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JUNIO 20 DE 2016
¿A quién se educa? Es una pregunta con una respuesta obvia: ¡por supuesto que al hombre!
Sin embargo, no son tan obvias las respuestas a las preguntas ¿para qué estamos
educando al hombre hoy? ¿Los educadores estamos educando a nuestros niños y jóvenes
para enfrentarse a los desafíos e incertidumbres de un mundo en permanente
transformación?
En lo económico, las empresas flexibilizaron sus procesos de producción por una parte,
para responder a las demandas de los clientes y por otra, para minimizar los gastos
haciendo uso de redes de producción en las que un producto se puede diseñar en cualquier
lugar del mundo y producirse en otro. En el campo laboral, se fue erosionando cada vez
más la forma tradicional de trabajo basada en empleos de tiempo completo, para dar paso a
la descentralización de las tareas laborales, a horarios de trabajo no tradicionales y a los
trabajos temporales.
Es así como en el Siglo XX, las instituciones educativas, responsables de preparar a los
niños y jóvenes para enfrentar los cambios que el nuevo mundo les impone, deben
replantear las funciones que tradicionalmente se les otorgó como transmisoras de la
cultura, como replicadoras de un saber instituido. La escuela debe asumir ahora una
premisa fundamental: hay conocimientos que tienen “fecha de vencimiento”, por lo cual
no es solo necesario poseer conocimiento científico y manejar herramientas tecnológicas; el
más imperativo de los aprendizajes es aprender a aprender. En este sentido Savater(1999)
haciendo referencia a las capacidades denominadas por John Passmore, como cerradas y
abiertas (entendidas las primeras como capacidades funcionales –leer, escribir, hacer
cálculos matemáticos- que pueden llegar a dominarse completamente y las segundas como
capacidades de dominio gradual y en cierto modo infinito –hablar, razonar), afirma; “Pues
sin duda la propia habilidad de aprender es una muy distinguida capacidad abierta, la más
necesaria y humana quizá de todas ellas. Y cualquier plan de enseñanza bien diseñado ha de
considerar prioritario este saber que nunca acaba y que posibilita todos los demás ,
cerrados o abiertos, sean los inmediatamente útiles a corto plazo o sean los buscadores de
una excelencia que nunca se da por satisfecha” (p. 48, )
Las instituciones educativas tienen entonces, la difícil tarea de formar ciudadanos que
puedan afrontar exitosamente los cambios permanentes y que puedan hacer uso de unos
aprendizajes y habilidades de manera flexible para adaptarse a las nuevas
transformaciones. En este sentido, se debe educar para que los ciudadanos posean
conocimientos necesarios y pertinentes, que les permitan dar sentido y significado a las
cosas, comprender las situaciones y hacer juicios valorativos argumentados sobre ellas para
la toma de decisiones sobre su propia vida y contribuir además, a la resolución de
problemas y al desarrollo de sus comunidades. Así las cosas, estas nuevas demandas
educativas, imponen también nuevas demandas, nuevos retos y desafíos a los docentes. Se
requieren unos docentes con características muy diferentes a las del docente tradicional.
“De la misma manera que los estudiantes, los profesores deben prepararse para trabajar en
un ambiente cambiante e impredecible, en donde el conocimiento se construye desde
diferentes fuentes y perspectivas” (Marcelo, 2001, p. 20).
Este nuevo rol del docente implica el conocimiento y manejo de nuevas formas de
enseñar, una capacidad enorme de empatía con sus estudiantes para reconocer sus fortalezas
y debilidades y un profundo conocimiento de lo que se enseña para hacer uso de nuevas
formas de abordar el conocimiento y hacerlo comprensible para sus estudiantes. Según
Bain (2007) “Los mejores profesores intentan crear un “entorno para el aprendizaje critico
natural”, el cual posibilita que las personas aprendan enfrentándose a problemas
importantes, desafiantes, intrigantes, a tareas retadoras que les exija al afrontar ideas
nuevas, recapacitar sus supuestos y examinar sus modelos mentales de la realidad ( p. 29) .
Siguiendo a Bain (2007), “los mejores profesores, además, tienden a mostrar una gran
confianza en los estudiantes. Habitualmente están seguros de que éstos quieren aprender,
y asumen, mientras no se les demuestre lo contrario, que pueden hacerlo. A menudo se
muestran abiertos con los estudiantes y puede que, de vez en cuando, hablen de su propia
aventura intelectual, de sus ambiciones, de sus triunfos, frustraciones y errores y animen a
sus estudiantes a ser reflexivos y francos en la misma medida” (p. 29)
Pese a las claridades sobre lo que necesitan aprender los estudiantes, sobre el nuevo rol que
debe desempeñar el docente y sobre las características que deben tener las prácticas
pedagógicas, parecería que las instituciones educativas están lejos de lograr su propósito de
formar a los niños y jóvenes al tenor de las exigencias de una sociedad en permanente
transformación.
En este mismo sentido una de las demandas para que el hombre alcance la humanidad es el
respeto a sus semejantes. En la relación del hombre con otros humanos, éste edifica su
humanidad. “la humanización es un proceso en el cual los participantes se dan unos a otros
aquello que aún no tienen para recibirlo de los demás a su vez, el reconocimiento de lo
humano por lo humano es un imperativo en la vía de maduración personal de cada uno de
los individuos” (Savater, 1999, p. 53). Este reconocimiento de lo humano por lo humano
implica el respeto a la diversidad, entendida ésta por una parte como la existencia de
distintos grupos humanos y por otra, como las múltiples y diferentes formas como el
hombre percibe la realidad y que se evidencia en la existencia de múltiples religiones,
inclinaciones políticas, costumbres y tradiciones. “En un mundo que cuenta con centenares
de países, con miles de grupos que hablan miles de lenguas y con más de seis mil
millones de habitantes, ya no podemos separar unos grupos de otros alzando telones o
erigiendo muros. Debemos aprender de algún modo a vivir en proximidad” (Gardner, 2006,
p. 79) Afirma además este autor: “en lugar de pasar por alto las diferencias, de dejarnos
inflamar o de intentar aniquilarlas, mediante el odio o el amor, invito a todos los seres
humanos a que acepten las diferencias, a que aprendan a vivir con ellas, a que valoren y
respeten a quienes forman parte de grupos distintos del suyo” (Gardner, 2006, p. 79).
La educación del tercer milenio plantea entonces unos nuevos desafíos. Y quizá el más
grande de ellos es la comprensión de la naturaleza humana, la comprensión de aquello que
humaniza al hombre. “Así, la educación debería mostrar e ilustrar el destino en múltiples
facetas de lo humano: el destino de la especie humana, el destino individual, el destino
social, el destino histórico, todos los destinos entremezclados e inseparables. Así, una de las
vocaciones esenciales de la educación del futuro será el examen y el estudio de la
complejidad humana. Desembocaría en la toma de conocimiento, de conciencia, de la
condición común de todos los humanos y de la muy rica y necesaria diversidad de los
individuos, pueblos, culturas, en nuestro arraigo como ciudadanos de la Tierra” (Morin ,
Roger y Domingo, 2002, p. 28.).
Y para entender la complejidad humana, las múltiples facetas de su existir, es imperativo
enseñar el pensamiento complejo, un pensamiento abierto, crítico, reflexivo, que le permita
al hombre comprender el mundo desde sus múltiples aristas, que le posibilite enfrentarse a
lo inesperado y formular soluciones pertinentes y creativas frente a los más grandes
obstáculos para la supervivencia humana. El pensamiento complejo, en el que deben
formarse los ciudadanos del siglo XXI, posibilitará por una parte comprender los
fenómenos naturales desde una perspectiva también compleja , complementaria , articulada
del conocimiento , pero además, les deberá permitir la más compleja de las comprensiones:
la de su condición humana. Con relación al manejo de un conocimiento integrado, a partir
del pensamiento complejo algunos autores plantean: “educar en el pensamiento complejo
debe ayudarnos a salir del estado de desarticulación y fragmentación del saber
contemporáneo y de un pensamiento social y político cuyos modos simplificadores han
producido un efecto de sobra conocido y sufrido por la humanidad presente y pasada”
(Morín, Roger y Domingo, 2002, p. 31)
El contexto antes mencionado, ha puesto de manifiesto que en este nuevo siglo en el que
vivimos, es totalmente irrelevante una educación en la que solo se repliquen los saberes
de la cultura y responda a los intereses particulares de una clase dominante-de la cual
todavía hay muchos vestigios en la educación de algunas sociedades-, pero también se
considera como insuficiente una educación que ponga el foco de su atención solo en el
desarrollo científico y tecnológico, tal como se preconizó en el siglo pasado. La educación
que reclama el tercer milenio debe centrarse como ya se mencionó, en la comprensión de la
condición humana, y este énfasis imprime algunas exigencias a la educación:
2. La educación del presente siglo debe promover el respeto por la diversidad. En palabras
de Morín, Roger y Domingo (2002), se debe educar para que el hombre logre entenderse a
sí mismo en toda su complejidad. En la medida en que conocemos las verdaderas razones
de nuestro actuar, podemos entender las razones del actuar del otro. Debe educarse en la
pluralidad y multiculturalidad, para enseñar el respeto a la diversidad en todas sus
manifestaciones como fuente de riqueza y sustentabilidad de la humanidad pretendiendo
minimizar las desigualdades y construir una sociedad planetaria.
3. La premisa anterior implica una educación para la convivencia, una educación que se
despliegue más allá de la exigencia del saber y saber hacer y convierta en su misión la
educación para el ser y estar. En el proceso educativo cobra especialmente relevancia la
interacción del sujeto con el otro. El hombre se educa en su interacción con el otro, es así
como lo que se enseña debe ser vivido con el otro. “El niño se transforma en su interactuar
con el otro ya sean éstos, educadores u otros adultos. El aprendizaje está determinado
entonces por las transformaciones configuraciones generadas en el sujeto a partir de las
interrelaciones propias de la convivencia con los otros. Este proceso de transformación en
la convivencia se da en todos los escenarios en los que el niño vive y se fundamenta en el
respeto y aceptación a sí mismo y por el otro. (Maturana, citado en Ortiz, p. 154) . En este
mismo sentido se afirma: “Educar en el amor es posibilitar al sujeto crecer como ser con
conciencia social, con sentido ético, respetuoso de sì mismo, colaborador y, solidario. El
amor es una conducta relacional que posibilita reconocer al otro como legítimo otro en la
convivencia con los demás” ( Maturana, citado en Ortiz, 2013, p. 170) .
5. Es también una exigencia la enseñanza de una ética que permita al hombre trabajar para
su humanización, superando los intereses individuales, en función de un bienestar común.
Morín (2001) plantea la enseñanza de una antropoética o ética propiamente humana. “La
antropoética conlleva, entonces, la esperanza de lograr la humanidad como conciencia y
ciudadanía planetaria. Comprende por consiguiente, como toda ética, una aspiración y una
voluntad, pero también una apuesta a lo incierto. Ella es conciencia individual más allá de
la individualidad” ( p. 113).
En este sentido se plantea “la educación debe convertirse en una práctica que se piense y
actúe desde y para la complejidad; es decir una práctica que promueve la complejizarían de
los individuos y los grupos sociales. Aquí complejizarían indica intención y resultado de la
educación; indica intención de hacer cada más complejo al individuo y a la sociedad; léase
más plural, más articulado, más conectado, más dinámico”… (Chica y Sánchez, 2015, p.
22) Ante estos planteamientos, quienes tenemos la tarea y gran responsabilidad de educar
en este siglo debemos superar los prejuicios que permean nuestras prácticas. Superar estos
prejuicios implica dejarnos de considerar los únicos con la potestad de educar, asumir que
todos nuestros estudiantes tienen la capacidad e interés por aprender y comprender que lo
que hacemos con nuestros estudiantes los educa más que lo que les decimos.
Es frecuente escuchar en las instituciones educativas frases como las siguientes: “ya los
niños no quieren estudiar”, “a los jóvenes de hoy nada les interesa”, “el tiempo de clases se
va más en llamar la atención que en enseñar”. Todas estas afirmaciones denotan la poca
comprensión de los docentes de las características de los niños y jóvenes a quienes
enseñan hoy y que los obliga a enseñar como lo hacían varias décadas atrás o peor aún
educan hoy tal cual como ellos fueron educados. Los niños y jóvenes de hoy se caracterizan
por centrar la atención solo en aquello que despierta su real interés, por dejar las cosas
fácilmente cuando se aburren, por presentar dificultades para aprender no precisamente por
la falta de capacidad para hacerlo si no debido a que no les gustan los métodos
convencionales de uniformidad y repetición del sistema escolar, tienden a hacer varias
cosas a la vez y suelen actuar de acuerdo a como se les trate, es decir, serán respetuosos en
la medida en que los adultos lo sean con ellos (Espinoza, 2007, citado en Camacho y
Ortega, 2013 p. 4). Estas nuevas características de los estudiantes, reclaman una también
nueva, forma de abordar la enseñanza, lo que exige a su vez la formación permanente del
docente, la reflexión sobre su quehacer, la revaloración de sus actitudes con los estudiantes
para encontrar nuevos sentidos y significados al acto de educar. “Todos los entes del
proceso educativo (padres, maestros y el Sistema Educativo en general) deben estudiar la
posibilidad de realizar cambios significativos en cuanto al trato con dichos estudiantes; las
estrategias utilizadas en la clase y los recursos tecnológicos que estos manipulan”(Camacho
y Ortega, 2013 , p. 5).
Las prácticas pedagógicas de los docentes del tercer milenio deben estar signadas por la
rigurosa planeación, con un clara intención sobre lo que se desea que el estudiante aprenda,
por el uso de una gran variedad de recursos para la enseñanza, por la creación de ambientes
diversos y estimulantes para el aprendizaje, por la promoción del trabajo colaborativo entre
los estudiantes para enseñar con ello que el conocimiento es una creación colectiva y que
en el respeto a la diversidad se da la verdadera convivencia. Las prácticas pedagógicas
deben estar permeadas por el amor, el respeto y la escucha, deben dar cuenta de acciones
justas, equitativas y democráticas, y deben estar despojadas de cualquier actitud punitiva
para valorar los aprendizajes de los estudiantes.
Lo anterior, pone de manifiesto que el docente debe enseñar no solo desde el saber
científico que posee, sino también y especialmente desde lo que es como ser humano. “El
profesor no solo, ni quizá principalmente, enseña con sus meros conocimientos científicos,
sino con el arte persuasivo de su ascendiente sobre quienes le atienden: debe ser capaz de
seducir sin hipnotizar. ¡Cuántas veces la vocación del alumno se despierta más por adhesión
a un maestro preferido que a la materia misma que éste imparte! Quizá la excesiva
personalidad del maestro pueda dificultar o aún pervertir su función de mediador social
ante los jóvenes, pero tengo por indudable que sin una cierta personalidad, el maestro
deja de serlo y se convierte es desganado gramófono o en policía ocasional” (Savater, 1999,
p. 111)
Si bien es cierto, los docentes del tercer milenio deben poseer una sólida formación en el
saber que enseña y manejar las herramientas tecnológicas que le posibiliten por una parte
estar permanentemente actualizados y por otra proponer nuevas formas de aprender al tenor
de los intereses de quienes aprenden, también lo es, que los docentes demandan hoy más
que nunca un actuar coherente con su discurso sobre su interés en el aprendizaje de sus
estudiantes. En este sentido Bain (2007) plantea que “las prácticas de los mejores
profesores resultan de una preocupación por el aprendizaje que sienten intensamente y
comunican con convicción”( p. 155). Este real interés por el aprendizaje genera un clima de
confianza entre el docente y el estudiante que posibilita una mejor comunicación. En la
investigación realizada por Bain (2007), se encontró que “ésta confianza significaba que los
profesores creían firmemente que los estudiantes deseaban aprender, y asumían, mientras
no se probara lo contrario, que podían aprender. Esa actitud se reflejaba en los motivos de
pequeñas y grandes prácticas. Conducía a grandes expectativas y a la costumbre de mirar
puertas adentro ante cualquier problema en lugar de echar la culpa a ciertas pretendidas
deficiencias de los estudiantes”( p. 157). El reto entonces es promover en las instituciones
educativas unas prácticas pedagógicas que inviten al fortalecimiento de la confianza en sí
mismos, a la autovaloración, a la valoración del otro, al respeto de sus diferencias, prácticas
que estimulen la humanización. Bien lo afirma Gardner (2005) “La educación en el
futuro debería ayudar a más personas a comprender las mejores cualidades de los mejores
seres humanos” ( p. 21).
Que la educación que soñamos y necesitamos para lograr la humanización del hombre y
las prácticas pedagógicas que se requieren para lograrlo, si bien continúen siendo solo una
utopía, nos sirvan de horizonte para caminar hacia este ideal.
REFRENCIAS BIBLIOGRÀFICAS