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LAURO OLMO

LA PECHUGA DE LA
SARDINA

En "Historia y Antología del Teatro Español de Posguerra"

Vol V. 1961-1965

(p.317-397)

***

Esta obra fue estrenada en el Teatro Goya de Madrid, el 8 de junio de


1963, con el siguiente
REPARTO

LA RENEGÁ Florinda Chico

EL HOMBRE Jesús Rubio

PALOMA Charo Moreno

CONCHA Marta Padován

JUANA María Bassó

CÁNDIDA Belinda Corel

BEATA 1.ª Elena Cózar

BEATA 2.ª Carmen Ochoa

SOLEDAD Mayrata O'Wisiedo

DOÑA ELENA Ana María Noé

HOMBRE B Alberto Fernández

TABERNERO José Miguel Rupert

VENDEDOR Emilio Laguna

OBRERO Jesús Caballero

HOMBRE A Manuel Torremocha

EL BORRACHO Paco Serrano

LA MUCHACHA Beatriz Farreras

LA CHATA Charo Soriano

LA VIEJECITA DE LOS GATOS Amalia Alvadalejo

Y VOCES VECINALES, MÚSICA, RUIDOS DE AMBIENTACIÓN,


ETCÉTERA.
Dirección: JOSÉ OSUNA

Unas palabras: En esta obra he procurado que la fuerza de las situaciones


dramáticas surja de los contrastes y que el ritmo de éstos, lento en los interiores
o rápido en la calle según las exigencias del drama, vaya creando el gran
personaje que coordina todo lo demás. Ese personaje es el ambiente: un
ambiente que adquiere un poder asfixiante, desvitalizador. Todo va
conduciendo a unas patéticas campanadas finales.

No. La vida no puede caminar llevando en los tobillos unos prejuicios,


unos pequeños seudodogmas que, como grilletes, le dificultan el devenir.

EL AUTOR
DECORADO
Al levantarse el telón se ve una casa de dos pisos. El primero, a ras de la calle, se
divide en dos habitaciones. La de la derecha es mayor y cuenta en su fondo izquierda con
unas escaleras que llevan al interior y al piso de arriba. Esta habitación comunica
directamente con la calle. Es comedor y cuarto de estar. En su fondo derecha hay una
cama turca. Entre ésta y la escalera, una cómoda. Una mesa camilla ocupa el centro. A
esto se añaden las sillas y todo lo que se considere necesario para conseguir un ambiente
de clase media modesta. La habitación de la izquierda cuenta con una cama vieja, de
hierro, y un armario de luna. También se ve un lavabo de madera con jarra y cubo para
el desagüe, una mesilla de noche y en la pared fotografías de artistas de cine, reinas
jóvenes actuales, etcétera. Todo ayudando a crear un clima de ilusión desbordada. Un
alto ventanuco en la pared de la izquierda da al exterior.

Subiendo las escaleras se llega a un estrecho pasillo con dos puertas, que dan,
respectivamente, a dos nuevas habitaciones. La de la derecha cuenta con paredes que,
según las necesidades de la acción, pueden quitarse y dejar al descubierto el interior.
Esta habitación cuenta con otra puerta que da ü una pequeña terraza enfrentada con el
público. La habitación de la izquierda tiene dos camas que dan los pies al público. Están
separadas por una mesilla de noche. Encima de ésta se ve un despertador. En la pared de
la izquierda, una ventana da a la calle. A sus lados figuran un lavabo como el de abajo y
una mesita de pino con dos o tres libros encima, alguna carpeta y una silla arrimada a
ella. A los pies de una de las camas se verá una banqueta. En el primer término de la
derecha, y arrimado a la pared, se verá un viejo baúl y encima de él dos maletas. De un
árbol-perchero pende algún vestido, alguna prenda.

La parte frontal de la casa da a una calle que ocupa el primer término del
escenario. La parte izquierda da a un callejón estrecho, angosto, que se pierde al fondo.
Toda la pared de la izquierda de este callejón, que es la que lo encajona, se proyecta en
dos esquinas, entre las cuales, y casi en primer término, figura perderse otro callejón.
En el vértice de la segunda esquina y coincidiendo con el punto medio entre la ventana
y el ventanuco de la casa, se verá un farol clavado. En la parte derecha de la casa se verá
otro callejón, éste sin salida, que da a una taberna. Toda la pared de la derecha, que a su
vez encajona este callejón, comienza en otra esquina que ocupa el extremo saliente de
este lateral. En el vértice, y a la altura adecuada, se verá otro farol igual al anterior. Esta
esquina también figura dar a una calle.

Está amaneciendo. Los dos faroles, con una luz algo difusa, alumbran la escena.
En la habitación de arriba —la de la izquierda, ya que la de la derecha se halla cubierta
— se ve a CONCHA de pie ante la ventana y con la mirada perdida a lo lejos. Está en
salto de cama. Ésta se ve utilizada, con las sábanas a la vista. En la cama de la derecha
duerme PALOMA.
En la habitación de abajo, con el cuerpo un poco destapada, duerme SOLEDAD. Y
lo mismo hace JUANA en la cama turca del comedor. Los vestidos de todas ellas se verán
sóbrelos respaldos de las sillas, pies de las camas, etcétera. Zapatos y medias, visibles
también, indican un poco de desorden.
ACTO PRIMERO

(Por el callejón de la izquierda aparece, ya de retirada, una pareja. Ella


desenvuelta, algo bebida y con aspecto de prostituta. Él, alegre también, pero más
contenido. Se paran debajo de la ventana y ella canta mientras él, un poco grotesco, hace
palmas.)

LA RENEGÁ.— Que yo se lo dije a mi madre: han reventao los claveles

y no hay perro que me ladre.

HOMBRE A.— (Con voz ronca.) Ole, chata. ¡Mucho!

(La enlaza y le besa una oreja mientras caminan de nuevo. Delante de la puerta
de la casa se paran otra vez.)

LA RENEGÁ.— (Igual.) Mi madre me contestó:

si no hay perro que te ladre

ladra tú y sanseacabó.

HOMBRE A.— (Dándole un azote.) ¡Mucho! ¡Mucho! (Se meten en el callejón


de la derecha y van hacia la taberna.) ¡Vamos a tomar el penúltimo, tú! (Al llegar a la
puerta de la taberna, la golpean al verla cerrada.)

LA RENEGÁ.— (Borracha.) ¡Manolitito!

HOMBRE A.— (Enlazándola y llevándosela hacia la salida lateral derecha.)


Vámonos, chata. Busquemos la farmacia de guardia. (Saliendo.) ¿Te gusta el
Ceregumil?

(JUANA se rebulle un poco en la cama turca. Ésta hace ruido de mueble viejo.
Arriba, CONCHA se aparta de la ventana y va a contemplarse en el espejo del lavabo.
Luego se inclina, acercando la cara al espejo. Se pasa la mano por ella. Termina cogiendo
el peine y peinándose un poco. Sin hacer ruido, se acerca a la cama de PALOMA y mira
si está dormida. Hecho esto, se encamina a la puerta, la abre con mucho cuidado y sale
al pasillo. Llega hasta la puerta de enfrente y pega el oído. Luego se yergue y hace que va
a llamar. Se queda en la intención. Al fin, ya un poco desandada, repesa, y después de
cerrar la puerta vuelve a la ventana y se queda como al principio. A lo lejos se oye una
campana llamando a misa. De repente, CONCHA se echa a llorar y, ya en sollozos, se
tumba encima de su cama. PALOMA, semidormida, se vuelve hacia ella e,
incorporándose, un poco, inquiere.)

PALOMA.— Concha, ¿qué te pasa?

CONCHA.— (Recuperándose y seca.) Nada.

PALOMA.— Me ha parecido oírte llorar.

CONCHA.— (Seca siempre.) No digas estupideces.

PALOMA.— Mujer, yo...

CONCHA.— (Cortante.) ¡Déjame dormir! ¿Quieres?

(Pausa. PALOMA se echa. A lo lejos se oye la voz de la juerguista.)

Voz LEJANA.— (Ella.) Si no hay perro que te ladre, ladra tú y


sanseacabó.

VOZ LEJANA.— (ÉL) ¡Mucho! ¡Mucho!

PALOMA.— Concha... (Pausa.) Concha...

(CONCHA no contesta. PALOMA se semüncorpora de nuevo y la mira durante


un instante. Luego se echa otra vez. Comienza a salir el sol. Se intensifica un poco la luz
exterior. Por la calle de la derecha —lateral derecha— entra un obrero con la tarterita
de la comida colgando de una de sus manos. Pasa de largo y se pierde por el fondo del
callejón de la izquierda. JUANA, adormilada y en camisón, se levanta de la cama turca.
Con las dos manos se rasca la cabeza. Luego se estira. Al fin, y rascándose tas nalgas, se
dirige a las escaleras, las sube y se mete en el interior de la casa —planta baja—. Al
poco rato se oye el ruido de! agua del retrete al caer. Reaparece JUANA, llega hasta el
catre y se sienta en él. De pronto se levanta, va hasta ¡a puerta de la habitación de
SOLEDAD y, con mucho cuidado, gira el picaporte e intenta abrir. Esiá cerrado. Regresa
al catre y se acuesta de nuevo. El trasero, redondo, voluminoso, queda enfrentado con el
público. Arriba CONCHA se levanta y se acerca a la cama de PALOMA, Se sienta en el
borde, espaldas al público Y llama un poco angustiada.)

CONCHA.— ¡Paloma! (PALOMA Se ha vuelto a dormir. CONCHA insiste.)


¡Paloma!

(Al ver que no contesta, se levanta y da dos o tres vueltas por la habitación. Se la
nota nerviosa, desesperada. Al fin coge su bata que está encima de la silla, y se la pone.
Hace lo mismo con las zapatillas. Luego sale y baja las escaleras. Reaparece en la
entrada del comedor y, sin ruido, baja los tres escalones. Estando en ellos JUANA se
incorpora.)

JUANA.— (Algo brusca.) ¿Ya empezamos a dar la lata?

CONCHA.— ¿Tiene usté una aspirina?

JUANA.— ¿Qué te pasa?

CONCHA.— La cabeza.

JUANA.— (Señalando la cómoda.) Abre ahí arriba. A la derecha hay un


tubito. (Mientras CONCHA busca.) ¿Por qué no te vas a pasar unos días con tu
madre?

CONCHA.— {Con el tubito de aspirinas en la mano. Muy seca.) ¿A qué viene


eso?

JUANA.— Un poco de aire puro te vendrá bien. ¡Es primavera! Las


florecitas y demás zarandajas te entonarán un poco. Te estás maleando, criatura.
¡Lárgate y deja que nos pudramos los demás!

CONCHA.— No la entiendo.

JUANA.— Sí. A mí se me da muy bien el chino. (CONCHA se echa en la


palma de la mano una tableta. Luego deja el tubito donde estaba y cierra la cómoda.
JUANA sigue.) Si no se me hubiese malogrado el hijo que tuve, me lío y lo hago
farmacéutico. Y nada de potingues: ¡aspirinas a mansalva! Forrá que iba a estar.
(CONCHA, masticando la aspirina, coge un botijo que hay al lado de la cómoda y bebe
agua. JUANA sigue.) Tenéis muchos fantasmas aquí metidos. (Se palmea la
frente.) ¡Échale valor y haz lo que yo con los míos! Poco a poco los he ido
estrangulando. Ya sólo me queda uno. ¡Míralo! (Se levanta y, un poco chungona, se
muestra ella misma.) Nada por delante, nada por detrás... (Duda. Luego, sacando
un poco el trasero y mirándoselo por encima del hombro, concluye.) Bueno, mucho
pero fofo. (Abandona el aire de chunga y acercándose a CONCHA, le pone las manos
sobre los hombros. La mira un instante a los ojos y, hondamente seria, le dice.) Lárgate
unos días al campo, muchacha, y échale una mirá a la Naturaleza. (Atajándola,
pues CONCHA ha hecho intención de contestarle.) No, no me digas nada. Con ese
velillo que te cubre los ojos me basta.

CONCHA.— (Apartándose, brusca.) ¿Pero qué se imagina usted? ¡No tengo


nada de qué avergonzarme!

JUANA.— Naturalmente, hija. Pero...


CONCHA.— ¿Pero qué?...

JUANA.— Tú no sabes... (Hace señal de retorcimiento con las dos manos.)


Estrangular. Todavía te bailan mucho las sábanas. ¿Me entiendes ahora? Y esto
no quiere decir que imites a la loca ésa (Señala hacia el cuarto de SOLEDAD.) que
tié a sus fantasmas sobornaos, sino que metas un poco de alegría en el taconeo,
que le des pecho al aire, que cuando te enfrentes en el espejo sea pa decirle a la
infeliz que te mira que la vida que te han dao no es pa que te la desgracie el
primer hijo de... su madre que...

CONCHA.— (Cortante.) ¡Cállese! Me está usted ofendiendo.

JUANA.— (Inclinándose chungona.) «Perdón, madmuasél». ¿Se dice así en


la Francia? (Breve pausa.) Tuve una prima que se fue a París: ¡La Raquel! Aquí
llevaba una faja que parecía de hojalata. Qué tipa. (Riéndose.) ¡Llevaba la sardina
enclaustra! (Seria.) ¿Sabes cómo terminó? Los altos ideales franceses la
trastornaron y le entró un «gran amur pur le humanité». (Cambiando.) Dicen que
murió de pena. Imagínate: «Aquí yace ma-dam Rachel...» ¡Pobre cría! (Pausa. A
CONCHA, que está ensimismada.) Qué, ¿se te pasa?

CONCHA.— (Seca.) ¿El qué?

JUANA.— El dolor de cabeza, hija. (Empujándola, suave.) Anda, sube a


acostarte. ¿Quieres que suba contigo?

CONCHA.— (Sin acritud.) Tiene usted demasiada imaginación, Juana.

JUANA.— Llámalo como quieras, soy terreno abonao. Anda, sube.

CONCHA.— No ha pasado nada...

JUANA.— Claro que no.

(Caminan.)

CONCHA.— (Volviéndose desde el segundo escalón.) No haga caso de


Soledad, no me quiere bien.

JUANA.— Ni bien ni mal, hija. El aire que la mueve tié más fuerza que
ella. Y es mejor así. El día que se le plante de frente cualquiera de sus momentos
íntimos se vuelve loca de verdá.

CONCHA.— ¿Qué se imagina usted de mí?


JUANA.— (Mirándola de frente.) Nada, muchacha. Ninguna cosa del otro
mundo. (Dándole un cachete amistoso.) ¿Sabes que eres muy bonita? ¡Si yo tuviera
tus años! ¡Si a mí me brincara la primavera como debe brincarte a ti! Anda,
sube, sube; no vaya a ser que me dé llorona. (Se vuelve y baja las escaleras.
CONCHA sube a su cuarto, entra y cierra. Se dirige al lavabo y, cogiendo la jarra, echa
agua en él. Hecho esto, se quita la bata y, en combinación, se empieza a lavar. Luego se
seca, se pinta, se viste con un traje gris, discreto. Termina cogiendo un velo y un libro
de misa. Al mismo tiempo que todo esto, JUANA se mete en el interior de la casa y llama.
Voz de JUANA dentro) Cándida- (Se oyen unos golpes en una puerta y la voz de
JUANA llamando alto.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Voz dentro, más apagada.) ¡Va! ¡Va!

JUANA.— (Voz dentro.) Arriba, mujer. (Reaparece en el comedor-sala de estar


comentando para sí.) Primer aviso. (Arrima una silla y, sobre su respaldo, va dejando
la manta y las sábanas de su cama. Luego dobla el colchón. Termina cogiendo su ropa de
vestir que tiene sobre otra silla y metiéndose en el interior de la casa. Mientras realiza
todo lo anterior, por el lateral derecho han entrado dos BEATAS que van a misa.)

BEATA 1.a— (En plan de chismorreo.) ¡Una desvergonzada, eso es lo que


es! (Parándose.) ¿Sabes a qué hora llegó anoche?... ¡De día! ¡Anoche llegó de día!
(Reanudando la marcha.) Ya sabes que mi ventana cae justito enfrente de la suya.

BEATA 2.a— (Parándose admirativa.) ¡Lo tuyo es una ventana!

BEATA 1.a— ¡Y que lo digas! ¡No hay descarriao que se escape!


(Reanudando la marcha.) Pues también la de abajo, la del segundo... ¿Sabes cómo
vive? Figúrate...

BEATA 2.a— (Parándola y señalándole la casa.) ¿Y lo que ocurre en esta


casa? (Se persigna.) ¿No lo sabes?

BEATA 1.a— (Como excitada.) ¡Cuenta! ¡Cuenta!

(La Beata 2.a, seguida por su compañera, arranca hacia el callejón de la izquierda
cuchicheando caricaturescamente. Así se pierden por el fondo.)

JUANA.— (Que se acaba de meter dentro con su ropa de vestir.) ¡Cándida! (Se
oyen nuevos golpes en una puerta y otra vez la voz de JUANA.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Voz dentro, más apagada.) ¡Va! ¡Va!

(El despertador que hay encima de la mesilla de noche del cuarto de CONCHA y
PALOMA comienza a sonar. PALOMA se da la vuelta en la cama y lo para. Luego se
despereza... CONCHA sigue arreglándose. PALOMA, sin salirse de la cama, se sienta.)

PALOMA.—- Buenos días, Concha.

CONCHA.— Buenos días.

PALOMA.— ¿Qué te pasa?

CONCHA.— (Brusca.) ¿Es que todos estáis empeñados en que me pase


algo?

PALOMA.— Chica, no te pongas así. (Cambiando.) No eres la de antes.

CONCHA.— La estúpida de antes querrás decir.

PALOMA.— Me callo, Concha. Terminarás insultándome.

CONCHA.— ¿Por qué? ¿Tan agresiva me encuentras?

PALOMA.— Tan cambiada. En tu cara hay algo...

CONCHA.— (Cortante.) Mala digestión, no busques más.

PALOMA.— Oye, ¿te resulto molesta? (Queda a la expectativa. Al ver que


CONCHA no le contesta, concluye.) Mira, chica, si quieres pasar desapercibida
sigue como antes. Así vas pregonando a voces no sé qué monstruosidad.

CONCHA.— (Enfrentándose.) ¿Qué quieres decir? (Violenta.) ¡Dilo! ¡Dilo!

PALOMA.— (Sale de la cama en combinación y, de pie, le contesta) Me das


pena, Algo está haciendo de ti un pelele. Algo que tiene menos fuerza que tú, no
lo olvides.

CONCHA.— (Ya arreglada, con el velo y el libró de misa en la mano.) ¡Me estáis
cercando todos! (Muy brusca.) ¡Me vais a volver loca!

PALOMA.— (Yendo hasta ella y cogiéndola, cariñosa, por un brazo.) Conchita,


sabes que yo...

CONCHA.— (Desprendiéndose.) ¡Déjame! ¡No necesito tu compasión! ¡Ni la


de nadie!

(Firme, camina hacia la puerta.)

PALOMA.— (Sin acritud.) Hasta luego.


(Se dispone a arreglarse. CONCHA abre la puerta y sale. Cierra otra vez. Ya en
el pasillo, escucha ante la puerta de enfrente. Hace ademán de llamar. No lo hace y
comienza a bajar las escaleras. Desde que se inicia esta escena muda, abajo se oyen unos
golpes repetidos sobre una de las puertas del interior. Estos golpes son más fuertes que
los de antes. Lo mismo la voz de JUANA.)

JUANA.— (Voz dentro.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Muy fuerte también y seguido.) ¡Va! ¡Va! ¡Va!

JUANA.— (Bajando los escalones del comedor. Viene vestida y peinada.) ¡Y su


madre la puso Cándida! Lo que yo digo: los nombres nos los debían poner a la
mayoría de edad. (A CONCHA, que en este momento baja los escalones.) Qué, ¿a
soltar lastre? (CONCHA, seca y firme, pasa de largo y sale a la calle, siguiendo el
mismo camino de las BEATAS. JUANA comenta.) ¡Si yo tuviera ese cuerpo! Pero una
ya no es más que carne de epitafio. (Solemne y algo chungona.) ¡Aquí yace madam
Rachel...! (Reaccionando y caminando hacia los escalones.) Bueno: no tanto, no tanto.
(Sube. Se vuelven a oír las campanadas llamando a misa, JUANA reaparece arriba y da
unos golpes en la puerta del cuarto de la izquierda) Palomita. (Abre y entra en el
cuarto.) Oye, muchacha, ¿por qué no animas a Concha pa que se dé un garbeo
por su tierra?

PALOMA.— (Volviéndose, sin dejar, de arreglarse.) Me haría el mismo caso


que a usté. (Le da la espalda y sigue como antes.) Además... En fin, no sé.

JUANA-— ¿No sabes qué?

PALOMA.— Teme a su madre, a su casa. Anoche tuvo una pesadilla. La


pobre estaba aterrorizada...

JUANA.— ¿Por qué no la despertaste?

PALOMA.— Sí, pude hacerlo... Y puede que lo haga si se vuelve a


presentar la ocasión. Aunque...

JUANA.— Tú baja y llámame a mí.

PALOMA.— No, Juana. Con brusquedad, no.

JUANA.— Un día agarro el cuchillo de la cocina y en vez de a fantasmas


con sábana me voy a dedicar a los otros. ¡Lo malo es que no daría abasto! ¿Pero
tú te crees que hay derecho a que la pobre cría esta se retuerza así el cerebro? El
día que palme y me vea ante el Señor voy a hacer lo que no he hecho nunca:
¡chivarme! A más de uno se le va a caer el pelo del alma.
PALOMA.— (Riéndose.) ¡Qué cosas dice usté!

(PALOMA comienza a ponerse el vestido de calle. JUANA cambia de tono.)

JUANA.— ¿Sabes qué te voy a regalar?

PALOMA.— Usté dirá.

JUANA.— ¡El cuchillo de la cocina!

(Se sienta a los pies de la cama de PALOMA.)

PALOMA.— (Con guasa.) ¿Quiere usté que me quede soltera?

JUANA.— Quiero que hagas limpieza antes de que te sobe cualquier


malnacido. Tú tiés que escoger bien.

PALOMA.— ¿Es que usté no lo hizo así?

JUANA.— Yo tenía que casarme, como todas. Y me cayó un tío encima.


(Cambiando de tono.) Metí la pata, Paloma. No acerté. Al poco de morir mi hijo
nos separamos el padre y yo. Y por ahí anda todavía llenando el pellejo de mal
vino. ¿Le viste la otra noche? No tié vergüenza. Cuando se le cabrea el hígado o
cualquier otra viscera, se arrastra hasta aquí. (Imitando a un borracho.) «Juana,
vidita, ¡échame un cable, que la espicho...!» Hoy me da pena. Cualquier día
asomará su jeta de borracho, me mirará con sus ojillos legañosos —sé que la
mirada será muy triste— y soltará lo definitivo. Cualquier frasecilla vulgar,
quizá una chulería. Y yo, lo sé, echaré unas lagrimitas que brotarán de la matriz,
seguro. En fin, muchacha, unas lagrimitas tan por lo serio y por lo hondo como
lo que él tartajee antes de espicharla.

PALOMA.— (Arreglada y dispuesta a salir.) La envidio a usté.

JUANA.— (Poniéndose de pie.) Como te vuelva a oír eso, soy capaz de


estamparte una bofetá.

PALOMA.— La envidio, Juana. ¡Tiene usté un temple!

JUANA.— (Cortando.) ¿Temple?... A mí me cantas un tango y se me abren


todos los grifos. Lo demás es disimulo. Bueno, cambiemos de copla. Hay que
evitar que Concha y la prójima de ahí al lao (Señala hacia el pasillo.) se vean.

PALOMA.— ¿Y cómo? ¿No sabe usté que doña Elena y la madre de


Concha fueron compañeras de colegio?
JUANA.— Sí, hija, claro que lo sé. Estoy dispuesta a echarla.

PALOMA.— A... (Señala hacia el pasillo.)

JUANA.— No, no. A ésa no puedo. Me refiero a Concha.

PALOMA.— (Seria.) Si la echa a ella me echa usté a mí.

JUANA.— No me entiendes, muchacha. Es por su bien.

PALOMA.— Lo sé. Pero no es ahora el momento para esa zancadilla.

JUANA.— Por eso he subido a hablar contigo. No estaba segura de


acertar. Sabes que aprecio a Concha. ¡Que os quiero, vamos!

PALOMA.— (Yendo hacia la puerta le da a JUANA, afectuosamente, un cachete.


Al mismo tiempo, con un poco de guasa, le dice.) ¡Cuidado con los tangos!

JUANA.— (Siguiendo a PALOMA, que ya está en el pasillo, contesta también con


guasa.) ¡Con mi temple no hay cuidao!

PALOMA.— (Con prisa, escaleras abajo.) Hasta luego, no quiero llegar tarde.

JUANA.— (Iniciando la bajada.) Hasta luego, Palomita.

(PALOMA reaparece en el comedor y, atravesando éste, sale a la calle. Rápida,


hace mutis por el lateral derecho. En el interior de la casa se oye la voz de JUANA, esta
vez irritada.)

JUANA.— (Voz dentro.) ¡Cándida! (Se oyen nuevos golpes en la puerta.)


¡Abre la puerta!

CÁNDIDA.— (Voz al lado de la de JUANA, después de una breve pausa.) ¿Qué,


señora Juana? ¿Qué?

JUANA.— (Saliendo al comedor seguida por CÁNDIDA.) Nada, mujer. (Con


ironía.) Saber si podía llevarte ya el desayuno a la cama.

CÁNDIDA.— (También irónica.) ¿Con tostaditas, señora Juana? (Normal.)


No se enfade usté. ¡Pues vaya un comienzo de día!

JUANA.— ¿Comienzo? Ya lleva el sol sudao lo suyo. ¿O es que estás


haciendo gimnasia?

CÁNDIDA.— ¿Gimnasia?
JUANA.— Cuando una hembra se tira demasiao tiempo en la horizontal,
es que espera algo.

CÁNDIDA.— (Un poco intrigada.) Me güelo que el gato que usté acaba de
encerrar no es católico practicante. Y gatos así no tienen na que husmear en una
servidora. Y yendo a lo de la gimnasia: yo sola me tumbo y sola me levanto.

JUANA.— ¿Pero encima me vas a bronquear?

CÁNDIDA.— Si usté se dejara, sí.

JUANA.— ¿Y qué me ibas a decir, Cándida?

CÁNDIDA.— Que tié usté más tragaderas que el alcantarilllao.

JUANA.— (Seria.) Aclara eso.

CÁNDIDA.— ¿Ve cómo no se la puede decir na?

JUANA.— (Dura y enfrentándose con CÁNDIDA.) Todas las que viven bajo
este techo son tan honrás o más que tú, ¿te enteras? Y el día que no lo creas así,
te largas.

(Busca algo en la cómoda.)

CÁNDIDA.— Pero, señora Juana, ¿me va usté a decir a mí que la...


(Señala hacia el cuarto de SOLEDAD.) Y me sospecho que la señorita...

(Señala hacia arriba.)

JUANA.— (Volviéndose amenazadora.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— No he dicho na. (Haciendo que se pasa una cremallera por la


boca.) ¡Cierro! (Va hacia la mesa y recoge el mantel de plástico, que deja encima de la
cómoda. Ya ' JUANA, encontrado lo que buscaba, comienza a subir los escalones y
termina metiéndose en el interior de la vivienda. CÁNDIDA, poniendo la primera silla
encima de la mesa, pues se dispone a limpiar, hace que se descorre la cremallera
imaginaria de la boca y, para sí, exclama.) ¡Abro! [Tan honras o más que una! (Sigue
poniendo sillas.) ¡Mierda, eso es lo que digo! Aguántese usté las ganas del sobeo
y a la hora del mérito: ¡tablita rasa! ¡Que no, señora Juana! ¡Que no! (Se dirige a
la cama turca y palmeando el colchón comienza a hacerla.) Cuando a mi somier le
llegue el turno de abombarse será por culpa de un tío como Dios manda.
(Canturrea con aire flamenco.)
Como sardinas en lata conservo yo el pescaíto, y no daré el abrelatas más
que a un mozo formalito.

(SOLEDAD se despereza. Estira los brazos y se incorpora un poco en la cama,


cara al público.)

Que venga bien orientao, con la pápela arregla, que así es como está
mandao, en (SOLEDAD, bostezando, exclama con voz suave, algo melodiosa, nunca
cursi.)

SOLEDAD.— ¡Cándida! ¿Quieres callarte, por favor?

CÁNDIDA.— (Acercándose, intencionadamente, a la puerta, canturrea en un


tono más alto.)

¡Y no daré el abrelatas

más que a un mozo formalito!

SOLEDAD.— Por favor, Cándida, ¡déjame dormir!

CÁNDIDA.— (Desde la puerta, intentando abrirla.) ¿Me dice a mí, señorita


Soledá?

SOLEDAD.— Sí, mujer. Déjame dormir.

CÁNDIDA.— Ya me callo, señorita.

(Regresando a terminar de hacer la cama.)

SOLEDAD.— (Para sí.) Debo tener unas ojeras espantosas. (Llamando.)


¡Cándida!

CÁNDIDA.— ¡Diga, diga!

SOLEDAD.— Luego me ducharé. ¿Quieres prepararme agua caliente?

CÁNDIDA.— Descuide.

SOLEDAD.— Gracias.

(Coge de la mesilla de noche un espejito y se mira. Se oye un timbre. Es el de


DOÑA ELENA. Al oírlo, CÁNDIDA exclama.)

CÁNDIDA.— ¡La que faltaba!


(Termina de arreglar la cama turca y sube.)

SOLEDAD.— (Mirándose en el espejito.) ¡Qué mala cara!

(Se levanta en camisón —muy femenina—, se dirige al espejo del armario y se


contempla, como en una inspección de su cuerpo. CÁNDIDA ha reaparecido en el pasillo
de arriba, y dando unos golpes en la puerta de la derecha, ha preguntado.)

CÁNDIDA.— ¿Llama usté, señora?

DOÑA ELENA.— (Voz dentro, seca, autoritaria.) ¿Es que no lo has oído? Dile
a Juana que suba. Es con ella con quien quiero hablar.

CÁNDIDA.— Sí, doña Elena. (Bajando las escaleras.) Ahora mismo.

(SOLEDAD se mueve ante el espejo, da uno o dos pasos sin dejar de observar su
figura. JUANA sale del interior y sube las escaleras. Ya arriba, llama a la puerta del
cuarto de DOÑA ELENA.)

JUANA.— ¿Se puede?

DOÑA ELENA.— (Voz dentro, seca.) Pase usted, Juana. (JUANA entra.)
Cierre, haga el favor.

(JUANA cierra. CÁNDIDA sale del interior con una escoba que, por donde se
barre, lleva un paño para pasarlo por el piso. Y esto comienza a hacer, canturreando.)

CÁNDIDA.— Que venga bien orientao,

con la papela arreglá,

que así es como está mandao.

SOLEDAD.— (Apartándose del espejo, va hacia la puerta, da vuelta a la llave,


abre y le suplica a CÁNDIDA.) ¿Pero qué te he hecho yo para que me trates así?
¿Te quieres callar?

CÁNDIDA.— Perdone usted, señorita Soledá. Es que no sé qué me pasa en


cuanto agarro la escoba. ¡Como si abriera la radío!, ¿sabe usté? Y hala: se me
pone en pie la lengua.

SOLEDAD.— Necesito descanso, Cándida. Si no duermo... es espantoso,


espantoso. ¡Cállate, por Dios!

CÁNDIDA.— (Acercándose a ella.) ¿Está usté enferma? ¿Quiere...?


SOLEDAD.— (Cortando.) Quiero dormir.

CÁNDIDA.— Pues vuélvase a la cama. Por mí: ¡cerrao!

(Vuelve a hacer que se pasa la cremallera por la boca y reanuda el barrido.


SOLEDAD se mete en su cuarto y cierra sin llave. Apoya la espalda en la puerta y queda
como ensimismada. En el callejón de la derecha, el tabernero sube el cierre de ¡a taberna.
Por el fondo del callejón de la izquierda hace su aparición un hombre cualquiera que
viene silbando algún aire de moda. Al llegar a la entrada del callejón de la taberna
saluda al TABERNERO.)

HOMBRE.— Buenos días., Manolillo. ¿Soy el uno?

TABERNERO.— El primerito, sí, señor.

HOMBRE.— (Acercándose) Pues no me gusta un pelo la cosa.

TABERNERO.— ¿Y por qué?

HOMBRE.— Porque no quiero ser el primero en palmar con tu


matarratas.

TABERNERO.— (Empujándole hacia dentro de la tasca.) Anda, agorero. No


hay en el barrio orujo corno el mío.

(SOLEDAD sale de su ensimismamiento y manipula en un tocadiscos que tiene


encima de la mesilla de noche. Empieza a oírse un fox lento, de honda tristeza.
CÁNDIDA se para y escucha un instante. Luego reanuda su labor, exclamando.)

CÁNDIDA.— ¿Por qué no se irá al monte? ¡Cómo está la fulana! (Al


recuerdo de SOLEDAD parecen venir ratos felices, momentos en que todo parecía estar al
alcance de la mano. La invade la nostalgia —el fox es de hace unos quince años—.
Incitada por la música lenta, SOLEDAD —matizando—, baila. CÁNDIDA se acerca a la
puerta y mira por el ojo de la cerradura. Al momento se reincorpora comentando en
tono exagerado.) ¡Está endemoniá! (Se persigna atropelladamente y vuelve a mirar por
el ojo de la cerradura. SOLEDAD se acerca al espejo y se observa otra vez. Al fin,
después de parar el disco, se echa en la cama sollozando. Por el fondo del callejón de la
izquierda viene, muy metida en sí, CONCHA. Viene con el velo puesto y el libro de misa
en sus manos. Al entrar en casa, pilla a CÁNDIDA mirando por el ojo de la cerradura.
La criada se incorpora al notar que ha entrado alguien y como disculpa le dice a
CONCHA.) ¡Endemoniá, señorita Concha! (Señalando hacia la puerta del cuarto.)
¡Esa mujer tiene el demonio metido en el cuerpo! (CONCHA se quita el velo y,
sin decir nada, se dirige hacia el fondo y sube los escalones. CÁNDIDA reanuda el
arreglo de la habitación; pero al ver que CONCHA ha desaparecido escaleras arriba;
vuelve al ojo de la cerradura. CONCHA reaparece arriba y se mete en su cuarto. Deja el
libro de misa sobre la mesilla y doblando el velo, lo guarda en el bolsillo de una de las
prendas colgadas. CÁNDIDA vuelve a su quehacer preguntándose.) ¿Será una bruja?

(CONCHA se dispone a salir para el trabajo. JUANA sale del cuarto de DOÑA
ELENA, Con la puerta abierta y desde el pasillo le dice a ésta.)

JUANA.— Lo siento, pero yo también veo las cosas a mi modo.

(CONCHA se acerca a la puerta de su cuarto y, a través de ésta, escucha.)

DOÑA ELENA.— (Voz dentro, seca.) Denunciaré el caso. ¡Es una


inmoralidad! Y usted no tiene derecho a hacernos convivir con gentuza.

JUANA.— Las puertas de esta casa lo mismo sirven pa entrar que pa salir,
señora.

DOÑA ELENA.— (Dentro.) ¿Qué insinúa usted?

JUANA.— No creo haber insinuado nada. (Normal.) ¿Quiere algo más de


mí? (Al no recibir contestación, cierra diciendo.) Buenos días.

DOÑA ELENA.— (Voz dentro, furiosa, histérica.) ¡La echaré! ¡Os echaré a
todas!

CONCHA.— (Abre, y asomándose al pasillo le pregunta a JUANA.) ¿Qué


ocurre?

JUANA.— (Empujando a CONCHA dentro de su cuarto y cerrando después de


entrar las dos.) ¡Esa tía es una víbora! ¡Maldita sea la hora en que la dejé entrar en
esta casa! Si no fuera por...

CONCHA.— (Muy preocupada.) ¿Pero qué ocurre, Juana? ¿Qué ocurre?

JUANA.— Ha debido tener otra de sus pesadillas y se ha despertado


desquicia. (Con rabia.) ¡Y tener que aguantarla...! Total, que quiere que ponga en
la calle a la infeliz de abajo. (Irónica.) ¡Nos pervierte!

CONCHA.— (Con mucho alivio.) Creí que...

JUANA.— (Dándose cuenta de la situación.) ¿Creíste que...? (Pausa.) ¿Quieres


un consejo? (Ante la expectativa de CONCHA, exclama dura.) Mándala a paseo.
¡Que se ahorque con sus fantasmas! (Despectiva.) ¡Bichejo! Lo que no me explico
es cómo la madre que te echó al mundo te hace vigilar por ese esperpento.
(Haciendo que se va.) ¡Pégate un tiro, niña!

CONCHA.— (Dura.) No le consiento...

JUANA.— (Cortante.) ¿Qué es lo que no me consientes? Terminarás con


sábana y ululando. Y con un poquito de suerte, quizá logres que te guiñe el ojo
algún mochuelo. (Cambiando.) Mándala a paseo. Te lo digo yo, que soy un
fracaso de arriba abajo. No lo hagas asi y te juro por mis muertos que este ir
tirando se te va a convertir en una monstruosa pesadilla.

CONCHA.— Usted no es normal.

JUANA.— ¡Toma! Por cada tía o tío normal que traigas te doy...

CONCHA.— (Cortando.) Lo que me da usted es miedo.

JUANA.— Estás a tiempo: ¡huye de aquí! Bastante amargá estás ya,


criatura.

CONCHA.— Le voy a pedir un favor, Juana. (Muy dura.) ¡Déjeme en


paz! (Sale al pasillo. Se para ante la puerta de DOÑA ELENA. Duda un poco y echa a
andar hacia las escaleras. Pero se vuelve decidida y llama en la puerta de DOÑA ELENA,
abre y saluda.) Buenos días, doña Elena.

(No entra. JUANA observa y escucha desde la puerta del otro cuarto.)

DOÑA ELENA.— (Voz dentro, suave.) Hola, Conchita. Antes te he sentido


salir.

CONCHA.— Sí. He ido a misa. ¿Qué tal se encuentra hoy?

DOÑA ELENA.— Regular nada más.

CONCHA.— ¿Quiere usted algo de la calle?

DOÑA ELENA.— Ahora no, gracias.

CONCHA.— Hasta luego.

DOÑA ELENA.— Hasta luego, hija.

(CONCHA cierra y baja las escaleras. JUANA sale al pasillo y cierra la otra
puerta, murmurando irónica.)

JUANA.— ¡Hijita! ¡Qué suavidad!


(Baja también las escaleras. CONCHA reaparece bajando los escalones del
comedor. CÁNDIDA, que acaba de dejar en orden y limpia la habitación, se queda con la
escoba en la mano mirando a CONCHA. Ésta pasa de largo ignorando a la criada. Esta
se mete dentro de la casa canturreando.)

Y no daré el abrelatas

más que a un mozo formalito.

(Cuando CONCHA reaparece en el comedor, de la tasca sale el HOMBRE que


entró anteriormente.)

HOMBRE.— (Hacia la tasca.) ¡Hasta luego, Manolillo! Y lo dicho: debías


tener un bombero de servicio permanente, como la fune... ¡Vaya un aguardiente
que endiña el gachó! (Ya cerca del lateral derecho, ve a CONCHA que viene hacia
esta salida. Se acerca ella y le empieza a preguntar muy por lo fino.) Por favor,
señorita: me podría informar... (Ante CONCHA, atenta, deja la finura, y con un
tono rotundo y grosero, concluye.) ¿Qué ha hecho usté pa estar tan buena?
(CONCHA se le queda mirando un instante. Acto seguido le sacude un bofetón y
rápida, segura de sí misma, hace mutis. El HOMBRE, sobándose la cara, comenta al
mismo tiempo que hace mutis también, por el mismo lado que CONCHA.) ¿Con qué
harina las hará la tía? ¡Vaya torta!

(De las casas de vecindad vienen las siguientes voces de ambientación.)

Voz 1.a— (Voz de mujer, un poco alejada.) ¡Señá María! ¡Dígale al pimpollo
que una melancólica le llama al teléfono!

Voz 2.ª— (Casi a la misma distancia que la anterior y un poco menos intensa.)
¡Saturnino! ¡Al teléfono!

Voz 3.a— (Voz de hombre, más intensa que las otras.) ¡Voy! ¡Subo rápido,
señora Isabel!

(SOLEDAD coge de nuevo el espejito de encima de la mesilla y se mira. De


pronto, exclama.)

SOLEDAD.— Arrugas. Sola. ¡Acabaré sola!

(Por el fondo aparece JUANA, diciendo hacia adentro.)

JUANA.— Un día te arrastrarán por la lengua, condená.

CÁNDIDA.— (Voz dentro.) ¡Cierro!


JUANA.— (Llega hasta la puerta del cuarto de SOLEDAD y llama.) Soledad. (Al
no recibir contestación, alza más la voz.)

SOLEDAD.— (Dejando el espejito en la mesilla.) Pase, Juana. Pase usted.

JUANA.— (Abriendo y entrando.) El agua está templada. Puedes ducharte


cuando quieras.

SOLEDAD.— (Como rogando, y señalándole los pies de la cama.) Siéntese un


poquito, ¿quiere?

JUANA.— (Sentándose.) Sí, hija; cómo no.

SOLEDAD.— Míreme a los ojos.

JUANA.— ¿Pero qué pasa hoy en esta casa? ¡Estamos todos pal arrastre!

SOLEDAD.— ¡Míreme, Juana!

JUANA.— (Mirándola.) Bueno, mujer. ¡Ya estás mira!

SOLEDAD.— ¿Qué edad me echa?

JUANA.— ¿Quieres saber la verdad?

SOLEDAD.— (Después de una breve pausa, y con acento tímido.) Un poquito.

JUANA.— Bien. Husmea el aire, anda. (Insistiendo ante la extrañeza de


SOLEDAD.) ¡Husmea! ¡Husmea! (SOLEDAD, haciendo un gesto de circunstancias,
husmea. Entonces JUANA, acercándose a ella, le pregunta.) ¿Qué notas? ¿A qué
huele el aire? (Pausa. JUANA concluye.) ¡Es primavera, Soledad! ¿No lo notas?

SOLEDAD.— (Íntima.) Me siento generosa, Juana.

JUANA.— Bendita tú. (Triste, pero con algo de guasa.) A mí ya sólo me


informa el calendario de la cocina.

SOLEDAD.— (Continuando, como si no hubiera oído a JUANA.) Pero tengo


miedo. Cuando miro a los demás buscándome, cada vez me encuentro menos.
(Extraña.) Me estoy alejando...

JUANA.— ¡Qué cosas dices, criatura!

SOLEDAD.— Míreme ahora alrededor de los ojos. ¡Patas de gallo, Juana!


(Triste.) De un gallo moribundo para mí.
JUANA.— (Seria.) Y que estirará las patas, como todos. Y te
acostumbrarás.

SOLEDAD.— ¡No! ¡No lo soportaré! (Con hondo acento.) Yo...

JUANA.— Tú, ¿qué?... Todas hemos pensao lo mismo; pero aquí estamos,
¡vivitas y coleando! (Se levanta.) Husmea, Soledad. ¡Y adelante mientras el olfato
te sea fiel! Aún puedes encontrar...

SOLEDAD.— ¿Sí? ¿Usted cree?

JUANA.— (Sin convicción.) Siempre es tiempo.

SOLEDAD.— ¿Siempre? ¿Qué quiere decir siempre, Juana? ¡Ahora! ¡Ahora


es tiempo! (Abrazándose a JUANA.) ¡Vivir! ¡Quiero vivir! (Cambiando bruscamente
hacia una alegría nerviosa, salta de la cama y enlazando a JUANA la obliga a dar unos
pasos de baile tarareando y exclamando gesticulante.) ¡Vivir! ¡Vivir!

JUANA.— (Desasiéndose.) No seas loca, criatura. (SOLEDAD, jadeante, se


sienta en la cama, JUANA, compasiva, concluyente.) En el fondo eres una chiquilla.

SOLEDAD.— (Jadeante.) Sí, Juana. Abandonada de sus papás, ¿eh?


(Irónica.) ¡Papá Jaime!, ¡papá Antonio!, ¡papá Luis! (Con la risa de antes.) ¡Cuántos
papás! (Se levanta, y llegando al lado de JUANA, concluye con tonillo infantil.) ¡Pero
ninguno buscará a la nena cuando ésta se pierda definitivamente en el bosque!
(Ríe de nuevo. Después, volviendo a su tono normal, pregunta.) ¿Le gustan los
cuentos, Juana?

JUANA.— ¿Los verdes o los otros?

SOLEDAD.— Sobre mí se han escrito muchos. Y en cada uno tengo un


nombre distinto. ¡Apunte, apunte y verá!

JUANA.— ¿Me vas a soltar la lista?

SOLEDAD.— (Yendo hasta el armario y abriéndolo.) Pero prefiero el mío. Es el


más sincero y lo hemos ido haciendo entre todos: ¡Soledad! (Coge una bata, cierra
el armario y regresa.) ¡Qué lejos queda la primera vez que me lo pronunciaron de
verdad! (Poniéndose la bata.) Lo he oído unas cuantas veces más y creo que era la
misma voz. (Honda.) Dentro de poco me lo devolverán. Sí, lo presiento... Y me
da miedo pensar qué es lo que va a suceder cuando sea yo, únicamente mi voz,
la que lo pronuncie ante el espejo.

JUANA.— Sólo una cosa, hija: que la hembra del espejo saltará de él y se
unirá a ti suplicándote que le hagas compañía. Y si tienes valor, te la irás
comiendo poco a poco hasta que sólo queden las raspas. Y con las raspas te será
suficiente para aguantar de pie hasta que des la voltereta final. (Saltando.)
¡Halejop! (Jovial) ¡Alegra esa cara, mujer! ¡Todavía es apta pa'l besuqueo!

(Enlazando a SOLEDAD, es ahora JUANA la que la obliga a bailar.)

SOLEDAD.— (Reaccionando alegre.) ¡Viva! ¡Viva la vida!

(Canturrea.)

JUANA.— (Desasiéndose.) ¡Basta ya, criatura! (Chungona.) ¡Piensa que yo


pertenezco al gremio de las raspas!

(Se sienta en la cama.)

SOLEDAD.— (Cogiendo toalla y jabón del lavabo.) ¡Es usted un sol, Juana!

JUANA.— Sí, un sol de desván. (Cambiando.) Oye, parece que doña Elena
no te quiere bien.

SOLEDAD.— ¿Es que esa señora quiere a alguien?

JUANA.— (Se levanta, disponiéndose a salir con SOLEDAD.) Procura no


tropezar con ella. Tiene mucha fuerza. (Abre la puerta.)

SOLEDAD.— (Saliendo.) ¡Quién lo diría viéndola!

JUANA.— (Saliendo y cerrando.) Tú ten cuidao.

SOLEDAD.— (Caminando hacia los escalones.) ¿Pero es que no tiene


bastante con ella misma? ¡Caray con la señora!

JUANA.— Se le atragantan los chismes y no puede pasar el aire. (Irónica.)


Lo de siempre: un problema de oxígeno, hija.

SOLEDAD.— (Desapareciendo por el fondo.) ¡Dígale que nos deje vivir en


paz!

JUANA.— (Se para al lado de la cómoda y pasa un dedo por ésta.) Vivir en paz:
¡vaya un latiguillo! (Se mira el dedo y llama.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Voz dentro.) ¡Va!

(Aparece por el fondo.)


JUANA.— Acércate. (Cuando CÁNDIDA está a su lado le enseña la yema del
dedo que pasó por la cómoda.) Dime, ¿qué ves?

CÁNDIDA.— (Ingenua.) Un dedito.

JUANA.— (Reticente.) ¿Y encima del de-di-to?

CÁNDIDA.— Anda: ¡pues que no se ha lavao usté!

JUANA.— (Dura.) ¡Ni yo ni la cómoda! ¡Trae acá! (Le coge una mano y se
la pasa por encima de la cómoda. Luego se la enseña, exclamando) ¡Con más polvo que
un difunto de la guerra del catorce! ¿Lo ves?

CÁNDIDA.— (Ingenua.) ¿Al difunto?

JUANA.— (Soltándole, brusca, la mano.) ¡A tu...! (Cediendo.) Anda, ve por


el trapo, Cán-di-da. (La criada se mete en el interior.) ¡Qué parto debió tener su
mamá! Na: con semejante bestia, ¡la cesárea, seguro!

CÁNDIDA.— (Reapareciendo con el trapo del polvo.) La culpa no es de una.


(Se pone a quitarle el polvo a la cómoda.) La endemoniá es la que...

JUANA.— (Cortando.) Sí, la que te puso el ojo en la cerradura.

CÁNDIDA.— Limpiándola que estaba. Y al ir a echarle aliento al


picaporte pa sacarle brillo, mi ojo y el de la cerradura...

JUANA.— (Continuando.)... se encontraron y tu pupila, sin querer, se


incrustó en la danza macabra, ¿a que sí?

CÁNDIDA.— Talmente, señora Juana. Y así se me fue el santo...

JUANA.— (Concluyente.) ¡Al infierno!

CÁNDIDA.— ¡No nombre usté la bicha!

JUANA.— (Dura.) Te estás buscando un mal rato. (Enfrentándose con la


criada.) ¡Y que no me entere yo que le vas con chismes a alguien!

CÁNDIDA.— (Ofendida.) ¿Chivata yo, señora Juana? (JUANA se va hacia el


fondo y desaparece en el interior.) ¡No ofenda! ¡Soy tan cabal como la que más!
(Reanuda la limpieza de la cómoda y comenta para sí) Si le sueltas a la de arriba lo de
que la señorita Concha debe andar... bueno, eso, ¡pa qué la que organizas,
Cándida!
(Por el fondo de la calle de la izquierda viene un VENDEDOR de diarios
pregonando.)

VENDEDOR.— ¡El Arriba, Ya, el ABO. ¡Compren El Caso, con el


espeluznante suceso de la semana!

CÁNDIDA.— (Que ha salido a la puerta de la calle, inquiere.) ¿Qué ha pasao,


tú?

VENDEDOR.— (Chulesco.) ¡Lo que un día nos va a pasar a los dos, locura!
¡Que estás pa meter gol!

CÁNDIDA.— Pues ya sabes: visita al señor cura.

VENDEDOR.— Ni hablar. Yo, como mis padres: soltero. Anda, agarra el


ABC y huye, que no respondo. (Pegando una patada en el suelo.) ¡Maldito sea el
frío!

(CÁNDIDA Coge el ABC.)

CÁNDIDA.— (Sonando dentro el timbre de DOÑA ELENA le da el dinero del


periódico.) Toma las dos pesetas. ¡Y largo! (Hacia dentro.) ¡Voy!

VENDEDOR.— (Que al volverse CÁNDIDA para contestar a la llamada del


timbre ha hecho intención de sacudirle un azote.) ¿Nos damos un garbeíto el
domingo?

Voz DE DOÑA ELENA.— ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Saliendo a la calle y voceando hacia el cuarto de la terraza.)


¡Mande!

Voz DE DOÑA ELENA.— ¡Quiero El Caso también!

CÁNDIDA.— ¡Sí, señora!

VENDEDOR.— (Dándole El Caso a CÁNDIDA.) Échale bien la visual y


escarmienta, que como me sigas dando achares voy a pintar a tu madre de
oscuro.

(Por el fondo del callejón de la izquierda las dos BEATAS vienen de regreso.)

CÁNDIDA.— (Viendo la portada del periódico.) ¡Le dan a una tembleques


sólo de ver esto!
VENDEDOR.— (Voceando al ver a las BEATAS.) ¡El Caso! ¡Escalofriante
suceso!

BEATA 1.a— (Acercándose a CÁNDIDA, seguida de la otra.) ¿Qué ha


ocurrido, muchacha?

BEATA 2.ª— ¿Qué ha ocurrido?

LAS DOS BEATAS.— (Exclaman a la vez al ver la portada.) ¡Válganos el cielo!


(Se persignan.) ¡La carne! ¡La carne!

VENDEDOR.— A ciento diez el kilo de ternera fina, señoras.

BEATA 1.a— ¡Insolente! ¿Cómo se atreve...?

VENDEDOR.— Es mi oficio, señora-, vocear noticias. Y las voceo tan


gordas, que estoy anestesiao. Pa mí, El Caso es un tebeo muy divertido. ¿Tienen
ustedes hijos?

BEATA 2.a— (Irritada.) ¡Llamemos a un guardia!

VENDEDOR.— ¡Pero, señora!, ¿acaso las he ofendido? (A CÁNDIDA.)


¡Amos, no te digo!

CÁNDIDA.— (Volviendo a la portada.) ¡Vaya una criminala!

(Las dos BEATAS miran también la portada.)

VENDEDOR.— A esa chavala la han asustao, si no, ¿de qué?

BEATA 1.a— ¡Colgarla, eso es lo que hay que hacer! ¡Colgarla!

VENDEDOR.— Lo repito: ¡la han asustao!

BEATA 2.a— ¡No escapará! ¡Nadie escapa a la justicia del Más Allá!

VENDEDOR.— (A la BEATA 2.a) ¡Ni usté! (Metiendo su cara en la de la BEATA.)


¡Bruja!

LAS DOS BEATAS.— ¡Guardias! ¡Guardias!

VENDEDOR.— (Arrancándole el periódico a CÁNDIDA y dirigiéndose a las dos


BEATAS.) ¡Y se acabó el leer gratis! Si quieren retorcerse el instinto, sacudan la
panoja! (Definitivo.) Además, echo el cierre: ¡ya no se expende cadaverina!
BEATA 2.a— (Tirándole a la otra de un brazo.) ¡Busquemos a un guardia, de
prisa! (Caminan hacia el lateral derecho.) ¡Busquemos a un guardia!

(El VENDEDOR, de puntillas, va detrás de ellas, y ya cerca de la salida, las


asusta.)

VENDEDOR.— (Dando un salto.) ¡Uhhh! (Las dos BEATAS salen


precipitadamente dando un grito. El VENDEDOR, riéndose, vuelve al lado de
CÁNDIDA y le da de nuevo El Caso.) Toma el tebeo. (CÁNDIDA lo coge, se lo pone
debajo del brazo y se lo paga. Al mismo tiempo, él le dice.) Qué, ¿saco las entradas pal
domingo?

CÁNDIDA.— (Seca.) No.

VENDEDOR.— ¡No seas chalá! (Da una vuelta de baile tarareando un cha-cha-
chá) ¿Las saco?

CÁNDIDA.— No.

VENDEDOR.— (Se la queda mirando. Al fin, exclama.) ¡Te veo en primera


página!

(CÁNDIDA se da la vuelta para meterse en la casa. Entonces el VENDEDOR le da


el azote, exclamando guasón.)

VENDEDOR.— ¡La carne! ¡La carne! ¡Ternerilla fina!

(Corre hacia la salida al revolverse furiosa la criada, que le persigue hasta medio
escenario.)

CÁNDIDA.— ¡Tío fresco! ¡Le vas a tocar el culo a tu madre!

(Se vuelve y regresa.)

VENDEDOR.— (Avanzando un poco.) ¡El domingo a las cuatro, locura!


(CÁNDIDA desaparece casa adentro.) ¡A las cuatro! (Se da la vuelta, cara al público.
Saca un cigarrillo y comenta.) ¡Tié nervio la puñetera! ¡Y está durita! (Baila de
nuevo, igual que antes. Al fin da un repeluzno) ¡Ayyy! (Como por rutina vocea.) ¿Ya!
¡El ABC! (De su cuarto sale a la terraza DOÑA ELENA. Es alta, seca. Viste de luto
riguroso y arrastra los pies, lenta, sostenida por un bastón. Su aspecto impresiona.
Colgando de su cuello lleva unos prismáticos. El VENDEDOR enciende el cigarrillo y
se encamina hacia el lateral derecho, voceando.) ¡Ha salido El Caso! (Sale de escena, y
ya fuera, vocea de nuevo.) ¡Compren El Caso, con el espeluznante suceso de la
semana! (DOÑA .ELENA, apoyando su espalda en la pared de la terraza —pared que
cubre la habitación y que es de cal, exigentemente blanca—, donde también,
desprendiéndose de él, apoya el bastón, coge los prismáticos y mira hacia la izquierda,
hacia la derecha, para terminar enfocándolos hacia el público. Al mismo tiempo que cae
el telón de este primer acto se oye, lejana, la voz del VENDEDOR de periódicos
voceando.) ¡Ha salido El Caso!

TELÓN
ACTO SEGUNDO

PRIMERA PARTE

La misma decoración. Únicamente cambia el cuarto de DOÑA ELENA, que ahora


está al descubierto. En la pared del fondo de este cuarto se ve un ventanal amplio,
«volcado» sobre el barrio. A su lado, con la cabecera hacia la izquierda, hay una cama.
Una mesilla de noche con periódicos y revistas encima, un sillón de madera y un
perchero-árbol del cual pende ropa negra. Todo esto, sin olvidar un cuadro de la Virgen
del Carmen sacando almas del purgatorio, que figura a la cabecera de la cama, es lo más
sobresaliente de la habitación. Sobre la repisita de la mesilla sorprende, en su florero, un
ramo de claveles rojos. Estamos en un atardecer de domingo, con el sol a punto de
ponerse. PALOMA, al lado de la ventana de su cuarto, y sobre la mesita de pino, estudia.
Tiene encendida una lamparita de mesa. DOÑA ELENA está metida en la cama, sentada
y con la espalda apoyada sobre la almohada y un almohadón. Con los prismáticos en sus
manos, mira de vez en cuando a través del ventanal. Al lado de los pies de la cama, y
sentada en el sillón, dándole cara al público, está, ensimismada, CONCHA. Los dos
cuartos de abajo están en semipenumbra.

(En la taberna, y como ruido de fondo, una radio retransmite un partido de


fútbol. Por encima de la retransmisión se oyen las siguientes exclamaciones.)

Voz 1.a— ¡Pero si le has dao el cierre, so zoquete! ¡A quién se le ocurre


poner el seis-pito!

Voz 2.a— ¿Qué querías? ¿Que me lo tragara? ¡Olvídame ya!

Voz 1.a— ¡Manolillo, acerca el morapio! ¡Y tráete unas tabas pa éste!

(Risas.)

Voz 3.a— ¡Venga, venga! ¡Menea las fichas y a palmar con honor!

(De repente se oye una exclamación de júbilo desaforado.)

EXCLAMACIÓN.— ¡Gol, machos! ¡Gol!

(Como viniendo de las distintas casas del barrio, y como ecos, varias
exclamaciones se pierden escalonadas en la distancia.)

EXCLAMACIONES.— ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!

DOÑA ELENA.— (Deja de mirar por los prismáticos y se dirige a CONCHA.)


¡Como una de esas malnacidas que se venden al bulto en los callejones!
(Enumerando, sarcástica.) Anoche, a las dos de la madrugada. Anteanoche, a las
tres y media. El jueves... (Se queda pensativa un instante. Al cabo de él abre el cajón
de la mesilla y saca un cuadernito de apuntes. Busca una página y lee.) El jueves, a las
doce y diez, para volver a salir a las doce y veintiocho. (Metiendo nuevamente el
cuadernillo en el cajón de la mesilla.) ¡Es una vulgar prostituta! (Se coloca los
prismáticos y mira a través del ventanal) Comienza a anochecer. (De repente se
incorpora y exclama, sin dejar de mirar por los prismáticos.) ¡Mira! ¡Mira aquellos
dos! (Indignada.) ¿Es que no pueden cerrar la ventana? (Mordiente.) Y no serán
matrimonio, seguro. (CONCHA permanece aislada.) ¡Otro pendón! (Baja los
prismáticos y limpia los cristales.) Se ha perdido el pudor y, lo que es más grave, el
miedo. ¡El miedo, Concha! (Se coloca de nuevo los prismáticos y mira en varias
direcciones. Al mismo tiempo sigue diciendo.) En la última carta le decía a tu
madre...

CONCHA.— (Saliendo de sí.) ¿Qué dice usted?

DOÑA ELENA.— Que en mi última carta... (Se corta y exclama, sin dejar de
mirar por los prismáticos.) ¡Ya están ahí los del guateque! Juraría que la pelirroja
no es aún mujer. Y ahí la tienes; dispuesta a dejarse tentar por el primer inmoral
que se le arrime. ¡Locos! (Comienza a oírse, algo alejado, un bailable moderno.) Ya
empiezan. ¡Mira qué descaro, mira!

CONCHA.— ¿Qué le decía usted a mi madre?

DOÑA ELENA.— ¡Da náuseas! (Dejando los prismáticos y dirigiéndose a


CONCHA.) A buenas horas tu madre, o yo, o cualquiera de las señoritas que se
educaban en el mismo colegio que nosotras... (Se corta. Cambia de tono y, como
recordando, prosigue.) Hubo una. Era de una alegría sospechosa. (Mezcladas con el
bailable, se oyen risas de gente que se divierte.) ¡Demasiado desparpajo! Un día se la
llevaron del dormitorio y la aislaron en una habitación del piso de arriba.
También supimos que sus padres habían recibido un telegrama urgente. Pero
éstos no llegaron a verla. Aquella misma noche huyó del colegio, y murió
desangrada en el cuartucho de un vieja hechicera.

(De la taberna, repentinamente, brota de nuevo la exclamación de.)

EXCLAMACIÓN.— ¡Otro gol, machos!

(Como antes y de distintas casas varias exclamaciones escalonadas vuelven a


perderse en la distancia.)

EXCLAMACIONES.— ¡Gol! ¡Gol! ¡Col! ¡Gol! ¡Gol!


(DOÑA ELENA, con los prismáticos, inspecciona como de costumbre el exterior.)

CONCHA.— ¿Se asustó?

DOÑA ELENA.— (Dejando de mirar por los prismáticos.) ¿Se asustó quién?

CONCHA.— Su... compañera de colegio.

DOÑA ELENA.— (Volviendo a mirar por los prismáticos.) Sí, eso parecía: una
perra asustada. (Breve pausa. Dejando los prismáticos.) Ponte en su lugar y verás.
Claro que para llegar a lo que ella llegó hace falta...

CONCHA.— (Levantándose, sin brusquedad y mirando hacia la sala.) ¿Qué


hace falta? ¿Qué sabe usted de cómo se llega a un momento de ésos? ¿Cómo se
atreve a juzgar...?

DOÑA ELENA.— (Cortando enérgica.) ¡Concha!

(PALOMA, en su cuarto, deja de estudiar, y sin levantarse mira hacia el cuarto


de DOÑA ELENA.)

CONCHA.— (Mirando a DOÑA ELENA.) ¿Qué le decía usted a mi madre en


su última carta? (Acerando el tono y mostrando una carta que saca del bolsillo del
traje.) Ésta es la que acabo de recibir yo, ¡y no me gusta! ¿Qué puede usted saber
de mí desde esa cama?

DOÑA ELENA.— ¡Me estás insultando!

(PALOMA se levanta y se acerca a la puerta de su cuarto. Se queda escuchando.)

CONCHA.— Por lo visto he empezado a insultar a todo el mundo.

DOÑA ELENA.— Desde hace algún tiempo entras y sales sola.

CONCHA.—¿Y qué?

DOÑA ELENA.— Antes eras alegre.

CONCHA.— Sospechosa querrá decir usted.

DOÑA ELENA.— Considero un deber informar a tu madre...

CONCHA.— (Cortando.) ¿De lo que ve usted a través de esos prismáticos?


(Señalando a través de la ventana.) ¿De que a la pelirroja aquella, que quizá estrene
hoy su fe en la vida, ya no le queda más suerte que la que usted le acaba de
echar? ¡Y lo mismo a esa pareja que se come el uno al otro y que no son
matrimonio, claro!

(PALOMA sale al pasillo y se pone a escuchar al lado de la puerta del cuarto de


DOÑA ELENA.)

DOÑA ELENA.— (Casi en grito.) ¡Concha! ¡No te consiento...!

CONCHA.— (Igual.) ¿No me consiente qué? ¿Vivir?

DOÑA ELENA.— (En tono bajo, extraño.) ¡Vivir! (Ríe sarcástica.) ¡Vaya un
eslogan!

(Vuelve a los prismáticos. A lo lejos, los del guateque cantan a coro un cha-cha-
cha. PALOMA vuelve a su mesita, a seguir estudiando. De la taberna salen dos de los
hombres del primer acto, comentando.)

HOMBRE B.— (El que se llevó la torta de CONCHA.) Si los teníamos en el


bote, so vaina.

OBRERO.— (OBRERO de la tartera.) ¿Pero qué querías que hiciera con el


seis-pito?

HOMBRE B.— Na, que eres un tío cerrao. (Caminan hacía el callejón de la
izquierda.) ¿Qué vas a ver?

OBRERO.— Me voy con la Luisa a echarle un vistazo a la Brigitte Bardot.


(Se meten en el callejón.) ¡Muslito fino, tú!

HOMBRE B.— Yo me voy a ver Las novias de Drácula.

OBRERO.— ¿A qué? ¿A aprender a morder?

HOMBRE B.— ¡Y a chupar!

(Salen riéndose por el fondo. Durante un instante se intensifica el cha-cha-cha.)

DOÑA ELENA.— (Sarcástica.) ¡Cha-cha-cha! Mira tu pelirroja. Lo único


que le faltaba es esas vueltecitas que da. Lo está enseñando todo, por arriba y
por abajo.

CONCHA.— ¿No ha bailado usted nunca?

DOÑA ELENA.— (Repentina, deja los prismáticos y contesta.) ¡Siempre con


dignidad!
CONCHA.— ¿Con gente joven?

DOÑA ELENA.— ¡Con caballeros! ¿A qué viene ese tono impertinente?

CONCHA.— Es usted como mi madre. Ninguna de las dos inspira


confianza. Respeto, temor, eso sí. Hay algo en ustedes...

DOÑA ELENA.— Algo que se adquiere, que nos va modelando y que nos
defiende contra...

CONCHA.— (Cortando, irónica.) ¿Contra el cha-cha-cha?

DOÑA ELENA.— (Tajante.) ¡Pues sí! ¡Contra el cha-cha-cha!

CONCHA.— (Breve pausa.) ¿Usted siempre fue así? ¿No tuvo nunca algún
instante de esa alegría que le parece sospechosa? ¿No aspiró nunca a ser feliz?
¿Nunca un hombre...?

DOÑA ELENA.— (Cortando en tono de protesta.) ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Deja esa


palabrita!

CONCHA.— (Ausente.) Miedo, sí. Y dice usted bien: algo que se adquiere,
¡y miedo! Y esto nos va haciendo tristes. Mientras tanto, por ahí cantan los
pájaros y es primavera.

DOÑA ELENA.— (Seria, raramente emocionada.) Y luego verano; después,


otoño, y, por último, ¡no lo olvides!, invierno.

CONCHA.— ¡Y primavera otra vez!

DOÑA ELENA.— (Sarcástica.) ¡Pero siempre vence el erre y pe!

(En la taberna se oye, intensa, la voz del LOCUTOR, dando fin a la


retransmisión del partido de fútbol.)

LOCUTOR.— (Voz dentro.)... Venciendo por tres a cero. Por lo tanto,


señoras y señores, quedamos clasificados para la final de la Copa de Europa.

VARIAS VOCES.— (Dentro de la taberna.) ¡Alirón! ¡Alirón! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!

DOÑA ELENA.— ¿Qué fue del chico aquel que te acompañaba? No le he


vuelto a ver por aquí. ¿Habéis regañado?... Julio. Se llama Julio, ¿no?

CONCHA.— ¿No dice eso su cuadernito?


DOÑA ELENA.— (Sin darse por aludida.) ¿Qué es lo que pasa entre vosotros
dos?

CONCHA.— Lo mismo me pregunta mi madre. Y lo hace de un modo


insultante. ¿Qué han hecho ustedes conmigo? (Breve pausa. Cambiando el tono.)
Cuando estuve mala por primera vez me asusté mucho. Creí que me moría. Los
ojos de mi madre no se apartaban de mí. Al fin me dijo: «No vuelvas a jugar con
los chicos». Y yo, tonta, le contesté: «Si ellos no han sido, mamá». Tenía once
años y me arrancó de ellos bruscamente. Y empecé a sentirme perseguida.
Desde entonces todo lo noble, todo lo fecundo, quedó oscurecido por el temor,
por el maldito miedo.

DOÑA ELENA.— Tu madre sabía lo que hacía. Un ligero desmayo, una


sonrisa de más, y ya está: te hunden.

CONCHA.— ¿Sabe que muchas veces proyecté mi fuga? ¡Huir, huir a


donde fuera! ¡Lejos! Llegué a obsesionarme. Una noche hice la maleta, pero no
me atreví. En dos o tres ocasiones más volví a hacerla, pero tampoco tuve valor.
(Pausa breve.) Hasta hace muy poco, ningún hombre se atrevió a propasarse
conmigo. Me enseñaron a reaccionar, a estirarme ofreciendo un porte digno.
Pero nunca me enseñaron cómo se mantiene limpia la imaginación. ¿No ha
soñado usted nunca que por esa ventana, y en la hora más tensa de la noche...?

DOÑA ELENA.— (Extrañamente irritada.) ¿Quieres callarte?

CONCHA.— (Prosiguiendo.) En su imaginación, ¿nunca las sábanas se le


han cubierto de lodo y se ha revolcado en él como una puerca?

DOÑA ELENA.— (Histérica.) ¡Te ordeno que te calles!

CONCHA.— Pero aún hay algo peor: el placer en sentirse degradada,


como una bestia. ¡Es como si una se vengase de los grandes principios! Al día
siguiente, qué alivio al descubrir que todo ha sido un sueño, que nadie nos ha
visto, que todo, ¡todo!, ha sucedido en la impunidad. Y, por contraste, ¡qué
infinita sensación de fracaso!

DOÑA ELENA.— En cuanto salgas de aquí escribiré inmediatamente a tu


madre.

CONCHA.— (Sarcastica.) Póngale un telegrama, ¡urgente! ¿Quiere que le


dicte el texto? Una sola palabra: ¡Lodo! Y la firma de usted, claro.

DOÑA ELENA.— (En grito histérico.) ¡Sal de aquí! (CONCHA la mira durante
un instante. Al fin, va a salir. Ya abierta la puerta, DOÑA ELENA, mesurada, le
pregunta.) ¿Ha sido Julio?

(PALOMA, al oír a DOÑA ELENA, se ha levantado, y apresurada ha abierto la


puerta de su cuarto. Al ver a CONCHA espera.)

CONCHA.— ¿Qué quiere usted decir? (Segura.) Él no.

DOÑA ELENA.— ¿Quién, entonces?

CONCHA.— Ya se lo he dicho: mi imaginación.

(Sale y cierra. DOÑA ELENA se queda unos segundos mirando hacia la puerta.
Al fin, abre el cajón de la mesilla, saca el cuadernito y un lápiz y apunta algo. La luz de
su cuarto se reduce al encender PALOMA la del suyo, en el que entra. Detrás entra
CONCHA y cierra la puerta.)

PALOMA.— ¿Quieres que demos una vuelta?

CONCHA.— ¿Y tus oposiciones?

PALOMA.— Hoy he estudiado bastante. Ojalá pudiera hacerlo igual todos


los días.

CONCHA.— ¿Sabes que estoy sin trabajo? Me han despedido.

PALOMA.— Me lo ha dicho Juana. Y él, ¿lo sabe ya?

CONCHA.— Es un pobre hombre, quiere que aborte. Otro asustado. Pero


éste de tipo económico. Una casa, una mujer, un hijo. La idea le trastorna, le
pone frenético. Y toda su ira se queda en unas cuantas frases revolucionarias.
No pasa de ahí. ¡Le desprecio, Paloma!

PALOMA.— ¿Conoces el caso de Soledad?

CONCHA.— (Sarcástica, recordando el dictamen de DOÑA ELENA.) De la...

PALOMA.— (La corta, poniéndole una mano en la boca.) ¿Prostituta ibas a


decir? Tuvo un novio que la entretuvo durante doce años. Y no creas que era
mala persona. Pero tenía el mismo defecto que el tuyo: ganaba poco. Y todo se
iba quedando en proyectos. ¡Son muchos años doce años! Desde el más íntimo
detalle de alcoba hasta el último cacharrito de cocina, todo ocupaba su sitio en
la imaginación de los dos. Y así hasta que surgieron las primeras canas. Con
ellas, la sensibilidad de Soledad empezó a desequilibrarse. Y más al observar
que él se iba encerrando en silencios, en pequeños olvidos... Un día se lo
encontró paseando con una chica joven. Le abofeteó en plena calle. A partir de
entonces empezó a tener sus aventuras. Pero no acababa ninguna. Huía cuando
creía notar que todo iba adquiriendo un tinte grosero, chabacano. Y así sigue;
pero ya con los años en contra. ¡Pobrecilla!

CONCHA.— (Dura.) ¡Canalla!

PALOMA.— Canallas querrás decir.

CONCHA.— No te entiendo.

PALOMA.— No, no me entiendes. Él se hubiera casado con ella, pero...

CONCHA.— (Incisiva.) ¿Pero qué?

PALOMA.— Te lo he dicho antes: ganaba poco. Anda, vamos a dar una


vuelta. (Recoge los libros y las cuartillas y los coloca, arrinconados, en la misma
mesita. CONCHA se retoca un poco ante el espejo.) ¿Sabe tu madre que te han
despedido?

CONCHA.— Tú y Juana, nadie más.

(Saca la carta de su madre y va y la guarda en el cajón de la mesilla de noche.)

PALOMA.— Por la habitación no te preocupes. En cuanto a la comida,


mañana vienes conmigo al laboratorio. No creo que haya inconveniente en que
te quedes a comer unos días allí. Yo te presto lo que cueste.

CONCHA.— Pero si apenas te llega para...

PALOMA.— (Cortando.) No pongas pegas. La cosa está decidida.


Mientras tanto buscaremos, ya verás cómo encontramos algo.

CONCHA.— No me siento con ánimos para nada.

PALOMA.— Hay que luchar, Conchita. Oye. (Señalándole los libros.) ¿Por
qué no preparamos juntas estas oposiciones? (Definitiva.) Tienes que
independizarte. (Iniciando la salida.) Anda, vámonos.

CONCHA.— Qué fácil lo ves todo. A veces creo que eres una simple.

PALOMA.— Todo tiene su explicación; mi niñez, aunque pobre, ha sido


más clara que ía tuya, menos confusa. Todo se limitaba a que no faltase el
platito de cocido a las horas convenidas.
CONCHA.— Muy simple.

PALOMA.— Di más bien muy sencillo. Y un excelente punto de arranque


para entender muchas cosas. (Cogiendo a CONCHA del brazo y llevándosela hacia la
puerta.) Aireémonos, anda.

CONCHA.— ¿Y si me fuera?

PALOMA.— Te fueras, ¿adonde?

CONCHA.— Lejos. Al extranjero.

PALOMA.— No serías la primera, pero...

CONCHA.— ¿Pero qué? Otro ambiente, otras gentes, y mi hijo nacería...

PALOMA.— (Cortando.) No, ¡no me gusta! Es como huir, Huir de tu


madre, de doña Elena. Y ellas nos necesitan. Alguien tiene que alzar la vida en
esta tierra. Por ellas y por nosotras. En el fondo (Señalando hacia el cuarto de
DOÑA ELENA.), ese esperpento encamao que yace ahí me da pena. ¿Quieres
creer que a veces se me aparece como la gran víctima? ¡La solterona!

CONCHA.— (Sarcástica.) Un producto «made in Spain».

PALOMA.— (Pasando a un tono ligero.) Pero no en exclusiva. ¿Sabes en qué


se diferencian nuestras solteronas y las del extranjero?... En que las del
extranjero llevan los perros y los gatos fuera, y las nuestras...

CONCHA.— (Saliendo al pasillo.) Los llevan dentro, ¿no?

PALOMA.— (Apagando la luz del cuarto.) En muchos casos, sí.

(Sale al pasillo y cierra. Ya las dos en el primer escalón oyen la voz de DOÑA
ELENA llamando.)

DOÑA ELENA.— ¡Concha! (Pausa. PALOMA mira a CONCHA.) ¡Conchita!


(CONCHA vuelve, y se para ante la puerta de DOÑA ELENA. Es un instante. PALOMA
va hasta ella, la coge de una mano y la obliga a volver hacia las escaleras. Bajando éstas,
oyen de nuevo la llamada de DOÑA ELENA.) ¡Conchita! (Se tira de la cama, coge su
bastón y se asoma al pasillo.) ¡Concha!

(DOÑA ELENA entra en la habitación de CONCHA y PALOMA. Cuidando de que


las cosas queden como están, fisga un poco. Realiza esto alumbrada por la luz del farol
que, entra por la ventana. En la mesilla encuentra la carta que a CONCHA le ha escrito
su madre. La coge, se arrima a la ventana y se pone a leerla. A lo lejos se ha
intensificado durante un instante la música del guateque. También las risas. Ya es noche
cerrada. Por el callejón de la izquierda aparecen dos hombres. Uno de ellos, el
HOMBRE A, bien trajeado. El otro es el HOMBRE B. Vienen riéndose.)

HOMBRE A.— Imagínate: ¡el tul apolillao!

HOMBRE B.— Tremendo. (Ríe desaforadamente.) ¡Eres tremendo!

(Por el lateral izquierdo entra un mujer que se dirige hacia la salida opuesta.
PALOMA sale del interior de la casa y, acompañada de CONCHA, atraviesa el comedor
en semipenumbra.)

HOMBRE A.— (Sujetando a su compañero, que ya iba detrás de la mujer.)


Déjamela a mí. (La sigue y, sobre la marcha, vuelve la cabeza y le dice al otro, que se
ha quedado parado.) Te brindo la faena. (A la mujer.) ¡Así se pisa! ¡Y viva el
mambo! (Se pone delante de día, interceptándole el paso.) ¿No le da miedo ir tan
solita?

(Salen a la calle CONCHA y PALOMA. Al verlas, el HOMBRE A se dirige hacia


ellas, dejando salir a la mujer. Su compañero se acerca también.)

PALOMA.— (A CONCHA.) ¿Por dónde vamos?

HOMBRE A.— Mi compañero y yo conocemos un sitio...

CONCHA.— (A PALOMA.) Me da lo mismo.

HOMBRE A.— Un sitio que se pasa bárbaro, ¿verdad, tú?

HOMBRE B.— (Llevándose la mano a la cara al recordar el tortazo de CONCHA


y mirando hacia ésta) ¡Pero si es...!

PALOMA.— (A CONCHA.) Vamos.

(Caminan las dos hacia la salida del lateral izquierda. Los hombres,
siguiéndolas, comentan.)

HOMBRE A.— (Como en un aparte y señalando a CONCHA.)

Para mí ésa.

HOMBRE B.— ¡Te la regalo, macho! (Intencionado.) ¡Y oído al parche!

HOMBRE A.— Las dos están buenas. (Yendo hacia ellas.) Venga, ¡al toro!
(Las adelanta y les intercepta el paso.) Por aquí no es.

PALOMA.— Apártese.

HOMBRE A.—(Un poco chulo.) ¿Y si no quiero?

CONCHA.— Haga el favor de apartarse.

HOMBRE A.— ¿Así? ¿Sin una sonrisa?

HOMBRE B.— (Poniéndose también delante de ellas.) ¡Por una sonrisita nos
apartamos los dos!

HOMBRE A.— (A CONCHA.) Sonría. Tiene usté cara de estar muy triste.

CONCHA.— (Apartándole de un empujón.) ¡No me eche el aliento!

HOMBRE A.— (Señalando la barriga de CONCHA.) Anda, ¡pero si tiene


barriguita!

PALOMA.— (Enfrentándose con el HOMBRE A y escupiéndole a la cara.) ¡Es


usté un chulo!

(El HOMBRE A le pega un bofetón a PALOMA. CONCHA se lanza hacia él, pero
PALOMA la sujeta.)

HOMBRE A.— ¡Y da gracias que no te pateo!

PALOMA.— (Llevándose a CONCHA hacia la salida.) Vamos, Concha. ¡Vamos!

CONCHA.—(Al HOMBRE A)¡Qué asco debe producir usted!

(Sale seguida por PALOMA.)

HOMBRE B.— No me gusta eso, tú. Podrías haberte ahorrao la chufa.

HOMBRE A.— (Limpiándose la cara con un pañuelo.) ¡A mí no me escupe ni


mi madre! (Despechado.) ¡Zorras!

HOMBRE B.— (Empujándole hacia la taberna.) Te invito a un chato, anda.

HOMBRE A.— Vamos a seguirlas.

(Hace ademán de seguirlas.)


HOMBRE B.— (Cogiéndole de un brazo.) Déjalas a su aire. Venga, camina.

HOMBRE A.— A solas tenía que pillarlas. ¡Verías si las domaba!

HOMBRE B.— Oye, a estas horas la ciudad está así (Junta las yemas de los
dedos.), ¡plagadita de bombones! ¿Y te vas a emperrar en que esas dos nos
amarguen el domingo? (Trata de llevárselo hacia la taberna.) ¡Tira ya, so pelma!

HOMBRE A.— Tú eres un tipo blando.

HOMBRE B.— (Llevándoselo.) Sí...

HOMBRE A.— No sabes tratar a las hembras.

(Se para.)

HOMBRE B.— No, no sé. (Llevándoselo.) Pero camina.

(Entran en el callejón.)

HOMBRE A.— Te veo con divisa y en las Ventas

HOMBRE B.— Y tú de traje de luces, ¿a que sí? (Empujándolo y metiéndolo


en la taberna.) Venga, ¡penetra ya!

(Entra también en la tasca. DOÑA ELENA ríe extraña, histérica. Al mismo


tiempo que deja la carta en su sitio, la música del guateque se intensifica. Lo mismo la
risa de los bailarines, mezclada con grititos femeninos. DOÑA ELENA se dirige a su
habitación y, cogiendo papel y bolígrafo de la mesilla de noche, se sienta en el sillón y, al
mismo tiempo que la música se aleja, se dispone a escribir una carta a la Madre de
CONCHA. De pronto, y como subrayando dicha carta, se oyen las siguientes voces
vecinales.)

Voz 1.a— (Llamando.) ¡Señora Isabel! (Pausa.) ¡Señora Isabel, que va a


empezar!

Voz 2.a— Hoy no bajo, María. Estoy liá con la plancha.

Voz 1.a— No deje de oírlo. Dan el capítulo octavo, ¿se acuerda?

Voz 2.a— Cuando la llevan a la Maternidad, ¿no?

VOZ 1.a— No, mujer. Ella ya ha parido. Es cuando le enseñan los trillizos
y llaman a la «poli» pa que busque al padre.
Voz 2.a— ¡Mire usté que preocuparse por el desalmao ese!

Voz 1ª.— La vida, señora Isabel. Además, ¡que se fastidie y lo casen!

VOZ 2.a— Ahora mismito pongo la radio.

Voz 1.a— No llore usté mucho.

Voz 2.a— Si a lo mejor no la puedo oír. Está aquí el pelmazo de mi


marido y dice que pa tristezas las de la nómina.

Voz 1.a— ¡No me cambie el serial, señora Isabel!

Voz 2.a— Hasta luego, María.

VOZ 1.a— (Intencionada.) Hasta luego. ¡Y cuidao con la plancha, no se le


queme el Eusebio!

Voz 2.ª— ¡Ande ya!

(De la taberna salen el HOMBRE A y el B. Por el lateral derecho entra de regreso


la mujer que cruzó el escenario anteriormente. El HOMBRE A, seguido de su
compañero, va «a por ella».)

HOMBRE A.— ¿Sigue usté solitaria, hermosa? ¡Aquí hay un macho


dispuesto a hacerla feliz!

(Sale detrás de ella por el lateral izquierdo.)

HOMBRE B.— (Los sigue riéndose.) Tremendo. ¡Qué tío más tremendo!

(Se alza la voz de un LOCUTOR de radio.)

VOZ DE LOCUTOR.—... Nuestra emisora, que, como todos los


domingos a estas horas, les ofrece el octavo capítulo del emocionante serial ¡Los
trillizos!

UNA VOZ.— (Desaforada.) ¡Bajen esa radio! ¿Qué quieren? ¿Que la oiga
todo el país?

(Por el fondo del callejón de la izquierda, muy acaramelados, aparecen


CÁNDIDA y el VENDEDOR de periódicos, CÁNDIDA se adelanta y, jacarandosa, se
marca un cha-cha-cha. Un cha-cha-cha que viene intensificándose desde el guateque.)

CÁNDIDA.— (Bailando sola.) ¡Cha-cha-cha...!


VENDEDOR.— (Jaleándola.) ¡Mucho, cartucho! ¡Mucho! (Dándole un
azote.) ¡Ternerilla fina!

(De repente el escenario queda a oscuras, se hace el silencio. Un silencio total)


SEGUNDA PARTE

La noche está avanzada. El cuarto de DOÑA ELENA vuelve a estar cubierto.


Destaca la blancura de la pared. En el cuarto de CONCHA y PALOMA, ésta duerme.
CONCHA, metida dentro de su cama, está sentada, apoyados los brazos en sus rodillas.
Por la ventana abierta entra la luz del farol.

(Del interior sale JUANA al comedor, diciendo en voz alta hacia adentro.)

JUANA.— Las malas lenguas, Cándida. Aquí todo se sabe.

(Va hacia la cama turca.)

CÁNDIDA.— (Viene hablando desde dentro y se queda en lo alto de los


escalones.) ¿Qué quiere usté decir, señora Juana? (Orgullosa.) ¡Una sigue con la
barbilla empiná y la honra en su sitio!

JUANA.— (Chungona.) ¡Ah! ¿Pero ya has localizao el sitio de la honra?


¡Ilústrame, hija! ¡Ilústrame!

CÁNDIDA.— Tómeselo usté a guasa. ¿Pero sabe lo que le digo? ¡Que si


viniera un inspector de honras por aquí a lo mejor sólo encontraba dos!

JUANA.— (Chungona.) ¿Y cuál es la otra?... Anda, vete a dormir y ten


cuidao con lo que sueñas.

CÁNDIDA.— ¡Que mi número es el mismo, no me lo cambie!

JUANA.— Mira, muchacha: el que un vendedor de periódicos se te


arrime al compás del cha-cha-cha y te dé dos o tres azotitos me resulta
simpático y hasta te da cierto valor ante mis ojos. Pero lo que no te aguanto es
que escondas la cabeza en el agujero de la honra y aparentes pertenecer a la
casta de las intocables. Así que desempina la barbilla y dale naturalidad al
porte, que donde hay muslo hay bocao.

CÁNDIDA.— (Digna.) Dos, señora Juana. ¡Dos azotitos y muy distanciaos!


Y daos con promesa de anillito dorao. Una sabe nadar y guardar la ropa.

JUANA.— (Intencionada.) ¿Es que te has desnudao?

CÁNDIDA.— (Ofendida.) ¡Señora Juana! (Se señala.) ¡Que aquí no hay más
pecao que el original!
JUANA.— Anda, anda, vete a tumbarte, que el día siguiente es mañana
mismo y hay que currelar.

CÁNDIDA.— (Seca, y metiéndose en el interior.) ¡Buenas noches!

JUANA.— Malas, si la mujer duerme sola. (Monologando.) ¡Los hombres!


¡La madre que los parió! ¡Qué tíos! ¡Y qué malos ratos dan los condenaos! Pero
peor es la soledad, no tener a quien decirle con toa el alma; ¡Buenos días!
¡Buenas noches! Alguien que evite que a una se le pudra la generosidad. (En un
arranque.) ¡Malditos sean los que han complicado tanto las cosas! En fin,
dejémoslo. (Ha abierto la cama y ahora se dispone a desnudarse. Al mismo tiempo
exclama con guasa.) Anda, Juana, métete en la cama turca ¡y sin turco! (Breve
pausa.) ¡Qué pobrecillas somos!

(Fuera se empieza a oír una voz de. borracho que canta.)

BORRACHO.— ¡Ay, que me ven,

que me ven, que me ven,

que me ven, que me ven,

que me vengo cayendo!

(Entra por el lateral izquierdo dando un traspiés. Y continúa cantando la


conocida canción popular.)

Es este andarín, andarín;

chiquitín, chiquitín,

chiquitín, chiquitín,

que yo traigo.

(JUANA se pone en pie y escucha.)

Traigo una borracheraaa

pagada con mi dinero;

mira, mira, mira,

mira, (Se cae al suelo.)


mira cómo vengooo.

(llamando.) ¡Juana!

JUANA.— ¡El turco!

(Camina hacia la puerta.)

BORRACHO.— ¡Juanita!

JUANA.— (Desde el umbral y dirigiéndose al BORRACHO.)

¡Largo!

BORRACHO.— (Incorporándose un poco.) Juana, vidita, ¡échame un


cable que la espicho!

JUANA.— (Ayudándole a incorporarse.) ¡He dicho que te largues! ¡No


vengas a removerme el asco que me das!

BORRACHO.— (Intenta abrazarla.) ¡Oye, chatilla...!

JUANA.— (Apartándole, lo cual le hace dar unos cuantos traspiés.) ¡Apestas al


mal vino de siempre!

BORRACHO.— (Volviendo hacia ella con los brazos abiertos.) Déjame que te
abrace. (JUANA se da la vuelta con intención de meterse en la casa. De pronto, dando
un aullido de dolor, el BORRACHO se dobla sobre sí mismo.) ¡Juana! ¡Juanilla! (JUANA
se vuelve. El BORRACHO se rehace, llega hasta JUANA y se abraza a ella.) Sin ti yo... Yo
soy un mal tipo, Juana. Un tipo triste. Sólo te tengo a ti. (Breve pausa.) ¿Te
acuerdas? ¡El ocho de enero de mil novecientos veintinueve! Dijimos ¡sí! los dos.
¿O fue el treinta y tres? ¡Y qué buena estabas, Juanilla! ¡Dura de nalgas y el
pecho firme como un limón! (Pausa.) Oye, chata, me encuentro en un apuro.
(JUANA Se pone en guardia.) ¿No tendrás por ahí cuarenta y nueve pesetejas?
(Gesto de JUANA.) No, no es necesario que me des las cincuenta. Yo, ya sabes,
las cuentas justas.

JUANA.— (Apartándolo, brusca.) ¿Y las noventa y nueve pe-se-te-jas de la


semana pasada? ¡Maldita sea tu sangre! ¡Largo he dicho!

BORRACHO.—¡No me dejes tirao en la rue, Juanilla. (Suplicante.) ¡Por el


ocho de enero!

JUANA.— (Se saca de un bolsillo una moneda de cinco duros y la tira al suelo.)
Ahí tienes, cinco duros. ¡Y lárgate de una vez, que has viciao el aire!

(Se mete en la casa. Ya dentro, se queda como escuchando.)

BORRACHO.— (Coge los cinco duros, los besa y, muy contento, se dirige a la
taberna, tambaleándose y cantando.)

Es este andarín, chiquitín,

chiquitín, chiquitín,

chiquitín, chiquitín,

que yo traigo-o...

Traigo una borrachera-a-a,

pagada con mi dinero,

mira... (Entra en la tasca.)

(JUANA, cara al espectador, se sienta en su cama y queda como abstraída,


lejana. DOÑA ELENA sale a la terraza apoyada en su bastón. Sobre la pared se proyecta,
agigantada su sombra. En una de sus manos lleva el florero. El farol del lateral derecho
ilumina la terraza. Se lleva los claveles a la nariz y aspira intensamente el aroma. Fuera,
en el lateral derecho, ríe una pareja. DOÑA ELENA deja el florero en el suelo, al lado de
la pared. Hace ademán de irse a meter de nuevo en su cuarto, pero vuelven a oírse las
risas. Esto la detiene, intrigada. JUANA sale de su ensimismamiento y se mete en el
interior de la casa. Por el lateral derecho entra, en compañía del HOMBRE A, SOLEDAD.
Viene riéndose de las cosas que él le dice. DOÑA ELENA, rígida, se adelanta hasta la
barandilla y los observa.)

HOMBRE A.— Porque si usté no me hace caso, yo no podré dormir


ninguna noche.

SOLEDAD.— ¿Y si se lo hago?

HOMBRE A.— Tampoco podré bajar el párpado. Así que una de dos: o es
usté buena conmigo o me pego un tiro. (SOLEDAD ríe. Su risa es un poco
nerviosa. El intenta abrazarla.) ¿Va usted a permitir que me suicide?

SOLEDAD.— (Apartándolo.) No sea usted atrevido.

HOMBRE A.— (Se acerca a ella por detrás y le susurra al oído.) Quédese en
casa y así nadie que no sea usté misma, se meterá con usté. (Un poco chulo.) Pero
en cuanto salgas a la calle y saques este cuerpo que te gastas, no te alborotes si
alguien trata de darte un bocao. ¡Eres la hembra más apetecible del domingo!
(La coge por los hombros y le besa el cuello.) Y del lunes, y del martes. De toa la vida
si tú quieres. ¡Hasta que nos pudramos!

SOLEDAD.— (Desasiéndose.) Apártese, se lo ruego.

(Camina hacia la puerta de la casa.)

HOMBRE A.— ¿Pero me deja usté solito?

SOLEDAD.— (Desde la puerta.) ¿Qué pretende usted de mí?

HOMBRE A.— Compañía de la buena. Y ahuyentar los bichos de la noche.


(Yendo hacia ella.) ¡Déjame pasar! (Parodiando un poco afectado.) Seré cariñoso
contigo y haremos una noche redonda, con las estrellas en su sitio. (Suplicando,
siempre afectado.) ¡Sea usté generosa!

SOLEDAD.— ¡Váyase, por favor! ¡Váyase!

(Se mete, rápida, dentro de la casa y cierra.)

HOMBRE A.— (Ante la puerta cerrada.) Espera. (Un poco grosero.) ¡Abre, tú!

(Pausa, SOLEDAD ha entrado en su cuarto y en él ha dejado el bolso y la


chaqueta. Ahora se mete en el interior de la casa. Del lateral derecho viene el HOMBRE B
exclamando.)

HOMBRE B.— ¡Otra al bote, macho! ¡Qué tío! ¡Eres un fenómeno!

HOMBRE A.— (Yendo hacia su compañero.) ¿Y tu marmota?

HOMBRE B.— Na, vivita se me ha escapao. Pa esto de las faldas soy un


zote. ¡Es una gachí bandera, tú!

HOMBRE A.— ¿La marmota?

HOMBRE B.— ¡La tuya, chalao! La marmota era nalga de arriba abajo.

HOMBRE A.— ¿Y te quejas?

HOMBRE B.— Si quieres cambiamos.

HOMBRE A.— Por mí no hay inconveniente. Pero a lo mejor tu fachada no


le hace tilín a la ansiosa esta.

HOMBRE B.— (Caminando hacia la taberna.) ¿Y si lo intento?

HOMBRE A.— (Dándole una patada en el trasero.) ¡Amos, anda! No se han


hecho las margaritas pa la boca del...

HOMBRE B.— (Cortándole.) ¡Calla! ¡Deja tranquilo a tu padre!

HOMBRE A.— (Exclamando, repentino, al descubrir a DOÑA ELENA.) ¡La


muerte, tú! ¡Mira!

(Chungón, se acurruca entre los brazos de su compañero.)

HOMBRE B.— (Mirando hacia DOÑA ELENA.) ¡Pues vaya un surtido que tié
la casa!

DOÑA ELENA.— ¡Chulos repugnantes!

(Rígida, camina hacia su habitación.)

HOMBRE A.— (Chungón.) ¿Quiere que subamos a darle un besito?

(Se echan a reír estrepitosamente los dos. DOÑA ELENA hace mutis. Los dos
hombres, sin dejar de reír, se meten en la taberna. Por el fondo del callejón de la
izquierda se oye la voz de LA RENEGÁ, que entra cantando.)

LA RENEGÁ.— Mi madre me contestó:

si no hay perro que te ladre,

ladra tú y sanseacabó.

(Entra acompañada de LA CHATA, compañera de oficio. Tiene una voz ronca.)

LA CHATA.— (Cantando el último verso.) Ladra tú y sanseacabó. (Ríen las


dos, zapateando LA CHATA en el suelo.) Sí, señor, ¡así se menea lo que se ha de
comer la tierra!

LA RENEGÁ.— (Cesando en el zapateado.) ¿Qué esquina prefieres?


(Señalándolas.) ¿Ésta? ¿Ésa? ¿Aquélla? ¿La de allá? Como verás aquí hay pa
todas.

LA CHATA.— A mí me es igual. Ponte tú en la preferente, que tiés el


género mejor presentao.
LA RENEGÁ.— Vamos primero a la tasca del Manolo. Algún solitario o
mal acompañao habrá.

LA CHATA.— (Se fija en un trozo de periódico que hay en el suelo.) Oye,


Renegá, fíjate lo que pone aquí.

LA RENEGÁ.— No me hables de letras. Sólo asimilo las de la sopa.

LA CHATA.— (Cogiendo el papel y deletreando.) Cró-ni-ca de so-cie-dá.


Escucha, tú. Fíjate qué suerte tienen algunas.

(Deletrea.) En la basílica de San Miguel se ha celebrao la boda de...


Bueno, de la que sea. Pero escucha, escucha los trapos con que se ocultaba la
interfecta. (Deletrea.) Lucía traje de raso de elegante línea y velo de tal...

LA RENEGÁ.— (Cortando.) De tul, tú.

LA CHATA.— Eso, eso; de tul sujeto por alhaja de brillantes. Eso es nacer
con suerte, ¿eh, Renegá? Imagínate que tu padre fuese marqués.

(Tira el papel.)

LA RENEGÁ.— (Cogiendo el papel.) Mi padre. ¡Qué cosas dices, Chata!


¿Acaso te figuras que la que me echó al puto planeta este llevaba un registro de
entradas y salidas? El gachó que me puso en marcha lo mismo pué ser un
excelencia que el tío Liendres. (Dándole el papel) Toma, lee a ver dónde les han
dao el ágape. ¿Estás enterá de que cuando yo era una chavala con las carnes
prietas me colaba en los ágapes de rumbo? Siempre encontrabas un tío
dispuesto a jurar que eras su prima. ¡Lo pasaba bien! Anda, Chata, lee. ¡Cómo
me gustaría ser una intelectual como tú! Lee, lee.

LA CHATA.— (Cogiendo el papel y leyendo.) Los invitados fueron


espléndidamente obsequiados en el hotel Ritz.

LA RENEGÁ.— No me suena ese hotel. ¿No será Ruiz? ¿Casa Ruiz? En


mis tiempos era de las primeras.

LA CHATA.— (Soñadora.) Debe ser chanchi, Renegá.

LA RENEGÁ.— Aclárate.

LA CHATA.— Casarse por lo fino y sólo una vez.

LA RENEGÁ.— ¿Y si te sale marica el tío?


LA CHATA.— (parodiando.) ¡Chata Ramírez! ¿Quié usté por arrejuntao
legal a...? Bueno, a uno, ¡al que sea!

LA RENEGÁ.— (Zarandeándola.) ¡Desciende, condesa!

LA CHATA.— (Le muestra la hoja a su compañera y las dos se quedan


contemplando la fotografía que la ilustra.) Como ésta era yo. Pero a mí me han
fallao los trapos.

(De la taberna salen juntos el BORRACHO y el HOMBRE A, bebidos,


tambaleantes, balbucientes.)

BORRACHO.— Te lo digo yo, que te adelanto en vino y en otras muchas


especialidades. Las hembras tienen un momento único, descuajaringador: ¡el
del canto del pato!

HOMBRE A.— Oye, macho, ¿qué bicho has dicho?

BORRACHO.— Pato.

HOMBRE A.— Es cisne, chalao. ¡Canto del cisne!

BORRACHO.— Eso, eso. (Breve pausa-) Estoy rascando pa echarme. ¿Pero


sabes qué te digo? Que no hay na que pueda compararse a una gachí que se ha
dao cuenta de que el fluido se le va. ¡Ahí sí que no hay pilas de repuesto!
(Caminan un poco.) ¡De qué forma se agarran a uno! (Se paran.) Oye, tú: ¡te juro
que es un momento de mucho respeto! (Caminan otro poco.) Buena jaca la Sole,
¡buena jaca!

HOMBRE A.— (Tirando del BORRACHO.) Acompáñame a pedir su mano,


anda. (Parándose.) ¿O le pido todo ya?

BORRACHO.— (Soltándose.) ¡Que te he dicho que la casa de mi señora es


una casa fetén! Na de inmoralidades. (Volviéndose hacia la taberna.) ¡Y olvídame!

(De la taberna sale el HOMBRE B Le corta el paso al BORRACHO. LA RENEGÁ,


al ver aparecer al HOMBRE A, que sale ahora del callejón, le da un codazo a LA CHATA.)

LA RENEGÁ.— A lo nuestro, Chata. ¡Arriba el cierre! (Pasando por delante


del HOMBRE B, que es gordo.) Adiós, ¡abundancias!

HOMBRE B.— (En alto al HOMBRE A.) Tú, ¿qué le pasa al barítono este? (Al
BORRACEIO.) ¿Ya no hay ronda? (Agarrándole y obligándole a caminar.) ¡La noche
está en pañales todavía!
LA CHATA.— (Arrugando rabiosamente el papel y tirándolo contra el suelo.)
¡Ni que no nos parieran a todas por el mismo sitio! (Se rehace y, refiriéndose al
HOMBRE A, le dice a su compañera con tonillo finolis, cursi.) ¡Conde a la vista,
Renegá! (Contoneándose, siempre cursi, se acerca al HOMBRE A y burla burlando le
pregunta.) ¿Verdá que es usté un conde?

HOMBREA.— (Apartándola de un empujón.) ¡Aparta, zorra!

(Se dirige hacia el callejón de la izquierda.)

LA RENEGÁ.— (A su compañera.) ¡Qué pupila tiés, condená!

LA CHATA.— (Señalando al HOMBRE A) ¡Pupila la de ese tipo!

LA RENEGÁ.— No te amargues. De noche, lo dicho: to's los mininos,


pardos.

(Entra SOLEDAD en su habitación. Viene del baño. El ventanuco está


semiabierto. Por él entra la luz del farol. Enciende también la de la habitación.)

LA CHATA.— Algún día amanecerá.

LA RENEGÁ.— (Sarcástica.) Sí. Y nos llevarán flores al joyo. ¿Geranios,


eh, tú?

HOMBRE A.— (Debajo del ventanuco de SOLEDAD.) Merluza (Se dirige al


BORRACHO.) ¡Eh! ¡Es a ti! (Señalando el ventanuco.) ¿Te referías a éste?

(Intenta asomarse al interior.)

BORRACHO.— ¡Que me olvides! (Para sí.) Me jieden les chulos y las pu...
(Se corta al notar que LA CHATA Y LA RENEGÁ le observan; continúa galante.)...
dibundas señoras que me rodean.

(Haciendo una genuflexión, le coge una mano a LA CHATA y se la besa. Luego


cae sentado al suelo. Y en él se queda, apoyada la espalda contra la pared.)

LA RENEGÁ.— ¡Qué fino! (Ofreciéndole una mano.) Aquí,tié usté otra. (Se
inclina y le ofrece el carrillo.) ¿O prefiere el carrillito?

(Rompen a reír las dos.)

HOMBRE B.— (Acercándose a LA RENEGÁ.) ¿Me lo ofreces a mí, vida?

LA RENEGÁ.— Bajo tarifa y con to el acompañamiento.


(SOLEDAD, en su vistoso salto de cama, se dispone a acostarse, después de
apagar la luz. CONCHA se levanta y, procurando que no la descubran, observa desde
arriba.)

HOMBRE A.— (Al HOMBRE B.) ¡Espabílalas! ¡Que se larguen! Y ven a


echarme una mano.

LA CHATA.— ¡Estoy en mi esquina!

LA RENEGÁ.— (Yendo a ocupar otra de las esquinas.) ¡Toma, y yo!

(Sobre la espalda del HOMBRE B, el HOMBRE A contempla a SOLEDAD a


través de los barrotes del ventanuco. Ella, metiéndose en la cama, no se da cuenta.)

HOMBRE B.— ¡Déjame echar una ojeadita!

HOMBRE A.— ¡Calla y aguanta! ¿Es que quieres ponerme haciendo


muuu? La Solé es cosa mía. (Mirando hacia el interior.) ¡Me dan repeluznos sólo
de verla!

HOMBRE B.— (Quitándose y dejando caer al HOMBRE A.) Ya está bien, no


vayas a pasarte.

(SOLEDAD, al oír el ruido, se levanta y cierra de un golpe el ventanuco, junto a


él queda de pie, a la expectativa. El HOMBRE A se encara con su compañero.)

HOMBRE A.— ¡Maldita sea! ¿Y ahora qué? (Hacia el ventanuco.) ¡Sole!


¡Abre, Soledad! ¡Te quiero! (En bajo a su compañero.) Esta es una romántica. (En
alto, hacia el ventanuco.) Hay luna llena, vida mía. Y soy el único gato que
todavía maulla en la noche.

HOMBRE B.— (Mordiéndose la risa.) Tremendo. ¡Este tío es tremendo!

HOMBRE A.— Ten generosidad. (En bajo al HOMBRE B.) Atiende, que
ahora va lo bueno. (Se coloca debajo de la luz del farol. Saca un libro del bolsillo,
busca una página y declama de puntillas.) Ahuyentaremos juntos la soledad que se
acerca y haré que tu cuerpo se torne florido.

HOMBRE B.— ¡Mucho, macho!

(SOLEDAD se sube en una silla, y procurando no ser vista, abre un poco el


ventanuco e intenta ver. La luz del farol ilumina con cierta tonalidad mágica su cara.)

HOMBRE A.— Darán tibia leche tus pechos y no recaerá en ti la maldición


que la vida echó sobre la higuera. (Guardando el libro lanza un maullido) ¡Miauuu!

HOMBRE B.— (Admirativo.) ¡Vaya un maullido, tú!

SOLEDAD.— (Abriendo el ventanuco.) Márchese, se lo ruego.

HOMBRE A.— ¡Déjame entrar! ¡Seré muy cariñoso!

SOLEDAD.— Por favor, ¡váyase!

(Cierra el ventanuco, se baja de la silla y va a contemplarse ante la luna del


armario. LA CHATA y LA RENEGÁ rompen a reír. El HOMBRE A, ya cerrado el
ventanuco, exclama mordiente.)

HOMBRE A.— ¡Pu... hetera tía! (Reaccionando, le dice a su compañero,


señalándole a LA RENEGÁ.) Pa ti ésa. (Va hacia LA CHATA y le ofrece, galante, su
brazo.) ¡Condesa!

LA CHATA.— (Apoyándose en el brazo de él.) ¡Oh, conde! (Marcando mucho


el contraste.) ¡Me siento «mu» honrá

(Salen tiesos por el lateral derecho.)

HOMBRE B.— (Igual parodia con LA RENEGÁ;) ¡Marquesa!

LARENEGÁ.— (Desgarrada.) ¡Qué marquesa ni qué leches! ¡Puta!

(Salen por el lateral derecho. SOLEDAD abre, con una matizada mezcla de deseo
y miedo, el ventanuco, como esperando que esté todavía él. Entra la luz del farol y le da
de nuevo en la cara, iluminándosela. Siempre en esta poética y honda situación,
SOLEDAD pone el tocadiscos. Vuelve a oírse el fox lento, triste, nostálgico. De pie,
apoyada la espalda en la pared, SOLEDAD se ensimisma. En camisón, sale JUANA del
interior y se dispone a acostarse. Breve pausa. De pronto el BORRACHO llama, con
cierto tono lastimoso, implorante en la voz.)

BORRACHO.— ¡Juana! (Intenta levantarse, pero cae sentado otra vez.)


¡Juanilla! Échame un cable, por... por el ocho de enero, que ahora sí, ahora sí...
¡La espicho, Juana! ¡Vaya si la espicho!.

(JUANA sale y ayuda a su marido a ponerse en pie. Entran en la casa. Luego ella
le va desnudando para acostarlo en la cama turca. Por el lateral izquierdo una
VIEJECITA entra con un capacho, en el que trae comida para los gatos. Entra
buscándolos, llamándolos con el clásico bisbiseo. Sale por el lateral derecho. SOLEDAD,
de nuevo ante el espejo, se observa. Al fin, en un arranque, se lanza sobre su imagen,
como intentando abrazarla. CONCHA, arriba, rompe en sollozos y se echa, convulsiva,
sobre su cama. La luz se reduce. El fox suena hondo, triste.)

TELÓN
ACTO TERCERO
La misma decoración. La habitación de DOÑA ELENA, al descubierto. Ésta,
sentada en su cama, inspecciona el exterior con sus prismáticos. En su cuarto,
SOLEDAD está acabando de arreglarse. Está animada y tararea la parte alegre del disco.
La noche está cerca.

(Delante de la casa el HOMBRE A pasea de arriba abajo; se para, mira su reloj y


reanuda el paseo. Por el fondo del callejón de la izquierda aparece CÁNDIDA con un
ramo de claveles. El HOMBRE A la ve y rápido se esconde en la esquina izquierda de la
fachada de la casa. Al llegar CÁNDIDA, él se echa sobre ella simulando un tropezón, del
que hábil se aprovecha.)

HOMBRE A.— (Quejándose como si se hubiera hecho daño y tratando de


sostenerse agarrándose a ella.) ¡Ay, me ha matao! ¡Un médico! ¡Una ambulancia,
que palmo! (Agarrándose más.) No, no te apartes.

CÁNDIDA.— ¿Pero qué le ha pasao? ¡Si llevara usté los ojos en la cara!

HOMBRE A.— (Agarrándose siempre.) ¡No me regañes, que me pongo muy


malito! (Mirando a un lado y a otro.) ¿No viene? ¿No viene un médico?
¡Compasión! Déjame que me apoye. (Apoya su cabeza sobre el pecho de CÁNDIDA.)
Así. Así me siento mejor. Canta, cántame algo a ver si me duermo.

CÁNDIDA.— (Separándole de un empujón.) ¡Usté es un cara!

HOMBRE A.— (Volviendo a la misma postara con ella.) No me des la puntilla.


¡Ten compasión de este pobre accidentao! ¡Ay!, ¡ay!

CÁNDIDA.— (Apartándose brusca.) ¡Se va a aprovechar usté de su...

HOMBRE A.— (Cortándola y siguiéndola.) La almohada. ¡No te lleves la


almohadita! (Cambiando, pasa a un tono chulesco) Eso es saber de economía,
tormento. ¡Qué dos duros más bien colocaos! (Viendo que entra en la casa.) ¡Eh!
¡un momento!

CÁNDIDA.— (Ya dentro, se echa a reír y exclama.) ¡Qué tío!

HOMBRE A.— (Desde la puerta.) ¿Vives aquí?

CÁNDIDA.— (Brusca.) ¡Lárguese!

HOMBRE A.— Escucha. Avisa a la señorita... (SOLEDAD, que a partir de la


entrada de CÁNDIDA ha pegado el oído a la puerta de su cuarto, abre ésta coincidiendo
con la última palabra del HOMBRE A. Se ha puesto lo mejor de sus ropas,
arreglándose deforma un poco exagerada. El HOMBRE A, al verla, silba
admirativamente. Luego le reprocha.) Llevo un rato de plantón.

SOLEDAD.— (Intencionadamente a CÁNDIDA.) ¿Deseas algo de mí?

CÁNDIDA.— (Con zumba.) No, señorita; yo no. ¡Pero tenga usté cuidao
con el accidentao!

(Se mete dentro con los claveles.)

SOLEDAD.— (Saliendo a la calle.) No la entiendo.

HOMBRE A.— (Caminando con ella.) Olvídala: cosas de marmotas.


(Cambiando de tono.) No he dormido imaginándome esta tarde contigo.

(Le pasa un brazo alrededor de los hombros.)

SOLEDAD.— (Desasiéndose.) Por favor, estése quieto.

(Camina hacia la salida del lateral izquierdo.)

HOMBRE A.— (Siguiéndola y observándola.) Eres una hembra espléndida.


Harás de mí lo que quieras. (Vuelve a pasarle el brazo por los hombros. Ella trata de
desasirse de nuevo, pero no lo logra.) Conozco un lugar desde el cual la puesta del
sol es... (Salen.)

(Al comenzar el HOMBRE A a pronunciar el párrafo anterior, CÁNDIDA


reaparece con un florero con agua. Con éste en una mano y los claveles en la otra sube
las escaleras. Ante la puerta del cuarto de DOÑA ELENA llama.)

DOÑA ELENA.— Adelante.

CÁNDIDA.— (Entrando.) Buenas tardes, señora. Aquí le traigo sus flores.


(Deja el florero encima de la mesilla de noche y le da los claveles a DOÑA ELENA, que, a
su vez, deja los prismáticos.) Si yo le contara... Pero no, no: ¡cierro! No quiero
escandalizar a nadie. (Pausa. DOÑA ELENA, que aparenta no hacerla caso, arregla,
para colocarlos, los claveles.) ¿Usté no se ha fijao en la señorita Concha?

DOÑA ELENA.— (De repente, encarándose con CÁNDIDA.) ¿Qué estás


insinuando?

CÁNDIDA.— (Sorprendida por cómo DOÑA ELENA ha «disparado» la


pregunta.) Señora, ¡que me ha asustao, usté!
DOÑA ELENA.— ¿Qué pasa con la señorita Concha?

CÁNDIDA.— Na del otro mundo. To se queda en éste. Usté llámela y


fíjese.

DOÑA ELENA.— ¿En qué?

CÁNDIDA.— En unas sombras oscuras que le empiezan a rodear los ojos.


Ojeras, señora. Ojeritas morás. ¡Y cierro! Porque si se me empiezan a entrelazar
los chismes, pasan varios años sin que canonicen a nadie. (Devolviéndole diez
pesetas.) Quince pesetas los claveles, (DOÑA ELENA, como abstraída, coge el dinero.
CÁNDIDA, después de mirarla un instante, intencionada.) Y esos dos duros de vuelta
hacen las veinticinco. (DOÑA ELENA le da a CÁNDIDA los dos duros. Ésta los coge y
exclama.) ¡Pa'l bote, señora! Muchas gracias. La que ha salido emperifollá como
nunca es la de abajo, la Sole. Huele a colonia toda la casa. ¡Husmee usté y verá!

DOÑA ELENA.— (Dura, extraña.) ¡La señorita Soledad, querrás decir!


(Breve pausa. CÁNDIDA se queda mirándola) No consiento que hables en ese tono
de quienes, a pesar de todo, están más... educadas que tú.

CÁNDIDA.— Como los murciélagos, señora. ¡A oscuras me ha dejao


usté! ¿Cuántas veces la ha llamao usté fulana y otras cosas más gordas delante
de una servidora?

DOÑA ELENA.— Yo no soy tú.

CÁNDIDA.— ¡Cierro! A dichos así, una, de respondona, ¡na! (Camina hacia


la puerta. En ella se para y pregunta.) ¿Se dio cuenta usté de lo de anoche?

(Pausa. Al ver que DOÑA ELENA no la hace caso, abre para irse. Entonces
DOÑA ELENA la retiene preguntando.)

DOÑA ELENA.— ¿Qué pasó anoche?

CÁNDIDA.— Más de una lloró bajo el techo de esta casa. (Confianzuda y


rápida.) Aquí, señora, lo que falta es... ¿Lo digo? (Decidida) Tres o cuatro
calzoncillos de hilo honrao. ¿Y sabe usté pa qué? Pa que le den su aquél a tanta
combinación y otros trapos que solitos reciben el aire y el sol en el tendedero.
Que eso, y permítame que me desmande, da mucha pena, señora. Y tenga usté,
sus dos duros. (Los deja encima de la mesilla.) La Cándida acaba de tirar el bote
por la ventana. ¡Y caca pa'l correo que va y viene! Que la señorita Soledá ya no
se fija en si el hilo del calzoncillo es honrao, ¡allá ella! Que a la señorita Concha
le han empezao a patear las entrañas. ¡Allá ella! Que usté, señora...
DOÑA ELENA.— (Cortante.) ¡Cállate!

CÁNDIDA.— (Con su gesto habitual.) ¡Cierro!

DOÑA ELENA.— (Ordenando.) Y coge esos dos duros, ¡son tuyos!

CÁNDIDA.— Pues no, señora; no los cojo. Y si no manda usté na, me


largo.

(Hace ademán de irse.)

DOÑA ELENA.— Avísame cuando llegue la señorita Paloma.

CÁNDIDA.— (Saliendo.) Está bien. (Ya en el pasillo, comenta para sí) No lo


puedo remediar: ¡Esta tía me asusta!

(Baja las escaleras y se mete en las habitaciones del interior. DOÑA ELENA
aspira el perfume de los claveles. Luego trata de que queden a su gusto dentro del
florero. Por el fondo del callejón de la izquierda aparece CONCHA. Viene ensimismada.
Cuando está a mitad del callejón, siguiendo a CONCHA viene una BEATA. Ésta, con el
libro de misa en la mano, deja a CONCHA atrás y desaparece por el lateral derecho. De
la tasca viene una voz que canta un aire flamenco.)

VOZ.— Y date cuenta, mi vida,

las cosas que están pasando:

unos se pasan de rosca

y otros se van enroscando.

(CONCHA, se queda parada delante de la puerta de la casa, como escuchando. Es


un instante. Al cabo de él entra y sube. Vuelve a oírse la voz.)

Y otros se van enroscando,

y al que enroscado ya está,

la color le va dejando

y la pata estirará.
OTRA VOZ.— ¡Así se canta, macho! ¡Y que se mueran las feas!

(CONCHA, ya arriba, entra en su cuarto, y abriendo la ventana, sin quitarse


nada se echa en la cama. DOÑA ELENA, al sentir pasos en el pasillo, presta atención. Al
fin, levantándose, coge el bastón y se dirige al cuarto de CONCHA. Llama.)

DOÑA ELENA.— Paloma. (CONCHA se semiincorpora en la cama. DOÑA


ELENA vuelve a llamar.) Señorita Paloma, (Al no recibir contestación, abre y mira. Al
ver a CONCHA, entra exclamando sorprendida.) ¡Ah!, ¿eres tú? ¿Por qué no
contestabas?

CONCHA.— (Echándose.) Necesito estar sola.

DOÑA ELENA.— (Acercándose.) ¿Qué te pasa? Cada día te encuentro más


pálida. Tus ojos denuncian no sé qué.

CONCHA.— (Firme.) Un hijo.

DOÑA ELENA.— ¿Y te atreves a decírmelo así?

CONCHA.— (Dándole la espalda.) Déjeme en paz.

DOÑA ELENA.— (Dura.) ¿Qué te deje en paz? ¡Has manchado el nombre


de tu casa!

CONCHA.— (Volviéndose irritada.) ¿Mi casa? ¿Qué quiere decir usted con
eso? (Despectiva.) ¡Mi casa! ¡Cuando más la necesito más me siento expulsada de
ella! (Ordenando.) ¡Váyase! No me encuentro bien. (Furiosa.) ¿Es que no quiere
entender que, pese a quien pese, lo que está pasando aquí dentro (Se toca el
vientre.) ya no tiene remedio? Acerqúese, si es usted capaz, y ponga su oído.
¡Acérquese! ¿Acaso le da repugnancia? Sólo es un ruidito, que irá creciendo y se
hará un ser humano. Un ser humano que se enterará de mi vida y de la de
ustedes. O de la que nosotros le demos a él. (Tajante.) ¡Acérquese o váyase!

DOÑA ELENA.— ¡Insolente! Busca al... (Sarcástica.) al padre, y si es


necesario, ponte de rodillas delante de él. Suplícale que legalice tu situación.
(Intensa.) Si no logras eso, más vale que...

CONCHA.— (Se levanta, y encarándose con DOÑA ELENA le pregunta, también


intensamente intencionada) ¿Qué?

DOÑA ELENA.— (Le sostiene la mirada. Al fin, baja la vista, se da la vuelta y se


dirige hacia la puerta. Ya en ésta, sin volverse, le dice.) Escribiré a tu madre. Es mi
obligación.
CONCHA.— Dígale también que no se moleste en venir. No me
encontrará.

DOÑA ELENA.— (Volviéndose violenta.) ¿Qué dices? (Yendo hacia ella.) ¡Te
prohibo!...

CONCHA.— (Cortando duramente irónica.) ¡Te prohibo! Su mejor frase.


(Intencionada.) ¿Qué es lo que le han prohibido a usted?

DOÑA ELENA.— Eres débil.

CONCHA.— Estoy viva.

DOÑA ELENA.— Poco te durará eso. No te librarás. Te cercará el miedo.


Nadie se libra. (Camina de nuevo hacia la puerta. Ya en ésta, pregunta sin volverse.)
¿Adonde piensas ir?

CONCHA.— En busca de mí misma. Lejos, lejos de ustedes.

DOÑA ELENA.— (Se vuelve y le señala, incisiva, el vientre) ¿Y... eso?

CONCHA.— (Rotunda.) ¡Vivirá, no lo dude! Lo que no sé es si sabrá


pronunciar el nombre de ustedes sin odio.

(DOÑA ELENA, durante unos instantes, mira tensa a CONCHA. Al fin, se


vuelve, abre la puerta, sale y cierra de nuevo de un portazo. Ya en el primer escalón,
llama.)

DOÑA ELENA.— ¡Cándida! (CONCHA se acuesta otra vez.

DOÑA ELENA, que ha comenzado a bajar, llama de nuevo.) ¡Cándida!. (Al


reaparecer en lo alto de los escalones del comedor, insiste en la llamada.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Sale del interior y queda sorprendida al ver a DOÑA ELENA.)


¿Pero qué hace usté aquí? (Yendo hacia ella.) Vamos: ¡pa haberse esnucao!

DOÑA ELENA.— (Tajante.) Lápiz y papel, ¡de prisa!

CÁNDIDA.— ¡Que soy analfabeta! ¿De dónde quiere que lo saque?

DOÑA ELENA.— Sube a mí cuarto. En el cajón de la mesilla encontrarás.


¡Muévete!

CÁNDIDA.— ¡Parto, señora! (Yéndose.) ¡Parto! (Sube CÁNDIDA y se mete en


el cuarto de DOÑA ELENA. Coge un lápiz que hay al lado del cuadernito de apuntes, en
la mesilla. Abre el cajón de ésta y saca una cuartilla en blanco. Hace ademán de irse,
pero se detiene y, cogiendo el cuadernito, lo hojea. DOÑA ELENA se sienta junto a la
mesa.) ¡Parece la guía de la Renfe! Anda, estas siete letras las conozco yo. ¿Me
habrá metido también en el ajo? (Deletrea.) Cán-Cán-di...

DOÑA ELENA.— (Desde abajo, llamando.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.— (Al oír la llamada se le cae el cuadernito al suelo.) Ya, ¡ya voy!
(Para sí.) ¿Me habrá visto? ¡Esta tía es el diablo! (Deja el cuadernito en su sitio, y al
ver los dos duros que rechazó antes, los coge y se los guarda, exclamando.) ¡Pues yo al
diablo le cobro!

(Baja deprisa las escaleras con el lápiz y la cuartilla.)

DOÑA ELENA.— (Al ver reaparecer a CÁNDIDA, inquiere agresiva.) ¿Qué


hacías?

CÁNDIDA.— (Yendo hacia DOÑA ELENA y dándole la cuartilla y el lápiz.) Usté


y mi corazón, señora, no se quieren bien. ¡Le arrea ca puntapié, al pobre! Se lo
digo, ¿eh? ¡Prefiero al Drácula!

DOÑA ELENA.— (Escribiendo.) ¿Sabes dónde está telégrafos? Vas a ir,


pero corriendo, y pones esto.

CÁNDIDA.— Lo que usté mande.

DOÑA ELENA.— (Dándole la cuartilla escrita.) Hala, ¡de prisa!

CÁNDIDA.— ¡Hala! ¡Hala! (Frotándose el índice y el pulgar.) Y con qué...


¿eh?

DOÑA ELENA.— Sube y coge de la mesilla los dos duros que dejaste
antes.

CÁNDIDA.— (Cogiendo la cuartilla y yéndose hacia la puerta de la calle.)


¡Está bien!

DOÑA ELENA.— (Extrañada.) ¿No subes a por ellos?

CÁNDIDA.— (Saliendo.) Les daré un silbidito desde aquí fuera. (Se dirige
hacia el callejón de la izquierda, murmurando.) No, ¡que no hay quien pueda con el
diablo! Persígnate, Cándida.

(Persignándose sale por el fondo del callejón. Pausa. DOÑA ELENA se levanta y,
siempre apoyada en su bastón, se dirige hacia el cuarto de SOLEDAD. Después de un
instante de duda abre, entra y cierra tras sí. Enciende la luz. En este instante es la
única luz en el escenario. A DOÑA ELENA se le nota cierta excitación. Observa,
extremadamente curiosa, los detalles femeninos del cuarto, las fotografías. De pronto se
encuentra con su propia imagen ante el espejo de luna del armario. Se queda parada,
observándose. Al fin, avanza sobre el espejo, y parada de nuevo, vuelve a observarse.
Deja ahora el bastón apoyado sobre los pies de la cama y haciendo un esfuerzo se
sostiene de pie. Con una de sus manos se ahueca el pelo. La otra recorre su cuerpo, como
inventando líneas. Luego abre el armario, y va mirando, palpando los vestidos, la ropa
íntima. Saca una combinación y, como acariciándose, se la pasa por una de sus mejillas,
lentamente, abstraída. Cierra el armario, y ante el espejo, se arrima la combinación al
cuerpo. La misma mano vuelve a recorrer su cuerpo. Al fin se crispa sobre el vientre, y
de lo hondo de DOÑA ELENA brotan unos sollozos apagados que ella trata de contener.
La combinación ha caído al suelo. Los sollozos empiezan a aflorar libres, incontenibles.
DOÑA ELENA, flaqueando, tiene que medio sostenerse, agarrándose a los pies de la
cama. Por el lateral derecho entra PALOMA. Trae una carpeta corriente, de cartón, y
un libro. Entra en la casa. Con la puerta abierta, oye sollozos en el cuarto de SOLEDAD.
Queda un instantes la expectativa, empujando maquinalmente la puerta, que no ¡lega a
cerrarse. De pronto, apresurada, llega hasta la puerta del cuarto de SOLEDAD y llama.
Cesan los sollozos de DOÑA ELENA. Ésta, al darse cuenta de que pueden sorprendería
en su lastimoso estado, se yergue y, con un esfuerzo visible de gesto, se recupera, y
tensa vuelve a su aspecto hierático, dominante. Aspecto que ahora se nota exagerado.
Este momento de tan «significativa debilidad» de DOÑA ELENA —momento que la
define como víctima— es el fundamental del personaje. Pero en este caso los prejuicios,
el medio, vencen. Y DOÑA ELENA, en su titánica reacción hacia lo esperpéntico, queda
condenada definitivamente.)

PALOMA.— (Volviendo a golpear discretamente la puerta.) Soledad. ¿Qué te


pasa, Soledad? (Se decide a abrir la puerta, y al descubrir a DOÑA ELENA, entra y
exclama sorprendida.) ¿Es usted?

DOÑA ELENA.— (Seca, autoritaria.) ¡No se puede convivir con gentuza!


(Señalando las fotos de la pared.) ¡Mire qué pornografía! (Dándole con el bastón a la
prenda que está en el suelo.) Y esa prenda, ¿es propia de una mujer soltera?
(PALOMA, tensa, deja la carpeta y el libro encima de una silla. Recoge la combinación y,
como réplica, la guarda en el armario. DOÑA ELENA prosigue.) Si ninguna de ustedes
se preocupa por la honradez del techo bajo el cual viven, yo sí. ¡Y exijo que se
me respete! (Agarra, impulsiva, el embozo de la cama, y de un violento tirón deja al
descubierto las sábanas.) No soporto la sucia vecindad de estas sábanas. ¿Es que
no se da cuenta? Es una provocación.

PALOMA.— (Incisiva.) La compadezco.


DOÑA ELENA.— ¡Ni de ese sentimiento es digna!

PALOMA.— (Igual.) Me refiero a usted. (Mordiente.) Esto es un juego cruel,


un juego entre víctimas. (Directa.) ¿Cómo se ha atrevido a entrar en este cuarto?
Es de otra mujer.

DOÑA ELENA.— (Cruel.) ¿Mujer? ¿Llama usted mujer a...?

PALOMA.— (Cortando irritada.) ¡Cállese)

DOÑA ELENA.— (Fuera de sí) ¿Cómo se atreve...?

PALOMA.— (Superando el tono.) ¿Cómo me atrevo a qué?...


Afortunadamente para usted, señora, comprendo demasiadas cosas.
(Mordiente.) Esto impide que la eche a puntapiés de este cuarto.

DOÑA ELENA.— ¡Maldita! (Enarbolando el bastón como para descargarlo


sobre PALOMA.) ¡Te voy a...!

(PALOMA, rápida, agarra la muñeca de DOÑA ELENA en el aire y se la va


retorciendo mientras, enfrentadas las caras, le suelta.)

PALOMA.— Sale usted poco a la calle. Por desgracia, hay demasiados


rincones para qué se oculte la gente. (Recalcando.) ¡Guaridas! (El bastón cae al
suelo. PALOMA suelta la muñeca de DOÑA ELENA y, ya algo calmada, recoge el bastón.
Al mismo tiempo que se lo da concluye.) Y aun así, no soy capaz de culparla a
usted, Hay sitios en los que los seres ya nacen asustados.

(Instantáneamente, y de un salto, aparece de cara al público y dando un alando,


un FANTASMA por el lateral izquierdo. Es una especie de mimo. Sin dar la espalda al
público hasta que se vuelve y llama a la puerta de la casa. La puerta cede, ya que
PALOMA, atraída por los sollozos de DOÑA ELENA, la dejó abierta. DOÑA ELENA,
siempre hierática —y en esta ocasión vencida, cosa que aparenta negar con el gesto—, le
da la espalda a PALOMA y sale del cuarto. Al volver la espalda al público el
FANTASMA, se ha leído en su espalda: «Para fantasmas; OMO». Al ceder la puerta, el
FANTASMA ha entrado. Al encontrárselo DOÑA ELENA, exclama un poco asustada.)

DOÑA ELENA.— ¡Eeeh!!

FANTASMA.— (Quitándose la capucha y sacando un paquete de OMO que


ofrece a DOÑA ELENA.) No se asuste, señora.

(PALOMA, que ha terminado de arreglar la cama y recogido su carpeta y su


libro, presencia muy risueña la escena desde la puerta del cuarto. El «vendedor» ha
exclamado.) ¡Para fantasmas, OMO! (DOÑA ELENA, muy digna, se da la
vuelta y, comedor adelante, desaparece escaleras arriba hacia su cuarto. El
«vendedor», haciendo un gesto de circunstancias, le ofrece el paquete a PALOMA al
mismo tiempo que le dice.) Usted es joven, señorita. ¡Lave su fantasma y déjelo
limpio para el porvenir! (PALOMA ríe.) ¡Una mancha en una enagua, en un
calzoncillo; cualquier mancha en cualquier prenda, por íntima que sea, fácil es
de quitar! Pero una mancha en su fantasma: ¡Sólo OMO! (En este instante entra
DOÑA ELENA en su cuarto, dando un portazo.) ¡Vivan los fantasmas del porvenir!

(PALOMA, riendo a «risa suelta», coge el paquete de OMO.)

PALOMA.— Gracias.

FANTASMA.— (Galante.) Pa gracias, las que su mamá le ha traspasao,


señorita. ¡Y quién fuera fantasma de verdá pa asustarla a usté! (Se pone la
capucha y «ulula» cómico mientras PALOMA cierra la puerta y se va hacia el interior de
la casa a dejar el paquete. Por el fondo del callejón de la izquierda aparecen las BEATAS.
El fantasma-vendedor da dos o tres pasos en esa dirección. Pero, decidido, retrocede y se
va hacia el callejón de la tasca. Cuando entra en él se para, quedando oculto para las
BEATAS que en este momento doblan la esquina y se dirigen, un poco estiradas, hacia la
salida del lateral derecho. El «vendedor», con resolución definitiva, se dirige también al
mismo sitio, coincidiendo con las BEATAS ante la salida. Galante, las cede el paso.)
Ustedes primero.

BEATAS.— (Las dos a la vez, sin extrañeza, secas.) Gracias.

(Salen los tres. Se encienden los faroles. PALOMA sale del interior de la casa,
donde ha dejado el paquete de OMO, y sube hacia su cuarto. Por el lateral izquierdo
entra JUANA con su marido. Éste viene apoyado en ella, cansado, enfermo.)

JUANA.— Así que ya lo sabes: sigue empinando el codo y no hay santa


que te libre de la fosa común. ¡Claro que es el único sitio donde encontrarías
huesos conocidos, desgraciao! (Entrando en la casa.) ¡Cándida!

PALOMA.— (Que ya está arriba, en el pasillo y a punto de entrar en su cuarto,


se acerca a la escalera y contesta.) No está, Juana.

JUANA.— Palomita, hija, ¿me quieres echar una mano?

PALOMA.— Ahora mismo bajo. (Entra en su cuarto, y al mismo tiempo que


deja la carpeta y el libro encima de su cama, saluda a CONCHA). Hola, Concha.

(CONCHA, como ensimismada, parece no haberla oído. PALOMA la observa un


instante. Sale del cuarto y baja. Mientras sucede esto, JUANA ha ayudado a su marido a
sentarse en una de las sillas cercanas a la cama turca y empieza a desnudarle. No ha
cesado de decirle.)

JUANA.— ¡Ay, si yo volviera a nacer! Me cargaba a todos los tipos con


labia (A PALOMA, que acaba de aparecer en lo alto de los escalones.) Cuídate de los
tipos con labia, Palomita. Cuando se te arrime uno, tócale el brazo. Si no está
duro el músculo, pégale una patá en el trasero y échale al viento, que se lo lleve,
que pa eso sopla: pa llevarse to lo que no tenga raíz. (A su marido.) ¡Cada vez
que pienso que te ha parió una mujer! ¿Qué número hacía el disgusto con que la
mataste? (A PALOMA.) Ábreme esa cama, hija.

(El marido ha quedado en calzoncillos. Una de esas prendas de viejo —de felpa—
que cubren todo el cuerpo.)

PALOMA.— (Acabando de abrir la cama.) ¿Qué le ha dicho el médico?

JUANA.— Que se horizontalice. Que se vaya acostumbrando a la postura


por si se queda tieso. (Ayudando a su marido a entrar en la cama.) Ya sabía yo que
vendrías a espicharla a mi lao.

BORRACHO.— (Con chunga.) Entona el gori-gori, Paloma. Y tráete el


almidón, que no quiero defraudar a la única hembra que ha habido en mi vida.
(Tierno, a JUANA.) Almidóname tú, Juanilla. Que me da miedo no ver al que me
va dejando tieso. ¡Almidóname tú!

JUANA.— Sería la única forma de que entraras derecho en el otro barrio.

(Termina de arroparlo.)

PALOMA.— ¡Caray con el disquito! ¿Por qué no lo cambian ustedes? Lo


van a rayar.

JUANA.— Desde hace muchos años está rayao y se para en la misma


copla. (A su marido.) Descansa, si puedes. Y ten cuidao con las sábanas si
devuelves, que las manchas de tu bilis no se quitan. (Llevándose a PALOMA hacia
adentro.) A éste la bilis le sale oscura: de Valdepeñas. (Subiendo los escalones.)
¿Adonde ha ido Cándida?

PALOMA.— No sé.

JUANA.— Algo de la de arriba, seguro. No sé a qué hora vamos a cenar


hoy. ¿Y Concha? ¿Se va por fin?

PALOMA.— Parece que sí.


JUANA.— Quizá sea lo mejor.

PALOMA.— Yo no lo veo así.

JUANA.— Es una muchacha débil.

PALOMA.— No, Juana; débil, no: marcada.

(PALOMA Sube. JUANA se queda mirándola durante un instante. Luego se mete


en el interior de la casa. El BORRACHO se semiincorpora y mira hacia dentro. Salta de
la cama y, de puntillas, llega hasta los escalones y mira de nuevo. No ve a nadie.
Regresa al lado de la cama y del respaldo de la silla donde ha quedado la ropa coge el
pantalón y, algo precipitadamente, se lo pone. Después la chaqueta —sin camisa— y los
zapatos —sin calcetines—. Hecho esto, atraviesa el comedor de puntillas, sale a la calle
y se dirige hacia la taberna, donde entra. La camisa y los calcetines han quedado en el
suelo. Todo lo anterior ocurre al mismotiempo que PALOMA llega a su cuarto y dialoga
con CONCHA. DOÑA ELENA, en el suyo, se ha acostado, y a ratos apuntando y a ratos
abstraída, lleva ya algún tiempo con el cuadernito entre sus manos.)

CONCHA.— (Al ver entrar a PALOMA, se incorpora y se sienta, piernas fuera,


al borde de la cama.) Hola, Paloma.

PALOMA.— ¿Qué tal te encuentras?

CONCHA.— (Menos triste.) Sin ti, no sé qué hubiera ocurrido.

PALOMA.— (Va hasta ella y la besa.) Fe, mucha fe en la vida, Concha. Ella
es más fuerte y más generosa que nosotros. ¿Has tomado ya una decisión?

CONCHA.— Me voy.

PALOMA.— No sé si atreverme a darte un consejo. (Ante la expectativa de


CONCHA.) No te vayas muy lejos. Busca cerca de aquí o aquí mismo tu propia
soledad y medita mucho mientras nace tu hijo. Cuando lo tengas entre tus
brazos, álzalo: como una ofrenda. ¡Y álzate tú con él! Luego vuelve. Y no dejes
de pensar en ningún momento que todos necesitamos de ti. (Se levanta, va hasta
su cama y coge la carpeta y el libro. Al mismo tiempo dice pasando a un tono
intencionadamente jovial.) Mañana tengo otro examen. Y con el profesor más
hueso. (Yendo hacia la mesita.) Pero no es eso lo que más me preocupa. Chica, no
puedo mirarle de frente, me da la risa. (Ríe.) Tiene un tic nervioso en un
párpado y es chocante que mientras te hace preguntas de alta docencia te guiñe
el ojo. (Ríe. CONCHA también ríe un poco.) Mi compañera de clase, que se ha
llevao ya tres o cuatro suspensos, dice que más que suspendida se siente
parpadeada.
(Ríe.)

CONCHA.— (Que se ha levantado y dado un paso, siente un vahído.) ¡Paloma!

PALOMA.— (Que ya se había sentado ante la mesita disponiéndose a estudiar,


acude, rápida, al lado de CONCHA.) ¿Qué te pasa?

CONCHA.— (Respirando honda.) Nada, no es nada. Ya pasó.

PALOMA.— (Solícita.) ¿Quieres que...?

CONCHA.— No ha sido nada. (Echándose otra vez en la cama.) Esto ocurre


de vez en cuando; no tiene importancia. Estudia, no te vayan a... a parpadear.

(Ríe un poco.)

PALOMA.— (Sentándose de nuevo ante la mesilla y disponiéndose a estudiar.)


Me encanta oírte reír.

CONCHA.— (íntima, después de una pausa.) Paloma.

PALOMA.— (Dándose cuenta del matiz.) ¿Qué?

CONCHA.— ¿Tú piensas casarte?

PALOMA.— Sí, naturalmente.

CONCHA.— ¿Y si no eres feliz?

PALOMA.— De todo habrá en lo que venga. Por eso me preparo.

CONCHA.— Quisiera ser como tú.

PALOMA.— No digas eso. (Con fe.) Dentro de cada una de nosotras hay
algo que es muy fuerte. Algo, Concha, que si sabemos sacarlo a flote nada ni
nadie puede con ello. Mira a tu alrededor: penas, alegrías; gente que se alza y
gente que se hunde. Pero siempre la vida en pie.

CONCHA.— ¡Qué extraña me resultas a veces!

PALOMA.— Todos somos un poco extraños. (Volviendo al tono


intrascendente.) Si apruebo mañana, nos vamos tú y yo de juerga. ¿Qué te
parece...?

(Por el fondo del callejón de la izquierda entran CÁNDIDA y el VENDEDOR de


periódicos. Vienen muy «acaramelados». Bajo uno de los brazos de él se ve la Prensa de
la noche.)

VENDEDOR.— Y no te chives, chica, que eso es muy feo.

CÁNDIDA.— ¿Pero de qué vives tú? (Señalándole los periódicos.) ¡Llevas


ahí todos los chivatazos del mundo!

VENDEDOR.— Cierra la radio, locura. De táctica periodística, tú, a cero.


(Se paran en la esquina que forma la casa con el callejón.) ¿A qué hora quedamos?

CÁNDIDA.— A las cuatro. ¡Y no te me retrases!

VENDEDOR.— Cha-cha-cha. (La besa.) A las cuatro, ¡tieso aquí como la


aguja grande del reloj! (Le da un azote. CÁNDIDA se dirige hacia la casa
tarareando y bailando el cha-cha-cha. Él, observándola, exclama.) ¡Mucho, locura! ¡Te
voy a embalar con destino a «Jolibú», que no hay más que huesos!

(Tarareando a su vez el cha-cha-cha, se va hacia el fondo del callejón, por el que


ahora aparece LA CHATA. Se encuentran a mitad del callejón y él, casi obligándola a
bailar, la abraza sin dejar de tararear.)

LA CHATA.— ¡Niño! ¡Que bajo el banderín!

VENDEDOR.— ¡Baja lo que quieras, Chata, que estoy muy nerviosillo!

(CÁNDIDA, al entrar en casa y ver la cama turca deshecha y la camisa y los


calcetines del BORRACHO en el suelo, llama.)

CÁNDIDA.— ¡Señora Juana!

LA CHATA.— (Tratando de llevarse al Vendedor.) Invítame a una copa, anda.

CÁNDIDA.— (Yendo hacia el interior.) Señora Juana, ¿me oye usté?

(Se mete.)

LA CHATA.— (Deshaciéndose de él.) ¡No seas sobón, niño! ¡Y para ya con el


cha-cha-cha!

VENDEDOR.— ¡Avisa, avisa a los bomberos! Observa el detalle. (Le echa el


aliento.) ¿No ves el humo?
(Se oyen voces de vecindad. El ritmo se precipita.)

Voz 1.a—¿Qué pasa?

Voz 2.a—Traen a una mujer. ¡Mira! ¡Mira!

Voz 1.a— ¡Qué barbaridad!

(Se oyen rumores. LA CHATA se adelanta hasta la mitad del escenario y escucha.
El VENDEDOR desde su sitio.)

Voz 3.a— Vive ahí a la vuelta. En casa de la señora Juana.

(Del interior de la casa sale al comedor, alarmada y seguida por CÁNDIDA,


JUANA.)

VOZ 1.a— ¿Pero qué ha pasao?

JUANA.— Es un suicidio.

VOZ 3.a— Han debido atropellarla.

CÁNDIDA.— Cálmese, señora Juana.

VENDEDOR.— (Yendo hacia LA CHATA.) Noticia bomba. ¡Número extra al


canto!

JUANA.— ¿Pero no le has visto salir?

LA CHATA.— Al parecer, un atropello más.

VOZ 1.a— ¡Debían ahorcar al tío!

CÁNDIDA.— ¿Dónde va a estar? En la tasca.

(Por el lateral derecho, traída por LA RENEGÁ y el OBRERO de la tartera del


primer acto, viene, deshecha, SOLEDAD. El vestido, roto. La cara, arañada, golpeada.
Detrás entran las tres BEATAS. Todos se paran en medio del escenario. El VENDEDOR y
LA CHATA se juntan a ellos. LA RENEGÁ ha entrado exclamando.)

LA RENEGÁ.— Y es que abundan los malnacíos. ¡Luego dicen que una...!

LA CHATA.— ¿Qué ha pasao, Renegá?

LA RENEGÁ.— Lo de siempre, Chata.


(Las tres BEATAS se apartan un poco. Mímicamente murmuran entre ellas
mismas, mirando de vez en cuando al corro. JUANA, seguida por CÁNDIDA, sale de la
casa. Al ver lo de SOLEDAD, se acerca a ella, rápida. CÁNDIDA se mete, también rápida,
en casa y sube las escaleras hasta arriba. Llama, apresurada, en las dos puertas.)

JUANA.— (Apartando al OBRERO.) ¡Soledá, criatura! ¿Qué ha sucedido?

(SOLEDAD la mira, como ausente, y no dice nada. Hay un instante de silencio.


JUANA estrecha a SOLEDAD contra sí.)

CÁNDIDA.— (Llamando en el cuarto de DOÑA ELENA.) ¡Doña Elena!

PALOMA.— (Abriendo la puerta de su cuarto.) ¿Qué sucede, Cándida?

CÁNDIDA.— (Bajando las escaleras.) ¡La señorita Soledá! ¡Baje!

(CÁNDIDA sale y se une al corro, al lado del VENDEDOR. PALOMA acude al lado
de CONCHA. DOÑA ELENA se levanta)

JUANA.— (Semisollozando.). ¿Quién ha sido el canalla?

LA CHATA.— (Extraña.) ¡Qué más da, señora! ¡Qué más da!

PALOMA.— (A CONCHA.) Algo le ha ocurrido a Soledad. (Yéndose.) Tú no


te muevas.

(Baja las escaleras, mientras CONCHA se levanta y se asoma a la ventana. No


ve nada, pero se queda de pie, como escuchando.)

JUANA.— (A CÁNDIDA.) Vete a avisar a don Emilio. ¡De prisa!

(DOÑA ELENA, apoyada en su bastón, sale a la terraza. Se adelanta al primer


término y en él queda tiesa, estirada, observando.)

VENDEDOR.— (Yéndose con CÁNDIDA hacia el lateral izquierdo, le


pregunta, intencionado.) ¿Don Emilio?

CÁNDIDA.— ¡Es el médico, bruto!

(Salen.)

PALOMA.— (Sale de la casa y se une al grupo inquiriendo.) ¿Es grave?


Soledad, ¿qué tienes?

(Se hace otro instante de silencio. SOLEDAD mira a PALOMA. Todos quedan
pendientes de esa mirada. Parece que va a hablar. Hace ademán de ello. Al fin,
deshilvanadamente, va diciendo.)

SOLEDAD.— Un... espejo. De... debo estar ho... horrible. Por favor, un... un
espe...

(Se desvanece. El OBRERO la coge en brazos.)

OBRERO.— ¡Déjenme! ¡Déjenme!

JUANA.— (Al OBRERO.) Sígame.

(Se meten en la casa y entran en el cuarto de SOLEDAD. El OBRERO deja a


ésta encima de la cama. PALOMA ha entrado tras ellos. Fuera, comentan las tres BEATAS
en su corro simultaneándose el diálogo con lo que a su vez dicen LA CHATA y LA
RENEGÁ, que han quedado ante la puerta de la casa.)

BEATA 1.a— Ya os decía yo que era una perdida.

LA CHATA.— (A LA RENEGÁ, que tiene lágrimas en los ojos.)

¿Estás llorando? ¿Tú?

BEATA 2.ª— ¡La carne! ¡La carne!

LA RENEGÁ.— (Hipando.) ¡No soy tan bestia como parezco, hija!


¡Además, esto me recuerda...!

(Hipa.)

BEATA 3.a— ¡Dios la ha castigado!

LA CHATA.— (Dulce.) No llores, Renegá. Si hay alguien allá arriba y es


tan justo como dicen...

(JUANA ha comenzado a desnudar a SOLEDAD. Con el cuerpo de ésta un poco al


aire, se da cuenta de la presencia del hombre que mira lo que ha quedado al descubierto)

JUANA.— (Al HOMBRE.) Por favor, váyase.

(El HOMBRE sale de la casa interrumpiendo a La Chata. Ésta, LA RENEGÁ y las


BEATAS lo rodean)

OBRERO.— (De mal humor.) ¿Qué hacen ustedes aquí?¡ Hala, pa sus
casas!
LA RENEGÁ.— (Recuperada y riendo.) ¿Lo dices por ésta y por mí?

(CONCHA se aparta de la ventana y se acuesta. Se empiezan a oír las


campanadas lentas, intimas, distanciadas, fúnebres, de la iglesia cercana. Las tres
BEATAS, apresuradas y cuchicheando, desaparecen por el fondo del callejón de la
izquierda. El hombre se va hacia el lateral derecho. LA CHATA se coloca en una esquina
y LA RENEGÁ en otra. El hombre, a punto de salir, se para. Luego se da la vuelta y se
dirige hacia LA CHATA. La mira. La coge de un brazo y sale con ella por el lateral
izquierdo. LA RENEGÁ se queda sola, apoyada en su esquina. JUANA que, ayudada
por PALOMA, ha desnudado y acostado a SOLEDAD, sale del cuarto de ésta. Luego sale a
la calle y se dirige hacia la taberna, donde se mete. PALOMA se ha quedado de píe
delante, de SOLEDAD. Al fin la besa, apaga la luz, sale del cuarto y sube al suyo,

Ya en éste enciende la lamparita de su mesa y se sienta a estudiar. Las


campanadas siguen densificando el ambiente. Por el lateral derecho, entra LA VIEJECITA
DE LOS GATOS y mira a un lado y a otro llamándolos con el bisbiseo característico. En
una mano trae el capachito de la comida. Al fin, te pregunta a LA RENEGÁ.)

VIEJECITA.— ¿Ha visto usted a mi gatito?

LA RENEGÁ.— A esta hora, todos pardos.

VIEJECITA.— ¡Criaturita! Si no lo encuentro se me va a pudrir la pechuga


de la sardina.

(Sigue bisbiseando, buscando. DOÑA ELENA, siempre apoyada en su bastón, se


mete en su cuarto. Se para delante de la mesilla de noche y, de pronto, le pega un
manotazo al florero. Éste cae al suelo, desparramando los claveles. LA RENEGÁ, de
repente, rompe a reír estrepitosamente, al mismo tiempo que exclama.)

LA RENEGÁ.— ¡La pechuga de la sardina! ¡Qué ocurrencia!

(La campanas siguen tocando a muerto.)

TELÓN FINAL

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