Elija uno de los siguientes temas: a) El descubrimiento del oxígeno, b) La teoría de la Tectónica de Placas.
1) Traiga leído el artículo elegido.
2) Realice en clase, en grupo, un resumen del trabajo en media carilla. 3) Señale tres oraciones del texto que considere relevantes. 4) Vincule esos u otros pasajes con los enfoques epistemológicos vistos en la materia.
a) El descubrimiento del oxígeno.
La ciencia normal, la actividad para la resolución de enigmas que acabamos de examinar, es una empresa altamente acumulativa que ha tenido un éxito eminente en su objetivo, la extensión continua del alcance y la precisión de los conocimientos científicos. En todos esos aspectos, se ajusta con gran precisión a la imagen más usual del trabajo científico. Sin embargo, falta un producto ordinario de la empresa científica. La ciencia normal no tiende hacia novedades fácticas o teóricas y, cuando tiene éxito, no descubre ninguna. Sin embargo, la investigación científica descubre repetidamente fenómenos nuevos e inesperados y los científicos han inventado, de manera continua, teorías radicalmente nuevas. La historia sugiere incluso que la empresa científica ha desarrollado una técnica cuyo poder es único para producir sorpresas de este tipo. Para reconciliar esta característica de la ciencia con todo lo que hemos dicho ya, la investigación bajo un paradigma debe ser particularmente efectiva, como método, para producir cambios de dicho paradigma. Esto es lo que hacen las novedades fundamentales fácticas y teóricas. Producidas de manera inadvertida por un juego llevado a cabo bajo un conjunto de reglas, su asimilación requiere la elaboración de otro conjunto. Después de convertirse en partes de la ciencia, la empresa, al menos la de los especialistas en cuyo campo particular caen las novedades, no vuelve a ser nunca la misma. Debemos preguntarnos ahora cómo tienen lugar los cambios de este tipo, tomando en consideración, primero, los descubrimientos o novedades fácticas, y luego los inventos o novedades teóricas. Sin embargo, muy pronto veremos que esta distinción entre descubrimiento e invento o entre facto y teoría resulta excesivamente artificial. Su artificialidad es un indicio importante para varias de las tesis principales de este ensayo. Al examinar en el resto de esta sección descubrimientos seleccionados, descubriremos rápidamente que no son sucesos aislados, sino episodios extensos, con una estructura que reaparece regularmente. El descubrimiento comienza con la percepción de la anomalía; o sea, con el reconocimiento de que en cierto modo la naturaleza ha violado las expectativas, inducidas por el paradigma, que rigen a la ciencia normal. A continuación, se produce una exploración más o menos prolongada de la zona de la anomalía. Y sólo concluye cuando la teoría del paradigma ha sido ajustada de tal modo que lo anormal se haya convertido en lo esperado. La asimilación de un hecho de tipo nuevo exige un ajuste más que aditivo de la teoría y en tanto no se ha llevado a cabo ese ajuste –hasta que la ciencia aprende a ver a la naturaleza de una manera diferente–, el nuevo hecho no es completamente científico. Para ver cuán estrechamente entrelazadas se encuentran las novedades fácticas y las teóricas en un descubrimiento científico, examinemos un ejemplo particularmente famoso: el descubrimiento del oxígeno. Al menos tres hombres diferentes tienen la pretensión legítima de atribuírselo y varios otros químicos, durante los primeros años de la década de 1770, deben haber tenido aire enriquecido en un recipiente de laboratorio, sin saberlo. El progreso de la ciencia normal, en este caso de la química neumática, preparó el camino para un avance sensacional, de manera muy completa. El primero de los que se atribuyen el descubrimiento, que preparó una muestra relativamente pura del gas, fue el farmacéutico sueco C. W. Scheele. Sin embargo, podemos pasar por alto su trabajo, debido a que no fue publicado sino hasta que el descubrimiento del oxígeno había sido ya anunciado repetidamente en otras partes y, por consiguiente, no tuvo efecto en el patrón histórico que más nos interesa en este caso. El segundo en el tiempo que se atribuyó el descubrimiento, fue el científico y clérigo británico Joseph Priestley, quien recogió el gas liberado por óxido rojo de mercurio calentado, como un concepto en una investigación normal prolongada de los "aires" liberados por un gran número de substancias sólidas. En 1774, identificó el gas así producido como óxido nitroso y, en 1775, con la ayuda de otros experimentos, como aire común con una cantidad menor que la usual de flogisto. El tercer descubridor, Lavoisier, inició el trabajo que lo condujo hasta el oxígeno después de los experimentos de Priestley de 1774 y posiblemente como resultado de una indicación de Priestley. A comienzos de 1775, Lavoisier señaló que el gas obtenido mediante el calentamiento del óxido rojo de mercurio era "el aire mismo, entero, sin alteración [excepto que]... sale más puro, más respirable". Hacia 1777, probablemente con la ayuda de una segunda indicación de Priestley, Lavoisier llegó a la conclusión de que el gas constituía una especie bien definida, que era uno de los dos principales componentes de la atmósfera, conclusión que Priestley no fue capaz de aceptar nunca. Este patrón de descubrimiento plantea una pregunta que puede hacerse con respecto a todos y cada uno de los nuevos fenómenos que han llegado alguna vez a conocimiento de los científicos. ¿Fue Priestley o Lavoisier, si fue uno de ellos, el primero que descubrió el oxígeno? En cualquier caso, ¿cuándo fue descubierto el oxígeno? La pregunta podría hacerse en esta forma, incluso si no hubiera existido nunca más que un solo científico que se atribuyera el descubrimiento. Como regla sobre la prioridad y la fecha, no nos interesa en absoluto la respuesta. No obstante, un intento para encontrar una, serviría para esclarecer la naturaleza del descubrimiento, debido a que no existe ninguna respuesta del tipo buscado. El descubrimiento no es el tipo de proceso sobre el que se hace la pregunta de manera apropiada. El hecho de que se plantee –la prioridad por el oxígeno ha sido cuestionada repetidamente desde los años de la década de 1780– es un síntoma de algo desviado en la imagen de una ciencia, que concede al descubrimiento un papel tan fundamental. Veamos una vez más nuestro ejemplo. La pretensión de Priestley de que había descubierto el oxígeno, se basaba en su prioridad en el aislamiento de un gas que fue más tarde reconocido como un elemento definido. Pero la muestra de Priestley no era pura y, si el tener en las manos oxígeno impuro es descubrirlo, lo habrían hecho todos los que embotellaron aire atmosférico. Además, si el descubridor fue Priestley, ¿cuándo tuvo lugar el descubrimiento? En 1774 pensó que había obtenido óxido nitroso, una especie que conocía ya; en 1775 vio el gas como aire deflogistizado, que todavía no es oxígeno o que incluso es, para los químicos flogísticos, un tipo de gas absolutamente inesperado. La pretensión de Lavoisier puede ser más contundente; pero presenta los mismos problemas. Si rehusamos la palma a Priestley, no podemos tampoco concedérsela a Lavoisier por el trabajo de 1775 que lo condujo a identificar el gas como "el aire mismo, entero". Podemos esperar al trabajo de 1776 y 1777, que condujo a Lavoisier a ver no sólo el gas sino también qué era. Sin embargo aun esta concesión podría discutirse, pues en 1777 y hasta el final de su vida Lavoisier insistió en que el oxígeno era un "principio de acidez" atómico y que el gas oxígeno se formaba sólo cuando ese "principio" se unía con calórico, la materia del calor. Por consiguiente, ¿podemos decir que el oxígeno no había sido descubierto todavía en 1777? Algunos pueden sentirse tentados a hacerlo. Pero el principio de acidez no fue eliminado de la química hasta después de 1810 y el calórico hasta los años de la década de 1860. El oxígeno se había convertido en una sustancia química ordinaria antes de cualquiera de esas fechas. Está claro que necesitamos conceptos y un nuevo vocabulario para analizar sucesos tales como el descubrimiento del oxígeno. Aunque sea indudablemente correcta, la frase "El oxígeno fue descubierto", induce a error, debido a que sugiere que el descubrir algo es un acto único y simple, asimilable a nuestro concepto habitual de la visión (y tan discutible como él). Por eso suponemos con tanta facilidad que el descubrir, como el ver o el tocar, debe ser atribuible de manera inequívoca a un individuo y a un momento dado en el tiempo. Pero la última atribución es siempre imposible y la primera lo es con frecuencia. Ignorando a Scheele, podemos decir con seguridad que el oxígeno no fue descubierto antes de 1774 y podríamos decir también, probablemente, que fue descubierto aproximadamente en 1777 o muy poco tiempo después de esta fecha. Pero dentro de estos límites o de otros similares, cualquier intento para ponerle fecha al descubrimiento debe ser, de manera inevitable, arbitrario, ya que el descubrimiento de un tipo nuevo de fenómeno es necesariamente un suceso complejo, que involucra el reconocimiento, tanto de que algo existe como de qué es. Nótese, por ejemplo, que si el oxígeno fuera para nosotros aire deflogistizado insistiríamos sin vacilaciones en que Priestley lo descubrió, aun cuando de todos modos no sabríamos exactamente cuándo. Pero si tanto la observación y la conceptualización, como el hecho y la asimilación a la teoría, están enlazadas inseparablemente en un descubrimiento, éste, entonces, es un proceso y debe tomar tiempo. Sólo cuando todas las categorías conceptuales pertinentes están preparadas de antemano, en cuyo caso el fenómeno no será de un tipo nuevo, podrá descubrirse sin esfuerzo qué existe y qué es, al mismo tiempo y en un instante. Concedamos ahora que el descubrimiento involucra un proceso extenso, aunque no necesariamente prolongado, de asimilación conceptual. ¿Podríamos decir también que incluye un cambio en el paradigma? A esta pregunta no podemos darle todavía una respuesta general; pero, al menos en este caso preciso, la respuesta deberá ser afirmativa. Lo que anunció Lavoisier en sus escritos, a partir de 1777, no fue tanto el descubrimiento del oxígeno, como la teoría de la combustión del oxígeno. Esta teoría fue la piedra angular para una reformulación tan amplia de la química que, habitualmente, se la conoce como la revolución química. En realidad, si el descubrimiento del oxígeno no hubiera sido una parte íntimamente relacionada con el surgimiento de un nuevo paradigma para la química, la cuestión de la prioridad, de la que partimos, no hubiera parecido nunca tan importante. En este caso como en otros, el valor atribuido a un nuevo fenómeno y, por consiguiente, a su descubridor, varía de acuerdo con nuestro cálculo de la amplitud con la que dicho fenómeno rompía las previsiones inducidas por el paradigma. Sin embargo, puesto que será importante más adelante, nótese que el descubrimiento del oxígeno no fue por sí mismo la causa del cambio en la teoría química. Mucho antes de que desempeñara un papel en el descubrimiento del nuevo gas, Lavoisier estaba convencido, tanto de que había algo que no encajaba en la teoría del flogisto como de que los cuerpos en combustión absorbían alguna parte de la atmósfera. Eso lo había registrado ya en una nota sellada que depositó en la Secretaría de la Academia Francesa, en 1772. Lo que logró el trabajo con el oxígeno fue dar forma y estructura adicionales al primer sentimiento de Lavoisier de que algo faltaba. Le comunicó algo que ya estaba preparado para descubrir: la naturaleza de la sustancia que la combustión sustrae de la atmósfera. Esta comprensión previa de las dificultades debe ser una parte importante de lo que permitió ver a Lavoisier en experimentos tales como los de Priestley, un gas que éste había sido incapaz de ver por sí mismo. Recíprocamente, el hecho de que fuera necesaria la revisión de un paradigma importante para ver lo que vio Lavoisier debe ser la razón principal por la cual Priestley, hacia el final de su larga vida, no fue capaz de verlo.
b) La teoría de la Tectónica de Placas
Ciencias de la Tierra: cómo hicieron clic en la tectónica de placas Naomi Oreskes Nature 501, 27-29 (05 de septiembre de 2013) doi: 10.1038 / 501027 Para cuando el geofísico alemán Alfred Wegener propuso la hipótesis de la Deriva Continental (desplazamiento de los continentes, en el idioma original) en 1912, los paleontólogos habían aceptado durante mucho tiempo que las conexiones pasadas entre tierras ahora separadas explicaban las capas de roca y la existencia de fósiles similares en ellas. Los geólogos también conocían las losas de roca alpina que se habían desplazado cientos de kilómetros durante la elevación de las montañas. Pero los argumentos para los movimientos continentales no se desarrollaron hasta la década de 1960, cuando una drástica expansión de la investigación geofísica, impulsada por la guerra fría, produjo evidencia que reabrió y finalmente resolvió el debate. Esta semana se cumplen 50 años de la publicación, en la revista Nature, de un estudio influyente (F. J. Vine y D. H. Matthews Nature 199, 947-949, 1963). Los geólogos británicos Frederick Vine y Drummond Matthews interpretaron las bandas de polaridad alterna del campo magnético en el lecho rocoso del océano como evidencia de la expansión del fondo del mar que empujó a los continentes a separarse. A esto siguió la aceptación de que los grandes movimientos corticales eran una realidad, culminando en la teoría de la Tectónica de Placas. En su lenta convergencia de ideas y evidencia, la historia de la Tectónica de Placas contiene buenos ejemplos para los debates actuales sobre el cambio climático inducido por el hombre o cambio climático antropogénico. Aunque la ciencia siempre está evolucionando y nuestra atención atrae la controversia en la frontera de la investigación, es el núcleo estable del conocimiento "de consenso" el que proporciona la mejor base para la toma de decisiones. Convección del manto Wegener se destaca porque su solución fue similar a la que ahora aceptamos, y porque nuestra cultura individualista nos alienta a buscar héroes para acreditar y eventos discretos para celebrar. Pero no estaba solo al tratar de explicar las similitudes entre los fósiles y los estratos rocosos. En el mundo de habla inglesa, dos de los jugadores más importantes en el desarrollo de teorías sobre la movilidad de la corteza a escala continental fueron el geólogo de campo sudafricano Alexander du Toit y el geocronólogo británico Arthur Holmes. Du Toit articuló el caso en su libro de 1937 acertadamente llamado Our Wandering Continents (Oliver & Boyd). Actuó como una cámara de compensación para los geólogos de todo el mundo, quienes le enviaron mapas, rocas y fósiles. Holmes, trabajando con el geoquímico irlandés John Joly, sugirió que el movimiento de la corteza estaba impulsado por la radioactividad y el calor que emana, defendiendo la convección del manto como un medio para disipar el calor radiogénico y conducir la deriva continental. El libro de texto de 1944 de Holmes Principios de Geología Física (Thomas Nelson & Sons) fue una introducción al tema para muchos estudiantes. A la discusión se unió el geodesísta holandés Félix Vening Meinesz, que trabajó en la década de 1930 en el archipiélago indonesio y, con los geólogos estadounidenses Harry Hess y Maurice Ewing, en el Caribe. Meinesz descubrió que el campo gravitacional de la Tierra era más débil de lo normal sobre algunas de las regiones más profundas del océano, lo que explicó en términos del pandeo de la corteza de baja densidad en el manto, arrastrado por corrientes de convección descendentes, y discutió estas ideas con Hess. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hess se encontró en la Marina de los EE. UU., peleando en el Pacífico. No regresó de inmediato a los estudios sobre la tectónica después de la guerra, pero otros sí lo hicieron, incluidos varios geofísicos británicos liderados por P. M. S. Blackett y Keith Runcorn. En un esfuerzo por comprender los orígenes del campo magnético de la Tierra, descubrieron que los minerales magnéticos apuntaban en diferentes direcciones en diferentes momentos de la historia geológica, como si las posiciones de los polos hubieran cambiado. Hess volvió al tema después de darse cuenta de que estos "caminos aparentes del deambular de los polos" podrían explicarse por los movimientos de los continentes. Difusión del océano Hess sugirió que las celdas ascendentes de convección del manto separarían el fondo del océano por encima de ellos, aumentando la separación de los continentes a ambos lados. La idea, bautizada por su colega Robert Dietz como "difusión del fondo del mar", explicaba las antiguas observaciones geológicas y las nuevas geofísicas, pero no obtenía una tracción inmediata. Eso requeriría más información geomagnética. Blackett, un socialista que se opuso a la proliferación nuclear, recurrió al geomagnetismo después de la guerra para distanciarse del trabajo militar. Pero las preocupaciones militares -particularmente las demandas de la guerra submarina en la era atómica- impulsaron la exploración geofísica del fondo oceánico, lo que condujo al descubrimiento a finales de la década de 1950 de las bandas magnéticas del fondo marino. Las bandas fueron una sorpresa. En el informe del descubrimiento, los oceanógrafos Ronald Mason y Arthur Raff admitieron que no hallaban una explicación. Otros estaban menos bloqueados. Vine y Matthews, así como el geofísico canadiense Lawrence Morley, de forma independiente tuvieron la misma idea. Si el fondo del mar se estuviera extendiendo, entonces se esperarían bandas magnéticas: la roca formada en las dorsales oceánicas tomaría el campo magnético de la Tierra, alternando la polaridad a medida que el campo se invirtiera periódicamente Una cosa era decir que los océanos se estaban ensanchando, y otra cosa era vincularlo con el movimiento cortical global. Más de dos docenas de científicos, incluyendo mujeres como Tanya Atwater y Marie Tharp, hicieron el trabajo clave que condujo a la Teoría de la Tectónica de Placas tal como la conocemos, explicando la Deriva Continental, el vulcanismo, la sismicidad y el flujo de calor en todo el mundo. En 1965, el geólogo canadiense Tuzo Wilson propuso un tipo de falla de "transformación" para acomodar el lecho marino que se extendía alrededor de las dorsales oceánicas, lo que fue confirmado por la sismóloga estadounidense Lynn Sykes. Otros sismólogos demostraron que en las fosas oceánicas profundas, las rocas de la corteza estaban siendo arrojadas al manto, y los geofísicos descubrieron cómo estas "placas" de la corteza se mueven y se relacionan con las características de la geología continental. El trabajo de Vine y Matthews es parte de una historia más amplia del crecimiento de la ciencia de la Tierra en el siglo XX, posible gracias a la tecnología mejorada y al mayor apoyo gubernamental después de la Segunda Guerra Mundial. Casi todos los datos geofísicos sísmicos y marinos de la época se recopilaron con respaldo militar, en parte debido a su importancia para la seguridad en la guerra fría. Esta era marcó un cambio en el carácter de la ciencia moderna. La investigación actual es costosa y en gran medida financiada por el gobierno; casi todos los principales logros científicos son el logro colectivo de grandes equipos. Esta realidad, más prosaica que la hagiografía (biografía excesivamente elogiosa) del genio solitario, nos recuerda que, aunque los grandes individuos son dignos de reconocimiento, la fuerza y el poder de la ciencia radica en el esfuerzo colectivo y el juicio de la comunidad científica. El consenso importa En los últimos meses, varios de mis colegas en la ciencia del clima me han preguntado si la historia de la tectónica de placas contiene lecciones para su campo en respuesta a aquellos que menosprecian la evidencia científica del cambio climático antropogénico. Yo creo que sí. Muchos críticos de la ciencia del clima argumentan que el acuerdo de los expertos es irrelevante. La ciencia, afirman, avanza a través de individuos valientes como Wegener o Galileo Galilei que anulan el status quo. Pero, al contrario de la mitología, incluso Isaac Newton, Charles Darwin y Albert Einstein trabajaron dentro de las comunidades científicas y vieron aceptado su trabajo. Al glorificar al genio solitario, los disidentes del cambio climático recurren a una rica veta cultural, pero se pierden lo que realmente es el consenso en la ciencia y por qué es importante. El consenso surge a medida que el conocimiento científico madura y se estabiliza. Con algunas excepciones notables, los científicos no intentan conscientemente lograr el consenso. Trabajan para desarrollar hipótesis plausibles y recopilar datos pertinentes, que se debaten en conferencias, talleres y en literatura revisada por pares. Si los expertos juzgan que la evidencia es suficiente y su explicación coherente, pueden considerar la cuestión resuelta. Si no, siguen trabajando. La historia nos permite juzgar si las afirmaciones científicas todavía están en flujo y es probable que cambien, o si son estables, y proporcionan una base razonable para la acción. Y la madurez lleva tiempo. El trabajo científico, en comparación con la industria, el gobierno o las empresas, no tiene fecha límite. Quizás por esta razón, cuando Wegener murió en 1930, de acuerdo con sus biógrafos, confiaba en que otros científicos algún día averiguaran cómo se movían los continentes, y que este mecanismo sería acorde con su propuesta, como de hecho lo fue. Du Toit y Holmes estaban igualmente convencidos. La ecuanimidad de estos hombres habla de su confianza en la ciencia como sistema. Percibieron lo que el historiador y filósofo Thomas Kuhn articuló en La estructura de las revoluciones científicas (University of Chicago Press, 1962): que la ciencia es un asunto de la comunidad y que el conocimiento emerge cuando la comunidad como un todo lo acepta. Un debate llega a su fin una vez que los científicos están convencidos de que un fenómeno es real y que se ha asentado en la explicación correcta. La discusión adicional no es productiva a menos que surjan nuevas evidencias, como ocurrió para la deriva continental. El cambio climático antropogénico tiene el consenso de los investigadores. Los líderes políticos que niegan el papel humano en el cambio climático deben ser comparados con la jerarquía de la iglesia católica, que descartó los argumentos de Galileo sobre el heliocentrismo por temor a sus implicaciones sociales. Pero, ¿qué hay de los científicos que de buena fe rechazan la visión dominante? Harold Jeffreys es un ejemplo intrigante. Un eminente profesor de astronomía en la Universidad de Cambridge, Reino Unido, Jeffreys rechazó la deriva continental en la década de 1920 y la Tectónica de Placas en la década de 1970. Él creía que la Tierra sólida era demasiado rígida para permitir la convección del manto y el movimiento cortical. Su punto de vista tenía una fuerte base matemática, pero se mantuvo sin cambios, incluso cuando se acumuló evidencia al contrario. Si la sociedad se hubiera enfrentado a una decisión importante en la década de 1970 que dependía de si los continentes se movían o no, habría sido una tontería prestar atención a Jeffreys e ignorar el consenso más amplio, respaldado por medio siglo de investigación. Como uno de los primeros defensores de una teoría inmadura, Wegener era diferente. Hubo diferencias sustanciales de opinión sobre la movilidad de la corteza entre los científicos en la década de 1920. Para la década de 1970, trabajos como el estudio de Vine y Matthews habían traído consenso. Cincuenta años después, la historia no ha reivindicado a Jeffreys, y parece improbable que reivindique a quienes rechazan la abrumadora evidencia del cambio climático antropogénico. Los descubrimientos tienen primeras fechas incómodas Editorial de la revista Nature, 02 de octubre de 2017 Esta semana, la Sociedad Geológica de Londres conmemorará el 50 aniversario de la Tectónica de Placas: la teoría que describe el funcionamiento de la Tierra, cómo golpean los terremotos y por qué ocurren los volcanes. ¿Lo hará? El momento del aniversario está en disputa. Después de todo, esta revista publicó su propia conmemoración del 50 aniversario de la Tectónica de Placas hace 4 años (Nature 501, 27-29, 2013). El Observatorio de la Tierra Lamont-Doherty de la Universidad de Columbia en Nueva York celebró este acontecimiento en mayo pasado. ¿Confuso? Culpen a la naturaleza evolutiva del descubrimiento científico. La Tectónica de Placas no surgió completamente formada, como Atenea, en un día en particular en un año en particular. Sin duda, consciente de esto, la conferencia de Londres, aunque se autodenomina "Tectónica de placas a 50", marca la semana próxima con más cautela: como una conmemoración del "advenimiento del paradigma": la llegada del modelo de la teoría. La elaboración de la teoría moderna de la Tierra involucró chispazos de comprensión de muchos investigadores diferentes, trabajando en diferentes laboratorios en diferentes continentes. La mayoría de los trabajos resultantes se publicaron en la década de 1960, muchos de ellos en la revista Nature. En septiembre de 1963, Frederick Vine y Drummond Matthews describieron cómo las bandas de magnetismo cambiante en el fondo del mar representaban la expansión de la nueva corteza oceánica lejos de la cresta donde había nacido (F. J. Vine y D. H. Matthews Nature 199, 947-949, 1963). Esta fue la idea crucial que definió el concepto de expansión del fondo marino, que se había insinuado en la década de 1950, cuando el mapeo oceánico de Marie Tharp y Bruce Heezen reveló una grieta montañosa, y este es el documento que los editores de Nature eligen conmemorar en el aniversario de la Tectónica de Placas. Se produce un rápido avance, durante cuatro años, y Dan McKenzie y Robert Parker publican la primera descripción completa de cómo las placas de la corteza se mueven en la superficie de la esfera (D. McKenzie y R.L. Parker Nature 216, 1276-1280, 1967), el trabajo que la Sociedad Geológica está celebrando este año de 2017. Por supuesto, Vine, Matthews, McKenzie y Parker estaban lejos de estar solos. En la década de 1960, la tectónica de placas era un campo tan fecundo y de rápido movimiento que involucraba varias instancias de descubrimiento simultáneo. A principios de 1967, cuando McKenzie estaba desarrollando sus ideas sobre los movimientos de las placas rígidas, miró un resumen de la conferencia de su colega Jason Morgan y decidió no asistir a la charla. Resultó que Morgan se desvió del texto de su resumen y en cambio describió ideas de movimientos de placas que eran extrañamente parecidas a las de McKenzie. Más tarde ese año, McKenzie envió su manuscrito a Nature, y cuando se dio cuenta de que Morgan estaba a punto de publicar ideas similares, le pidió a la revista que retrasara su propio trabajo para darle el crédito a Morgan. El editor de Nature, John Maddox, envió un telegrama diciendo que la revista ya había sido impresa, por lo que no podía retrasar la aparición del artículo. ¿Quién no se ha saltado un evento, solo para que eso afecte sus carreras en los próximos años? Pero volvamos a la cuestión de los aniversarios. Las interpretaciones populares de la historia científica están sesgadas hacia el único gran descubrimiento por una sola gran persona, y se conmemoran más fácilmente en un aniversario. Pero la mayoría de los descubrimientos son mucho más matizados y comunitarios. Charles Darwin no habría publicado sus ideas de la evolución por selección natural cuando lo hizo, si no hubiera sido inducido a hacerlo por los pensamientos similares de Alfred Russel Wallace. Albert Einstein se basó en el trabajo de amigos y colegas para desarrollar su teoría general de la relatividad. Amplias revoluciones similares se están desarrollando hoy. A pesar de toda la amargura y las luchas internas sobre quién inventó la técnica de edición de genes CRISPR-Cas9, el hecho es que un gran número de científicos muy brillantes lograron avances enormes rápidamente jugando uno con el otro. Al igual que en el apogeo de la Tectónica de Placas, un gran avance en la edición de genes inspiró el siguiente, hasta que los biólogos rebosaban de publicaciones. Los historiadores pueden algún día discutir sobre qué trabajo de CRISPR celebrar en el 50 aniversario de la técnica, pero la ciencia en su conjunto está mucho mejor de lo que estaba antes. Y así, podríamos celebrar una publicación de 1963 sobre el magnetismo del fondo del mar, o un documento de 1967 sobre la geometría de las rotaciones esféricas, o incluso la totalidad del comienzo de la Tectónica de Placas. ¿Pero cuando fue eso? ¿Fue en 1912, cuando a Alfred Wegener se le ocurrió la idea de la deriva continental? ¿O fue décadas después, cuando sus ideas finalmente se transformaron en el concepto que ahora conocemos como tectónica? Gran parte de esa demora podría deberse a que los investigadores estadounidenses se opusieron viciosamente a sus ideas, como lo describió la historiadora Naomi Oreskes en Plate Tectonics (Westview Press, 2001). Pero después del comienzo lento, los científicos de la Tierra en la década de 1960 se apresuraron a adoptar los datos y las teorías que redibujaron casi todos los aspectos de su campo. Tal es la naturaleza del descubrimiento: incremental a veces, acelerada en otros, ocasionalmente descarrilando en la mezquindad. Pero casi siempre se mueve en la dirección correcta. En estos tiempos de incertidumbre política y malestar global, eso es un hecho.