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HISTORIA DE LAS

CIENCIAS

&3SÉ&É
Cubierta: Daniel Gil
i bien la constitución de la ciencia como cuerpo

S de conocimientos plenamente independiente


coincide con los albores de la Edad Moderna, sus raíces
se extienden a la tradición técnica de los artesanos
—conjunto de experiencias y habilidades prácticas
transmitidas de una generación a otra— y a la
tradición espiritual de los filósofos que especularon
sobre las ideas y las aspiraciones humanas. STEPH EN
F. MASON reconstruye la HISTO RIA DE LA S
CIEN CIA S desde sus precedentes hasta su maduración,
prestando atención a la coherencia de su desarrollo
interno y a sus ¡nterrelaciones con el medio. Los tres
primeros volúmenes examinan los orígenes del
conocimiento científico en las grandes civilizaciones
(LB 1062), la revolución teórica durante los siglos xvn
y xvm (LB 1080) y las aportaciones de la Ilustración
(LB 1106). Este cuarto tomo estudia las contribuciones
a la teoría de LA CIENCIA D EL SIG L O XIX y su
dimensión como AGENTE D EL CAM BIO
INDUSTRIAL E IN TELECTU A L: el desarrollo de la
geología, la polémica sobre la evolución de las especies,
la química y la teoría atómica de la materia, la teoría
ondulatoria de la luz, la electricidad y el magnetismo,
la termodinámica, la ciencia y la ingeniería, las
aplicaciones de la química y la microbiología, etc.

El libro de bolsillo Alianza Editorial


Stephen F. M asón:
Historia de las ciencias.
4 . La ciencia del siglo diecinueve,
agente del cambio industrial e intelectual

El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Título original: A History o f Sáences
Traductor: Carlos Solis Santos

Stephen F. Masón
8 Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1986
Calle Milán, 38, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45
ISBN: 84-206-9813-X (O.C.)
ISBN: 84-206-0155-1 (Tomo IV)
Depósito legal: M. 1.560-1986
Papel fabricado por Sniace, S. A.
Fotocomposición: EFCA, S. A.
Avda. de Pablo Iglesias, 17, 28003 Madrid
Impreso en Lave! Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
Capítulo 1
El desarrollo de la geología

A lo largo del siglo dieciocho, la geología empezó a cris­


talizar como ciencia independiente, alcanzando la madu­
rez en las primeras décadas del siglo diecinueve. Ante­
riormente, la geología era un campo de estudio dividido
Í<disperso. Los mineros y demás personas interesadas en
a extracción de metales, arcillas, carbón y sales de las en­
trañas de la tierra conocían algunos hechos relativos a di­
cha ciencia, mientras que los filósofos naturales formula­
ban teorías geológicas especulativas con independencia en
gran medida de tales hechos. En general, las substancias
inorgánicas extraídas de la tierra se consideraban como vi­
vas, creciendo bajo el impulso de una fuerza plástica in­
terna o bien merced a la influencia exterior de los astros.
Así, por ejemplo, no era infrecuente la práctica consis­
tente en cerrar de vez en cuando las minas a fin de que
los minerales creciesen de nuevo reemplazando a Jos ex­
traídos hasta entonces. Generalmente se tenía a los fósi­
les por intentos abortados de la naturaleza de producir
animales y plantas, o bien por «caprichos de la naturale­
za» que se asemejaban fortuitamente a las formas orgá­

7
8 Siephen F. Masón

nicas. En aquellos períodos de la historia que marcan el


comienzo de una nueva época, había individuos que su­
gerían que los fósiles eran restos de criaturas antaño vi­
vas. Entre los presocráticos está el caso de Jenófanes de
Colofón y, durante el Renacimiento, los de Leonardo da
Vinci, Girolamo Fracastoro y Giordano Bruno.
Semejante opinión no fue muy común durante el siglo
diecisiete, ya que se había señalado, especialmente gracias
al clérigo y naturalista cantabrigense John Ray,
1627-1705, que si los fósiles fuesen restos de especies ex­
tinguidas, entonces la gran cadena de las criaturas vivas
no sería continua y completa; habría huecos allí donde
las especies se hubieran extinguido, con lo que el mundo
en su conjunto se tornaría en algo imperfecto. Con el
tiempo, Ray llegó a aceptar la opinión de que los fósiles
eran restos de criaturas vivas, aunque no sin reservas.
Consideraba difícil imaginar cómo era que las conchas fó­
siles, presuntamente pertenecientes a criaturas marinas, se
encontraban en las cumbres de las montañas. Tales fósi­
les se hundían profundamente en los estratos rocosos de
las montañas, por lo que su presencia no se podía expli­
car en virtud de alguna catástrofe temporal del tipo del
diluvio universal. Además, añadía, el diluvio habría de
arrastrar las criaturas fósiles montaña abajo a medida que
las aguas se retiraban.
En 1695, John Woodward, 1665-1728, profesor de me­
dicina en el Gresham Collcge de Londres, publicó una ré­
plica a Ray en su Ensayo de una historia natural de la tie­
rra. Woodward sostenía que el diluvio universal había
sido un acontecimiento mucho más catastrófico de lo que
Ray había supuesto.
«Todo el globo terrestre», escribía, «quedó deshecho
por el diluvio, depositándose los estratos hoy visibles
a partir de aquclfa masa promiscua, tal como ocurre
con cualquier sedimento terroso de un fluido.»
Woodward sugería que el diluvio no sólo había destrui­
do la mayor parte de la población orgánica de la tierra,
Historia de las ciencias, 4 9

sino que también había roto la superficie inorgánica te­


rrestre, manteniendo en suspensión las partes constitu­
yentes de las rocas. Así, se habían formado nuevos estra­
tos rocosos por un proceso de sedimentación, quedando
atrapados los restos de los animales y las plantas, de ma­
nera que los fósiles se encontraban en los estratos más
profundos. Las substancias más pesadas, los metales, los
minerales y los huesos fósiles más pesados, se deposita­
ron primero en los estratos más profundos; a continua­
ción, en la greda superior, se depositaron las conchas más
ligeras de los animales marinos, y finalmente el hombre,
los animales superiores y las plantas quedaron atrapados
en la arena y la marga de los estratos superiores. Así pues,
Woodward era de la opinión de que los fósiles eran los
restos de criaturas en otro tiempo vivas, considerándolos
la prueba más segura de la autenticidad histórica del di­
luvio universal. Algunos de los contemporáneos de
Woodward que aceptaban sus teorías eran teológicamen­
te menos ortodoxos, especialmente Edmund Halley y
William Whiston, quienes sugerían que el diluvio univer­
sal no había sido más que una inmensa ola de marea le­
vantada por el cometa Halley al pasar demasiado cerca
de la tierra. Sin embargo, durante el siglo dieciocho, las
ideas originales de Woodward fueron las más aceptadas,
estimulando a lo largo del siglo la colección de fósiles. In­
cluso llegaron a colgarse en las iglesias huesos fósiles, bajo
el rótulo de «Huesos de los gigantes mencionados en las
Escrituras».
Woodward y sus seguidores hicieron un gran hincapié
en la acción del agua, especialmente la del diluvio univer­
sal, en la formación de los estratos rocosos y su conteni­
do fósil. Frente a ella estaba otra escuela que subrayaba
el papel del calor y la acción volcánica. John Ray, al res­
ponder a Woodward, había manifestado la opinión de
que las montañas y la tierra seca se habían elevado por
encima de las aguas oceánicas gracias a los fuegos inte­
riores de la tierra bajo las órdenes de Dios. En aquellos
países en los que había volcanes activos, tal punto de vis­
10 Stephen F. Masón

ta parecía más plausible que la teoría diluvial, con lo que,


en 1740, el abate Antón Moro de Venecia propuso una
teoría geológica totalmente térmica. Moro sostenía que el
diluvio universal había constituido un suceso geológico
sin importancia y esencialmente menor. Pensaba que los
sucesivos estratos rocosos se debían a una serie de erup­
ciones volcánicas de roca líquida, cada una de las cuales
había formado un nuevo estrato que contenía los diver­
sos tipos de animales y plantas entonces vivientes, de tal
modo que los fósiles quedaban profundamente incluidos
en las rocas.
La oposición entre los dos puntos de vista, el de Wood-
ward y el de Moro, señaló el comienzo de una contro­
versia que estalló a finales del siglo dieciocho entre los
Neptunistas, que subrayaban el papel del agua en la for­
mación de los estratos geológicos, y los Vulcamstas que
hacían hincapié en la operación del calor. Antes y des­
pués de la controversia, ambas doctrinas se tenían por
complementarias, mas en el período aue va de 1790 a 1830
se produjo un agudo conflicto cuando la teoría vulcanis-
ta se asoció con la doctrina de que los estratos rocosos ha­
bían evolucionado gradualmente, y la neptunista con la
de que los estratos se habían formado repentina y catas­
tróficamente, si bien algunos vulcanistas compartían esta
opinión. Durante la etapa de la controversia, así como an­
teriormente, existía la tendencia a aducir testimonios pu­
ramente locales en apoyo de una teoría geológica parti­
cular. Así, el examen de volcanes activos o extinguidos
tendía a llevar a los geólogos a conclusiones vulcanistas,
mientras que la preocupación por las rocas sedimentarias
llevaba al punto de vista neptunista.
En geología se propusieron teorías evolucionistas an­
tes del período de controversia, si bien no atrajeron mu­
cha atención dado que en gran medida eran especulati­
vas. Georges Buffon, el mantenedor de los Jardines del
Rey en París, publicó en 1749 una de esas teorías sobre
la evolución de la tierra, ampliándola en 1778. Buffon fue
uno de los primeros en atribuir a la edad de la tierra una
Historia de las ciencias, 4 11

extensión mucho mayor que la estimación acostumbrada


de seis mil años, basada en la genealogía de las personas
mencionadas en el Antiguo Testamento. Suponía que la
tierra había existido desde hacía unos ochenta mil años,
a lo largo de los cuales se habían dado siete épocas de de­
sarrollo. En primer lugar, se había formado el sistema so­
lar a base de la materia arrojada por el sol debido a una
colisión entre el sol y un cometa. Al comienzo, la tierra,
y los demás planetas, estaba fundida o semi-fluida, adop-

Formación del relieve por fisuras en la corteza terrestre y emisiones íg­


neas.
12 Stephcn F. Masón

tando la forma de esferoide oblongo que presenta como


resultado del giro axial, lo que provocó que el ecuador
se ensanchase y que los polos se achatasen. A continua­
ción se había formado una corteza sólida en la superficie
de la tierra, capa que se arrugó a medida que la tierra se
enfriaba más, dando así lugar a las cadenas montañosas
y a las cuencas oceánicas. A continuación se había con-
densado el vapor de agua de la atmósfera, cubriendo así
toda la superficie terrestre con un océano. Las partes su­
periores de la corteza terrestre se erosionaron merced al
océano universal, formándose arcillas por la sedimenta­
ción de los detritus. En esos depósitos sedimentarios que­
daron encerrados algunos fósiles, restos de las criaturas
vivas que abundaban en el océano. Después se abrieron
grietas en la corteza, con lo que una buena parte del agua
penetró en el interior de la tierra, dejando tierra firme so­
bre la que había aparecido la vegetación. A continuación
aparecieron los animales terrestres y finalmente el propio
hombre.
Las teorías de Buffon eran muy especulativas, por más
que intentase introducir pruebas empíricas en la geolo­
gía, realizando experimentos con globos de hierro en un
intento de estimar la duración de las épocas que había de­
lineado. Sin embargo, en esta época, la aplicación de la
experimentación de laboratorio a la geología era algo li­
mitado,* la geología era fundamentalmente una ciencia de
campo que dependía de la recolección de observaciones
f >rocedentes de diversas localidades. Tales observaciones
as realizaron en Francia los contemporáneos de Buffon,
Jean Guettard, 1715-86, en un tiempo médico del Duque
de Orleáns, y Nicolás Desmarest, 1725-1815, inspector
general y director de manufacturas. Sus investigaciones
cubrían gran parte de Francia, aunque estaban especial­
mente interesados en las montañas de Auvemia que, se­
gún veían, eran volcanes apagados. Guettard se inclinaba
nacia el neptunismo, según el cual todas las rocas poseían
un origen acuático. En 1770 sugirió aue el basalto, la roca
que forma las columnas de la Calzada de los Gigantes de
I liMorij de las ciencias. 4
13

L a C alzada de los Gigantes.

Irlanda, se había formado por cristalización del agua. Sin


embargo, Desmarest descubrió columnas de basalto en la
vecindad de los volcanes, sugiriendo en 1777 que se for­
maban por la solidificación de rocas fundidas. En gene­
ral, Guettard y Desmarest combinaban las teorías neptu-
nistas y vulcanistas, sosteniendo que el calor y la acción
volcánica había sido importante al principio en la forma­
ción de las rocas, siendo luego más acusada la acción del
agua.
Guettard fue también un pionero de la observación
geológica. Se dio cuenta de que las bandas de minerales
y rocas estaban dispuestas unas al lado de otras en la su­
perficie de la tierra, y de la disposición de esas bandas de­
dujo que las que desaparecían en el Canal de la Mancha
por la pane francesa tenían que reaparecer en el sur de
Inglaterra. Ulteriores investigaciones mostraron que así
era efectivamente. Más adelante, bajo los auspicios de la
Academia de Ciencias de París, trazó la disposición de di­
chas franjas por el resto de Francia con ayuda del quími­
co Lavoisier, y en 1780 publicó un mapa geológico de
Francia a gran escala. Guettard no vio que las franjas de
roca que se disponían sobre la superficie de la tierra unas
al lado de otras estaban verticalmente contiguas bajo tie­
rra, quizá debido a que Francia no se destacaba entonces
M Stephen F. Masón

por sus minas, en las que se podría explorar la sección


vertical de la corteza terrestre. Ya en 1719, el inglés John
Strachey, 1671-1743, había trazado la sucesión de estra­
tos rocosos del carbón a la greda en las minas de carbón
del Mendips, desarrollando investigaciones similares algo
más adelante los alemanes Johann Lehmann, muerto en
1767, profesor en Berlín, y Georg Fuchsel, 1722-73, un
médico que exploró las regiones mineras de las montañas
de Harz.
Lehmann y Fuchsel veían las series verticales de estra­
tos rocosos como una sucesión histórica en la que cada
uno de los estratos se acumulaba gradualmente sobre los
de abajo. Distinguían tres tipos principales de roca en tér­
minos de su edad. Primero venían las rocas primarias sin
fósiles que formaban los núcleos de las montañas. Las se­
guían los depósitos secundarios que contenían los fósiles
de las criaturas más simples. Finalmente venían las rocas
terciarías con fósiles de animales terrestres y plantas. Leh­
mann y Fuchsel estimaban que dichos estratos se habían
formado por la sedimentación de materiales marinos, in­
clinándose los estratos rocosos debido al plegamiento de
la corteza terrestre a medida que se enfriaba. Sus puntos
de vista se vieron apoyados por Peter Pallas, 1741-1811,
un alemán al servicio de Catalina II de Rusia, quien rea­
lizó una extensa exploración de los Urales entre 1768 y
1784. Pallas observó que los estratos montañosos de los
Urales se hallaban considerablemente inclinados, estando
la roca sedimentaria más reciente erosionada en las cum­
bres, mostrando así las rocas primarias de abajo.
Sin embargo, estas doctrinas evolucionistas se perdie­
ron con el siguiente geólogo alemán importante, Abra-
ham Werner, 1749-1817, quien fundó una escuela pura­
mente neptuniana. Werner provenía de una familia que
había estado asociada a la minería durante trescientos
años, tradición que él continuó como director de la Es­
cuela de Minas de Freiberg desde 1775 hasta su muerte
en 1817. Werner no publicó demasiado, pero era un con­
ferenciante popular y atraía a muchos estudiantes de toda
Historia de las ciencias, 4 15

Europa. De hecho fue sobre todo merced a sus conferen­


cias como se difundieron sus enseñanzas, y sus estudian­
tes hicieron del neptunismo la teoría geológica más im­
portante de cuantas se defendían en las primeras décadas
del siglo diecinueve. Las doctrinas geológicas de Wemer
constituían una versión secularizada y ampliada de la pri­
mitiva teoría del Diluvio de Woodward. Al principio,
sostenía, la tierra estaba cubierta por un océano primiti­
vo a partir del cual se habían depositado todos los estra­
tos rocosos mediante procesos de cristalización, precipi­
tación química o sedimentación mecánica.
Ante todo, venían las rocas primitivas, como el grani­
to, que habían cristalizado a partir del océano primitivo,
estando completamente desprovistas de fósiles. Luego ve­
nían las rocas de transición, como las micas y pizarras,
que contenían pocos fósiles y que se habían precipitado
a partir del océano. Luego estaban las rocas sedimenta­
rias más ricas en fósiles, como el carbón y la caliza, for­
madas por los depósitos de sólidos debidos a las aguas.
Finalmente, estaban las rocas derivadas, como las arenas
y arcillas, provinientes de las demás por un proceso de
erosión. Wemer pensaba que los volcanes se debían a in­
cendios subterráneos de carbón, con lo que el calor ge­
nerado fundía las rocas vecinas, provocando ocasional­
mente la erupción de lava volcánica. Así pues, para Wer-
ner el calor no era una fuerza geológica de importancia:
la acción volcánica debida a la combustión del carbón era
un agente de formación de rocas tardío v subsidiario que
sólo aparecía una vez que se hubiesen depositado los es­
tratos fundamentales.
Wemer vivió en el período de los filósofos de la natu­
raleza alemanes, pareciendo acusar la influencia de dicha
escuela. Se ocupaba del problema del posible origen de
las rocas, considerando a su postulado océano primitivo
como la fuente de la que habían derivado todas las rocas.
Otros geólogos contemporáneos de Werner no se ocu­
paron del origen último de las rocas, sino de la opera­
ción de las fuerzas geológicas actuales que suponían que
16 Stephcn F. Masón

habían existido a lo largo de toda la historia de la tierra,


a fin de dar cuenta de la formación de los estratos roco­
sos. Werner consideraba asimismo que sus cuatro clases
de rocas constituían tipos fundamentales: todas las rocas
pertenecían a uno de dichos tipos, formándose merced a
los procesos de cristalización, precipitación o sedimenta­
ción característicos de tal tipo. De manera similar, los
biólogos de la ¿poca consideraban que las especies orgá­
nicas se originaban a partir de una fuente común, siendo
todos los animales y plantas modificaciones de unos po­
cos tipos originales. Desde un punto de vista práctico,
Werner se hallaba poderosamente influido por sus inte­
reses en la minería; de hecho en algunos aspectos su geo­
logía estaba subordinada a su mineralogía, ya que clasi­
ficaba las rocas según los minerales que presentaban y no
según el contenido fósil que más adelante se convertiría
en el método estándar. Sus observaciones de campo se li­
mitaban sobre todo a Sajonia y Bohemia, regiones mine­
ras especialmente ricas en depósitos minerales. La clasi­
ficación de Werner de las rocas según su contenido en mi­
nerales era por tanto muy útil, pero no indicaba el orden
histórico de los diversos estratos rocosos, tal y como ha­
cía la clasificación por fósiles. Además, no era fácilmente
aplicable a regiones fuera de Sajonia y Bohemia, donde
se daban distintos tipos de rocas y diferentes sucesiones
de estratos. Con todo, la limitación más importante de la
teoría geológica de Werner era la ausencia de una expli­
cación de la desaparición del océano primitivo una vez
que se hubieron formado los estratos rocosos. Uno de
sus discípulos, Robert Jameson, 1774-1854, profesor de
historia natural en Edimburgo, publicó en 1808 una ex­
posición de las teorías de Werner en sus Elementos de
Geognosia. En dicha obra, Jameson escribía acerca de la
desaparición del océano primordial:

«Aunque no podamos dar una respuesta muy satis­


factoria a esta pregunta, es evidente que la teoría de
la disminución del agua sigue siendo igualmente pro­
H istoria de las ciencias, 4 17

bable. Podemos convencernos de su verdad, y así lo


estamos, por más que no seamos capaces de explicar­
la. Saber por observación que ha tenido lugar un gran
fenómeno es algo muy distinto de asegurar de qué
modo ha ocurrido.»

Esa era la suposición sobre la que descansaba la teoría


de Werner. Atribuía el origen de las rocas a algo que era
en principio inobservable, el océano primitivo, y suponía
que desaparecía por medios no especificados una vez
cumplida su misión. Frente a este punto de vista, James
Hutton, 1726-97, un científico aficionado de Edimbur­
go, propuso la idea de que para explicar la formación pre­
térita de rocas sólo deberían usarse aquellas fuerzas geo­
lógicas que vemos actualmente en acción. Hutton recibió
formación médica, si bien nunca llegó a practicar la me­
dicina. En vez de ello, participó en las empresas agrarias
e industríales de su época, aplicando los nuevos métodos
agrícolas que había estudiado en Norfolk a sus posesio­
nes de Berwickshire, fundando asimismo una factoría
química para la manufactura de la sal de amoniaco, de
donde extraía las suficientes ganancias como para dedi­
carse gratuitamente a sus estudios científicos y técnicos.
En 1785 leyó un trabajo en la Sociedad Real de Edim­
burgo que exponía el meollo de su teoría geológica, pu­
blicando diez años más tarde su obra fundamental, La
teoría de la tierra, donde exponía plenamente sus doctri­
nas. Frente a Werner, Hutton hacía hincapié en la acti­
vidad geológica del calor interno de la tierra, por más que
aceptase las fuerzas formadoras del agua. Había hallado
en Norfolk cuencas de grava, arena y barro que orlaban
la costa y corrían tierra adentro bajo los campos, siendo
los restos de los detritus erosionados de las colinas arras­
trados por los ríos. Pensaba que las rocas sedimentarias
se formaban a partir de dichas cuencas de barro y arena
merced al efecto combinado del calor interno de la tierra
y la presión de las tierras y mares que descansaban sobre
ellas. Esas rocas sedimentarías eran amorfas, mientras que
18 Stcphen F. Masón

había hallado que las rocas que formaban algunas de las


montañas escocesas eran cristalinas, por lo que suponía
que estas últimas se habían formado directamente por la
solidificación de rocas fundidas y no por cristalización a
partir del agua, tal y como Werner pensaba.
Hutton sostenía que el interior de la tierra se compo­
nía de lava fundida, sirviendo la superficie sólida de la tie­
rra a modo de envase cerrado, excepción hecha de los vol­
canes que servían de válvulas de seguridad. Pensaba que
de vez en cuando la roca fundida escapaba a través de las
S ;rietas situadas bajo la superficie de la tierra, inclinando
os estratos sedimentarios situados encima. A continua­
ción, la roca fundida se solidificaba formando las rocas
cristalinas, como el basalto y el granito, produciendo así
las montañas con su núcleo cristalino y sus lados sedi­
mentarios. Hacia la base de algunas montañas halló es­
tratos sedimentarios horizontales encima de las rocas se­
dimentarias inclinadas, de donde concluyó que había
transcurrido mucho tiempo entre la formación de las ro­
cas inclinadas y el depósito de estratos horizontales re­
cientes. Ciertamente, Hutton no veía el comienzo de la
formación geológica de la tierra: la edad de la tierra era
indefinidamente larga, operando siempre las mismas fuer­
zas geológicas ahora presentes, formando, rompiendo y
reformando las rocas que componen la superficie de la
tierra. Como los filósofos mecanicistas franceses del s¡-
f ;lo dieciocho, quienes derivaban su idea de progreso de
a concepción de que el hombre es siempre y en todas par­
tes el mismo, Hutton derivaba su teoría del desarrollo
Í ;eológico de la doctrina de que las fuerzas de la natura-
eza son constantes. Dado que las fuerzas geológicas de
la tierra eran constantes y siempre las mismas, producían
una sucesión histórica de estratos rocosos. Esta creencia
de Hutton es paralela a la de los filósofos franceses para
quienes los hombres, permaneciendo constantes en sus
capacidades físicas y mentales, acumulaban progresiva­
mente la experiencia de la humanidad. Hutton basaba su
opinión de que los agentes formadores de rocas de la tic-
Historia de las ciencias, 4 19

rra eran constantes en la teoría para entonces ya estable­


cida de que el sistema solar era mecánicamente estable y
permanentemente autónomo.

«De la contemplación de las revoluciones de los pla­


netas», escribía, «se concluye que hay un sistema en
virtud del cual están preparados para continuar con
sus revoluciones. Mas si la sucesión de los mundos
está establecida por el sistema de la naturaleza, en
vano se buscará algo más elevado en el origen de la
tierra. Por consiguiente, el resultado de esta investi­
gación física es que no hallamos vestigio de un co­
mienzo ni previsión de un fin.»

Las teorías de Hutton recibieron apoyo y ulterior de­


sarrollo gracias a sus amigos, John Playfair, 1748-1819,
profesor de filosofía natural de Edimburgo, y Sir James
Hall, 1762-1831, un científico aficionado de Edimburgo.
Playfair publicó en 1802 una obra titulada Ilustraciones
de la teoría huttoniana que describía la teoría en cues­
tión de manera más clara que el propio Hutton, conte­
niendo además la opinión del propio Playfair según la
cual los glaciares habían constituido un importante agen­
te geológico al acarrear masas de rocas de un lugar a otro.
Entre 1790 y 1812, Hall realizó algunos experimentos im­
portantes que apoyaban a la teoría de Hutton. Los dis­
cípulos y seguidores de Werner argüían en contra de Hut­
ton, primero que la roca fundida no se tomaría cristalina
al solidificarse, sino que sería vitrea como la lava y, en se­
gundo lugar, que algunas rocas como la caliza se descom­
pondrían sometidas al calor. Hall observó en una fábrica
de vidrio en Leith que si se permitía que el vidrio fundi­
do se enfriase muy despacio, se tornaba cristalino y opa­
co, mientras que si se enfriaba más aprisa, se hacía vitreo
y transparente. Suponía que las rocas fundidas se com­
portarían de manera similar y, consiguientemente, obtu­
vo lava del Vesubio y del Etna, fundiéndola en un homo
de reverbero de una acería. Tal y como esperaba, la roca
fundida se tornaba cristalina como el basalto cuando se
20 Stephen F. Masón

le permitía enfriarse lentamente, y vitrea como la lava si


se enfriaba rápidamente. Hall observó además que si la
caliza se calentaba en un recipiente cerrado no se descom­
ponía como pensaban los neptunistas, sino que se fundía
tomándose en mármol al enfriarse, tal y como Hutton su­
gería. En otros experimentos Hall descubrió que la arena
suelta, al calentarse en un pote de hierro lleno de agua de
mar, se hacía dura y compacta, como la arenisca, lo que
una vez más apoyaba la teoría de Hutton.
A pesar de los experimentos de Hall, las teorías de
Hutton no se aceptaron inmediatamente de manera ge­
neralizada, ya que se tenían por subversivas para los in­
tereses de la religión establecida y ciertamente para todo
el orden de cosas tradicional. Hutton se vio atacado por
defender lo que se consideraba puntos de vista ateos. John
Williams de Edimburgo, un geólogo que realizó trabajos
importantes sobre los estratos carboníferos, atacó a Hut­
ton en su Historia natural del reino mineral, publicada
en 1789, donde decía que:

«la salvaje y antinatural idea» de Hutton «de la eter­


nidad de la tierra conduce primero al escepticismo y
finalmente a la clara infidelidad y ateísmo. Si llega­
mos a sostener la firme convicción de que el mundo
es esterno, pudiendo marchar por sí mismo en la re­
producción y sucesión progresiva de las cosas, pode­
mos llegar a suponer que para nada sirve la interpo­
sición de un poder de gobierno; y dado que no ve­
mos al Ser Supremo con nuestros ojos corporales...
entregaremos al ciego azar el cuidado de todas las co­
sas».

Afirmaba que todas las rebeliones «pronto desembocan


en la anarquía, la confusión y la miseria, cosa que tam­
bién ocurre con nuestra rebelión intelectual». Deluc, lec­
tor de la reina Carlota, hizo una crítica similar de la teo­
ría de Hutton en su Tratado elemental de geología, pu­
blicado en 1809. Escribía que el conocimiento de la geo-
Historia de las ciencias, 4 21

logia se había tornado esencial para los teólogos, dado


que:

«Ciertamente ninguna conclusión de las ciencias na­


turales puede ser más importante para el hombre que
aquélla relativa al Génesis, pues colocar dicho libro
en la clase de las fábulas equivaldría a arrojar a la más
profunda ignorancia lo que es más importante para
él: su origen, sus deberes y su destino.»

Semejante oposición hizo que la teoría de Hutton fue­


se de lo más impopular en aquel momento, si bien sus
opiniones resucitaron en los años treinta, llegando a ser
aceptadas por la generalidad de las personas. Entretanto
se había producido una buena dosis de progreso técnico
en geología, lo que suministró la base empírica para el ul­
terior resurgimiento y ampliación de las opiniones de
Hutton. En 1807 se fundó la Sociedad Geológica Britá­
nica para promover el desarrollo del conocimiento geo­
lógico. La mayoría de los primeros miembros de la So­
ciedad Geológica eran neptunistas, es decir, seguidores de
Werncr, si bien un miembro escocés, MacCulloch, de­
fendía los aspectos vulcanistas de las enseñanzas de Hut­
ton. En las reuniones de la Sociedad no eran infrecuentes
las controversias teóricas, si bien hasta los años treinta no
se centraron en los aspectos evolucionistas de la obra de
Hutton. Dicho sea de paso, la fundación de la Sociedad
Geológica Británica ilustra la preeminencia de los incon­
formistas en la ciencia británica a finales del dieciocho y
comienzos del diecinueve, pues de los trece miembros
fundadores, cuatro eran cuáqueros y uno, ministro unita­
rio.
A lo largo del período que va de 1790 a 1830, conoci­
do como «la edad heroica de la geología», se llevó a cabo
una gran cantidad de trabajos de campo relativos al exa­
men de la sucesión de estratos rocosos y su contenido mi­
neral y fósil. La utilización de los fósiles para clasificar
las rocas en que se encontraban constituyó un avance me­
22 Stcphcn F. Masón

todológico, habiendo sido sugerido dicho método por


Buffon, si bien no se usó ampliamente por vez primera
hasta el agrimensor William Smith, 1769-1839, en Ingla­
terra, y hasta el biólogo Georges Cuvier, 1769-1832, en
Francia. Smith estaba empleado para realizar trabajos to­
pográficos en el canal de carbón de Somerset, por lo que
viajó por Inglaterra para ver cómo se hallaban construi­
dos otros canales. En el transcurso de éste y otros traba­
jos sobre drenaje e irrigación, descubrió que los diferen­
tes estratos rocosos de Inglaterra, desde el carbón al gres,
se podrían caracterizar por los fósiles que contenían.
Smith sugirió que las rocas de diversos lugares que pre­
sentaban el mismo contenido fósil eran de la misma edad,
si bien no propuso ninguna teoría relativa a la formación
de los estratos rocosos. En 1799 publicó su método de
clasificación de rocas, y en 1815 levantó un mapa geoló­
gico de Inglaterra que mostraba las bandas horizontales
de roca a lo largo de la superficie del país. Más tarde, en
1817, publicó una carta que mostraba la sucesión vertical
de los estratos bajo la superficie de Inglaterra. Smith pres­
taba atención fundamentalmente a los restos de animales
marinos simples, especialmente conchas marinas, ya que
estaba básicamente interesado en la clasificación de las ro­
cas que los contenían. Por otra parte, Cuvier se hallaba
más interesado por los restos fósiles de animales terres­
tres, dado que estaba interesado en reconstruir los ani­
males extinguidos a partir de esos restos, problema que
resultó más fácil de resolver en el caso de los animales ver­
tebrados. Se ocupaba también del significado geológico
de los fósiles, y en la introducción a sus Investigaciones
sobre huesos fósiles, publicada en 1812, que trataba fun­
damentalmente de la reconstrucción de animales extin­
guidos, esbozó una teoría del desarrollo geológico de la
tierra.
Cuvier era muy contrario a las teorías de la evolución
en biología, tal y como hemos visto por su actitud hacia
el lamarckismo, y del mismo modo se oponía a la teoría
huttoniana del desarrollo geológico. Era de la opinión de
Historia de las ciencias, 4 23

que los agentes geológicos actualmente operantes en la


naturaleza no podían dar cuenta del desarrollo de las ro­
cas, dado que no existía continuidad entre un estrato ro­
coso y otro. Sostenía que existían líneas de demarcación
tajantes entre los estratos sucesivos, conteniendo cada
capa de roca sus propios restos fósiles distintivos que no
se encontraban en ninguna otra parte. Así, cada estrato
tenía que ser producto de un poderoso agente particula­
rizado y no de fuerzas menores que operasen continua­
mente. Pensaba que esos agentes eran una serie de inun­
daciones catastróficas, la última de las cuales había teni­
do lugar hacia la época del diluvio universal, hace unos
cinco o seis mil años. Cada una de las inundaciones ha­
bía barrido casi toda la población orgánica existente de
la superficie de la tierra, erosionándola y depositando a
medida que bajaba la inundación un nuevo estrato de roca
con los restos de las criaturas vivas. Las catástrofes tam­
bién alteraban e inclinaban los estratos dejados por ante­
riores inundaciones, explicando así el hecho de que las ro­
cas primitivas se hallan más distorsionadas e inclinadas
que las posteriores. Cuvier ejerció una gran influencia y
eliminó efectivamente en Francia durante algunas déca­
das la idea de la evolución geológica, del mismo modo
que había hecho con la idea de la evolución biológica. El,
por su parte, era un neptunista, mas no todos sus segui­
dores mantenían que las catástrofes geológicas formati-
vas se debían a inundaciones marinas. Elie de Beaumont,
1798-1874, un profesor de la Escuela de Minas de París,
sugería en 1829 la opinión vulcanista de que las catástro­
fes geológicas eran provocadas por la resauebrajadura re­
pentina de la corteza sólida de la tierra, debido al enfria­
miento y contracción del interior líquido. En Alemania,
el discípulo de Werner, Leopold von Buch, 1774-1852,
adoptó una teoría similar, aunque ni él ni Beaumont po­
dían aceptar la idea de una evolución geológica lenta y
gradual de la tierra, que se hallaba asociada en Inglaterra
al punto de vista vulcanista.
En Inglaterra, las teorías de Werner y Cuvier fueron
24 Stephcn F. Masón

bien recibidas, dado que chocaban menos con la teología


del momento que la teoría de Hutton. Tanto el profesor
de geología de Cambridge, Adam Sedgwick, 1785-1873,
como el de Oxford, William Buckland, 1785-1856, se ha­
bían ordenado, siendo ambos neptunistas ardientes. La
obra de Buckland, Las reliquias del diluvio, publicada en
1823, constituyó el último intento importante de combi­
nar la teología con la geología. Postuló la existencia de
un período pre-adámico, que duraba quizá unos millo­
nes de años y que abarcaba el período entre la creación
originaria de los cielos y la tierra, y el primer día del Gé­
nesis. Buckland pensaba que durante ese período pre-a-
dámico habían tenido lugar los cambios geológicos prin­
cipales al modo sugerido por Werner y Cuvier. Al prin­
cipio también Sedgwick era neptunista. En 1819, poco
después de haber sido nombrado para la cátedra de geo­
logía que Woodward había fundado en Cambridge, es­
cribió que se hallaba «poseído por las nociones werne-
rianas, presto a sacrificar mis sentidos a dicho credo; un
esclavo werneriano». No obstante, él y su amigo Rode-
rick Murchison, 1729-1871, un noble del campo, desa­
rrollaron investigaciones que finalmente acabaron con el
esquema geológico de Werner. William Smith había in­
vestigado los estratos más recientes que contenían fósi­
les, siendo el límite inferior de sus investigaciones las se­
ries carboníferas. Sedgwick y Murchison estudiaron las
rocas más antiguas que se encuentran en Gales, rocas pri­
marias que contenían pocos o ningún fósil, siendo muy
poco probable que hubiesen sido formadas en función
del agua por medios químicos y mecánicos. Sedgwick
descubrió la serie cámbrica y Murchison, el sistema silú­
rico, hallando ambos a medias las rocas devónicas que se
encuentran entre las series silúricas y carboníferas. Via­
jaron entonces por el continente para examinar en otros
lugares rocas similares, y para 1829 habían llegado a la
conclusión de que las rocas primarias se habían formado
merced a la solidificación de rocas fundidas y no por cris­
talización a partir del agua, como había supuesto Wer-
Historia de las ciencias, 4 25

ner. Sedgwick expresó haber perdido dos años de trabajo


por haber aceptado las ideas de Werner, si bien ahora
aceptaba sólo los aspectos vulcanistas de la obra de Hut-
ton, aunque no sus puntos de vista evolucionistas.
Con todo, uno de los discípulos de Buckland, Charles
Lyell, 1797-1875, descubrió independientemente partes
de la teoría geológica de Hutton, llevando a cabo más tar­
de un estudio de su obra. El propio Lyell no realizó gran­
des descubrimientos prácticos en geología, siendo su gran
contribución conectar los hechos dispersos del área. Via­
jó mucho, examinando los estratos rocosos de diversas
partes de Europa, y leyó mucho, de manera que fue ca-

Í>az de aportar en apoyo de la teoría de la evolución geo-


ógica un cuerpo de hechos mucho mayor que el que
Hutton había esgrimido. Su obra principal era Los prin­
cipios de la geología. Intento de explicar los primitivos
cambios de la superficie de la tierra por recurso a las cau­
sas actualmente operantes, publicada en 1830-33. En ella,
Lyell repetía los postulados principales de Hutton, a sa­
ber, la premisa de que las fuerzas geológicas actualmente
en funcionamiento son las únicas que habría que utilizar
para explicar la historia pasada de la tierra, para lo cual
es preciso suponer que han transcurrido períodos de
tiempo indefinidamente prolongados.

«Las ideas limitadas por lo que respecta a la magni­


tud del tiempo transcurrido han tendido más que
cualquier otro prejuicio a retrasar el progreso de la
geología», escribió, «y hasta que no nos acostumbre­
mos a contemplar la posibilidad de un lapso indefi­
nido de eras... estaremos en peligro de forjarnos las
opiniones más erróneas en geología.»

Werner había partido de un origen definido, aunque hi­


potético, de las rocas, el océano primigenio, y había ar­
gumentado hacia adelante. Hutton y Lyell partieron de
las fuerzas geológicas de la naturaleza actuales, argumen­
tando hacia atrás. Este punto de vista se denominó uni-
26 Stcphcn F. Masón

formismo, suponiendo que las fuerzas de la naturaleza


habían sido siempre las mismas que ahora. Los primiti­
vos filósofos mecánicos habían supuesto que los sistemas
materiales de la naturaleza, el sistema solar y las especies
orgánicas, eran constantes a lo largo de la historia de la
tierra. En este momento se produjo un cambio, siendo
las fuerzas y no los sistemas materiales de la naturaleza
lo que se consideraba constante. De este modo, la mate­
ria de la tierra se transformaba mediante la operación de
las mismas fuerzas constantes, con lo que la idea de evo­
lución geológica se dedujo de una ampliación de la ante­
rior visión mecánica ahistórica de la naturaleza.
Lyell era hasta tal punto un uniformista al principio
que se resistía a admitir que hubiese algún cambio im­
portante en la condición de la tierra, aparte de la sucesiva
sedimentación de estratos rocosos. Admitía que se habían
dado cambios climáticos, atribuyéndolos a las variables
distribuciones de tierra y agua, mas ¡nicialmente se negó
a admitir que hubiese habido cambio alguno en la pobla­
ción orgánica de la tierra, razón por la cual rechazó la teo­
ría lamarckiana de la evolución biológica en 1820. No
obstante, la sucesión de fósiles en las series de estratos ro­
cosos implicaba aue si se había dado una evolución geo­
lógica, tenía que nabersc dado también una evolución de
las especies orgánicas. Así, en la década siguiente, Lyell
cambió de opinión al respecto. En una carta de 1836 a
John Herschcl, decía:

«Por lo que respecta al origen de especies nuevas, me


place mucho hallar que considera usted probable que
pueda operarse mediante la intervención de causas in­
termedias. Dejo que esto tenga que ser inferido, pues
no creo que merezca la pena ofender a cierto tipo de
personas afirmando explícitamente lo que sólo sería
una especulación.»

Tal inferencia era obvia también para los geólogos más


viejos que se oponían a la teoría de Lyell. Adam Scdg-
Historia de las ciencias, 4 27

wick, el más agudo de la vieja escuela, señaló en su alo­


cución presidencial a la Sociedad Geológica en 1831 que
una de las mayores dificultades de la teoría de Lyell era
que implicaba la evolución de las especies orgánicas.

«He de recordarles», decía, «que en el mismísimo co­


mienzo de nuestro avance [al rastrear retrospectiva­
mente la historia geológica], nos hallamos rodeados
de formas animales y vegetales de las que no existen
actualmente tipos vivos. Y yo me pregunto, ¿acaso no
tenemos en estas cosas una indicación de cambio y de
un poder de ajuste totalmente diferente de lo que ac­
tualmente entendemos por leyes de la naturaleza?
¿Habremos de decir con los naturalistas de siglos pa­
sados que no son sino caprichos de la naturaleza, o
habremos de adoptar la doctrina de la generación es­
pontánea y la transmutación de las especies con toda
su secuela de consecuencias monstruosas?»

Cuando Darwin publicó El origen de las especies en


1859, Lyell estaba entre los primeros que aceptaron sus
puntos de vista. Sedgwick, en 1865, señaló de nuevo:

«Lyell ha tragado toda la teoría, lo que no me sor­


prende, pues sin ella los elementos de geología, tal y
como él los expone, serían ilógicos... Que lo adornen
como quieran», continuaba, «pero la teoría de la
transmutación desemboca en el noventa por ciento de
los casos en un consumado materialismo.»

En virtud de razones de este tipo, y no merced a ob­


jeciones científicas serias, la teoría de Lyell recibió la opo­
sición de la mayoría de los miembros importantes de la
Sociedad Geológica Británica, como fue el caso de Sedg­
wick, Buckland y Murchison. Con todo, la oposición a
Lyell no fue tan notable como la que se encontraron los
partidarios de la teoría huttoniana a comienzos de siglo.
En 1831, Lyell fue nombrado profesor de Geología en el
King’s Colíege de Londres, una institución recién funda­
28 Stephen F. Masón

da de la Iglesia de Inglaterra. El comité de selección es­


taba formado por eclesiásticos anglicanos, uno de los cua­
les, el obispo de Llandaff, expresó sus reservas acerca de
las opiniones de Lyell, aunque a pesar de ello fue nom­
brado para el cargo. En la década de los treinta, la situa­
ción de la geología era muy distinta de lo que había sido
a comienzos de siglo. Se conocía mucho mejor la natu­
raleza de la sucesión histórica de los estratos rocosos en
diversas partes del mundo, especialmente en Europa.
Además el clima intelectual había cambiado, hallándose
ahora más hondamente imbuido en la idea del progreso
histórico de la humanidad, lo que parece haber conduci­
do al desarrollo de las teorías evolucionistas en la cien­
cia. De hecho Lyell señaló diversas analogías entre las in­
vestigaciones geológicas y.el estudio de la nistoria; en rea­
lidad se dice que su uniformismo geológico le fue suge­
rido por el desarrollo gradual de la Constitución Britá­
nica, a la manera en que las teorías catastrofistas de los
franceses pueden haber estado sugeridas por la más tur­
bulenta historia reciente de Francia. Lyell aseguraba que
el estudio geológico de la tierra era estrictamente análo­
go al estudio arqueológico de la historia humana, dedi­
cándose más adelante a este tema y escribiendo en 1863
su obra sobre La antigüedad del hombre.
Los contemporáneos de Lyell en el mundo científico
no aceptaron en general sus teorías, siendo excepciones
notables el físico John Herschel y el geólogo-político
Poullet Scrope. La recensión que hizo Scropede Los prin­
cipios de la geología contribuyó notablemente a popula­
rizar la obra, vendiéndose unos seiscientos cincuenta
ejemplares en los tres meses anteriores a la recensión y
mil quinientos poco después. En la siguiente generación
de científicos el punto de vista de Lyell se aceptó amplia­
mente, desarrollando Charles Darwin, el representante
más notable de dicha generación, las implicaciones de di­
cho punto de vista, previstas ya por Sedgwick y el pro­
pio Lyell. Los primeros trabajos de Darwin se encuadra­
ban en el campo de la geología y, según nos dice en su
Historia de las ciencias, 4 29

Autobiografía, fue el estudio de la geología lo que lo con­


dujo a la teoría de la evolución de las especies, si bien
sacó la ¡dea del mecanismo de dicha evolución de otra
Í>arte, el ensayo de Malthus sobre la población. Aunque
os geólogos mayores rechazaran la teoría de Lyell, se
hizo inmensamente popular entre los círculos de clase
media en los que, dicho sea de paso, era más acusada la
idea de progreso. El popular autor de temas históricos y
políticos, Harriet Martineau, escribía en la década de los
cuarenta, quizá exagerando un tanto, que:

«el público general de clase media compró cinco ejem­


plares de una obra cara sobre geología por cada una
de las novelas más populares de la época».

En su novela Tancredo, publicada en 1847, Disraeli ilus­


tra la influencia que ejercía la geología sobre los círculos
de clase alta, si bien al parecer aquí la nueva teoría fue
recibida con una actitud más ambigua.
Capítulo 2
Las teorías sobre la evolución de las
especies en el siglo diecinueve

A finales del siglo dieciocho aparecieron en Alemania,


Francia e Inglaterra diversas versiones de teorías acerca
de la evolución biológica. En Alemania estaba la escuela
de los filósofos de la naturaleza que concebían las espe­
cies orgánicas como otras tantas realizaciones materiales,
separadas y desconexas, de los estadios por los que había
pasado en Espíritu del Mundo en el transcurso de su au­
to-movimiento ínsito hacia el predestinado final huma­
no. En Francia estaba Lamarck, quien concebía las espe­
cies animales como descendiendo materialmente unas de
las otras, progresando los animales en virtud de una fuer­
za expansiva interna y por la adición heredada de lo ad­
quirido del medio. En Inglaterra estaba Erasmus Darwin,
quien propuso doctrinas acerca de la evolución orgánica
similares a las de Lamarck, si bien tuvo además una idea
curiosamente británica y más adelante muy fecunda, la
idea de que los organismos progresan compitiendo entre
sí por el sustento o por las hembras de su especie. Estas
diferencias nacionales en la teoría biológica prosiguieron
en un grado considerable durante el siglo diecinueve, si

30
Historia de las ciencias, 4 31
bien se dio una cierta dosis de cruces, apareciendo algu­
nas teorías híbridas fértiles. Cada una de las diversas teo­
rías formaba parte de su propia corriente nacional: en
Alemania la preocupación por la historia y la tradición
místico-alquímica, en Francia las doctrinas sobre el pro­
greso de carácter psicológico y sociológico políticamen­
te, en Inglaterra las teorías del laissez-faire acerca del pro­
greso económico y social, que sugerían que había que de­
jar a las personas en libertad para buscar su propia feli­
cidad y sus propios fines individuales en competencia con
otros individuos.
Erasmus Darwin, como otros miembros de la Socie­
dad Lunar de Birmigham, estaba influenciado por los fi­
lósofos franceses del siglo dieciocho, si bien aplicaba esta
¡dea típicamente británica de la competición entre indi­
viduos a su teoría biológica. Darwin el viejo creía en el
progreso, tal y como habían hecho los teóricos del lais­
sez-faire, Adam Smith (1776) en economía y Jeremy
Bentham (1789) en filosofía moral. Sin embargo, fueron
seguidos por Roben Malthus que recurría a la idea de
competición entre individuos para mostrar que el progre­
so humano era imposible, en opinión a las teorías de los
filósofos franceses y sus seguidores ingleses, como Wi-
lliam Godwin. Malthus hizo públicas sus opiniones en
Un ensayo sobre el principio de la población en cuanto
afecta a la futura mejora de la sociedad, con considera-
dones acerca de las especulaciones del Sr. Godwin, el Sr.
Condorcet y otros autores, publicado en 1798.
«Creo que puedo establecer perfectamente dos pos­
tulados», escribía Malthus en esta obra. «Primero, que
la alimentación es algo necesario para la existencia del
hombre. Segundo, que la pasión entre los sexos es ne­
cesaria y permanecerá aproximadamente en su estado
actual.»
Siendo así las cosas, argumentaba:
«Digo que la potencia de la población es indefinida­
mente superior a la potencia de la tierra para produ­
32 Stephen F. Masón

cir sustento para la humanidad... (ya que) la pobla­


ción sin controlar aumenta en razón geométrica,
mientras que el substento sólo crece en razón aritmé­
tica. Una ligera familiaridad con los números mostra­
rá la inmensidad de la primera potencia en compara­
ción con la segunda.»

Por tanto, nunca podría haber alimentos suficientes para


toda la humanidad, dado que cualquier avance en agri­
cultura se veía inmediatamente neutralizado por un nú­
mero mayor de niños que llegaban a la madurez, de ma­
nera que el nivel de vida seguía siendo el mismo.

«En consecuencia, si las premisas son justas», escri­


bía Malthus, «hay un argumento concluyente contra
la perfectibilidad de la humanidad.»

Malthus era de la opinión de que la vida de la humani­


dad formaba un todo con la del mundo orgánico en su
conjunto.

«Por todo el reino animal y vegetal», escribió, «la na­


turaleza ha esparcido las semillas de la vida con mano
pródiga y liberal. Ha sido comparativamente tacaña
en el espacio y alimentos necesarios para criarlos. La
estirpe ac los animales y de las plantas disminuye ante
esta gran ley restrictiva, y la estirpe humana no pue­
de hurtarse a ella mediante esfuerzo alguno de la ra­
zón. Entre los animales y plantas, sus efectos son el
desperdicio de semillas, la enfermedad y la muerte
prematura, mientras que entre los hombres son la mi­
seria y el vicio.»
Fue esta idea la que suministró a Charles Darwin,
1809-82, su mecanismo de evolución biológica: los orga­
nismos compiten por fuentes limitadas de alimentos, so­
breviviendo y reproduciéndose aquellos dotados de va­
riaciones favorables. N o obstante, en virtud de sus estu­
dios geológicos, Darwin estaba convencido de que se ha­
bía dado una evolución de las especies antes de que dis­
Historia de las ciencias, 4 33

pusiese de su mecanismo para explicar cómo había ocu­


rrido. Charles Darwin era hijo de un doctor de Shrews-
bury y nieto de Erasmus Darwin y Josiah Wedgwood, el
ceramista, los cuales habían estado conectados con la So­
ciedad Lunar de Birmingham. En 1825 Darwin fue a es­
tudiar medicina a Edimburgo. Allí estaba Robert Jame-
son, discípulo de Werner, vociferando aún en contra de
la teoría geológica huttoniana y de los vulcanistas en ge­
neral. Encontró tan «increíblemente pelmas» las clases de
Jameson que decidió jamás «leer un libro de geología o
estudiar de ninguna manera dicha ciencia». No obstante,
Darwin abandonó la medicina y se fue a Cambridge con
la intención de ordenarse. Allí Sedgwick y Henslow, los
profesores de geología y botánica respectivamente, des-
E ertaron en él el deseo de estudiar de nuevo geología e
istoria natural, acompañando a Sedgwick en una de sus
exploraciones geológicas por Gales. Darwin estaba tan
bien considerado por sus maestros que lo recomendaron
para el puesto de naturalista en un viaje de exploración
del gobierno al Pacífico sur, puesto que aceptó. Henslow
recomendó a Darwin que llevase unos cuantos libros con
él en el viaje, incluyendo entre ellos el primer volumen
de Los principios de la geología de Lyell que acababa de
salir, si bien advirtió a Darwin que «no aceptase bajo nin­
gún pretexto las opiniones allí expuestas».
La expedición partió en el Beagle en diciembre de 1831
y, tras una extensa observación de las costas de Sudamé-
rica y los archipiélagos del Pacífico, volvió en octubre de
1836. A lo largo del viaje, Darwin no sólo aceptó las doc­
trinas de Lyell, sino que las amplió. Escribiendo de vuel­
ta a casa, decía:

«Me he convertido en un fiel discípulo de las doctri­


nas del Sr. Lyell tal y como se exponen en su libro.
Tras haber practicado la geología en Sudamérica, me
siento tentado a llevar algunas partes mucho más le­
jos aún de lo que él lo hace.»
34 Stephen F. Masón

Durante los cinco años del viaje, Darwin recogió gran­


des colecciones geológicas, botánicas y zoológicas, si bien
las geológicas fueron las más importantes, pues confesó
que entonces poseía pocos conocimientos biológicos,
siendo incapaz de dibujar adecuadamente los organismos
que veía. Al volver a casa, las primeras obras de Darwin
versaban sobre temas geológicos, especialmente sobre la
Estructura y distribución de los arrecifes de coral, publi­
cada en 1842, donde proponía la teoría de que los arre­
cifes y los atolones de coral se debían al hundimiento gra­
dual de masas de tierra o islas, construyendo los corales
sus arrecifes de modo que la parte superior se encontrase
en la superficie del océano.
N o obstante, los fenómenos biológicos que había ob­
servado en el viaje en el Beagle habían llamado ya su aten­
ción sobre la posibilidad de la evolución de las especies
orgánicas. Había visto cómo especies estrechamente re­
lacionadas se habían sucedido unas a otras a medida que
descendían hacia el sur por el continente americano, así
como que las especies del archipiélago de los Galápagos
se asemejaban a las de Sudamérica, si bien diferían lige­
ramente incluso entre unas islas y otras. Escribió en su
Autobiografía:

«Era evidente que hechos como estos sólo se podrían


explicar suponiendo que las especies se modifican gra­
dualmente, tema que me fascinaba. Mas era asimismo
evidente que ni la acción de las condiciones ambien­
tales ni la voluntad de los organismos (especialmente
en el caso de las plantas) podía explicar los innume­
rables casos en los que los organismos de todo tipo
se hallan maravillosamente adaptados a sus hábitos de
vida... Tras mi vuelta a Inglaterra me pareció que, si­
guiendo el ejemplo de Lyell en geología y recogiendo
todos los hechos que tuviesen algo que ver con la va­
riación de animales y plantas en situación de domes­
ticación o de naturaleza, quizá se hiciese alguna luz
sobre la cuestión. Abrí mi primer cuaderno de notas
en julio de 1837. Trabajaba desde un punto de vista
Historia de las ciencias, 4 35

genuinamente baconiano y, sin teoría alguna, recogí


hechos en gran escala, especialmente por lo que atañe
a las producciones en condiciones de domesticación,
enviando cuestionarios impresos, utilizando conver­
saciones con experimentados criadores y jardineros,
v leyendo a mansalva... Pronto me di cuenta de que
la selección era la clave del éxito humano en la crea­
ción de razas útiles de animales y plantas. Mas du­
rante algún tiempo seguía siendo un misterio para mí
cómo era posible aplicar la selección a los organismos
que vivían en estado natural.»

De este modo, aplicando el punto de vista y el método


de Lyell de la geología a la biología, Darwin llegó a la
conclusión de que las especies orgánicas habían evolucio­
nado a lo largo del tiempo, si bien tuvo que sacar de otra
fuente el mecanismo mediante el cual se había realizado
esta evolución.

«En octubre de 1838», escribió, «esto es, quince me­


ses después de iniciar mi investigación sistemática, me
puse a leer por distracción el escrito de Malthus so­
bre la población, y hallándome bien dispuesto para
apreciar la lucha por la existencia que se desarrolla
por doquier, gracias a una larga y continua observa­
ción de los hábitos de los animales y las plantas, in­
mediatamente se hizo claro que bajo tales circunstan­
cias las variaciones favorables tenderían a preservarse
y las desfavorables a destruirse. El resultado de ello
sería la formación de una nueva especie. Así pues, ahí
tenía una teoría al fin con la que trabajar.»

Darwin pasó los siguientes veinte años recogiendo in­


formación para demostrar esta teoría de la evolución de
las especies mediante la selección natural, elaborando sus
consecuencias e implicaciones.
Mientras tanto, otro naturalista inglés, Alfred Russell
Wallace, 1823-1913, llegó independientemente a la teoría
de la selección natural. Wallace visitó el archipiélago ma­
layo donde observó que las islas vecinas estañan habita-
Stephen F. Masón
36

Diferentes especies de Pinzones de Darwin en las islas Galápagos.


Historia de las ciencias, 4 37

das por especies estrechamente relacionadas aunque dife­


rentes, tal y como había hecho Darwin antes que él en
las Galápagos. Allí fue donde Wallace dio con la teoría
de la selección natural, derivándola como Darwin de
Malthus. Según dejó constancia en su autobiografía:

«En febrero de 1858... el problema (de la evolución)


se me planteó y algo me llevó a pensar en los contro­
les positivos descritos por Maltnus en su Ensayo so­
bre la Población, libro que había leído varios años an­
tes dejando una huella profunda y permanente en mi
mente. Estos controles —guerra, enfermedad, ham­
bre y similares— tienen que actuar, se me ocurrió a
mí, tanto sobre los animales como sobre los hombres.
Pase entonces a considerar la multiplicación enorme­
mente rápida de los animales, lo que hace que estos
controles sean en ellos mucho más efectivos que en
el hombre, y mientras cavilaba vagamente sobre este
hecho, se me ocurrió de pronto la idea de la supervi­
vencia del más apto; esto es, que los individuos eli­
minados por estos controles deben ser por norma ge­
neral inferiores a los que sobreviven. Redacté mi es­
crito... y se lo envié con el siguiente correo al Sr. Dar­
win.»

Darwin publicó el artículo de Wallace junto con uno suyo


y al año siguiente, 1859, sacó su gran obra El origen de
las especies mediante la selección natural o la conserva­
ción de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
En esta obra Darwin proponía dos líneas arguméntales
en favor de la teoría de que las especies orgánicas habían
evolucionado. En primer lugar, la distribución de las es­
pecies extinguidas en el tiempo, que había reunido a par­
tir de la geología y la paleontología; y en segundo lugar,
la distribución geográfica de las especies vivas en el es­
pacio, con la que se había topado en su viaje en el Bea-
gle, ampliándola con las obras de otros viajeros y geó­
grafos, especialmente Alexander von H um boldt,
38 Stephcn F. Masón

1769-1859. También se basó en cierta medida en la obra


embriológica de von Baer que, según él la interpretaba,
mostraba que un organismo individual, al desarrollarse
desde una célula única hasta el animal adulto, pasa por la
historia evolutiva de su especie. No obstante, en conjun­
to Darwin extrajo muy pocos elementos de juicio de las
fuentes alemanas y francesas. En las cuatrocientas pági­
nas de E l origen de las especies sólo se dedican diez pá-
Í ¡inas a discutir los testimonios embriológicos y cinco a
as estructuras morfológicas de las criaturas, mientras que
la teoría celular recibió escasa atención. Frente a los evo­
lucionistas franceses y los filósofos de la naturaleza ale­
manes, Darwin no se apoyó en los sistemas clasificato-
rios de animales y plantas, ni en las comparaciones entre
las estructuras anatómicas de los organismos adultos a fin
de trazar una serie evolutiva. Además, no creía que los
diversos organismos formasen una cadena evolutiva li­
neal, tal y como habían creído los franceses, ni pensaba
tampoco que fuesen modificaciones radicales de un ar­
quetipo ideal central, como habían supuesto los alemanes.
De hecho Darwin fue el primero que desarrolló con­
sistentemente la idea de que la serie evolutiva de los or­
ganismos formaba un árbol del origen genealógico, con
formas relacionadas ramificándose a partir de padres co­
munes, unas formas terminando en la extinción y otras
sobreviviendo para presentar descendientes vivos en di­
versas partes de la tierra. Trazó su árbol del origen ge­
nealógico a partir de la sucesión geológica de los anima­
les fósiles, mostrando que el desarrollo embriológico de
los animales individuales tendía aproximadamente a se­
guir el desarrollo evolutivo de sus estirpes, tal y como las
mostraban los restos fósiles. Dicho árbol del origen ge­
nealógico se veía apoyado por los hechos de la distribu­
ción geográfica de animales y plantas. En las islas y otras
regiones aisladas por barreras geográficas, se daban espe­
cies orgánicas que habían sido dominantes hacía tiempo,
como el canguro y otros marsupiales en Australia. Eran
fósiles vivientes preservados por su aislamiento. Si supo­
Historia de las ciencias, 4 3V

nemos, escribía Darwin, que la evolución orgánica se ha


producido,

«podemos ver por qué habría de darse un paralelis­


mo tan sorprendente en la distribución de los seres or­
gánicos a lo largo del espacio y en su sucesión geo­
lógica a través del tiempo, pues en ambos casos los se­
res se han visto conectados por los lazos de la gene­
ración ordinaria y los medios de modificación han
sido los mismos».

Cuando prestó atención al mecanismo de la evolución


orgánica, Darwin empezó señalando las variaciones entre
individuos de una especie orgánica particular como he­
cho observado. Una camada de animales domésticos con­
tenía criaturas que divergían entre sí. Los criadores ha­
bían seleccionado de dichas camadas para la cría aquellos
animales aue exhibían las características que deseaban de­
sarrollar ae la forma más acusada, y por esos procedi­
mientos habían producido todas las variedades de anima­
les domésticos con los que se hallaban familiarizados. En
la naturaleza el criador era sustituido por el mecanismo
de selección natural: aquellas criaturas que presentaban
variaciones favorables sobrevivían para reproducirse,
mientras que las que presentaban variaciones desfavora­
bles perecían. Darwin sugería que las especies, que en ge­
neral no son interfértiles, no eran sino formas desarrolla­
das de variedades que son interfértiles. Así los mecanis­
mos de selección natural o artificial que producían nue­
vas variedades, a la larga producirían nuevas especies y fi­
nalmente nuevos géneros y órdenes de organismos.
Como prueba adicional de la ubicuidad de las variacio­
nes en el mundo orgánico, Darwin señalaba el hecho de
que las especies más prolíficas y ampliamente distribui­
das producían el mayor número de variedades. Tales va­
riedades eran nuevas especies en formación, convirtién­
dose las variedades en especies cuando desaparecen las
formas intermedias. Por tanto, en la formación de nue­
40 Stephen F. Masón

vas especies resultan especialmente importantes la emer­


gencia de barreras geográficas que separen las variedades
y la divergencia gradual de las variedades durante perío­
dos prolongados de tiempo.
La teoría de Darwin no exigía ningún mecanismo para
la producción de variaciones en animales y plantas, ya
que se podían dar por supuestas como hecho empírico.
No obstante, especuló sobre el particular, sugiriendo que
los cambios de clima, alimento y otras causas ambienta­
les, especialmente aquellas que afectaban a los órganos re­
productores, producían las variaciones en animales y
plantas. Pensaba que tales variaciones eran ligeras e infi­
nitamente variables, de manera que la evolución era gra­
dual y continua.

«Puesto que la selección natural actúa solamente por


la acumulación de variaciones ligeras, sucesivas y fa­
vorables», escribió, «no puede producir modificacio­
nes grandes o repentinas, sino que sólo puede actuar
mediante pasos muy cortos y lentos.»

A medida que se desarrollaban sus ¡deas, Darwin llegó a


aceptar la opinión lamarekiana de que el uso o desuso de
los órganos producía cambios heredados en los animales
y las plantas. En la sexta edición de E l origen de las es­
pecies, Darwin resumió su postura diciendo que la evolu­
ción

«se ha producido principalmente por la selección na­


tural de variaciones numerosas, sucesivas y pequeñas,
asistida de manera importante por los efectos hereda­
dos del uso y desuso de las partes, y de un modo poco
importante, por lo que respecta a las estructuras adap-
tativas pasadas o presentes, por la acción directa ae
las condiciones externas, así como por las variaciones
que en nuestra ignorancia se nos antojan espontá­
neas».

Con todo, Darwin nunca aceptó la teoría de Lamarck


Historia de las ciencias, 4 41

y de su abuelo de que existía una fuerza rectora interna


dentro de cada organismo que tendía a llevarlo hacia for­
mas superiores y más perfectas. Confesaba que esas opi­
niones de Lamarck simplemente le asombraban, mientras
que las obras de su abuelo las había leído «sin que pro­
dujesen el menor efecto». Por el contrario, Charles Dar-
win subrayaba el carácter pasivo de la evolución orgáni­
ca, que se producía por el mecanismo externo de la se­
lección y no por una tendencia interna hacia una vida su­
perior. Pensaba que eso mismo se podía decir del pro­
greso de la humanidad. En el último párrafo de El origen
del hombre, publicado en 1871, escribía Darwin:

«Hay que excusar al hombre cuando siente cierto or­


gullo por haberse elevado, aunque no por su propio
esfuerzo, a la cumbre misma de la escala orgánica; y
el hecho de que se haya elevado, en lugar de haber
sido colocado allí desde el comienzo, puede hacerle
confiar en un destino aún superior en un futuro leja­
no.»

Así pues, el progreso era una realidad, aunque se pro­


ducía a pesar de los esfuerzos humanos. Era un proceso
automático mediado, como decía Hcrbert Spencer, por
«la supervivencia del más apto». Con estas creencias,
Darwin, Wallace y Spencer se hallaban plenamente den­
tro de la corriente de los comienzos del pensamiento Vic­
toriano acerca del laissez-faire. Eran personas que habían
madurado en el segundo cuarto del siglo diecinueve,
cuando las teorías de los economistas políticos británicos
y de los filósofos utilitaristas habían alcanzado una firme
posición entre la opinión inglesa, junto con la idea del
progreso y la evolución. Malthus expresó la idea de la
«competencia» en una forma cruda y muy biológica, y
quizás por tal motivo ejerció un influjo específico sobre
Darwin y Wallace, mientras que la nueva sensibilidad por
el progreso y la evolución los llevaron a invertir la con­
clusión pesimista de Malthus, considerando la competen-
42 Stcphen F. Masón

cía entre individuos por los medios de vida como una in­
fluencia progresiva más bien que conservadora del mun­
do tanto orgánico como humano. Herbert Spencer,
1820-1903, era inicialmente un tanto lamarckiano, mas,
como Darwin y Wallace, se vio influido por las teorías
de Malthus, deduciendo de ellas la idea de progreso. En
1852, antes de que apareciese la obra de Darwin, Spencer
escribió en su Teoría de la población deducida de la ley
general de la fertilidad animal que

«desde el principio, la presión de la población ha sido


la causa próxima del progreso. Toda la humanidad se
halla sujeta a su vez más o menos a la disciplina des­
crita. Pueden avanzar o no bajo ella, mas en la natu­
raleza de las cosas sólo quienes avanzan bajo ella ter­
minan sobreviviendo.»

Cuando apareció El origen de las especies de Darwin en


1859, Spencer extendió Ta teoría de la selección natural a
la sociedad humana, viendo la «supervivencia de los más
aptos» no sólo como el mecanismo de la evolución orgá­
nica, sino también como el modo de progreso de la hu­
manidad. Concretamente, a los ojos de Spencer justifica­
ba y ejemplificaba las políticas del laissez-faire del perío­
do Victoriano medio: el comercio libre y la competencia
económica eran, por así decir, las formas sociales de la se­
lección natural. Inmiscuirse en ellas sería interferir en el
proceso de evolución cósmica, desajustando el vehículo
del progreso humano.
Esta interpretación del darwinismo en términos del
ethos típico del liberalismo contribuyó a asentar la po­
pularidad de la teoría en los círculos de clase media. Hubo
muchas críticas a la teoría de Darwin desde posiciones
científicas, sociales y teológicas, pero en Gran Bretaña se
aceptó con bastante rapidez. La oposición científica más
importante vino de Richard Owen, 1804-92, director del
Museo de Historia Natural de Kensington, el más desta­
cado estudioso inglés de anatomía comparada y huesos
Historia de las ciencias, 4 43

fósiles. Era discípulo del filósofo de la naturaleza alemán,


Lorenz Oken, concibiendo las diversas especies orgáni­
cas como producto de la acción de una fuerza vital ideal
de la naturaleza. Dicha fuerza, escribía,

«produce la diversidad de forma propia de los cuer­


pos vivos a partir de los mismos materiales, diversi­
dad que no se puede explicar por ninguna propiedad
conocida de la materia».

En un artículo anónimo escrito para la Edinburgb Re-


view en 1860, Owen criticaba duramente El origen de las
especies de Darwin. Repetía allí su opinión de que la fuer­
za vital autodiferenciadora era responsable de la produc­
ción de las especies orgánicas, sugiriendo como elemen­
tos de juicio a su favor el hecho de que las criaturas uni­
celulares se estuviesen generando espontáneamente de
manera continua y que, siendo ello así, difícilmente po­
dían los animales superiores descender de ellos en una se­
rie única. Según creía Darwin, Owen fue también el que
suministró material para los ataques lanzados por Samuel
Wilberforce, obispo de Oxford, contra el libro de Dar­
win en la Quarterly Review y en la reunión de la Aso­
ciación Británica para el Avance de la Ciencia que tuvo
lugar en Oxford en 1860. En esta reunión, Darwin fue há­
bilmente defendido por Thomas Henry Huxley, lo que
le valió el título de «el buldog de Darwin». Después de
este debate el darwinismo fue ampliamente aceptado por
la opinión científicamente educada de Gran Bretaña, si
bien Owen y el zoólogo católico St. George Mivart,
1827-1900, continuaron encastillados en su oposición,
cosa que también hicieron el teólogo Samuel Wilberforce
y los políticos George Campbell y William Gladstone.
El darwinismo no sólo se aceptó generalizadamente en
Gran Bretaña, sino que además se extendió a otras esfe-
•ras ajenas a la biología. La idea de la evolución se aplicó
a la química, la astronomía, la lingüística y la antropolo­
gía, si bien la teoría de la selección natural completa se
44 Stephen F. Masón

aplicó sobre todo a la filosofía social y a la ética, dando


lugar a la escuela del darwinismo social. Las doctrinas de
esta escuela cambiaron con los acontecimientos. Herbert
Spencer, el primer darwinista social, derivó los valores
del período Victoriano medio de la teoría de la selección
natural, tal y como hemos visto. Los acontecimientos del
último período Victoriano, la lucha entre naciones ejem­
plificada en la guerra de los Boers, lo llenaron de desa­
zón, ya que veía en la competencia industriosa y pacífica
de las personas individuales el agente principal ae la evo­
lución social. Sin embargo, los nuevos acontecimientos
podrían justificarse perfectamente con la teoría darwinis­
ta, habiendo sido previstos ciertamente en alguna medida
por el historiador y economista Walter Begehot, 1826-77,
en su libro de ensayos, Física y política, o ideas sobre la
aplicación de los principios de la selección natural y la he­
rencia a la sociedad política, publicado en 1872. En esta
obra, Bagehot sugería que «la nación más fuerte ha con­
quistado siempre a la más débil», por cuyos medios «las
mejores cualidades precisas en la civilización elemental se
propagan y conservan», ya que «las cualidades más gue­
rreras tienden principalmente al bien». La evolución de
la sociedad humana había sido tan gradual y continua, no
menos que automática, como Darwin había pensado que
era la evolución de las especies. «Judea cambió en pensa­
miento interior en la misma medida en que Roma cam­
biaba en poder externo», escribía Bagehot. «Todo cam­
bio era continuo, gradual y bueno.» En 1900, Karl Pcar-
son, 1857-1936, del University Collegc de Londres, es­
cribió un ensayo, Sobre la vida nacional desde el punto
de vista de la ciencia, en el que expresaba opiniones se­
mejantes. Pearson mantenía que siempre había habido
«una lucha de razas contra razas y naciones contra nacio­
nes».

«Quien nos diga», afirmaba, «que ama al cafre como


ama a su hermano probablemente se engañe a sí mis­
mo. De lo contrario, lo único que podemos decir es
H istoria de las ciencias, 4 45

que una nación compuesta por tales personas... no du­


rará muchas generaciones: no puede sobrevivir a la lu­
cha de las naciones.»

Estas interpretaciones del darwinismo eran muy popula­


res a finales del diecinueve, sin que hayan perdido aún
completamente su atractivo.
Hablando en general, los propios biólogos no eran
muy dados a tales interpretaciones. En su El origen del
hombre, Darwin veía en el progreso y evolución de la hu­
manidad el creciente dominio de los instintos cooperati­
vos sobre los egoístas. Afirmaba que «los instintos socia­
les, más persistentes, conquistan a los menos persisten­
tes». El discípulo de Darwin, Huxley, era muy contrario
a las conclusiones de los darwinistas sociales, combatién­
dolos en una serie de ensayos. En su conferencia sobre
La evolución de la ética, pronunciada en 1893, Huxley
afirmaba que el progreso humano no consiste en «imitar
el proceso cósmico, y mucho menos en escapar de él, sino
en combatirlo». Alfred Russell Wallace, que había llega­
do a la teoría de la selección natural independientemente
de Darwin, dedujo de esta teoría las doctrinas de los So­
cialistas Cristianos en sus Estudios científicos y sociales
publicados en 1900. En la lucha social por la existencia,
sostenía, nadie debería tener una ventaja injusta en rique­
za o educación; todos debemos partir iguales para obte­
ner el pleno progreso de la humanidad.

«El único modo de selección natural que puede ac­


tuar igualmente sobre las cualidades físicas, mentales
y morales», escribió, «entrará en juego bajo un siste­
ma social que dé iguales oportunidades de cultura,
educación, ocio y felicidad a todos los individuos.
Esta extensión del principio de la selección natural
que actúa en el mundo animal en general es, creo, to­
talmente nueva, siendo con mucho la más importante
de las ¡deas nuevas que he dado al mundo».

Así pues, a fin de cuentas casi cualquier teoría acerca del


46 Stephen F. Masón

progreso humano podía deducirse del darvinismo, si bien


la interpretación que más influyó en Gran Bretaña y en
los demás sitios fue la que hizo hincapié en el elemento
competitivo de la sociedad humana.
Aparte de Gran Bretaña, el darvinismo se discutió más
amplia y fogosamente en Alemania. En Francia y en
América la teoría de la selección natural no encontró mu­
cho apoyo popular o científico. En general, al darvinis­
mo se enfrentaron inicialmente los científicos de la ma­
yoría de los países, y cuando en la década de 1880 apa­
recieron las teorías de la evolución, tendían a adoptar la
forma lamarckiana. En Francia, los seguidores de Cuvier,
Elie de Beaumont, 1798-1874, Milne-Edvards, 1800-85
y otros, se opusieron a la teoría de Darvin, cosa que tam­
bién hizo el fisiólogo Claude Bernard, 1813-78, y el mi­
crobiólogo Louis Pasteur, 1822-95. En América, Louis
Agassiz, 1807-73, profesor de geología en Harvard, era
muv contrario al darvinismo, mientras que el profesor
de botánica, Asa Grav, 1810-88, era amigo de Darvin y
aceptaba sus puntos de vista. Agassiz provenía de una fa­
milia de hugonotes franceses de Suiza, estudiando con va­
rios filósofos de la naturaleza en Alemania y con Cuvier
en París. Realizó algunos trabajos de importancia sobre
peces vivos y fósiles, así como sobre la acción geológica
de los glaciares. Consiguientemente era un hombre de
cierta influencia que ejercía en contra de los darvinistas,
sosteniendo que las especies eran de creación divina y fi­
jas para siempre, tal y como habían hecho otros protes­
tantes dedicados a la sistemática antes que él, especial­
mente Linneo y Cuvier.
No obstante, en la siguiente generación de científicos
hubo teóricos de la evolución, especialmente Brovn-Se-
quard, 1817-94, y Alfred Giard, 1846-1908, en Francia,
y Edvard Cope, 1840-97, en América, todos los cuales
se inclinaban por las teorías de Lamarck más bien que
por las de Darvin. Brovn-Sequard realizó algunos expe­
rimentos en los que dañaba el cerebro del cobaya, pro­
vocando la pérdida de sensibilidad en los dedos de las pa­
Historia de las ciencias, 4 47

tas y nubes en los ojos. El animal se arrancaba a mordis­


cos los dedos insensibles, por lo que Brown-Sequard pre­
tendía que las nubes oculares y la falta de dedos los he­
redaba la prole. Tales experimentos no fueron confirma­
dos, con lo que la creencia en la heredabilidad de las mu­
tilaciones se abandonó. Ciertamente, el propio Lamarck
había rechazado la idea de que fuese heredado este tipo
de caracteres. Brown-Sequard aceptó sólo la teoría ia-
marckiana de la herencia ae los caracteres adquiridos. En
América, también Cope aceptó la opinión lamarckiana de
que había una fuerza interna en cada organismo que ha­
cía que éste se desarrollase hacia formas superiores. Cope
no identificó esta fuerza con el calor y la electricidad, tal
y como Lamarck había hecho, sino que sostenía que se
trataba de una fuerza espiritual semejante a la actividad
de la mente humana. A este respecto, su teoría era un sis­
tema híbrido de lamarckismo francés y filosofía de la na­
turaleza alemana.
En Alemania la teoría darwinista despertó una consi­
derable controversia, en parte porque se oponía al punto
de vista de los filósofos de la naturaleza y en parte por­
que se vio metida en la política de la época. Los liberales
alemanes de mediados y finales del siglo diecinueve se ha­
llaban divididos entre sí, uno de los grupos promovien­
do la colaboración con los junkers para construir la uni­
dad nacional, y proponiendo el otro como objetivo pri­
mordial derribar a los junkers. Los que se oponían al dar-
winismo y algunos de los que lo defendían lo asociaron
con el segundo grupo, más radical, de liberales, mientras
que la filosofía ae la naturaleza en sus formas tardías más
materialistas y empíricas, tendían a asociarse con el pri­
mer grupo, por más que hubiese filósofos de la natura­
leza, darwinistas y científicos que tratasen de combinar
ambas teorías, manteniéndose alejados del conflicto.
Cuando en 1860 El origen de las especies llegó a Ale­
mania, su teoría se vio rechazada por la mayoría de los
científicos más viejos, quienes, hablando en general, se
hallaban bajo el influjo de la primera filosofía de la na­
48 Stephen F. Masón

turaleza. Entre ellos se hallaban los embriólogos von Bacr


y Kolliker, el zoólogo Leydig y el botánico Braun, si bien
el citólogo Schleiden estaba entre los primeros que acep­
taron la teoría darwinista. Los biólogos más jóvenes sen­
tían mayor simpatía por el darwinismo, e intentaban
combinar la teoría con las ciencias de la embriología, la
anatomía comparada y la teoría celular que se habían es­
tudiado ampliamente en Alemania bajo el influjo de la fi­
losofía de la naturaleza, aunque Darwin no les había pres­
tado mucha atención. La primera figura importante en
esta línea fue Cari Gegenbaur, 1826-1903, un profesor de
Jena, donde Oken había trabajado a principios de siglo.
Oken había concebido las diversas especies orgánicas
como modificaciones de unas pocas formas ideales a ar­
quetipos. Gegenbaur consideraba ahora estos arquetipos
ideales como tipos ancestrales reales: eran estadios de la
genealogía de fas especies, procedentes las unas de las
otras, y no estados del pensamiento del arquitecto de la
naturaleza. Se ocupaba especialmente de la evolución de
los huesos de la mano y del pie de los vertebrados, sos­
teniendo que procedían del sistema de aperturas bran­
quiales de los peces primitivos que habían evolucionado
Hacia las aletas de los peces superiores y hacia las extre­
midades de los animales terrestres. Pensaba que se había
dado un desarrollo semejante en el crecimiento embrio­
lógico de los animales terrestres superiores que pasan por
una fase en que presentan aperturas branquiales como los
peces.
El discípulo más destacado de Gegenbaur fue Ernst
Haeckel, 1834-1919, quien también tenía una cátedra en
Jena. Haeckcl pertenecía al grupo de los liberales radica­
les, siendo él sobre todo quien convirtió el darwinismo
en el arma del radicalismo filosófico en Alemania. Su
principal trabajo empírico en biología consistió en la in­
vestigación de los radiolarios, de los que describió unas
ciento cincuenta especies. Su obra, publicada en 1862, le
valió la cátedra de Jena. A continuación se entregó a la
difusión de una forma de darwinismo modificado en una
Historia de las ciencias, 4 49

serie de obras que tenían un estilo que iba de lo muy po­


pular a lo académico. Su primera obra importante fue la
Morfología general, publicada en 1866, en la que combi­
naba el darwinismo con elementos de las teorías de La-
marck y de los filósofos de la naturaleza, subrayando más
que Darwin la doctrina de la herencia de los caracteres
adquiridos bajo el influjo del medio y atribuyendo, como
los filósofos de la naturaleza, las variadas producciones
de la naturaleza a la operación de una única fuerza cós­
mica. Haeckel era un apasionado de la clasificación y,
como Schelling, Hegel y Oken, buscaba en todas partes
en la naturaleza divisiones triples. Todos los objetos pre­
sentaban tres atributos, materia, forma y energía. Así, es­
taba la ciencia de la química que trataba de la materia, la
morfología que trataba de las formas y la física que tra­
taba de la energía. Cada una de estas ciencias se podía
subdividir a su vez en tres ramas: la morfología, por ejem­
plo, podría subdividirse en el estudio de los animales, las
plantas y los protozoos, las criaturas unicelulares simples.
Decía que el objeto de la morfología era hallar explica­
ciones causales de las estructuras poseídas por los orga­
nismos que eran monistas, esto es, que eran verdaderas
de todos los grados de la naturaleza cubriendo tanto el
mundo orgánico como el inorgánico. Así pensaba que es­
trictamente se podían comparar los cristales de sales y las
células orgánicas por el modo en que crecían y por la
composición y simetría de sus formas, ya que ambos eran
producto de la misma materia y la misma fuerza cósmi­
ca. Tal punto de vista entrañaba que no había distinción
cualitativa entre los grados psicológico, biológico y físi­
co de la naturaleza, y que la naturaleza inorgánica debía
poseer al menos latentemente las cualidades de los orga­
nismos superiores y del propio hombre. Ciertamente,
Haeckel afirmaba que «N o se puede concebir materia al­
guna ni espíritu alguno sin materia». De este modo,
Haeckel terminó reintroduciendo en la biología el Espí­
ritu del Mundo de los primitivos filósofos de la natura­
leza, si bien él consideraba que dicho espíritu era la fuer­
50 Stcphcn I". Masón

za cósmica monista o la misma energía. «Todo átomo ha


de poseer un alma», escribió, «pues posee cierta energía».
Tal idea permitió a Haeckel explicar la herencia de los ca­
racteres adquiridos como algo debido simplemente a la
memoria de los átomos que forman la semilla de la des­
cendencia, doctrina por la que se habían inclinado otros
que también habían aceptado el lamarckismo, especial­
mente Herbert Spencer y, por supuesto, Erasmus Dar-
win.
Haeckel prosiguió el trabajo de Gegenbaur sobre la cla­
sificación de las especies orgánicas en una serie evolutiva,
levantando diferentes árboles genealógicos para ilustrar
las líneas de descendencia de diferentes géneros y espe­
cies. También asimiló la obra de los embriólogos alema­
nes al esquema darwinista, especialmente en su libro so­
bre La historia del hombre (1874). En esta obra Haeckel
revivió y amplió el principio biogenctico de Meckel, a sa­
ber, la idea ae que los organismos individuales pasan a lo
largo de su desarrollo embriológico por los principales es­
tadios de la evolución de su especie. Haeckel reunió mu­
cho material en apoyo del principio. El hombre, señala­
ba, comenzó la vida como un huevo unicelular, por lo
que el primer animal tiene que haber sido como los pro­
tozoos unicelulares. El huevo se desarrolló para formar
un grupo celular esférico, como el volvox, que tiene que
haber venido a continuación en la serie evolutiva. La es­
fera de células se invaginó luego para dar lugar a una es­
pecie de copa de doble pared, la gástrula, similar a la for­
ma adulta de las esponjas que, consiguientemente, venían
a continuación del volvox. La gástrula se alargó, forman­
do su interior los comienzos de la cavidad intestinal, de­
sarrollándose también una nueva capa celular, el meso-
dermo, entre la capa externa, el ectodermo, y la interna,
el endodermo. A continuación, estas tres capas dieron lu­
gar a los diversos órganos del cuerpo adulto, formando
el endodermo el tracto intestinal, el mesodermo los mús­
culos y el ectodermo el tejido conjuntivo y el sistema ner­
vioso. El principio biogenético que indica que el organis­
Historia de las ciencias, 4 51

mo individual recapitula la historia de su especie estimu­


ló la investigación embriológica, por más que ya no se
acepte en la forma en que lo expuso Haeckel. Tal reca­
pitulación, por ejemplo, no se ha observado en el mundo
vegetal. Con todo, Haeckel entre otros realizó un valio­
so servicio asimilando los trabajos alemanes en morfolo­
gía, embriología y teoría celular al sistema darwinista,
pues el propio Darwin sólo había tocado estos temas, ba­
sando sus puntos de vista principalmente en la distribu­
ción geológica de las especies extinguidas, así como en la
distribución geográfica de las vivas.
De todos los evolucionistas alemanes de importancia
durante el siglo diecinueve, quizá Haeckel fuese el que se
hallaba más próximo a las doctrinas originales de Dar­
win. La filosofía de la naturaleza era aún muy fuerte en
Alemania, llevando a otras teorías evolucionistas, una de
las cuales ejerció una influencia notable. Dicha teoría fue
propuesta por Cari Nageli, 1817-91, profesor de botáni­
ca en Friburgo, Zurich y Munich sucesivamente. Estudió
filosofía de la naturaleza con Oken y Hegel, y botánica
con Candolle en Ginebra. Aunque estuvo influido por el
darwinismo, Nageli nunca olvidó las doctrinas de sus pri­
meros maestros, sino que se limitó a darles una forma
más materialista. En 1884 publicó una obra titulada Una
teoría mecánico-fisiológica de la evolución, en la que ela­
boró ideas que ya había desarrollado y publicado antes
en 1844 y 1865. Nageli sostenía que la célula vegetal o ani­
mal no era la unidad fundamental de la vida orgánica,
dado que la célula presentaba una estructura que ya se ha­
llaba diferenciada. Las células se componían de unidades
menores que denominaba micelas, similares a cristales
inorgánicos. Así, no había diferencia real entre la materia
orgánica e inorgánica. Las micelas se unían mediante una
atracción física, formando células vivas en presencia de
agua.
De este modo, las criaturas vivas se generaban espon­
táneamente de continuo, desarrollándose en formas su­
periores en virtud de una fuerza perfectiva interna de ca­
52 Stephcn F. Masón

rácter mecánico. No obstante, no había transición real de


una especie a otra: los simios no eran en ningún sentido
parientes de los hombres. El hombre había aparecido ini­
cialmente como una simple criatura unicelular espontá­
neamente generada hace mucho tiempo. Los simios em­
pezaron del mismo modo un poco más tarde y los mo­
nos más tarde aún, mientras que los actuales protozoos
acaban de engendrarse espontáneamente. Los animales
3 ue hoy son monos terminarán por ser hombres algún
ía, aunque para entonces el hombre habrá progresado
todavía más. De este modo, Nageli expresó la opinión de
los filósofos de la naturaleza de que las especies orgáni­
cas poseen un origen común, y ninguna otra conexión
material que no sea esa. Todas las criaturas provienen de
micélulas, aunque su carácter habrá de juzgarse por el
grado de su desarrollo histórico interno a partir de su ori­
gen, y no por su semejanza externa con otros organismos.
Nageli era de la opinión de que Darwin no había ex­
plicado satisfactoriamente cómo podrían generarse los or­
ganismos superiores, con un conjunto ae características
más amplio y superior, a partir de criaturas inferiores.
Pensaba que no era suficiente una sucesión de pequeñas
variaciones favorables, siendo necesaria alguna fuerza rec­
tora interna al organismo para llevar a cabo cambios tan
notables. Nageli no concebía esta fuerza como un espí­
ritu vital, sino como una fuerza físico-química análoga a
la fuerza de inercia en la mecánica. Una bola continuará
rodando hasta chocar con un obstáculo, y de la misma
manera un organismo evolucionará hasta toparse con el
obstáculo de la selección natural que poda las formas que
no siguen la línea evolutiva predominante. Si no hubiese
lucha por la existencia, la fuerza autodiferenciadora in­
terna a los organismos produciría una enorme variedad
de formas, con lo que la tierra se sobrepoblaría; sin em­
bargo, merced al mecanismo de la selección natural, sólo
se conservan las formas viables. Nageli suponía que la
evolución no era un proceso gradual y continuo, sino que
la fuerza interna se movía siguiendo las categorías de la
Historia de las ciencias, 4 53

dialéctica hegeliana, dando saltos. Por consiguiente, la


evolución era discontinua, consistiendo en una serie de
mutaciones. De hecho, el botánico holandés Hugo de
Vries, 1848-1935, sacó de Nageli la idea de las mutacio­
nes biológicas a finales de siglo.
Nageli hizo otra sugerencia importante en otro aspec­
to de la investigación genética. Señaló que ambos proge­
nitores contribuían igualmente a la formación de la des­
cendencia, aunque el huevo femenino era invariablemen­
te mayor que el espermatozoide macho. Por consiguien­
te, sólo una parte del huevo podía ser la substancia que
determinaba la herencia, que él denominaba idioplasma.
Nageli sostenía que el idioplasma estaba compuesto por
micélulas unidas en cadenas, siendo el único determinan­
te de la forma adoptada por el organismo adulto. Así, la
evolución consistía principalmente en los cambios dis­
continuos producidos en el idioplasma por la operación
de la fuerza interna de cada organismo, mientras que la
selección natural apartaba las formas inviables. El herbo-
ricultor austríaco Gregor Mendel, 1822-84, halló que sus
investigaciones genéticas sobre guisantes apoyaban la teo­
ría particulista de la herencia de Nageli, por lo que le en­
vió sus resultados. No obstante, Nageli escribió que las
fórmulas de Mendel parecían «empíricas, más bien que
racionales», por lo que ignoró su trabajo. Aunque Nage­
li era más materialista que los filósofos de la naturaleza
primitivos, era casi tan especulativo como ellos. Preten­
día que su teoría era racional y alemana, mientras que el
darwinismo era sencillamente un ejemplo del empirismo
inglés.
La teoría de Nageli acerca de una substancia heredita­
ria o idioplasma, distinta de los tejidos corporales gene­
rales, fue tomada y desarrollada por August Weismann,
1834-1914, un profesor de zoología en Friburgo. En 1892
publicó un Ensayo sobre la herencia y cuestiones biológi­
cas emparentadas en el que estableció una distinción ta­
jante entre lo que denominaba germoplasma, responsa­
ble de la transmisión de los caracteres hereditarios, esto
54 Stephen F. Masón

es, el ¡dioplasma de Nageli, y el soma o plasma corporal.


Señalaba que las criaturas unicelulares simples se propa­
gaban asexualmente dividiéndose en dos, con lo que re­
sultaban inmortales, dejando de lado los accidentes. En
los animales superiores el cuerpo es mortal, siendo sólo
inmortal el germoplasma que pasa de una generación a
otra. En opinión de Weismann, el germoplasma era la
parte importante del organismo, pues determinaba la for­
ma y características del plasma corporal que servía para
alimentar al germoplasma, de manera que pudiese repro­
ducirse. No obstante, el propio cuerpo no tenía efecto al­
guno sobre el germoplasma, de manera que las caracte­
rísticas adquiridas por el cuerpo bajo el influjo del medio
no podían pasar a la descendencia. Weismann trató de de­
mostrar que así ocurría, cortando las colas de unas ratas
durante una serie de generaciones, mostrando que los
descendientes nacían siempre con cola. Interpretó este ex­
perimento como una refutación del punto de vista la-
marckiano, aunque el propio Lamarck había dicho que
las mutilaciones no se heredaban.
Weismann rechazó la teoría de Nageli de que las va­
riaciones de perfección creciente se produjesen en el ger­
moplasma en virtud de una fuerza vital interna al orga­
nismo. Pensaba que las variaciones se producían por la
unión de dos germoplasmas diferentes, uno procedente
de la madre y otro del padre. La descendencia no podía
tener el doble de germoplasma que cualquiera de sus pa­
dres, de manera que sugirió ya en 1887 que el germoplas­
ma de cada uno de los padres se divide en dos partes cuan­
do se forma el huevo o el espermatozoide. Así, la unión
de un óvulo y un espermatozoide confiere a la descen­
dencia tanto germoplasma como el que tenía cada uno de
los progenitores por cada lado. Esta predicción de los fe­
nómenos de la meiosis se hizo unos cuantos años antes
de que se rastrease plenamente de manera empírica me­
diante la investigación microscópica. Weismann sugirió
también que el germoplasma estaba contenido en los cro­
mosomas filiformes de los núcleos de las células sexua­
Historia de las ciencias, 4 55

les, componiéndose el germoplasma de unidades que lla­


mó determinantes, cada una de las cuales dirigía una ca­
racterística particular del organismo. Esta propuesta se
hizo también algunos años antes de que hubiese muchas
pruebas de que los cromosomas eran de hecho los por­
tadores de las cualidades hereditarias.
Las opiniones de Weismann recibieron la cerrada opo­
sición de los neolamarckianos, especialmente Herber
Spencer en Inglaterra, quien sostenía que las diversas
combinaciones de los germoplasmas macho y hembra no
darían lugar a variaciones importantes en la descenden­
cia, concretamente, a variaciones cualitativamente nuevas.
En opinión de Spencer, tales variaciones sólo se podrían
producir por mecanismos lamarckianos de la herencia de
caracteres nuevos, adquiridos bajo el influjo de cambios
ambientales. Como hemos visto, Spencer pertenecía al
período Victoriano medio con su firme creencia en el pro­
greso. Weismann pertenecía a un período posterior y a
otro país en el que dicha creencia no era tan acusada. La
importancia fundamental de su teoría de «la continuidad
del germoplasma» residía en el mantenimiento de las ca­
racterísticas ya poseídas por los organismos y no en el
origen de nuevas variaciones favorables que eran las que
interesaban a Spencer.

«Lo peor de todo», escribía Weismann, «es que difí­


cilmente hay un caso en que podamos decir si deter­
minada desviación es útil o no. No hay perspectivas
de que alguna vez vayamos a poder ser capaces de ha­
cerlo.»

Las teorías de Weismann se aceptaron ampliamente en


Alemania, incluso antes de que gozaran de un gran apo­
yo empírico, hecho que algunos autores atribuyen a la
concordancia entre las opiniones de Weismann y las teo­
rías raciales populares en Alemania. Resumiendo el desa­
rrollo del siglo diecinueve, el biólogo Patrick Geddes,
1854-1932, observaba en su libro sobre La evolución, que
56 Stephen F. Masón

escribió con otro biólogo, Arthur Thomson, 1861-1933,


que las principales teorías sobre la evolución biológica pa­
recían formar parte de las «transformaciones sociales» ge­
nerales «de la época»:

«La generación que llevó a cabo la revolución políti­


ca en Francia», escribió, «y la que llevó a término la
revolución industrial en Inglaterra se han expresado
de este modo a través de Lamarck y de Darwin con
una claridad mayor de la que cualquiera de esos pen­
sadores pudiera haber soñado o de la que cualquiera
de sus respectivos exponentes y discípulos han llega­
do a constatar... Las interpretaciones lamarekianas de
los efectos del uso y desuso, su firme insistencia en
la libertad interior de los organismos para realizar sus
íntimas capacidades no son sino el nuevo paso en el
progreso social mediante el abandono de los gastados
órdenes sociales, abriéndose la libertad ante otros
nuevos. “La carriére ouverte aux talents” es puro la-
marekismo, así como también lo es la espléndida con­
fianza de la época napoleónica de que “cada soldado
francés lleva un bastón de general en su mochila”. Sin
embargo, el punto de vista empresarial más frío, tan
característico del pensamiento inglés, prevaleció so­
bre esas exageraciones políticas y militares, levantán­
dose los ideales de la eficiencia mecánica y del éxito
individual y financiero sobre las ruinas de las aspira­
ciones liberales y las conquistas imperiales, tal y como
tantas veces ha sucedido... “La competencia es la vida
del comercio”; ¿mas por qué no también el comercio
de la vida? Sin embargo, con toda esta frescura y vi­
gor de la aplicación económica, ha prevalecido en la
mayoría, y sigue predominando, un ingenuo olvido
de los orígenes sociales de los descubrimientos de es­
tos naturalistas. De manera similar ocurre en la época
neodarwinista. Con todo el respeto por Weismann,
de cuya obra uno de nosotros ha sido repetidamente
traductor y editor, el otro se aventura a insistir en una
de las poquísimas críticas que ese pensador de am­
plias y nobles miras no parece haber tenido nunca en
cuenta: el sorprendente paralelismo de su propia teo­
Historia de las ciencias, 4 57

ría del germoplasma con el pensamiento de la Alema­


nia contemporánea; con las victorias y hegemonía de
Prusia y también con las renovadas pretensiones de
su aristocracia; y sobre todo, con sus doctrinas com­
binadas, antropológicas y políticas, sobre la raza. El
paso intermedio entre este mundo prusiano domina­
dor, volcado en la acción, y los antepasados de Weis-
mann en la biología especulativa queda indicado por
la ampliamente difundida doctrina del Conde Gobi-
neau, consciente y confesadamente biosocial. Todos
estos movimientos han encontrado ahora una expre­
sión elocuente, aunque escasamente científica, en
Houston Stewart Chamberlain, cuya moda contem­
poránea en Alemania es merecida y queda explicada.»

El conde Gobineau fue un francés que publicó un En­


sayo sobre la desigualdad de las razas humanas en 1853.
Houston Stewart Chamberlain era un inglés, aunque se
crió en Alemania y escribió en alemán Los principios del
siglo diecinueve, publicado en 1899. Estos personajes eran
de la opinión de que las diversas razas humanas eran ti­
pos fijos que diferían ampliamente los unos de los otros.
Creían que las razas arias eran superiores y que eran ellas
solas las que habían construido la sociedad civilizada,
siendo por tanto los gobernantes naturales del resto de la
humanidad. El cruzamiento de los arios con razas infe­
riores, sostenían, llevaría a la degeneración de la especie
humana. Se creía que tales opiniones eran apoyadas por
las teorías de Weismann, ya que los rasgos distintivos de
cada una de las razas residían, según se creía, y se perpe­
tuaban a sí mismas en el germoplasma inmortal de sus
miembros. Además, Weismann subrayaba el elemento
competitivo de la teoría darwinista —«la omnipotencia
de la selección natural», como él decía— que parecía jus­
tificar el dominio de las naciones y razas fuertes sobre las
más débiles como un caso particular de la supervivencia
del más apto. En las doctrinas de Weismann se hacía poco
hincapié en la evolución y el progreso: sostenía que una
especie degeneraría a menos que la selección natural eli­
58 Stephcn F. Masón

minase continuamente las combinaciones débiles de los


germoplasmas paternos. En la última década del siglo die­
cinueve la creencia en el progreso empezó a desvanecerse
generalizadamente, con lo que el antiguo aforismo de} ge­
neral Pitt-Rivers de que «la historia es evolución y la cien­
cia sentido común organizado» se miró con el escepticis­
mo con que lo vemos hoy. Darwin no se había adentra­
do plenamente en el terreno del pensamiento de su ge­
neración y, entre otras cosas, había señalado que los pa­
rásitos y las criaturas degeneradas eran tan producto de
la evolución como los animales superiores: estaban per­
fectamente adaptados a sus medios un unto restringidos.
Esa ¡dea se subrayó ahora. En Inglaterra, Ray Lankester
publicó un ensayo sobre La degeneración, un capítulo del
darwinismo, en 1890, mientras que desde Holanda llegó
la obra Parasitismo orgánico y social de Vandervelde, en
1895, y La evolución por atrofia en biología y sociología
por Demoor y otros, en 1894.
Los orígenes sociales de las teorías científicas son his­
tóricamente de considerable interés e importancia, mas el
valor de una teoría científica como u l depende de su co­
rrespondencia con el conocimiento empírico. Es un indi­
cio de la importancia de Lamarck que usase las ideas de
los psicólogos y sociólogos franceses del siglo dieciocho
para algún fin: llenó las analogías formales entre el mun­
do humano y animal con un contenido empírico real. El
significado de las teorías especulativas de Nageli y Weis-
mann reside en el hecho de que algunas de sus ideas han
suministrado el marco intelectual de la ciencia de la ge­
nética. El genio de Darwin lo llevó a interpretar un cú­
mulo de hechos mucho más amplio que los accesibles a
Lamarck en términos del pensamiento ordinario inglés de
sus días, o más específicamente las ideas de Malthus, tras­
cendiendo en cierto grado las ideas limitadas de su épo­
ca. Al hacerlo así, Darwin produjo una teoría de valor
más fundamental; una teoría capaz de asimilar los traba­
jos desarrollados en otros países y los descubrimientos
que iban a producirse en tiempos posteriores.
Capítulo 3
Las instituciones científicas en Francia
y Gran Bretaña durante el siglo diecinueve

Durante el siglo dieciocho, los filósofos naturales de


Francia y Gran Bretaña fueron los más importantes del
mundo científico. Como hemos visto, sus actividades fue­
ron complementarias, inclinándose los franceses hacia la
interpretación teórica de la naturaleza y los ingleses, ha­
cia la investigación empírica. Tal división metodológica
de la ciencia de ambos países se disipó en gran medida du­
rante el siglo diecinueve, si bien pervivieron algunas dé­
biles trazas. En las primeras décadas del siglo diecinueve,
los franceses estaban a la cabeza del mundo de la ciencia,
pero no mantuvieron su impulso y para la década de los
cincuenta y los sesenta los británicos se hallaban de nue­
vo a la cabeza. Con todo, la primacía británica no duró
mucho, pues para finales de siglo Alemania había supe­
rado a Inglaterra y a Francia por lo que a la ciencia se re­
fiere.
El cambio de carácter de la ciencia francesa y su rápi­
do desarrollo a finales del siglo dieciocho tuvo mueno
que ver con los acontecimientos de la revolución france­
sa. Los científicos franceses hallaron sus actividades diri­

59
60 Stephen F. Masón

gidas a fines prácticos, lo que parece haberles conferido


más gusto por la experimentación del que antes tenían, a
la vez que se creaban instituciones científicas que forma­
ban a los talentos científicos que iban a ponerse a la ca­
beza de la ciencia durante los primeros años del siglo die­
cinueve. El primer problema práctico que plantearon los
revolucionarios a los científicos franceses fue el de la nor­
malización de los pesos y medidas en todo el país. A lo
largo del siglo dieciocho, en Francia los pesos y medidas
variaban mucho de región a región. Por ejemplo, el me­
tro que en París medía 100 centímetros, medía 98 cm en
Marsella, 102 cm en Lille y 96 cm en Burdeos. A peti­
ción de Tallyrand, la Academia de Ciencias de París es­
tableció en 1790 un comité compuesto por Laplace, La-
grange, Lavoisier, Monge y otros para considerar el pro­
blema. Al año siguiente, el comité envió un informe a la
Asamblea Constituyente proponiendo que el metro fue­
se una norma natural, a saber, la diezmillonésima parte
de un cuadrante de la circunferencia terrestre, así como
el gramo debía ser el peso de un centímetro cúbico de
agua a 4"C. La Asamblea formó la Comisión General de
Pesos y medidas para llevar adelante estas propuestas, en
orden a «poner fin a la asombrosa y escandalosa diversi­
dad de nuestras medidas». El astrónomo Delambre,
1749-1822, y Mechian, 1744-1804, triangularon la distan­
cia entre Dunquerque y Barcelona para medir el cuadran­
te de la circunferencia terrestre, completándose las nue­
vas medidas en 1799. Todos los países fueron invitados a
adoptar el sistema y todos los del continente terminaron
por hacerlo.
Con la caída de los girondinos y la subida al poder de
los jacobinos en 1793, la revolución francesa adoptó un
tono más radical, cerrándose muchas de las viejas insti­
tuciones, incluyendo la sociedad científica principal, la
Academia de Ciencias de París. Además, los científicos
asociados con el artcien régime o los girondinos fueron
ejecutados, como le ocurrió a Lavoisier que había dirigi­
do la Ferme Génerale, y al astrónomo Bailly quien en su
Historia de las ciencias, 4 61

calidad de alcalde de París se había opuesto a los jacobi­


nos. Se pusieron manos a la obra para arrestar al secre­
tario de la Academia de Ciencias, Condorcet, que se ha­
bía opuesto a la ejecución del rey y a otras medidas, pero
se anticipó a sus captores suicidándose. Coffinhall, el vi­
cepresidente del tribunal que juzgó a Lavoisier, declaró
que «La República no necesita sabios», mientras que Du-
rand de Maillane, otro jurista, estimaba que Francia «ya
tenía demasiados estudiosos». Tal actitud hacia la ciencia
era ya poco realista siglo y medio antes, pues como es­
cribió Maury, el historiador de la Academia de Ciencias,
en 1864:

«Faltaba de todo para la defensa del país, pólvora, ca­


ñones y provisiones. El arsenal se hallaba vacío, ya
no se importaba acero del exterior y no llegaba sali­
tre de la India. Eran precisamente las personas cuyo
trabajo se había proscrito las que podrían dar a Fran­
cia lo que precisaba.»

Consiguientemente, la Convención convocó a los cien­


tíficos para satisfacer estas necesidades técnicas, fundan­
do instituciones para formar más científicos. Gaspard
Monge, 1746-1818, que había desarrollado la geometría
descriptiva que trata acerca de los métodos de represen­
tar sólidos en papel, investigó la fundición y perforación
de cañones, siendo nombrado ministro de la marina. Su
amigo, Lazare Carnot, 1753-1823, otro matemático, fue
nombrado ministro de la guerra, en calidad de lo cual sus
servicios le valieron el título de «Organizador de la Vic­
toria». F.l químico Fourcroy, 1755-1809, prosiguió las in­
vestigaciones que había realizado Lavoisier, en conexión
con su puesto de director de las manufacturas de pólvo­
ra, sobre la extracción de salitre del estiércol. Bertnollct,
1748-1822, que había dirigido la industria estatal de te­
ñido, experimentó con clorato sódico, un producto quí­
mico que había descubierto, como alternativa al salitre, y
junto con Morveau, 1737-1816, otro químico, descubrió
62 Stcphcn F. Masón

un método para fabricar salitre sintético mediante la oxi­


dación del amoníaco.
Tales contribuciones demostraban que la ciencia po­
dría resolver los problemas técnicos de la época, y para
hacer progresar a las ciencias se reformaron fas viejas ins­
tituciones, creándose otras nuevas. Se abrieron de nuevo
los Jardines del Rey en 1794 como Museo de Historia
Natural, transformándose los puestos jerárquicos de la
vieja institución en nueve cátedras de igual condición. En
1795 la Academia de Ciencias se reconstituyó como una
de las tres secciones del Instituto de Francia, cubriendo

E l Jardín del Rey en París

las otras secciones la literatura y las ciencias morales y po­


líticas. La vieja Academia de Ciencias había contado con
doce miembros honorarios elegidos entre la nobleza, que
eran los únicos que podían llegar a ser presidentes o vi-
Historia de las ciencias, 4 63

cepresldentes de la Academia, y dieciocho pensionados


que, junto con los miembros honorarios, regían las elec­
ciones de la sociedad y sus asuntos; venían luego doce
asociados y doce adjuntos, junto con algunos asociados
libres, otros jubilados y miembros extranjeros que tenían
derechos y deberes muy diversos. La sección científica
del Instituto de Francia constaba de unos sesenta miem­
bros que, como los miembros de la Sociedad Real, tenían
voz y voto en los asuntos de su organización. No obs­
tante, a la manera de los miembros de la vieja Academia
de Ciencias, seguían siendo funcionarios pagados por el
estado.
La Convención Nacional estableció diversas escuelas
militares y médicas en 1794, así como el Conservatorio
de Artes y Oficios que era una escuela técnica y un mu­
seo. Al mismo tiempo fundaron la Escuela Politécnica y
la Escuela Normal Superior, que fueron instituciones im­
portantes dedicadas a la investigación y a la educación
científicas en Francia a lo largo de todo el siglo diecinue­
ve. La Superior se cerró tras cuatro meses y no fue im­
portante nasta 1808, cuando Napoleón la abrió de nue­
vo. Sin embargo, la Politécnica floreció desde el primer
momento. Se abrió en 1794 con cuatrocientos alumnos y
un claustro compuesto por los más destacados científicos
de la época. Laplace y Lagrange enseñaban física mate­
mática, Monge enseñaba geometría y Berthollet, quími­
ca. Entre sus discípulos y sucesores se encontraban los fí­
sicos Malus, Arago, Poncelet, Poisson, Cauchy, Sadi Car-
not y los químicos Gay-Lussac, Thenard, Vauquelin, Du-
long y Petit. Bajo Napoleón se fundaron otras varias es­
cuelas militares, médicas y técnicas por obra del químico
Fourcroy que fue nombrado ministro de instrucción pú­
blica, aunque eran de importancia menor. El propio Na­
poleón promovía los aspectos prácticos de la ciencia ofre­
ciendo premios por descubrimientos útiles. También de­
sanimaba a los pensadores especulativos que proseguían
la tradición de los primeros filósofos materialistas, como
el psicólogo Cabanis, cerrando para ello en 1803 la sec­
64 Stephen F. Masón

ción del Instituto de Francia dedicada al estudio de las


ciencias morales y políticas que era su baluarte. Oe este
modo, la ciencia francesa hízose más práctica y experi­
mental durante el período napoleónico, a la vez que pro­
gresaban las técnicas de la industria francesa.
Con la restauración de los borbones en 1814 surgió un
movimiento marcadamente anticientífico en los círculos
oficiales y de moda de Francia. £1 movimiento se oponía
particularmente a la tradición materialista y matemática
de la ciencia francesa, y la Escuela Politécnica, notable
por sus físicos matemáticos, habiendo conseguido algo
así como una reputación revolucionaría, se clausuró en
1815. La Sra. de Staél y Chateaubriand proclamaron su
desagrado hacia «toda esa partida de matemáticos». «Las
matemáticas eran las cadenas del pensamiento humano»,
escribió Lamartine; «respiro y se rompen». La filosofía
de la naturaleza idealista y romántica alemana consiguió
cierta popularidad, aunque no ejerció gran influencia so­
bre la ciencia francesa, exceptuando quizá la biología. La
Politécnica y sus físicos matemáticos florecieron a lo lar­
go de todo el período de la restauración, prosiguiendo su
tradición en la Francia del siglo diecinueve.
Las instituciones científicas fundadas por la Conven­
ción Nacional en 1794 tuvieron como efecto concentrar
la actividad científica de Francia en la capital, en las es­
cuelas de París. Durante el siglo dieciocho se habían dado
florecientes academias científicas en provincias, mas a lo
largo del siglo diecinueve la Politécnica y la Superior se
convirtieron en la Meca de los jóvenes científicos france­
ses de las provincias y de la metrópoli. De este modo, las
provincias vieron empobrecidos sus talentos científicos,
realizándose esfuerzos para descentralizar la concentra­
ción de ciencia de París, especialmente mediante la fun­
dación de la Asociación Francesa para el Progreso de la
Ciencia, en 1870. Por otro lado, en Gran Bretaña, el de­
sarrollo de la actividad científica de las provincias tornó­
se más y más acusada, hallando expresión en el desarro­
llo de las sociedades literarias y filosóficas provinciales en
Historia de las ciencias, 4 65

el siglo diecinueve. Como hemos visto, la primera de es­


tas sociedades inglesas permanentes fue la Sociedad Lite­
raria y Filosófica de Manchester, cuyas reuniones están
registradas desde el año 1781. El siguiente periodo de la
Revolución Francesa y las guerras Napoleónicas trajeron
tiempos turbulentos, asistiendo a la disolución de la So­
ciedad Lunar de Birmingham. Sin embargo, en 1812 se
fundó la Sociedad Literaria y filosófica de Liverpool, es­
tableciéndose otra en Leeds el año 1818. Cuatro años más
tarde se formó otra sociedad en Sheffield, naciendo al
mismo tiempo la grande e importante Sociedad Filosófi­
ca de Yorkshire que abarcaba todo el país. A partir de
ese momento empezaron a crearse sociedades literarias y
científicas provinciales al ritmo de cinco, diez, quince e
incluso veinte por década, de modo que para finales de
siglo se había fundado más de un centenar de dichas so­
ciedades, y cada ciudad importante poseía su propia ins­
titución científica. La mayor parte de dichas sociedades
eran asociaciones de aficionados, industriales y profesio­
nales inclinados hacia el progreso del conocimiento y las
aplicaciones de la ciencia y, más en general, a promover
la economía y la cultura de su región.
La cuantía de los miembros de las sociedades provin­
ciales oscilaba aproximadamente entre un centenar y qui­
nientas personas, un volumen comparable al de la Socie­
dad Real durante los siglos diecisiete y dieciocho, cuan­
do acogía a la mayoría de los ingleses interesados por la
ciencia y a otros muchos. Por tanto podemos decir que
el número de ingleses activamente interesados por la cien­
cia aumentó al menos cien veces durante el siglo dieci­
nueve. Estaban también las sociedades nacionales de es-
Í>ecialistas, como la Sociedad Linneana, fundada en 1788,
a Sociedad Geológica (1807) y la Sociedad Química
(1840), que quizá se solapasen por lo que atañe a sus
miembros con las sociedades científicas generales. Los en­
cargados de la Sociedad Real torcían el gesto ante la for­
mación de estas nuevas asociaciones, y cuando se discu­
tía la fundación de una Sociedad Química metropolitana
66 Stephcn F. Masón

en 1806, la sugerencia no fue recibida con entusiasmo por


el Presidente de la Sociedad Real, Sir ]oseph Banks, de
quien se dice que habría señalado: «Veo claramente que
todas estas asociaciones de moda terminarán por desman­
telar la Sociedad Real sin que dejen a la vieja dama ni un
trapo con que cubrirse.»
No faltaban en Gran Bretaña las asociaciones de cien­
tíficos aficionados, pero parece haberse dado una insufi­
ciencia de recursos para formar científicos en Inglaterra
durante la primera mitad del siglo diecinueve. Durante el
siglo dieciocho las academias Inconformistas habían pres­
tado un valioso servicio a este respecto, mas en el dieci­
nueve tornáronse en general estrechamente teológicas en
la formación que ofrecían. Hubo que esperar a la década
de 1850 para que Oxford y Cambridge se reformasen en
virtud de una ley del Parlamento subsiguientemente a las
Comisiones Reales de 1850-51, siendo también entonces
cuando aparecieron importantes universidades provincia­
les, apadrinadas frecuentemente por la Sociedad Filosó­
fica y Literaria de su zona. En la primera mitad del siglo
diecinueve se fundaron facultades en Londres (1826 y
1828) y Durham (1832), mas da la impresión de que los
Institutos de Mecánica constituyeron en Inglaterra los es­
tablecimientos más importantes a la hora ae suministrar
una educación científica durante este período. En Esco­
cia las universidades eran fundaciones más recientes con
tradiciones más modernas, enseñándose y desarrollándo­
se la ciencia en Glasgow y Edimburgo en una época tem­
prana, especialmente por obra de Joseph Black y sus dis­
cípulos, a partir de los años de la década de 1760. El pri­
mer laboratorio químico para la enseñanza práctica se es­
tableció en Glasgow en 1817 por obra de Tnomas Thom­
son, el profesor de química, mientras que el primer labo­
ratorio para la enseñanza de la física lo fundó William
Thomson, luego Lord Kelvin, cuando fue nombrado pro­
fesor de filosofía natural en Glasgow en 1846. De hecho
fue Kelvin quien dio forma a la moderna estructura de la
enseñanza ae la ciencia, introduciendo el trabajo experi-
Historia de las ciencias, 4 67

mental como parte integrante de la formación del cientí­


fico. Los Institutos de mecánica también se originaron en
Escocia. John Anderson, profesor de filosofía natural en
Glasgow, dio clases sobre temas científicos a los artesa­
nos a partir aproximadamente de 1760, legando su patri­
monio para la fundación de un instituto dedicado a la en­
señanza de las ciencias a su muerte en 1796. El Dr. Geor-
ge Birkbeck fue profesor de física en la institución de An­
derson en Glasgow hasta 1804, momento en que se tras­
ladó a Londres, dando allí cursos de conferencias cientí­
ficas que llevaron a la fundación del Instituto de Mecá­
nica de Londres en 1823. En ese mismo año el Instituto
de Mecánica de Glasgow se formó a base de unos cuan­
tos profesores que procedían de la universidad. Luego,
en 1825, se fundó un Instituto de Mecánica en Birming-
ham, surgiendo enseguida otros en la mayoría de las gran­
des ciudades del país, de manera que para 1850 había seis­
cientas de esas organizaciones que reunían más de cien
mil personas. La mayoría de estos Institutos poseían un
nivel educativo bastante elevado, y ciertamente se dice de
ellos que estaban «muy por delante de las universidades
de Oxford y Cambridge por lo que respecta a las cien­
cias físicas» en aquellos momentos. El Instituto de Lon­
dres terminó por conseguir la condición universitaria
como Birkbeck College, pero la mayoría de ellos se trans­
formaron o fueron sustituidos por las escuelas técnicas.
En 1794 los franceses habían fundado un instituto de
mecánica a gran escala al establecer el Conservatorio de
Artes y Oficios, institución que alcanzó la reputación de
ser la «Sorbona industrial». El conde Rumford conside­
raba que dicha institución merecía ser imitada. El Conde
era un científico y militar americano que había emigrado
a Inglaterra tras la guerra de la Independencia americana.
Formó una «Sociedad para Fomentar la Industria y Pro­
mover el Bienestar de los Pobres», y en 1799 sometió al
comité de dicha Sociedad la propuesta de establecer una
«Institución Pública para la difusión del conocimiento y
facilitar la introducción general de inventos y adelantos
68 Stephen F. Masón

mecánicos útiles, así como para enseñar mediante cursos


de conferencias filosóficas y experimentos la aplicación
de la ciencia a los fines comunes de la vida». Se hicieron
subscripciones y en 1800 se estableció en Londres la Ins­
titución Real de Gran Bretaña. En 1801 fue nombrado
lector de química el aprendiz de farmacéutico de Cor-
nualles, Humphry Davy, quien llevó a cabo allí sus cé­
lebres investigaciones electro-auímicas. Frente a lo que
ocurría con el Conservatorio de Artes y Oficios de Pa­
rís, la Institución Real dependía de donaciones privadas
para sostenerse, y las primeras de ellas no fluían con fa­
cilidad. No obstante, Davy programó sus conferencias
para agradar a mecenas ricos y llevó a cabo investigacio­
nes para cuerpos influyentes, de manera que la Institu­
ción Real terminó autofinanciándose. Dio conferencias e
hizo investigaciones sobre química agrícola entre 1802 y
1812 a petición de Arthur Young, el Secretario del Con­
sejo de Agricultura que se fundó en 1793 para hacer fren­
te a la escasez de importación de alimentos derivada de
la Revolución Francesa. En 1816, Davy inventó la lám­
para minera de seguridad a petición de la Sociedad para
el Estudio y Prevención de Explosiones Mineras. Así
cambió el carácter de la Institución Real. No era el Ins­
tituto de Mecánica que había planeado Rumford, sino un
instituto de investigación profesional que ofrecía confe­
rencias con un carácter más popular que educativo. Rum­
ford deseaba completar su plan original, pero sus puntos
de vista no fueron compartidos por los otros fundadores
y, tras diversas disputas, Rumford abandonó Inglaterra y
pasó el resto de sus días en Francia.
La Institución Real constituyó una notable contribu­
ción a los recursos científicos de Inglaterra; pero era pe­
queña, ya que sólo trabajaban en ella dos científicos y sus
asistentes durante las tres primeras décadas de su existen­
cia. Mientras tanto, la ciencia se estaba volviendo más
compleja y más difícil de comprender para los intelectos
sin formación, a la vez que la investigación experimental
estaba empezando a requerir aparatos costosos. Asimis­
Historia de las ciencias, 4 69

mo, la ciencia estaba interpenetrándose cada vez más ín­


timamente con el proceso de avance industrial, de mane­
ra que empezó a nacerse notar la necesidad de más re­
cursos de enseñanza e investigación en las ciencias. Los
escoceses, como en otros asuntos relativos a las ciencias,
fueron los primeros en llamar la atención sobre el pro­
blema. John Playfair, el profesor de filosofía natural en
Edimburgo, señalaba en una recensión de la Mecánica ce­
leste de Laplace, escrita en 1808, que apenas había una do­
cena de personas de Gran Bretaña lo bastante competen­
tes en matemáticas como para leer tan sólo la obra de La-
place. Señalaba que casi nadie en Gran Bretaña había con­
tribuido al progreso de la teoría astronómica durante los
anteriores sesenta o setenta años, estando el campo casi
monopolizado por los franceses.

«Nada impedía a los matemáticos ingleses», escribía,


«dedicarse al problema de la teoría lunar en la que es­
tán profundamente implicados los intereses de la na­
vegación, excepto la conciencia de que en conoci­
mientos de geometría superior no se hallaban en pie
de igualdad con sus hermanos del continente.»

Las matemáticas que se enseñaban en Gran Bretaña du­


rante los primeros años del siglo diecinueve no iban mu­
cho más allá del nivel que se podía encontrar en época de
Newton. Por lo que respecta al cálculo, adoptaban la no­
tación un tanto engorrosa de Newton, siendo en gran me­
dida desestimados el simbolismo más elegante introduci­
do por Leibniz y los progresos realizados por los fran­
ceses. Se inició un movimiento tendente a remediar tal si­
tuación con la formación de la Sociedad Analítica, un club
de estudiantes de Cambridge organizado por John Hers-
chel, Charles Babbagc y otros, con el objeto de introdu­
cir en Inglaterra las matemáticas continentales. Babbage
propuso considerar al club una «Sociedad para la promo­
ción de los principios de un puro d-ismo (siendo a el sím­
bolo empleado por Leibniz), frente al punteado (siendo
70 Stephen F. Masón

un punto el símbolo de Newton)». Una vez que estas per­


sonas se licenciaron, desarrollaron aún más el campo.
John Herschel fue uno de los primeros que criticaron el
estado de la ciencia en su conjunto en Inglaterra, siendo
secundado por Humphry Davy que inició un libro sobre
el tema, muriendo en 1828 antes de poder terminarlo. No
obstante, sus puntos de vista, así como los de Herschel,
se dieron a conocer, siendo proseguidos por Charles Bab-
bage, que era ya profesor de matemáticas en Cambridge,
en sus Reflexiones sobre la decadencia de la ciencia en In­
glaterra, publicadas en 1830. Babbage pensaba que la raíz
del problema residía en que la investigación científica in­
glesa era aún en gran medida una actividad de aficiona­
dos que no estaba apoyada por el Estado ni profesiona­
lizada. «La práctica de la ciencia», escribía, «no consti­
tuye en Inglaterra una profesión autónoma, como ocurre
en otros países», pues «en Inglaterra la profesión de las
leyes es la que parece presentar más atractivos a las per­
sonas de talento», de manera que «mediante una aplica­
ción equivocada y destructora del talento, cambiamos un
filósofo profundo por un abogado pasable». Considera­
ba que la vieja tradición de los aficionados era inadecua­
da porque las matemáticas ahora «exigen una atención tan
abrumadora que sólo las pueden practicar quienes disfru­
tan de un ocio ininterrumpido por otras ocupaciones».
Babbage propugnaba una asociación de personas intere­
sadas para promover la ciencia en Gran Bretaña, pidien­
do lase cartas en el asunto.
armó un buen revuelo, siendo
bienvenido por los críticos escoceses del estado de la cien­
cia en Gran Bretaña. El tema se discutió en varios artí­
culos enviados al Edinburgh Journal o f Science en 1830.
Se pedía la reforma de la universidad porque, como se in­
dicaba, de los diecinueve británicos que eran miembros
extranjeros del Instituto de Francia, ni uno de ellos si­
quiera ocupaba un puesto en la universidad. Se indicaba
aue el Ministerio del Interior francés gastaba cerca de mi­
llón y medio de francos al año para el mantenimiento de
Historia de las ciencias, 4 71

los establecimientos científicos y literarios, mientras que


el Gobierno británico no gastaba nada, llegando incluso
a suspender algunas pequeñas pensiones a científicos que
antes se concedían. Se urgía al Gobierno sobre este pun­
to, y el editor del Journal, David Brewster, un científico
aficionado, luego vicecanciller de la universidad de Edim­
burgo, reiteró la llamada a las personas interesadas en
promover la ciencia británica.
El secretario de gobernación, Sir Robert Peel, se sintió
un tanto embarazado por estos ataques, y en una reunión
celebrada en Birmingham para erigir un monumento a Ja­
mes Watt negó que la ciencia decayese en Inglaterra y
que el Gobierno fuese indiferente a los avatares ae la cien­
cia en el país. Se estaba disponiendo, dijo, que la Corona
otorgase becas de investigación a los científicos aficiona­
dos para ayudarlos a costear sus experimentos. Ya se ha­
bía dado una asignación de 300 £ al astrónomo Sir James
South para «que el país cargase con una parte de los enor­
mes gastos a los que había tenido que hacer frente Sir Ja­
mes para desarrollar sus investigaciones*, y de este modo
«exonerar al país de la acusación de total indiferencia por
los temas científicos».
No obstante, estaba claro que tales asignaciones sólo
rozaban el problema, no siendo una contribución muy
significativa a la ciencia británica. Consiguientemente se
dieron algunos pasos para formar una organización que
uniese a los científicos de todo el país y promocionase la
ciencia británica. El motor principal fue David Brewster,
quien en 1831 persuadió al Consejo de la Sociedad Filo­
sófica de Yorkshire, una de las mayores y más importan­
tes sociedades científicas provinciales, para que convoca­
se una reunión nacional de «Amigos de la Ciencia». La
reunión celebróse en York el mes de septiembre de 1831,
fundándose allí la Asociación Británica para el Avance de
la Ciencia. Los objetivos de la Asociación, en palabras de
su primer secretario, Vernon Harcourt, un químico y ca­
nónigo de York, eran:
72 Stephen F. Masón

«dar mayor impulso y una dirección más sistemática


a la investigación científica, a fin de obtener un ma­
yor grado de atención nacional hacia los objetivos de
la ciencia y eliminar aquellas cortapisas que impiden
su progreso, promoviendo el intercambio mutuo de
los cultivadores de la ciencia unos con otros y con los
filósofos extranjeros».

La idea de la Asociación se había originado en parte en


un congreso nacional de científicos alemanes, fundado
por el filósofo de la naturaleza Lorenz Oken en 1822,
que se reunía anualmente en diferentes ciudades de los es­
tados de lengua alemana a fin de discutir los progresos
científicos del año. Babbage había asistido a la reunión
de Berlín de 1828, siendo allí donde había concebido la
idea de la Asociación Británica. Otros fundadores pare­
cen haber sido estimulados por los escritos de Francis Ba-
con, de quien se ofrecierbn citas en la primera reunión.
En su Nueva Atlántida, publicada en 1626, Bacon había
sugerido la formación de una academia nacional para el
C rogreso de las ciencias y las artes, cuyos miembros ha-
ían de hacer «giras por las principales ciudades del rei­
no», tal y como hizo después la Asociación Británica. En
el siglo diecisiete, el proyecto de Bacon había estimulado
la formación de la Sociedad Real; pero esta asociación
perdió gradualmente vigor y para 1831 Vemon Harcourt
podía decir:
«Hay que admitir, caballeros, que la Sociedad Real ya
no cumple la función de promover el conocimiento
natural mediante prácticas como las que ahora nos
proponemos resucitar. Como cuerpo apenas trabaja y
no trata de guiar los trabajos de los demás.»

Las reuniones de la Asociación Británica se celebraban


anualmente en una de las ciudades principales del Reino
Unido o a veces de sus Dominios, asistiendo a cada reu­
nión una media de unas doce mil personas. En esos en­
Historia de las ciencias, 4 73

cuentros se establecían contactos entre los miembros de


las sociedades de especialistas y los miembros de las dis­
persas sociedades filosóficas provinciales, muchas de las
cuales estaban afiliadas a la Asociación Británica, envian­
do delegados a sus reuniones. De esta manera se logró
un considerable grado de acuerdo entre los científicos bri­
tánicos por lo que respecta a muchos asuntos atinentes al
avance de la ciencia, al desarrollo interno del campo y a
cuestiones externas del tipo de la extensión de la educa­
ción científica y la financiación de la investigación en la
ciencia. Las discusiones sobre el desarrollo interno de las
ciencias sirvieron para presentar un cuadro global del es­
tado de la ciencia en un año dado, siendo de gran impor­
tancia en el siglo diecinueve para suministrar el punto de
partida para ulteriores investigaciones, señalando en oca­
siones las líneas prometedoras de investigación. Por lo
que atañe a los aspectos externos del progreso de la cien­
cia, la Asociación Británica fue muy activa en el movi­
miento por la reforma de la educación superior que se
produjo a partir de mediados de siglo, pero fracasó a la
hora de interesar al gobierno en la financiación de la in­
vestigación científica en una medida considerable. Fue­
ron las exigencias de la primera guerra mundial, 1914-18,
las que llamaron la atención del Gobierno británico so­
bre esta cuestión, llevando a la fundación del Departa­
mento de Investigación Científica e Industrial en 1917.
En una menor escala, la Asociación Británica financió
ella misma la investigación, obteniendo fondos de las
subscripciones de sus miembros. Tales subscripciones
eran modestas y, dado que los recursos resultaban esca­
sos, se llevaba a cabo una minuciosa selección de los te­
mas de investigación a financiar. Hallamos que unas cien­
cias se veían favorecidas con becas en muena mayor me­
dida que otras, y puesto que la Asociación Británica era
la organización más representativa de la ciencia británica
en su conjunto a lo largo del siglo diecinueve, podemos
tomar las diferentes sumas otorgadas a las diversas cien­
cias como un índice aproximado del interés mostrado por
74 Stephen F. Masón

dichas ciencias en ese período. De las 92.000 £ gastadas


por la Asociación Británica en investigación durante el
primer siglo de existencia, 36.000 £ se dedicaron a la in­
vestigación de problemas de física y matemáticas,
18.000 £ a botánica y zoología, 10.000 £ a antropología,
7.500 £ a geología, 4.000 £ a química y otras tantas a in­
geniería, mientras que se concedieron sumas menores a
investigaciones en fisiología, psicología, economía, geo­
grafía, educación y agricultura. No es sorprendente que
las ciencias físicas se llevasen la parte del león, ya que di­
chas ciencias prometían y suministraban las aplicaciones
más importantes del siglo. Además se nutrían de la in­
vestigación científica sobre tecnología, investigación que
se realizaba con la mira puesta en mejorar las máquinas
existentes determinando los principios con que operaban.
Así, la máquina de vapor dio lugar al nacimiento de la
ciencia de la termodinámica y, a su vez, la ciencia de la
electricidad produjo gran parte del equipo de la industria
eléctrica. Después de la física, fueron las ciencias bioló­
gicas las que recibieron la mayor cantidad de dinero por
investigación de la Asociación Británica, siendo los prin­
cipales problemas investigados el descubrimiento y clasi­
ficación de las especies orgánicas y el estudio de su ana­
tomía, fisiología y hábitos. Los intereses implicados aquí
eran casi exclusivamente intelectuales, centrándose en
torno a la cuestión de si las especies se habían creado o
habían evolucionado en el tiempo. Durante el siglo die­
cinueve había pocas aplicaciones de la biología sistemáti­
ca, obteniéndose escaso estímulo de problemas prácticos.
La medicina, la agricultura y las industrias de la fermen­
tación estimulaban otras partes de la biología, especial­
mente la fisiología humana, la bioquímica y la microbio­
logía. Las dos siguientes ciencias relativamente bién aten­
didas por la Asociación Británica, la geología y la antro­
pología, derivaban de intereses de ambos tipos. A media­
dos del diecinueve, la geología era una ciencia de consi­
derable importancia, pues fue en ella donde se estableció
la evolución por vez primera; pero era también de enor­
Historia de las ciencias, 4 75

me utilidad práctica para la local¡7.ación del carbón, mi­


nerales metálicos y otras materias brutas inorgánicas em­
pleadas en la industria. Ya en 1835 se fundó la Inspec­
ción Geológica de Gran Bretaña por estos motivos, así
como para salvaguardar los intereses del estado en los de­
rechos mineros. También la antropología se vio implica­
da en el problema de la evolución al considerarse los pue­
blos primitivos como estadios del desarrollo de la socie­
dad civilizada, correlacionándose dichos estadios con los
testimonios arqueológicos del desarrollo del hombre de
la edad de piedra. Este enfoque se abandonó en los pri­
meros años de este siglo, estudiándose las comunidades
primitivas como «estructuras sociales» estáticas más bien
que como entidades con desarrollo histórico, tomándose
como ciencia auxiliar más bien la psicología que la ar­
queología. En su dimensión práctica, la antropología se
empleaba para comprender y controlar los pueblos colo­
niales, especialmente a partir de los años ochenta, cuan­
do se aceleraron las inversiones en las posesiones impe­
riales. La Asociación Británica estableció una sección
aparte para tratar la cuestión antropológica en 1881, fi­
nanciando a partir de 1886 el estudio de las tribus nativas
en Egipto, la India, Australia y otras regiones. Por lo que
atañe a las becas de investigación de la Asociación Britá­
nica, la química recibió relativamente poca ayuda, com­
parada con la física, la biología c incluso la antropología.
También la agricultura fue poco atendida comparada con
la ingeniería. En el momento de su fundación en 1831, la
Asociación Británica organizó una sección de ingeniería,
gastándose un total de 4.000 £ en investigación ¡ngenieril
en el transcurso del siglo, mientras que la sección de agri­
cultura no se organizó hasta 1912, gastándose un total de
5 £ en el tema antes de dicha fecha. A este respecto es in­
teresante señalar que en Gran Bretaña la agricultura y la
industria química, especialmente la industria química fina
en la que es esencial la investigación continuada, eran par­
ticularmente débiles al comienzo de nuestro siglo. En
aquella época, por poner un ejemplo, se importaban de
76 Stephcn F. Masón

Alemania nueve décimas partes de los pigmentos manu­


facturados, a pesar de que los pigmentos sintéticos hu­
biesen sido descubiertos en Inglaterra por obra de Per-
kin en 1856.
Finalmente, hemos de señalar que la Sociedad Real se
reformó gracias a sus propios esfuerzos en la década de
los treinta v los cuarenta. A lo largo del siglo dieciocho,
la Sociedad se había convertido progresivamente en un
club londinense, aumentando gradualmente la propor­
ción de miembros no científicos, de modo que en la pri­
mera mitad del siglo diecinueve la Sociedad contaba apro­
ximadamente con el mismo número de científicos que de
no científicos. Además, los miembros que no eran cien­
tíficos poseían el control de la Sociedad hasta los años
veinte, cuando Humphry Davy fue nombrado presiden­
te, asegurándose una mayoría ae científicos en el Conse­
jo de la Sociedad. Sin embargo, Davy fue sucedido por
un abogado, Lord Colchester, y luego por el Duque de
Sussex, uno de los hijos de Jorge III, no siendo hasta 1847
cuando la admisión en la Sociedad se limitó en gran me­
dida a personas que fuesen científicas. A partir de 1874,
los pares no dispusieron ya de un acceso privilegiado a
la Sociedad Real. A partir de 1902 se hizo otro tanto con
los consejeros privados y finalmente, en 1945, se admi­
tieron mujeres como miembros de la Sociedad.
Capítulo 4
La química y la teoría atómica
de la materia

Con la publicación en 1789 de los Elementos de química


de Lavoisier, la ciencia de la química rompió sus últimas
amarras con el pasado alquimista, asumiendo una forma
moderna. Lavoisier hizo hincapié en la importancia de
los métodos cuantitativos de la investigación en química
y, a este respecto, introdujo el principio de la conserva­
ción de la materia, según el cual nada se perdía ni se ga­
naba en el transcurso de las reacciones químicas, siendo
el peso de los productos igual al peso ac los materiales
de partida. También resucitó la idea de que los elemen­
tos químicos no eran más que substancias que no se po­
dían descomponer en algo más simple por medios quí­
micos — los elementos, decía, eran «los términos a los
que de hecho ha llevado el análisis químico»— estable­
ciendo a continuación una lista de unos veintitrés elemen­
tos auténticos conocidos por él.
El nuevo punto de vista de Lavoisier condujo a la ela­
boración de diversas leyes empíricas en la ciencia quími­
ca. La primera de ellas fue la ley de las proporciones equi­
valentes, formulada en 1791 por Jeremiah Richter,

77
78 Stephcn F. Masón

1762-1807, un químico de las minas de Breslau y de la fac­


toría de porcelana de Berlín. Richter era un discípulo del
filósofo Immanuel Kant y, con su maestro, pensaba que
las ciencias físicas eran todas ellas ramas de las matemá­
ticas aplicadas. Con este principio en mente, descubrió
que el peso de una substancia A que se combinaba con
una cantidad conocida de una substancia B se habría de
combinar también exactamente con ese peso de una subs­
tancia C que entraba en combinación con la misma can­
tidad conocida de la substancia B. Tras este descubri­
miento, se confeccionaron tablas de pesos equivalentes
que mostraban la cantidad relativa de elementos quími­
cos que se habrían de combinar entre sí.
El francés Proust, 1755-1826, profesor de química en
Madrid, propuso en 1797 una segunda ley, la de las com­
posiciones constantes. Halló que se hiciese como se hi­
ciese un compuesto, la proporción de los pesos de los ele­
mentos que contenía era siempre la misma, siendo esa
proporción la de los pesos equivalentes de los elementos.
La validez de esta ley fue objeto de una diputa de unos
cuantos años con Berthollet, 1748-1822, profesor de quí­
mica en la Escuela Politécnica, quien era de la opinión de
que la composición de los compuestos químicos era in­
finitamente variable y no fija. Berthollet se hallaba más
interesado en los procesos de cambio químico que en los
productos de dicho cambio y, al investigar el tema de sus
intereses, anticipó algunos ac los descubrimientos reali­
zados por los físicos químicos durante los años sesenta.
Señaló que algunas reacciones químicas eran reversibles,
mientras que en otras reacciones el resultado de los pro­
ductos dependía de las cantidades iniciales de los reactan-
tes empleados, así como de las solubilidades o volatilida­
des relativas de los reactantes y productos. De esos ca­
sos, Berthollet concluía que la composición de un com­
puesto variaba gradualmente en el transcurso de una reac­
ción. Sin embargo, Proust consiguió mostrar que lo que
variaba en el transcurso de la reacción era la cantidad del
compuesto y no su composición y que además los com­
Historia de las ciencias, 4 79

puestos de composición indefinida de Berthollet eran en


realidad mezclas. De hecho Proust fue el primero que dis­
tinguió claramente entre mezclas y compuestos, siendo
separables los componentes de las primeras por medios
físicos, mientras que los de los últimos sólo lo eran por
medios químicos.
Dichas leyes permitieron a los químicos caracterizar
nuevos compuestos y nuevos elementos, conduciendo
asimismo a la teoría atómica que suministraba una expli­
cación de por qué se cumplián esas leyes de la naturale­
za. Desde la época de Demócrito, la teoría atómica cons­
tituía una expeculación filosófica común. La teoría no ha­
bía gozado de gran popularidad a finales de la antigüe­
dad y durante la edad media, pero se reavivó durante el
renacimiento, incorporándose a la doctrina mecánica
newtoniana del mundo físico. Sin embargo, antes del si­
glo diecinueve no se realizaron muchas aplicaciones po­
sitivas de la teoría atómica. Newton había explicado la
ley de Boyle, que afirma que el volumen de un gas varía
inversamente a su presión, suponiendo que los átomos
del gas eran más o menos estacionarios, repeliéndose mu­
tuamente con una fuerza que variaba inversamente con
la distancia. £1 matemático suizo Daniel Bcrnoulli sumi­
nistró en 1738 la explicación moderna de esa misma ley
suponiendo que los átomos del gas se hallaban en movi­
miento aleatorio, no siendo la presión del gas más que el
impacto de los átomos sobre las paredes del recipiente
que lo contenía. Sin embargo, la teoría atómica no se apli­
có a la química antes del siglo diecinueve, ya que se pen­
saba en general que todas las substancias con que opera­
ban los químicos se componían de átomos que eran en
gran meaida iguales en todos los respectos, un punto de
vista que no podía explicar el carácter altamente especí­
fico de los procesos químicos, tal y como Boyle había ob­
servado en el siglo diecisiete.
La teoría atómica se modificó para atender a las nece­
sidades de la química gracias a los trabajos del científico
cuáquero John Dalton, 1766-1844, que hizo un primer es­
80 Stcphen F. Masón

bozo de su teoría en un escrito leído ante la Sociedad Li­


teraria y Filosófica de Manchester en 1803, y la explicó
plenamente en su Nuevo sistema de filosofía química, pu­
blicado en 1808. Dalton partió de la concepción newto-
niana según la cual los gases estaban compuestos por áto­
mos que se repelían entre sí con una fuerza que caía con
la distancia. Dalton y otros pensaban que esta fuerza re­
pulsiva era el calor, o calórico, como se denominaba, ya
que en 1801 había hallado que la presión de un gas au­
mentaba directamente con la temperatura cuando se ca­
lentaba. Gay-Lussac, 1778-1850, observó en Francia el
mismo fenómeno en 1802, descubriendo más tarde que
él y Dalton habían sido anticipados en 1787 por el fran­
cés Charles, con cuyo nombre se conoce hoy día la ley
de la expansión de los gases con la temperatura. Dalton
estaba muy interesado en problemas meteorológicos, es­
pecialmente en el problema de la naturaleza de la atmós­
fera que a principios del diecinueve se sabía compuesta
de diversos constituyentes, especialmente oxígeno, nitró­
geno y vapor de agua. La atmósfera era homogénea, pero
a Dalton le daba la impresión de que, si los átomos de
los gases se repelen entre sí, los diversos constituyentes
del aire habrían de separarse. Para superar esta dificultad,
Dalton sugirió que los átomos de diversas substancias
químicas no eran idénticos, sino que formaban diversas
especies, de manera que los átomos de una substancia quí­
mica se repelen entre sí pero no a los átomos de otra subs­
tancia. Así, escribió en 1802:

«Cuando dos fluidos elásticos denotados por A y B


se mezclan, no hay repulsión mutua entre sus partí­
culas; las partículas de A no repelen a las de B como
hacen entre sí. Consiguientemente, la presión o peso
total sobre cualquiera de las partículas se debe exclu­
sivamente a las de su propia especie.»

De este modo, Dalton llegó a su ley de las presiones par­


ciales, según la cual la presión total de una mezcla de ga­
Historia de las ciencias, 4 81

ses es la suma de las presiones de cada uno de los gases


separadamente considerados. En otras palabras, los dife­
rentes gases de una mezcla no tienen efectos los unos so­
bre los otros. Como decía el amigo de Oalton, Henry,
«Cada gas es un vacío para los demás gases».
La importancia que para los químicos tenía la doctrina
de Dalton reside en que ahora se veía que existían dife­
rentes especies de átomos, siendo similares los átomos de
un elemento, con sus propias características específicas,
mientras que los de los diversos elementos diferían en ta­
maño, peso y número por unidad de volumen, de modo
que cuando dos elementos se combinaban para formar un
compuesto, cada átomo del primer elemento se unía con
uno o con un pequeño número entero de átomos del se­
gundo elemento. Estableció este último postulado por­
que descubrió que cuando se unían dos elementos para
formar más de un compuesto, los pesos del elemento A
que se combinan con cantidades fijas del elemento B man­
tenían siempre una razón numérica simple los unos con
los otros. En el caso de los óxidos del nitrógeno que Dal­
ton investigó personalmente, halló que las cantidades de

O Hydrogen QO W ater
(D Nitroeen © 0 Ammonia
9 Carbón © • Olefiant gas
O Oxygen o # Carbonlc oxide
$ Sulphur 090 Carbonic acid
© Phosphorui
© Alamina Sulphuric acid
(Q) Soda
(Q)) Potash
® Copper
© Lead Potash alum

Sím bolos y fórm u las del Nuevo sistema de filosofía química de D alton.
82 Stcphcn F. Masón

oxígeno que se combinaban con una cantidad dada de ni­


trógeno se hallaban en la proporción de 1 : 2 : 3. Esta es
la ley de Dalton de las proporciones múltiples, publicada
en 1804 y que confirió piausibilidad a la teoría atómica.
También indicaba que el átomo de un elemento no siem­
pre se combinaba con un solo átomo de otro, sino que
en ocasiones se combinaba con dos, tres, cuatro, etc.
Dalton señalaba que una propiedad importante que ca­
racteriza a los átomos de diferentes elementos es sus pe­
sos relativos, elaborando él mismo en 1803 la primera ta­
bla de dichos pesos relativos al hidrógeno. Los pesos
equivalentes de los elementos, los pesos que se combinan
juntos para suministrar compuestos definidos, podrían
determinarse por medición directa y a partir de dichas de­
terminaciones se podrían derivar los pesos atómicos de
los elementos conociendo en los casos pertinentes cuán­
tos átomos de un elemento se combinan con un solo áto­
mo de otro. En la época no había modo de estimar esos
números de combinación de los átomos, por lo que Dal­
ton supuso que «Cuando sólo se puede obtener una com­
binación de dos cuerpos, ha de suponerse que es binaria,
a menos que haya algunas causas en contra». Estos es, se
ha de suponer que tales compuestos contienen un átomo
de cada elemento, suposición que más tarde demostraría
ser insostenible.
En 1808 Gay-Lussac realizó un descubrimiento que
dio una indicación acerca de los números de átomos com­
binados. Descubrió que cuando dos gases se combinan,
los volúmenes de los gases que se unen mantienen una ra­
zón numérica simple entre sí, así como con los volúme­
nes de los productos, siempre y cuando sean también ga­
ses. Dalton sostenía que los números de átomos de dos
elementos que se combinan mantienen una razón numé­
rica simple, por lo que no consideró improbable que la
razón volumétrica de dos gases que se combinan fuese la
misma que la razón en que se combinaban sus átomos
constituyentes. Avogadro, 1776-1856, profesor de física
en Turín, fue aún más lejos sugiriendo en 1811 que los
Historia de las ciencias, 4 83

mismos volúmenes de distintos gases contienen el mismo


número de partículas bajo las mismas condiciones de tem-
E eratura y presión. Ampére, 1775-1836, sugirió en 1814
i misma hipótesis. La hipótesis de Avogadro planteaba
la dificultad de que cuando un volumen de hidrógeno se
combinaba con un volumen de cloro se producían dos vo­
lúmenes de cloruro de hidrógeno, lo que sugería que los
átomos de hidrógeno y cloro se dividían por la mitad en
el proceso de combinación. Avogadro superó la dificul­
tad suponiendo que las partículas fundamentales de hi­
drógeno y cloro, y de otros gases, eran moléculas que
contenían dos átomos del elemento, y que la combina­
ción química entre dos gases producía la división de las
moléculas elementales y la formación de moléculas com­
puestas en las que había un átomo de cada elemento,
como hidrógeno y cloro en el cloruro de hidrógeno.
La hipótesis de Avogadro podría haber suministrado
un método general para determinar los números de com­
binación de los átomos elementales, pero no se aceptó
con generalidad hasta la década de los sesenta, ya que exi­
gía que los átomos del mismo elemento se combinasen
para formar moléculas. Dalton y otros rechazaron dicha
concepción, pues sostenían que los átomos semejantes de­
bían repelerse mutuamente y no podían combinarse.
Además, el propio Dalton pensaba que las diversas espe­
cies de átomos diferían no sólo en sus pesos atómicos,
sino también en tamaño y en el número por unidad de
volumen en estado gaseoso. La ley de Gay-Lussac de los
volúmenes de combinación implicaba que había el mis­
mo número de partículas en el mismo volumen de dife­
rentes gases, mientras que en un principio Dalton ponía
dicha ley en tela de juicio. Las pruebas experimentales lo
obligaron a aceptar la ley, aunque negó hasta el final la
validez de la hipótesis de Avogadro.
Aún pervivía la vieja teoría atómica según la cual las
partículas fundamentales de la naturaleza eran uniformes
y todas iguales, siendo incluso combinada con la nueva
teoría a través del postulado de que los diversos átomos
84 Stephen F. Masón

de diferentes elementos químicos se componían todos


ellos de la misma materia primordial. Humphry Davy,
1778-1829, de la Institución Real, Londres, Hablaba de

«esa idea sublime de los antiguos filósofos que ha sido


sancionada con la aprobación de Newton... a saber
que hay solamente una especie de materia, cuyas di­
ferentes formas químicas no menos que mecánicas se
deben a la diversa disposición de sus partículas».

Los pesos atómicos de un cierto número de elementos se


aproximaba a números enteros, relativos al hidrógeno to­
mado como unidad, por lo que un médico londinense,
William Prout, 1785-1850, sugirió en 1815 que los áto­
mos de los otros elementos se componían de un número
discreto de átomos de hidrógeno. Thomas Thomson,
1773-1852, profesor de química en Glasgow, estaba tan
convencido de la hipótesis de Prout que redondeó los pe­
sos atómicos que había determinado para que fuesen nú­
meros enteros. No obstante, las investigaciones del sue­
co Jakob Ber/.elius, 1779-1848, y del belga Jean Stas,
1813-91, mostraron que los pesos atómicos de los ele­
mentos no eran múltiplos exactos del peso de un átomo
de hidrógeno, aunque se aproximaban mucho a números
enteros.
A partir aproximadamente de 1820 y hasta 1860, la teo­
ría atómica no desempeñó una función predominante en
la química. En su mayoría, los químicos preferían usar
los pesos equivalentes directamente determinados de los
elementos, en lugar de los pesos atómicos que entraña­
ban inseguras estimaciones relativas a los números de
combinación de los átomos. El rechazo de la hipótesis de
Avogadro dejó a los químicos sin un método general de
computar los números de combinación de los átomos ele­
mentales, aunque se desarrollaron algunos métodos espe­
cíficos que empleaban los químicos aún interesados en la
determinación de los pesos atómicos, especialmente Ber-
zelius y Stas. Tales métodos eran muy efectivos, siendo
Historia de las ciencias, 4 85
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TABLAS DE PESOS ATOMICOS DE BERZELIUS

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86 Stcphcn F. Masón

la tabla de pesos atómicos construida por Berzelius en la


década de los treinta similar a la utilizada hoy día, dejan­
do aparte los casos de la plata y los metales alcalinos. A
partir de su ley de los volúmenes de combinación, Gay-
Lussac sugería que en el caso de los elementos gaseosos,
aunque no en el de sus compuestos, los volúmenes idén­
ticos deberían contener el mismo número de átomos. Ber­
zelius aceptó el principio de Gay-Lussac, y sirviéndose
de él logró asignar las modernas fórmulas a un cierto nú­
mero de compuestos. Sostenía que una molécula de agua
contenía dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno,
dado que dos volúmenes de hidrógeno reaccionaban con
uno de oxígeno para producir agua. Por otro lado, Dal-
ton pensaba que una molécula de agua contenía un áto­
mo de hidrógeno y uno de oxígeno, operando con la re­
gla de que todos los compuestos debían de considerarse
binarios a menos que existiese una buena razón en contra.
En 1819, uno de los discípulos de Berzelius, Mitscher-
lich, 1794-1863, constató que los compuestos con fórmu­
las químicas similares poseían la misma forma de crista­
lización. Se trata de la ley de isomorfismo, con la que Ber­
zelius consiguió determinar las fórmulas de muchas sales
y los pesos atómicos de sus elementos constituyentes, si
bien más tarde Mitscherlich mostró que dicha ley poseía
muchas excepciones. Ese mismo año, Dulong, 1785-1838,
y Petit, 1791-1820, de París, hallaron que en el caso de
unos cuantos metales, el producto de su peso atómico y
su calor específico, la cantidad de calor requerida para ele­
var un grado la temperatura de una unidad de peso del
metal, era constante. La regla de Dulong y Petit permitió
determinar valores aproximados de los pesos atómicos de
los metales a determinar, pero Berzelius no la utilizó adu­
ciendo que no era universalmente válida. El rechazo de
la regla de Dulong y Petit es la causa de que los pesos
atómicos que Berzelius asignó a la plata y a los metales
alcalinos no fuesen los modernos, dado que pensaba que
el número de combinación de sus átomos era dos y no
uno como hoy día se considera. Berzelius, al igual que
Historia de las ciencias, 4 87

Gay-Lussac y Dalton, rechazó la hipótesis de Avogadro


que habría suministrado la norma universal que buscaba,
ya que consideraba que los átomos iguales se repelían mu­
tuamente, por lo que no podían combinarse para formar
moléculas. Dalton había estimado que cada átomo se veía
rodeado por una atmósfera de calor que repelía a los áto­
mos iguales, aunque no interfería con los distintos. Ber-
zelius sostenía una teoría eléctrica similar, aunque más
desarrollada, acerca de la atracción atómica, dado que
mientras tanto se había desarrollado la nueva rama de la
electroquímica, suministrando otra teoría de la afinidad
química.
A lo largo del siglo dieciocho había despertado gran in­
terés el estudio de los efectos de la electricidad sobre las
criaturas vivas, especialmente el choque eléctrico, ocu­
rriendo otro tanto con los fenómenos eléctricos exhibi­
dos por los organismos, como el aguijón del pez torpe­
do. Trabajando sobre estos temas, Galvani, 1737-98, pro­
fesor de anatomía en Bolonia, se dio cuenta en la década
de los ochenta de que las preparaciones de músculo y ner­
vio de una pata de rana se contraían cuando se ponían en
contacto con dos metales desiguales. Pensó que se trata­
ba de un fenómeno biológico de carácter eléctrico, pro­
duciendo electricidad la pata de la rana al modo del pez
torpedo. Su contemporáneo, Volta, 1745-1827, profesor
de física en Pavia, sugirió que podría tratarse cíe un fe­
nómeno físico de carácter eléctrico, limitándose la pata
de la rana a ser un detector sensible de la electricidad pro­
ducida por la unión de dos metales distintos. Volta ex­
perimentó con varios pares de metales distintos y halló
que algunas combinaciones eran más efectivas que otras,
lo que apoyaba su idea. Descubrió que con una serie de
uniones de metales podía producir efectos eléctricos com­
parables a los mostrados por la máquina eléctrica de fric­
ción, especialmente si las uniones alternas se humedecían
con ácido. Finalmente, en 1799, Volta descubrió que dos
metales distintos inmersos en ácido suministraban una
considerable corriente eléctrica cuando se conectaban me­
88 Stephcn F. Masón

diante un circuito externo. Así descubrió la pila voltaica


en la que se producía electricidad por la acción química
de un metal disolviéndose en un ácido.
A la inversa, parecía que la electricidad, ahora fácil­
mente accesible con la pila voltaica, podía producir una
acción química. En 1800, los ingleses Nicholson y Car-
lisie hicieron pasar electricidad a través de agua mediante
dos cables inmersos en ella, hallando que el agua se des­
componía en sus elementos, hidrógeno y oxígeno. Al año
siguiente, Humphry Davy, recientemente nombrado lec­
tor de química en la Institución Real, inició una serie de
investigaciones sobre otras electrólisis similares de solu­
ciones salinas y compuestos sólidos. En 1807 sometió a
electrólisis los álcalis cáusticos, obteniendo los metales al­
calinos sodio y potasio. Más tarde obtuvo los metales al-
calino-térreos, calcio, estroncio y bario, todos los cuales
constituían elementos nuevos. Estas y otras investigacio­
nes llevaron a Davy a la teoría de que la atracción quí­
mica entre los elementos, responsable de la formación de
compuestos, era esencialmente de carácter eléctrico, pun­
to de vista desarrollado por Berzelius en Suecia a partir
de 1811. Dicho sea de paso, los románticos filósofos de
la naturaleza alemanes habían desarrollado la misma idea
de modo especulativo a partir de la consideración de que
los compuestos químicos tenían que ser una unidad de
entidades opuestas, siendo dichas entidades cuerpos po­
sitiva y negativamente cargados eléctricamente. El amigo
de Davy, Coleridge, 1772-1834, viajó por Alemania en
1798-9, trayendo consigo las enseñanzas de Schelling, so­
bre las que dio conferencias en la Institución Real. El pro­
pio Davy era una especie de romántico que escribía una
poesía que estuvo relativamente de moda en la época.
No obstante, fueron las investigaciones experimentales
de Davy y Berzelius las que establecieron por un tiempo
la teoría eléctrica de la afinidad química. Berzelius se dio
cuenta de que en la descomposición de compuestos quí­
micos un conjunto de elementos y grupos químicos —es­
pecialmente el hidrógeno, los metales y los álcalis— iban
Historia de las ciencias, 4 89

al polo negativo del circuito eléctrico, mientras que otro


grupo, el oxígeno, los no metales y los ácidos iban al polo
positivo. Denominó al primer conjunto elementos o gru­
pos electropositivos, suponiendo que se hallaban carga­
dos positivamente siendo así atraídos hacia el polo nega­
tivo de la batería electrolítica, mientras que el segundo
conjunto recibió el nombre de electronegativo, ya que su­
ponía que sus componentes se hallaban cargados negati­
vamente. Bcrzclius sostenía que la combinación química
se debía a la muta atracción eléctrica de un elemento elec­
tronegativo y uno electropositivo, produciendo la unión
una neutralización parcial de las cargas opuestas. La car­
ga restante permitía al grupo formar un compuesto más
complejo, aunque menos trabado, con un grupo similar
de carga opuesta, hallándose el compuesto complejo más
cerca cíe la neutralidad que sus grupos componentes. Des­
de esta perspectiva, denominada teoría dualista porque
suponía que había dos tipos fundamentalmente distintos
de elementos y grupos, la hipótesis de Avogadro resul­
taba inadmisible, ya que los átomos del mismo elemento
habrían de poseer cargas idénticas con lo que se repele­
rían mutuamente, de modo que no podrían formar mo­
léculas binarías a la manera supuesta por Avogadro.
La teoría dualista no resultaba inapropiada en el mun­
do de la química inorgánica, ya que los compuestos mi­
nerales conocidos entonces eran compuestos iónicos bas­
tante simples que podían tomarse como unidades de ele­
mentos o grupos opuestamente cargados. La química
inorgánica se desarrolló rápidamente en el período que
va de 1790 a 1830, la «Edad heroica» de la geología, ya
que los geólogos descubrían numerosos minerales que los
químicos tenían que analizar. En la década de 1810-1820,
el propio Berzelius describió la preparación, purificación
y análisis de más de doscientos compuestos inorgánicos.
En la esfera de la química orgánica la situación era un tan­
to distinta. Los compuestos minerales se podían caracte­
rizar por las cantidades relativas de los elementos que se
combinaban en ellos, mientras que los compuestos orgá­
90 Stephen F. Masón

nicos se consideraron desde el principio como complejas


disposiciones de unos pocos elementos, sobre todo car­
bono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, de manera que el
análisis cuantitativo no avanzaba demasiado en el camino
de la caracterización de tales compuestos. Además había
compuestos, los llamados isómeros, que presentaban
exactamente las mismas composiciones de elementos,
aunque ofrecían propiedades muy distintas, pareciendo
depender las características de los isómeros de la dispo­
sición antes que de los números de átomos elementales
contenidos en ellos. Tal problema había sido previsto por
el químico inglés Wollaston, 1766-1828, al comienzo de
la teoría atómica en 1808, mas no llamó demasiado la
atención hasta el surgimiento de la química orgánica en
los años de la década de] 1830.
El desarrollo de la química orgánica coincidió con la
aparición de la química en Alemania, siendo dos alema­
nes, Friedrich Wohler, 1800-82, y Justus von Liebig,
1803-73, quienes realizaron algunos de los primeros des­
cubrimientos importantes en el campo. Durante las pri­
meras décadas del siglo diecinueve, los químicos conti­
nentales de cabecera eran Berzelius y Gay-Lussac. Lie­
big fue a París para estudiar con Gay-Lussac en la Es­
cuela Politécnica, mientras que Wohler fue a Estocolmo
para estudiar con Berzelius. Tanto Liebig como Wohler
estaban versados en la química mineralógica de su tiem­
po, aunque investigaban problemas que rozaban el cam­
po de la química orgánica. En 1824 Liebig preparó un
compuesto, el fulminato de plata, que era idéntico en
composición a un compuesto preparado por Wohler, el
cianato de plata, aunque presentaba propiedades marca­
damente distintas. Se descubrió que dicho fenómeno era
común en la química orgánica, con lo que Berzelius acu­
ñó el término isomería en 1830 para describir un caso si­
milar que había descubierto, los tartratos y raccmatos.
En 1828 Wohler descubrió otro caso de isomería. Pre­
paró un compuesto aue se consideraba esencialmente
inorgánico, el cianato de amoníaco, y descubrió que al ca­
Historia de las ciencias, 4 91

lentarlo se reorganizaba en forma de una solución acuosa


para producir un compuesto orgánico bien conocido, la
urea. Hasta entonces los compuestos orgánicos se habían
obtenido exclusivamente de los organismos vivos, mas
ahora se veía que se podían preparar a partir de materia­
les inorgánicos, un descubrimiento que debilitó la opi­
nión común de que los compuestos orgánicos sólo se pro­
ducían mediante las fuerzas vitales de la materia viva. To­
davía en 1819, Berzelius había considerado que los com­
puestos orgánicos no obedecían la ley de las proporcio­
nes constantes, no perteneciendo propiamente a la quí­
mica, dado que eran productos de las fuerzas vitales.
Ahora la química orgánica e inorgánica se aproximaron
considerablemente, realizándose intentos de extender la
teoría dualista de la combinación química al mundo or­
gánico. En 1832, Liebig y Wohler mostraron que había
toda una serie de compuestos orgánicos, preparados a
partir de aceite de almendras amargas, que contenían un
grupo orgánico común y diversos grupos inorgánicos,
una serie formalmente similar al conjunto de sales inor­
gánicas formadas por un único ácido con una diversidad
de bases. No obstante parecía que el grupo orgánico o ra­
dical se podía combinar igualmente con el electropositi­
vo hidrógeno o con el electronegativo oxígeno. Además,
Dumas, 1800-84, de la Escuela Politécnica, halló en 1834
que dentro de los propios radicales orgánicos el hidróge­
no electropositivo podría substituirse por el electronega­
tivo cloro sin cambiar fundamentalmente las propiedades
químicas del radical o de sus compuestos.
Cuanto más se adentraba la teoría dualista en la quí­
mica orgánica más compleja y caótica se volvía la situa­
ción. Wohler escribía a su maestro Berzelius en 1835:

«En este preciso momento la química orgánica es ca­


paz de volverlo a uno loco. Me da la impresión de
una selva tropical primitiva llena de las cosas más
asombrosas, un matorral monstruoso y sin límites en
el que da miedo entrar.»
92 Stcphen F. Masón

El propio Wohler abandonó el estudio de la química or­


gánica para volver al análisis de los minerales que había
aprendido en Estocolmo. No obstante, Liebig se dedicó
a la química orgánica y formó a la siguiente generación
de químicos que iba a contribuir a resolver los proble­
mas del campo en cuestión; personas como Bunscn, Hof-
mann, Kekule y Wurtz, dejando Hofmann el estudio del
derecho y abandonando Kekule la arquitectura a fin de
estudiar química. También Liebig rechazó la teoría dua­
lista de Berzelius y aceptó la teoría rival de los tipos es­
tructurales propuesta por Dumas en 1840 y desarrollada
por Gerhardt, 1816-56, y Laurent, 1808-53, que dirigía
un pequeño laboratorio químico en París con fines di­
dácticos. Dumas sugirió que las propiedades químicas de
los compuestos orgánicos se debían a su peculiar dispo­
sición o tipo estructural, y no al carácter eléctrico de los
elementos que los componían. Sostenía que todos los
compuestos del mismo tipo estructural deberían mostrar
las mismas propiedades: un elemento podría verse susti­
tuido por otro, mas, en tanto en cuanto la disposición es­
tructural mantuviese su integridad, las propiedades del
compuesto no se alterarían notablemente. Dumas halló
3 ue tres cuartas partes del hidrógeno del ácido acético po-
rían sustituirse por un elemento muy distinto, el cloro,
y a pesar de todo el compuesto resultante mantenía las
propiedades cualitativas del ácido acético. Wohler, quien
aún sostenía el dualismo de su maestro, ríduculizaba la
teoría sugiriendo que habría de ser posible sustituir to­
dos los átomos del ácido acético, el carbono y el oxígeno
además del hidrógeno, con cloro, de modo que todo él
fuese cloro, manteniendo aun así las propiedades especí­
ficas del ácido acético.
La teoría de los tipos fue generalmente aceptada por
los químicos orgánicos, mientras que la teoría dualista fue
aceptada por aquellos químicos mineralógicos que se­
guían ocupándose del progreso de las teorías químicas.
Hablando en general, los químicos del segundo cuarto
del siglo diecinueve eran más bien poco teóricos, espe­
Historia de las ciencias, 4 93

cialmente en la química orgánica. Incluso Dumas utiliza­


ba el concepto de equivalentes, directamente medibles,
más bien que la idea de átomo, a la hora de desarrollar
su teoría de los tipos. En 1840 escribió que los compues­
tos que tienen el mismo tipo estructural son «Substan­
cias que contienen el mismo tipo de equivalentes unidos
de la misma manera, presentando las mismas propieda­
des químicas fundamentales». Mas la teoría de los tipos
estimuló de nuevo el desarrollo de la teoría química, ya
que para descubrir la estructura de la molécula química
era necesario conocer los números de combinación de sus
átomos constituyentes. Así, el problema de determinar
cuántos átomos de un elemento podrían combinarse con
un solo átomo de otro, problema que se había abando­
nado a principios de siglo, ocupó de nuevo el primer pla­
no. Con él llegó el resurgimiento de la teoría atómica que
mientras tanto se había retirado a segundo plano en la
teoría química.
El problema de estimar los números de combinación
de los átomos o las valencias, como se llamaban, lo in­
vestigaron los discípulos de Liebig, primero Edward
Frankland, 1825-99, que en 1851 fue nombrado profesor
de química en el recientemente fundado Owcn’s College
de Manchester, y luego August Kekule, 1829-96, que
ocupó diversos puestos en Heidelberg, Ghent y finalmen­
te Bonn. Frankland investigó los compuestos orgánicos
de los elementos metálicos y metaloides, descubriendo en
1852 que cada átomo de metal sólo se podía combinar
con un número muy definido de grupos orgánicos, nú­
mero que denominó la atomicidad o valencia del elemen­
to. Notó que los elementos encajaban en grupos con la
misma valencia: antimonio, arsénico, fósforo y nitróge­
no, por ejemplo, mostrando en general el número de
combinación de tres a cinco. El elemento más importan­
te en los compuestos orgánicos era el carbono, y a partir
de 1857, Kekule sugirió que los átomos de carbono po­
dían combinarse cada uno de ellos con otros cuatro áto­
mos o cuatro grupos de átomos. Basándose en ello, Kc-
94 Stephen F. Masón

kule diseñó modelos estructurales para interpretar las


reacciones de dichos compuestos. Sin embargo, esas ideas
de valencia y estructura estaban mal definidas, pues aún
no existía un criterio general para determinar el número
de combinación de un átomo. Al hablar de este período,
escribía Kekule en 1861:

«Aparte de las leyes de las proporciones fijas y múl­


tiples en peso, y también en volumen en los cuerpos
gaseosos, la química aún no había descubierto leyes
exactas... y todas las llamadas concepciones teóricas
eran meros puntos de vista probables o convenien­
tes.»

Entretanto la química orgánica se estaba desarrollando


con rapidez, por lo que este dominio exigía cada vez más
alguna teoría acerca de la estructura molecular, por lo que
se tornó urgente resolver el problema de determinar las
valencias de los elementos. Los químicos alemanes, espe­
cialmente Kekule, convocaron un congreso de químicos
en 1860, en Karlsruhe, en un intento ae resolver el pro­
blema. Al congreso acudieron unos ciento cuarenta quí­
micos. De Francia vinieron Dumas y Wurtz; de Inglate­
rra, Frankland y Roscoe; los alemanes acudieron en masa,
Liebig, Wohler y los más importantes de sus discípulos,
Kolbe, Bunsen y Kekule, mientras que de Rusia vino
M endeleev y C annizzaro de Italia. Cannizzaro,
1826-1910, lleno del nacionalismo de la ¿poca, proclamó
3 ue su paisano Avogadro había resuelto el problema de
eterminar la valencia y el peso atómico cerca de medio
siglo antes. Los químicos allí reunidos no se sintieron
convencidos y el problema quedó sin resolver al finalizar
el congreso. Sin embargo, Cannizzaro repartió ejempla­
res de un panfleto explicando sus ideas y que los delega­
dos se llevaron consigo. Mostró que, según la hipótesis
de Avogadro, el peso molecular de un compuesto era el
doble de su densidad de vapor media relativamente al hi­
drógeno tomado como unidad, ya que la molécula de
hidrógeno contenía dos átomos y el mismo volumen de di­
Historia de las ciencias, 4 V5

ferentes gases o vapores tenían el mismo número de mo­


léculas. Las densidades de vapor eran fácilmente compu-
tables, de manera que se podían determinar los pesos ató­
micos de un cierto número de compuestos que contenían
los mismos elementos. Cannizzaro argüía que el peso ató­
mico de un elemento particular sería pues el peso infe­
rior de dicho elemento en una serie de sus compuestos,
así como la diferencia común inferior entre sus pesos en
la serie.
El panfleto de Cannizzaro y los trabajos que lo siguie­
ron pronto convencieron a los químicos de que la hipó­
tesis de Avogadro era válida con generalidad. Inicialmen­
te se consideraba aue había excepciones a la hipótesis, del
mismo modo que las tenían la regla de Dulong y Petit so­
bre calores específicos y la ley de Mitscherlicn sobre el
isomorfismo, pero se descubrió que las anomalías se de­
bían a la ruptura de los compuestos implicados en el es­
tado de vapor. La hipótesis de Avogadro suministró los
pesos atómicos definitivos de los elementos, y de tales de­
terminaciones se derivaban fácilmente los números de
combinación de los elementos, sirviéndose para ello de la
relación que hacía igual el peso atómico al producto de
su valencia y peso equivalente. Una vez establecidos los
valores de las valencias de los elementos, se construye­
ron modelos estructurales de sus compuestos. Las reac­
ciones de dichos compuestos suministraban pruebas de la
validez de dichas estructuras, mientras que éstas a su vez
indicaban nuevas reacciones posibles. Con su formación
como arquitecto, Kekule tenía gran facilidad para inge­
niar las posibles estructuras moleculares de los compues­
tos, sugiriendo en 1865 la fórmula en forma de anillo exa­
gonal para el caso difícil del benzeno que se sabía com­
puesto por seis átomos de carbono y seis de hidrógeno.
El detalle final de la teoría clásica de la estructura mole­
cular llegó en 1874, cuando Le Bel, 1847-1930, y Van’t
Hoff, 1852-1911, sugirieron simultáneamente que las cua­
tro valencias del carbono se dirigían en el espacio hacia
los vértices de un tetraedro regular, a fin de explicar las
96 Stephen F. Masón

dos formas isómeras del ácido tartárico aislado por Pas-


teur, 1822-95, en 1848, así como otros casos de isomería
óptica descubiertos más tarde. Las dos formas de esos isó­
meros eran idénticas en propiedades químicas, pero dife­
rían en que una forma giraba a la derecha el plano de po­
larización de un haz de luz polarizada, mientras que el
otro lo hacía hacia la izquierda. Le Bel y Van’t Hoff se­
ñalaron que en todos estos casos había cuatro grupos di­
ferentes ligados a un átomo de carbono central, siendo
[ >osibles dos disposiciones distintas de dichos grupos si
as cuatro valencias del átomo de carbono se orientasen
tetraédricamente, dando así cuenta de la isomería.
La aceptación de la hipótesis de Avogadro, seguida del
establecimiento de las valencias y pesos atómicos defini­
tivos, ejerció su influencia tanto sobre la auímica orgá­
nica como sobre la inorgánica. Parecía que los elementos
con la misma valencia encajaban en grupos o familias na­
turales, un hecho que llamó la atención a la hora de te­
nerlo en cuenta para la clasificación de los elementos. Se
sabía desde hacía tiempo que algunos de los elementos se
relacionaban entre sí, formando grupos familiares. Jo-
hann Dobereiner, 1780-1849, profesor de química en
Jena, mostró en 1817 que los pesos atómicos del calcio,
estroncio y bario encajaban aproximadamente en una se­
rie aritmética, y cuando Balard, 1802-76, de la Sorbona,
descubrió en 1826 el bromo, predijo a partir de las pro­
piedades de los elementos que el cloro, bromo y yodo ha­
brían de formar otra serie aritmética, mostrando Berze-
lius que ello era aproximadamente cierto. Durante los
años treinta y cuarenta, cuando la teoría atómica se ha­
llaba eclipsada, tales clasificaciones de los elementos se­
gún sus pesos atómicos no atrajeron mucha atención, si
Bien Dumas trató de agrupar los elementos en familias na­
turales según sus propiedades y reacciones, colocando el
boro, carbono y silicio en un grupo y el nitrógeno, fós­
foro y arsénico en otro.
Una vez que se fijaron finalmente los pesos atómicos
y las valencias de los elementos en los años sesenta, se He-
Historia de las ciencias, 4 97

varón a cabo diversos intentos nuevos de clasificar los ele­


mentos en grupos relacionados, gracias sobre todo a
Chancourtois en Francia en 1863, Newlands en Londres
en 1864 y más especialmente Lothar Meyer de Alemania
y Mendeleev en Rusia en 1869. Meyer y Mendeleev for­
mularon la ley periódica, señalando que las propiedades
de los elementos variaban de manera periódica con sus
! >esos atómicos, construyendo así una tabla periódica de
os elementos para ejemplificar la ley. Algunos químicos
anteriores, de los que Newlands es un conspicuo ejem­
plo, trataron de agrupar los elementos conocidos en una
clasificación completa y, al hacerlo, forzaron en algunos
elementos relaciones anómalas. Lothar Meyer, 1830-95,
y especialmente Mendeleev, 1834-1907, subrayaron la
existencia de huecos en la tabla periódica que habrían de
ocupar elementos aún desconocidos, prediciendo Mende­
leev con notable precisión las propiedades de algunos de
esos elementos que faltaban, todos los cuales se descu­
brieron a continuación.
La clasificación periódica suministró la primera guía
teórica para la búsqueda de elementos nuevos. Los vein­
titrés elementos que conocía Lavoisier se habían descu­
bierto por el estudio aleatorio de sus reacciones químicas
específicas. El análisis químico práctico se hizo más sis­
temático y al aplicarse a los especímenes minerales sumi­
nistrados por los geólogos, llevó al descubrimiento de
treinta y un nuevos elementos en el período que va de
1790 a 1830. Entre 1830 y 1860 se hizo poco por lo que
respecta al aislamiento y a la identificación de elementos
nuevos, salvo la separación parcial de las tierras raras por
Mosander, el sucesor de Berzelius en Upsala, Suecia. No
obstante, en 1859 el químico Bunsen, 1811-99, y el físico
Kirchhoff, 1824-87, ambos de Heidelbcrg, introdujeron
el espectroscopio, mediante el cual se podían examinar e
identificar los colores característicos comunicados a la lla­
ma por las substancias químicas. Con dicho instrumen­
to, Bunsen descubrió los nuevos metales alcalinos, el ce-
sio y rubidio, en 1860-61. En Londres, Sir William Croo-
98 Stephen F. Masón

kes, 1832-1919, halló el elemento talio espectroscópica-


mente en 1861, y Ferdinand Reich, de la Escuela de Mi­
nas de Friburgo, descubrió el indio por los mismos pro­
cedimientos en 1863. El nuevo grupo de descubrimien­
tos estuvo en función de los esfuerzos por dar con los ele­
mentos que faltaban en la tabla periódica. En 1874, Bois-
baudran, de Francia, halló el galio, el eka-aluminio pre­
dicho por Mendeleev, mientras que el químico escandi­
navo, Nilson, descubrió el escandio o eka-boro, en 1879,
y finalmente Winkler, de la escuela de Minas de Fribur­
go, aisló el germanio o eka-silicio, en 1885.

Ti 50 Zr 90 ? 10 0
V Si Nb 94 T a 18 2
Cr 5a Mo 96 W 18 6
Mn 55 Rh I 04'4 Pt W 4
Fe 56 Ru 10 4 -4 Ir 19 8
Ni « C o 59 Pd 1 0 6 -6 Os 199
Cu
00

Ag Hg 200
•H
0

634
Be 9-4 Mg 24 Zn 6 5 -2 Cd Z12
B ii Al 27 ? 68 U Zl6 Au 1 9 7 ?
C 12 Si 28 ? 70 Sn ZI8
N «4 P 3» As 75 Sb 122 Bi 2 1 0 ?
O 16 S 32 Se 79‘4 Te 1 * 8?
F «9 CI 35-5 Br 80 I 12 7
Na a3 K 39 Rb 8 5 -4 Cs *33 TI 20 4
Ca 40 Sr 8 7 -6 Ba *37 Pb 207
? 45 Ce 92
Er? 56 La 94
Yt? 60 Di 95
In 7 5 -6 ? Th i i 8¡>

Primera tabla periódica de Mendeleev de marzo de 1869.

La ordenada disposición de los elementos en la tabla


periódica sugirió a algunos químicos que los diversos ele­
mentos podrían tener algo en común; podrían haber evo­
lucionado a partir de un origen común o componerse a
base de las mismas unidades fundamentales de la mate-
Historia de las ciencias, 4 99

ria. La hipótesis de Prout de que los diversos átomos ele­


mentales están construidos a base de un número de áto­
mos de hidrógeno se resucitó de nuevo, de modo que du­
rante las dos últimas décadas del siglo diecinueve estaba
«en el aire de la ciencia», como señaló Sir William Croo-
kes. En la reunión de 1886 de la Asociación Británica,
Crookes sugirió que los elementos habían evolucionado
a partir de cierta materia primordial que denominó proty-
le. La hipótesis de Prout, señaló, contenía una verdad
«oculta por ciertos fenómenos residuales o colaterales que
aún no hemos conseguido eliminar». Una vez más, en la
reunión de 1894 de la Asociación Británica, Lord Salis-
burv declaró que, entre los elementos, «el descubrimien­
to de familias coordinadas señala cierto origen idéntico».
Tales opiniones se reforzaron en 1901, cuando Lord Ray-
leigh, 1842-1919, señaló que los pesos atómicos de los ele­
mentos tienden a aproximarse a números enteros mucho
más, con una probabilidad mayor que mil a uno, de lo
que sería de esperar de la distribución aleatoria de dichos
pesos. Así, observaba,

«poseemos más poderosas razones para creer en la


verdad de alguna modificación de la ley de Prout que
para creer en la de muchos acontecimientos históri­
cos universalmente aceptados como incuestionables».

A fin de contrastar la validez de la hipótesis de Prout,


Lord Rayleigh llevó a cabo a partir de 1890 una serie de
investigaciones en Cambridge sobre la densidad de varios
gases. Al hacerlo, descubrió en 1892 que la densidad del
nitrógeno atmosférico era superior que la del nitrógeno
preparado por procedimientos químicos. Tras apartar el
nitrógeno y los otros gases reactivos de las muestras de
aire, Rayleigh y William Ramsay, 1852-1916, de Londres,
obtuvieron una pequeña cantidad de un gas nuevo que
era químicamente muy inerte y más pesado que el nitró­
geno en la proporción 20 : 14. Crookes examinó el es­
pectro de este gas y mostró que era distinto de los espec­
100 Stephen F. Masón

tros suministrados por cualquiera de los elementos cono­


cidos. Se trataba por tanto de un nuevo elemento, el ar­
gón, el primero de los gases inertes. En 1895 Ramsay ob­
tuvo del mineral cleveíta otro gas inerte que examinó de
nuevo Crookes espectroscópicamente. Mostró que las lí­
neas espectrales que producía eran idénticas a las obser­
vadas en la fotosfera solar del eclipse de sol de 1868 por
el astrónomo Janssen en Francia, y Lockyer en Inglate­
rra, líneas que se habían atribuido a un elemento del sol,
el helio, desconocido entonces en la tierra. Finalmente,
en 1898, Ramsay aisló otros tres gases inertes, el neón,
kriptón y xenón, de las fracciones pesadas que quedaban
tras la evaporación parcial del aire líquido que habían pre­
parado por vez primera Hampson en Inglaterra y Linde
en Alemania tres años antes.
Con el aislamiento de los gases inertes, el descubri­
miento de los ocho grupos o tipos principales de elemen­
tos químicos tocó a su fin, aunque aún quedaron huecos
debidos a elementos que faltaban en esos grupos. El ul­
terior avance en el descubrimiento de elementos nuevos
y, ciertamente, en el desarrollo de la química en general,
empezó a depender cada vez más de la ciencia de la físi­
ca. Los métodos físicos ya habían hecho su entrada en la
Q uímica con el advenimiento de la espectroscopia, y un
esarrollo dentro de este campo, el uso de la espectros­
copia de rayos X debido a Henry Moseley, 1888-1915,
en Manchestcr, eliminó finalmente algunos problemas re­
siduales relativos al posible número de tierras raras y
otros elementos pesados. Se descubrió que los espectros
visibles de los elementos eran una función periódica de
sus pesos atómicos, como sus propiedades químicas, mas
las líneas espectrales con rayos X suministradas por los
elementos resultaron estar linealmente relacionadas con
sus pesos atómicos o más bien con sus números atómi­
cos, la posición ordinal de los elementos en la tabla pe­
riódica, comenzando con el hidrógeno como uno. En
1913-14, Moseley fijó el número absoluto de elementos
hasta el uranio en noventa y dos, mostrando que había
Historia de las ciencias, 4 101

catorce metales entre las tierras raras así como siete ele­
mentos más ligeros que el uranio aún sin descubrir.
El descubrimiento de la radiactividad por Antoine Bec-
querel, 1852-1909, en París el año 1896, pareció confir­
mar lo que para entonces los químicos llevaban tiempo
sospechando; a saber, que los elementos estaban conec­
tados genéticamente. Los nuevos elementos radiactivos,
como el radio, que se aisló en 1900 gracias a la Sra. Cu­
rie, 1867-1934, resultaron desintegrarse espontáneamente
en otros elementos, que a su vez se desintegraban de nue­
vo en elementos más ligeros. Dichos elementos se aisla­
ron y caracterizaron mediante análisis químico, y de esta
manera se detectaron tres árboles familiares de desinte­
gración radiactiva natural. No obstante, el fenómeno de
la radiactividad poseía un significado mayor para los fí­
sicos y, ciertamente, este fenómeno ejerció su impacto
principal sobre las teorías químicas a través de la física
atómica. A partir de la segunda década del siglo veinte,
la química teórica se integró cada vez más con la física
atómica por lo que atañe tanto a las teorías de la consti­
tución del átomo como a las teorías sobre la combina­
ción química. En el aspecto práctico, la física atómica su­
ministró a los químicos nuevos materiales, primero las
versiones radiactivas de los elementos ordinarios, emplea­
das para trazar el curso de las reacciones químicas, y lue­
go los nuevos elementos más pesados que el uranio que
nan ampliado la tabla periódica.
Capítulo 5
La teoría ondulatoria de la luz

Durante el siglo dieciocho hubo muy pocos desarrollos


en la ciencia de la óptica. En general se aceptó la opinión
newtoniana de que los rayos de luz constaban de una co­
rriente de partículas con movimiento rectilíneo, si bien
se abandonó su idea de que los movimientos de las par­
tículas de luz estimulaban o iban acompañados por vi­
braciones en un éter que todo lo llenaba. La validez de
la teoría corpuscular de la luz parecía completamente ase­
gurada a finales del siglo dieciocho merced al desarrollo
debido a Lagrange y Laplace del sistema newtoniano ge­
neral, del que la teoría corpuscular de la luz se conside­
raba parte integrante. No obstante, en esa época los filó­
sofos de la naturaleza alemanes iniciaron un ataque a la
filosofía newtoniana, oponiéndose en particular a la teo­
ría de la luz de Newton. Los filósofos de la naturaleza
sostenían que los diversos colores espectrales no compo­
nían la luz blanca. En su opinión, los diversos colores
eran un producto del conflicto entre luz y tinieblas. La
propia luz blanca no constaba de partículas en movimien­
to, sino que no era nada más que una tensión en el éter.

102
Historia de las ciencias, 4 103

Las ideas de los filósofos de la naturaleza eran tremen­


damente especulativas, teniendo escasa influencia directa
sobre la ciencia de la óptica; mas es posible que introdu­
jesen una reorientación del estudio físico al fisiológico de
la luz, pues sostenían que las ilusiones ópticas produci­
das por el ojo eran tan reales y merecedoras de estudio
como los demás fenómenos ópticos.
Las teorías de los filósofos de la naturaleza eran quizá
sintomáticas de una más amplia revuelta contra la filoso­
fía newtoniana, pues la teoría ondulatoria de Huygens
acerca de la luz fue resucitada por el físico londinense
Thomas Young, 1773-1829, en el año 1801, aunque no
había entonces nuevas pruebas en su favor. De hecho, el
propio Young señalaba:

«Por más que venere el nombre de Newton, no por


ello estoy obligado a creer que era infalible. Veo...
con pena que era susceptible ae equivocarse y que su
autoridad quizá haya a veces retardado incluso el pro­
greso de la ciencia.»

Young, como su contemporáneo Dalton, provenía de una


familia cuáquera. Estudió medicina y comenzó sus inves­
tigaciones con el cirujano John Hunter, 1728-93, en Lon­
dres, examinando problemas de óptica fisiológica. Young
mostró que la acomodación del ojo a los objetos situa­
dos a diferentes distancias se debía a cambios en la cur­
vatura de su lente cristalino. Sugería que la retina del ojo
poseía estructuras sensibles a la luz roja, verde y violeta
respectivamente, a fin de explicar la visión del color y el
daltonismo.
Young prosiguió sus estudios de medicina en Edim­
burgo, Cambridge y finalmente en Gottinga, Alemania,
donde encontró razones para resucitar la teoría ondula­
toria de la luz. Para su disertación doctoral en Gottinga,
Young presentó una tesis sobre los sonidos y la voz hu­
mana, un tema que ponía en conexión con su trabajo an­
terior sobre óptica, sugiriendo que tanto el sonido como
104 Stephen F. Masón

la luz eran vibraciones ondulatorias, siendo los colores


análogos a las notas de diferentes frecuencias. Se acepta­
ba en general que el sonido consistía en vibraciones on­
dulatorias del aire a lo largo de la dirección del haz de
sonido, por lo que Young presumía que la luz constaba
de similares vibraciones longitudinales de un éter lumi­
nífero que llenaba todo el espacio, tal y como Huygens
había hecho antes que él. Señalaba que la luz proviniente
de una fuente intensa viajaba con la misma rapidez que
la procedente de una débil, hecho que se podría explicar
mediante la teoría ondulatoria de la luz con más facilidad
que mediante la teoría corpuscular. Era de «rf'bra sabido
que dos conjuntos de ondas de agua podían interferir
unos con otros, por lo que Young realizó un experimen­
to en el que dos haces de luz se solapaban e interferían,
produciendo bandas claras y obscuras alternantes allí
donde un haz reforzaba o cancelaba al otro. Por la sepa­
ración de las bandas y las dimensiones del aparato pudo
calcular las longitudes de onda de las vibraciones de la
luz, mostrando que eran aproximadamente del orden de
una millonésima de metro. Dado que las longitudes de
onda de las vibraciones de luz eran muy pequeñas com­
paradas con el tamaño de los objetos visibles, Young se-

LIMITES VALORES COLORES VALORES


d e tos
colore* prmniwlei extremo* de J principale* m e d io * de d

Violeta extremo .. mm 0, 000 406


Violeta . . . . mm 0, 000 425
Violeta - índigo . . 0, 000 439
I n d ig o ........ 0,000 449
Indigo-azul ........ 0 ,000 459
Azul ............ 0.000 475
A*ul * v e r d e .......... 0,000 492
0.000 512
Verde • amarillo . . 0, 000 552
Amarillo . . . 0.000 551
Amarillo anaranjado 0,000 571
Anaranjado . 0,000583
Anaranjado - rojo , 0,000 596
R o jo ............ 0 000 620
Rojo extremo . . . . 0 .000 645

Longitudes de los colores de! espectro.


Historia de las ciencias, 4 105

ñalaba que la luz viajaría en línea recta, pudiendo produ­


cir sombras nítidas. Era consciente de que los haces de
luz se doblaban en cierta medida en torno a las aristas de
los objetos opacos, produciendo sombras con bordes de
colores y otros efectos de la interferencia que habían sido
estudiados por Grimaldi y otros durante el siglo diecisie­
te. Young señalaba dichos fenómenos como pruebas en
favor de la teoría ondulatoria de la luz. Tras completar
la explicación de los fenómenos ópticos entonces cono­
cidos en términos de la teoría ondulatoria de la luz,
Young, junto con Wollaston, verificó el análisis de Huy-
gens de los fenómenos de doble refracción observados en
cristales de espato de Islandia.
El resurgimiento en Inglaterra de la teoría ondulatoria
de la luz provocó a los newtonianos franceses, estimu­
lando en Francia el estudio de los problemas ópticos. Res­
pondiendo a Young, Laplace hizo en 1808 un análisis del
fenómeno de la doble refracción en términos de la teoría
corpuscular de la luz. El mismo año, Malus, 1775-1812,
de la Escuela Politécnica, descubrió el fenómeno de la po­
larización óptica por reflexión, efecto que se produce
cuando un haz de luz se encuentra con un medio trans­
parente, como el vidrio, reflejándose en parte y en parte
transmitiéndose. Malus halló que las dos imágenes del sol
3 ue se ven por reflexión en el vidrio a través de un cristal
e espato de Islandia eran de intensidad desigual, y Ara-
go, 1786-1853, también de la Politécnica, descubrió que
ese mismo fenómeno se observaba cuando el rayo trans­
mitido se miraba de manera similar. El asunto fue inves­
tigado más intensamente por David Brewster, 1781-1868,
en Edimburgo, mostrando que cuando los rayos refleja­
do y transmitido estaban entre sí en ángulos recto, am­
bos estaban plenamente polarizados; esto es, sólo podía
verse una imagen a través de un cristal de espato ae Is-
landia cuando se estudiaba sea el rayo reflejado, sea el
transmitido. Descubrió además una ley empírica general
3 ue regía el grado de polarización de ambos rayos cuan-
o no se encontraban en ángulo recto.
106 Stephen F. Masón

El descubrimiento de la polarización de la luz por re­


flexión parecía apoyar inicialmente la teoría corpuscular
de la luz. Newton había sugerido que las partículas de
luz tenían «lados», a fin de explicar la división de un haz
de luz en dos al pasar por un cristal de espato de Islan-
dia. Ahora daba la impresión de que los diferentes «la­
dos» de las partículas de luz hacían que algunas de ellas
se transmitiesen y otras se reflejasen en la superficie de
los medios transparentes, dando haces polarizados.
Young consideró durante un tiempo que el fenómeno era
contrario a la teoría ondulatoria de la luz, mas en 1817
vio que si las vibraciones de luz tenían lugar transversal­
mente a la dirección del movimiento, como las ondas de
agua o las vibraciones a lo largo de una cuerda estirada,
en lugar de en la dirección del movimiento como las on­
das de sonido, entonces el problema podría resolverse.
Había dos modos posibles de vibración en ángulo recto
respecto a la dirección del movimiento del haz de luz,
por lo que la polarización de la luz podría atribuirse a la
separación de ambos modos en una superficie de vidrio,
constituyendo un modo el rayo reflejado y el otro, el
transmitido. Young mencionó esta hipótesis en una carta
escrita a Arago en 1817. Ese mismo año, la Academia de
Ciencias ofreció un premio al mejor ensayo sobre el tema
de la difracción óptica, estando entre los que competían
C or el premio, Frcsnel, 1788-1827, un ingeniero civil que
abía tratado de resucitar independientemente de Young
la vieja teoría ondulatoria longitudinal acerca de la luz.
Arago mencionó la nueva sugerencia de Young a Fres-
nel, quien hizo de ella la base de su ensayo para el con­
curso, en el que mostró que todos los fenómenos cono­
cidos de la óptica se podrían explicar en términos de la
hipótesis de que la luz consiste en vibraciones ondulato­
rias transversales.
La nueva teoría ondulatoria de la luz planteó proble­
mas por lo que respecta al éter luminífero, el medio en
el que se suponía que tenían lugar las vibraciones de la
luz. Fresnel señaló en 1821 que las vibraciones longitu-
Historia de las ciencias, 4 107

dinales, como las del sonido en el aire, podrían'propa­


garse en un medio de tipo gaseoso, mientras que las vi­
braciones transversales, como el temblor de una gelatina,
sólo podían tener lugar en un medio que tuviese caracte­
rísticas del estado sólido de la materia. Era difícil imagi­
nar un éter lo suficientemente sólido y rígido para trans­
mitir las ondas transversales de luz y que a la vez permi­
tiese el paso libremente a los cuerpos celestes por sus ór­
bitas. Además, Poisson, 1781-1840, de la Sorbona, mos­
108 Stephcn F. Masón

tró en 1828 que si el éter luminífero fuese un cuasi-sóli-


do, las vibraciones transversales de la luz estarían siem­
pre acompañadas por una vibración longitudinal, lo que
añadía otra dificultad más, dado que tanto la vibración
longitudinal como la transversal transportaría energía
desde la fuente luminosa.
En su mayoría, los sólidos son resistentes a la compre­
sión, la extensión, la torsión y la flexión, aunque se sabía
que dichas propiedades no tenían por qué ir necesaria­
mente juntas, de modo que era posible imaginar éteres só­
lidos hipotéticos que fuesen fácilmente comprimibles o
extensibles para permitir el paso sin resistencia de los
cuerpos celestes a su través, siendo sin embargo lo bas­
tante elásticos a las tensiones de torsión o flexión como
para permitir la propagación de las vibraciones ondulato­
rias.
George Stokes, 1819-1903, en Cambridge, señaló en
1845 que había sólidos de sobra conocidos, como la brea
o la cera, que eran lo bastante rígidos para transmitir tem­
blores o vibraciones transversales, cediendo con todo a
las compresiones y extensiones. Simplemente el éter lu­
minífero poseía tal combinación de propiedades de ma­
nera más acusada. Sugirió otra analogía, según la cual el
éter se asemejaba a una gelatina muy diluida o cola en
agua, que permitía el movimiento de los objetos a su tra­
vés a la vez que podía propagar vibraciones. En 1839, Ja­
mes MacCullagn, 1809-47, en Dublín, inventó un éter
compuesto de elementos que resistía tan sólo a las ten­
siones de torsión rotatoria, mediante el cual fue capaz de
explicar una amplia veriedad de fenómenos ópticos en
términos de las leyes de la dinámica. Más tarde, en 1889,
Lord Kelvin, 1824-1907, en Glasgow, construyó un mo­
delo mecánico de un elemento ael éter de MacCullagh.
Dispuso cuatro barras tetraédricamente, sirviendo cada
una de ellas de eje de un par de volantes giroscópicos con
giros contrarios. Este modelo resistía todas las perturba­
ciones rotatorias, pero no los movimientos transversales.
Mientras tanto, Cauchy, 1789-1857, de la Escuela Po­
Historia de las ciencias, 4 109

litécnica, había propuesto dos teorías del éter en un in­


tento de explicar los fenómenos tanto de la reflexión
como de la refracción de la luz, suponiendo que el cter
cambiaba sea en elasticidad o en densidad en el interior
de los cuerpos materiales. En 1839 publicó una tercera
teoría en la que sugería que el éter era contráctil o lábil,
poseyendo una compresibilidad negativa, a fin de supe­
rar la dificultad señalada por Poisson en 1828 según la
cual habría vibraciones longitudinales acompañando a las
transversales. En dicho éter Cauchy demostró que la
onda longitudinal tendría velocidad cero, por lo que no
sería capaz de transportar nada de la energía de las vibra­
ciones transversales. George Green, 1793-1841, el funda­
dor de la escuela de Cambridge de físicos matemáticos,
señaló que este éter sería inestable, tendiendo a contraer­
se continuamente. Kelvin examinó de nuevo el éter de
Cauchy en 1888, sugiriendo que era análogo a una espu­
ma homogénea, libre de aire, que no pudiera colapsar por
la adhesión a las paredes de un recipiente rígido. Tal éter
no sería inestable, sostenía, si se extendía por un espacio
infinito o si poseía un recipiente rígido como límite.
La teoría ondulatoria de la luz estaba bien establecida
a mediados del siglo diecinueve, y lo que pareció una ve­
rificación fundamental de dicha teoría fue obra de dos
franceses aficionados, Fizeau, 1819-96, y Foucault,
1819-68, quienes midieron la velocidad de la luz en di­
versos medios entre 1849 y 1862. En el siglo diecisiete
Descartes había mostrado que, según la teoría corpuscu­
lar, la luz habría de viajar más rápidamente en los me­
dios densos transparentes que en el aire, mientras que la
teoría ondulatoria sugería que la luz había de viajar más
lentamente. En 1849 Fizeau midió el tiempo empleado
por la luz para atravesar una distancia dada mediante una
rueda dentada en rotación que, a determinada velocidad,
permitía a la luz pasar por el espacio entre dos dientes
consecutivos y retornar por el espacio siguiente. En 1850
y 1862, Foucault empleó un espejo rotatorio que a una
velocidad medida realizaba una revolución completa en
110 Stephen F. Masón

el tiempo empleado por la luz para ir y volver a un es­


pejo estacionario. Sus resultados, concordaron con el va­
lor de la velocidad de la luz determinado astronómica­
mente por Bradley en 1827, mostrando el trabajo de Fou-
cault que la luz viajaba más lentamente en el agua que en
el aire en la proporción de los índices de refracción del
agua y el aire, cosa que predecía la teoría ondulatoria.
Capítulo 6
El desarrollo de la electricidad y el magnetismo

La ciencia de la electricidad se desarrolló rápidamente a


lo largo del siglo dieciocho, frente al caso de la óptica
cuyo progreso fue lento en ese mismo período. Gracias
al estímulo representado por el descubrimiento del teles­
copio y el microscopio, los problemas ópticos se habían
estudiado con intensidad durante el siglo diecisiete, pero
se dieron estímulos escasos en el período inmediatamen­
te posterior. Por otro lado, la ciencia de la electricidad se
tornó muy popular, especialmente tras el descubrimiento
del choque eléctrico en 1745 y la identificación del rayo
con la descarga eléctrica poco después. Se hicieron algu­
nas propuestas médicas un tanto extravagantes acerca de
las virtudes vitalizadoras del choque eléctrico, yendo al­
gunos tan lejos como para identificar la electricidad con
la fuerza cósmica de la naturaleza. Lamarck, como se re­
cordará, sostuvo que la electricidad, conjuntamente con
el calor, constituía la fuerza directriz de la evolución or­
gánica. John Wesley, 1703-91, el fundador del metodis-
mo, declaraba que «la electricidad es el alma del univer­
so», opinión que los filósofos de la naturaleza alemanes

111
112 Stcphen F. Masón

casi llegaron a compartir, fascinados como estaban por


las polaridades opuestas que exhibía la electricidad.
Puede decirse que en la época moderna el estudio de
la electricidad, así como el del magnetismo, comenzó con
las investigaciones de William Giíbert de Colchester du­
rante el siglo dieciséis. Los griegos de la antigüedad sa­
bían que el ámbar presentaba propiedades eléctricas, mas
Gilbert mostró que el ámbar no era en absoluto un caso
único, descubriendo que el vidrio, el lacre, el azufre y las
piedras preciosas atraían también trochos de papel y de
paja cuando se frotaban. Se dio cuenta de que las fuerzas
eléctricas y magnéticas eran de carácter distinto, ya que
los ¡manes actuaban sólo sobre la piedra imán y sobre los
objetos de hierro, orientándolos en una dirección especí­
fica, mientras que las fuerzas eléctricas actuaban sobre
una amplia variedad de materiales, siendo no direcciona-
les. Durante el siglo diecisiete, Otto von Guericke, el in­
ventor de la bomba de aire, construyó una máquina eléc­
trica para generar grandes cantidades de carga eléctrica.
Montó una bola de azufre de manera que pudiese girar
continuamente, siendo frotada por la mano o por una tela
para producir una carga eléctrica. Otro instrumento eléc­
trico importante fue la botella de Leiden que servía para
concentrar cargas eléctricas y que se descubrió a la vez
que el choque eléctrico en 1745 gracias a Pieter van Muss-
cnenbroek, 1692-1761, de Leiden. Trató de evitar que la
carga eléctrica se disipase utilizando una botella de agua,
llevando para ello la carga desde una máquina eléctrica
hasta la botella por medio de un cable. Mantuvo en una
mano la parte externa de la botella y tocó el cable con la
otra, momento en que, como dijo, «el brazo y el cuerpo
se vio afectado de una manera terrible que soy incapaz
de expresar; en una palabra, creí llegado mi fin».
Benjamín Franklin, 1706-90, de Filadelfia, llevó a cabo
con estos instrumentos una serie de investigaciones para
demostrar que el rayo era de carácter eléctrico. En 1749
señaló que tanto el relámpago como la chispa eléctrica
eran prácticamente instantáneos, produciendo una luz y
Historia de las ciencias, 4 113

un ruido similares. Ambos eran capaces de prender fue­


go a los cuerpos y de fundir los metales; ambos fluían
por los conductores, especialmente los metales, y se con­
centraban en las puntas; asimismo eran capaces de des­
truir el magnetismo o de invertir la polaridad de un imán,
pudiendo ambos matar a las criaturas vivas. En 1752 lle­
vó a cabo su famoso experimento de la cometa, recogien­
do la carga de una nube de tormenta en una botella de
Leiden y mostrando que poseía efectos similares a los de
la carga producida por una máquina eléctrica. Para expli­
car los fenómenos de la electricidad que él conocía,
Franklin supuso que había un fluido eléctrico imponde­
rable que llenaba todo el espacio y los cuerpos materia­
les, siendo dichos cuerpos neutros cuando la concentra­
ción del fluido en su interior y en el exterior era la mis­
ma. Un exceso de fluido tornaba a un cuerpo positiva­
mente cargado, mientras que un defecto lo tornaba ne­
gativamente cargado. Franldin sostenía que la luz cons­
taba de vibraciones de un éter que llenaba el espacio y,
a la manera de otros partidarios de la teoría ondulatoria,
Leonard Euler antes que él y Thomas Young después,
pensaba que el fluido eléctrico del espacio podía ser idén­
tico al éter luminífero.
Una de las cortapisas de la teoría de Franldin, señalada
en 1759 por Franz Aepinus, 1724-1802, de la Academia
de Ciencias de San Petcrsburgo, era que los condensado­
res de aire se descargarían'automáticamente si hubiese un
fluido eléctrico en el espacio comprendido entre sus pla­
cas. Aepinus prefería considerar la atracción eléctrica
como una acción a distancia, a la manera de la gravedad.
Otra objeción era que la carga eléctrica parecía residir en
la superficie de los cuerpos y no en todo su volumen,
como sugería la teoría ac Franldin. Stephen Gray, un
pensionista de Charterhouse, muerto en 1736, había mos­
trado en 1729 que los cubos de roble macizos y huecos
mostraban los mismos efectos cuando se cargaban de la
misma manera, lo que indicaba que la carga permanecía
enteramente en la superficie de los cubos. Joseph Priest-
114 Stephen F. Masón

ley hizo un experimento similar en 1767, mostrando que


un cuerpo hueco cardado no ejercía fuerzJ alguna sobre
las cargas eléctricas situadas en su interior. Newton ha­
bía mostrado que si la fuerza gravitaroria disminuía con
el cuadrado de la distancia a su fuente, una capa esférica

n * s.

B alan za de torsión de Coulom b para m edir la fu erza a distancia entre


cuerpos cargados eléctricam ente.
Historia de las ciencias, 4 115

de materia no ejercería ninguna tracción gravitatoria so­


bre los cuerpos de su interior, de donde concluía Priest-
ley que, por analogía, también la fuerza eléctrica ejercía
una ley <íel inverso del cuadrado. En 1750, John Michcll,
1724-93, en Cambridge, había descubierto ya la ley del
inverso del cuadrado de la repulsión entre polos magné­
ticos similares. Tras suspender un imán de un hilo, Mi-
chell le acercó otro imán y midió la fuerza repulsiva en­
tre ellos mediante la torsión impartida al hilo. En Fran­
cia, el ingeniero Coulomb, 1738-1806, redescubrió la ba­
lanza de torsión de Michell y, entre 1785 y 1789, demos­
tró la variación inversa del cuadrado de la fuerza con la
distancia tanto para las atracciones como para las repul­
siones eléctricas y magnéticas. Al menos a los físicos fran­
ceses les parecía que estos descubrimientos mostraban
que las fuerzas eléctricas y magnéticas eran de la misma
especie que la gravedad, operando a distancia a través del
espacio vacío y obedeciendo la ley del inverso del cuadra­
do.
Los filósofos de la naturaleza alemanes se interesaban
por un aspecto distinto de la electricidad y el magnetis­
mo, a saber, el fenómeno de la polaridad, que parecía
ejemplificar perfectamente la tensión dialéctica que pos­
tulaban entre las fuerzas o polos opuestos que ordena­
ban el caos. Puesto que según su filosofía había solamen­
te un tipo de fuerza tras el desarrollo de la naturaleza, a
saber, la del espíritu del mundo, sostenían que la luz, la
electricidad, el magnetismo y las fuerzas auímicas se ha­
llaban todas ellas interconectadas: todas ellas eran distin­
tos aspectos de lo mismo. Uno de los discípulos de Sche-
lling, Hans Christian Oersted, 1777-1851, profesor de fí­
sica en Copenhague, anunció en 1807 que estaba buscan­
do la conexión entre el magnetismo y la electricidad.
Franklin había mostrado en 1751 que las agujas de hierro
podían magnetizarse y desmagnetizarse eléctricamente
mediante la descarga de una botella de Leiden. La botella
de Leiden proporcionaba exclusivamente una corriente
eléctrica transitoria, mientras que la pila eléctrica, inven­
116 Stephen F. Masón

tada en 1799, proporcionaba una fuente continua de co­


rriente, con la que Oersted consiguió demostrar en 1820
los efectos magnéticos de dichas corrientes. Mostró que
un cable que transportase una corriente eléctrica rotaría
en torno a un polo magnético e, inversamente, un imán
tendería a moverse en torno a un cable estacionario que
transportase una corriente. Recurriendo a la terminolo­
gía de su escuela, escribía Oersted:

«Daremos el nombre de conflicto de electricidad al


efecto que tiene lugar en el conductor y en el espacio
entorno. Todos los cuerpos no magnéticos parecen
penetrables por el conflicto eléctrico mientras que los
cuerpos magnéticos resisten el paso de dicho conflic­
to. De ahí que puedan moverse merced al impulso de
los poderes enfrentados... De los hechos anteriores
podemos colegir asimismo que dicho conflicto reali­
za círculos, ya que sin este extremo parece imposible
que una parte del cable conector, cuando está situado
bajo el polo magnético, lo desvíe hacia el este, y cuan­
do está situado encima de él, hacia el oeste, ya que
está en la naturaleza del círculo que los movimientos
hacia partes opuestas posean una dirección opuesta.»

El descubrimiento de Oersted despertó un interés con­


siderable, dado que las fuerzas principales entonces co­
nocidas poseían un carácter lineal de tracción y empuje,
como las atracciones y repulsiones gravitatorias, eléctri­
cas y magnéticas; mas he aquí un caso de una fuerza ro­
tatoria. El fenómeno dejó sumida en la perplejidad espe­
cialmente a la escuela francesa de física newtoniana, dado
que eran los más acérrimos defensores del punto de vista
según el cual todas las acciones eran el resultado de fuer­
zas de empuje y tracción que operaban a distancia según
la ley del inverso del cuadrado. No obstante, Ampére,
1775-1836, de la Escuela Politécnica, había mostrado a fi­
nales de 1820 que un cable en forma de espira circular
que llevase una corriente se comportaba como un imán
ordinario, mostrando atracciones y repulsiones de trac­
Historia de las ciencias, 4 117

ción y empuje, por lo que presumía en 1825 que el mag­


netismo derivaba de pequeñas corrientes eléctricas sin re­
sistencia en las partículas de los cuerpos magnéticos.
Otro miembro de la escuela alemana, Thomas Seebeck,
1770-1831, que asistía a Goethe en sus trabajos científi­
cos, buscaba una conexión entre el calor y la electricidad.
En 1822 halló que una unión de dos metales distintos pro­
porcionaba un potencial eléctrico cuando se calentaba y
una corriente cuando se cerraba el circuito. Frente a las
pilas voltaicas empleadas en la época, la fuente térmica de
electricidad de Seebeck proporcionaba potenciales muy
uniformes, lo que permitió a otro alemán, George Ohm,
1787-1854, luego profesor de física de Munich, trabajar
entre 1826 y 1827 en las relaciones entre potencial, co­
rriente y resistencia en un circuito eléctrico. Ohm estaba
influido por los trabajos de Fourier sobre el flujo de ca­
lor a través de conductores térmicos, publicados en 1822,
por lo que trató de llevar a cabo un análisis similar del
flujo eléctrico, definiendo el potencial eléctrico en analo­
gía con la temperatura, y la magnitud de la corriente eléc­
trica por analogía con la cantidad de calor.
Las investigaciones más importantes de cuantas conec­
taban los efectos eléctricos con otros fenómenos fueron
las desarrolladas por Michael Faraday, 1791-1867, asis­
tente de Davy y su sucesor en la Institución Real de Lon­
dres. Inicialmcnte, Faraday prosiguió el trabajo químico
de Davy, mas se pasó progresivamente al campo de la fí­
sica. En 1826 descubrió lo que parecía ser un caso de iso­
mería al estudiar el butileno y el ctileno, y en 1833 esta­
bleció que la misma cantidad de electricidad producía la
descomposición del mismo número de equivalentes de di­
versas Substancias químicas. El segundo descubrimiento
indicaba que si la materia química fuese atómica, enton­
ces también la electricidad debería presentar un carácter
corpuscular. No obstante, Faraday rechazó tanto la pre­
misa como la conclusión, prefiriendo la concepción se­
gún la cual «la materia se halla presente en todas partes,
118 Stephen F. Masón

sin que exista un espacio intermedio que no esté ocupa­


do por ella».
Las investigaciones físicas de Faraday fueron más no­
tables. Se sabía desde hacia tiempo que un imán podía in­
ducir magnetismo en un trozo de hierro adyacente, así
como que una carga eléctrica estática podía inducir la apa­
rición de otra carga en un cuerpo vecino. Faraday pen­
saba que lo mismo habría de poder decirse de las corrien­
tes eléctricas, por lo que empezó a buscar el efecto apro­
ximadamente a partir de 1822, cuando observó por vez
Ítrímera un cierto número de posibles conexiones entre
enómenos naturales, conexiones que empezó a investi­
gar subsiguientemente, detectándolas en algunos casos.
En 1831 Faraday descubrió el fenómeno de la inducción
electromagnética que mostraba que una corriente eléctri­
ca podría generar otra, ligando en general el movimiento
mecánico y el magnetismo con la producción de la co­
rriente eléctrica. Halló que una corriente que cambia de
magnitud en un cable en espiral podía inducir una co­
rriente transitoria en una espiral próxima. El mismo efec­
to podía producirse moviendo un cable en espiral que
transportase una corriente continua o, lo que venía a ser
lo mismo, un imán permanente, en la vecindad de un se­
gundo cable en espiral. De este modo, Faraday descubrió
el principio básico de la dinamo, de la misma manera que
Oersted había descubierto el principio del motor eléctri­
co.
A fin de explicar los fenómenos de la electricidad y del
magnetismo conocidos en sus días, Faraday desarrolló
una serie propia de imágenes características. Como he­
mos visto, rechazaba la teoría atómica de la materia y con
ella la concepción de que las fuerzas actuasen a distancia
a través del espacio vacío. Sostenía que la materia era om­
nipresente en la forma de un continuo etéreo que actua­
ba como vehículo de las fuerzas de la naturaleza. Según
Faraday, el éter que llenaba todo el espacio se componía
de líneas o tubos de fuerza que conectaban cargas eléc­
tricas opuestas o polos magnéticos opuestos. Se podía tra­
H istoria de las ciencias, 4 119

zar un mapa de las líneas que componían un campo mag­


nético por medio de un pequeño imán o bien esparcien­
do limaduras de hierro en un papel que se situase en el
campo, momento en que las líneas que unían los polos
opuestos se tomaban visibles. Para Faraday, las líneas y
tubos de fuerza poseían un significado físico real. Cada
línea de fuerza correspondía a una unidad de magnetis­
mo o a una unidad de carga eléctrica. Un cierto número
de líneas componía un tubo de fuerza que conectaba po­
los o cargas opuestas, indicando la orientación del tubo
en un punto cualquiera la dirección del campo magnéti­
co o eléctrico en dicho punto. Los tubos aumentaban y
disminuían el área de su sección a lo largo de su longitud
a medida que las líneas de fuerza divergían de sus puntos
de origen, los polos o las cargas. El área de la sección de
un tubo de fuerza constituía una medida de la fuerza del
campo eléctrico o magnético en dicha sección, ya que el
producto del área de la sección y la potencia del campo
era constante a lo largo de la longitud del tubo, hallán­
dose determinada la magnitud de la constante por el nú­
mero de líneas de fuerza que formaban el tubo. Faraday
suponía que los tubos de fuerza tendían a contraerse lon­
gitudinalmente y a expandirse lateralmente, de manera
que los tubos que unían polos magnéticos o cargas eléc­
tricas distintas tendían a juntar dichos polos o cargas,
mientras que polos o cargas semejantes se repelían mu­
tuamente, dado que los tubos que irradiaban de ellos no
podían unirse y empujaban unos contra otros debido a
su expansión lateral. Ofrecía además una explicación de
la ley del inverso del cuadrado de las atracciones y repul­
siones eléctricas y magnéticas, dado que las líneas de fuer­
za eléctricas y magnéticas disminuían geométricamente
con el cuadrado de la distancia a su origen. En el caso de
la inducción electromagnética, Faraday sugería que la
cantidad de electricidad inducida en un conductor depen­
día del número de líneas de fuerza magnética aue cruza­
ba, mientras que la fuerza electromotriz generada era pro­
porcional a la tasa en que dichas líneas eran cortadas.
120 Sicphui i F. Masón

Tras su descubrimiento de la inducción electromagné­


tica, Faraday procedió a estudiar la influencia de los cuer­
pos materiales sobre los campos eléctricos de fuerza. En
1873 descubrió que un condensador eléctrico, constitui­
do por dos placas conductoras separadas por un material
aislante, tomaría de una fuente mantenida a un potencial
constante una cantidad de carga eléctrica dependiente del
material aislante particular utilizado. Cuando las placas
estaban separadas por el vacío, el condensador adquiría
una cantidad de carga eléctrica menor que cuando se usa­
ba un material aislante, y Faraday denominó a la razón
entre las cargas recibidas por el condensador en ambos ca­
sos la capacidad inductiva específica del material aislante.
A fin de explicar este descubrimiento, Faraday suponía
que las líneas de fuerza eléctrica se condensaban más en
un material aislante que en un vacío en proporción a la
capacidad inductiva específica del aislante, de modo que
las placas del condensador podían acomodar más carga
eléctrica en los extremos de las líneas de fuerza. En 1845
Faraday descubrió un tipo similar de interacción entre
cuerpos materiales y campos de fuerza magnéticos. Ha­
lló que muestras de diversas substancias en forma de ba­
rra, llamadas diamagnéticas, tendían a orientarse a través
del campo magnético, adoptando una posición en ángulo
recto con las líneas de fuerza, frente a lo que ocurría con
las barras de hierro y de otras substancias denominadas
paramagnéticas, que se orientaban a lo largo del campo
magnético, paralelas a las líneas de fuerza. A fin de ex-
f dicar dichos efectos, Faraday suponía que las líneas de
uerza magnética se rarificaban en las substancias diamag­
néticas, condensándose en el hierro y otros cuerpos para­
magnéticos.
Faraday se topó con el fenómeno del diamagnetismo
cuando buscaba alguna conexión entre la luz, el magne­
tismo y la electricidad. Situó un trozo de vidrio entre los
polos de un potente electroimán y observó que el vidrio
se orientaba a través del campo magnético. Al pasar un
haz de luz polarizada a través del vidrio a lo largo de las
Historia de las ciencias, 4 121

líneas de fuerza magnética, descubrió que el plano de po­


larización de la luz cambiaba. Tal interacción entre el
magnetismo y la luz lo llevó a sugerir en 1846 que la luz
Í>oaría consistir en vibraciones ondulatorias a lo largo de
as líneas de fuerza. Faraday preguntaba:

«Si no sería posible que las vibraciones que en deter­


minada teoría se supone que explican la radiación y
los fenómenos radiantes no podrían producirse en las
líneas de fuerza que conectan las panículas y consi­
guientemente las masas de materia; una idea que en
tanto en cuanto se admita, prescindirá del cter que,
desde otro punto de vista, se supone que es un medio
en el que tienen lugar dichas vibraciones.»

La pregunta de Faraday constituyó la primera sugeren­


cia de la teoría electromagnética de la luz que fue pro­
puesta en 1862 por Clerk Maxwell, 1831-79. Una línea
de investigación que estimuló el desarrollo de la teoría
fue el estudio de la relación entre electricidad estática y
corriente y, en concreto, la estimación de la velocidad de
la corriente eléctrica. Charles Wheatstone, 1802-75, pro­
fesor de física en Londres, midió en 1834 la velocidad de
la corriente eléctrica examinando chispas producidas en
los extremos de un largo circuito eléctrico con un espejo
Í;iratorio, estimando que la electricidad viajaba a una ve-
ocidad que era vez y media la velocidad de la luz. En
Francia, Fizcau obtuvo valores para la velocidad de la
electricidad en 1850 que oscilaban de un tercio de la ve­
locidad de la luz para cables de hierro a dos tercios para
los cables de cobre. Finalmente, Kirchhoff, 1824-87, en
Heidelberg, mostró en 1857 que la electricidad estática y
la corriente se relacionaban mediante una constante que
soseía las dimensiones de una velocidad y, comparando
Ía fuerza atractiva de dos cargas estáticas con la fuerza
magnética producida cuando se descargaban, demostró
que la constante poseía la misma magnitud que la velo­
cidad de la luz.
122 Stephen F. Masón

Clerk Maxwell, profesor de filosofía natural, primero


en Londres y luego en Cambridge, trató de poner en for­
ma cuantitativa y matemática las explicaciones en gran
medida cualitativas que Faraday había sugerido para los
fenómenos eléctricos y magnéticos. Ante todo, Faraday
desarrolló los aspectos cualitativos de la concepción de
Faraday de las líneas de fuerza, incorporando el éter de
la teoría ondulatoria de la luz. Maxwell suponía que las
líneas de fuerza eran tubos de éter que rotaban sobre sus
ejes. La fuerza centrífuga de dichas rotaciones hacía que
los tubos se expandiesen lateralmente y se contrayesen
longitudinalmente, tal y como Faraday había sugerido a
fin de explicar la atracción y la repulsión. Sin embargo,
dos tubos vecinos que rotasen en el mismo sentido se mo­
verían en direcciones opuestas en los puntos en que se to­
casen, algo que no era mecánicamente factible. Así pues,
Maxwell supuso que entre los tubos de éter había capas
de partículas que rotaban en dirección opuesta a la de los
tubos, a la manera de los rodamientos a bolas de los pi­
ñones libres. Si todos los tubos del éter rotasen a la mis­
ma velocidad, las partículas no cambiarían de posición,
mas en caso contrario, una partícula dada podría mover­
se linealmente con una velocidad que sería la media de
las velocidades circulares de los tubos de ambos lados.
Así, si por algún medio se alterase la velocidad rotatoria
de un tubo, se propagaría una perturbación a través del
sistema y las partículas se pondrían en movimiento lineal,
rodando de un tubo a otro. Maxwell consideraba que las
partículas eran de carácter eléctrico, por lo que pensaba
que dicho movimiento de las partículas constituiría una
corriente eléctrica.
Inversamente, si una partícula se desplazase de su po­
sición normal, se ejercería una tensión tangencial sobre
los tubos adyacentes y, dado que dichos tubos eran elás­
ticos, tenderían a restaurar a la panícula desplazada a su
lugar normal. Maxwell sugería que dicho estado de ten­
sión existía en el campo electrostático entre dos placas de
condensador, desplazando las cargas de las placas a las
Historia de las ciencias, 4 123

partículas eléctricas que, a su vez, provocaban una ten­


sión en los tubos de éter del espacio intermedio. Median­
te la consideración de la posibilidad de tensiones vibra­
torias en su modelo de éter, Maxwell dedujo de las leyes
de la dinámica que rigen la mecánica de su modelo que
se propagarían perturbaciones de carácter ondulatorio a
su través a la velocidad de la luz. Así pues, parecía que
la luz fuese un fenómeno electromagnético o, como de­
cía Maxwell, «que la luz consiste en ondulaciones trans­
versales del mismo medio, lo que constituye la causa de
los fenómenos eléctricos y magnéticos». En una substan­
cia distinta del medio etéreo del espacio vacío, Maxwell
mostró que las ondas electromagnéticas se propagarían
con una velocidad igual al producto de la velocidad de la
luz y la raíz cuadrada de la capacidad inductiva específi­
ca de la substancia. Dado que la velocidad de la luz en
una substancia transparente se relaciona con un índice de
refracción, parecía que la capacidad inductiva específica
de una substancia sería igual al cuadrado de su índice de
refracción, predicción que más tarde se confirmaría.
Maxwell no se preocupaba demasiado de la verificación
experimental de las diversas predicciones derivadas de su
teoría, ni tampoco desarrolló más los aspectos cualitati­
vos de su modelo del éter electromagnético, con su su-
gerente concepción de partículas de electricidad o elec­
trones. En su obra posterior, abandonó el modelo de éter
y se centró en las ecuaciones matemáticas que había de­
rivado para las perturbaciones de carácter ondulatorio del
éter, aplicando dichas ecuaciones a los fenómenos ópti­
cos. Otros científicos, especialmente Lord Kclvin en
Glasgow, que confiaban en los modelos mecánicos para
explicar por analogía los fenómenos naturales que estu­
diaban, hallaron algunas dificultades para comprender la
obra matemática de Maxwell, por lo que trataron de uni­
ficar los fenómenos de la luz, la electricidad y el magne­
tismo mediante el desarrollo de otros modelos del éter.
Kelvin señaló en el año 1884:
124 Stephen F. Masón

«No estoy satisfecho hasta haber construido un mo­


delo mecánico del objeto que estoy estudiando. Si
consigo hacer uno, comprendo; de lo contrarío, no.
Por consiguiente, no logro captar la teoría electro­
magnética de la luz. Deseo comprender la luz tan ple­
namente como sea posible sin introducir cosas que en­
tiendo aún menos. Por tanto me agarro a la simple di­
námica ya que ahí, y no en la teoría electromagnéti­
ca, puedo hallar un modelo.»

Consiguientemente, Kelvin trató de explicar en 1890


los fenómenos de la luz, la electricidad y el magnetismo
por medio del éter óptico de MacCullagh, cuyos elemen­
tos se suponía que resistían las tensiones rotatorias aun­
que no los desplazamientos lineales. Kelvin sugería que
los efectos eléctricos se debían a movimientos ae trasla­
ción de los elementos del éter de MacCullagh, mientras
que los fenómenos magnéticos se debían a rotaciones, de­
biéndose la luz a vibraciones de carácter ondulatorio. No
obstante, el modelo de MacCullagh implicaba que los
campos eléctricos aplicados a un medio transparente al­
terarían la velocidad de la luz en dicho medio, pero se de­
mostró que no ocurría así. Se propusieron muchos otros
modelos de éter durante la última mitad del siglo dieci­
nueve, modelos que explicaban con diverso grado de éxi­
to los fenómenos ahora múltiples de la luz, la electrici­
dad y el magnetismo. Algunos intentaron dar acomodo
en un modelo de éter incluso a las propiedades de la ma­
teria, sugiriendo Kelvin en 1867 que los átomos de ma­
teria eran anillos vorticiales del éter, como los anillos de
humo en el aire; pero resultaba difícil explicar en esos tér­
minos el peso y densidad de las substancias materiales. Fi­
nalmente todos los modelos de éter hubieron de ser aban­
donados junto con el espacio absoluto del que suminis­
traban la hipotética substancia cuando se demostró que
la idea de la velocidad absoluta de un cuerpo, esto es, su
velocidad relativa al éter, carecía de sentido.
Una consecuencia más importante de la teoría electro­
Historia de las ciencias, 4 125

magnética de la luz fue la señalada en 1883 por Fitzge-


rald, 1851-1901, profesor de filosofía natural en Dublín.
Señaló que, si la teoría de Maxwell fuese válida, habría
de ser posible generar radiaciones electromagnéticas de
manera exclusivamente eléctrica variando periódicamen­
te la corriente eléctrica en un circuito. Kclvin había de­
mostrado en 1853 que la descarga de una botella de Lei-
den y otros condensadores eléctricos era de naturaleza os­
cilatoria, con la carga oscilando de aquí allá mientras caía
a cero. Consiguientemente, Fitzgerald sugirió que un
condensador descargando sería una buena fuente de on­
das electromagnéticas predichas por la teoría de Maxwell,
y mostró que cuanto más corta fuese su longitud de onda,
mayor sería la cantidad de energía que transportarían y
más fáciles serían de detectar.
En 1886, Heinrich Hertz, 1857-94, luego profesor de
física en Bonn, descubrió un detector para dichas ondas.
Halló que las chispas eléctricas cruzarían una pequeña
brecha entre los dos extremos de un bucle de cable si éste
se mantenía en la vecindad de una botella de Leiden des­
cargándose o de una bobina de inducción en funciona­
miento. El bucle captaba las radiaciones electromagnéti­
cas emitidas por la botella o la bobina, transformándose
las radiaciones en una corriente eléctrica que se descar­
gaba a través de la brecha de las chispas. Con este senci­
llo aparato, Hertz procedió luego a mostrar que dichas
radiaciones poseían propiedades similares a las de la luz.
En 1888 demostró que las ondas electromagnéticas se re­
flejaban en las paredes de su laboratorio, pudiendo re­
fractarse en prismas de brea endurecida. Además, podían
difractarse y polarizarse como las ondas de luz, viajando
en línea recta con una velocidad que era del mismo or­
den que la velocidad de la luz. De este modo, Hertz ve­
rificó las predicciones más importantes de la teoría elec­
tromagnética de la luz de Maxwell, suministrando ade­
más los descubrimientos fundamentales en los que se ba­
saron los posteriores desarrollos de las emisiones radio­
fónicas y el radar.
Capítulo 7
La termodinámica, ciencia de
los cambios de energía

La ciencia de las relaciones entre las diversas formas de


energía —calor, luz, electricidad, magnetismo, energía
química y mecánica— surgió a partir del estudio de la
producción mecánica del calor por fricción y de la gene­
ración térmica de energía mecánica por medio de la má­
quina de vapor. Durante el siglo diecisiete, algunos filó­
sofos naturales, especialmente Bacon, Boyle, Hooke y
Newton, habían pensado que el calor era el movimiento
mecánico de las partículas diminutas de los cuerpos, au­
mentando con la temperatura el movimiento de dichos
movimientos. Con el desarrollo de la química en el siglo
siguiente, el calor se llegó a considerar como una subs­
tancia material sin peso, denominada «calórico», consi­
derándose que la fusión de un sólido y la evaporación de
un líquido eran una especie de reacción química entre la
materia del calor y la materia del sólido o líquido en cues­
tión.
Según la teoría del calórico, la producción de calor por
fricción se debía a la liberación de la materia del calor de
su combinación química o asociación mecánica con la ma-

126
Historia de las ciencias, 4 127

teña de los dos cuerpos frotados, de donde se seguía que


la cantidad de calor y la cantidad de frotamiento produ­
cidos tenían que ser proporcionales entre sí. El científico
americano emigrado, el conde Rumford, 1753-1814,
mientras perforaba un cañón en Munich, observó que la
cantidad de calor producido y la cantidad de barrenas
eran más o menos inversamente proporcionales. Las ba­
rrenas embotadas producían más calor y perforaban me­
nos que las afiladas, contradiciendo así la teoría del caló­
rico según la cual las perforadoras bien afiladas deberían
horadar el metal del cañón con mayor efectividad y libe­
rar mayor cantidad de materia del calor ligada al metal.
Rumford halló que una barrena embotada, que producía
muy poca o ninguna abrasión, generaba suficiente calor
para elevar unas dieciocho libras de agua al punto de ebu­
llición en dos horas y tres cuartos. Tal cantidad de calor
se producía tan sólo mediante energía mecánica, por lo
? |ue Rumford concluyó que el calor en sí mismo era una
orma de movimiento mecánico.
La teoría mecánica del calor no fue ampliamente acep­
tada en esa época, si bien Rumford halló un converso en
su futuro protegido de la Institución Real, Humphry
Davy. En 1799, Davy realizó un experimento en el que
se frotaban en el vacío dos trozos de hielo mediante un
mecanismo de relojería, manteniéndose todo el aparato a
la temperatura del punto de congelación del agua. Seña­
laba que parte del nielo se fundía como resultado de la
fricción mecánica, por lo que Davy suponía por el expe­
rimento que el calor era «un movimiento particular, pro­
bablemente una vibración de los corpúsculos de los cuer­
pos». Thomas Young propuso en 1807 una teoría mecá­
nica del calor un tanto distinta, suponiendo, merced al es­
tudio del calor radiante emitido por cuerpos incandescen­
tes y el efecto de calentamiento de la región infra-roja del
espectro, que el calor podría ser una vibración ondulato­
ria similar a la luz. No obstante la teoría mecánica del ca­
lor encontró escaso apoyo en aquel momento y en gene­
ral fue la teoría material del calor, la idea del calórico, la
128 Stephen F. Masón

que resultó unánimemente aceptada hasta mediados de si-


gl°- .
Mientras tanto se investigaban en Francia los factores
que regían la conversión del calor en energía mecánica en
virtud de la máquina de vapor. Tales factores no se ha­
bían estudiado con mucha dedicación en Gran Gretaña,
a pesar de que para entonces la máquina de vapor se ha­
bía venido usando durante más de un siglo. Watt había
diseñado un diagrama indicador que mostraba gráfica­
mente cómo variaba la presión del vapor con el volumen

D iagram a indicador de W att: el papel se monta sobre un tablero que


sube y b aja con el pistón. M ientras tanto, un manómetro con un resorte
m ueve a derecha e izquierda un brazo en cuyo extremo hay un lápiz
que traza autom áticam ente la curva presión/volum en del vapor.

efectivo del cilindro en una máquina de vapor; mas pare­


ce que ni Watt ni ningún otro científico británico dedujo
nada en aquel momento de esos diagramas. Los ingenie­
ros británicos, como Watt, eran en gran medida autodi­
dactas, mientras que los ingenieros franceses de comien­
zos del siglo diecinueve se educaban con los científicos
teóricos en la Escuela Politécnica, razón por la cual esta­
1listona de las ciencias, 4 129

ban más capacitados para abordar la teoría de la máquina


de vapor y la teoría de máquinas en general.
Tanto los científicos teóricos como los ingenieros prác­
ticos de Francia estudiaban el problema del calor, y am­
bos, hablando en general, abrazaron la teoría material del
calor, considerando el calórico como un fluido imponde­
ral. Fourier, 1768-1830, perteneciente a la escuela de fí­
sica teórica de la Escuela Politécnica, publicó en 1822 su
Teoría analítica del calor, en la que trataba del flujo de
calor a través de sólidos, de un nuevo método de análisis
matemático y de la teoría de dimensiones que había sido
sugerida, aunque no desarrollada, por Descartes. Fourier
se ocupaba principalmente de los fenómenos de conduc­
ción térmica y no de los efectos mecánicos del calor.
Cuando se calientan, los cuerpos se expanden y produ­
cen fuerza mecánica, señaló Fourier, «pero no son esas
dilataciones las que calculamos cuando investigamos las
leyes de la propagación del calor». De hecho Fourier era
de la opinión de que el estudio de los fenómenos térmi­
cos era una ciencia distinta de la mecánica.

«Hay una amplia variedad de fenómenos», escribió


Fourier, «que no se producen mediante fuerzas me­
cánicas, sino que resultan exclusivamente de la pre­
sencia y acumulación de calor. Esta parte de la filo­
sofía natural no puede subsumirse bajo las teorías di­
námicas, sino que posee principios suyos particula­
res, utilizando un método similar al de las otras cien­
cias exactas.»

Los ingenieros franceses, por otro lado, se ocupaban


primordialmente de la conexión entre los efectos térmi­
cos y mecánicos. En 1824, un ingeniero militar francés,
Sadi Carnot, 1796-1832, publicó sus Reflexiones sobre la
fuerza motriz del fuego, en la que trataba de analizar los
factores determinantes de la producción de energía me­
cánica a partir de calor en la máquina de vapor y en las
máquinas de calor en general. Carnot llamó la atención
130 Stephen F. Masón

entre el hecho de que en la máquina de vapor el calor


fluía de una región de alta temperatura, la caldera, a una
región de baja temperatura, el condensador, generándose
trabajo mecánico mediante el cilindro y el pistón durante
el proceso. A este respecto, Carnot consideraba que la
máquina de vapor era análoga a otro motor primario, la
rueda hidráulica.

«Podemos comparar exactamente la potencia motriz


del calor con la de una caída de agua», escribió Car­
not. «La fuerza motriz de una caída de agua depende
de la altura y de la cantidad de fluido; la fuerza mo­
triz del calor depende de la cantidad de calórico em­
pleado y de lo que podemos denominar su altura de
caída, es decir, la diferencia de temperatura de los
cuerpos entre los que se intercambia el calórico.»

Esta analogía, junto con la teoría del calórico en que


se basaba, condujo a Carnot a la conclusión incorrecta de
que nada de calor se perdía o se convertía en energía me­
cánica durante la operación de la máquina de vapor. Pen­
saba que era la misma la cantidad de calor que cedía la
caldera a la temperatura superior y la que recibía el con­
densador a temperatura inferior. N o obstante, la analo­
gía lo llevó también a la idea fructífera de que la cantidad
de energía producida por una máquina de vapor depen­
día únicamente, en principio, de la diferencia de tempe­
ratura entre la caldera y el condensador, y de la cantidad
de calor que pasaba de la una al otro. Parecía, por tanto,
que todas las máquinas de vapor y todas las máquinas de
calor en general habrían de tener la misma eficiencia cuan­
do operaban entre los mismos niveles de temperatura.
Apoyó esta conclusión, conocida como principio de Car­
not, señalando que si no fuese cierta, entonces sería po­
sible el movimiento perpetuo. Si dos máquinas de calor
perfectas que operasen entre los mismos niveles de tem­
peratura no poseyesen la misma eficiencia, sería posible
que la más eficiente hiciese trabajar al revés a la menos
Historia de las ciencias, 4 131
eficiente, bombeando calor de la temperatura inferior a
la superior, dejando así intactas las condiciones térmicas
y generando no obstante un exceso neto continuo de
energía mecánica. Carnot sostenía la imposibilidad del
movimiento perpetuo y, por consiguiente, postulaba que
todas las máquinas de calor que trabajaban entre los mis­
mos niveles de temperatura eran igualmente eficientes, in­
dependientemente de su modo de operar o del material
empleado para transportar el calor y realizar trabajo; esto
es, resultaban igualmente eficientes fuesen máquinas de
cilindros o turbinas, utilizasen vapor, aire o cualquier otra
substancia de trabajo.
Más adelante, en 1830, Carnot se dio cuenta de que su
comparación de la máquina de vapor con la rueda hidráu­
lica no era exacta, y que una parte del calor se convertía
en energía mecánica, perdiéndose durante la operación de
la máquina. De ahí que abandonase la teoría del calórico
y adoptase el punto de vista según el cual el calor no era
más que los movimientos de las partículas de los cuer­
pos, siendo interconvertibles y equivalentes la energía tér­
mica y la mecánica. No obstante, Carnot murió en la epi­
demia de cólera de 1832, y sus puntos de vista últimos,
apuntados en sus cuadernos de notas, no se publicaron
hasta 1878. El trabajo primitivo de Carnot, basado en la
teoría del calórico, fue desarrollado por otro ingeniero
francés, Clapeyron, 1799-1864, profesor de la Escuela de
Caminos y Puertos de París. En 1834, Clapeyron resuci­
tó o redescubrió el diagrama indicador de Watt que mos­
traba cómo la presión variaba con el volumen del cilin­
dro de la máquina de vapor durante un ciclo de su ope­
ración. Señaló que el área del gráfico presión-volumen su­
ministraba una estimación del trabajo realizado en un ci­
clo de cambios, sugiriendo que la razón entre el trabajo
realizado y la cantidad de calor suministrada durante el
ciclo proporcionaba una medida de la eficiencia de la má­
quina de calor.
La importancia de la obra de Carnot, que se conoció
a través de Clapeyron, no fue generalmente apreciada
132 Stephen F. Masón

hasta los años cincuenta, dirigiéndose mientras tanto la


atención de nuevo al problema de la producción de calor
a partir del movimiento mecánico y otras fuentes de ener­
gía. En Alemania el tema se abordó desde un punto de
vista químico y biológico. Lavoisier había mostrado que
la razón entre la cantidad de calor y la cantidad de dió­
xido de carbono producido por los animales era aproxi­
madamente igual a la razón entre calor y dióxido de car­
bono producido por la llama de las velas. Así pues, no
parecía descabellado que el calor de las criaturas de san­
gre caliente derivase de la energía química de la combus­
tión de los alimentos. Liebig, que se había educado en Pa­
rís, suponía que la energía mecánica de los animales, así
como el calor de sus cuerpos, podría derivar de la ener­
gía química de sus alimentos. La opinión de los científi­
cos alemanes se hallaba dividida al respecto, mantenien­
do algunos que las actividades de los organismos depen­
dían de una fuerza vital peculiar de los seres vivos. Uno
de los discípulos de Liebig, Friedrich Mohr, 1806-79,
adoptó el punto de vista mecanicista, del que derivó la
idea de que todas las diversas formas de energía eran ma­
nifestaciones de la fuerza mecánica.

«Además de los cincuenta y cuatro elementos quími­


cos conocidos», escribía Mohr en 1837, «existe en la
Naturaleza un solo agente más, denominado fuerza.
Bajo condiciones adecuadas puede aparecer como
movimiento, cohesión, electricidad, luz, calor y mag­
netismo... Así pues, el calor no es un tipo particular
de materia, sino un movimiento oscilatorio de las me­
nores partes de los cuerpos.»

Este punto de vista se propuso de nuevo en 1842 gra­


cias a Robert Mayer, 1814-78, un médico de Helbronn,
Baviera. Mientras servía en un barco en los trópicos, Ma­
yer se dio cuenta de que la sangre venosa de sus pacien­
tes era más roja de lo que había observado en Europa.
Atribuyó la diferencia a la mayor cantidad de oxígeno en
Historia de las ciencias, 4 133

la sangre venosa bajo condiciones tropicales, debiéndose


el exceso de oxígeno a la disminución de la combustión
de los alimentos que suministraba el calor corporal. El fe­
nómeno parecía apoyar la opinión de que el calor del
cuerpo provenía de la energía química de la comida, y
Mayer suponía que la energía mecánica de los músculos
provenía de la misma fuente, siendo intercambiables y
convertibles la energía mecánica, el calor y la energía quí­
mica. A su vuelta a Alemania, Mayer continuó con el
tema. Se sabía desde principios de siglo que los gases que
se expanden en un vacío no sufren cambio térmico, mien­
tras que los gases que se expandían contra una presión
opuesta, realizando de este modo trabajo mecánico, ab-
sorvían calor. Mayer se dio cuenta de que en este último
caso el trabajo mecánico producido provenía del calor ab­
sorbido, siendo ambos equivalentes, y a partir de los da­
tos publicados relativos a los cambios térmicos que acom­
pañaban a la expansión de los gases, calculó la cantidad
de calor equivalente a una cantidad dada de energía me­
cánica.
El artículo de Mayer, como el anterior de Mohr, fue
rechazado por Poggendorf, el editor de la principal re­
vista de física de Alemania, basándose en que no conte­
nía ningún trabajo experimental. Esta era una condición
de la política editorial de Poggendorf y otros físicos ale­
manes, quienes deseaban evitar las tendencias especulati­
vas de la filosofía natural de la época. Por este artículo,
que terminó siendo publicado en una revista de química
editada por Liebig y Mohr, en 1842, parece que Mayer
era una especie de filósofo de la naturaleza, aunque sus
especulaciones desembocaron en un logro positivo. Las
fuerzas, argumentaba, eran esencialmente causas, y dado
que las causas eran indestructibles y convertibles en efec­
tos, se seguía que las fuerzas eran asimismo indestructi­
bles e interconvertibles.
«En muchos casos, el movimiento tiene por único
efecto producir calor», escribía Mayer, «y así el ori­
gen del calor no tiene otra causa que el movimiento.»
134 Stephcn F. Masón

Otro alemán que llegó a la idea de la conservación e


interconversión de las diferentes formas de energía, tam­
bién desde una perspectiva biológica, fue Hermann
Helmholtz, 1821-94, profesor de fisiología en Kónigsberg
y luego profesor de física en Berlín. Oponiéndose a los
vitalistas, Helmholtz argüía que los organismos vivos se­
rían máquinas de movimiento perpetuo si derivasen la
energía de una fuerza vital especial, aparte de la energía
derivada de su alimentación. El principio de la imposibi­
lidad del movimiento perpetuo indicaba por tanto que los
animales obtenían su energía sólo de sus alimentos, con­
virtiendo la energía química de la comida en una canti­
dad equivalente de calor y trabajo mecánico. Helmholtz
argumentaba además que si el calor y otros tipos de ener­
gía fuesen en sí mismos formas de movimiento mecáni­
co, entonces el principio de que la cantidad total de ener­
gía del universo es constante se sigue de la ley de la con­
servación de la energía mecánica establecido en los siglos
diecisiete y dieciocho. Poggendorf rechazó el primer ar­
tículo de Helmholtz sobre el principio de la conservación
de la energía, tal y como había hecno con los de Mohr y
Mayer, si bien se publicó en otro lugar.
El trabajo experimental que estableció el principio de
la conservación de la energía lo realizó en Inglaterra Ja­
mes Prescott Joule, 1818-89, un cervecero y científico afi­
cionado de Manchester. Como Mayer y otros, Joule es­
taba convencido de que la energía era indestructible, pu-
diendo manifestarse bajo diversas formas; pero, frente a
los alemanes, trataba de mostrar experimentalmente que
era así, midiendo sistemáticamente las cantidades de di­
versas formas de energía que podían convertirse en una
cantidad dada de calor. También Joule disponía de una
imagen plenamente mecánica del mundo material, cre­
yendo que el calor era los movimientos de las partículas
de los cuerpos, por lo que el calor era básicamente lo mis­
mo que la energía mecánica. No soportaba la concepción
de la filosofía natural de Mayer, quien subrayaba que el
equivalente mecánico del calor era un puro número, ex­
Historia de las ciencias, 4 135

presando la transformación cualitativa de una forma de


energía en otra independientemente de la teoría mecánica
del calor o de cualquier otro modelo teórico.
Joule estudió antes que nada el tema de la electricidad
que avanzaba entonces rápidamente; mas, frente a otros
grandes electricistas, Davy y Faraday, Joule se centró en
los efectos térmicos de la corriente eléctrica. En 1840 mi­
dió el calor generado por una corriente eléctrica que fluía
por una resistencia, descubriendo que el calor producido
en un tiempo dado era proporcional a la resistencia del
circuito y al cuadrado de la corriente que fluía por él, re­
lación conocida como ley de Joule. Partiendo de este ex­
perimento, Joule suponía que la energía eléctrica se con­
vertía en calor por la resistencia, aunque tenía en mente
la posibilidad de que el calor fuese una substancia mate­
rial, el calórico, transportado de una parte a otra del cir­
cuito por la corriente. Desechó esta última posibilidad en
1843, midiendo el trabajo mecánico gastado en hacer fun­
cionar una dinamo cerrada en un recipiente con agua,
cuyo aumento de temperatura proporcionaba una estima­
ción del calor producido. Aquí el circuito se hallaba com­
pletamente cerrado, de modo que el aumento de tempe­
ratura del agua se debía a la conversión de energía mecá­
nica en electricidad y de la electricidad en calor, y no al
transporte de calórico de una parte a otra del circuito.
Habiéndose convencido de que las diversas formas de
energía podían convertirse cuantitativamente unas en
otras, Joule midió con precisión la cantidad de calor pro­
ducido mecánicamente por una rueda de palas que agita­
ba agua, hallando que 772 libras por pie de trabajo me­
cánico producían y equivalían al calor requerido para ele­
var una libra de agua 1°F.
Las investigaciones de Joule no llamaron inmediata­
mente la atención. La Sociedad Real rechazó la publica­
ción de dos de sus artículos, cosa que no sorprendió a
Joule, dado que era consciente de la diferencia que me­
diaba entre los intereses y valores de los caballeros cien­
tíficos de la Sociedad Real y los del Manchester indus­
136 Stephen F. Masón

trial. No obstante, en la reunión de 1847 de la Asocia­


ción Británica, William Thompson (Lord Kelvin),
1824-1907, se dio cuenta de la importancia de su trabajo,
señalando que los resultados de Joule entraban en con­
tradicción con la teoría de las máquinas de calor elabo­
radas por los ingenieros franceses. Los experimentos de
Joule mostraban que la energía mecánica se convertía
cuantitativamente en calor, mientras que la teoría france­
sa sugería que no tenía lugar el cambio inverso; que en
la máquina de vapor el calor no se transformaba en ener­
gía mecánica, sino que se limitaba a caer de una tempe­
ratura alta a otra baja.
Inicialmente Kelvin adoptó el punto de vista francés
tal y como estaba, dado que parecía más fructífero. En
1848 Kelvin mostró que se podía basar una escala abso­
luta de temperatura en la teoría de Carnot de las máqui­
nas de calor perfectas. Hasta ese momento, las tempera-
1 1' ’’ 1 1 ipansión de sólidos, lí-
tomándose incremen-
imación de incrementos
iguales de temperatura. N o obstante, las escalas de tem­
peratura basadas en distintas substancias termométricas
no concordaban plenamente entre sí. El termómetro de
mercurio difería ligeramente del de gas, no existiendo ra­
zón alguna para tomar las medidas de uno como más fun­
damentales que las del otro. La teoría de Carnot indica­
ba que todas las máquinas de calor perfectas que opera­
ban entre las mismas diferencias de temperatura deberían
ser igualmente eficientes, independientemente de cuáles
fuesen sus substancias de trabajo, vapor, aire, etc. Por
tanto Kelvin sugirió que los incrementos ¡guales de tcm-
[>eratura en una escala absoluta podrían definirse como
os rangos de temperatura en los que una máquina de ca­
lor perfecta operaría con iguales eficiencias. Más tarde,
en 1854, una vez que la teoría del calórico hubo sido uni­
versalmente abandonada, Kelvin propuso otra escala ab­
soluta en la que los incrementos iguales de temperaturas
se tomaban como rangos de temperaturas en los que la
Historia de las ciencias, 4 137

máquina de calor producía las mismas cantidades de tra­


bajo, mostrando que dicha escala correspondía muy pró­
ximamente a la escala del termómetro de gas.
Kelvin, en Glasgow, y Rudolph Clausius, 1822-88, en
Berlín, asimilaron las opiniones de Joule, Mayer y otros
a la teoría de las máquinas de calor. Se dieron cuenta de
?[ue cuando los gases y vapores se expandían contra una
uerza opuesta, realizando trabajo mecánico, perdían ca­
lor, convirtiéndose una parte en energía mecánica y gas­
tándose de este modo en hacer funcionar la máquina de
vapor. Se hallaba así superado el obstáculo principal de
la ley de la conservación e interconvertibilidad de las di­
ferentes formas de energía, formulando Claus y Kelvin
la ley como principio general en 1851. Mientras que la
cantidad de calor decrecía durante el ciclo de operacio­
nes de la máquina de calor de Camot, se observaba la
existencia de una magnitud que permanecía constante a
lo largo del ciclo. La cantidad de calor cedida era menor
que la tomada por la máquina, pero la cantidad de calor
tomada partida por la temperatura de la fuente de calor
poseía cuantitativamente el mismo valor que la cantidad
de calor cedida dividida por la temperatura del refrigera­
dor. Clausius dio a este cociente el nombre de entropía
en 1865.
Clausius señaló que la máquina perfecta de Camot era
más bien una abstracción, ya que en la experiencia diaria
los cuerpos calientes tienden a enfriarse espontáneamen­
te y los fríos, a calentarse; mas si los objetos naturales
constasen de pares de máquinas de calor de Camot, una
de las cuales hiciese funcionar al revés a la otra, los cuer­
pos calientes permanecerían siempre calientes y los fríos,
siempre fríos. En los procesos térmicos espontáneos,
como es el caso de la conducción de calor por una barra
de metal, la cantidad de calor permanecía constante mien­
tras que la temperatura disminuía. La entropía, la canti­
dad ae calor dividida por la temperatura, tendía por con­
siguiente a aumentar en los procesos naturales espontá­
neos y no a permanecer constante como en la máquina
138 Stcphen F. Masón

de calor perfecta. Esa era la segunda ley de la termodi­


námica. «La entropía del mundo tiende a un máximo»,
como decía Clausius, siendo la primera ley el principio
ahora familiar de la conservación de la energía, «la ener­
gía del mundo es constante».
Las leyes y la termodinámica se interpretaron dinámi­
camente por obra de Clausius y otros en términos de la
teoría atómica de la materia. En 1857 Clausius resucitó
la teoría de que los gases constaban de moléculas en mo­
vimiento, siendo la presión del gas el resultado del im-
Í>acto de las moléculas en las paredes del recipiente que
o contenía. La energía calórica de un gas residía en la
energía cinética de los movimientos de las moléculas, au­
mentando las velocidades de dichas moléculas con la tem­
peratura. Desarrollando más la teoría cinética de los ga­
ses, Clerk Maxwell mostró en Londres el año 1866 que
las colisiones aleatorias de las moléculas de un gas darían
a unas pocas moléculas más energía que la media, dejan­
do a otras pocas con menos energía. Calculó probabilís-
ticamcnte la fracción de un conjunto de tales moléculas
3 ue presentarían un exceso dado de energía por encima
e la media, resultado que más tarde sería importante para
tratar las situaciones en que unas pocas moléculas ener-
gizadas se suponía que superaban una barrera de energía,
sufriendo una transformación, como ocurre en las reac­
ciones químicas o en el escape de las moléculas de la su­
perficie de un líquido o un sólido. Maxwell señalaba que
para un ser aue pudiese manejar moléculas individuales
de gas, no valdría el segundo principio de la termodiná­
mica, ya que tal «demonio» podría separar las moléculas
de movimiento más rápido cíe las más lentas, creando así
una diferencia de temperatura sin gasto de energía. Kel-
vin pensaba que los animales y las plantas podrían con­
tener tales «demonios de Maxwell», pero el propio Max­
well sostenía que las criaturas vivas obedecían las leyes
de la termodinámica del mismo modo que los objetos
inorgánicos.
En términos de la teoría atómica, la primera ley de la
Historia de las ciencias, 4 139

termodinámica se concebía como idéntica al principio an­


terior de la conservación de la energía cinética durante el
impacto de los cuerpos, ya que la energía calórica se iden­
tificaba con la energía mecánica de las moléculas de la ma­
teria. La segunda ley de la termodinámica fue interpreta­
da por el físico austríaco Ludwig Boltzmann, 1844-1906,
en el sentido de que, en los movimientos espontáneos de
energía, como la conversión de energía mecánica en calor
o el enfriamiento de los cuerpos calientes, las moléculas
del sistema implicado tendían a una distribución aleato­
ria o maxwelliana de sus energías. Tal distribución era la
más probable, siendo la más aleatoria o desordenada,
mientras que otras distribuciones más ordenadas poseían
una probabilidad menor. Así, el aumento espontáneo de
la entropía de un sistema podría ponerse en correlación
con el aumento en la distribución probable de las ener­
gías moleculares de dicho sistema, mostrando Boltzmann
en 1877 que la entropía era proporcional al logaritmo de
la probabilidad.
La segunda ley de la termodinámica y su interpreta­
ción molecular confirió sentido físico y dirección al paso
del tiempo, que hasta entonces había estado ausente del
sistema mecánico newtoniano. En principio, la mecánica
del mundo newtoniano era reversible. Teóricamente, una
bala de cañón podría rebotar tras alcanzar el blanco y re­
correr de nuevo hacia atrás su trayectoria hasta el cañón
de que había partido. Según la segunda ley de la termo­
dinámica, tal posibilidad era absolutamente irrealizable.
El movimiento ordenado y unidireccional del proyectil
se transformaría continuamente por la resistencia de la
fricción del aire, convirtiéndose en calor; esto es, en mo­
vimientos aleatorios y desordenados de las moléculas del
aire y del proyectil, por lo que finalmente todo vestigio
del ordenado movimiento lineal se destruiría cuando el
proyectil alcanzase el blanco, transformándose el movi­
miento ordenado en movimientos térmicos aleatorios del
proyectil y de su blanco. Tales cambios eran irreversi­
bles: la energía mecánica se perdía permanentemente en
MO Stcphen F. Masón

el mundo cuando se transformaba en calor y cuando éste


se dispersaba.
La tasa espontánea de dispersión de la energía en pro­
cesos tales como el enfriamiento gradual del sol por la
constante emisión de radiación daba una medida del flu­
jo del tiempo. En 1854, Kelvin señaló: «por lo que res-
E ecta al sol, podemos ahora retroceder y avanzar en su
istoria con ios principios de Newton y Joule». Pouillet
midió en Francia la emisión anual de calor procedente del
sol, algo que hizo también independientemente John
Herschel en el cabo de Buena Esperanza el año 1837. Sus
cifras mostraban una buena concordancia, estimando
Herschel que el sol emitía suficiente calor en un año como
para fundir una capa de hielo que cubriese la tierra con
un espesor de un centenar de pies. Mayer, en Heilbronn,
señaló en 1848 que si el sol fuese una masa de carbón, ar­
dería a la tasa actual en cinco mil años, sugiñendo que la
energía cinética de los meteoros y asteroides que cayesen
en el sol suministraría calor suficiente para semejante emi­
sión anual. En Inglaterra, Waterston propuso indepen­
dientemente la misma hipótesis en 1853, aunque se de­
mostró que si la misma densidad de meteoros cayese so­
bre la tierra, sus impactos la pondrían permanentemente
al rojo vivo. Helmholtz propuso en 1854 una hipótesis
más satisfactoria, sugiriendo que las mutuas atracciones
gravitatorias de las partículas que componen el sol harían
que éste se contrajese y, por ello, la energía potencial de
las partículas, las fuerzas gravitatorias entre ellas, se con­
vertiría en energía cinética; esto es, en calor. Una con­
tracción de unos pocos centenares de pies al año explica­
ría la emisión anual de energía térmica por parte del sol,
aunque ello pondría un límite a la posible edad del sol
tanto en el pasado como en el futuro. Los cálculos basa­
dos en ello mostraban que el sol había existido entre vein­
te y treinta millones de años, perdurando otros diez mi­
llones de años aproximadamente.
Se podían realizar estimaciones similares de la edad de
la tierra a partir de su tasa de enfriamiento. Kelvin mos­
Historia de las ciencias, 4 141

tró en 1862 que la edad habitable de la tierra no sería su­


perior a doscientos millones de años, y para 1899 había
acortado el límite a de veinte o cuarenta millones de años.
Tales estimaciones se hallaban en oposición a los valores
de la edad de la tierra determinada por los geólogos a par­
tir del grosor total de los estratos sedimentarios dispues­
tos en su orden histórico y de la tasa de depósito del ma­
terial de aluvión que forma nuevas rocas sedimentarias en
los deltas de los ríos. Por este procedimiento, los geólo­
gos estimaban que la formación de las rocas sedimenta­
rias había necesitado un período de al menos doscientos
millones de años, incluyendo algunas estimaciones geo­
lógicas el tiempo empleado en la formación de las rocas
presedimentarias, llegando así hasta cuatrocientos millo­
nes de años. Algunos estudiosos de la termodinámica
consideraban que los geólogos tenían que estar equivo­
cados. En una sesión cíe la Sociedad Geológica de Glas­
gow, celebrada en 1866, Kelvin señaló:

«Parece imponerse ahora una notable reforma en la


especulación geológica. En el momento actual, la geo­
logía popular británica se halla en directa oposición a
los principios de la filosofía natural.»

Huxley, de la Escuela de Minas de Londres, respondió


en 1869 que los elementos de juicio geológicos eran tan
válidos como los físicos, pudiendo ocurrir que los físicos
se equivocasen. En 1900, un año después ae que Kelvin
hubiese comunicado su estimación corta de veinte a cua­
renta millones de años para la edad de la tierra, el geó­
logo james Geikie señaló que la comprensión de la cor­
teza terrestre resultante de nada menos que cien millones
de años de enfriamiento era insuficiente para explicar el
grosor de las rocas plegadas de los Alpes. En 1899, otro
geólogo, Chamberlin, sugirió que la teoría de los físicos
podría ser incompleta, ya que los átomos podrían poseer
perfectamente organizaciones complejas y enormes ener­
142 Stephen F. Masón

gías aue se liberaban en las condiciones dadas en el inte­


rior del sol.
El fenómeno de la radiactividad, descubierto por Bec-
querel en 1896, llevó al desarrollo de las teorías de la ener­
gía solar siguiendo las vías apuntadas por Chamberlin,
Í iroduciendo métodos adicionales para estimar la edad de
a tierra, los cuales verificaron substancialmente las esti­
maciones realizadas anteriormente por los geólogos. Se
descubrió que el uranio se desintegra a una tasa del uno
por ciento cada sesenta y seis millones de años, termi­
nando por desembocar en una forma ligera de plomo.
Por consiguiente, las edades de los estratos rocosos se po­
drían determinar a partir de la cantidad relativa de ura­
nio y plomo ligero que contenían, mostrando los resul­
tados que la estimación de la edad de las rocas sedimen­
tarias realizada por los geólogos eran de un orden correc­
to, y que algunos minerales se habían depositado incluso
hacía 1985 millones de años.
Otro de los campos sobre los aue influyó la ciencia de
la termodinámica fue la filosofía de la ciencia. Carnot ha­
bía mostrado que las operaciones de una máquina de ca­
lor eran independientes de la materia que constituía la
substancia de trabajo particular de dicha máquina, y otros
físicos posteriores subrayaron que la termodinámica no
entrañaba ninguna presuposición o hipótesis relativa a la
naturaleza de la materia, dado que dicha ciencia trataba
sólo de los cambios de energía. Las leyes de la electrodi­
námica se habían interpretado en términos de la teoría
atómica de la materia, mas dicha interpretación no era
esencial para la ciencia. La termodinámica podía proce­
der sin un modelo teórico acerca de la naturaleza de la
materia y ciertamente podía proceder sin suponer que la
materia existiese objetivamente. Así, algunos estudiosos
de la termodinámica, especialmente Wilhelm Ostwald,
1853-1932, profesor de química en Leipzig, sugirió que
los fenómenos de la naturaleza eran tan sólo manifesta­
ciones de energía y sus múltiples transformaciones, fun­
dando así la denominada escuela «Energetik».
Historia de las ciencias, 4 143

«Lo que oímos», escribió Ostwald, «se origina gra­


cias al trabajo ejercido sobre el tímpano y el oído me­
dio por las vibraciones del aire. Lo que vemos es sólo
energía radiante que realiza una operación química
sobre la retina, lo que se percibe como luz... Desde
este punto de vista, la totalidad de la naturaleza apa­
rece como una serie de energías espacial y temporal­
mente cambiantes de la que tenemos conocimiento en
la medida en que inciden sobre el cuerpo, especial­
mente sobre tos órganos de los sentidos, organizados
por la recepción de las energías apropiadas.»

Una vez abandonadas las hipótesis relativas a la natu­


raleza de la materia, no parecían existir razones muy bue­
nas para mantener hipótesis relativas a la naturaleza de la
energía. La naturaleza podría considerarse como una su­
cesión de fenómenos observados y la ciencia, como una
actividad que correlacionaba dichos fenómenos. Mayer
señaló que el equivalente mecánico del calor era un puro
número que correlacionaba diferentes fenómenos y que
era independiente de la teoría mecánica del calor, de la
teoría calórica del mismo o de cualquier otra y, por ende,
en su concepto, valía más que cualquier hipótesis.
«Un solo número posee un valor más real y perma­
nente que una costosa biblioteca de hipótesis», escri­
bió Mayer; «el intento de penetrar mediante hipóte­
sis en las recónditas interioridades del mundo es del
mismo tipo que los esfuerzos de los alquimistas.»

Este punto de vista lo desarrolló en 1872 Ernest Mach,


1838-1916, profesor de física en Praga y luego profesor
de filosofía en Viena. Mach atacó la tendencia dominante
de los científicos a explicar los fenómenos de la natura­
leza en términos de modelos mecánicos teóricos, como
la teoría atómica de la materia utilizada en química y los
diversos continuos de éter inventados para explicar los fe­
nómenos de la luz, la electricidad y el magnetismo. Se­
ñalaba que en termodinámica no se empleaban modelos
144 Sttphen F. Masón

mecánicos de la naturaleza, correlacionándose los fenó­


menos observados entre sí de manera directa. Por consi­
guiente, sugería que era la termodinámica y no la mecá­
nica el prototipo de todas las ciencias, debiéndose aplicar
su metodología a las demás ciencias a fin de liberarlas de
todas las imágenes hipotéticas y constructos teóricos.
Mach era de la opinión de que la ciencia constaba esen­
cialmente de un cuerpo de hechos y fenómenos observa­
dos unidos mediante un cierto número de leyes o reglas.
Las leyes de la naturaleza eran realmente expedientes de­
sarrollados para recordar de manera conveniente y eco­
nómica los hechos, dado que la mente humana era dema­
siado débil para retener todo lo observado. Una ley cien­
tífica, escribió Mach,

«no posee un ápice más de valor fáctico que los he­


chos aislados tomados conjuntamente, residiendo
simplemente su valor en su conveniencia. Posee un
valor utilitario... La ciencia nunca hubiese surgido si
todos los hechos particulares, todos los fenómenos se­
parados, fuesen para nosotros tan directamente acce­
sibles como deseamos que sea su conocimiento».

Según Mach, la tarea de la ciencia era subsumir clases de


hechos observados bajo relaciones generales que descri­
biesen todos los casos particulares del dominio cubierto
sin introducir ninguna hipótesis o modelos teóricos. Este
fiunto de vista, denominado por Mach en 1896 el de la
ísica fcnomcnológica, no carecía de atractivo para algu­
nos investigadores en el campo de la termodinámica, aun­
que la mayoría de los científicos abrazaban sus teorías y
sus modelos mecánicos de la naturaleza.
Las más severas críticas de Mach y su escuela se orien­
taban a los partidarios de la teoría atómica, quienes la ha­
bían aplicado con éxito al campo de la termodinámica.
Los teóricos atomistas, señalaba Mach, habían tratado de
«formular una idea tan completamente ingenua y burda
como es la que sostiene que la materia es el objeto fun­
Historia de las ciencias, 4 145

damental absolutamente incambiable de la física». No


obstante, el propio Mach no escapaba por completo al in­
flujo de la teoría atómica; ciertamente, en cierto sentido,
el punto de vista atómico era fundamental a su sistema,
dado que concebía el mundo del científico como una co­
rriente de hechos unidad observados o percepciones ató­
micas. Uno de sus seguidores, Ludwig Wittgenstein, se­
ñaló explícitamente que «la totalidad de los hechos ató­
micos existentes constituye el mundo». Tal punto de vis­
ta descansaba en la teoría psicológica de que los fenóme­
nos se percibían como elementos unidad, teoría que ha­
bía resultado del modelo atómico-mecánico del universo
desarrollado por los filósofos naturales ingleses y france­
ses de los siglos diecisiete y dieciocho.
La filosofía fenomenológica de la ciencia de Mach no
dejó de ser puesta en tela de juicio. Boltzmann protesta­
ba en 1899 señalando que Mach había transgredido la dis­
tinción entre teorías metafísicas y científicas, empobre­
ciendo los conceptos de la ciencia al sustituir el marco
conceptual de espacio y tiempo por la corriente unidi­
mensional de hechos unidad observados. Al defender la
teoría atómica de la materia, Boltzmann sostenía que:

«No se debe combatir, sino desarrollar aún más, una


teoría que suministra algo independiente y que no se
puede obtener de otra manera, y a favor de la cual,
además, hablan tantos hechos físicos, químicos y cris­
talográficos.»

Ciertamente, en aquel momento la teoría atómica estaba


realizando notables avances. Los electrones, unidades de
electricidad, se postularon para explicar los fenómenos
del tránsito de la electricidad a través de soluciones sali­
nas y gases a baja presión. Los movimientos de pequeñas
partículas en un líquido, observados por vez primera en
1827 por el botánico inglés Brown, permitieron al físico
francés Perrin comprobar el número de Avogadro, el nú­
mero de moléculas en dos gramos de hidrógeno o el peso
146 Sicphcn F. Masón

de la molécula gramo de cualquier otra substancia. Estos


y otros desarrollos llevaron al seguidor de Mach, Ost-
wald, a retractarse en 1909 y aceptar la teoría atómica de
la materia.
También los partidarios de la teoría del éter se mantu­
vieron fieles a sus modelos del continuo, pues, como la
teoría atómica, los modelos de éter se consideraban úti­
les. Se tenían por útiles no tanto por las razones defen­
didas por Mach, a saber, «recordar» los fenómenos ob­
servados, cuanto porque llevaron al descubrimiento de
nuevos fenómenos, como en el caso del éter de Maxwell
que proporcionaba ecuaciones que llevaron a la predic­
ción de las ondas de radio. Heinrich Hertz, que había
descubierto las ondas predichas por Maxwell, hizo una
amplia defensa-del uso de modelos teóricos para explicar
procesos naturales en 1894.

«La primera y en cierta medida la más importante ta­


rea de la ciencia es permitirnos predecir la experien­
cia futura, a fin de que podamos dirigir de acuerdo
con ello nuestras actividades presentes», escribió
Hertz. «Nuestro proceder al derivar el futuro del pa­
sado, consiguiendo así la previsión deseada, es siem­
pre el siguiente: Establecemos imágenes subjetivas o
símbolos de los objetos externos, de tal carácter que
sus consecuencias intelectualmente necesarias sean in­
variablemente símbolos, una vez más, de las conse­
cuencias necesarias de la naturaleza del objeto repre­
sentado... Una vez que hayamos logrado derivar sím­
bolos del tipo deseado de la totalidad de la experien­
cia pasada, podemos desarrollar a partir de ellos en
breve tiempo, como a partir de los modelos, conse­
cuencias que en el mundo natural sólo aparecerían tras
un largo tiempo o como resultado de nuestras pro­
pias manipulaciones.»

Mach tuvo pocos seguidores entre los científicos im­


portantes contemporáneos suyos; mas hay un aspecto de
su filosofía que ha gozado del favor de algunos grupos
Historia de las ciencias, 4 147

en el presente siglo; se trata del rechazo del uso de mo­


delos teóricos de carácter mecánico para explicar los pro­
cesos naturales. En la física teórica los modelos matemá­
ticos se han impuesto a los mecánicos, tendencia que pue­
de retrotraerse quizá a los años sesenta del pasado siglo,
cuando Maxwell abandonó su modelo del éter, limitán­
dose al estudio de las ecuaciones que le habían propor­
cionado. En concreto, los físicos atómicos han rechaza­
do los modelos mecánicos propuestos para la estructura
del átomo.

«El átomo de la física moderna sólo se puede simbo­


lizar a través de una ecuación diferencial en derivadas
parciales en un espacio abstracto de varias dimensio­
nes», escribió Heisenberg en 1945. «Todas sus pro­
piedades son inferenciales, sin que se le pueda atri­
buir directamente propiedad material alguna. Es de­
cir, cualquier imagen del átomo que pueda inventar
nuestra imaginación resulta por ello mismo defectuo­
sa. Resulta imposible... comprender el mundo atómi­
co de esa forma sensual primaria.»
Capítulo 8
Ciencia e ingeniería

Las innovaciones técnicas introducidas en la ingeniería y


en la industria en general hasta 1850 aproximadamente
no dependieron en medida considerable del contenido de
la ciencia entonces conocido. Por otro lado, la ciencia se
benefició notablemente de la investigación de problemas
de ingeniería en algunos casos, como el de la termodiná­
mica, que se desarrolló en parte por el estudio de la má­
quina de vapor. A partir de 1850, la aplicación de la cien­
cia al desarrollo de la tecnología se convirtió en un factor
progresivamente más importante en el desarrollo de la in­
dustria, y en nuestro siglo la mayor parte de los descu­
brimientos técnicos sobresalientes han surgido funda­
mentalmente de investigaciones científicas. Mientras que
el contenido del conocimiento científico no tuvo mucha
influencia sobre el desarrollo de la industria hasta 1850,
así lo tuvo el método de la ciencia. Hemos visto cómo
los ingenieros del siglo dieciocho, especialmente Smeaton
y Watt, experimentaron con modelos a pequeña escala de
las máquinas a fin de mejorar las versiones a gran tama­

148
Historia de las ciencias, 4 149

ño, consiguiendo así un considerable éxito en el desarro­


llo de la maquina de vapor. Durante la primera mitad del
diecinueve, los ingenieros franceses Camot y Clapcyron
estudiaron los principios científicos con los que operaba
la máquina de vapor, desarrollando la ciencia de la ter­
modinámica en el proceso de su análisis, mientras que los
ingenieros británicos Whitworth, Bramah, Maudsley y
Clement se aplicaron a la mejora técnica de las máquinas
en general, prosiguiendo la tradición británica anterior de
la ingeniería experimental.
Los trabajos de los ingenieros británicos de principios
del siglo diecinueve produjeron el paso de la producción
artesanal de máquinas particulares a la producción indus­
trial en masa de máquinas estandarizadas. £1 desarrollo
de la producción en masa en la industria exigía la manu­
factura de piezas estandarizadas, precisas e intercambia­
bles, lo que centró la atención sobre los problemas de la
ingeniería de precisión. La mejora de las máquinas y má­
quinas herramienta, esto es, máquinas para hacer máqui­
nas, dependía también de una mayor precisión técnica en
la ingeniería. La máquina de vapor de Newcomen del si­
glo dieciocho estaba construida con un nivel de precisión
artesanal poco por encima del de la época medieval. En
los años de la década de los sesenta, en el siglo diecio­
cho, Smeaton se dio cuenta de que en una de sus máqui­
nas había una separación de cerca de centímetro y cuarto
entre un cilindro de 71,12 cm de calibre y su pistón. Ta­
les defectos de la máquina de Newcomen se remediaban
hasta cierto punto cubriendo la parte superior del pistón
con una capa de agua. Esta práctica hacía que la máquina
funcionase, aunque disminuía su eficiencia, ya que el agua
enfriaba el cilindro, lo que repercutía en una pérdida de
vapor. Las mejoras de James Watt en la máquina de va-
[>or exigían que el cilindro estuviese permanentemente ca-
iente, de manera que no se podía emplear un sellado de
agua en el pistón. Consiguientemente, el invento de Watt
se dejó de lado hasta tener disponible un método para
dar forma a los cilindros con exactitud, método que apa­
•50 Stcphen F. Masón

reció con el taladro de cañón de precisión de John Wil-


kinson, patentado en 1774.
El taladro de cañón de Wilkinson hizo posible el de­
sarrollo comercial de la máquina de vapor mejorada de
Watt. Su fin original, la manufactura de cañones, ejem­
plifica la otra fuente de la que surgió la ingeniería de pre­
cisión; a saber, la necesidad de producir en masa bienes
estándar. Tal necesidad se hizo sentir inicialmente en la
esfera militar, donde se precisaban grandes cantidades de
armas de fuego y similares. La producción en masa de
mosquetes a base de piezas idénticas e intercambiables se
inició en Francia hacia finales del siglo dieciocho. Jeffer-
son, el tercer presidente de los Estados Unidos, indicó

Taladradora para cilindros de locomotora.

que en 1785 había visitado al manufacturero Le Blanc,


montando él mismo varios cerrojos de mosquete con pie­
zas tomadas al azar. En Gran Bretaña, la producción en
masa y la ingeniería de precisión aue entrañaba tenía una
orientación más civil, aunque también contaba con el es­
tímulo militar. El inventor e ingeniero Joseph Bramah,
1748-1814, que desarrolló en 1784 el cerrojo de seguri­
Historia de las ciencias, 4 151

dad y en 1795 la prensa hidráulica, se enfrentó a los pro­


blemas de la producción en masa cuando trató de manu­
facturar en grandes cantidades el cerrojo de tambor. Ini­
cialmente empicó numerosos obreros para que hiciesen a
mano los componentes del cerrojo, empleando para ello
las tradicionales herramientas manuales, el martillo, el
cincel, la lima, la sierra, etc. Más tarde, Bramah y su ayu­
dante Henry Maudsley, 1771-1831, introdujeron ayudas
mecánicas en el uso de herramientas manuales, lo que au­
mentaba tanto la velocidad como la precisión de la ma­
nufactura de las piezas de la cerradura. Tales desarrollos
hicieron que más adelante Maudsley considerase la posi­
bilidad de construir máquinas herramienta generalizadas
para la manufactura de diversos tipos de piezas compo­
nentes de máquinas estandarizadas.
En general, las piezas individuales de una máquina
constan de metal conformado con diversas formas geo­
métricas particulares o combinaciones de ellas, circuios,
cilindros, rectángulos y demás. Un eje verdaderamente
preciso sería un cilindro perfecto, y el tornillo ideal sería
una espiral perfecta impresa en dicho cilindro. Así, el pro­
blema de producir en masa componentes de máquina es­
tandarizados se reducía a la construcción de instrumen­
tos que pudiesen conferir superficies realmente cilindri­
cas- o planas al metal, cortando en el mismo secciones ci­
lindricas o rectangulares. Maudsley resolvió el problema
de hacer cilindros y tornillos precisos transformando el
torno en un instrumento de precisión entre 1794 y 1810.
Anteriormente, el torno, como la mayor parte de las de­
más máquinas, estaba hecho fundamentalmente de made­
ra, construyéndose de metal tan sólo las partes móviles
esenciales. La pieza de material que había que trabajar se
ponía en rotación mediante un pedal y se trabajaba con
una herramienta cortante sostenida con la mano. Mauds­
ley construyó su tomo enteramente de hierro, mucho
menos susceptible que la madera a las distorsiones que
arruinaban el centrado y alineamiento del trabajo. Ade­
más, introdujo el soporte de corredera para mantener la
152 Stephen F. Masón

herramienta de cortar a una distancia constante del eje


central del torno, y en las versiones posteriores lo acopló
al movimiento rotatorio de la máquina a fin de que se mo­
viese linealmente paralelo al eje central. Así, cualquier
material que rotase en el torno se convertía automática­
mente en un cilindro exacto cuyas dimensiones se deci­
dían mediante la disposición inicial del instrumento y,
una vez preparado el torno, producía cualquier cantidad
de tales cilindros, todos del mismo tamaño. Con el me­
canismo acoplador que mantenía el soporte de corredera
paralelo al eje central del torno, se podían cortar en esos
cilindros canales espirales, produciendo en masa tornillos
estándar. La importancia militar de tales desarrollos que­
da ¡lustrada por el hecho de que el primer pedido impor­
tante que recibió Maudsley procedió del Almirantado en
1800, que deseaba maquinaria para producir en masa blo­
ques estándar para el aparejo de buques.
Aparte de cilindros y tornillos, se necesitaban también
trabajos planos, superficies realmente planas. Hasta en­
tonces las superficies planas se habían producido traba­
jando a cincel la superficie de una pieza forjada o colada
hasta que estuviese aproximadamente plana, puliéndola
luego contra otra que se considerase plana. Tal método
podía llevar a serias imprecisiones, ya que las dos super­
ficies no eran necesariamente planas aunque se tocasen en
todos los puntos. El problema se resolvió parcialmente
gracias a John Clement que había trabajado con Bramah
y Maudsley. En 1825 inventó una máquina de aplanar
metal que movía el material a pulir en líneas rectas, de
modo que una herramienta cortante fija hiciese cortes pa­
ralelos en él. No obstante, se precisaba un material con
una superficie realmente plana para normalizar la máqui­
na y sus productos. Tales superficies planas estándar las
produjo Joseph Whitworth, 1803-87, quien había traba­
jado con Clement y con Maudsley. Vio que dos superfi­
cies que se tocasen en todos los puntos no eran necesa­
riamente planas, sino que para que fuesen verdaderamen­
te planas tenían que ser tres superficies las que encajasen
Historia de las ciencias, 4 153

dos a dos. De manera similar, tres barras tienen que ser


de sección perfectamente rectangular si encajan perfecta­
mente por parejas cuando descansan en una superficie
plana. Con estos cilindros y superficies planas exactas,
Whitworth procedió a desarrollar en los años 1830-50 sus
calibres de rosca estándar, instrumentos de medida sen­
sibles a una millonésima de pulgada, y tornos de preci­
sión, así como máquinas de precisión para aplanar, ba­
rrenar, acanalar y tallar, que le dieron fama mundial en
la Gran Exposición de 1851.
Estas máquinas herramienta aceleraron y normalizaron
la producción de telares, hiladoras, máquinas de vapor y
otras piezas de equipo capital que ahora podían trabajar
a mayor velocidad gracias a la mayor precisión de sus pie­
zas componentes y de su construcción. La máquina de va­
por de Newcomen del siglo dieciocho realizaba veinte
movimientos del émbolo por minuto como mucho, mien­
tras que las máquinas de la segunda mitad del siglo die­
cinueve podían realizar doscientos cincuenta o más. La
ingeniería de precisión y la aceleración de las máquinas
hizo que dominase un nuevo material, el acero. El hierro
colado era demasiado duro y frágil, mientras que el hie­
rro forjado era demasiado blando para la construcción de
piezas de máquina que tenían que moverse con rapidez;
sólo el acero poseía la resistencia y dureza necesarias. El
hierro colado, con su elevado contenido de carbono, se
obtenía desde hacía tiempo en grandes cantidades direc­
tamente de los hornos, mientras que el hierro forjado se
había producido a gran escala quemando casi todo el car­
bono del hierro colado en el homo de reverbero inven­
tado por Henry Cort en 1784. Sin embargo, el acero que
contenía aún una pequeña proporción de carbono no se
produjo en cantidad hasta 1856, cuando Bessemer inven­
tó su convertidor y simultáneamente Siemens introdujo
el proceso de horno de solera abierta.
El acero y las máquinas herramienta condujeron a una
nueva fase en el desarrollo de la ingeniería durante la se­
gunda mitad del siglo diecinueve, caracterizada por la
154 Stephcn E Masón

aparición de máquinas estandarizadas, producidas en


masa, que se construían a base de piezas torneadas con
precisión, capaces de funcionar a altas velocidades. Al
mismo tiempo, el desarrollo de la ciencia de la termodi­
námica ofreció la base teórica para la mejora de la má­
quina de vapor y el desarrollo de otras máquinas de ca­
lor. La termodinámica de la máquina de vapor fue nota­
blemente desarrollada por William Rankine, 1820-72,
profesor de ingeniería en Glasgow, en su Manual de la
máquina de vapor y otros motores primarios, publicado
en 1859, así como por Zeuner en Alemania e Hirn en
Francia. Estas personas popularizaron la termodinámica
entre los ingenieros, si bien no pudieron hacer mucho
para mejorar la máquina de vapor. La termodinámica
condujo a unos pocos desarrollos en este campo, ya que
la máquina de vapor distaba de ser una máquina de calor
C erfecta y la mayor parte de las mejoras sugeridas ya se
abían descubierto empíricamente. La teoría señalaba que
la máquina sería más eficiente con elevadas presiones del
vapor y grandes expansiones, pero Richard Trevithick ya
había desarrollado la máquina de alta presión en 1802, ha­
biéndolo hecho aún antes Jonathan Hornblower por lo
que respecta a la máquina de gran expansión.
No obstante, la teoría termodinámica halló aplicacio­
nes en otro lugar. La ciencia cubría la teoría de todas las
máquinas de calor, describiendo su conducta tanto cuan­
do actuaban directamente como cuando lo hacían rever­
siblemente. Kelvin señaló en los años cincuenta que si la
energía mecánica se aplicase a una máquina de calor, ha­
ciéndola funcionar así al revés, entonces bombearía calor
de una temperatura baja a otra alta, actuando como re­
frigerador en la temperatura baja y como una máquina ca-
lefactora en la temperatura alta. Así los refrigeradores re­
sultaron ser una aplicación de la ciencia de la termodiná­
mica, basándose los tipos modernos importantes en la
máquina de compresión del amoníaco, desarrollada por
Cari Linde de Munich en 1873. Las aplicaciones más im­
portantes de la termodinámica estaban, conectadas, no
Historia de las ciencias, 4 155
obstante, con el desarrollo de las máquinas de calor que
actuaban directamente y que generaban energía mecánica
a partir del calor, en especial las máquinas de combus­
tión interna y la turbina de vapor.
La primera máquina un tanto especializada de combus­
tión interna era el tradicional cañón de pólvora, en el que
se obtenía energía mecánica a partir del calor producido
en el interior de un cilindro, en lugar de hacerlo fuera,
como en la máquina de vapor. Christiaan Huygens, jun­
to con su ayudante Oenis Papin, trató de fabricar una má­
quina de combustión interna usando pólvora como com­
bustible en la década de 1780, aunque no avanzaron mu­
cho en el proyecto. De hecho, hasta que no se hubo de­
sarrollado la industria del gas a partir de carbón, no se
dispuso de un combustible adecuado, haciendo posible la
máquina misma el desarrollo de las máquinas herramien­
ta, la producción de acero y la ciencia de la termodiná­
mica. En 1862, Beau de Rochas, prosiguiendo la tradi­
ción analítica de los primeros ingenieros franceses, publi­
có un panfleto en el que, basándose en los principios ter-
modinámicos, estableció un ciclo teórico de operaciones
capaz de producir una máquina de combustión interna
eficiente. Se trataba del famoso ciclo de cuatro tiempos,

Motor a gas de Otto.


156 Stephcn F. Masón

usado por vez primera en la máquina de gas patentada


por el alemán Otto en 1876. Daimler produjo su máqui­
na de gasolina en 1885, si bien los problemas que entra­
ñó ésta última sólo se resolvieron definitivamente con
Rudolph Diesel diez años más tarde.
El principio mecánico de la turbina de vapor era co­
nocido asimismo desde hacía tiempo, habiendo construi­
do Herón de Alejandría en la antigüedad un juguete ba­
sado en dicho principio. Hacia finales del siglo diecio­
cho, Boulton había temido que una turbina de vapor en
proyecto pudiese competir con el mercado de la máqui­
na de vapor, mas su socio Watt aquietó sus temores con
la observación de que «si Dios no hace posible que las co­
sas se muevan a mil pies por segundo, no puede nacer mu­
cho daño». No obstante, con el acero y la ingeniería de
precisión, Laval había producido en Francia para el año
1889 una turbina en la que la periferia del rotor se movía
a más de 1.500 pies por segundo. La velocidad consegui­
da mediante el vapor de una caldera que se expandía en
un vacío resultó ser del orden de 4.000 pies por segundo
y, para ser eficiente, el rotor de la turbina tenía que mo­
verse aproximadamente a la mitad de dicha velocidad.
Esas velocidades del rotor eran aún un tanto peligrosas,
siendo además inconvenientes por hallar escasas y limi­
tadas aplicaciones. Laval permitió que el vapor de su tur­
bina se expandiese en un tiempo a través de un rotor úni­
co, generando así esas velocidades elevadas e indeseables.
En Inglaterra, Sir Charles Parsons, 1854-1931, desarrolló
una turbina, patentada en 1884, en la que se permitía que
el vapor se expandiese en una serie de estadios distintos
a través de diversos rotores que se movían a velocidades
más manejables. La velocidad del eje de las turbinas de
Laval iban de 10.000 a 30.000 revoluciones por minuto,
mientras que las velocidades de los ejes de las turbinas de
Parsons podían ser mucho menores, yendo de 750 a
18.000 revoluciones por minuto.
La ciencia de la termodinámica entró mucho más ínti­
mamente en el diseño de las turbinas de vapor que en el
Historia tic las ciencias, 4 157

de las máquinas de vapor, dado que se hallaban mucho


más próximas a las máquinas de calor perfectas. La efi­
ciencia de la máquina de vapor está inherentemente limi­
tada por el hecho de ser una máquina de movimiento de
alternación. Una nueva carga de vapor entra en el cilin­
dro enfriado por la expansión de la carga anterior, por lo
que inevitablemente una parte de su calor se pierde en ca­
lentar de nuevo el cilindro. Por otro lado, en la turbina,
el vapor se expande continuamente de un estadio al otro,
enfriándose a medida que lo hace. Cada estadio tiene su
propia temperatura, manteniéndose en ella por el paso
del vapor. De ahí que no haya pérdidas inevitables de va­
por debido a los cambios periódicos de temperatura,
como ocurre en la máquina de vapor, por lo que en el
caso de las turbinas la teoría termodinámica se puede apli­
car mejor.
Uno de los usos más importantes que se dio a la tur­
bina de vapor fue el de hacer funcionar los generadores
eléctricos que se estaban desarrollando hacia el mismo
tiempo, dado que las velocidades de los ejes de la turbina
y la dinamo se podían ajustar convenientemente al mis­
mo valor. La dinamo, más que la turbina, era un produc­
to de la ciencia aplicada; de hecho, la mayoría del equipo
de la industria eléctrica había dependido en alguna etapa
de la ciencia correspondiente. La invención de la pila vol­
taica condujo al desarrollo del galvanizado, establecién­
dose patentes en 1839 por parte de Karl Jacobi en Kó-
nigsberg y de Werner Siemens en Berlín. La pila eléctrica
original inventada por Volta en 1799 era poco fiable, por
lo que las primeras aplicaciones importantes de la elec­
tricidad se siguieron al desarrollo de una pila que sumi­
nistraba una corriente uniforme, cosa que nizo John Da­
niel del King’s College de Londres en 1836. Su colega,
Charles Wheatstone, hizo un telégrafo eléctrico práctico
al año siguiente, utilizando una pila de Daniel como fuen­
te de electricidad, y el electroimán, inventado en 1825 por
Sturgeon, como aparato de registro.
El tendido telegráfico planteó pocos problemas nue­
158 Stephcn F. Masón

vos; mas cuando se tendió el primer telégrafo submarino


entre Dover y Calais en 1850, se descubrió que las seña­
les se distorsionaban, llegando a un ritmo comparativa­
mente lento. Kelvin estudió el problema en Glasgow, se­
ñalando en 1855 que la diferencia esencial entre las con­
diciones del tendido de superficie y la telegrafía por ca­
ble submarino derivaba de que el agua de mar actuaba
como conductor, mientras que el aire era un aislante efec­
tivo. De ahí que el cable submarino, cubierto con un ais­
lante, constituía un condensador eléctrico con el agua de
mar, de manera que el cable se cargaba de manera relati­
vamente lenta en un extremo y se descargaba de manera
asimismo lenta en el otro cuando se transmitía una señal.
Kelvin señaló que el retraso de la señal se podría dismi­
nuir si se empleaba una pequeña corriente en un cable de
alta conductividad y una sección grande, protegido por
una gruesa capa aislante. El uso de pequeñas corrientes
como señal exigía el recurso a instrumentos de registro
sensibles para detectarlas, y a este fin Kelvin diseñó el gal­
vanómetro de espejo en 1858, y el registro automático de
sifón en 1867. El primer cable atlántico submarino, ten­
dido en 1858 se echó a perder después de tan sólo sete­
cientos mensajes, ya que se empleaban con él grandes co­
rrientes como señal, mas cuando se tendió el segundo ca­
ble en 1866, se adoptaron las recomendaciones ac Kelvin.
Se desarrollaron nuevas aplicaciones de la electricidad,
sobre todo en Alemania y en América, países que supe­
raron en cierta medida el uso de la energía de la máquina
de vapor y la iluminación de gas, características de la fase
anterior de la revolución industrial, adoptando más rápi­
damente que Gran Bretaña el uso de la electricidad para
la iluminación y la transmisión de energía. Además, en
América, donde la densidad de población era entonces
pequeña y las distancias entre poblaciones vecinas gran­
de, los medios eléctricos de comunicación resultaban par­
ticularmente importantes. El telégrafo americano se esta­
bleció en 1838, tan sólo un año después del invento in­
glés, gracias al retratista Morse, quien diseñó un código
Historia de las ciencias, 4 159

que lleva su nombre con el fin de transmitir señales. El


registrador automático de señales, la máquina de cinta,
fue inventada en 1854 por David Hughes, un profesor de
música de Kentucky, mientras que el teléfono, descubier­
to en 1876 por Bell y Edison, era un invento completa­
mente americano.
En Alemania se desarrolló la dinamo para suministrar
energía a la industria del galvanizado y en América, para
suministrar iluminación eléctrica. La pequeña cantidad de
electricidad producida por la pila de Daniel bastaba para
los fines de comunicación telegráfica, pero no para los de
la industria del galvanizado en la que se consumían gran­
des cantidades de corriente. En 1831 Faraday había mos­
trado que se podría generar electricidad moviendo una
bobina de cable en un campo magnético, por lo que en­
tre 1840 y 1865 se desarrollaron varias máquinas basadas
en este principio, sobre todo para el galvanizado. Dichas
máquinas constaban de una bobina de cable aislado que
podía girar mecánicamente en el campo de un imán de
acero permanente. No resultaban muy efectivas, dado
que los mejores imanes de acero proporcionaban tan sólo
un pequeño campo magnético; mas en 1866 Wemer Sie­
mens de Berlín sustituyó el imán de acero por un pode­
roso electroimán que recibía la energía de una parte de
la electricidad producida por la propia máquina. Todas
las dinamos siguientes se basaron en el modelo de Sie­
mens, utilizando electroimanes alimentados por una par­
te de la corriente que producían y, al ser más eficientes
que las primeras máquinas electromagnéticas, abrieron el
camino a ulteriores desarrollos en el campo de la inge­
niería eléctrica.
Humphry Davy había descubierto que la electricidad
que pasa entre dos barras de carbono producía una luz
brillante, y a partir de mediados de siglo se obtuvieron
alumbrados intensos para uso de faros, teatros y demás
mediante lámparas de arco de carbono que funcionaban
inicialmente con máquinas electromagnéticas y luego con
dinamos. Davy había hallado también que se producía
160 Stephen F. Masón

una luz menos intensa cuando pasaba una corriente por


un fino cable de platino, aunque éste pronto se quemaba
en el aire. En 1879, Joseph Swan, 1828-1914, en Inglate­
rra, y Thomas Edison, 1847-1931, en América, desarro­
llaron simultánea e independientemente una lámpara ba­
sada en este principio, consistente en un filamento de car­
bono encerrado en una ampolla de vidrio en la que se ha­
bía hecho el vacío y que podía arder durante muchas ho­
ras. Edison hizo mayor uso del descubrimiento que
Swan, desarrollando el equipo adicional requerido para
la amplia adopción de la iluminación eléctrica. En su la­
boratorio de Menlo Park, cerca de Nueva York, Edison
diseñó una dinamo de voltaje constante para asegurar que
la luz producida por una lámpara no variase cuando se
encendían y apagaban otras lámparas del circuito, origi­
nando el sistema de tres cables para la distribución eco­
nómica de la corriente. En 1882, Edison estableció en
Nueva York la primera estación generadora para sumi­
nistrar electricidad al público, manufacturando las lám­
paras necesarias para la iluminación eléctrica.
En 1883, Edison notó que algunas de sus bombillas de
luz eléctrica se obscurecían gradualmente con el uso, lo
que indicaba, pensaba él, que el filamento había emitido
partículas de algún tipo. Fijó una placa de metal en una
de esas bombillas y halló que se cargaba negativamente
cuando la bombilla funcionaba, dado que la aplicación de
un potencial positivo a la placa hacía que fluyese una co­
rriente, mientras que uno negativo no producía efecto al-
S uno. Este fenómeno, conocido como el efecto Edison,
evó al desarrollo de la válvula electrónica, debida espe­
cialmente a Fleming en 1904 y Lee de Forest en 1906. En
nuestro siglo, la válvula electrónica ha permitido la utili­
zación de las ondas electromagnéticas predichas por Max­
well y descubiertas por Hertz, primero en las emisiones
de radio y la televisión, y más recientemente en la loca­
lización por radio de objetos distantes. Finalmente, la vál­
vula ha llevado al desarrollo de mecanismos electrónicos
complejos, especialmente las máquinas calculadoras, que
Historia de las ciencias, 4 161

poseen algunos atributos de la mente humana, como la


memoria, una capacidad elemental de juicio y el poder de
computar. Se ha sugerido que la adopción general de es­
tas máquinas en la industria, esto es, el proceso de «au­
tomación» que sustituye a los seres humanos en las ta­
reas que exigen los actos menos complejos de juicio, pro­
ducirá una segunda revolución industrial que liberará al
hombre de los ejercicios mentales más mecánicos y repe­
titivos.
Capítulo 9
Las aplicaciones de la química
y la microbiología

La ciencia de la auímica se había aplicado principalmente


al desarrollo de la industria química y, junto con la mi­
crobiología, a la mejora de las antiguas prácticas agríco­
las y médicas. Los progresos en estos campos eran ini­
cialmente en eran medida empíricos, siguiendo así, espe­
cialmente en la agricultura y la medicina, en grado mu­
cho mayor que en el caso de la ingeniería mecánica y eléc­
trica. Las innovaciones técnicas de la revolución agraria,
especialmente la nueva maquinaria agrícola introducida
por Jethro Tull, 1674-1741, y el sistema cuádruple de ro­
tación de cultivos practicado por Lord Townshend,
1674-1738, así como las mejoras en la cría de ganado in­
troducidas por Roben Bakewell, 1725-95, no dependían
en absoluto de la ciencia de entonces. Tampoco era así
en el caso de las medidas de salud pública basadas en la
conexión entre la suciedad y las enfermedades epidémi­
cas, conexión establecida por la Comisión para la Inves­
tigación del Estado de las Grandes Ciudades que publicó
sus hallazgos en 1844. Del mismo modo, los desarrollos
iniciales de la industria química eran fundamentalmente
un proceso de invenciones por ensayo y error.

162
Historia de las ciencias, 4 163

Campos de blanqueado.

Hasta el siglo dieciocho, los oficios específicamente


químicos principales eran los del boticario, que prepara­
ba compuestos a pequeña escala para su uso en medicina,
y el de los fabricantes de alumbre a escala comparativa­
mente grande para el tratamiento y teñido de pieles, pa­
pel y tejidos. La conexión tradicional entre el mercado
químico y la industria textil se desarrolló aún más duran­
te la revolución industrial, cuando se inició la manufac­
tura a gran escala de productos químicos. Las nuevas má­
quinas de hilar y tejer introducidas a lo largo del siglo die­
ciocho por personas como Kay, Hargreaves, Crompton,
Arkwright y otros produjo un aumento tan considerable
de bienes textiles, que los problemas químicos de blan­
queado y luego de teñido de los tejidos se hicieron con­
siderables. Los tejidos tradicionales se habían blanquea­
do sumergiéndolos alternativamente en soluciones ácidas
de leche agria y soluciones alcalinas de cenizas vegetales,
tendiéndolos al sol en los «campos de blanqueado», pro­
ceso que ocupaba todos los meses de verano de un año.
Se produjo escasez, primero, en el suministro de ácido na­
tural —la leche agria— por lo que se realizaron intentos
de blanquear con ácidos manufacturados, siendo el sulfú­
rico el más accesible. Los boticarios habían preparado
164 Stephen F. Masón

desde hacía mucho tiempo ácido sulfúrico en pequeñas


cantidades, siendo el boticario londinense Joshua Ward
quien estableció en 1736 la primera factoría para manu­
facturar comercialmente el ácido a gran escala, queman­
do para ello azufre con un poco de salitre en grandes glo­
bos de vidrio que contenían algo de agua. Un medico de
Birmingham, John Roebuck, sustituyó en 1746 los caros
y frágiles globos de vidrio por cámaras de plomo, inno­
vación que, junto con la de Ward, hizo bajar el precio
del ácido sulfúrico de 2 libras a 6 peniques la libra.
El siguiente producto que escaseó, el álcali natural, no
se hizo notar en Inglaterra durante algún tiempo, ya que
la soda se podía preparar en grandes cantidades queman­
do las algas abundantes a lo largo de las costas, especial­
mente en el norte. En Francia la escasez fue más aguda,
y en 1775 la Academia de Ciencias de París ofreció un
premio de 12.000 francos por un método para hacer soda
a partir de la sal común. En 1789, Nicolás Leblanc,
1742-1806, médico del duque de Orleáns, descubrió di­
cho método. Partiendo de sal común y ácido sulfúrico,
obtuvo sulfato sódico que calentó con carbón vegetal y
caliza, obteniendo de ese modo soda y sulfuro de calcio.
Otro químico francés, Berthellot, entonces director de la
industria nacional del teñido, halló que el gas cloro, des­
cubierto por Scheelc en 1774, blanqueaba rápidamente los
tejidos de algodón. Comunicó su descubrimiento ajam es
Watt hacia 1786, quien se lo contó a su vez a su suegro
que tenía conexiones con la industria textil de Glasgow.
Se ensayó allí el método a gran escala, descubriéndose
que el blanqueo con cloro era cuestión de horas, mien­
tras que antes llevaba semanas. Al principio, el uso del ve­
nenoso cloro gaseosp era un tanto peligroso, mas en 1799
John Tennant de Glasgow combinó el gas con cal para
producir un agente más seguro y mucho más convenien­
te, conocido como polvo blanqueador.
Durante la revolución francesa, el Gobierno de Fran­
cia pidió a sus químicos que investigasen y mejorasen
todo lo posible los diversos oficios químicos existentes.
Historia de las ciencias, 4 165
Clement y Desormes estudiaron las reacciones que tenían
lugar en la manufactura del ácido sulfúrico y hallaron en
1806 que el salitre añadido al azufre que ardía en las cá­
maras de plomo facilitaba enormemente el proceso al for­
mar un gas, el óxido nítrico. Este gas se combinaba con
el oxígeno del aire para dar dióxido de nitrógeno que su­
ministraba su oxígeno extra al dióxido de azufre por la
combustión del azufre, produciendo trióxido de azufre
3 ue formaba ácido sulfúrico con agua. La investigación
e Clement y Desormes hizo más económica la manu­
factura de ácido sulfúrico al reducir la cantidad de salitre
consumida. En lugar de añadir salitre al azufre que ardía,
se trataba separadamente con ácido para generar directa­
mente el óxido nítrico gaseoso. Más adelante, en 1827,
Gay-Lussac mostró que el óxido nítrico se podía recu­
perar a partir de los gases de desecho del proceso de la
cámara de plomo por absorción en ácido sulfúrico con­
centrado. No obstante, el trabajo de Gay-Lussac no ha­
lló una aplicación práctica inmediata, pues hasta 1860 no
se dio con un método para regenerar el óxido nítrico a
partir de la solución de ácido sulfúrico. Ese año, un ma­
nufacturero de ácido inglés, Glover, hizo pasar los gases
calientes del azufre ardiente, o las piritas que se usaban
entonces, a través del ácido que contenía el óxido nítri­
co, concentrando así el ácido y eliminando el óxido ní­
trico para su uso ulterior en las cámaras de plomo. De
manera similar, el ingeniero francés Fresnel elaboró en
1810 un método de fabricar soda utilizando sólo caliza y
sal común como materiales de partida, con amoníaco
como intermediario; mas su descubrimiento no se utilizó
debido a dificultades prácticas hasta 1865, cuando los her­
manos Solvay de Bélgica establecieron factorías de soda
empleando el método.
Los científicos franceses estudiaron también la quími­
ca del crecimiento de las plantas, aunque una vez más su
trabajo no se aplicó inmediatamente. En 1804, de Saus-
sure, 1767-1845, mostró que las plantas criadas en reci­
pientes cerrados derivaban todo su contenido en carbo­
166 Stephcn F. Masón

no del dióxido de carbono de la mezcla gaseosa en que


se hallaban metidas, demoliendo de este modo la vieja
teoría según la cual las plantas obtenían su substancia del
llamado humus del suelo. También descubrió que las
plantas cultivadas en agua pura producían al quemarse la
misma cantidad de cenizas inorgánicas que sus semillas,
lo que indicaba que el material inorgánico de las plantas
ni se creaba ni se destruía. En 1817, Pelletier y Caventou
aislaron la clorofila, la materia que da el color verde a las
plantas, y en 1838 Dutrochet mostró que el dióxido de
carbono era absorbido sólo por aquellas partes de la plan­
ta que contenían clorofila, y sólo cuando se exponían a
la luz. De este modo se descubrió el ciclo del dióxido de
carbono en la naturaleza. Las plantas forman sus mate­
riales a partir del dióxido de carbono del aire en presen­
cia de la luz solar y los animales, al consumir plantas, re­
generan el dióxido de carbono. En 1841, Boussingault,
1802-87, mostró que la cantidad de carbono, hidrógeno,
oxígeno y nitrógeno presente en diversos cultivos era in­
variablemente superior a las cantidades añadidas a los
mismos en forma de estiércol, mientras que la cantidad
de sal inorgánica era invariablemente menor. Halló ade­
más que las buenas rotaciones de cultivos debían su su­
perioridad a ciertas plantas, como el trébol y los guisan­
tes, que contenían una cantidad de nitrógeno enorme­
mente superior a la aplicada en forma de estiércol.
Los resultados de los investigadores franceses fueron
aplicados a la agricultura sobre todo por el químico ale­
mán Liebig, que se había formado en la Escuela Politéc­
nica. Liebig argumentaba que, puesto que las plantas no
podían crear sales minerales, como había mostrado de
Saussure, tenían que obtener sus constituyentes inorgá­
nicos del suelo, y todo lo que se toma del suelo debe re­
ponerse si se desea que se mantenga la fertilidad. Analizó
químicamente el contenido mineral de las cenizas de las
plantas y fabricó fertilizantes químicos artificiales idénti­
cos en composición a las cenizas de las plantas, constan­
do principalmente de potasio y sales fosfatadas. Sin em­
H istoria de las ciencias, 4 167

bargo, su abono patentado no fue un éxito ya que no con­


tenía compuestos nitrogenados, al creer Liebig que todas
las plantas obtenían su nitrógeno del aire. Con todo, es­
timuló notablemente el interés por el tema de la química
agrícola, y su conferencia sobre La química y sus aplica­
ciones a la agricultura y la fisiología tuvo una muy buena
acogida en la reunión de la Asociación Británica celebra­
da en Liverpool en 1837.
Liebig visitó de nuevo Inglaterra en 1842, momento en
que se entrevistó con el primer ministro Peel, junto con
varios latifundistas, proponiendo la fundación de una es­
cuela de química. Sir James Clark, médico de la reina Vic­
toria, recogió subscripciones para la fundación, y en 1845
se estableció el Colegio Real de Química bajo la presi­
dencia del príncipe consorte. Se le pidió a Liebig que
nombrase un profesor para la institución, a la que envió
uno de sus mejores alumnos, August von Hofmann. Des­
de el comienzo, el trabajo de Hofmann se orientó hacia
el aspecto industrial más bien que agrícola de la química,
E ues investigó la química de la industria del gas del car­
ón; primero el aspecto inorgánico, los gases producidos,
y luego el aspecto orgánico, los constituyentes del alqui­
trán de la hulla. Aunque se desarrollaron en el Colegio
Real de Química algunas investigaciones químicas impor­
tantes, el interés de los terratenientes en la institución de­
sapareció con rapidez, ya que no se producía nada que
tuviese interés para ellos, por lo que el Colegio se salvó
de la disolución gracias a que se fusionó con la Escuela
Real de Minas en 1853.
Uno de los terratenientes, Sir John Lawes, 1814-1900,
desarrolló investigaciones en el campo de la química agrí­
cola en sus propios terrenos de Rothamstea, junto con
Joseph Gilbert que había estudiado con Liebig. Juntos in­
vestigaron el uso de fertilizantes artificiales en la agricul­
tura, descubriendo en 1855 la mayor parte de los hechos
básicos de la química agrícola. Frente a las opiniones de
Liebig, mostraron que, para un crecimiento óptimo, las
plantas en general no exigen la misma proporción de sa­
168 Sicphen F. Masón

les minerales que la hallada en sus cenizas, así como que


la mayor parte de las plantas necesitan fertilizantes que
contengan compuestos nitrogenados, como sales amonia­
cales o nitratos, medrando sin ellos sólo las leguminosas,
como los guisantes y los tréboles. Hallaron además que
si se dejaba la tierra en barbecho, el contenido en nitró­
geno de suelo aumentaba gradualmente, sin que la ferti­
lidad del mismo se viese amenazada si se cultivaba con­
tinuamente añadiendo exclusivamente fertilizantes artifi­
ciales. El trabajo de Gilbcrt y Lawes llamó la atención so­
bre el puesto singular del nitrógeno en la economía de la
naturaleza, requiriendo algunas plantas compuestos de
nitrógeno, mientras que otras, y el mismo suelo, parecían
preparar el propio. Estos hechos se dilucidaron con el de­
sarrollo de la microbiología que sacó a la luz los hasta en­
tonces desconocidos estadios del ciclo del nitrógeno en
la naturaleza.
El fundador de la microbiología fue Louis Pastcur,
1822-95, profesor de química en Estrasburgo y después
en la Sorbona. Pasteur estudio en primer lugar la indus­
tria cervecera, investigando el hecho conocido desde ha­
cía tiempo de que la fermentación de dos muestras del
mismo lavado producía a veces dos resultados distintos.
Demostró con el microscopio la presencia de pequeños
organismos de fermentación en los líquidos y descubrió
3 ue diferentes especies de levadura producían resultados
istintos. En 1863 halló que el proceso por el que el vino
se agria estaba provocado por un microorganismo, y
mostró que dicho microorganismo se podía matar calen­
tando el vino a 55"C. Al año siguiente, el ministerio fran­
cés de agricultura le pidió que investigase las enfermeda­
des de los gusanos de seda. En unos pocos meses había
aislado los microorganismos responsables de dos de las
enfermedades de los gusanos de seda, mostrando la ma­
nera de identificar los huevos, gusanos y mariposas libres
de la enfermedad, de modo que se pudiesen separar y uti­
lizar para la cría. Una década más tarde estudió el antrax
del ganado y el cólera de las gallinas y finalmente, en la
Historia de las ciencias, 4 169

década de los ochenta, investigó algunas de las enferme­


dades que afectaban a los seres humanos.
Las implicaciones médicas del trabajo de Pasteur fue­
ron apreciadas en Inglaterra por el cirujano cuáquero
Lord Lister, 1827-1912, quien algún tiempo antes que
Pasteur había estudiado él mismo el problema de la en­
fermedad humana. La química ya había puesto la aneste­
sia' al servicio de los cirujanos, lo que reducía el sufri­
miento de las operaciones quirúrgicas, aunque no la gran
mortandad post-operatoria. Humphry Davy había des­
cubierto en 1799 que el óxido nitroso o gas hilarante,
como se denominaba, inducía una intoxicación seguida
de insensibilidad. Sugirió el uso del óxido nitroso en las
operaciones quirúrgicas para dejar inconscientes a los
pacientes, sugerencia que se adoptó por vez primera en
1844 cuando Horace Wells utilizó en América las pro­
piedades anestésicas del gas en la cirugía dental. Un ami­
go de Wells, William Morton, halló que el éter era un
anestésico aún mejor, y en 1846 mostró que se podía usar
en operaciones importantes. Al año siguiente, Sir James
Simpson descubrió en Edimburgo que el cloroformo era
en ciertos casos un anestésico superior, especialmente en
partos.
No obstante, seguía siendo pequeño el número de pa­
cientes que se recuperaban, debido a que no era raro que
se contrajesen infecciones en el transcurso de la opera­
ción. Las estadísticas de Lister de 1864 muestran que el
45 por ciento de sus pacientes morían tras la operación,
mientras que otros cirujanos de la época tenían éxito tan
sólo en uno de cada cinco casos. Los trabajos de Pasteur
sobre la fermentación y la putrefacción le sugirieron a
Lister que las heridas sépticas de las operaciones eran una
especie de putrefacción causada por microorganismos.
Buscó métodos químicos para matar los microorganis­
mos y, tras ensayar varios compuestos, halló que el fe­
nol, una substancia obtenida del alquitrán de la nulla, ac­
tuaba como buen antiséptico. Lister rociaba su teatro de
operaciones y las heridas operatorias con una solución de
170 Stephen F. Masón

fenol en agua, descubriendo que el envenenamiento de la


sangre tras la operación se reducía considerablemente con
ello. Su primera operación realizada con la nueva técnica
antiséptica se llevó a cabo en 1865, y para 1868 había re­
ducido la tasa de muertes quirúrgicas del 45 al 15 por
ciento.
Aparte de las aplicaciones quirúrgicas de la microbio­
logía, las aplicaciones médicas se deben a Robert Koch,
1843-1910 en Alemania y al propio Pasteur en Francia.
En 1876, Koch descubrió que los microorganismos res­
ponsables del antrax del ganado se podían cultivar fuera
del cuerpo animal en un medio de cultivo consistente en
gelatina de caldo de carne. Por estos medios descubrió en
1882 el bacilo de la tuberculosis, aislando al año siguien­
te el microorganismo del cólera. Pasteur repitió y amplió
el trabajo de Koch. Descubrió que algunas bacterias se
tornaban inactivas cuando se cultivaban fuera del cuerpo
animal, pues un cultivo de cólera de las gallinas que tenía
algún tiempo no producía enfermedad alguna cuando se
inyectaba en los pollos. Además, esos mismos pollos con­
servaban la salud cuando más tarde se inyectaron con bac­
terias virulentas del cólera, lo que indicaba que los orga­
nismos inactivos habían inmunizado a los animales con­
tra las cepas activas normales. En 1881, Pasteur preparó
una cepa inactiva de antrax que protegía al ganado con­
tra las formas activas de la enfermedad, estableciendo otro
caso del principio de la inoculación preventiva.
Un ejemplo específico de este principio general era co­
nocido mucho antes de que apareciese la teoría de los gér­
menes de la enfermedad. Desde la segunda década del si­
glo dieciocho se había puesto en práctica la infección de­
liberada de ios niños mediante formas benignas de virue­
la, a fin de protegerlos contra las variedades mortales,
cuando Lady Mary Whortley Montague había traído el
método del oriente medio. Más tarde, en 1798, Edward
Jenner, un médico rural de Gloucestershire, mostró que
la enfermedad mucho más benigna, la de la vaca, inmu­
nizaba a los seres humanos contra la viruela, descubrí-
Historia de las ciencias, 4 171

miento derivado de la observación de que las lecheras rara


vez contraían la viruela. Ahora, en la década de los ochen­
ta, se generalizó la práctica de la inoculación, hallando
una base racional en la teoría de los gérmenes de la en­
fermedad. Se sugería que las bacterias producían venenos
químicos o toxinas, responsables principalmente de los
síntomas de la enfermedad, mientras que las defensas del
cuerpo producían antitoxinas para contrarrestar los efec­
tos de las bacterias y sus toxinas. Se vio de este modo que
las bacterias muertas inyectadas en el cuerpo habrían de
producir los síntomas benignos de su enfermedad, esti­
mulando la producción de antitoxinas que habrían de
contrarrestar las infecciones futuras. Se descubrió que así
era, encontrándose también que la antitoxina producida
C or un cuerpo animal era efectiva para contrarrestar las
acterias correspondientes del cuerpo de otro animal.
En la agricultura, el descubrimiento de los microorga­
nismos contribuyó a clarificar el problema del ciclo del
nitrógeno en la naturaleza. Warrington, uno de los ayu­
dantes de Lawes en Rothamsted, mostró en 1878 que los
microorganismos del suelo convertían los fertilizantes ni­
trogenados que constaban de compuestos de amonio, pri­
mero en nitritos y luego en nitratos. Descubrió que los
microorganismos morían con cloroformo y que en tales
circunstancias las plantas no crecían aunque se les sumi­
nistrara abundante nitrógeno en forma de compuestos de
amonio, lo que indicaba que las plantas sólo podían to­
mar nitrógeno en forma de nitratos. En 1885 el químico
francés Berthelot descubrió otros tipos de microorganis­
mos que podían utilizar el nitrógeno de la atmósfera di­
rectamente, con virtiéndolo en amoníaco. Algunos de esos
microorganismos vivían libremente en el suelo, aunque
otros se encontraban exclusivamente en los nodulos de
las raíces de las leguminosas. Si se acababa con este últi­
mo tipo de microorganismos, la planta con la que se ha­
llaban normalmente asociados no formaba nodulos en sus
raíces y precisaba fertilizantes nitrogenados. Con tales
microorganismos, las leguminosas eran independientes
172 Stephen F. Masón

del nitrógeno fertilizador, ya que el nitrógeno de la at­


mósfera se convertía en amoníano gracias a los organis­
mos de los nodulos de las raíces, y luego en nitratos en
virtud de otros microorganismos del suelo. Algunos sue­
los, como los suelos vírgenes de Canadá y America del
Norte, carecían de microorganismos nitrificadores de
ciertos tipos, por lo que allí la rotación de cultivos de­
pendiente de las leguminosas resultó ser un fracaso. No
obstante, para finales de siglo se disponía de cultivos de
organismos fijadores de nitrógeno asociados con el tré­
bol, guisantes y otras plantas leguminosas, de modo que,
tras inocularlos en suelos estériles, permitían la práctica
de la rotación de cosechas.
Las aplicaciones de la química agrícola estimularon el
desarrollo de una industria de fertilizantes artificiales. Ya
en 1839 se importaba del Perú el guano, los excrementos
y cadáveres desecados de aves marinas. Sir John Lawes es­
tableció una factoría en Dcpford en 1843 para manufac­
turar un fertilizante superfosfatado, tratando los fosfatos
insolubles con ácfdo sulfúrico para tornarlos más solu­
bles. En primer lugar utilizó huesos animales como fuen­
te de fosfato y luego, a partir de 1847, explotó los depó­
sitos de fosfato mineral descubiertos en Suffolk, Bcd-
fordshire, así como en otros lugares. A partir de 1815 se
separaba el amoníaco del gas de hulla con ácido sulfúri­
co, dado que era una impureza indeseable, y el sulfato de
amonio resultante se usaba ampliamente como fertilizan­
te artificial a partir de 1850. Para completar el primer es­
tadio del desarrollo de los abonos químicos, los depósi­
tos de nitrato de Chile y los depósitos de sultafo potási­
co de Strassfurt en Alemania se explotaron por vez pri­
mera en 1852, empleándose directamente como fertilizan­
tes las sales brutas.
El Colegio Real de Química de Londres, que se había
fundado gracias a los latifundistas con la esperanza de
que las investigaciones químicas llevasen a la mejora de
sus posesiones, produjo pocas cosas de importancia para
la química agrícola, aunque el trabajo allí desarrollado lie-
Historia de las ciencias, 4 173

vó a la fundación de la industria química fina. £1 profe­


sor del Colegio, Hofmann, al igual que su maestro Lie-
big, estaba muy interesado en las aplicaciones de la quí­
mica, especialmente en el campo de la medicina, desean­
do manufacturar artificialmente las drogas naturales.
Hofmann sugirió que la quinina podría fabricarse a par­
tir de los productos del alquitrán de la hulla, y en 1856
uno de sus discípulos, William Perkin, 1838-1907, trató
de hacer la droga oxidando algunos derivados de la ani­
lina con los que trabajaba en aquel momento. No obtu­
vo quinina, sino una materia colorante malva que demos­
tró ser un tinte excelente. Los químicos orgánicos aún no
habían desarrollado la teoría de la estructura molecular,
siendo desconocida la naturaleza de los compuestos or­
gánicos y sus reacciones. De este modo, síntesis que hoy
ata se considerarían ambiciosas eran objeto común de en­
sayo, como en el caso de la aventura de Perkin al tratar
de sintetizar la quinina, cosa que sólo se logró en 1945.
Para Perkin la importancia industrial de su descubri­
miento era grande, y aunque sólo era un joven de diecio­
cho años, estableció una factoría para fabricar en canti­
dad la substancia colorante, fundando una industria quí­
mica fina. En Francia, Girard y de Lairc extendieron la
obra de Perkin, tratando los derivados de la anilina con
diversos agentes oxidantes y produciendo otro tinte, el
magenta. A continuación trataron el magenta con más
anilina, obteniendo todo un abanico de tintes conocidos
como azules de anilina. Hofmann siguió investigando en
Londres los compuestos preparados por Perkin y los quí­
micos franceses, produciendo el año 1863 otro abanico
de tintes denominados los violetas de Hofmann. Dos
años más tarde, Hofmann dejó el Colegio Real de Quí­
mica para ocupar una cátedra de química orgánica en Ber­
lín, a la vez que el químico alemán Caro, que había es­
tado trabajando en una factoría química de Manchester,
volvió a Alemania como director de una gran fábrica quí­
mica recientemente fundada, la Badische Soda und Ani-
lin Fabrik. A partir de este momento, los químicos ale­
174 Stephcn F. Masón

manes pasaron a ocupar un lugar cada vez más destacado


en la ciencia química y en la industria química, especial­
mente en el mercado químico fino. Hofmann contribuyó
a planear los grandes laboratorios nuevos de las univer­
sidades de Bonn y Berlín, que se terminaron en 1869, de
donde salieron los químicos que dieron a Alemania su po­
derío científico e industrial.
Dos de los tintes naturales más importantes utilizados
en el siglo diecinueve eran la alizarina, obtenida de la ru­
bia, y el añil, derivado de la planta del mismo nombre.
A finales de siglo, los alemanes habían sintetizado ambos
tintes y los producían en cantidad. En la vertiente cien­
tífica, la figura importante era Adolf von Bayer,
1835-1917, profesor asistente de química en Berlín a par­
tir de 1860. El y sus discípulos Graebc y Liebermann
mostraron en 1866 que la alizarina era un derivado del an-
traceno, uno de los constituyentes comunes del alquitrán
de hulla, sintetizando además poco después la alizarina
en el laboratorio. Su método no era práctico para la pro­
ducción de alizarina a-gran escala, pero para 1869 Grae-
be v Liebermann, junto con Caro de la Badische Soda
una Anilin Fabrik, habían desarrollado otro método co-
mercialmentc viable. El mismo año, Perkin descubrió en
Inglaterra dos métodos distintos para producir alizarina,
pero eran los alemanes los que tenían el poder industrial
y, para 1873, el año en que Perkin se retiró, la Badische
Soda und Anilin Fabrik estaba produciendo mil tonela­
das de alizarina al año. Finalmente, Bayer, que había su­
cedido para entonces a Liebig en la cátedra de química
de Munich, sintetizó en 1878 el añil, aunque de nuevo se
presentaron dificultades técnicas que impidieron que el
tinte se manufacturase a gran escala hasta 1897. Para en­
tonces los alemanes estaban muy a la cabeza, de manera
que para el período aue va de 1886 a 1900 las seis mayo­
res firmas químicas alemanas ostentaban novecientas cua­
renta y ocho patentes de tintes, frente a tan sólo ochenta
y seis de las seis mayores firmas británicas.
Los alemanes predominaban solamente en la industria
Historia de las ciencias, 4 175

química fina, donde el desarrollo y aplicación de la quí­


mica orgánica había sido esencial desde el principio. Los
industriales químicos británicos tardaron mucho en apre­
ciar la importancia de la investigación química en el de­
sarrollo de sus negocios, por lo que quedaron retrasados
en la industria química fina, aunque mantuvieron su po­
sición en el terreno de los productos químicos brutos,
donde la investigación continuada no se hizo necesaria
hasta este siglo. En 1909, por ejemplo, el noventa por
ciento de los tintes utilizados en Gran Bretaña se manu­
facturaban en Alemania, mientras que las exportaciones
químicas británicas, en su mayoría de productos pesados,
superaban en 644.000 £ a las importaciones químicas. Las
innovaciones prácticas importantes introducidas en la in­
dustria química pesada durante el siglo diecinueve se rea­
lizaron de hecho principalmente gracias a los fabricantes
químicos británicos. Como hemos visto, el fabricante de
ácidos, Glover, hizo practicable en 1860 el método suge­
rido por Gay-Lussac para recuperar el óxido nítrico em­
pleado en el proceso de la cámara de plomo para fabricar
ácido sulfúrico.
El proceso de la soda de Leblanc, descubierto en Fran­
cia, se adoptó en Gran Bretaña cuando el Gobierno abo­
lió el impuesto de la sal común en 1823, momento a par­
tir del cual se mejoró considerablemente. El proceso arro­
jaba dos subproductos importantes, el cloruro de hidró­
geno y el sulfuro de calcio, materiales con los que se rea­
lizaron las mejoras. William Gossage, un manufacturero
de álcalis de Stoke Prior, inventó en 1835 una torre para
la absorción del cloruro de hidrógeno gaseoso en agua,
método que se adoptó generalizadamente a partir de
1863, cuando se promulgó la Ley Alcalina prohibiendo
la liberación de gas a la atmósfera. Hcnry Dcacon, un eje­
cutivo de la factoría de vidrio en St. Helens, descubrió
en 1868 un método para generar cloro a partir del cloru­
ro de hidrógeno de desecho de las fábricas de soda. El clo­
ruro de hidrógeno y el aire se hacían pasar sobre cloruro
cúprico para producir cloro y vapor, utilizándose a con­
176 Sttphen F. Masón

tinuación el cloro para manufacturar polvo de blanquear.


El mismo año, el químico Walter Weldon mejoró el vie­
jo método de fabricar cloro a partir del dióxido de man­
ganeso y del ácido hidroclórico, utilizando cal y una co­
rriente de aire para regenerar el dióxido de manganeso.
Finalmente, un fabricante de álcalis de Oldbury, Alexan-
der Chance, desarrolló en el año 1887 un método de re­
cuperar el azufre a partir del sulfuro de calcio de desecho
de las fábricas de soda. Hacía pasar los gases de combus­
tión que contenían dióxido de carbono a través de una
suspensión de sulfuro de calcio en agua, liberando de este
modo el sulfuro de hidrógeno, que se hacía pasar con aire
por encima de un óxido metálico calentado para produ­
cir azufre.
Tales desarrollos hicieron razonablemente eficiente el
proceso Leblanc para la obtención de soda. Mientras tan­
to, el método alternativo de hacer soda elaborado por
Fresncl en 1810 se hizo practicable gracias a los herma­
nos Solvay de Bélgica en 1865. El proceso Solvay, como
se pasó a llamar, suministraba un producto más puro y
barato que el del proceso Leblanc, siendo adoptado en
Gran Bretaña por Brunner y Mond en 1873. La fábrica
de Brunner y Mond se puso rápidamente a la cabeza y,
a fin de competir con ella, las demás fábricas de álcalis de
Gran Bretaña formaron en 1890 la United Company. Es
interesante señalar que las figuras importantes de las in­
dustrias de álcalis, Brunner y Mond, fueron los primeros
industríales químicos notables de Gran Bretaña que fi­
nanciaron la investigación científica. Brunner hizo dona­
ciones en los años noventa a la universidad de Liverpool,
mientras que Mond donó en 1896 el Laboratorio Davy-
Faraday a la Institución Real. En Alemania, donde la in­
dustria química se había practicado a mayor escala desde
el principio, los industriales habían financiado mucho an­
tes la investigación científica.
Hacia finales del siglo diecinueve, los químicos alema­
nes comenzaron a introducir nuevos métodos en la in­
dustria química pesada, aplicando en particular la nueva
Historia de las ciencias, 4 177

química física que señalaba las condiciones óptimas bajo


las que se producía una reacción química. Se desarrolló
una alternativa al proceso de la cámara de plomo para la
manufactura del ácido sulfúrico, denominada proceso de
contacto, mediante la que el dióxido de azufre y el oxí­
geno de la atmósfera se combinaban directamente por
medio de un catalizador, como el platino. El proceso de
contacto daba un ácido mucho más concentrado que el
proceso de la cámara de plomo, siendo notablemente de­
sarrollado a partir de 1897, momento en que se hizo ne­
cesario el suministro de ácido concentrado para la manu­
factura de tintes. Un problema aún más importante plan­
teado a los químicos alemanes fue la manufactura de com­
puestos nitrogenados para abonos y explosivos, dado que
Alemania dependía considerablemente de suministros im­
portados de nitratos y compuestos de amonio que se ve­
rían cortados en caso de hostilidades. Fritz Haber estu­
dió físico-químicamente la combinación directa del oxí­
geno y el nitrógeno para la producción de amoníaco, des­
cubriendo que la reacción se veía favorecida por las altas
presiones y las temperaturas moderadas. Simultáneamen­
te, Ostwaíd investigó la conversión de amoníaco en óxi­
dos de nitrógeno y éstos en ácido nítrico. Para 1912 las
investigaciones se hallaban terminadas y se aplicaron a es­
cala industrial por parte de la Badische Soda und Anilin
Fabrik, suministrando a Alemania gran cantidad de fer­
tilizantes y explosivos durante la Primera Guerra Mun­
dial.
El uso de tales métodos físico-químicos para determi­
nar las condiciones óptimas bajo las que se producían las
reacciones químicas se ha convertido en nuestro siglo en
un rasgo característico de la práctica industrial. Hoy día,
la industria química posee numerosas ramificaciones. El
desarrollo de la nitroglicerina, la dinamita, y las gcligni-
tas por parte de Nobel en Suecia a partir de 1862, señaló
un punto crucial en la industria de los explosivos. Las fi­
bras artificiales datan de 1883, cuando Joseph Swan pro­
dujo filamentos de nitro-celulosa por extrusión, proceso
178 Stcphen F. Masón

adoptado comercialmente por el químico francés Char-


donnet. El primer plástico termoestable, la bakelita, lo fa­
bricó en 1907 Leo Baekeland de la Universidad de Co-
lumbia, mientras que la primera substancia termoplásti-
ca, el celuloide, lo descubrió Alexander Parkes de Bir-
mingham en 1865. En su búsqueda de sustitutos, los ale­
manes desarrollaron gradualmente un caucho sintético
viable a partir de finales de la Primera Guerra Mundial,
a la vez que Fischer y Tropsch hicieron un sucedáneo del
petróleo a partir del gas de agua en 1925, y Bergius pro­
dujo otro combustible para motores hidrogenando el car­
bón en 1935. En la industria de los prodúceos químicos
refinados, la atención pasó de los tintes a las drogas y per­
fumes ya en este siglo. William Perkin, que sintetizó el
firimer tinte, fue el primer químico que preparó un per-
ume natural, la cumarina, que fabricó a partir de deri­
vados del alquitrán de hulla en 1868. También la síntesis
de drogas estuvo asociada a la manufactura de tintes. Se
descubrió que algunos tintes eran altamente selectivos en
su acción, colorando la lana y no el algodón, tiñendo unas
partes y no otras cuando se aplicaban a los tejidos orgá­
nicos. El fundador de la quimioterapia, Ehrlich,
1854-1915, sugirió que, puesto que los tintes orgánicos
eran absorbidos por algunas células del organismo y no
por otras, sería posible fabricar compuestos tóxicos que
afectasen a un microorganismo parásito y no al huésped
infectado por él. De este modo sería posible matar el mi­
croorganismo y curar al huésped de la enfermedad que
aquél había provocado. Ehrlich preparó y probó nume­
rosos compuestos, teniendo éxito con el salvarían que
contrarrestaba específicamente la sífilis, la frambesia y
otras infecciones por espiroquetas. Los químicos de la in­
dustria alemana de teñido prepararon posteriormente la
pemaquina (1926) y la mepacrina (1930) que resultaban
tóxicos para el parásito de la malaria, y en 1935 prepara­
ron un tinte rojo, prontosil, que fue la primera droga sul-
famida. Otra línea de investigación química, hoy de con­
siderable importancia médica, es la síntesis de compues­
Historia de las ciencias, 4 179
tos naturales biológicamente activos, como las vitaminas,
las hormonas y los antibióticos naturales producidos por
organismos vivos, como la penicilina.
Indice analítico

A c a d e m ia d e C ie n c ia s d e P a rís, A m p c r e , A n d ré M a r ie , 8 3 ,
60, 61. 1 16-117.
A c a d e m ia s : d el sig lo : XIX, 7 4 ; A n tisé p tic o s, 169.
véase también el n o m b re d e las A n tito x in a s, 171.
d iv e r s a s a c a d e m ia s , c o m o la A n tra x d el g a n a d o , 170, 171.
A c a d e m ia d e C ie n c ia s d e P arís. A n tr o p o lo g ía , 74-75.
A c e r o : p r o d u c c ió n in ic ia l, A r a g o , 106.
153-154. A r g ó n , 100.
A c id o s u lfú r ic o , 164, 173. A r q u e tip o s : plan d e l m u n d o o r ­
A e p in u s, F r a n z , 113. g á n ic o , 48.
A fin id a d q u ím ic a , 88. A s o c i a c i ó n B r i t á n i c a p a r a el
A g a s s iz , L o u is , 46. A v a n c e d e la C ie n c ia , 71 -7 5 .
A g r ic u ltu ra en el s ig lo XIX, 162, A s o c ia c ió n F ra n c e sa p a ra el P r o ­
167-168, 172. g r e s o d e la C ie n c ia , 64.
A g u a : su fu n c ió n e n la fo rm a c ió n A t o m o : c o n c e p c ió n d e D a lt o n ,
d e ro c a s y fó sile s, 9 -1 0 , 14. 83.
A lc a li, 164. A u to m a c ió n , 161-
A le m a n ia : e v o lu c ió n b io ló g ic a , A z u f r e : m é to d o d e re cu p e ra ció n ,
3 0 ; q u ím ic a c in d u stria s q u ím i­ 176.
c a s , 9 0 , 1 7 4-175, 1 7 7 ; reacc ió n A z u le s d e an ilin a, 174.
an te el d a rw in ism o , 4 6 -5 3 .
A liz a r in a , 174. B a b b a g e , C h a rle s, 6 9 -7 2 .
A lu m b re , 164. B a c te r io lo g ía , 170-171.
A m b a r, 112. B a y e r , A d o lf v o n , 174.

180
Indice analítico 181

B a g c h o t , W alte r, 44. C a tá s tr o fe s g e o ló g ic a s, 2 3 -2 4 .
B a e k e la n d , L e o , 178. C a u c h y , A u g u stin , 6 3 , 1 08-109.
B a k c lita , 178. C e lu lo id e , 178.
B a k e w e ll, R o b e r t, 162. C ir u g ía : a p lic a c ió n d e la m ic r o ­
B a la r d , 9 6. b io lo g ía , 1 70-172.
B a r re n a d e c a ñ o n e s d e W ilk in so n , C la p e y r o n , 1 3 1 , 149.
150. C la sific a c ió n d e H a e c k e l, 4 9 -5 0 .
B c a u m o n t, E lie d e , 2 3 , 46. C la u s iu s , R u d o lp h , 1 3 7-138.
B e c q u e r e l, A n to in e , 101, 142. C lo r o , 165, 176.
B e m a r d , C la u d e , 4 6 . C lo r o fila , 166.
B e rth o llc t, 6 1 , 78. C lo r o f o r m o , 170.
B e r z c liu s, J a c o b , 8 4 , 8 6 , 8 8 -9 2 . C lo r u r o d e h id ró g e n o , 176.
B io g é n e sis, 5 0 . C o le g io R e a l d e Q u ím ic a ,
B io lo g ía : en el s ig lo XIX, 32-58, 1 6 7 -1 6 8 , 174.
75; e v o lu c ió n , 32-58. C ó le r a , 169.
B la n q u e a d o , 164-165. C o le r id g e , S a m u e l, 88.
B o is b a u t a n , 9 8 . C o m p e te n c ia en la te o ría d e M alt-
B o ltz m a i i, L u d w ig , 139, 145. h u s, 4 1 -4 2 .
B o t ín ic a : q u ím ic a d el c rec im ie n ­ C o m p u e s t o s q u ím ic o s, su c o m ­
t o v e g e ta l, 1 6 6 -1 6 7 , 1 6 8 ; véase p o sic ió n , 81.
también P lan tas. C o n d u c tiv id a d té rm ica, 129.
B o te lla d e I.e id cn , 115. C o n s e r v a to r io d e A r te s y O fic io s
B o t ic a r io s, 164. (P a r ís ), 6 7 6 .
B o u lto n , M ath cw , 156. C o p e , E d w a r d , 4 6 , 47.
B r a m a h , J o s e p h , 149, 150, 151. C o r r ie n te e lé ctrica, 118, 121, 135.
B re w stcc, D a v id , 71, 105. C o u lo m b , 115.
B r o w n - S c q u a r d , C h a r le s E ., C r o o k e s , S ir W illiam , 9 7 -9 9 .
4 6 -4 7 , 145. C u r ie , M arie , 101.
B ru n n cr y M o n d , 177. C u v ic r , G e o r g c s . y la g e o lo g ía ,
B u ch , L c o p o ld v o n , 2 3 . 2 2 -2 4 , 46.
B u c k ía n d , W illiam , 24.
B u n sc n , R o b e r t W „ 9 7 . C h a m b c r la in , T h o m a s C . , 141.
C h a n c o u r to is, 97.
C a b le s su b m a r in o s, 158. C h a r le s , Ja c q u c s A . C ., 80.
C á lc u lo s , 6 9 . C h o q u e elé c tric o , 115.
C a l o r , 1 2 6 -1 3 7 ; e m isió n s o la r ,
140; te o ría m ec án ica, 1 29-130, D a im le r, G o tt lie b , 156.
133, 135; (u n ció n en la fo rm a ­ D a l t o n , J o h n : t e o r í a a tó m ic a ,
ció n d e ro c a s y fó sile s, 10. 79-8 2 .
C a lo r c o r p o r a l, 133. D a r w in , C h a r le s , 3 3 -4 2 ; y la s te o ­
C a ló r ic o , te o ría d e l, 126, 131. ría s d e L y c ll, 2 7 -2 8 .
C a n n iz z a r o , S a tn isla o , 9 4 -9 5 . D a r v in is m o , 3 9 -5 0 ; en A le m a n ia ,
C a rb o n o , 95. 4 7 ,4 8 - 5 1 .
C a r lisle , 88. D a r v i n i s m o so c ia l, 44.
C a r n o t , L a z a r e , 6 1 , 136, 142, 149. D a ta c ió n ra d ia c tiv a , 142.
C a m o t , S a d i, 6 3 , 129-131. D a v y , H u m p h r c y : a fin id a d q u í­
C a r o , 175. m ic a , 6 8 ; e le c tr ó lis is , 8 8 -8 9 ;
182 Indice analítico

ilu m in a c ió n , 1 5 9 ; ó x id o n itr o ­ 1 4 0 ; e lé c tr ic a , 135; H a e c k e l,


s o , 1 6 9 ; te o ría a tó m ic a , 8 4 ; t e o ­ 50.
ría m e c án ica d el c a lo r , 1 2 7 ; S o ­ E n fe rm e d a d : te o ría d e lo s g é rm e ­
cie d a d R e a l, 76. n es. 169-170.
D e F o r e s t, L e e , 160. E n tr o p ía , 137, 138, 139.
D e la m b r e , 6 0 . E sc a n d io , 98.
D e lu c , Je a n A n d ré , 2 0 . E sc o c ia , 6 6 .
D e sin te g ra c ió n ra d iac tiv a, 101. E sc u e la e n e re e tista , 142.
D e sm a re st, N ic o lá s , 12. E s c u e l a P o lit é c n ic a ( F r a n c ia ) ,
D e s o r m e s , 165. 167.
D e V rie s, H u g o , 53. E sc u e la R e al d e M in as, 168.
D ia m a g n e tis m o , 120. E s p e c t r o d e lo s e le m e n to s ,
D ifra c c ió n ó p tic a , 106. 9 9 -1 0 0 .
D in a m ita , 178. E s p e c tr o sc o p ia , 100.
D istrib u c ió n g e o g rá fic a d e a n im a ­ E sp e c tr o sc o p ia d e r a y o s X , 100.
les y p la n t a s, 3 7 , 38. E s p e c tr o s c o p io , 100.
D o b e r e m e r , Jo h a n n , 9 6 . E s ta d o s U n id o s : reacción al d a r-
D o b le r e fra c c ió n , 105. w in ism o , 4 6 .
D r o g a s ; in d u stria d e , 1 7 7 ; sín te ­ E t e r : p r o p i e d a d e s a n e s t é s ic a s ,
sis, 179. 1 7 0 ; M a x w e ll, 122; y la te o ría
D u lo n g , P ie rre , 6 3 , 8 6 , 95. o n d u la to r ia d e la lu z , 1 08-110,
1 2 2 -1 2 3 , 125.
E te r ó p tic o , 123.
E d im b u rg o , 66. E tic a , 45.
E d iso n , T h o m a s , 160. E v o lu c ió n g e o ló g ic a , 10; C u v ic r ,
E d u c a c ió n cie n tífica en el sig lo 2 2 ; H u t to n , 17-21.
XIX, 66, 67-75. E v o lu c ió n o rg á n ic a , 31-51; D a r ­
E h rlich , P a u l, 179. w in , 35-45; e v o lu c io n ista s a le ­
E le c tric id a d : a p lic a c ió n a la in g e­ m a n e s d el s ig lo XIX, 50-54.
n iería, 1 5 8 -1 6 1 ; d e sa r r o llo s del E x p lo s iv o s , 178-179.
sig lo XIX, 1 1 7 -1 2 5 ; e s tu d io s en
el sig lo XVIII, 8 7 ; J o u le y e fe c ­ F a b ric a c ió n d e s o d a , 165, 166,
t o s té r m ic o s , 1 3 5 -1 3 6 ; M a x ­ 177-178.
w ell, 1 2 1 ; v e lo cid ad d e , 121. F a n k la n d , E d w a r d , 94.
E le c tro m a g n e tism o , 1 1 5 -1 2 6 , F a r a d a y , M ic h a e l, 117-121, 159.
159, 160. F e n o , 170.
E le c tro n e s, p o stu la c ió n d e , 145. F e rm e n ta c ió n , 167.
E le m e n to s q u ím ic o s : D a lt o n , 8 1 ; F e rtiliz a n te s, 167, 168, ^ ¡ f o s f a ­
L a v o is ie r, 7 7 ; te o ría a tó m ic a , ta d o s , 176-177.
9 6 - 9 7 ; ta b la p e r ió d ic a , 9 8 -9 9 . F ib r a s a rtific ia le s, 178.
E ! origen de las especies (D a r w in ), F ilo so fía d e la cien cia, 142.
38, 40, 42. F ilo so fía n atu ral y teo ría d e la lu z ,
E l origen del hombre (D a r w in ), 103.
4 1 ,4 5 . F iló s o fo s d e la n a tu rale z a a le m a ­
E m b r io lo g ía y D a r w in , 3 8 ; H a e c - n e s : e s tu d io s so b re p o la r id a d ,
k e l, 4 9 -5 0 . 1 1 5 ; te o r ía s e v o lu c io n ista s ,
E n e r g ía , 1 2 6 -1 4 7 ; d isp e r sió n . 50-5 4 .
Indice analítico 183

F ilo s o fía so c ia l, 4 4 -4 5 . G ilb e rt, W illiam : fu e rz a s e lé c tri­


F ís ic a : ele ctric id a d y m a g n e tism o , c a s , 112.
1 1 3 -1 2 2 ; te o ría o n d u la to r ia d e G o s s a g e , W illiam , 176.
la lu z , 102 -1 1 0 ; te rm o d in á m ic a G r a m o (m e d id a ), 6 0 .
y e n e rg ía , 129-135 G r a n B r e ta ñ a : in d u stria s q u ím i­
F ísic a n u cle ar, 101. c a s, 1 7 7 ; in gen iería en el s ig lo
F ísic a m atem átic a, 64. XlX, 1 4 9 ; reacció n al d a rw in is­
F iz c a u , A rm a n d , 109, 121. m o , 4 2 -4 3 ; re su rre c ció n d e la
F le m in g , A le x a n d e r, 160. teo ría d e la lu z , 105-106.
F ó sile s , 8, 21 -2 2 . G r a y , S te p h e n , 1 13.
F o u c a u lt, Je a n , 109. G r e e n G c o r g e , 109.
F o u r c r o y , A n to in e d e , 61. G u a n o , 172.
F o u ríe r , Je a n B a p tis te , 129. G u e r ic k e , O t t o v o n , 1 12.
F r a n c ia : b io lo g ía , 3 0 ; e s tu d io s G u e tt a r d , J e a n , 12-13.
g e o l ó g i c o s , 1 0 - 1 2 ; q u ím i c a , G u s a n o d e se d a , e n fe r m e d a d e s,
165; re acc ió n al d a rw in ism o , 169.
4 6 -4 7 .
F ra n k lin , B e n ja m ín , 1 12-113. H a e c k e l, E r n s t, 4 8 -5 1 .
F re sn e l, A u g u stin , 106, 177. H a ll, S ir J a m e s , 19, 20.
F u c h se l, G e o r g , 14. H e lm h o ltz , H c r m a n n , 134.
H e r e n c ia : H a e c k e l, 4 9 ; S p e n c e r,
G a lio , 98. 5 5 ; te o ría d e N a g e li, 5 2 ; W eis-
G a lv a n i, L u ig i, 87. m a n n , 53-5 4 .
G a lv a n iz a d o , 159. H e r sc h e l, Jo h n , 2 8 , 70.
G a lv a n ó m e tr o d e e s p e jo , 158. H e r t z , H c in r ic h , 125, 146.
G a s h ilaran te, 169. H e r ra m ie n ta s, 153.
G a s e s : d e n s id a d , 9 9 -1 0 0 ; e x p a n ­ H ip ó te s is d e A v o g a d r o , 8 3 , 84,
s i ó n , 8 0 ; t e o r ía a t ó m ic a y , 8 7 , 89.
7 7 -8 3 ; te o ría cin ética, 138. H o f f m a n n , A u g u s t v o n , 1 68,
G a y - L u s s a c , Jo s e p h , L ., 8 2 , 83, 1 7 3-174.
86. 165-166. H u e v o : N a g e li, 52.
G e d d e s , P a tric k , 55. H u g h e s , D a v id , 159.
G e g e n b a u r, C a r i, 48. H u m b o ld t, A le x a n d e r v o n ,
G c ik ie , Ja m e s , 141. 3 7 -3 8 .
G e n e a lo g ía , 38. H u t to n , J a m e s , 17-21.
G e n e ra c ió n e sp o n tá n e a , 52. H u x le y , T h o m a s H e n r y , 43,
G e n e ra d o r e s e lé c tr ic o s, 157. H u y g e n s , C h r istia a n , y la m á q u i­
G e n é tic a y e v o lu c ió n , 5 1 -5 2 . n a d e c o m b u stió n in te rn a, 155.
G e o lo g ía , 7 - 2 0 ; e stim a c io n e s d e la
- e d a d d e la t i e r r a , 1 0 - 1 1 , Id io p la s m a , 53.
140 -1 4 1 ; in v e stig a c ió n en el s i­ In d io , 9 8 .
g lo x i x . 74-7 5 . In d u s tria ce rv e c e ra , 169.
G e r h a r d t , C h a r le s F ., 9 2 . In d u s tria q u ím ic a , d e sa r r o llo en
G c r m a n io , 98. el s ig lo XIX, 177.
G e r m o p la sm a , 53. In d u s tria tex til, 164.
G ia r d , A lfr e d , 46. In d u stria d e tin tes, 178-179.
G ilb e r t , Jo s e p h , 168. Ilu m in a c ió n elé ctrica, 159, 160.
184 Indice analítico

In ge n iería, 148-149. L e y d e las p r o p o r c io n e s m ú lti­


In m u n iz a c ió n , 169-171. p le s , 82.
In stitu c ió n R e al d e G r a n B re ta ñ a , L ie b ig , J u s t u s v o n , 9 0 -9 4 , 132,
68 . 173.
In stitu c io n e s y so c ie d a d e s cie n tí­ L iste r , Jo s e p h , 169-170.
fic a s en el s ig lo XIX, 5 9 -7 6 . L o n g itu d e s d e o n d a , 104.
In stitu to s d e m e c á n ic a , 6 6 -6 7 . L u z : M a x w e ll, 1 2 1 ; te o ría ele c­
Iso m e r ía , 9 0 , 9 6 . tro m a g n é tic a , 123; te o ría o n ­
In v e stig a c ió n c ie n tífic a : in v e rsio ­ d u la to r ia , 102-137.
n e s en el s ig lo XIX, 70-7 3 . L y e ll, C h a r le s , 25-2 9 .

Ja m e s o n , R o b e n , 16. M a c C u lla g h , Ja m e s , 108, 124.


Jc n n c r , E d w a r d , 171. M ac h , E m s t , 143-145.
Jo u le , Ja m e s P re sc o tt, 134-137. M a g n e tism o , 113-124.
M a lth u s, R o b e n , 29, 3 1 -3 2 .
K e k u le , A u g u st, 9 2 , 93-9 5 . M a lu s, E tien n e L ., 63.
K e lv in , L o r a (W illiam T h o m s o n ), M á q u in a d e c a lo r, 137, 155.
6 6 -6 7 ; c a b le s su b m a r in o s, 158; M á q u in a d e g a s , 155.
e le c tr ic id a d y m a g n e tism o , M á q u in a d e g a so lin a , 156.
1 2 3 -1 2 5 ; e n se ñ a n z a cie n tífica, M á q u in a d e N c w c o m c n , 1 5 1 ,
6 6 ; m o d e lo d e c te r, 108; so b r e 153.
la e d a d d e la tierra, 140-141. M á q u in a p la n ific a d o ra , 152.
K ir c h h o ff, G u sta v R ., 9 7 , 121. M á q u in a d e v a p o r : C a m o t , 149.
K o c h , R o b e n , 170-171. M á q u in a s, 153.
K r ip tó n , 100. M á q u in a s h erram ien ta, 153.
M á q u in a s d e h ila r, 164.
L a m a r c k , Jc a n B a p tis te : D a rw in , M á q u in a s te je d o ra s, 164.
3 0 , 4 1 ; e le c tric id a d , I I I ; reac­ M a te m á tic a s: en la F r a n c ia d e l s i­
ció n a s u s te o r ía s , 4 6 -4 7 . g lo XIX, 6 4 ; en se ñ a n z a en el s i­
L á m p a r a s, 1 5 9 -1 6 0 ; d e a r c o d e g lo x i x , 6 9 .
c a r b o n o , 159. M a te ria : te o ría ató m ic a q u ím ic a ,
L a p la c c , 105. 7 7 -1 0 1 .
L a u r c n t, 9 2 . M a u d sle y , H c n r y , 149, 151-152.
L a v a l, 156. M ax w e ll, J a m e s C le r k , 121-123.
L a v o is ic r , A n to in e , 7 7 , 9 7 . M a y e r, R o b e n , 132-134.
L a w e s , S ir J o h n , 168, 173. M é ch ain , P ie rre , 60.
L e B e l. 9 5 -9 6 . M e d ic in a : a p lic a c io n e s d e la q u í­
L c b la n c , N ic o lá s , 165. m ica y la m ic r o b io lo g ía , 164;
L e b la n c , p r o c e s o d e la s o d a , 165. p re v e n tiv a , 169-170.
L c h m a n n , 14. M e io sis, 54.
L e y d e la s c o m p o sic io n e s c o n s­ M e n d c l, G r e g o r , 53.
ta n te s, 78. M e n d e lc e v , D im itri, 9 7 -9 8 .
L e y d e l in v e r s o d e l c u a d r a d o , M e tales a lc a lin o -té r rc o s, 8 8 , 9 7 .
115. M e ta le s: p e s o a tó m ic o , 86.
L e y d e ¡so m o r fis m o , 86. M é to d o s c u a n tita tiv o s, 77.
L e y p e r ió d ic a , 9 7 -9 9 . M e tro (m e d id a ), 60.
L e y d e p r e sio n e s p arc ia le s, 80. M e y c r, L o t h a r , 97-98.
Indice analítico 185

M o h r, F rie d ric h , 132. O p tic a : te o ría o n d u la to r ia d e la


M ic ro b io lo g ía : a p lic a c io n e s en el lu z , 102-108.
s ig lo XIX, 164-179. O stw a ld , W ilh elm , 142, 146, 178.
M ich ell, Jo h n , 115. O t t o , 156.
M iln c - E d w a r d s, H e n r y , 4 6 . O w e n , R ic h a rd , 43.
M itsch e rlich , F.ilhard, 8 6 .
M o d e lo s d e é te r, 106, 1 2 2 -1 2 3 , P a le o n to lo g ía , 2 2 -2 3 .
124, 146. P a lla s, P e te r, 14.
M on ee, G a sp a rd , 61. P a rk e s, A lc x a n d e r, 178.
M o r fo lo g ía , 4 9 -5 0 . P a rso n s, S ir C h a r le s , 156.
M o r o , A n tó n , 10. P a ste u r, l.o u is , 4 6 , 96.
M orvcau, 61. P e a rs o n , K a r l, 44.
M osan d er, C a ri G ., 97. P e rk in , W illiam , 1 7 3 -1 7 4 , 178.
M o s e le y , H e n r y , 100-101. P e so a tó m ic o , 8 3 -8 4 , 8 4 ; c la sifica ­
M o t o r d e c o m b u s t ió n in te rn a , c ió n d e lo s ele m e n to s se g ú n e l,
155. 9 6 - 9 7 ; h ip ó te s is d e A v o g a d r o ,
M o v im ie n to : C a m o t so b r e el m o ­ 8 7 , 8 9 ; re g la d e D u lo n g y Pe-
v im ie n to p e r p e tu o , 130. til, 86.
M o v im ie n to p e r p e tu o , 130. P e so s y m e d id a s, 5 9 -6 1 .
M u r c h iso n , R o d e ric k , 2 4 . P e tit, 6 3 , 8 6 , 9 5 .
M u ssc h e n b r o e k , P ie te r v a n , 1 12. Pila d e D a n ie l, 159.
M u ta c io n e s, 53. P ila d e V o l u , 8 8 , 157.
P la n ta s: q u ím ic a d e su d e sa r r o llo ,
1 6 6 ; véase también B o tá n ic a .
N a g e li, C a r i, 51-5 4 .
P la sm a c o r p o r a l, 54.
N a p o le ó n I, 6 3 .
P la v fa ir, Jo h n , 19, 69.
N e o la m a r c k ism o , 55.
P o b l a c i ó n , t e o r í a m a lt u s i a n a ,
N e ó n , 100.
3 1 -3 2 .
N e p tu n is t a s , 10, 12, 21. P o isso n , S im e ó n , 6 3 , 1 0 7 -1 0 8 .
N c w la n d s, 97.
P o la rid a d , 115.
N e w to n , Isa a c , y la te o ría a tó m i­
P o la riz a c ió n d e la lu z , 106.
ca , 79.
P r ie s tlc y , J o s c p h : e s t u d io s d el
N ic h o ls o n , 88.
e fe c to e lé c tric o , 113-115.
N ils o n , 98.
P rin c ip io d e C a r n o t , 130.
N itr a t o , 178.
P rin c ip io d e c o n se rv a c ió n d e la
N itr ó g e n o , 9 9 , 167, 168, 177-178.
en e rg ía, 134-135.
N itro g lic e rin a , 178.
P rin c ip io d e la c o n se rv a c ió n d e la
N o b e l, A lfr c d , 178.
m a te ria , 77.
N ú m e r o a tó m ic o , 83-8 4 .
P rin c ip io d e la d ín a m o , 118, 157,
159.
O c é a n o p r im ig e n io , 15. P ro c e so d e c o n ta c to , 178.
O ersted, H ans C hristian, P ro c e so S o lv a y , 166, 177.
115-116. P ro d u c c ió n en m a sa , 152.
O h m , G c o r g , 117. P r o g r e s o : d a r v in is m o y , 4 1 , 4 6 ;
O jo , e s tu d io s so b r e e l, 103. M a lth u s, 3 1 ; v isió n d el sig lo
O n d a s e le c t r o m a g n é t ic a s , 123, XIX, 58.
160. P ro n to sil, 179.
186 Indice analítico

P ro p o r c io n e s y p e s o s e q u iv a le n ­ S c d g w ic k , A d a m , 2 4 , 2 6 -2 7 , 3 3 .
te s, 78. S e e b e c k , T h o m a s , 117.
P r o u s t, 7 8 -7 9 . S e le c c ió n n a tu ra l, 3 9 , 4 4 , 58.
P ro u t, W illiam , 8 4 , 9 9 . S e rie c á m b ric a , 24.
P u tre fa c c ió n , 170. S ie m e n s, W c m e r, 159.
S im p so n , S ir J a m e s , 170.
Q u ím ic a : a p lic a c io n e s en e l s ig lo S iste m a d e v ó n ic o , 2 4 .
x i x , 1 6 2 -1 7 9 ; H a e c k e l y , 4 9 ; le­ S i s t e m a n e w t o n ia n o : p a s o d e l
y e s e m p íric a s e n , 7 7 ; te o ría a t ó ­ tie m p o , 1 3 9 ; te o ría d e la lu z ,
m ica y , 7 7 -1 0 1 . 102.
Q u í m i c a a g r íc o la , 1 6 6 -1 6 7 , S iste m a silú r ic o , 24.
172-173. S m ith , W illiam , 22-24.
Química inorgánica, 9 0 -9 1 . S o c ie d a d A n alític a, 69.
Química mineralógica, 9 2 -9 3 . S o c ie d a d F ilo só fic a d e Y o rk s h ir c ,
Química orgánica, 9 0 -9 1 , 9 2 , 9 4 . 71.
Quimioterapia, 179. S o c ie d a d G e o ló g ic a , 6 5 .
Quinina, 173. S o c ie d a d G e o ló g ic a B ritá n ic a , 2 1.
S o c ie d a d L in n e an a, 6 5 .
R a d ia c ió n : H e r t z , 125. S o c ie d a d L ite ra r ia y F ilo s ó fic a d e
R a d ia c i o n e s e le c t r o m a g n é t ic a s , L iv e r p o o l, 6 5 .
125. S o c ie d a d L ite ra r ia y F ilo s ó fic a d e
R a d ia c tiv id a d , 1 0 1 , 142. M a n c h c stc r, 65.
R a d io , 101. S o c ie d a d L u n a r , 3 1 , 6 S.
R a d io la r io s, 4 8 . S o c ie d a d q u ím ic a , 6 5 .
R a m s a y , W illiam , 9 9 -1 0 0 . S o c ie d a d R e al d e L o n d r e s : en el
R an k in e , 154. sig lo x i x , 6 5 , 72, 7 6 ; in v e stig a ­
R a y le ig h , L o r d , 9 9 . c io n e s d e Jo u le , 135.
R a y o s X , 100. S ó l i d o s y t e o r í a d e la l u z ,
R e fle x ió n , 109. 109-1 JO.
R e fra cc ió n d e la lu z , 109. S o m a , 53-5 4 .
R e g ist r o a u to m á tic o , 158. S o u th , S ir J a m e s , 71.
R etch , F e rd in a n d , 9 8 . S p e n c e r, H e r b c r t, 4 1 -4 2 , 4 4 , 50.
R ic h te r, Jc re m ia h , 7 7 -7 8 . S ta s, Je a n , 84.
R o c a s : c la sific a c ió n , 14, 15, 1 6 ; S to k e s, G e o r g e , 108.
t e o r ía s s o b r e su fo r m a c ió n , S u e lo , 172.
8 -2 9 ; se d im e n ta ria s, 16,18, 141. S u lfa m id a s, 179.
R o e b u c k , Jo h n , 164. S u lfu r o d e c a lc io , 176.
R u b id io , 9 7 . S u p e rv iv e n c ia d e lo s m á s a p to s ,
R u m fo r d , C o n d e , 6 7 , 127. 41.
S w a n , Jo s e p h , 16C, 178.
S a in t G e o r g e , M iv a rt, 43.
S a lis b u r y , L o r d , 9 9 . T a li o , 9 8 .
S a lv a rsa n , 179. T e c n o lo g ía : A so c ia c ió n B ritá n ic a
S a u s s u r e , H o r a c e b e n e d ic t d e , y , 7 4 ; in g en iería en el sig lo XIX,
168. 1 4 8 -1 6 1 .
S c ro p e , P u lle t, 2 8 . T e le g ra fía , 158.
S ch leid en . M a th ia s, 4 8 . T e m p e r a t u r a : e s c a la a b s o lu t a .
Índice analítico 187

1 3 6 ; m e d ic ió n , 1 3 5 -1 3 6 ; véase U n ifo r m ís m o en g e o lo g ía , 2 5 -2 6 .
también C a lo r , T e rm o d in á m i­ U n iv e r sid a d d e G la s g o w , 6 6 , 6 7 .
ca. U n iv e r sid a d d e O x f o r d , 6 7 .
T e o r ía a tó m ic a : h isto r ia d e , 7 9 ; U n iv e r sid a d e s, 6 7 .
q u ím ic a y , 7 7 -1 0 1 ; te rm o d in á ­ U r a n io , 142.
m ica y, 13 8 -1 3 9 , 144-145.
T e o r ía cin é tic a d e lo s g a se s, 138. V a c u n a c ió n , 1 71-172.
T e o r ía d el d ilu v io , 8 , 9 , 2 2 . V ale n c ia, 9 3 , 9 5 .
T e o r ía d u a lista d e la ele c tric id a d , V á lv u la e le c tró n ic a , 160.
8 8 -8 9 , 9 1 -9 2 . V a n ’t H o ff , J a c o b u s H ., 9 5 -9 6 .
T e o r ía d e la e stru c tu ra m o le c u la r, V a ria c io n e s en a n im a le s y p la n ta s,
95. 4 0 , 55.
T e o r ía d e lo s g é rm e n e s en la en ­ V e lo c id a d d e la e le c tric id a d , 121.
fe rm e d a d , 171. V iru e la , 171.
T e o ría m ecánica del calo r, V o lc a n e s, 10, 15.
12 6 -1 2 7 , 132, 133. V o lta , A le ssa n d r o , 87.
T e o r í a o n d u la t o r i a d e la lu z , V u lc a n ista s, 10.
102 110
- .
T e o r í a d e lo s t i p o s ( D u m a s ) , W a rd , j o s h u a , 164.
9 2 -9 3 . W a rrin g to n , 172.
T e o r ía s s o b r e la e n e rg ía so la r , W att, J a m e s , 128, 149, 165.
142. W eism an n , A u g u s t, 5 3 -5 8 .
T e o r ía s ra ciale s, 57. W e ld o n , W altc r, 176.
T e rm o d in á m ic a , 1 2 7 -1 4 7 ; a p lic a ­ W ells, H o r a c e , 170.
cio n e s a la in g en iería, 1 5 4 ; tu r ­ W ern er, A b ra h a m , 14-19.
b in a s d e v a p o r , 156-157. W esley , J o h n , 111.
T e r m ó m e t r o , 136. W h e a tsto n e , C h a r le s , 121, 157.
T e r m o p lá s tic o s , 178. W h itw o rth , J o s e p h , 149, 1 52-153.
T h o m s o n , A r th u r , 56. W ilb e rfo rc e , S a m u e l, 43.
T h o m s o n , T h o m a s , 6 6 .8 4 . W illiam s, J o h n , 2 0 .
T h o m s o n , W illiam , véase K e lv in , W in k le r, 9 8 .
L ord . W ittg e n ste in , L u d v ig , 145.
T ie r r a : e d a d , 10-1 1 , 140-141. W ohTer, F r ie d ric h , 9 0 -9 2 .
T ie r r a s ra ra s (e le m e n to s), 9 7 ,1 0 1 . W o llo s to n , W illiam H y d e , 9 0 .
T o m illo s y r o s c a s : p r o b le m a s d e W o o d w a r d , J o h n , 8.
fa b r ic a c ió n , 151, 152.
T o w n sh e n d , L o r d , 162. X e n ó n , 100.
T o x in a s , 171-172.
T u b e r c u lo s is , 171. Y o u n g , T h o m a s , 1 0 3 -1 0 6 , 127.
T u ll, Je t h r o , 162.
T u r b in a , 156. Z o o lo g ía : t e o r ía e v o lu c io n is t a ,
T u r b in a d e v a p o r , 156. 3 9 -4 0 .
Indice

Capítulo 1. El desarrollo de la geología.............. 7


Capítulo 2. Las teorías sobre la evolución de las
especies en el siglo diecinueve.............................. 30
Capítulo 3. Las instituciones científicas en Fran­
cia y Gran Bretaña durante el siglo diecinueve.. 59
Capítulo 4. La química y la teoría atómica de la
materia..................................................................... 77
Capítulo 5. La teoría ondulatoria de la lu z ......... 102
Capítulo 6. El desarrollo de la electricidad y el
magnetismo............................................................. 111
Capítulo 7. La termodinámica, ciencia de los
cambios de energía................................................. 126
Capítulo 8. Ciencia e ingeniería............................ 148
Capítulo 9. Las aplicaciones de la química y la mi­
crobiología.............................................................. 162
Indice analítico........................................................... 180

188

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