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El baile de los ahorcados.

Arthur Rimbaud (1854-1891)

En la horca negra, amable manco,


bailan, bailan los paladines,
los descarnados actores del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.

¡Monseñor Belcebú tira de la corbata


de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un revés del zapato
les obliga a bailar ritmos olvidados!

Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:


como un órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.

¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza,


trenzad vuestras cabriolas pues el escenario es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belcebú rasga sus violines!

¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!


Todos se han despojado de su toga de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un gorro blanco.

El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;


cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.

¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!


¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno.

¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes


que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,
un rosario de amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos, que no estamos aquí en un monesterio!.

Y de pronto, en el centro de esta danza macabra


brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,
llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,

crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje


con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un saltimbanqui se agita en su caseta,
vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.

En la horca negra bailan, amable manco,


bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.

EDUARDO GALEANO – LOS NADIES

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los na-

dies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto

la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la

buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en

lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los na-

dies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se le-

vanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de

escoba.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la

Liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica

Roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

JORDANO BRUNO –

Decid, ¿cuál es mi crimen? ¿Lo sospecháis siquiera?

y me acusáis, ¡sabiendo que nunca delinquí!


quemádme, que mañana, donde encendáis la hoguera,

levantará la historia una estatua para mí.

Yo sé que me condena vuestra demencia suma,

¿Por qué?…Porque las luces busqué de la verdad,

no en vuestra falsa ciencia que el pensamiento abruma

con dogmas y con mitos robados a otra edad,

sino en el libro eterno del Universo mundo,

que encierra entre sus folios de inmensa duración

los gérmenes benditos de un porvenir fecundo,

basado en la justicia, fundado en la razón.

Y bien, sabéis que el hombre, si busca en su conciencia,

la causa de las causas, el último por qué

ha de trocar muy pronto, la Biblia por la ciencia,

los templos por la escuela, la razón por la fé.

Yo sé que esto os asusta, como os asusta todo

todo lo grande , y quisierais poderme desmentir.

Más aún, vuestras conciencias, hundidas en el lodo

de un servilismo que hace de lástima gemir…

Aún allá, en el fondo, bien saben que la idea,

es intangible, eterna, divina, inmaterial…

que no es ella el Dios y la religión vuestra

sino la que forma con sus cambios, la historia universal.

Que es ella la que saca la vida del osario


la que convierte al hombre, de polvo, en creador,

la que escribió con sangre la escena del calvario,

después de haber escrito con luz, la de Tabor.

Mas sois siempre los mismos, los viejos fariseos,

los que oran y se postran donde los puedan ver,

fingiendo fe, sois falsos llamando a Dios, ateos

¡chacales que un cadáver buscáis para roer!…

¿Cúal es vuestra doctrina? Tejido de patrañas,

vuestra ortodoxia, embuste; vuestro patriarca, un rey;

leyenda vuestra historia, fantástica y extraña,

vuestra razón la fuerza; y el oro vuestra ley.

Tenéis todos los vicios que antaño los gentiles,

tenéis las bacanales, su pérfida maldad;

como ellos sois farsantes, hipócritas y viles,

queréis, como quisieron, matar a la verdad;

Mas…¡Vano vuestro empeño!…Si en esto vence alguno;

soy yo porque la historia dirá en lo porvenir;

“Respeto a los que mueren como muriera Bruno”

y en cambio vuestros nombres…¿Quién los podrá decir?

¡Ah!…Prefiero mil veces mi muerte a vuestra suerte;

morir como yo muero…no es una muerte ¡no!

Morir así es la vida; vuestro vivir, la muerte

por eso habrá quien triunfe, y no es Roma ¡Soy Yo!


Decid a vuestro Papa, vuestro señor y dueño,

decidle que a la muerte me entrego como un sueño,

porque es la muerte un sueño, que nos conduce a Dios…

Mas no a ese Dios siniestro, con vicios y pasiones

que al hombre da la vida y al par su maldición,

sino a ese Dios-Idea, que en mil evoluciones

da a la materia forma, y vida a la creación.

No al Dios de las batallas, sí al Dios del pensamiento,

al Dios de la conciencia, al Dios que vive en mí,

al Dios que anima el fuego, la luz, la tierra, el viento,

al Dios de las bondades, no al Dios de ira sin fin.

Decidle que diez años, con fiebre, con delirio,

con hambre, no pudieron mi voluntad quebrar,

que niegue Pedro al Maestro Jesús, que a mí ante el martirio,

de la verdad que sepa , no me haréis apostatar.

¡Mas basta!…¡Yo os aguardo! Dad fin a vuestra obra,

¡Cobardes! ¿Qué os detiene?…¿Teméis al porvenir?

¡Ah!…Tembláis…Es porque os falta la fe que a mí me sobra…

Miradme…Yo no tiemblo…¡Y soy quien va a morir!…

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