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PANOR AMA Y F ANT ASMAGORÍA

OPACIDADES DE LA CULTURA DEL SIGLO XIX

ARQ. LUIS DEL VALLE

CARRERA DE DOCTORADO
FADU–UBA - 2014

1
INDICE

Escena I. La Imagen Movimiento.

Escena II. Plano General.

Escena III. Máquinas Híbridas.

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Escena I. La imagen movimiento.

Puede decirse que la construcción de una historia de la imagen es, en parte, una construcción de la
historia de la modernidad. Que el mundo de la imagen es, en sí, el mundo de la modernidad.
Naturalmente que esto no significa que en la cosmovisión clásica o en la cultura tradicional no exista una
dimensión de la imagen, pero el ciclo de transformaciones, desplazamientos y rupturas que importa la
modernidad es también el de las transformaciones, desplazamientos y crisis en el concepto y en la
manipulación de las imágenes; más aún, de la conversión en imagen de aquello considerado como real.
Tan sólo como un ejemplo entre muchos otros, durante el Humanismo del siglo XV, en lo que se
considera los inicios de la modernidad occidental, el surgimiento de la concepción y de la representación
perspectívica significó una transformación profunda de la noción de la realidad y de sus formas de
representarla, no tanto como un medio representativo sino principalmente como una manera de
concepción. Este cambio no estuvo dado meramente por la invención de un medio geométrico-
matemático de representar racional y objetivamente el espacio sino por una dimensión más moderna
aún: la de establecer una hibridación entre el espacio simbólico y el espacio racional-objetivo.
Entre las múltiples modernidades a las que nos podríamos referir, existe una que es la vinculada al
problema de la imagen. Una modernidad involucrada con las cuestiones de la construcción de la realidad
y de su representación, con las relaciones indóciles entre realidad y ficción, con el problema de la
apariencia. Frente al relato de una modernidad impuesto por el iluminismo positivista vinculado a la
supremacía del mito de la razón, del ideal de progreso universal y de la transparencia objetiva, se ha
desplegado a lo largo de la historia todo otro filón de lo moderno en tanto opacidad. Es la modernidad
que contradice la identidad entre ética y estética del Kalacagathos, que deniega la transparencia entre
realidad y representación o el desarrollo de la ciencia y de la técnica como progreso objetivo. Existe en
ella toda una reivindicación de lo moderno como hibridación; de la técnica y de las ciencias asociadas a
lo extraño, la ilusión, el asombro o la imaginación fantástica; de lo exótico, de lo no arreglado o lo
inconveniente; de las heterotopías, lo anacrónico como novedad o lo heteróclito; de la disolución de los
límites precisos entre realidad y ficción. Es ésta una modernidad que ha denunciado a sus propias
fantasmagorías; en donde lo orgánico y lo artefactual se han mestizado en constructos alucinantes o
aberrantes; en donde la máquina ya no es la expresión de lo utilitario sino de la ilusión. Esta modernidad
reconoce una larga tradición que vincula, como en una constelación o en la confección de nuevas
cartografías históricas, fenómenos que tanto pueden ocupar el centro de los relatos convencionales
como sus márgenes. Se conectan en ella el inquietante autorretrato de Il Parmigianino, los trompe d’oleil
de Peruzzi para la Farnesina o de Andrea Pozzo para San Ignacio, las anamorfosis como la de Holbein
en Los Embajadores o como en las composiciones ópticas de Schön, la Cámara Oscura y la Lucerna
Mágica de Kircher, los autómatas de Von Kempelen o de Vaucanson, las representaciones voyeristas de

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Lequeu, las decoraciones animadas transparentes, las indagaciones de Duchamp de Etant Donnés o el
Pabellón De Beisteguí de Le Corbusier. En esa larga tradición podría inscribirse el fenómeno de los
panoramas del siglo XIX.
Los panoramas, tal como se desarrollaron durante el siglo XIX, constituyeron toda una expresión de la
complejidad de la cultura occidental de la época. Complejidad en tanto espesor, en tanto ambigüedad y
ambivalencia, en tanto condiciones de hibridación o de opacidad cultural, también en tanto aporía. Una
complejidad que supo dar cuenta de esas formas de lo moderno vinculadas al problema de la imagen y
de la representación como construcción espacial, de las cuestiones del dinamismo y del movimiento –
icónico, pero también artefactual, social y cultural –, de la aparición de los medios masivos de
comunicación, del fenómeno de lo metropolitano, de la cultura colonial e imperialista, de las relaciones
entre una supuesta centralidad europea y lo considerado periférico, de la técnica como promesa y como
fracaso o incumplimiento, del ideal de progreso y sus fantasmagorías, de la aparición del fetiche y de la
conversión de todo – objetos, pensamiento, existencia – en producto inmerso en el mercado, de las
nuevas relaciones entre forma, técnica y expresión, de lo que Benjamin llamó ur-formas o de las
capacidades de anticipación de otros dispositivos por venir, o de las relaciones entre arquitectura, ciudad
y cultura.
Junto con los panoramas convivieron toda una serie de invenciones o de dispositivos que pusieron a la
imagen en una nueva escena. Los dioramas de Daguerre, el pantelégrafo de Caselli, el cineorama de
Grimoin-Sanson, el photorama de Lumiere, o la televisión de Nipkow, la cámara fotográfica,
posteriormente el cine, llevaron la imagen a las nuevas condiciones de las transformaciones modernas.
El desarrollo del maquinismo, a partir de la revolución industrial, modificó las relaciones históricas entre
imagen, percepción y artefacto, arrancándolas de la condición manual y de las articulaciones con la física
de los pesos y de la hidráulica del barroco. El despliegue de las transformaciones científicas, técnicas,
filosóficas y culturales dentro del proceso de secularización de la cultura llevó a la paulatina sustitución
de los conceptos de arraigo, permanencia, estabilidad por las nociones de dinamismo y de movimiento,
con una aparición de las condiciones de lo provisorio, lo efímero, la inestabilidad de un presente fugaz, la
aceleración o el cambio como valores, o al menos como condiciones, de la nueva vida en las ciudades
ahora convertidas muchas de ellas en metrópolis. El surgimiento de la filosofía y de una estética de lo
sublime a fines del siglo XVIII proveyó del estatuto de una nueva concepción artística y de lo considerado
estético por sobre lo bello, lo cual definió un nuevo universo de formas, de lenguajes y de modos de ver
que impactarían en la percepción, la conciencia y la cultura el siglo XIX y aún mucho después. La mirada
se constituyó como un problema, más que como una función de lo apariencialmente inteligible, con un
paso desde el naturalismo hacia el ilusionismo, pero ahora mezclado éste con lo maquinista, el
movimiento, la fugacidad y lo sublime. La mirada como problema deja de fijar una cosmovisión para
construir un imaginario, una interpretación. En ese sentido es que ya no se trata de la mera

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contemplación de imágenes, sino de construir una serie de imaginarios que importan otra forma de
apropiación y de manipulación de la mirada y de lo mirado. Se pone en escena también la idea de un
acontecimiento, que puede seguir en cierto sentido la idea del espectáculo barroco, pero que ahora en el
siglo XIX tiene un carácter masivo en términos de la sociedad capitalista y de consumo industrial, del
surgimiento del proletariado como una nueva clase, de la organización seriada no solo del trabajo sino
también del ocio colectivo y de las nuevas reglas de emisión, distribución y recepción de los mensajes, lo
cual deposita al espectáculo en una experiencia inmersiva novedosa.
Citando el título de aquel famoso texto de Deleuze 1, puede decirse quizás que fue en este momento
cuando la imagen se puso en movimiento. Y fueron los panoramas uno de los puntos significativos de
este despliegue. Será también una de las expresiones de las fantasmagorías y opacidades de la cultura
moderna. Nuestra mirada busca proponer una reflexión no desde el cine, algo de lo cual no sabemos,
sino desde el conocimiento que puede aportar la arquitectura y la mirada proyectual, en las articulaciones
complejas y aporísticas entre imagen, espacio, arte, técnica y cultura.

Escena II. Plano General.

El dispositivo conocido como panorama fue el resultado de tres fenómenos histórico-culturales que se
complementan a fines del siglo XVIII y principios del XIX: los inicios del desarrollo del maquinismo, el
despliegue de la pintura en tanto arte del paisaje, y el expansionismo productivista-imperialista como
nueva fase de la cultura capitalista europea y de la división internacional del trabajo, dentro del circuito
centralidad metropolitana – territorios de ultramar. Cada uno de estos fenómenos no resultó determinante
tan solo por sí sino por su complementación como una forma de construcción cultural. Tal como dijimos,
los inicios del maquinismo moderno vinieron a superar a la física del movimiento por pesos y por la
hidráulica que gobernara la técnica de carácter manual existente hasta ese momento y dirigía las
acciones de autómatas o de máquinas hasta la época barroca con su despliegue de constructos
fastuosos. El movimiento dejaba de ser una condición meramente física para convertirse en una
problemática existencial y cultural, y en el posterior devenir del movimiento en dinamismo. Los
panoramas dieron cuenta de este cambio no sólo en la idea de movimiento físico sino en las
posibilidades de traslado ilusorio a través del espacio y también del tiempo. En el caso de las relaciones
entre pintura y paisaje ya sabemos la deuda que tuvo el arte paisajista respecto de la pintura a fines del
siglo XVIII, de la influencia de la pintura en la fundación del arte del paisaje y en la obra de personajes
como Uvedale Price o Richard Payne Knight. Los panoramas recogieron esta herencia, mediante la
integración de la expresión y del tratamiento de lo pictórico a una escala enorme – sublime – con la

1
Deleuze, Gilles. La imagen- movimiento. Estudios sobre cine 1. Madrid. Paidós. 1984.

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construcción de un paisaje ya no exclusivamente natural sino cultural. Dentro de la cultura moderna
podríamos decir que las imágenes de los panoramas fueron el acto fundacional de lo que hoy
denominamos paisaje cultural. Esto se inscribió ya no en el marco de las culturas tradicionales o de los
protocolos del expansionismo absolutista, sino en una nueva fase del capitalismo occidental. Y así como
los museos – con su expansión como programa didáctico de los nuevos poderes estatales civiles –
fueron la versión cultural-pedagógica de la expansión territorial, la acumulación, el sentido de posesión y
de exhibición de la cultura capitalista burguesa, los panoramas también vinieron a ocupar el lugar de una
cultura europea con pretensiones de centralidad universal, en donde todo era ocupable, adquirible,
transmisible y pasible de ser convertido en producto, desde las culturas “exóticas”, el pasado
prehistórico, la naturaleza lejana o los grandes acontecimientos de la historia. La conjunción de máquina,
imagen e imperialismo capitalista tuvo su espacio natural en las metrópolis y en las ciudades, y los
panoramas también fueron un fenómeno asociado a lo metropolitano y a su capacidad de contagio sobre
las pequeñas ciudades y pueblos.
El panorama fue inventado por un pintor irlandés, Robert Baker, con una patente original de 1787 como
un aparato para la exhibición de pinturas. El primero se conoció como el panorama de Leicester Square
en el cual se podía admirar desde una plataforma central y por tres peniques una pintura de Londres
visto desde la cubierta del Albion Mills, en South Bank. Este primer panorama era de los del tipo de
plataforma central en donde el espectador se veía rodeado en los trescientos sesenta grados de
imágenes perimetrales que lo envolvían. Su aparición fue comentada en el diario londinense The Morning
Chronicle, con lo cual ya se comenzaba a producir el fenómeno de los medios de comunicación masivos,
la articulación de los mismos entre sí como una forma de difusión generalizada y de organización de la
vida cotidiana, y la conversión del espectáculo en un negocio gigantesco, no ya a nivel del sujeto sino de
lo metropolitano. El periódico, con su tirada masiva, entraba en la misma lógica del panorama como
medio de comunicación urbano. El negocio se cerraba con las posibilidades de adquisición por parte del
público de una copia de la pintura de Londres expuesta.
Básicamente existieron dos tipos de panorama, el panorama fijo y el móvil, dentro de lo que los autores
llaman “prácticas de pantalla”.
En el panorama fijo, como el de Baker, el espectador se colocaba en una plataforma elevada en el centro
de un gran espacio circular el cual estaba rodeado de imágenes fijas que lo envolvían en los trescientos
sesenta grados. En algunas variaciones llegaron a incluirse pasarelas complementarias que permitían
otros puntos de vista o imágenes móviles que giraban alrededor del espacio central. Estos panoramas se
ubicaban en edificios construidos especialmente para tal fin, construcciones fijas que no podían
trasladarse y que poseían diferentes niveles de sofisticación o elaboración material y de lenguaje
arquitectónico. El caso del panorama fijo o de trescientos sesenta grados presentaba una serie de
problemáticas muy significativas para la cultura de la época. Se trataba de un dispositivo, de una

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“máquina híbrida” que se encontraba entre la arquitectura, la pintura tradicional, los espectáculos
visuales populares y los medios masivos de comunicación, y que abría un debate acerca del estatuto del
arte, sobre su concepto, sobre lo que podía ser considerado arte, sobre el arte de la denominada alta
cultura y el arte popular. La máquina como artefacto, como un constructo, pura artificialidad producto de
una serie de conceptualizaciones y de operaciones dirigidas a crear una realidad opuesta a la realidad de
lo natural, y basada en el montaje, el ensamblaje o el armado de piezas diversas. Una máquina híbrida
porque iniciaba para la cultura moderna la idea del trabajo a partir de la mezcla, la mezcla de elementos,
de piezas, de materiales, de funciones o de procedencias. La máquina híbrida podía entonces expresar
la heterogeneidad de las partes de que estaba construida, resaltando su condición de ensamble.
En el panorama móvil la imagen no permanecía fija, sino que tenía movimiento. El espectador estaba
sentado frente a una pantalla que funcionaba como una “ventana”, un marco por el que pasaban las
imágenes pintadas sobre tela. El mecanismo constaba de dos rollos colocados cada uno en los extremos
de la pantalla y las imágenes pasaban moviéndose horizontalmente de un rollo a otro, los cuales se
encontraban escondidos de la vista del público. Esto brindaba la idea de una continuidad sucesiva, del
encadenamiento de imágenes que iban describiendo una cierta narración y que podría ser considerada
como una anticipación del raccord cinematográfico. Un locutor iba acompañando el transcurso de las
imágenes con una explicación sobre las mismas, y el espectáculo se complementaba con sonidos y
música. Esto lo ubicaba como un evento mediático que combinaba diferentes soportes, imágenes, relato,
música, sonidos. Por otra parte, en esta noción de máquina híbrida, el dispositivo técnico-audiovisual se
combinaba en cierta forma con la tradición del arte pictórico, ya que la idea de ventana estaba
directamente asociada con el criterio de perspectiva albertiano y con el paradigma visual y de
construcción del espacio que gobernaba desde hacía cuatrocientos años.
La condición de artefacto técnico-audiovisual arrancaba a la idea de la técnica como una cuestión
simplemente utilitaria o pragmática, y la recolocaba dentro de una dimensión de lo expresivo y de lo
comunicacional, en sus posibilidades de construcción de un lenguaje. En la ejecución de los panoramas
trabajaban artistas con una rigurosa formación pictórica, pero también artesanos, escenógrafos,
carpinteros, herreros, pintores de escenarios, además del personal abocado a la construcción del edificio
y de los locutores, técnicos y músicos que acompañaban las funciones. Un alambique técnico-artístico de
alta complejidad y elaboración, que iba desde la técnica constructiva hasta las cuestiones de la óptica
vinculadas al problema de la deformación de la imagen, y que discurría así mismo entre la fijación y lo
efímero. Las temáticas representadas en los panoramas fueron muy variadas. Había representaciones
de la historia natural, de lugares exóticos, de momentos de la historia, de culturas pasadas, de ciudades
o de paisajes naturales o de hechos históricos y personajes famosos, como las batallas de Waterloo o de
Gettysburg o la vida de Napoleón. Tales temáticas podían exponer en ocasiones un espectáculo
accesorio al introducir al espectador en un viaje misterioso por Tierra Santa, en aventuras por la India o

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por el Mississippi o en una exploración por el Ártico. Nuevamente se complementaban el espectáculo
mediático, la cultura popular, los temas de divulgación y el imperialismo geo-político.
Esta cultura de lo visual, del tratamiento de las imágenes, y su conversión en una atracción o pasatiempo
que en el siglo XIX derivó en los panoramas, tuvo algunos antecedentes en diversos momentos o
culturas, que precisamente el siglo XIX y su ambición de recolección y de acumulación pudo
posiblemente haber tenido en cuenta. En otros casos, fueron experiencias paralelas a la del panorama.
Erkki Huhtamo2 ha señalado algunas de estas posibles influencias o paralelos, entre las cuales señala el
Wayang Beber, las cajas de rollos pasantes de pinturas, las Peepshow Boxes, las decoraciones
transparentes animadas francesas, el Peristrephic Panorama o los panoramas móviles usados en el
teatro. El Wayang Beber o teatro de sombras de Java pudo ser traído a Europa por los viajeros de la
época como movimientos de figuras transiluminadas. Las cajas de rollos pasantes de pinturas o las
Peepshow Boxes difundían noticias o curiosidades, en el primer caso, o armaban escenas interiores o de
paisajes, como las de Van Hoogstraten en los Países Bajos, en el segundo. Contemporáneamente a los
ejemplos que venimos enunciando, se dio el caso del Peristrephic Panorama, un panorama rotatorio
perteneciente a la compañía de los Hermanos Marshall que efectuaba giras con locaciones temporarias
en Inglaterra e Irlanda, a partir de los años de 1820.

Escena III. Máquina híbrida.

El fenómeno de los panoramas va a instalarse en el mundo de los medios masivos de comunicación tal
como se dieron en el siglo XIX, y coincide con algunas de las características de los mismos, tales como
la masividad, la difusión de carácter popular, la aplicación de las técnicas industriales o el auge de la
comunicación a distancia. El siglo XIX fue el de las grandes revoluciones, entre ellas la de los medios
masivos. Aparecieron el periódico, el telégrafo, el daguerrotipo y la fotografía, la publicidad, los folletines,
las novelas por entrega o las ediciones populares de la literatura. El desarrollo de los medios masivos fue
posible a la vez por la conjunción de una serie de fenómenos históricos inéditos hasta el momento. El
despliegue de la revolución industrial y su aplicación a todas las esferas de la existencia estableció una
transformación definitiva, desde la producción de bienes hasta el cambio en las ideas de objeto, desde la
instauración de la lógica de la producción seriada y el consumo masivo hasta las formas de ocupación y
de control del espacio urbano y del territorio. La revolución industrial y los adelantos técnicos y científicos
variaron la idea de comunicación y crearon nuevos medios en donde lo innovador venía a resultar la
masividad y la vinculación de enormes distancias. La técnica y el concepto de maquinismo se aplicó a la

2
Huhtamo, Erkki. Global glimpses for local realities: The moving panorama, a forgotten mass media of 19th century, en
http://gebseng.com/media_archeology/reading_materials.

8
concepción y ejecución de artefactos para la comunicación, en donde a lo masivo y a la distancia se
agregaba la noción de movimiento, ya sea físico o virtual.
En tanto medio de comunicación audiovisual el panorama modificaba los modos de ver, convirtiéndolos
en un fenómeno móvil y global. Transportaba al sujeto que observaba a un lugar “más allá” de su
ubicación espacio-temporal, con la posibilidad de conocer el mundo o la realidad sin moverse
físicamente. Esta condición de transporte venía a funcionar como un antecedente de otros medios de
comunicación, como en la visión transportada que posteriormente se verificaría con el cine o la televisión.
Pero el cambio no sólo afectaba a las nociones de imagen, sino también a las de lugar en el sentido
tradicional. En primer término la imagen se volvía “real” en el sentido de ser una representación cercana,
casi tangible, en la acción de traer escenas de otros lugares o de otros tiempos al punto fijo en el que se
situaba el observador. No obstante, la propia idea de lugar se veía trastocada. Hasta ese momento el
concepto de lugar se identificaba con las cualidades de permanencia, de arraigo, con toda una serie de
rituales y de modos de apropiación que resultaban ancestrales y que se habían ido acumulando y
formando un espesor cultural en las formas occidentales de habitar y de ocupación del espacio
doméstico, de la ciudad o del territorio. El lugar, en las culturas tradicionales y hasta principios del siglo
XIX, no era la idea de espacio en abstracto sino el espacio apropiado social, cultural y
antropológicamente en virtud de la permanencia y la pertenencia. La transportación de lugares o de
momentos externos o lejanos trajo a la postre una desestabilización de la idea de lugar como algo
perteneciente y propio. La transportación se efectuaba en un doble sentido, el lugar remoto o lejano se
“acercaba” al observador, pero éste también se acercaba a ese lugar desconocido o al cual no
pertenecía, poniendo en juego algo de la imaginación y la fantasía y recreando virtualmente o
imaginariamente un momento fugaz, efímero, de relación con ese lugar, de identificación – o por qué no
de rechazo –, en suma, un momento de apropiación o de pertenencia que de todas maneras no podía
dejar de ser provisorio.
Toda esta construcción cultural coincidió además con otro fenómeno que fue el del cambio en la idea del
ocio y la aparición del turismo como una práctica difundida, al menos en las clases acomodadas o en los
sustratos medios, grandes consumidores de novedades y productos. El ocio en sí se transforma en un
producto, en momentos en los que, como planteara Benjamin 3, la organización capitalista de la existencia
no se verificó solamente en la esfera del trabajo sino también en la del tiempo libre, en la del
esparcimiento individual y colectivo. Los panoramas, las exposiciones universales, los pasajes, las
tiendas, los cafés, las subastas, las ferias, los bulevares y el parque público se convirtieron en los
condensadores sociales de la cultura decimonónica destinados al gran público masivo, en este caso de
todas las clases. Son los lugares de la moda, del flaneur, de la cultura visual, de la exhibición y del

3
Benjamin, Walter. Poesía y capitalismo. Iluminaciones II. Madrid. Taurus. 1999.

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espectáculo metropolitano. El turismo trajo la costumbre del viaje por placer o por ocio, y el interés en
trasladarse a lugares lejanos o desconocidos; el panorama no resultaba indiferente en tanto cultura visual
y del traslado, a esa nueva práctica. La cultura de lo visual, de lo masivo y de lo público convirtió al
panorama – y a otros de estos dispositivos como las exposiciones, las ferias o los pasajes – en un
espectáculo, produciendo a la vez un cambio en la idea del mismo. Uno de esos cambios fue el de la
noción de observador por la del espectador y en las características del evento en sí. La idea de
espectáculo, entendida como un momento extraordinario, de extracción del sujeto de la rutina cotidiana,
un momento asociado al fasto y a la celebración, de expectación y de espera de lo sorprendente,
siempre tuvo una componente altamente visual, en una cultura que siempre priorizo históricamente a la
vista por sobre los demás sentidos. La cultura del barroco fue también una cultura del espectáculo, de los
grandes fastos visuales, de la ciudad como teatro en donde cada sector social jugaba un rol, del espacio
público como escena cortesana. Pero en el espectáculo barroco el gran público masivo, el pueblo y la
burguesía, eran los espectadores que requerían el protagonismo de la nobleza o el patriciado. El público
masivo tenía una participación limitada, la de un observador de aquello a lo cual no podía acceder en
principio por la ausencia de una dinámica social más restringida y de variables conformativas del tejido
social más limitadas. En el siglo XIX y con los panoramas, el observador se convierte en espectador pero
el espectáculo es ahora un evento inmersivo, que incorpora y hace participar al sujeto de otra manera,
con todos los sentidos – la vista, el oído, el tacto – y también con la imaginación o con el intelecto. Tanto
en los panoramas circulares como en los móviles, el espectáculo audiovisual – la conjunción de
imágenes, de música, de sonidos, de relatos, y la condición de expectativa infundida en el observador –
constituía una experiencia envolvente, una experiencia sensorial de tipo fenomenológico que,
nuevamente, transportaba al espectador, y no físicamente hablando. Ese espectáculo audiovisual
también pudo convertirse en lo que hoy denominaríamos multimedia, otra forma de la máquina híbrida.
Muchos panoramas, sobre todo los circulares, se encontraban como ya dijimos fijados en un lugar,
dentro de un edificio destinado a tal fin, constituyendo un programa autónomo en sí mismo. Pero algunos
se ubicaban en predios mayores, lo mismo que los panoramas móviles que podían trasladarse a distintas
ciudades. En estos casos convivían dentro del espacio aglutinador y espectacular de la feria con bandas
de música, artistas de variedades, exhibiciones de fenómenos, ventrílocuos y demás actores del medio.
Otras veces, el panorama móvil se hallaba dentro de un teatro y era utilizado como una atracción
complementaria, al principio o al final de la función teatral, o en ocasiones puntualmente destinadas a tal
fin. Esto reforzaba las relaciones o asociaciones entre teatro y panorama, a partir de la idea de marco a
través del cual observar una escena, de la vinculación entre el teatro y la construcción de caja escénica
de la perspectiva, o de la ascendencia del término escenografía4.

4
Desde la Edad Media el concepto de perspectiva estaba asociado al teatro y a la idea de un escenario.

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El dispositivo de los panoramas va a abrir un debate acerca del estatuto del arte, de su concepto, de lo
considerado como arte de la alta cultura y de la cultura popular. También, en ese contexto, de sus
categorías y procedimientos, de su relación con el tiempo y de sus formas y técnicas de expresión. Esto
podrá ocurrir en su entorno temporal inmediato, pero también como parte de una problemática
transhistórica a futuro como antecedente de los medios de comunicación audiovisuales del siglo XX, de
los modos de concepción, manipulación y recepción de la imagen, de las hibridaciones entre prácticas
artísticas y mass media, de los sistemas de producción cultural y de las industrias culturales o del uso
social de los medios artísticos y de comunicación masiva. Algo que podría considerarse asimilable al
concepto de ur-forma acuñado por Benjamin5 cuando pensaba en los objetos existentes en los pasajes
como fósiles, ur-formas de los objetos de producción industrial posteriores; el panorama como ur-forma
de los medios masivos de la cultura moderna y contemporánea.
Las representaciones pictóricas expuestas en los panoramas se hallaban realizadas por artistas y en
muchos casos ofrecían una alta calidad técnica. Tales manifestaciones artísticas se encontraban hasta el
momento destinadas a las elites culturales, o habían tenido una aproximación a los sustratos medios y
bajos como parte del programa de propagación de la fe o de los temas religiosos, desde los inicios del
Humanismo florentino hasta el barroco. Eran parte de una producción proveniente de la elite cultural o de
la pseudo clase de los artistas financiada por la nobleza, el patriciado o la alta burguesía, y podían ser
admirados por las clases populares como parte de un adoctrinamiento de origen aúlico. Recién a
mediados del siglo XVII y principios del XVIII se difunden con más extensión los temas vulgares o de la
vida cotidiana, pero todavía como parte de un sistema de producción artístico vinculado a las elites y sin
la connotación de producción masiva o en serie. Con los panoramas el arte pictórico de alta calidad
comienza a dirigirse a un público masivo, con lo cual la pintura se involucra con lo que tenía un destino
popular. Las excepcionales vistas a vuelo de pájaro de ciudades, las panorámicas urbanas o del paisaje
natural, los detalles, el trabajo de artesanos y escenógrafos, se convierten en un medio expresivo y en
arte popular. A primera vista, y paralelamente a la condición decimonónica del arte autónomo, el arte de
los panoramas venía a cumplir una función social didáctica o de divulgación, o de incorporación de las
grandes masas. Pero en una segunda instancia, esto podía entenderse también como una fantasmagoría
del sistema de producción burgués: las imágenes de los panoramas, su calidad técnica y expresiva, su
estatuto artístico, podían ser asimilables a las funciones consoladoras o sustitutivas de aquel mismo arte
autónomo, del arte por el arte.
En principio, la pintura de los panoramas podía ser vista como una prosecución de la pintura tradicional,
que seguía los dictados de la racionalidad del espacio euclidiano y del supuesto realismo y objetividad de

5
Benjamin, Walter. Libro de los Pasajes. Madrid. Akal. 2005.

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la perspectiva en tanto representación de la realidad. En cuanto a su gran tamaño, el mismo reconocía
los antecedentes de las representaciones pictóricas de paisajes holandeses o de ciudades como Londres
o Tánger de Wenceslas Hollar – tal es el caso de Long View of London from Bankside o London before
the fire – o de otros artistas de los Países Bajos durante el siglo XVII, con dimensiones de hasta cinco
metros de largo por tres de alto. Pero la cuestión del gran tamaño y de la superficie curva obligaba a una
manipulación de la perspectiva y a una serie de correcciones para ajustar la percepción. La
representación encuadrada dentro del concepto de caja escénica tradicional era sustituida por una visión
panorámica que implicaba la idea de continuidad sin interrupciones ni límites; la idea de la visión
encuadrada – que pertenecía a la pintura tradicional y al teatro y retomaría la fotografía – se modificaba
por la de una representación sin soluciones de continuidad y sin bordes, como la que traería el cine.
El tratamiento de las imágenes no se agotaba en la cuestión de la perspectiva, ya que las pinturas de
gran formato importaban un nuevo método. Había en las escenas de los panoramas la creación de un
entorno ilusorio, la conformación de un “paisaje” natural, cultural o histórico no desprovisto de un cierto
realismo pero a la postre consciente de que se trataba de una ilusión. Ilusión de realismo, ilusión de
profundidad, de una visión totalizadora – imposible de ser abarcada por la percepción real – o como
trompe d’oleil. Coincidía esto, como ya dijimos, con la pintura ilusionista del ‘400 al ‘600, con obras como
las del ábside de Santa María junto a San Sátiro, de Bramante, los frescos de La Farnesina, de Peruzzi,
o el ilusionismo espacial de Pozzo en San Ignacio, en Roma. Pero lo significativo de los panoramas en
este sentido es como producían una integración entre el ilusionismo pictórico heredero del barroco, y la
idea de la máquina iluminista. La pintura ilusionista, la creación de imágenes que diluían los límites entre
realidad y ficción, abandonaba el plano pictórico de la tela o del muro y pasaba a ser parte de un
constructo mecánico, de un artefacto en el sentido moderno, la unión de lo visual y de lo mecánico. Esta
atracción o interés por la combinación de lo ilusorio o de la apariencia de realidad con lo artefactual
mecánico resultaba típica de la cultura de los siglos XVIII y XIX, por ejemplo con la construcción y
exhibición de autómatas. Imágenes y constructo técnico comenzaban a trabajar bajo la idea de montaje.

En los panoramas circulares o fijos con su representación escénica perimetral a trescientos sesenta
grados la idea de continuidad espacial era real, física. En el panorama móvil con su dispositivo
artefactual de rollos que pasaban por delante de la mirada del espectador, la idea de continuidad
espacial era una construcción, un artificio.
Los panoramas crearon un nuevo imaginario técnico-iconográfico en relación a una transformación y a
una nueva forma de construcción de la mirada; una imagen de lo que la imagen debía venir a
representar, una idea sobre las civilizaciones antiguas, sobre una ciudad lejana o sobre la vida de
Napoleón. Los inicios de lo que posteriormente sería el procedimiento del montaje.

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En el cine existe esa ambigüedad y a la vez complementación entre la técnica del montaje y la idea de
continuidad o raccord. La técnica del montaje se basa en la selección, yuxtaposición y empalme de los
fotogramas, o sea un trabajo a partir del montaje de partes o fragmentos en los cuales se ha
descompuesto la continuidad visual o del relato o la percepción de la realidad. Pero en el cine en general
– salvo en los casos de búsquedas más experimentales o propositivas – ese armado de pequeñas piezas
o partes en que se ha descompuesto la realidad propone una reconstrucción de la unidad o una noción
de continuidad de la cual la técnica o la obra en si en verdad carecen. Una ilusión que recrea el raccord.
El caso de los panoramas es similar. La construcción de la imagen y el modo de mirar y de comprender
rompen con la continuidad narrativa clásica, con la identidad entre la realidad y su representación. Las
imágenes o escenas podían poseer una cierta idea de continuidad, pero en muchos casos se trataba de
la conexión de imágenes sueltas, sucesivas. Algunas representaciones juntaban o yuxtaponían escenas
de diferentes lugares o tiempos, construían una continuidad en base a diferentes partes que no tenían
una relación de continuidad temporal o espacial verdadera sino que recreaban una situación imaginaria;
la identidad espacio-temporal o entre realidad y ficción se hallaba quebrada. Muchos panoramas móviles
trabajaban con la costura o el empalme entre imágenes dando la idea de continuidad, pero también
presentaban escenas separadas conectadas por un tema en común. Escenas separadas, como
“cuadros” se organizaban dentro de pinturas enormes, de dos metros de altura por cincuenta o sesenta
metros de una extensión que a veces alcanzaba los ciento cincuenta o ciento setenta metros. En el
panorama de Showman Laidlaw se sucedían escenas de tribus de aborígenes norteamericanos, de
paisajes naturales autóctonos, de utensilios o de la flora y fauna del lugar. Otro ejemplo podía ser un
recorrido por la vida de Napoleón Bonaparte, con una sucesión de imágenes semi-independientes unidas
por la temática del personaje: un montaje que pasaba de la batalla de Trafalgar a un paisaje
pintoresquista de la isla de Santa Elena y luego a las escenas de su funeral.
En ciertos casos las imágenes de estos testimonios no cambiaban abruptamente sino que lo hacían
imperceptiblemente, confirmando la ilusión de continuidad narrativa de escena a escena o de la diégesis.
En otros el raccord se identificaba con la idea de continuidad del “viaje”. Vistas del panorama que
coincidían con las vistas de viajes en globo, en tren o en un barco a vapor, atravesadas de la condición
de movimiento. En el Pleorama de Berlín el lugar que ocupaba el auditorio era una embarcación que se
encontraba flanqueada a ambos lados por dos rollos de imágenes marítimas continuas que
representaban la ilusión de un viaje por el mar. Otro caso de Berlín era el del viaje en globo, en donde el
lugar del auditorio era la canasta de un aerostático y su percepción aérea de la ciudad. Todo el
dispositivo se animaba en crear diversas situaciones, manipulaciones o formas de edición para
acrecentar el interés o generar diferentes sensaciones o escenas, como por ejemplo las diferencias de
cruzar el Canal de la Mancha durante el día o durante la noche. También se podían agregar elementos
realistas o no realistas – desviaciones, cambios de escala, de tamaño, de puntos de vista o cambios de

13
planos – con el objetivo de aumentar el interés del espectador, sin ser prioritaria la coherencia diegética
del relato visual o del realismo de toda la composición.
Tal como dijimos anteriormente, las imágenes expuestas en los panoramas se correspondían con
escenas de la historia natural, de lugares exóticos, de grandes sucesos de la historia, de culturas
pasadas, de ciudades o de paisajes naturales. Estas representaciones no solo cumplían con un rol
artístico o de recreación sin más, sino que se vinculaban a varias otras cuestiones puestas en juego por y
en la cultura de la época en el sentido de disolver los límites entre lo local y lo universal.
En primer lugar y dado su carácter de medio masivo funcionaban como una forma de ilustración de
grandes masas de público, cumpliendo con un rol didáctico popular. Tales imágenes traían para el gran
público una información desconocida que no sólo funcionaba como un medio recreativo sino que también
era un instrumento para la educación; tal vez uno de los primeros medios de educación masivos a nivel
popular. Una educación o instrucción que no podía pretenderse tuviera un contenido erudito sino que
poseía un carácter de divulgación, un acceso sencillo y directo a ciertos temas de la cultura universal que
los panoramas podían compartir con las publicaciones de divulgación, la literatura popular o por entregas
o los contenidos de algunas publicidades. Desde los medios de comunicación, los panoramas cumplían
entonces con una función didáctica similar a la de los museos, los jardines botánicos o los zoológicos.
Esas escenas exóticas o desconocidas coincidían con las especies también exóticas o de tierras lejanas
de vegetales o animales y con su propósito ilustrador. Así mismo, los museos eran los depositarios de la
producción de la cultura material de civilizaciones lejanas o desconocidas, o de sus vestigios. En el caso
de los panoramas, aún dentro de esta condición de divulgación, tales roles didácticos suponían un rigor
relativo, un grado de precisión o de conocimiento que ponía en tensión las posibilidades de acceso a un
conocimiento real y cuando el mismo estaba teñido de la subjetividad o de la propia ignorancia de los
artistas convocados, cuando no de los intereses comerciales o del pragmatismo del empresario.
Conocer a través de imágenes, de seres vivos o de objetos fue una práctica de la industria cultural del
siglo XIX. Ese sentido didáctico o de divulgación que podían tener estaba atravesado además de otra
lógica, la del consumo. En una superposición no exenta de posibles contradicciones se encontraban la
didáctica y el consumo. En las nuevas sociedades capitalistas todo pasó a convertirse en un bien
consumible, incluso los objetos o las acciones pasibles de ser medios de instrucción. El armado de la
empresa y del negocio, el cobro de entradas, las giras por diferentes ciudades y pueblos, y el sentido de
atracción recreativa y de espectáculo que en definitiva tenían los panoramas hizo imposible, en una
sociedad de mercado, el separar las posibilidades de una cierta ilustración de tipo masivo del objeto
pecuniario. Se abría entonces hacia el futuro todos los debates posibles, aun existentes, acerca de las
tensiones entre recreación, distracción, educación y consumo que podrían caberles a los medios de
comunicación. Por supuesto que no se trataba de una mirada ingenua, los panoramas nacieron como
una atracción recreativa, como un espectáculo con un objeto de renta, pero tampoco se puede

14
desconocer, en el seno de la cultura del siglo XIX, las influencias del enciclopedismo y la apertura
ilimitada de los horizontes por parte de los europeos para consigo mismos en la ambición o la pulsión de
acceder a un conocimiento universal. Esto se verificó, también con sus dosis de fantasmagoría – tal
como lo plantearan Benjamin y Buck-Morss6 – con el fenómeno de las exposiciones universales.
Gigantescos espacios de exhibición, como el Cristal Palace o la Galería de las Máquinas, que exponían
la fuerza industrial de las potencias y que tenían un claro objetivo de difusión comercial, pero a los cuales
también confluían miles de personas habidas por conocer, o acercarse, no sólo al nuevo universo de los
objetos industriales sino de toda la producción cultural del momento.
En tercer lugar, la lógica de los panoramas debe inscribirse también en esa fase de la alianza entre
capitalismo internacional, imperialismo colonialista e incipiente sociedad de consumo. Nuevamente como
en los museos, los zoológicos o los jardines botánicos, los panoramas fueron la expresión de esa
alianza. Europa se postula como guardiana y depositaria de la totalidad de la cultura universal, y atesora
todos los bienes materiales y simbólicos procedentes de las más diversas culturas. Aquello apropiado y
guardado en los museos o en los zoológicos representaba uno de los tantos vectores de ese
imperialismo colonialista, de la extensión de sus dominios y de su auto-postulada centralidad. Ese afán
de apropiación, incorporación y acumulación tuvo su versión en términos de imágenes o de construcción
de imaginarios en los panoramas. Y se correspondía al mismo tiempo con los postulados de una
incipiente sociedad de consumo. La cultura de la burguesía capitalista tuvo dos componentes
significativas, la de la acumulación y la de la exhibición, que no solo se expresaron en términos de la
riqueza o la posesión material sino también en los de la construcción de un imaginario y de un sistema de
representación simbólica. La moda, el flaneur, las vidrieras de los comercios, los cafés, los interiores
domésticos saturados hasta el horror vacui, la conformación de un lenguaje y de un código figurativo,
fueron todas expresiones de esa cultura de la acumulación y la exhibición, de la cual el problema de la
imagen no podía ser separado. Acumulación y exhibición de imágenes y de escenas en el panorama de
un modo saturado, inmersivo, in extenso, universal.

Los panoramas podían ser fijos o móviles. Los panoramas circulares o de trescientos sesenta grados
eran construcciones fijas que se encontraban en edificios levantados a tal fin, y su ubicación se daba
claramente en el espacio de la ciudad. Los panoramas móviles, tal como dijimos, no lo eran solamente
por el movimiento que tenían las imágenes en sí sino porque también podían permitir una condición
errante, el viajar de ciudad en ciudad o de pueblo en pueblo llevando su espectáculo. Por lo general
éstas eran estructuras de trabajo más reducidas, muchas veces empresas familiares, con tres o cuatro

6
Buck-Morss, Susan. Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Madrid. La Balsa de la Medusa.
1995.

15
personas como personal para su funcionamiento, salvo aquellas empresas de gran envergadura que
contaban con unos treinta operarios o con varias troupe en simultáneo.
Pero más allá de esto, el panorama va a ser un programa típicamente urbano, o más precisamente, un
programa que va a atestiguar por la transformación de la ciudad en metrópoli.
A mediados del siglo XIX se produce este fenómeno de conversión de ciertas ciudades en metrópolis. La
metrópoli excede a la ciudad como realidad física e intangible y posee características propias de las que
la ciudad carece. No todas las grandes ciudades eran metrópolis: París, Londres o Nueva York lo eran,
no así Madrid o Roma. Esas características particulares de la metrópoli eran su escala simbólica a nivel
universal, la heterogeneidad, la multiplicidad, las mezclas, el dinamismo, el movimiento, la tensión, la alta
concentración a la vez que la dispersión, las probabilidades de lo efímero o lo provisorio, la densificación,
la masividad, el anonimato, el conflicto. Es la imagen de lo nuevo urbano que nos transmite Allan Poe en
El hombre de la multitud, Hawthorne en Wakefield o Cortázar en El otro cielo. El fenómeno metropolitano
va a surgir progresivamente como producto de la transformación técnica del territorio y de la ciudad a
partir de la revolución industrial, de los movimientos migratorios masivos, de la explosión demográfica en
las ciudades, de la inmigración proveniente de las colonias de ultramar, de la expansión exacerbada de
lo comercial-mercantil, de los cambios filosóficos que postulaban la existencia de un nuevo sujeto, de las
transformaciones devenidas por las nuevas teorías políticas, o de los avances técnicos y científicos,
entre otras cosas.
Las metrópolis del siglo XIX tuvieron sus propios programas arquitectónicos, que venían a cumplir con
sus necesidades de representación simbólica como realidad física e intangible de lo social, lo político, lo
económico-productivo, lo cultural o lo existencial. Además de los programas institucionales de la política
o la administración estatal – los parlamentos, los tribunales, las casas de gobierno, las bolsas, etc. – los
panoramas, las exposiciones universales, las ferias y circos, los pasajes y galerías, las subastas, los
mercados cubiertos, los museos, los teatros, los cafés, los burdeles, cabarets y “casas de tolerancia”, los
parques públicos y los bulevares, fueron los nuevos programas de la cultura burguesa metropolitana.
Entre ellos el panorama fue una de las mayores expresiones de lo metropolitano decimonónico ya que
condensaba todo un conjunto de características representativas del fenómeno; es la misma experiencia
encarnada de la modernidad. La metrópolis del siglo XIX fue el escenario del movimiento, del dinamismo
y la provisoriedad de las imágenes sucesivas, del montaje, de la exhibición, del mirar y del ser visto, de la
artificialidad, de lo público masivo, de las nuevas técnicas constructivas y materiales, de las prótesis
urbanas. Todas ellas son características que coinciden o son las mismas que las del panorama. Hay en
él, en la sucesión de sus imágenes, algo de la intensificación de la vida nerviosa de la metrópoli
postulada por Simmel, algo del parpadeo continuo y brumoso de las pinturas urbanas de Pissarro o de la
ocupación pública del espacio de la ciudad, de la visión como “impresión” titilante de Seurat o de Monet.

16
La metrópoli es la ciudad convertida en paisaje del movimiento, de la oscilación, de la circulación, de la
exhibición, del ser visto y del mirar. Los paseantes de los pasajes, de los bulevares o de los cafés son los
del panorama, que salen y derivan por la ciudad en busca de estímulos y atracciones sumidos en una
masividad que tiene la escala universal de las imágenes expuestas en el panorama.
Para Benjamin el panorama subordinaba al resto del mundo. Todas las imágenes de éste eran posibles,
aún en su universalidad totalizante, de ser llevadas al panorama. El mundo entero se hallaba
subordinado al ojo del espectador urbano, a la centralidad de la ciudad convertida en metrópoli.
Justamente la universalidad de lo metropolitano coincidía con la universalidad posible de las escenas
representadas, todas ellas concentradas y condensadas en el ojo de ese espectador omnívoro.
Pero con respecto a la ciudad el panorama podía presentar, en principio, una actitud dual. Por un lado se
trataba de un programa eminentemente metropolitano, vinculado a la densidad y complejidad de las altas
concentraciones y de sus variables interactuantes en términos sociales, políticos, económicos y
culturales; tal el caso de los panoramas fijos o del concepto de panorama en general. No obstante en una
mirada menos lineal, los panoramas móviles, en su errancia o en su transitar, llevaban lo metropolitano a
los pueblos y ciudades de menor envergadura, constituyéndose en un eje de entretenimiento, de
información y hasta de cierta educación – en suma, de modernización – popular en comunidades no
metropolitanas o con un nivel de urbanización menor. También se ha dicho que en esa mirada
totalizadora, en esa vocación de universalidad, la inclusión o la incorporación de las imágenes de la
naturaleza, de un paisaje bucólico, de la naturaleza exótica y aún poco explorada o de la identidad entre
civilizaciones arcaicas y armonía con lo natural, determinaba el triunfo definitivo de la ciudad por sobre la
naturaleza. Caín matando a Abel. Esto no resultaba exactamente así, ya que en gran parte de los
panoramas se exponían escenas de grandes ciudades. La cuestión en realidad no parece ser tal, la de si
lo rural o la naturaleza “entraban” en la ciudad, sino cómo el panorama se convertía en un síntoma de la
definitiva artificialización no sólo de la naturaleza, sino de la cultura. La problemática de la total
artificialización de la existencia y su conversión en imagen. El ojo del espectador del panorama es el ojo
del flaneur, el ojo de la deriva, de la sucesión ininterrumpida, del montaje, del asombro ante las nuevas
posibilidades de la técnica y del dominio sobre todo lo conocido, o más aún, de que todo se puede
conocer. La exhibición de esas escenas panorámicas se corresponde con la exhibición de los paseantes
metropolitanos por todos esos programas mencionados. Exhibición del sujeto que en un punto coincide
también con la exhibición de los productos en las vidrieras de los locales o de las exposiciones
universales, si pensamos en las teorías acerca de la conversión del objeto y del sujeto en fetiche. El
panorama es como una de las vidrieras de esos comercios, pero en donde se puede echar una ojeada
por el mundo y sus maravillas. Maravilla de lo expuesto, sean culturas, historia, paisajes u objetos
suspendidos en el espacio neutralizante del escaparate y del mercado. Espectáculo y maravilla porque
las imágenes – y las vivencias convertidas en imagen – del panorama y de lo expuesto tienen así mismo

17
un poder de asombro, de subyugación, de suspensión maravillada, así también de alienación. El ojo del
flaneur y del espectador tiene esa necesidad de captura, no obstante captura que se revela efímera,
fugaz, como la del protagonista que sigue al hombre de la multitud.
La cultura del siglo XIX, heredera del pensamiento iluminista de tipo positivista, será la cultura de la
confianza en el progreso ilimitado, de la identidad entre progreso técnico-científico y progreso socio-
político, del poder iluminador de la razón, del pragmatismo y de las grandes empresas a escala universal,
de las ideas de evolución darwinista y también de la suposición de una evolución social, del brillo y del
esplendor del capital y de la ciudad, de la ciudad como escenario de la virtud, de la armonía, del
equilibrio y de la reconciliación, en la línea del pensamiento de Voltaire y Adam Smith. Pero también será
la cultura de las opacidades y del conflicto, del dominio y de la explotación de los recursos físicos y
humanos, de la sumisión y del sometimiento a la pobreza y a la miseria, del deseo de acceder a lo
inaccesible, del hacinamiento y de las faltas de condiciones de sanidad, de la alienación, de la
marginalidad social, o de la ciudad como lugar del mal, de la amenaza, del misterio, la conspiración y el
crimen; la ciudad de Grandville, de Daumier, de Edgard Allan Poe, de Baudelaire o de Dostoievski.

La arquitectura del siglo XIX va a poner en debate un escenario similar al enunciado por los panoramas
en relación al entramado complejo entre arte, técnica e imagen.
En principio los panoramas formaban parte de lo que se podía denominar construcciones utilitarias.
Frente a la arquitectura de la Ècole de Beaux Arts emergió toda una serie de construcciones utilitarias
destinadas a los programas industriales o de servicios. Esto se dio como producto de los nuevos avances
técnicos, de la utilización del hierro y del vidrio y del despliegue y requerimientos de los modos de
producción industrial capitalista, pero fundamentalmente a partir de un cambio de mentalidad o de
concepción de la existencia, del sujeto y de la sociedad y de las relaciones entre cultura y civilización.
Las nuevas nociones de lo transitorio, de lo seriado, de la repetición, de la innovación o de lo utilitario
alcanzaron tanto a las acciones concretas como a una weltanschunng, una concepción del mundo.
Al principio hubo una suerte de división en la utilización de las nuevas técnicas en la arquitectura. Por un
lado estaban las construcciones que utilizaban la técnica solamente como una resolución constructiva,
los típicos esqueletos metálicos o partes puntuales estandarizadas, las cuales quedaban ocultas por una
materialidad y una expresión tradicional; tal es el caso de una enorme cantidad de arquitectura anónima
o doméstica. Por el otro tenemos los ejemplos en los cuales la técnica implicaba ya una cierta expresión,
y también una nueva espacialidad, quedando a la vista sin ningún recubrimiento, como en gran cantidad
de esas construcciones industriales o de servicios. Los enormes salones de las exposiciones universales
como el Cristal Palace o la Galería de las Máquinas, mercados como Les Halles, los puentes o talleres
industriales, no requerían ningún tipo de “revestimiento” precisamente por su carácter utilitario. En esta
primera mirada, se concebía lo utilitario industrial o de servicios como algo separado de los dictados del

18
gusto; la imagen de un programa arquitectónico venía asociada a la idea de carácter, y lo que era posible
para la Galería de las Máquinas resultaba inaceptable para las ideas de representación o de símbolo
cultural, como la Torre Eiffel. La ingeniería no era aceptable por los principios del buen gusto, si para su
uso práctico. En el contexto de la época, en la cosmovisión del arte autónomo, el arte era lo vinculado a
los dictados de ese buen gusto, y ciertas interpretaciones7 vieron en esta separación entre el arte y la
técnica la misma separación que entre la Escuela de Bellas Artes y la Escuela Politécnica. Algo que no
escapó a las tendencias progresistas o críticas sobre la modernidad. Para Benjamin, la técnica podría
haber jugado un papel fundamental en las posibilidades de progreso social y de emancipación: separada
de esa manera de la idea de arte en su origen cultual o de las rémoras regresivas de la tradición
convertida en mito, la técnica podría cumplir con ese papel de progreso y liberación. Esto ocurriría si
efectivamente las prácticas artísticas se desembarazaban de aquellas rémoras y se producía una fusión
progresista y superadora entre tecnología y arte, fantasía y función y símbolo y utilidad. Algo que en esa
dimensión superadora no ocurrió. Lo que si sucedió fue que esas articulaciones entre arte y técnica lo
que hicieron fue denunciar el conflicto.
El primero de ellos fue cuando la propia arquitectura de metal, de grandes espacios y cubiertas de vidrio
abandonó la expresión exclusivamente utilitaria y se recostó en la historia para proponer un lenguaje y
acceder a una mayor categoría. Tal fue el caso de aquellas arquitecturas que adosaron elementos
decorativos en hierro que reproducían las ornamentaciones o figuratividades que en la arquitectura
historicista eran de piedra. Un elemento ornamental que no parecía “necesario” en términos de utilidad
práctica para esas nuevas arquitecturas. Aparece entonces un nuevo problema en relación a la imagen.
Se mezclan, se “confunden”, la utilidad práctica que no puede institucionalizar su propia imagen con el
recurrir a las imágenes legitimadas por la tradición. La operación importaba así un claro anacronismo:
volver al pasado para conceptualizar lo nuevo; lo moderno no sólo suponía la innovación sino también lo
anacrónico. O dicho de otro modo, lo anacrónico también era parte de la modernidad. También hubo
arquitecturas que se recostaron en la tradición histórica no a nivel ornamental sino de una asimilación a
una “imagen de la tradición” en términos de un código figurativo, como en el caso del gótico. En el Museo
de la Universidad de Oxford, de Woodward, se reproducía en hierro la espacialidad y la concepción
constructiva-estructural de ese pasado medieval.
Otra dimensión del conflicto ocurrió cuando se superpusieron ambas estructuras o códigos, el de la
estructura metálica y cubiertas vidriadas junto con las envolventes interiores y/o exteriores de carácter
historicista, como en la Biblioteca de Santa Genoveva y la Biblioteca Nacional de París, ambas obras de
Labrouste, o las estaciones de ferrocarril. Algunos quisieron ver en esto una fusión, una integración entre
7
Visiones como las de Giedeon o las de Pevsner continuaron o ampliaron la interpretación de una separación entre la
arquitectura y la ingeniería, en un planteo de connotaciones éticas y de progreso y como parte de una explicación acerca de lo
que debía ser lo moderno.

19
dos imágenes dialécticas – la de la nueva tecnología y la del pasado historicista –. Pero en realidad no
existió tal fusión, sino un mestizaje, una forma de hibridación que dejaba a la vista la superposición
“conflictiva” de ambas piezas: una estructura figurativa que no producía una innovación y otra estructura
material que no conseguía construir un lenguaje por sí misma.
En este contexto los panoramas fijos también expusieron una condición compleja. Las relaciones entre
interior y exterior no estaban determinadas estrictamente y se hallaban atravesadas de las articulaciones
entre programa, técnica, expresión y carácter, y entre las dimensiones tanto de la autonomía como de la
heteronomía, entre proponer una imagen por sí mismos o responder a un dictado “externo” de lo socio-
cultural. Algunos de ellos se definían como una construcción utilitaria, a veces casi provisoria, tanto en su
interior como en su envolvente, con una estructura metálica para grandes luces y un revestimiento de
madera decorado publicitariamente o una sencilla caja de mampostería. Ejemplos de ello fueron el
Panorama de Baker, o el de Merrimac & Monitor. Otros eran directamente una construcción más
provisoria como el Halestours, que se encontraba levantado en un parque público. Más allá de su
simpleza en este caso la arquitectura aparecía como un artefacto. Un artefacto o constructo que
obedecía a la técnica de montaje, con el ensamblado de piezas metálicas estandarizadas que se
armaban como un mecano, que al igual que con el Cristal Palace o la Torre Eiffel se podía montar y
desmontar. Pero además el montaje no solo comprendía a lo arquitectónico en sí sino también a toda la
estructura de exhibición interior y a la envolvente exterior que actuaba como una máscara publicitaria.
Así, el lenguaje-imagen arquitectónico interior diluía sus límites con lo extra-arquitectónico, y el exterior
con lo publicitario. La imagen o la expresión arquitectónica ya no dependían exclusivamente del
conocimiento o las decisiones disciplinares sino de la mezcla o el mestizaje de la arquitectura con la
comunicación visual, la publicidad, las artes gráficas o el diseño de escenografías. La convivencia
programática y la contaminación visual y expresiva podían llegar a ser importantes, por ejemplo cuando
los panoramas se ubicaban en parques o ferias. La idea de espectáculo en al panorama se mezclaba
también con lo exótico y hasta con cierta forma de lo bizarro que podían ocurrir en esas ferias en donde
se fundían espectáculo, publicidad, consumo, extravagancia y fenómenos. O con la inclusión de un
panorama en el llamado Egyptian Hall de Londres, un espacio que mezclaba exotismo cultural, efectismo
publicitario y curiosidad.
Esta idea del edificio como ensamblaje o como constructo se correspondía de alguna manera con el
zeitgeist maquinista de la época. Ese maquinismo que venía a alterar las condiciones de producción
material pero también de concepción de la forma y del lenguaje, de las relaciones entre técnica y
expresión, o de la producción simbólica o de imágenes. El montaje de imágenes que se verificaba en las
escenas exhibidas en el panorama se correspondía en cierta forma con este otro montaje, o con el de los
autómatas, con el de las piezas de ingeniería – puentes, torres, edificios de servicios – que comenzaban
a brotar o a insertarse como prótesis en el tejido tradicional de la ciudad. Así como había una nueva

20
forma de percibir esas gigantescas imágenes panorámicas del interior, del mismo modo comenzaba a
perfilarse un nuevo criterio perceptivo del objeto arquitectónico que ya no se encontraba definido por las
reglas de la composición en tanto regularidad, estabilidad, jerarquía, armonía, simetría o proporción
como expresión de un orden con origen cultual, sino por las cualidades de utilidad, rapidez, eficacia,
transitoriedad o visión instantánea. En estos casos el espectador concurría a un nuevo tipo de templo, el
de la exhibición de imágenes y el de los inicios de los medios audiovisuales de comunicación.
Otros panoramas cumplieron con la superposición de esas dos estructuras, la de la innovación técnica a
partir de las grandes luces, la espacialidad y el nuevo material, y la de la caja que seguía los dictados de
la tradición academicista y del buen gusto, como en el caso del Panorama de Sebastopol, o el cineorama
ubicado en el Campo de Marte, en París. Su expresión no siempre recurrió al lenguaje universal del
Clasicismo, ciertos planteos de afianzaban en la búsqueda de una identidad local que respetara o
siguiera los principios de una arquitectura de tipo más nacional o regional, como en el Theresienhoeh
que se ajustaba a las particularidades de la arquitectura del este de Europa.

Máquinas híbridas que fueron parte de un nuevo mundo. El de los inicios de la industrialización y
mecanización de los objetos, del cuerpo, de la imagen. El de los nuevos programas que venían a cumplir
con las demandas de la sociedad y de la cultura burguesa capitalista. El de los medios masivos de
comunicación. El de la existencia de un nuevo tipo de sujeto individual y el de la sustitución del sujeto
colectivo por el del sujeto masivo y también el anónimo. El de las empresas comerciales que despliegan
todo otro arsenal de dispositivos y productos acordes con la creación de nuevas necesidades y nuevos
deseos. El del brillo y el fulgor metropolitano y el de sus propias fantasmagorías – la moda, el fetiche, el
aburrimiento, la repetición de siempre lo mismo –. El del ideal de progreso ilimitado y su conversión en
mito y alienación. El de la acumulación y la exhibición o el de la coincidencia entre mirar y exhibir. Una
innovación física: la del objeto arquitectónico en la ciudad. Mental: la de una experiencia inmersiva.
Comercial: la de las empresas privadas. Ideológica: en relación con el capitalismo colonialista.
Comunicacional: la de las medios masivos de comunicación. Discursiva: la de una metáfora cultural. Una
nueva organización de lo que podía ser lo visible y lo que podía ser la visión. Mirar. Captar. Apropiarse.
En las Peepshow Boxes, en el Autorretrato como mirón, de Lequeu, en el panóptico de Bentham, en La
Ventana Indiscreta, de Hitchcock.

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BIBLIOGRAFÍA

Benjamin, Walter. Libro de los Pasajes. Madrid. Akal. 2005.

Benjamin, Walter. Poesía y capitalismo. Iluminaciones II. Madrid. Taurus. 1999.

Buck-Morss, Susan. Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Madrid. La
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Middleton, Robin y Watkin, David. La Arquitectura del Siglo XIX. Bs.As. Viscontea.1983.

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