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Capítulo Primero: La historia en piedra

La cueva mágica
Los primeros pasos del ser humano en la península Ibérica son confusos. Se puede
afirmar que la vieja Iberia estuvo habitada por comunidades humanas desde tiempos
remotos. El conjunto de fósiles hallado en el yacimiento burgalés de Atapuerca permite
aventurar la existencia de un hombre, el Homo antecesor, que hace aproximadamente
un millón de años vivía en suelo ibérico en condición de nómada. Había llegado de
África.

La vida de aquellas comunidades era muy precaria. Abrumados por la presencia de


la muerte, viven en las orillas de los ríos y al caer la noche, ante el temor de las fieras,
buscan abrigo en parajes cerrados por la maleza o en los refugios naturales de las
cuevas. Cazan, pescan, recolectan frutos silvestres y utilizan herramientas que ellos
mismos fabrican talando la piedra.

Hacia el año 100000 a.C. la península Ibérica acogería a otro inquilino, el Homo
sapiens o de Neanderthal, que poco a poco irá perfeccionando la industria de piedra del
hombre primitivo y protagonizará los primeros ritos funerarios. Sesenta milenios
después, el hombre de Cromagnon desterrará de Europa al Neanderthal e introducirá
importantes innovaciones en la fabricación del utillaje. La fantasía del Cromagnon daría
a luz nuevos instrumentos líticos o mejoradas herramientas de asta y hueso, arpones,
propulsores o agujas de coser. Al mismo tiempo el arte rupestre bañaría de pinturas las
paredes de la cueva de Altamira con representaciones polícromas de bisontes, caballos o
ciervos. El cazador-pintor creería estar en posesión de la bestia representada, a la que da
muerte cuando concluye el último trazo artístico.

Entre los años 5000 y 3500 a.C. el vendaval del Neolítico barrerá la vida errante de
los primitivos cazadores. Con la mirada puesta en la tierra, las comunidades aumentan
la disponibilidad de alimentos, crecen, se agrupan y construyen los primeros signos de
vida urbana mediante pobres agrupaciones hechas de casas de piedra y adobe. Las
nuevas corrientes culturales encuentran punto de acomodo en la región andaluza y
levantina, retrasando su entrada en la Meseta y el norte. Había llegado el alba de la
agricultura y la ganadería. El hombre primitivo cultiva trigo y cebada, domestica los
animales, aprovecha productos secundarios como la leche o la lana…, produce objetos
cerámicos y mejora las viejas herramientas de piedra o elabora tejidos. Nace el
comercio y la especialización del trabajo, en tanto la propiedad de la tierra y los rebaños
acelerarán el pulso de las primeras diferencias de clase. Se dio paso a la construcción de
grandes poblados rodeados de murallas.

En Los Millares, uno de los poblados más asombrosos de la Edad del Cobre (3000
a.C. – 2000 a.C.), protegidos por un complejo sistema defensivo, los primitivos
almerienses se agolparon en cabañas de planta circular, atentos a los albores del metal y
los ciclos del campo, mientras honraban a sus difuntos enterrándolos en tumbas de
corredor, símbolo del imparable proceso de estratificación social. Ya comerciaba con
mercaderes venidos de tierras lejanas. Hacia el año 2000 a.C. daría comienzo la Edad
del Bronce. El poblad más conocido es El Argar, donde la explotación minera y los
objetos de oro y plata arrinconaron la industria de piedra y hueso.

Las comunidades primitivas cubren de megalitos buena parte de los valles de la


Península Ibérica, que dejan testimonio de un nuevo modo de entender la muerte.
Utilizaban aquellas estructuras de piedra para expresar la ilusión de su poder más allá de
la muerte o subrayar los territorios y rutas de desplazamiento de los rebaños.

Al decaer el segundo milenio, la península Ibérica se integrará en las rutas


marítimas de comerciantes y aventureros del Mediterráneo y entablará relaciones con
gentes de la Europa continental. Contagiados por la fiebre de plata que recorre las rutas
del Mare Nostrum, mercaderes venidos de Oriente arribarán a las costas del sur y el
Levante. Allí estrecharían lazos comerciales con las comunidades indígenas y fundarían
nuevas colonias. Entretanto, la Meseta se encerraba en la tradición y el norte era
visitado por hombre y mujeres procedentes de Europa.

La visita de Oriente
Un grupo de comerciantes griegos y fenicios llegó a las regiones andaluzas con el
fin de la explotación mercantil de los yacimientos de metales preciosos. Al mismo
tiempo un abanico de gentes e influencias procedentes de Europa acampaba en Cataluña
y extendía sus brazos por las llanuras del norte. Oriente y Europa enriquecerán de este
modo el proceso de mestizaje y estimularán la divergencia cultural entre costa e interior.

A partir del siglo XI a.C. hombres y mujeres del sur de Francia, Suiza y norte de
Italia se internaron por Oriente y, centurias más tarde, gentes del Rin y el suroeste
francés se establecieron en el valle del Ebro, antes de continuar su periplo errante hacia
la Meseta. Los núcleos urbanos dispuestos en torno a una calle central en el Segre; las
cerámicas desconocidas que sustituyen a las antiguas de origen autóctono; el ritual de la
incineración de los cadáveres y los extensos campos de sepulturas o la técnica de
fabricación del hierro son prueba de las novedades importadas por los forasteros que
eligen la península Ibérica para establecerse y trabajar las tierras que les dan cobijo. Los
fértiles valles del Ebro y el Segre despliegan una rica agricultura cerealística mientras
las zonas más altas de la Meseta encierran su economía en una ganadería trashumante,
caballar y porcina. En las tierras del sur, la industria del metal lograría superar la
decadencia que padecía en el segundo milenio a.C. y alimentará la gula de plata y oro de
lejanos aventureros del mar.

Las costas mediterráneas de la península Ibérica ignoraban que una serie de


cambios políticos y económicos en el Oriente Próximo empujaba a comerciantes
asiáticos y griegos hacia el extremo opuesto de ese mar que habían explorado en busca
de materias primas. Los yacimientos de las regiones andaluzas despertaron el apetito
metalífero de aquellas gentes.
Durante los siglos VIII y VII a.C. las urbes fenicias de Sidón y Tiro financiarían la
fundación de una cadena de factorías y colonias estratégicamente ubicada en las vías de
navegación hacia el Atlántico y orientada a construir el monopolio del trasiego de
minerales. Nacen así Cádiz, Málaga e Ibiza, que favorecerán un fenómeno de
asimilación cultural al proyectar las formas de vida y tradiciones fenicias: el torno de
alfarería, la producción artesanal con trabajos de marfil, el cultivo de la vid y el olivo o
los primeros vestigios de la metalurgia del hierro.

Desde el primer momento, todo el proceso de mestizaje cultural originado por el


contacto de los pueblos nativos con gentes venidas de Tiro o la colonia griega de
Marsella tuvo su centro en la economía metalúrgica de los poblados de la región de
Huelva, las aldeas levantadas sobre el espacio agrícola, ganadero y minero del valle del
Guadalquivir o los valles de Extremadura. Todos estos núcleos unidos por una cultura y
costumbres extranjeras quedaron adscritos a la monarquía de Tarteso mediante un
sistema de alianzas y confederaciones. Tarteso alcanzaría su plenitud en tiempos de
Argantonio.

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