


Teresa Dovalpage

Se perdió el North Star, dicen. Se desapareció a medio camino entre Miami y


Barcelona como si fuera una balsa de bambú, pero era un trasatlántico de cien
mil toneladas, con capacidad para cuatro mil pasajeros y dos mil tripulantes.

Una ciudad flotante, tan enorme que un barrio de la Habana Vieja podía caber

allí y hasta sobraba espacio.

Nadie se lo puede explicar. Es un misterio ultramarino que tiene a los

expertos rascándose el cráneo y haciendo conjeturas. Conjeturas que van

desde un posible secuestro por parte de los alienígenas hasta una traslación del

Triángulo de las Bermudas al medio del Atlántico.

Caballeros, que algo así no se da todos los días. Dicen que no lo localizan

ni los radares ni los sonares ni los aviones que llevan dos semanas peinando el

océano en busca del navío perdido. Como les decía, todo el mundo tiene su

teoría: que si los extraterrestres se lo llevaron para Marte, que si una ola
gigante lo hundió, que si una horda de tiburones hambrientos y sangrientos lo

volcó.

En cuanto a mi hermana Yamila, no deja de llorar a su querindango, un tal


Peter Estrella, que se le perdió en el naufragio, el secuestro espacial o lo que

sea. Y hasta tiene su propia hipótesis de lo que pudo haber pasado. Yo no digo
ni fu ni fa, que los tiempos no están para darle a la lengua por gusto.

Yamila: el Alain Delon de Buenavista

Hagamos un poco de historia, a fin de poner las cosas en claro: cuando

vivíamos en La Habana, en los años ochenta, Peter Estrella en realidad se

llamaba Pedro Pérez —Pedrito en su casa, para su madre y su señora abuela, y

Peter para todos los demás. El mote de “Estrella” se lo habían puesto en la

escuela primaria porque desde niño soñaba con el escenario, dicen. Quería ser

un cantante de nombre y fama, enajenar al público y tener un millón de fans

loquitos por su voz.

Nos conocimos en la secundaria Mártires de la Retaguardia, donde todas

las muchachas estaban enamoradas de él porque se parecía muchísimo a Alain


Delon. Yo tenía un póster del francés colgado encima de la cama, un póster

que todas mis amigas envidiaban, y veía esa cara de gloria y esos ojazos

verdes cada día a la hora de levantarme y cada noche antes de irme a acostar.

A veces, por la madrugada, cuando me metía los dedos entre las piernas y
jadeaba bajito, con cuidado para no despertar a mi hermana, que dormía en la

cama de al lado, los rasgos de Delon se difuminaban a la luz de un farol de la


calle y se mezclaban con los de Peter Estrella. Entonces era él quien me decía
mami, cosita rica, me gustas mucho, como me susurró en la realidad más de

una vez.

El que me susurró fue Peter, claro. ¿Cómo iba a ser Delon?


A mi hermana no le gustaba ninguno de los dos. Ella es del otro lado y tres
cuadras más allá, así que lo que quería era parecerse al francés. Una tarde la

sorprendí haciendo morisquetas frente al espejo y mirando la foto de reojo, a


ver si le copiaba la expresión de macho sabrosón.

Volviendo a Peter, lo cierto era que de joven tenía muy buena voz y un

repertorio de canciones de presidiarios, que eran las más populares en la

secundaria, supongo que porque allí se nos colaban estudiantes que eran
metralla pura —gente de Buenavista y de los barrios adyacentes.

No, yo no, yo soy de Miramar, no se confundan. Miramar, para los no

enterados, ha sido, desde que se colocó la primera piedra de la primera casa, el

barrio más chic de La Habana: primero de la burguesía y después de los

militares. Y siempre de lo que han tenido, por un motivo o por el otro, la

sartén por el mango. Buenavista, en cambio, es el barrio de la pobretería,


donde se hacinan los desheredados de la fortuna, los que portan navaja para

hacerse de fortunas ajenas en cuantito se les presenta la ocasión.

Buenavista fue la cuna de un montón de canciones que se convertirían más

tarde en hits de cárceles. Me acuerdo de un guaguancó que empezaba así:


“Anabaná, el asilo de Torrens fue la escuela de mi vida, allí aprendí que era

mentira la palabra amigo fiel.”

La tonada es viejísima. Vaya usted a saber cómo esos muchachos, que eran
adolescentes en los ochenta, sabían canciones de facinerosos compuestas en el
año del caldo, cuando existía el asilo de Torrens. Vaya usted a saber.

Únicamente que los facinerosos y los presidiaros fueran parientes suyos, tíos,
abuelos o hasta los mismos padres. Pues Peter, que era de la crema y nata de
Buenavista, se lucía en los camiones de la escuela al campo cantando Anabaná

y tocando el tambor en un cajón vacío.

A mí me tenía fascinada, tanto que me acosté con él a los quince años,

siendo muy señorita por los cuatro costados. Esto yo lo cuento en confianza,
aunque a estas alturas ya a nadie le importa a quién le di la tota por primera

vez o a quién dejé de dársela. Fue en una escuela al campo allá en Pinar del

Río, donde trabajábamos juntos en una casa de tabaco: allí se guardaban las
hojas antes de ensartarlas para ponerlas a secar. Todavía hoy paso por un lugar

donde venden tabaco, se me mete el olor por las narices y por asociación de

olores vuelvo a sentir el pene duro, fragante y cabezudo de Peter en las

entretelas de la vagina. Me gustaba, cuando estábamos solos, recostarme en su

pecho y tocarle los collares de cuentas blanquiazules de Yemayá, que no se

quitaba ni para dormir. Porque eso sí, el Estrella era santero a machamartillo y

devotísimo de sus orishas.

—Mis guerreros son Yemayá y Changó —decía.

Lo de Changó no tiene nada de particular porque casi todos los santeros

cubanos dicen que son sus hijos, para hacerse los súper machos. Changó, en la
mitología grecolatina, es Zeus, con rayos y todo, preñador de cuanta diosa o

mortal se le ponga a imprudente distancia de su bragueta. Pero cuidadito con


él, porque si bien en su encarnación africana es macho, varón y masculino con
cinco estrellas de testosterona, en su equivalente apostólico y romano es Santa

Bárbara, una santa a quien el penúltimo Papa desalojó de los altares. A ver qué
se puede pensar de un tipo que por un lado presume de virilidad y que por otro

lado porta un útero. ¡A ver!


En cuanto a Yemayá, el Estrella era tan, pero tan devoto de ella, que hasta
tenía su nombre y un barquito tatuados en el antebrazo derecho. ¡Las veces

que besé, abracé y hasta chupé esos músculos marcados de tinta, ah!

Su devoción por esta orisha tiene más miga, y tiene que ver también con el
brete del North Star, pues Yemayá es la diosa de los mares. Es además el

equivalente africano de Anfitrite. (Sí, señores, yo soy graduada de Historia del

Arte, por eso hago estas alusiones, aunque tenga que traerlas por los pelos. Y
cuál es el problema, ¿eh?) Poniéndonos la chancleta, Yemayá viene a ser

también la Virgen de Regla pues cada orisha africano tiene su contrapartida

católica. ¿Se van enterando?

Yania: La Santería, Los Católicos y la Virgen en Bicicleta

No sé cómo mi hermana, con todo lo leída y escribida que es, pierde el

tiempo con esas tonterías. Yo no tengo un título en arte, ni falta que me hace,
pero el sentido común (que es el menos común de todos los sentidos) me dice

que la Santería es una ensalada de creencias que se contradicen unas a las

otras. Un católico seguidor del dogma ¿cómo va a aceptar que le mezclen sus

santos, sus vírgenes y mártires, con dioses africanos que no han pasado por los

mínimos requisitos para la canonización? ¡Herejía! Si Torquemada oye eso,

los manda a la hoguera antes de que puedan decir “amén Changó.”

Por otro lado, si a un nigeriano de pura cepa le preguntan qué piensa de

juntar sus divinidades ancestrales con las de los colonizadores que los sacaron

del África en cadenas para tirarlos de cabeza en la esclavitud en el otro lado

del mundo, lo más probable es que tampoco le haga gracia el asunto, ¿no?

Pero no nos vamos a meter en esas honduras teológicas, no sea que


vayamos a parar a donde dicen que está el North Star.

Yamila: Un Romance de Campamento

Con Peter tuve un romance de escuela al campo. Flor de un día, o hierba

silvestre de cuarenta y cinco días, que era lo que duraban nuestras estancias en
Pinar del Río, ensartando hojas de tabaco en unos palos que llamaban cujes.

Eran seis semanas fuera de la civilización, lejos de la supervisión de padres,

abuelos, tíos y responsables de vigilancia del Comité de Defensa de la

Revolución. A solas con amigos y enemigos, sin nadie más que los maestros

para cuidarnos el trasero. Y los maestros, que eran pocos años mayores que

nosotros, resultaban ser los primeros en meterse a hurgar en nuestros traseros

o en pedir que les hurgáramos en los suyos. Así era.

Dicen que ya no existen las escuelas al campo, pero mi generación bien que

las aprovechó. Me atrevo a decir que el setenta por ciento de las muchachas (y

de los muchachos también) perdió la virginidad en una de esas temporadas en


las que nos dejaban como los perros jíbaros: sueltos y sin vacunar.

Cuando Peter y yo nos pusimos a romancear éramos unos culisucios, pero

nos creíamos ya hombres y mujeres. Yo estaba empezando a desarrollar, tenía


un asomo de téticas, y él se afeitaba con aquellas cuchillas Astra, horribles y

sin filo, que le dejaban la cara como si se la hubieran tasajeado. Cursábamos el


noveno grado así que tendríamos entre catorce y quince años. A esa edad,

entre las hormonas revueltas y el desmadre que se formaba en los


campamentos, había que ser de mármol (o estar más feo que un carro por
debajo) para no darse un achuchón con alguien en cuanto se presentara la
oportunidad.

Mi hermana, ahí donde ustedes la ven, también hizo de las suyas en una

casa de tabaco. Pero ésa es su historia, no la mía o la de Peter. Que la cuente


ella algún día, si la quiere contar.

Ahora, al grano.

Granos fueron los que me salieron en la cara, y en la espalda también, por

una alergia que me provocaron las matas del potrero donde me revolcaba con

Peter. Cada pareja tenía sus escondites favoritos, y a nosotros nos gustaba

encontrarnos en un terreno abandonado que quedaba a una cuadra del

campamento, a donde podíamos regresar corriendo en caso de necesidad. El

potrero estaba cubierto de verdolaga, curujeyes y una porción de malas hierbas

que nunca supe cómo se llamaban y que nos tapaban completos cuando nos

tirábamos en la tierra. La tierra, por su lado, estaba sembrada de piedras,


ramas secas y bichos que se nos metían por los sitios menos deseables. A

veces olía a podrido; otras, a mierda de los animales salvajes que merodeaban

por allá.

Ah, pero yo lo aguantaba todo y ni se me ocurría protestar. Cerraba ojos y


narices a los inconvenientes y daba las molestias por bien empleadas, pues mi

flamante novio tenía una verga enhiesta como el asta de una bandera, tan
orgullosa y empingorotada que había que saludarla con respeto y hasta decirle
usted. Lo mejor de aquellos encuentros eran las bofetadas con las que Peter me

obsequiaba al comienzo y al final de cada sesión. No porque yo no quisiera ir


con él, que bastante que le rogaba para que me llevase a los matorrales, sino
por puro gusto, de gratis. Por amor al dolor.

Ahora me avergüenza menos confesarlo, pero en aquellos tiempos habría

dejado que me quemaran en un auto de fe antes de abrir la boca. Ni mi

hermana supo que lo más me atraía del Estrella, luego de probar el mantecado,
era su forma de tratarme en medio de la templeta, los tirones de pelo y las

frases soeces que me ordenaba le dijera, y que jamás he podido volver a

pronunciar. No fue hasta años después que conocí el significado de la palabra


masoquista, pero ya entonces Peter había desaparecido de mi vida, y de

aquellas escapadas sólo me quedaban el recuerdo y las cicatrices de los granos

en mitad de la espalda.

Entre pitos y flautas, el resultado de tales apreturas sadomaso fue que quedé

embarazada durante la dichosa escuela al campo. Me enteré un mes después

de regresar a La Habana, cuando por más que pujaba, rogaba a Yemayá,


tomaba cocimientos de canela y recurría a otros remedios de realismo mágico,

la menstruación no me bajaba ni a tres tirones.

Le expliqué lo ocurrido a Peter, que no había vuelto a mirarme a la cara

desde que regresamos y faltaba muchísimo a las clases. Le dije que él era el
padre de mi hijo (bueno, también podría haber sido hija, pero hijo sonaba…no

sé, más contundente) y que esperaba que se portase como el hombre que
aseguraba ser.

Yania: Metamorfosis

¿Ustedes quieren ver un ejemplo de metamorfosis más pavoroso que el de

Kafka? ¿Quieren ver a un macho convertido en ratón? Háblenle de


compromiso a un tipejo que se las dé de bárbaro. Mencionen la palabra

matrimonio y verán cómo sale espantado y cucaracheando a esconder la

cabeza en el primer hueco que se le ponga por delante.

Eso pasó con el tal Peter. Yamila, la pazguata, todavía no tocaba tierra,
flotando obnubilada en las nubes de su amorzuelo de campamento, creyendo

que el fulano se iba a casar con ella.

— ¿Para qué quieres tú casarte con semejante espécimen? —le pregunté

una vez, con mi autoridad de hermana mayor, ya molesta con su matraca—.

Un muchacho que no tiene oficio ni beneficio, que desde ahora ha dicho que

no piensa estudiar en la universidad, que lo de él es la musiquita y el artistaje.


¡Hazme el favor!

—Pero ¿qué voy a hacer? —Me contestó ella, derritiéndose en lágrimas—.


Ya no tiene remedio, estoy embarazada.

— ¿Y para qué se inventó el espéculo, mujer? Hazte un aborto y no jorobes

más.

Pero de pronto le entraron unos escrúpulos de conciencia que no había


quién se los quitara. Lo que a ella le estaba creciendo en las entretelas de las
entrañas no era un feto de tres centímetros de largo, cuando más y mucho: era
la Simiente del Estrella, el Hombre Nuevo, el Mesías Cubano y siga usted

dándole para allá.

Para entonces Peter andaba enredado con una mujer mucho mayor que él,
una que había sido vedette en sus buenos tiempos, aunque ya estaba hecha un

cáncamo, la pobre. Todavía mantenía, eso sí, un programa en la tele, porque la

señora había tenido voz (y tremendo cuerpazo) en sus verdores. Pero la voz no
le daba más que para desafinar y el cuerpazo, por más fajas que se pusiera, se

le había vuelto fofo como una pelota de playa desinflada, pateada y vuelta a

patear.

Ahora, al Peter ¿qué le importaba eso? Si estaba con ella era por el gasto,

no por el gusto. Se rumoraba que la Diva del Ocaso tenía acceso a las tiendas

donde se podía comprar en dólares, que entonces se llamaban diplotiendas.


Aquella fue en una época en que portar dólares en la billetera estaba más

prohibido que leer el New York Times en el muro del Malecón. Anatema total.

Como artista famosa que era, o que había sido, la señora tenía conexiones

en las altas esferas. Daba viajes al extranjero y volvía a La Habana cargada de


pacotilla de todos los colores y claro, algo de aquello le tocaba a Peter.

Aunque tampoco sería mucho, porque la doña tenía familia, hijos y hasta
nietos de la edad de nosotras, que tampoco iban a permitir que un chamaco sin
pedigrí les fuera a chulear a la vieja. Pero a lo que vamos, Peter no se volvió a

ocupar de mi hermana, por más que ella insistiera en que él era el Hombre De
Su Vida. Y por más que lo fuera, en su imaginación, durante mucho, mucho

tiempo…

Yamila: A la Fuerza Deshijan

No me quedó más remedio que hacerle caso a mi hermanita. A la fuerza

ahorcan, dicen, y a la fuerza te deshijan también. La fuerza de las


circunstancias, y la insistencia de Yania, que decía que no quería acabar

criando sobrinos. Además, me recordaba que en casa ya vivían seis personas

(nuestros padres, los abuelos maternos y nosotras dos) y con sólo dos cuartos,

pues no había espacio para un alma más. Razón no le falta en eso. Los viejos

ocupaban la planta baja y a nosotras nos habían encaramado en la barbacoa, un

ático sin ventanas donde nos asábamos de calor por las noches porque ni

siquiera había un tomacorriente para conectar el ventilador.

— ¿Dónde vas a poner al chiquillo cuando nazca, en la bañadera? —Me

regañaba Yania—. ¡Y el escándalo que va a armar mami cuando se entere, tú!

Ésa era otra. Mami, que vivía en una menopausia permanente, era capaz de
botarme para el medio de la calle, con barriga y todo, en cuanto le comunicara
la noticia. Seducida y abandonada, como en el título de la más ridícula

película argentina de los cincuenta, accedí que tirasen por un tragante al fruto
de los bofetones compartidos con el Estrella. Reventé mis ilusiones contra el

suelo medio sucio del policlínico, a donde me llevó de un ala mi hermanita, y


dejé que me aspirasen el feto, el alma, el corazón y lo que en mí quedaba de

aquel pasado amor de campamento.

Desde entonces no puedo ver una aspiradora sin acordarme de aquella


pesadilla con olor a formol.

¿Y Peter? Muy bien, gracias.

Ni por enterado se dio, a pesar de que le mandé recados con amigos

comunes, manteniéndolo al tanto de todo, desde la primera consulta con la

ginecóloga, que me escribió en un papelito el día señalado para el aborto, con


cara de aburrida, hasta la tarde en que llegué a mi casa pálida y doliente y me

tiré en la cama por dos días, vacía de cuerpo y de alma, a soñar sin sueños de

amor.

Yania les explicó a los viejos que me había dado un trompazo en la clase de

Educación Física y debía hacer reposo por una semana. Ni mami, ni mi padre,

ni los abuelos sospecharon nada. Gracias a Dios, a los orishas o a quien me

corresponda agradecer.

Al terminar la secundaria dejé de ver a Peter. Yania y yo nos matriculamos

en el preuniversitario de Miramar, que allí no entraba tanta chusma de

Buenavista; él no siguió estudiando. Estaba demasiado apetitoso el Estrella

para perder su tiempo atracándose de matemáticas y geografía cuando podía


estar dando caña con aquel rabo mágico por el Vedado, Miramar y otros

barrios residenciales.

Pasaron los años y alguien me contó que se había hecho músico, como

siempre quiso. Supongo que la Diva del Ocaso, aquella cantante de cuplés con
quien se enredó cuando era un jovencito, lo ayudó a escalar peldaños en la

carrera artística. O a lo mejor los subió por sus propios méritos. ¿Qué sé yo?

El caso fue que un día me enteré de que estaba tocando en Café Rodney, en
el Cabaret Tropicana. Sin pensarlo dos veces me zumbé para allá con Yania,
que fue a regañadientes porque a ella no le interesan esos fandangos —de

mejor gana habría ido a ver a las rumberas que bailaban semi encueras en el
Salón Bajo las Estrellas, pero no teníamos presupuesto para eso.

¿Qué por qué fui? Bueno, pues siempre he sido una romántica

empedernida. Aunque habían pasado más de diez años de los encuentros en el

potrero de Pinar del Río (estoy hablando del noventa y cuatro, en plena crisis)
todavía le guardaba una lealtad de perra al recuerdo de Peter. Pensé que ahora

que se había convertido en una Estrella de verdad, habría madurado también.

Se me ocurrió que quizás me reconocería entre el público y hasta me dedicaría

una canción.

Yania: Optimistas y Pesimistas

Sí, para romanticismos estábamos, con el Período Especial en su apogeo,

sin comida ni a quién pedírsela, y mi hermanita jorobando con canciones. Me


pasé todo el camino rezongando, mientras viajábamos apretujadas en un

camello M 5 entre olores a grajo de todos los colores.

—Nada más que a ti se te ocurre zumbarte para Tropicana y pagar cien

pesos por cabeza para ver a ese idiota que te dejó plantada cuando más lo
necesitaste —le dije.

—Da gracias de que al menos podamos pagar el cover en moneda nacional


y no en dólares —fue lo único que me contestó.

Dicen que los optimistas ven el vaso medio lleno y los pesimistas (como

yo) medio vacío. El problema con Yamila es que ella siempre lo veía rebosante
de champán, aunque lo que tuviese el vaso fuera pipi de gato.

Al cabo llegamos a Tropicana. Ella desembolsó la cantidad exorbitante que


costaba el showcito y nos sentamos a esperar por el Estrella en Café Rodney.

De tomar no había más que ron a la roca y unas croquetas infumables,


enchumbadas en grasa, acompañadas por un cacho de pan tan duro y negro

como el de Elizaveta Drabkina. ¡No en balde el espectáculo era en moneda


nacional!

Después de un solo de tambor salió por fin al escenario Peter, que estaba
flaco como una vara de tumbar gatos y más feo que pegarle a Dios. Los
músculos que según mi hermanita se parecían a los brazotes de Delon se

habían volatilizado. Para colmo, se había dejado crecer una barbita ratonera
que le caía fatal, pero fatal. Luego, ya no cantaba los guaguancós de

presidiario que lo hicieron famoso en la secundaria, sino una especie de

boleros pasados por rock que no había quién se los metiera.

Yamila decidió que nos fuéramos antes de que terminara el espectáculo y


yo no opuse la menor objeción. Mi pobre hermana acabó el día desilusionada,

deprimida y con doscientos pesos de menos porque la invitación la pagó ella,

por supuesto. Yo hice bastante con acompañarla.

Yamila: Después de Cruzar los Mares

Yania, la muy hocicona, tiene la boca llena de razón, por más que me duela

admitirlo. Aquel encuentro en Café Rodney fue un desastre. El Peter no me


reconoció. Es más, ni siquiera me vio, o si me vio se hizo el disimulado. Yo

tampoco me acerqué a saludarlo, por orgullo. Y por miedo de que me hiciera

un feo delante de la gente, para qué lo voy a negar.

Pensé que aquélla sería la última vez que nos cruzaríamos en esta
encarnación, pero estaba equivocada, muy equivocada. Lo irónico del caso fue

que me lo volví a encontrar, y donde menos lo esperaba.

A finales de los años noventa Yania y yo cambiamos de aires gracias a

Alfonso Goicochea, un abuelo navarro que descansaba en el panteón familiar

del Cementerio de Colón. Cuando el gobierno de España aprobó una ley que

permitía a todo el que tuviera antepasados ibéricos emigrar al ruedo ídem, allí
estábamos nosotras en primera fila con la partida de bautismo del abuelo, que
se fue a Cuba en busca de mejor futuro y setenta años más tarde, por los azares

de la vida, resolvió el de sus descendientes.

Yania, después de tres años en Barcelona, se fue a los Estados Unidos y se


instaló en Chicago, ente montañas de nieve en invierno que no sé cómo no se

le ha congelado la tota todavía. Yo había estudiado historia de arte en Cuba y


al principio pasé las de Caín, cuidando a viejos carcamales en sus casas, por lo

que pagaban una miseria. Pero cubana, recién llegada y sin recomendaciones,
¿qué otra cosa iba a hacer? Al cabo de un par de años conseguí que me

validaran el título y empecé a trabajar en una escuela privada, tratando de

educar a quienes aquí llaman niñatos y que, comparados con las fieras de
Buenavista, son unos angelitos en mermelada.

No soy rica ni mucho menos, pero cuando volví a ver a Peter, ya en pleno

siglo veintiuno, la distancia entre los dos era más larga, económicamente

hablando, que la que separaba a Miramar de Buenavista, o a Barcelona de La


Habana.

Yo había salido de una clase que terminaba a las tres de la tarde y pasé por

mi café favorito, que queda en Joan Miró, a pocas cuadras de la escuela. Me

senté en la barra para que me atendieran rápido, porque ya me picaba el

hambre. En lugar de Jordi, un camarero viejito que siempre estaba allí a esa

hora, se me acercó un tipo desconocido a tomarme la orden.

— ¿Qué desea?

Por el olor, más que por el acento, supe que era cubano. No, no es una

metáfora, ni un símil ni cómo se llamen esas pendejadas que usan los


escritores. El tipo olía a habanero y tampoco era peste-peste (a sobaco o a

pata) sino una especie de vaho isleño que me alertó. Le pedí un capuchino y
un pan con tomate usando mi mejor acento catalán, porque si algo he

aprendido desde que estoy aquí es a no asociarme con compatriotas, que si no


la cagan a la entrada la mean a la salida. Ésa es otra historia, digo, ésas son
otras historias y si me pusiera a contarlas no iba a callarme hasta mañana.

Basta decir que una parejita recién llegada me estafó trescientos euros, y ésos
fueron los menos malos.
El camarero me trajo el pan con tomate y se quedó plantado frente a mí, sin
dejarme tragar en paz. Yo estaba a punto de mandarlo a pescar truchas cuando

me dijo:

—Discúlpame que te interrumpa.

Lo miré con cara de que no lo iba a disculpar, pero igual continuó:

— ¿Tú no eres Yamila?

En Barcelona todos me conocen como María, a no ser mi familia más

cercana y algunas amistades de la vieja guardia. En Cuba era mi segundo

nombre, pero cuando llegué aquí me deshice del primero, que siempre me

sonó a guajira imitando a rusa. María Goicochea es mi nombre oficial, el que

aparece en mi pasaporte y en mi licencia de conducir. Más español, ni el Cid

Campeador.

Volví a mirar bien al camarero; la cara no me decía nada. Estuve a punto de

decirle que no, que no era yo, pero la curiosidad pudo más que la suspicacia y

asentí con la cabeza sin mucho entusiasmo. Entonces salió de atrás de la barra,
me dio un abrazo y me contó, hipando de emoción, que él era Pedro, Peter

Estrella, y que yo no había cambiado nada, que me había reconocido en cuanto


entré al café.

— ¿Que tú eres quién? —chillé.

Por poco me atraganto con un trozo de tomate. Aquel tipo era una
caricatura del Peter de mi adolescencia: la barbita ratonera se le había

convertido en un matorral de canas, se había encorvado mucho, le había


crecido una barriga de burócrata y lo rodeaba un aura mustia de capitulación.
—Estás bella, mi cielo, como siempre —murmuró.

Yo nunca he sido bonita, pero la dicha de la fea (dicen que la bonita la

desea) es que envejecemos mejor que las buenas mozas. Vaya, que no

perdemos tanto, ni tan rápido, pues no tenemos traseros amazónicos que se


desploman como ceibas bajo un huracán, ni tetas tectónicas que después de

desafiar la ley de la gravedad, se derraman sobre la panza. Yo, ni culón ni

tetamenta. Flaca como una escoba había sido de joven y flaca seguí siendo
después de los cuarenta. Gracias a mis cremas Clinique, con las que me

embadurno religiosamente cada noche, y a mis visitas al gimnasio dos o tres

veces por semana, estoy pasable. Pero de ahí a decir que estaba idéntica a

aquella jovencita que le había ofrendado su tota impoluta al machote de

Buenavista había un tramo largo.

Al menos me reconoció, quizás porque en aquel chiringuito catalán había


mejor iluminación que en Café Rodney. O porque el hambre aclara las pupilas

y agiliza la mente. Peter había llegado a Barcelona dos años antes y estaba

comiéndose un cable durísimo, de acero inoxidable. Vino casado con una


catalana mayor que él, pero cuando la doña vio que ni para albañil servía (la

cal le daba alergia, según él), lo botó de su piso sin contemplaciones. Había
sido conserje, canguro, ayudante de un pescadero en la Boquería y ahora
estaba de camarero, donde al menos tenía la comida segura.

— ¿No seguiste cantando, Peter? —le pregunté, cuando logré reponerme de

la sorpresa.

— ¿Para qué? Si aquí nadie aprecia el arte…el verdadero artista se muere


de hambre en este país.
Me invitó a salir esa misma noche. A pesar de lo feo que estaba, que ya no
me inspiraba más que lástima, le contesté que sí casi sin darme cuenta. Y no

fue hasta que salí del café que me acordé de Carles, mi marido español.

Yania: Con acento y Sin Acento

No aprende, te juro que no aprende. Como dice el refrán: puedes sacar a la

cubana de Cuba, pero no puedes sacar a Cuba de la cubana. Yamila llevaba


años en España, hasta hablaba con acento castizo y usaba el vosotros como si

se hubiera criado en la Gran Vía, pero bastó que se encontrase con aquel

comebolas para que el espíritu celtíbero se le disolviera en el aire.

Yo no soy de esos cambiazos de banda, que al fin se ven ridiculísimos.


Vivo en Chicago desde hace diez años, pero no hablo español con acento

gringo, que no hay cosa más picúa que ésa, ni digo como otros trasplantados

que se me está olvidando el español. Y tampoco me cambio el nombre: Yania

me pusieron cuando nací y Yania me llaman aquí, aunque lo pronuncien

trasconejado. Si me tengo que cagar en la madre de alguien, lo hago en mi

lengua materna (para mis adentros, desde luego). Si me doy un trompazo digo
ay, no ouch. A mis parejas les enseño español, porque no hay nada más erótico

que templar en el idioma de uno. Y lo mejor es que a ellas les gusta el cubaneo
también.

Dije “ellas” porque me refería a parejas, que es sustantivo femenino, pero

que también caza con el género de las que aquí se llaman partners. Eso sí que
no lo habría podido hacer en Cuba, al menos en mis tiempos, cuando tortillera

y machorra eras los peores insultos que le podían decir a una mujer. Yo lo fui
desde que tengo uso de razón.
Yamila dice que ella lo sospechaba, pero no sé cómo, porque ni siquiera
con ella, mi única hermana, me franqueé en los primeros tiempos. Luego

estaban las diferencias: ella podía tener un poster de Alain Delon encima de su
cama, pero yo tenía que esconder el de Tanya, una cantante (cantante de

verdad, no como el idiota de Peter) que era muy popular en La Habana de

entonces.

En fin, ya todo aquello era agua pasada que no movía molino. Las dos
estábamos más o menos encaminadas. Yamila tenía un marido español, un

señor más bueno que el pan, y yo andaba con Ellen desde hacía cinco años.

Los abuelos se habían muerto en La Habana. A papá, que siempre fue una

figura medio apagada en el entorno familiar, le dio una sirimba y se quedó, el

pobre, medio desconejado de los sesos y en silla de ruedas. La única que

seguía en pie de guerra era mami.

— ¿Y tú qué, chica? —me preguntaba, porque le encantaba huronear en mi

vida amorosa—. ¿Cuándo me vas a dar la sorpresa de una boda con un

americano rubio y de ojos azules, para que les salga un bebé de anuncio?

Yo me hacía la desentendida. En las conversaciones por teléfono no me iba


a poner a dar explicaciones que no venían al caso.

—Algún día —le contestaba, dándomelas de misteriosa—. Ya veremos.

—Ya veremos —refunfuñaba ella—. Eso lo dijo un ciego, y nunca vio.

Yamila: Gustos Raros

Los europeos son buenos para compartir casa, renta y obligaciones de

familia, y hasta para la cama si una no tiene gustos raros, como yo. Esto no se
lo digo a nadie, menos a mi hermana, aunque a lo mejor ella me entendería,

porque hablando de gustos…

Bueno, a lo que iba. Mi Carles es un caballero, muy cariñoso en la

templeta, antes, durante y después. Pero eso sí, de bofetones, nananina. Y yo


no me atrevo a pedírselos. Ahora que está de moda ese libro, Cincuenta

sombras de Grey, tal vez sea un buen momento para sacar el tema a colación,

pero me da vergüenza, vaya. ¿Y si piensa que soy una tía marrana y me pierde

el respeto? Además, llevamos tanto tiempo juntos que se va a preguntar de

dónde me brotó ese lado maso que no le había mostrado hasta entonces.

Vamos, que mejor salgo si no me pongo a revolver el panal.

A veces pienso que aquella primera experiencia con Peter me dejó marcada
para los restos, adicta a las vergas cubanas y a los maltratos en la cama—o en

los potreros repletos de malas hierbas. Eso era lo que yo extrañaba y lo que,
quizá inconscientemente, buscaba en el Estrella metamorfoseado en camarero.

O tal vez acepté verlo de nuevo para borrar de alguna forma el recuerdo de
mis entrañas aspiradas, del plantón en el Café Rodney, por vanidad, por… qué

sé yo. El caso fue que aquella noche, después de decirle a Carles que iba a
asistir a un seminario de metodología, terminé enredada con Peter entre las
sábanas de un motel en la Avenida Diagonal.

Un motel que tuve que pagar yo.

Mi actitud sentó un precedente. Quiero decir que nos seguimos encontrando

cada dos o tres días, con una servidora de paganini, y Peter a arrullarme con el

cuento de que siempre me había querido y de que lamentaba haberme


abandonado de manera tan sucia allá en La Habana:

—Es que yo era joven y medio loco, mima, incapaz de apreciar la joyita

que tenía entonces —me dijo entre jipidos—. ¡Mira que lo he lamentado

después!

Me juró y perjuró que yo era la Mujer de Su Vida, que nunca se había

olvidado de mi primera vez entre la verdolaga y los curujeyes y de nuestras

sesiones de amor salvaje, que él trataba de revivir. Digo trataba porque la

verga enhiesta de los tiempos de Pinar del Río había perdido mucho de su

potencia y la cabeza se le había agachado, tal vez a causa de las humillaciones

sufridas en el ruedo ibérico. Los bofetones sí se mantuvieron (a petición mía,

durante el primer encuentro) pero les faltaba firmeza y convicción.

Vaya, que el hombre andaba de capa caída por cualquier lado que se le
mirase.

Algo me habló de probar con el Viagra, pero por nada del mundo le iba
financiar yo las pastillitas color cielo, con lo caras que son.

Yania: Autoestima

Parte el alma y desfigura el rostro lo que le pasa a mi hermanita. Ojalá

pudiera ponerle una transfusión de autoestima, como si fuera vitamina contra


la anemia espiritual.

Cuando me dijo (porque ella me lo dice todo, o casi todo, que no es lo

mismo, pero es igual) que se había enredado de nuevo con aquel perdedor, yo

me quedé patidifusa.

— ¿A esta hora y con este recado? —le pregunté—. ¡Oye, que lo tuyo no

tiene nombre, nena! Después de todas las perrerías que te hizo ese hombre ¿a
santo de qué lo vienes a recoger de la basura? Hazte un favor y mándalo a

volar.

Pero nada, como si le echase un discurso a la pared. Le mandé copias de


Las mujeres que aman demasiado, La amante co-dependiente y cuando libro

encontré sobre el tema del desamor propio. Creo que ni los abrió. Se había
encaprichado otra vez con el comebolas y no había manera humana ni divina
de hacerla reaccionar.

Por eso, ahora yo digo que se tiene merecido lo que le pasó. Muy merecido,

para ver si aprende de una vez y por todas a darse su lugar.

Yamila: Una Cana al Aire

Durante los primeros tiempos con Peter intenté revivir mis fantasías de

adolescente. Me acordaba de Alain Delon: quería ser Marianne y que él fuera


Jean-Paul en la escena inicial de La Piscine, pero el rollo de la película se

había echado a perder por la humedad. Y Carles empezaba a encontrar raro

que yo me hiciera humo casi todas las tardes después de terminar las clases.

Los talleres de metodología, las reuniones de maestros y las sesiones de

pedagogía moderna no daban para más. Mi marido es un alma de Dios, pero

no se chupa el dedo: aquellas salidas intempestivas empezaron a enturbiarnos

el matrimonio.

Por otro lado, el romance clandestino, que de mi parte había empezado

débil (más por ánimo de revancha, no sé si contra Peter o contra el destino,

que por verdadero deseo) murió de inapetencia a las pocas semanas. Pero, para
sorpresa mía, la lástima lo reemplazó. Ya no me importaba vengarme del tipo

que me dejado como una papa caliente en el trance más horrible de mi


adolescencia. Ya no sentía celos de la Diva del Ocaso (que por otro lado había

muerto hacía cinco años) ni de ninguna de las otras mujeres que habían
disfrutado la verga cabezuda del Estrella en las tardes calientes de allende los

mares.

Sus tibios bofetones me dejaban fría y empezó a pesarme el tener que pagar
el costo del motel. Más en cuenta me habría salido gastarme los sesenta euros
en una buena cena en 7 Portes, pensaba cada vez que firmaba la cuenta de
Visa. Y tampoco quería que se fuera a pique mi matrimonio, pues Carles se

merecía más que los tarros sin orgasmos con que lo estaba coronando. Mi
aventura cubana estaba llegando a su fin. Al fin sería una cana al aire, una

cana que cubriría con el mejor tinte de pelo que pudiera comprar y de la que

no volvería a acordarme jamás.

Así fue que empecé a elucubrar cómo librarme del Estrella sin machucarle
el orgullo, olvidándome de cómo el muy desgraciado había hecho trizas el mío

treinta años atrás.

Entretanto él seguía con su cantaleta de que el artista en España no tenía

futuro. Su meta era llegar a Miami; allí sí que iba levantar cabeza (no sé cuál)

porque la culpa de su falta de progreso la tenían los catalanes, tan despectivos

con el extranjero, contri más si es sudaca. Yo me mordía la lengua para no


decirle que tan extranjera y tan sudaca como él era yo, y que me había abierto

camino sin ayuda de nadie. Ah, pero aquí entraba en danza un verbo al que mi

amante le tenía terror— trabajar, treballar, pinchar o sudar la camisa.

No me costó mucho darme cuenta de que Peter hacía, por principios, lo


menos posible. Cuando era camarero, esperaba cinco minutos antes de atender

a un cliente a ver si se aburría y se iba. Cuando limpiaba los pisos de la


escuela (donde yo misma le conseguí empleo después de que lo echaron del
café), pasaba la escoba como si los azulejos fueran de porcelana y temiera

romperlos, y a todas éstas rezongando porque aquella labor estaba por debajo
de sus capacidades y de su dignidad. Ahora, para soñar no tenía cortapisas.

—Cuando llegue a Miami me pongo a cantar en cualquier teatrico de


Hialeah y a los dos meses estoy instalado en Broadway —me decía hinchado

como un pavo real—. Mamita, yo tengo una voz de oro, lo que necesito es un

escenario donde proyectarla, ¿comprendes?

A mí no me parecía que la cosa fuera así de fácil ni su voz tan orificada


como él creía, pero pensé que, si lo embullaba para que se fuera a Miami, o a

Nueva York o al fin del mundo me vería libre de él —y de los gastos

imprevistos, que no se limitaban al motel. Semanas hubo en que, sin los


cincuenta o los cien euros que yo le prestaba (le regalaba, en realidad) el

estrellado Estrella habría tenido que dormir en un refugio de indigentes.

Pero el viaje a Miami estaba complicado. Él no tenía más que la residencia

española y con su pasaporte cubano, que además debía renovar, porque estaba

vencido hacía dos años, no lo iban a dejar ni decir tres palabras en la embajada

americana antes de espetarle un “no” más grande que el Castillo de Monjuic.


Ya yo desesperaba de verme libre de semejante pegote cuando mi hermana

anunció que vendría a visitarme. Después, estaba pensando en tomar un

crucero desde Barcelona a Miami, con una escala en las Azores, ¿y qué tal si
yo la acompañaba y nos dábamos el viajecito las dos?

—Así conversamos con calma y te quito las musarañas que tienes en la

cabeza —me dijo por teléfono.

Las musarañas ya se habían disipado por sí mismas, aunque eso ella no lo


sabía. A mí los cruceros siempre me habían parecido más aburridos que ver
llover, pero en ese momento tuve una inspiración y me dije: aquí me la puso

Dios.

Yania: Ajuste Cubano

Dios los cría y el diablo los junta.

No he dejado de preguntarme desde que empezó todo este rebumbio: ¿por

qué tenía Yamila que volverse a enredar con un tipo que, si en Cuba era

mierda, en Europa era mierda elevada al cubo? Y para colmo, a mi

hermanísima se le ocurre la brillante idea de meterlo de polizón en el crucero,

como en una película de aventuras clase B.

—Cuando Peter llegue a la Florida, puede pedir asilo porque cumple con el

famoso requisito de los pies secos —me decía—. Lo peor que puede pasar es
que lo manden de vuelta a Barcelona. Él entiende los riesgos, pero así y todo

está de acuerdo con intentar el plan.

A ver si no iba a estarlo. Aunque no resultara, se habría dado un viaje de


gratis, comiendo y bebiendo como un pachá, durante los catorce días que

duraba la travesía.

Yamila lo tenía todo calculado con precisión de operativo policial y yo, por

ayudarla, me dejé convencer. Porque me daba lástima con ella, vaya, con aquel
pedazo de inútil colgado de su cuello como albatros a punto de estirar la pata y

el ala. Al fin y al cabo, pensé, ¿qué le hace otra raya al tigre? Aquí llegan cada
semana decenas de cubanos. Todos se acogen a la Ley de Ajuste y al año y un

día están tan ajustados que regresan a Cuba a llevar pacotilla y a hacer
negocios más o menos sucios. ¿Qué tenía de particular otro más? Como decía
mi abuela, cuando llega visita se le echa más agua al café y palante el carro.

Yamila le explicó a su marido que quería pasarse unos días en medio del

Atlántico para despejar, con su hermana del alma. Que últimamente se había
sentido un poco nerviosa y fuera de sus cabales, por lo que le hacía falta

descansar. El pobre Carles no vio nada sospechoso en ello y aceptó: lo último

que al buen señor se le ocurrió fue que yo sería cómplice de encubrimiento y


tráfico de gente.

En realidad, el asunto no ofreció mayores complicaciones. A la hora de

embarcar en el North Star, en el puerto de Barcelona, los futuros viajeros se

ponen en fila con cuchucientos pasajeros más. Llegan a un mostrador de

Aduanas donde les revisan el pasaporte y los boletos y les toman una foto para

la tarjeta de a bordo.

El día de la partida Yamila se puso en la cola, con su pasaporte español, su


boleto y su cara de boba. La acompañaba Peter, que, si lo miran con buena

voluntad y entrecerrando un poco los ojos, se parece bastante a mí. (¡No a

Alain Delon, como decía la muy guanaja!) Lo pintamos como una puerta, le
delineamos bien las cejas, le pusimos una peluca corta del color de mi pelo y

al fin resultó una versión, mejorada y muy femenil, de quien les habla. Dicha
versión pasó Aduanas, entró al North Star con mi pasaporte y mi boleto, como
si fuera yo, y recibió la tarjetita que les dan a todos los pasajeros, y que sirve

lo mismo para abrir la puerta de la cabina que para identificarte cuando


regresas de una excursión en tierra.

Yo volé a las Azores desde Barcelona. Una vez allí, Yamila salió del barco
con las dos tarjetas de identificación; la suya y la mía, mientras Peter se

quedaba a bordo. Mi hermana y yo nos encontramos en una plaza de Ponta

Delgada, almorzamos en un café y regresamos juntas al barco un par de horas


después como si hubiéramos salido de excursión. Fue coser y cantar.

Yamila: Cantando Sobre las Olas

Y así terminamos los tres compartiendo una cabina durante dos noches. Le

agradezco a mi hermana su voluntad de ayudar, porque lo último que ella


quería, podría jurarlo, era pasar sus vacaciones en compañía del Estrella, a

quien consideraba un perdedor de primera categoría. Lo peor fue que él

tampoco se esforzó mucho por hacerla cambiar de opinión.

Se pasó el viaje fastidiando. Cantar era lo único que quería hacer el muy
loco. Y yo, espantada, a pedirle que se callara. Si alguien oía una voz de

hombre en un camarote donde se suponía que viajaban dos mujeres solas, nos

íbamos a meter en un lío. Pero él seguía en lo suyo, feliz de la vida, tarareando

bajo la ducha Anabaná, el asilo de Torrens fue la escuela de mi vida, allí

aprendí que era mentira la palabra amigo fiel. Y paseándose de un lado a otro

con su peluca y su disfraz, tan hembrango como machango había sido en los
tiempos de la escuela al campo.

Yo estaba asombradísima de lo bien que se había adaptado al cambio.

Cuando ideamos el plan, mi mayor preocupación fue lo difícil que sería para
un macho, varón, masculino e hijo confeso de Changó el vestirse y calzarse

como mujer, pero me equivoqué de plano. El Estrella estaba en sus glorias.

La pasajera de la cabina contigua a la nuestra lo oyó berrear una noche y


por poco lo echa todo a rodar. Imposible que no lo oyera porque Peter se

inspiró más que otras veces y empezó a cantar a todo pecho “El día que me
quieras,” con ratatán y todo al final de cada verso.

—Oh, ¡qué voz tan preciosa tienes! —Le dijo la pasajera, que era una

americana de Kentucky, a Yania, cuando se la encontró en el pasillo—. ¿O es

tu compañera de cuarto quien canta?

Yania le respondió con lo primero que le vino a la mente.

—Era mi hermana, que es contralto. Pero disculpa la molestia, no volverá a


ocurrir.

—Oh, nada de molestia, si es toda una profesional.

Esa fue la primera vez que Yania le leyó la cartilla al Estrella.

—Lo que estamos haciendo por ti es un favor que no nos pagas ni en cien

años que vivas —le espetó—. Así que lo menos que puedes hacer es mantener

un perfil bajo y tratar de que no te descubran, porque si te agarran en el brinco,

vamos a la cárcel los tres. ¿Entendiste?

Peter prometió no volver a inspirarse y no tuvimos más incidentes, al

menos de esa clase, por unos cuantos días. Por lo demás, el North Star
funcionaba estilo Disneylandia: una vez que entras, nadie va a cuestionarse

qué haces allí. Una tejana hasta se las había arreglado para llevar a su perro,
un Cavalier King Charles que parecía un plumero, con el que andaba de un

lado para otro sin que le preguntasen nada… ¡a saber dónde haría sus
necesidades aquel animal!

Yania y yo estábamos un poco nerviosa, pero Peter parecía que se hallaba a


la puertas del paraíso, si no en el paraíso mismo. Tan pronto lo veíamos

dándose un chapuzón en las piscinas al aire libre (se había enfundado en una
trusa enteriza después de depilarse piernas y sobacos con una destreza que me
hizo sospechar que no era la primera vez que lo hacía) como metido en la

sauna o en cualquiera de los restaurantes que estaban abiertos las veinticuatro


horas del día.

Yania: Concha Marina

Me daba no sé qué ver a aquel hombre comiendo como un puerco en ceba.

Lo mismo lo encontrabas atracándose de sushi en el buffet japonés que


zampándose un plato de arroz con frijoles en el de especialidades latinas. El

tipo se mató el hambre vieja que traía desde Cuba y que no se le había quitado

en Barcelona. ¡Qué manera de atracarse, por Dios! Yo creo que engordó cinco

libras en las dos semanas que pasó a bordo.

En fin, allá él con su panza. Ahora, cualquiera pensaría que, después de la

advertencia que le hice, el fulano se quedaría más tranquilo que estate quieto.

Ah, pues no. No tenía abuela ese maldito. Un día lo agarré lanzando un

paquete al mar desde el puente número trece, donde otro pasajero, o hasta

algún tripulante, podían haberlo visto. Yo lo descubrí por casualidad, porque

iba saliendo del spa, donde me acaban de dar un masaje de ensueño, y me picó
la curiosidad de saber a dónde iba aquel tío con un paquetico en la mano.

Aquí vale aclarar que, según las reglas del barco, estaba prohibido tirar

basura al mar.

— ¿Qué carajo estabas haciendo? —lo enfrenté.

—Ah, nada, es una ofrenda a Yemayá —me dijo, con porte y aspecto de un
niño cogido en falta—. Yo soy creyente y vaya…estas cosas son importantes

para mí.
— ¿Y en qué consistía tu ofrenda, si se puede saber?

—Era un… un pollo desplumado.

— ¿Dónde lo conseguiste?

—En la cocina.

— ¡No me vayas a decir que te lo robaste!

—No, no, el cocinero me lo dio.

No me tragué aquella guayaba porque ¿a santo de qué le iba a regalar el

cocinero un pollo, vivo o muerto, a nadie?

—Sigue comiendo catibía que te van a pescar y a devolverte para

Barcelona con dos patadas por la cola—le dije.

—Usted no se meta en lo que no entiende —contestó el muy zoquete.

Le di la espalda y me fui, por no tirarlo al agua para que le hiciera


compañía al pollo. Pero ya estaba llegando al límite de mi paciencia.

—A la tercera va la vencida —le advertí a mi hermana—. Como éste


vuelva a hacer de las suyas, yo misma lo voy a denunciar al capitán y a

ocuparme de que lo metan en la cárcel. ¡Bueno!

Fue esa misma noche, o tal vez la siguiente, cuando la tripulación puso en

escena un show de variedades. Yo no estaba de humor para ir, pero Yamila me


convenció y al fin nos fuimos los tres al teatro de a bordo. El capitán, un danés

que parecía un tanque Sherman, cantaba cuplés con voz de falsete y los chicos
de la cocina se lucieron con un acto de Burlesque que arrancó aplausos a los

pasajeros. Cuando preguntaron si alguno de nosotros se animaba a participar,


¿quién saltó de su butaca y se plantó de un salto en el escenario como vedette
descocada? Peter, que le arrebató el micrófono al capitanzote y empezó a

cantar aquello de Anabaná el asilo de Torrens con tales remeneos de pelvis


que dejó a la audiencia, tripulación incluida, en vilo y con la boca abierta.

Yo pensé que allí mismo le iban a preguntar de dónde había salido y que se

estropearía todo el pastel. Pero la gente lo aplaudió a rabiar y el danés

encantado, pero encantado, lo invitó a repetir el número a la noche siguiente.

— ¿Tú viste eso? —Me preguntó Yamila—. Estoy pensando que quizás no

le vaya mal en Miami… ¡figúrate si resulta un artista de verdad y le dan un

contrato en Hollywood!

Aunque me cayera como una patada en la boca del estómago, no me quedó

otro remedio que admitirlo: el Estrella tenía sandunga. Era todo un

espectáculo, con su vestido rojo escándalo y aquella voz ronquita

desgranándose en un guaguancó de presidiario. Una androginia sexy, vaya.


Pero tampoco era material de Saturday Night Live.

—No te hagas muchas ilusiones —dije—. Allá hay muy buenos


performistas y los ves haciendo malabares para poder sobrevivir.

—Ay, no seas ave de mal agüero. ¡Si tiene un carisma de altura!

Como por darle la razón, en cuestión de dos días Peter se convirtió en la


atracción principal del North Star, al punto de que era probablemente el único

de los cinco mil pasajeros a quien los demás reconocían en los restaurantes o
en las piscinas. El nombre artístico con el que se bautizó a sí mismo fue

Concha Marina, que, al decir de mi hermana, le quedaba justo a la medida.


En todo aquel tiempo no había dejado de lado ni la peluca ni el disfraz de
mujer. Y los llevaba con una naturalidad pasmosa. Ya no era Alain Delon,

según Yamila, sino Dustin Hoffman en Tootsie, una interpretación que le


hubiera valido un Oscar al machango de Buenavista. Pero en mi opinión, lo

suyo era una onda más bien almodovareña, a lo Bibí Andersen.

—Yo nací para esto —nos dijo la noche antes de desembarcar, cuando se

disponía a encaramarse en la litera que compartía con Yamila—. Para cantar,


para gozar, para entretener a la gente…Es lo que quiero seguir haciendo el

resto de mi vida. Ya verán ustedes. En menos de lo que canta un gallo tengo

mi propio show en la televisión americana y una cuenta bancaria que no la

brinca un chivo.

Yamila lo observaba con los ojos encandilados, fascinada otra vez por la

magia del Don Juan de Buenavista. Me dio rabia por ella, por lo fácil que se
dejaba engatusar.

—Pues si piensas que un empresario neoyorkino va estar esperándote en el

muelle de Miami para contratarte estás muy equivocado —le solté, para

bajarle los humos—. En el Norte hay que doblar el lomo, pariente, porque el
que no trabaja no come.

—Chica, no me vengas con citas de Marx a estas alturas —se molestó.

—Yo no sé si el dicho es de Marx o de Rockefeller, pero en el capitalismo


trabajar es la ley de la vida, así que vete preparando. Con cancioncitas no te

alcanza ni para una hamburguesa de consolación.

Yamila tenía ya su pasaje de vuelta a Barcelona, y a costillas mías sí que no


iba a vivir el tipo. Por eso consideré prudente ponerle los pies en la tierra,
aunque estuviéramos en el medio del mar. Parece que no le gustó, porque dijo

que se iba a refrescar al Ice Bar y no volvió; esa noche dormimos solas.

Francamente, yo me alegré. Aunque él y mi hermana se cuidaron muy bien


de ponerse con arrumacos delante de mí, no me acababa de gustar eso de

compartir el camarote con un tipo cualquiera, por mucho peluquín que se

pusiera. Fu.

Yamila: Noche en Vela

Después de los dos shows, Concha Marina convirtió en la reina de la noche

en el North Star. Por eso no me extrañó tanto que no pasara la última con
nosotras. Pensé en buscarlo por todo el barco para pedirle explicaciones, como

esposa ofendida, pero mi hermana me convenció de que no lo hiciera. Sin

penas ni glorias, habíamos llegado al final del camino. A partir del día

siguiente nuestros senderos se separarían y yo quedaría puesta y convidada

con respecto a aventurillas extra matrimoniales. ¡Bastante cara que me había

costado la que estaba a punto de terminar!

Y sin embargo… tengo que confesar que, mientras más nos acercábamos a

puerto, menos ganas tenía que lo nuestro se acabara. Yo había vuelto a

ilusionarme con Peter. Bajo la peluca y el maquillaje, veía, desdibujada, la

silueta nunca olvidada de mi primer amor. ¿No estaba cometiendo un error al


desprenderme de él como si fuera un zapato viejo? ¿Qué tal si de veras

triunfaba en Hollywood, si dentro de un año o de dos aparecía su foto en Hola


junto a una modelo anoréxica? ¿No estaría desperdiciando la última

oportunidad de capturar al Hombre De mi Vida?

Para entonces, las tardes de besos marchitos y verga desahuciada en el


motel de Barcelona se habían borrado de mi memoria como hojas secas de

tabaco empujadas por el vendaval de su voz.

— ¡No me digas que estás pensando en quedarte aquí con este sanaco!
—Se horripiló mi hermana—. ¿Y qué va a pasar con Carles y tu trabajo?

—Me importan tres pepinos —le contesté, sin poder contenerme.

— ¡Ahora sí que te volviste loca! ¡Ahora sí!

Pasé la noche en vela esperando por el Estrella, que no se dignó a aparecer.

Atracamos en el puerto de Miami a las seis de la mañana. A las siete en punto,

cuando los pasajeros del primer grupo se preparaban para desembarcar, se


abrió la puerta de la cabina. Allí estaba Peter, con el maquillaje corrido y un

vestido blanco con lunares azules manchado de vino y de quién sabe qué otras

cosas más.

No me dio ni los buenos días. Y a mí no se me ocurrió nada más oportuno

que recordarle que practicase bien su declaración a los funcionarios de

Aduana.

—No vayas a decir que te pasaste la travesía rumbeando y cantando

Anabaná —le aconsejé oficiosa, haciéndome la que no me importaba que se

hubiera desaparecido durante más de siete horas—. Cuéntales que en Cuba


estabas perseguido, que te escapaste en una balsa y que ya en medio del

Caribe te las arreglaste para subir al barco por una cuerda que un marinero
compasivo te lanzó.

Aquello estaba más difícil de tragar que una venta de propiedad costera en
el desierto de Sahara, pero era lo que habíamos acordado unos días antes. Al

fin no importaba lo que dijera: había puesto los pies, bien secos y embutidos
en tacones de seis centímetros, en suelo americano. De allí no lo podían echar,

y yo no sabía si alegrarme o echarme a llorar por el resultado final de nuestra


aventura acuática.

—Olvídate de semejante historia que yo ya cociné un plan mejor —me

contestó el Estrella.

Me di cuenta de que tenía los ojos brillantes, como si el resplandor de cien

luceros se le hubiese metido de golpe en las pupilas.

— ¿Y cuál es ese plan? —le pregunté intrigada, porque según lo poco que
entendía yo de las leyes americanas, la de Ajuste Cubano era la única a la que

podía agarrarse en aquel momento.

—Es cosa mía —me dijo.

Sin más, me dio la espalda y se largó.

Me quedé fría, no tanto por la sorpresa como por la grosería con que aquel

hombre, a quien yo le acababa de poner una nueva vida en bandeja de plata,

me había tratado. Fue una bofetada metafórica que me escoció hasta el fondo
de la vida. Las Cincuenta sombras de Grey se disolvieron entre las olas sucias

del puerto de Miami. Sentí que la humillación me succionaba el alma, como la

aspiradora del obstetra había absorbido los tejidos informes del hijo del
Estrella. Si Yania no se hubiera apresurado a sostenerme, habría caído redonda

al piso en aquella cabina del North Star.

Yania: Polizón de Ida y Vuelta

Desembarcamos dos horas después de la escenita en la cabina. Yo

mordiéndome los labios, la lengua y el espíritu para no recordarle a Yamila un


cuento que le gustaba mucho hacer a mami. “Fulana, me han dicho que

Menganito te detesta.” Y Fulana contesta, asombradísima: “¿Cómo es posible

eso, si yo nunca en la vida le hecho un favor a Menganito?”

Yamila pasó la noche en Miami y el jueves catorce de junio la puse en un


avión de vuelta a Barcelona.

— ¿Qué habrá sido de Peter? —me preguntó en el aeropuerto, por


centésima vez.

Yo no le dije nada. Mi teoría era que el zángano había comprado cabeza y

les había cogido miedo a los ojos. Que, enfrentado a la posibilidad horrenda de
tener que trabajar en serio para sobrevivir, había decidido regresar, polizón de

ida y vuelta, al Viejo Continente, usando la misma ruta por la que había venido
a América. El North Star volvería a emprender el viaje en dirección contraria
dos días después, con una nueva carga de pasajeros.

Según las noticias, el barco salió de Miami el quince de junio de vuelta a

Barcelona, donde recorrería el Mediterráneo en un crucero de ocho días. Pero


nunca volvió a tocar tierra española. Como les decía antes, lleva dos semanas

perdido y nadie sabe dónde está.


Mi pobre hermana insiste en que el trasatlántico no se ha hundido. No
puede aceptar que el cuerpo del Ex Hombre De Su Vida sea pasto de tiburones

a setecientos metros bajo el mar.

—Creo que el Estrella convenció a Yemayá para que lo dejara vivir en su


reino oceánico sin disparar un chícharo, como todo un pachá —me dijo

cuando hablamos por teléfono el otro día, conteniendo las lágrimas para que

su marido no la oyera llorar—. El North Star sigue viajando por siempre


jamás, en una travesía perpetua del Atlántico, mientras la voz de Peter canta

sobre las olas eternamente Anabaná.

FIN

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