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E
n este artículo pretendo trabajar alrededor de tres cuestiones
centrales: 1) ¿en qué contexto social, político y epistémico se
enmarcan, y se diferencian, los estudios sobre la(s) memoria(s)
que parecen haber llegado como tópico central transdisciplinario de las
ciencias sociales?; 2) ¿qué relación existe entre memoria, usos del pasado,
espacio público y estrategia política?; 3) ¿cuál es el potencial de la memoria
para que, ni domesticada por el biopoder ni fagocitada por la historia, se
enuncie desde la experiencia como interrogante incómodo en el presente
y, por ende, como política?
2 Podríamos mencionar, entre otros, a trabajos clásicos y pioneros como los de Terrence
Ranger y Eric Hobsbawm (eds.), The Invention of Tradition, Cambridge University Press,
Cambridge, 1983; Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire, 3 tomos, Gallimard, París, 1986-1993;
David Lowenthal, The Past is a Foreign Country, Cambridge University Press, Cambridge,
1993; Bogumil Jewsiewicki y Jocelyn Létourneau (eds.), L’histoire en partage: usages et mises
en discours du passé, París, L’Harmattan, 1996; François Hartog y Jacques Revel (dirs.), Les
usages politiques du passé, École des Hautes Études en Sciences Sociales Éditions, París, 2001.
3 Los fundamentos teóricos del concepto de “evidencias del pasado como campo etnográfico”
serán especificados más adelante.
una industria de la memoria, que va desde las modas retro hasta la museali-
zación compulsiva, y que abarca la comercialización tanto de las memorias
más banales como de las tragedias más terribles del siglo. Biografías, re-
construcciones de períodos históricos enteros, literatura testimonial, cómics
autobiográficos, nos hablan de preocupaciones y obsesiones diferentes que
son formuladas en el lenguaje de la memoria (Rabotnikof, 2003).
[...] sus enemigos [del fascismo] salen a su encuentro en nombre del progre-
so, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro
acerca de que las cosas que estamos viviendo sean “todavía” posibles en el siglo
veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que
la representación de historia de la que procede no se mantiene (Benjamin,
1973:62, énfasis en el original).
10 El argumento de que en las formas de imaginar el pasado hay promesas o proyecciones
de futuro no es novedoso. Está presente en reflexiones teóricas clásicas sobre la propia disciplina de
la historia. En un razonamiento que pretendía discutir a Heidegger y a sus observaciones sobre
las proyecciones del presente en la historia, Jacques Le Goff se preguntaba sobre la posibilidad
de que el pensador sobre el pasado se despoje de una especie de imagen onírica del futuro de-
seado. Al hacerlo, Le Goff sostenía una diferencia básica entre objetividad e imparcialidad. Si la
objetividad es imposible para cualquier asunto del hombre, la imparcialidad es propuesta por
Le Goff como el reducto posible para una especie de ética de la historia que permita definir –en
medio de sus ambigüedades– su especificidad respecto de la(s) cultura(s) de la memoria. Para
Heidegger, sostiene Le Goff, “el pasado no es sólo la proyección que el hombre hace del presente
en ese pasado, sino la proyección de la parte más imaginaria de su presente, o la proyección en
el pasado del futuro que él ha elegido, una historia-ficción o una historia-deseo invertida” (Le
Goff, 1992:111).
11 Peter Burke ha puesto el acento en ver la historia como una forma de memoria colectiva,
con las salvedades impuestas por Marc Bloch a la sociología de Halbwachs sobre los peligros de
trasladar lógicas individuales a lo colectivo, y de usar acríticamente categorías como “memoria
colectiva”, “representaciones colectivas”, “conciencia colectiva”. Burke más bien busca comprender
los esquemas culturales y las relaciones de poder inmersas en todo discurso sobre el pasado (no
necesariamente textual, gráfico), que es una forma de memoria colectiva mediada por institucio-
nes. Desde mi lectura, la lectura de Burke si bien reconoce los límites del enfoque estructuralista,
sigue pensando en términos de las funciones de la memoria colectiva o funciones de la amnesia, y
la cultura como esquemas de procesos. Esos esquemas parecen flotar por afuera de las dinámicas
histórico-políticas (las configuraciones del Estado-nacional, las cambiantes aspiraciones comuni-
tarias), que, sin embargo, operan en los procesos contingentes y sociales de los usos del pasado,
cuyos engranajes hay que descifrar (Burke, 2000:65-85).
Cohen, 1994; White, 2000:31 y ss.). A su vez, en general, en las comisiones museológicas o de
construcción de memoriales trabajadas (Monumento al Voortrekker, Robben Island, Distrito Seis,
Museo de la Memoria –aquí no hay estrictamente una comisión–), existe un historiador como
referencia no tanto de la disciplina en sí, sino como de la garantía veraz del discurso dispuesto,
aun cuando en muchos casos las propuestas no son en absoluto “narrar la historia”.
16 Cuento llevaba implícita la consideración de “falso”, “mentiroso”.
17 Entrevista personal con M. B, Pompeya, Buenos Aires, 29 de noviembre de 2005.
18 Son muchos los textos que han sido inspiradores para poder dar forma a estos argumentos
sobre trabajar las representaciones de los mundos del pasado y las disputas de la memoria pública
con sensibilidad etnográfica, incluso con todas las precauciones teóricas que esto implica y que
no puedo desarrollar aquí (el lugar del observador participante, la estrategia discursiva del acto
observado como una traducción imposible, etcétera). Pero entre esos trabajos, tres han sido de
gran aporte por la cercanía de sus objetos y fuentes trabajados: Witz (2003:1-11), Cohen (1994),
Fabian (1996). Véase, en una enumeración seguramente insuficiente, Comaroff y Comaroff
(1993) Dube (2004), Banerjee-Dube (2007), Axel (2001).
19 El entrecomillado al interior de la cita es original del texto. Los énfasis son míos.
La visión convencional suele ser que las cosas existen en el mundo material y
natural; que sus características materiales o naturales son las que las determi-
nan o constituyen; y que tienen un significado perfectamente claro, más allá
de cómo estén representadas. Siguiendo esta visión, la representación es un
20 Cf. las apreciaciones de Bhabha (2002) yWitz (2003:13 y ss.); sobre las lecturas públicas
del pasado como luchas por legitimar reclamos sociales en el presente, véase Grundlingh (2001);
Hughes (2003:175-192).
21 Esto se vincula con un aspecto ya presente en el trabajo de John Gillis (y también en el de
Andreas Huyssen) contra las dicotomías instaladas entre “alta” y “baja” cultura en las capacidades
de “actuar sobre” el pasado. Los museos han nacido como una forma elitista occidental de “mostrar
lo propio memorable”, lo cual fue apropiado por el imperio y la colonia para exhibir la alteridad
y domesticarla en otro gesto igualmente elitista. Aquí los museos ya funcionaban como un
espacio pedagógico para las clases populares europeas: desde principios del siglo xx se las incluye
como sujetos que rememoran, no sujetos para rememorar. Sin embargo, tanto el mensaje como el
artefacto pueden ser (y lo fueron, como trataré de analizar) reapropiados, redefinidos por diversos
sectores. (Cf. Huyssen, 2000:29).
22 Como proceso de construcción, la hegemonía aparece como “la articulación entre diferentes
visiones del mundo, de modo que sus potenciales antagónicos queden neutralizados, más que
la imposición de una visión de mundo” (Eley, 1996:323). Este artículo presenta una excelente
síntesis del problema sociedad civil-hegemonía y esfera pública.
23 Deberíamos recordar que para Gramsci, la sociedad civil no era una masa informe, algo
caricaturesco que se ofrece hoy cuando se usa el término sin problematizar. Para el pensador
italiano, la sociedad civil no tenía la abstracción que la esfera pública tiene para Habermas;
al contrario, se planteaba como una contienda constante por formas de expresión (de grupos
nacionalmente subordinados, clases inferiores, mujeres). Y en esa competencia no había,
conceptualmente, una simple coexistencia plural: había divisiones de inequidad y asimetrías de
poder que necesitan ser planteadas (Eley, 1996:325).
24 A partir de este concepto, Prasenjit Duara plantea que a través de la creación de una, la
nación se desenvuelve en el tiempo histórico como telos, representando la unidad analítica mayor
que estaría atrás de todas las historias.
25 Conferencia dictada en la House of Books, Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 19 de septiembre
de 2006. Algunos de los principales argumentos están reproducidos en Khazaleh, 2005.
26 La historia no se ha liberado de su compromiso garante con el Estado nacional y con
el ethos del progreso –ni siquiera sus últimas manifestaciones europeas posteriores a 1970 con el
“giro cultural”. Aunque refundado, el sujeto teórico de la disciplina “allí descansa”. En cambio,
Mi tesis apunta que el reclamo por una “memoria” sin garantías reem-
plaza a la “historia” en dos sentidos: por un lado, en el mismo intento
de buscar instalar una “ontología débil” por medio de la cual analizar los
usos públicos contradictorios del pasado, que generalmente se codifican
en términos de una memoria reclamada, compartida y verdadera (reclamo
hecho tanto por el Estado como por grupos subalternos, como veremos
en casos específicos). A partir de allí, ver cuáles son las configuraciones
que en cada caso plasman elementos de poder y prefiguran mapas socia-
les de lo mismo y lo otro en una historia ya defendida/ya desafiada de la
nación, sus sujetos agentes y su temporalidad. Por otro lado, “memoria
sin garantías”, teniendo en cuenta las producciones públicas del pasado,
sostiene dos argumentos y agrega un elemento diferente al de la “histo-
ria” sin garantías. Primero, abreva en la misma base posfundacionalista:
la memoria no se reserva para sí el elemento que pueda representar la “ga-
rantía” del pasado como reducto transferible a una narrativa “verdadera”.
Pero, por otro lado, como ya dijimos recurriendo a Ricoeur, la única
garantía que ofrece la memoria al pasado es que otorga a la “paseidad”
su carácter de experimentada (Ricoeur, 2004:637; Calveiro, 2006:378-
381). Es la experiencia (por otra parte irreductibe) la que ofrece la me-
diación. Sin embargo, es una mediación imposible: tenemos la evidencia
de su cualidad, pero no tenemos acceso a ella. Este problema está en el
corazón de la disciplina histórica también. Entre la experiencia pasada
y su representación (en un texto, un acto, una proclama) media la es-
trategia y la contingencia. Es en este sentido que el recurso a la memoria
se vuelve radicalmente político, indispensable, pero a la vez inestable. Y
es sólo una labor de análisis constante de esos usos lo que hará posible
una interpretación (igualmente parcial y contingente) de las relaciones
de poder allí inmersas. Como representación mediada de la experiencia,
[...] las memorias no son simplemente contra historias que puedan lla-
namente desafiar la fuerza de la “H”istoria. Más bien son el resultado de
“una historia sin garantías abriría la posibilidad de alzar un espejo frente a las asunciones, cate-
gorías y entidades que están en la base de los mundos sociales, apuntando a las concatenaciones
de temporalidades diferentes aunque coetáneas, e historias heterogéneas y yuxtapuestas, en el
corazón del pasado y el presente” (Dube, 2004:21).
27 Al decir de Hugo Vezzetti, “la memoria no es un registro espontáneo del pasado, eso es
sabido. Requiere de un marco de recuperación y de sentido en el presente y de un horizonte de
expectativas” (Vezzetti, 2004:4).
28 Esto no quiere decir, como hemos visto ya, que toda memoria pueda ser aceptable, que
no haya manera de distinguir entre memoria e imaginación. Paseidad (como experiencia) y
representancia (como posibilidad de fijación) son los elementos que intervienen en ese proceso de
vigilancia. Este proceso no legisla, sin embargo, sobre el poliedro de narraciones que la paseidad
posibilita.
como discurso sobre el pasado (trazo, marca, tropos) revela mucho sobre
“dos movimientos inseparables: el lugar de la diferencia dentro de las
relaciones, procesos y estrategias de poder; y la presencia del poder en
las acciones (enactments), prácticas y configuraciones de la diferencia”
(Dube, 2004:23).
Conclusiones
de una ética que vincule experiencia y saberes sometidos para que ese
“reconocimiento” en la recuperación de particularidades tenga potencial
político y no sea una celebración que borre las asimetrías de poder, la
desigualdad y las exclusiones históricas implícitas en esa propia manifes-
tación de la diferencia. Podríamos recordar aquí que al plantear su neolo-
gismo de la differance, Derrida establece que ésta implica tanto “diferir”
(“to differ”, la calidad de “ser” diferente) como “en diferido” (“to defer”,
un desplazamiento “temporal”). Para el filósofo no hay “acceso directo” a
la diferencia, ésta sólo puede ser citada “entre comillas”, porque el signo
ha sido separado del referente y sólo tenemos trazos de un después en la
presentación de la “diferencia”. Así, la historia –aquí sí como disciplina
fundada en el archivo que legisla qué se recuerda– es para Derrida la re-
presión final de la diferencia y nunca su puesta en escena (Derrida, 1998).
Estamos en un contexto global de “naciones multiculturales” y Es-
tados que se apropian de la narrativa de la “diversidad” de las histo-
rias y las memorias “produciendo” formas de alteridad, encasilladas en
perspectivas unilaterales como “memorias invisibilizadas”, encastradas
en formatos fijos. Pero, al mismo tiempo, los grupos sociales desafían,
con la ambivalencia de procesos no uniformes de identificación, esas
mismas configuraciones. Las disputas públicas juegan un papel clave,
porque desestabilizan las canonizaciones heredadas de la modernidad
que distinguen el “pasado” (lo que realmente sucedió), la “historia” (las
narraciones disciplinares –legítimas– que sobre esa entelequia se gene-
ran) y la “memoria” (atributo experiencial que articula lo individual y lo
colectivo). Al respecto dirá Homi Bhabha: “al reescenificar el pasado [se]
introducen en la invención de la tradición otras temporalidades cultura-
les inconmensurables. Este proceso enajena cualquier acceso inmediato
a una identidad originaria o a una tradición ‘recibida’. Los compromisos
fronterizos de la diferencia cultural pueden ser tanto consensuales como
conflictuales” (Bhabha, 2002:19). Esa reescenificación debería mostrar
los pliegues benjaminianos en los que, finalmente, el vínculo entre lo que
podemos conocer del pasado y nuestro radical presente es una conexión
de tipo política.
Bibliografía