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Juan XXIII recordado por su secretario

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20-Junio-2006 Admin. de Atrio


La magnífica revista EL CIERVO acaba de publicar un testimonio
extraordinario. El del arzobispo Loris Capovilla, de 90 años, que fue el
secretario de Juan XXIII. Seis redactores se desplazaron a Sotto il Monte para
tener una conversación con él. Vale la pena hacerse con el ejemplar(Apartado
12.121 08080 BARCELONA) o leerlo en la web (www.elciervo.es). Para
comodidad de nuestros visitantes y para abrir un coloquio sobre él,
reproducimos aquí el texto.
Juan XXIII nunca polemizó con nadie
Conversación con Loris Capovilla

EL CIERVO, junio 2006.

Loris Francesco Capovilla es arzobispo emérito y fue durante diez años


secretario de Angelo Roncalli, que luego sería Juan XXIII y que murió un mes
de junio de hace 43 años. Ahora, don Loris, a sus 90 años, vive en Sotto il
Monte (Bérgamo, Italia), pueblo natal de Roncalli, como homenaje al Papa de
quien tan bien conserva la memoria. Para esta revista, la llegada en 1958 de Juan
XXIII fue una gran suerte. Aquel jovial campesino, rechoncho, sereno y sabio
representaba lo que ‘El Ciervo’ pedía desde hacía años para la Iglesia y el
mundo: paz, amor, buen humor.
Cuando supimos que su secretario vivía en Sotto il Monte decidimos hacer un
viaje para hablar con él. Fuimos seis miembros de la redacción –entre todos
hacíamos las preguntas– y nos salió la entrevista que publicamos. No es un
recuerdo con nostalgia de aquel Papa distinto. Es, al contrario, una charla sobre
un hombre ejemplar –para creyentes y no–, junto a las opiniones sobre la Iglesia
y otros acontecimientos del siglo xx de un arzobispo agudo, irónico y
respetuoso, que ha estado en muchas ocasiones en el primer plano de la historia.

CÓMO ERA JUAN XXIII

–¿Cómo describiría el papa Juan XXIII a un joven que no pudo conocer su época?
¿Por qué fue un Papa distinto?

–Primero hay que ver dónde nació y cómo fue educado. Nació en una gran familia. El
día de su nacimiento, que fue también el de su bautismo, el cabeza de familia dijo: “Esta
mañana, cuando nos hemos levantado, éramos 32. Esta noche somos 33.” En una
familia así, que trata de ser una gran comunidad, no hay un dictador despótico, sino
alguien que mantiene la disciplina. Había poco dinero y mucho trabajo, y si cada cual
hacía lo que quería aquello no aguantaba. Vivían de una tierra que no era suya. Del
vino, el grano, el aceite que recogían debían dar la mitad al propietario. Para vivir se
ayudaban con las gallinas, los huevos, algún cerdito. Uno que nace en una familia tan
grande, dedicada al trabajo, está naturalmente llevado a la sinodalidad, a caminar
unidos, a llevar una vida conciliar. Concilio significa ser llamado a trabajar juntos.
Había una especie de entendimiento que llevaba a que por el bien común se aprendiera a
callar. Uno que nace en estas condiciones sabe qué es la vida, el trabajo, la oración, la
fidelidad conyugal. No tiene pájaros en la cabeza. En una comunidad así, donde
entonces quizá había tres o cuatro sacerdotes, sale con naturalidad que alguien piense en
dedicar sus energías al servicio de los demás. Si estamos habituados a vivir
modestamente –lo que implica un esfuerzo de disciplina–, sin que importen tanto las
riquezas es normal convertirse en servidor. Esta vocación a aceptar al otro –que es el
gran problema– allí era normal.

–El niño Roncalli tenía clara su vocación al sacerdocio.

–Cuando el pequeño Angelo Roncalli hizo la comunión, a los seis años y medio, el
párroco les dijo que Jesús se daba a ellos y que a cambio escribieran en un billetito lo
que ellos querían hacer por Jesús. Él escribió: ‘Quiero ser bueno siempre con todos’.
Simplísimo. Cuando siendo ya un arzobispo de cincuenta años en Bulgaria miró estas
notas –las conservó todas–, dijo con una sonrisa: ‘Era verdaderamente un niño bueno’.
Y cogió un bolígrafo y escribió debajo de su anotación: “A costa de ser pisoteado”.
Cuando uno ha sido así, se puede decir que ha llegado a la cúspide del cristianismo, que
no consiste en el martirio cruel y sangriento. Ser siempre simple y prudente es la cima
de la vida cristiana.

–Después de ordenarse en Bérgamo y de pasar por Roma y Bulgaria, uno de los


destinos que más le marcó fue Turquía.

–El papa Juan fue a Turquía en 1935, sólo once años después de que Kemal Ataturk
empezara sus reformas occidentalizantes. En Turquía entonces hacían fiesta los
domingos, no los viernes como en los países árabes; tenían como nosotros el calendario
gregoriano, y usaban nuestro alfabeto. Se hizo un esfuerzo de occidentalización: no es
algo que se haga en dos días. En las biografías del papa Juan, algunos biógrafos dicen
que en Turquía lo perseguieron, le prohibieron llevar el hábito religioso. Entonces los
católicos eran 60.000 y creen estos biógrafos que Ataturk los tenía en cuenta. No, él
quería que los musulmanes no llevaran ninguna distinción particular y suprimir los
privilegios de los imam. Ataturk intentaba laicizar el país. Esto a nosotros no nos
disgustaba. Si en cambio estas imposiciones eran para los católicos, sí que nos disgusta.
El papa Juan no dio nunca importancia a estas distinciones. Los católicos hacían una
revistita, Verdad creo que se llamaba, y cuando prohibieron las publicaciones religiosas,
él no se puso a clamar ni a rasgarse las vestiduras, sino que se dijo: ‘Bueno, está bien,
paciencia’. O cuando impusieron la vestimenta civil y no se podía llevar ni tan sólo la
cruz, sino sólo corbata, se dijo: ‘Está bien, en el recibidor de casa ponemos un colgador
y cuando salgamos dejamos el hábito y cogemos la chaqueta; no pasa nada’. No hacía
guerras.

–Su relación con el ministro de Interior turco fue peculiar.

–Turquía no tenía relaciones con el Vaticano, así que el nuncio Roncalli disponía sólo
de un visado de turista, no de diplomático, con lo que tenía que ir cada seis meses a
renovarlo. La primera vez que fue a Ankara a hacerlo –él vivía en Estambul– llevó su
tarjeta de visita, como es costumbre, al Ministerio de Interior turco. Dos días después
preguntó si podía ver al ministro. Era un musulmán practicante. No tenía mucho tiempo,
pero sus consejeros le dijeron: ‘Parece un buen hombre, se trata sólo de darle la
bienvenida’. El papa Juan pidió si le permitían ir con el hábito eclesiástico, con el
solideo y la cruz, como representante del Papa. Aceptaron y le fueron a recoger en
coche, nadie le vio por la calle y llegó al despacho del ministro. Se sentaron a hablar. El
papa Juan se tocaba el solideo para ponérselo en su sitio, como algo espontáneo, y el
ministro le dijo: ‘Oh, monseigneur, que bel kebib que vous avez!’ (Kebib es un
sombrerito que usan allí.) Y él respondió: ‘Excellence, me lo he puesto adrede para que
le gustara’. En ese momento se rompió el hielo. Al final, el ministro le cogió de las
manos y le dijo: ‘No podré recibirlo, pero cuando necesite algo, pídamelo’. Y así fue.
Estuvo allí diez años, con estas relaciones simples y subterráneas. Años más tarde
sucede que este ministro es nombrado embajador en Francia. Y en diciembre de 1944,
cuando Roncalli llega como nuncio apostólico a París, la primera mano que viene a
saludarlo a su salida del avión es la del embajador turco, que le dice: ‘Ahora somos
colegas’.

–También en Turquía tuvo algún problema por querer utilizar la lengua turca en
alguna ceremonia.

–Cuando el papa Juan vivía en Estambul, la ciudad era un lugar de encuentro de


comunidades de muchos países cristianos, con su lengua y su liturgia. Él hacía esta
consideración simple: ‘Yo vivo en Estambul. Si me hospedan es porque me toleran. Hay
también miembros de otras familias cristianas. Si nos fuéramos quizá estarían contentos.
Pero sea como sea estamos aquí. Comemos el pan aquí, vivimos aquí, rezamos en todas
las lenguas europeas, y en latín, en griego, en armenio. Pero no decimos ni una sola
palabra en turco’. Entonces convocó a sus sacerdotes. Él les pide que hagan un gesto
que signifique que tienen respeto, deferencia, con los turcos. La misa o el breviario no
se podía tocar, pero hacían también unas celebraciones no litúrgicas, devocionales: el
via crucis o el rosario, por ejemplo. Así que Roncalli les dijo: ‘Si los domingos hacemos
el Dios sea bendito en turco sería un bonito gesto’. Esto se sabe, la prensa lo publica. Él
pedía hacerlo como un acto de deferencia y para rogar por esa tierra. Pero la gran
mayoría de los sacerdotes se niega. Y él, con su estilo, no impuso nada. Dijo su célebre
frase: ‘Yo para obtener algo no pasaría ni por encima de una mosca’. Convencer, no
imponer.

–Y en Roma, la curia ya le esperaba.

–Exacto. Cuando le llegó el momento de ir a Roma –todos los nuncios van una vez al
año– le dijeron en la Secretaría de Estado: ‘¿Pero qué has tramado en Turquía,
Roncalli? ¿Qué son esas historias con los turcos? ¡Verás el Papa lo que dirá!’ Y él
responde: ‘Lo he hecho con buena intención, para hacer un gesto de cortesía. Al Papa le
pediré disculpas, ¿qué otra cosa puedo hacer?’ El papa Pío XI, el de entonces, conocía a
Roncalli desde hacía años. Lo había escogido él para ir primero a Bulgaria y luego a
Turquía. Roncalli va a la audiencia y espera que el Papa le saque este asunto. Pero no, el
Papa empieza a hablar y no menciona el tema. Al final, Roncalli, honesto, le dice:
‘Santidad, no entiendo por qué me trata con tanta benevolencia’. ‘¿Por qué?’, le
responde el Papa. Sigue Roncalli: ‘He oído que su Santidad está molesto con un gesto
mío’. Y el Papa: ‘Ah, sí, explíqueme, ¿qué es esta historia del turco?’ Entonces él le
cuenta su propuesta y cómo los sacerdotes le dijeron que no, la abandonó. El Papa le
dijo las palabras del Evangelio: unos siembran lo que otros recogerán. Años después,
cuando Roncalli fue elegido Papa, Turquía se acordó de él y estableció relaciones
diplomáticas con el Vaticano. ¡Cuánto vale esperar! Así que Pío XI no fue esta vez
profeta, porque el mismo que había sembrado –Roncalli–, cosechaba los resultados
como Juan XXIII. En este caso está todo el papa Juan. Todos nosotros tenemos una
doble cara: una para nuestra familia y amigos, y otra de puertas afuera. Él no, él decía
siempre lo mismo.

–¿Por qué suceden estas cosas en la Iglesia, que alguien hable en nombre del Papa sin
que sea verdad?

–Son malas interpretaciones. No creo que sean enredos voluntarios.

–Cuando era patriarca de Venecia, murió Ancilla, una de sus hermanas preferidas. A
la vuelta del funeral, en el tren, dijo: ‘Pobres de nosotros, si todo fuera una ilusión’.
¿Qué quiso decir?

–Lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en el tren, volviendo a Venecia, la lluvia
pegaba en las ventanas. Quería mucho a esta hermana, también a los demás, pero ésta
era muy sencilla. Y dijo esta frase. Quería decir que Ancilla ya no estaba, que no
quedaba nada. Él escribió luego en su diario: ‘He llorado, he rezado, y luego me he
pacificado de nuevo. Ancilla está conmigo’. Recuerdo que cuando llegó la noticia a
Venecia se preparaba para un encuentro con una asociación de jóvenes mujeres de
servicio. Era una buena ocasión para alegrarse un poco. Y él me dijo: ‘Cuidado, no
digas nada. No debo llevarles mi dolor’. Me quedé sorprendido de cómo consiguió
dominarse y estar sereno, sonriente. Tras volver a casa me dijo: ‘Déjame un rato
tranquilo’. Se puso a llorar solo. Cuando fuimos al funeral en Sotto il Monte, entró a ver
a la hermana muerta, se recogió en oración y luego se agachó y la besó en la frente. Se
giró y me dijo: ‘Es la segunda vez que beso a mi hermana’. No estaban habituados a
estas efusiones. Era gente austera.

–¿Cómo consiguió una persona sencilla y humilde como el papa Juan un cambio tan
grande en la Iglesia?

–Es hora de dejar las cosas bien claras. Él no trajo grandes cambios a la Iglesia. Cuando
se decía: ‘¡El Papa ha ido a ver a los presos!’ ¿Pero a quién debe ir a ver? ¿A los
señores del Grand Hotel? Decían: ‘El Papa quiere a los niños’. ¡Y yo también! ‘¡El Papa
está por la paz!’ ¿Y cómo no? ¿No va a estar por la guerra? El discurso es este: él vivía
el evangelio. Después de la muerte del papa Juan, un hombre muy importante de la vida
política veneciana me dijo: ‘Monseñor Loris, el papa Juan me quería, pero era más
severo que su sucesor en Venecia, que es muy agradable. Pero a este no lo siento. ¿Qué
diferencia hay entre los dos?’ Yo le respondí en seguida: ‘Señor conde, el papa Juan era
bueno; éste se esfuerza en ser bueno’.

–¿Cómo veía el papa Juan la continuación de su pensamiento, de su actitud en la


Iglesia?

–Cuidado, hay que distinguir. Si me preguntáis, lícitamente, ¿cuál es la herencia del


papa Juan? Yo diría que ninguna. No dejó ninguna herencia propia. Él recibió el
depósito de la revelación de la vida de Cristo, que naturalmente vivió, gestionó e
interpretó, pero nadie lo aumenta o disminuye. Sólo le puede dar algún aspecto que
venga de su formación, de su cultura. Su último radiomensaje navideño lo dedicó al
hambre en el mundo. Al final del discurso, un monseñor se me acercó y me dijo: ‘Hoy
el Papa estaba un poco triste, ¿no? ¡Ha hablado del hambre en el mundo! ¿Usted cree
que hay hambre en el mundo?’ Este hombre de setenta años, llegado a cardenal me
preguntaba ¡si yo creía que había hambre en el mundo! Él venía de familia noble, tenía
un gran apartamento en el Vaticano, participaba en las ceremonias papales. No se puede
decir que este monseñor fuera malo. Ni tan sólo ignorante. Simplemente vivía en un
contexto determinado. Porque una cosa es hablar de la pobreza, ocuparse de la limosna,
y otra es ser pobre.

–¿Por qué algunos cardenales tenían manía al papa Juan?

–No creo que debamos decir ni siquiera eso. Estoy en contra del culto a la personalidad.
Que uno tenga simpatía o antipatía por un santo –aunque no esté declarado– o por un
Papa, no afecta su fe en Cristo. Para mí lo que importa es esto: si te importo, lee algo
que haya escrito, pero recuerda, nadie ha escrito todo a la perfección. Cada cual viene
de lugares y tradiciones distintos. Cuando el papa Juan hizo su primera entrevista con
periodistas, a los americanos les pareció bien, también a los franceses, pero los
españoles dijeron: ‘¡Pero si esto no es un Papa!’ Estaban habituados a pensar en un Papa
como un personaje lejano. Otro ejemplo: ¿sabéis quién presentó el fundador de Taizé,
Roger Schutz, al papa Juan? El severo cardenal Ottaviani, que le dijo: ‘Santo Padre,
puede fiarse de este hombre’. Y cuando lo recibió, Roger Schutz le preguntó: ‘Pero
Santo Padre, ¿usted se fía de nosotros?’ ‘Claro –respondió el papa Juan–, tenéis los ojos
de un niño, sois inocentes como ellos’. En Taizé nunca han olvidado esto. No es
necesario celebrar la unión de los cristianos completa, con prisas, hasta que no estemos
maduros. Aún no nos amamos entre nosotros suficientemente. Perdón, pero si ni tan
sólo ocurre en las familias, por qué debo maravillarme de que no nos queramos entre
extraños, de culturas y razas distintas. ¡Se necesita tanto tiempo aún! Lo he dicho esta
mañana a unos niños que han venido a visitarnos: ‘Chicos, nos queda aún tanto camino
por recorrer. Vosotros vivís en un país que quien estudia geografía social dice que es
católico: pero qué quiere decir. Seguro que católicos no, porque estamos cerrados en
nuestro nacionalismo. Y cristianos tampoco porque no imitamos a Jesús’.

–¿Qué pensaba Juan XXIII del cardenal Montini, futuro Pablo VI?

–Le tenía una gran estima. Lo habría hecho incluso secretario de Estado. Pero sabía que
muchos no estarían contentos, así que pensó que no valía la pena. Fue un gran arzobispo
de Milán.

–¿Cuáles eran los defectos de Juan XXIII?

–Alguno debería tener. Pero creo que no me volverá a suceder la maravilla de encontrar
a alguien que supiera olvidar las ofensas recibidas.

–¿Cómo veía él estas ofensas?

–Un día me dio su diario y me dijo: ‘¿Lo quieres leer? Léelo, aquí encuentras todas las
cosas de mi vida’. Y yo lo leí, claro. Más tarde, otro día, exultante mirando la agenda,
me dice: ‘Oh, mañana por la mañana viene el nuncio tal, qué buen chico, me ha hablado
de él Tardini [el secretario de Estado], hace tanto bien, representa dignamente al Papa’.
Yo, en un momento de sinceridad, le dije: ‘Santo Padre, disculpe, ¿no escribió usted
acerca de un secretario: ‘Soy un pájaro que campa en un bosque de espinas?’ Se refería
precisamente a ese nuncio, que lo acompañó en un viaje por el norte de África y España.
Él se puso severo y me dijo: ‘¿Y tú cómo sabes eso?’ ‘Lo he leído en su diario’ ‘¿Con
qué autorización?’ ‘Usted me la dio’. ‘Ah, sí, sí’, respondió. Y continuó: ‘No, pero ten
cuidado, entonces él era joven, un chico un poco superficial, ¡pero también bueno, eh,
generoso, sincero! Con su carácter, pero bueno y fiel. No, no, ahora hace tanto bien.
Preparémosle un buen regalo’. Yo entonces tenía unos cuantos objetos para regalar a
obispos, misioneros, pobres. Pero la verdad no me apetecía darle un buen regalo a este
nuncio. Fui arriba, cogí un estuche con un anillito de poco significado, poquita cosa. Se
lo llevé abajo, él lo miró y dijo: ‘¿No te parece poco?’ ‘Santo Padre –respondo– es un
anillo y además lo regala el Papa’. ‘Sí, sí, está bien, está bien’. El día después entra este
señor, besos y abrazos, ‘le esperaba, monseñor, cómo está, explíqueme’, le decía el
Papa. Eran los primeros cumplidos. Media hora después, toqué en la puerta y dije: ‘Qué
lástima, tenemos más gente que espera’. Mientras se despedían, miré sobre la mesas y vi
que el estuche seguía allí. Dije para mí: se ha olvidado de dárselo, ¡mejor! Yo estaba
contento: qué le vamos a hacer, todos tenemos nuestros pecadillos. Acabadas las
audiencias, cuando recogía las cosas para volver al apartamento, dije: ‘Santo Padre, se
ha olvidado de dar a monseñor el anillito’. Y me respondió: ‘¡No! Esta mañana ha
venido don Gaetano [un cardenal amigo suyo] y me ha dado un anillote que era una
maravilla y se lo he dado en seguida al nuncio’. Cómo olvidaba las ofensas recibidas…

Hasta aquí la parte de la entrevista que EL CIERVO ha puesto en Internet.


La entrevista publicada en papael contiene estas otras partes:

Los problemas del Concilio


Una beatificación lenta
La semilla de Juan Pablo II
El papel de los papas
La mujer y el futuro
Hay que escuchar

Más adelante presentaremos el resto, textualmente, o en resumen. ATRIO.

Y ésta es la semblanza sobre el entrevistado que se publica en El Ciervo:

Loris Francesco Capovilla nació en Pontelongo, cerca de Padua (Véneto) en 1915. Fue
ordenado sacerdote en Venecia en 1940. En su juventud fue una persona dinámica:
además de trabajar en la parroquia, fue capellán castrense en aviación, adjunto a la curia
patriarcal, maestro de ceremonias litúrgico y profesor de instituto. Fue también
periodista: se ocupaba de programas de radio locales, del semanario diocesano La voce
di San Marco y de la página veneciana de L’Avvenire d’Italia. El 3 de febrero de 1953
fue a París a encontrarse con Angelo Roncalli, que acababa de ser nombrado patriarca
de Venecia. Roncalli le pide que sea su secretario. Lo será durante diez años, en
Venecia primero, y desde el 28 de octubre de 1958 también en Roma. Su papel al lado
del Papa es extraordinario. Así lo entendió el escultor Giacomo Manzù, que grabó en la
Puerta de la Muerte de la Basílica de San Pedro la figura “de un pequeño monseñor,
secretario privado del Papa, sombrero en mano” [ver imagen en página 15].
En 1963, a la muerte de Juan XXIII, el recién nombrado Pablo VI lo escoge perito
conciliar. Cuatro años después, tras haber evitado en dos ocasiones el nombramiento
episcopal, acepta la designación como arzobispo de Chieti e Vasto. Desde 1972 a 1989
fue delegado pontificio en el Santuario de Loreto, con el título de arzobispo de
Mesembria, antigua ciudad búlgara, que le fue concedido por Pablo VI en memoria de
Juan XXIII, que había tenido el mismo título entre 1934 y 1953. Desde 1989, Capovilla
vive en Sotto il Monte, en Ca’Maitino, casa en la que veraneó el arzobispo Roncalli
hasta su elección como Papa. –Redacción

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