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EL POSTMODERNISMO ¡VAYA TIMO!

Gabriel Andrade
A Victoria Eugenia… El sueño de la razón produce monstruos… Francisco de Goya
Indice Introducción: ¿Qué diablos es el postmodernismo?

1. Los usos y abusos de la izquierda.


2. El odio a la Ilustración.
3. El oscurantismo postmodernista.
4. ¿Todo es relativo?
5. El ataque a la ciencia
6. El bien y el mal
7. La occidentofobia.
8. El fraude del primitivismo
9. La obsesión con el poder
10. El racismo postmodernista.
11. El feminismo mal conducido.

Introducción: ¿Qué diablos es el postmodernismo?


Javier Armentia y Serafín Senosiáin, los editores de la colección ‘¡Vaya timo!’, han concebido esta serie como un intento por refutar
algunas de las creencias irracionales más comunes. Por lo general, estas creencias son aceptadas por personas que no han tenido un
alto nivel de educación. Algunas personas creen, por ejemplo, que la posición de los astros al momento de nacer determina los
acontecimientos del resto de sus vidas. Otras creen que la aplicación en cantidades diluidas de sustancias que generan males sirve para
combatir ese mismo mal. Otras creen que Dios creó al universo hace apenas seis mil años; que la posición de los muebles en el hogar
afecta la buena fortuna, etc.
Por regla general, quien haya terminado alguna carrera universitaria y tenga un mínimo de sentido común, sabe que todas estas
creencias son timos. Y, también por regla general, quienes difunden timos como la astrología, el Feng Shui o el creacionismo son
personas ajenas al mundo académico. Es muy triste apreciar que en las librerías populares hay más libros de astrología que de
astronomía, pero al menos tenemos el consuelo de que en las librerías universitarias, hay plenitud de libros sobre ciencia y filosofía, y
pocos libros sobre creencias irracionales.
No obstante, el postmodernismo es la excepción, y por ello, es un caso sui generis entre los temas de la colección ‘¡Vaya timo!’. Los
defensores del postmodernismo tienen sendos títulos universitarios. La mayoría de ellos son profesores en las mejores universidades del
mundo (debe reconocerse que, por fortuna, dos de las mejores universidades del mundo, Oxford y Cambridge en Inglaterra, son muy
reacias a aceptar a defensores del postmodernismo en su profesorado). Escriben en los diarios de mayor circulación mundial, son
entrevistados por las personalidades más famosas de la TV, y los gobiernos frecuentemente les piden opiniones y consejos sobre
asuntos militares, económicos, políticos, culturales, etc. Y, naturalmente, si bien en las librerías universitarias afortunadamente casi no
hay libros que promuevan el creacionismo o la homeopatía, desafortunadamente en esas mismas librerías hay plenitud de libros que
promueven el postmodernismo, e incluso, ocupan los estantes privilegiados.
Así, el postmodernismo goza de un prestigio dentro y fuera de la academia. Los defensores del postmodernismo tienen algo que atrae,
y no es precisamente la claridad y profundidad de sus ideas. Se trata más bien de una suerte de sex appeal que genera seguidores de
todo tipo. Son, por así decirlo, estrellas de rock en el mundo académico. Los jóvenes estudiantes desearían ser como ellos. Muchos
llevan el pelo largo, fuman pipa, utilizan trajes exóticos; en fin, parecen tener una preocupación por su imagen. En esto, se parecen
mucho más a los artistas que a los profesores universitarios convencionales.
Es sabido que muchas estrellas de rock prosperan, no propiamente por su música, sino por todo el aparato publicitario que acompaña
a sus presentaciones. La vestimenta, el juego de luces en los escenarios, las hermosas mujeres que los acompañan, etc., forman parte
de las estrategias de las cuales se valen las estrellas de rock para congregar audiencias, aun si muchos de ellos cantan desafinados.
Pues bien, algo similar ocurre con los defensores del postmodernismo. Muchos de ellos prosperan, no propiamente por el contenido de
sus ideas, sino por el barniz de imagen que los acompaña.
Aulo Gelio, un escritor romano del siglo II, dijo alguna vez al contemplar a un charlatán que se hacía pasar por filósofo: “veo la barba y
el manto, pero no veo al filósofo”. Haríamos bien en mantener esta suspicacia cuando estemos en presencia de personas que defienden
el postmodernismo. Estas vacas sagradas llevan todo el ropaje de la actividad filosófica, e incluso, hablan de forma parecida a las
personas que han dicho cosas importantes en la historia. Pero, no pasan de ser meros charlatanes. Su gran preocupación es decir cosas
que generen una moda intelectual, independientemente de si son verdaderas, o siquiera coherentes. Lamentablemente, han logrado su
acometido. Por ello, sería pertinente ubicarlos junto a Christian Dior o Gianni Versace, y no junto a Aristóteles o Einstein.
Pero, ¿qué defienden estas personas? ¿Qué diablos es el postmodernismo? Como es sabido, el prefijo ‘post’ denota ‘después’. De
esa manera, ‘postguerra’ es el periodo que le sigue a una guerra, ‘post-operatorio’ el período que le sigue a una operación, y así
sucesivamente. Pues bien, ‘postmodernismo’ vendría a ser aquel movimiento que ha surgido después del modernismo. Pero, en

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cuestiones filosóficas, se suele postular que cuando un movimiento sigue a otro, también suprime al anterior. Así, el postmodernismo no
es sólo el movimiento que sigue al modernismo, sino también que lo suprime.
El modernismo es, a grandes rasgos, la mentalidad colectiva que vino a imperar en la civilización occidental a partir de más o menos el
siglo XVII. Esta mentalidad estuvo caracterizada por una creciente valoración y predominio de la racionalidad en todas las facetas de la
vida. Cada vez más, la gente empezó a emplear la racionalidad y a interesarse por conocer la naturaleza y su funcionamiento. Fue así
como surgió el método científico. La ciencia empezó a ofrecer resultados significativos, y a partir de los conocimientos cultivados por la
ciencia, la civilización occidental incrementó sus invenciones y el uso de la tecnología.
Igualmente, gracias a la ciencia y la tecnología, el hombre pudo ejercer cada vez más un control mayor sobre la naturaleza, y las
condiciones sanitarias mejoraron, aumentando significativamente el nivel de vida. Esto vino acompañado por otras transformaciones. Las
ciudades empezaron a crecer, y los Estados se volvieron mucho más complejos. Nació así la burocracia como medio para optimizar la
organización y la toma de decisiones. Las redes comerciales se expandieron significativamente. La producción económica se volvió
mucho más eficiente, y esto trajo consigo el nacimiento del capitalismo. Asimismo, las labores empezaron a tecnificarse y especializarse
para ser más eficientes y productivas, y la sociedad empezó a segmentarse en gremios.
Los historiadores suelen llamar a este periodo ‘modernidad’. Si bien podemos estimar que sus inicios en Europa fueron en el siglo XVII,
ha tardado un poco más en llegar a otras regiones del mundo. Habitualmente se denominan ‘tradicionales’ aquellas sociedades en las
que las grandes transformaciones de la modernidad aún no han llegado.
El ‘modernismo’ suele entenderse como la doctrina o movimiento que defiende estas transformaciones. Por ejemplo, un habitante del
Londres actual es a todas luces un moderno, pero no necesariamente un modernista. Quizás ese londinense añora vivir en las
condiciones de la Inglaterra feudal, a pesar de que trabaja en una fábrica, se beneficia de la ciencia y emplea mucha tecnología de
avanzada.
De la misma manera, un campesino en Bangladesh está lejos de ser propiamente un moderno. Pero, quizás ese campesino defienda la
necesidad de asumir el método científico, la industrialización, la división del trabajo, etc. En ese caso, sería un modernista. Así pues,
‘modernidad’ es el momento histórico cuando surgieron todas estas transformaciones sociales; ‘modernismo’ es la defensa y valoración
de estas transformaciones sociales.
Las transformaciones sociales de la modernidad trajeron consigo grandes transformaciones en las artes. Los historiadores del arte
suelen convenir en que el arte moderno empezó con el Renacimiento tardío, más o menos hacia el siglo XVI. Los mismos criterios de
racionalidad que se emplearon en la ciencia, la política y la economía, se extendían al arte. Los pintores empezaron a dominar la técnica,
y lograron desarrollar la perspectiva. Sus representaciones pictóricas eran mucho más realistas, y su concentración en el cuerpo humano
era un corolario del interés científico por la anatomía. La armonía, el balance, la proporción y la textura eran ahora criterios a seguir para
generar emociones estéticas.
Los arquitectos empezaron a edificar construcciones que aprovecharan racionalmente los espacios. Cada espacio tendría una función
que cumplir, y la distribución también estaría regida por la proporción, el balance y el orden. Los músicos buscaban acercarse a una
perfección matemática en la conjunción de armonía, melodía y ritmo.
La literatura tampoco escapó a esta tendencia. En las sociedades tradicionales, imperaban cuentos sobre demonios, elfos, gigantes,
hechizos. A partir de la modernidad, la literatura está más concernida con asuntos reales, y cuando hace referencia a gigantes y hechizos,
generalmente lo hace en son de burla, como en Don Quijote. Por regla general, la literatura tradicional era pobre en técnica y estilo: no se
cultivaba mucho el retrato profundo de los personajes, la trama no estaba bien estructurada, etc. Con la era moderna, la literatura se
impregna de la técnica y la racionalidad, y entonces incorpora tramas complejas, personajes con una psicología profunda, minuciosos
detalles narrativos, etc.
Así, en las artes vino también a imperar un modernismo; a saber, la defensa de la aplicación de criterios de racionalidad y técnica en la
producción artística. En cierto sentido, bajo este entendimiento, si bien el artista y el científico operarían en planos distintos, ambos
compartirían una adhesión a la racionalidad y un conjunto de reglas bien estructuradas que codifican el desarrollo de la técnica.
Eventualmente, en el seno de las artes, hubo una reacción en contra de este modernismo. Se empezaron a desarrollar tendencias que
rechazaban el predominio de la racionalidad y las reglas en la producción artística. Su justificación era que el arte es, ante todo,
expresión. Y, en cuanto tal, la actividad artística es libre; por ende, no cabe sobre ella ninguna camisa de fuerza que imponga criterios.
Los exponentes de estas tendencias abrazaron, por así decirlo, una rebeldía estética.
Allí donde la pintura moderna exigía perspectiva, proporción y balance, estos nuevos pintores deliberadamente buscarían violar estos
esquemas. Así, por ejemplo, la obra maestra de Picasso, Guernica, no tiene contemplación por los criterios técnicos del modernismo, y
pareciera más bien una pintura hecha por niños. Algunos pintores se propusieron rechazar los criterios modernos, tratando incluso de
imitar el arte de las sociedades tradicionales ajenas al mundo moderno. Gauguin, por ejemplo, se hizo célebre por pintar a la manera de
los polinesios, y de nuevo, Picasso en una época trató de pintar en un estilo similar a la pintura tradicional africana.
En la arquitectura también hubo esta reacción. Ahora los edificios podrían incorporar espacios desperdiciados, e incluso, administrar
elementos que podrían resultar sin balance y proporción. Los músicos también empezaron a explorar la posibilidad de incorporar
elementos populares que carecían de la técnica de los compositores clásicos, e inclusive, muchos se atrevieron a prescindir de la
armonía y el ritmo para incorporar sonidos que eran prácticamente ruido.

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La literatura empezó a interesarse por situaciones absurdas y sinsentido. Allí donde un novelista típicamente modernista como
Dostoyevski retrataría situaciones creíbles con gran rigor analítico, y emplearía una trama compleja pero ordenada; muchos nuevos
novelistas y dramaturgos buscarían confundir al lector deliberadamente, para sí generar un nuevo efecto.
Todas estas tendencias artísticas, si bien heterogéneas entre sí, eventualmente fueron aglutinadas bajo el concepto de
‘postmodernismo’. Estos artistas y críticos de artes se planteaban inaugurar una era en la que se dejara atrás la modernidad y el
modernismo, y fuera suplantado por un movimiento que rechazara los criterios (a su juicio, demasiado rígidos) de racionalidad y técnica
en las artes.
Si bien algunos críticos estimarían que la buena obra de arte es aquella que está inscrita en la racionalidad y la técnica, podemos por
ahora aceptar que el postmodernismo en las artes ha resultado meritorio. La reacción en contra del criterio estético modernista ha
potenciado la creatividad de la generación de artistas influidos por el postmodernismo. Las grandes obras de Picasso no tienen un buen
cultivo de la perspectiva, y las novelas de Joyce rayan en lo desordenado y lo absurdo; pero podemos admitir que forman parte del
patrimonio artístico de la humanidad.
Por ello, es prudente aceptar que la reacción en contra de la camisa de fuerza del modernismo en las artes ha resultado positiva.
Hasta ahí, todo marcha bien. El problema, no obstante, surge cuando se pretende llevar al postmodernismo más allá de las fronteras del
arte. La reacción en contra de las reglas y los criterios establecidos nos han ofrecido grandes obras de arte en el siglo XXI. Pero, cuando
este espíritu de rebeldía postmodernista se extiende a otras esferas de la vida, sus consecuencias pueden ser graves.
Consideremos, por ejemplo, al gran pintor catalán Salvador Dalí. Su obra pictórica merece todo tipo de elogios. Con maestría técnica,
logró rebelarse en contra de las convenciones artísticas de su época. La excentricidad artística de Dalí lo acredita como uno de los
grandes maestros de la pintura del siglo XX. Pero, cuando la excentricidad va más allá de lo artístico, al punto de desafiar no sólo las
reglas establecidas en el arte, sino las más elementales reglas para poder llevar a cabo una conversación fluida, empezamos a dudar si la
excentricidad es loable en esferas no artísticas.
En una famosa entrevista con el periodista norteamericano Mike Wallace, Dalí respondía con todo tipo de disparates ininteligibles a las
preguntas bien formuladas de Wallace. He acá una breve muestra:
WALLACE: Dígame, ¿qué cree que le ocurrirá a Ud. cuando muera?
DALÍ: Yo no creo en mi muerte
WALACE: ¿Ud. no morirá?
DALÍ: No, yo creo en la muerte general. Pero, no en la muerte de Dalí. Creo que mi muerte se ha vuelto imposible
WALLACE: ¿Teme Ud. a la muerte?
DALÍ: Sí.
WALLACE: ¿La muerte es bella, pero con todo, Ud. la teme?
DALÍ: Exactamente… porque Dalí es un hombre paradójico y contradictorio.
Una obra como La persistencia de la memoria (de Dalí) merece nuestro elogio. Pero una entrevista en la cual se respondan disparates
e incoherencias, ya es un bodrio. Esto es indicativo de que quizás resulta loable rebelarse contra las reglas artísticas, pero no contra las
reglas de la racionalidad en esferas que van más allá de lo artístico.
El hecho de que Dalí arremeta con disparates y sinsentidos en una entrevista quizás no es tan grave, si tenemos en cuenta que se
trataba precisamente de un artista. Los problemas empiezan a aparecer cuando los filósofos y científicos pretenden emular a los artistas
en su rebelión frente a la racionalidad. No objetamos que alguien como Franz Kafka apele al absurdo para lograr su acometido. Pero,
tenemos plena justificación para protestar que un médico apele a un procedimiento absurdo (como, por ejemplo, la homeopatía) para
intentar curar una enfermedad, o que un matemático sostenga que la raíz cuadrada de -2 es igual al infinito.
Así pues, en un inicio, el postmodernismo empezó como un movimiento en el seno de las artes. Pero, hoy el postmodernismo es más
un movimiento vinculado a la filosofía y las ciencias. Si bien el término ‘postmodernismo’ tiene un significado muy difuso, podemos
definirlo a grandes rasgos como la tendencia a rechazar aquellos valores defendidos por el modernismo, en especial, el predominio de la
racionalidad en todas las esferas de nuestras vidas. Y, como corolario, la ‘postmodernidad’ sería la etapa histórica en la cual el
postmodernismo cobra cada vez más prominencia.
El modernismo trató de ordenar el mundo en categorías de pensamiento. Una de las grandes labores de la ciencia moderna ha sido la
taxonomía; a saber, el modo en que ha clasificado todos los elementos del universo. El postmodernismo rechaza el intento por ordenar el
mundo, y más bien defiende la persistencia de lo caótico a la hora de examinar el universo.
El modernismo defendió la primacía de la racionalidad. El postmodernismo enaltece más bien la intuición, la emoción e incluso, la
valoración de lo absurdo y lo irracional. En el modernismo, no hay cabida para chamanes y astrólogos, sino para médicos y astrónomos.
En el postmodernismo, se intenta reivindicar el espíritu libre de chamanes y astrólogos frente a un supuesto totalitarismo científico.
El modernismo deposita su confianza en la capacidad del lenguaje para representar el mundo, e incluso, recomienda acercarse lo más
posible a un lenguaje lógico-matemático que se exprese claramente y no permita ambigüedades. El postmodernismo estima que el
lenguaje nunca podrá representar la realidad (sólo intentar construirla), y de hecho, muchos postmodernistas recomiendan el uso de un
lenguaje deliberadamente oscuro y confuso (no muy distinto de disparates como los de Dalí).

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El modernismo trata de descubrir el funcionamiento del universo, para así postular leyes científicas de alcance universal que nos
permitan hacer predicciones y ejercer cierto control sobre la naturaleza. El postmodernista rechaza rotundamente la categoría de lo
universal, e insiste en que ninguna explicación puede tener pretensiones universales.
De hecho, según los mismos gurús del postmodernismo, éste es el rasgo definitorio de este movimiento. Si bien las palabras
‘postmodernismo’ y ‘postmodernidad’ fueron someramente empleadas por diversos autores desde mediados del siglo XX, fue el francés
Jean Francois Lyoard quien las puso de moda (desde entonces, casi todo en el postmodernismo ha sido cuestión de moda). A juicio de
Lyotard, la modernidad se caracterizó por el predominio de ‘metarrelatos’ (un término muy confuso, pero como veremos, los
postmodernistas no tienen el menor interés en evitar ser confusos).
Estos ‘metarrelatos’ son ‘discursos totalizantes’ que pretenden aplicarse universalmente. Lyotard estimaba que estos metarrelatos ahora
están en crisis, pues se ha planteado la necesidad de optar por lo que él llama ‘micro-relatos’. En otras palabras, en vez de ofrecer una
explicación general de, por ejemplo, la naturaleza de las hambrunas, es más conveniente explicar cada hambruna por separado, y no
asumir que podamos aglutinar bajo un mismo concepto la hambruna de Etiopía en los años ochenta del siglo XX, con la hambruna de
Irlanda a mediados del siglo XIX. Más aún, los postmodernistas han defendido con ahínco que ningún discurso puede pretender alcance
universal, en tanto todo discurso es producto de unas condiciones específicas (en las cuales interactúan todo tipo de intereses y sesgos:
clase social, nacionalidad, etnicidad, etc.) que no pueden extrapolarse a otros contextos.
Así, es inútil y perjudicial buscar explicaciones universales de los fenómenos, pues la noción de ‘universalidad’ es afín a un gran sistema
totalitario que pretende abarcarlo todo. Conviene mucho más, afirman los postmodernistas, concentrarse en la relevancia de lo local. Si
Lyotard tiene razón, entonces la ley de la gravedad no es universal, sino más bien un invento totalizante de la ciencia. Quizás los
postmodernistas deberían lanzarse de un puente, para corroborar si la ley de la gravedad no es más que un metarrelato que no puede
pretender tener validez universal.
Desde entonces, este discurso ha ganado cada vez más adherentes en la academia, y resuena con un amplio sector de la izquierda en
el plano político. Los postmodernistas resultan atractivos a los excluidos de siempre: negros, inmigrantes, homosexuales, mujeres,
obreros, discapacitados, etc. Los postmodernistas han hecho creer a estos excluidos que la racionalidad y la modernidad en general son
los responsables de haber creado la exclusión y coartado la libertad con sus ‘discursos totalizantes’ y rígidas reglas de pensamiento. Los
postmodernistas son emblemáticamente anti-sistema; y ha resultado inevitable que los excluidos vean en ellos unos aliados, sin
realmente detenerse a considerar si oponerse al predominio de la racionalidad y a cualquier forma de sistema constituirá una mejora en
sus condiciones de vida.
Cada vez se suman más voces al postmodernismo. En este libro, argumentaré que estamos en la necesidad de rechazar los cantos de
sirena del postmodernismo, en buena medida porque la abrumadora mayoría de las ideas que los postmodernistas defienden son
fraudulentas; en otras palabras, el postmodernismo es sendo timo. Podemos criticar muchas cosas a la modernidad, pero nunca debemos
abandonarla. Podemos criticar los sistemas totalitarios, pero no debemos pretender escapar a toda forma de sistema. En el momento en
que dejemos de aplicar criterios de racionalidad y sistematización al mundo, nuestra felicidad se verá amenazada.
En el primer capítulo, haré una breve reseña histórica sobre el surgimiento de la izquierda, desde los socialistas utópicos en el siglo XIX
hasta la izquierda contemporánea postmodernista. Trataré de demostrar que la izquierda clásica (incluyendo al propio Marx) se inscribió
en la modernidad, pero que debido a la era de descolonización después de la Segunda Guerra Mundial, y al mayo francés de 1968, un
sector de la izquierda empezó a asumir posturas contrarias a la modernidad. Haré énfasis en que, afortunadamente, queda aún un sector
de la izquierda que rechaza el postmodernismo y valora a la modernidad, y que no es necesario ser postmodernista para ser izquierdista;
de hecho, varios izquierdistas defenderían que el socialismo exigiría una renuncia a los disparates postmodernistas.
En el segundo capítulo, examinaré las reacciones en contra del movimiento filosófico de la Ilustración a partir del siglo XIX. Intentaré
demostrar que, contrario a las apariencias, los postmodernistas tienen mucho en común con los reaccionarios ultraconservadores de
inicios del siglo XIX. Defenderé celosamente el triunfo de la Ilustración, y la obligación que tenemos de no abandonar ese proyecto.
En el tercer capítulo, someteré al escarnio el lenguaje tan obscuro y disparatado que emplean los filósofos postmodernistas, así como
su intención deliberada de no escribir con claridad, a fin de impresionar a gente que estima que los buenos filósofos son aquellos a quien
nadie les entiende. También reseñaré algunos sucesos bochornosos en el mundo académico, que han surgido como consecuencia de
estos disparates postmodernistas.
En el cuarto capítulo atacaré la doctrina del relativismo, la cual es ampliamente defendida por el postmodernismo. Según esta doctrina,
no existe algo que podamos llamar universalmente ‘verdad’, sino que la distinción entre lo verdadero y lo falso es sólo relativa al contexto.
Trataré de demostrar que se trata de una doctrina contradictoria y que atenta contra el más elemental criterio de racionalidad.
En el quinto capítulo, defenderé a la ciencia de los ataques de postmodernistas que pretenden equipararla en validez a disciplinas no
científicas, o que pretenden negar la validez de un criterio de demarcación entre ciencia y pseudociencia. Trataré de esbozar un criterio
elemental para definir a la ciencia. Atacaré especialmente a Paul Feyerabend y su anarquismo epistemológico (la idea de que no debe
haber reglas en el método científico y que, por ende, todo vale), y reseñaré la manera en que los postmodernistas abren la puerta
sandeces como el creacionismo, la homeopatía, el Feng Shui, etc.
En el sexto capítulo, defenderé la universalidad de la moral y los derechos humanos, y atacaré el relativismo moral normativo (la
doctrina según la cual cada cultura está en su derecho de seguir su propio criterio moral), el cual es defendido por muchos postmodernos.
Reseñaré casos como la ablación del clítoris en África oriental, la práctica del sati en la India, etc., como muestra de la necesidad de

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asumir una moral universal que no tenga contemplaciones por las particularidades culturales que van en detrimento de la universalidad de
la idea del bien.
En el séptimo capítulo, defenderé la idea de que, si bien el colonialismo occidental ha tenido consecuencias muy graves, también tuvo
sus méritos. Pues, fue el colonialismo (y la llamada ‘misión civilizadora’ europea) el encargado de difundir la racionalidad y la Ilustración
en sociedades tribales con costumbres premodernas similares a la de la Edad Media europea.
En el octavo capítulo atacaré a los postmodernistas que estiman que el hombre primitivo es más feliz que el hombre civilizado, y que los
avances de la ciencia y la tecnología son perjudiciales a la humanidad. Reseñaré que muchas de las sociedades supuestamente idílicas
(como los aztecas, o algunas sociedades tribales) en realidad tenían condiciones de vida deplorables, y que la introducción de la ciencia y
la tecnología han constituido una gran mejora en las condiciones de vida de la humanidad.
En el noveno capítulo reseñaré cómo los postmodernistas, están obsesionados con la idea de que ninguna teoría es confiable, porque
tras ella yacen intereses de poder. Defenderé la postura de que, si bien el poder es capaz de influir sobre la búsqueda de la verdad
objetiva, al final tenemos la necesidad de confiar en que sí es posible alcanzar la objetividad. Y, además, el explicar los orígenes de una
creencia no implica haberla refutado.
En el décimo capítulo reseñaré la obsesión de muchos postmodernistas con la preservación originaria de las culturas, y el combate a la
transculturación. Denunciaré que esta manera de razonar en realidad es muy cercana al esencialismo que, en su época, fue el principal
inspirador del racismo pseudocientífico. Señalaré la ironía de que, en su combate en contra del racismo, los postmodernistas terminan
defendiendo posiciones muy cercanas a las doctrinas racistas del siglo XIX.
En el undécimo capítulo denunciaré muchos de los disparates defendidos por el feminismo de corte postmodernista. Empezaré por
admitir que, si bien muchas formas de feminismo son loables, y es legítimo plantearse mayores niveles de igualdad entre hombres y
mujeres, lamentablemente muchos feministas defienden posturas irracionales como consecuencia de la influencia postmodernista, como
por ejemplo, que hubo una época dorada de amazonas, que el sexo es una construcción social, y que la ciencia ha sido un invento del
macho para dominar a la hembra.
Quizás este libro sea un poco más difícil de leer que el resto de los volúmenes que hasta ahora conforman la colección “¡Vaya timo!”.
Eso probablemente sea debido al hecho de que los postmodernistas se han esforzado en hacer las cosas más complicadas de lo que
realmente son. Pero, precisamente puesto que me he propuesto atacar el oscurantismo de los postmodernistas, me he sentido en la
obligación de intentar presentar los argumentos de la forma más clara y sencilla posible.
El postmodernismo se ha convertido en una de las doctrinas filosóficas que sirven como punta de lanza a quienes defienden las
pseudociencias y creencias irracionales que han sido ridiculizadas en los otros volúmenes de la colección “¡Vaya timo!”. Es frecuente que
los defensores de la astrología, el psicoanálisis, o la homeopatía, invoquen los nombres de gurús postmodernistas como Feyerabend o
Foucault para protestar en contra de la hegemonía científica, y así proclamar la legitimidad de las disciplinas y creencias irracionales. Por
ello, no basta con atacar las especificidades de cada timo. Es necesario también atacar el bagaje pseudofilosófico en el cual se amparan
estas disciplinas y creencias absurdas. De eso se encarga este libro.
Para leer más… BUTLER, Christopher. Postmodernism: A Very Short Introduction. Oxford: OUP. 2002. Una introducción bastante
accesible a los temas generales del postmodernismo.
QUEVEDO, Amalia. De Foucault a Derrida. Pamplona: EUNSA. 2001. La autora hace un recorrido por los principales gurús del
postmodernismo. Si bien no es lo suficientemente crítica con ellos, al menos hace un esfuerzo por presentar en términos relativamente
sencillos las ideas de las figuras más emblemáticas del postmodernismo.

Capítulo 1 Los usos y abusos de la izquierda

Ir a manifestaciones es divertido. Muchos jóvenes estudiantes lo asumen como pretexto para no tener la obligación de ir a los cursos.
Muchas parejas se han conocido en las manifestaciones, y ese amor ha resultado duradero. Además, en las manifestaciones se
encuentran con amigos y generalmente hay un ambiente festivo. Es, por así decirlo, una gran ocasión social, y como saben muy bien los
sociólogos, las ocasiones de congregaciones sociales generan un sentimiento de efervescencia que complace mucho a la gente.
Por eso, los sociólogos nos informan que hay muchas similitudes entre las manifestaciones y los peregrinajes religiosos: en ocasiones
como ésas, la masa se conforma y el sentimiento grupal satisface a quien forma parte de ella. Probablemente será difícil saber con
precisión, pero podemos sospechar que un considerable sector de jóvenes que asisten a las manifestaciones no conoce bien sus motivos
políticos; sencillamente van por diversión.
Los postmodernistas tienen un gusto especial por las manifestaciones. Es cierto que algunas manifestaciones se convocan a favor del
sistema imperante, pero por regla general, las manifestaciones son anti-sistema. Precisamente se convocan para protestar en contra de
algo. Y, puesto que la actitud postmodernista es fundamentalmente rebelde, en tanto pretende rechazar las reglas impuestas por la
racionalidad, resulta natural que los grandes gurús del postmodernismo encabecen todo tipo de manifestaciones.
Probablemente eso ha contribuido a su popularidad entre los jóvenes. Un estudiante con altos niveles hormonales probablemente
preferirá a un gurú postmodernista que porte un megáfono y grite alguna consigna en una manifestación, por encima de un profesor de
matemática que dedique horas de estudio a la solución de algún problema de cálculo.

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Su inconformidad con el sistema ha vestido de rojo al postmodernista. Su participación en las manifestaciones en contra de la
racionalidad moderna y sus derivados parece ser evocadora de las heroicas barricadas de las revoluciones de 1848 en Europa. Así, el
postmodernismo ha venido a ser identificado como un movimiento fundamentalmente izquierdista. Después de todo, el capitalismo (el
objeto de ataque de toda la izquierda) se ha construido sobre la base de una racionalidad técnica que busca maximizar las ganancias a
toda costa; el postmodernista está en contra de todo sistema que emplee la racionalidad técnica, por ende, el postmodernismo está en
contra del capitalismo. Parece lógico, por lo tanto, que el postmodernismo sea de izquierda. Pero, como veremos, el uso de la lógica
también nos conduce a pensar que, si bien todos los postmodernistas pueden ser izquierdistas, no todos los izquierdistas son
postmodernistas. Para apreciar esto, conviene elaborar un breve recorrido por la historia de la izquierda política.
Es un hecho muy conocido que la abrumadora mayoría de los seres humanos privilegian el uso de la mano derecha; aún no se conocen
bien las razones de este hecho, pero quizás, tras la preferencia por el uso de la mano derecha yace una disposición neuronal específica.
En función del privilegio del uso de la mano derecha, la izquierda ha venido a ser asociada con lo impuro, lo inmoral, lo desagradable, en
fin, lo negativo; mientras que la mano derecha ha venido a ser asociada con lo puro, lo moral, lo agradable, en fin, lo positivo.
No es coincidencia, por ejemplo, que en la descripción del Juicio Final en el evangelio según Mateo, Dios bendecirá a los que están a su
derecha, y dirá a los que están a su izquierda: “apartaos de mí, malditos, al fuego eterno”. Y, los términos latinos para ‘derecha’ e
‘izquierda’, ‘dextra’ y ‘siniestra’ respectivamente, han derivado en ‘diestro’ y ‘siniestro’, el primero con una carga semántica positiva, el
segundo con una carga semántica peyorativa. En esta época de hipersensibilidad, las personas con piel de color oscuro han logrado que
la palabra ‘negro’ se emplee cada vez menos en forma peyorativa; quizás las personas zurdas también deberían tener el derecho a que la
palabra ‘siniestro’ no se use peyorativamente.
Por fortuna, en las sociedades occidentales, queda muy poco de la antigua discriminación en contra de los zurdos, excepto, quizás, en la
fabricación de tecnología que privilegia a quienes usan la mano derecha. Pero, la distinción entre la derecha y la izquierda ha
permanecido, y se ha extendido como medio clasificatorio de posiciones políticas. Hoy, se habla de ‘izquierdistas’ y ‘derechistas’ como si
fueran términos de fácil definición; pero en realidad, el uso metafórico de las manos para distinguir a las posturas políticas es demasiado
confuso como para usarse óptimamente.
Lo mismo que en casi todas las dicotomías, la distinción entre la izquierda y la derecha no admite mayores intervalos. Ciertamente, la
distinción entre izquierdistas y derechistas se inscribe en un espectro que, en apariencia, permite ir desde la extrema derecha, a la
extrema izquierda, pasando por una derecha moderada, un centro, y una izquierda moderada. Pero, pese a estos aparentes intervalos, la
distinción entre derechistas e izquierdistas suele asumir que la derecha y la izquierda son paquetes enteros. Así, por ejemplo, muchas
veces se asume que el ser derechista implica oponerse al aborto, o el ser izquierdista implica oponerse a la enseñanza religiosa en las
escuelas públicas. Con todo, existe plenitud de políticos derechistas que no se oponen al aborto, y plenitud de políticos izquierdistas que
defienden la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Eso revela que los términos políticos ‘derecha’ e ‘izquierda’ son muy vagos.
La Guerra Fría propició una definición (aún muy vaga) de estos términos, y la manera en que suelen entenderse hoy es, en buena
medida, derivada del uso que se le dio durante el periodo de la Guerra Fría. Al final, la ‘derecha’ vino a estar asociada con los valores
promovidos por los EE.UU., y la ‘izquierda’ vino a estar asociada con los valores promovidos por la U.R.S.S. Si bien, por fortuna, la
Guerra Fría llegó a su fin, y la U.R.S.S. ya no existe, es convencional caracterizar a la ‘derecha’ y la ‘izquierda’ de manera muy parecida a
como se hacía durante la época de la Guerra Fría.
La ‘izquierda’ es el conjunto de posiciones políticas que defiende la igualdad entre los seres humanos. El entendimiento izquierdista de
la ‘igualdad’ es bastante riguroso, pues implica igualdad de oportunidades, pero también igualdad de condiciones. En este sentido, el
izquierdista no sólo defiende que los ciudadanos tengan el mismo trato bajo la ley, sino que también tengan condiciones sociales bastante
equivalentes, y en buena medida se prescinda de las jerarquías sociales.
Puesto que el capitalismo es un sistema económico que suele retribuir mayor ganancia al detentor del capital que al detentor de la
fuerza laboral, la izquierda tiene una posición antagónica frente al capitalismo. La izquierda aprecia al capitalismo como el origen de las
grandes desigualdades en la sociedad, y en este sentido, se propone combatirlo. Como alternativa al capitalismo, la izquierda propone
una serie de transformaciones que promuevan un nuevo sistema social y económico. Generalmente, este nuevo sistema social y
económico es el ‘socialismo’, un término bastante vago, pero que intenta hacer referencia a un sistema en el que haya un muy bajo nivel
de desigualdad de oportunidades y condiciones.
La izquierda propone varios métodos para alcanzar una sociedad con menor desigualdad. Los más moderados, postulan la necesidad
de intervención del Estado en asuntos económicos, a fin de regular precios y salarios, pues de esta manera se asegurará una distribución
más igualitaria de la riqueza y los privilegios en una sociedad. Los más radicales, postulan no sólo la intervención del Estado como ente
regulador, sino además, que el Estado se desempeñe como propietario de los grandes medios de producción y asuma una posición
protagónica como garante de la satisfacción de las necesidades más elementales, como la salud, el alimento y la educación. Para lograr
que el Estado desempeñe todas estas funciones, los izquierdistas estiman necesario que el Estado instituya altas tasas de impuestos,
especialmente dirigidas a las clases más privilegiadas, a fin de extraer de los ricos para distribuir a los pobres en planes de bienestar
social.
La derecha, por su parte, prefiere una sociedad que produzca grandes cantidades de riqueza, independientemente de la manera en que
está distribuida. Y, como tal, es defensora del capitalismo y muy reacia a la intervención reguladora del Estado en asuntos económicos,
así como también se opone a los altos impuestos y la participación del Estado como garante de la salud, el alimento y la educación. Con

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base en esta definición, entonces, parece bastante fácil etiquetar con los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’. Los izquierdistas son
simpatizantes del socialismo y se identifican con figuras como Marx, Lenin, el Che Guevara, Fidel Castro y Hugo Chávez, mientras que
los derechistas son simpatizantes del capitalismo y se identifican con figuras como Adam Smith, Henry Ford, y George W. Bush. Pero, no
siempre ha sido así.
La distinción entre ‘derecha’ e ‘izquierda’ se remonta realmente a la confrontación política que se suscitó en los años previos a la
Revolución Francesa en 1789, y que continuó una vez que triunfaron los revolucionarios. Durante la monarquía de Luis XVI, el rey
convocó en varias oportunidades a la reunión de diferentes representantes de la sociedad francesa. A la antigua usanza, a la izquierda
del rey se sentaban quienes promovían reformas y, en tonalidad moderada, manifestaban oposición a la monarquía; mientras que a la
derecha del rey se sentaban los defensores de la monarquía, especialmente aquellos que formaban parte de las clases aristocráticas.
Así, los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’ nacieron en el contexto de la Revolución Francesa, y sirvieron como definición de las posiciones
encontradas durante ese período histórico. Los ‘derechistas’ eran los defensores de la continuidad del Ancien régime: a saber, el antiguo
régimen de estructura semi-feudal con una clase aristocrática bien acomodada con base en privilegios de castas adscritos desde el
nacimiento; sostenía la primacía la monarquía con base en el principio del derecho divino, privilegiaba la posición del clero católico en la
administración política y prescindía de las libertades civiles individuales. Los ‘izquierdistas’, por su parte, eran partidarios de un sistema de
gobierno republicano, promovían una mayor movilidad social de clases y pretendían liquidar los privilegios de casta, negaban el principio
del derecho divino a favor de un entendimiento de la soberanía con base en el contrato social, recomendaban un Estado laico en el cual
se prescindiera de la participación política del clero, y se exaltaban las libertades civiles individuales.
La izquierda revolucionaria francesa promovió los tres célebres principios: libertad, igualdad y fraternidad. Pero, esta izquierda estaba
muy lejos de ser la izquierda contemporánea. La mayoría de los izquierdistas promovían la igualdad, pero sólo la igualdad de
oportunidades, no propiamente la igualdad de condiciones. En otras palabras, los izquierdistas buscaban aniquilar las condiciones de
desigualdad natural que había impuesto un sistema de castas que confería privilegios desde el nacimiento, permitiendo que todos los
ciudadanos tuvieran más o menos las mismas oportunidades; pero una vez que se ejercían esas oportunidades iguales y el resultado era
desigualdad de condiciones, los revolucionarios franceses no proponían alterar esas condiciones.
Más aún, la defensa de la libertad por parte de los revolucionarios franceses implicaba la libertad económica de vender y comprar
libremente, a un precio no regulado por el Estado. Los revolucionarios franceses adelantaron reformas económicas, pero en contra del
feudalismo y a favor del naciente capitalismo. Pues, en el antiguo régimen, predominaba un sistema mercantilista que desconfiaba del
libre ejercicio del mercado, y pretendía más bien una economía sin mayor movilidad, en la cual los precios y salarios estuviesen fijados
por las autoridades, sin oportunidades de alterarlos al antojo de los comerciantes. Y, en este sentido, los revolucionarios franceses eran
muy distintos de los izquierdistas actuales.
Quienes terminaron por oponerse a la Revolución Francesa vinieron a ser etiquetados de ‘reaccionarios’, dada su reacción en contra de
las reformas adelantadas por los revolucionarios, y en este sentido, a estos reaccionarios se les calificó también de ‘derechistas’. Los
reaccionarios pretendían un regreso al Ancien régime, a saber, una valoración de las antiguas tradiciones y costumbres antes de que
fueran transformadas decisivamente por los revolucionarios. Los reaccionarios se oponían a la noción de progreso, y estaban contentos
con regresar al estado de las cosas como eran antes de la Revolución. Así, la derecha original era defensora del derecho divino, la
monarquía absolutista, los privilegios de casta, el predominio político del clero, las restricciones de las libertades económicas y políticas y
la regulación mercantilista del mercado.
Por aquella misma época, se empezaron a emplear los términos ‘liberal’ y ‘conservador’ como corolario de la distinción entre
izquierdistas y derechistas, respectivamente. Los liberales eran aquellos que defendían un régimen de libertades de todo tipo (religiosas,
civiles, políticas y económicas), tal como había sido proclamado por los revolucionarios franceses. Los conservadores eran quienes
pretendían conservar el estado de las cosas y se oponían a las reformas a favor de la amplitud de libertades.
Es motivo de confusión, entonces, conocer que, en un inicio, los izquierdistas, revolucionarios y liberales eran los promotores del
naciente capitalismo con base en las libertades económicas, mientras que los derechistas, reaccionarios y conservadores eran quienes se
oponían al naciente capitalismo y desconfiaban de las libertades económicas. Como sabemos, hoy la izquierda se opone al capitalismo y
las libertades económicas, mientras que la derecha los defiende, pero hace dos siglos, la situación era a la inversa.
Fue a mediados del siglo XIX, no obstante, cuando los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’ sufrieron la transformación que explica su sentido
actual. En vista de que el capitalismo acentuaba las desigualdades, no ya entre señores feudales y vasallos, sino entre capitalistas y
proletarios, muchos izquierdistas europeos estimaron necesario promover nuevas revoluciones. Pero, en vez de estar dirigidas contra el
Ancien régime, estas revoluciones estarían dirigidas contra el mismo capitalismo, a favor de un sistema socialista. Pues, se estimaba que,
en la medida en que se continuaba con el programa de libertades económicas como fundamento del capitalismo, las desigualdades de
condiciones se exacerbaban. Como alternativa, se propusieron los fundamentos del socialismo.
Así, la segunda mitad del siglo XIX ofreció una nueva definición de ‘izquierda’ y ‘derecha’: los izquierdistas serían ahora los socialistas
que promueven radicalizar aún más las condiciones de igualdad, por medio de la restricción de las libertades económicas, el aumento del
protagonismo del Estado en la regulación de la economía y, en última instancia, la liquidación de la propiedad privada de los grandes
medios de producción; mientras que los derechistas serían ahora quienes defendían los principios liberales adelantados en la Revolución
Francesa, y el mantenimiento del capitalismo amparado en un sistema de libertades económicas.

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Resultó, entonces, una gran ironía que los nuevos derechistas en realidad terminasen defendiendo los principios que los ‘izquierdistas’
del siglo XVIII promulgaban. El brote del socialismo como nueva ideología propició esta inversión. Pero, los viejos derechistas, a saber,
aquellos que defendían un regreso a las instituciones del Ancien régime, también permanecían en el espectro político, si bien no con tanta
prominencia. En este sentido, frente a la nueva izquierda socialista, la derecha decimonónica se dividió en dos: por una parte, la antigua
derecha reaccionaria que obstinadamente defendía el derecho divino, la primacía del clero y el regreso a la vida feudal; y la nueva
derecha liberal, la cual permanecía bastante fiel a la izquierda original, en tanto promulgaba un conjunto de principios políticos
fundamentos en las libertades civiles individuales.
En el siglo XX, las palabras ‘liberal’ y ‘conservador’ también vinieron a sufrir unas transformaciones importantes. En vista de que los
socialistas, ya considerados izquierdistas en pleno sentido, promovían la intervención y regulación del Estado en muchas esferas, pero
especialmente en la esfera económica, se apropiaron del calificativo ‘liberal’ en muchos escenarios, y confirieron el calificativo
‘conservador’ a sus oponentes, a pesar de que los mismos socialistas se oponen a las libertades económicas. Así, en los países
anglófonos, pero especialmente en EE.UU., el calificativo ‘liberal’ se usa para designar a quienes consideran que el Estado debe restringir
las libertades económicas (¡precisamente lo contrario a lo que el liberalismo ha postulado desde sus inicios!) e incluso libertades civiles
(como, por ejemplo, el porte de armas), mientras que el calificativo ‘conservador’ se emplea para designar a quienes consideran que el
Estado no debe restringir esas libertades.
Por fortuna, en los países de la Europa continental y en América Latina, el término ‘liberal’ mantiene su significado original y se ha
evitado la confusión: ‘liberal’ es quien promueve el ejercicio de las libertades, incluyendo las libertades económicas; ‘socialista’ es quien
promueve la restricción de algunas de estas libertades en aras a una mayor igualdad y en beneficio del colectivo, y ‘conservador’ es quien
pretende restituir las antiguas tradiciones prescindidas por el advenimiento de la sociedad moderna tras la Revolución Francesa.
Un punto contencioso, pero también motivo de confusión, entre ‘derechistas’ e ‘izquierdistas’ concierne al privilegio del individuo vs. la
colectividad. Los revolucionarios franceses enaltecieron el valor del individuo y sus libertades, pero los socialistas terminaron por
enaltecer el interés supremo de la colectividad. Así, de nuevo, los ‘izquierdistas’ han terminado por privilegiar el beneficio colectivo en la
organización social, y promueven sistemas económicos colectivistas, mientras que suele etiquetarse de ‘derechistas’ a quienes optan por
el privilegio del interés del individuo por encima del colectivo, y promueven un sistema económico con base en la remuneración individual.
No obstante, esto ha dado pie a una terrible confusión, especialmente en América Latina. Pues, allí donde la derecha liberal defiende la
primacía del interés individual, tanto la izquierda socialista como la derecha reaccionaria defienden el interés colectivista aún por encima
de muchos derechos individuales. E, irónicamente, el fascismo, un intento reaccionario por regresar a muchos de los valores del Ancien
régime, ha terminado compartiendo con el socialismo y el comunismo, su gusto por un sistema colectivista.
Pero, la retórica izquierdista latinoamericana y española no ha podido (o querido) advertir las diferencias entre la derecha liberal y la
derecha reaccionaria, y suele aglutinarlos como un solo enemigo. Esto ha dado pie a que muchos demagogos izquierdistas pronuncien
oximórones tales como el “fascismo neoliberal”, sin advertir la incompatibilidad entre el fascismo opuesto a los ideales del al Revolución
Francesa, y el liberalismo que es, precisamente, heredero de la Revolución Francesa.
Hasta mediados del siglo XX, en oposición a la derecha reaccionaria y fascista, la derecha liberal y la izquierda socialista compartían al
menos su mutua descendencia respecto a los principios elementales de la Revolución Francesa. Tanto los derechistas liberales como los
izquierdistas invocaban el progreso como justificación de sus respectivas doctrinas, y sus respectivos proyectos pretendían partir de la
Ilustración como base filosófica. En otras palabras, si bien entre la derecha liberal y la izquierda existían muchos puntos contenciosos,
ambos movimientos pretendían inscribirse en la modernidad, y como tal, pretendían una modificación de la sociedad que prescindiera de
las instituciones características del pasado.
Los grandes fundadores de la doctrina socialista en el siglo XIX eran pensadores notablemente influidos por los ideales de la
Revolución Francesa y tenían la firme convicción de que las grandes instituciones de la modernidad podían garantizar la felicidad a la
humanidad. Ciertamente se oponían al capitalismo, pero su crítica se hacía desde las mismas bases de la modernidad. Por ejemplo,
Henri se Saint Simon proponía un sistema burocrático racional que se encargase de asegurar la satisfacción de las necesidades de todos
los ciudadanos, y permitiese potenciar al máximo las capacidades técnicas de la sociedad.
Fourier tenía gran confianza en el progreso (una noción típicamente moderna), y admitía que la ciencia, así como la aplicación de la
racionalidad, podía finalmente conducir hacia una sociedad plenamente libre. Además, Fourier continuamente defendía la necesidad de
conocer el mundo, mediante los procedimientos científicos. Sus proyectos de comunas tenían un considerable nivel de planificación,
típicos de la organización racional moderna. Robert Owen, otro socialista del siglo XIX, fue célebre, entre otras cosas, por sus ataques a
la religión, precisamente debido a la tendencia que ésta tiene para poner freno al empleo de la racionalidad.
Marx y Engels, los más emblemáticos socialistas del siglo XIX y las figuras más inspiradoras de la izquierda actual, tampoco eran
ajenos al espíritu modernista. Marx y Engels criticaban a sus predecesores socialistas de ser ‘utópicos’, en el sentido de que
ingenuamente creían que las transformaciones sociales llegarían gradual y pacíficamente. Marx y Engels estimaban que el socialismo
debía más bien adquirir un matiz científico: sus escritos ya no serían meramente exhortaciones revolucionarias, sino más bien
observaciones sobre la historia y la sociedad, las cuales servirían para hacer predicciones científicas sobre el futuro colapso del
capitalismo.
Y, en tanto aspiraba a ser científico, el marxismo tenía pretensiones de validez universal. Marx y Engels no pretendían que la revolución
estuviese confinada sólo a sus lugares de procedencia. Al contrario, exhortaban: “¡trabajadores del mundo, uníos!”. Como los

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revolucionarios franceses, su proyecto político pretendía ser aplicable en todos los rincones del planeta. En esto, como en muchas otras
cosas, Marx y Engels eran típicamente modernistas. Y, así como los más grandes representantes de la izquierda eran modernistas,
cabría suponer que la izquierda contemporánea aborrezca el movimiento postmodernista que se opone a los grandes valores de la
modernidad.
Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XX, en el seno de la izquierda se suscitaron nuevos giros ideológicos que, una vez más,
modificaron significativamente el entendimiento de los términos ‘derecha’ e ‘izquierda’. Se propició una reacción en contra de la Ilustración
como movimiento filosófico (sobre el cual volveremos en el siguiente capítulo) y se rechazó la primacía de la modernidad como proyecto.
A juicio de los nuevos teóricos, el empleo exacerbado de la racionalidad, producto de la influencia de la Ilustración y de la primacía de un
proyecto moderno a partir de la Revolución Francesa, no había contribuido a mejorar el estado de las sociedades; antes bien, la
modernidad habría fortalecido aún más la tiranía del capitalismo, y peor aún, habría propiciado el imperialismo y la destrucción cultural de
los pueblos no occidentales. Además, supuestamente, la racionalidad era la gran culpable de todas las atrocidades cometidas durante la
Segunda Guerra Mundial. El conocimiento científico se usó para hacer daño.
Un sector de la izquierda, entonces, asumió el postmodernismo. Y, en cuanto tal, el objetivo de su crítica ya no era solamente el
capitalismo, sino toda forma de sistema de pensamiento o de sociedad que pretendiese imponer una hegemonía racionalista derivada de
Occidente, sobre todo si ésta iba en detrimento de otras culturas. Así, mucho más que la alienación social y la explotación económica, a
esta nueva izquierda le concernía la explotación y alienación cultural. Y, como corolario, mucho más que propiciar la transformación de la
sociedad hacia estadios óptimos de liberación, la nueva izquierda más bien buscaba la conservación de la mayor parte de las
instituciones de las sociedades ajenas al predominio de la ciencia y la racionalidad.
La vieja izquierda se había propuesto combatir la opresión económica del capitalismo; la nueva izquierda ahora se proponía combatir la
hegemonía cultural de Occidente y sus supuestos ‘discursos totalizantes’ derivados del predominio de la racionalidad. Ahora, la izquierda
concentraba sus esfuerzos en la liberación cultural, y estimaba que la imposición de valores ajenos a una sociedad constituía la peor
forma de explotación.
Además, los sucesos de 1968 en Europa terminaron de darle impulso a este nuevo giro de la izquierda. En Francia, hubo una revuelta
estudiantil. Los estudiantes no reclamaban propiamente reivindicaciones laborales u otras exigencias típicas de la izquierda, sino más
bien manifestaban una inconformidad con cualquier sistema dominante. Al principio, el movimiento generó entusiasmo en algunos
sectores de la sociedad, pero eventualmente vino a apreciarse como una suerte de aglutinación de rebeldes sin causas, al punto de que
el Partido Comunista Francés retiró el apoyo a los estudiantes, y optó por respaldar al gobierno. Un creciente sector de jóvenes empezó a
considerar que la vieja izquierda no respondía a sus inquietudes.
Asimismo, el manejo brutal de la revuelta estudiantil en Checoslovaquia ese mismo año, y la invasión soviética, hizo pensar a un sector
de la izquierda que la U.R.S.S., al abrazar el progreso científico y el predominio de la técnica y la racionalidad (evidentes en la exploración
espacial, por ejemplo), se estaba convirtiendo en un terrible sistema totalitario. Y, de nuevo, esto motivó que un creciente sector de la
izquierda se volcara hacia el postmodernismo.
Una vez más, los términos ‘derecha’ e ‘izquierda’ dieron un giro insólito. Antaño, los derechistas liberales y los izquierdistas compartían
una adscripción a los ideales universalistas de la Ilustración, y a los principios de la Revolución Francesa, en fin, una mutua adscripción a
la modernidad; a partir de ello, tanto la derecha liberal como la izquierda repudiaban las tradicionales instituciones del Ancien régime.
Ahora, muchos izquierdistas repudiaban como opresivos los ideales de la Ilustración, y consideraban un fracaso el proyecto moderno. En
función de eso, terminaron apoyando movimientos en contra de la hegemonía cultural del Occidente moderno, incluso si eso implicaba el
apoyo de teocracias, monarquías y regímenes con instituciones muy parecidas a las del Ancien régime en Europa. Quizás el caso más
emblemático resultó el apoyo izquierdista de la revolución islámica de Irán en 1979: en su desdén por el predominio cultural de Occidente,
muchos izquierdistas apoyaron al régimen de los ayatolás, amparado en una visión teocrática del mundo, afín a las antiguas
concepciones del derecho divino, y prescindiendo de un cultivo de las más elementales libertades y principios políticos defendidos
durante la Revolución Francesa.
Después de casi dos siglos, muchos izquierdistas apoyaban versiones no occidentales del Ancien régime, a la manera en que los
reaccionarios lo hacían en el siglo XIX. Los izquierdistas postmodernistas y los derechistas reaccionarios compartían, entonces, un
desdén por la modernidad y un anhelo por instituciones tradicionales. Pues, el foco de interés ya no era si esas instituciones oprimían a
las clases más desfavorecidas en sus respectivas sociedades, sino cómo esas sociedades, en la medida en que conservaban esas
instituciones, mantenían su integridad cultural y resistían la intromisión de valores modernos impuestos por vía del imperialismo.
La izquierda postmodernista ha sustituido así la lucha contra el capitalismo por la lucha en contra de la hegemonía cultural del Occidente
racionalista y moderno. Los nuevos izquierdistas han acertado en comprender que el capitalismo es un sistema de origen occidental, y en
la medida en que los pueblos no occidentales resistan la influencia cultural occidental, también resistirán al capitalismo. Pero, los nuevos
izquierdistas han sido muy torpes en no comprender que el socialismo es en sí mismo un sistema de origen occidental (Fourier, Saint
Simon, Marx y Engels todos procedían de países europeos), y que en la medida en que se alienta una resistencia a la hegemonía cultural
de la racionalidad occidental, también se alienta una resistencia al mismo socialismo, a favor de sistemas de opresión pre-capitalistas.
La bandera de la izquierda postmodernista no es ya propiamente el socialismo, sino el abandono de la racionalidad moderna, y la
conservación de las culturas frente al crecimiento de la civilización occidental. Y, en función de eso, ha venido a ser ‘derechista’ todo
aquel que favorezca la hegemonía cultural del Occidente moderno y racionalista en el mundo entero. La misma noción de progreso es

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ahora interpretada como una ideología derechista que sirve de excusa para colonizar y atropellar a los pueblos no occidentales. A partir
de eso, los nuevos izquierdistas estiman que la manera de liberar a los no occidentales es propiciando la conservación de sus ancestrales
formas de vida. Como corolario, estos nuevos izquierdistas se hacen llamar ‘liberales’ y tachan de ‘conservadores’ a sus oponentes, sin
caer en cuenta que es mucho más conservador quien, precisamente, busca conservar antiguas costumbres y creencias.
El multiculturalismo (el movimiento que valora a todas las culturas por igual) es así parte integral de la nueva izquierda. Frente a las
pretensiones universalistas tanto de los derechistas liberales como de los primeros socialistas, el multiculturalismo defiende a ultranza la
diversidad y la particularidad de cada pueblo (de nuevo, muy en concordancia con el rechazo postmodernista a lo universal). Bajo esta
ideología, ninguna cultura está en el derecho de imponer, ni siquiera de persuadir, sus costumbres y creencias a otros pueblos. Y, ello
parte del principio de que ninguna cultura es superior o mejor que otra. Todas las culturas tienen el mismo valor, todas deben ser
respetadas por igual. En la medida en que las culturas renuncien a sus pretensiones de extender sus costumbres y creencias a otras
culturas, cesará la explotación y las guerras.
Es hora de admitir que el postmodernismo ha traicionado a la izquierda clásica. La antigua izquierda pudo haber propiciado el
totalitarismo y la estagnación económica en la U.R.S.S. y sus Estados satélites, pero al menos, los antiguos izquierdistas tenían firmes
convicciones y estaban dispuestos a erradicar la explotación en el mundo. Pero, la nueva izquierda, al convertir en un fetiche a la cultura,
la diversidad y el rechazo a la racionalidad moderna, está propiciando totalitarismos peores que el estalinista: en la medida en que
rechaza el universalismo y celebra la diversidad cultural a toda costa, y admite el valor de las tradiciones sean cuales sean, está
marcando un regreso a la más rancia derecha reaccionaria del siglo XIX. Es trágicamente sorprendente que la izquierda decimonónica,
fundamentada en el socialismo científico, sea ahora traicionada por una izquierda postmodernista que niega que la ciencia sea superior a
supersticiones como la homeopatía o el Feng Shui.
No es necesario ser derechista para afirmar la superioridad de la ciencia y la racionalidad, y para sostener la necesidad que el planeta
entero tiene en asimilar muchísimas prácticas y creencias originarias del Occidente moderno. Esto ha dejado de ser un tema de derechas
e izquierdas, y se ha convertido más bien en un tema sobre si debemos llamar al pan, ‘pan’, y al vino, ‘vino’. Desde el siglo XIX, los
derechistas liberales y los socialistas habían convenido en lo más elemental: la ciencia es mejor que el mito, la tecnología es mejor que la
artesanía, la racionalidad es mejor que la irracionalidad. Pero, ahora, la izquierda postmodernista pretende alterar lo que antes resultaba
tan elemental.
Hoy existe la tentación de meter en el mismo saco izquierdista a Marx y Engels con postmodernistas como Derrida o Foucault
(tristemente, este último defendió el régimen ultraconservador de los ayatolás en Irán, algo insólito para un supuesto izquierdista). A
riesgo de especular, estimo que, de estar vivos, Marx y Engels se resentirían por ello. El oponerse al postmodernismo está muy lejos de
abrazar el capitalismo y renunciar a las pretensiones de propiciar una revolución socialista. Es perfectamente viable adherirse a la
promoción del socialismo y a la vez adherirse a los valores modernistas. La ciencia, la racionalidad y el predominio cultural de Occidente
serían precisamente los medios para acabar con la explotación y la miseria en el mundo. Las ideas modernistas serían, por así decirlo,
armas para la revolución.
La izquierda ha sido usada y abusada por charlatanes que quieren convencer a la clase trabajadora de que el abandono de lo que ellos
llaman ‘discursos totalizantes’ finalmente los librará de la explotación. Si la izquierda quiere recuperar algún prestigio tras el fracaso de la
experiencia soviética, debe empezar por retomar la herencia de la modernidad, y resistir la tentación postmodernista de oponerse al
predominio de la racionalidad y a toda forma de sistema. No fue la racionalidad, sino la falta de ella, la que condujo a los campos de
concentración estalinistas y el totalitarismo. Cualquier persona pensante hubiese comprendido que el totalitarismo habría sido una
monstruosidad moral, y que hubiese resultado perjudicial desde todo punto de vista. Fue precisamente el abandono del pensamiento
racional lo que condujo a las atrocidades de Hitler y Stalin.
El hecho de que en el Holocausto se hubieran empleado técnicas sofisticadas de exterminio no implica que semejante monstruosidad
haya sido propiciada por el predominio de la racionalidad. Fue, en todo caso, una empresa profundamente irracional que se valió de
algunas técnicas racionales. El Holocausto ocurrió porque se abandonaron los ideales modernistas. Si se hubiese asumido a plenitud el
modernismo, se habría comprendido que el exterminio de seis millones de personas era la cumbre de lo absurdo. De hecho, no es casual
que el pensamiento de Nietzsche y Heidegger, dos de las vacas sagradas del postmodernismo, fuera entusiastamente abrazado por los
nazis.
Afortunadamente para la izquierda, queda una luz al final del túnel. Algunos intelectuales de izquierda han reconocido que el rechazar al
proyecto modernista no ayudará en nada a la clase trabajadora, ni contribuirá a construir una sociedad más justa e igualitaria. Antes bien,
estos intelectuales reconocen que el camino a la felicidad está en la misma continuidad de la modernidad, y no en su ruptura. El más
emblemático de estos intelectuales es el alemán Jurgen Habermas. A su juicio, la modernidad es aún un proyecto incompleto que no
puede considerarse como fracasado. Antes bien, para asegurar su éxito, es necesario asumir a plenitud la mentalidad modernista.
Podemos admitir, sostiene Habermas, que en varias instancias, el modernismo ha tenido algunas desviaciones. Pero, estas desviaciones
han conducido al abandono de la misma modernidad. Lo necesario, entonces, es hacer retomar a la modernidad su camino inicial:
ciencia, orden, progreso, racionalidad, técnica.
Para leer más… BLOOM, Alan. The Closing of the American Mind. New York: Simon & Schuster. 1988. El célebre crítico cultural Alan
Bloom manifiesta su desdén con las actitudes de los jóvenes universitarios de finales del siglo XX. A pesar del renombre de esta obra,

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hasta donde tengo conocimiento, no ha sido traducida al castellano. REVEL, Jean Francois. El conocimiento inútil. Madrid: Austral. 2007.
Una colección de ensayos, en varios de los cuales se reseñan los giros históricos de la izquierda. Capítulo 2 El odio a la Ilustración
El filósofo alemán del siglo XVIII, Immanuel Kant, tiene una merecida reputación como uno de los más difíciles de leer. Quizás en esto,
se parezca a los postmodernistas, a pesar de que el consenso entre los historiadores de la filosofía es que Kant es entendible con cierto
esfuerzo, y la dificultad para entenderle no procede de su oscurantismo, sino de la profundidad de su pensamiento; mientras que buena
parte de los postmodernistas son deliberadamente oscuros.
Pero, en 1784, Kant escribió un breve panfleto sumamente claro que suele emplearse entre estudiantes como introducción a su
pensamiento. El título de ese panfleto es ¿Qué es la Ilustración? Entre otras cosas, el panfleto es conocido por exhortar a la juventud con
la frase latina “Sapere aude!”, “¡atrévete a conocer!”. Hoy, esa exhortación resulta trivial en extremo. Por doquier, se nos exhorta a
estudiar y conocer el mundo. Pero, en época de Kant, el asunto era distinto.
Hasta el siglo XVIII, se había mantenido en Occidente la noción de que el hombre es un ser caído, contaminado por el pecado original.
La falta supuestamente cometida por Adán había dejado una mancha entre todos sus descendientes, y por ello, los seres humanos
estamos muy lejos de ser perfectos. Dada nuestra susceptibilidad e imperfección, se creía, nunca podríamos conseguir la felicidad por
cuenta propia.
Puesto que somos seres caídos, necesitamos de la guía de alguna autoridad superior que nos encamine por los senderos de la dicha.
El hombre necesita de Dios. Sin Dios, el hombre sería una oveja perdida. Para retomar su rumbo, el hombre necesita la conducción de un
pastor. Por ello, no conviene tratar de resolver todos nuestros problemas en apelación al uso de la razón. Ciertamente, se estimaba, la
razón puede ayudarnos a resolver algunos problemas. Pero, a la larga, no contamos con las facultades racionales (dada nuestra
condición caída) como para resolver todo. Por ello, al final debemos suspender el uso de la racionalidad, a favor de la fe. Mediante la fe,
depositamos nuestro destino en alguna autoridad, y es precisamente en la medida en que somos guiados, como llegaremos al destino
deseado.
Kant señalaba que así se comportan los niños. Los infantes no tienen control de sus propias vidas, precisamente porque aún no han
desarrollado a plenitud sus facultades racionales. Por ello, deben dejar que otros decidan por ellos. Kant, quien escribía hacia finales del
siglo XVIII, estimaba que, después de un siglo de tantos avances, ya había llegado la hora para que la humanidad abandonara su minoría
de edad, y se empezara a comportar como un adulto. En sus propias palabras, “la Ilustración es la salida del hombre de su minoría de
edad”. Kant entendía la Ilustración como el momento de la historia en el que los seres humanos ya no se dejarían conducir por una
autoridad superior, y asumirían las riendas de su propio destino.
Los historiadores de la filosofía no tienen muy claro si Kant creía o no en Dios, pero al menos sí tienen claro que Kant defendía el
empleo de la razón por encima del privilegio que antaño se depositaba sobre la fe. Independientemente de si Dios existe o no, Kant
estimaba que había llegado el momento en que el hombre debía asumir por cuenta propia la resolución de sus problemas, mediante el
uso de la razón. Los hombres grandes son aquellos que desarrollan un criterio autónomo mediante el empleo de la racionalidad, y el
deseo de conocer el mundo.
Suele apreciarse a Kant como el representante más tardío del movimiento que ha venido a conocerse como la ‘Ilustración’. Lo mismo
que el postmodernismo, la Ilustración fue un movimiento bastante amplio, y quienes lo conformaron, sostenían puntos de vista diversos e
incluso a veces opuestos entre sí. Pero, el término ‘Ilustración’ sirve como aglutinante del movimiento intelectual propio de la Europa del
siglo XVIII, el cual eventualmente sentó las bases para la Revolución Francesa y la era moderna.
‘Ilustración’ viene de ‘lustrare’, el verbo en latín que significa ‘hacer brillar’. A inicios del siglo XVIII, se empezó a concebir la idea de que,
hasta ese momento, la humanidad había permanecido en una época de oscuridad. Desde Platón, el conocimiento ha sido asimilado a la
luz, y los forjadores de la Ilustración continuaron esta metáfora. A su juicio, Occidente había estado sumido en una época en la cual el
conocimiento derivado del uso de la razón había estado sometido a los límites de la fe y la religión. Había llegado el momento de sacar a
la humanidad de esa época oscura en la que se había abandonado el deseo de conocer el mundo, y retomar el camino de la racionalidad.
Así, estos forjadores se empezaron a autodenominar ‘las luces’ y ‘los ilustrados’, y hoy suele identificarse el siglo XVIII como el ‘siglo de
las luces’.
A juicio de los ilustrados, Roma y Grecia habían sido algo así como una edad dorada. Dos siglos antes, en el Renacimiento, los artistas
también habían propiciado un vuelco a Grecia y Roma, pero más en un plano estético. Los ilustrados pretendían reivindicar más bien el
legado racionalista grecorromano, el cual había caído en declive durante la Edad Media, como consecuencia del auge del poder político
de la Iglesia, y el predominio de la fe como límite al uso de la razón. Probablemente los ilustrados exageraron los méritos de Grecia y
Roma y los vicios de la Edad Media (el término ‘Edad Oscura’, probablemente muy impreciso, es debido a los ilustrados), pero en líneas
generales, se proponían un florecimiento de la racionalidad que, sin duda, había sido limitada durante la Edad Media.
Los siglos previos al XVIII había sido una época de grandes transformaciones sociales. Un siglo antes, se habían sentado las bases del
método científico. A partir de ese momento, se contaba con una serie de reglas que permitiría a los investigadores descubrir las leyes de
la naturaleza: observar la naturaleza, sistematizar los datos, establecer relaciones, formular hipótesis, someterlas a verificación mediante
la experimentación, elaborar predicciones, etc. Muy pronto, este método empezó a ofrecer resultados muy beneficiosos, y se empezó a
adquirir una confianza en que este tipo de aproximaciones analíticas, en vez de las especulaciones basadas en la fe, podrían acercarnos
más al conocimiento del mundo.

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Al mismo tiempo, el poder eclesiástico entraba en declive. Por supuesto, seguía existiendo la Inquisición, y pocas personas osaban
declararse abiertamente ateas. Pero, el poder civil fue creciendo y opacando a las autoridades eclesiásticas. Las autoridades civiles no
eran propiamente ejemplos de tolerancia y libertad, pero al menos permitieron una mayor secularización de la vida pública. Con esto, el
privilegio de la fe empezó a ceder, y se abrió paso a la valoración del uso autónomo de la razón. Y, si bien los sistemas políticos
predominantes fueron monarquías absolutistas, la apertura de mayores espacios de discusión permitió un eventual cuestionamiento del
despotismo que caracterizaba a la mayoría de las naciones europeas.
Unos siglos atrás, se había empezado también una etapa de exploración de territorios en América, África y Asia. Después de varios
siglos de aislamiento, las sociedades europeas empezaron a entrar en contacto con sociedades de otras latitudes. Ello permitió dejar
atrás el provincialismo característico de la Edad Media, y se propició un mayor espíritu cosmopolita. En el siglo XVIII, los ilustrados tenían
la posibilidad de comparar sus sistemas políticos, sociales y económicos, con los de otras civilizaciones, a fin de evaluar cuáles habrían
sido los resultados de cada tipo de organización social.
La exploración de otros territorios también propició la expansión de redes comerciales. La Edad Media se había caracterizado por el
predominio del feudalismo, un sistema que no permitía mayor movilidad comercial entre poblaciones, y en los siglos sucesivos, se
conformó un Estado mercantilista que regulaba a toda costa las relaciones económicas, y ponía severos límites a los mercados. A medida
que las naciones europeas fueron extendiendo sus dominios en ultramar, se fueron propiciando mayores libertades económicas que
desembocaron en un incremento dramático del flujo comercial. Y, como es de esperar, el comercio hace fluir no sólo bienes, sino también
ideas. Así, la expansión comercial también sentó las bases para una sociedad que terminara por abrazar el espíritu de la Ilustración.
Las condiciones estaban dadas, entonces, para que surgiera un movimiento intelectual de gran envergadura. Si bien la Ilustración tuvo
acogida en varios países europeos, Francia fue el país que llevó la batuta. Fue la misma nobleza francesa la encargada de apadrinar a
muchos de los autores que eventualmente se convertirían en las figuras más renombradas de este movimiento (irónicamente, la misma
Ilustración inspiró el derrocamiento de la monarquía y buena parte de la nobleza francesa en 1789). Los nobles impulsaron el
establecimiento de salones y cafés en las grandes ciudades europeas para discutir temas filosóficos, propios del espíritu de la Ilustración.
Los ilustrados se caracterizaron por abrazar una visión optimista del mundo. La mayoría terminó por rechazar la antigua doctrina
cristiana del pecado original. Antes bien, los ilustrados asumían que el hombre era bueno, y que a partir de ello, es posible construir una
sociedad que conduzca a la paz, la prosperidad y la felicidad. Si bien ya se habían formulado algunas utopías antes de la Ilustración, los
movimientos utópicos del siglo XIX tienen una gran deuda con los filósofos del siglo XVIII.
Además, los ilustrados confiaban en que la razón autónoma era suficiente para resolver los problemas que se le planteaban a la
humanidad; no era necesario encomendarse a ninguna divinidad o a sus representantes. De nuevo, esto manifestaba un espíritu
profundamente optimista, pues se confiaba en que la naturaleza humana es lo suficientemente buena como para asegurar su propia
felicidad.
Es cierto que Voltaire, el filósofo más emblemático de la Ilustración, escribió Cándido (su obra más famosa) como una parodia del
optimismo: el héroe epónimo de la novela sufre toda clase de desgracias, lo suficiente como para poner en duda que el hombre es bueno.
Pero, en realidad Voltaire tenía en mente ridiculizar el optimismo metafísico de Leibniz, según el cual vivimos en el mejor mundo posible,
pues ha sido creado por Dios. Si bien Voltaire ridiculizaba el optimismo metafísico de Leibniz, conservaba la esperanza de que, algún día,
este mundo mejoraría mediante el empleo de la razón.
Como corolario de su optimismo, los ilustrados confiaban en que la humanidad estaría encaminada por la vía del progreso. Cada vez
más, las sociedades irían perfeccionando su conocimiento y dominio de la naturaleza, e irían acercándose a la felicidad. Atrás quedaría la
época de barbarie y oscurantismo. A veces se ha acusado a los ilustrados de ser ingenuos en su noción progresista. Varios de ellos
ciertamente pecaron de ingenuidad, al creer que la humanidad llegaría muy pronto a un estado idílico. Pero, otros ilustrados sostuvieron
la noción de progreso, no propiamente como un anuncio respecto a lo que estaba por suceder, sino como una exhortación a tratar de
mejorar la vida humana, respecto a épocas pasadas. La noción de progreso permitió defender la idea de que hay sociedades más
deseables que otras, y que debemos encaminarnos hacia las primeras. Y, si bien no se evidencia un progreso lineal en todas las facetas
de la vida, sí podemos reconocer que, en general, las condiciones de vida hoy son mucho más óptimas que las que imperaban en la Edad
Media.
Los ilustrados estimaban que sólo el uso irrestricto de la racionalidad podría conducirnos por la vía del progreso. Por ello, atacaron
consistentemente el pensamiento religioso y sus instituciones derivadas. Se empezaron a atacar los dogmas. Para sostener una creencia,
ya no sería suficiente apelar a una autoridad. Apelar a una autoridad para defender una creencia era precisamente el tipo de inmadurez
que Kant denunciaba. La fe es el refugio de los perezosos que no quieren pensar por cuenta propia.
Esta invitación al empleo de la racionalidad condujo a importantísimos aportes en la epistemología, la lógica y las ciencias en general.
Gottfried Leibniz, por ejemplo, sentó las bases para el cálculo, y estableció varios principios lógicos. John Locke defendió
consistentemente el empirismo, a saber, la postura según la cual, la mejor forma de conocer el mundo es mediante la evidencia
procedente de la experiencia (dejando así en un segundo plano a la fe).
Se empezaba a cuestionar las antiguas creencias aceptadas acríticamente. Nació así el escepticismo moderno, a saber, la actitud de
desconfianza frente a alegatos no bien sustentados. David Hume, el más emblemático de los escépticos, rechazó como irracional la
creencia en los milagros, pues a su juicio, siempre será más probable el error o el falso testimonio, que el mismo hecho milagroso.

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La religión sufría ataques por muchos frentes. Voltaire ridiculizaba el fanatismo de los musulmanes (y, con ello, implícitamente
ridiculizaba al fanatismo cristiano). También Voltaire criticaba ácidamente a la Inquisición. Diderot denunciaba los maltratos que recibían
las monjas en los conventos. Hume señalaba la debilidad de muchos argumentos a favor de la existencia de Dios, y postulaba que el
origen de las religiones estaba en el miedo.
El ateísmo moderno nació con la Ilustración. Pero, en realidad, la mayoría de los ilustrados no fueron ateos en pleno sentido. Antes bien,
defendieron el deísmo, la postura según la cual Dios creó el mundo, pero desde entonces no ha intervenido más. Y, como corolario, los
deístas postulaban que puede defenderse la existencia de Dios, sólo sobre las bases de la razón, y no sobre las bases de la fe. Esto
condujo a un ataque persistente a las pretensiones de la teología como disciplina de estudio. Ningún conocimiento podía asumirse como
verdadero bajo la pretensión de que procedía de alguna revelación divina o autoridad eclesiástica. Para conocer el mundo, sería
necesario emplear la razón autónomamente, y esto restringía seriamente el alcance de la teología. A lo sumo, la teología que quedó
salvaguardada fue la teología natural, aquella que pretende emplear la razón para pronunciarse únicamente sobre la existencia de Dios.
Así, algunos ilustrados sostenían que Dios no existe, mientras que otros sostenían que Dios existe, pero que no interviene en el
funcionamiento del mundo. Esto condujo a una concepción mecanicista del universo. Se postuló que el universo es una gran máquina
regida por las leyes de la física. Muchos ilustrados se inclinaron hacia un materialismo: todo cuanto existe es materia, y ninguna fuerza
espiritual interviene para propiciar los fenómenos del universo. Esto conduciría a la incómoda conclusión de que los seres humanos
somos también una suerte de máquinas regidas por leyes físicas. Si bien pocos ilustrados llegaron a defender una postura como ésta, el
barón D’Holbach sí defendió la idea de que todo en el universo está determinado por las leyes de la naturaleza, y que por ende,
realmente no podemos considerarnos libres.
Los ilustrados también despreciaron la intolerancia religiosa. Unos siglos atrás, Europa había sido devastada por guerras religiosas. Esto
colocó en alerta a los ilustrados respecto a la importancia de la libertad de expresión, y la tolerancia frente al disenso. Una de las frases
más emblemáticas de Voltaire es: “no estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo”.
La ética religiosa tampoco escapó a los ataques de los ilustrados. Se empezó a postular la necesidad de abrazar una ética autónoma.
Kant, por ejemplo, formulaba un imperativo categórico que permitiera a los seres humanos saber discernir qué es lo bueno, a partir de la
consideración de que debe obrarse como si la acción fuese universalizada. Kant, como casi todos los ilustrados, postulaba la necesidad
de considerar racionalmente las decisiones éticas. Atrás quedaba también la ética procedente del mandato divino, y la justificación moral
con base en el miedo al castigo divino. Incluso, se empezaba a aceptar la idea de que el egoísmo y el hedonismo podrían tener
justificación moral. La Edad Media había llegado a valorar el dolor intrínsecamente (no en vano, fue durante esa época cuando surgieron
los flagelantes); los ilustrados, por su parte, defendían la búsqueda del placer, y la mayoría de ellos habían alcanzado posiciones sociales
acomodadas. Nada de esto implicaba, a juicio de los ilustrados, el colapso de la moral. Antes bien, lo moral es precisamente el esfuerzo
por hacer coincidir el placer propio con el placer de los demás. Así, por ejemplo, Helvetius defendía un ‘egoísmo ilustrado’: quien
realmente busca el bienestar propio, debe ilustrase y comprender que el placer propio se consigue en la medida en que se busca el
placer de los demás.
En el plano político, la Ilustración también tuvo grandes implicaciones. El ataque a las bases de la religión inevitablemente condujo a
criticar la doctrina del derecho divino, según la cual la autoridad de los gobernantes procede directamente de Dios. Locke y Rousseau
adelantaron la noción según la cual la autoridad política procede de un contrato social. Montesquieu se opuso a las monarquías
absolutistas (amparadas en la noción de derecho divino), y propuso en cambio una forma de gobierno en la cual los poderes fueran
balanceados.
El siglo XVIII fue el germen del liberalismo. Así como se enalteció la autonomía racional de los seres humanos, también se empezó a
enaltecer el valor de la libertad. El gobierno debería interferir lo menos posible en las decisiones individuales de los ciudadanos. Se
empezó a postular la importancia de que cada individuo conserve su integridad frente al poder aplastante de la colectividad. Si bien no
todos los ilustrados se opusieron a las monarquías, por lo general, favorecían formas republicanas de gobierno.
También los ilustrados abrazaron las ideas igualitaristas. Las jerarquías existentes en la sociedad no serían de orden natural. Si bien
pueden existir diferencias entre los talentos de las personas, todos los seres humanos tienen más o menos las mismas características. Si
bien pocos ilustrados propusieron una sociedad absolutamente igualitaria (eso vendría un siglo después, con los comunistas), sí
defendieron la idea de que todos debería ser iguales ante la ley, y tener más o menos las mismas oportunidades para desarrollar sus
potencialidades.
Asimismo, la Ilustración fue fundamentalmente un movimiento cosmopolita. Los más célebres filósofos de aquel movimiento se reunían
en París, Londres, y otras metrópolis europeas que recibían a visitantes de otros continentes. El contacto con otras sociedades propició
que los ilustrados abrazaran el universalismo en todas las facetas de su pensamiento. Algunos siglos atrás, por ejemplo, aún se discutía
si los nativos de América tenían alma o no (por implicación, se discutía si eran propiamente seres humanos o no). Los ilustrados
abrazaron entusiastamente la unidad de la especie humana.
Y, como tal, estimaban que los valores que ellos defendían serían aplicables, no sólo a la idiosincrasia europea, sino a todos los
habitantes del planeta. Todos los seres humanos, desde el comerciante en Ámsterdam, hasta el emperador chino y el guerrero guaraní,
tenían la capacidad y la obligación de abrazar la racionalidad y dejar atrás la infancia de la humanidad. Todos los pueblos del mundo
debían embarcarse en el sendero del progreso mediado por el empleo de la racionalidad, el abandono de la fe, el control de la naturaleza,

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etc. El universalismo resultó, entonces, un corolario del igualitarismo: puesto que existe una mínima igualdad entre los seres humanos, los
valores defendidos por la Ilustración tienen alcance universal.
Resultó natural, entonces, que este universalismo condujera a la Declaración de los Derechos del Hombre en 1789. Esta declaratoria
promulgaba un mínimo de derechos a todos los seres humanos, en cualquier rincón del planeta. Eventualmente, esto sería aún más
elaborado siglo y medio después, con la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, una vez más ratificando el legado universalista
de la Ilustración.
Incluso, este universalismo ya era prominente en la defensa de la razón y el progreso científico. Los ilustrados defendieron a ultranza el
descubrimiento de las leyes de la naturaleza, las cuales se asumía tendrían validez universal (es cierto que Hume advertía que nunca
podremos estar seguros respecto a la universalidad de las leyes de la naturaleza, pero el mismo Hume admitía que, a efectos
pragmáticos, tentativamente se podía asumir su conocimiento). Cuando Newton postuló la ley de gravedad, asumía que ésta era
universal. No postulaba que en Cambridge las manzanas caían de los árboles, pero que en Caracas se mantenían flotando en el espacio
(como veremos, bochornosamente algunos postmodernistas han llegado a asumir que la ley de gravedad no es universal, sino una
‘construcción social’); antes bien, la ley de gravedad es universal.
El universalismo, el racionalismo, y la exhortación al conocimiento, también se manifestaron en el producto cumbre de la Ilustración, la
enciclopedia. Diderot y D’Alambert organizaron un gigantesco esfuerzo por elaborar un compendio de todas las áreas del conocimiento.
Su pretensión era almacenar en varios volúmenes datos suficientes como para formular teorías que tuvieran alcance universal, y
estuviesen a la disposición de cualquier persona que deseara ilustrarse sobre cualquier tema. Los artículos estaban escritos con mucha
agudeza, pero a la vez, con la suficiente claridad como para que cualquier persona pudiese ilustrarse sobre las distintas áreas del saber.
A partir de entonces, el conocimiento estaría disponible al alcance de todos, de manera tal que ya no reposara sobre la autoridad de los
dogmas.
***
La Ilustración encontró su máximo apogeo en el siglo XVIII, pero de ninguna manera ha estado confinada a esa época. Hoy, escuchamos
sus ecos. La gran revolución científica y tecnológica del siglo XX es heredera del proyecto intelectual que exhorta a conocer el mundo y
transformarlo. El declive de las teocracias y monarquías, el predominio de sistemas cada vez más democráticos e igualitaristas y los
mayores niveles de tolerancia religiosa, entre otros, son consecuencias políticas de la Ilustración. La primera y más influyente revolución
moderna, la Revolución Francesa, se amparó ampliamente en las ideas de los ilustrados.
En el plano de la filosofía, la Ilustración también ha tenido extensiones en los siglos XX y XXI. En el siglo XIX, los positivistas intentaron
llevar a un extremo el racionalismo, el empirismo y la confianza en el progreso de la humanidad. Los positivistas lógicos del siglo XX
sostuvieron que el lenguaje religioso carece de sentido, y que por lo tanto, deben erradicarse sus pretensiones científicas. Los utilitaristas
de estos dos últimos siglos han abrazado el igualitarismo y el hedonismo, en clara continuidad con muchas de las ideas éticas de la
Ilustración.
Pero, la Ilustración no ha triunfado del todo. Alguna gente no querrá asumir el proyecto de la Ilustración, probablemente porque, tal como
sostenía Kant, tienen pereza o miedo a pensar por cuenta propia. Así, desde el mismo siglo XVIII, ha habido oposición a las ideas
ilustradas. Allí donde los ilustrados enaltecieron la razón, el universalismo, el progreso y la ciencia; no tardaron en aparecer figuras que
rechazaron esos valores, y prefirieron enaltecer la emoción irracional, el particularismo, la tradición y el pensamiento mágico-religioso. Se
conformó así el movimiento que vino a llamarse la ‘Contrailustración’.
En líneas generales, la Contrailustración fue una reacción posterior a la misma Ilustración. Pero, hubo contemporáneos que ya desde el
siglo XVIII rechazaban los valores promovidos por los ilustrados. Así, por ejemplo, Giambattista Vico fundó una filosofía de la historia
según la cual, cada época y cada pueblo tiene sus propios valores, y no es posible comparar épocas y pueblos distintos, desde un patrón
universal de racionalidad. Allí donde los ilustrados tenían la convicción de que todos los pueblos del mundo marcharían por la senda del
progreso, la razón, la ciencia y la técnica, Vico defendió más bien las particularidades de cada pueblo, y exhortó a juzgar a cada pueblo a
partir de sus propios parámetros. Los ilustrados despreciaron las instituciones medievales; la filosofía de Vico exhortaría más bien a
juzgar a la Edad Media a partir de los propios valores medievales. Vico, entonces, propone rechazar las pretensiones universalistas de la
Ilustración. No hay leyes históricas que dicten el progreso de toda la humanidad. Cada pueblo tiene su propia idiosincrasia, y ésta debe
ser respetada. La noción de progreso supone un fin hacia el cual se dirige (o se debe dirigir) toda la humanidad. Vico rechaza la
existencia de tal fin (y, como corolario, parece rechazar la noción de progreso), y propone más bien que cada pueblo tiene su propio fin.
Por ello, no podemos pretender que todos los pueblos del mundo abracen la racionalidad, la técnica, la ciencia, en fin, los valores
promovidos por la Ilustración.
En el mismo seno de la Ilustración, hubo razonamientos someramente similares. Suele incluirse a Jean Jacques Rousseau como un
representante de la Ilustración, pero una revisión más minuciosa de la historia de las ideas más bien debería retratar a Rousseau como el
Caballo de Troya de la Ilustración: haciéndose pasar por ilustrado, en realidad terminó por ser uno de los forjadores de la
Contrailustración.
Rousseau defendía la idea de que la civilización ha traído muchos males, y que el hombre incivilizado es mucho más benigno y feliz. Así,
la civilización ha traído la racionalidad, la ciencia y la técnica, pero resultó mucho más conveniente vivir en un estado natural, muy
cercano al comportamiento animal. Allí donde los ilustrados tenían gran confianza en las ventajas que podría traer el dominio de la

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naturaleza y la exhortación al conocimiento, Rousseau era pesimista al respecto, y postulaba, por ejemplo, que la ciencia cura algunas
enfermedades, pero genera más males de los que resuelve.
Lógicamente, Rousseau estimaba que los hombres que vivían en condiciones primitivas en América y África, eran más felices y loables
que los europeos. Nació así la nostalgia por la vida primitiva, frente a la racionalidad de la vida moderna. Evaluaremos en el capítulo 8 si
esas sociedades primitivas en realidad son idílicas.
Inclusive algunos de los más grandes representantes de la Ilustración esbozaron algunas ideas similares, respecto al valor de
sociedades no europeas. Diderot, por ejemplo, suponía que los tahitianos vivían en mejores condiciones que los europeos. Montesquieu
daba vida a unos personajes persas que se burlaban de las absurdas costumbres europeas. Se forjó así el mito del buen salvaje: se
crearía una imagen romantizada de todo aquello que procediese de culturas exóticas. Y, puesto que en el mundo ajeno a Europa no
predominaba la racionalidad, la ciencia y la técnica, se empezó a constituir la idea de que el abandono de la racionalidad ilustrada podría
resultar loable.
En realidad, Diderot y Montesquieu (pero, presumiblemente no Rousseau) pretendían criticar las irracionalidades existentes en Europa.
Y, puesto que no se atrevían a hacerlo abiertamente por temor a la censura y otras formas de control, prefirieron ridiculizar a los
europeos, contrastándolos con las supuestas sociedades idílicas de otras latitudes.
Es curioso que, de todos los filósofos del siglo XVIII, los revolucionarios franceses dedicaran especial atención a Rousseau, y éste se
convirtiese en la principal inspiración para los partidos que, una vez destronado Luis XVI, asumieran el poder. En el plano político,
Rousseau había defendido entusiastamente la idea de que la soberanía del gobernante procede de un contrato social. Esto sirvió para
que los revolucionarios cuestionasen la autoridad monárquica, y forjasen un gobierno republicano.
Pero, Rousseau también defendió algunas ideas muy peligrosas. Sostuvo que la ‘voluntad general’ debe imponerse frente a los
disidentes, y que éstos deben ser aplastados por la colectividad. Incluso, sostenía Rousseau, un Estado puede atribuirse la facultad de
someter a sus ciudadanos en nombre de la libertad, pues aun si los ciudadanos no saben ser libres, el Estado debe obligarlos a serlo. No
es muy difícil apreciar cómo esto sirvió de germen ideológico para regímenes que, en nombre del pueblo y la libertad, aplastaran a toda
forma de disidencia.
De hecho, así ocurrió en la Revolución Francesa. El partido de los jacobinos no tardó en perseguir a los disidentes, e imponer un régimen
autocrático que desembocó en un escandaloso número de ejecuciones, y todo tipo de abusos y atropellos. El entusiasmo que en un
principio hubo a favor de la Revolución Francesa menguó rápidamente, como consecuencia de estos atropellos.
Ha sido un lugar común acusar a la Ilustración de haber inspirado este triste episodio. Pero, visto con mayor rigor, quienes perpetraron
todos estos crímenes se habían inspirado en las ideas de Rousseau, la oveja negra de la Ilustración. Es mucho más plausible argumentar
que no fue la Ilustración, sino el germen contrailustrado y totalitario de Rousseau, lo que condujo a las atrocidades de Robespierre y los
jacobinos.
La ola de terror producida por los jacobinos hizo perder confianza en las virtudes de la Ilustración. Y, una vez que Napoleón asumió el
poder y sometió a Europa a terribles guerras, más desilusión hubo respecto a la Ilustración. Especialmente en los territorios alemanes,
empezó a prosperar un nuevo movimiento intelectual que emergería como rechazo a la influencia ilustrada de los franceses.
Empezó así una reacción frente a la razón, y una exaltación de la imaginación, lo poético y lo absurdo, por encima de lo analítico y lo
racional. Y, lo mismo que Vico, estos autores rechazaron las pretensiones universales de la racionalidad. J.G. Hamann, por ejemplo,
sostenía que la razón es presa del lenguaje y sus imperfecciones, y que es un esfuerzo en vano el tratar de sobreponer las distancias
lingüísticas. Cada lenguaje tiene su propia estructura, y cada forma de pensamiento debe ajustarse a ese lenguaje. Es fútil intentar
aproximarse a una racionalidad universal, pues cada lenguaje tiene sus propios esquemas de pensamiento.
Frente a las pretensiones universalistas de los ilustrados, los románticos alemanes defendieron con ahínco las particularidades
insalvables de cada pueblo. Y, a su juicio, el lenguaje es la vía de expresión de cada particularidad; en otras palabras, las diferencias
lingüísticas impiden el predominio de los valores universales a los cuales aspiraban los ilustrados. Wilhelm von Humboldt, por ejemplo,
defendía la idea de que cada pueblo manifiesta su espíritu particular a través del lenguaje, de manera tal que es imposible adoptar un
lenguaje universal de la razón (como, por ejemplo, el de la lógica o la matemática).
Quizás el más emblemático de estos románticos contrailustrados fue J.G. Herder. A este autor se remonta el uso generalizado del
concepto de ‘Volksgeist’, el espíritu del pueblo. A juicio de Herder, cada pueblo tiene su propia idiosincrasia, su propio Volksgeist. Como
sus antecesores contrailustrados, Herder estimaba que el Volksgeist se manifestaba por encima de todo en el lenguaje, aunque también
encontraba expresión en las artes y la poesía.
Herder creía, además, que puesto que cada pueblo tiene su propio Volksgeist que le resulta típicamente característico y le concede
identidad propia, la cultura de cada pueblo debe ser celosamente guardada, y debe evitarse que sea ‘contaminada’ por influencias
foráneas. Así, en la visión de Herder, cada cultura debe mantener su pureza, y debe cerrar el paso a los elementos culturales
procedentes de otras naciones.
No es difícil apreciar cómo Herder es uno de los padres del nacionalismo moderno. A Herder debemos la idea de que cada nación debe
tener sus límites culturales establecidos, a fin de que cada país se distinga culturalmente de los demás. A algunas personas esto puede
resultarles muy hermoso: aparentemente, emerge una gran sublimidad cuando, por ejemplo, un equipo de fútbol gana la Copa del Mundo,
y en honor patrio, los aficionados agitan sus banderas nacionales. Pero, en realidad, el nacionalismo ha causado más daño que
sublimidad: precisamente por el celo de querer mantener la pureza nacional del Volksgeist, ha habido fuertes brotes xenofóbicos.

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El mantener la pureza del Volksgeist como garante de la identidad cultural frente a influencias extranjeras, eventualmente conduce a
nociones de pureza racial. Herder nunca se propuso perseguir minorías étnicas, pero sí debemos ser lo suficientemente analíticos como
para comprender que, el deseo ideológico en el siglo XIX de preservar la identidad cultural alemana frente a las influencias extranjeras,
tuvo bastante incidencia sobre las atrocidades del nazismo. Hitler también quiso a toda costa mantener la pureza del Volksgeist alemán, y
para eso, se propuso eliminar todas aquellas personas que lo ‘contaminaran’.
El rechazo a lo extranjero y la exaltación de las costumbres locales terminó por conducir a Herder a considerar que el proyecto ilustrado
de hacer prevalecer la racionalidad en todas las esferas, quizás se ajuste bien a los pueblos francófonos, pero no a los germanos. Y, en
vista de eso, Herder rechazó las pretensiones universalistas de la razón. Herder prefirió las supersticiones de origen local, que la
racionalidad procedente de los filósofos radicados en ciudades extranjeras. Después de todo, la superstición contribuía a un sentido de
identidad nacional, al fortalecimiento del Volksgeist.
Alguna gente ve esta reacción contrailustrada con entusiasmo. De hecho, marca el inicio de lo que ha venido a llamarse el
‘romanticismo’, el cual hoy cuenta con muchos entusiastas. A la actitud crítica, racionalista y analítica de la Ilustración, se le contrapuso el
predominio de la emoción, sin importar si ésta conduce a cometer locuras. En vez de favorecer el dominio de la naturaleza, los románticos
enaltecieron el contacto con la naturaleza, sin importar si ésta termina por dominarnos. Como contraparte de la secularización, el
romanticismo promovió un regreso al mito y la religiosidad popular; de hecho, intentó impregnar de sublimidad a la Edad Media.
Es un lugar común apreciar todo esto como una reacción quizás ingenua, pero inofensiva. Según este entendimiento, quizás podamos
reprochar a Herder su rechazo a la racionalidad, pero al menos es destacable su intención de querer salvaguardar la felicidad del ser
humano. Por ello, en apariencia, la Contrailustración conserva un halo seductor en mucha gente. Así, ha resultado lamentablemente
común presentar a los ilustrados como pensadores fríos y aburridos, mientras que los contrailustrados son emocionantes y divertidos. Por
emplear una metáfora, los ilustrados son los viejos gruñones que quieren cuidar su salud, mientras que los contrailustrados son los
jóvenes que prefieren ir con el sexo, las drogas y el rock-and-roll.
Pero, la Contrailustración tiene un lado mucho más sombrío. Pues, precisamente en la medida en que se combate el predominio
universal de la racionalidad, se abraza una visión del mundo no muy distinta de la que imperaba en Europa en los siglos anteriores al
XVIII. Y, fue precisamente ésta la pretensión de muchos contrailustrados: hacer regresar a Europa al tipo de sociedad que la Revolución
Francesa había aniquilado. Tal como hemos visto en el capítulo anterior, surgió así en el siglo XIX un movimiento reaccionario. En el
plano político, la reacción era en contra de la Revolución Francesa; pero en el plano ideológico, la reacción era en contra de la Ilustración.
Como alternativa, los reaccionarios promovieron un regreso al Ancién regime. Así, por ejemplo, surgieron figuras como Louis Bonald,
Joseph de Maistre, y para la deshonra hispánica, Donoso Cortés. A diferencia de Herder y Humboldt, estos personajes ya no resultan tan
seductores. Defendieron, en primer lugar, el derecho divino, en contraposición a la idea de contrato social, adelantada por los ilustrados.
Abogaban por un papel protagónico de la Iglesia Católica en la vida política, en contraposición al laicismo ilustrado. Y, de forma general,
desconfiaban profundamente del ejercicio de las libertades políticas. Maistre incluso recomendaba la exaltación de la figura del verdugo,
pues las ejecuciones mantienen atemorizada a la población civil, y así puede conservarse la estabilidad del trono y el altar. En una vena
similar, Cortés recomendaba aplastar las libertades individuales con una ‘dictadura del sable’ que garantizara la continuidad de la
tradición.
El historiador de las ideas Isaiah Berlin ha hecho célebre la tesis, según la cual, el desagrado contrailustrado por la democracia (en
especial el de Maistre) constituye el germen ideológico del fascismo del siglo XX. Probablemente Berlin está en lo cierto. Contrario a lo
que muchas veces se asume, los totalitarismos del siglo XX deben mucho más a la Contrailustración que a la Ilustración. Después de
todo, el totalitarismo fue algo parecido a un regreso a los regímenes absolutistas del Ancién regime, pero con un potencial mucho más
destructivo.
***
Lamentablemente, el vuelco irracionalista picó y se extendió en la segunda mitad del siglo XIX. Los contrailustrados tradicionalistas que
deseaban explícitamente un regreso a las instituciones del Ancién regime fueron apagándose, pero aparecieron nuevas figuras que
abiertamente hacían apología de lo absurdo, o en todo caso, del privilegio de la intuición y la fe por encima de la razón.
Desafortunadamente, muchas de estas figuras conservan popularidad en nuestros días.
Arthur Schopenhauer, por ejemplo, esbozó un sistema metafísico según el cual, la voluntad es el principio rector del universo. La
voluntad, a juicio de Schopenhauer, no conoce los límites de la racionalidad, y por ello, inevitablemente el hombre terminará por
emprender la satisfacción de sus deseos, aun si éstos resultaren irracionales. Alguna gente se ha tomado esto muy en serio, y ha perdido
sus ahorros de toda la vida, en un arrebato voluntarista de ludopatía.
Hubo también, por supuesto, un irracionalismo de corte religioso. Los ilustrados defendieron la primacía de la autonomía racional y el
rechazo a cualquier enseñanza dogmática. Pero, como cabría esperar, algunos herederos de la Contrailustración enaltecieron la fe por
encima de la razón, incluso si muchas creencias resultan absurdas. Personajes como Maistre y Cortés son hoy motivo de vergüenza para
la mayoría de los cristianos, pero algunos irracionalistas cristianos sí son objeto de alabanzas.
El que más destaca entre ellos es el danés Soren Kierkegaard. A juicio de Kierkegaard, los seres humanos no debemos conducir
nuestras vidas por la razón exclusivamente: de vez en cuando, es necesario asumir un salto de fe. Por ejemplo, Abraham escuchó una
voz divina que le ordenó matar a su hijo Isaac. Según Kierkegaard, Abraham es loable por haber abandonado su racionalidad y haberse
decidido a cometer un acto atrozmente absurdo; con ello, vivió auténticamente su fe.

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Hoy, millones de personas se amparan en razonamientos similares para tomar decisiones sumamente absurdas. Viendo en Abraham el
paradigma del héroe de la fe que, convencido de su experiencia religiosa, se deciden a cometer actos que van en contra del más
elemental criterio de racionalidad. En una época, opiniones como las de Kierkegaard resultaban muy vanguardistas; incluso, tuvieron un
profundo impacto sobre uno de los más insignes autores de lengua hispana, Miguel de Unamuno. Pero, el brote de terrorismos religiosos
en fechas recientes debería hacernos apreciar que los terroristas religiosos piensan exactamente de la misma manera en que lo hacía
Abraham (y Kierkegaard): prefieren anteponer el mandato de una voz divina frente a la deliberación ética racional. Resulta claro que el
sueño de la razón produce monstruos; en este caso, los monstruos de la violencia.
Como contraparte del irracionalismo religioso, hubo también un irracionalismo ateo. Friederich Nietzsche fue el más emblemático
representante de esta tendencia. Nietzsche pretendía una ruptura contra todo aquel sistema que impusiera límites a las acciones
humanas. Naturalmente, la religión sería uno de esos sistemas. Pero, también lo serían las instituciones que, a partir de la racionalidad,
pretenden colocarle freno a los acometidos absurdos de la humanidad. Nietzsche no sólo era adversario de la religión, sino también de la
ciencia. Estaba en contra de todo tipo de reglas, y por supuesto, esto incluye las reglas del método científico.
Frente al predominio de lo religioso, la figura de Nietzsche resulta seductora. En nuestra época, muchos jóvenes que proceden de
hogares religiosos adoctrinadores, optan por rechazar la enseñanza religiosa y se amparan en Nietzsche. Es una de las figuras ateas más
populares, especialmente entre los jóvenes rebeldes. Pero, lamentablemente, el ateísmo de Nietzsche no conduce a nada bueno,
precisamente porque, junto a la religión, rechaza a la racionalidad. Es lamentable que el ateísmo nihilista de Nietzsche haya desplazado
al ateísmo ilustrado de Diderot o Bertrand Russell. Nietzsche ha dado un mal nombre al ateísmo, precisamente por las cosas tan
absurdas que defendió.
Nietzsche murió en 1900 (murió enloquecido, dicho sea de paso). Varios filósofos del siglo XX continuaron su irracionalismo. Bergson,
por ejemplo, anteponía la intuición a la racionalidad. Hoy, esto resuena entre mucha gente: a la hora de tomar una decisión, se dejan
conducir por lo que la intuición dicte, sin realmente detenerse a considerar cuál es la decisión más conveniente. Una vez más, semejantes
arrebatos intuitivos han dejado en la ruina a millones de personas, como consecuencia de sus decisiones erradas.
El existencialismo también tuvo inclinaciones irracionalistas. Sartre enaltecía a tal punto la libertad, que en ocasiones sostuvo que era
necesario rebelarse en contra de las reglas de la racionalidad. A Camus le costaba encontrar sentido a la vida, y en ocasiones llegó a
sostener que prefería una vida absurda, que una vida guiada por la racionalidad.
Todo este recorrido irracionalista preparó el camino para la aparición del postmodernismo. El postmodernismo es la versión más reciente
de la Contrailustración. Autores tan dispares como Maistre (un ultracatólico) o Nietzsche (un ateo) comparten su desdén por el empleo a
plenitud de la racionalidad, y en ese sentido, son ubicables en un mismo movimiento contrailustrado. Pues bien, Foucault, Derrida,
Lyotard, Baudrillard y compañía, también pertenecen a ese grupo. Probablemente ninguno de estos postmodernistas defienda
explícitamente un regreso al Ancién regime, al trono y el altar. Pero, sí proceden de esa tradición contrailustrada. Como Herder, rechazan
el universalismo. Como Hamann, rechazan la primacía de lo racional. Como Maistre, rechazan muchos de los valores de la Revolución
Francesa. Como Nietzsche, incurren en una forma de nihilismo.
Gracias al desarrollo de la lógica (tan ampliamente defendida por los ilustrados), hoy sabemos que es una falacia asumir que una
persona es reprochable por el mero hecho de que tenga un parecido o asociación con una persona reprochable. Los lógicos llaman a esto
una ‘falacia de asociación’. No debemos apresurarnos e incurrir en esta falacia al evaluar a los postmodernistas. El hecho de que los
postmodernistas tengan un parecido o asociación con algunos inspiradores del fascismo o el terrorismo religioso (Maistre, Nietzsche o
Kierkegaard, por ejemplo), no los hace reprochable en sí mismos.
Pero, el postmodernismo es fundamentalmente el rechazo más reciente a la Ilustración y el proyecto de la modernidad. Y, parece
inevitable que el rechazo a los valores ilustrados, en especial el predominio de la racionalidad, conduzca a infelicidades, precisamente
porque la suspensión del juicio racional lleva a hacer cosas absurdas, en algunos casos cosas banales como creer que la posición de los
astros influye sobre nuestras vidas, en otras casos cosas gravísimas como matar a seis millones de personas en campos de exterminio.
Así, los postmodernistas no serían meramente unos asociados de los contrailustrados reaccionarios del siglo XIX. Antes bien, los
postmodernistas son los contrailustrados de nuestra época, y como tal, sus ideas resultan, además de falsas, peligrosas.
Es por lo demás sumamente irónico que en apenas dos siglos, Francia haya pasado de ser el país promotor de los ideales de la
Ilustración, a ser el país que más los ataca. Francia es el país de origen de los grandes ilustrados: Voltaire, Diderot, D’Holbach,
D’Alambert y Montesquieu. Pero, también es el país de origen de los grandes gurús postmodernistas: Lyotard, Baudrillard, Foucault,
Derrida, Deleuze. La Contrailustración empezó en la actual Alemania, en parte como consecuencia del rechazo al invasor francés durante
la época napoleónica. A mediados del siglo XX, esta Contrailustración promovió el auge del totalitarismo nazi, y los franceses
heroicamente resistieron la ocupación nazi. Pero, ha resultado lamentable que la tradición ilustrada de Francia venciera en el campo de
batalla, pero fuera vencida en las universidades. Hoy los postmodernistas defienden ideas muy vinculadas a los valores contrailustrados
de los invasores alemanes de mediados del siglo XX. Sería conveniente retomar el legado de Voltaire y sus amigos, y enrumbar
nuevamente a la humanidad por los senderos de la racionalidad, la ciencia y la técnica, a fin de hacerla salir de su infancia de una vez por
todas.
Para leer más…
HABERMAS, Jurgen. El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Katz. 2008. Una entusiasta defensa de la modernidad y la
Ilustración, a cargo de un eminente filósofo.

17
SEBRELI, Juan José. El olvido de la razón. Editorial Sudamericana. 2006. Un recorrido crítico por el auge de las doctrinas
irracionalistas opuestas a la Ilustración.
Capítulo 3 El obscurantismo postmodernista
Un gran filósofo postmodernista del siglo XX ha escrito lo siguiente: “si examinamos el realismo socialista, enfrentamos la siguiente
decisión: o bien aceptamos la teoría pretextual constructivista, o bien concluimos que la verdad es capaz de ser verdadera, pero sólo si la
premisa de la narrativa material es inválida. Por lo tanto, si la teoría pretextual se sostiene, las obras de Gaiman no son postmodernas. El
sujeto es así contextualizado en un paradigma postcapitalista que incluye a la cultura como forma de paradoja”.
Si no habéis entendido la cita anterior, sois unos burros. O, al menos, eso quieren hacernos creer los postmodernistas. En realidad, la
cita anterior no procede de ningún filósofo. Procede de un programa informático creado por el ingeniero Andrew Bulhak. Este programa
construye al azar frases sin sentido, pero conservan una estructura sintáctica. Luego, Bulhak las decora un poco con términos
sofisticados y nombres de los gurús postmodernistas y, ¡voilà!: da la impresión de generar un texto postmodernista de profundidad
inalcanzable. El programa informático creado por Bulhak se llama “The Postmodernism Generator” (“El generador de postmodernismo” en
inglés, lamentablemente aún nadie se ha animado a crear una versión en castellano), y puede consultarse en esta página web:
http://www.elsewhere.org/pomo/
Obviamente, la intención de Bulhak es hacer una parodia del lenguaje empleado por los postmodernistas. Bulhak pretende denunciar
que al escribir una montaña de disparates, y adornarlos con términos aparentemente muy sofisticados (“discurso contra-hegemónico”,
“representación postfálica”, “subjetividad paracolonial”), cualquiera puede convertirse en un gurú postmodernista.
Si no quedamos muy convencidos de esto, consideremos este texto que sí es real, y procede de la feminista postmodernista Judith
Butler:

“La movida desde una explicación postestructuralista en la cual se entiende que el capital estructura relaciones sociales en modos
relativamente homólogos, a una visión de la hegemonía en la cual las relaciones de poder están sujetas a la repetición,
convergencia y rearticulación, traídas por la cuestión de la temporalidad, al pensamiento de la estructura, y un giro marcado de una
forma de teoría altuseriana que toma a las totalidades estructurales como objetos teóricos, hacia uno en el cual los pensamientos
dentro de una posibilidad contingente de estructura, inaugura una concepción renovada de la hegemonía”.
Alguien podrá objetar que el texto es confuso porque sencillamente está mal traducido.
Pero, para disipar esa duda, agrego el texto original en inglés, para que el lector que domine la lengua inglesa verifique por cuenta propia
el disparate al cual nos enfrentamos:
“The move from a structuralist account in which capital is understood to structure social relations in relatively homologous ways to a
view of hegemony in which power relations are subject to repetition, convergence, and rearticulation brought the question of
temporality into the thinking of structure, and marked a shift from a form of Althusserian theory that takes structural totalities as
theoretical objects to one in which the insights into the contingent possibility of structure inaugurate a renewed conception of
hegemony”.
Casi todos los lenguajes comparten una estructura gramatical básica. Es cierto que existen diferencias gramaticales entre las lenguas
(en inglés el adjetivo antecede al sustantivo, en castellano suele ser al revés, etc.), pero hay al menos una base de la cual parten todas
las gramáticas. Según una muy probable teoría adelantada por el lingüista Noam Chomsky, ya contamos con una programación biológica
que nos permite aprender las reglas gramaticales a una temprana edad. Una vez que el niño ha aprendido las reglas gramaticales del
lenguaje en el cual está inscrito, tiene la capacidad de construir un número infinito de frases.
El procedimiento es relativamente sencillo. Añadamos un artículo, sustantivo, verbo, otro sustantivo, y un adjetivo; hagamos coincidir
los géneros y los números gramaticales, y con eso, habremos construido una frase gramaticalmente correcta. Así, por ejemplo: “El
(artículo) postmodernismo (sustantivo) es (verbo) sendo (adjetivo) timo (sustantivo)”.
Ahora bien, este procedimiento puede conducirnos a elaborar frases gramaticalmente correctas, pero sin sentido. En los años 20 del
siglo XX, algunos artistas y críticos de arte inventaron el juego del “cadáver exquisito”. Éste consistía en reunir un grupo de personas, y
asignarles a cada una que aportara un componente (una persona aportaría un artículo, otra un sustantivo, etc.) para construir una frase,
sin conocer el aporte de los demás. Las frases construidas podrían ser gramaticalmente correctas, pero sin sentido. Una de las primeras
frases que apareció fue “El cuerpo exquisito beberá el nuevo vino”, y de ahí procede el nombre de este juego.
Los surrealistas (pioneros del postmodernismo en las artes) se interesaron por este juego, y lo extendieron a las obras pictóricas. Así,
empezaron a crear representaciones con imágenes procedentes de distintas esferas de la vida, aglutinadas en una sola obra. Dalí, por
ejemplo, incorporaba relojes derretidos con paisajes y animales.
De nuevo, la técnica pictórica de crear representaciones casi absurdas, resulta artísticamente loable. Pero, cuando esto se extiende a la
ciencia y la filosofía, aparecen los problemas. Nadie objeta que Dalí mezcle paisajes con relojes derretidos, pero sí es muy objetable que
los gurús postmodernistas mezclen sustantivos con adjetivos que, al final, construyen una frase sumamente disparatada. Noam Chomsky
ha advertido que el hecho de que estemos en presencia de una frase gramaticalmente correcta no nos garantiza que ésta sea inteligible.
Un célebre ejemplo aportado por Chomsky es el siguiente: “las ideas incoloras verdes duermen furiosamente”.
El común de la gente opina que una frase declarativa, o es falsa, o es verdadera. Pero, ejemplos como el de la frase de Chomsky
revelan que, para que una frase sea verdadera o falsa, debe al menos ser inteligible y tener un sentido. El problema con “las ideas

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incoloras verdes duermen furiosamente” es que la frase sencillamente no tiene sentido. Por eso, una frase como “La Tierra es plana” es
falsa, pero al menos sabemos lo que significa. Uno de los grandes problemas de los postmodernistas es que no estamos seguros si sus
posturas son falsas o verdaderas, pues sencillamente dudamos de que lo que ellos defienden significa algo.
Entre filósofos del lenguaje, hay mucha discusión respecto a cuál es el criterio que se debe seguir para saber si una frase tiene sentido.
Hacia mediados del siglo XX, filósofos muy serios asumieron que una frase sólo tiene sentido si cumple alguno de dos requisitos: 1) que
sea falsa o verdadera en virtud de su propio significado (es decir, tautologías como “ningún soltero es casado” o contradicciones como
“ningún triángulo tiene tres lados”); 2) que exista alguna manera de verificar el contenido de la frase. Así, si la frase no es verdadera o
falsa en virtud de su propio contenido, o no hay manera de verificar mediante la experiencia si es verdadera o falsa, entonces esa frase
no tiene sentido.
Este criterio fue defendido por el movimiento que vino a llamarse el ‘positivismo lógico’, pero hoy cuenta con muchos críticos. Los
filósofos contemporáneos suelen considerar que se trata de un criterio demasiado rígido. Frases como “robar es malo”, o “la libertad os
hará libres” no son ni verdaderas ni falsas en virtud de su propio significado, ni tampoco parece posible verificarlas mediante la
experiencia, pero con todo, postular que no tienen sentido sería ir demasiado lejos.
Además, la misma frase según la cual una frase tiene sentido sólo si es verdadera o falsa en virtud de su significado, o si tiene algún
medio de verificación empírico; no es ni verdadera ni falsa en virtud de su propio significado, ni tampoco existe posibilidad de verificarla
empíricamente. En otras palabras, los positivistas lógicos asumían un criterio de significado que, al aplicarlo a su propia exigencia, la
dejaban sin sentido.
Frente a estas dificultades, los filósofos han suavizado un poco más el criterio de significado de una frase, y han convenido en que, para
que una frase tenga sentido, debe cumplir tres requisitos básicos. En primer lugar, debe representar algún estado de cosas imaginable. Al
declarar algo sobre el mundo, debe haber alguna manera de imaginarlo. Si, por ejemplo, enunciamos “Juan llegó antes que Roberto;
Roberto llegó antes que Luis, y Luis llegó antes que Juan”, esa frase carecerá de sentido, pues no hay manera posible de que eso ocurra;
ni siquiera podemos imaginarlo. Si enunciamos “la posición de los astros determina nuestro destino”, tenemos al menos una manera de
imaginarnos esto. Esa frase es evidentemente falsa, pero al menos tiene sentido, en tanto sí podemos imaginarnos un mundo en el cual
los astros determinen nuestro destino.
En segundo lugar, una frase con sentido no debe expresar conceptos contradictorios. Al enunciar “las ideas verdes incoloras…” estamos
en presencia de una frase sin sentido, pues una cosa no puede ser verde e incolora al mismo tiempo.
Y, en tercer lugar, una frase con sentido no debe contener errores categoriales. Un error categorial ocurre cuando se predica una cosa
de algo que, por definición, no puede tener. Cuando decimos que “las ideas incoloras verdes duermen furiosamente” cometemos tres
errores categoriales. No podemos predicar el color de las ideas, precisamente porque, en tanto son objetos abstractos, las ideas no tienen
color. Tampoco podemos sostener que las ideas duermen, precisamente, porque son objetos abstractos; sólo los seres vivos duermen. Y,
tampoco podemos sostener que alguien (o algo, en todo caso) duerme furiosamente, pues la furia no se manifiesta en el sueño.
Algunos maestros de la literatura han sabido explotar esto, y deliberadamente han buscado producir textos sin sentido. James Joyce,
Lewis Carroll y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, destacan por haber desarrollado esta técnica. Presumiblemente, su intención es
similar a la de Dalí y tantos otros en el arte pictórico: formar imágenes incoherentes, con el fin de explotar nuestra sensibilidad estética.
No hay nada que objetar al uso literario del sinsentido y el absurdo. Pero, debemos hacernos eco del romano Plinio el Viejo: ¡zapatero,
a su zapato! El uso del sinsentido y el absurdo debe, a lo sumo, quedarse en las artes. Cuando los gurús postmodernistas tratan de imitar
este sinsentido, y hacer pasar frases ininteligibles como declaraciones serias sobre el mundo, ahí aparecen los problemas.
Por ejemplo, el gran filósofo argentino Mario Bunge (quien ha publicado un título en la serie “¡Vaya timo!”) ha denunciado muchas veces
que en la obra de Martin Heidegger (una de las vacas sagradas del postmodernismo) aparecen frases como “la nada nadea” y “el tiempo
es la maduración de la temporalidad”. ¿Qué significa eso? Bunge responde: ¡absolutamente nada! Y, por eso, Heidegger merece todo
nuestro reproche como un gran charlatán. Si Heidegger se presentase como poeta, y no como filósofo, quizás Bunge no lo reprocharía. El
problema, de nuevo, es transgredir los límites y asumir sinsentidos en áreas en las que claramente no es lícito hacerlo.
Pues bien, muchos de los escritos de los postmodernistas incurren en estos vicios, y como consecuencia, enuncian frases sin sentido.
Para apreciar la magnitud de este fenómeno, consideremos brevemente un muy triste episodio en la historia académica reciente. El físico
norteamericano Alan Sokal venía trabajando con los conceptos elementales de su disciplina (masa, energía, etc.). Pero, empezó a leer
algunos libros de autores postmodernistas, y descubrió que estos textos están poblados de conceptos de la física y la matemática mal
aplicados a las ciencias sociales. De la misma manera en que “ideas incoloras verdes duermen furiosamente” es un sinsentido, en tanto
las ideas no duermen, y si son incoloras, no pueden ser verdes, Sokal empezó a descubrir que los postmodernistas hablaban de
“microfísica del poder”, o “el falo como número imaginario”, incurriendo en claros errores categoriales.
Preocupado por el abuso del lenguaje científico en boca de los charlatanes postmodernistas, Sokal decidió jugar una broma pesada.
Escribió un artículo deliberadamente disparatado, en el cual se intentaba argumentar, con frases rimbombantes y algunas carentes de
sentido, que la gravedad cuántica no existe en realidad, sino que es una mera construcción social (con esto, Sokal también pretendía
atacar el constructivismo social, sobre el cual volveremos en el capítulo 5). Sokal envió el artículo a la revista Social Text (predilecta entre
gurús del postmodernismo). La evaluación del artículo fue positiva (presumiblemente, bajo el sistema de doble ciego: el autor no sabe
quiénes son los jueces, y viceversa), y el artículo fue publicado.

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Inmediatamente, Sokal reveló que todo se trataba de un una broma. Su intención había sido demostrar que cualquiera que escriba frases
disparatadas con adornos de conceptos procedentes de las ciencias naturales, y cite a grandes gurús del postmodernismo, tiene
oportunidad de hacerse renombre en la academia.
Sokal envió un nuevo artículo a la misma revista, Social Text, en el cual explicaba las razones de su acometido, y denunciaba la
tendencia postmodernista a escribir tratados ininteligibles. Los editores de esa revista, en vez de admitir su error, se negaron a publicar el
nuevo artículo de Sokal. Decepcionado, Sokal tuvo que publicar su segundo artículo en otra revista, y eventualmente, publicó (en
colaboración con Jean Bricmont) un libro en el cual detalladamente denunciaba los más emblemáticos disparates ininteligibles de los
grandes gurús postmodernistas.
Por esta hazaña, Sokal merece el Premio Nóbel. Por supuesto, exagero. Pero, al menos, Sokal sí merece grandes elogios como el
intelectual que ha hecho despertar a una generación, y ha propuesto llamar al pan “pan”, y al vino “vino”. Es muy conocido el cuento de
Hans Christian Andersen que narra la historia de un emperador que iba sin ropas, todos sus súbditos creían que en realidad llevaba ropas
invisibles, pero un niño no tardó en señalar que el emperador iba desnudo. Pues bien, Sokal ha emulado a ese niño: en el mundo
académico, mucha gente cree que el lenguaje postmodernista es muy difícil, Sokal ha sido lo suficientemente valiente como para señalar
que ese lenguaje no es difícil, sencillamente no tiene sentido.
Incluso, ha habido desencuentros a la hora de conceder distinciones académicas a los representantes del postmodernismo,
precisamente debido a la obscuridad del lenguaje con que éstos escriben. En 1992, la prestigiosísima Universidad de Cambridge decidió
conceder un doctorado honoris causa a Jacques Derrida, quizás el postmodernista más emblemático. Oxford y Cambridge son las
universidades que han visto surgir a los lógicos más refinados y analíticos de los últimos siglos; y como se sabe, una de las funciones de
la lógica es aclarar el pensamiento mediante un óptimo uso del lenguaje. Conceder un doctorado honorario en esa universidad a un
hombre que escribe deliberadamente escribe sin claridad, es una bofetada a la muy respetable tradición analítica inglesa.
Las protestas no se hicieron esperar, y diecinueve profesores de Cambridge emitieron cartas de protestas en contra de la concesión del
doctorado a Derrida. Por regla general, este tipo de controversia tiene matices políticos. Cundo el profesorado de alguna universidad
protesta la entrega de algún doctorado honoris causa, suele ser porque el potencial doctor defiende ideas controvertidas, o tiene
simpatías políticas cuestionables. En mi país (Venezuela), por ejemplo, una universidad negó el doctorado honoris causa a Jorge Luis
Borges porque éste había sido simpatizante de las dictaduras argentinas. Pero, es importante señalar que las protestas en contra del
doctorado de Derrida no se debieron propiamente al contenido de sus ideas o a sus simpatías políticas, sino sencillamente a la falta de
claridad en su obra.
Al final, la cuestión se sometió a referéndum entre el profesorado de Cambridge. Lamentablemente, ganó en votos la opción por
conceder el doctorado a Derrida. Pero, lo mismo que Sokal, estos académicos de Cambridge fueron lo suficientemente valientes como
para denunciar que el emperador va desnudo: detrás de toda la palabrería postmodernista, no hay nada.
El postmodernismo es fundamentalmente oscurantista. El término ‘oscurantismo’ suele reservarse para el periodo medieval durante el
cual deliberadamente se desestimuló la búsqueda del conocimiento, a fin de alejar a los seres humanos del empleo de la razón, y
volcarlos hacia la fe. Pero, en términos más generales, ‘oscurantismo’ también sirve para hacer referencia a autores que deliberadamente
escriben con la intención de que no se les entienda.
El postmodernismo ha cultivado la idea de que los buenos filósofos son aquellos a quienes no se les entiende nada. Entre menos
inteligibles, supuestamente más complejos y profundos son. Por supuesto, esto se trata de un viejo truco. Para disimular la ignorancia de
un tema, o la evidente falsedad de algunas doctrinas, una estrategia lamentablemente eficaz es arropar el discurso con términos
sumamente confusos, y construir frases que carecen de sentido.
Cuando un interlocutor exprese desacuerdo frente a una opinión postmodernista, o sencillamente la considere un disparate, el
postmodernista siempre podrá sostener que su obra es muy compleja, y que los críticos no lo han comprendido bien. De hecho, el filósofo
John Searle considera que Derrida y algunos otros postmodernistas practican una forma de ‘oscurantismo terrorista’. Primero, Derrida y
compañía escriben frases ininteligibles; ésa es la parte oscurantista. Luego, cuando se critica su obra, responden diciendo: “Ud. no me ha
entendido; Ud. es un idiota”. Ésa es la parte terrorista. Y, muy a menudo, el postmodernista arremete contra sus críticos, señalando que
éstos forman parte del viejo sistema tiránico.
Por supuesto, es necesario ser prudentes a la hora de acusar a los postmodernistas de ser oscurantistas. Es posible que los textos
oscurantistas de los postmodernistas sean simplemente marginales, y no representen el núcleo de sus obras. Mucha gente inteligente ha
escrito alguna estupidez en su vida, pero sería profundamente injusto aprovechar ese desliz para rechazar sus obras a plenitud. Hay
frases ininteligibles en las obras de Aristóteles, Kant, Hume, Hobbes, y muchos otros. Con todo, es bastante obvio que ése no es el caso
con los postmodernistas. El grueso de las personas que ha leído algún libro postmodernista termina tremendamente confundido, en
buena medida porque los sinsentidos postmodernistas no son marginales. No he deseado aburrir al lector con demasiadas citas
postmodernistas carentes de sentido, pero podría hacerlo perfectamente.
Más importante aún, podría objetarse que necesitamos abrir nuestra mente a un lenguaje más poético. Lo que a muchos de nosotros
puede resultar meros sinsentidos, en realidad podría servir como estrategia retórica para persuadir con mayor alcance a la audiencia. El
uso de tropos literarios tiene una importante función retórica; a saber, adornar y enriquecer el texto a fin de conectar al lector y mantenerlo
atento para persuadirlo.

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En ocasiones, el uso de tropos literarios conduce claramente a conceptos contradictorios y errores categoriales. Pero, mucho más que
confundir, estos tropos literarios apelan al lector inteligente que sabe apreciar su función retórica. A lo largo de este libro, me he permitido
emplear alguna metáfora. Por ejemplo, he hablado de “montaña de disparates”. Si nos adherimos al criterio de sentido estricto, hablar de
“montaña de disparates” es un error categorial (una montaña está hecha de tierra, no de conceptos abstractos), y en ese sentido, la frase
“montaña de disparates” sería en sí misma un disparate. Pero, por supuesto, se trata de una metáfora (apela a la semejanza entre el alto
número de disparates, y el tamaño voluminoso de las montañas) que enriquece mi estilo y mantiene más atento al lector (o, al menos,
¡eso espero!).
Ahora bien, si para mí es lícito emplear metáforas, ¿por qué no es lícito para el postmodernista hacerlo también? Si yo puedo hablar de
“montañas de disparates”, ¿por qué el postmodernista no puede hablar de “microfísica del poder”, o del “logocentrismo fálico”? En primer
lugar, vale advertir que algunos filósofos han desaconsejado el uso de metáforas en el discurso filosófico, precisamente por su potencial
para confundir, y porque aparentemente expresan sinsentidos. Leibniz, por ejemplo, tuvo la esperanza de que algún día los filósofos
formulasen un ‘lenguaje universal’ con reglas lógicas muy claras, de manera tal que reflejase el mundo sin ambigüedades (y, por
supuesto, es de presumir que la metáfora no tiene cabida en este proyecto, pues siempre hay el riesgo de que se interpreten de modo
distinto a la intención inicial de quien formule la metáfora). Un objetivo similar se plantearon los positivistas lógicos del siglo XX.
Quizás esta pretensión sea demasiado rígida. Después de todo, el lenguaje ordinario (es decir, el que empleamos a diario con todos sus
tropos literarios) cumple una función. Una comunicación desprovista de metáforas es aburrida, y difícilmente los seres humanos estemos
dispuestos a entablarla. Pero, la metáfora debe ser un recurso auxiliar, un complemento a la función esencial del lenguaje, la cual
consiste en la representación del mundo. El problema aparece cuando se emplea la metáfora, no como medio auxiliar en la
comunicación, sino para confundir deliberadamente. Sokal y Bricmont enfatizan que “por lo general, una metáfora se emplea para aclarar
un concepto no familiar, relacionándolo con un concepto más familiar, no al revés”. Cuando hablo de “montaña de disparates”,
obviamente pretendo aclarar que los postmodernistas escriben muchas cosas sin sentido. Pero, cuando un postmodernista habla de
“microfísica del poder”, quedamos muy lejos de entender qué quiere decir con esto.
De hecho, varios postmodernistas han reconocido que su intención deliberada es no hacerse entender. En varios rincones de su obra,
Derrida deja entrever esto (aunque, en realidad, puesto que su lenguaje es tan obscuro, ni siquiera estamos seguros de ello).
Roland Barthes, otro gurú postmodernista, atacaba deliberadamente a la claridad como una ‘ideología burguesa’: a su juicio, la
valoración de la claridad en la prosa apenas surgió en el siglo XVII, la misma época que vio nacer a la burguesía. Contra Barthes,
podemos argumentar que si bien esto puede ser verdadero, el hecho de que la valoración de la claridad coincidiera con el nacimiento de
la burguesía no implica que la clase obrera deba emplear un lenguaje ininteligible. La estrategia más eficaz para derrotar al capitalismo no
es pronunciar disparates; antes bien, es mucho más eficaz emplear razones argumentativas para persuadir a la gente a que se suma a la
revolución.
Jacques Lacan tiene merecida fama como uno de los autores más ininteligibles del siglo XX, pero eso no parecía avergonzarlo. De
hecho, lo asumía sin tapujos, en frases como ésta: “entre menos entiendan, mejor escuchan”. No es de extrañar que Lacan terminara por
defender que el falo es idéntico a la raíz cuadrada de menos uno.
¿No habéis entendido lo del falo? Lacan estaría muy contento en saber que quedasteis perplejos. Este ejemplo de Lacan es muy
emblemático de algo que Sokal y Bricmont denuncian en el oscurantismo postmodernista: los postmodernistas suelen emplear jerga
procedente de las ciencias duras (física, matemática, etc.). Pero, muchas veces, la extensión de estos conceptos a los temas tratados por
los postmodernistas termina por ser disparatada.
Por ejemplo, algunos postmodernistas han querido señalar que, a partir de Einstein, debemos aceptar que todo es relativo. Así como
Einstein postuló que el tiempo es relativo, también debemos aceptar que todas nuestras creencias son relativas y que, por ende, la
verdad no existe. Esto, por supuesto, implica abusar a la ciencia, y termina por conducir a absurdos. Quien defiende esto, confunde
‘relatividad’ (un respetable concepto en la física) con ‘relativismo’ (una muy cuestionable doctrina en filosofía, sobre la cual volveremos en
el próximo capítulo). Lo mismo ha intentado hacerse con el teorema de Godel o el principio de incertidumbre de Heisenberg (demasiado
complejos como para reseñarlos acá) para intentar sostener que no podemos tener ninguna certeza sobre el mundo.
Quizás el oscurantismo de los postmodernistas se deba a simple pereza y vanidad. Estos grandes gurús prefieren pasar su tiempo en
las manifestaciones anti-sistema gritando consignas, en vez de sentarse a trabajar arduamente en bibliotecas y laboratorios. Y, al hablar
sin que nadie les entienda, logran congregar a seguidores que creen que dicen cosas muy profundas. De nuevo, todo esto es un viejo
truco.
Pero, quizás el oscurantismo postmodernista sea también un corolario de la reacción en contra de la racionalidad. La mayoría de los
filósofos nos advierten que no es posible pensar en pleno sentido, si no contamos con un lenguaje. Los animales pueden llegar a razonar
algunas cosas, pero la diferencia abismal entre las facultades cognitivas de humanos y animales se debe fundamentalmente al hecho de
que nosotros, a diferencia de los animales, tenemos lenguaje. De hecho, entre científicos y filósofos ha resultado común definir al
pensamiento como una conversación interna.
Por ende, para pensar correctamente, debemos emplear un lenguaje suficientemente claro. El lenguaje es precisamente el instrumento
que nos permite ordenar nuestros pensamientos. Cualquier proyecto que pretenda expandir la racionalidad a todas las esferas de la vida
debe empezar por abogar a favor del empleo de un lenguaje claro. Anteriormente he mencionado que incluso, algunos filósofos analíticos
del siglo XX apreciaron desventajas en el uso del lenguaje ordinario (a saber, el que empleamos diariamente), pues frecuentem ente

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conduce a equívocos. Si enuncio, “voy al hipódromo y al zoológico; espérame allá”, ¿dónde quiero que me esperen; en el zoológico o en
el hipódromo? Ambigüedades como éstas han dado pie a pensar que, para alcanzar a plenitud la racionalidad, quizás sea necesario
formular un lenguaje con una estructura lógica que refleje el mundo y no permita confusiones.
Ahora bien, quien se opone al predominio de la razón, obviamente empezará por oponerse a la claridad del lenguaje. Y, ése es
precisamente un punto de partida para los postmodernistas. Los ilustrados y sus herederos intelectuales han confiado en la capacidad del
lenguaje para reflejar el mundo, como plataforma para promover el predominio de la racionalidad. Los postmodernistas, por su parte, han
preferido sostener que el lenguaje nunca podrá reflejar el mundo, y muchos deliberadamente buscan confundir para ratificar su postura
frente a las pretensiones del lenguaje como representación clara del mundo.
De nuevo, Jacques Derrida encabeza el ataque postmodernista en contra de la claridad del lenguaje. Derrida ha concebido su obra como
un ataque en contra de lo que él denomina ‘logocentrismo’. La palabra ‘logos’, en griego, significa ‘palabra’, pero también ‘razón’.
Obviamente, los griegos entendieron que el lenguaje y le pensamiento van de la mano. Derrida considera que, en la civilización
occidental, se ha privilegiado lo racional por encima de lo irracional, y esto, a su juicio, constituye una forma de violencia.
Al conceder privilegio al logos, opina Derrida, la civilización occidental ha asumido que el lenguaje tiene la capacidad de reflejar el mundo
nítidamente, pero esto dista de ser evidente. La razón y el lenguaje operan con base en oposiciones binarias. Por ejemplo, cuando
hablamos de alguien, asumimos que, o está vivo, o está muerto. Pero, Derrida sostiene que podemos ubicar conceptos que desafían el
orden de estas oposiciones binarias; por ejemplo, alguien podría no estar ni vivo ni muerto, sino ser un zombi.
Derrida llama ‘indecidibles’ a los elementos que no encajan en nuestras categorías de pensamiento. Y, según su propio testimonio, su
principal objetivo en la filosofía ha sido buscar indecidibles, de manera tal que coloquen en jaque las bases que reposan sobre las
oposiciones binarias. La racionalidad es un intento por ordenar el mundo en categorías. Derrida considera que aquello que él llama
‘logocentrismo’ ha consistido en dividir al mundo en pares binarios (tal como hace la lógica), y privilegiar a un elemento por encima del
otro (hombre vs. mujer, occidental vs. oriental, colonizador vs. colonizado, etc.). Derrida busca subvertir el orden logocéntrico, buscando
elementos que no encajen nítidamente en sus categorías.
En realidad, lo que Derrida intenta hacer con un lenguaje evocador de bombos y platillos, ya ha sido adelantado por varios lógicos, en un
lenguaje mucho más claro. Uno de los tres principios fundamentales de la lógica es el del ‘medio excluido’ (los otros dos principios son el
de identidad y el de no contradicción). Según este principio, si una proposición no es verdadera, entonces su negación sí debe serlo, y
viceversa. Como corolario de esto, el principio de bivalencia sostiene que una proposición, o es verdadera, o es falsa. No es admisible
una tercera opción. Algunos lógicos han considerado que podemos prescindir de estos principios si permitimos una ‘lógica difusa’ que
permite diversos grados de verdad. Bajo esta lógica, una proposición podría no ser verdadera, pero tampoco falsa, sino medianamente
verdadera, y en términos matemáticos, podría asignársele un valor de verdad de 0,5 (0 sería ‘falso’ y 1 sería ‘verdadero’).
Esto no es trivial, pero el aporte de Derrida sí lo es. Pues, además del hecho de que ya muchos lógicos han discutido los méritos y
desméritos de la lógica bivalente, es innecesario el lenguaje tan confuso en que Derrida intenta expresar este punto. Derrida hace un
alboroto de algo que ya los promotores de la lógica difusa venían manejando.
Ahora bien, Derrida parte de una crítica plausible a la lógica tradicional, pero la extiende a campos en los que claramente es ilícito
hacerlo. Derrida sostiene que, cuando el ‘logocentrismo’ opera con base en pares binarios, ejerce una forma de violencia al excluir a los
elementos que no encajan en esos pares. Esto ya empieza a sonar como un disparate. Cuando hablamos de ‘violencia’, el común de las
personas piensa en asesinatos, violaciones y guerras, no en procedimientos de la lógica. Quizás el principio del tercero excluido sea
erróneo, pero sostener que el uso de este principio es ‘violento’, es ir demasiado lejos.
Derrida ha llegado a sostener que el tipo de exclusión que se emplea en las oposiciones binarias es el mismo tipo de exclusión en contra
de mujeres, negros, homosexuales, y demás grupos socialmente marginados. Esto ya es un disparate en pleno sentido. La exclusión en
lógica es muy distinta a la exclusión política, y el alegre salto de una esfera a otra no parece ser lícito.
Al atacar a los principios de la lógica tradicional, Derrida también pretende atacar la búsqueda de la verdad en sí misma. De hecho,
Derrida considera que cualquier presunción de que existe una verdad contrapuesta a la falsedad es en sí misma logocéntrica, y de nuevo,
opera con base en la oposición binaria verdad-falsedad. Así, la búsqueda de la verdad es igualmente excluyente y tiránica, y en función
de eso, es más conveniente abandonar la pretensión de encontrar la verdad. Como veremos en el siguiente capítulo, esto ha servido de
fundamento para que hoy en día esté muy en boga la idea según la cual la verdad no existe en un sentido universal, sino que la distinción
entre lo verdadero y lo falso en relativa a cada contexto. Así, posturas como las de Derrida ya no son disparatas, sino que también
empiezan a aparecer nihilistas. Si no existe la verdad, ¿qué queda entonces?
Derrida es al menos consecuente (y para ello, parece haber empleado los principios deductivos de la lógica, una obvia concesión al
‘logocentrismo’ que él mismo critica) en entender que, para atacar el ‘logocentrismo’, debe atacar el corazón de la racionalidad: el
lenguaje. Hay una tradición filosófica estimable que ha intentado colocar límites a las pretensiones y alcances del lenguaje. Quizás de
forma ingenua, algunos filósofos han confiado en que el lenguaje es una representación clara de la realidad, o que en todo caso, es
posible formular un lenguaje que represente el mundo de una manera fiel y nítida. Por ello, ha sido estimable la labor de algunos filósofos
para señalar algunas de las limitaciones del lenguaje.
Pero, el intento de Derrida ya va demasiado lejos, y raya en lo disparatado. Para empezar, Derrida sostendría que la distinción entre
sentido y sinsentido es una instancia de las oposiciones binarias que él denuncia y, por extensión, una forma de violencia. Así, quien

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enuncia frases sin sentido estaría revirtiendo el orden tiránico del logocentrismo occidental que se empeña en imponer dicotomías, y en
cierto modo, esto tendría un halo heroico. El decir disparates sería una manera de oponerse al logos.
Incluso, Derrida llega a sostener que el logos está asociado al falo, y que por ende, la civilización occidental no sólo se ha caracterizado
por ser logocéntrica, sino también ‘falogocéntrica’. El énfasis en la racionalidad, sugiere Derrida, ha propiciado el dominio de los hombres
por encima de las mujeres. Según parece, la manera de liberarse del yugo opresor del patriarcado es ir a una plaza pública y empezar a
pronunciar todo tipo de disparates ininteligibles o irracionales. Pues, en la medida en que nos rebelamos en contra de la racionalidad (el
logos), nos estamos rebelando en contra de la primacía del falo. Resulta extremadamente difícil creer que un supuesto filósofo tan
renombrado como Derrida defienda cosas tan absurdas, pero ruego al lector que tome mi palabra al respecto, o mejor aún, que lo
verifique por cuenta propia.
Derrida también denuncia insistentemente que, en la historia de Occidente, se ha impuesto la división dicotómica entre habla y escritura,
y que abrumadoramente se ha privilegiado a la primera. Derrida está en lo cierto cuando sostiene que Sócrates desconfiaba de la
escritura, por temor a que las personas olvidasen sus ideas, y porque el texto escrito no tiene la capacidad de ser interpelado en una
discusión (precisamente por eso, Sócrates no dejó obra escrita, a pesar del alegato del ex-presidente argentino, Carlos Ménem, según el
cual él había leído todas las obras de Sócrates).
Pero, el alegato de Derrida es sumamente exagerado e históricamente incorrecto (como buen autor que gusta de hablar sin mucha
cautela, es de presumir que Derrida no investigó bien la historia y antropología de la escritura). Muchos filósofos han visto en la escritura
una oportunidad para evitar las imperfecciones del lenguaje hablado (yo, por ejemplo, cometo muchos errores al hablar en la radio), y
para emplear un sistema simbólico que permite representar la realidad de forma mucho más rigurosa. Incluso, muchos antropólogos
reportan que, en las culturas orales (es decir, aquellas que no conocen la escritura), cuando se introduce la escritura por primera vez,
éstas quedan fascinadas con los textos escritos, y desean aprender a leer y escribir rápidamente. De manera tal que es sencillamente
falso que el lenguaje hablado siempre ha sido privilegiado por encima del lenguaje escrito.
En todo caso, Derrida sostiene que el motivo principal por el cual se ha privilegiado a la voz por encima de la escritura es porque la
primera está más cerca del pensamiento, y por ende, se cree que su función de representación es más confiable. La palabra hablada es
una representación del pensamiento. La palabra escrita es una representación de la palabra hablada (o, al menos, en los sistemas
fonéticos de escritura), y por ende, es una representación de una representación. Derrida considera que el ‘logocentrismo’ desdeña a la
escritura porque ésta se aleja del pensamiento original, y lo desvirtúa. Así, según Derrida, el desdén por la escritura se debe,
fundamentalmente, al hecho de que, con el alejamiento del concepto original en la mente, se pierda el significado de la representación.
Desde la perspectiva logocéntrica, denuncia Derrida, el habla conserva más el significado que la escritura.
Pero, Derrida estima que, en realidad, ningún lenguaje, sea escrito o hablado, puede hacer una nítida representación del mundo, y
asegurar un sentido. Para sostener esta opinión, Derrida se ampara en la célebre teoría lingüística defendida por Ferdinand de Saussure.
Según esta teoría, el significado de una palabra está en relación con el resto de las palabras en la cual se inscribe. Por ejemplo, la
palabra “burro” no tiene una relación intrínseca con la bestia de carga; antes bien, la conexión entre la palabra “burro” y el concepto del
burro, viene de la forma en que esa palabra se inscribe en un sistema conformado por otras palabras. En este libro, escrito en castellano,
“burro” significa una bestia de carga; pero en un libro escrito en italiano, “burro” significará un producto derivado de la leche (la
mantequilla). Así, el significado de “burro” dependerá de cómo se relaciona esa palabra con las otras palabras.
Pues bien, si esto es así, entonces el significado de una palabra está en otras palabras. Pero, Derrida sostiene que esto conduce a una
cadena sin fin. Pues, el significado de esas otras palabras, a la vez está en otras palabras, y así sucesivamente. Derrida compara esto
con la definición de una palabra en un diccionario. Para definir una palabra, se emplean otras palabras. Pero, al buscar esas otras
palabras (las que conforman la palabra inicial) en el mismo diccionario, éste nos remitirá a otras palabras. Al final, nunca encontraremos
una palabra que tenga sentido por sí misma, siempre nos remitirá a otras.
Así, Derrida considera que no existe un sentido propio en el lenguaje. Así como el logocentrismo sostiene que la escritura es imperfecta,
porque es la representación de una representación, Derrida sostiene que ningún lenguaje puede pretender encontrar un sentido sólido,
porque el sentido se deriva de la relación entre las palabras, y en tanto las palabras adquieren sentido a partir de su relación con otras
palabras, nunca habrá una base sólida para dotar de sentido al lenguaje. Una conocida frase de Derrida trata de recapitular esta
argumentación: “no hay nada fuera del texto”. Con esto, según parece, Derrida quiere decir que el lenguaje no apunta a un concepto real;
antes bien, el sentido del lenguaje es meramente arbitrario, pues el significado de las palabras depende de otras palabras.
Por extensión, la argumentación de Derrida parece llevar a la conclusión de que es estéril distinguir entre frases con significado y frases
sin significado, pues el significado no existe en pleno sentido. El significado es apenas una relación que surge en el mismo texto, pero que
no apunta a algo fuera de él, y de esa manera, no es posible hacer una separación dicotómica entre una frase como “Simón Bolívar murió
en Santa Marta en 1830”, de una frase como “la identidad sexual constituye la futilidad de la verdad”. Si bien, desde la perspectiva
logocéntrica, la primera parece tener sentido y la segunda no, el sentido de cada frase procede de la manera en que cada palabra se
relaciona con las demás, y de esa manera, ninguna de las dos tiene sentido fuera de su propio sistema.
Estos argumentos marean. En un inicio, pareciera que Derrida parte de algo obvio (la arbitrariedad de los signos); pero después, nos
conduce a la conclusión de que no hay algo que podamos llamar “significado” y que, por ende, la distinción entre enunciados inteligibles y
enunciados ininteligibles es ilusa. Vale considerar las implicaciones de todo esto. Si Derrida está en lo cierto (y, para empezar, Derrida se
opondría a la idea de que él, o quien sea, pueda estar en lo cierto, pues lo “cierto” no existe), entonces todo vale, y a la vez, todo

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enunciado carece de significado y correspondencia con la realidad (de nuevo, la realidad no existiría propiamente). Daría lo mismo
intentar curar el cáncer con quimioterapia (vale agregar, Derrida murió de cáncer y se sometió a la medicina científica) que intentar curarlo
con exorcismos; después de todo, fuera del discurso del médico o del exorcista no hay un significado, una base sólida en la realidad a la
cual apunten sus palabras. Pero, el asunto va más allá: daría lo mismo convenir que el racismo debe erradicarse, que convenir que los
negros son unos estúpidos malolientes; después de todo, ni el discurso racista ni el discurso anti-racista apuntan a algo real fuera de su
propio sistema de signos.
Acá vendría bien un poco de sentido común. Podemos convenir que el significado de “burro” dependerá de la relación que esta palabra
tenga con otras (sean en italiano o en castellano), pero ello no debería conducirnos a pensar que no existe propiamente una base sólida
para el significado. Independientemente de que lo queramos llamar “burro”, “donkey”, o “âne”, podemos confiar en que el concepto de una
bestia de carga parecida al caballo existe, y no meramente como un constructo de la relación entre palabras.
Hay, además, una gran paradoja en todo esto: si, como Derrida sostiene, no hay nada fuera del texto, entonces ello implica que no hay
nada fuera de su texto, y por ende, no hay motivo para tomarse en serio lo que él dice. La paradoja procede del hecho de que Derrida
inevitablemente debe emplear el lenguaje para hacer una crítica al lenguaje. Pero, si el lenguaje tiene todas las limitaciones que Derrida
señala, ¿cómo podemos confiar en lo que él mismo expresa a través del lenguaje?
Derrida es un filósofo que empieza por decir cosas plausibles e incluso interesantes (por ejemplo, los límites de la lógica bivalente, o la
arbitrariedad de los signos), pero termina por decir cosas escandalosamente absurdas (por ejemplo, que el logos es complemento del
falo), que conducen al más peligroso oscurantismo. Incluso, podemos asumir cierto pragmatismo en todo esto: hasta ahora, la claridad en
el lenguaje nos ha dado resultados sumamente beneficiosos, que han conducido a la felicidad humana; el lenguaje oscurantista puede
conducirnos a la falta de entendimiento entre los seres humanos, la cual a la larga, haría derrumbar todo el edificio de nuestra civilización.
La Biblia dice muchas tonterías, pero al menos tiene una enseñanza muy loable en la historia de la Torre de Babel: cuando los seres
humanos empiezan a hablar sin entenderse entre sí, los edificios (y, metafóricamente, los grandes logros civilizaciones) colapsan. Por
ello, entre más claros hablemos, mejor.
Para leer más…
SEARLE, John y FAIGENBAUM, Gustavo. Conversaciones con John Searle. Libros en red. 2001. El eminente filósofo del lenguaje, John
Searle, conversa, entre otros temas, a propósito de la necesidad de mantener claridad en el lenguaje, y denuncia el oscurantismo de
Derrida.
SOKAL, Alan y BRICMONT, Jean. Imposturas intelectuales. Este libro se ha convertido en un clásico entre los críticos del
postmodernismo. En él, Sokal relata la broma que jugó a los postmodernistas al publicar un artículo disparatado, y expone los numerosos
disparates de muchos autores postmodernistas.
Capítulo 4
¿Todo es relativo?
En alguna ocasión, me han asignado enseñar cursos de filosofía de la religión. Al inicio de estos cursos, suelo preguntar a los
estudiantes si, en su opinión, Dios existe. La mayoría responde, sin el menor espacio de duda, que Dios sí existe. Algunos responden que
Dios no existe; mientras que otros responden que no saben si Dios existe o no. Aún otros, antes de responder mi pregunta, me preguntan
qué hemos de entender con la palabra ‘Dios’. Cualquier profesor de filosofía de la religión está acostumbrado a recibir respuestas como
éstas, pues en efecto, la pregunta respecto a la existencia de Dios ha suscitado debates que giran en torno a estas respuestas.
Pero, en una ocasión, la respuesta de un estudiante me dejó perplejo. Ante la pregunta, “¿cree Ud. que Dios existe?”, el estudiante
respondió: “sí y no”. En rigor, la respuesta no debía dejarme perplejo, pues es perfectamente plausible que, dependiendo de cómo
entendamos el término ‘Dios’, podamos responder en afirmativo o negativo respecto a su existencia; por ejemplo, Dios podría existir como
un diseñador cósmico, pero podría no existir como una entidad omnipotente y omnisciente a la vez. Pero, no era eso lo que tenía en
mente mi estudiante. Su respuesta fue ésta: “Para mí, Dios existe; pero para los ateos, Dios no existe. El ateo tiene su verdad, y yo tengo
la mía. Por eso, Dios existe y no existe; todo depende de a quién se le pregunte.”.
Ante semejante respuesta, debo confesar que sometí al estudiante en cuestión al escarnio de sus compañeros: Dios, o existe, o no
existe. ¿Cómo pueden el creyente y el ateo tener ambos una verdad respecto a la existencia de Dios, si sostienen puntos de vista
contradictorios? Pero, muy pronto me sentí mal por haber sometido a ese estudiante al escarnio. Pues, comprendí que su respuesta es
típicamente postmodernista, y que él cuenta con un ejército de aliados en esa postura.
Hemos visto que Jean Francois Lyotard, uno de los más emblemáticos postmodernistas, define al postmodernismo como la postura
intelectual que se opone a los ‘meta-relatos’, a saber, pronunciamientos universales sobre el mundo. Cuando formulamos la pregunta
“¿existe Dios?”, esperamos una respuesta universal: sí o no. Si Dios existe, existe universalmente (no puede ser que sí exista y no
exista). Pero, esa respuesta categórica (sí o no) parece ser un ‘meta-relato’, o en términos de Derrida, una ‘oposición binaria
logocéntrica’. Y, así, en opinión del postmodernista, la respuesta “¿existe Dios?” no necesita una respuesta universal: Dios puede existir
para unas personas, y puede no existir para otras personas. En la medida en que el postmodernista defiende la primacía de lo particular y
se opone al universalismo, sostiene que no existe algo que podamos llamar ‘verdad universal’.
Hoy en día, se han convertido en fuente de supuesta sabiduría popular versos como los evocados por el poeta Ramón de Campoamor,
“nada es verdad/ nada es mentira/ todo depende del cristal con que se mira”.Y, ¿quién se atreve a negarlo?: cuando se crea que, según
como se mire, todo depende, entonces todos tendremos la razón. Y, cuando todos tengamos la razón, entonces se acabarán las disputas;

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y cuando se acaben las disputas, viviremos en paz mundial. Quizás, después de todo, mi estudiante no esté errado: puesto que las
disputas religiosas han dado pie a tantas persecuciones y guerras, lo más sensato sería señalar que, en efecto, el ateo tiene su verdad, y
el creyente tiene la suya. Ambos tienen razón, y por ende, Dios existe y Dios no existe.
Bajo esta manera de ver el mundo, pueden debatirse temas, sí, pero siempre conviniendo en que nadie es dueño de la verdad. En otras
palabras, el comunismo no sólo debe ser social, sino también debe ser epistemológico: todos los debatientes deben tener el mismo grado
de propiedad de las verdades. En un debate, no debe haber ni ganadores ni perdedores. Así, el ateo no tiene más ni menos razón que el
creyente. Y, cuando se empiece a promover la igualdad epistemológica, no tardará en llegar la igualdad social. Cuando ya no existan
ganadores y perdedores en los debates, pronto dejarán de existir explotadores y explotados. Nadie será mejor que nadie, todos seremos
iguales.
Es hora de despertar de semejante ingenuidad. En un debate, sí debe haber ganadores y perdedores; personas que tengan puntos de
vista contradictorios no pueden tener la razón en la misma medida; y más importante aún, no existen múltiples verdades divergentes, sino
una sola.
Si bien los postmodernistas tienen mucha inclinación a aceptar esta postura, en realidad es bastante antigua. Tradicionalmente, los
filósofos la llaman ‘relativismo’. De acuerdo a esta doctrina, no existe una distinción absoluta entre lo verdadero y lo falso; antes bien, esa
distinción es apenas relativa a un contexto, y por ende, puede variar. En este sentido, existen tantas verdades como contextos haya. Y,
en función de eso, personas en divergentes contextos pueden sostener puntos de vista contradictorios, y aún así conservar la verdad.
Pues, una vez más, la verdad es relativa al contexto.
Para volver al caso que he planteado anteriormente: si un individuo es criado en el contexto de una familia católica, entonces su creencia
de que Dios existe como tres personas es verdadera. Pero, si un individuo es criado en el contexto de una familia atea, entonces su
creencia de que Dios no existe también es verdadera. Puesto que la verdad sólo existiría relativa al contexto, creer que Dios existe, o
creer que Dios no existe, pueden ambas ser verdaderas.
Entre los relativistas, no existe un pleno consenso respecto a cuál es la unidad contextual para ubicar las pretensiones de verdad.
Algunos relativistas han pensado que la unidad contextual elemental debe ser el mismo individuo. Así, por ejemplo, todos los hombres
tendrían su propia verdad; cada hombre sería un cristal con que se mira la realidad, de lo cual se deriva que la realidad es inherente a
cada sujeto.
Bajo esta definición, el relativismo sería un corolario del subjetivismo y se opondría al objetivismo. La experiencia subjetiva de cada quien
sería la medida de todas las cosas. Y, por ende, no existirían verdades objetivas. Por ejemplo, una crisis económica mundial podría
terminar por beneficiar a algunos individuos. Puesto que, a éstos la ‘crisis’ no los afecta, en realidad no podría postularse la existencia
objetiva de una crisis; la existencia o inexistencia de la crisis en realidad se reduce a la experiencia subjetiva de cada quien. Y, como para
algunos estas situaciones son críticas, pero para otros no, entonces la existencia de la crisis es relativa a quien la sufra.
Otros relativistas han sugerido que la unidad contextual no es propiamente el individuo, sino la comunidad en la cual se enmarca la
pretensión de verdad. Así, por ejemplo, si dos individuos pertenecientes a una misma cultura enuncian proposiciones contradictorias, no
pueden ser verdaderas ambas. Pero, si un individuo pertenece a una cultura, y otro individuo pertenece a otra cultura, entonces la verdad
de esas proposiciones enunciadas será relativa a cada una de sus comunidades de su procedencia, y puesto que los contextos son
diferentes, entonces ambas proposiciones pueden ser verdaderas, aun siendo contradictorias.
Así, por ejemplo, si la unidad contextual es el individuo, entonces el individuo que afirma que la Tierra es plana enuncia una
verdad, pues la verdad respecto a la forma de la Tierra es relativa a quien la enuncia; y, de la misma manera, el individuo que se oponga
al primero y afirme que la Tierra es esférica, también enuncia una verdad. Pero, si la unidad contextual es la comunidad o la cultura,
entonces un astrofísico de la NASA que afirme que la Tierra es plana no estaría enunciando una verdad, pues esta verdad es relativa a la
comunidad de la cual procede este individuo, y en el contexto científico de la NASA, no es verdad que la Tierra sea plana; pero si un
campesino medieval enuncia que la Tierra es plana, entonces su enunciado sí puede considerarse verdadero, pues en el contexto
acientífico del cual procede, sí es verdad que la Tierra es plana.
El relativismo es, entonces, ante todo una postura epistemológica y cognitiva. Y, esto tiene grandes implicaciones respecto a las
posibilidades y el valor del conocimiento. Bajo el relativismo cognoscitivo, la ciencia no ha de ser un medio de conocimiento preferible a
otros medios de conocimiento. Pues, precisamente, la validez de la ciencia como medio de conocimiento es relativa al contexto del cual
procede, de la misma manera en que la validez de la brujería o el mito es relativa a su contexto. Y, en cuanto tal, la ciencia no puede
pretender superioridad respecto a otras formas de conocimiento. Volveremos sobre la apreciación de la ciencia en el siguiente capítulo.
La mayoría de los relativistas cognoscitivos prefieren tomar a la cultura como unidad contextual, y en función de eso, participan
también de lo que ha venido a llamarse el ‘relativismo cultural’. De acuerdo a esta doctrina, las prácticas y creencias de cada individuo
deben ser interpretadas en función de su procedencia cultural. Según estiman los relativistas culturales, puesto que la diversidad humana
es muy amplia, existe suficiente espacio para que las prácticas y creencias de cada individuo sean interpretadas a la luz de las diferencias
culturales.
Como corolario del relativismo cultural, también se ha promulgado un relativismo lingüístico, según el cual no existen patrones
gramaticales universales, sino que cada lenguaje tiene una gramática propia que configura la manera de representar al mundo. Y, en
función de esas diferencias de gramáticas, la verdad de las proposiciones es relativa a la gramática interna de los lenguajes de los cuales
emerge.

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El relativismo cultural y lingüístico ha venido a ser entusiastamente defendido por la vasta mayoría de los antropólogos
culturales. Conscientes de la diversidad humana, los antropólogos culturales han convenido en que las prácticas y creencias de cada
pueblo se comprenden mejor si el intérprete no interpone sus propias creencias. Así, por ejemplo, puesto que las relaciones de
parentesco en Occidente están pautadas por algún vínculo biológico, es tentador interpretar las relaciones de parentesco en otras
culturas a partir de los vínculos biológicos, pero debe caerse en cuenta que, quizás, otras culturas no estructuran su parentesco en torno
a la biología. Y, en la medida en que se adquiere consciencia de eso, se tiene un mejor conocimiento de los sistemas de parentesco de
otras culturas.
Este relativismo cultural es simplemente descriptivo: se limita a advertir que cada cultura tiene un conjunto de costumbres y
creencias relativas a su contexto. Pero, la mayoría de los relativistas culturales ha ido más allá de la mera descripción relativista, y ha
optado por un relativismo prescriptivo. Puesto que cada cultura es comprensible en función de su contexto, no es posible elaborar juicios
de valor respecto a ellas, y sólo podemos prescribir para ellas aquello que es relativo a su contexto. Bajo esta doctrina, no existe una
distinción absoluta entre lo bueno y lo malo, sino que, de nuevo, esta distinción sería relativa al contexto. A partir de esto, se ha formulado
un ‘relativismo moral’, sobre el cual volveremos en el capítulo 6.
El relativismo también es extensible al plano estético, y opera de forma muy parecida al relativismo cognoscitivo y moral. Los
relativistas estéticos alegan que la verdad de los juicios estéticos es relativa. Y, lo mismo que los relativistas morales prescriptivos, llegan
a esa conclusión a partir de la divergencia de valores estéticos en diferentes culturas. En este sentido, la belleza es relativa al contexto
del cual emerge la producción artística, y en cuanto tal, no existen patrones universales de belleza. Así, por ejemplo, en las sociedades
occidentales contemporáneas, el ideal de la belleza femenina está pautado por la delgadez; pero, en sociedades occidentales pasadas, el
ideal de la belleza femenina no hacía énfasis en la delgadez, sino más bien se orientaba hacia la obesidad. En este caso, el ideal de
belleza sería relativo al contexto: en las sociedades occidentales pasadas, no existían los niveles de nutrición actuales, y las mujeres
obesas eran consideradas bellas precisamente porque exhibían mejor nutrición. Pero, en una sociedad con plenitud de calorías, el ideal
de la belleza se ha desplazado hacia la mujer delgada, pues exhibe mayor condición atlética.
Y, de la misma manera, bajo el relativismo estético, puesto que no hay patrones universales de belleza, no existe un suelo firme
para comparar jerárquicamente a las producciones artísticas. Una novela de Proust no es ni mejor ni peor que un mito azande; una
pintura como Las meninas, de Velásquez no evoca más belleza que una pintura medieval sin perspectiva. La belleza, al final, es
supuestamente relativa a su contexto, y en cuanto tal, no existen patrones universales, objetivos y absolutos respecto a lo bello.
***
Es comprensible por qué a mi estudiante le resulta tan atractivo afirmar que Dios existe y no existe, y que al final de cuentas, la verdad
respecto a la existencia de Dios es relativa al contexto del cual surja la proposición en cuestión. Oponerse a la existencia de verdades
absolutas es una actitud irreverente; después de todo, los grandes sistemas dogmáticos han defendido a capa y espada verdades
absolutas, y a partir de esa intransigencia, han promovido el odio entre los hombres.
Un joven estudiante, entonces, se ve fácilmente atraído al relativismo, pues en virtud de la aceptación pluralista de puntos de
vista divergentes, se parece propiciar la paz y la tolerancia. Y, más aún, en la medida en que abraza el relativismo, el joven estudiante se
coloca a la vanguardia: allí donde los viejos filósofos obstinadamente se empeñaban en preocuparse por la búsqueda de la verdad, los
nuevos filósofos afirman que no existe una verdad absoluta. Y, puesto que pocas personas quieren ser calificados de ‘chapados a la
antigua’, el joven en cuestión prefiere asumir la postura relativista postmodernista para mantenerse al día en la moda intelectual.
Pero, a decir verdad, el relativismo es tan antiguo como la misma filosofía. La palabra ‘sofista’ es conocida por filósofos y no
filósofos: habitualmente, denota a algún charlatán que trata de convencer o persuadir, sin ni siquiera él mismo creer en lo que presenta.
En nuestro tiempo, llamar a alguien un ‘sofista’ es equivalente a un insulto. Pero, no siempre fue así: en la época de Sócrates (siglo IV
antes de nuestra era), existía una escuela de filósofos que orgullosamente asumían el nombre de ‘sofistas’, y a todas luces reconocían su
intención de enseñar retórica a fin de persuadir, sin necesariamente considerar verdaderas las creencias que pretendían difundir.
Uno de los más emblemáticos sofistas fue un tal Protágoras. Y, a él debemos una célebre frase: “El hombre es la medida de
todas las cosas, de las que son en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son”. El sentido exacto de esa frase no es totalmente
claro, pero se esclarece con esta otra: “las cosas son para ti como existen para ti, y son para mí como existen para mí”. Así, Protágoras
parece sugerir que, puesto que el hombre es la medida de todas las cosas, entonces no existe posibilidad de establecer un criterio
objetivo y absoluto respecto al estado y la naturaleza de las cosas. Cada hombre tendría su verdad, en el sentido de que cada hombre es
la medida de las cosas.
Conocemos estas posturas de Protágoras gracias a Platón. Éste las recapituló en su diálogo Teeteto. Pero, el mismo Platón se
propuso combatir el programa relativista de Protágoras, a partir de la misma doctrina de Protágoras: “si las cosas que me parecen, así
existen para mí, y las cosas que te parecen, así existen para ti, entonces me parece que toda tu doctrina es falsa”. Desde entonces, ésta
ha sido la principal crítica que el relativismo ha tenido que enfrentar: si la verdad de las proposiciones es relativa a quien las enuncia, y
por ende, ninguna proposición es absolutamente verdadera o falsa; entonces la misma proposición según la cual la verdad de las
proposiciones no es absoluta, es en sí misma relativa. Y, en cuanto relativa, permite que su contraria, aquella proposición según la cual la
verdad de las proposiciones sí es absoluta, sea verdadera.
Con eso, Platón demuestra que el relativismo se relativiza a sí mismo, y por ende, es una doctrina que, si es verdadera,
entonces implica que es falsa. Si las cosas son verdaderas en la medida en que aparecen a cada quien, entonces si a alguien le parece

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que la doctrina relativista no es verdadera, puede asumir que esa doctrina es falsa. Pero, al asumir que el relativismo es falso, niega la
premisa inicial según la cual las cosas son verdaderas en la medida en que aparecen a cada quien. Si todo cuanto nos parece es
verdadero, entonces nos puede parecer que Protágoras está equivocado respecto a su doctrina; pero si Protágoras está equivocado
respecto a su doctrina, entonces no todo cuanto nos parece es verdadero.
Protágoras también era conocido por su teoría según la cual, todo argumento tiene un contraargumento. Y, en ese sentido,
ningún argumento es definitivo, pues siempre hay razones igualmente válidas para sostener lo contrario. Pero, de nuevo, en la medida en
que Protágoras defiende ese argumento, permite entonces que este argumento también tenga un contraargumento válido (a saber, aquel
según el cual no todo argumento tiene un contraargumento).
Así, el relativismo formaría parte de lo que los filósofos llaman ‘ideas auto-refutadas’ o ‘paradojas auto-referenciales’:
proposiciones cuya falsedad es una consecuencia lógica del mismo contenido de la proposición. Muchas veces resulta divertido cuando
pensamos en frases como “esta frase no es verdadera”: si la frase es verdadera, entonces no es verdadera, pero si la frase no es
verdadera, entonces sí es verdadera.
Pues bien, deberíamos divertirnos también con la proposición relativista: “Todo es relativo”. Si todo es relativo, entonces la
proposición “todo es relativo” es en sí misma relativa. Y, como consecuencia, permite que otras proposiciones, como por ejemplo, “todo
es absoluto”, también sean verdaderas. Pero, si “todo es absoluto” es verdadero, entonces se estaría negando la premisa inicial según la
cual todo es relativo. Esto debería ser un claro indicio de que, en tanto conduce a su propia contradicción, el relativismo es una doctrina
falsa y, por ende, no podemos aceptarla racionalmente. Protágoras no nos ofrece ningún motivo sólido para sostener su doctrina; al
contrario, él mismo nos ofrece la justificación para rechazarla: puesto que cada verdad es relativa a su contexto, entonces es relativo al
contexto del oponente de Protágoras el creer que Protágoras está equivocado y, por ende, esa creencia es verdadera.
El relativismo lingüístico también enfrenta el mismo problema. Si la verdad de una creencia es relativa a la gramática interna del
lenguaje en que se expresa esa creencia entonces la misma concepción de relativismo lingüístico es sólo relativa a la gramática de las
lenguas occidentales que promulgan esa doctrina. Si se intenta salvaguardar esta objeción señalando que todas las lenguas tienen la
capacidad de enunciar coherentemente los conceptos del relativismo lingüístico, entonces se está negando la premisa inicial del
relativismo lingüístico, según la cual no existen patrones gramaticales universales.
Y, ocurre casi lo mismo con el relativismo cultural. Si la verdad de una proposición es relativa a su contexto cultural, entonces
debe contemplarse que existen culturas que aceptan como absolutamente verdaderas muchas proposiciones. Por ejemplo, las
sociedades con religión monoteísta aceptan como verdad absoluta que Dios existe, y que se ha revelado a los profetas y mensajeros. En
tanto la verdad es relativa al contexto cultural, entonces debe aceptarse que es una verdad absoluta que Dios existe y se revela a los
profetas. Pero, al aceptarse esa creencia como una verdad absoluta, se niega la premisa inicial según la cual la verdad es sólo relativa a
su contexto cultural.
Los problemas del relativismo no terminan ahí. El relativismo también debe enfrentar un problema similar al de la auto-referencia:
el problema de la contradicción. Si no existen verdades absolutas, entonces la verdad de las proposiciones es sólo relativa al contexto del
cual emergen. Y, en ese caso, habría tantas verdades como contextos. En ese sentido, no puede haber tantas verdades como contextos,
pues si dos contextos justifican proposiciones contradictorias, al menos una de esas proposiciones es falsa.
Para volver a mi estudiante: la proposición “Dios existe” es contradictoria con la proposición “Dios no existe”, y como tal, al
menos una de las dos proposiciones debe ser falsa. Pero, según el relativismo, la proposición “Dios existe” es verdadera en un contexto,
a la vez que la proposición “Dios no existe” es verdadera en otro contexto, de manera tal que ambas pueden ser verdaderas, aún si son
contradictorias.
Y, el problema de la contradicción también se extiende a las proposiciones morales, y por ende, el relativismo moral también
enfrenta este problema. La proposición “el canibalismo ritual es moralmente reprochable”, promulgada por los mexicanos
contemporáneos es contradictoria a la proposición “el canibalismo ritual no es moralmente reprochable”, promulgada por los aztecas.
Pero, en tanto contradictorias, no pueden ser ambas verdaderas, independientemente del contexto del cual surjan.
Postular que dos proposiciones contradictorias son ambas verdaderas es, sencillamente, un absurdo. La lógica opera con base
en tres principios fundamentales, uno de los cuales es el llamado ‘principio de no contradicción’: el mismo atributo no puede, al mismo
tiempo, pertenecer y no pertenecer al mismo sujeto y en el mismo respecto. Ya Aristóteles advertía que el principio de no contradicción es
el “más certero de todos los principios”, y desde entonces, la vasta mayoría de los lógicos lo han defendido.
En rigor, quien defienda el principio de no contradicción no puede aceptar el relativismo. Pues, el relativismo permite postular
que, en función de su contexto, dos proposiciones pueden ser ambas verdaderas. La creencia de que la Tierra es plana es contradictoria
con la creencia de que la Tierra no es plana; pero, el relativismo postula que la primera creencia es verdadera en el contexto de las
sociedades acientíficas, mientras que la segunda creencia es verdadera en el contexto de las sociedades científicas. Entonces, bajo el
entendimiento relativista, la Tierra es y no es plana; cualquiera con el más elemental sentido de la lógica puede reconocer los absurdos a
los que conduce el relativismo.
No obstante, el relativista tiene un as bajo la manga: se podría alegar que el relativismo es absurdo sólo si se parte del mismo
principio de no contradicción. Y, en función de eso, estaríamos en presencia de un argumento circular. Pues, no hay razón por la cual
deba aceptarse el principio de no contradicción, salvo apelar al mismo principio de no contradicción. Así, la lógica parte del principio de no
contradicción para intentar justificar el mismo principio de no contradicción; por ende, el principio de no contradicción es indemostrable, y

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como tal, puede prescindirse de él. Y, si se prescinde del principio de no contradicción, entonces pueden sostenerse como verdaderas
proposiciones contradictorias.
Los relativistas pretenden extender a otros campos lo mismo que hacen respecto al principio de no contradicción. Por ejemplo,
quien afirme que la ciencia es superior a la brujería justifica su postura con base en una serie de criterios que son científicos en sí
mismos; y por ende, termina siendo un argumento circular: justifica a la ciencia a partir de la misma ciencia. Lo mismo puede decirse de
todas las otras esferas que atañen al relativista: el crítico que sostiene que el arte moderno es superior al medieval está empleando
criterios estéticos modernos. El demócrata que cree que la democracia es mejor que el despotismo justifica su posición desde una
perspectiva democrática. El occidental que cree que su civilización es superior a las otras emplea criterios supuestamente occidentales
para afirmar su superioridad cultural. En otras palabras, se apela a su propia doctrina para justificarla.
Llegado a este punto, pareciera que estamos arrinconados, y no tenemos más remedio que doblegarnos frente al relativista: el
principio de no contradicción es indemostrable, como lo es también el criterio estético moderno, la conveniencia de vivir en democracia, o
la superioridad de la ciencia: cualquier intento por demostrarlos recurriría a los mismos principios de la doctrina defendida, y por ende,
termina por ser un argumento circular. Quizás la ciencia es superior a la brujería bajo un criterio universal y objetivo (capacidad de
predicción, formulación de hipótesis, verificación, etc.), pero parece imposible demostrar que, en efecto, ese criterio es universal.
Aristóteles reconocía que, en efecto, el principio de no contradicción es indemostrable. Pero, el mismo Aristóteles advertía que
deben aceptarse proposiciones y principios que, si bien no son demostrables, son evidentes por sí mismos: a estos principios los llamó
‘axiomas’. El principio de no contradicción debe resultar así axiomático. En rigor, la aceptación del principio de no contradicción queda a
discreción de la honestidad de cada quien, precisamente porque no hay posibilidad de demostrarlo sin recurrir al mismo principio de no
contradicción y, por ende, incurrir en un argumento circular. No puedo hacer más: si el lector no acepta el principio de no contradicción, no
tiene sentido que siga leyendo estas páginas; y amablemente lo invito a abandonar la lectura de este libro.
Tampoco creo posible demostrar la superioridad de la ciencia respecto a la brujería, sin recurrir a los mismos criterios científicos.
De nuevo, reconozco perfectamente que es un argumento circular defender a la ciencia a partir de la ciencia misma. Pero, por supuesto,
también es un argumento circular defender a la brujería a partir de la brujería misma.
Los resultados de la ciencia son, claro está, mejores que los resultados de la magia u otras formas no científicas de
conocimiento. Pero, una vez más, el relativista podrá esgrimir que, aún esos resultados son relativos al contexto: el médico puede ser
más eficiente que el chamán en salvar vidas, pero en el contexto de los chamanes, éstos son más eficientes en establecer contacto con
los dioses… asumiendo, claro, que estos dioses existen. Y, al final, el relativista puede emplear un recurso parecido al de mi estudiante:
estos dioses existen y no existen; para el chamán, sí existen, para el científico, no existen.
Pero, aun si no puede probarse el principio de no contradicción sin recurrir al mismo principio de no contradicción, así como
tampoco se puede probar la superioridad de la ciencia sin recurrir a una visión científica del mundo, sí parece haber indicios prácticos.
Sarcásticamente, el filósofo medieval Avicena recomendaba que quien no aceptase el principio de no contradicción, fuese golpeado
brutalmente hasta que reconociera que ser golpeado no es lo mismo que no ser golpeado.
Y, lo mismo puede hacerse respecto a los principios por los cuales la ciencia es mejor que la brujería. Si bien no podemos
demostrar la superioridad de la ciencia sin recurrir a los mismos principios científicos, tenemos el indicio práctico de que, en el momento
decisivo, la mayoría de la gente siempre prefiere recurrir a la ciencia.
De hecho, otra de las grandes críticas que puede dirigirse a los relativistas es su hipocresía. Los filósofos y políticos relativistas
viajan en avión, se someten a tratamientos médicos, y divulgan sus ideas por el internet. Todo eso presupone la aceptación de la
superioridad de la ciencia. Pues, sencillamente, tienen la oportunidad de viajar en burro, someterse a curas chamánicas y divulgar sus
ideas a través de mitos orales, pero con todo, no lo hacen. Como siempre, el relativista occidental puede alegar que él viaja en avión, y no
en burro, precisamente porque en su cultura, se privilegia el viaje en avión; pero eso no necesariamente es así en otras culturas. Pero,
muchos de quienes recurren al médico en momentos verdaderamente críticos son aquellos que proclaman proceder de culturas en las
que la ciencia no se considera superior a la brujería. Si estas personas realmente no consideran superior a la ciencia, sencillamente no
deberían buscar atención médica.
El relativismo no sólo es criticable como una doctrina paradójica (y, por ende, auto-refutada), sino que también son muy
cuestionables las consecuencias prácticas que se derivan de la aceptación del relativismo. Advertir sobre las consecuencias derivadas de
la aceptación de una doctrina no es una crítica formal a la doctrina, pero sí amerita detenerse a considerar cómo sería el mundo si, en
efecto, todos fuéramos relativistas.
El relativismo aniquila toda noción de progreso: puesto que cada creencia o práctica es valorable en función de su propio
contexto, no existen creencias ni prácticas mejores que otras; el progreso, por otra parte, presupone una dirección hacia prácticas y
creencias mejores. Pero, si precisamente, no existen prácticas y creencias mejores, entonces no hay motivo para intentar mejorar este
mundo. Pues, precisamente, ningún esfuerzo constituirá una mejora, en tanto no existe un patrón objetivo de ‘mejor’ y ‘peor’.
Si la ciencia es apenas un producto de su época y su contexto, y como tal, no tiene más validez que el mito o la brujería,
entonces, ¿de qué sirve molestarse en emprender tediosas experimentaciones para alcanzar nuevos descubrimientos? Bajo la doctrina
relativista, estos descubrimientos no constituirán un progreso, una mejora. Pero, haríamos bien en rechazar el relativismo. El científico
emprende su labor con la convicción de que, con su estudio de las leyes de la naturaleza y la sociedad, se acerca al conocimiento de la
verdad, y este conocimiento le permitirá hacer del mundo un lugar más feliz.

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***
Obviamente, la verdad de algunos enunciados sí es relativa. Si una persona en China se levanta en la mañana y dice “está
amaneciendo en mi país”, ese enunciado será verdadero. Pero, ese mismo enunciado será falso si, simultáneamente, una persona lo
pronuncia en España (donde, aún sería de noche). Pero, estudiado con mayor rigor, apreciamos que esas personas no están
pronunciando exactamente el mismo enunciado. Una está sosteniendo que amanece en China, mientras que la otra sostiene que
amanece en España. Hay una distinción entre ‘verdadero para’ y ‘verdadero sobre’. Podemos admitir que, en efecto, aquello que es
verdadero sobre algo o alguien puede ser falso sobre otra cosa u otra persona.
Pero, eso es muy distinto de sostener que, para el brujo, es verdadero que las enfermedades son causadas por los espíritus; y
para el médico, es verdadero que las enfermedades son causadas por agentes patógenos. El relativismo que nos concierne en este libro
es aquel que sostiene que aquello que es verdadero para unos, es falso para otros.
El relativismo es parte central del postmodernismo. La modernidad se forjó como un proyecto entusiasta de la noción de
progreso. La noción de progreso presupone que unas sociedades son mejores que otras. El relativismo, por su parte, niega que exista un
patrón universal por el cual se puedan comparar los vicios y virtudes de las sociedades; la distinción entre lo bueno y lo malo es apenas
relativa a cada contexto. Esta óptica relativista atrae a los postmodernistas, pues permite prescindir de la jerarquización de la
racionalidad, la ciencia y la técnica como valores e instituciones superiores.
Hemos visto en el capítulo anterior la postura de Derrida, según la cual, “no hay nada fuera del texto”. En otras palabras, no
existe algo que podamos llamar ‘verdad’ que exista independientemente de quienes la contemplen o traten de acercarse a ella. Pues
bien, el relativismo es un corolario de esta doctrina. El relativismo aniquila las pretensiones de que existe una verdad que nos trasciende.
Cuando yo le preguntaba a mi estudiante si Dios existía o no, mi presunción era que esa verdad respecto a la existencia o inexistencia de
Dios es independiente de lo que nosotros creamos. La opinión del creyente o del ateo será irrelevante respecto a si Dios existe o no.
Pero, para el relativista, no existe una verdad fuera de nosotros; en términos más coloquiales, “cada quien tiene su verdad”.
Al asumir que “cada quien tiene su verdad”, se niega la existencia de la verdad, en el sentido tradicional del término. Y, en este aspecto,
los postmodernistas no son tímidos en admitir que, bajo su criterio, la verdad no existe. Gianni Vattimo, por ejemplo, ha publicado un libro
con el sorprendente título Adiós a la verdad: ahí defiende la tesis de que aquello que creemos verdadero sólo es así en algún contexto, y
que por ende, no podemos tener certezas sobre nada en el mundo.
Si la verdad no existe, entonces no hay un criterio para distinguir entre lo aceptable y lo inaceptable. Veremos en el siguiente capítulo
que algunos filósofos han asumido esta implicación, y han llegado a postular que “todo vale”. Puesto que no hay un criterio trascendente
de verdad por el cual juzgar los enunciados sobre el mundo, cualquier disparate es aceptado.
Ésa es la postura del relativista extremo. No obstante, hay algunas formas de relativismo más refinado. De acuerdo a estas corrientes, sí
podemos aceptar la existencia de algo que podamos llamar ‘verdad’. Pero, el criterio que se emplea para distinguir lo verdadero de lo
falso permite que aquello que se considera verdadero pueda variar según el contexto.
Tradicionalmente, el criterio de verdad se ha entendido como la correspondencia entre los hechos del mundo y los enunciados
que describen esos hechos. Si un enunciado se corresponde con el estado de las cosas, entonces puede asumirse que ese enunciado es
verdadero. Éste es el entendimiento de todos aquellos que se oponen al relativismo: la verdad existe fuera de nosotros, y nuestros
enunciados serán verdaderos en la medida en que se ajusten a esa verdad que existe autónomamente.
No obstante, algunos filósofos han formulado otros criterios de ‘verdad’, los cuales terminan por conducir al relativismo. El
primero de ellos es el criterio de la coherencia. Según este criterio, una creencia es verdadera siempre y cuando se enmarque en un
sistema (conformado por otras creencias) con el cual conserve una coherencia.
Por ejemplo, una persona puede creer que el sol gira alrededor de la Tierra. Al mismo tiempo, esta persona creería que Dios
concedió un lugar especial a la humanidad en su creación, y por ende, el planeta en el cual habitamos es el centro del universo. Además,
sostendría esta persona, la Biblia es la palabra infalible de Dios, y ahí se enseña que en la batalla de Jericó, el sol se detuvo (de lo cual
debemos inferir que el sol está en movimiento, y no la Tierra). Pues bien, estas creencias son coherentes entre sí. Y, si conforman un
sistema coherente, entonces sería suficiente para considerarlas como verdaderas.
Este criterio es muy popular entre los postmodernistas. Especialmente cuando se trata de evaluar las creencias de culturas no
occidentales, los antropólogos influidos por el postmodernismo se apresuran a señalar que debemos valorar esas creencias “a partir de
su lógica interna”; es decir, a partir de un criterio de coherencia. Por ejemplo, no debemos mofarnos de que una tribu crea en la brujería.
Pues, si la creencia en la brujería se desglosa en un conjunto de creencias que son coherentes entre sí, entonces podemos asumir que
esas creencias son verdaderas.
Este criterio no nos ayuda mucho. En primer lugar, las creencias falsas pueden ser coherentes entre sí. La coherencia lógica de unas
creencias es muy distinta a su valor de verdad. El señor de los anillos, de J.R. Tolkien, es una novela con una trama muy coherente (de
hecho, es apreciable el esfuerzo que Tolkien llevó a cabo para preservar la coherencia de sus vastos mundos imaginarios). Pero, sería ir
demasiado lejos si postulamos que la historia que se narra en El señor de los anillos es verdadera. Todos sabemos es falso que los
faunos, orcos, hobbits y demás personajes, existen.
Además, vuelve a aparecer el problema de la contradicción, el cual afecta a toda forma de relativismo. Bajo el criterio de la
coherencia, dos proposiciones contradictorias podrían ambas resultar verdadera; con esto, una vez más se viola el principio de no
contradicción. Tanto la creencia de que el sol gira alrededor de la Tierra, como la creencia de que el sol no gira alrededor de la Tierra

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pueden enmarcarse en un sistema de otras creencias con las cuales se guarda coherencia. Pero, en virtud del principio de no
contradicción, ambas no pueden ser verdaderas. De nuevo, no podamos probar el principio de no contradicción, pero si el lector cree que
podemos prescindir de este principio, lo invito a abandonar la lectura de este libro.
Aparte de la coherencia, se ha invocado al consenso como criterio de verdad. Según este criterio, una creencia es verdadera si
la mayoría la acepta. Es bastante obvio que este criterio es inválido. Sabemos que el número de personas que sostenga una creencia no
incide sobre su valor de verdad. En el siglo XV, la mayoría de la gente creía que la Tierra es el centro del universo, pero hoy sabemos que
eso es falso.
Con todo, veremos en el siguiente capítulo que algunos de los más emblemáticos postmodernistas han defendido la idea de que
la creencia de que la Tierra es el centro del universo era verdadera en el siglo XV, precisamente porque la mayoría de las personas la
suscribía. Una vez más, este criterio implica que la verdad no es eterna, sino que cambia en función de las creencias de la gente, y por
ende, lo que hoy es verdad, mañana podría no serlo.
De nuevo, es necesario oponerse a estas posturas postmodernistas. La verdad existe autónomamente de nuestros
pensamientos. Ciertamente, aquello que hoy consideramos verdadero, mañana podríamos terminar por considerarlo falso. Supongamos
que en cien años, mediante una serie de de descubrimientos revolucionarios, los científicos convienen en que la velocidad de la luz no es
299972458 metros por segundo (tal como hoy creemos), sino 300000000. En efecto, en ese caso, aquello que nosotros hoy creemos
verdadero, será considerado falso. Pero, eso sería muy distinto de creer que hoy lo verdadero es que la velocidad de la luz es
2999742458 metros por segundo, y en cien años lo verdadero será otra creencia. Antes bien, lo verdadero siempre habría sido que la
velocidad de la luz viaja a 30000000 metros por segundo, y aquello que considerábamos verdadero, en realidad no lo era.
En todo caso, el criterio que apela al consenso enfrenta dos objeciones insuperables. En primer lugar, es una idea auto-refutada, pues el
mismo criterio del consenso no es avalado por la mayoría. Si seguimos el criterio del consenso, una creencia es verdadera si es suscrita
por la mayoría. Pero, la creencia según la cual una creencia es verdadera si es suscrita por la mayoría, no es en sí misma suscrita por la
mayoría (la mayoría prefiere suscribir la idea de que la verdad viene dada por la correspondencia o, a lo sumo, por la coherencia). Y, si
esa creencia no es suscrita por la mayoría, entonces es en sí misma falsa.
El segundo problema que enfrenta este criterio es, una vez más, la posibilidad de admitir como verdaderas proposiciones
contradictorias. Bajo este criterio, en el siglo XV, la creencia de que la Tierra es el centro del universo era verdadera. Bajo ese mismo
criterio, hoy la creencia de que la Tierra no es el centro del universo es verdadera. Pero, ambas creencias son claramente contradictorias;
por ende, ambas no pueden ser verdaderas.
Aún otras personas invocan el provecho como criterio para distinguir lo verdadero de lo falso. Este criterio procede del
pragmatismo, la doctrina filosófica según la cual, lo verdadero es aquello que sirve algún propósito provechoso. Bajo este criterio, si una
creencia trae resultados beneficiosos, entonces es verdadera.
En el plano religioso, este criterio ha sido frecuentemente empleado. El eminente William James defendió la idea de que, puesto
que la creencia en la existencia de Dios sirve para algo, entonces podemos asumir que esa creencia es verdadera. Y, así, otros filósofos
han argumentado de forma parecida. Pascal, por ejemplo, estimaba que debemos asumir que Dios existe, pues si no lo hacemos,
corremos el riesgo de ir al infierno. Unamuno estimaba que debemos creer en Dios, porque sólo de esa manera podemos encontrar
sentido a la vida.
Pero, de nuevo, no parece ser un criterio que resista un análisis minucioso. Resulta terriblemente ingenuo creer que el mundo es como
nosotros deseamos que sea. Independientemente de los resultados beneficiosos que una creencia pueda traer, ello no incide sobre su
valor de verdad. El someterse a tratamientos homeopáticos con la expectativa de que la homeopatía sí funciona, puede traer algún
resultado beneficioso procedente del efecto placebo. En ese caso, quien se somete a la homeopatía puede invocar el principio de “eso
funciona para mí”, y asumirlo como verdadero. Pero, que la homeopatía funcione para esa persona, y sirva como efecto placebo no
implica que los principios de la homeopatía sean verdaderos.
Y, vuelve obstinadamente el problema derivado de la contradicción. El criterio pragmático de verdad permite sostener que dos
proposiciones contradictorias sean ambas verdaderas. Pues, aquella creencia que resulte provechosa para una persona puede ser la
contradicción de una creencia que resulte provechosa para otra persona.
Puesto que el criterio pragmático de la verdad se aplica tanto en la religión, consideremos un ejemplo religioso. Supongamos
que la creencia de que Jesús es el Mesías sirve un gran propósito a una monja misionera: gracias a esa creencia, la monja en cuestión
desea seguir el (supuesto) ejemplo de Jesús, y extiende su caridad a un gran número de personas. Bajo el criterio pragmático, esa
creencia ha resultado ser muy provechosa, y por ende, es verdadera.
Supongamos, por otra parte, que en Auschwitz, un judío está a punto de morir por las pésimas condiciones en que se encuentra,
pero encuentra fuerzas en la idea de que Dios enviará al Mesías para liberar a los prisioneros judíos del campo de concentración. Y, para
creer eso, el judío en cuestión asume que Jesús no es el Mesías, pues aún el Mesías no ha llegado. Esa creencia también sirve un gran
propósito, en tanto alienta al judío a resistir. Bajo el criterio pragmático, la creencia de que Jesús no es el Mesías, también es verdadera.
Entonces, el pragmatismo permitiría que la creencia de que Jesús es el Mesías, y la creencia de que Jesús no es el Mesías, son
ambas verdaderas. De nuevo, esto es una flagrante violación del más elemental principio de racionalidad, el principio de no contradicción.
Pareciera, entonces, que la única manera de evadir estos problemas es asumir, en contra de los relativistas, que el mejor
criterio de verdad es el de la correspondencia: una creencia será verdadera siempre y cuando tenga correspondencia con el mundo. Este

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criterio asume que la verdad existe fuera de nosotros, y que nuestros enunciados serán verdaderos sólo en la medida en que representen
acordemente esa realidad externa; la verdad no dependerá de lo que cada quien crea.
***
Al final del semestre, no logré persuadir a mi estudiante de que abandonara el relativismo. Uno de las razones que él
insistentemente invocaba para defender el relativismo era la necesidad de no tener pretensiones de predicar verdades absolutas, pues
esto conduce a la intolerancia. No tardé en comprender que, de nuevo, su preocupación es típicamente postmodernista.
Hemos visto en el capítulo 1 que el postmodernismo es un movimiento que se autoproclama ‘izquierdista’ (aunque, también
hemos visto en el capítulo 2 que, en realidad, el postmodernismo procede más de la derecha reaccionaria). Pues bien, una de las ideas
más entusiastamente defendidas por la izquierda es la tolerancia. Y, hasta cierto punto es comprensible que el postmodernismo, que
surgió en su máximo apogeo tras la Segunda Guerra Mundial, fuese muy sensible al cultivo de la tolerancia como camino a la paz
mundial.
Los postmodernistas no se equivocan en que los grandes sistemas intolerantes se adhieren a dogmas y proclamaciones de
verdades absolutas. La Inquisición promovía la primacía del catolicismo como verdad absoluta. El nazismo creía en la superioridad de la
raza aria como verdad absoluta. Y, su apego a tales creencias era tal, que terminaron por aplastar a todo aquel que no se adhiriera a
esas creencias.
Pero, urge no confundir a la tolerancia con el relativismo. Los ilustrados fueron los primeros grandes promotores de la tolerancia
(emblemático, por ejemplo, en Las cartas sobre la tolerancia de Voltaire), pero eso no los condujo a abrazar el relativismo postmodernista.
Voltaire advertía: “no estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo”. Observemos que
Voltaire no decía algo como: “Vos tenéis vuestra verdad, y yo la mía”. Voltaire no titubeaba en señalar que su contraparte estaba
equivocada; en ese sentido, estaba muy lejos de ser un relativista. Pero, así como advertía que su contraparte estaba equivocada,
invocaba la necesidad de tolerarla.
Pues bien, ésa es la actitud más loable. El propiciar un diálogo y promover la tolerancia no debe conducirnos a renunciar a
nuestras pretensiones de predicar verdades absolutas, y advertir que nuestra contraparte está equivocada. Los creacionistas, astrólogos,
homeópatas y demás promotores de estupideces tienen todo el derecho a expresarse y ser tolerados, pero no por ello debemos sostener
que sus creencias no son absolutamente falsas. Debemos creer en lo que predicamos; de lo contrario, seríamos meros charlatanes. No
tiene sentido sostener algo así: “Yo creo X, pero X es verdadero sólo para mí (y por ende, sería falso para otra persona)”.
En este sentido, perfectamente podemos ser tolerantes, sin necesidad de ser relativistas. Y, ése precisamente ha sido uno de los
más graves errores del postmodernismo: confundir la tolerancia con el relativismo. Gianni Vattimo, por ejemplo, ha continuamente
señalado que, en la medida en que se tengan pretensiones de verdad absoluta, nunca se podrá construir satisfactoriamente una
democracia. Pues, a su juicio, el tener pretensiones de predicar verdades absolutas impide el diálogo, y termina por suprimir las opiniones
de los demás.
Como veremos en el siguiente capítulo, siempre es prudente dejar un espacio de duda ante cualquier creencia; ése es uno de
los rasgos más característicos del pensamiento escéptico, el cual sirve de plataforma a la serie “¡Vaya timo!”. Pero, eso no nos impide
sostener que no todas las creencias tienen el mismo valor de verdad. Yo puedo tener alguna duda respecto a la creencia de que la Tierra
orbita alrededor del sol (existe la posibilidad de que hemos hecho mal los cálculos), pero puedo asumir que esa creencia es m uchísimo
más probable que su inversa; a saber, que el sol orbita alrededor de la Tierra. El espacio de duda no me impide rechazar la postura
relativista según la cual, toda verdad es relativa a su contexto.
Además, Vattimo se equivoca en pensar que el proclamar verdades absolutas inevitablemente conduce a la supresión de la
democracia. Antes bien, para sostener un diálogo democrático realmente significativo, las partes tienen que creer en la verdad de lo que
proclaman. De lo contrario, los participantes del diálogo serían meros charlatanes que defienden posturas sin realmente creer en ellas. Es
cierto que una democracia no puede funcionar si un sistema aplasta a los disidentes, pero también es cierto que un sistema político que
no estimule un mínimo de convicciones, tampoco puede funcionar como una democracia.
En todo caso, la tolerancia tiene límites. En el momento en que toleren a los intolerantes, la misma tolerancia habrá cometido un
suicidio. Y, si abrazamos el relativismo, haremos precisamente eso. Pues, si no hay un criterio absoluto para distinguir lo verdadero de lo
falso, entonces no hay un criterio absoluto por el cual oponerse a los nazis e inquisidores. Si la verdad es relativa a su contexto, entonces
en el contexto nazi, es verdadero que ejecutar a seis millones de personas es una acción loable. Contrario a lo que Vattimo estima, el
relativismo constituye la aniquilación de la democracia. Pues, en la medida en que los mismos valores democráticos dejan de tener
pretensiones de verdades absolutas (la libertad, la igualdad, la participación cívica), se permite que los promotores de valores anti-
democráticos terminen por poner en peligro a la democracia. Precisamente el abrazar el relativismo ha propiciado que, en honor a la
supuesta tolerancia, las potencias occidentales se queden de brazos cruzados frente al auge de sistemas políticos profundamente
intolerantes en el Medio Oriente.
Ha resultado muy triste que el opositor más visible del relativismo en el siglo XXI sea el ex-director de la ex-Inquisición: Joseph
Ratzinger, alias, el Papa Benedicto XVI. Ratzinger es un hombre notablemente intolerante: tiene inclinaciones homofóbicas, y parece
tener toda la intención de hacer regresar al catolicismo a su forma más recalcitrante. El hecho de que semejante dinosaurio se proponga
“combatir la dictadura del relativismo” ha afianzado aún más la idea de que la oposición al relativismo conduce a sistemas intolerantes.

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Pero, no debemos incurrir en una falacia de asociación: el hecho de que el mayor promotor de la oposición al relativismo tenga
un tufo de intolerancia no implica que oponerse al relativismo conduzca inevitablemente a sistemas intolerantes. Ratzinger es reprochable
por su visión tradicionalista del mundo, pero sí es loable su postura frente al relativismo. Ratzinger podrá sostener todo tipo de creencias
irracionales, pero al menos conserva la convicción de creer en lo que predica. A diferencia de los postmodernistas, al menos Ratzinger ha
respetado el principio de no contradicción: él sabe que, si una creencia es verdadera, entonces su contradictoria debe ser falsa. Ratzinger
podrá propiciar un diálogo con los musulmanes, pero él sabe que, si su creencia de que Dios es tres personas es verdadera, entonces la
creencia islámica de que Dios no es tres personas, debe ser falsa. Y, así, Ratzinger puede dialogar con los musulmanes, pero de
antemano cree que ellos están equivocados en muchas de sus creencias. Ese elemental criterio de racionalidad (el cual está ausente en
muchos postmodernistas) es al menos loable.
Por supuesto, lo deseable sería que la modernidad retome su rumbo, y que el opositor más visible del relativismo no sea un
Papa, sino un científico, un filósofo heredero de la Ilustración, o incluso, un político de izquierda. Además, a pesar de que Ratzinger se
proclama a sí mismo como un anti-relativista, hay espacio para sostener que, en realidad, él es otro relativista más, no muy lejano de los
postmodernistas.
Ratzinger, como los representantes de otras religiones, sostiene que algunas creencias deben defenderse sobre las bases de la
fe. En otras palabras, se debe creer en ausencia de evidencia, o motivos racionales. Pero, al despojar de sustento racional a una
creencia, no hay un criterio firme por el cual se deba sostener esa creencia, y no otra. Si no hay un motivo racional para sostener que
Dios es tres personas (en tanto es un artículo de fe inaccesible a la razón), ¿por qué, entonces, no puedo sostener que Dios es cuatro
personas? Al final, sin la razón como criterio para distinguir lo verdadero de lo falso, todo vale. Y, por ello, cualquier sistema doctrinal que
promueva el aceptar creencias con base en la fe, termina por ser relativista, aun si sus jerarcas se proponen “combatir la dictadura del
relativismo”. Moliere creó un personaje que hablaba en prosa sin saberlo; pues bien, Ratzinger es un relativista, sin él saberlo.

Para leer más…

BAGHRAMIAN, Maria. Relativism. New York: Routledge. Un recorrido muy completo por la historia del relativismo, desde
Protágoras hasta los postmodernistas.
SEBRELI, Juan. El asedio a la modernidad. Ariel. 1992. Una de las mejores críticas al relativismo. Sebreli visita varias formas de
relativismo, y expone sus debilidades.
Capítulo 5
El ataque a la ciencia
La ciencia ha sido una de las instituciones más atacadas por los postmodernistas. No sorprende que así sea. Después de todo,
la ciencia reposa sobre procedimientos racionales, y como hemos visto, el postmodernismo es en buena medida una reacción en contra
de la primacía de la racionalidad cultivada desde la Ilustración.
Además, la ciencia ha sido una empresa desarrollada en un contexto muy específico. La ciencia moderna, con un método bien
delineado, nació en la Europa del siglo XVII. Y, si bien la ciencia afortunadamente se ha expandido a todos los rincones del planeta, no
deja de ser cierto que los más grandes científicos proceden de naciones occidentales. Pues bien, en la medida en que los
postmodernistas abrazan el relativismo, sostienen que la ciencia no puede pretender un alcance universal, y sus hipótesis son sólo
verdaderas en el contexto cultural en el cual han sido formuladas.
La ciencia pretende formular hipótesis que describan la naturaleza y funcionamiento del mundo. En este sentido, la ciencia
presupone la existencia de una verdad, y la labor del científico es descubrir esa verdad. Pero, como hemos visto, el postmodernista se
opone a esto. Para el postmodernista, no existe algo que podamos llamar ‘verdad’. La distinción entre lo verdadero y lo falso es apenas
relativa a un contexto, y de esa manera, los pronunciamientos de la ciencia sólo son verdaderos en el contexto científico.
El científico parte de la convicción de que su labor es mejor que la labor de otros a la hora de indagar respecto a la verdad. El
científico confía en que el seguimiento de los procedimientos de indagación le permitirá conocer el mundo de forma más eficiente a como
lo haría una persona que no siga los procedimientos científicos. Pero, bajo la presunción postmodernista inspirada en el relativismo, la
labor del científico no es ni mejor ni peor que la de un hechicero. Precisamente, puesto que no hay una verdad a la cual acercarse, no hay
un criterio que permita sostener que la labor del científico es más admirable que la del hechicero.
Tradicionalmente, los filósofos han esbozado un criterio que permita demarcar cuándo estamos en presencia de una disciplina
genuinamente científica. Si bien hay mucha discusión respecto a cuál es exactamente este criterio, podemos al menos delinear los pasos
y reglas elementales del método científico, a fin de saber distinguir una disciplina científica de una que no sea científica.
Esto resulta de suma importancia, pues hoy abundan disciplinas que dan la impresión de ser científicas, pero realmente no lo son.
Muchas de estas disciplinas emplean jerga que, aparentemente son científicas, pero vistas bajo la lupa de un criterio de demarcación,
hemos de concluir que no son disciplinas propiamente científicas, sino pseudocientíficas; en otras palabras, son falsas ciencias. El
método científico nos sirve de guía para distinguir entre una ciencia y una pseudociencia.
El primer paso del método científico consiste en la observación. El científico debe recoger una vasta masa de datos, pues la
evidencia empírica debe ser la base del conocimiento. Algunas ciencias no necesitan observación, pues tratan exclusivamente con
abstracciones. Estas ciencias suelen ser llamadas ‘formales’, y fundamentalmente se reducen a la lógica y la matemática. Estas ciencias

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nos proveen un gran servicio, pero las ciencias que realmente nos informan sobre el mundo son aquellas que denominamos ‘ciencias
fácticas’, pues están concernidas con los hechos, y no meramente las formas. Y, por supuesto, para conocer los hechos, es necesario
observarlos.
Un segundo paso consiste en organizar los datos y establecer relaciones entre ellos. Para ello, esas relaciones deben mantener
coherencia. Frente a la masa de datos recopilados, el científico trata de observar patrones que se repiten. Y, a partir de esos patrones,
puede elaborar algunas inferencias. Al final, el científico buscará formalizar esos patrones en secuencias causales, o al menos, en
relación de dependencia, y formulará una hipótesis con pretensiones predictivas.
Una vez que se han formulado las hipótesis, el científico procede a verificarlas a través de algún mecanismo de experimentación.
Esto es crucial en el método científico. Nunca tenemos absoluta certeza de que nuestras hipótesis se corresponden con la realidad, y en
ese sentido, debemos estarlas verificando continuamente.
Durante la primera mitad del siglo XX, los filósofos estimaron que la verificación es el criterio fundamental para distinguir a la
ciencia de disciplinas no científicas. La ciencia procura formular hipótesis que sean susceptibles de ser verificadas. Aquellas que, en
efecto, son verificadas una y otra vez, mantienen su estatuto científico. Aquellas que no son verificables, o que, al someterse a la
verificación, no ofrecen los resultados acordes a lo esperado, no pueden ser consideradas hipótesis científicas.
Los enunciados sobre Dios, o las energías cósmicas invisibles, o las fuerzas del espíritu que conducen a la Historia, son
claramente no verificables, y en ese sentido, no pueden formar parte de una teoría científica. Tampoco pueden formar parte de una teoría
científica aquellos enunciados que, al intentar verificarse en experimentos autónomos, no arrojan los resultados del experimento inicial.
Por ejemplo, las supuestas habilidades paranormales ‘descubiertas’ por los parapsicólogos nunca han podido ser replicadas en otros
experimentos para poder verificar el alegato inicial. Por ende, la parapsicología tampoco puede calificar como ciencia.
No obstante, Karl Popper, un eminente filósofo (aunque, como veremos, desafortunadamente mal entendido por varios
postmodernistas) reaccionó en contra de ese criterio basado en la verificación. A juicio de Popper, no podemos pretender verificar las
hipótesis científicas, pues no es posible someter a verificación ninguna proposición con cuantificadores universales. Pensemos, por
ejemplo, en el enunciado “Todos los cisnes son blancos”. Aparentemente, es fácil verificarlo: basta encontrar muchos cisnes blancos.
Pero, no importa cuántos cisnes encontremos, eso nunca será suficiente para asegurarnos de que, en efecto, todos los cisnes son
blancos. Pues, siempre existirá la posibilidad de que exista un cisne no blanco que aún no hayamos encontrado.
En función de eso, Popper recomendaba, no buscar verificar las hipótesis científicas, sino más bien intentar refutarlas mediante
algún contraejemplo. Así, frente a la hipótesis “todos los cisnes son blancos”, el científico debe intentar buscar un cisne no blanco. Si
acaso lo encontrare, entonces la hipótesis inicial sería refutada, y habría que reformularla. Si, por el contrario, no encontrare ningún cisne
no blanco, entonces esa hipótesis inicial se mantendrá, pero el científico debe continuar buscando contraejemplos.
Por ello, Popper consideraba que las teorías científicas no son meramente aquellas susceptibles de ser verificadas, sino aquellas
susceptibles de ser refutadas, pero que no se ha encontrado evidencia para hacerlo. Así, al criterio verificacionista de los filósofos de
aquella época, Popper opuso un criterio falsacionista. Esto permitió a Popper etiquetar de ‘pseudociencia’ a varias disciplinas que sí
tienen posibilidad de verificación, pero que, con todo, no deberían calificar de ‘científicas’.
Muchas variantes del psicoanálisis, por ejemplo, no pueden pretender ser teorías científicas. Consideremos, por ejemplo, el
alegato psicoanalítico de que todos los sueños revelan algún contenido sexual, sea explícito, o reprimido. ¿Es verificable esta hipótesis?
Sí lo es. Si alguien sueña con un pene o una vagina, entonces se confirma que, en efecto, los sueños revelan contenido sexual. Si alguien
sueña con una espada o un agujero en la pared, entonces el psicoanalista sostendrá que éstos son símbolos sustitutos de las imágenes
sexuales, y de nuevo, se confirmará la hipótesis. Y, si se sueña con elementos aparentemente asexuales, como por ejemplo, un elefante
en un circo, entonces el psicoanalista sostendrá que esas imágenes aparecen como represión de las imágenes sexuales.
Podemos apreciar que no hay un sueño posible que no se ajuste a esta teoría. En los términos en que se plantea la teoría, todos
los ejemplos serán confirmaciones. Y, en ese sentido, no hay posibilidad de un contraejemplo. En ausencia de un contraejemplo posible,
la teoría es claramente no refutable bajo ninguna circunstancia. Una teoría así, estima Popper, no puede ser considerada científica.
El criterio de Popper resulta bastante satisfactorio, pues previene en contra de teorías que, en la medida en que no proveen
escenarios posibles de refutación, terminan por convertirse en dogmáticas. Y, además, estas teorías despojan de sentido a la fase de
experimentación del método científico: si de antemano ya sabemos que los datos confirmarán la teoría, ¿para qué molestarse en
experimentar? Si bien esto es un asunto aún discutido, un grueso sector de científicos y filósofos acepta, al menos a grandes rasgos, el
criterio de demarcación ofrecido por Popper. Cuando estéis en frente de una disciplina que genere mucha sospecha (muchas de las
cuales han sido ya analizadas en la colección ‘¡Vaya timo!’), aplicad el criterio de Popper, y podréis tener una buena idea sobre su valor
científico.
***
Algunos postmodernistas consideran que no hay un criterio de demarcación entre ciencia y pseudociencia, y que en ese sentido, la
astrología no es propiamente inferior a la astronomía, o el creacionismo inferior a la teoría de la evolución. Según esta opinión, el Feng
Shui, la homeopatía o la parapsicología no son propiamente pseudociencias, pues en rigor, no hay un criterio que permita distinguir entre
una disciplina científica de una no científica. Volveremos sobre estos postmodernistas más adelante.

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Otros postmodernistas sí están dispuestos a admitir que, en efecto, es posible demarcar entre ciencia y pseudociencia. Pero, en opinión
de estos postmodernistas, la ciencia y la pseudociencia (o, la no ciencia en general) son meramente distintas, y no se puede elaborar una
valoración jerárquica entre ellas. Son, en otras palabras, inconmensurables (una palabra favorita entre los gurús del postmodernismo).
Esto, por supuesto, se ajusta perfectamente a la doctrina relativista, tal como la hemos reseñado en el capítulo anterior. Para estos
postmodernistas, la verdad no existe, o en todo caso, no hay una única verdad que nos trasciende, sino que cada verdad es construida
por cada sistema cultural. Así, las teorías de los astrónomos son verdaderas en los planetarios, pero no en los horóscopos. Y, viceversa,
las teorías de los astrólogos son falsas en los planetarios, pero no en los horóscopos. En este sentido, la ciencia está confinada a su
espacio, y no puede pretender que sus teorías tengan alcance universal.
Los postmodernistas que defienden esta postura sostienen que, frente a disciplinas como la astrología o el Feng Shui, es
necesario buscar su ‘racionalidad interna’. Una vez que entendamos los principios que rigen a estas disciplinas, se alega, apreciaremos
que forman un conjunto coherente de creencias, y que en ese sentido, mantienen intacta su racionalidad. No tardaremos en apreciar que
este alegato es un corolario del criterio de verdad con base en la coherencia (el cual reseñamos en el capítulo anterior; vale recordar
algunas de las críticas que hemos formulado a ese criterio).
Así, por ejemplo, la astrología no es un simple disparate. En primer lugar, se aprecia en esa disciplina un esfuerzo coherente por
ordenar el mundo, y los elementos constitutivos de la astrología están bien estructurados. A partir de la premisa inicial, según la cual la
posición de los astros ejerce influencia sobre nuestro destino, entonces podremos comprender que es perfectamente racional seguir las
recomendaciones de los horóscopos.
El antropólogo Claude Levi-Strauss ha sido uno de los paladines de esta postura. A su juicio, la ciencia no puede pretender tener el
monopolio de la racionalidad. Teorías que, vistas de la ciencia, son erróneas, poseen el mismo grado de racionalidad que las teorías
científicas, pues se organizan de un modo fundamentalmente parecido a cómo organiza el mundo la ciencia.
Consideremos, por ejemplo, las creencias de algunas sociedades tribales según las cuales, sus miembros son descendientes de
animales totémicos. Para la ciencia, esto es un alegato sumamente irracional. Pero, Levi-Strauss insiste en que, debemos indagar más
respecto a estas creencias, para entender que son perfectamente racionales. Pues, la creencia de que los miembros de la tribu son
descendientes de animales totémicos es una forma de organizarse socialmente. Los descendientes del oso tienen asignadas unas
labores y funciones sociales, mientras que los descendientes del reno tienen otras funciones sociales asignadas, y así sucesivamente. De
esa manera, la aparente creencia irracional respecto a los orígenes totémicos es en realidad una forma muy racional de estructurar la
división de funciones y labores en la sociedad. A juicio de Levi-Strauss, las sociedades modernas desarrollan un pensamiento lógico
abstracto; las sociedades no modernas desarrollan un pensamiento igualmente lógico, pero en vez de emplear conceptos abstractos,
parten de elementos concretos que se organizan en estructuras lógicas. Los modernos empleamos la ‘lógica de lo abstracto’, los no
modernos emplean la ‘lógica de lo concreto’, pero al final de cuentas, ambas formas de pensamiento son igualmente racionales.
Con esto, Levi-Strauss tiene clara semblanza relativista. Para él, la racionalidad o irracionalidad de una creencia dependerá del
sistema en el cual se enmarque. Pero, por otra parte, Levi-Strauss es un universalista, pues a su juicio, todos los sistemas de
pensamiento obedecen fundamentalmente a un mismo esquema de pensamiento racional. Las manifestaciones de esa racionalidad
pueden variar, pero tras esas manifestaciones, subyace una racionalidad común. Por ende, es de presumir que Levi-Strauss no
consideraría que la astrología sea intelectualmente inferior a la astronomía, pues ambas obedecen a la misma estructura universal de
racionalidad.
Levi-Strauss observa que todos los sistemas de pensamiento humano buscan organizar el mundo en categorías; en otras
palabras, todos los sistemas de pensamiento clasifican. Y, la clasificación es una señal inconfundible de racionalidad. De nuevo, todo esto
parece implicar que, para Levi-Strauss, disciplinas como el Feng Shui, la astrología o la homeopatía son perfectamente racionales, pues
clasifican los elementos que conforman sus teorías.
Haríamos bien en rechazar la argumentación de Levi-Strauss, al menos parcialmente. Podemos admitir, al menos
tentativamente, que, tal como sostenía Aristóteles, el hombre es un animal racional. Eso, por supuesto, incluye a todos los seres
humanos. Y, en ese sentido, Levi-Strauss sí está en lo cierto al sostener que existe una estructura universal para la mente humana, la
cual propicia el pensamiento racional.
Pero, también debemos apreciar que existen diversos grados de racionalidad. Y, en este sentido, no podemos postular que la ciencia no
supera en racionalidad a la pseudociencia. Tentativamente podemos admitir que la creencia de los miembros de una tribu de que un
animal totémico es su ancestro, no es absolutamente irracional. En efecto, estas creencias pueden cumplir una importante función social,
y de esa manera, conservan un matiz de racionalidad. Pero, debemos sostener que, aun con su matiz de racionalidad, semejante
creencia es fundamentalmente irracional. Y, más aún, también debemos sostener que una creencia como ésa es intelectualmente inferior
a una creencia, según la cual, los miembros de esa tribu son descendientes de homínidos que vivieron en África oriental hace algunos
millones de años.
Levi-Strauss enfrenta las mismas objeciones que hemos extendido al criterio de verdad con base en la coherencia. Hemos visto que, el
mero hecho de que un sistema de creencias conserve coherencia entre sí no hace que esas creencias sean verdaderas (una obra de
ficción puede ser muy coherente, pero no por ello sus personajes son reales). Pues bien, de la misma manera, el mero hecho de que un
sistema de creencias sea coherente y emplee algunos procedimientos lógicos elementales no lo hace racional en pleno sentido.

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La coherencia es una condición necesaria, pero no suficiente, para la racionalidad. Para que una creencia sea verdadera, no
sólo debe proceder del empleo de algún procedimiento lógico, o de algún medio de ordenamiento del mundo. Una creencia racional
también debe contar con evidencia empírica a su favor, y debe tener algún modo de verificación (y, si seguimos a Popper, también debe
incluir la posibilidad de ser refutada). No hay indicios empíricos que respalden el alegato según el cual un grupo de seres humanos
desciende de un animal totémico; en cambio, hay plenitud de datos empíricos que sí respaldan el alegato según el cual los seres
humanos descienden de homínidos. Así, la primera creencia es irracional, mientras que la segunda no lo es. El gran Carl Sagan sostenía
que “los alegatos extraordinarios requieren evidencia extraordinaria”; un alegato extraordinario sin evidencia extraordinaria es
sencillamente irracional. Lamentablemente, Levi-Strauss y sus seguidores están dispuestos a admitir como racionales, aquellos alegatos
extraordinarios sin evidencia extraordinaria.
Ciertamente la clasificación es un proceso mental con indicios de racionalidad. En la medida en que se clasifica, se organiza el
mundo, y con ello, se imponen unas reglas de pensamiento. Pero, de nuevo, no por ello debemos sostener que todas las taxonomías son
equivalentes en racionalidad. El postmodernista Michel Foucault por ejemplo, sentía fascinación por un supuesto antiguo sistema de
clasificación chino (originalmente inventado por Jorge Luis Borges), en el cual los animales se dividían en algunas de estas categorías:
pertenecientes al emperador; embalsamados; amaestrados; lechones; sirenas; fabulosos; perros sueltos; incluidos en esta clasificación;
que se agitan como locos. Foucault veía en este sistema de clasificación una muestra de racionalidad no científica.
Pero, ¿realmente este sistema de clasificación exhibe el mismo nivel de racionalidad que la taxonomía binomial de Linneo?
Suponer que todos los sistemas de clasificación exhiben el mismo grado de racionalidad es terriblemente ingenuo. Suponer que la ‘lógica
de lo concreto’ de una tribu no es inferior a la lógica abstracta de la filosofía es dar una bofetada a Frege, Bertrand Russell y tantos otros
maestros que refinaron las reglas del pensamiento.
Como Levi-Strauss, otros antropólogos han catalogado de ‘racional’ prácticas y creencias que son a todas luces irracionales. Por
ejemplo, el antropólogo E.E. Evans-Pritchard estimaba que las creencias sobre brujería y la consulta de oráculos entre los azande, una
tribu africana, son prácticas perfectamente racionales, siempre y cuando se acepten sus premisas. La creencia en la brujería ayuda a
mantener la diplomacia y buenas relaciones sociales, pues siempre existe el temor a ser acusado de brujería. Y, el oráculo (el cual parte
de la matanza de un pollo), cuyo objetivo principal es descubrir a las brujas, sirve para tomar decisiones. El mismo Evans-Pritchard
confesaba que empezó a consultar ese oráculo, y señaló que ese método para la toma de decisiones “le resultaba tan eficaz como
cualquier otro método que pudo haber empleado”.
De nuevo, cuesta creer que los antropólogos defiendan posturas como éstas. ¿Acaso las consultas a oráculos resultan tan
eficaces como un examen minucioso de la situación, a la hora de tomar decisiones? Supongamos que tenemos dos personas acusadas
de homicidio, una inocente y la otra culpable. Debemos decidir a cuál de ellas castigar. ¿La consulta del oráculo resultará tan eficaz como
la ardua labor criminalística, a la hora de tomar esa decisión?
También resulta sorprendente que, como Evans-Pritchard, muchos antropólogos de inspiración postmodernista estén dispuestos
a admitir que la creencia en brujas no es irracional. ¿Tendrían esa misma opinión respecto a la cacería de brujas en la Europa del siglo
XVII? Se aprecia acá una profunda hipocresía: cuando los no occidentales creen cosas fantásticas, los postmodernistas hacen toda
suerte de malabares explicativos para sostener que semejantes creencias tienen su propia racionalidad. Pero, cuando los occidentales
sostienen estas mismas creencias, entonces los postmodernistas saltan a ridiculizarlos.
En todo caso, si bien Evans-Pritchard sostuvo que la creencia en brujas y oráculos entre los azande mantenía su racionalidad,
llegó un momento en que reconoció que ni siquiera estas creencias conservaban un mínimo de coherencia. Los azande creen que la
sustancia ubicada en el hígado, la cual propicia la brujería, se transmite de las madres a las hijas, y de los padres a los hijos; en otras
palabras, la brujería se hereda. Pero, los azande también creen que todos ellos proceden de un mismo ancestro. Si esto es así, entonces
lógicamente todos los azande deberían ser brujos. Pero, con todo, los azande creen que sólo algunos de sus miembros son brujos, y
precisamente ése es el motivo por el cual consultan a los oráculos.
Evidentemente, los azande suspenden el uso de la lógica al sostener que la brujería se hereda, que todos los azande proceden
de un mismo ancestro, pero que no todos los azande son brujos. Y, al menos, Evans-Pritchard apreció esta inconsistencia lógica. Pero,
así como hay más papistas que el Papa, hubo quien pretendió llevar el relativismo de Evans-Pritchard aún más lejos. El filósofo Peter
Winch denunció que Evans-Pritchard cometía un ‘error categorial’, al exigirle a los azande que pensaran con la misma lógica con que
piensan los occidentales modernos. A juicio de Winch, las reglas de la lógica no son universales, sino que dependen de cada contexto. Y,
en ese sentido, la racionalidad de las creencias de los azande debe ser juzgada ‘desde adentro’.
Evans-Pritchard ya había intentado ‘comprender’ la brujería y los oráculos ‘desde adentro’, al aceptar sus premisas. Pero, ni
siquiera así pudo obviar las incoherencias de ese sistema de creencias. Pues bien, Winch pretendía dar un paso aún más lejos, y
sostenía que cada sistema tiene su propio criterio de coherencia, y que no tenemos autoridad para juzgar su racionalidad desde fuera.
Esto es ya un relativismo embrutecedor.
Alguien como Evans-Pricthard diría que la homeopatía no es irracional, pues si aceptamos sus premisas básicas, entenderemos
que forma un sistema coherente. Pero, alguien como Winch llegaría a decir que, aun en el caso de que la homeopatía sostenga algo así:
“lo similar cura a lo similar y lo similar no cura a lo similar” (una flagrante violación del principio de no contradicción), desde fuera no
tenemos autoridad para juzgar como irracional esa creencia.

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Winch había estado influido por las ideas del filósofo Ludwig Wittgenstein. En un inicio, Wittgenstein había argumentado que el
lenguaje opera como una fotografía de la realidad; es decir, su función es estrictamente la representación. Pero, Wittgenstein
eventualmente cambió de opinión, y sostuvo que el lenguaje opera más bien como una herramienta que, lejos de representar la realidad,
la construye. Y, de esa manera, el sentido de las palabras está en su uso. Así, no hay frases intrínsecamente absurdas; dependiendo de
cómo una frase se inserte en un determinado contexto, y el uso que se le dé a esa frase en ese contexto, tendrá distintos sentidos.
Wittgenstein formuló así el concepto de los ‘juegos del lenguaje’. De acuerdo a esto, cada lenguaje se desempeña en cada
juego, y por ende, cada lenguaje tiene sus reglas. Puesto que cada lenguaje tiene sus reglas, son inconmensurables entre sí, y el sentido
de cada palabra debe ser evaluado desde el interior de cada juego del lenguaje. El fútbol tiene sus reglas, y el baloncesto tiene sus
reglas. Tomar la pelota con las manos está prohibido en el fútbol, pero al observar un partido de baloncesto, no debemos reclamar que un
jugador tome la pelota con las manos. Pues bien, de la misma manera, no podemos extrapolar las reglas de un juego de lenguaje a otro
juego de lenguaje.
Con esto, Wittgenstein parece negar que exista una estructura universal para el lenguaje humano. Sostiene más bien que cada
lenguaje tiene sus particularidades y funcionamiento interno. Varios lingüistas han rechazado esta argumentación: en especial, Noam
Chomsky ha intentado demostrar cómo todas las lenguas comparten una gramática universal, de manera tal que los distintos lenguajes sí
son conmensurables entre sí.
Algunos otros filósofos han sostenido versiones similares del relativismo lingüístico. W.V. Quine, por ejemplo, desconfiaba de las
posibilidades de traducción entre las lenguas. A su juicio, cada lenguaje conserva una particularidad que resulta inconmensurable con
otras lenguas, al punto de que nunca podremos saber con precisión si, en efecto, la traducción ha sido óptima. Por ejemplo, si estamos
con una tribu desconocida, y observamos que, frente a un conejo, los miembros de la tribu gritan “¡gavagai!”, no estaremos seguros si
traducir eso como “¡he ahí un conejo!”, o “¿quieres comer conejo asado?”, o “cacemos al conejo”. Para aproximarse a saber cuál de esas
traducciones es la adecuada, sería necesario observar el contexto y su relación con las otras palabras, pero a la vez, el significado de
estas palabras conduce a otras palabras, y éstas a otras, y así sucesivamente. Apreciamos acá algo similar al argumento de Derrida.
En función de eso, Quine parecía sostener que cada lenguaje es impenetrable desde afuera. El célebre ejemplo de Quine
respecto a los conejos invita a reflexionar. En efecto, desde hace tiempo los italianos tienen el viejo adagio, “traduttore, traditore”
(traductor, ¡traidor!), y no faltan expresiones que no pueden ser traducidas. Pero, pareciera que Quine exagera. Desde hace milenios, la
labor de los traductores ha resultado eficiente, y si bien es cierto que existe alguna limitación, pareciera bastante evidente que todas las
lenguas pueden ser traducidas.
Pero, ésta no es la única objeción al relativismo lingüístico y a la tesis de Wittgenstein. Éste no pareció especificar bien qué es
exactamente un ‘juego del lenguaje’. Cuando contemplamos la palabra ‘lenguaje’, pensamos en el mandarín, el castellano, el swahili, etc.
Pero, el entendimiento de Wittgenstein es más amplio. Un ‘juego del lenguaje’ es más bien el esquema de pensamiento de una
comunidad. Un astrólogo español y un astrónomo español hablan ambos castellano, pero según la tesis de Wittgenstein, el primero habla
el lenguaje de la astrología, mientras que el segundo habla el lenguaje de la astronomía. Y, puesto que cada lenguaje tiene sus propias
reglas, no pueden extrapolarse las reglas de un lenguaje a las reglas de otro lenguaje. Así, el astrónomo no tiene competencia para
sostener que el astrólogo está equivocado, pues sencillamente, pertenece a otro campo.
Los historiadores de la filosofía debaten si Wittgenstein era o no relativista, pero debería resultar bastante claro que sí era un
relativista, y en una forma extrema. Como Evans-Pritchard, Wittgenstein estaba dispuesto a admitir que la consulta de oráculos no es ni
peor ni mejor que el estudio de la física. He acá un conocido pasaje de Sobre la certeza (una de sus obras póstumas): “[Supongamos que
encontramos gente] que en vez de consultar a un físico [para saber si el agua hierve a cien grados], consultan un oráculo (y por ello, los
consideramos ‘primitivos’). ¿Está mal que ellos consulten el oráculo y se guíen por ello? Si decimos que está ‘mal’, ¿no estamos
empleando nuestro juego de lenguaje como base para combatir el suyo?”.
La pregunta retórica de Wittgenstein es bastante clara: no tenemos autoridad para mofarnos de alguien que consulta el oráculo,
pues quienes lo hacen, emplean un juego de lenguaje distinto al nuestro, y bajo sus reglas, es un procedimiento lícito. Wittgenstein
sostiene que, con distintos juegos del lenguaje, el físico no tiene posibilidad de ofrecer razones explicativas a quien consulta el oráculo; lo
máximo a lo que el físico llega es llamar ‘tonto’ a su contraparte.
Poca gente aprecia que Wittgenstein es un gran enemigo de la ciencia, pero es hora de desenmascararlo. Y, si bien fue un
filósofo que inspiró a la tradición analítica británica (en contraposición a las frases rimbombantes de muchos postmodernistas franceses),
en Wittgenstein se repiten los mismos temas relativistas que han proliferado desde Protágoras. Los homeópatas, astrólogos, brujos y
curanderos tienen su juego de lenguaje. Pero, no sólo eso. Los nazis, gangsters y psicóticos también tienen su juego de lenguaje. Incluso,
los estudiantes que reprueban un examen pueden reclamar que ellos tienen su propio juego de lenguaje, y que el profesor no tiene un
sustento para reprobarlos, pues está aplicando reglas derivadas del juego de lenguaje de los profesores, el cual es inconmensurable con
el de los estudiantes.
El relativismo de Wittgenstein enfrenta el mismo problema que las otras formas de relativismo: se trata de una idea auto-
refutada. Es perfectamente argumentable que, bajo el juego de lenguaje en el cual yo me desenvuelvo, el concepto de ‘juegos de
lenguaje’ es una fantasía. Así como el físico no tiene razones firmes para intentar persuadir a quien consulta el oráculo, Wittgenstein
tampoco tendría razones firmes para intentar persuadirme. Y, por ende, no tengo motivo para pensar que los juegos del lenguaje existen.

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Con todo, Wittgenstein presenta un reto muy parecido al presentado por otros relativistas, al cual ya me he referido en el capítulo
anterior. Wittgenstein señala que, cuando un físico trata de persuadir a quien consulta el oráculo, invoca razones que proceden de la
misma racionalidad empleada por el físico. Y, en efecto, esto es un problema serio. El psiquiatra etiqueta de ‘enfermo mental’ al paciente,
a partir de los mismos criterios de la psiquiatría. El demócrata defiende a la democracia a partir de los mismos criterios democráticos. Y
así sucesivamente.
Éste es un gran reto, pues apunta al problema de la fundación en la racionalidad. Si tratamos de defender la racionalidad, a partir
de los propios criterios de la racionalidad, entonces estaremos en presencia de un argumento circular. He señalado en el capítulo anterior
que, en efecto, llega un momento en que no podemos evitar incurrir en argumentos circulares: no puedo demostrar el principio de no
contradicción, sin recurrir el mismo principio de no contradicción. Pero, también señalaba que el principio de no contradicción debe
resultar axiomático, y en ese sentido, es la fundación de todo razonamiento.
Pero, como extensión del argumento de Wittgenstein, algunos relativistas han llegado al extremo de sostener que, el principio de
no contradicción sólo forma parte de las reglas de un juego de lenguaje. Y, aparentemente, puede haber juegos del lenguaje cuyas reglas
no contemplen el principio de no contradicción. En otras palabras, la lógica sería una mera invención de un grupo cultural específico, y no
tendría aplicabilidad universal. Wittgenstein no enunció esto de forma explícita, pero sus herederos intelectuales sí se han acercado a
posturas como éstas.
Peter Winch reprochaba a Evans-Pritchard el extrapolar las reglas de la racionalidad occidental a la vida diaria de los azande. A
pesar de la evidente contradicción e incoherencia en las creencias sobre la brujería, Winch parecía sostener que las reglas de la
racionalidad no aplican al pensamiento de los azande. Y, en ese sentido, la lógica no tiene alcance universal, sino que está confinada al
‘juego del lenguaje’ bajo el cual operan quienes la emplean. Así, los principios elementales de la lógica, las reglas de la deducción natural,
etc., son arbitrarios. Bajo este criterio, no podemos tener certeza respecto al teorema de Pitágoras, el principio transitivo de identidad,
etc., pues éstos sólo tienen aplicabilidad a nuestro sistema de pensamiento.
Así, por ejemplo, la doctrina cristiana de la Trinidad nos puede resultar incoherente, en virtud del principio transitivo de identidad
(si el Padre es idéntico a Dios, y el Hijo es idéntico a Dios, entonces el Padre debe ser idéntico, pero con todo, los cristianos sostienen
que son personas distintas). Pero, de nuevo, el cristianismo tendría sus propias reglas, y nuestra lógica no tiene alcance para las
creencias cristianas.
De nuevo, llegados a este punto, ha de admitirse que no hay más posibilidad de argumento; la conversación debe llegar a su fin.
Si alguien sostiene que los principios de la lógica no son universales, es sencillamente imposible dialogar con esa persona, pues un
diálogo presupone la aceptación de unas mínimas reglas lógicas. Cierto, no puedo demostrar la verdad de esas reglas lógicas, pero debe
quedar al criterio de honestidad de cada quien si es posible que Juan sea cocinero, y a la vez Juan no sea cocinero.
Los filósofos tradicionalmente han sostenido que podemos tener certeza de las proposiciones ‘analíticas’, aquellas que son
necesariamente verdaderas o falsas, en función de lo que ellas mismas significan, como por ejemplo, “ningún soltero está casado”. No
hay ninguna posibilidad de que un soltero sí esté casado. No podemos tener certeza sobre las proposiciones ‘sintéticas’ (aquellas que
podrían ser verdaderas o falsas, como por ejemplo “Juan está casado”), pues dependemos de la experiencia para conocer su valor de
verdad, y la experiencia es falible. Hay razones para dudar de aquello que percibimos con la experiencia, pero no hay razones para dudar
de las proposiciones analíticas. Y, los principios lógicos operan como las proposiciones analíticas, pues éstos no dependen de la
experiencia. Por ende, podemos tener certeza sobre los principios de la lógica, y con esto, asumiríamos que tienen alcance universal.
No obstante, el eminente W.V. Quine trató de colocar en duda la división de esos dos tipos de proposiciones. A su juicio, siempre
debemos recurrir a la experiencia para conocer el valor de verdad de una proposición, pues en rigor, las proposiciones analíticas no
existen. En líneas generales, Quine sostenía que en una proposición como “ningún soltero está casado”, es necesario conocer el sentido
de las palabras mediante su uso, y para eso es necesaria la experiencia (debemos indagar para saber si, por ejemplo, ‘casado’ es
antónimo de ‘soltero’). Así, ninguna proposición puede sostenerse como verdadera a priori.
Sin la certeza respecto a las proposiciones analíticas (las cuales Quine postula que en realidad no existen), se abre la puerta a la
idea de que, en efecto, la lógica no tiene alcance universal (pues, podríamos estar equivocados respecto a los axiomas), y es posible que,
en algún contexto, los hombres casados sí sean solteros. Si bien no lo dejó suficientemente claro, Quine pareció dejar abierta la puerta
para el ‘relativismo lógico’, y a posturas que sostendrían que el principio de no contradicción podría no ser verdadero.
Quine fue un filósofo sumamente analítico, y dedicó atención a temas muy pertinentes en las áreas tradicionales de la filosofía.
En este sentido, está muy lejos de los postmodernistas; incluso, fue uno de los que encabezó la protesta en contra del doctorado de
Derrida en Cambridge. Pero, en su rechazo a la certeza de los axiomas de la lógica, terminó por abrir el camino a los postmodernistas
que abrazan formas extremas de relativismo.
En todo caso, el debate respecto al alcance de los principios axiomáticos de la lógica es bastante complejo, y no cuento con el
espacio para reseñar todos sus pormenores. Así como he reprochado a Derrida y compañía por ser autores oscurantistas, debo al
menos dar crédito a Quine por su rigor analítico. Si bien sus puntos de vista parecen conducir a un relativismo muy afín a las inclinaciones
postmodernistas (y en ese sentido, los encuentro objetables), es un autor cuyos puntos de vista amerita considerar.
Como corolario de la discusión respecto al alcance de los principios de la lógica, algunos postmodernistas han planteado que
debe debatirse qué es la racionalidad, y cuántas racionalidades hay. Hemos visto que los relativistas sostienen que no existe propiamente

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una verdad universal y trascendente, sino que aquello que se considera verdadero en un contexto puede ser falso en otro (vale recordar
la distinción entre ser ‘verdadero sobre’ y ‘verdadero para’).
Pues bien, los relativistas invocan algo similar respecto a la racionalidad. Una creencia puede ser racional en un contexto, e
irracional en otro contexto. En función de eso, no existe una única racionalidad, sino múltiples racionalidades. De nuevo, las creencias de
la astrología pueden ser irracionales en un planetario, pero podrían ser perfectamente racionales en una consulta de horóscopos.
Algunos relativistas, como Levi Strauss, sostienen que, en realidad, existe una única racionalidad universal, pero que puede
asumir distintos carices en función de los contextos culturales. En Occidente, esa racionalidad es abstracta, mientras que en las
sociedades tribales, se presenta en manifestaciones concretas. Pero, tras esas diferencias, básicamente se trata de una misma
racionalidad que mantiene coherencia en su sistema de creencias, y respeta los principios axiomáticos de la lógica.
Pero, en vista de que algunos pueblos tienen creencias que ni siquiera son coherentes (como por ejemplo, la creencia de los
azande sobre la brujería), otros relativistas más duros han sostenido que ni siquiera existe una racionalidad universal. Los azande no
parecen adherirse a nuestras leyes de la lógica, pero no por ello son irracionales. Su racionalidad contempla otro tipo de criterios. De
nuevo, este relativismo extremo inclusive niega la universalidad de las leyes de la lógica.
Todo esto ya resulta excesivo, y de nuevo, es hora de llamar al pan ‘pan’, y al vino ‘vino’, y rechazar toda esta locura relativista.
Como veremos en el capítulo 7, es verdad que la creencia de que algunos pueblos son irracionales condujo a todo tipo de atropellos
durante la época del colonialismo europeo. Pero, el hecho de que una creencia conduzca a cometer atropellos no implica que sea falsa.
Y, en este sentido, no debemos sentir temor en llamar ‘irracional’ a quien crea en brujas, y además, sostenga creencias contradictorias.
No hay múltiples racionalidades, sino una sola. Esa racionalidad consiste en aplicar los principios axiomáticos de la lógica a
nuestros razonamientos, y además, emplear algún criterio de verificación para aceptar creencias sobre el mundo. Esto es precisamente lo
que nos permitirá saber que tratar de curar el cáncer con quimioterapia es racional, pero intentar hacerlo con remedios homeopáticos es
irracional. Y, de paso, es lo que nos permitirá salvar más vidas. Homeópatas, astrólogos, adivinos, exorcistas, tarotistas, brujos y demás
especímenes, están lejos de ser racionales y de sostener creencias verdaderas.
***
El relativismo niega que exista una verdad absoluta. Y, en este sentido, sostiene que la verdad es apenas una convención que
surge del interior de cada grupo, o según el relativismo más extremo, en el interior de cada persona. Así, de forma similar a la frase de
Derrida “no hay nada fuera del texto”, el relativismo se inclina por la idea de que el mundo exterior no existe. Si aceptamos que existen
verdades absolutas, entonces aceptamos que sí hay algo fuera de nosotros o fuera del sistema en el cual estamos inscritos. Bajo esta
presunción, la verdad existe por cuenta propia, independientemente de lo que nosotros creamos, y en ese sentido, la verdad existe, por
así decirlo, “allá afuera”. El relativismo niega que exista esa verdad “allá afuera”.
En esto, el relativismo se acerca (al punto de que muchas se confunde) al escepticismo. Tal como lo sostienen Javier Armentia y
Serafín Senosiáin, la colección ‘¡Vaya timo!’ se inspira en el escepticismo. Pero, amerita elaborar una distinción entre dos tipos de
escepticismo. El escepticismo inspirador de esta serie de libros es la postura que sostiene que, ante alegatos extravagantes, es prudente
conservar cierta suspicacia, e indagar bien al respecto. Este tipo de escepticismo sostiene que, antes de formarse una creencia, es
conveniente evaluar bien la evidencia que la respalda. Vale apreciar que este escepticismo está alejado del relativismo, pues en la
medida en que defiende a la evidencia como criterio para aceptar una creencia, admite que hay creencias falsas y creencias verdaderas.
Pero, hubo un escepticismo antiguo mucho más radical. Este escepticismo postula que no podemos conocer nada con certeza.
Esta postura, asociada con Sexto Empírico, duda de todo. Y, en este sentido, duda del mundo exterior, es decir, aquello que ocurre fuera
de nuestro sistema de percepción y entendimiento. Esta postura parece cercana al relativismo, pues en tanto duda de todo, no adelanta
motivos para aceptar una creencia por encima de otra. Todas las creencias son igualmente válidas, pues nunca podremos tener certeza
respecto a ninguna de ellas. Así, puesto que el astrónomo no puede tener certeza sobre sus creencias, y el astrólogo tampoco puede
tener certeza sobre sus creencias, entonces la astronomía y la astrología están a un mismo nivel.
Este escepticismo radical es una postura enigmática, pues se han adelantado argumentos que resulta harto difícil refutarlos. A lo
largo de la historia de la filosofía, se han formulado ‘hipótesis escépticas’ que invitan a dudar del mundo. La más famosa de estas
hipótesis procede de René Descartes: supongamos que un genio maligno me engaña, y todo aquello que yo creo real no es más que una
ilusión que procede de ese genio. ¿Cómo puedo saber si, el ordenador que está frente a mí en el momento que escribo estas líneas, es
real o una ilusión que procede del genio? Tocarlo no será suficiente, pues quizás esa sensación también proceda del genio maligno.
También podemos considerar la hipótesis de que todo aquello que creemos real es un sueño. O, quizás el mundo fue creado hace
apenas cinco minutos, y se nos han implantado falsos recuerdos en nuestro cerebro. La película Matrix también explora estos temas
intrigantes: los personajes creen tener vivencias, pero en realidad están en unas bóvedas administradas por unas máquinas que someten
a los personajes a alucinaciones que la confunden con la realidad.
En rigor, estas hipótesis no tienen refutación. No hay manera de demostrar que el genio maligno no existe, que no estamos
soñando, que el mundo no fue creado hace apenas cinco minutos, que vivimos en algo parecido a Matrix, o que estás alucinando. Por
ello, siempre nos debe quedar un espacio de duda al respecto, y en ese sentido, el escepticismo duro es una postura admisible. Pero, ello
no implica que todas las creencias deban tener el mismo valor. Podemos convenir en que este escepticismo duro desecha nuestra
posibilidades de estar absolutamente seguros sobre el conocimiento de la verdad, pero también podemos postular que aquellas creencias
respaldadas con evidencia son más probables que aquellas que no cuentan con el respaldo empírico.

38
Así, no podemos estar absolutamente seguros de que la Tierra gira alrededor del sol; después de todo, concedemos el beneficio
de la duda, y admitimos que, quizás, el sol gira alrededor de la Tierra. Pero, esta segunda opción es una muy remota posibilidad. Y, si
bien concedemos un minúsculo espacio de duda, es sencillamente absurdo postular que ambas hipótesis son igualmente válidas.
Los postmodernistas se han amparado en este escepticismo duro para atacar a la ciencia. Ellos sostienen que la ciencia es
fundamentalmente inductiva, y que nunca podemos tener certeza en la inducción. Por ende, en ausencia de certezas sobre el mundo,
podemos admitir hipótesis alternativas a las científicas, y esto abre la puerta a las pseudociencias y todo tipo de alegatos irracionales.
No dejan de tener razón los postmodernistas cuando sostienen que la ciencia es inductiva. Y, en efecto, en la inducción no hay
certeza. Si tengo frente a mí diez sacos de naranjas, examino nueve, y verifico que esos nueve sacos contienen naranjas maduras,
¿puedo asumir que el décimo saco también contiene naranjas maduras? La respuesta es obvia: sí puedo. Pero, ¿puedo tener absoluta
certeza al respecto? No puedo.
El gran filósofo ilustrado David Hume apreció este problema. A juicio de Hume, el conocimiento del pasado no nos garantiza el
conocimiento del futuro, y en ese sentido, nunca podemos tener certeza en nuestras predicciones. Ni siquiera podemos estar seguros de
que el sol saldrá mañana. Es irrelevante si, hasta ahora, el sol ha salido durante millones de años. Hume advierte que nuestra experiencia
es limitada, y no podemos conocer la totalidad del universo. Quizás exista algún fenómeno, no conocido por nosotros, que impida que el
sol salga mañana.
Pues bien, ésta es una limitación fundamental de la ciencia. Como hemos visto, las teorías científicas se formulan a partir de la
observación, pero la observación es limitada. La ciencia es inductiva, en el sentido de que, a partir de un conjunto de datos particulares,
abstrae leyes universales. Hasta ahora, hemos apreciado que cuando los objetos se dejan caer, son atraídos a la corteza terrestre. Esto
ha permitido formular la ley de la gravedad, y también permite predecir que, si alguien se tira de un edificio, caerá y quedará
esparramado. Pero, esa predicción tiene una limitante: de nuevo, quizás exista un fenómeno aún no descubierto que haga suspender la
gravedad en ese preciso momento.
Ahora bien, a pesar de que no contamos con absoluta certeza de que, al saltar de un edificio, una persona no caerá y quedará
desparramada, es sencillamente irracional prescindir de la aceptación de la ley de la gravedad, y aceptar como hipótesis alternativa
alguna teoría que sostenga que quienes se lanzan de los edificios pueden volar. No tenemos certeza sobre la ley de la gravedad, pero la
consideramos altamente probable. Y, de nuevo, el escepticismo ante la ley de la gravedad (o cualquier otra ley científica) no implica que
debamos considerarla una hipótesis que vale lo mismo que cualquier hipótesis ajena a la ciencia. El sano escepticismo no debería
conducirnos al relativismo, ni al ataque contra la ciencia.
Otro gran filósofo que siguió muy de cerca el problema de la inducción fue Karl Popper. Lo mismo que Hume, Popper señala que
nuestra experiencia es limitada y que, por ende, la ciencia nunca podrá aprehender absolutamente la realidad. Tampoco la ciencia podrá
alcanzar certeza respecto a sus hipótesis, pues éstas pretenden ser universales, y tal como hemos visto, la verdad de las proposiciones
con cuantificadores universales (“todos”, “ninguno”, etc.) no puede demostrarse (excepto, por supuesto, las proposiciones analíticas,
como “ningún soltero está casado”).
Por eso, en vez de buscar la verificación de las hipótesis, Popper recomendó intentar refutarlas (o ‘falsearlas’, por emplear el
término del mismo Popper), y aceptar como científicas aquellas que podrían en principio ser refutadas en algún escenario posible, pero
que aún no han sido refutadas. Inclusive una hipótesis tan elemental, como la ley de la gravedad, debe intentar falsearse ocasionalmente,
pues ni siquiera tenemos certeza sobre ella. Precisamente el hecho de que hasta ahora no se ha logrado falsearla, permite que
sostengamos su vigencia y asumamos que una persona que salte de un edificio quedará esparramada.
Así planteado, no tenemos nada que objetar a Popper; de hecho, el mismo criterio de Popper sirve para comprender que teorías
que no pueden ser falseadas, como el psicoanálisis, son más afines a las pseudociencia que a la ciencia. No obstante, el problema
aparece cuando algunos postmodernistas abusan las posturas de Popper. Bajo una interpretación muy cuestionable, algunos
postmodernistas han querido señalar que, en tanto no podemos tener certeza absoluta sobre las hipótesis científicas, siempre existe la
posibilidad de que teorías que hoy consideramos erróneas, en un futuro sean reivindicadas; y a la inversa, teorías que hoy consideramos
muy seguras, en un futuro sean desechadas.
De esa manera, algunos postmodernistas se han amparado en Popper para sostener que no debemos mofarnos de los
homeópatas, astrólogos, criptozoólogos y demás especímenes, pues la ciencia nunca tiene posturas definitivas. Quizás, al final,
tengamos que admitir que todas esas disciplinas que hoy son muy cuestionables, en realidad no eran cuestionables. Así como, en su
momento, los geocentristas se burlaron de Copérnico y Galileo, pero eventualmente hubo de admitirse que sus teorías no eran
disparatadas, quizás nosotros debamos ser más respetuosos de todo cuanto curandero y brujo aparezca.
De nuevo, con esto se da un salto que no es acorde a la correcta argumentación. Podemos partir de la premisa de que, en
efecto, podríamos estar equivocados respecto a nuestro entendimiento sobre el mundo. Pero, eso no debería llevarnos a la conclusión de
que cualquier alegato que se pronuncie es tan válido como los alegatos de la ciencia. Debemos admitir la posibilidad de que la ciencia se
equivoque, pero también debemos suponer que es muy improbable, dado el conjunto de evidencia que respalda a las hipótesis
científicas. No debemos cerrarnos a nuevas teorías, pero hay teorías que, sencillamente son tan disparatadas y ajenas al peso de la
evidencia, que no podemos perder el tiempo con ellas. El hecho de que yo pueda estar equivocado no implica que yo esté equivocado.
El mismo Popper nunca llevó su pensamiento hacia las posturas relativistas que pretenden atacar a la ciencia. Efectivamente
Popper quiso ponerle límite a las pretensiones de la ciencia respecto a la certeza, pero sólo con la intención de perfeccionarla. No

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obstante, otros filósofos sí han ido más allá; como Popper, sostienen que la ciencia nunca puede tener certeza sobre el mundo, pero
además de eso, sostienen que, ni la ciencia, ni ninguna otra disciplina podrá conocer la realidad en pleno sentido, y que por ende,
ninguna teoría supera a otra.
Thomas Kuhn es quizás uno de los más emblemáticos representantes de esta postura. Kuhn sostiene que las hipótesis
científicas operan bajo un conjunto de presunciones que sirven como esquema conceptual a partir del cual se concibe el mundo. Los
geocentristas, por ejemplo, asumían que Dios había creado el universo, y que le había concedido un lugar especial al hombre en la
creación. Así, bajo esas presunciones, encajaba la idea de que el sol gira alrededor de la Tierra.
Kuhn llamó ‘paradigma’ a estos esquemas conceptuales en los cuales se inscriben las teorías. Al analizar la historia de la
ciencia, Kuhn apreciaba que se han suscitado una serie de revoluciones científicas, cuyo impacto conduce a una ruptura del paradigma
imperante, y la imposición de un nuevo paradigma. Cuando empiezan a aparecer datos que no concuerdan con las presunciones del
paradigma dominante, se entra en un periodo en el cual se empieza a cuestionar el conjunto de presunciones, y si esos datos se
acumulan, conducen a una revolución, una ruptura total con el paradigma anterior.
Así, lo mismo que Popper, Kuhn sostiene que no debemos desechar la posibilidad de que, en un futuro, nuestros actuales
paradigmas se rompan, y se imponga un nuevo paradigma, y un nuevo conjunto de teorías derivadas de ese nuevo paradigma. Así,
existe la posibilidad de que hoy estemos equivocados, y tengamos que revisar todo aquello que consideramos verdadero.
Hasta ahí, no hay nada que objetar. De nuevo, efectivamente, existe la posibilidad de que en un futuro, nuestro entendimiento del mundo
cambie. Pero, Kuhn va más lejos. Además de su postura sobre la ruptura de paradigmas, Kuhn sostiene que, cuando una teoría suplanta
a otra, no la supera, pues los paradigmas en los cuales se inscriben son inconmensurables. Puesto que cada teoría se enmarca en un
paradigma, ninguna puede tener la pretensión de ser más válida que otra. Cada teoría se enmarca en un paradigma, y cada una debe ser
evaluada en función del paradigma al cual pertenece.
Así, las teorías son inconmensurables, en el sentido de que no se pueden comparar entre sí. Cada una pertenece a paradigmas
distintos, y por ende, cada una debe ser evaluada en función de su propio criterio de validez. En esto, Kuhn no está muy lejos de los
‘juegos del lenguaje’ de Wittgenstein: el astrólogo opera bajo un paradigma, y el astrónomo opera bajo otro paradigma. Y, en tanto
pertenecen a dos paradigmas inconmensurables, no podemos sostener que una teoría es mejor que la otra.
Con esto, Kuhn se opone a la noción de progreso en la ciencia. Pues, Kuhn termina por negar que exista una realidad objetiva y
trascendente, frente a la cual puedan contrastarse las teorías, a fin de evaluar cuán próximas están de la verdad. En ausencia de una
verdad absoluta, el valor de las teorías es sólo relativo al paradigma del cual proceden.
Más radical aún ha sido Paul Feyerabend. A él debemos la infame frase “todo vale”. Su doctrina, conocida como ‘anarquismo
epistemológico’, sostiene que, a la hora de intentar conocer el mundo, sencillamente no existen reglas. Tienen el mismo valor
epistemológico un meteorólogo, que un brujo que lee el tabaco para predecir el clima. De hecho, Feyerabend exige que la ciencia se
separe de la política (así como la religión se ha separado de la política en las naciones modernas), y en la educación pública no se
imponga la versión de la ciencia sobre el funcionamiento del universo.
Semejantes posturas escandalizan, y es natural que Feyerabend sea apreciado, por encima de cualquier otro postmodernista,
como la bestia negra de la filosofía de la ciencia. Los alegatos de Feyerabend son tan desmedidos, que Sokal y Bricmont (aquellos que
tanto denunciaron el oscurantismo postmodernista), y Mario Bunge, no vacilan en llamarlo un ‘bufón de corte’, al punto de que cabe
sospechar que ni él mismo estaba convencido de sus posturas, sino que (quizás inconscientemente) las formulaba para generar impacto
y ganar fama.
Por mi parte, me atrevo a especular (y, advierto que esto es sólo una explicación, y no pretendo que tenga mucho valor
explicativo) que el ataque de Feyerabend en contra de la ciencia se debió a un resentimiento que se cultivó en él como consecuencia de
una vieja herida de bala sufrida en la Segunda Guerra Mundial, a la cual los tratamientos médicos científicos nunca pudieron dar solución.
Con todo, amerita considerar algunos argumentos de Feyerabend, pues si bien su postura es escandalosa, expone algunos
puntos interesantes. La razón que Feyerabend invoca para oponerse a las reglas del método científico, y para proclamar un anarquismo
epistemológico es que, a su juicio, la historia de la ciencia ha demostrado que las grandes teorías revolucionarias hoy aceptadas se
formularon precisamente en contra de las reglas epistemológicas imperantes. Según Feyerabend, los grandes innovadores de la ciencia
han especulado y han prescindido de observaciones y reglas rigurosas, pero precisamente esa creatividad ha permitido propiciar grandes
innovaciones científicas. Como Kuhn, Feyerabend sostiene la inconmensurabilidad de las teorías, de manera tal que ninguna teoría se
acerca más a la verdad que otra. Pero, independientemente de que no haya una verdad objetiva a la cual acercarse, Feyerabend sostiene
que el espíritu rebelde de los innovadores científicos es precisamente aquello que le da vitalidad al conocimiento humano.
Feyerabend dedica especial atención al caso de Galileo. Contrario a lo que frecuentemente se cree (y, en esto Feyerabend sí tiene
razón), la oposición a Galileo no provino exclusivamente de una adhesión dogmática a las enseñanzas de la Biblia o Aristóteles (también
se cree frecuentemente que Galileo fue torturado por la Inquisición, pero esto es falso). Al contrario, los protocientíficos (no sería justo
llamarlos ‘científicos’ en pleno sentido) de aquella época invocaban observaciones que, aparentemente, refutaban a Galileo y reafirmaban
la idea de que el sol gira alrededor de la Tierra.
Por ejemplo, si la Tierra se mueve, entonces deberíamos sentir el viento en la cara constantemente. Pero, la observación más
invocada como respaldo del geocentrismo era que, cuando de una torre se deja caer una piedra, ésta cae verticalmente. Quienes se
oponían a Galileo argumentaban que eso es evidencia de que la Tierra no se mueve. Si la Tierra se moviera, la piedra caería en línea

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diagonal, pues al llegar al suelo, la Tierra se habría movido, y la piedra se habría ‘quedado atrás’, pues al estar en el aire, no se habría
movido con la Tierra.
Es sumamente curioso que, cuando la Iglesia Católica en el siglo XX pidió perdón por su censura de Galileo, el entonces
cardenal Ratzinger (hoy Benedicto XVI) intentó mitigar la culpa de la Iglesia señalando que, en aquel momento, la evidencia acumulada
apuntaba a que, en efecto, la Tierra no se mueve. Y, para respaldar esta opinión, Ratzinger citaba a Paul Feyerabend. ¡Es terriblemente
irónico que alguien que se propone combatir la ‘dictadura del relativismo’ busque amparo intelectual en uno de los mayores exponentes
del relativismo! Por ello, insisto, en muchos sentidos, Ratzinger es un relativista, sin él mismo saberlo.
Para enfrentar la objeción planteada por los protocientíficos, Galileo formuló aún otra hipótesis que pretendió modificar el
entendimiento del impulso y el movimiento relativo (la cual explicaría por qué la piedra desciende verticalmente de la torre), pero sin
mucho respaldo de observación. A lo sumo, como es bien sabido, Galileo apeló a un experimento mental: imaginemos que un jinete, a
medida que cabalga a alta velocidad, deja caer una bola. La bola caería justo al lado del caballo, tal como ocurriría si el caballo estuviese
detenido. A partir de esto, Galileo infirió que en el movimiento del caballo se transferiría a la bola, mediante la mano del jinete. Con todo,
es cierto que Galileo no sometió esta posibilidad a una rigurosa verificación empírica. Y, de acuerdo a Feyerabend, Galileo invocó una
hipótesis ad hoc (aquellas hipótesis que se invocan en el último momento para ‘salvar’ una teoría que no concuerda con datos
establecidos) para salvaguardar su teoría respecto al movimiento de la Tierra.
Hoy, el método científico sospecha mucho de las hipótesis ad hoc. Las pseudociencias están plagadas de hipótesis de este tipo.
Por ejemplo, cuando los experimentos de supuestas habilidades paranormales no repiten los resultados de supuestos experimentos
previos, se intenta explicar eso señalando que el escepticismo de los observadores inhibe las habilidades paranormales.
Pues bien, según Feyerabend, lo mismo que los promotores de la parapsicología, Galileo violó las reglas del método científico. Pero,
precisamente por eso, Feyerabend ve con buenos ojos a Galileo. Aprecia a Galileo como un rebelde en contra de la tiranía del
establishment científico; Galileo se atreve a violar las exigencias del método y, con eso, propicia un nuevo esquema explicativo que
funciona bien. Y, así como no reprochamos a Galileo por haber violado las reglas del método científico, tampoco debemos reprochar a
homeópatas, parasicólogos, astrólogos y brujos. Todo vale.
Feyerabend sostiene que Galileo ya tenía una teoría preconcebida, y que a partir de ella, buscó datos que la confirmara y, en el
caso de que esa teoría no encajase bien con algunos datos ya establecidos previamente, formuló hipótesis ad hoc para explicar esa
aparente inconsistencia. Feyerabend opina que, de hecho, así operan todas las teorías científicas.
En esto, Feyerabend resuena mucho con una postura muy controvertida defendida por W.V. Quine, el ‘holismo de confirmación’.
Según esta postura, cuando se intenta confirmar una teoría, se parte de un esquema conceptual general. Y, en este sentido, siempre será
posible ajustarse a unos datos que, en apariencia, refutan la teoría. Pues, esos datos proceden de un esquema conceptual generalizado,
pero si se abandona ese esquema conceptual, podrían ser ajustados a la teoría en cuestión.
Así, en opinión de Quine, frente a cualquier dato, siempre hay más de una explicación posible. Por ejemplo, alguien puede
sostener que la Tierra es plana. Frente a una pieza de evidencia tan elemental como, supongamos, las fotos que se toman desde
satélites en las que, en efecto, la Tierra tiene apariencia esférica, quien defiende que la Tierra es plana puede sostener que esas fotos
son un montaje que procede de una conspiración mundial para hacer creer que la Tierra es esférica. Por ello, las fotos satelitales no
refutan inmediatamente la hipótesis respecto a la planicie de la Tierra, pues esta refutación parte de otras premisas (por ejemplo, que
esas fotos son confiables), y ésas a su vez de otras. Pero, si se prescinde de esas premisas y se postulan otras (como, por ejemplo, que
existe una conspiración mundial para hacer creer que la Tierra es esférica), entonces las fotos no constituyen un problema para quien
defiende que la Tierra es plana.
La postura de Quine es ingeniosa, pero criticable. Es cierto que, frente a cualquier conjunto de datos, siempre hay varias
explicaciones posibles. Pero, no por ello debemos asumir que todas las explicaciones son igualmente válidas. Un principio ampliamente
defendido por los filósofos es la ‘navaja de Occam’: las entidades no deben ser multiplicadas más allá de su necesidad. En otras palabras,
las explicaciones más parsimoniosas son preferibles. En este sentido, si bien un conjunto de datos puede ser explicado por varias teorías,
probablemente la correcta será aquella que sea más parsimoniosa, a saber, la que recurra menos a hipótesis ad hoc. Si bien las fotos
satelitales pueden explicarse a partir de dos teorías (primera: la Tierra es esférica; segunda: existe una conspiración para hacer creer que
la Tierra es esférica), la primera es más parsimoniosa, y por ende, preferible. Y, de la misma manera, debemos extender este criterio a la
montaña de disciplinas pseudocientíficas: si bien, mediante hipótesis ad hoc, podrían ajustarse a los datos que las refutan, precisamente
el hecho de que continuamente apelan a hipótesis ad hoc las hace prescindibles.
En todo caso, Feyerabend insiste en que las teorías científicas se imponen, no por su correspondencia con la realidad, ni por la
rigurosidad de sus observaciones, sino por las estrategias retóricas propagandísticas que emplean. Kuhn defendía un argumento similar:
ninguna teoría supera a la anterior, sencillamente la reemplaza. El cambio de un paradigma a otro es afín al cambio de moda en la
vestimenta. No diríamos que la moda hip hop de los años noventa superó a la moda metal de los años ochenta. Ambos estilos de moda
son inconmensurables, y además, el paso de un estilo a otro estuvo mediado por una estrategia mediática y publicitaria. Pues bien, lo
mismo que la moda de vestimenta, los paradigmas son inconmensurables, y esos cambios de paradigma han estado mediados por la
propaganda de la ciencia, la cual se ha valido de estrategias retóricas. Los científicos convencen más con sus discursos adornados que
con la rigurosidad de sus experimentos.

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Feyerabend aprecia a Galileo como un superbo propagandista, que se vale de la ironía, el insulto, el ridículo, y demás trucos
retóricos, para persuadir a favor de su idea no comprobada en aquel momento. Otro de los filósofos por los cuales los postmodernistas
tienen mucha simpatía, Richard Rorty, también ha adelantado la idea de que Galileo terminó por prevalecer, más debido a sus estrategias
retóricas, que a la rigurosidad de sus observaciones. O, en todo caso, sostienen muchos postmodernistas, las teorías de la ciencia se
imponen, no propiamente por su correspondencia con la realidad, sino por factores sociales específicos que hacen que se privilegie a esa
teoría científica, y no a otras.
Debe admitirse que, en efecto, Galileo era hábil en el uso de la retórica, y que la ciencia depende de buenas estrategias
divulgativas. Es por ello que gente como Carl Sagan, Eduard Punset o Bill Nye hacen una inmensa labor por la ciencia, aun si no han
hecho grandes descubrimientos. Pero, postular que la retórica pesa más que la rigurosidad de las observaciones en la ciencia es
sencillamente ir demasiado lejos, y distorsionar la historia de la ciencia. Los creacionistas, por ejemplo, cuentan con un inmenso aparato
propagandístico a su favor, y emplean estrategias retóricas muy eficaces. En efecto, han logrado convencer a la mitad de la población de
EE.UU. (cuna de la mayor parte de los científicos del siglo XX); pero la enorme cantidad de filmes, folletos, campamentos y museos a
favor del creacionismo, no podrá convencer a los científicos de que Dios creó a cada especie por separado hace apenas seis mil años. El
creacionismo no convencerá, sencillamente porque, aun si cuenta a su favor trillones de dólares y estrategias mediáticas, no cuenta con
evidencia a su favor.
Kuhn, Rorty y Feyerabend han hecho bien en señalar un aspecto importante de la ciencia; a saber, que el adorno retórico
muchas veces complementa a la sustancia de los descubrimientos. Pero, estos autores y sus seguidores postmodernistas, pierden de
vista el hecho de que la evidencia siempre pesará más que las estrategias retóricas. Al final, la verdad prevalecerá.
También es disputable la reconstrucción histórica que Feyerabend hace del caso de Galileo. Es cierto que, admitido el
argumento de la torre promovido por los geocentristas, el postular que la Tierra se mueve habría ido en contra de las reglas
protocientíficas de aquel momento. Pero, Galileo destacó, no sólo por atacar el geocentrismo, sino también por colocar en duda las
nociones imperantes sobre el impulso y el movimiento. Es cierto que Galileo no hizo observaciones rigurosas sobre estos asuntos, pero
eso en ningún sentido implica que la ciencia funciona mejor cuando prescinde de la rigurosidad de su método.
En cierto sentido, Galileo tuvo suerte, pues las posteriores observaciones confirmaron sus intuiciones. Pero, si las posteriores
observaciones hubieran refutado las intuiciones de Galileo, hoy lo habríamos dejado en el olvido. De nuevo, contrario a lo que
Feyerabend cree, el peso de la evidencia, la coherencia y el carácter parsimonioso termina por ser la vara mediante la cual la ciencia
mide la plausibilidad de una teoría.
Como Derrida, Feyerabend parte de hechos interesantes (por ejemplo, hoy se olvida que en época de Galileo, el geocentrismo
no era sencillamente una postura dogmática, sino que aparentemente contaba con evidencia empírica a su favor). Pero, como Derrida,
Feyerabend desemboca en extremos que rayan en lo absurdo. El “todo vale” elimina la distinción entre lo racional y lo irracional, y así,
cualquier disparate sería admisible.
La siguiente evaluación que Mario Bunge hace de Feyerabend recapitula bastante bien las críticas que hasta ahora he expuesto:
“creo que la influencia popular de Feyerabend fue tan nociva como fuerte. Fue nocivo porque propaló los mitos de que no hay
verdades objetivas y de que a la postre lo único que importa es el poder. Y su influencia popular fue enorme precisamente porque
predicó con palabra fácil y encendida (así como con el ejemplo) que no vale la pena estudiar nada en serio y con rigor, ya que
‘todo vale’. Es una invitación al facilismo. Como si hiciera falta en países sin tradición cultural rigurosa”.
***
Una variante de las doctrinas que postulan que la realidad y el mundo exterior no existen es el llamado ‘constructivismo social’. Y, como
es de esperar, el postmodernismo hace la fiesta con esta postura.
En el siglo XVIII, el filósofo George Berkeley articuló una defensa de la postura idealista según la cual todo cuanto existe es mental. El
libro que en este momento estáis leyendo no es propiamente real, sino apenas una imagen que procede de la mente. En el momento en
que dejéis de leer este libro, dejará de existir, pues habrá desaparecido de vuestra mente. Así, Berkeley popularizó su doctrina con la
frase latina “ese est percipi”, ser es ser percibido. Esto recapitula la vieja pregunta que se hacen los filósofos: si un árbol cae y nadie está
para escucharlo, ¿hace ruido? Berkley enfáticamente respondería que no: ese árbol existe sólo si es percibido por alguna mente.
Esta postura siempre ha resultado pintoresca, y sirve como invitación a la intriga filosófica. Pero, no ha sido muy popular en la historia de
la filosofía, en buena medida porque es sumamente extravagante. Cuando alguien patea una roca, siente un dolor muy profundo. Si la
roca fuese meramente una construcción mental, sería posible evadir el dolor que se genera al patearla. Además, si todo cuanto existe es
mental, ¿cómo puedo estar seguro de que los demás existen? La filosofía de Berkeley parece conducir inevitablemente al solipsismo, la
postura según la cual sólo yo existo. Si alguien se atreve a negar la existencia de los demás, no tiene ningún sentido intentar entablar una
comunicación.
Muchos filósofos han visto en estos sencillos argumentos la refutación más efectiva del idealismo de Berkeley. Y, en efecto, cabría
esperar que Berkley sería un personaje pintoresco en la historia de la filosofía, pero que poca gente se tomaría en serio sus alegatos.
Pero, sorprendentemente, algunas vertientes del postmodernismo que se proponen atacar a la ciencia han esbozado posturas
muy similares a las de Berkeley. Así como Berkeley niega la existencia de la materia y, por ende, de una realidad que existe fuera del
mundo mental de cada quien, el constructivismo social postula que la realidad y el mundo exterior no existen, sino que son
‘construcciones sociales’.

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Eso sirve como plataforma para atacar a la ciencia. Bajo esta doctrina, no existe una realidad objetiva exterior la cual la ciencia
pueda pretender describir. El mundo no está ahí afuera en espera de ser descubierto. Antes bien, la ciencia no descubre cosas, sino que
las inventa. Y, en ese sentido, los conceptos científicos no existen autónomamente, sino que han sido construidos socialmente, y son
meras convenciones. Así, hoy es convencional asumir que la Tierra gira alrededor del sol, pero eso es apenas una construcción social. En
el siglo XV, lo convencional era asumir que el sol gira alrededor de la Tierra, y eso era también una construcción social. Al final, los
constructivistas asumen que la verdad es también una construcción social, y que como tal, no existe en pleno sentido. La distinción entre
lo verdadero y lo falso es meramente circunstancial y momentánea, y así, algunas creencias son falsas en un contexto, y verdaderas en
otro.
Con esto, los constructivistas sociales quieren enfatizar que aquello que la ciencia promulga es apenas una convención social. Y,
en ese sentido, la ciencia está determinada por las condiciones sociales que imperan. Bajo unas circunstancias sociales, se inventarán
algunos conceptos científicos, y bajo otras circunstancias sociales, se inventarán otros conceptos científicos.
En esto, el constructivismo social es un heredero intelectual del marxismo. Marx y Engels habían postulado que las ideas
imperantes de una sociedad están determinadas por su base económica. Así, por ejemplo, la familia monogámica obedece a los intereses
burgueses para proteger la propiedad mediante la institución de la herencia; el arte dominante de una sociedad refleja las relaciones de
explotación, etc. Así, instituciones como el arte, la religión, la familia y el Estado, están determinadas por las condiciones materiales, y
reflejan los intereses de la clase burguesa.
Marx y Engels nunca pretendieron extender este análisis a la ciencia como institución (de hecho, como hemos visto en el
capítulo 1, Marx y Engels tenían en alta estima a la ciencia, y pretendían alcanzar un ‘socialismo científico’). Pero, ha resultado inevitable
que algunos de sus continuadores sí extiendan esto a una crítica de la ciencia: como la religión, la ciencia refleja los intereses de la clase
dominante.
No debe resultar difícil apreciar que todo esto desemboca en el relativismo postmodernista. El constructivismo social niega que
exista una realidad objetiva fuera de nuestras mentes, y que la ciencia sea una empresa que pueda alcanzar objetividad en su descripción
de la realidad. Antes bien, aquello que consideramos real no es más que una construcción, y las cosas existen sólo en la medida en que
nos pronunciemos sobre ellas. Y, por supuesto, el modo en que construimos la realidad está influido por las condiciones sociales.
Debe admitirse que estas posturas tienen algún grado de plausibilidad. En efecto, hay cosas que sí son socialmente construidas.
Consideremos, por ejemplo, el complejo de Edipo. ¿Existe eso realmente? En una época, algunos psicólogos consideraban que sí, y que
Freud lo descubrió. Pero algunos gurús del postmodernismo, como Gilles Deleuze y Felix Guatarri, llegaron a sostener que el complejo de
Edipo sólo empezó a existir a partir de Freud.
Al menos podemos conceder eso a estos gurús postmodernistas: en efecto, el complejo de Edipo empezó a existir con Freud. Pues, en
tanto ese complejo parece ser una mera fantasía, tendríamos que concluir que Freud lo inventó. Así, urge apreciar que Freud no
descubrió el complejo de Edipo (pues no se puede descubrir algo que aún no existe), sino que lo inventó. En ese sentido, es
perfectamente razonable aceptar que, efectivamente, el complejo de Edipo es una construcción social. Y, junto a los constructivistas
sociales, podemos admitir que las condiciones sociales de la época victoriana (represión sexual, fascinación con los temas griegos, etc.)
influyeron significativamente sobre el invento de Freud.
Muchas otras cosas son construcciones sociales. El matrimonio no existe propiamente; ante los ojos de la sociedad, un hombre
y una mujer se unen, pero esta unión es sencillamente una abstracción de nuestras mentes. La frontera entre Francia y España tampoco
existe realmente; es apenas una línea imaginaria que divide a dos países. La división de la historia con el nacimiento de Cristo es, claro
está, una construcción social: podemos perfectamente dividir el tiempo de otras formas. Y, así sucesivamente.
Es bastante claro que la mayoría de los conceptos que se manejan en las ciencias sociales son construcciones sociales. El
nacionalismo, la cultura, la burocracia, la política, etc., dependen de nuestras concepciones para existir. En el momento en que dejemos
de pensar en el nacionalismo, éste dejará de existir. De nuevo, todos éstos son conceptos mentales que dependen de nuestro
pensamiento para existir.
Incluso en las llamadas ‘ciencias duras’ (o ciencias naturales, o ciencias físicas), hay suficiente espacio para concluir que
algunos conceptos son meras construcciones sociales. Consideremos, por ejemplo, las razas humanas. ¿Existen realmente los ‘negros’?
Hay algunos científicos (la minoría) que sí cree que, en efecto, existe realmente una categoría de seres humanos que podemos llamar
‘negros’; estos científicos consideran que las razas humanas sí existen. La mayoría de los científicos, no obstante, opina que el concepto
de raza no es válido en la biología. Si esta mayoría tiene razón, entonces la raza es una construcción social: erróneamente, los científicos
de antaño habían dividido a la humanidad en categorías que no existen realmente, sino que han sido inventadas. Y, quizás, esta
invención es debida a algún condicionamiento social en el siglo XIX (la época cuando más prosperó el esfuerzo por clasificar a las
‘razas’), como por ejemplo, la esclavitud y el colonialismo. Volveremos sobre esto en el capítulo 10.
Incluso, un problema similar se ha planteado, ya ni siquiera respecto a la existencia de las razas humanas, sino respecto a las
especies. Tradicionalmente, una especie suele definirse como un conjunto de organismos que tienen capacidad reproductora entre sí, y
están reproductivamente aislados de los demás. No obstante, esta definición no es absolutamente nítida, pues a veces, algunas especies
pueden cruzarse y generar híbridos fértiles. ¿Es la ‘especie’ una construcción humana, o existe en la realidad (es decir, en el exterior de
nuestras mentes)?

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Todo esto recapitula un viejo debate en la filosofía. En la Edad Media, algunos filósofos, los ‘realistas’, opinaban que conceptos
generales como ‘negro, ‘tigre’ o ‘libro’ sí existen en la realidad. Otros filósofos, los ‘nominalistas’, opinaban que ‘negro’, ‘tigre’ y ‘libro’ son
apenas nombres que empleamos para aglutinar cosas que se parecen y que, por ende, sólo existen en nuestra mente. Se trata de un
debate que, si bien fue una enorme preocupación en una época pasada, sigue vigente hoy.
En todo caso, parece plausible admitir que, en efecto, aún en las ciencias naturales, muchos conceptos son meras
construcciones sociales. Pero, presumir, como hacen muchos postmodernistas, que todo es una construcción social (inclusive conceptos
básicos de las ciencias naturales), es ir ya demasiado lejos. Bajo este constructivismo social, la ley de la gravedad no existe en la
realidad, sino que es apenas una convención que la ciencia ha inventado. Tampoco existen las estrellas, los volcanes, los ríos, las
montañas, las moléculas, los átomos; en fin, todo esto ha sido inventado por algunas personas mediante el discurso científico. Una vez
más, esto ya empieza a sonar ridículo.
Volvamos al recurrente ejemplo del geocentrismo. De acuerdo al constructivismo, el hecho de que la Tierra gira alrededor del sol
no es objetivo, no está afuera en la realidad. Antes bien, se trata de algo que la ciencia actual ha construido, y por ende, es una mera
construcción. Hoy, se considera verdadero que la Tierra gira alrededor del sol, pero es ‘verdadero’ sólo en un sentido relativo, a saber,
relativo a nuestro contexto, pues ha sido en este contexto donde se ha construido ese hecho. En otro contexto, la Europa del siglo XV,
imperaba otra construcción social; a saber, el geocentrismo. Y, en tanto la verdad es una construcción social que emerge de cada
contexto, en aquel contexto, era verdadero que el sol gira alrededor de la Tierra.
Evaluemos las implicaciones que esto tiene. Si en el siglo XV era verdadero que el sol giraba alrededor de la Tierra, y en el siglo
XXI, es verdadero que la Tierra gira alrededor del sol, ¿implica ello que el sol se movía y de repente se detuvo, y la Tierra era fija y de
repente se empezó a mover? Si hoy es verdadero que la Tierra se mueve, pero en el siglo XV era verdadero que la Tierra no se mueve,
entonces pareciera que la única explicación que tenemos a esto es que, en el siglo XV la Tierra no se movía, pero hoy sí se mueve. Es la
única manera en que los europeos del siglo XV no estuvieran equivocados, y nosotros tampoco.
Esto es absurdo. Pero, como hemos apreciado a lo largo de este libro, los postmodernistas no tienen freno en asumir posturas
absurdas. Y, de hecho, el sociólogo Bruno Latour ha llevado el constructivismo social al extremo y, en efecto, ha asumido que algunas
cosas que nosotros asumimos que han existido desde hace mucho tiempo, en realidad han existido sólo desde el momento en que la
ciencia las ha ‘construido’.
Hace algunas décadas, se arrojó la hipótesis de que el antiguo faraón egipcio Ramsés II, pudo haber muerto de tuberculosis,
pues en su tumba se descubrieron rastros biológicos de esta enfermedad. Pero, insólitamente, Latour advierte que Ramsés II no pudo
haber muerto de tuberculosis, pues esta enfermedad no existía en aquella época. Hasta ahí, la postura de Latour no escandaliza mucho,
pues en efecto, algunas enfermedades han empezado a existir sólo recientemente, como por ejemplo, el SIDA. Pero, Latour sostiene que
la tuberculosis no existía durante la época del Antiguo Egipto, porque el patógeno que la causa, el bacilo, fue postulado por Robert Koch
en 1882. Antes de que Koch postulara la existencia del bacilo, éste no existía. Latour señala que, así como sería un anacronismo absurdo
postular que Ramsés II murió por las heridas causadas por una metralleta, sería igualmente absurdo postular que murió de tuberculosis.
En época de Ramsés II, las metralletas no existían; según Latour, en época de Ramsés II la tuberculosis tampoco existía, y por ende,
sería anacrónico sostener que el faraón murió de esta enfermedad.
Evaluemos las aplicaciones de semejante postura. Si Latour está en lo cierto, entonces la gravedad empezó a existir cuando a
Newton le cayó la manzana en la cabeza, las especies empezaron a evolucionar cuando Darwin publicó El origen de las especies, el
tiempo empezó a ser relativo con Einstein, la Tierra se empezó a mover con Copérnico, los genes empezaron a existir con Mendel. Y, así
sucesivamente.
La falla elemental de la argumentación de Latour es que confunde un descubrimiento con un invento. Es lamentable que la
etimología latina no nos ayude mucho, pues ‘invenire’ (de ahí viene ‘invento’) significa ‘descubrir’. Pero, no debemos dejarnos guiar
demasiado por la etimología, y debemos advertir la distinción entre un invento y un descubrimiento.
La metralleta es un invento, y en ese sentido, no existía en la época faraónica. Pues, en efecto, la metralleta es una construcción
del hombre. Pero, el bacilo de la tuberculosis no es un invento. Robert Koch no lo inventó; sólo lo descubrió. El bacilo ya existía, a pesar
de que nosotros no sabíamos que existía. Nosotros podemos tener el control sobre algunas cosas para empezar a existir (si no
inventamos las metralletas, éstas no existirían), pero no todo. Hay una realidad que existe allá afuera, y que no depende de nuestro
pensamiento. Es mucho más razonable postular que, contrario a Berkeley, algunas cosas pueden existir sin ser percibidas.
En definitiva, de nuevo, los postmodernistas parten de hechos interesantes y premisas plausibles (el hecho de que, en efecto,
algunos conceptos que en una época se habían asumido como reales, son meros constructos, como por ejemplo, las razas humanas).
Pero, los postmodernistas incurren en lo grotesco, al postular que todo el conocimiento científico es apenas una construcción social y que,
por ende, su valor de verdad será relativo al contexto en el cual ha sido construido.
Al final, el constructivismo social es una variante de relativismo, y enfrenta las mismas objeciones de esta doctrina: si todo es
una construcción social, entonces el constructivismo social es una construcción social. Y, en ese sentido, no hay motivo por el cual
aceptar sus tesis, pues proceden de un contexto específico, y no puede pretender tener validez universal. El constructivismo social es uno
de los grandes obstáculos al progreso de la ciencia, y haríamos bien en rechazarlo.
***

44
Hasta ahora, el principal ataque postmodernista a la ciencia consiste en señalar que, supuestamente, la actividad científica
carece de objetividad, pues no hay una verdad trascendente a la cual acercarse. Pero, además de eso, los postmodernistas han intentado
formular otras críticas.
Ha sido un lugar común, especialmente a partir de los escritos de Feyerabend, acusar a la ciencia de ser una institución tiránica
afín a un monstruoso sistema totalitario que aplasta a toda forma de disidencia. La ciencia es algo así como la Inquisición, y tal como
apunta Feyerabend, la ciencia se comporta con los heterodoxos de la misma manera en que la Iglesia se comportó con Galileo. A juicio
de los postmodernistas, la ciencia ha reemplazado a la religión como el sistema dogmático de nuestra era.
Esta crítica pasa por alto varios puntos. En primer lugar, existe una crucial diferencia entre los científicos y los inquisidores. A
diferencia de la religión, la ciencia no acepta nada por fe, y de hecho, prescinde de dogmas. El cristianismo acepta que Dios es tres
personas porque la Biblia así lo enseña (en realidad, ni siquiera la Biblia enseña eso). En cambio, la ciencia nunca ha postulado que la ley
de la gravedad ocurre porque Newton así lo enseña. Antes bien, cualquier persona puede verificar por su cuenta los alegatos de la
ciencia, sin necesidad de apelar a una autoridad.
La Inquisición quemó a gente en la hoguera, Stalin envió gente a los campos de concentración. La ciencia no ha exiliado ni
ejecutado a nadie (es cierto que, en la U.R.S.S., el biólogo Trofim Lysenko propició que sus adversarios intelectuales fueran enviados a
Siberia, pero por eso, y por otras razones, Lysenko es considerado un peligroso pseudocientífico, en vez de un científico propiamente).
La ciencia no suprime el derecho de expresión de los disidentes. Sencillamente, los científicos están en el deber de denunciar
como falsas, creencias que no se basan en la correcta aplicación del método científico. Ningún evolucionista ha propuesto enviar a la
cárcel a los creacionistas. Sólo han señalado que el creacionismo es una postura irracional, y que no debe ser enseñada en las escuelas
públicas, pues éstas son financiadas con los fondos que proceden de los contribuyentes que pagan impuestos. Los evolucionistas nunca
han pretendido prohibir la enseñanza del creacionismo en los sermones en las iglesias, o en las plazas públicas. Sólo piden que el dinero
público no se dirija a promover tonterías.
Postmodernistas como Gianni Vattimo estiman que, para rescatar la democracia, debe abrirse el espacio a aquello que él
denomina el ‘pensamiento débil’, a saber, todos aquellos alegatos que no cuentan con el aval de las grandes instituciones modernas. En
función de ello, existe entre los postmodernistas la preocupación de que la ciencia coloca en peligro a la democracia, al no permitir la
pluralidad de pensamiento.
De nuevo, los científicos no proponen quemar en la hoguera a los pseudocientíficos. Sólo proponen que en las instituciones
financiadas con fondos públicos, se fomente el empleo de la racionalidad. Los postmodernistas suelen acusar de ‘mente cerrada’ a los
científicos, por no permitir visiones alternativas en su enseñanza. Ésta es una acusación injusta. Los científicos están perfectamente
abiertos a escuchar alegatos de todo tipo, pero precisamente la correcta aplicación del método científico servirá como juez para evaluar si
esos alegatos son o no aceptables.
El gran ilusionista James Randi siempre ha estado abierto a que la gente trate de demostrar alegatos pseudocientíficos; de
hecho, ofrece un millón de dólares a quien pueda hacerlo. Hasta ahora, nadie ha podido, y precisamente debido a ese fracaso, Randi
sigue cerrado a aceptar la veracidad de los alegatos pseudocientíficos. Podemos tener una mentalidad abierta para escuchar y considerar
alegatos, pero no debemos tener una mentalidad abierta para aceptar cualquier disparate.
Por último, los postmodernistas han insistentemente esbozado una crítica a la ciencia que, incluso, es compartida por personas
muy ajenas al postmodernismo. Este ataque consiste en señalar que la ciencia tiene sus límites, y sencillamente, no puede explicarlo
todo. De acuerdo a esta crítica, la ciencia es muy loable y sirve para muchas cosas, pero debe ser confinada a su esfera. La ciencia
puede dar respuesta a muchas interrogantes pero, según argumentan los críticos, hay tres tipos de cuestiones fundamentales sobre las
cuales la ciencia no debe pronunciarse: la religión, el arte y la moral.
En cuanto a la religión, los críticos de la ciencia suelen ampararse en la idea defendida por el biólogo Stephen Jay Gould (un
científico muy competente, muy alejado del postmodernismo), según la cual la ciencia y la religión ocupan distintos magisterios que no se
sobreponen. Bajo esta visión, la ciencia no tiene acceso a preguntas típicamente religiosas tales como: ¿existe Dios?, ¿hay vida después
de la muerte?, ¿cuál es el origen de todo?, etc.
La tesis de Gould es sumamente cuestionable. En primer lugar, resulta bastante evidente que la religión y la ciencia sí se
sobreponen, y que muchas veces, los alegatos de la primera son refutados por la segunda. La religión quiere hacer creer que los ataques
epilépticos se deben a posesiones demoníacas; la ciencia postula más bien que es un desorden neurológico. Y, así sucesivamente.
La ciencia sí podría dar respuesta a la pregunta sobre la existencia de Dios. Si el universo contase con una serie de
características, las cuales inconfundiblemente habría que interpretar como señales de la existencia de Dios, entonces la ciencia podría
afirmar que Dios sí existe. Hasta ahora, esas señales no han aparecido, pero no es un escenario imposible que aparezcan. El hecho de
que no haya señales no prueba que Dios no exista, pero puesto que no se puede probar la inexistencia fáctica de un ente que sí es
lógicamente posible, la ciencia hace bien en presumir que Dios no existe, a pesar de que está abierta a considerar la evidencia (de la
misma forma en que está abierta a considerar la evidencia de la parapsicología, la astrología, el Feng Shui, etc.).
La ciencia también podría responder a la pregunta respecto a la vida después de la muerte. De hecho, muchos parapsicólogos
pretenden demostrar que sí hay evidencia a favor de una existencia post mortem. Contrario a lo que los parapsicólogos creen, no hay
evidencia a favor de la vida después de la muerte, pero al menos sí es posible que aparezca. Y, de nuevo, esto permite a la ciencia
pronunciarse sobre esta pregunta.

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Respecto a los orígenes del universo, una pregunta típicamente religiosa, la ciencia ha sido muy exitosa en proveer respuestas.
Si bien la teoría del Big Bang aún es un modelo que deja algunas dudas, se trata de un notable esfuerzo por indagar sobre los orígenes
del universo, mucho más eficaz que las respuestas provistas por los mitos o el relato del Génesis.
Contrario a lo que creen los postmodernistas y demás críticos, la ciencia también podría incursionar en el campo de la estética.
Cada vez contamos con más evidencia a favor de la idea de que la experiencia estética tiene una correspondencia con algunos estados
específicos del cerebro. De hecho, la naciente disciplina de la neuroestética procura estudiar cómo se manifiesta en el cerebro la
experiencia estética. Así, si bien estos estudios están en una etapa incipiente, eventualmente, un científico podría determinar qué es lo
bello. Si minuciosamente se descubren los eventos neuronales que propician la emoción estética, entonces el científico podrá evaluar
cuáles son las obras que activan esas neuronas. Con esta base, podrá dotar de suelo empírico y objetivo a la definición de lo bello.
Por encima de todo, los críticos que quieren colocarle freno a la primacía de la ciencia sostienen que ésta puede enseñarnos
cómo es el mundo, pero no nos enseña cómo debe ser el mundo. La ciencia se ocupa de los hechos, pero no de los valores. En otras
palabras, la ciencia no puede enseñarnos absolutamente nada sobre moral. Y, se esgrime, para poder conservar la moral en una
sociedad, la ciencia debe bajar de su escaño de arrogancia, y permitir que otras aproximaciones al mundo, las cuales prescinden del
método científico, tengan un espacio. La ciencia puede enseñarnos a resolver casos criminales, pero no nos enseña por qué no debemos
cometer crímenes. El científico, se esgrime, debe abrir paso al filósofo o sacerdote moralista, a fin de mantener la felicidad
Esta crítica resuena mucho, incluso entre los grandes pensadores de la Ilustración y sus descendientes, los cuales estarían muy
lejos del postmodernismo. El gran David Hume (uno de los más elocuentes ilustrados) fue el primero en señalar la distinción entre un
hecho y un valor. A juicio de Hume, la descripción y la prescripción son dos cosas muy distintas. Mucha gente salta del verbo ‘ser’ a los
verbos ‘deber ser’, pero Hume denunciaba que esto es lógicamente ilícito. Y, así, la ciencia puede enseñarnos cómo es el mundo, pero no
cómo debe ser.
Otro gran filósofo de la modernidad, G.E. Moore, advertía que se comete una falacia cuando se pretende describir lo bueno en
términos naturales. Para Moore, lo bueno no es definible en función de propiedades naturales, y en cuanto tal, no podemos pretender
prescribir el mundo a partir de las observaciones. En este sentido, la postura de Moore se conoce como ‘no naturalismo moral’. Y, su
implicación es la misma que la de Hume: la ciencia no nos puede enseñar nada sobre moral.
Por mucho tiempo, ésta ha sido la postura dominante, e incluso, yo mismo la he aceptado. Pero, en buena medida como
consecuencia de la lectura del neurocientífico Sam Harris, ahora aprecio que hay suficiente espacio para rechazarla. Y, en función de
eso, me inclino a pensar (aunque, admito que me queda algún espacio de duda) que la ciencia sí puede darnos lecciones sobre moral y
que, precisamente, para fortalecer la moral, es necesario enaltecer a la ciencia.
Si, como las múltiples variantes del hedonismo (consecuencialistas, utilitaristas, egoístas, etc.) postulan, lo bueno tiene una
íntima asociación con el placer (si acaso no son idénticos), entonces hay suficiente espacio para asumir que la ciencia sí puede darnos
lecciones morales. Pues, la ciencia cada vez más descubre cuáles son los mecanismos que generan placer y felicidad en los seres
humanos. Contrario a lo que en alguna época se creyó, la felicidad no es meramente un estado subjetivo. Antes bien, los científicos
descubren cada vez con mayor precisión qué modos de vida desembocan en felicidad. De hecho, si bien aún se encuentra en una fase
muy temprana, la neurociencia ya se encamina a especificar cuáles son las zonas del cerebro que se iluminan cuando las personas
tienen sensaciones placenteras.
En realidad, esto ni siquiera es tan novedoso. Desde hace tiempo, sabemos que el consumir y traficar cocaína es inmoral.
¿Cómo sabemos eso? No lo sabemos porque Dios prohibió la cocaína en las Tablas de la Ley, o porque un filósofo lo sometió a reflexión;
lo sabemos porque los científicos, tras muchos experimentos, nos han informado que el consumo de cocaína es severamente dañino al
cuerpo humano, y termina por producir mucho sufrimiento. Así, la ciencia nos informa qué genera sufrimiento y qué genera placer, y a
partir de eso, decidiremos qué es lo bueno y qué es lo malo.
Por supuesto, es aún debatible si lo bueno es idéntico a lo placentero, y se trata de un debate que, por razones de espacio, no
puedo tratar acá. Pero, al menos sí parece plausible identificar el bien con el placer (en todo caso, para esto no habrá demostración), y si
así lo hacemos, entonces podremos admitir que sí es posible elaborar una ciencia de lo moral. En ese caso, deberíamos prestar menos
atención al sermón dominical, y más atención a los descubrimientos de la neurociencia. En el siguiente capítulo, dedicaremos más
atención a este asunto.
Para leer más…
BUNGE, Mario. La investigación científica: su estrategia y su filosofía. Madrid: Siglo XXI. 2000. Cualquier obra de Mario Bunge
es recomendable como defensa de la ciencia frente a los ataques relativistas. Pero, ésta es una de las más completas.
ELÍAS, Carlos. La razón estrangulada. Debate. 2008. Una obra muy amena, en la cual se denuncia críticamente el desdén que la
actual generación siente por la ciencia.
Capítulo 6
El bien y el mal
Hemos visto que uno de los más emblemáticos representantes del postmodernismo, Jean Francois Lyotard, define a este
movimiento como sospecha frente a los ‘grandes relatos’ y los ‘discursos totalizantes’. Como buen postmodernista, la selección de las
palabras por parte de Lyotard no es muy esclarecedora, pero generalmente se entiende esto como una reacción en contra de la

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universalidad que tanto defendieron los ilustrados. Así, la ciencia no puede pretender que las leyes que postula tengan validez universal, y
como hemos visto en el capítulo anterior, esto termina por desembocar en el relativismo.
Pues bien, Lyotard y el resto de los postmodernistas extiende este relativismo al terreno de la moral. Uno de los filósofos más
admirados por los postmodernistas, Friederich Nietzsche, ya había intentado arremeter en contra de la moral. Una de sus aspiraciones
había sido concebir un modelo de ser humano que, en sus propias palabras, estuviese “más allá del bien y del mal”; es decir, que no se
sintiese atado por las restricciones que la moral impone.
En este aspecto, los postmodernistas no han seguido estrictamente a Nietzsche. Éste pareció prescindir de la distinción entre lo
bueno y lo malo, y en ese sentido, muchas veces ha sido catalogado de ‘nihilista moral’: para Nietzsche, sencillamente no parecen existir
los valores morales. Los postmodernistas, por su parte, sí aceptan que existen valores morales. Pero, en concordancia con el rechazo de
Lyotard a los ‘discursos totalizantes’, asumen que estos valores morales no pueden pretender tener validez universal. Y, en ese sentido,
en vez de asumir el nihilismo moral de Nietzsche, optan más bien por la postura que ha venido a llamarse ‘relativismo moral’. Bajo esta
postura, la distinción de lo bueno y lo malo es relativa a cada contexto. Hemos visto en los dos capítulos anteriores que el relativismo en
general postula que la verdad es relativa, de manera tal que una creencia puede ser verdadera en un contexto, y falsa en otro. Pues bien,
el relativismo moral postula que una práctica puede ser buena en un contexto, y mala en otro. Y, en ese sentido, no existen valores
morales absolutos que puedan pretender regir a la humanidad entera.
Tradicionalmente, los grandes sistemas éticos presumen que sus mandatos deben tener alcance universal. Cuando, por
ejemplo, se impone “no matarás”, no se presume que este mandamiento sólo aplica a algunos seres humanos. Antes bien, la presunción
es que la censura moral en contra del homicidio tiene aplicabilidad universal.
Pero, el relativista moral quiere retar esta presunción. No hay valores morales absolutos, y por ende, ninguna regla puede tener
alcance universal. En algún contexto, sí se puede prescindir del “no matarás”. Por ejemplo, los aztecas sacrificaban ritualmente a miles de
seres humanos, pero aparentemente, no había objeción moral entre ellos frente a estas prácticas. En ese contexto, parece claro que el
“no matarás” no aplica, y que por ende, no existe una prohibición universal en contra de quitar la vida a otras personas.
Así, los postmodernistas llaman la atención respecto a la diversidad de morales que existen en el mundo. En esto, pretenden asumir un
espíritu cosmopolita: antes de cometer el error de suponer que toda la humanidad comparte nuestros valores morales, es prudente
adquirir consciencia de la diversidad humana. Y, precisamente, la observación de distintas sociedades confirma que no todos los pueblos
del mundo coinciden respecto a la distinción entre lo bueno y lo malo.
En esto, los postmodernistas recapitulan una antigua tradición de viajeros y exploradores que, en efecto, han reportado costumbres muy
distintas. Herodoto, por ejemplo, narra que el rey persa Darío, se reunió con unos griegos y con unos indios. A los griegos, les preguntó si
podrían comer los cuerpos de sus antepasados; los griegos respondieron escandalizados que jamás lo harían. A los indios (quienes sí
comían a sus padres) preguntó si podrían quemar los cuerpos de sus antepasados (a la usanza griega) y respondieron escandalizados
que jamás lo harían. Con este interrogatorio, Darío pretendía demostrar que lo bueno y lo malo es relativo al contexto, y mediante esa
historia, Herodoto quería reafirmar la antigua máxima del poeta Píndaro: la costumbre es el rey.
En el siglo XVI, Montaigne también expresó ideas similares. A nosotros nos puede producir un gran escándalo la idea de
consumir carne humana, pero para los nativos del Brasil, puede ser algo perfectamente normal. De nuevo, no existe un imperativo
universal en contra del canibalismo, pues es evidente que algunos pueblos sí consumen carne humana.
A medida que la civilización occidental entraba en contacto con otros pueblos, parecía confirmarse cada vez más la diversidad
moral de la humanidad. El trabajo de los antropólogos se fue perfeccionando, y cada vez más, se descubrían prácticas que, no sólo
resultaban pintorescas (como, por ejemplo, colocarse un tatuaje), sino que también escandalizaban a las sensibilidades morales
occidentales (como, por ejemplo, el infanticidio).
Estos hallazgos tienen mucho peso. En efecto, parecieran dar sustento al relativismo moral, pues, efectivamente, a nosotros nos
causa horror el infanticidio, pero para algunas tribus, es una práctica que cuenta con el aval social. Pero, urge elaborar una aclaratoria.
Por ahora, estos casos parecen dar sustento al relativismo moral, pero sólo a nivel descriptivo. En otras palabras, la diversidad de
costumbres afirma que, en efecto, hay un disenso entre distintos pueblos del mundo respecto a qué es lo bueno. Pero, ello no implica que
todas las prácticas sean moralmente equivalentes. Los inuit creen que el abandono de los ancianos no es malo, pero perfectamente
podrían estar equivocados en su creencia. El hecho de que los inuit crean que el abandono de los ancianos no es malo no implica que
esa práctica no sea mala.
Así, el relativismo descriptivo sólo sostiene que, aquello que se considera bueno y malo es relativo a cada contexto. Pero, de
nuevo, apreciemos que esto no implica admitir que la distinción entre lo bueno y lo malo es relativa. En una cárcel, no se considera malo
sodomizar a los violadores, pero ello no implica que el sodomizar a los violadores sea bueno. Podemos asumir un relativismo descriptivo
para sostener que los reclusos tienen una concepción particular de la moral, pero eso no debería conducirnos a sostener que los reclusos
no están errados. Existe la posibilidad de que los reclusos llamen ‘bueno’ a algo que en realidad no lo es.
En todo caso, ha habido algunos intentos por refutar este relativismo moral descriptivo. Estos intentos consisten en señalar que,
en tanto somos una misma especie, compartimos un mínimo de valores morales universales. Por ejemplo, aún los antropólogos que más
entusiastamente abrazan el relativismo descriptivo han aceptado que existe una prohibición universal en contra del incesto.
Pero, hay más. El antropólogo Donald Brown ha hecho un amplio estudio comparativo, y ha concluido que existe un grueso de
patrones universales humanos. Todos los pueblos del mundo tienen alguna forma de matrimonio, arte, ornamento corporal, vestido, uso

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de metáforas, música, concepto de propiedad, etc. En el plano moral, Brown ha señalado algunos valores morales universales. Según
parece, todos los pueblos del mundo censuran las violaciones, homicidios y robos. Además, todos los pueblos valoran la cooperación, y
esto se manifiesta en expresiones concretas como, por ejemplo, la disposición a esperar turnos, la ayuda a los necesitados, etc.
Algunos filósofos contemporáneos acompañan a Brown en esta postura. Hans Kung, por ejemplo, opina que nunca habrá paz
mundial si las religiones no llegan a un diálogo. Y, a partir de eso, propone elaborar una ética global que incorpore las enseñanzas éticas
de todos los grandes sistemas religiosos. Así, a juicio de Kung, más allá de las diferencias doctrinales entre las distintas religiones, existe
un suelo común que sustenta la acción moral. A un nivel más elemental, la regla dorada de la moral es manifestación de la pretensión de
Kung: todos los pueblos del mundo comparten en alguna forma la máxima “haz a los demás como quieres que te hagan a ti”, la cual invita
a la cooperación con los demás. Y, en este sentido, Kung rechaza el relativismo moral, incluso a nivel descriptivo, pues estima que todos
los pueblos del mundo comparten, al menos a grandes rasgos, la idea del bien.
Todo esto resulta demasiado ingenuo. Ciertamente existen algunos acuerdos morales entre los diferentes pueblos del mundo,
como por ejemplo, la prohibición en contra del incesto. Pero, es prudente apreciar que, en aspectos nada triviales, muchos pueblos
consideran ‘bueno’ aquello que resulta escandalizador a otros pueblos.
Kung, por ejemplo, quiere hacer creer que es posible construir una ética global en la cual participen todos los representantes de
las grandes religiones mundiales, pues a su juicio, todas comparten un mínimo de valores morales. ¿Qué hay del apedreamiento de la
mujer adúltera en el Islam? Ciertamente esto forma parte de la religión islámica, y no concuerda con lo que muchas otras religiones
postulan como moral. Kung comete el error de querer ver como ovejas a quienes en realidad son lobos. La paz mundial no se construirá
engañándonos a nosotros mismos; antes bien, un primer paso hacia la paz mundial es el admitir que no todas las culturas tienen la
misma concepción del bien.
Igualmente, si bien los estudios de Brown tienen mucho rigor, en realidad no parece decirnos mucho sobre el acuerdo moral de
la humanidad. Brown hace más énfasis en universales como la música y el arte en su forma general, los cuales no son estrictamente
morales. Y, los pocos valores morales universales que Brown describe son, o bien sencillamente falsos, o bien demasiado vagos como
para ser significativos.
Por ejemplo, Brown señala que la censura en contra del asesinato es universal. Pero, como hemos visto, los aztecas no parecían
adscribirse a esa censura. Quizás, podamos sostener que el sacrificio humano no es propiamente un asesinato, pues está enmarcado en
un ritualismo, mientras que el asesinato ocurre en un espacio profano. Pero, si esto es así, entonces habría que admitir que no todas las
culturas abrazan el respeto a la vida humana, y esto no es trivial.
Además, las descripciones respecto a la universalidad de los valores resultan demasiado generalizadas como para resultar
significativas. Podemos convenir en que ninguna cultura promueve el castigo de los inocentes, pero, sí existe un disenso respecto a cuál
es el criterio para sostener que una persona es inocente. Y, de nuevo, esto no es trivial; de manera tal que hay considerables diferencias
morales.
Así pues, el relativismo moral descriptivo es una postura muy aceptable. Resulta bastante obvio que, más allá de algunos
escasos ejemplos de universalidad moral (los cuales, por lo demás, muchas veces resultan muy vagos), entre los pueblos del mundo sí
hay un desacuerdo respecto a qué es lo bueno. Es prudente evitar el etnocentrismo, si entendemos esto como la tendencia a atribuir a las
demás culturas nuestras propias preferencias (más adelante veremos que la palabra ‘etnocentrismo’ también tiene otros significados).
Ahora bien, debemos tener sumo cuidado en no saltar alegremente del relativismo moral descriptivo al relativismo moral normativo. El
relativismo moral descriptivo consiste en señalar que entre los pueblos existe un desacuerdo respecto a qué es lo bueno. El relativismo
moral normativo consiste en señalar que no hay una idea absoluta y trascendente de lo bueno, sino que lo bueno debe ser definido en
función de lo que cada pueblo considera. Y, bajo esta perspectiva, no tenemos la autoridad para reprochar a otros pueblos por
costumbres que nosotros consideramos inmorales.
Podemos (y debemos) ser relativistas morales descriptivos, sin necesidad de aceptar el relativismo moral normativo. Es
perfectamente admisible que, en efecto, nosotros lo occidentales consideramos inmoral el canibalismo, pero los aztecas lo consideran
moral. Con esto, abrazamos el relativismo moral descriptivo. Pero, al mismo tiempo, podemos asumir que los aztecas están equivocados
respecto a qué es lo moral, e incluso, que ellos tienen el deber de abandonar el canibalismo. Con esto, rechazamos el relativismo moral
normativo.
Es importante mantener presente la distinción entre ‘describir’ y ‘prescribir’. Podemos asumir el relativismo cuando describimos:
la censura del canibalismo es relativa al contexto. Pero, no por ello debemos asumir el relativismo cuando prescribimos: perfectamente
podemos argumentar que todos los pueblos del mundo deben censurar el canibalismo, aun si algunos pueblos no lo hacen.
En el capítulo anterior, he señalado que rechazo el argumento de Hume, según el cual, no podemos saltar de una descripción a
una prescripción, del verbo “ser” al verbo “deber”. Más adelante explicaré por qué yo sí considero que, al final, la prescripción (cómo debe
ser el mundo) sí parte de una descripción (cómo es el mundo). Pero, por otra parte, también podemos aceptar que, en muchas ocasiones,
el asumir que algo debe ocurrir, sencillamente porque ocurre, es una falacia. De hecho, es la falacia naturalista en contra de la cual
advertía G.E. Moore (a pesar de que, más adelante, expondré por qué esto admite alguna excepción).
Así pues, el salto del relativismo moral descriptivo al relativismo moral normativo muchas veces termina por incurrir en esta
falacia naturalista. El hecho de que los aztecas consideren moralmente aceptable al canibalismo no implica que los aztecas deban
considerar moralmente aceptable al canibalismo.

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Para aclarar el argumento, consideremos otro caso que no trata estrictamente sobre asuntos morales. Consideremos la creencia
de que la Tierra es plana. Debemos asumir un relativismo descriptivo, pues algunos pueblos creen que esa creencia es verdadera, y otros
creen que es falsa. No debemos proyectar sobre otros pueblos nuestra creencia respecto a la falsedad de la Tierra plana. Pero, al mismo
tiempo, perfectamente podemos asumir que esos pueblos están equivocados, pues sabemos que la Tierra no es plana. Pues bien,
podemos admitir que los aztecas creen que el canibalismo no es inmoral, pero igualmente podemos admitir que los aztecas están
equivocados.
Sorprende la frecuencia con la que los postmodernistas incurren en esta falacia, y terminan por aceptar, no sólo el relativismo moral
descriptivo, sino también el relativismo moral normativo. Cuando encuentran en otra cultura una práctica que nuestra civilización evaluaría
como moralmente objetable, inmediatamente saltan a advertir que, puesto que esa práctica está instituida en esa cultura, no debe ser
reprochada por nosotros. Con esto, los postmodernistas terminan por invocar a la mayoría como criterio para distinguir lo bueno de lo
malo. Si, en un contexto, una mayoría ofrece aval a una práctica, entonces esa práctica es buena. El postmodernista confía demasiado en
el vox populi, vox dei. De nuevo, el hecho de que una mayoría acepte como buena una práctica no implica que ésta sea buena. Así como
el consenso no es un buen criterio para poder distinguir lo verdadero de lo falso, tampoco es un buen criterio para distinguir lo bueno de lo
malo.
Además, si lo bueno ha de ser definido a partir del aval con que una práctica cuenta en su contexto social, entonces todo cuanto
las culturas hagan será bueno. Y, si eso es así, entonces se elimina el más elemental criterio para distinguir lo bueno de lo malo, y al final,
la moral termina por desaparecer. Es por ello que muchos filósofos han denunciado que el relativismo moral eventualmente conduce al
nihilismo moral: en la medida en que se postula que cada pueblo tiene su propia moral, se elimina la noción moral en sí misma.
Además del consenso, los postmodernistas suelen invocar un criterio de coherencia para determinar si una práctica es buena o
mala. Y, de nuevo, con esto relativizan la separación entre lo bueno y lo malo, pues el carácter moral de una acción será relativo al
sistema en el cual se enmarca.
Así, por ejemplo, al evaluar la moralidad del canibalismo, los postmodernistas se detienen a considerar si una práctica como ésa
tiene algún sentido que la pueda salvaguardar como moral. Y, en efecto, varios han intentado encontrarle sentido. Ya en el siglo XVI,
Montaigne señalaba que el canibalismo es loable, en tanto se consume la carne humana para rendir homenaje a las víctimas: el caníbal
cree que, al consumir a su víctima, se impregna de sus virtudes. Marshall Sahlins, un antropólogo postmodernista, asume una
justificación similar frente al canibalismo: a su juicio, en un contexto ceremonial, el consumir la carne de otra persona es un sublime acto
de comunión, y por ende, es perfectamente admisible.
Y, así, los postmodernistas suelen esforzarse para encontrarle el ‘sentido’ a una gran cantidad de prácticas que resultan
escandalosas. Con esto, no sólo excusan estas prácticas, sino que deliberadamente asumen que, en su contexto, son moralmente
aceptables, pues forman parte de un sistema moral coherente. Así, por ejemplo, los inuit abandonan a sus ancianos y dejan que éstos
mueran de frío, pero esto resulta coherente con un estilo de vida nómada en regiones polares, e incluso, es un honor para los ancianos
abandonados; además, los jóvenes abandonan a sus ancianos con sumo respeto y amor. La mujer que lleva una burka en Afganistán se
siente protegida por su marido, y en este sentido, es una gran muestra de respeto hacia las mujeres. Y, así sucesivamente.
Muchas de estas interpretaciones son muy forzadas (cuesta apreciar cómo una mujer que lleve burka pueda sentir esta práctica
como una muestra de respeto hacia ella). Pero, incluso si fuesen en efecto coherentes con su contexto, eso no las hace morales en pleno
sentido. Podemos conceder que el abandono de los ancianos es económicamente ventajoso en una sociedad nómada, pero eso no
suprime el hecho de que esos pobres ancianos sufren terriblemente, y que existe la obligación moral de socorrerlos.
De nuevo, la confusión respecto a la tolerancia ha impulsado la popularidad del relativismo moral normativo. Los
postmodernistas han querido abrazar la tolerancia a toda costa. Y, a partir de ello, postulan que emitir juicios de valor respecto a los
demás es una forma de intolerancia. Su recomendación es vivir y dejar vivir. Si no nos gusta lo que los demás hacen, mejor volteemos la
mirada, pero no nos abroguemos el derecho de imponer a los demás nuestros propios valores, pues si lo hacemos, estaremos incurriendo
en actos intolerantes.
Por supuesto, los postmodernistas no aprecian que la tolerancia tiene límites. El relativismo moral invita a tolerar la intolerancia.
Con la excusa de que no debemos imponer a los demás nuestros valores, permitimos con nuestra tolerancia que las demás culturas
aplasten a sus minorías internas de forma muy intolerante. El relativismo moral no favorece el bienestar de los otros pueblos; antes bien,
favorece a los tiranos de esas culturas, para aplastar a sus víctimas que, seguramente, piden a gritos que desde fuera se imponga una
censura moral a su sufrimiento.
Los relativistas morales están dispuestos a guardar silencio frente a la extracción del clítoris en varias tribus del África oriental, la
inmolación de las viudas en la India, el sistema de castas en ese mismo país, la poligamia en el Islam, etc. Estas prácticas deberían
resultar moralmente objetables, pero los postmodernistas suelen invocar todo tipo de justificaciones sofísticas y, sorprendentemente,
mucha gente termina aceptándolas.
No obstante, la prueba de fuego del relativismo moral es el nazismo. Las prácticas nazis cuentan con todos los elementos que
permiten justificarlas a la luz del relativismo moral. En primer lugar, tenían el aval del colectivo. Es cierto que, eventualmente, dentro de la
misma Alemania nazi hubo resistencia a Hitler y su proyecto, pero en un inicio, la abrumadora mayoría favorecía las leyes raciales, la
persecución de minorías y la expansión militarista. Si una práctica debe ser evaluada desde su mismo sistema moral, entonces puede
perfectamente argumentarse que los nazis terminaron construyendo su propia moral, y que las naciones de Europa no tenían autoridad

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moral para oponerse a lo que estaba ocurriendo dentro de las fronteras alemanas. Churchill, Roosevelt y De Gaulle eran unos
intolerantes.
Además, puede tratar de encontrarse un sentido muy refinado a las prácticas nazis. Aquello que nosotros consideramos
moralmente monstruoso, como por ejemplo, ejecutar a seis millones de personas, los nazis podrían justificarlo invocando la coherencia de
esas prácticas con un sistema moral de mayor envergadura. Por ejemplo, el exterminio de discapacitados y retrasados mentales es un
intento por hacer a la sociedad más fuerte, especialmente en tiempos de guerra; así como los inuit abandonan a sus ancianos y con ello
le rinden un gran respeto, los nazis exterminaban a los discapacitados y retrasados mentales, y con ello, les hacían un gran honor al
acabar con formas indignas de vida.
También podemos justificar las leyes raciales y los campos de exterminio. Si bien a nosotros nos puede resultar moralmente
monstruoso, visto desde el sistema nazi no lo es. Pues, las leyes raciales y los campos de exterminio no eran meros caprichos de Hitler.
Antes bien, eran un esfuerzo estético muy destacable, el cual incluso adquirió una dimensión religiosa. Al eliminar a los judíos, los nazis
buscaban hacer el mundo más bello, y en un sentido, es algo así como una obra de arte. Además, era evocador del ideal de belleza
inspirado en los mitos nórdicos. Así como el sacrificio humano permitía a los aztecas entrar en contacto con sus dioses en ceremonias
impregnadas de simbolismo, el holocausto nazi fue un gran esfuerzo estético por purificar la raza.
Si bien los postmodernistas coquetean con algunas ideas inspiradoras del nazismo (como, por ejemplo, las de Nietzsche y
Heidegger), pocos (si acaso alguno) se atreve a excusar al nazismo a partir del relativismo moral. Pero, esto no hace más que relevar su
inconsistencia. Excusan al sistema de castas en la India, pero no se atreven a excusar las leyes de Nuremberg. Excusan el abandono de
los ancianos y el infanticidio en sociedades tribales, pero no se atreven a excusar el exterminio de discapacitados en la Alemania nazi.
Excusan el sacrificio humano azteca, pero no atreven a excusar el Holocausto.
Algunos postmodernistas pretenden encontrar una escapatoria a todo esto. Sostienen que el nazismo sí es reprochable, pues
ocurrió en el seno de la civilización occidental, precisamente donde estas prácticas son moralmente objetables. Pero, este argumento es
demasiado débil. Después de todo, si la distinción entre lo bueno y lo malo es relativa a un contexto cultural, entonces perfectamente
podemos argumentar que los nazis conformaron su propia cultura separada del resto de las naciones europeas, y en función de eso, sus
prácticas son excusables a partir del contexto que ellos mismos construyeron.
Todo esto nos debería conducir a la idea de que no todas las culturas son moralmente equivalentes. Antes bien, hay culturas
superiores y culturas inferiores. Debido a la influencia de los postmodernistas, hoy existe un enorme temor a asumir jerarquías a la hora
de comparar el rendimiento moral de distintas sociedades. Como los paradigmas de Kuhn, los postmodernistas asumen que las culturas
son moralmente inconmensurables, y que por ende, ninguna es mejor o más deseable que otra.
Incluso, los relativistas suelen argumentar que el establecer jerarquías entre las sociedades conduce a movimientos intolerantes
como el nazismo. Hitler tenía la convicción de que la raza aria era superior al resto de la humanidad, y esa creencia lo llevó a cometer
todo tipo de atrocidades. A juicio de los relativistas, en la medida en que aceptemos que todas las sociedades son equivalentes,
podremos ahorrarnos mucho sufrimiento.
Esta argumentación también es muy débil. Hitler defendía la superioridad racial de los arios, y eso es muy distinto de sostener la
superioridad moral de unos pueblos por encima de otros. Pero, en todo caso, el argumento según el cual la convicción de que hay
sociedades moralmente superiores a otras conduce a excesos como los de Hitler es erróneo, pues precisamente, lo inverso es lo
verdadero: el asumir que todas las culturas son moralmente equivalentes conduce a excusar a Hitler. Si no hay culturas más preferibles
que otras, entonces podemos admitir que los nazis eran tan preferibles como cualquier otra cultura.
Algunos relativistas saltan a advertir que los nazis no eran propiamente una cultura, y en ese sentido, podemos admitir que todas
las culturas son iguales, sin necesidad de aceptar las atrocidades de los nazis. Pero, ¿qué diablos significa ‘cultura’? Si entendemos
‘cultura’ como tradicionalmente se hace, a saber, como los valores y costumbres compartidas por un colectivo, entonces tendremos que
aceptar que ‘cultura’ no sólo se refiere a los catalanes, vascos, anglo-sajones o chinos, sino también a los góticos, nerds, punk, emos,
raperos, etc. Algunos antropólogos prefieren llamar a estos grupos ‘subculturas’, pero la distinción entre ‘subcultura’ y ‘cultura’ es
sumamente vaga. De hecho, antropólogos competentes como Oscar Lewis no han vacilado en afirmar que existe una ‘cultura de la
pobreza’, y también se ha hablado de una ‘cultura de la eficiencia’, ‘cultura del capitalismo’, etc. De manera tal que, así como podemos
aceptar que existe una cultura del hip hop, o de hinchas de fútbol, también podemos aceptar que existe una cultura nazi. Si aceptamos
eso (como debemos), entonces al asumir que todas las culturas tienen el mismo valor, no estamos en posición de criticar a los nazis.
Por otra parte, los relativistas morales alegan tener, como la vasta mayoría de los postmodernistas, un firme compromiso con las
causas políticas de izquierda (hemos visto en el capítulo 1 que en realidad el postmodernismo es una traición a la izquierda). Y, en ese
sentido, los postmodernistas defienden entusiastamente el igualitarismo. A su juicio, la Ilustración ha dejado como herencia unas
condiciones de desigualdad muy profunda, y es menester enmendar esta situación. Por ello, sostienen los postmodernistas, urge
proclamar la igualdad de las culturas. Además, parecen razonar lógicamente: si las culturas están compuestas por individuos, y los
individuos son iguales, entonces las culturas deben ser iguales. Así, sugieren varios postmodernistas, el asumir que no hay culturas
superiores en realidad parte del igualitarismo ilustrado que se concentró en individuos, y lo extiende a los grupos.
Pero, esto es un error de razonamiento. Los filósofos suelen llamar a este error una ‘falacia de composición’, la cual consiste en
atribuir al todo las características de las partes. Por ejemplo, podemos admitir que una pared está hecha de millones de ladrillos

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pequeños. Si bien podemos sostener que los ladrillos (las partes) tienen el atributo de pequeñez, no por ello la pared (el todo) es
pequeña. Asumir que la pared es pequeña porque las partes que la conforman son pequeñas es una típica falacia de composición.
Pues bien, de la misma manera, no debemos asumir que, puesto que las partes constitutivas de las culturas (los hombres) tienen
una cualidad (ser iguales), el todo (las culturas) comparten esa cualidad. Los hombres pueden ser iguales, sin necesidad de que las
culturas lo sean. Podemos admitir el igualitarismo entre los individuos, sin necesidad de extenderlo a las culturas.
Más aún, la igualdad de los hombres implica la desigualdad de las culturas. Si admitimos el axioma “todos los hombres son
iguales”, entonces tenemos que admitir que una cultura que asuma ese axioma es moralmente superior a una cultura que no lo asuma. Al
contrario, si admitimos que todas las culturas son iguales, entonces tenemos que admitir que una cultura que no acepte la igualdad de los
hombres (como, por ejemplo, los nazis) tiene el mismo valor que una cultura que sí acepta la igualdad de los hombres. Por ello, para
evadir el relativismo moral debemos asumir que unas culturas son superiores a otras.
***
El relativismo moral enfrenta, como todas las formas de relativismo, el problema de la contradicción. Los musulmanes predican
la proposición “la poligamia es buena”, mientras que los cristianos predican la proposición “la poligamia no es buena”. En virtud del
principio de no contradicción, ambas no pueden ser verdaderas. De manera tal que uno de esos dos grupos está equivocado en su
valoración de la poligamia, y por ende, un grupo sí está en posición para emitir juicios de valor respecto a las costumbres del otro grupo.
No obstante, desde hace tiempo (mucho antes del auge del postmodernismo) muchos filósofos han opinado que los enunciados
de le ética no son estrictamente proposiciones. Un enunciado como “la Tierra es plana” sí es una proposición, en tanto pretende describir
el mundo, y además, es verificable. Pero, a juicio de muchos filósofos, un enunciado como “robar es malo” no es una proposición, pues no
pretende describir el mundo. Antes bien, pretende prescribir no robar. Y, en este sentido, los enunciados de la ética no son verificables; al
observar el mundo, no tenemos manera de saber si, en efecto, robar es malo.
Así pues, un enunciado como “robar es malo” no es ni verdadero ni falso. Los positivistas lógicos defendieron la idea de que los
enunciados de la ética (así como los de la religión, la metafísica y la estética) no tienen sentido, precisamente porque no existe la
posibilidad de verificarlos. Con esto, los positivistas asumían la postura que ha venido a llamarse el ‘emotivismo’, según la cual los
enunciados de la ética apenas expresan emociones, pero no propiamente declaraciones sobre el mundo. Así, “robar es malo” es similar a
“no me gusta que se robe”.
A partir de eso, los defensores de esta postura han establecido una distinción entre hechos y valores. En concordancia con la
advertencia de Hume de que no podemos confundir los verbos “ser” y “deber”, estos filósofos sostienen que la ética no trata propiamente
sobre los hechos del mundo, sino sobre valores; en otras palabras, la ética prescribe, pero no describe. Y, en este sentido, la observación
de los hechos del mundo nunca nos indicará cuáles son los valores que debemos prescribir. “La Tierra no es plana” expresa un hecho,
“robar es malo” expresa un valor.
Ahora bien, si estos filósofos están en lo cierto, entonces los enunciados de la ética no son estrictamente proposiciones, y en
tanto no son proposiciones, no son ni verdaderos ni falsos. Puesto que no tienen valor de verdad, los enunciados de la ética no se rigen
por el principio de no contradicción. Así, no habría contradicción entre el enunciado “la poligamia es buena” y el enunciado “la poligamia
no es buena”, pues en realidad, el primer enunciado es algo así como “a mí me gusta la poligamia”, y el segundo enunciado es algo así
como “a mí no me gusta la poligamia”. Notemos que estas expresiones de emoción no se contradicen.
Con esto, los emotivistas abren la puerta al relativismo moral. Los forjadores del emotivismo (fundamentalmente los positivistas
lógicos y sus seguidores) están muy lejos del postmodernismo, y nunca habrían aceptado la proclama relativista de que cada quien tiene
su verdad. Pero, en asuntos morales, los emotivistas sí se acercan al relativismo, pues parten de la postura de que la ética no predica
verdades.
Además, al sostener que los enunciados de la ética son apenas expresiones de emociones, el emotivismo elimina cualquier
criterio objetivo para distinguir lo bueno de lo malo. Cuando los emotivistas sostienen que es inmoral la práctica del sacrificio humano,
apenas sostienen que a ellos no les gusta el sacrificio humano. Pero, no tienen suficientes razones para persuadir a quienes practican el
sacrificio humano de que abandonen estas prácticas, pues precisamente se trata de una cuestión de gusto.
Esto nos conduce a pensar que, si queremos evitar el relativismo moral, debemos rechazar el emotivismo. El filósofo G.E. Moore planteó
otra alternativa. Lo mismo que los emotivistas, Moore advirtió que existe una distinción entre hechos y valores. Pero, a diferencia de los
emotivistas, Moore sí estimaba que los enunciados de la ética tienen valor de verdad, y en ese sentido, un enunciado como “robar es
malo” sí es una proposición. Moore concedía que un enunciado como ése no describe el mundo, pero con todo, sí puede ser verdadero.
Y, si los enunciados de la ética sí pueden ser verdaderos o falsos, entonces sí se rigen por el principio de no contradicción y, por ende,
podemos evitar el relativismo moral.
Pero, si “robar es malo” no es un hecho, ¿cómo podemos saber si es verdadero? Nunca podremos verificar que “robar es malo”
es verdadero, precisamente porque no se trata de una descripción. Frente a este problema, Moore postuló que debemos guiarnos por la
intuición, y por ello, su postura se denomina ‘intuicionismo ético’. No tenemos manera de demostrar que robar es malo, pero tenemos esa
intuición. La ética constaría así de axiomas morales que deben aceptarse sin fundamento.
La postura de Moore tampoco parece llevarnos muy lejos. Ciertamente, Moore intenta evadir el relativismo moral, al postular que
los enunciados de la ética sí son proposiciones con valores de verdad, y en este sentido, unos valores sí son aceptables, y otros no. Pero,
Moore no ofrece una razón firme para aceptar unos valores por encima de otros. Al final, lo somete al criterio de la intuición. Y, lo mismo

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que los emotivistas, con esto Moore abre la puerta al relativismo moral. Pues, allí donde nosotros tenemos la intuición de que el sacrificio
humano es malo, los aztecas no comparten esa intuición. Al final, la moral no sería propiamente una cuestión de gusto, pero sí de
intuiciones. Pero, ¿cómo podemos convencer a los demás de que sus intuiciones son erróneas? A no ser que se apele a un criterio
objetivo con mayor firmeza, no hay mucha posibilidad para convencer a favor de una posición ética.
Así, pareciera que la postura de Moore termina por reivindicar al relativismo moral. Bajo la postura de Moore, podemos asumir
que sí hay una moral universal y trascendente. Pero, ¿quién determina cuál es la distinción entre lo bueno y lo malo? Moore se refugiaba
en la intuición, pero esto es un criterio demasiado débil. Pues, los talibanes tendrían la intuición de que someter a las mujeres a la burka
es bueno. Al final, habría un choque de intuiciones, y no tendríamos mayores posibilidades de resolver la disputa objetivamente.
Para evadir el relativismo moral, debemos buscar un criterio más firme para distinguir lo bueno de lo malo. Y, me parece que
esto puede lograrse óptimamente prescindiendo de la distinción que la mayoría de los filósofos hace entre valores y hechos. Si asumimos
que la ética sí trata sobre hechos y, por ende, describe el mundo, entonces estaremos en suelo firme para sostener que los talibanes
están moralmente equivocados. Al asumir esta postura, podremos argumentar que “robar es malo” es un hecho tan objetivo como “la
Tierra no es plana”.
En este capítulo, he apelado a la denuncia de la ‘falacia naturalista’ para señalar que se comete un error cuando se razona que,
por el mero hecho de que una práctica ocurre, entonces debe ocurrir. El hecho de que la extracción del clítoris ocurra en algunas tribus
africanas no hace buena a esa práctica en ningún contexto.
Por lo general, quienes denuncian que los demás cometen una falacia naturalista sostienen, como Hume y Moore, que la
prescripción no puede abstraerse de la descripción. Pero, ha llegado el momento de retar esta concepción. Si bien es una falacia sostener
que algo es bueno por el mero hecho de que ocurra, quizás sí podamos sostener que, al final, la prescripción sí reposa sobre la
descripción. Y, en ese sentido, los enunciados de la ética sí describen el mundo. Veamos cómo podría ser esto.
La postura según la cual la ética sí describe hechos del mundo es minoritaria entre filósofos, pero me inclino a pensar que es la
correcta. Si bien algunos filósofos como John Dewey ya habían argumentado algo similar, el máximo representante de esta postura es
Sam Harris, a cuyas obras remito como excelente antídoto frente al relativismo moral.
Harris sostiene que es posible elaborar una ‘ciencia de la moral’. La ciencia puede enseñarnos cuál es el camino a la felicidad
humana, y de esto trata fundamentalmente la ética. No tiene sentido definir lo bueno como algo que no sea la felicidad. Una acción es
buena cuando conduce a la felicidad. G.E. Moore sostenía que lo bueno nunca puede ser definido a partir de ninguna propiedad natural,
pero hay motivos para dudar de esto. Si lo bueno no tiene una íntima vinculación con el placer o la felicidad, entonces, ¿qué es? ¿Es
viable encontrar alguna acción buena que no esté destinada a generar felicidad? Quizás algunas personas creerán que la autoflagelación
es buena. Pero, conviene mucho más guiarse por el sentido común y asumir que el someterse a sufrimientos gratuitos (como, por
ejemplo, la autoflagelación) no es bueno. Algunas cosas que generan dolor pueden ser buenas, pero sólo si conducen a un estado de
felicidad.
Con esto, empieza a surgir la idea de que no existe una nítida distinción entre hechos y valores. Aquello que tradicionalmente
consideramos valores en realidad podrían ser hechos; a saber, aquellas instancias que observamos que generan felicidad. Si la ciencia
es capaz de delinear cuáles son las estrategias más eficaces para conseguir la felicidad, entonces sí está en posición de dictarnos cuáles
son los valores que debemos asumir. Con base en observaciones, la ciencia puede enseñarnos que el robar conduce a la infelicidad, y en
función de esa observación, puede enseñarnos el valor de no robar. Así, la proposición “robar es malo” no es meramente una expresión
de emociones sin valor de verdad (contrario a la pretensión del emotivismo), ni tampoco es una proposición fundamentada en la intuición
(contrario a la pretensión del intuicionismo): antes bien, es un hecho cuyo valor de verdad se sustenta en la evidencia. La proposición
“robar es malo” podría ser formulada como “robar conduce a la infelicidad”, y este enunciado tiene una correspondencia con el mundo,
por ende, podemos asumirlo como verdadero.
Podemos admitir que la felicidad es un concepto muy complejo, y quizás sea difícil poder delinear con suficiente precisión en qué
consiste ese estado mental, y cuáles son los mecanismos que conducen a él. Pero, el hecho de que las preguntas respecto a la felicidad
sean complejas y a algunas de ellas quizás nunca le encontraremos respuestas, no implica que no exista una respuesta. Sam Harris
presenta esta analogía: no podemos pretender saber cuántos peces hay en el océano, pero eso no implica que esa pregunta no tenga
respuesta. Pues bien, de la misma manera, quizás no podamos hacer una descripción exhaustiva de la operativa de la felicidad, pero ello
no implica que las respuestas a estas preguntas no existan.
Cada vez más, la ciencia descubre cuáles son las manifestaciones neurológicas de la felicidad. Por supuesto, estos estudios aún
están en una fase muy temprana, pero ya al menos nos acercamos a saber cómo en el cerebro se manifiestan las sensaciones
placenteras. Las lecciones morales de la ciencia consisten en delinear los mecanismos que nos permitan activar las sensaciones
placenteras. Por supuesto, el asumir un hedonismo desenfrenado no servirá de mucho. Quien busca la felicidad debe comprender que se
debe renunciar a algunos placeres inmediatos, a fin de propiciar placeres mayores. Y, esto implica el cooperar con los demás. La ciencia
puede enseñarnos, con observación de hechos, que la cooperación sirve para alcanzar la felicidad.
Quizás no tengamos bien delineado qué es exactamente la felicidad y cómo se llega a este estado, pero al menos sabemos
distinguir una vida claramente feliz de una vida claramente infeliz. No tardaremos en distinguir la felicidad de la infelicidad, al comparar
estas dos situaciones: una mujer es violada diariamente por una pandilla, sus hijos son drogadictos, es insultada por todos en el barrio, y

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diariamente tiene que buscar comida en los basureros; una mujer hace ejercicio en el gimnasio, tiene una amplia red de amigos que la
aprecian, estudia ingeniería y tiene buenas calificaciones. Dejo al criterio del lector el decidir cuál es la mujer feliz, y cuál es la infeliz.
Si bien se trata de un estado muy complejo, sí hay un criterio objetivo para distinguir la felicidad de la infelicidad (a pesar de que
debemos reconocer que aún no lo conocemos exhaustivamente). Y, con base en ese criterio, podemos delinear que lo bueno es aquello
que conduce a los estados de felicidad. Si, al observar el mundo, observamos que la cooperación entre los seres humanos conduce a la
felicidad, entonces podemos sostener que la cooperación es buena, y podemos prescribirla como valor. La descripción de la cooperación
como mecanismo que conduce a la felicidad nos permite prescribirla como valor moral.
Así pues, al aceptar que la ciencia sí puede darnos lecciones sobre moralidad, y que la descripción respecto a los estados de la
felicidad puede servir de plataforma para prescribir valores, entonces estamos en posición firme para sostener que la distinción entre lo
bueno y lo malo es objetiva (está en el mundo, a espera de ser descubierta), y podemos rechazar el relativismo moral. “Robar es malo”
sería un hecho tan objetivo como “la Tierra no es plana”. La moral no sería una mera cuestión de gustos, y unas sociedades estarían en
lo moralmente correcto, y otras en lo moralmente incorrecto.
Ha habido una larga tradición de filósofos que pretenden esquivar el relativismo moral fundamentando en Dios la distinción entre
lo bueno y lo malo. A su juicio, puesto que la ética no puede describir el mundo (cuestión que, vale insistir, he intentado retar en este
capítulo), no hay un criterio firme para distinguir lo bueno de lo malo. La única escapatoria, alegan, es apelar a una serie de mandatos que
proceden de Dios. Puesto que no tenemos modo empírico de demostrarle a un azteca que el sacrificio humano es inmoral, nuestra única
justificación para persuadirlo es sostener que Dios ha prohibido el sacrificio humano. En opinión de estos filósofos, Dios es la base de
toda moral.
El gran novelista Fyodor Dostoyevski pareció defender esta postura con su célebre frase, “si Dios no existe, todo está permitido”.
Y, muchos postmodernistas han acompañado a Dostoyevski en esta postura. Pero, no lo hacen para afirmar que Dios existe, sino para
alegar que, en efecto, puesto que Dios no existe, no hay una moral universal, y al no ser universal, la moral realmente no existe.
Si bien las posturas de los postmodernistas frente a Dios y la religión son muy ambiguas, muchos postmodernistas se inclinan a
rechazar los alegatos de la religión, no propiamente porque los consideren irracionales (tal como lo hacían los ilustrados), sino porque el
discurso religioso es ‘totalizante’ y sobre él se ha construido la autoridad de grandes instituciones jerárquicas. En función de eso, el
postmodernismo tiene cierta inclinación al ateísmo, pero como hemos visto en el capítulo 2, se trata de un ateísmo irracionalista, muy
alejado del ateísmo ilustrado y racionalista de un Bertrand Russell o D’Holbach.
Con este ateísmo irracionalista, los postmodernistas coinciden con Dostoyevski en que, sin Dios, no hay moral posible, y en
función de eso, abrazan una suerte de nihilismo moral. Nietzsche, uno de los grandes héroes pioneros del postmodernismo, era ateo y
nihilista moral a la vez. A su juicio, la muerte de Dios también implica la muerte de la moral, y con ello, no hay una distinción objetiva entre
lo bueno y lo malo.
Jean Paul Sartre, otro inspirador del postmodernismo (aunque él mismo no suele ser catalogado de ‘postmodernista’), también
terminó por ser un ateo con algunas tonalidades de nihilismo moral, y explícitamente asumió la premisa dostoyevskiana, “si Dios no
existe, todo está permitido”, precisamente para sostener, lo mismo que Nietzsche, que no hay un criterio objetivo para distinguir lo bueno
de lo malo.
En oposición a los postmodernistas, es hora de apreciar que el ateísmo no conduce a la desaparición de la moral, y que la
distinción entre lo bueno y lo malo no procede de Dios. Ya Platón había advertido en uno de sus diálogos, el Eutifrón, que enfrentamos
demasiadas dificultades al suponer que la moral procede de los dioses. Si una acción es buena o mala porque los dioses así lo dicen,
entonces en el caso de que los dioses avalen la violación, el homicidio y el robo, estas acciones serían buenas. Pero, en ese caso, la
moral ya no sería absoluta, sino relativa al capricho de los dioses. Si acaso Dios existe, las acciones no son buenas porque Dios las
ordene, sino que Dios ordena las acciones porque éstas son buenas. Y, en este sentido, la distinción entre lo bueno y lo malo existe en
autonomía del mandato divino.
De nuevo, la observación del mundo debería ser suficiente para conocer la distinción entre lo bueno y lo malo. No necesitamos
invocar a Dios para saber que el beber vino desenfrenadamente, cometer adulterio o mentir compulsivamente son acciones inmorales.
Sabemos que son inmorales porque, tras una observación del mundo, concluimos que estas acciones desembocan en estados de
infelicidad, incluso para quien las comete.
***
Quizás no estemos en necesidad de ser tan rígidos a la hora de rechazar el relativismo moral. Podemos admitir que, en algunos casos, el
valor moral de una acción dependerá de su contexto. Por ejemplo, si un asesino viene a mi casa, toca mi puerta, y me pregunta dónde
está mi amigo, ¿debo mentir? ¿El mandato en contra de la mentira es absoluto, o es relativo y admite excepciones? El gran filósofo
Immanuel Kant sostenía que, incluso en un caso como ése, tengo la obligación de no mentir. A juicio de Kant, debe cumplirse el deber a
toda costa; no importa si, como consecuencia de mi acción, el asesino encontrará a mi amigo.
Mucha gente rechaza una postura tan rígida como la de Kant, y es fácil comprender por qué. La postura ética de Kant suele
llamarse ‘deontológica’, pues hace énfasis en el cumplimiento del deber, independientemente de sus resultados. Pero, a esta postura
puede oponerse la doctrina que ha venido a llamarse el ‘consecuencialismo’, según la cual, una acción es buena en la medida en que sus
consecuencias generen consecuencias favorables. Así, por ejemplo, la ética consecuencialista sostendría que, en el hipotético caso del
asesino, mentir es bueno, pues de ello se derivan consecuencias favorables, a saber, habré salvado la vida de mi amigo.

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Con esto, se forma la idea de que la separación del bien y el mal no parece tan absoluta. E, incluso, acciones tan aparentemente
inmorales, como la tortura, quizás puedan resultar buenas en algún contexto. Si la policía tiene en su poder a un terrorista que alega
haber colocado una bomba en un sitio concurrido de la ciudad, pero se niega a especificar la ubicación de la bomba, ¿debe emplearse la
tortura para extraer información? El torturar al terrorista podría salvar la vida a miles de ciudadanos, y en ese sentido, no es una opción
que debamos desechar de inmediato.
En efecto, esto invita a aceptar alguna forma de relativismo. Los filósofos suelen llamar ‘ética situacional’ o ‘relativismo
situacional’ al tipo de doctrinas que, como en los casos anteriores, acepta que algunas acciones pueden resultar morales en unos casos,
e inmorales en otros.
Pero, urge no confundir esto con el relativismo moral. La ética situacional postula que, en algunos casos, pueden admitirse excepciones
al cumplimiento de las reglas morales, siempre y cuando el beneficio obtenido sea mayor. Quien se adscriba a la ética situacional puede
admitir que, en alguna ocasión, la tortura es admisible, pero precisamente, será admisible cuando esté dirigida a salvar a un alto número
de personas. La tortura nunca será admisible si se emplea con un mero fin ritual, o sencillamente por diversión. Así, el defensor de la
ética de situaciones podrá admitir en alguna ocasión el uso de la tortura por parte de la policía, pero jamás admitirá el uso de la tortura
ritual por parte de un sacerdote azteca.
La diferencia fundamental entre la ética situacional y el relativismo moral es que el segundo no toma en consideración el cálculo
de bienes mayores al calificar de ‘moral’ a una acción. El relativista moral acepta la tortura y el sacrificio humano entre los aztecas, no
porque con ello se salven más vidas, sino sencillamente porque ésas son las costumbres que los aztecas aceptan.
En todo caso, aún podemos admitir que el valor moral de algunas costumbres sí depende de su contexto cultural. ¿Es inmoral
conducir por el canal izquierdo? En Inglaterra, no es inmoral; en España, sí es inmoral. Veamos que esto no es una mera descripción,
sino también una prescripción: tenemos la obligación moral de conducir por el canal derecho en España, y por el izquierdo en Inglaterra.
Como ése, podemos pensar en muchos otros casos.
Pero, de nuevo, el estudio científico de la moral debería servir como advertencia de que algunas acciones son claramente
obstáculos a la felicidad en cualquier contexto. Podemos admitir que algunas acciones son morales en un contexto, e inmorales en otro
contexto, pero hay al menos un piso firme de deberes y derechos que no admiten contextualización, y debemos proclamarnos como
universales.
Fue precisamente esto lo que se pretendió en 1948, cuando se emitió la Declaración universal de los derechos humanos.
Después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, la naciente Organización de las Naciones Unidas retomó el legado
universalista de la Ilustración (expresado en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano), y proclamó que todos los seres
humanos, dondequiera que se encuentren, tienen un mínimo de derechos, los cuales deben cumplirse. La implicación, por supuesto, es
que la violación de esos derechos universales es inmoral, y con eso, se rechazaba el relativismo moral.
Pero, no tardaron en aparecer críticos, los cuales contaban con el respaldo de muchos postmodernistas. Pues, el concepto de
‘derechos humanos’ es un ejemplo típico de los ‘discursos totalizantes’ a los que tanto teme Lyotard y el resto de los postmodernistas. La
ONU no proclamó derechos para los chinos, derechos para los australianos y derechos para los árabes; antes bien, declaró los mismos
derechos para la totalidad de la especie humana.
Los críticos empezaron a señalar que esto era un claro ejemplo de ‘imperialismo cultural’. El concepto de derechos humanos, se
alegaba, es típicamente occidental, y se impuso con gran arrogancia al resto de los pueblos del mundo, sin tener en consideración
conceptos alternativos. Al promover los derechos humanos, en realidad se abre el camino para que las potenciales occidentales dominen
culturalmente a los pueblos del llamado ‘Tercer Mundo’.
En esto, los postmodernistas tienen algo de razón. El concepto de derechos humanos efectivamente nació en Occidente. Pero,
el hecho de que los occidentales (y, valga aclarar, algunas tradiciones orientales también han nutrido a los derechos humanos) hayan
formulado este concepto no implica que no tenga alcance universal. Newton era inglés, pero no por ello la ley de la gravedad está
confinada a Inglaterra.
Quizás los occidentales han sido arrogantes al no incluir los conceptos morales de otros pueblos, pero ¿hay algo objetable en
ello? ¿Debe un científico incluir las ceremonias de curanderos en los manuales de medicina? De nuevo, al apreciar que la ciencia puede
decirnos mucho sobre la correcta moral, no tenemos necesidad de incluir concepciones morales que, sencillamente, son erróneas.
Tampoco es falso que la concepción de los derechos humanos se ha empleado como motivo para aplastar a los pueblos del
llamado ‘Tercer Mundo’. Pero, ello no invalida al concepto de derechos humanos universales. La ecuación de la relatividad sirvió para
destruir a Hiroshima, pero no por ello debe renunciarse a ella.
Los primeros en protestar en contra de los derechos humanos fue la U.R.S.S. Allí donde la Declaración de los derechos
humanos garantiza un mínimo de derechos al individuo, los soviéticos reclamaban que la colectividad, y no el individuo, debe ser el
depositario de los derechos. Si bien esta concepción es objetable, al menos los soviéticos mantuvieron su compromiso con el
universalismo, y rechazaron el relativismo moral: su concepción de los derechos humanos pretendía aplicarse, no sólo a los soviéticos,
sino a la especie humana entera.
Pero, eventualmente aparecieron declaraciones alternativas que invocaban ‘derechos’, no con alcance universal, sino para la
idiosincrasia de cada pueblo. Así, por ejemplo, surgió la Declaración de los derechos humanos en el Islam. Si bien esta declaración no
admitía atrocidades muy comunes en los países musulmanes (la extracción del clítoris, la violencia doméstica, etc.), imponía límites al

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alcance de los derechos humanos universales, precisamente para proteger antiguas costumbres procedentes de la Sharia, la ley islámica.
Y, a diferencia de los soviéticos, esta declaración pretendía aplicarse sólo en los países musulmanes, limitando así el alcance universal
de la moral, y por extensión, asumiendo el relativismo moral.
El rechazo a los derechos humanos le viene muy bien a los tiranos del llamado ‘Tercer Mundo’ que se amparan en los conceptos
de autonomía cultural para cometer todo tipo de atropellos. Con la excusa de resistir el imperialismo cultural que supuestamente termina
por perjudicar a los ciudadanos de los países del llamado ‘Tercer Mundo’, las elites que gobiernan esos países pretender quedar inmunes
frente a los críticos que señalan los abusos que cometen. En su torpe intento por reivindicar a los oprimidos, los postmodernistas abren
aún más el camino a la opresión, en la medida en que prescinden del concepto de derechos humanos universales que sirve para
garantizar un mínimo de felicidad.
Con el respaldo de los postmodernistas, en algunos países asiáticos se han cometido varias atrocidades. Singapur, por ejemplo,
es un país con un creciente nivel socioeconómico, pero su registro en materia de derechos humanos es muy precario. Por lo general, los
países acusados de violar los derechos humanos rechazan esas acusaciones. Pero, el ex primer ministro de Singapur, Lee Kwan Yew,
parecía admitir que, en efecto, su gobierno violaba derechos humanos. No obstante, Lee Kwan Yew argumentaba que los derechos
humanos no tienen alcance en Singapur, y proponía como alternativa regirse por ‘valores asiáticos’ fundamentados en la obediencia a la
tradición, la imposición forzosa de la autoridad, y la supresión del individuo a favor del colectivo; valores que en muchos casos, no son
compatibles con los derechos humanos.
Mahatir Mohamad, el defensor de esta alternativa en Malasia, opinaba que los derechos humanos son una imposición violenta e
irrespetuosa a las tradiciones asiáticas. Y, a su juicio, el camino hacia la liberación postcolonial debe incluir la resistencia frente a la
arrogancia occidental que predica que todos los seres humanos tienen un mínimo de derechos, y proponer como alternativa los valores
propios de la cultura asiática, los cuales no necesariamente tienen contemplación por los derechos humanos ‘inventados’ por los
occidentales.
Uno de los aspectos más desafortunados del postmodernismo es observar cómo muchos de sus exponentes piden a gritos
reivindicaciones para las minorías en los países occidentales, pero callan frente a los abusos de gobernantes asiáticos como Lee Kwan
Yee y Mahatir Mohamad. A tal punto ha llegado el relativismo moral de los postmodernistas, que algunas de sus figuras más
emblemáticas excusan (y apoyan) atrocidades como la extracción del clítoris en algunas tribus del África oriental.
Además de la ablación del clítoris, una de las costumbres rituales más repugnantes que aún cuenta con cierta difusión es la
práctica del sati en la India. Esta antigua costumbre consiste en que las viudas son arrojadas, voluntaria o involuntariamente, al fuego de
la pira funeraria, para arder junto al cuerpo de sus maridos. Cuando los británicos impusieron su control imperial en la India, prohibieron la
práctica, y en la actualidad, no está permitida, a pesar de que aún ocurre en algunas aldeas.
Los brahmanes (sacerdotes del hinduismo) se quejaban frente a los administradores coloniales, pues argumentaban que se
trataba de una costumbre nacional muy antigua. Renunciar al sati era una traición a su legado cultural. Frente a ese argumento relativista,
un militar británico en la India pronunció estas célebres palabras: “Mi nación también tiene una costumbre: cuando los hombres queman a
mujeres vivas, los colgamos. Actuemos de acuerdo con nuestras costumbres nacionales”. Muchos críticos del colonialismo se quejan de
los abusos que los británicos cometieron en la India, pero al menos se reconoce como aceptable la prohibición del sati.
No obstante, insólitamente, no faltan postmodernistas que consideren que los británicos hicieron un gran daño al prohibir el sati.
La postmodernista Gayatri Chakravorty Spivak (traductora y seguidora de Derrida y Foucault) es la más emblemática. A juicio se Spivak,
los británicos cometieron un brutal acto de ‘violencia epistémica’ en contra de la población nativa de la India. Los británicos no
comprendieron que, en el sistema cultural hindú, el sati es una práctica que concede un gran estatuto heroico a las mujeres inmoladas.
Se trata de un acto de martirio que propicia un sentido de trascendencia religiosa. Al categorizar al sati como un simple homicidio, los
británicos irrumpían violentamente sobre el ordenamiento cultural de los indios. Los británicos violentaron las tradiciones ancestrales,
pues clasificaron como ‘crimen’ aquello que en realidad era un ‘rito’.
Vuelve acá el abuso postmodernista del lenguaje. Cuando hablamos de ‘violencia’, el común de los seres humanos pensamos
en sangre, violaciones, asesinatos, guerras, genocidios, robos, etc. Pero, una postmodernista como Spivak quiere emplear la palabra
‘violencia’ para describir la manera en que un grupo cultural le hace ver a otro grupo cultural que sencillamente está equivocado. ¿Es eso
realmente violento? Al emplear el término ‘violencia epistémica’, Spivak pretende que, cuando un científico le explica a un brujo que el
invocar hechizos no cura el cáncer, en realidad le hace un terrible daño al atentar contra su antiguo sistema de creencias, y el científico
termina por ser violento. De hecho, cada vez que un profesor corrige a un estudiante, arremete brutalmente en su contra.
Para Spivak, quien arroja al fuego a las jóvenes viudas sin tener contemplación por su voluntad, no es violento. Por otra parte,
quien socorre a las víctimas de esta práctica, es un monstruo violento. El postmodernismo quiere llamar ‘vino’ al pan, y ‘pan’ al vino. De
nuevo, es fácil extender todo esto al nazismo. El genocida fue Churchill y Hitler fue la víctima, pues con su concepto foráneo de libertad,
Churchill quiso categorizar como un ‘crimen’ el Holocausto, cuando en realidad, bajo el entendimiento nazi, aquello era un noble esfuerzo
por hacer más bello el mundo.
Al final, en la medida en que llama ‘violentos’ a quienes buscan erradicar la violencia, y ‘víctimas’ a quienes la promueven, el
postmodernismo termina por ser una postura harto absurda y peligrosa. Es de suponer que Spivak, y todos los postmodernistas críticos
de la racionalidad occidental, han terminado por rechazar a los derechos humanos. Probablemente sin darse cuenta de ello, cada vez que

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estos postmodernistas encabezan una marcha en contra del sistema en algún país occidental, abren el camino para que se sigan
violando los derechos humanos en países del llamado ‘Tercer Mundo’ en los que, irónicamente, muy pocos postmodernistas viven.
Para leer más…
HARRIS, Sam. The Moral Landscape. New York: Free Press. 2010. Una obra controvertida y hoy considerada heterodoxa, pero
sumamente interesante. En ella, se critica ferozmente el relativismo moral, y se defiende la postura según la cual, la ciencia sí puede
ilustrarnos respecto a qué es lo bueno.
SAVATER, Fernando. Ética y ciudadanía. Montesinos. 2002. Savater, quien se caracteriza por un estilo sumamente claro y
sencillo, ataca al relativismo moral en esta obra.
Capítulo 7
La occidentofobia
Cuenta Diego de Landa, obispo de Yucatán y cronista de la conquista española de México en el siglo XVI, que los
conquistadores lanzaron a los perros a una mujer maya que había jurado a su esposo tener relaciones sexuales sólo con él, y ésta fue
devorada. Espectáculos como éste fueron muy comunes en la conquista española de América. Fray Bartolomé de las Casas, quizás con
alguna exageración, narra todo tipo de atrocidades cometidas en contra de los indígenas. Probablemente las más espeluznantes son las
historias en las que los soldados españoles asesinaban a niños indígenas, arrojándolos contra las rocas.
Se calcula que en la conquista de América hubo alrededor de cincuenta millones de muertos. Por supuesto, sólo una fracción de
esa cifra murió a causa de la espada (la mayoría murió por enfermedades), pero con todo, la violencia fue brutal. Y, el régimen que
impusieron los españoles fue atrozmente opresivo. No sólo esclavizaron a los indígenas, también importaron a esclavos africanos, y se
estableció un rígido sistema de castas que perduró a lo largo de la colonia.
Además, la corona española depredaba las riquezas de las colonias, al punto de establecer un sistema en el que las materias
primas de la América española eran sistemáticamente extraídas y enviadas a España para financiar sus guerras; con esto, se dejaba con
muy pocas oportunidades para que los territorios coloniales pudieran alcanzar algún desarrollo económico. Hoy, Hispanoamérica aún
sufre las secuelas de este sistema de colonización: se trata de una región de altísimos contrates, en la cual las posiciones privilegiadas
son ocupadas mayoritariamente por los descendientes de los colonos españoles, y los descendientes de indígenas y esclavos africanos
viven mayoritariamente en condiciones deplorables. Muy similar fue también la colonización portuguesa de Brasil.
España y Portugal fueron las potencias coloniales en el siglo XVI y XVII. En el siglo XVIII, entraron en decadencia y abrieron paso al
auge de Francia, Inglaterra, y en menor medida, Holanda, Bélgica, Rusia, Italia y Alemania, como nuevas potencias coloniales, para una
segunda fase de la colonización; esta vez dirigida a ocupar Asia y África.
En la segunda ola de colonización no se cometieron tantas atrocidades como en la primera, pero hubo muchos episodios
lamentables. Quizás el más triste de todos fue el reparto de África entre las potencias europeas en la Conferencia de Berlín de 1885. En
esta conferencia, se concedió al rey Leopoldo II de Bélgica el dominio del Congo, y a partir de entonces, los belgas impusieron uno de los
sistemas coloniales más brutales de la época moderna.
La población local vivía en condiciones sumamente lamentables, y fue víctima de toda suerte de maltratos a expensas de los
colonos europeos. A diferencia de Hispanoamérica, en las colonias africanas y asiáticas casi no quedan descendientes de los colonos,
pero la mayoría de los países africanos y asiáticos sufrieron la depredación colonial que en parte explica su pobreza actual, y en aquellos
países donde sí quedan algunos descendientes de colonos, éstos suelen ocupar las posiciones acomodadas (por ejemplo, en Sudáfrica y
Zimbabue).
Lenin trataba de explicar que el imperialismo surgió como un mecanismo ideado por los capitalistas para no tener que explotar
tanto a las clases trabajadoras domésticas. Bajo el entendimiento de Lenin, las metrópolis depredan a las colonias, y eso explica, grosso
modo, por qué unos países son ricos y otros son pobres. Los países pobres producen la riqueza, y los países ricos son una suerte de
parásitos que disfrutan la riqueza que sus súbditos han producido.
Quizás haya algo de verdad en esta explicación. Sería insensato negar el daño que el imperialismo ha generado en países como
Congo, Sudáfrica o Bolivia. Pero, también debe apreciarse que la situación no es tan sencilla: no necesariamente, la riqueza de un país
es consecuencia de la pobreza de otro. Algunos países que fueron colonias (Singapur, Australia, Chile, entre otros) van camino a un
dramático incremento en su nivel de vida, al punto de que posiblemente puedan superar a sus antiguas metrópolis. Otros países que
nunca fueron colonia, como Etiopía, siguen inmersos en la miseria. Los países escandinavos tienen los mayores índices de bienestar en
el mundo, y con todo, nunca fueron poderes coloniales. Quizás los países ricos han alcanzado su prosperidad, no propiamente debido a
la depredación de los países pobres, sino a alguna mentalidad colectiva que valora el trabajo, la planificación, el ahorro, etc.
Podemos someter a discusión si el imperialismo es el causante de todos los males del llamado ‘Tercer Mundo’, pero al menos
podemos reconocer que tuvo muchas consecuencias negativas para las poblaciones colonizadas. Y, en función de ello, los
postmodernistas, en su noble empeño de querer reivindicar a los oprimidos (aunque, como hemos visto, muchas veces terminan por
reivindicar a los opresores), han hecho del colonialismo uno de sus principales blancos de ataque. De hecho, gracias a la influencia
postmodernista, en muchas universidades de países occidentales han surgido departamentos y facultades de ‘estudios postcoloniales’, en
los cuales se fomenta la crítica severa al imperialismo.
Antes del auge del postmodernismo, los críticos del imperialismo exponían razones fundamentalmente económicas y políticas. Se
criticaba la violencia que empleaban las potencias para imponer su dominio, el monopolio de los mercados, la depredación de las

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riquezas, la discriminación a las poblaciones locales en sus derechos civiles, el racismo, etc. Pero, para los postmodernistas, esto no es
suficiente. Los postmodernistas dedican poca atención a los efectos económicos o políticos del imperialismo, y prefieren dirigir más su
atención a los efectos culturales. Para ellos, la gran tragedia del imperialismo no fue la pobreza y la injusticia a la que fueron sometidas
las poblaciones colonizadas; antes bien, la gran tragedia consiste en la expansión de la cultura occidental y la pérdida de las
manifestaciones culturales locales. Occidente asesinó a las culturas que encontró a su paso, sin necesidad de cometer genocidios. Al
pretender que los nativos asumieran las costumbres occidentales, estiman los postmodernistas, se perpetraba el mayor de los crímenes.
A juicio de los postmodernistas, el gran crimen de los británicos en la India no fue el haber acaparado el monopolio de las rutas
comerciales o el de haber reprimido brutalmente a los independentistas, sino el haber erradicado el sistema de castas o la práctica de
sati. El imperialismo no es tan culpable de haber sembrado miseria económica en el mundo, como de haber pretendido expandir
universalmente los valores de la civilización occidental. En su rechazo a las pretensiones universalistas de la Ilustración, los
postmodernistas atacan constantemente al colonialismo europeo que pretendió extender al planeta entero sus modos de vida. Así, la
principal preocupación de los postmodernistas es el imperialismo cultural, muy por encima de las demás dimensiones del imperialismo.
Y, así, en opinión de los postmodernistas, el camino a la liberación en las antiguas colonias debe empezar por la liberación del
imperialismo cultural. Esto se manifiesta en el rechazo a las imposiciones culturales occidentales. En otras palabras, para liberarse
completamente del imperialismo occidental, es necesario rechazar por completo su influencia cultural. Los estudiantes guatemaltecos y
mexicanos no deben leer a Shakespeare o a Platón, sino al Popol Vuh. Los médicos africanos no deben dejarse guiar por el método
científico occidental, deben más bien adoptar los métodos de curandería de sus ancestros. Los nativos australianos deben resistir las
tecnologías occidentales. Los países islámicos deben rechazar las leyes occidentales, y deben asumir la ley islámica. Y, así
sucesivamente. En otras palabras, los pueblos colonizados deben rechazar la modernidad, pues la modernidad es el principal instrumento
de dominio imperial.
En opinión de los postmodernistas, la dominación cultural es la peor forma de dominio. Es mucho peor que un imperio imponga
sobre sus colonizados sus propias instituciones, que un imperio deprede las riquezas de sus colonias. Pero, en todo caso, los
postmodernistas sugieren que el dominio cultural es precisamente el aliado del dominio político y económico. En la medida en que un
imperio impone su propia cultura sobre los colonizados, asegura su control, y eso permite explotarlos. Por ende, para acabar con la
explotación, debe rechazarse la cultura del poder dominante.
Así pues, el postmodernismo ha terminado por ser occidentofóbico. Después de todo, Occidente es la cuna de todo aquello a lo
cual se opone el postmodernismo: razón, técnica, ciencia, progreso. Por encima de todo, el universalismo de la Ilustración es la gran
némesis del postcolonialismo de inspiración postmodernista. Y, en ese sentido, el postmodernismo alienta cualquier resistencia a las
pretensiones de expandir universalmente los valores de la Ilustración. Más aún, los postmodernistas señalan continuamente que el deseo
arrogante de querer expandir por el mundo entero los valores propios de Occidente ha sido precisamente la plataforma de excusa para
cometer los actos más atroces del imperialismo.
Por ello, a juicio de los postmodernistas, en todos los niveles, debe montarse un ataque en contra de la civilización occidental,
¡incluso en los mismos países occidentales! Puesto que estos países ahora cuentan con un amplio sector de inmigrantes procedentes de
antiguos países colonizados, es necesario asistir a su liberación, y de nuevo, esto consiste en rechazar los valores culturales de
Occidente. No en vano, en las dos últimas décadas del siglo XX, varios académicos norteamericanos notablemente influidos por el
postmodernismo organizaron manifestaciones estudiantiles de protesta en las mismas universidades norteamericanas. Su consigna no
era “¡abajo el capitalismo!”, “¡igualdad para los géneros!” o “¡no a la guerra!”, sino la frase en rima en inglés: “hey hey, ho ho, Western
Culture’s got to go” (“¡Oh, oh! ¡La civilización occidental tiene que marcharse!). Con esto, pretendían que en los planes de enseñanza, se
excluyera la lectura de las grandes obras de la literatura occidental. Evaluemos si es razonable la occidentofobia postmodernista.
***
Las potencias occidentales modernas no inauguraron el imperialismo. Desde que la humanidad surgió en África hace unos doscientos mil
años, han surgido grupos humanos que han pretendido apoderarse de las riquezas de otros grupos humanos. ¿Cuán grande debe ser un
grupo humano para ser considerado un ‘imperio’? Esto es una dificultad semántica que, en aras a la brevedad, no puedo discutir. Por
ahora, basta señalar que ha habido muchos imperios en la historia: yung, asirio, babilónico, islámico, bizantino, otomano, persa, azteca,
soviético; la lista se prolonga mucho más.
Por regla general, los imperios han impuesto su dominio sobre los territorios ocupados con el mero fin de depredar recursos y
recaudar tributos. A los romanos, por ejemplo, les interesaba poco que sus súbditos adoptasen las costumbres romanas, y mucho menos
su religión: en eso, eran bastante tolerantes. Su interés era que se pagase tributo al César. En este sentido, tradicionalmente a los
imperios no les interesaba universalizar sus costumbres e imponerlas sobre sus súbditos, sencillamente les interesaba depredar.
Practicaban, por así decirlo, un imperialismo político y económico, pero no un imperialismo cultural.
Pero, los imperios de Occidente fueron distintos. Los romanos no tuvieron mucho interés en que sus súbditos adoptaran sus
costumbres, pero fueron uno de los primeros imperios que procuró sembrar sus instituciones en sus territorios conquistados.
Construyeron acueductos, divulgaron las artes y la filosofía greco-latina, establecieron circos, impusieron la jurisprudencia romana, e
incluso, ofrecieron oportunidad para que algunos de sus súbditos se convirtieran en ciudadanos romanos y asumiesen sus costumbres.

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Los romanos estaban aún muy lejos del ideal universalista de la Ilustración, pero sí asumieron que tenían el deber de extender la
civilización a aquellos que ellos consideraban bárbaros. Y, en este sentido, su motivo ya no era exclusivamente militar y depredador;
también empezó a prosperar una ideología de deber civilizador.
En el siglo XVI, los españoles y portugueses asumieron una ideología similar, pero cargada con fuertes tintes religiosos. Sentían
que la providencia les había encomendado la misión evangelizadora. Los hombres del Nuevo Mundo eran paganos, y los españoles y
portugueses asumían que tenían la obligación de predicarles el evangelio para invitarlos a la salvación de su alma. Así, más con la
espada que con la palabra persuasiva, asumieron el deber de extender el cristianismo al mundo entero.
Los postmodernistas ven en esto una actitud de arrogancia deplorable. No les falta razón. Los misioneros españoles se burlaban
de las creencias de los indígenas, sin caer en cuenta de que muchas de sus propias creencias cristianas eran tan o quizás más
irracionales que las de los indígenas. La obsesión de los españoles con el infierno de la ultratumba los condujo a hacer vivir a los
indígenas un infierno muy terrenal.
Pero, los postmodernistas no alcanzan a apreciar que, detrás de todo ese ropaje de creencias irracionales, en la evangelización
de América hay un aspecto muy loable. Los evangelizadores apreciaban que los indígenas eran seres humanos capaces de asimilar el
cristianismo (de lo contrario, no hubiesen perdido su tiempo intentando convertirlos), y que por ende, compartían una misma naturaleza
humana. En otras palabras, los evangelizadores en cierto sentido anticiparon el universalismo de la Ilustración (en buena medida porque
el cristianismo, a pesar de sus creencias irracionales, tiene la virtud de ser una religión universalista).
En un célebre debate frente a Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas argumentaba que los indígenas sí tienen alma y son
seres humanos, y por ende, debe intentarse convertirlos al cristianismo. Pocos imperios se han preocupado por considerar la humanidad
de sus súbditos; los imperios occidentales fueron los primeros en hacerlo. Como los romanos, los españoles asumieron que tenían la
obligación de universalizar sus costumbres y creencias, precisamente a partir de la premisa que afirma la unidad de la especie humana.
En la llamada ‘segunda fase’ del imperialismo, esta vez comandado por Francia e Inglaterra, y dirigido a los territorios de África y
Asia, se adoptó una ideología similar. En un inicio, Francia e Inglaterra asumieron que tenían el deber de evangelizar a los nativos. Pero,
en comparación con España y Portugal, Francia e Inglaterra eran países mucho más secularizados, y este imperialismo de motivación
religiosa no tuvo mucho arraigo.
Con todo, el imperialismo inglés y francés asumió con más ímpetu el ideal universalista. Pues, a diferencia de la conquista y
colonización de América, el imperialismo inglés y francés era heredero del universalismo de la Ilustración. En especial, los franceses
asimilaron la idea de que los ideales de la Revolución Francesa eran aplicables a todos los seres humanos, y Francia tenía la obligación
de extenderlos a aquellas regiones del planeta donde aún no habían llegado. Fue éste uno de los motivos de las guerras revolucionarias y
napoleónicas.
Surgió así una ideología imperialista laica. Allí donde los españoles pretendían extender el evangelio a los paganos de América,
los franceses pretendían llevar los principios de la Ilustración a las regiones bárbaras de la humanidad que aún vivían en condiciones
similares a las de la Europa del Ancién regime.
Esta ideología francesa vino a conocerse como la ‘mission civilizatrice’, la misión civilizadora. En palabras de Jules Ferry, uno de los
máximos representantes de la misión civilizadora en el siglo XIX, los franceses se sentían una “raza superior”. Pero, mucho más que
aplastar a las “razas inferiores”, los franceses sentían la obligación de socorrer y sacar de la ignorancia, la barbarie y la superstición a
esas ‘razas’, a fin de equipararlas en progreso con la civilización occidental.
Los británicos desarrollaron una ideología similar. El gran poeta Rudiyard Kipling hizo emblemática esta actitud en su concepto de ‘white
man’s burden’, la carga del hombre blanco. Según esta ideología, los hombres blancos tenían la carga de “llenar la boca que sufre de
hambre” en los pueblos bárbaros: en otras palabras, socorrer a los otros pueblos y sacarlos del atraso.
El mismo Marx participó de esta ideología. Desde Londres, escribió varios artículos en los cuales avalaba la presencia británica
en la India, precisamente porque con eso, se lograban erradicar las estructuras tribales tradicionales, y se abría la senda del progreso.
Por supuesto, Marx consideraba que el capitalismo era un sistema opresivo, y reprochaba a los británicos el depredar a los trabajadores
locales, pero por otra parte aplaudía el hecho de que, con su presencia colonial, los británicos habían llevado la modernidad a pueblos
con culturas tribales.
Una vez más, esto debería ser clara advertencia de que el ser izquierdista no implica ser postmodernista. De hecho, antes del
auge del postmodernismo, la izquierda socialista también participó de una ideología muy afín a la misión civilizadora. Desde mediados del
siglo XX, la U.R.S.S. y Cuba, con el respaldo de muchos intelectuales occidentales, promovieron la ‘exportación de la revolución’, y con
eso, sembraron guerrillas en América Latina, África y Asia. Con esto, sentían la obligación de extender universalmente los principios del
socialismo a las regiones del mundo que aún no conocían el socialismo. De la misma forma en que los imperialistas franceses e ingleses
lo hacían, estos exportadores de la revolución pretendían que se asumiera universalmente sus ideales.
De nuevo, en la actitud inglesa y francesa se manifiesta el universalismo de la Ilustración. Los franceses promovieron la
asimilación de sus colonizados, al menos en principio. La mayoría de los imperios de la historia han depredado a las poblaciones
colonizadas, y han impuesto severos regímenes de desigualdad, negando la posibilidad de que los colonizados asuman la cultura
dominante. Pero, los franceses buscaron occidentalizar a sus colonias mediante intensos esfuerzos educativos: los súbditos coloniales
ahora aprendían lengua, literatura, artes y filosofía de Francia. Y, más importante aún, se esperaba que los habitantes de territorios
colonizados fueran ciudadanos franceses de pleno derecho, en igualdad de condiciones frente a los inmigrantes procedentes de Europa.

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Es cierto que Jules Ferry y los demás ideólogos de la misión civilizadora empleaban los términos ‘razas superiores’ y ‘razas inferiores’.
Pero, un análisis de esta cuestión revela que la misión civilizadora está profundamente opuesta al racismo. Se inspira más bien en el
igualitarismo ilustrado que estima que todos los seres humanos son capaces de adquirir los valores universales de la Ilustración; en otras
palabras, no hay impedimento biológico para que un senegalés o un argelino comprenda la filosofía de Voltaire, pinte un cuadro en el
estilo de David, o aprecie una ópera de Bizet.
Además, en la medida en que la misión civilizadora y la asimilación ofrecía oportunidad para que los súbditos africanos fueran
ciudadanos de pleno derecho, en igualdad frente a los descendientes de los colonos, se proveía un poderoso antídoto frente al racismo,
pues de nuevo, se proclamaba una base de igualdad entre los seres humanos.
Las aspiraciones de la misión civilizadora no se cumplieron totalmente a lo esperado (en algunos territorios no se concedió
ciudadanía), pero en varias regiones, especialmente Argelia, muchos súbditos coloniales se convirtieron en ciudadanos franceses e,
incluso después de la independencia, emigraron a Francia y tuvieron facilidad para ajustarse a la vida francesa. Por supuesto, el racismo
ha persistido y muchos franceses de piel oscura sufren discriminación. Pero, debe apreciarse que esto no es consecuencia de la misión
civilizadora; antes bien, la misión civilizadora se propuso eliminar el racismo, al postular que no existe un impedimento biológico para
asumir la cultura francesa.
Los postmodernistas sienten una gran repulsión por la misión civilizadora. Suelen ver en ella una ingenua ideología que,
impregnada de buenas intenciones, torpemente desemboca en una monstruosidad moral. La crítica más frecuente consiste en señalar
que la actitud paternalista de querer ofrecer a los demás los supuestos avances propios sirvió de excusa para cometer todo tipo de
abusos. La misión civilizadora fue, según los postmodernistas, la ingenua racionalización de la devastación del llamado ‘Tercer Mundo’.
Hay algo de verdad en esto. Los franceses aprovecharon coyunturas y excusas superficiales para lanzar guerras de conquista
en nombre de la misión civilizadora. Por ejemplo, a partir de una minúscula ofensa que recibió el cónsul francés en Argelia, se organizó
una masiva invasión en 1830, la cual resultó bastante sangrienta, dada la resistencia argelina al invasor.
Pero, no por ello la misión civilizadora es enteramente reprochable. El hecho de que una ideología se emplee como pretexto
para hacer daño no implica que la ideología sea en sí misma objetable. A lo sumo, la misión civilizadora fue abusada por gente que, en
realidad, no le dio estricto cumplimiento.
Al contrario, la misión civilizadora es sumamente estimable, pues recapitula el ideal universalista de la Ilustración. La misión
civilizadora nos recuerda que la ciencia, la técnica, la racionalidad, la igualdad entre los hombres, las libertades políticas, la democracia,
los derechos humanos, la educación laica, etc., no deben estar confinadas a las regiones en las cuales surgieron estas instituciones.
Antes bien, deben tener aplicabilidad universal. Podemos conceder que los métodos empleados para adelantar la misión civilizadora no
fueron los más adecuados. Quizás debió haberse empleado más diplomacia y persuasión, y menos coacción militar. Pero, el querer
extender a un brahman hindú la filosofía materialista de Diderot, o a un tiránico jeque marroquí los principios democráticos de
Montesquieu, no es nada objetable.
Los postmodernistas se quejan de que la misión civilizadora fue la máxima representación del imperialismo cultural: pretendió
imponer a los demás pueblos la propia cultura europea, y con ello, barrió las costumbres locales. Pero, es hora de asumir que, si bien es
muy objetable el imperialismo económico que depreda las riquezas de las colonias, o el imperialismo político que oprime a la población
local, sí es muy defendible el imperialismo cultural. La Ilustración debe universalizarse, al punto de conformar un gran imperio cultural que
incorpore los valores ilustrados a escala global.
Fernando Savater advierte que él está a favor de un imperialismo ético: desde los Andes hasta los Pirineos, desde el Fuji al
Kilimanyaro, deben prevalecer los mismos valores éticos que garantizan la felicidad humana. Pues bien, este imperialismo ético es una
suerte de imperialismo cultural. Y, así como Savater propone conformar un imperio del bien, también podemos proponer conformar un
imperio de los valores ilustrados.
Como bien señalan los postmodernistas, este imperialismo barre a las costumbres locales. Pero, ¿es eso objetable? El
imperialismo ético debe erradicar todas aquellas costumbres que van en detrimento de lo bueno, de la misma manera en que el ‘imperio
de la ley’ debe erradicar las costumbres criminales. Y, en este sentido, es perfectamente admisible que el imperialismo cultural de la
Ilustración barra con las costumbres locales que obstaculizan a la democracia, la ciencia, la libertad, el igualitarismo, etc.
Hay razones de sobra para oponerse al imperialismo depredador de recursos y opresor de las colonias. Es prudente denunciar a
viva voz los abusos cometidos por los belgas en el Congo, por los conquistadores españoles en Sudamérica, por los italianos en Etiopía,
y tantos otros crímenes acaecidos durante la era del colonialismo. Pero, así como hay razones de sobra para oponerse a ese
imperialismo, también hay razones de sobre para darle la bienvenida al imperialismo cultural de procedencia occidental.
Varios (pero, lamentablemente no todos) de los líderes que lucharon en contra del imperialismo económico y político
defendieron, al menos tácitamente, el imperialismo cultural. Simón Bolívar, por ejemplo, jamás se lamentó de haber recibido la influencia
cultural europea; de hecho, buena parte de su programa político consistió explícitamente en extender las ideas de Rousseau y
Montesquieu a las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Bolívar nunca apeló a las instituciones culturales de los indígenas o los
africanos, en buena medida porque sabía que éstas no conducirían a la modernidad. Su proyecto era fundamentalmente independizar a
Hispanoamérica de España, pero manteniendo la influencia cultural europea y haciendo de Hispanoamérica un región inscrita en
Occidente.

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Algunos líderes nacionalistas africanos opuestos al colonialismo, también dieron la bienvenida a la influencia cultural europea.
Patricio Lumumba, mártir de la independencia congoleña, se enorgullecía de que sus maestros occidentales lo introdujeron a las ideas
igualitaristas. El intelectual panafricano C.L.R. James también reconocía y celebraba su inmensa deuda intelectual con la Ilustración; en
sus propias palabras: “denuncio el colonialismo europeo, pero respeto el aprendizaje y los profundos descubrimientos de la civilización
occidental”.
La gran ironía del colonialismo europeo fue que el mismo contenido de las ideas ilustradas procedentes de Europa sentó las
bases para el auge de los movimientos independentistas. Y, en este sentido, muchos líderes independentistas sensatos comprendían que
los europeos hicieron un gran daño llevándose las riquezas y explotando a la población, pero hicieron una labor estimable sembrando
ideas de libertad e igualitarismo. Al final, resulta poco relevante el hecho de que los mismos europeos no llevaron a la práctica esas ideas
en su administración colonial.
Lamentablemente, no todos los intelectuales del llamado ‘Tercer Mundo’ supieron apreciar esto. Una de las emblemáticas figuras
del postcolonialismo, el martiniqués Frantz Fanon, no supo distinguir entre el imperialismo político-económico, y el imperialismo cultural.
Y, erróneamente creyó que la mejor manera de liberarse del yugo opresor es rechazando todos los valores culturales que los poderes
coloniales difundieron (irónicamente, el mismo Fanon participó de la psiquiatría, una disciplina con orígenes europeos). Adem ás de
promover la violencia desenfrenada en contra de los antiguos colonizadores en virtud de su mero color de piel, Fanon terminó por
rechazar absolutamente toda institución cultural que procediese de Occidente: “no rindamos, pues, compañeros, un tributo a Europa
creando Estados, instituciones y sociedades inspiradas en ella”. Desafortunadamente, Fanon ha ejercido una considerable influencia
occidentofóbica sobre los postmodernistas.
A los postmodernistas les molesta que, durante la época en que se promovió la misión civilizadora, las potencias europeas se
consideraran ‘superiores’. Parece que los postmodernistas prefieren partir de la premisa según la cual todas las culturas tienen el mismo
valor. Pero, como hemos visto en el capítulo anterior, para evadir el relativismo moral es necesario aceptar que hay culturas mejores y
superiores que otras, y para afirmar la igualdad de los hombres, es necesario afirmar la desigualdad de las culturas.
Los postmodernistas aprecian como un acto de arrogancia el creerse superior. Quizás lo sea. Pero, eso no implica que no haya
culturas superiores e inferiores. Y, si efectivamente hay culturas superiores a otras, ¿qué de malo tiene el ser arrogante? Diego Armando
Maradona podrá ser un personaje sumamente desagradable debido a su arrogancia; pero no nos engañemos: ha sido el mejor jugador de
fútbol de la historia. Su arrogancia es irrelevante respecto a su superioridad deportiva. Y, así, quizás las potencias occidentales eran
arrogantes al considerarse superiores, pero no por ello estaban equivocadas.
Y, precisamente debido a su superioridad, las potencias europeas sí lograron parte del acometido que consistió en extender a
los otros pueblos los avances de la civilización occidental. Sin querer disminuir sus crímenes, perfectamente podemos admitir que el
imperialismo europeo aportó mejoras significativas a los colonizados y hay espacio para argumentar que, en balance, el imperialismo
resultó más beneficioso que perjudicial.
Los aportes de la misión civilizadora fueron tanto materiales como intelectuales. Ni América ni África conocían la rueda. Apenas
habían logrado domesticar algunas especies de plantas y animales antes de la llegada de los colonos europeos. Con ello, se introdujeron
técnicas mucho más eficaces de arado, y se permitió enriquecer la ingesta de proteínas que, hasta ese momento, era sumamente
precaria, al punto de que en algunas tribus motivaba el canibalismo.
La introducción de la tecnología europea en África, Asia y América fue el impulso que empezó a sacar a sus habitantes de
economías de subsistencia. Gracias a los aportes materiales de los colonizadores, se adquirió la posibilidad real de producir excedentes.
La aspiración marxista siempre ha sido generar plusvalía, pero a diferencia del sistema capitalista, repartirla equitativamente. Pues bien,
si no fuera por el colonialismo, ni siquiera habría sido posible generar plusvalía en África, América y Asia. Los postmodernistas que se
declaran simpatizantes del marxismo deberían apreciar esto.
Los aportes intelectuales no fueron menos significativos. El colonialismo europeo introdujo la escritura en América y muchas
regiones de África. Las potencias europeas también divulgaron el método científico, lo cual condujo a una dramática mejora en las
condiciones sanitarias que, en promedio, ha aumentado significativamente la esperanza de vida de los americanos, africanos y asiáticos.
El colonialismo también permitió mayor unidad lingüística entre pueblos que, antes de la llegada de los europeos, estaban
sumamente fragmentados debido a las limitantes lingüísticas y los odios tribales, y no podían establecer vínculos entre sí. Y, si bien los
colonialistas europeos impusieron regímenes opresivos, la mayoría de las veces sustituyeron a imperios y regímenes de jefes locales que
eran aún más opresivos. La encomienda en México era un sistema deplorable, pero con todo significó una mejora respecto a las brutales
condiciones de dominio que habían impuesto los aztecas sobre sus súbditos.
Se ha reprochado mucho al colonialismo europeo de ser el gran responsable del tráfico de esclavos en la edad moderna. A esto,
debe responderse que, hasta el siglo XIX, casi todas las sociedades habían sido esclavistas, pero que sólo en Occidente surgió el germen
de las ideas abolicionistas. Es cierto que los negreros portugueses e ingleses trasladaron masivamente a esclavos desde África hasta
América. Pero, mucho de esto se hacía en colaboración con los mismos reyes y jefes tribales africanos que vendían esclavos.
Probablemente vendrá a la mente la imagen de Raíces, de Alex Haley, en la cual se narra cómo los negreros ingleses capturaron a Kunta
Kinte para esclavizarlo. Ciertamente hubo escenas como ésa, pero no era lo habitual. Los negreros consideraban muy peligroso el
adentrarse en el continente para capturar esclavos. Preferían comprarlos a los jefes locales. Muchos de estos esclavos eran prisioneros

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de guerra que, en los conflictos tribales (los cuales abundaban en África), eran capturados y vendidos a los negreros. Muchos reinos
africanos prosperaron con este negocio.
Los europeos apenas fueron uno entre los muchos partícipes de este cruel negocio. Los árabes participaron tanto o más del
tráfico de esclavos africanos, al punto de que algunos países árabes fueron los últimos en suprimir legalmente la esclavitud, ya bastante
entrado el siglo XX. El abolicionismo fue un movimiento originario fundamentalmente de Inglaterra y Francia, las dos potencias de la
segunda fase del colonialismo. Como cabría suponer, el abolicionismo tuvo un fuerte influjo de las ideas igualitaristas de la Ilustración. Y,
precisamente el colonialismo fue el encargado de suprimir la esclavitud en buena parte del llamado ‘Tercer Mundo’. La esclavitud ya
existía con mucho arraigo antes del colonialismo europeo, pero dejó de existir durante la era del colonialismo europeo, salvo en algunas
regiones del mundo árabe en las cuales, precisamente, los poderes coloniales europeos no tuvieron una presencia muy fuerte.
No deja de ser cierto que muchas veces se usó a la lucha en contra de la esclavitud como pretexto barato para cometer terribles
abusos. En particular, la colonización belga del Congo se ufanaba de combatir la esclavitud, pero al mismo tiempo, Leopoldo II imponía
un terrible sistema de dominio privado sobre un vasto territorio, el cual irónicamente incluía a la misma esclavitud. Pero, de nuevo, el
hecho de que la lucha en contra de la esclavitud se usase como pretexto para cometer abusos no implica que la esclavitud no existía en
esos territorios antes de la llegada de los europeos. Y, si bien Leopoldo II era un monstruoso hipócrita al ser él mismo un esclavista,
podemos afirmar que, en líneas generales, el colonialismo europeo sí puso fin a la esclavitud en África y Asia.
Los postmodernistas frecuentemente reprochan de ‘eurocentristas’ a los historiadores que señalan los aportes positivos de la
expansión colonial europea. El ‘eurocentrismo’ sería una variante del ‘etnocentrismo’. Pero, como tantos conceptos empleados por los
postmodernistas, ‘eurocentrismo’ y ‘etnocentrismo’ no tienen una definición muy clara. Por lo general, los postmodernistas entienden
‘etnocentrismo’ como la tendencia a creer erróneamente que los patrones propios de una civilización son aplicables al resto de la
humanidad. Así, el eurocentrismo sería la creencia de que los valores europeos pueden ser empleados para evaluar a otras sociedades.
Hemos visto que algunos valores son sencillamente universales, y que para evadir el relativismo moral, debemos asumir que valores
nacidos en Europa, como la democracia o el igualitarismo, deben ser aplicados universalmente. Si los postmodernistas quieren llamar
‘eurocentrismo’ a esa pretensión, pues entonces tendremos que darle la bienvenida al eurocentrismo. Por supuesto, tal como hemos visto
en el capítulo anterior, podemos admitir un relativismo moral descriptivo, y en este sentido, debemos rechazar el eurocentrismo, si esto lo
entendemos como la tendencia a creer que las demás civilizaciones tienen nuestros mismos valores e instituciones. Sería un torpe
eurocentrismo el creer que, puesto que en Europa no está permitida la poligamia, la poligamia está universalmente prohibida. Pero,
insisto, el eurocentrismo es rechazable sólo a nivel descriptivo, no a nivel prescriptivo. Si bien la poligamia está permitida en los países
musulmanes, no por ello podemos argumentar que la poligamia debe estar permitida en esos países.
Los postmodernistas también suelen entender ‘etnocentrismo’ como la tendencia a creer que la cultura propia es preferible a las
demás, o atribuirse singularidades que, en realidad, muchos otros pueblos también comparten. Por consiguiente, el ‘eurocentrismo’ sería
la tendencia a creer que la civilización oriunda de Europa ha sido mejor que las demás, y la tendencia a creer que los europeos son
singulares en costumbres y creencias que, en realidad, están presentes en otros pueblos.
La misión civilizadora ha sido frecuentemente atacada por los postmodernistas como un monstruoso mito eurocentrista, en la
medida en que postula que los europeos eran los depositarios de la civilización, y el resto de la humanidad vivía en barbarie. Ciertamente
muchas veces la misión civilizadora se volvió una caricatura, pero ha de insistirse en que es viable argumentar que Occidente sí ha sido
mejor que otras civilizaciones, y que cuenta con una serie de singularidades que la distinguen del resto de los pueblos del mundo.
A partir de eso, los historiadores que hacen un retrato medianamente favorable (o, en todo caso, que reconocen que hubo
aspectos positivos) del colonialismo europeo no deberían temer ser llamados ‘eurocentristas’ por los postmodernistas. Ser ‘eurocentrista’
no debería ser motivo de vergüenza. Por supuesto, allí donde los postmodernistas consideran que el eurocentrismo es una postura
errada, los historiadores deberían argumentar que, al contrario, el eurocentrismo es una postura con una fuerte correspondencia con la
realidad, pues en efecto, Europa ha sido singular en muchos aspectos, y sus instituciones son más convenientes y estimables que las de
otros pueblos.
Dinesh D’Souza, por ejemplo, es un autor indio que entusiastamente defiende la singularidad y superioridad de Occidente.
D’Souza estima que Occidente es singular, pues de esta civilización son originarias tres grandes instituciones que han marcado la pauta
de la modernidad, y han contribuido a un mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad. Y, de nuevo, si bien el colonialismo
incurrió en abusos, ha servido para extender estas instituciones por el mundo entero. Esas tres instituciones son la ciencia, la democracia
y el capitalismo.
Si bien algunas civilizaciones antiguas pudieron desarrollar algunos conocimientos protocientíficos, la ciencia moderna (con un
método bien delineado, un desencantamiento del mundo, y un aparato político que apoyara las investigaciones) sólo surgió en Europa a
partir del siglo XVII. Contrario a lo que los postmodernistas creen, la ciencia inequívocamente ha sido un inmenso beneficio a la
humanidad. Debemos agradecer a Occidente el origen de esta institución, y al colonialismo su expansión por territorios más allá de
Europa.
La democracia también es originaria de Europa. Si bien hubo una antigua democracia en Atenas, la concepción moderna de la
democracia como un sistema de gobierno del pueblo que garantice el balance de poderes, libertades mínimas, y una base de igualdad de
oportunidades para todos los ciudadanos, es en realidad heredera de las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa. El colonialismo
extendió estas ideas (aunque, admitámoslo, no siempre las colocó en práctica) a pueblos que, sencillamente, no las conocían. Hoy,

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muchos gobernantes del llamado ‘Tercer Mundo’, especialmente los países musulmanes, rechazan la democracia precisamente como un
artificio occidental. Si, como debemos, aceptamos que la democracia es el mejor sistema de gobierno (pero, no por ello está
absolutamente exenta de críticas), entonces tenemos otro motivo más para agradecer a Occidente por adelantar esta forma de gobierno,
y al colonialismo europeo por extenderlo a los países del llamado ‘Tercer Mundo’.
Contrario a D’Souza, quizás haya espacio para argumentar que, a diferencia de la democracia o la ciencia, no debemos
agradecer al colonialismo europeo la expansión del capitalismo. Esto no sería debido a que el capitalismo no es originario de Europa
(evidentemente sí lo es), sino debido a que el capitalismo no ha sido un sistema beneficioso para la humanidad. Podemos someter a
debate si el capitalismo es malo o bueno, pero de nuevo, el ser militantes de la izquierda no implica abrazar el postmodernismo y el
rechazar los aspectos positivos del colonialismo.
Pues, aun si el capitalismo fuera un sistema económico y político opresivo, es menos opresivo que los sistemas económicos y
políticos que predominaban en América, Asia y África antes de la llegada de los colonizadores europeos. Uno de los más grandes críticos
del capitalismo, Karl Marx, era plenamente consciente de eso. Como buen heredero de la Ilustración, Marx opinaba que la humanidad
transitaba por un progreso que pasaba por el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y finalmente el comunismo.
Quizás el esquema histórico de Marx es demasiado simplista, pero podemos rescatar la observación de Marx de que si bien el
capitalismo puede ser muy malo, es al menos una mejora respecto al esclavismo y el feudalismo. Por ello, vale insistir, Marx terminaba
por avalar el imperialismo británico en la India. Y, Marx reconocía al capitalismo haber sido el sistema económico que desarrolló la
infraestructura necesaria para poder producir excedentes.
En todo caso, hay suficientes motivos para afirmar la singularidad de la civilización occidental, como genitora y difusora de
instituciones que han hecho un inmenso aporte a la humanidad. Se trata de un tema extensísimo, pero el siguiente pasaje de La ética
protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber es un buen resumen: “Sólo en Occidente hay ‘ciencia’ en aquella fase de su
evolución que reconocemos como válida actualmente… Ninguna civilización no occidental ha conocido la química racional… Maquiavelo
tuvo precursores en la India; pero a la teoría asiática del Estado le falta una sistematización semejante a la aristotélica y toda suerte de
conceptos racionales. Fuera de Occidente no existe una ciencia jurídica racional… Algo semejante al Derecho canónico no se conoce
fuera de Occidente… Sólo en Occidente ha existido la música armónica racional (contrapunto, armonía)… El cultivo sistematizado y
racional de las especialidades científicas, la formación del ‘especialista’ como elemento de la cultura, es algo que sólo en Occidente ha
sido conocido. Producto occidental también es el funcionario especializado, piedra angular del Estado moderno… Y, desde luego, sólo el
Occidente ha creado parlamentos con ‘representantes del pueblo’ periódicamente elegidos, con demagogos y gobierno de los líderes
como ministros responsables ante el parlamento… También es Occidente el único que ha conocido el ‘Estado’ como organización
política, con una constitución racionalmente establecida, con un derecho racionalmente estatuido y una administración por funcionarios
especializados guiadas por reglas racionales positivas”.
Weber ha sido criticado por historiadores serios, quienes han asomado la posibilidad de que muchas de las grandes instituciones
supuestamente singulares de Occidente pudieron haber tenido un origen, al menos parcial, en las civilizaciones de la India, China o el
Islam. Todo esto es debatible, y es sano alimentar esta discusión.
Pero, admitir, como suele hacerse, que los aztecas, incas y mayas eran ‘civilizaciones avanzadísimas’ y que contribuyeron tanto
a la ciencia como los europeos, es ir demasiado lejos. Construir pirámides y elaborar calendarios no es suficiente. Los fundamentos de la
ciencia están en la racionalización del mundo, la instrumentación de un método basado en la observación, y la continua verificación de los
alegatos. Los aztecas, incas y mayas no hicieron ningún descubrimiento científico destacable.
Peor aún, la obsesión postmodernista con rechazar la primacía de Occidente ha conducido a algunos historiadores a elaborar
toda suerte de alegatos irracionales sobre los supuestos orígenes de los grandes avances de la humanidad. En respuesta al
eurocentrismo, ha surgido el movimiento ‘afrocentrista’, con exponentes tan lamentables como Molefi Asante, Martin Bernal y Cheikh Anta
Diop. Entre sus curiosas teorías, alegan que los antiguos egipcios eran gente de piel muy negra, que los griegos robaron la filosofía a los
egipcios y los africanos en general (una teoría que fue defendida por el sanguinario dictador Idi Amin); y en sus formas más absurdas, el
afrocentrismo ha defendido que los blancos fueron creados por un dios maligno.
De esa manera, ser etnocentrista no debería ser necesariamente un reproche pues, al considerar objetivamente la historia de los
grandes avances de la humanidad, observamos que Europa es la cuna de muchos de esos avances. Ahora bien, si entendemos
‘etnocentrismo’ como el encierro y la fascinación con la cultura propia, al punto de ni siquiera demostrar un interés por la existencia de los
demás, entonces el etnocentrismo sí sería motivo de vergüenza. Pero, bajo esta acepción del etnocentrismo, podemos argumentar que
Occidente ha sido una de las culturas menos etnocentristas.
Por encima de cualquier otra civilización o cultura, Occidente ha mantenido una constante disposición a explorar aquello que
está fuera de su órbita. Esto no es sólo en un sentido geográfico (exploración de territorios), sino en la disponibilidad de asistir a un
encuentro con los demás. Generalmente ha sido Occidente la interesada en interactuar con las demás civilizaciones, y no viceversa. De
esa manera, a diferencia de otras culturas, Occidente se ha caracterizado por una constante apertura de horizontes que le ha permitido
trascender el encantamiento consigo misma. Más que en cualquier otra civilización, en Occidente se ha cultivado el deseo de trascender,
de ir más allá de los límites conocidos, a fin de incorporar nuevas experiencias y suscitar dinamismo en el seno de la civilización, a partir
de las experiencias acumuladas. Fue Colón quien quiso saber qué había al otro lado del Atlántico; no Moctezuma.

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Esta constante apertura a nuevos horizontes ha propiciado que Occidente continuamente mantenga una actitud de autocrítica.
Pues, al considerar el contacto con otros pueblos, ha aprovechado la oportunidad para compararse y someterse a sí misma a crítica.
Occidente es la cuna de Lyotard, Foucault, Derrida y tantos otros críticos de la misma civilización occidental. A los postmodernistas les
cuesta admitir que la doctrina a la cual se adscriben es singularmente occidental, pero en realidad ninguna otra cultura ha estado tan
dispuesta a relativizarse y criticarse a sí misma.
Incluso, la mayoría de los pueblos están tan encantados consigo mismos que, en muchas lenguas, la palabra para designar
‘hombre’ o ‘ser humano’ es la misma para designar el propio grupo étnico. Ciertamente Occidente ha distorsionado a los foráneos
confinándolos a la categoría de ‘bárbaros’, pero por regla general, han cultivado un interés en conocer las costumbres foráneas, cuestión
que no se aprecia en las otras culturas, o al menos no con la misma intensidad.
Max Weber afirmó la singularidad europea, y en ese sentido, sería un eurocentrista. Pero, afirmó la singularidad europea
después de haber hecho sendos estudios comparativos con la India y China. En ese sentido, no puede acusarse a Weber de ser un
etnocentrista, pues mantuvo un vivo interés por conocer lo foráneo. Como Weber, los grandes pensadores de Occidente han mantenido
una actitud abierta a conocer a aquellas manifestaciones que no proceden de la civilización occidental. La antropología, la disciplina que
se encarga de estudiar las costumbres de los distintos grupos humanos, nació en Occidente. Difícilmente pudo haber nacido en otra
cultura, precisamente porque las otras culturas no han tenido un gran interés en conocer a los demás.
No han faltado postmodernistas que han reconocido que, en efecto, como ninguna otra, la civilización occidental ha demostrado
un gran interés por conocer al resto de los pueblos del mundo. Pero, en vez de apreciar esto como una virtud, estos mismos
postmodernistas lo ven como un terrible vicio. Pues, estos postmodernistas parten de la premisa (sobre la cual volveremos en el capítulo
9), según la cual toda forma de conocimiento está ligada al ejercicio del poder. Y, en este sentido, Occidente se ha interesado por conocer
a los otros pueblos, pero siempre con el afán de dominar; nunca por amor al conocimiento mismo.
El más emblemático de estos postmodernistas es el palestino-norteamericano Edward Said. Su obra más conocida,
Orientalismo, es algo así como la Biblia de los llamados ‘estudios postcoloniales’ que han servido como base para la occidentofobia de
inspiración postmodernista. La tesis de Said es la siguiente: desde épocas muy tempranas (Said se remonta a los tiempos de Esquilo), la
civilización occidental ha construido una imagen distorsionada de aquello que ha venido a llamar ‘Oriente’. Las sociedades europeas han
representado a las sociedades de África y Asia como si fueran un ente monolítico en el cual se puedan aglutinar sociedades muy dispares
entre sí.
En otras palabras, Said acusa a los occidentales de promover un esencialismo respecto a las culturas orientales. En la medida
en que los occidentales han inventado la ‘esencia’ de los orientales, les han atribuido rasgos que parecen inflexibles y sin capacidad de
cambio. A partir de eso, la representación occidental del Oriente ha sido sumamente estereotípica. El exotismo del Oriente se ha
exacerbado, al punto de representar a los orientales como irracionales, fanáticos, místicos, torpes, desorganizados, débiles, incivilizados,
sensuales, etc.
Hay un germen de verdad en la denuncia de Said. La representación del Oriente en la pintura, la literatura, la ópera, el cine, etc.,
muchas veces es estereotipada. Said tiene en mente especialmente a la representación de los árabes y musulmanes; de nuevo, no deja
de ser cierto que se ha abierto mucho espacio para los estereotipos de árabes y musulmanes. Basta considerar Las cartas persas de
Montesqueieu, Mahomet de Voltaire, las películas sobre héroes norteamericanos combatiendo a terroristas islámicos, etc.
Pero, vale advertir que esto no es excepcional de los árabes y musulmanes. Virtualmente todas las culturas han elaborado
estereotipos respecto a otras culturas, y en este sentido, todas son etnocéntricas (pero, vale insistir, Occidente ha sido una de las menos
etnocéntricas). Suele representarse a los argentinos como arrogantes, a los colombianos como deshonestos, a los venezolanos como
haraganes, a los españoles como temperamentales, a los rusos como alcohólicos, a los norteamericanos como vanidosos, a los ingleses
como insensibles, a los judíos como avaros, a los italianos como mafiosos, etc. Said pretende que los árabes y los musulmanes sean las
víctimas singulares de los estereotipos, pero a decir verdad, apenas son una gota en el mar.
La falta del empleo de la racionalidad hace que el vulgo se forme estos estereotipos. Pero, precisamente para expurgar esos
estereotipos, la civilización occidental ha buscado profesionalizar el conocimiento respecto a otras culturas, y para ello, ha creado
disciplinas. Los antropólogos estudian a las sociedades tribales, y del estudio de las civilizaciones de la India, China y el Islam se han
encargado los llamados ‘orientalistas’. Tanto la antropología como el orientalismo han formulado métodos de estudio que permitan
asegurar un conocimiento objetivo de los pueblos estudiados. Tanto los antropólogos como los orientalistas han dedicado mucho esfuerzo
a aprender las lenguas para estudiar de cerca las instituciones de los otros pueblos.
Pero, Said pretende llevar su denuncia más lejos. Según él, los orientalistas profesionales le han dado continuidad a la distorsión
popular del ‘Oriente’. Pues, a su juicio, detrás de la fachada de objetividad académica, los orientalistas han respondido a los intereses
imperialistas. Y, para justificar el colonialismo y la depredación imperial, los orientalistas han terminado por distorsionar a los árabes y
musulmanes.
Con esto, Said equipara a los orientalistas académicos con la distorsión popular manifiesta en el cine de Hollywood y demás
representaciones de la cultura pop. Pero, al hacer esto, Said comete la misma falta que tanto denuncia en los occidentales. Said denuncia
que los orientalistas crearon un esencialismo en torno al Oriente, metiendo en un mismo saco conceptual a manifestaciones culturales de
muy diversa índole. Pero, exactamente lo mismo hace Said respecto a quienes han representado a los árabes y musulmanes: ha
colocado en un mismo saco a los directores de Hollywood, junto a los académicos que con mucha seriedad estudian la historia y

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sociología de los pueblos árabes y musulmanes. En otras palabras, Said se ha formado un estereotipo respecto a los orientalistas. Así
como no todos los musulmanes son terroristas, Said debería haber reconocido que no todos los orientalistas obedecen a poderes
imperiales.
Los orientalistas se han esforzado en presentar una imagen objetiva del mundo árabe y musulmán. En ocasiones, sus
representaciones no son muy favorables. Pero, esto no se debe a sus intereses coloniales, sino al hecho de que, sencillamente, ésa es la
realidad. En el Islam hay muchas prácticas y creencias objetables, y en el mundo árabe hay muchas instituciones que convendría
modificar. No cuento con el espacio para reseñar esas prácticas y creencias objetables, pero puedo remitir al lector a las obras de Ibn
Warraq (entre muchos otros), un apóstata que expone críticas sustanciosas al Islam. Con todo, Said ha fomentado la idea de que
cualquier crítica al Islam (y, vale decir, Said ni siquiera era musulmán, sino cristiano) forma parte de una conspiración imperialista para
distorsionar y dominar.
Said denuncia continuamente que los orientalistas (profesionales o no) han distorsionado al Islam. Ahora bien, para saber que
las representaciones hechas por los orientalistas son distorsionadas, sería necesario contraponer aquello que Said considera que
adecuadamente refleja al Islam. Pero, insólitamente, Said siempre advirtió que él no era especialista del Islam, ni le interesaba serlo (y,
precisamente por esto, Said cometió muchos errores técnicos en conocimientos de historia y filología, los cuales han sido denunciados
por orientalistas como Bernard Lewis). Supuestamente, su labor no consistía en aclarar cómo es realmente el Islam, sino en denunciar la
distorsión imperialista de Occidente. Pero, ¿cómo diablos puede saberse que se está en presencia de una distorsión, si ni siquiera se
pretende encontrar una realidad con la cual contrastar esa distorsión?
Como buen postmodernista, Said solía escudarse sosteniendo que la verdad no existe, y que por ende, ninguna representación
podrá ser realista. A juicio de Said, toda representación es prisionera de su contexto y obedece a los intereses de donde procede. De
nuevo, este dogma postmodernista pretende imponer límites severos a las posibilidades del conocimiento.
Como Lyotard, Said se opondría a los ‘discursos totalizantes’, pues considera que los orientalistas pecan de ofrecer
representaciones generalizadas de fenómenos muy dispares. Pero, insólitamente, Said no tiene freno en sostener que cualquier
representación orientalista ha sido eurocéntrica, racista e imperialista. En sus propias palabras: “Es correcto que en lo que pudiera decir
sobre el Oriente, todo europeo ha sido un racista, imperialista y casi totalmente etnocéntrico”. De antemano, Said pretende imposibilitar
cualquier representación sobre el Oriente, pues asume que estará impregnada de distorsiones. Es decir, no sólo hasta ahora ningún
occidental ha dicho algo objetivo sobre el Oriente, sino que nunca podrá hacerlo.
Said está empeñado en formular una gigantesca teoría de la conspiración, según la cual, el estudio de otros pueblos en realidad
es una campaña para dominar. Pues, en continuidad con el postmodernista Michel Foucault (sobre el cual volveremos en el capítulo 9),
considera que toda forma de conocimiento está subordinada al poder y, por extensión, persigue alguna forma de dominio.
Por ejemplo, Said considera que la invasión napoleónica a Egipto en 1798 fue un brutal acto de colonialismo. En esto, muchas
personas (postmodernistas o no) pueden estar de acuerdo. Pero, Said considera que la invasión napoleónica fue especialmente perversa,
porque Napoleón no buscó exclusivamente saquear o dominar; antes bien, fue perversa porque Napoleón trajo consigo muchas
comisiones de científicos (botánicos, zoólogos, lingüistas, etc.) para adquirir conocimiento sobre Egipto. Eso, a su juicio, es una de las
peores formas de dominio, pues el conocer a los demás implica la forma más minuciosa de control.
Allí donde el común de la gente pensante enaltecería la promoción científica que hizo Napoleón (una rara cualidad entre
hombres de guerra), Said y los postmodernistas terminan por censurar el esfuerzo por conocer el mundo; de nuevo, queda al descubierto
el irracionalismo postmodernista. Si Said está en lo cierto, en los viajes de exploración espacial no debería haber astrofísicos para hacer
estudios, a fin de no ejercer un poder colonial sobre los hipotéticos seres extraterrestres. De nuevo, esto raya en lo absurdo.
A Said nunca se le ocurre apreciar que en Occidente se ha cultivado un amor al conocimiento por el conocimiento mismo,
independientemente de los beneficios que eso pueda traer consigo. Buena parte de la labor de los orientalistas consistió en rescatar el
legado arqueológico e histórico de las antiguas civilizaciones que en buena medida las invasiones islámicas suprimieron. ¿Qué beneficio
imperialista pudieron haber sacado los orientalistas en rescatar ruinas en Egipto o Irán? Además, lejos de haber hecho un gran daño
(como supone Said), debemos a los orientalistas el haber rescatado un sustancial patrimonio cultural preislámico que, sencillamente, no
era de interés para los musulmanes. Como recordatorio, vale contrastar la ardua labor de los arqueólogos amantes del conocimiento, con
la brutal destrucción de los budas de Bamiyán, a manos de los talibanes.
Occidente ha procurado conocer al Oriente, mucho más que por la intención de dominio (y, cabe espacio para admitirla), por su
convicción universalista. Como ninguna otra, la civilización occidental ha formulado la idea de que todos los pueblos del mundo forman
parte de una misma especie. Y, precisamente en función de ello, los occidentales han procurado conocer a los demás.
Además, Said y los postmodernistas suelen dejar de lado que, al aproximarse a otras culturas, muchas veces Occidente lo ha
hecho con un complejo, no de superioridad, sino de inferioridad. Es así como ha nacido la romantización del buen salvaje. Desde Tácito
en el siglo I, ha existido la tendencia a representar a los pueblos foráneos como más virtuosos que la misma civilización occidental. Tácito
apreciaba en los germanos una serie de virtudes que carecían los romanos. Montaigne veía en los caníbales tupinamba del Brasil gente
más honorable que los europeos. Rousseau imaginaba que, por estar más cerca de la naturaleza, los no europeos eran menos corruptos.
Si bien Voltaire ridiculizó al Islam en Mahomet, expuso una visión favorable de esta religión en algunos artículos de su Diccionario. Y,
como éstos, hay muchos casos de autores europeos que, probablemente para criticar a la propia civilización occidental, han recurrido a la

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idealización de lo no occidental. De nuevo, Said ha estado tan obsesionado con su prejuicio en contra de los occidentales, que nunca
considera estos datos.
En definitiva, lo mismo que muchos otros postmodernistas, Said parte de algunas premisas aceptables, pero termina por
sostener cosas absurdas. Said partió de la legítima causa palestina, pero desembocó en posturas irracionalistas que rechazan la
posibilidad de cualquier forma de conocimiento objetivo. Su plausible denuncia de los estereotipos de árabes y musulmanes en los
medios de comunicación terminó por convertirse en la disparatada opinión de que nunca será posible representar objetivamente la
realidad.
***
Los postmodernistas occidentofóbicos suelen atacar al colonialismo europeo como si fuera el único de la historia. Esto es obviamente
errado. Los imperios europeos de los últimos tres siglos apenas fueron unos entre una vasta lista de imperios. Primero fue sábado que
domingo. De hecho, muchos de los territorios sobre los cuales las potencias europeas extendieron su dominio eran en sí mismos imperios
conformados. De manera tal que, en muchos casos, el imperialismo europeo apenas supuso la sustitución de un imperio por otro.
Habitualmente se presenta la historia del imperialismo europeo como si hubiese una nítida división entre ‘colonizadores’ y
‘nativos’. Ningún grupo humano es nativo de ninguna región del mundo, salvo la sabana del África oriental. Toda la humanidad viene de
esa región, de manera tal que, en algún momento, todos los grupos humanos han sido colonizadores de nuevos espacios, y es muy
cuestionable que un grupo humano puede abrogarse el derecho de declararse ‘originario’ de una región, pues sus ancestros procedieron
de otra región. No es válido presentar la historia del colonialismo como si los europeos llegaron y se enfrentaron a los ‘nativos’, pues esos
‘nativos’ en realidad son descendientes de grupos que, algunas generaciones atrás, también habían sido colonizadores.
Hernán Cortés forjó un imperio español en México, pero previamente ya existía el imperio azteca. Si estamos dispuestos a considerar a
Cortés y sus descendientes unos intrusos en México, entonces también deberíamos considerar un intruso a Moctezuma, pues los aztecas
no eran originarios de la zona de México que ocupaban, y como el resto de los imperios, llegaron de una tierra foránea a imponer su
dominio. La campaña militar de Pizarro, otro de los forjadores del imperialismo español, también supuso el forjamiento de un imperio
como sustitución de un imperio anterior, el inca. El imperialismo británico y francés de los países árabes no hizo más que sustituir al
imperio que previamente prevalecía en esas zonas, el imperio islámico. Y, así con la presencia europea en China, India, Persia y algunas
regiones del África subsahariana.
Por supuesto, nada de esto excusa los abusos del imperialismo europeo. Pero, debería ser clara advertencia de que el camino
hacia la liberación de ese imperialismo no debe estar en enaltecer el estado de cosas anterior a la llegada de los imperios europeos,
porque con eso se pretende reivindicar a una forma de imperialismo que probablemente fue aún peor que el europeo.
Con mucha frecuencia, hoy se invoca al islamismo como bandera de liberación frente al imperialismo en el Medio Oriente. Pero,
como agudamente señala Ibn Warraq, arrodillarse en dirección a Arabia cinco veces al día debe ser el mayor símbolo de imperialismo
jamás concebido. De nuevo, si la aspiración postmodernista es oponerse al imperialismo de forma general, es sumamente hipócrita
oponerse a un imperio para defender a otro imperio. Al final, los líderes de las antiguas colonias deben entender que el mejor camino para
alcanzar su liberación del imperialismo político y económico es no resistir al imperialismo cultural y aceptar el predominio cultural
occidental. Pues, a partir de las mismas ideas promovidas por el imperialismo cultural europeo, se estará en mejor posición para resistir la
depredación.
Para leer más…
D’SOUZA, Dinesh. What’s So Great About America? Regnery Publishing. 1992. Si bien este libro es un poco ingenuo respecto a
los abusos políticos y militares de los EE.UU., contiene una ardua y elocuente defensa de la civilización occidental.
IBN WARRAQ. Por qué no soy musulmán. Ediciones del Bronce. 2003. Además de ser un manifiesto apóstata, Ibn Warraq
defiende los méritos de la civilización occidental, y ataca severamente a críticos postcoloniales como Edward Said.
Capítulo 8
El fraude del primitivismo
Cuando Jean Francois Lyotard manifiesta desdén por aquello que él llama los ‘grandes relatos’, ataca especialmente las filosofías de la
historia, en particular, las de Kant, Hegel y Marx. Estos filósofos habían forjado la idea de que la historia está encaminada hacia un fin
último, y que, con el paso del tiempo, las sociedades se van transformando por un mismo camino, hacia algo cada vez mejor. Así, al
comparar las sociedades, unas están más avanzadas que otras, pero todas transcurren básicamente por la misma ruta.
Lyotard rechaza esta idea, pues estima que no es posible fijar un objetivo último en el transcurrir histórico. A la manera de los relativistas,
considera más bien que el progreso es una ilusión, y que cada sociedad tiene su propia forma de organizarse que, en última instancia,
resulta inconmensurable con la organización de las demás sociedades. Además, no hay manera satisfactoria de enmarcar en un solo
esquema las diferentes experiencias históricas.
La crítica de Lyotard a esquemas de filosofía de la historia como los de Kant, Hegel y Marx tiene algo de plausibilidad. En el siglo XIX, los
filósofos de la historia incurrían en cierta ingenuidad al creer que existe una senda inequívoca y constante hacia el progreso. El análisis
minucioso de los acontecimientos históricos revela más bien que la historia ha sido un proceso mucho más caótico de lo que estos
filósofos pensaban. Pero, tampoco podemos caer en el extremo postmodernista, y negar que la historia exhibe un progreso. Debería
resultar evidente que, en balance, hoy la humanidad es más feliz que durante el Paleolítico. Si bien falta aún mucho por alcanzar, y si bien

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el camino hacia la felicidad no ha sido constante, podemos al menos sostener que ha habido un espiral: con avances y retrocesos, al
menos estamos en una posición más deseable que la de nuestros antepasados de la edad de piedra.
Las filosofías de Kant y Hegel tuvieron especial influencia sobre los antropólogos del siglo XIX. Durante esa época, apareció la
llamada ‘antropología evolucionista’. Estos antropólogos forjaron esquemas en los cuales se delineaba la sucesión de etapas históricas
unilineales que, a su juicio, atravesaban todas las sociedades. L.H. Morgan, por ejemplo, consideraba que las sociedades atraviesan tres
estados: salvajismo, barbarie y civilización. En materia de religión, E.B. Tylor consideraba que había un transcurrir: animismo, politeísmo,
monoteísmo. Emile Durkheim teorizaba sobre el paso de una solidaridad mecánica a una solidaridad orgánica.
Estos esquemas de evolución unilineal partían de la premisa de que todos los pueblos del mundo atraviesan las mismas etapas, y que la
civilización occidental es la más avanzada de todas. Con ello, se asumía que, al observar a una sociedad contemporánea con un pobre
desarrollo tecnológico, tendríamos la posibilidad de conocer cómo fueron los inicios de la humanidad.
Con justa razón, los antropólogos rechazan estas pretensiones. Sin necesidad de suprimir la noción de progreso, podemos
convenir en que la historia de la humanidad es mucho más compleja de lo que los antropólogos del siglo XIX suponían, y que no
necesariamente la sociedad de los bosquimanos !kung es una ventana al Paleolítico. El arqueólogo Vera Gordon Childe advertía:
“¿Acaso por el hecho de que la vida económica y la cultura material de estas tribus se ha ‘detenido’ en una etapa del desarrollo por el
cual pasaron los europeos hace diez mil años se concluye que su desenvolvimiento mental se ha detenido por completo en el mismo
punto?”.
Podemos admitir la noción de ‘progreso’ en el sentido de que unas sociedades son mejores que otras y que, de forma general, la
humanidad hoy es más feliz que en sus orígenes. Pero, eso no debería conducirnos a la ingenuidad de sostener que todas las
sociedades han transcurrido por las mismas etapas, y que los pueblos contemporáneos tecnológicamente primitivos sean una ventana a
las sociedades de hace decenas de miles de años. Sí podemos suponer que los cazadores de hoy tenían una forma de organización
social similar a la de los cazadores paleolíticos, y en ese sentido, son primitivos. Pero, no necesariamente son primitivos en todas sus
instituciones. Su nivel de cultura material y tecnología puede ser muy precario, pero quizás su nivel de organización de parentesco es
sumamente complejo, como de hecho se ha documentado en varias tribus australianas.
Ahora bien, este rechazo a la ingenuidad de los antropólogos evolucionistas ha conducido a los postmodernistas a rechazar de
plano la noción de progreso en la humanidad. Hemos visto en la introducción a este libro, que a partir del prefijo ‘post’, el
‘postmodernismo’ ha venido a entenderse como aquel movimiento intelectual que pretender surgir después del modernismo ilustrado, a
saber, como su superación. Pero, si bien no es explícitamente reconocido por muchos postmodernistas, el oponerse a los valores
racionalistas de la modernidad y la Ilustración termina por invocar un regreso al estado de cosas antes de la modernidad. Hemos visto en
el capítulo que el postmodernismo es la versión más reciente de la contrailustración, y la contrailustración es esencialmente el deseo de
regresar a los valores propios de la premodernidad.
Juan José Sebreli, un agudo crítico del postmodernismo ha señalado que “aquello que se presenta como hoy como un post sólo
es un pre”. Y, en este sentido, en el postmodernismo hay una añoranza por la vida primitiva anterior al auge de la racionalidad, la ciencia
y la tecnología propias de la modernidad. Los románticos del siglo XIX abiertamente expresaron nostalgia por la Edad Media. En sus
ansias de regresar a la vida campesina, su desdén por las ciudades, el enaltecimiento de los cuentos populares, la exaltación de lo gótico,
etc., los románticos evocaban la sociedad medieval.
Hoy, los postmodernistas no sienten mucha añoranza por la Edad Media. Quizás esto sea debido a que, si bien la Edad Media
antecedió a la Ilustración, aún en ese periodo histórico se manifestaban algunas instituciones protomodernas que los postmodernistas
aborrecen. La Edad Media aportó algunas tecnologías, refinó la lógica y la argumentación, desarrolló un considerable nivel de
organización política en el clero, etc. La Ilustración pretendió superar a la Edad Media, pero en buena medida, en la propia Edad Media
estaban los gérmenes de la Ilustración. Por eso, los postmodernistas prefieren ser más radicales y exaltar, no propiamente la Edad
Media, sino civilizaciones mucho más alejadas de la racionalidad moderna e, incluso, el modo de vida anterior a cualquier civilización.
Puesto que la llegada de Colón a América suele entenderse como el inicio del gran momento expansivo del Occidente moderno,
los postmodernistas suelen enaltecer a las culturas precolombinas, y esto ha servido de cultivo para la demagogia indigenista en
Hispanoamérica. Junto a los indigenistas, varios postmodernistas manifiestan una gran añoranza por las civilizaciones de los aztecas y
los incas.
Por ejemplo, el postmodernista Georges Bataille sentía una gran admiración por las instituciones aztecas, especialmente sus
sacrificios rituales. A juicio de Bataille, en el sacrificio azteca se recapitula la dimensión sagrada del intercambio de bienes, la cual se ha
perdido en la racionalidad economicista del capitalismo. La práctica del sacrificio fascinó a Bataille toda la vida, al punto de que creó un
grupo con la intención de llevar a cabo sacrificios humanos. Como Bataille, muchos postmodernistas han querido ver en los aztecas y los
incas paraísos perdidos. Evaluemos qué tan idílicas eran estas sociedades.
La tribu de los mexicas, los posteriores forjadores del imperio azteca, hizo su entrada en el Valle de México en el siglo XIII, y
fundó la ciudad de Tenochtitlán en el siglo XIV. Los mexicas siempre tuvieron presente una suerte de complejo de culpa por haber
irrumpido frente a las otras civilizaciones de la región, y quizás éste fue un factor moral decisivo en su posterior derrota frente a los
conquistadores españoles.
En todo caso, los mexicas fueron ampliando su dominio territorial, al punto de constituir un imperio, el azteca. Este imperio
sometió a los pueblos vecinos e impuso severos tributos que debían ser pagados. Así, los aztecas instituyeron un enorme sistema de

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coerción tributaria colectivista, y se forjó un Estado altamente centralizado que gobernaba territorios distantes desde la metrópolis
Tenochtitlán. Si bien, como en muchos otros imperios, los tributos fueron empleados para la construcción de caminos y algunas otras
obras públicas, los tributos excedían abrumadoramente su empleo en obras.
Pronto, como en casi todos los sistemas de gran coerción tributaria colectivista, los excedentes de producción no se emplearon
para el uso y disfrute individual de quienes producían la riqueza, mucho menos para el mejoramiento de obras públicas. Antes bien,
gracias a los impuestos, el Estado azteca creció en poder, dominio y riqueza, y logró constituir una nobleza, los piplitin. Si bien hubo una
clase de mercaderes, los pochteca, sus libertades para el comercio estaban supeditadas al control estatal, y pronto fueron empleados
como espías frente a los pueblos dominados. Y, una de las más elementales libertades, la libertad civil, también era ultrajada por el
Estado azteca. Pues, los aztecas no fueron excepción como practicantes de la esclavitud: hubo una clase de esclavos, los tlacotin.
Pero, además del control colectivista estatal y del ejercicio de la esclavitud, quizás los aztecas sean mejor conocidos por su
militarismo. Los aztecas constituyeron enormes ejércitos por vía del reclutamiento forzoso. A medida que crecían los ejércitos, los aztecas
expandían cada vez más su dominio territorial. Y, el Estado azteca no tardó en emprender lo que eventualmente vino a conocerse como
las ‘guerras floridas’, campañas militares con el mero propósito de tomar prisioneros de guerra.
La mayoría de los historiadores coinciden en que el propósito de la toma de prisioneros era proveer víctimas para los ritos de sacrificios
humanos que ocupaban un lugar fundamental en la vida religiosa, social y política de los aztecas. Los estimados varían, pero el consenso
es que se sacrificaba un promedio de 250.000 personas al año. Y, bajo una teoría considerable, procedente del antropólogo Marvin
Harris, puesto que el Estado azteca no podía garantizar el suministro de comida (entre otras cosas, presumiblemente, por el control que
ejercía sobre los pochteca), los cuerpos sacrificados en los ritos servían como fuente de comida. Así, además de ser esclavistas y
genocidas, los aztecas habrían sido caníbales.
Quizás el paraíso azteca sea demasiado fantasioso como para ser tomado en serio por la mayoría de los postmodernistas. En
vista de eso, se suele invocar con más frecuencia al imperio inca. Pues, a juicio de los postmodernistas, si bien los incas no tuvieron la
majestuosidad de los aztecas, al menos sí lograron articular una sociedad sumamente próspera, igualitaria y justa. Desde que, en la
década de los años treinta del siglo XX, José Carlos Mariátegui publicara Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, entre los
indigenistas ha prosperado la idea de que la civilización inca practicó una forma de comunismo. La propiedad privada habría sido abolida
a favor de formas comunales de propiedad, y se habría forjado una conciencia colectivista en detrimento de la depredación egoísta, la
cual más bien habría sido introducida por los conquistadores españoles.
Evaluemos ahora qué tan paradisíaco fue el imperio inca. En primer lugar, debe aceptarse que la atribución de prácticas
comunistas a los incas no es un anacronismo inventado por Mariátegui. Está bien documentado el hecho de que, en efecto, los incas no
tenían propiedad privada y favorecían sistemas colectivistas de producción. Pero, como bien advierte Carlos Rangel, el hecho de que los
incas fueran comunistas, no habla bien, sino muy mal, de su civilización. Pues, con su sistema colectivista, los incas no pudieron escapar
a los vicios que se repitieron en los sistemas comunistas totalitarios del siglo XX.
Con base en plenitud de evidencia, el historiador Louis Baudin ha ofrecido una reconstrucción histórica del imperio inca, muy
alejada de la sociedad utópica retratada por Mariátegui y sus simpatizantes postmodernistas. Los incas se organizaban en torno al ayllu,
un grupo de parentesco similar al clan. En este grupo, en efecto, la propiedad era colectiva y la producción se realizaba en unidades de
trabajo colectivizado. El ayllu ejercía un control continuo sobre las actividades, la educación, la producción económica, y las preferencias
de consumo de los individuos.
La estabilidad política y económica de la sociedad inca dependía del control ejercido por el ayllu a sus miembros. Se estima que
la abrumadora mayoría de los ciudadanos no tenían permitido abandonar las comarcas en las cuales habían nacido, se criaban y
trabajaban. Todas las actividades eran planificadas y controladas por una selecta casta de funcionarios que se encargaban de recolectar
la riqueza producida y distribuirla entre los ayllu, los cuales, a su vez, decidían distribuirla entre sus miembros en función de las
necesidades que ellos apreciaran.
La propiedad era, en efecto, colectiva. Pero, la sociedad inca estaba muy lejos de la aspiración comunista de una sociedad sin
clases. Pues, precisamente, el control ejercido por los funcionarios era tan rígido, que las masas fueron sometidas al dominio de una
jerarquía comandada por el Sapa Inca (el emperador), su corte, y un pequeño grupo de funcionarios que se encargaban de controlar las
actividades del ayllu.
Esta descripción es muy parecida a la que se suele hacer de los regímenes totalitarios del siglo XX. En la medida en que el
Estado inca prometía distribuir la riqueza y garantizar un mínimo de condiciones para la subsistencia, emergió como un ente que
controlaba los aspectos más triviales de la vida de los ciudadanos. Y, fue precisamente este totalitarismo lo que condujo, entre otros
factores, al colapso del imperio inca a manos de los españoles. A diferencia de los totalitarismos del siglo XX, el inca no colapsó debido a
una insurrección popular, sino al hecho de que, a la llegada de un pequeño contingente de españoles, éstos sólo necesitaron eliminar a la
pequeña casta de nobles y funcionarios. Al eliminar a esta casta, los españoles los sustituyeron en esa posición, y el pueblo inca,
acostumbrado a obedecer, pasivamente aceptó a sus nuevos amos.
Así pues, las dos grandes civilizaciones invocadas por los indigenistas y postmodernistas como utopías, en realidad exhibieron
sistemas deplorables. Al norte, un imperio militarista y esclavista, opresor de sus tributarios, irracionalmente conducido por una manía
genocida sacrificial, análoga a los campos de exterminio nazi. Al sur, un Estado totalitario que controlaba el menor detalle de la vida de
sus ciudadanos, a quienes confinaba a pequeños territorios sin posibilidades de flujo migratorio.

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Pero, si bien varios postmodernistas sienten simpatía por las civilizaciones precolombinas, en realidad el enaltecimiento de la
premodernidad está mucho más volcado hacia la valoración de sociedades no civilizadas, a saber, aquellas que no se han conformado en
torno a grandes Estados, no han desarrollado tecnologías avanzadas, son de pequeña escala, etc.
En el siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau fue el principal forjador de la idea según la cual, los hombres que viven en un estado menos
civilizado y más cercano a la naturaleza, son los más felices. Rousseau explícitamente opinaba: “Cuanto mejor se mira, más claro resulta
que aquel estadio [antes de la civilización] era el menos propicio a las revoluciones y el mejor para el hombre y que sólo debió salir de él
por causa de algún funesto azar que, para bien de todos, jamás debiera haber sobrevivido”. Desde entonces, como contraparte de la
estimación ilustrada por el progreso y el florecimiento de la civilización, ha surgido un discurso que valora las virtudes de los hombres que
viven alejados de la civilización, en un estado cercano al de los animales.
Se fue cultivando así el mito del buen salvaje. Bartolomé de las Casas, el Conde de Shaftesbury, e incluso, Diderot, entre otros,
defendieron en diversos grados la idea de que los hombres que no han desarrollado casi la tecnología y viven en sociedades de pequeña
escala sin mucha complejidad en su organización social, tienen resueltas sus necesidades y disfrutan de un estilo de vida mucho más
placentero que el de los hombres que viven en civilización. Esta valoración de la vida primitiva encontró también manifestación en el arte.
Pintores como Picasso, Gauguin, o escritores como Henry David Thoreau y Hermann Melville exaltaron en sus obras artísticas el sencillo
estilo de vida de las sociedades de pequeña escala.
Todo esto parecía (y, en efecto, lo era) un mito romántico, y por ende, los científicos no estaban muy convencidos de ello. Pero,
la antropología trató de darle un cariz científico al mito del buen salvaje, y procuró verificar si, efectivamente, las sociedades ajenas a la
civilización estaban más cercanas a la felicidad. Inspirados en Franz Boas, una generación de antropólogos popularizó estudios
etnográficos en los cuales se exaltaba el supuesto estado idílico de muchas sociedades tribales.
Claude Levi Strauss, uno de los antropólogos más estimados por los postmodernistas, es uno de los que más se ha esforzado
en presentar la imagen idílica de las sociedades ajenas a la civilización. Su conocida obra, Tristes trópicos, es un retrato romántico de
varias sociedades tribales del Brasil, en el cual se da a conocer el feliz estado de esos pueblos.
Pero, quizás la antropóloga que más se esforzó en romantizar a una sociedad tribal fue Margaret Mead. Su obra Adolescencia,
sexo y cultura en Samoa defiende la tesis de que sólo en algunas sociedades la adolescencia es una experiencia difícil, pues de hecho,
en Samoa las muchachas disfrutan ampliamente la vida. Mead reportaba que en la comunidad en la cual ella vivió, no se conocían
tensiones de ningún tipo, y la vida era sumamente placentera.
A tal punto ha llegado la tendencia a romantizar a las sociedades tribales, que incluso un osado antropólogo, William Arens,
negó que algún grupo humano haya practicado alguna vez el canibalismo. A su juicio, las historias sobre caníbales son inventos
colonialistas para justificar guerras de conquista. Para deshonra hispana, el antropólogo Alberto Cardín también sostuvo esa tesis.
Los postmodernistas se ven atraídos por estos autores, pues parecen confirmar la idea de que aquellos pueblos que nunca
abrazaron la modernidad son muy felices, y que aquellos supuestos aspectos desagradables en realidad obedecen a la distorsión
colonialista. Pero, hay bastante espacio para argumentar que esta imagen idílica de las sociedades tribales es falsa, y que toda esa
distorsión más bien forma parte de lo que el antropólogo Roger Sandall llama la “disneyficación de la antropología”.
Se ha sospechado que la misma Mead manipuló los datos de su etnografía. Años después de los estudios de Mead, el antropólogo
Derek Freeman buscó verificar por cuenta propia los hallazgos, y se sorprendió al encontrar que los mismos nativos reconocían haber
mentido a Mead, y denunciaban que ésta tenía una fuerte tendencia a presionar a sus informantes para que les ofrecieran las respuestas
que ella buscaba. En otras palabras, los estudios de Mead eran distorsiones.
Y, de hecho, muchos antropólogos han buscado corregir las distorsiones románticas en torno a las sociedades tribales, y han presentado
una imagen mucho más sombría. El filósofo del siglo XVII, Thomas Hobbes, no tenía ninguna base para sostener su juicio según el cual
la vida del hombre primitivo era “pobre, desagradable, embrutecedora y corta”. Pero, irónicamente, muchos antropólogos, con plenitud de
evidencia, han terminado por establecer un juicio similar respecto a sociedades que viven en condiciones similares a las de la humanidad
antes de la civilización (aunque, de nuevo, vale advertir, las sociedades tribales de hoy no son una ventana a nuestros ancestros
paleolíticos en todos los sentidos).
Uno de los primeros antropólogos en presentar una imagen sombría de alguna sociedad tribal fue Napoleon Chagnon, en su
estudio de los yanomami de Brasil y Venezuela. Las descripciones de Chagnon están muy alejadas del romanticismo de Mead o Levi
Strauss: presenta a los yanomami como un pueblo sumamente aguerrido; e incluso, más de un tercio de la población yanomami ha
muerto como consecuencia de las guerras intertribales.
No obstante, lo mismo que Mead, Chagnon ha sido acusado de distorsionar sus estudios y manipular la evidencia.
Supuestamente, Chagnon distribuyó machetes entre los yanomami y los incitó a la violencia para poder grabar con su cámara esas
guerras. Y, según algunas denuncias, incluso deliberadamente difundió sarampión.
Nunca se ha esclarecido el caso de Chagnon, pero otros antropólogos han verificado que, no sólo los yanomami, sino un gran
número de sociedades tribales incurren en terribles campañas de guerra. Uno de los grandes clichés postmodernistas, atribuible a
Theodor Adorno y Max Horkheimer, consiste en señalar que la racionalidad técnica de la modernidad es la responsable de haber
generado los horrores de las dos guerras mundiales en el siglo XX, y que nuestra época y nuestra civilización ha sido la más violenta de
todas. Pero, varios antropólogos competentes colocan esto en duda.

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Con plenitud de evidencia arqueológica y etnográfica, Lawrence H. Keeley ha demostrado que en términos porcentuales, nuestra
época y civilización ha sido una de las más pacíficas al compararse con otras. En el siglo XX, en la civilización occidental ha habido tres
muertes violentas por cada cien habitantes. Entre los jíbaros del Ecuador, la cifra alcanza sesenta por cada cien; entre los yanomami,
veinticinco; entre los huli de Papúa Nueva Guinea, veintidós; entre los murngin de Australia, veinticuatro.
Otro antropólogo, Robert Edgerton, ha documentado cómo muchas de las sociedades sobre las cuales se tuvo alguna vez una
imagen idílica, en realidad tienen aspectos muy desagradables. Los nativos de Tasmania, por ejemplo, frecuentemente evocan mucha
simpatía entre los promotores del mito del buen salvaje. Los tasmanios estuvieron aislados del resto de la humanidad por decenas de
siglos, y para el siglo XVIII, cuando los europeos establecieron contacto con ellos, eran probablemente el pueblo más primitivo del mundo,
al punto de que ni siquiera conocían el fuego. Los tasmanios sufrieron muchos abusos por parte de los colonizadores de procedencia
europea, y hoy se evoca su recuerdo como un grupo que vivió una suerte de edad dorada de la inocencia, hasta que fueron violentados
por la corrupta civilización occidental.
No obstante, Edgerton ha documentado cómo, antes de la llegada de los europeos, los tasmanios incurrían frecuentemente en
guerras inter-tribales con el propósito de capturar mujeres, al punto de que la muerte en combate era la principal causa de muerte entre
este grupo étnico. Lejos de contribuir a la felicidad, el pobre desarrollo tecnológico también generó mucho sufrimiento entre los tasmanios.
En tanto ni siquiera conocían la pesca, frecuentemente sufrían de hambrunas; a pesar de que contaban con plenitud de recursos a su
alrededor, no tenían los medios tecnológicos para aprovecharlos. Apenas vestían con un taparrabos en un clima muy templado, en
función de lo cual estaban sometidos al frío y las enfermedades derivadas. Y, además, su pobrísimo dominio de la naturaleza propiciaba
muchas enfermedades, ante las cuales no tenían absolutamente ningún remedio.
Edgerton también advierte que en la mayoría de las sociedades tribales se evidencian altos niveles de desigualdad y
explotación. Los antropólogos saben bien que en casi todos los grupos étnicos de Papúa Nueva Guinea, los hombres ejercen un control
brutal del poder y las relaciones económicas, al punto que se manifiesta una gran desigualdad en los índices calóricos entre hombres y
mujeres. En muchas sociedades tribales se violan a las mujeres con el pleno aval social; por ejemplo, entre los gusii de Kenia, el
promedio de violaciones es cuatro veces más alto que en EE.UU.
La explotación entre distintas clases sociales también es frecuente entre las sociedades tribales. Edgerton reporta que, entre los
kwakiuttl de Canadá, por ejemplo, muchas veces los agricultores tenían que tributar casi la mitad de su producción a los jefes.
Como consecuencia de la ausencia de la medicina científica, las sociedades tribales también han estado sujetas a múltiples
enfermedades que, en nuestra civilización, son fácilmente curables. Edgerton reporta que en muchas sociedades tribales, se permite a los
niños jugar con el estiércol. Un método común para intentar curar a los enfermos ha sido sencillamente exponerlos en hamacas a la lluvia.
Las cifras de salubridad no son muy alentadoras. Entre los yanomami, por ejemplo, tienen un índice de mortalidad infantil femenina del
43%. Entre las tribus australianas, la mitad de los embarazos son abortados.
Además de todo esto, Edgerton reporta que en muchas sociedades tribales, se vive continuamente en un estado paranoico, por
temor a ser hechizado por alguna bruja, o por ser víctima de la acción de algún espíritu o dios. De hecho, el temor es una característica
presente a lo largo y ancho de las sociedades tribales, emblemático en la conocida frase de los inuit: “no creemos, tememos”.
Mucho alarde se ha hecho de que las sociedades tribales manifiestan pocos casos de enfermedad mental, y que la esquizofrenia
es una enfermedad exclusivamente urbana. En una época, en efecto, los psiquiatras admitían un vínculo entre la civilización y la
esquizofrenia. Pero, gracias a la acumulación de datos procedentes de la etnografía, hoy se sabe que, en todas las sociedades, existe un
promedio constante de esquizofrénicos, lo cual sugiere que entre las causas de esta enfermedad se encuentra un prominente factor
biológico.
Por último, la esperanza de vida es muchísimo más baja en las sociedades tribales que en las sociedades modernas. Hoy, el
estimado mundial es 67 años de edad, y en países industrializados como Japón o Noruega, supera los 80 años de edad. Durante los
inicios del Neolítico, se calcula que era 20 años de edad. En la América precolombina, se calcula que era 30 años de edad.
En definitiva, cada vez aparecen más estudios antropológicos en los que seriamente se cuestiona la imagen idealizada de las
sociedades tribales que alguna vez la antropología formó. Con todo, varios postmodernistas aún se empeñan en evocar la imagen del
buen salvaje. Pero, en vez de enaltecer a las sociedades tribales contemporáneas, optan más bien por romantizar el estilo de vida del
hombre paleolítico, a saber, los cazadores y recolectores. Casi todas las sociedades tribales contemporáneas practican alguna forma de
horticultura y la domesticación de animales, cuentan con algunos utensilios como tecnología, y tienen alguna forma de representación
artística.
Pues bien, algunos postmodernistas han sugerido que la humanidad era mucho más feliz antes de la aparición de estas
instituciones, y que la etapa dorada del hombre fue cuando vivía en pequeñas bandas de cazadores y recolectores. Así, estos
postmodernistas han venido a inspirar el movimiento llamado ‘anarco-primitivismo’, el cual busca la disolución del Estado, y un regreso al
Paleolítico. De esa manera, los primitivistas ya no sólo reprochan la racionalidad, la ciencia y la técnica, sino también la agricultura,
cualquier forma de tecnología e, incluso, el arte y el lenguaje.
Por mucho tiempo, los historiadores y antropólogos habían afirmado que la invención de la agricultura y la ganadería es quizás
uno de los eventos más significativos en la historia de la humanidad. De hecho, el hombre vivió unos cien mil años como cazador
recolector (en la época que llamamos ‘Paleolítico’), y apenas hace diez mil años, empezó a cultivar (y, en función de esta transformación,
llamamos a esta época el ‘Neolítico’). Convencionalmente se estimaba que el Neolítico supuso una gran revolución, pues dramáticamente

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incrementó los niveles de productividad, y transformó masivamente la estructura social. Con el Neolítico, el hombre dejó de ser nómada, y
se hizo sedentario: pasó a construir ciudades.
Pero, algunos antropólogos han sostenido la tesis de que la agricultura no supuso una mejora en las condiciones de vida.
Marshall Sahlins es el más emblemático defensor de esta tesis. A juicio de Sahlins, los cazadores y recolectores del Paleolítico gozaban
de mayor afluencia. En comparación con la agricultura, la caza y la recolección ofrecen baja producción de recursos. Pero, no por ello los
cazadores y recolectores sufrían hambrunas o llevaban un estilo de vida deprimente. Pues, según estima Sahlins, los cazadores
recolectores optaban más bien por seguir el camino del budismo zen: desear poco y consumir poco. Allí donde la sociedad industrial
desea mucho y consume mucho, los paleolíticos sólo buscaban satisfacer sus necesidades básicas como el alimento y el vestido. Puesto
que consumían poco y deseaban poco, los cazadores y recolectores del Paleolítico gozaban del ocio (mucho más que en las sociedades
agrícolas), pues no tenían que dedicar muchas horas de jornada laboral para satisfacer sus necesidades. A diferencia del hombre
moderno, el hombre paleolítico gozaba de tiempo libre para compartir con sus semejantes.
El largo periodo de lactancia, aunado al ejercicio físico como consecuencia del continuo desplazamiento en busca de animales
para la caza y raíces para le recolección, propiciaba un descenso en los niveles de fecundidad, cuestión que servía como control
poblacional, y permitía optimizar los recursos.
Jared Diamond, otro promotor de esta tesis, sostiene que la dieta de los cazadores del Paleolítico era mucho más nutritiva y
balanceada que las dietas basadas en la agricultura y la ganadería. Y, según parece, hay evidencia paleoantropológica que sustenta esta
tesis: los fósiles de los cazadores paleolíticos son más robustos y dan signos de haber poseído mejor salud que los fósiles de la era
agrícola.
La agricultura y la domesticación de los animales, estima Diamond, propiciaron muchas enfermedades, pues ahora los seres
humanos estarían en contacto con muchos patógenos mediante la manipulación de animales y víveres; además de que el crecimiento de
las ciudades (como consecuencia de la agricultura) también propició hacinamientos que desembocaron en epidemias. Más aún, la
agricultura hizo menos balanceada la dieta, y al depender de un pequeño número de rubros, los agricultores corrían el riesgo de sufrir de
hambrunas en caso de que algún rubro no prosperase.
También suele reprocharse a la agricultura como el origen de las desigualdades en la humanidad. Los cazadores paleolíticos no
tenían capacidad de almacenamiento, y por ende, no poseían muchas riquezas. Así pues, todos vivían bajo más o menos las mismas
condiciones. Pero, al surgir la agricultura, se empezó a producir un excedente. La riqueza se empezó a almacenar, y surgieron grupos
que lograron apoderarse de esa riqueza, excluyendo a los otros. Además, el excedente producido por la agricultura permitía el auge de
una clase ociosa que disfrutaba mientras el resto de la población se dedicaba al trabajo de la producción agrícola.
Los alegatos de Sahlins y Diamond tienen bastante plausibilidad, a pesar de que siguen generando debates. Quizás podamos
admitir que la agricultura empeoró las condiciones de vida de nuestros ancestros. Pero, como el mismo Diamond advierte, la sociedad
industrial ha generado un gran excedente de producción y con sus tecnologías ha permitido mucho ocio, de manera tal que en buena
medida ha reparado el daño que la agricultura pudo haber generado, y podemos afirmar que, en promedio, hoy vivimos en mejores
condiciones que durante el Paleolítico. Es sencillamente irracional pretender, como hacen los primitivistas, regresar a la Edad de Piedra.
Los primitivistas, no obstante, no se conforman con señalar las desventajas que la agricultura impuso sobre nuestra dieta y
nuestra salud. John Zerzan, uno de los más prominentes primitivistas, opina que los rasgos culturales definitorios de la humanidad son
deplorables. A juicio de Zerzan, la domesticación de los animales implantó una actitud de dominio, la cual se ha extendido, no sólo a la
naturaleza, sino a los otros hombres también. Al domesticar a los animales y dominarlos en los rebaños, el hombre quiso también
dominar a sus semejantes. Esto ha generado la destrucción del ambiente y continuas guerras.
Zerzan y los primitivistas se unen al ataque postmodernista en contra de la ciencia, pues sostienen que la actividad científica ha
resultado en una catástrofe para la humanidad. La ciencia busca conocer la naturaleza a fin de dominarla, y eso, estima Zerzan, termina
por generar un inmenso daño a la relación armónica que los humanos teníamos con la naturaleza.
Ciertamente la domesticación de los animales implica el ejercicio de un dominio, pero es cuestionable que el dominio de los animales sea
el motivo por el cual unos hombres buscan dominar a otros. Sin necesidad de incurrir en las especulaciones de Nietzsche respecto a la
‘voluntad de poder’, podemos admitir que, debido a las circunstancias de nuestra evolución como especie (en particular, la selección
sexual), probablemente tenemos inscrito en nuestro código genético una tendencia a desear dominar a los demás. El dejar de domesticar
animales no alejará la voluntad de dominio, pues probablemente seguirá inscrita en nuestros genes. De hecho, muchos primatólogos han
observado que entre los chimpancés, los cuales nunca han domesticado a otros animales, se evidencian patrones de dominio y ejercicio
de poder. Además, el hombre paleolítico estaba muy lejos de haber tenido una relación armónica con la naturaleza. Efectivamente el
hombre paleolítico no dominaba a la naturaleza, pero precisamente debido a esto, la naturaleza lo dominaba a él. Muy probablemente los
cazadores paleolíticos vivían atemorizados frente a fenómenos tan triviales como el trueno y la lluvia. El hombre paleolítico vivía a merced
de los depredadores y de las enfermedades, y la esperanza de vida era mucho más baja que la actual. Fue precisamente el auge de la
civilización, y el dominio de la naturaleza, lo que permitió a la especie humana encontrar la seguridad que le garantizara un mínimo de
felicidad.
Zerzan y sus seguidores han llegado al punto de reprochar como tiránico el lenguaje, la representación artística y el uso de conceptos
abstracto y de los números. Desde Aristóteles, se ha creído que el lenguaje es uno de los rasgos más emblemáticos para distinguirnos de
los animales, pero Zerzan tiene razón cuando señala que el lenguaje es una adquisición cultural relativamente reciente y que, en efecto,

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hubo un largo periodo de tiempo cuando los seres humanos no tenían lenguaje. Y, así, Zerzan estima que ésa fue la época dorada de la
humanidad, y que lo deseable será que, eventualmente, abandonemos esas instituciones.
Zerzan se opone a los conceptos numéricos porque cumplen el propósito de cuantificar todos los elementos de la naturaleza y, con esto,
se abre la puerta para la objetificación del mundo. Los seres humanos se empiezan a tratar entre sí como máquinas cuantificables, y no
como sujetos. Asimismo, Zerzan considera que el pensamiento simbólico, el lenguaje y el arte contribuyen a la alienación.
Fundamentalmente, el arte y el lenguaje consisten en una representación de la realidad. Pero, a juicio de Zerzan, en la representación
está la intención de querer dominar aquello que es representado. Los cazadores que pintaron animales en cuevas perseguían ejercer un
control sobre esos animales, mediante su representación. Y, opina Zerzan, el uso del pensamiento abstracto permite la organización
compleja de la sociedad, la cual termina por desembocar en rígidas estructuras de dominio. Al querer ordenar el mundo mediante la
representación y el pensamiento abstracto, el hombre termina por imponer su dominio, y limita la libertad de sus semejantes. El
pensamiento lógico, lo mismo que el lenguaje, impone reglas, y esas reglas son el primer paso hacia el ejercicio del poder.
Zerzan enfrenta acá el mismo problema de Derrida: pretende criticar el lenguaje, pero inevitablemente debe hacerlo empleando él mismo
el lenguaje. Las pretensiones de Zerzan de abandonar la civilización, al punto de ni siquiera emplear la representación simbólica, termina
por rayar en lo absurdo. Si bien los argumentos de Zerzan y los primitivistas pretenden tener como fundamento algunos datos
antropológicos sobre las supuestas virtudes del estilo de vida durante del Paleolítico, son fundamentalmente una recapitulación del
ingenuo romanticismo de Rousseau. Frente a argumentos como los de Zerzan, es evocadora la respuesta de Voltaire a Rousseau:
“después de leer vuestro libro, uno desearía caminar en cuatro patas. Pero, puesto que he perdido ese hábito hace sesenta años,
desgraciadamente me es imposible retomarlo”. Es imposible dar marcha atrás.
Las propuestas de los primitivistas son extravagantes, e incluso vale preguntarse si ellos mismos están dispuestos a asumirlas. La
mayoría de estos primitivistas proceden de países industrializados, en los cuales se han beneficiado ampliamente de los avances de la
civilización. Aquellos países más cercanos al estilo de vida defendido por los promotores del primitivismo, a saber, los países del Tercer
Mundo, desesperadamente desean desarrollar aún más los avances de la civilización, precisamente porque han sufrido las
consecuencias de no participar de la sociedad industrial.
En todo caso, aun si el origen de la civilización con la agricultura, el pensamiento abstracto y el lenguaje fuera una catástrofe
(cuestión que, de nuevo, es muy cuestionable), no tiene sentido tomar marcha atrás. Quizás cometimos el error de civilizarnos, pero una
vez que lo hicimos, ya es irreversible. Una vez que ya hemos estado acostumbrados a las ventajas de la civilización, no hay manera
viable de renunciar a ellas.
***
Por lo general, las tesis de los primitivistas son demasiado extravagantes como para que los postmodernistas las abracen
abiertamente. Si bien el primitivismo ha servido de inspiración al postmodernismo, pocos gurús postmodernistas se atreven a hacer un
llamado explícito a favor del regreso a la edad de piedra. Pero, sí es más visible entre los postmodernistas el desdén por la tecnología. Y,
si bien pocos postmodernistas llegan al extremo de exaltar, a la manera de Zerzan, un regreso a las cavernas, la mayoría de los
postmodernistas sí gusta de explotar la idea según la cual, la tecnología ha terminado por perjudicar a la humanidad. Así, como corolario
del ataque a la ciencia, los postmodernistas han montado un ataque en contra de la tecnología.
El desdén por la tecnología no es reciente. Cuando la revolución industrial ya empezaba a cobrar fuerza, en los inicios del siglo
XIX, un grupo de trabajadores textiles en Leicestershire, Inglaterra, se propuso destruir los telares industriales, y para ello, llevaron a cabo
campañas vandálicas en las fábricas. Este grupo vino a ser conocido como los ‘luditas’, pues su supuesto líder (no hay plena seguridad
de que haya sido un personaje histórico) se llamaba Ned Ludd. Hoy, suele llamarse ‘neo-ludismo’ al movimiento en contra de la
tecnología.
La principal preocupación de los luditas era que las máquinas desplazarían a la mano de obra, y los obreros quedarían
desempleados. Esta preocupación perdura hasta el día de hoy. Países como España han vivido de cerca los avatares del desempleo.
Pero, ha sido cuestionada la idea de que la tecnología es la principal responsable del desempleo. Algunos economistas han sugerido, por
ejemplo, que en la medida en que se emplea tecnología, se aumenta la producción y se reducen los costos. Con esto, la demanda de los
productos aumenta, y de esa manera, el empleador necesita aún más fuerza laboral. En este sentido, los desempleados generados por la
introducción de la máquina son nuevamente empleados por el incremento de la demanda como consecuencia de la mayor productividad.
Este asunto sigue abierto al debate. En todo caso, será necesario encontrar un balance entre la optimización de la producción, y
el desempleo. En las sociedades preindustriales, el nivel de desempleo era casi nulo, pues en ausencia de tecnologías de producción, se
necesitaba toda la fuerza laboral disponible. Pero, las condiciones de vida en estas sociedades eran en promedio peores que las
actuales. No sirve de mucho contar con una tasa de desempleo bajísima, pero a la vez, tener bajísimos niveles de ingesta de calorías y
esperanza de vida.
Los postmodernistas no han sido muy proclives al estudio de la economía (probablemente porque exige mucho esfuerzo y rigor
matemático; ellos prefieren disciplinas que permitan frases rimbombantes), y en este sentido, su desdén por la tecnología alega otras
razones. Mucho más que en los motivos económicos de los luditas, los postmodernistas se inspiran en la imagen evocada por Mary
Shelley en Frankenstein: la tecnología tiene el potencial de deshumanizarnos, e incluso, las máquinas podrían volverse contra nosotros.
Se trata de un tema sumamente explotado en Hollywood, desde Tiempos modernos, hasta Matrix.

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Martin Heidegger, uno de los grandes inspiradores del postmodernismo, es frecuentemente exaltado por su reacción en contra
de la tecnología. Ante un autor tan obscuro como Heidegger, difícilmente podremos estar seguros de qué quiso decir en La cuestión de la
técnica. Pero, a grandes rasgos, su tesis es que la tecnología hace que nos olvidemos de la pregunta por el ser (de nuevo, ¿qué diablos
significa esto?). El temor de Heidegger es que nos volvamos esclavos de la tecnología, y que ésta deje de ser un medio para convertirse
en un fin en sí misma.
A Heidegger también le preocupa que la tecnología despoje al hombre de su capacidad creativa. La palabra ‘tecnología’ viene
del vocablo griego ‘tekne’, que significa ‘arte’. Pero, Heidegger considera que la tecnología actual ha impedido que hombre desarrolle su
capacidad poética. En la medida en que la tecnología mecaniza las actividades cotidianas, priva a los seres humanos de su libertad
expresiva. En la medida en que todo está sistematizado, el hombre pierde su libertad. Por ello, Heidegger no era tímido en evocar las
imágenes típicamente románticas del regreso al campo y el desdén por la vida urbana.
Quizás haya algo de pertinencia en la preocupación de Heidegger. Ciertamente, en la medida en que extendemos la
sistematización de la tecnología a nuestras actividades cotidianas, nuestras vidas se vuelven un poco más rígidas. Pero, los beneficios de
la tecnología son de tal magnitud, que amerita hacer el sacrificio de someternos a la sistematización y mecanización del mundo.
Además, la misma tecnología abre nuevas oportunidades para la creatividad y la expresión poética. La ingeniería propicia la
formación de diseños que sacan a relucir las habilidades creativas de las personas. Un ingeniero japonés que diseña un teléfono móvil es
tan artista como un pintor que representa un paisaje natural. Tradicionalmente los estetas han considerado que la obra de arte no debe
contar con funcionalidad, pero esto es muy discutible. Muchas máquinas sirven el doble propósito de resolver alguna necesidad, y a la
vez, generar emoción estética.
Otro tecnófobo que seduce mucho a los postmodernistas ha sido Jacques Ellul. Como Heidegger, Ellul mantuvo preocupación
por el modo en que, supuestamente, la tecnología despoja de libertad a los seres humanos. A Ellul le preocupaba cómo las personas se
vuelven dependientes de la máquina. Quizás Ellul tenga razón en que el hombre moderno depende mucho de la máquina, pero las
libertades que la tecnología ofrece exceden considerablemente a las limitaciones. El hombre primitivo es libre de la dependencia de los
precios del petróleo, pero es prisionero de un reducido espacio, al no poder viajar largas distancias. El hombre primitivo es libre de la
radiación de los rayos X, pero es prisionero de un alto número de enfermedades que la tecnología médica ha erradicado.
A Ellul también le preocupaba el uso irracional de las tecnologías, así como su potencial uso destructivo. Ellul tiene razón en
señalar que muchas tecnologías son irracionales (por ejemplo, el uso de automóviles desemboca en terrible caos vehicular), pero ello no
debería conducirlo a odiar a la tecnología per se. Lo necesario es planificar con anticipación el uso de las tecnologías, y las lecciones
aprendidas de fracasos anteriores pueden conducirnos a eso. Ellul también tiene razón en que muchas tecnologías se emplean para
hacer mucho daño. Pero, deberíamos apreciar que cualquier herramienta es un arma de doble filo, y además, no es necesario emplear
tecnologías muy sofisticadas para cometer atrocidades. Ciertamente en Hiroshima y Auschwitz se emplearon grandes adelantos
tecnológicos, pero en Ruanda se asesinaron a dos millones de personas con machetes. El problema no es la tecnología propiamente,
sino el uso que se le dé.
El primitivismo tecnófobo parte de una premisa fundamental: la naturaleza es condescendiente con los seres humanos, y por
eso, debemos mantener la armonía y no buscar dominarla mediante nuestros inventos y máquinas. Pero, no es necesaria una
observación demasiado minuciosa como para darse cuenta de que esa premisa es falsa. La naturaleza es cruel, y en su estado natural, la
humanidad está sujeta a todo tipo de restricciones. Por eso, antes de permitir que la naturaleza domine al hombre, es prudente tomar la
delantera, y dominar a la naturaleza.
El Génesis enseña muchas tonterías (al menos si se interpreta literalmente, como hacen los creacionistas), pero uno de sus
aspectos más loables es la insistencia de que Dios ha encomendado al hombre la misión de dominar la tierra. Muchos postmodernistas
se han quejado de que el conocimiento científico del mundo forma parte de un intento por dominarlo. Quizás en esto tengan razón, pero
no es objetable querer dominar a la naturaleza. Si nosotros no la dominamos, ella nos dominará a nosotros. Acá es evocadora la frase de
Simón Bolívar, un hombre notablemente influido por la Ilustración, durante el terremoto de Caracas en 1812: “si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.
Juan José Sebreli resume muy elocuentemente la necesidad de hacer caso omiso a los tecnófobos postmodernistas,
precisamente como ruta para la liberación de los trabajadores:
“La liberación del hombre no depende pura y exclusivamente de una organización social y política más justa… Sólo el desarrollo
industrial permitió la desaparición de la esclavitud, sólo la invención de la máquina permitió que el trabajo se realizara sin grandes
esfuerzos físicos. Es decir que el desarrollo de la técnica es una condición indispensable para la liberación del hombre… La
liberación del hombre del trabajo penoso es posible sólo recién hacia fines del siglo XX, mediante la revolución científico-técnica. La
máquina liberaba del esfuerzo físico, pero sometía a un trabajo rutinario y alienante; sólo la automatización y la robotización llevadas
hasta sus últimas consecuencias permiten la desaparición del proletariado… Los antitecnológicos olvidan que era mucho menos
saludable aún vivir en la era anterior a las vacunas y los antibióticos, cuando las pestes diezmaban a poblaciones enteras y el
promedio de vida no pasaba de los treinta años. La técnica ha logrado controlar las pestes, las plagas, y virtualmente el hambre,
que sólo subsiste en algunas regiones del planeta por una organización política y social irracional e injusta. Los males, que trajo la
tecnología sólo podrán solucionarse con más y mejor tecnología, y sobre todo, con una tecnología usada más racionalmente… La

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automatización y la robotización constituyen como ya dijimos, un medio indispensable para liberar al hombre del trabajo físico. La
informática, por su parte, es un medio fundamental para la organización racional de la sociedad”.
El desdén postmodernista por la tecnología ha inspirado a muchos grupos ecologistas en su protesta frente a los excesos de la sociedad
industrial. Hoy, enfrentamos la grave amenaza del calentamiento global, y en oposición a lo que algunos representantes de la derecha
creen, sí parece que los seres humanos sí tenemos mucha responsabilidad en esta hipotética catástrofe. Pero, la solución a los
problemas ecológicos no está en el abandono de la tecnología. La solución está en generar tecnologías que permitan aprovechar al
máximo los recursos de la naturaleza, a la vez que se eviten los daños ecológicos que terminarían por perjudicarnos. De nuevo, Juan
José Sebreli es muy elocuente al respecto:
“El medio ambiente se encuentra más protegido en las sociedades industriales avanzadas que en las economías primitivas, ya que
en aquéllas las fuentes de energía causantes de polución son reemplazadas por otros medios de energía más limpios y los
pesticidas están prohibidos. En cambio, en las sociedades atrasadas del tercer mundo, es común la destrucción forestal, la erosión
de los suelos, la desaparición de las tierras de labranza, como consecuencia directa de los sistemas de explotación anticuados. La
pobreza y el desordenado crecimiento demográfico los obliga a saquear su capital ecológico y a sobreexplotar su medio ambiente
y su base de recursos naturales… La solución de los problemas ecológicos no está pues en el retorno de los países industriales a
la tierra, sino, por el contrario, en la industrialización e introducción de técnicas agrícolas modernas en los países atrasados”.
Primitivistas extremos como John Zezner son al menos más sensatos que la mayoría de los postmodernistas tecnófobos. Zezner ha
tenido el suficiente coraje como para proclamar que debemos prescindir de cualquier forma de tecnología, inclusive el propio lenguaje.
Pero, tecnófobos más moderados como Heidegger o Ellul son muy imprecisos respecto al alcance del rechazo de la tecnología. Por lo
general, se han limitado a criticar a la sociedad tecnológica, sin especificar dónde debemos trazar el límite: ¿debemos abandonar el
internet?, ¿el teléfono?, ¿las señales de humo? Tecnófobos como Jacques Ellul acusaban a la sociedad tecnológica de ser nihilista, pero
al final, los postmodernistas tecnófobos incurren en el nihilismo de criticar a la tecnología, pero sin ofrecer una alternativa.
Uno de los más emblemáticos postmodernistas, Jean Baudrillard, ha expuesto otro tipo de preocupaciones respecto a la tecnología. Lo
mismo que Heidegger, ante un autor tan obscuro como Baudrillard, difícilmente podremos estar seguros de cuáles son sus opiniones
(como Lacan, Baudrillard admitía que él escribía deliberadamente para que no le entendieran). Pero, a grandes rasgos, la tesis de
Baudrillard es la siguiente: a partir del siglo XX, han prosperado tecnologías de simulación de la realidad, creando mundos virtuales. Esta
simulación de la realidad ha llegado a tal nivel, que el mundo real se confunde con el virtual, y se ha desembocado en aquello que
Baudrillard llama ‘híper-realidad’.
Baudrillard presta mucha atención a un brevísimo cuento de Jorge Luis Borges, Del rigor en la ciencia, en el cual se narra que un imperio
construyó un mapa tan detallado de su territorio, que eventualmente el mapa vino a ser una réplica del imperio. Pasado el tiempo, el
imperio se deterioró, pero el mapa seguía intacto. Pues bien, Baudrillard sostiene que la tecnología moderna ha llegado a tal punto en su
simulación, que cada vez más las personas se olvidan de la diferencia entre lo real y lo simulado. A juicio de Baudrillard, el caso más
emblemático es Dinseylandia: se crea una ciudad paralela de fantasía, al punto de que los usuarios se pierden y no logran distinguir si
están en un mundo real o simulado.
Como muchos otros postmodernistas, las opiniones de Baudrillard empiezan con algunas alusiones interesantes, pero
desembocan en exabruptos. Efectivamente, las tecnologías de entretenimiento buscan la simulación, cada vez con mayor capacidad. En
la Edad Media, la simulación era a lo sumo una fiesta de disfraces, hoy la simulación incluye parques temáticos, videojuegos, etc.
Baudrillard parece mostrar mucha preocupación de que lo real se confunda con lo virtual, pues podría llegar un momento en que
nos alienemos a un mundo de fantasía. De nuevo, esto también es plausible. Nuestra sociedad enfrenta el problema de niños malcriados
que no quieren hacer actividad física con sus amiguitos, y prefieren quedarse encerrados en la casa jugando videojuegos por muchas
horas. Pero, al considerar este asunto con mayor detenimiento, comprenderemos que un buen sector de las actividades humanas
desarrolla simulacros.
De hecho, toda la actividad artística es en sí misma un simulacro. La palabra ‘simulacro’ viene del latín ‘simulacrum’, que significa
‘similitud’, pero también ‘estatua’. Así, cada vez que se representa la realidad mediante el arte, se incurre en alguna forma de simulación.
Platón sentía un desdén por los poetas, pues a su juicio, con su creación, terminaban por desvirtuar lo real. En su empeño de atacar la
simulación, Baudrillard pareciera compartir la actitud platónica de combatir cualquier forma de arte, por temor a generar simulaciones que
no permitan distinguir lo real de lo virtual.
Las opiniones de Baudrillard en un inicio son plausibles. Pero, como muchos otros postmodernistas, incurre en la pereza de no
precisar cuál es el alcance de su crítica. Podemos aceptar que los simulacros en videojuegos son motivo de preocupación, pero, ¿dónde
trazamos el límite entre lo aceptable y lo inaceptable en la simulación? Podemos aceptar que Disneylandia es alienante, pero ¿es también
alienante una fiesta de disfraces? ¿Una novela que crea mundos fantasiosos? ¿Una estatua?
En todo caso, la marcha de la tecnología no parece detenerse. Y, si la ley de Moore es correcta (según la cual, la tecnología
crece exponencialmente), en un futuro no muy lejano tendremos a nuestra disposición tecnologías que, de acuerdo a sus proponentes,
nos convertirá en algo distinto a los seres humanos. Quienes promueven estas hipotéticas tecnologías se llaman a sí mismos
‘transhumanistas’, y tienen la pretensión de que, en un futuro cercano, aparezca un ‘post-humano’, a saber, un ser impregnado a tal punto
de tecnología, que trascenderá las limitaciones actuales del cuerpo humano y, por ende, ya no podrá ser llamado ‘humano’.

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Las tecnologías propuestas por los transhumanistas son muy variadas. Algunas consisten en regenerar las células para evitar el
envejecimiento. Otras consisten en incorporar elementos de silicio al cuerpo humano para evitar su descomposición; con esto, nos
convertiríamos en cyborgs, un concepto ampliamente explorado en la ciencia ficción. Aún otras proponen emular el cerebro natural en
una máquina (o, reemplazar el material orgánico del cerebro con material sintético), al punto de transferir la conciencia a los ordenadores
y, con ello, asegurar un cierto tipo de inmortalidad, pues el material sintético no se descompondría.
Tal como sus mismos promotores lo anuncian, el transhumanismo tiene un firme arraigo en los ideales de la Ilustración. Los
transhumanistas no han hecho más que llevar al extremo el optimismo ilustrado, el empleo de la racionalidad, y el deseo de conocer y
dominar la naturaleza para promover el bienestar de la humanidad. No obstante, el proyecto transhumanista genera ansiedad en muchas
personas, y no es necesario ser postmodernista o contrailustrado para manifestar preocupación frente al transhumanismo.
Ciertamente la posibilidad de vivir en un mundo en el que nos habremos convertido en cyborgs, o habremos transferido nuestras
mentes a ordenadores, invita a considerar su conveniencia ética. Pero, no debemos incurrir en mojigaterías. Debemos evaluar
minuciosamente las ventajas y desventajas de estas posibilidades tecnológicas.
Por ejemplo, no sirve de mucho argumentar que el transhumanismo es una instancia de aquello que los griegos llamaron
‘hubris’, la arrogancia de sentirnos dioses. Cualquier innovación tecnológica lleva implícita la arrogancia humana de querer emplear
nuestro ingenio para dominar la naturaleza, pero no por ello esa actitud es arrogante. Si hubiéramos puesto límites a nuestra arrogancia,
no habríamos inventado nada.
Es más pertinente la preocupación de que estas tecnologías nos deshumanicen. Pero, de nuevo, amerita adentrarnos en este
debate sin mojigaterías. ¿Realmente queremos permanecer con las limitaciones del cuerpo humano? Quizás para ser felices, debemos
buscar precisamente la deshumanización: buscar convertirnos en una especie que venza a la degeneración y enfermedades a las que
está actualmente sometido Homo sapiens. Los marcapasos, laz calzas de diente, las prótesis, los clavos para lesiones, etc., son
invasiones foráneas en nuestro cuerpo y, en cierto sentido, nos deshumanizan, pero contribuyen a nuestra felicidad. ¿Por qué, entonces,
no estamos dispuestos a llevar estos complementos tecnológicos a un nivel más extremo?
También es preocupante la posibilidad de que estas tecnologías terminen por imponer un terrible sistema jerárquico en el cual
sólo una minoría de la población mundial tenga acceso a estos beneficios tecnológicos, y con esto, asegure su dominio sobre el resto de
la humanidad. Esta preocupación es legítima, pero es extensible a cualquier tecnología. Desde la invención de la rueda, hasta la
invención del Internet, siempre se ha corrido el riesgo de que sólo una minoría de la humanidad tenga acceso a sus beneficios. Lo
necesario será, en todo caso, asegurarse de que la tecnología se democratice, como efectivamente se ha hecho en los últimos diez mil
años.
En definitiva, la civilización tecnológica no es enteramente utópica. Pero, en balance, la civilización y la tecnología han traído
más beneficios que perjuicios a la humanidad. Y, en este sentido, podemos sostener, en oposición a los postmodernistas y demás
contrailustrados, que sí ha habido progreso en la historia de la humanidad. Nada nos garantiza que ese progreso continuará. Pero, para
seguir intentando mejorar nuestras condiciones de vida, será necesario no renunciar a la exhortación de la Ilustración de emplear la
racionalidad, conocer el mundo, y dominar la naturaleza.
Para leer más…
EDGETON, Robert. Sick Societies. Simon & Schuster. 1992. Una obra muy completa en la cual se refuta la idea de que las
sociedades primitivas viven felizmente.
VÁSQUEZ, Horacio, La izquierda reaccionaria. RED Ediciones. 2005. Una crítica general al postmodernismo, dedica varias
secciones a los primitivistas.
Capítulo 9
La obsesión con el poder
He mencionado en el capítulo 1 que, de estar hoy vivo, Marx probablemente se resentiría de ser colocado en el mismo saco
izquierdista de los postmodernistas. En efecto, el marxismo ortodoxo es heredero de la Ilustración, y está muy lejos de asumir el
irracionalismo contrailustrado de los gurús postmodernistas. Pero, ahora debo admitir que Marx sí abrió paso a una tesis que luego sería
predilecta entre los postmodernistas; a saber, que las ideas imperantes en una sociedad sirven a los intereses de la clase dominante.
En sus análisis sociológicos, Marx postulaba la existencia de dos tipos de estructuras que conforman a la sociedad. Por un
aparte, la infraestructura es la base económica, a saber, el conjunto de relaciones de producción que impera en la sociedad. Por otra
parte, la superestructura son los valores imperantes en la sociedad. A juicio de Marx, la superestructura reposa sobre la infraestructura;
en otras palabras, los valores de una sociedad dependen de las relaciones económicas que ahí imperen.
En este sentido, Marx era de la opinión de que los valores imperantes en una sociedad proceden la clase dominante, y favorecen la
continuidad del sistema económico. Consideremos, por ejemplo, a la religión. Según el marxismo, las ideas religiosas de una sociedad se
acomodan muy bien a los intereses de la clase dominante. Cuando la religión enseña que los dioses han instituido la desigualdad social,
o que habrá un más allá en el cual los pobres serán reivindicados, pero sólo si no se sublevan, el sistema de opresión se mantiene, pues
mantiene a la raya a los oprimidos. Y, en ese sentido, las ideas religiosas favorecen a los opresores. Por eso, señalaba Marx, la religión
es el opio del pueblo.
Lo mismo sucede con otras instituciones. El arte refleja los valores de la clase burguesa, y sus representaciones de sublimidad hacen
que el trabajador se olvide de la opresión que está sufriendo; con esto, el opresor asegura su dominio. El derecho ha impuesto leyes que

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favorecen a los intereses burgueses y perjudican a los trabajadores. El Estado es una forma de organización política impuesta por la
clase burguesa para asegurar su control sobre los medios de producción. La educación siembra falsas ideologías en los trabajadores, a
fin de que no alcancen a ver cómo son oprimidos. Y, así sucesivamente.
Estas tesis de Marx tienen algo de plausibilidad. Es cierto que muchas religiones han servido para aplastar a los oprimidos; por
ejemplo, en la India, la creencia en el karma y la reencarnación ha servido para mantener vigente el brutal sistema de castas. También es
cierto que, en muchas ocasiones, los legisladores forman alianzas con los empresarios para dictar leyes que perjudican a los
trabajadores. Y, así, el contenido de muchas instituciones parece favorecer a las clases dominantes.
Pero, estas tesis marxistas deben manejarse con mucha cautela, pues pueden ser fácilmente abusadas. No podemos asumir
indiscriminadamente que todas las instituciones sociales obedecen exclusivamente al interés material de la clase dominante.
Precisamente una de las críticas que el gran Max Weber hizo al marxismo fue ésta: muchos fenómenos sociales son ante todo,
ideológicos, y no viene al caso explicarlos a partir de los intereses económicos de un grupo. En todo caso, una de las labores más arduas
en la sociología consiste en poder distinguir cuáles fenómenos obedecen a intereses materiales y cuáles no.
Pero, además del peligro de generalizar las tesis marxistas sobre las relaciones entre la base económica y la superestructura, se
corre el riesgo de hacer del marxismo una teoría no falseable. Karl Popper denunciaba que el marxismo ha terminado por ajustarse de
manera tal que no existe ningún contraejemplo posible que pueda refutarlo. Siempre que se esgrima algún alegato o se presenta
evidencia en contra del marxismo, sus defensores podrán hacer malabares para evitar ser refutados. Y, tal como hemos visto en el
capítulo 5, las teorías que no son falseables no pueden ser consideradas científicas.
Popper denunciaba, por ejemplo, que cada vez que algún periódico reseñaba un dato que no encajaba con el entendimiento
marxista de la historia y la sociedad, los marxistas inmediatamente saltaban a decir que ese periódico formaba parte de la prensa
burguesa que tiene el propósito de alienar a la clase trabajadora para que no se despierte su conciencia de clase, y que ése es el motivo
por el cual el periódico difunde ese dato.
Así, lamentablemente, muchas corrientes del marxismo han venido a formar grandes teorías de la conspiración. Según estas
teorías, existe una gran conspiración burguesa para asegurar su control sobre los medios de producción, y esta conspiración abarca a la
religión, el derecho, el arte, el Estado, la educación, etc. Pero, más importante aún, quien sostenga que esa conspiración existe, ¡forma
parte en sí mismo de la conspiración! Es decir, quien se opone al marxismo, es parte del complot burgués. Esto no es muy distinto de la
creencia de varios pueblos africanos según la cual, quien promulgue que las brujas no existen, es seguramente una bruja.
En este sentido, los marxistas han desarrollado la lamentable tendencia a intentar refutar a sus oponentes, señalando los
orígenes burgueses de su contraparte. Hemos visto en el capítulo 3 que Roland Barthes se valía de esta estrategia cuando le
reprochaban que escribía sin claridad: a juicio de Barthes, la claridad es un valor burgués. A tal punto ha llegado este vicio marxista, que
Trofim Lysenko propició el exilio de muchos genetistas a Siberia durante la era de Stalin, bajo la excusa de que la genética de Mendel
(hoy aceptada casi totalmente entre científicos) era un invento burgués para dominar a los trabajadores.
De esa manera, el marxismo ha abierto el camino para que los postmodernistas rechacen muchas ideas perfectamente
racionales, tomando como excusa el origen circunstancial de estas ideas en las clases dominantes. Además de Marx, la obra de Friedrich
Nietzsche también ha servido de plataforma para que los postmodernistas desarrollen esta tendencia.
Nietzsche célebremente rechazó la ética cristiana. Pero, mucho más que oponerse a los valores cristianos en virtud de su
contenido, se opuso a ellos en virtud de su origen. A juicio de Nietzsche, la moral cristiana surgió para asegurar el dominio de una clase
resentida que tenía mentalidad de esclavos. Al promover valores como la misericordia, la caridad, etc., el naciente cristianismo promovía
una visión del mundo que le permitía asegurar posiciones de poder. Y, en ese sentido, la moral cristiana no es necesariamente
trascendente, sino más bien una construcción social que surgió en unas circunstancias específicas.
Nietzsche propuso así el método de la ‘genealogía’ al acercarse al estudio de la moral. Al evaluar una norma moral, proponía
Nietzsche, conviene considerar cuáles fueron las circunstancias en las que esa norma apareció y, sobre todo, qué intereses servía. Al
lograr desenmascarar sus intereses, se podrá apreciar que esa norma no tiene una aplicabilidad absoluta o universal, e incluso, estamos
en posición para rechazarla, precisamente porque se trató de una norma promovida para servir los intereses de quienes la forjaron.
Los postmodernistas se han tomado muy en serio los métodos de Marx y Nietzsche. Ante cualquier creencia, los postmodernistas saltan
a evaluar bajo qué condiciones apareció esa creencia. Y, buscan investigar especialmente quiénes conformaban el grupo dominante en el
contexto en el cual surgió esa creencia. En la medida en que los postmodernistas supuestamente descubren que esa creencia surgió
para favorecer a un grupo dominante, terminan por rechazarla.
Los postmodernistas suelen emplear este método genealógico a toda suerte de creencias establecidas. A la manera de los
marxistas, por ejemplo, algunos consideran que las creencias religiosas sirvieron a los intereses de las clases dominantes. De hecho,
esta idea ya existía entre los ilustrados: el mismo Voltaire opinaba que la religión había surgido como producto de una gran conspiración
de los sacerdotes para asegurar su poder.
Pero, los postmodernistas suelen ir más lejos, y aplican el método genealógico incluso a las teorías científicas. La mayoría de las
leyes científicas han sido postuladas por hombres blancos europeos procedentes de clases burguesas. Los postmodernistas suelen ver
esto con sospecha, y procuran elaborar malabares argumentativos para concluir que los descubrimientos y las leyes científicas que han
adelantado no tienen una correspondencia con la realidad, sino que han sido un artificio para asegurar su postura de dominio.

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Con esto, los postmodernistas incurren nuevamente en el relativismo. Pues, a su juicio, la verdad, en términos absolutos, no
existe. La verdad o falsedad de un enunciado es relativa a las condiciones de poder del contexto en el cual se predica el enunciado. En
otras palabras, la distinción entre lo verdadero y lo falso ha sido impuesta por un grupo para asegurar su dominio. Y, en este sentido,
ninguna teoría científica es confiable, pues siempre refleja los intereses de quienes la promueven.
De hecho, aseguran los postmodernistas, toda forma de conocimiento es un ejercicio del poder. El filósofo Francis Bacon había
promovido en el siglo XVI la frase “scientia potentia est”, el conocimiento es poder. Con esto, quería decir que, en la medida en que se
pudiera conocer el mundo, se podría ejercer un control sobre él. En otras palabras, para Bacon, el conocimiento determina al poder. Pero,
los postmodernistas han dado un giro a la interpretación, y han sugerido que el poder determina el conocimiento: la distinción entre lo
verdadero y lo falso será impuesta para servir a los intereses de los dominantes.
Hemos visto en el capítulo 7 que Edward Said hacía mucho uso de esta idea. Según su opinión, el conocimiento procedente de
las disciplinas orientalistas en realidad obedecía a los intereses imperialistas. Cuando los orientalistas describían algún aspecto de alguna
sociedad árabe, lo hacían con el propósito de lanzar campañas imperialistas de dominio. Y, en este sentido, sus descripciones no son
confiables, pues en ellas están inscritos los intereses de poder. De hecho, ninguna descripción es confiable u objetiva, pues en toda
descripción está inmiscuido el poder.
Said siempre reconoció su deuda intelectual con Michel Foucault, uno de los más emblemáticos postmodernistas. Y, en efecto,
Foucault fue muchas veces llamado el “filósofo francés del poder”. Como en ningún otro postmodernista, en Foucault sale a relucir la
obsesión con el poder. Desde la psiquiatría hasta la criminología, pasando por la medicina clínica y otras disciplinas científicas, Foucault
repite una y otra vez el mismo tema: el conocimiento tiene una relación íntima con el poder, y la distinción entre lo verdadero y lo falso es
una construcción social que ha servido a los intereses de los poderosos.
Foucault pretendió ser un historiador (aunque, historiadores muy competentes como Peter Gay y Roy Porter han objetado esta
pretensión). Foucault explícitamente se consideraba un seguidor de Nietzsche, y aspiraba aplicar el método genealógico de Nietzsche, no
propiamente a la moral, sino a toda forma de conocimiento. En otras palabras, Foucault procuró desenmascarar los supuestos intereses
ocultos de las disciplinas científicas, y para ello pretendía valerse de estudios sobre los orígenes históricos de estas disciplinas.
A juicio de Foucault, cada época está enmarcada en aquello que él llamó una ‘episteme’, a saber, el conjunto de presunciones a partir del
cual se elaboran juicios. Este concepto no es muy distinto de los ‘paradigmas’ de Kuhn o, incluso, de los ‘juegos del lenguaje’ de
Wittgenstein. Y, tal como ocurre con esos conceptos, tiene una fuerte resonancia con el relativismo. Pues, la distinción entre lo verdadero
y lo falso será relativa a la episteme imperante de una época. En este sentido, no existe algo que podamos llamar ‘verdad’ en un sentido
absoluto y trascendente. El mundo sólo puede ser observado a través del prisma de la episteme, y cuando ésta cambia, también cambia
aquello que creemos verdadero.
La principal disciplina científica contra la cual Foucault dirige su ataque es la psiquiatría. Frecuentemente se ha pensado que, en su corta
historia, la psiquiatría ha progresado significativamente hacia un tratamiento digno y humanitario de los enfermos mentales. Pero,
Foucault considera que un minucioso análisis de la historia de la psiquiatría, lejos de revelar un progreso hacia la dignidad, revela la
aparición de técnicas de control que favorecen a la clase dominante.
En la Edad Media, sostiene Foucault, los psicóticos convivían diariamente con el resto de la sociedad. De hecho, a los psicóticos se los
consideraba personas con talentos que el común de las personas no tenía. En el entendimiento popular, los psicóticos estaban en
contacto con los dioses o demonios, y en muchas ocasiones eran apreciados como fuente de creatividad. E, incluso, existía el tema
literario según el cual, los locos decían la verdad, así como también pronunciaban discursos muy profundos. Si bien los enajenados
mentales eran considerados excéntricos, no constituían propiamente un peligro. Eran anómalos, pero estaban integrados al diario
convivir, y eran tan libres como el resto de las personas.
No obstante, hasta finales de la Edad Media, existía en la sociedad occidental un grupo de parias que sí era considerado muy
peligroso, y se procuraba excluirlos de la convivencia diaria: los leprosos. Cuando la lepra dejó de ser una epidemia alarmante, ya no
hubo necesidad de mantener en control y exclusión a esa población de enfermos. Pero, opina Foucault, los enajenados mentales pasaron
a ser los nuevos parias.
El final de la Edad Media coincidió con la aparición del enaltecimiento de la razón. Y, así, la sociedad empezó a idear mecanismos para
excluir y controlar a todos aquellos que no encajaran en los parámetros de la racionalidad. Hasta ese momento, los psicóticos eran
personas libres que diariamente convivían con el resto de la población; pero a partir del enaltecimiento de la racionalidad, los psicóticos
ahora se empezaban a considerar personajes peligrosos que era urgente controlar.
Según Foucault, surgieron así prácticas como agrupar a psicóticos y enrumbarlos en embarcaciones por los ríos, con el propósito de que
encontraran la razón; fue así como apareció el tema del “barco de los tontos”. La locura ya no era apreciada como una forma libre de
expresión y creatividad, sino como un comportamiento extraño que empezaba a rayar en lo peligroso. El psicótico podría alterar el orden
social que pretendía construirse sobre las bases de la razón.
El temor y la oposición a la locura empezaron a crecer, y eventualmente, se procuró encerrar a los enfermos mentales. Allí donde en la
Edad Media los locos deambulaban libremente por las calles, el origen de la modernidad marcó el inicio del encierro y la severa represión
de la locura. Según Foucault, a partir de 1656 empezó aquello que él llama el ‘gran encierro’: en los países de la Europa occidental, se
procedió a encerrar masivamente a las personas en manicomios. Foucault estima que cerca del 1% de la población de París estaba
recluida en estas casas para locos.

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Foucault considera que en este dramático cambio respecto a la actitud hacia la locura, está inmiscuido el poder. No sólo se buscaba
suprimir a la irracionalidad, sino que el naciente proyecto moderno empezó a encerrar so pretexto de locura a todo aquel que se desviase
de las normas morales de aquella época. Y, así, se procedió a encerrar a todos aquellos personajes que resultaran incómodos a la
sociedad: promiscuos, borrachos, criminales, mendigos, maleantes. Incluso, sostiene Foucault, el encierro persiguió fines económicos: las
difíciles condiciones económicas de los siglos XVII y XVIII generaron desempleo y pobreza, y los manicomios surgieron para deshacerse
de los desempleados y mendigos. Frente a la crisis económica, la ‘normalidad’ se definió en términos económicos: todo aquel que
estuviese al margen de la productividad económica, sería un loco. Fue así como, a juicio de Foucault, nació la ética del trabajo.
Asimismo, en esta época, el enfermo mental perdió su humanidad, y pasó a ser una bestia. Las condiciones de los manicomios eran
infrahumanas. Los recluidos estaban encadenados en pésimas condiciones sanitarias, y muchas veces se les imponía trabajo forzoso.
A partir del siglo XIX, creció la sensibilidad frente a estas lamentables condiciones, y surgieron varios reformistas que
revolucionaron el trato dado a los enfermos mentales. En Francia Phillipe Pinel, y en Inglaterra Samuel Tuke, promovieron la liberación de
los encadenados en los manicomios, y con eso, fundaron la moderna institución del hospital psiquiátrico.
Los historiadores de la psiquiatría suelen ver en esto un innegable progreso, y avalan la labor reformista de Pinel y Tuke. Pero,
Foucault considera que no hay motivos humanitarios en esas reformas. Más bien, opina Foucault, se evidencia en estas reformas una
nueva forma de ejercer control sobre los enajenados mentales. En la medida en que se diagnosticaba a alguna persona con alguna
enfermedad mental, se abría paso para que la ciencia se abrogara el derecho de intentar curarla, y con ello, asumía el control de sus
vidas.
Más importante aún, ahora la locura era apreciada no propiamente como una enfermedad, sino como una suerte de decisión
moral: el loco buscaba su propia locura. En este sentido, el manicomio era una suerte de castigo. El enfermo mental había recobrado su
humanidad, pero ahora se le consideraba un rebelde.
Y, en cierto sentido, las reformas de Pinel y Tuke pretendían implantar en los locos los valores propios de la moralidad burguesa.
Tuke, por ejemplo, llevaba a los locos a retiros en el campo, a tomar té y exhibir comportamientos de etiqueta propios de la burguesía. El
criterio de ‘normalidad’ era la vida burguesa. Y, así, la psiquiatría moderna nació como un medio de control frente a todo aquel que se
desviase de esta moral burguesa. La autoridad de los psiquiatras ya no era exclusivamente científica, sino también moral. Los psiquiatras
no contaban meramente con el conocimiento científico para curar a los enfermos mentales; también contaban con el poder moral para
dictar a los enfermos mentales sus pautas de conducta.
En toda esta interpretación histórica elaborada por Foucault, aparecen los temas relativistas que hemos evaluado en los
capítulos 4 y 5. Una de las conclusiones (si bien no muy explícita) de Foucault es que la distinción entre el cuerdo y el loco es una mera
construcción social; así como muchos postmodernistas sostienen que no hay un criterio de demarcación universalmente válido entre
ciencia y pseudociencia, Foucault sostiene que no hay un criterio de demarcación universalmente válido entre el enfermo y el sano
mental. Foucault pretende aplicar el método genealógico de Nietzsche, para sostener que esta demarcación es una contingencia
histórica, en la cual el ejercicio del poder ha tenido mucha influencia.
Foucault no era psiquiatra, pero otros psiquiatras sí han coincidido con sus ideas. Thomas Szasz, por ejemplo, ha defendido la
provocadora tesis de que la enfermedad mental es un mito. A juicio de Szasz, los diagnósticos psiquiátricos han servido como plataforma
para controlar a las personas que resultan incómodas a la clase dominante. Y, lo mismo que Foucault, Szasz ve en la psiquiatría una
disciplina al servicio de los intereses de los poderosos.
Otro psiquiatra, R.D. Laing, también ha defendido la tesis según la cual, la enfermedad mental es un mito. Ciertamente las
personas consideradas enfermas mentales son distintas al resto de la población. Pero, no son patológicas, en el sentido en que lo
entiende la psiquiatría. Los esquizofrénicos conservan una forma de racionalidad que se expresa en su creatividad, la cual la sociedad
trata de suprimir. De hecho, tanto Laing como Foucault estuvieron muy interesados en personajes que, en su momento, fueron
considerados locos, pero hoy los consideramos genios artísticos: Van Gogh, Artaud y Nietzsche, entre otros. Del mismo modo en que los
relativistas culturales consideran que hay muchas racionalidades, Laing defendía que los esquizofrénicos son racionales a su manera.
Esta tríada de autores (Foucault, Szasz y Liang) vinieron a conformar el movimiento que posteriormente fue llamado la ‘anti-
psiquiatría’. El movimiento, el cual hoy conserva alguna fuerza, considera que la psiquiatría es una pseudociencia al servicio de los
poderosos, la cual hace un inmenso daño. Los promotores de la psiquiatría proponen la abolición de los hospitales psiquiátricos, y la
remoción de patrones de enfermedad mental en la ciencia.
Las posturas de la anti-psiquiatría son seductoras, pero deben manejarse con extremo cuidado. En principio, parece muy
evidente que, en efecto, el diagnóstico de varias enfermedades mentales ha servido como plataforma para dominar a muchos grupos que
se consideran subversivos. En el siglo XIX, por ejemplo, el médico Samuel Cartwright propuso que los esclavos que escapaban de sus
amos sufrían el desorden mental de la ‘drapetomanía’, y por algún tiempo, esto se asumió como un diagnóstico válido. Supuestamente,
los esclavos que sufrían de esta condición mental exhibían rasgos de pereza y desobediencia, y se debía en buena medida al hecho de
que sus amos eran demasiado complacientes con ellos. En vez de asumir el deseo natural que cualquier humano siente por la libertad, la
naciente psiquiatría utilizó su poder científico para arrinconar en la esquina patológica a los esclavos que huían. Es evidente que
Cartwright no estaba al servicio del saber científico desinteresado, sino al servicio de los esclavistas.
Algo similar ocurría con la ‘histeria’. Hasta inicios del siglo XX, aquellas mujeres que eran rebeldes y desobedecían a sus
maridos eran frecuentemente diagnosticadas con ‘histeria’, un desorden que en un principio se pensó que se originaba en el útero. Quizás

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este caso no es tan claro como el de la drapetomanía, pero es plausible argumentar que los psiquiatras que diagnosticaban desórdenes
de histeria estaban menos al servicio de la ciencia, y más al servicio de los hombres dominantes.
Y, tampoco han faltado casos en los que, descaradamente, algunos Estados han recluido involuntariamente en instituciones
psiquiátricas a quien exprese alguna forma de disidencia. La U.R.S.S. infamemente abusó de la psiquiatría con estos propósitos en una
escandalosa cantidad de casos (es muy lamentable que Foucault jamás criticó a la U.R.S.S. en este aspecto). Recientemente en mi país,
Venezuela, el disidente y huelguista de hambre Franklin Brito fue recluido en un hospital bajo la excusa de que era un enfermo mental.
Pero, parece que los promotores de la anti-psiquiatría van demasiado lejos. Podemos admitir que la psiquiatría ha sido abusada
por algunos regímenes políticos. Pero, sostener, a la manera de Foucault, Szasz y Laing, que ha toda la historia de la psiquiatría puede
resumirse como un gigantesco complot de los poderes dominantes, y que los diagnósticos psiquiátricos son sencillamente instrumentos
para dominar a las personas que resultan incómodas al establishment, termina por ser una exageración.
Podemos admitir que diagnósticos como la drapetomanía, la histeria o la esquizofrenia progresiva (un diagnóstico inventado por
los soviéticos para recluir a los disidentes) son construcciones sociales al servicio del poder. Pero, hay plenitud de diagnósticos que
deberían resultar perfectamente válidos. Más allá de la capa superficial de la psiquiatría como instrumento político, el grueso de los
psiquiatras ha logrado establecer una base firme y objetiva en sus diagnósticos. A diferencia de otras ramas de la medicina,
efectivamente la psiquiatría se presta a abusos. Pero, precisamente debido a eso, los psiquiatras han procurado revisar constantemente
los criterios de salud mental. El inventario de diagnósticos más conocido en psiquiatría, el Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders ha sido revisado en varias ocasiones, y hoy está en su cuarta versión. Esto ha permitido que, por ejemplo, hoy ya no se
considere a la homosexualidad un desorden mental.
Acá enfrentamos un problema que ya hemos abordado en el capítulo 5: ¿hasta qué punto la realidad existe fuera del sujeto, o es
apenas una construcción social? Foucault y sus simpatizantes optan por opinar que la enfermedad mental es una construcción social, a
saber, un invento de las clases dominantes. La psiquiatría convencional opina que los desórdenes mentales no son inventados, sino
descubiertos, y en ese sentido, existen afuera en la realidad, y no meramente como construcciones sociales.
En el capítulo 5 hemos admitido que algunos conceptos antes considerados científicos, como por ejemplo, el complejo de Edipo,
quizás sí sean construcciones sociales. Pero, es sencillamente absurdo suponer que la ley de gravedad es una construcción social. Pues
bien, lo más prudente es asumir una actitud similar al estar frente a los diagnósticos de la psiquiatría. Algunos diagnósticos son
claramente inventados por los psiquiatras, probablemente como instrumento de dominio. Pero, no todos. Algunos desórdenes mentales sí
existen realmente.
Parte del problema con los argumentos de Foucault y sus seguidores es que parecen partir de una visión romántica de la locura.
Al contemplar a figuras como Van Gogh, el Marqués de Sade o Artaud, los promotores de la anti-psiquiatría han querido ver en la
esquizofrenia a una suerte de genios creativos reprimidos por la sociedad. Muchas personas se sienten atraídas por el adagio según el
cual, no hay una nítida separación entre el genio y el loco. El loco como héroe es un tema muy popular, y quizás por eso, se sigue
publicando nuevas ediciones de Don Quijote.
Pero, quienes han trabajado de cerca con las personas consideradas enfermas mentales, ofrecen una descripción muy distinta
de la visión romántica de la locura. En vez de pensar en el heroico hidalgo que se enfrenta a molinos, deberíamos pensar en una persona
físicamente deteriorada que no controla sus esfínteres, no es capaz de valerse por sí misma, y perjudica significativamente el bienestar
de aquellos que están a su alrededor.
Las personas en estado psicótico sufren, no propiamente por el confinamiento en un hospital, sino debido a su condición mental.
El psicótico tiene mayor riesgo de hacerse daño a sí mismo y a los demás. Si bien han surgido algunos grupos de ex-pacientes que han
protestado por el supuesto daño que le han hecho los tratamientos psiquiátricos, también hay un grueso sector de ex-pacientes que
reconocen que la psiquiatría ha promovido una inmensa mejora en sus condiciones de vida.
Hay, por supuesto, métodos muy controversiales en la psiquiatría, y haríamos bien en discutir su valor ético. Pero, caer en el
extremo de la anti-psiquiatría es sumamente peligroso. Cabe admitir que la psiquiatría está abierta a abusos políticos, pero asumir, como
hace Foucault, que la historia de la psiquiatría es la historia de una gran conspiración para imponer una moral arbitraria, es ir demasiado
lejos.
En todo caso, varios historiadores han detectado errores en la reconstrucción histórica de Foucault. Por ejemplo, casi no hay
evidencia de que existió realmente el ‘barco de los tontos’; a lo sumo, existe una obscura referencia literaria que Foucault pareció
exagerar. Hubo, es verdad, un gran encierro, pero éste no coincidió con el origen de la modernidad en Europa (el siglo XVII), sino con el
auge de Napoleón (siglo XIX), de lo cual debemos inferir que el encierro no se empleó para reprimir a la irracionalidad, sino como arma
política. Tampoco hay evidencia de que los manicomios buscaran imponer una ética burguesa del trabajo, y se recluyeran a los vagos y
desempleados.
Tampoco es muy claro que en la Edad Media, los locos fuesen apreciados como fuente de sabiduría; antes bien, se les
consideraba bestias que ni siquiera formaban parte de la sociedad. Todas estas imprecisiones históricas terminan por restarle fuerza a la
tesis de Foucault. Y, de nuevo, si bien podemos admitir que la psiquiatría ha estado abierta a abusos políticos, es exagerado sostener
que sus orígenes sean debidos estrictamente al ejercicio del poder.
Además de las instituciones psiquiátricas, Foucault dirigió ataques en contra de las cárceles en una de sus obras más conocidas,
Vigilar y castigar. Lo mismo que en sus estudios sobre el origen de la psiquiatría, Foucault se propone estudiar el origen de las

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instituciones punitivas, y la íntima relación que éstas juegan con el poder. Y, así como Foucault rechaza que las reformas en los
manicomios hubieran perseguido fines humanitarios, también rechaza que las reformas en los sistemas punitivos hubieran sido
adelantadas con fines humanitarios; a su juicio, todas estas reformas forman parte de una gran conspiración para asegurar el poder de la
clase dominante.
Más allá del hecho de que, como veremos, muchas de sus tesis son muy lamentables, Vigilar y castigar es un texto sumamente
interesante. Foucault empieza ofreciendo una escalofriante descripción del castigo al que fue sometido Robert Francois Damiens, un
soldado francés del siglo XVIII que intentó asesinar a Luis XV en 1757. Damiens fue sometido a espantosas torturas públicas, y fue
finalmente ejecutado por desmembramiento ante una multitud.
Espectáculos como éstos han sido muy comunes en la historia de Europa. Pero, Foucault advierte que, casi repentinamente,
hubo una radical transformación en la administración del castigo a los criminales. Foucault cita un protocolo francés de actividades en las
prisiones, formulado apenas ochenta años después de la ejecución de Damiens, el cual aparentemente resulta ser mucho más
humanitario. Lejos de las espeluznantes torturas a las que eran sometidos los prisioneros, estos protocolos prescriben actividades de
trabajo, recreación, disciplina, etc.
Es evidente, opina Foucault, que hacia finales del siglo XVIII hubo una ruptura entre el brutal sistema de tortura, y las nuevas
formas de castigo. Y, esa ruptura coincide con el enaltecimiento de los valores ilustrados. En efecto, convencionalmente se ha apreciado
que grandes figuras de la Ilustración, como Cesare Beccaria y Jeremy Bentham han sido los forjadores de una concepción mucho más
humanitaria del castigo.
Pero, Foucault sospecha de esto. A su juicio, las reformas penales no buscaban el bienestar de los condenados, sino más bien sirvieron
de artificio para asegurar el poder de los dominantes. A juicio de Foucault, los antiguos métodos de tortura y ejecución pública ya no
resultaban tan eficaces. Comúnmente, el ejecutado adquiría el estatuto de héroe mártir que sufría toda la brutalidad del régimen opresor.
Esto ocurría en buena medida porque el condenado tenía la oportunidad de pronunciarse públicamente antes de morir, y en vez de
arrepentirse de sus crímenes, lanzaba insultos en contra del régimen. Esto incendiaba a las multitudes, las cuales en muchas ocasiones
se amotinaban a favor del condenado.
Las reformas penales fueron una respuesta a esto. Con las nuevas formas de castigo centradas en recluir a los criminales en
prisiones, se buscaba ya no propiamente ejercer una violencia retributiva en contra del criminal, sino que se pretendía ejercer un control
sobre su vida. El criminal ya no era una escoria que había que eliminar, sino un personaje que podría ser reformado mediante técnicas de
control y disciplina.
Con la tortura y ejecución de los criminales, el poder dominante sólo alcanzaba deshacerse de los indeseados, pero no lograba
dominarlos. En cierto sentido, los criminales permanecían libres, pues su conciencia quedaba intacta. Según Foucault, las reformas
penales instituyeron una forma de control mucho más minuciosa, en la medida en que buscaban alterar la mentalidad de los condenados
mediante los métodos disciplinarios. El sistema penal reformado era mucho más invasivo.
Allí donde los defensores de la Ilustración suelen apreciar a Bentham como un gran héroe intelectual, Foucault lo ve como uno
de los forjadores de este nuevo sistema opresivo. Bentham diseñó un modelo de cárcel, el ‘Panopticón’, el cual, según Foucault, es
emblemático de la nueva forma de dominio originado en las instituciones carcelarias. El Panopticón es una cárcel en la cual las celdas
están estructuradas de manera tal que orbitan en torno a una torre central de observación. La cárcel está diseñada de manera tal que,
desde la torre central, siempre se pueda observar el interior de las celdas. Pero, la torre está protegida con ventanas de vidrios
ahumados, de manera tal que los prisioneros no pueden observar desde sus celdas el interior de la torre de control; de esa manera, el
prisionero no sabe qué ocurre dentro de la torre. Y así, el prisionero tiene la sensación de que siempre está siendo vigilado.
Esta forma invasiva de control no existía durante la época de las torturas y ejecuciones públicas. Foucault insiste en que la
suspensión de esos cruentos métodos no es un avance humanitario, pues ha sido sustituido por un ejercicio mucho más brutal de poder,
al pretender invadir la conciencia de los prisioneros, con el fin de hacerlos más dóciles. Y además, denuncia Foucault, esta forma de
control ha sido traspasada a otras esferas de la vida social, al punto de que la sociedad moderna se ha convertido en una gigantesca
prisión.
Foucault considera que vivimos en un ‘archipiélago carcelario’. Los cuarteles, las escuelas, las fábricas, los mercados, en fin,
casi todos los escenarios de la vida pública, han adoptado el método carcelario de control. Por todas partes somos vigilados y sometidos
a métodos de disciplina para hacernos dóciles. Aquellos escenarios distópicos que Aldous Huxley y George Orwell retrataron en Un
mundo feliz y 1984, respectivamente, son más bien una realidad.
Con todo, opina Foucault, el modelo carcelario no ha sido eficaz para prevenir la delincuencia. Más bien, al contrario: en la
medida en que el prisionero es despojado de su libertad de conciencia mediante los métodos de control y disciplina, se aliena más. Y, con
eso, se incentiva aún más su reincidencia, pues queda desconectado de sus relaciones con familiares y amigos, al perder su autenticidad.
La prisión es el caldo de cultivo del crimen.
Pero, Foucault considera que la prisión no es enteramente un fracaso. Efectivamente es un fracaso al no restringir
eficientemente la actividad criminal. Pero, no es un fracaso en la medida en que cumple un propósito mucho más perverso: sirve como
medio de control para las clases dominantes. Los criminales constituyen aquel sector de la sociedad que podría promover una revuelta en
contra del sistema burgués dominante. Al encerrarlos y hacerlos dóciles, se reprime cualquier intento de revuelta. Y, además, al extender

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la disciplina, la vigilancia y el control a todas las esferas de la vida social, la burguesía logra amansar a las masas, y mantiene el status
quo.
De nuevo, como muchas tesis propuestas por los postmodernistas, las de Foucault empiezan por tener algún grado de
plausibilidad, pero terminan por ser exabruptos. Es interesante el análisis que Foucault hace respecto al ejercicio del poder en las
instituciones carcelarias, y la extensión de estos métodos a otras esferas de la sociedad. Pero, ¿es acaso objetable que seam os vigilados
en los escenarios públicos?
Tenemos motivos suficientes para protestar que se pinchen las llamadas telefónicas como una invasión a nuestra privacidad.
Pero, ¿por qué debemos protestar que en un centro comercial haya cámaras vigilándonos? Mi país, Venezuela, tiene una de las tasas
más altas de criminalidad en el mundo; pero, precisamente en aquellos espacios públicos en los cuales hay vigilancia y cámaras, las
tasas de criminalidad son menores. Ciertamente debemos estar muy alertas frente al auge de sistemas totalitarios que irrumpen sobre
todas las esferas de la vida, pero es necesario saber ponderar la seguridad personal con la vigilancia.
En vez de considerarlo una forma tiránica de control, deberíamos apreciar el Panopticón de Bentham como un ingenioso método para
reformar al prisionero, sin necesidad de emplear la brutal violencia inefectiva de épocas anteriores. Los prisioneros violaron el contrato
social, y en ese sentido, es perfectamente lícito que sean sometidos a métodos de vigilancia y control, precisamente para evitar su
reincidencia. Si no son vigilados y controlados, tendrán el camino libre para reincidir.
En vez de juzgar al intento de reformar psicológicamente al prisionero como una invasión a su conciencia, deberíamos
apreciarlo como un servicio educativo que la misma sociedad hace al criminal. Hay, por supuesto, métodos ingenuos y objetables. El
emplear métodos de aversión, como los que narra Anthony Burguess en La naranja mecánica (por ejemplo, forzar a un prisionero a abrir
los ojos para observar imágenes desagradables) es muy cuestionable. Pero, el someter a los prisioneros a algunos métodos disciplinarios
para controlar sus propios actos destructivos no es necesariamente objetable.
Foucault se queja de que los métodos de vigilancia y disciplina se extiendan a aquello que él llama el ‘archipiélago carcelario’. En
efecto, en las fábricas, escuelas y demás instituciones públicas, existe un sistema de control. Pero, ¿podemos prescindir de ello? Tal
como lo señalaron los teóricos del contrato social en la Ilustración, el Estado surgió para garantizar un mínimo de protección a los
individuos. Los ciudadanos estuvieron dispuestos a entregar parte de su libertad, a cambio de algunas garantías. Para ello, es inevitable
que el Estado ejerza un mínimo de control sobre nosotros. Los seres humanos tenemos la tendencia a violar la integridad de nuestros
semejantes, y para solventar ello, necesitamos algún mecanismo de control.
Si bien nunca fue totalmente explícito en ello, la crítica de Foucault al moderno sistema penitenciario terminó por evocar la abolición de
las cárceles y el castigo en general. Allí donde incluso los grandes reformistas penales como Becaria y Bentham hicieron notables
esfuerzos por encontrar una justificación ética del castigo, Foucault no encontraba ningún motivo ético para castigar (en realidad, como
buen postmodernista, Foucault ni siquiera aceptaba la existencia de valores éticos). Hay varios motivos por los cuales el criminal debe ser
castigado. Algunos tradicionalistas consideran que es intrínsecamente justo que el criminal pague su deuda con la sociedad. Pero, la
mayor parte de los juristas se ha inclinado más hacia una justificación utilitarista de la pena, y han encontrado que el castigo sirve
propósitos más allá de la retribución. Es necesario castigar al criminal, pues con esto se disuade al resto de la sociedad de delinquir.
Además, el castigo promueve la rehabilitación del propio criminal para su reinserción: en la medida en que el criminal sufra alguna
experiencia desagradable, sentirá una aversión a volver a delinquir. Y, el castigo también sirve para incapacitar al criminal: al ser
encerrado, se previene de que siga cometiendo delitos.
Debe admitirse, junto a Foucault, que la rehabilitación del criminal ha sido sumamente deficiente en las cárceles modernas. Pero,
con todo, la disuasión y la incapacitación son suficientes motivos para instrumentar el castigo. Los abolicionistas inspirados en Foucault
pretenden que no haya penas de prisión para los criminales. Esto no es sólo ingenuo, también es peligroso. ¿Acaso debemos dar libertad
al violador para que nuevamente arremeta contra sus víctimas? ¿Debemos dejar impunes los robos, de manera tal que el ladrón de
banco no sienta temor de ser castigado?
Algunos abolicionistas seguidores de Foucault han defendido razones más plausibles para promover la abolición de las
prisiones. En países como EE.UU., hay preocupación de que la población de reclusos es desproporcionadamente negra, y que eso es
expresión de racismo. Quizás es cierto que esos sistemas son una manifestación de racismo, pero no podemos dejar de lado que los
prisioneros han cometido un delito y son peligrosos; es sencillamente ingenuo dejar en libertad a criminales peligrosos con el fin de
combatir el racismo.
También se ha alegado que, lejos de prevenir en contra del delito, la prisión promueve aún más la delincuencia. Angela Davis,
por ejemplo, ha señalado que las cárceles son un inmenso negocio que incentiva el crimen. En países capitalistas como EE.UU., muchas
empresas privadas hacen lucro en las cárceles, proveyendo contratistas para la vigilancia, la limpieza y el mantenimiento. A fin de
asegurar su negocio, estas empresas se aseguran de que siga habiendo delincuencia.
Es difícil verificar si, en efecto, las grandes empresas que fungen como contratistas en las prisiones incentivan el crimen para
mantener su negocio; pero no es una tesis enteramente descabellada. Con todo, la solución no pareciera ser abolir las prisiones, sino
estatizarlas por completo, a fin de que no haya oportunidad para generar negocios.
También los abolicionistas señalan, como Foucault, el alto índice de reincidencia en los criminales reinsertados en la sociedad.
En esto no se equivocan; y por eso, la rehabilitación es una justificación muy débil del castigo. Pero, es erróneo sostener que la cárcel

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genera más delito del que previene. En la medida en que la cárcel recluye a criminales peligrosos, y disuade al resto de la sociedad,
previene en contra de futuros crímenes.
Ciertamente las condiciones en las prisiones de casi todos los países del mundo deben ser reformadas. Pero, la abolición es
sencillamente una pretensión disparatada. La abolición de las cárceles o el castigo implica la abolición de las leyes (pues, no hay ley sin
compulsión; es por ello que la Justicia siempre es representada con una balanza y una espada). Sin leyes, el hombre queda
desprotegido, y a merced de los abusos. El suprimir el castigo y las leyes termina por imponer una nueva ley: la ley del más fuerte. Todo
esto termina por conducir al caos, a la violencia y al sufrimiento.
Debe admitirse que esto no es exclusivo de Foucault o el postmodernismo. Siempre ha habido anarquistas (premodernos,
modernos y postmodernos) que resisten cualquier forma de autoridad o ejercicio del poder. No cuento con el espacio como para evaluar
la doctrina anarquista, pero en líneas generales, me parece demasiado ingenua y utópica. Sólo hace falta un pequeño grupo de personas
inmorales para poner en jaque al resto de personas indefensas. Quizás sea una exageración afirmar, a la manera de Hobbes, que el
hombre es un lobo para el hombre. Pero, dado que siempre existe el riesgo de que alguien infrinja las normas y perjudique a los demás,
es necesario el ejercicio de la autoridad a fin de ofrecer protección.
En todo caso, en tanto seguidor de Nietzsche, Foucault no tenía muchas contemplaciones por el control de la vida humana.
Como el ideal dionisiaco de Nietzsche, Foucault valoraba el vivir sin mesura, sin restricciones de ningún tipo, y presumiblemente esto
terminó por extenderse a su oposición al castigo y al ejercicio del poder. Sin ánimos de incurrir en un ataque ad hominem, vale destacar
que Foucault tuvo una vida sumamente desordenada (promiscuidad, drogadicción, sadomasoquismo), lo cual condujo a su muerte
prematura. No es una exageración afirmar que quiso extender el desorden de su vida a la sociedad.
Al final, Foucault es, como muchos otros postmodernistas, un nihilista. Su crítica a los hospitales psiquiátricos y a las prisiones
jamás fue complementada con una propuesta constructiva respecto a qué debemos hacer con los psicóticos y los criminales. En su afán
por oponerse a cualquier forma de sistema, Foucault abrió paso a una actitud de rebeldía sin causa; quizás por eso ha sido tan popular
entre los adolescentes universitarios. Al pretender destruir un sistema, sin proponer uno alternativo, Foucault defiende la nada. Su obra es
sumamente deprimente y peligrosa.
***
En la obra de Foucault es sintomático un rasgo general del postmodernismo: la obsesión con el poder. Quizás como respuesta a los
abusos del totalitarismo en la primera mitad del siglo XX, a partir de la segunda mitad del siglo XX los postmodernistas han estado muy
atentos respecto a quién y cómo se ejerce el poder. Es perfectamente sano indagar respecto a cómo se maneja el poder en una
sociedad, pero los postmodernistas han ido demasiado lejos. Su obsesión con el poder ha crecido de tal manera, que han cultivado una
actitud de sospecha ante cualquier actividad humana, al punto de desconfiar de cualquier enunciado sobre el mundo.
El postmodernismo ha venido a impregnarse de continuas teorías de la conspiración. La obsesión de los postmodernistas con el
poder ha sido tal, que aprecian en todas partes artificios de las clases dominantes para mantener su poderío y status quo. Y, como en
casi todas las teorías de la conspiración, se mantiene el anonimato: muy rara vez se especifica quién es el agente que está orquestando
la jugada para dominar, y precisamente debido a su anonimato, la conspiración es aún más perversa y peligrosa.
Como todas las personas que defienden teorías de la conspiración, el postmodernismo termina por promover la paranoia. Las teorías de
la conspiración más burdas suelen esgrimir que los conspiradores tienen cómplices por doquier, y que debemos estar muy atentos y
sospechar de cualquier persona que se beneficie de alguna creencia establecida, pues esa persona es seguramente cómplice. Por
ejemplo, el hombre no llegó a la luna, sino que todo se trató de un montaje televisivo orquestado por la NASA. Este montaje debió contar
con una enorme cantidad de cómplices; muchas personas se han beneficiado de la creencia de que el hombre llegó a la luna, para
enriquecer sus bolsillos, y por eso, seguramente son cómplices. Lo mismo se ha dicho del asesinato de John F. Kennedy, de los ataques
a las Torres Gemelas, etc.
Pues bien, los postmodernistas suelen estar muy atentos respecto a quiénes son los beneficiados frente a cualquier creencia o práctica
aceptada. Y, en esto, no sólo incluyen asuntos políticos o morales, sino también los mismos alegatos de la ciencia. Los postmodernistas
han cultivado la idea de que la ciencia promueve una visión del mundo que favorece a un pequeño sector de la sociedad y que, en este
sentido, incluso la ciencia es un artificio para dominar.
En este sentido, los postmodernistas suelen advertir que la ciencia no es una actividad neutral y desinteresada, sino que persigue los
intereses de la clase dominante. Por ello, la ciencia ha venido a teñirse de colores burgueses, occidentales, patriarcales, etc., y sus
alegatos son un truco para mantener el poderío. Como la conspiración lunar, la ciencia mantiene cómplices en los laboratorios, para que
éstos, mediante sus supuestos hallazgos, mantengan dominada a la humanidad.
La paranoia de los postmodernistas es lamentable y enfermiza. En primer lugar, la ciencia es una sola. No tiene sentido hablar
de ‘ciencia burguesa’ y ‘ciencia proletaria’, como tampoco tiene sentido hablar de ‘física aria’ y ‘física judía’. De hecho, sin percatarse, al
querer negar la universalidad de la ciencia, los postmodernistas terminan por acercarse mucho al nazismo.
De nuevo, podemos admitir que, en algunas disciplinas científicas, hay espacio para el abuso político; a saber, principalmente en
la psiquiatría. Pero, a partir de esa premisa, argumentar que la ciencia es apenas una construcción social al servicio de los intereses de
los poderosos, es ir demasiado lejos. El mundo existe objetivamente, y podemos confiar en que la especie humana cuenta con la
suficiente autonomía como para descubrir qué es lo verdadero, independientemente de la interferencia del poder. Trillones de dólares no
podrán cambiar el hecho de que la Tierra gira alrededor del sol.

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Además, el hecho de que una teoría beneficie a un determinado grupo de personas (incluso si este grupo está conformado por
quienes defienden esta teoría) no incide de ninguna manera sobre su veracidad o falsedad. De hecho, esto ha sido uno de los errores de
razonamiento más típicos de los postmodernistas. Se trata del error que los filósofos llaman la ‘falacia genética’.
La falacia genética se comete cuando se asume que, al explicar el origen de una creencia, se demuestra que es falsa. Es
lamentable que muchos ateos herederos de la Ilustración han incurrido en esta falacia muchas veces. Por ejemplo, muchas veces se ha
querido invalidar las creencias religiosas, alegando que éstas surgieron para explicar fenómenos naturales como el trueno o la lluvia.
Pero, al analizar bien el asunto, comprenderemos que el hecho de que podamos explicar el origen de las creencias religiosas no las
invalida. Ciertamente el origen de las creencias religiosas pudo haber estado en la explicación de los fenómenos naturales, pero eso no
implica que las creencias religiosas actuales sean falsas. Los ateos y agnósticos deberíamos buscar razones más firmes para rechazar
las creencias religiosas, y no conformarnos con señalar sus orígenes. Podemos admitir que la religión es el opio del pueblo, pero no por
ello Dios no existe.
Pensemos en otro caso. Alguien podrá alegar que las tesis de las feministas son falsas, porque las feministas son lesbianas que,
en su resentimiento y odio por los hombres, creen que la mujer no es inferior. Supongamos que es cierto que las feministas son lesbianas
que odian y resienten a los hombres, y supongamos que ése es el motivo por el cual defienden su postura. ¿Habremos con eso
demostrado que su postura es falsa? ¡No! Puede, a lo sumo, servir como indicio y abrir un compás de sospecha, pero es una razón
argumentativa muy débil.
Pues bien, en su obsesión con el poder, el postmodernismo está plagado de la falacia genética. En su empeño de buscar quién
se beneficia con una determinada teoría, los postmodernistas creen que al denunciar los intereses ocultos de quienes defienden esta
teoría, inmediatamente la refutan. Ni Nietzsche, ni Foucault, ni sus seguidores, parecieron comprender que los orígenes de una creencia
son irrelevantes respecto a su veracidad.
De la misma manera, aun si admitiéremos que las disciplinas orientalistas estuvieron dirigidas a favorecer al imperialismo
europeo, ello no implica que las teorías de los orientalistas sean falsas. Aun si admitiéremos que los diagnósticos de la psiquiatría
favorecen a las grandes compañías de fármacos, y que los psiquiatras forman parte de la farmacocracia, ello no implica que la psiquiatría
esté equivocada. Aun si admitiéremos que la teoría de la evolución justifica la opresión de la mujer, eso está muy lejos de demostrar que
Darwin estuvo equivocado.
La genealogía sirve como un método para descubrir los orígenes de alguna creencia o práctica. Pero, emplearla como criterio
para rechazar esa creencia o práctica es un error que debe corregirse en los cursos introductorios de filosofía y razonamiento crítico.
Hay otro problema con la obsesión postmodernista con el poder. Para los postmodernistas, la objetividad sencillamente no
existe. Toda forma de discurso lleva implícito algún interés, y en ese sentido, no hace más que reflejar el sesgo de quien lo pronuncia.
Foucault defendía abiertamente esta postura, y por eso no tenía freno en proclamar la ‘muerte del hombre’: no es posible hacer una
ciencia del hombre, pues la objetividad no existe. Hemos visto que Said defendía algo similar: ningún occidental podrá hacer una
representación objetiva de los musulmanes y los árabes, pues están inmersos en un juego de poder que imposibilita la objetividad.
Pues bien, si la objetividad no existe, se niega la posibilidad de distinguir universalmente lo verdadero de lo falso y, con eso, se
incurre en el relativismo, cuyos problemas ya he reseñado en el capítulo 4. Si no hay discurso objetivo, no parece haber razones para
preferir a uno por encima del otro. Da lo mismo un historiador que presente a Hitler como un hombre profundamente inmoral, que un
historiador que lo presente como un héroe virtuoso. Puesto que ninguno de los dos historiadores puede pretender representar hechos
objetivos, ambos conservan su propia validez. El camino de Foucault termina por conducir al “todo vale” de Feyerabend.
En la medida en que la genealogía postmodernista inspirada en Nietzsche es una forma de relativismo, enfrenta el principal
problema de todo relativismo; a saber, el problema de la auto-refutación. Si ningún discurso es objetivo y, por ende, todo discurso es
prescindible, entonces podemos asumir que el propio discurso de Foucault y los postmodernistas no es objetivo y, por ende, es
prescindible.
Foucault quiso desenmascarar los intereses del poder en los orígenes de la psiquiatría y las reformas penales, pues en todo
discurso está inmiscuido el poder. Pero, si todo discurso obedece a unos intereses particulares, entonces el propio discurso de Foucault
está impregnado de esos intereses y, por lo tanto, no debemos confiar en él. Así como Foucault es escéptico de la psiquiatría, pues ésta
sirve para legitimar el dominio de los personajes incómodos, nosotros debemos ser escépticos del postmodernismo, pues las tesis
postmodernistas sirven a los intereses de unas personas específicas.
Si, como Nietzsche, Foucault y los historicistas estiman, cada creencia es producto de su época y las relaciones de poder,
entonces las mismas tesis de Nietzsche, Foucault y los historicistas son producto de su época y de las relaciones de poder. Así como las
ideas de Bentham estuvieron al servicio de algún grupo con intereses, las ideas de Foucault han estado al servicio de otro grupo con
intereses. Si no hay criterio objetivo para aceptar unas ideas por encima de otras, entonces el propio Foucault termina por admitir que no
cuenta con razones para que lo tomemos en serio.
Para leer más…
VÁSQUEZ, Francisco. Foucault. Montesinos. 1995. Una introducción general a la obra de Foucault.
WOLIN, Richard. Seduction of Unreason. Princeton University Press. 2004. Obra crítica del postmodernismo en la cual se ataca
consistentemente a Foucault. Capítulo 10 El racismo postmodernista

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En 1995, el futbolista norteamericano O.J. Simpson fue acusado de doble homicidio. Su juicio tuvo una inmensa cobertura
mediática (ha sido llamado el ‘caso del siglo’, aunque en realidad fue algo muy cercano a un circo). El caso en cuestión sacó a relucir las
profundas divisiones sociales de EE.UU. Simpson, un hombre negro, era acusado de haber matado a su esposa, una mujer blanca. Al
final, el caso aglutinó a la mayor parte de la población negra en defensa de Simpson, al punto de que, cuando fue liberado, el grueso de la
población negra lo celebró y lo apreció como una gran victoria, no muy distinta de los avances conseguidos durante la lucha por los
derechos civiles en la década de los sesenta del siglo XX.
En el juicio de Simpson hubo acontecimientos muy extraños, y es plausible argumentar que había dudas razonables respecto a
su culpabilidad. Pero, la liberación de Simpson no fue un asunto estrictamente legal, y de esto estaban muy concientes sus abogados. La
retórica en defensa de Simpson orbitó en torno a la lucha en contra del racismo: los abogados argumentaron que Simpson había sido
víctima de una gran conspiración racista, y al final, todo aquel que opinara que Simpson era culpable, era fácilmente acusado de ser
racista.
Pues bien, ésta es una actitud muy frecuente entre los postmodernistas. Por lo general, toda aquella persona que defienda la
superioridad moral de Occidente, la primacía de la ciencia, el imperialismo cultural y ético, etc., termina por ser fácilmente acusada de
racismo. Y, así, lamentablemente ha sido muy común colocar en un mismo saco a intelectuales herederos de la Ilustración, junto a
clásicos promotores del racismo como Arthur de Gobineau o H.F.K Gunther. Lo mismo que los abogados de O.J. Simpson, los
postmodernistas son extremadamente dados a incurrir en aquello que los anglófonos llaman “play the race card”, a saber, acusar
inmediatamente a sus oponentes de ser racistas, a fin de desprestigiarlos.
La palabra ‘racismo’ ha sido abusada con demasiada frecuencia. El ‘racismo’ suele confundirse con cualquier ataque a un
colectivo. Así, por ejemplo, muchas veces se habla de un ‘racismo’ en contra de la mujer, de los homosexuales, de los musulmanes, de
los inmigrantes, de los pobres, de los desempleados, etc. En ninguno de estos casos, la palabra ‘racismo’ está correctamente empleada.
El racismo no es cualquier odio a un grupo. De hecho, el racismo no es necesariamente una actitud de odio. El racismo es más bien una
teoría que postula que algunos grupos humanos tienen algunas características biológicas que los condiciona a actuar de alguna manera.
Sentir odio por los gitanos, los musulmanes, los homosexuales o los inmigrantes no es estrictamente ‘racismo’, si este odio no está
fundamentado en motivos biológicos. A lo sumo, odios como ésos son ejemplos de xenofobia, pero de nuevo, no toda xenofobia es
racista.
Desde los mismos inicios de la humanidad, unos grupos humanos han sentido odio por otros grupos humanos. Pero, sólo
recientemente, ese odio se ha fundamentado en las supuestas diferencias biológicas entre los seres humanos. Por eso, la xenofobia es
muy antigua, pero el racismo es relativamente reciente; a lo sumo, tiene tres siglos de antigüedad.
En el mundo clásico hubo mucha xenofobia. Los griegos sentían un profundo odio y desprecio por todo aquello que no formase
parte de su civilización (a pesar de que, como hemos visto en el capítulo 7, Occidente se ha conformado como una de las civilizaciones
menos etnocentristas). El calificativo de ‘bárbaro’ viene precisamente de ese desprecio: es una onomatopeya empleada por los griegos
para referirse a los extranjeros que, según los griegos, balbuceaban, pues hablaban otra lengua.
Pero, los griegos rara vez llegaron a considerar que la barbarie se heredaba biológicamente. En otras palabras, a juicio de los
griegos, no existía una condición biológica que impidiera a los bárbaros ser civilizados. Si un hijo biológico de un bárbaro era criado bajo
las costumbres griegas, se estimaba que este niño eventualmente podría ser perfectamente una persona racional plenamente integrada a
la civilización. Por ello, si bien los griegos y romanos practicaron la esclavitud, no lo hicieron en términos raciales. Hubo amos blancos y
negros; así como esclavos blancos y negros. E, incluso, el eminente historiador Frank Snowden sostiene que, en la Antigüedad, el
racismo era inexistente.
Con todo, sobrevivieron algunos rastros de la idea según la cual, la pertenencia a un grupo no estaba pautada por la crianza,
sino por la herencia biológica. Por ejemplo, la antigua leyenda de Moisés postulaba que éste había sido criado desde niño por los
egipcios. Pero, puesto que él había sido hijo biológico de los israelitas, él era en sí mismo un israelita. No obstante, en general, prevalecía
la idea de que la naturaleza humana es lo suficientemente flexible como para internalizar los valores culturales de la crianza, en función
de lo cual, no hay impedimentos biológicos para asumir una u otra cultura.
Esta actitud se mantuvo en Occidente durante la Edad Media y los inicios de la modernidad. Es cierto que en el siglo XVI, había
debates sobre la humanidad de los indígenas de América, pero tal como hemos visto en el capítulo 7, terminó por prevalecer la postura
defendida por Bartolomé de las Casas, según la cual, los indígenas sí tenían alma y, por ende, sí eran seres humanos.
Los actuales detractores de la Ilustración suelen argumentar que el racismo empezó propiamente con los ilustrados. Se alega que los
ilustrados fueron los primeros en postular con supuestas bases científicas, que la humanidad está dividida en grupos discretos con
diferencias biológicas muy acentuadas, al punto de que difícilmente algunos grupos pueden asumir los rasgos culturales de otros grupos.
El afán taxonómico de los ilustrados, se alega, los condujo a clasificar a la humanidad en diferentes razas o subespecies humanas, en un
orden jerárquico en el cual, los hombres blancos de Europa ocupaban la cúspide.
Hay un germen de verdad en estas acusaciones. No falta en la obra de Hume, Kant o Montesquieu, pasajes en los cuales se
habla de los negros como gente imbécil o maloliente, en virtud de sus características biológicas. De hecho, buena parte de los ilustrados
opinaban que las razas no blancas nunca podrían alcanzar la plena racionalidad. Pero, un hecho sumamente interesante es que varios
ilustrados, entre ellos, el biólogo Buffon, asumían que, si las personas de raza no blanca eran alimentadas con la comida de los europeos,
y educadas bajo el sistema europeo, eventualmente su piel se volvería blanca y serían seres perfectamente civilizados.

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Así pues, los ilustrados dieron señas de racismo, en la medida en que postulaban que para ser racional, es necesario ser blanco.
Pero, a la vez, postulaban que los seres humanos cuentan con la suficiente flexibilidad como para asimilar la civilización (sólo que, por
supuesto, esto también conduciría a un cambio biológico). De esa manera, los ilustrados rara vez promovieron la idea de que hay seres
humanos que nunca podrán ser civilizados.
De hecho, el universalismo de la Ilustración fue un gran antídoto al racismo. En la medida en que los ilustrados postulaban la
existencia de valores extensibles a toda la humanidad, postulaban que la especie humana es una y que hay más semejanzas que
diferencias entre los hombres. Allí donde los racistas concebían profundas diferencias biológicas entre los grupos humanos, al punto de
postular la existencia de diversas subespecies, los ilustrados postulaban que, más allá de algunas diferencias superficiales, hay una
unidad profunda en la especie humana.
El racismo es más bien originario del siglo XIX. La esclavitud tuvo una gran incidencia sobre la aparición de nociones
plenamente racistas. Con su universalismo, los ilustrados habían defendido arduamente el igualitarismo: todos los seres humanos están
provistos, grosso modo, de las mismas capacidades y, todos los seres humanos deben tener al menos un mínimo de condiciones de
igualdad, fundamentalmente igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley. Este igualitarismo fue entusiastamente abrazado en varios
países de Europa y América.
Pero, el igualitarismo obviamente colocaba entredicho la legitimidad de la esclavitud. No obstante, frente al dilema de que todos
los hombres son creados iguales, pero al mismo tiempo los esclavos son propiedad de otras personas desde su nacimiento, se empezó a
postular la idea de que, quizás los esclavos no son plenamente humanos, sino que forman parte de otra subespecie, constituida con
condiciones biológicas que le impide ser plenamente racional.
Así, a partir del siglo XIX, se empezó a postular que en la humanidad existen marcadas diferencias biológicas. Y, como
consecuencia de estas diferencias, los rasgos culturales se heredan biológicamente. Allí donde los griegos asumían que un niño bárbaro
educado bajo costumbres griegas podría integrarse a la civilización, en el siglo XIX empezó a prosperar la idea de que un niño negro
nunca podría integrarse a la civilización, aun si recibía la educación europea. Pues, según se estimaba, el niño hereda por vía biológica
los rasgos culturales de sus padres, y en este sentido, cuenta con un impedimento biológico para asimilarse a la civilización.
Las teorías racistas negaban así la flexibilidad del ser humano para la adaptación cultural. Los seres humanos estarían
condenados a comportarse como sus ancestros biológicos, aun si no eran criados por ellos. Un niño negro criado en Londres por padres
blancos se comportaría como un aldeano africano, y no como un londinense. De esa manera, al negar la flexibilidad de los seres
humanos para la adaptación cultural, las teorías racistas asumían un esencialismo: cada persona pertenece a un grupo con
características esenciales e inmutables. Es inútil la crianza; el niño será aquello que su esencia biológica dicte. Esto dio pie al surgimiento
de la idea del ‘tipo racial’: la humanidad está segmentada en grupos bien diferenciados que son definidos por un conjunto de rasgos
esenciales que los constituyen como ‘tipos’. El niño negro criado en Londres pertenece al tipo racial ‘negroide’, y por ende, siempre se
comportará de acuerdo al tipo racial al cual pertenece.
Por supuesto, el naciente racismo no se conformó con dividir a la humanidad en grupos segregados por características
esenciales (es decir, fijas e inmutables); también procuró jerarquizarlos. Y, así, con el supuesto respaldo del método científico, surgieron
un conjunto de teorías que han venido a llamarse ‘racismo científico’. A diferencia del desprecio común que la gente llana puede sentir por
personas diferentes, el racismo científico pretende articular una teoría de jerarquías biológicas entre los seres humanos, basada en
observaciones científicas.
Surgieron así variadas teorías que enfatizaban las distinciones entre los grupos humanos al punto de conformar unidades
discretas, y la jerarquía de capacidades biológicas. Samuel George Morton coleccionó cráneos procedentes de diversas regiones del
mundo, y tras continuos esfuerzos de medición, llegó a la conclusión de que las personas blancas tenían mayor capacidad craneal y, por
ende, eran más inteligentes que el resto de la humanidad. Así, si bien no lo enunciaba explícitamente, la conclusión implícita era que las
personas no blancas nunca podrían ser plenamente civilizadas, pues contaban con un impedimento biológico heredable.
Los seguidores de Morton defendieron las diferencias biológicas entre las razas humanas, que terminaron por postular la teoría
poligenista, según la cual, los seres humanos no tienen un ancestro en común, sino que cada raza humana tiene ancestros por separado,
y eso explica las profundas diferencias biológicas entre las razas humanas. Autores destacables como Agassiz, Nott y Gliddon
defendieron el poligenismo.
Se postulaba también que la forma del cráneo incidía sobre los rasgos conductuales. El eminente Paul Broca defendió una versión de
esta teoría. Esto dio pie al surgimiento de la ‘frenología’, la pseudociencia según la cual podemos inferir rasgos conductuales a partir del
estudio de los cráneos. También surgió la pseudociencia de la ‘fisiognomía’, según la cual los rasgos faciales son indicativos del tipo de
personalidad. Si bien la frenología hoy no tiene casi seguidores, lamentablemente la fisiognomía tiene bastante difusión actualmente:
muchas personas juzgan a los demás a partir de sus caras.
Criminólogos como Cesare Lombroso incluso hicieron una taxonomía de los rasgos biológicos de los delincuentes. Como sus
antecesores, Lombroso opinaba que la inclinación al delito (y muchos otros rasgos conductuales) se hereda biológicamente. Y, de nuevo,
la implicación de esto era que la mayoría de los criminales no podían ser reformados, precisamente porque cuentan con algunos
impedimentos biológicos para ello.
Todas estas teorías sirvieron de plataforma ideológica para cometer terribles abusos. El proyecto de la ‘eugenesia’ pretendía
erradicar los rasgos biológicos indeseables de la especie humana. Y, puesto que las teorías del racismo científico postulaban que algunos

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grupos humanos contaban con rasgos que obstaculizaban las conductas civilizadas o la inteligencia, se promovió la idea de que estos
grupos debían desaparecer. En su forma más benigna, la eugenesia promovió la esterilización compulsiva e involuntaria de aquellas
personas que exhibieran rasgos indeseables. En su forma más perversa, la eugenesia promovió el genocidio.
No es difícil apreciar cómo todas estas teorías desembocaron en el nazismo. A partir de la idea de que existen profundas
diferencias biológicas entre distintos grupos humanos, y que existe una jerarquía entre estos grupos, los nazis llegaron a la conclusión de
que las razas inferiores debían ser eliminadas. Y, con eso, dirigieron su ataque en contra de los judíos y otros grupos. En concordancia
con sus ideas, los nazis consideraban inútil el intentar modificar la cultura de los judíos e integrarlos a la vida humana, pues sus teorías
postulaban que los judíos contaban con características biológicas que les impedirían formar parte del pueblo alemán. Y, precisamente,
puesto que las características biológicas son inmodificables, los nazis optaron por el genocidio.
Urge apreciar que la ideología racial nazi era muy distinta de la ideología de los tradicionales poderes coloniales. Durante la
época de expansión imperial, ciertamente los franceses e ingleses se consideraban una ‘raza superior’, y según esta ideología, esto
justificaba su dominio de otros pueblos. Pero, si bien los términos que los poderes coloniales emplearon tenían una semblanza racista, no
participaron de la ideología racial de los nazis. Pues, la ideología imperialista inglesa y francesa nunca postuló que las diferencias entre
los seres humanos estaban inscritas en la biología. Ciertamente los ingleses y franceses se consideraban una ‘raza superior’, pero en
líneas generales, no entendían ‘raza’ como un grupo humano definido por rasgos biológicos. El nazismo postulaba que, en virtud de las
diferencias biológicas, los judíos jamás podrían ser integrados a la sociedad aria. Los imperialistas ingleses y franceses asumieron que,
con la educación occidental, los nativos de África y Asia podrían integrarse a la sociedad europea; pues de nuevo, la diferencia entre las
‘razas’ superiores e ‘inferiores’ no era propiamente biológica, sino sólo cultural.
Hoy, la abrumadora mayoría de los científicos asume que el concepto biológico de ‘raza’ (grupos humanos discretamente
separados por profundas diferencias biológicas) es una construcción social; en otras palabras, la raza no existe. Si bien observamos
apariencia de diferencias biológicas entre seres humanos en rasgos como el color de la piel, características faciales o tipo de pelo, un
examen más minucioso revela que, en realidad, no es posible dividir a la humanidad en distintos grupos raciales. Hay plenitud de datos
que sustentan este juicio.
En primer lugar, si las razas fueran una realidad, cabría esperar que hubiese grandes diferencias genéticas entre distintos
grupos raciales, y que los miembros de un mismo grupo racial no tuvieran mayor variabilidad genética entre sí. Pero, ocurre todo lo
contrario. El grueso de las diferencias genéticas entre los seres humanos ocurre entre miembros de una misma población. Así pues, las
poblaciones no suelen ser genéticamente homogéneas, y por ende, no es viable agrupar a un conjunto de individuos bajo un mismo
grupo racial.
Además, la selección de rasgos para establecer los límites entre grupos raciales es arbitraria, y dependiendo de cuál rasgo
seleccionemos, trazaremos los límites de una u otra forma. Tradicionalmente se ha seleccionado el color de piel o la forma del cráneo
para segmentar a la humanidad en razas. Pero, si asumiéremos otro rasgo, como por ejemplo, el tipo de sangre o la prevalencia de algún
gen para alguna enfermedad, tendríamos que segmentar a la humanidad de otra manera. E, individuos que tradicionalmente formarían
parte de razas distintas (como, por ejemplo, un vasco y un wayúu), podrían ser aglutinados bajo otra raza, la raza de las personas con el
tipo de sangre A negativo.
Aunado a eso, la separación entre las razas no está claramente delimitada. Ciertamente los kenianos son abrumadoramente de
piel negra, mientras que los suecos son abrumadoramente de piel blanca, pero en el tránsito geográfico desde Kenia hasta Suecia, las
tonalidades de color de piel en las poblaciones se va degradando, y no hay un punto específico en el cual podamos precisar que ahí
empieza una determinada raza.
También es considerable el hecho de que la especie humana es demasiado joven como para propiciar la aparición de razas.
Podemos admitir que, grosso modo, las razas existen en otras especies. Pero, por lo general, aquellas especies en las cuales existen las
razas han contado con el suficiente tiempo y el suficiente aislamiento entre grupos como para que las presiones selectivas dividan a la
especie en distintas subespecies. Homo sapiens no es lo suficientemente antigua como para propiciar esto y, además, ningún grupo
humano ha estado aislado el tiempo suficiente como para la aparición de nuevas razas. Entre las poblaciones humanas siempre ha
habido el suficiente flujo genético como para impedir la aparición de razas o subespecies.
Por supuesto, el hecho de que hasta ahora no hay razas humanas no implica que jamás podrá ocurrir. Si, supongamos, una población
humana queda atrapada en una isla, absolutamente aislada del resto de la humanidad; quizás en un millón de años ese grupo humano se
habrá convertido en una raza aparte, y si las diferencias se siguen acumulando, incluso ese grupo podría convertirse en otra especie.
Pero, por ahora, ningún grupo humano ha estado lo suficientemente aislado como para haberse convertido en una raza. Los seres
humanos conformamos una sola especie, y dividir a nuestra especie en blancos, negros, rojos o amarillos es un invento que no se
corresponde con la realidad. Podemos conceder a los constructivistas sociales (cuyas posturas hemos criticado en el capítulo 5), que la
raza es efectivamente una construcción social.
Con todo, hoy sigue habiendo intentos más refinados para argumentar que existen profundas diferencias biológicas entre grupos
humanos bien delimitados, que muchos rasgos conductuales proceden de estas diferencias biológicas, y que algunas razas humanas
tienen más capacidad biológica para la inteligencia que otras.
Algunos investigadores se han empeñado en establecer correlaciones entre los resultados de exámenes de coeficiente
intelectual, y los supuestos grupos raciales. Y, han ‘descubierto’ que las personas de ‘raza blanca’ son las más inteligentes (en algunas

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versiones de estos estudios, las personas de ‘raza asiática’ tienen ese privilegio), mientras que las personas de ‘raza negra’ son las
menos inteligentes. Estos estudios han tenido la implicación de que es un desperdicio dirigir recursos financieros a la educación de los
negros, pues éstos sencillamente no cuentan con la capacidad biológica para aprender (desafortunadamente, el eminente James D.
Watson, uno de los descubridores del ADN, ha emitido opiniones como ésta).
Estos estudios son criticables desde muchos frentes. En primer lugar, ya hemos visto que el concepto de ‘raza’ tiene una muy
dudosa validez. Estos investigadores han segmentado a sus poblaciones en función de los criterios tradicionales para segmentar a las
razas, pero hemos visto que esto es sumamente arbitrario. Si, en vez de medir la inteligencia de las personas con piel blanca o piel negra,
midiéremos la inteligencia de las personas con tipo de sangre O, A, B o AB, los resultados serían muy distintos.
Además, no queda muy claro qué es exactamente la inteligencia. Suele entenderse que la inteligencia es un conjunto de
habilidades cognitivas, pero es muy dudoso que un solo examen pueda reflejar este conjunto. Una persona puede tener un alto
coeficiente intelectual en virtud de sus habilidades para razonamientos lógicos, pero puede tener una memoria deficiente, o puede ser
muy torpe en el manejo de sus emociones o relaciones sociales.
Más importante aún, la inteligencia es una habilidad que no está totalmente inscrita en los genes. Los factores ambientales
parecen tener mucha más preponderancia en la determinación de cuán inteligentes pueden ser las personas. Si las personas de la ‘raza
negra’ han tenido resultados más bajos en los exámenes de inteligencia, quizás eso sea debido al hecho de que son los sectores más
pobres y marginados, y no han tenido las suficientes oportunidades educativas como para desarrollar a plenitud su potencial para la
inteligencia. De hecho, en países como EE.UU., en las últimas décadas las personas categorizadas como ‘negras’ han mejorado su
condición social y han tenido más acceso a la educación, y esto se ha reflejado en un aumento de los resultados en los exámenes de
inteligencia.
Incluso, Stephen Jay Gould, el crítico más demoledor de estas investigaciones sobre la raza e inteligencia, ha insistido en que la
correlación no es lo mismo que la causalidad. Podemos hacer una correlación entre el coeficiente intelectual y el color de piel de las
personas, pero ello no implica que el color de piel de las personas es la causa de los resultados en las pruebas de inteligencia. A lo sumo,
estas investigaciones indicarían una correlación, pero no una relación de causalidad.
Con todo, en fechas más recientes también se han intentado algunos argumentos más refinados a partir de la teoría de la
evolución, con el propósito de argumentar que las poblaciones descendientes de europeos son más inteligentes que las poblaciones
descendientes de africanos. El argumento central postula que, durante las primeras migraciones a Europa, esas poblaciones tuvieron que
enfrentarse a un clima frío y hostil. La adversidad del clima sirvió como presión selectiva para que se retuvieran a los más inteligentes.
Las poblaciones que se quedaron en África, por su parte, se enfrentaban a un ambiente mucho más complaciente, y en este sentido, no
hubo gran presión selectiva para la inteligencia. Eso explica por qué los blancos son más inteligentes que los negros.
Esta teoría puede resultar muy ingeniosa, y parece aplicar acordemente el razonamiento evolucionista. Con todo, parte de una
premisa muy cuestionable: es sencillamente falso que el ambiente de Europa haya sido más adverso que el ambiente de África. Las
selvas y los depredadores de África debieron exigir el mismo grado de inteligencia que las frías montañas de Europa.
En definitiva, el proyecto de querer sustentar las ideologías racistas a partir de la observación científica ha fracasado, pues no
hay nada en la realidad que nos permita inferir que la humanidad pueda ser fragmentada en grupos bien delimitados, y mucho menos que
estos grupos puedan ubicarse en un orden jerárquico con diversos grados de inteligencia.
Con todo, el rechazo de estas teorías debe manejarse con mucho cuidado. Pues, el hecho de que las razas humanas no existan
no implica que muchos de nuestros rasgos mentales no cuenten con una base genética. Así como la observación científica no nos
permite postular la existencia de razas humanas, la misma observación científica cada vez nos informa más que una parte sustancial de
la mente de las personas está inscrita en los genes. Seguramente la inteligencia depende más del ambiente que de los genes. Pero, no
por ello debemos desechar la hipótesis de que la inteligencia tiene una base genética. Y, lo mismo puede decirse de muchos otros rasgos
mentales y conductas, que van desde la homosexualidad, hasta incluso las preferencias políticas.
La lucha en contra del racismo y la refutación de las pretensiones del ‘racismo científico’ no debería conducirnos al extremo de
pretender que ya hemos resuelto el debate nature vs nurture (crianza vs. naturaleza), a favor de la segunda opción. Existe la tentación, en
aras de evitar cualquier sesgo de racismo, de postular la doctrina de la tabula rasa, a saber, que venimos al mundo como una hoja en
blanco, y que la biología no tiene ninguna incidencia sobre nuestras personalidades. Ése fue el error en el que cayó Stephen Jay Gould.
Las incipientes disciplinas de la sociobiología y la psicología evolucionista aún tienen mucho por ofrecer.
***
Los postmodernistas aceptan que, en efecto, las ‘razas humanas’ son una construcción social (por supuesto, algunos
postmodernistas creen que todo es una construcción social). Y, en este sentido, la mayoría de los postmodernistas son veloces en
hacerse eco de las críticas al racismo científico; aunque, en virtud de su relativismo, no deberían oponerse al racismo científico, del
mismo modo en que no se oponen a los métodos de curación chamánica, la homeopatía, el creacionismo y demás supercherías.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la Organización de Naciones Unidas publicó un documento en 1950, La cuestión racial,
en el cual se advertía respecto a la inexistencia de las razas humanas, e incluso se exhortaba a abandonar el término ‘raza’ para
identificar a un grupo humano, y más bien sustituirlo con ‘etnia’, el cual no denota una diferenciación biológica, sino meramente cultural.
No obstante, dos años después, la misma O.N.U. encargó a Claude Levi-Strauss (un antropólogo sumamente estimado por los
postmodernistas) redactar un documento complementario. Este documento, Raza e historia, ratificaba la negativa aceptar la existencia de

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las razas humanas, pero además de eso, el texto en cuestión estaba imbuido de relativismo cultural. Así, Levi-Strauss terminó por
defender que, no sólo las razas no existen y no hay razas superiores, sino que tampoco hay sociedades superiores a otras. El
considerarse culturalmente superior es una terrible muestra de etnocentrismo destructivo, muy afín al racismo de antaño.
Y, así, el lamentable texto de Levi-Strauss propició la confusión de igualdad racial con igualdad cultural. Esto abrió la puerta para
que todo aquel grupo humano que se considere culturalmente superior a los demás, sea acusado de racismo. Una vez más, se acusaba a
la Ilustración de ser la gran promotora del racismo, ya no tanto por sus teorías respecto a las diferencias biológicas entre los seres
humanos, sino por su desprecio cultural respecto a otros grupos humanos. Pues, en su empeño por hacer prevalecer la civilización por
encima de la barbarie, la ciencia por encima de la superstición, la democracia por encima del despotismo, los ilustrados despreciaban a
los pueblos no occidentales. Y, ese desprecio es una forma de racismo. Los postmodernistas tienen así una gran facilidad para gritar
“¡racista!” ante cualquier defensor del proyecto ilustrado y moderno.
De nuevo, urge corregir la confusión propiciada por los postmodernistas. La palabra ‘racismo’ se refiere a la teoría según la cual,
existen profundas diferencias biológicas entre los grupos humanos, al punto de que los miembros de un grupo nunca podrán asimilar
satisfactoriamente las ideas de otro grupo, dada su incompatibilidad biológica. Los ilustrados jamás fueron racistas, precisamente porque,
dado su universalismo, creían en la unidad biológica de la especie humana. Ciertamente los ilustrados creían que había sociedades más
tiránicas y supersticiosas que otras, pero los ilustrados nunca creyeron que los miembros de esas sociedades eran biológicamente
incapaces de cambiar. Fue precisamente en función de esa creencia, como vinieron a desarrollar su optimismo respecto a las
posibilidades de que toda la humanidad pudiera asumir el camino de la racionalidad, la técnica y el progreso. Y, posteriormente, la misión
civilizadora del imperialismo francés y británico surgió bajo la premisa de que los seres humanos son lo suficientemente flexibles como
para poder asumir los valores de otra cultura.
Creer que una cultura es superior a otra no es una forma de racismo, pues precisamente, se está jerarquizando a la cultura, no a
la raza. El creerse culturalmente superior puede ser, a lo sumo, una instancia de etnocentrismo, pero tal como hemos visto en el capítulo
7, el etnocentrismo no es necesariamente objetable: si, en efecto, mi cultura es mejor que otra, no hay nada objetable en predicar que
pertenezco a una cultura superior.
Ciertamente la Ilustración comparte con el nazismo la noción de que hay grupos humanos superiores e inferiores. Pero, la
Ilustración postuló esa jerarquía en términos estrictamente culturales, mientras que el nazismo lo hizo en términos biológicos. La
Ilustración sólo postuló que la astronomía es superior a la astrología, la química a la alquimia, el Estado a la tribu, la medicina a la
curandería. Los nazis, en cambio, postularon que la piel blanca es superior a la negra, los ojos azules a los ojos oscuros, la nariz perfilada
a la nariz chata, etc. Los ilustrados confiaban en que, con suficiente educación, el astrólogo podía convertirse en astrónomo, el alquimista
en químico, el chamán en médico. Los nazis postulaban que era imposible que la piel negra se convirtiese en blanca, el ojo oscuro en ojo
claro, etc. Los ilustrados creían que los pueblos bárbaros podían integrarse a la civilización mediante la educación y, en ese sentido,
dejarían de ser bárbaros; para los ilustrados, ningún pueblo era esencialmente bárbaro, sólo circunstancialmente. Los nazis, en cambio,
creían que los judíos jamás podrían integrarse a la sociedad aria, y en ese sentido, su solución fue eliminarlos; para los nazis, los pueblos
eran definidos por rasgos biológicos esenciales fijos e inmutables.
Hemos visto en el capítulo 6 que, para defender la igualdad de los hombres, es necesario defender la desigualdad de las
culturas. Pues bien, el mismo argumento debe esgrimirse acá: para oponerse al racismo, es necesario defender que unas culturas son
mejores que otras. Si asumimos que no hay culturas mejores que otras, entonces debemos admitir que una cultura que defienda el
racismo está al mismo nivel que una cultura que se oponga al racismo. Si no hay culturas superiores, entonces la cultura del apartheid
sudafricano vale lo mismo que la cultura del igualitarismo cubano. El relativismo termina por conducir al “todo vale”, y si todo vale,
entonces el racismo vale.
Así, los postmodernistas se empeñan en acusar de racismo a sus adversarios, pero no caen en cuenta de que su relativismo
cultural permite defender el racismo y que, por ende, al final, los postmodernistas son cómplices del racismo. Pero, hay aún otras razones
para afirmar que el postmodernismo tiene una íntima asociación con el racismo.
El postmodernismo ha promovido el movimiento político que ha venido a llamarse las ‘políticas de la identidad’. Estas políticas
consisten en enfatizar la pertenencia de las personas a determinados grupos sociales, y a partir de esa pertenencia, promover la
exigencia de tratamientos especiales y reivindicaciones sociales. Antaño, la unidad social en la cual los izquierdistas concentraban sus
luchas sociales era la clase. Marx deseaba despertar conciencia entre los trabajadores respecto a su ubicación en el sistema de
producción y explotación, y en ese sentido, todo trabajador debería identificarse a sí mismo, ante todo, a partir de su clase social. Con
esto, aspiraba Marx, los trabajadores podrían promover reformas para mejorar sus condiciones en el sistema de producción.
Pero, la izquierda postmodernista ha dejado de lado esta pretensión marxista. En vez de concentrarse en la clase social como
unidad de identidad, los postmodernistas prefieren optar por otros criterios de identidad. Esos criterios incluyen el género, las preferencias
sexuales, las especializaciones laborales, etc.; pero, por encima de todo, los postmodernistas hacen énfasis en la etnicidad. Y, en función
de ello, los postmodernistas ya no promueven estrictamente luchas sindicales, sino luchas de minorías étnicas para reclamar, no
propiamente una transformación de las relaciones de producción, sino un reconocimiento a sus costumbres culturales y su legado
histórico.
Los postmodernistas están así muy atentos a la adscripción étnica y cultural de las personas, y estiman que el bienestar de estas
personas vendrá en la medida en que su grupo étnico de procedencia sea adjudicatario de derechos especiales. Así, por ejemplo, en vez

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de promover aumentos salariales, seguridad social, reforma agraria o mejoras en las condiciones de trabajo, los postmodernistas dirigen
mucho más sus esfuerzos a promover el derecho de las niñas musulmanas a llevar el velo en las escuelas públicas en Francia, el
derecho de que los indígenas americanos conserven autonomía jurídica en muchos territorios, el enaltecimiento histórico de los pueblos
no occidentales, etc.
Esto es especialmente prominente en el juego político de las sociedades democráticas. Los candidatos no son favorecidos tanto
por sus posturas ideológicas, sino por su grupo étnico de procedencia. Los marxistas de antaño suponían que un trabajador debería votar
por aquel candidato que favoreciese los intereses de la clase obrera, sea blanco, negro o amarillo. Hoy, es menos relevante la postura
ideológica: pesa más para un obrero gitano que su candidato de preferencia sea gitano, a que sea obrero.
El postmodernismo ha desplazado la lucha por las reivindicaciones sociales de los socialistas de antaño, y lo ha suplantado con
el intenso deseo de preservar las culturas. El objetivo de la lucha postmodernista no es el capitalismo explotador de las clases obreras,
sino la hegemonía cultural de la modernidad que, según estiman los postmodernistas, al difundir sus valores por el mundo entero, atenta
severamente en contra de la integridad de las personas. Pues, bajo la presunción postmodernista, en la medida en que la cultura (y, no la
clase social) es la unidad fundamental de la identidad de las personas, cada vez que la modernidad destruye las formas culturales
tradicionales, erosiona la integridad de las personas que asientan su identidad en esas culturas tradicionales.
Por ello, el postmodernismo está avocado a preservar las culturas locales frente a la expansión cultural del Occidente moderno.
Así, los postmodernistas han venido a hacer de la diversidad una de sus banderas ideológicas más emblemáticas. Allí donde la Ilustración
ha promovido el universalismo y la unidad de la especie humana, los postmodernistas han hecho mucho más énfasis en la valoración de
las diferencias entre los seres humanos, y en la necesidad de preservar estas diferencias. En el imaginario postmodernista, el mundo
debe ser algo así como un gran arco iris, en el cual se manifiesten todo tipo de colores, no sólo en términos raciales, sino también
culturales, ideológicos, sexuales, etc.
En esto, el postmodernismo empieza a parecerse al racismo científico. Los promotores del racismo científico estaban mucho
más interesados en indagar sobre las diferencias entre los seres humanos, por encima de qué los une como especie. Y, en sus formas
más lamentables, el racismo científico terminó por promover la idea de que, no sólo la especie humana está fragmentada en grupos
raciales con profundas diferencias entre sí, sino que además debe mantenerse así, a fin de que cada raza preserva su esencia biológica.
Así, según los racistas científicos, la raza blanca europea es biológicamente diferente de la raza negra africana, y para que cada una
preserve su esencia y no se degenere, sería conveniente mantenerlas separadas. Precisamente en la medida en que se mantuvieran
separadas a las razas, podría conservarse la diversidad racial.
Pues bien, los postmodernistas no están muy lejos de estas ideas. Por supuesto, en vez de emplear la palabra ‘raza’, emplean la
palabra ‘cultura’. Pero, el argumento es fundamentalmente el mismo. La humanidad está fragmentada en diversos grupos con profundas
diferencias entre sí, y conviene preservar esa diversidad. Las culturas pueden interactuar entre sí, pero una no debe afectar culturalmente
a la otra, pues sólo de esa manera, se podrán preservar intactas las antiguas costumbres, y con eso, se asegurará la continuidad de la
identidad cultural.
Esto, como hemos visto en el capítulo 2, fue una de las ideas más importantes de los contrailustrados de la primera mitad del
siglo XIX. Desde el romanticismo, Herder fue el principal promotor de la idea del Volksgeist como reacción en contra del universalismo de
la Ilustración. El Volksgeist es el espíritu del pueblo que concede la peculiaridad a cada cultura, y propicia la diversidad entre los seres
humanos. Lo mismo que los postmodernistas, Herder proponía preservar el Volksgeist de cada pueblo; con eso, se mantendría íntegro el
mosaico de diversidad de la especie humana. Frente al avance modernizador de Occidente, con Francia a la cabeza, Herder y los
románticos proponían que el pueblo alemán resistiera aferrándose a sus antiguas costumbres, y al rescate de los valores de la vida
campesina. De hecho, los románticos no sólo propusieron esto parea los pueblos alemanes, sino para todos los pueblos del mundo: todos
debían luchar por conservar la pureza de su Volksgeist.
Las ‘políticas de la identidad’ defendidas por el postmodernismo básicamente promueven lo mismo. Frente a la globalización y la
promoción de una conciencia universal, los postmodernistas incitan a los zulús, vascos, franco-canadienses, wayúu, bereberes, kurdos,
en fin, a todos los grupos étnicos del mundo, a sentir gran orgullo por sus costumbres tradicionales y a defenderlas frente a la expansión
cultural occidental moderna. Según se argumenta, sólo de esa manera se podrá preservar la diversidad que nos regala un colorido
sublime.
Herder nunca planteó el Volksgeist en términos biológicos; antes bien, para él, el espíritu del pueblo radica fundamentalmente en
el lenguaje. En este sentido, si bien la insistencia de Herder sobre la necesidad de preservar la diversidad pudo haber servido de
antecesor intelectual al racismo científico, la filosofía de Herder no puede considerarse racista en estricto sentido, pues Herder no invocó
a la biología para explicar las diferencias entre los grupos humanos. Y, Herder tampoco elaboró una jerarquía entre grupos humanos,
como sí lo hicieron los racistas científicos.
Lo mismo que Herder, los postmodernistas tampoco invocan explícitamente a la biología para fundamentar la diversidad
humana, y por supuesto, tampoco elaboran una jerarquía entre seres humanos. Pero, varios de los postulados de los postmodernistas
respecto a las políticas de la identidad terminan por parecerse mucho a los postulados del racismo científico, probablemente sin que los
mismos postmodernistas se den cuenta de ello.
En su afán por preservar las culturas frente al avance de la hegemonía cultural occidental moderna, los postmodernistas
terminan por encasillar a los individuos en sus grupos de procedencia. La niña francesa musulmana debe llevar el velo a la escuela

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porque, puesto que sus padres son argelinos, ella preserva la cultura de sus ancestros con ese gesto. Un indígena que ha estudiado
medicina en Bolivia debe incorporar ritos chamánicos a su ejercicio profesional, pues de ese modo, rescata a su cultura de la hegemonía
cultural occidental. A un estudiante de historia de piel negra en EE.UU. debe enseñársele más la historia de los pueblos africanos
premodernos que la historia de Grecia y Roma, pues eso permite que él fortalezca su identidad, y no se aliene a conocer la historia de
una cultura ajena. El niño de apellido Dubois en Quebec debe ser educado en francés (aun si su primera lengua es el inglés), pues de esa
manera, rescatará el legado cultural de los franco-canadienses. Y, así sucesivamente.
A simple vista, esto parece muy loable. Estas políticas permiten que las personas ‘rescaten’ su legado, y no se entreguen como
carne de cañón a la influencia cultural de Occidente. Pero, visto con mayor rigor, estas propuestas son afines al racismo científico. Las
políticas de la identidad terminan por postular que los individuos pertenecen a la cultura de sus ancestros, y deben rescatarla, aun si esos
mismos individuos jamás han exhibido esos rasgos culturales. Pero, en realidad, a juicio de los postmodernistas, el hecho de que el
individuo jamás ha exhibido esos rasgos es precisamente una forma de alienación cultural. La joven musulmana que prefiere ir sin velo y
viste ropa occidental ha traicionado su legado islámico. El joven estudiante norteamericano de piel negra que prefiere conocer más sobre
Julio César que sobre Shaka Zulu ha sucumbido frente al dominio occidental y se ha alienado a la cultura del amo. El médico boliviano
indígena que prefiere no emplear métodos chamánicos en su ejercicio profesional ha perdido sus raíces y ha sido vencido por la
conquista europea.
Con esto, los promotores de las ‘políticas de la identidad’ plantean que, de algún modo, las personas deben llevar los mismos
rasgos culturales de sus ancestros. En otras palabras, los rasgos culturales se heredan, no se escogen. Y, no importa cuán integrado esté
una persona en una determinada cultura que habría resultado ajena a sus ancestros, esa persona formará parte de la cultura de sus
ancestros. De esa manera, las ‘políticas de la identidad’ postulan, implícitamente, que los rasgos culturales se inscriben en la biología, y
como hemos visto, esto es una idea típica del racismo científico.
La muchacha francesa hija de inmigrantes argelinos musulmanes podrá hablar un perfecto francés, podrá defender a ultranza el
republicanismo laico, podrá cantar La Marsellesa a pulmón abierto, podrá sentir una gran pasión por Flaubert y Proust; y a la vez, podrá
sentir repudio por la poligamia, podrá considerar que el Corán es un libro nefasto, podrá considerar que el uso del velo es opresivo. Pero,
bajo los postulados de las ‘políticas de la identidad’, esa muchacha es ante todo de cultura argelina, pues ésa es su procedencia. Y,
precisamente puesto que ella es ante todo de cultura argelina, ella debe rescatar el legado cultural argelino.
Pues bien, con esto, parece defenderse que la cultura argelina está de algún modo inscrita en la biología de esa muchacha. No
importa cómo se comporte, ella siempre será de cultura argelina. Ella podrá estar muy bien integrada con sus amigas francesas, pero
siempre será distinta, porque a diferencia de sus amigas, sus padres son inmigrantes y, por ende ella es de otra cultura. Así, lo mismo
que los racistas científicos, los postmodernistas quieren inscribir las diferencias entre los seres humanos en la biología. Las personas
heredan de sus padres su cultura, pero ésta de algún modo se transmite biológicamente, pues aún una persona que no ha sido criada por
sus padres biológicos, forma parte de la cultura de ellos.
Por ejemplo, la película Perdiendo a Isaiah refleja este tema nítidamente. La trama de esa película es que un niño de color negro
es adoptado desde su nacimiento por una familia con miembros de color blanco. El niño es sumamente feliz, pero un juez decide
arrebatar ese niño a sus padres, y devolverlo a la madre biológica, antaño drogadicta. El razonamiento del juez es que la educación que
esa familia brinda a ese niño terminará por perjudicarlo, pues el niño olvidará sus raíces negras. Para preservar su integridad cultural, el
niño negro debe ser criado por una madre negra. Lamentablemente, muchas personas aplauden decisiones como éstas, pero
deberíamos apreciar que se trata de un razonamiento escandalosamente racista. Semejante razonamiento postula que el niño nunca
podrá asimilar plenamente la cultura de sus padres adoptivos, en virtud de algún impedimento biológico procedente de su color de piel. Y,
puesto que los ancestros de este niño eran afro-americanos, la única manera en que este niño puede ser feliz es viviendo en la cultura
afro-americana.
Ofreceré otro ejemplo que he vivido personalmente. En una ocasión, visité con un amigo inglés el Museo del Oro en Bogotá.
Este museo consta de fabulosas piezas de oro de culturas precolombinas. Como supuesto gesto de justicia y reivindicación social, los
indígenas tienen entrada libre a este museo. Mi amigo inglés nació en México, pero fue adoptado recién nacido por padres ingleses, y
algunos de sus rasgos físicos son piel morena amarillenta, cabello grueso y lacio, y ojos rasgados. En la taquilla del museo, nos
informaron que yo debía comprar un billete, pero mi amigo podía entrar sin pagar, pues él era un ‘indígena’.
Mi amigo es un actor shakesperiano, apoya al Manchester United, come semanalmente fish and chips, habla en un dialecto
cockney, viste con saco y corbata; además, no conoce absolutamente nada de las culturas indígenas de América, y con todo, las
autoridades del museo lo consideraban in indígena. ¿Qué lo hacía un ‘indígena’? Sus rasgos biológicos. De algún modo, sus padres
biológicos, a quien nunca conoció, le transmitieron el legado cultural precolombino mediante sus rasgos biológicos. Y, aun si él se
comporta como un típico londinense, en realidad es un indígena. Esto no está muy lejos de la hipótesis racista de que el niño negro criado
en Londres, se comportará como un aldeano africano.
Las ‘políticas de la identidad’ han incurrido en el esencialismo que tanto influyó al racismo científico. Puesto que cada grupo
humano consta de una esencia, nadie puede escapara a ella. Los seres humanos no tienen la flexibilidad para adaptarse a otros grupos.
La identidad de las personas no está constituida por lo que ellas hacen, sino por lo que sus ancestros hicieron. No importa cuán
americanizado esté una persona de piel negra en EE.UU., los promotores de las políticas de la identidad insistirán en que esa persona es,
ante todo, un africano. Malcolm X habitualmente advertía a sus compañeros de piel negra: “nosotros no somos americanos, somos

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africanos”, y también: “el nacer en América no os hace americanos”. Pues bien, el razonamiento de Malcolm X es típicamente racista. El
negro que se comporta como americano en realidad es africano, aun si no tiene el menor rasgo conductual africano. Es precisamente su
piel lo que lo convierte en africano. El negro jamás podrá ser occidental. Por ello, debe renunciar a su estilo de vida occidental, y
‘regresar’ al estilo de vida africano, aun si jamás ha vivido como africano.
El gran músico de piel negra Henry Crowder vivió este tipo de racismo muy de cerca. Era un gran maestro del jazz. Pero, su
bienintencionada amante que luchaba en contra del racismo, la aristócrata inglesa Nancy Cunard, le pedía que fuese “menos americano y
más africano” en su música. Crowder respondía, “¡pero yo no soy africano, soy americano!”. Cunard asumía que, en virtud de su color de
piel, Crowder debía ser africano. Le importaba poco sus preferencias, su modo de vida. Él era africano, y su música debía ser africana,
independientemente de si había nacido en América, y había asimilado las costumbres americanas desde su propia infancia. Componer
jazz era doblegarse ante el amo blanco. Él debía ser africano, aun si se sentía americano y nunca había estado en contacto con la cultura
africana. De algún modo, a juicio de Cunard, el color de piel de Crowder dictaba cómo éste debía comportarse.
Como Cunard, los bienintencionados promotores de las ‘política de las identidades’ terminan anclados en el esencialismo del
racismo científico. En su empeño por rescatar las antiguas costumbres a fin de preservar la diversidad cultural, encasillan a los individuos
en grupos culturales. Con eso, lo mismo que los racistas científicos, los postmodernistas pretenden que los seres humanos no cuentan
con la flexibilidad para renunciar a una cultura y asumir otra. En palabras de Kenan Malik, “[todo esto] sugiere que el hecho biológico de
contar con ancestros judíos o bangladeshíes de algún modo hace que los seres humanos no puedan vivir bien, excepto como
participantes de la cultura judía o bangladeshí”. En la medida en que las ‘políticas de las identidades’ enfatizan la necesidad de que un
individuo se adhiere a un grupo, y desde ahí exigir sus derechos, le coloca una camisa de fuerza, y lo encierra en su cultura. Pues, para
pertenecer a ese grupo, el individuo debe comportarse según las pautas de conducta de esa cultura.
Una de las lecciones de la Ilustración es que los individuos son libres de escoger cómo quieren vivir, y tienen la capacidad de ajustarse a
una u otra cultura, independientemente de cómo vivieron sus ancestros. La misión civilizadora confiaba en que los hijos de bárbaros
podían convertirse en civilizados. La célebre frase de Ernest Renan es evocadora: “el hombre no pertenece a su lengua, ni a su raza; se
pertenece sólo a sí mismo pues es un ser libre, o sea, un ser moral”.
Un pianista de piel negra no traiciona a nadie por el mero hecho de tocar jazz. Crowder no pertenece a la ‘raza negra’, ni a la ‘cultura
africana’. Pertenece a él mismo. Si cuenta con la maestría técnica para tocar jazz, no hay nada objetable en ello; es sencillamente su
elección. Tampoco debería molestarnos el flamenco entre los japoneses, o el rock entre los argentinos. Lamentablemente, lo mismo que
Herder y los románticos, en aras a la conservación de la pureza cultural, los promotores de las ‘políticas de la identidad’ quieren que los
japoneses bailen odori antes que flamenco, y que los argentinos canten tango antes que rock, en virtud de las tradiciones de sus
ancestros. De nuevo, todo esto lleva implícito que hay un impedimento biológico que no permite que una persona procedente de una
cultura satisfactoriamente asuma los valores de otra cultura.
A los postmodernistas les preocupa especialmente la ‘transculturación’. A medida que el Occidente moderno se expande, los
pueblos autóctonos ‘pierden su cultura’, y esto, supuestamente, constituye una lamentable pérdida. Según se estima, la gran tragedia de
la globalización es la compulsiva transculturación. En efecto, los postmodernistas tienen razón cuando alegan que la modernidad y la
globalización traen consigo la transculturación. Pero, es muy cuestionable que la transculturación nunca sea deseable. Un caníbal pierde
parte de su cultura cuando los misioneros le impiden consumir carne humana, y cambia sus hábitos alimenticios. Eso, sin duda, es
transculturación; en este caso, una ‘pérdida’ de su cultura culinaria. Pero, ¿es acaso objetable?
La misma naturaleza de la cultura supone un dinamismo, y un continuo préstamo que procede de otras culturas. El pretender
preservar a las culturas intactas por temor a su ‘pérdida’ nos habría dejado estancados en la edad de piedra. El desear preservar a las
culturas intactas forma parte de una ideología reaccionaria y contrailustrada que se opone a las transformaciones sociales y al progreso.
Como hemos visto en los capítulos 1 y 2, este tipo de ideologías tiene más vinculación con la derecha reaccionaria de inicios del siglo
XIX, que con el liberalismo o el socialismo.
En todo caso, la transculturación no es propiamente una pérdida, sino una sustitución. Cuando un indígena abandona su
vestimenta tradicional y asume la vestimenta occidental, ciertamente ‘pierde’ su cultura tradicional, pero asume una nueva cultura.
Varios intelectuales negros norteamericanos, entre los que destaca Richard Wright, se quejaban de que el colonialismo y la
esclavitud habían dejado a los descendientes de esclavos ‘sin cultura’. Al ser deportados de África, los esclavos perdieron el contacto con
sus tradiciones ancestrales, y al ser asimilados a la cultura del blanco dominante, quedaron desprovistos de cultura. Pero, esta opinión
lleva consigo una gran confusión.
Los antropólogos entienden ‘cultura’ como el conjunto de prácticas y creencias que caracterizan a un colectivo. Ciertamente los
esclavos perdieron las costumbres de sus ancestros, pero no por ello quedaron sin cultura. Asumieron la cultura de sus amos, y con el
tiempo, esa cultura ya dejó ser exclusiva de sus amos, y los esclavos la hicieron propia. Es así como el jazz con piano es típico de la
cultura afro-americana, a pesar de su evidente origen europeo. Es así como el fútbol es casi una religión en Brasil, a pesar de su
procedencia inglesa. Y, es así como el flamenco podría en un futuro terminar por ser más japonés que español, o el rock más argentino
que norteamericano. Los postmodernistas no comprenden que todas las culturas tienen la capacidad de hacer rápidamente ‘propias’
aquellas instituciones que en un inicio pudieron resultar ‘foráneas’.
Por ello, insisto, la transculturación no deja sin cultura a los transculturizados, más bien sustituye a una cultura por otra. Y, si bien
la esclavitud merece todo nuestro reproche, no podemos acusar a esta lamentable institución de haber dejado sin cultura a los esclavos.

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Pues, en la medida en que estos esclavos tenían prácticas y creencias en común (independientemente de si éstas se parecían más a las
europeas o a las africanas), tenían cultura. La transculturación no necesariamente ocasiona daño; de nuevo: el ser humano tiene la
suficiente flexibilidad como para abandonar una cultura y asumir otra felizmente. La civilización occidental cuenta con gente blanca,
negra, roja y amarilla, precisamente porque los seres humanos son capaces de ajustarse a cualquier cultura. Sólo si asumimos que el ser
humano tiene algún impedimento biológico para asumir una nueva cultura, entonces podemos concluir que la transculturación es dañina.
Si asumimos que los seres humanos tienen esos impedimentos biológicos, entonces deberíamos aceptar que somos racistas.
***
La obsesión postmodernista con preservar las culturas es fundamentalmente una obsesión con la diversidad. Ante la posibilidad de un
mundo globalizado en el que todos estemos conectados y la humanidad entera asuma unos valores universales, el postmodernismo, en
continuidad con el romanticismo de Herder, prefiere una humanidad fragmentada en grupos inconmensurables, de manera tal que cada
cual conserve su propia peculiaridad.
Hemos visto en el capítulo 3 que una de las pretensiones de algunos ilustrados fue la formulación de un lenguaje universalista libre de
ambigüedades, de manera tal que todos los seres humanos podamos comunicarnos óptimamente. Si bien esta pretensión no ha sido
alcanzada, ha habido varios intentos. El esperanto y el interlingua, por ejemplo, fueron idiomas concebidos con la esperanza de que,
algún día, todos los seres humanos lo manejaran diariamente para comunicarse entre sí. Estas lenguas se emplearían en una gran aldea
global en la cual no habría grandes divisiones culturales.
Siempre y cuando no se interprete literalmente, la historia de la Torre de Babel tiene una enseñanza muy loable: los seres humanos
podemos lograr mucho más si todos hablásemos una sola lengua. La diversidad lingüística es un obstáculo al progreso. La confusión de
las lenguas interrumpe la óptima comunicación entre los seres humanos, y por ello, es mucho más estimable promover una lengua
universal. En la medida en que rompan las fronteras impuestas por la diversidad lingüística, los seres humanos podremos aprender más
los unos de los otros, y eso ofrecerá dinamismo para que vivamos mejor.
Pero, como Herder, la mayor parte de los postmodernistas están avocados a la idea de que la diversidad lingüística es preferible,
en buena medida porque en el lenguaje está la raíz del Volksgeist. Cuando un pueblo deja de hablar una lengua y asume otra, se pierde
el espíritu del pueblo que le concedía peculiaridad y fortaleza. Por eso, los promotores de las políticas de la identidad se han obsesionado
con proteger las lenguas cuya existencia hoy están en peligro, y hacen notables esfuerzos por evitar que las lenguas reciban préstamos
de lenguas foráneas, pues precisamente ése es el primer paso para que una lengua desaparezca. Esto se manifiesta en políticas
estatales que obligan a redactar documentos oficiales, exhibir anuncios o educar a los niños en las lenguas que se pretenden conservar.
De nuevo, esta obsesión con la diversidad lingüística y la preservación de las lenguas en peligro de extinción es una actitud
típicamente reaccionaria y tradicionalista. Frente al avance del universalismo lingüístico que trae consigo mayores posibilidades para la
ciencia y la tecnología, los postmodernistas prefieren aislar a cada cultura en la diversidad lingüística, y con eso, preservar sus antiguos
modos de vida.
El lenguaje tiene la función de entablar comunicación, y las políticas lingüísticas deberían ir hacia ese objetivo. Para que un
lenguaje pueda sobrevivir, debe cumplir su función. Tiene mucha más función el mandarín que el euskera, precisamente por el número de
personas que lo hablan. El hablar mandarín permite la comunicación con 840 millones de personas; el hablar euskera apenas permite
comunicarse con 600 mil personas. Por eso, es sencillamente irracional el empeñarse en que los niños hispanoparlantes del País Vasco
aprendan euskera por encima del inglés o mandarín. El mandarín y el inglés les servirán para hacer negocios o aprender las instrucciones
de algún aparato tecnológico; el euskera les servirá para comunicarse con un reducido grupo de personas que probablemente tienen
modos de vida típicamente tradicionales.
Antaño, algunos psicólogos opinaban que la educación bilingüe no era conveniente, porque, supuestamente, cuando se
aprenden varias lenguas a la vez, el estudiante se confunde y no aprende ninguna bien. Hoy sabemos que esto es falso. Por ello,
pareciera que hay motivos para defender la idea de que los niños pueden aprender una lengua con muchos hablantes (como el ruso o el
francés), a la vez que aprenden la lengua tradicional de su cultura, aun si ésta tiene pocos hablantes. Ciertamente esto es posible (no hay
ningún obstáculo en aprender euskera y mandarín a la vez), pero no es muy claro que sea deseable para un gobierno invertir recursos
con el solo propósito de preservar una lengua que cada vez tiene funciones más reducidas. Más bien debería dirigir esos recursos a
mejorar la enseñanza de las grandes lenguas.
Kenan Malik pregunta: “¿qué debemos hacer si la mitad de las lenguas del mundo están en peligro de extinción?”. Y, él mismo
responde: “dejadlas morir en paz”. Por supuesto, la clave acá es “morir en paz”. Políticas de brutal represión lingüística como las de
Francisco Franco son sumamente perjudiciales. Pero, conviene dejar morir en paz a una lengua que cada vez tiene menos adherentes: el
latín, el koiné, el sánscrito, el proto-indoeuropeo, el arameo, entre otros, tuvieron una muerte pacífica, precisamente como consecuencia
de su incapacidad para seguir sirviendo como instrumento de comunicación entre seres humanos. Así como estas lenguas encontraron
su muerte natural, no deberíamos empeñarnos en mantener en la ‘unidad de cuidados intensivos’ a lenguas empleadas por apenas un
puñado de personas.
Las lenguas tienen una fluidez, y los políticos deberían ir a su paso. Precisamente porque el lenguaje es fundamentalmente un
instrumento de comunicación, la misma fluidez de las lenguas propicia que, cuando ese lenguaje deja de cumplir una función,
desaparezca. La represión de Franco fue sumamente perjudicial, pero hoy es igualmente perjudicial el empeño de querer imponer con la

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fuerza de las políticas de la identidad, lenguas que muchos de los miembros de esa cultura ya ni siquiera quieren hablar, precisamente
porque le ven pocas funciones.
La exaltación postmodernista de la identidad cultural también ha terminado por conducir al nacionalismo étnico. Los ilustrados
sentían aversión por el nacionalismo, pues lo veían como una forma provinciana de, una vez más, fragmentar a la humanidad. Autores
como Kant, Hume y Voltaire destacan por su cosmpolitanismo, a saber, la idea de que todos los pueblos del mundo pueden y deben ser
regidos bajo unos mismos principios. Y, la izquierda clásica, heredera de la Ilustración, también sentía aversión por el nacionalismo. La
aspiración de Marx era que las fronteras étnicas y nacionales se derrumbasen (“¡trabajadores del mundo, uníos!”) y que la clase obrera se
uniese, buscando más vinculación en las semejanzas de las condiciones socio-económicas, que en las diferencias culturales. De hecho,
Marx y sus seguidores vieron en el nacionalismo una ideología burguesa dirigida a fragmentar a la clase trabajadora para contener la
revolución.
De nuevo, Herder y los románticos fueron los forjadores de la moderna ideología nacionalista. Durante la primera mitad del siglo
XIX, Europa era aún un mosaico de Estados inestables, y no existía una nación alemana políticamente unificada. Los románticos
defendieron la idea de que la organización política debería ir paralela a la conformación cultural. En otras palabras, las fronteras
territoriales deberían coincidir con las fronteras del Volksgeist. Por ello, cada cultura debería tener su Estado, y para eso, sería necesario
enaltecer la identidad étnica a fin de convertirla en identidad nacional, y además fortalecer la particularidad del espíritu del pueblo.
Ni Herder ni los románticos probablemente tuvieron la intención de que este nacionalismo se convirtiese en xenofobia, pero su
ingenuidad ha resultado demasiado costosa. Precisamente a partir de la intención de enaltecer el espíritu del pueblo para fortalecer a la
nación, se ha exaltado el sentimiento patriótico que ha conducido a terribles conflictos étnicos desde finales del siglo XX, en especial, los
de la ex-Yugoslavia y Ruanda.
Debe admitirse que los postmodernistas están lejos de promover el nacionalismo étnico. Pero, los postmodernistas comparten
con estos nacionalistas el enaltecimiento de la identidad cultural por encima de cualquier otra prioridad. En vez de promover la
homogenización cultural de la nación, los postmodernistas más bien proponen la diversidad cultural dentro de cada nación. Eso es una
mejora respecto al agresivo nacionalismo étnico.
Pero, en su empeño por defender la diversidad cultural a toda costa en cada nación, los postmodernistas han terminado por
incurrir en extremos igualmente peligrosos. Los postmodernistas han defendido entusiastamente el ‘multiculturalismo’, a saber, el
movimiento que promueve la diversidad de culturas en los países. Bajo los parámetros de este movimiento, los Estados deben resguardar
no solamente los derechos individuales, sino también los derechos grupales. Y, estos derechos grupales consisten básicamente en
permitir que algunos grupos tengan tratamiento especial a fin de preservar su identidad cultural. Pues, según se alega, precisamente
porque la humanidad es diversa, los seres humanos merecen tratos especializados, en función de su adscripción cultural.
Esto tiene grandes implicaciones en el derecho. El multiculturalismo promueve que la ley contemple excepciones en función de
la adscripción cultural de los sujetos de derecho. Por ejemplo, el multiculturalismo defiende que, si bien las escuelas públicas prohíben
que los estudiantes se cubran la cabeza, se haga una excepción con las niñas musulmanas. El hecho de que el llevar un velo forma parte
integral de su cultura, debería ser suficiente motivo para que esa ley no aplique a ellas.
La exigencia de que los motorizados lleven casco debería ser flexibilizada exclusivamente para los hombres sijs, pues los
turbantes que éstos visten impiden usar un casco. Y, así, el multiculturalismo pretende que estas excepciones y tratos preferenciales se
extiendan incluso a fueros. Varios países hispanoamericanos contemplan que las comunidades indígenas se rijan por sus propias leyes,
incluso si éstas van en detrimento de los más elementales principios del derecho occidental (prohibición de retroactividad, respeto al
debido proceso, mínimas garantías para el acusado, prohibición de tortura y castigos inhumanos, responsabilidad personalísima, etc.).
Estas pretensiones multiculturalistas van en detrimento del igualitarismo clásico defendido por la Ilustración. Una de las grandes
luchas de las revoluciones modernas ha sido la defensa de la igualdad de todos ante la ley. El aristócrata y el pordiosero deben recibir el
mismo trato si han cometido el mismo crimen. No vale ampararse en el grupo de procedencia para evadir la responsabilidad, tal como
frecuentemente ocurría durante el Ancién regime. Pues bien, así como el pordiosero y el aristócrata deben recibir el mismo trato ante la
ley, el sij y el cristiano también deben cumplir por igual la ley que exige el uso del casco para conducir motocicletas. El ideal republicano,
ampliamente enraizado en la Ilustración, postula una única ley para todos los ciudadanos. En el momento en que se empiecen a tener
contemplaciones por la procedencia cultural de los individuos, se habrá cedido al chantaje. En esto, es sumamente estimable la tradición
republicana francesa y su fiera defensa del laicismo en las escuelas y hospitales públicos de cara a la controversia por el uso del velo
entre las muchachas musulmanas.
Pero, en su empeño de exaltar la identidad cultural, los postmodernistas pretenden que la ley tenga contemplaciones por la
procedencia cultural de cada persona. El problema con esto, además de que atenta contra el más elemental criterio igualitarista y laicista,
es que el multiculturalismo asume que es posible delimitar nítidamente un grupo cultural de otro, del mismo modo en que los racistas
científicos creían posible delimitar a la raza blanca de la raza negra. De nuevo, el esencialismo sale a relucir como fundamento de las
‘políticas de las identidades’.
Supongamos que un país hispanoamericano, una persona comete un asesinato, pero alega ser indígena, y prefiere ser juzgado
por las leyes indígenas. La dificultad estará en responder: ¿quién es un ‘indígena’? ¿Cómo podemos saber si la persona que pide ese
derecho es o no ‘indígena’? Herder diría que el ‘indígena’ debe ser definido a partir de su lenguaje, pero muchas personas sienten orgullo
en ser indígenas (y son considerados como tales), sin hablar el lenguaje del grupo étnico en cuestión. Se podría alegar que quizás las

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creencias y costumbres son definitorias de la identidad étnica, pero muchas personas en Hispanoamérica viven como occidentales, y con
todo, son considerados indígenas. Al final, la respuesta más común a esto gira en torno a los ancestros: la persona será ‘indígena’ si sus
ancestros eran ‘indígenas’. Y, a la inversa, una persona que asimile las instituciones de un grupo indígena, pero cuyos ancestros no
hayan sido indígenas, no será considerado propiamente un indígena. Pero, de nuevo, invocar a los ancestros para definir la adscripción
cultural de las personas es fijar las diferencias culturales en la biología, y esto es un razonamiento indistinguible del racismo científico.
Esta dificultad sale especialmente a relucir en los programas de ‘acción afirmativa’, ampliamente defendidos por los
postmodernistas. Estos programas estipulan que los descendientes de grupos maltratados deben recibir compensaciones de los
descendientes de los victimarios, o al menos, recibir trato preferencial en la asignación de beneficios. Así, por ejemplo, en EE.UU. los
‘afro-americanos’ deben tener prioridad en la repartición de algunos beneficios (becas, puestos de trabajo, etc.), como forma de
reivindicación frente a la esclavitud. De nuevo, el problema es: ¿quién es un afro-americano? Una mujer norteamericana que escuche
música clásica, lea las obras de Shakespeare, hable varias lenguas europeas y vista falda ejecutiva podría ser considerada una afro-
americana; mientras que una mujer americana que escuche música de tambor, lea historias del folklore africano, hable varias lenguas
bantú y vista el kanga podría no ser considerada afro-americana. Esto ocurriría porque, al final, el criterio que se emplea para la identidad
es el biológico: si la primera mujer tiene piel negra, y la segunda mujer tiene piel blanca, la primera sería afro-americana, mientras que la
segunda no sería afro-americana, independientemente de sus conductas. Una vez más, estas ideologías postmodernistas asumen que,
de algún modo, la adscripción a un grupo se hereda biológicamente. Eso no está muy lejos del racismo.
Para leer más… FINKIELKRAUT, Alain. La derrota del pensamiento. Barcelona: Anagrama. 2000. El autor se propone
combatir muchas ideas postmodernistas, y señala de qué manera la fascinación contemporánea con la diversidad tiene resonancias con
el racismo científico. GOULD, Stephen Jay. La falsa medida del hombre. Barcelona: Crítica. 2004. Una refutación, ya clásica, de las
teorías del racismo científico. MALIK, Kenan. Strange Fruit. New York: Oneworld. 2008. Obra muy aguda en la que el autor establece los
vínculos entre el racismo científico y el movimiento multiculturalista de inspiración postmodernista. Capítulo 11 El feminismo mal
conducido
Más de la mitad de mis estudiantes en mis cursos universitarios son mujeres. Muchas de ellas son brillantes. Y, además, son sumamente
emprendedoras, responsables y activas. Muchas desempeñan labores profesionales y tienen como subordinados laborales a hombres.
Hoy, en muchas sociedad modernas, la mujer goza de los mismos privilegios que el hombre.
Pero, por supuesto, no siempre ha sido así, y quedan muchos lugares en el mundo donde la mujer es brutalmente discriminada. Los
griegos no consideraban a las mujeres seres plenamente racionales y, en cuanto tal, no les concedían derechos políticos. Si bien la lucha
de los movimientos feministas ha permitido que las mujeres adquieran derechos que antes no tenían, aún queda mucho por hacer. En el
Islam, la discriminación de género está instituida. Y, en algunos países occidentales, en especial España, la violencia doméstica en contra
de la mujer alcanza cifras alarmantes. Por ello, a pesar de los innegables avances del feminismo, aún queda mucho por hacer para la
reivindicación de la mujer en la sociedad.
El feminismo es una de las banderas predilectas del postmodernismo. Después de todo, uno de los rasgos más emblemáticos
del postmodernismo es avocarse a la defensa de los marginados y excluidos. Según los postmodernistas, la racionalidad moderna ha
violentamente excluido a todo aquel grupo de personas que no se ha ajustado a sus parámetros. Y, esto incluye a las mujeres.
Derrida por ejemplo, ha postulado que una de las oposiciones binarias del Occidente moderno es ‘mujer-hombre’, y que el logos
siempre ha sido asociado al falo; por ende, el logocentrismo ha procurado excluir a las mujeres. La obsesión de Foucault con el poder
también se ajusta muy bien al feminismo, pues en efecto, los hombres han ejercido poder sobre las mujeres, y como hemos visto en el
capítulo 9, la psiquiatría incluso incurrió en diagnósticos muy cuestionables, con el propósito de mantener controladas a las mujeres
victorianas.
Por otra parte, si bien el postmodernismo ha asumido un firme compromiso con el feminismo, no todos los representantes del
feminismo son postmodernistas. Tradicionalmente, los historiadores del feminismo postulan que este movimiento ha atravesado por tres
grandes etapas. La primera gran ‘ola’ feminista suele ubicarse desde finales del siglo XX hasta mediados del siglo XX. Durante esta
etapa, las mujeres lucharon por la igualdad de derechos frente a los hombres, en especial, el derecho a sufragar. En el siglo XXI nos
resulta insólito que hace apenas cien años, las mujeres no tenían algunos de los derechos civiles más elementales, pero es una realidad
histórica que no deja de generar vergüenza.
La primera ola del feminismo trajo consigo innegables avances en la liberación de las mujeres, pero muchas feministas
consideraron que eso fue insuficiente. A partir de mediados del siglo XX, surgió una segunda ‘ola’ que procuraba luchar por derechos más
radicales, y abordar temas más profundos. Por ejemplo, se empezó a contemplar el derecho de las mujeres al aborto, el divorcio; y se
empezó a tratar seriamente la relación de la mujer con la prostitución y la pornografía. Además, se empezó a cuestionar la asignación
tradicional de funciones femeninas (la crianza de los hijos, el cuidado del hogar, etc.), y se plantearon estrategias para alcanzar una plena
igualdad entre hombres y mujeres, no solamente frente a la ley, sino en un gran número de detalles de la vida cotidiana.
Hacia finales del siglo XX, en muchos países occidentales, las mujeres habían alcanzado logros considerables, y de hecho, en
muchos contextos se había instituido la igualdad de los géneros. En vista de eso, surgió una tercera ‘ola’ feminista, que ya no se
conformaba con conseguir igualdad entre hombres y mujeres, sino que pretendía cuestionar los postulados tradicionales en torno a las
identidades sexuales. Así, las feministas de la tercera ola ya no se ocupaban de la discriminación en contra de la mujer; también
abrazaban la causa de los homosexuales, transgénero, transexuales, en fin, de los queer (‘raros’, en inglés). Esta tercera ‘ola’ de

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feminismo ha estado imbuida de postmodernismo. Pues, a la manera de Derrida, busca elementos ‘indecidibles’ que hagan tambalear el
orden estructurado en torno a la tradicional oposición binaria, ‘hombre-mujer’.
El feminismo ha sido un movimiento sumamente estimable. Mujeres como Lucretia Mott o Lucy Stone merecen nuestros elogios
como personas que asumieron un firme compromiso con la igualdad entre los seres humanos. El igualitarismo promovido por la
Ilustración habría sido incompleto si no se incorporaba a la mitad de la población mundial como depositaria de los mismos derechos.
Gracias a la labor de las feministas, cada vez más la mujer disfruta de autonomía, y adquiere oportunidades para desarrollar sus
potencialidades a plenitud.
Muchos de los asuntos planteados por las feministas son sumamente pertinentes, y sus exigencias son perfectamente válidas.
No titubeamos en aceptar que la mujer debe contar con los mismos derechos civiles del hombre, no solamente al sufragio, sino a fungir
como testigo en tribunales, a no ser discriminada en las esferas de la vida social, etc. También es perfectamente legítima la exigencia de
que la mujer asuma funciones laborales que antes estaban reservadas exclusivamente a los hombres.
Pero, lamentablemente, muchas feministas han terminado por defender disparates. Y, en muchos de esos disparates, el
postmodernismo tiene una gran dosis de responsabilidad. En la medida en que las feministas defienden exabruptos sin ningún tipo de
asidero, perjudican a su propia causa. Pues, precisamente esos disparates sirven de plataforma para que quienes quieren subyugar a la
mujer, alcen su voz en contra del feminismo. Evaluemos algunos de esos disparates.
Algunas personas que se oponen al feminismo esgrimen que forma parte de la ley natural que el hombre domine a la mujer. Todos
conocemos la imagen del cavernícola que toma a la mujer por el cabello y la arrastra. Pues bien, se argumenta, si desde los albores de
nuestra especie, el hombre ha asumido algunas funciones y ha dominado, y la mujer ha asumido otras funciones y ha sido dominada,
entonces no debemos ir en contra de ese orden naturalmente establecido.
Esto, por supuesto, es un ejemplo de la ‘falacia naturalista’ que evaluamos en el capítulo 6: si bien la moral en última instancia sí
reposa sobre alguna descripción, el hecho de que algo ocurra naturalmente no implica que deba ocurrir. Los cavernícolas probablemente
violaban a las mujeres, pero eso no implica que la violación sea excusable.
En todo caso, también es cuestionable que la ley natural, si acaso tal cosa existe, dicte que el hombre domine a la mujer. Más
adelante veremos que hay un debate muy serio respecto hasta qué punto el dominio de los hombres tiene bases biológicas. Algunos
antropólogos han asumido que, puesto que en ninguna sociedad la mujer ha ejercido la autoridad, entonces hay motivos para pensar que
la autoridad del hombre se inscribe en la biología. Esta argumentación debe asumirse con extrema cautela, pues no hay garantía de que
los rasgos universales de la especie humana tengan bases biológicas.
Pero, en vez de denunciar estos errores de razonamiento, muchas feministas, especialmente durante la segunda ola del
feminismo, han optado por disputar que los hombres han ejercido la autoridad en todas las sociedades conocidas por la historia y la
antropología. Así, muchas feministas han postulado teorías fantasiosas según las cuales, las mujeres alguna vez ejercieron el poder
político y dominaron a los hombres. En otras palabras, según muchas feministas, el matriarcado habría sido una realidad histórica.
Conviene aclarar algunos términos. La palabra ‘matriarcal’ es a veces confundida con ‘matrilineal’, ‘matrilocal’ y ‘matrifocal’. El
‘matriarcado’ es la forma de gobierno en el cual las mujeres ejercen la autoridad política. En rigor, el matriarcado jamás ha existido: en
todas las sociedades de las cuales tengamos noticia, los hombres han ejercido el poder. Las decisiones públicas están en manos de los
hombres, los representantes diplomáticos son hombres, las labores más estimables por la sociedad son desempeñadas por los hombres,
los ejércitos y cuerpos de seguridad y coerción estatal están compuestos abrumadoramente por hombres.
Por supuesto, no han faltado excepciones. Ha habido reinas y guerreras en la historia. Pero, estadísticamente, la balanza se
inclina abrumadoramente hacia el poder de los hombres. Hoy, las mujeres cada vez más participan en las actividades de poder antaño
reservadas a los hombres, pero de nuevo, en todas las sociedades conocidas, el hombre siempre ha ejercido el dominio. Por ende, el
patriarcado (el gobierno de los hombres) es una institución universal, y el matriarcado jamás ha existido.
Con todo, hay sociedades en las que las mujeres ejercen alguna forma de poder. En algunas sociedades, por ejemplo, la filiación
a un grupo se hereda por la vía materna: una persona pertenece al clan de su madre, no de su padre. Estas sociedades suelen ser
llamadas ‘matrilineales’. En otras sociedades, cuando una pareja se casa, los esposos van a vivir en la casa de la mujer, o cerca de ella;
estas sociedades suelen llamarse ‘matrilocales’. En otras sociedades, la mujer ejerce el dominio doméstico; estas sociedades suelen
llamarse ‘matrifocales’. Vale advertir, no obstante, que en ninguna de estas sociedades la mujer ejerce el poder en el dominio público. Por
ende, existen sociedades matrilineales, matrifocales y matrilocales, pero no existe ninguna sociedad matriarcal.
Varias feministas han querido disputar esto. Estas feministas aceptan que hoy, no existe ninguna sociedad estrictamente
matriarcal. Pero, según alegan, el matriarcado sí existió hasta hace unos cinco mil años. El primero en proponer esta curiosa teoría fue el
antropólogo J.J. Bachofen, en el siglo XIX. Según Bachofen, los seres humanos vivían en hordas promiscuas, de manera tal que no había
manera de saber quiénes eran los padres de los niños. Esto permitía a las mujeres ejercer dominio, pues eran las mujeres, y no los
hombres, la referencia para la pertenencia al clan. No obstante, a medida que se fueron imponiendo restricciones sexuales y relaciones
monogámicas, se hizo posible saber quiénes eran los padres. Y, a partir de entonces, el hombre desplazó a la mujer, pues ahora la
pertenencia al clan se establecería por vía masculina.
Por mucho tiempo, inclusive los marxistas se adhirieron a esta teoría. El antropólogo L.H. Morgan teorizó, en paralelismo con
Bachofen, que en los albores de la humanidad había hordas promiscuas, y que esta actividad sexual no permitía a los hombres mayor
dominio, pues en la medida en que no reconocían quiénes eran sus hijos, no podían involucrarse en las actividades más importantes.

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Engels, el compañero de Marx, abrazó la teoría de Morgan, y escribió El origen de la familia, el Estado y la propiedad privada. Entre otras
tesis muy cuestionables, Engels defendía que, en efecto, las épocas más tempranas de la humanidad estuvieron caracterizadas por
promiscuidad sexual desenfrenada y por el dominio de las mujeres. Engels interpretaba todo esto a la luz de su materialismo histórico: el
patriarcado, la monogamia y la familia nuclear surgió como modo para proteger la propiedad privada (se aseguraría con ello la herencia
de las riquezas acumuladas por los hombres), y desde entonces, el hombre ha explotado a la mujer del mismo modo en que el burgués
explota al obrero.
Estas tesis no tienen mayor sustento empírico: no hay nada que permita pensar que hubo hordas promiscuas. A lo sumo, se
tienen noticias de ‘matrimonios grupales’ en Hawaii, pero eso no es evidencia firme respecto a las teorías en cuestión. Éstas parecieran
ser más bien proyecciones de la mojigatería victoriana. Los escenarios de promiscuidad sexual habrían sido más bien válvulas de escape
frente a la sociedad victoriana sexualmente rígida, pero hipócrita a la vez. El mismo Freud asumió alguna versión de la teoría de la horda
promiscua en su obra Tótem y tabú.
Algunas feministas siguen aceptando estas teorías. Otras feministas han prescindido de la horda promiscua, pero con todo, han
defendido la existencia del matriarcado antiguo. La más famosa de estas tesis procede de la arqueóloga Marija Gimbutas. Los estudios
de Gimbutas han sido muy elogiados por haber planteado la hipótesis según la cual, hacia el año 3000 antes de nuestra era, hubo una
serie de invasiones y movimientos migratorios masivos desde la región del Cáucaso, en dos grandes direcciones: hacia la India, y hacia
Europa.
Estos pueblos invasores y migrantes habrían hablado el lenguaje proto-indoeuropeo, del cual derivan las lenguas de Europa y la
India. Esto permite explicar la evidente conexión que existen entre esas dos grandes familias lingüísticas. Asimismo, esta hipótesis
postula que estos invasores y migrantes habrían domesticado el caballo, y lo habrían importado a la India y el continente europeo. Si bien
la India y Europa ya eran regiones pobladas desde hacía muchos siglos, las invasiones erradicaron las antiguas culturas e impusieron
una nueva cultura que se convirtió en matriz indoeuropea.
Gimbutas opina que la transformación en Europa fue significativa. Pues, antes de la llegada de los invasores procedentes del
Cáucaso, la vieja cultura europea era fundamentalmente agrícola. Los invasores incorporaron una cultura ganadera. Y, agrega Gimbutas,
la vieja cultura europea era fundamentalmente pacífica, mientras que los invasores eran guerreristas. Con su invasión, estos grupos
impusieron la actividad militar, la cual ha permanecido en la cultura europea desde entonces.
Estas hipótesis tienen un grado aceptable de respaldo en la evidencia arqueológica, lingüística e incluso genética. No obstante, es
dudoso que las culturas europeas anteriores a la llegada de las invasiones procedentes del Cáucaso hubieran sido pacíficas. Pareciera
más bien tratarse de una variante más de la nostalgia por una época dorada perdida.
Gimbutas llevó sus hipótesis aún más lejos. A su juicio, la antigua cultura europea era matriarcal, y eso explica su profundo
pacifismo. Es cierto que, en las sociedades contemporáneas, existe una tendencia a que las mujeres se dediquen más a la agricultura y
los hombres más a la ganadería. A partir de eso, Gimbutas concluyó que en la antigua cultura agrícola de Europa gobernaban las
mujeres, mientras que los ganaderos y guerreros procedentes del Cáucaso, eran patriarcales y, a su llegada, impusieron el dominio de los
hombres.
La evidencia para semejante hipótesis es sumamente débil. La evidencia procede fundamentalmente de la arqueología. Se han
encontrado artefactos religiosos que exaltan a las mujeres, y a partir de eso se ha querido concluir que las culturas que produjeron esos
artefactos eran matriarcales. Los artefactos más relevantes son figurinas de arcilla, piedra y hueso, llamadas las ‘figurinas de Venus’.
Estas pequeñas esculturas representan a mujeres con nalgas y senos muy prominentes.
Se ha pensado que estas figuras giraban en torno a cultos a la fertilidad, y a partir de eso, algunas feministas han propuesto que
hubo una antigua religión matriarcal, probablemente concentrada en una gran diosa que quizás sirviese como alegoría de la Madre Tierra.
Quizás estas teorías tengan algún asidero. Pero, inferir, a partir de la existencia de un antiguo culto a la fertilidad dirigido hacia figuras
femeninas, que las mujeres ejercían el poder político, es un procedimiento lógico que no tiene mucha firmeza.
El mero hecho de que existan figurinas con forma de mujer y que éstas quizás tuvieron un propósito religioso no implica de
ninguna manera la existencia del matriarcado. En el catolicismo, hay un culto muy pronunciado a la Virgen María, y la cantidad de
esculturas que representan a la Virgen exceden a la cantidad de esculturas que representan a santos y ángeles masculinos. Pero, con
todo, el catolicismo es una religión marcadamente patriarcal; de hecho, raya en lo despótico: no sólo los jerarcas de la Iglesia Católica son
todos hombres, ni siquiera las mujeres pueden formar parte del clero. De esa manera, así como las estatuas de la Virgen María no son
evidencia de una religión matriarcal, las figurinas de Venus tampoco deberían serlo.
Otras teorías similares se han formulado para los supuestos orígenes matriarcales de las grandes religiones monoteístas. La
feminista Merlin Stone, por ejemplo, ha postulado la colorida teoría según la cual, los antiguos egipcios y cananeos eran matriarcales, y
adoraban a una gran diosa de la fertilidad, en una forma primigenia de monoteísmo. Las invasiones indoeuropeas trajeron consigo el
patriarcado al Medio Oriente, e impusieron el culto a una divinidad masculina guerrera, el cual eventualmente evolucionó hacia la
concepción popular de Dios en las religiones monoteístas. De nuevo, la evidencia para esta hipótesis es casi nula.
Algunas feministas también han postulado que la antigua civilización minoica (cuya existencia se remonta al siglo XXVI antes de
nuestra era), era matriarcal. Y, de nuevo, el argumento hace énfasis en la religión. Se han encontrado artefactos que probablemente
tenían un uso religioso, y que están dirigidos al culto de alguna deidad femenina. Pero, una vez más, el adorar a una diosa no implica que
las mujeres gobiernen. En la religión helénica hay plenitud de diosas, pero no por ello las mujeres en la antigua Grecia ejercían el poder.

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De manera tal que, la arqueología no ofrece datos convincentes a favor de la existencia del matriarcado. Con todo, algunas
feministas han buscado datos de supuestas fuentes históricas, para sustentar su juicio según el cual, hubo alguna vez una época
matriarcal. Algunas fuentes en la Antigüedad clásica mencionan la existencia de las amazonas, una supuesta tribu de mujeres guerreras
que habían azotado a muchos otros pueblos. Las amazonas habrían hecho incursiones en pueblos vecinos y violaban a los hombres para
asegurar la continuidad de su tribu. Se quedaban con las hembras recién nacidas, y asesinaban o exponían a los varones recién nacidos.
Hay mención de las amazonas en varios episodios de la mitología griega, y Homero también hace referencia de ellas. Herodoto, un
historiador que procuró darle un cariz científico a sus crónicas y buscó alejarse de los relatos cubiertos con barniz mitológico, también
ofrece noticias al respecto. Además, hay algunas representaciones pictóricas que recapitulan este tema.
Pero, esta evidencia también es sumamente débil. Los mitos sobre las amazonas parecen tratarse precisamente de eso: mitos.
En los mitos griegos hay cíclopes, centauros, titanes, gigantes y demás criaturas fantásticas. Si bien los relatos sobre amazonas no tienen
un ropaje sobrenatural (a diferencia de las otras figuras mitológicas), parecen ser mera fantasía. Es cierto que Herodoto es más un
historiador que un poeta de la mitología, pero ni siquiera sus crónicas son del todo confiables; Herodoto nos habla de hombres sin
cabezas y de hombres con cabezas de perro. No hay motivo para pensar que sus descripciones sobre las amazonas sean más
confiables.
Los mitos sobre las amazonas parecieran tratarse más bien de las expresiones de temor que los antiguos tenían respecto a los
extranjeros. Lo bárbaro siempre causó temor y fue asimilado a lo monstruoso, y una distorsión de lo extranjero habría sido atribuir a otros
pueblos el haber sido gobernados por mujeres. No hay motivos racionales para tomarse en serio estas distorsiones.
Por último, las feministas que defienden la existencia histórica del matriarcado apelan a instituciones actuales que, según consideran,
pudieron haber sido remanentes de un pasado matriarcal. Por ejemplo, las sociedades matrilineales de hoy son evidencia de que, antaño,
las mujeres gobernaban.
Esto dista de ser evidencia contundente. Las sociedades matrilineales son minoritarias, y en todas ellas, los hombres gobiernan. No hay
motivos para pensar de que, el hecho de que en el presente la filiación a un clan o tribu pase por la vía materna implica que, en el
pasado, las mujeres gobernaron. Quizás, sencillamente los hombres no confiaban en la fidelidad de las mujeres, y quisieron asegurar su
filiación por la vía materna. De nuevo, nada de eso implica la existencia del matriarcado.
También se alega que el hecho de que en una época no se conocía la relación entre el coito y el embarazo implica que las mujeres
gobernaban. Pues, al excluir conceptualmente al hombre de sus funciones en la procreación, éstos quedaban marginados en importancia,
y las mujeres asumían las posiciones de poder.
En oposición a esta tesis, en una época se pensó que los seres humanos conocieron desde muy temprano la relación entre el
coito y el embarazo, y que ninguna sociedad es ignorante en este aspecto. No obstante, gracias a los estudios del antropólogo Bronislaw
Malinowski, se supo que, incluso en el siglo XX, algunos pueblos desconocían esta relación. Según informa Malinowski, los trobriandeses
del Pacífico Sur no establecen la relación entre el coito y el embarazo. Y, en efecto, en virtud de esto, los trobriandeses son una sociedad
matrilineal.
Pero, el mismo Malinowski informaba que, entre los trobriandeses, el poder es ejercido por los hombres. En otras palabras, son
matrilineales, pero no matriarcales. Y, esto debería ser evidencia de que la ignorancia respecto a la relación entre el coito y el embarazo
no implica la existencia del matriarcado.
En definitiva, la existencia histórica del matriarcado es un timo que no tiene más credibilidad que la existencia de la Atlántida o
las brujas. Las feministas que postulan su existencia incurren en el error del voluntarismo: creer que el mundo es como deseamos que
sea. Presumiblemente, estas feministas han inventado el matriarcado prehistórico con la intención de hacer creer a las mujeres que, así
como en el pasado hubo una época en que las mujeres gobernaban, en un futuro podrá alcanzarse ese estado nuevamente. Pero, con
inventar historias no se gana nada. Las feministas lograrían mucho más si enfrentasen la dura verdad de que, hasta ahora, ninguna
sociedad ha sido matriarcal. Perfectamente podemos eludir la falacia naturalista: el hecho de que hasta ahora jamás haya existido una
sociedad con plena igualdad entre hombres y mujeres no implica que nunca podrá existir.
Con todo, algunos críticos del feminismo, entre los que destaca Steven Goldberg, han suscrito la opinión de que, puesto que
nunca ha habido una sociedad matriarcal, jamás podrá conseguirse, y empeñarse en conseguirla trae consecuencias adversas. Según
opinan estos críticos, la biología ha dispuesto que el hombre domine a la mujer, y es sencillamente inútil intentar oponerse a eso. La
carga hormonal que el hombre tiene propicia que exhiba conductas más agresivas, y eso termina por asegurar su dominio.
Quizás Goldberg tenga razón en que los hombres cuentan con una predisposición biológica a dominar a las mujeres. Pero, una vez más,
debemos ser cuidadosos de no incurrir en la falacia naturalista, y Goldberg no parece tener cuidado en esto. El ser humano cuenta con la
capacidad de suspender muchos de sus condicionamientos biológicos. La selección natural ha propiciado que nuestra especie viva en
hábitats como la sabana africana, en bandas de no más de cincuenta primates. Con todo, hemos colonizado casi todo el planeta (en
climas muy distintos a los de la sabana africana), y nos hemos organizado en ciudades de millones de habitantes. De manera tal que,
gracias a nuestra capacidad para la cultura, podemos evitar, al menos parcialmente (nunca totalmente) los condicionamientos de la
biología.
En este sentido, aun si la biología ha condicionado al hombre a dominar a la mujer, ello no implica que no podamos revertir ese
orden y luchar por la igualdad de género. Al final, el mantener en condiciones placenteras a la mitad de la población mundial, y el
establecer igualdad entre hombres y mujeres seguramente propiciará mayores niveles de felicidad entre los seres humanos. Y, según

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hemos visto en el capítulo 6, lo bueno debe ser definido a partir de la felicidad humana. Por ende, tenemos la obligación ética de
establecer condiciones de igualdad entre hombres y mujeres.
Por otra parte, algunas feministas de la segunda ola, y sobre todo, de la tercera ola, han defendido la idea de que el diferencial
de poder entre hombres y mujeres no tiene ninguna base en la biología. La asignación tradicional de las mujeres a determinadas labores
y posiciones de inferioridad social es sencillamente una construcción social. Así pues, muchas feministas se adhieren al construccionismo
social (el cual hemos reseñado en el capítulo 5) y lo aplican a la reivindicación de la mujer. Según esta hipótesis, el género es una
construcción social. Si bien puede haber diferencias biológicas entre hombres y mujeres, éstas no inciden sobre la distribución de
posiciones y funciones entre los géneros en la sociedad.
Estas feministas parten de la importante distinción entre ‘sexo’ y ‘género’. El ‘sexo’ es el hecho biológico. La vagina, los ovarios y
el útero constituyen el sexo femenino. Pero, según alegan estas feministas, ser mujer es mucho más que el mero hecho de tener esos
órganos. El ser mujer es una posición social asignada por la sociedad. Y, eso es precisamente el ‘género’: la manera en que cada
persona se identifica, y el modo en que la sociedad lo clasifica. Ciertamente los hechos biológicos pueden servir para conformar el
género, pero no parte exclusivamente de ellos. El género está constituido, además de por el hecho de tener vagina o útero, por los rasgos
y actividades que la sociedad espera de la mujer: ser dócil, criar a los hijos, cocinar, lavar los platos, etc.
El sexo no es una construcción social (aunque, más adelante veremos que algunas feministas incluso niegan eso), pues,
objetivamente, quien tenga el aparato reproductor femenino pertenece al sexo femenino; eso no ha sido inventado por la sociedad, ni
podrá cambiarse. Pero, según se alega, el género sí es una construcción social. Hoy se espera que la mujer lave los platos, pero en ello
no hay nada intrínseco a su biología. Esa labor asignada puede cambiar, precisamente porque se trata de una construcción social.
Así pues, bajo esta hipótesis, cobra prominencia la célebre frase de Simone de Beauvoir: “no se nace mujer, se llega a serlo”.
Pues, el ser ‘mujer’ no es propiamente un hecho biológico, sino una etiqueta impuesta por la sociedad, en torno a lo cual se generan las
expectativas tradicionales del dominio masculino. Y, en la medida en que se prescinde de la biología en la asignación del género, se
admite que haya personas del sexo masculino que han asumido el género femenino, y viceversa.
Estas tesis son aceptables en buena medida. Tal como hemos visto en el capítulo 5, el construccionismo social es una teoría
muy criticable, pero con todo, sí podemos admitir que algunas cosas sí son socialmente construidas. Y, en efecto, podemos admitir que
buena parte de las categorías en torno al género forman parte de una construcción social, y por ende, podemos confiar en que tenemos la
capacidad de alterar esas expectativas.
Esperamos, por ejemplo, que las mujeres lleven el cabello largo y los hombres el cabello corto. Pero, no hay motivo para pensar
que esto no puede ser alterado, como de hecho, ya empieza a ocurrir. Lo mismo ocurre con la vestimenta, la asignación de colores, o el
cuidado de la belleza. Hoy asumimos que las mujeres llevan falda, se identifican con el color rosa, y dedican mucha atención a su
apariencia personal. Pero, de nuevo, todo esto es arbitrario.
Por supuesto, la construcción social del género va mucho más allá de estos casos banales. Tradicionalmente se ha asumido que
el ser mujer implica dedicarse a labores domésticas, al confinamiento a la esfera privada, y a la pasividad frente al dominio de los
hombres. Pero, de nuevo, todo esto parece ser una construcción social. Se trata más bien de una convención que la sociedad ha
impuesto a las mujeres, pero que es perfectamente reversible. Precisamente a medida que la mujer se ha ido incorporando al mercado de
trabajo, han ido quedando atrás las expectativas de que la mujer sea dócil, obediente y se dedique a labores domésticas. Cada vez más,
estos roles se están invirtiendo. El número de hombres dedicados a las labores del hogar aumenta, a la par del número de mujeres
dedicadas a funciones laborales, incluso en aquellos trabajos que exigen cierto esfuerzo físico.
El asumir que el género es una construcción social abre un abanico de posibilidades a favor de las luchas feministas. Pues, propicia
mayores oportunidades para la igualdad entre hombres y mujeres. En la medida en que se entienda que es apenas una construcción
social arbitraria que la mujer no pueda asumir posiciones antaño reservadas exclusivamente a los hombres, se podrá revertir el orden
jerárquico que favorece a los hombres. Pues, se habrá comprendido que ese orden no viene de una ley natural, sino que se trata
sencillamente de una circunstancia histórica que puede cambiar.
De esa manera, la mayoría de las feministas que favorecen el género como construcción social admiten que existen diferencias
biológicas fundamentales entre hombres y mujeres. Pero, estas diferencias biológicas conciernen exclusivamente al cuerpo. Los rasgos
mentales y conductuales no pertenecen a ese campo. Existe objetivamente una diferencia entre los genitales femeninos y masculinos.
Pero, no existe objetivamente una diferencia entre la mentalidad femenina y la mentalidad masculina.
Si bien estas feministas plantean una perspectiva interesante, y haríamos bien en no asumir gratuitamente que la mujer siempre
irá vestida con falda y el hombre siempre irá vestido con pantalón, los avances de la ciencia colocan en duda algunas de sus hipótesis.
Las feministas en cuestión admiten que objetivamente hay diferencias corporales entre hombres y mujeres, pero que las diferencias
mentales entre hombres y mujeres son construcciones sociales.
Con esto, estas feministas parecen asumir que la evolución conforma la constitución corporal de la especie humana, pero no
conforma la constitución mental. Esto es muy cuestionado. Hay suficientes motivos para pensar que una parte considerable de la mente
humana ha estado conformada por presiones selectivas en la evolución de nuestra especie. Y, así como la evolución ha propiciado un
dimorfismo sexual en los cuerpos (bastante leve, en comparación con otras especies), también ha propiciado un dimorfismo sexual en las
mentes.

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En otras palabras, si bien muchos de los supuestos rasgos mentales y conductuales femeninos son meras construcciones
sociales, hay espacio para considerar que en la biología sí están inscritos algunas tendencias cognitivas y emocionales. La llamada
‘psicología evolucionista’ ha explorado de cerca cómo ocurre esto.
De antemano, vale advertir que la psicología evolucionista no admite que los hombres sean más inteligentes que las mujeres, ni
más valientes, ni más honrados, ni menos caprichosos, ni menos consumistas, ni menos vanidosos. Todas esas supuestas diferencias
son, en efecto, construcciones sociales y estereotipos. Libros basura como Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus, son
una cruda banalización de los estudios evolucionistas, sin la menor contemplación por el rigor y el método científico.
Pero, la psicología evolucionista sí admite que hay una distinción acusada respecto a las conductas sexuales, en función de las
estrategias de reproducción que, en los albores de nuestra especie, seleccionaron los hombres y las mujeres. Para las mujeres, es más
ventajoso aparearse con hombres que puedan ofrecer recursos y asuman un compromiso con la crianza de la familia. Por ello, las
mujeres tienen más tendencia a valorar la fidelidad emocional: resienten no propiamente que su pareja tenga relación sexual con otras
mujeres, sino que sirva de sostén económico. Así, en las mujeres sobrevivieron en mayor número los genes que codifican celos
emocionales, y eso explica la tendencia actual de las mujeres a sentir más apego emocional en las relaciones, y menos interés en la
actividad sexual.
Los hombres, por su parte, valoran más la fidelidad sexual, y menos la fidelidad emocional. Pues, el hombre no está en posición
de tener certeza respecto a quiénes son sus crías. Por ello, el hombre desea asegurarse de que la mujer le guarde fidelidad sexual. Así,
para propagar sus genes, el hombre debe desarrollar celos sexuales. Por eso, sobreviven en mayor proporción los genes que codifican
celos sexuales. Y, eso explica por qué los hombres están más inclinados a resentirse por una infidelidad sexual y menos por una
infidelidad emocional, y más interés en la actividad sexual. La mujer se asegura de pasar sus genes mediante la selección de un
compañero que le brinde recursos para la cría de los hijos; el hombre se asegura de pasar sus genes mediante los celos sexuales y el
contacto sexual con varias mujeres.
Urge entender que estas diferencias no implican una relación de jerarquía. La psicología evolucionista nos informa que los
hombres tienen algunos rasgos mentales distintos de los de las mujeres. Son, distintos, pero no propiamente desiguales. Perfectamente
podemos sostener la igualdad entre hombres y mujeres (en el sentido de ausencia de una relación jerárquica), pero no por ello debemos
aceptar que no existen diferencias en su naturaleza.
Frecuentemente se acusa a la psicología evolucionista de ser una forma de ‘determinismo genético. Esto es una distorsión. La
psicología evolucionista no sostiene que estemos determinados por los genes; sólo advierte que los genes sirven como plataforma para la
crianza en la conformación mental de los individuos. Por ello, los genes no nos determinan, pero sí nos inclinan. Y, dadas las condiciones
y presiones selectivas de la evolución humana, probablemente hay una base genética para que las mujeres tengan una tendencia a estar
menos interesadas en la actividad sexual, tengan más interés económico en las relaciones, y se resientan más por las infidelidades
emocionales que por las infidelidades sexuales.
Ésta es apenas una entre muchas otras diferencias entre hombres y mujeres que los psicólogos evolucionistas estudian. Las
feministas que niegan que objetivamente existen diferencias mentales entre hombres y mujeres terminan por recapitular la doctrina de la
tabla rasa, según la cual, la mente humana es una hoja en blanco sobre la cual se van imprimiendo sensaciones que configuran la
personalidad. Esta doctrina es opuesta al innatismo (del cual la psicología evolucionista forma parte), según el cual, tenemos algunas
tendencias mentales innatas. Hoy, se debate seriamente la cuestión nature vs. nurture (la naturaleza vs. la crianza, en inglés). Los
psicólogos evolucionistas están dispuestos a asumir que parte de las diferencias mentales entre hombres y mujeres proceden de la
naturaleza; la mayoría de las feministas defienden más bien que esas diferencias proceden de la crianza y, como tal, son construcciones
sociales. Cada vez más hay indicios (principalmente procedentes de la neurociencia) de que muchas de nuestras características mentales
proceden de la naturaleza; pero, sigue siendo un tema arduamente debatido. Por ello, si bien me inclino a pensar que muchas feministas
se equivocan cuando sostienen que el género es enteramente una construcción social, estoy dispuesto a admitir que aún falta mucho por
descubrir, y que es prudente no asumir una postura definitiva.
Ahora bien, muchas feministas de la tercera ola han ido aún más lejos, y han postulado que no sólo el género, sino también el
sexo, es una construcción social. Las feministas de antaño, como por ejemplo, Simone de Beauvoir, al menos admitían que hay una
diferencia objetiva entre un individuo biológicamente asignado como varón, y un individuo biológicamente asignado como hembra. La
diferencia entre los roles sociales de los hombres y las mujeres son construcciones sociales, pero la diferencia entra la biología de un
hombre, y la biología de una mujer, no es una mera construcción social.
No obstante, muchas feministas contemporáneas, con la postmodernista Judith Butler a la cabeza, esgrimen que esa misma
distinción biológica entre hombres y mujeres es una construcción social y que, por ende, la diferencia entre los sexos no existe
objetivamente. Butler repite el mismo tema de Lyotard: la oposición a los ‘meta-relatos’ y los ‘discursos totalizantes’. Hemos visto que una
de las banderas del postmodernismo es asumir que no es posible pronunciarse universalmente sobre algún fenómeno, y que la realidad
no es acordemente ordenable en un sistema taxonómico. Pues bien, Butler considera que la asignación de sexo a los individuos es un
discurso totalizante. Las categorías biológicas ‘hombre’ y ‘mujer’ son un invento de nuestra mente; no existen afuera en la realidad.
Hemos visto en el capítulo anterior que, bajo la aceptación de la vasta mayoría de científicos competentes, las razas humanas
no existen. ‘Negro’ y ‘blanco’ son construcciones sociales, y no hay un criterio biológico firme por el cual un individuo pueda ser clasificado

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en una u otra raza. Pues bien, Butler y sus seguidores asumen que tampoco hay un criterio biológico firme por el cual un individuo pueda
ser clasificado como ‘hombre’ o ‘mujer’.
En un principio, posturas como las de Butler son seductoras, pues invitan a preguntar: si hace cien años se creía firmemente en
la existencia de las razas, y hoy sabemos que son apenas un constructo social, ¿por qué hemos de asumir que la creencia actual
respecto a la existencia objetiva de los sexos es correcta?
Pues bien, amerita señalar que, así como los científicos no han encontrado criterio firme para separar a la humanidad en
‘blancos’ y ‘negros’, sí hay un criterio bastante firme para separar a la humanidad en ‘hombres’ y ‘mujeres’. Las diferencias biológicas
entre hombres y mujeres son demasiado extensas como para señalarlas exhaustivamente acá. Pero, a grandes rasgos: las mujeres
tienen ovarios que almacenan óvulos, y tienen el útero, conectado a la vagina. Los hombres tienen testículos, que producen
espermatozoides. Los testículos están ubicados en el escroto, detrás del pene. El pene y el escroto son extremidades externas; los
genitales de la mujer son más extremidades internas.
Además, existe una diferencia genética fundamental. Los hombres tienen un cromosoma en forma de Y, ausente en las mujeres.
Y, hay otras diferencias accesorias que se manifiestan en el vello, la piel, la fertilidad, la dotación hormonal e incluso, la estructura
cerebral.
Hay, por supuesto, anomalías. Algunos individuos, hoy llamados ‘intersexuales’ (antaño llamados ‘hermafroditas’) pueden exhibir
rasgos biológicos que desafían una fácil ubicación en la oposición binaria ‘hombre-mujer’. Como los indecidibles de Derrida, muchas
feministas han empleado estos casos para señalar que las oposiciones binarias de la ciencia (y de la modernidad en general) no tienen
correspondencia con la realidad: a su juicio, la existencia de intersexuales debería ser suficiente motivo para admitir que el sexo es una
construcción social. Después de todo, éste es uno de los motivos por los cuales se rechaza la existencia de las razas humanas. Pues,
según hemos visto en el capítulo anterior, entre un ‘negro’, y un ‘blanco’ hay un amplio espectro de colores intermedios que desafían esa
clasificación.
Pero, la analogía entre la raza y el sexo es muy imperfecta. En primer lugar, las anomalías en las razas humanas son muy
comunes. El porcentaje de la población mundial que desafía los esquemas conceptuales de las razas (y, vale agregar, hay varias
versiones de estos esquemas) es bastante alto. En cambio, las anomalías en los sexos son muy raras. El porcentaje de la población
mundial que desafía el esquema conceptual del sexo es muy bajo. La abrumadora mayoría de las personas puede ser asignada
nítidamente a uno u otro sexo; no así a una u otra raza.
Los intersexuales no constituyen una amenaza a la realidad biológica del sexo, como tampoco los híbridos constituyen una
amenaza a la realidad biológica de la especie. El hecho de que a veces los leones y los tigres hayan producido híbridos fértiles no nos
conduce a pensar que los leones y los tigres son constructos sociales. La división de la especie humana en ‘hombres’ y ‘mujeres’ es
perfectamente válida, aun si muy esporádicamente, aparecen anomalías que desafían esa clasificación.
Por supuesto, tenemos la opción de asumir un nominalismo a ultranza. Según hemos visto en el capítulo 5, el nominalismo es la
doctrina filosófica que postula que las esencias no existen, y los conceptos abstractos no son más que nombres que empleamos para
aglutinar cosas que guardan algún parecido. Así, bajo esta doctrina, ‘hombres’ y ‘mujeres’ no serían cosas reales, sino meros nombres (y,
por ende, construcciones sociales) para intentar organizar el mundo.
La doctrina nominalista tiene sus virtudes, y a lo largo de la historia, filósofos muy estimables (desde Occam hasta Locke) la han
defendido. Pero, las feministas que quieran abrazar el nominalismo deberían estar conscientes de que, bajo esta doctrina, no sólo no
existirían los ‘hombres’ y las ‘mujeres’, tampoco existirían los planetas, las estrellas, el agua, los automóviles, los perros; en fin, no podría
formularse ningún concepto genérico.
En todo caso, el hecho de que existen intersexuales no necesariamente tiene que conducir a pensar que el sexo es una
construcción social. A lo sumo, los intersexuales obligarían a formar una tercera categoría en la división de la humanidad. Antaño,
dividíamos a la especie en dos categorías (hombres y mujeres); quizás ahora nos veamos en la necesidad de dividirla en tres categorías
(hombres, mujeres e intersexuales).
El empeño de los feministas en defender la idea de que el sexo es una construcción biológica desembocó en una conocida
trágica historia que amerita reseñar como advertencia respecto a los peligros de estas ideas. En los años sesenta del siglo XX, nacieron
en Canadá unos gemelos, los hermanos Reimer. A los ochos meses de nacidos, a los gemelos se les practicó la circuncisión, pero uno de
ellos perdió su pene por completo durante el procedimiento.
Los padres solicitaron el consejo de un conocido médico, John Money, quien era famoso por su teoría según la cual el sexo es
una construcción social sin un referente en la biología. Money recomendó a los padres del niño criarlo como una niña. Después de todo,
en tanto el sexo es una construcción social sin ninguna base biológica, el niño podría asumir su rol femenino. El niño ya no tenía pene, y
con algunos ajustes hormonales y alguna reconstrucción quirúrgica, el niño podría perfectamente convertirse en niña, pues lo
fundamental en la asignación de género es la crianza. No habría mayor impedimento biológico pues, de nuevo, la distinción entre niños y
niñas no reposa en la biología.
Los padres le cambiaron el nombre a ‘Brenda’, y lo empezaron a educar como una niña. Money supervisó la crianza de la ‘niña’,
y fue estricto en ordenar que a Brenda nunca se le informase que tuvo alguna vez pene. Money supervisaba frecuentemente la crianza de
Brenda y, supuestamente, todo marchaba bien en la crianza de la ‘niña’.

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Pero, años después, ‘Brenda’ publicó un libro en el que narraba cómo desde su infancia, se sentía varón. Y, era tal su frustración
con su vida como niña, que varias veces amenazó con el suicidio. Los padres se desvincularon de Money, y otros médicos les
recomendaron contar a Brenda la verdad. Al saber esto, Brenda decidió asumir el género masculino, y asumió el nombre de ‘David’.
Algunos problemas personales (entre ellos la esquizofrenia y muerte de su hermano gemelo) eventualmente condujeron a David al
suicidio.
Probablemente el suicidio de David fue ocasionado por un cúmulo de factores. Pero, es evidente que el factor principal fue la
enorme confusión a la que fue sometido, como consecuencia de un monstruoso experimento propiciado por un médico de inspiración
postmodernista empeñado en demostrar que el sexo es una construcción social sin ninguna base biológica. Las condiciones biológicas de
David lo hacían sentirse como varón, pero Money estaba empeñado en que se sintiera como hembra, con el mero propósito de defender
su teoría según la cual, la mujer no nace, sino que se hace.
De nuevo, podemos admitir junto a Butler y demás feministas, que muchas expectativas y rasgos que imponemos sobre las mujeres son
construcciones sociales. Pero, asumir que todos los rasgos atribuidos a la mujer son construcciones sociales no es sólo disparatado,
también es peligroso, pues podemos terminar por forzar a asumir roles femeninos a individuos que tienen condiciones biológicas que los
ha programado para sentirse varones, o viceversa. Ciertamente hay personas de sexo masculino que asumen el género femenino, o
viceversa. No estamos en necesidad de etiquetar de ‘enfermos’ o ‘degenerados’ a esas personas; se trata sencillamente de una opción
que seguramente no hace daño a nadie y que debemos tolerar. Pero, sería ir demasiado lejos llamar ‘mujer’ a quien tenga pene,
testículos y cromosoma Y. Esas personas pueden asumir el género femenino, pero su sexo será masculino, y eso no lo podrán cambiar
(ni siquiera con una cirugía, pues ésta, a lo sumo, puede lograr cambiar la apariencia, pero deja intacta la información genética).
***
En las feministas contemporáneas es muy prominente la obsesión postmodernista con el poder. Esto no es propiamente objetable, pues
en efecto, el foco de interés de los movimientos feministas es tratar de revertir el poder que los hombres tradicionalmente han ejercido
sobre las mujeres. Para alcanzar óptimos niveles de igualdad entre los hombres y las mujeres, es necesario indagar cómo los hombres
han ejercido el poder, y buscar estrategias a fin de paliar un poco los efectos del ejercicio de ese poder.
Pero, lamentablemente, muchas feministas incurren en los vicios de la obsesión postmodernista con el poder. Pues, las feministas ven
ejercicio tiránico del poder donde el sentido común indica que nada excepcional ocurre. A partir de su obsesión postmodernista con el
poder, las feministas han atacado a la actividad científica y al predominio de la racionalidad.
Hemos visto que, hay espacio para sospechar que algunos conceptos alguna vez considerados científicos, en realidad fueron
instrumentos de dominio, inventados por los poderosos. Así, por ejemplo, la histeria, es un diagnóstico psiquiátrico muy cuestionable, el
cual presumiblemente surgió para controlar a las mujeres victorianas que desobedecían a sus maridos.
Pero, es igualmente necesario admitir que la vasta mayoría de los conceptos científicos son irrelevantes respecto al ejercicio del poder.
Disciplinas como la psiquiatría están abiertas al abuso, pero, cuesta imaginar que disciplinas de ciencia formal, como la lógica o la
matemática, sean cómplices en el dominio de los hombres. No veo manera en que, “2+2=4” sea una proposición machista.
Con todo, varias feministas han atacado los fundamentos de la lógica como un supuesto invento de los hombres para dominar a
las mujeres. Tradicionalmente, los filósofos han opinado que las ciencias formales formulan leyes que son trascendentes y necesarias: no
hay escenario posible que no rija por estas leyes. Pero, varias feministas opinan que estas leyes son una construcción social para
asegurar el dominio masculino.
Las feministas han dirigido su ataque especialmente al ‘principio del medio excluido’. Este principio, originario de Aristóteles,
postula que, o bien una proposición es verdadera, o bien su negativa es verdadera. El principio excluye posibilidades intermedias, en la
medida en que postula que frente a dos proposiciones contradictorias, una debe ser verdadera, y la otra debe ser falsa. Si, por ejemplo,
predicamos, “La tierra es plana”, y asumimos que esa proposición es falsa, entonces “La tierra no es plana” debe ser verdadera. No hay
una tercera opción.
Feministas como Andrea Nye han denunciado este principio como parte de una mentalidad opresora que somete a exclusión a
las personas indeseables. Y, en particular, las feministas denuncian que el principio del medio excluido sirve para dividir rígidamente a la
humanidad en dos conjuntos (hombres y mujeres), a partir de lo cual logra ejercerse dominio. El principio del medio excluido divide al
mundo en hombres y mujeres, y reprime a transgéneros, transexuales, intersexuales, homosexuales, en fin, a los queer.
Esta postura feminista reposa sobre una elemental confusión entre ‘contrarios’ y ‘contradictorios’ (es de sospechar, de nuevo,
que los postmodernistas no toman cursos de lógica, pues les resulta una disciplina muy aburrida). Dos términos son ‘contrarios’ cuando
ambos no se pueden predicar de lo mismo, pero al mismo tiempo, es posible que ninguno pueda predicarse de lo mismo. Dos términos
son ‘contradictorios’ cuando ambos no se pueden predicar de lo mismo, pero necesariamente se debe predicar uno de esos términos. El
principio del medio excluido concierne a las proposiciones contradictorias, no a las contrarias. Si una proposición es falsa, su contraria
también puede ser falsa, y en ese caso, puede haber una tercera proposición que sea verdadera. Pero, si una proposición es falsa, su
contradictoria debe ser verdadera; no se admite una tercera opción.
‘Hombre’ y ‘mujer’ pueden ser términos contrarios, pero no son contradictorios. No podemos sostener “Pat es hombre y Pat es
mujer”. Pero, a la vez, podemos sostener que “Pat es un hombre” y “Pat es una mujer” son ambas proposiciones falsas, y se admite una
tercera proposición como verdadera, como, por ejemplo, “Pat es un intersexual”. Pero, al contemplar “Pat es un hombre” y “Pat no es un

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hombre”, debemos apreciar que estas proposiciones no son contrarias, sino contradictorias, y en ese sentido, no podemos admitir una
tercera opción como verdadera.
El principio del medio excluido no divide al mundo en ‘hombres’ y ‘mujeres’, ni tampoco excluye a los queer. Antes bien, lo divide
en ‘hombres’ y ‘no hombres’; ‘mujeres’ y ‘no mujeres’; ‘queer’ y ‘no queer’. Bajo la categoría de ‘no hombres’ estarían incluidas las
mujeres, los transexuales y los intersexuales (y también los relojes, los conejos, las mesas; en fin, todo aquello que no sea ‘hombre’).
Nadie puede ser y no ser hombre; nadie puede ser homosexual y no ser homosexual. En esto, no hay ningún ejercicio violento del poder;
es sencillamente un principio que, en el momento en que lo abandonemos, dejaremos de pensar racionalmente.
En esto, es apreciable que muchas feministas ilícitamente denuncian como opresores muchos conceptos científicos que en
realidad son absolutamente neutrales e irrelevantes respecto a las relaciones entre hombres y mujeres. Es hasta cierto punto
comprensible que las feministas denuncien estudios procedentes de la primatología, la psicología evolucionista o la psiquiatría, pues en
efecto, éstos podrían abrir la puerta a formarse estereotipos respecto a las mujeres. Pero, en su obsesión con el poder, varias feministas
postmodernistas han visto en las teorías de Einstein y otros científicos, artificios para dominar a las mujeres. Esto ya es absurdo.
Sokal y Bricmont, por ejemplo, denuncian los disparates que la feminista Luce Irigaray ha pronunciado en torno a Einstein. A
juicio de Irigaray, la ecuación e=mc2 es machista, pues ésta privilegia la velocidad de la luz por encima de otras velocidades que son
necesarias para nosotros. ¿Qué diablos significa esto? No podemos estar muy seguros. Pero, supongamos que, en efecto, la ecuación
e=mc2 favorece a los hombres. ¿Acaso por ello dejaría de ser verdadera?
Irigaray también ha dicho que la mecánica de fluidos es una disciplina machista. ¿Qué rayos tiene que ver la masa, el
movimiento y la termodinámica con los hombres y las mujeres? La respuesta de Irigaray: los fluidos han sido dejados de lado; la física
machista privilegia cosas duras y erectas, mientras que resta poder a los fluidos. Así, la mecánica de fluidos da poder al falo, y suprime a
la vagina.
Como bien advierte Richard Dawkins, no es necesario ser un físico para darse cuenta de lo absurdo que resultan estos
argumentos. Es tan idiota como sostener que la astronomía es racista en contra de los indios norteamericanos (llamados ‘pieles rojas’)
porque postula que los gigantes rojos están más cercanos al final de su existencia. Una vez más, el problema procede de la obsesión
postmodernista con el poder, aunado a la ilícita extrapolación de conceptos científicos.
Las feministas postmodernistas postulan que la ciencia es ‘masculina’, y que por extensión, favorece a los intereses de los
hombres. De nuevo, esto es tan absurdo (y peligroso) como postular que hay una física judía y una física aria. La ciencia es una sola. Las
reglas del método científico sirven para conocer el mundo objetivamente, independientemente de que este conocimiento nos resulte
placentero o no, e independientemente de a quién beneficia. Tal como hemos advertido en el capítulo 9, el hecho de que una creencia
favorezca a quien la predica no la hace falsa.
En definitiva, el feminismo es un movimiento rescatable, siempre y cuando se guíe por la aplicación de la racionalidad. Fue éste el
feminismo de la primera ‘ola’, el cual pretendía extender a la liberación femenina las ideas igualitaristas de la Ilustración. El asumir
posturas postmodernistas ha resultado perjudicial al mismo feminismo, pues lamentablemente, hoy la mayor parte de las posturas
feministas son risibles. Si el feminismo pretende conseguir logros significativos, debe retomar la senda de las primeras feministas, y
luchar por una sociedad moderna y progresiva, en la cual se reconozcan las diferencias entre hombres y mujeres, pero no por ello se
establezca una relación jerárquica entre los géneros.
Asumir que hubo un matriarcado histórico, que el sexo es una construcción social, o que la ciencia es una institución al servicio
del poder de los hombres, es un retroceso fatal para las luchas feministas. El postmodernismo ha sido el peor aliado del feminismo. Pues,
aunado a todos los disparates que muchas feministas pronuncian a partir de su inspiración postmodernista, buena parte de las feministas
contemporáneas han terminado por defender regímenes brutalmente misóginos fuera de la civilización occidental, bajo la excusa de que
son víctimas del imperialismo europeo. Si las feministas desean que se las vuelva a tomar en serio, deben empezar por admitir que las
reformas a favor de la mujer nacieron en el mismo Occidente y que el método científico ha servido y servirá para mejorar la condición de
la mujer en la sociedad. El mejor recurso para las feministas es, de nuevo, no rechazar el legado de la Ilustración, sino completarlo.
Para leer más… ELLER, Cynthia. The Myth of Matriarchal Prehistory. Beacon Press. 2001. La autora, una feminista, refuta las teorías
sobre el matriarcado antiguo. SOMMERS, Christina Hoff. Who Stole Feminism? Simon & Schuster. 1995. Una obra en la que se critican
las posturas del feminismo postmodernismo de la llamada ‘tercera ola’.

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