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El anillo prodigioso
El emperador y el bandido
Carlomagno estaba un día durmiendo en su palacio a orillas del Rhin, no lejos de Francfort,
y vio, en sueños, un ángel rodeado de una aureola. El ángel se colocó delante del
Emperador y le dijo:
—Levántate, gran Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te
acompañe, para cometer un robo.
A Carlomagno, cuando despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su
descanso. Y pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él
le ordenaba:
—¡Levántate, oh Rey, y prepárate a cumplir lo que te he dicho antes. Es por tu bien y por la
salvación del Imperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su
inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y, pensativo ante la reiterada aparición, decidió obedecer y salir de
Palacio para cometer un robo. En vano se esforzaba en descubrir el sentido de las palabras
del ángel que mandaba a un emperador pío y honrado cometer una acción tan deshonrosa.
Pero como la aparición había hablado de manera tan categórica, decidió —como
decíamos— obedecer la orden recibida. Así que, poco después, cuando se hizo de noche, se
vistió con ropas de viaje, fue a la cuadra y puso la silla a su corcel favorito con sus propias
manos y salió del castillo. Ninguno de los servidores ni escuderos, ni tampoco los porteros,
se dieron cuenta de su salida, pues estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado
letargo. El Emperador se dirigió a la selva vecina, e iba diciendo para sí: «Puesto que es la
voluntad manifiesta del Señor que yo haga una cosa que me causa horror desde mi infancia,
obedeceré, pero no sé ciertamente cómo hacerla, y el famoso ladrón Elbegasto, que he
hecho perseguir hasta aquí sin tregua, me sería bien útil en este momento. Yo le
recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayudara en el momento
fatal de cometer el robo.»
Entonces, a la pálida luz de la Luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Este
parecía igualmente haber visto a Carlos y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse
con él cara a cara.
El caballero llevaba una armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en
un caballo negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al
Emperador que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que cabalgaba solo por
la selva, en medio de la floresta. El color negro del silencioso jinete no le parecía a Carlos
de buen augurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que hubiera salido al
camino para tenderle un lazo. Por fin, el misterioso caballero habló, diciendo:
—¿Quién sois vos, que cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los
senderos nunca hollados de la selva? ¿Sois quizá un servidor del Rey que busca la pista de
Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos atrás, porque
fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los consejeros de la corte imperial, ese
hombre conoce los senderos de estos lugares salvajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
—Mi camino no es el vuestro. Solamente el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de
mis acciones. Y si mi contestación no es de vuestro gusto, estoy dispuesto a sostenerla
como conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la espada de su vaina y se preparó al combate. En el mismo instante
el caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la lucha. El
extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que la punta de su lanza
se rompió en pedazos y se encontró sin defensa. Carlomagno se hubiese avergonzado de
matar a su adversario desarmado, y le dijo:
—No quiero vuestra vida. Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis
por estos lugares.
—Yo soy Elbegasto —repuso el otro—. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que
Carlomagno me expulsó del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y
por el bandidaje. Hasta aquí nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y puesto
que me habéis tratado con tanta generosidad y nobleza, decidme lo que puedo hacer en
ayuda vuestra, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
—Si es cierto que sois el famoso bandido Elbegasto, a cuya cabeza ha puesto precio el
Emperador, podéis testimoniar vuestro reconocimiento ayudándome a cometer un robo. He
emprendido esta excursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda puede serme
útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo y realicemos el robo juntos.
El bandido exclamó:
—¡Alto! Jamás he robado ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y
me ha desterrado, lo ha hecho por instigación de malos consejeros y lejos de mí el
pensamiento de querer causar el menor daño a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que
han hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al conde
Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo: ha arruinado a muchos hombres honrados y
no vacilaría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida si tuviera medios para
ello.
Carlomagno se alegró interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos
de fidelidad, y le dijo:
—Te acompañaré al palacio de Egerico.
Y juntos se dirigieron al castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el
medio de entrar en el edificio, haciendo diestramente un agujero en el muro, y dijo a Carlos
que le siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir
fácilmente las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero, dijo
a su esposa lo suficientemente alto para que lo oyeran Carlos y Elbegasto:
—Quizá haya ladrones en el castillo. Voy a ver.
Se levantó, en efecto; encendió una antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones.
Sin embargo, como Carlos y Elbegasto habían tenido tiempo de esconderse debajo de la
cama del Conde, donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descubiertos.
Egerico apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la Condesa a su
esposo:
—¡Oh esposo!, seguramente ningún ladrón ha entrado en la casa. Pienso, por el contrario,
que es algún cuidado lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros
imaginarios. Sin duda algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este desasosiego;
confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible, con mis consejos.
El Conde contestó:
—Ya que la ejecución de mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto.
He hecho un pacto con doce caballeros y nos hemos juramentado para asesinar al
Emperador, ya que nos ha prohibido imponer a los viajeros del camino real ciertos tributos.
Nadie sabe nuestro propósito y te pido que guardes silencio pues, si no es así, ni tu vida
estaría segura.
El Emperador no perdió ni palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se
volvieron a dormir, el Emperador y su acompañante, deslizándose, salieron de su escondite,
y una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su palacio.
Al día siguiente, muy temprano, convocó a su Consejo y dijo:
—He soñado esta noche que el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados,
con intención de asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado
de no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos caballeros que
tienen alma de ladrones. Cuidad, pues, de que haya suficiente número de soldados
preparados para intervenir, si ello fuera necesario.
Hacia el mediodía, Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la
sala real, fueron detenidos por los soldados y se les encontraron las armas ocultas entre sus
vestiduras. Los conjurados, sorprendidos y desconcertados, no pudieron negar sus siniestros
propósitos. Después de un breve juicio, fueron entregados al verdugo, que los hizo perecer
de vergonzosa manera.
Elbegasto fue llamado a Palacio por el Emperador, que le perdonó públicamente y que le
encomendó un cargo, con la promesa de que el bandido renunciase a sus actividades.
Richmodis la resucitada
Hacia mediados del siglo XIV vivía en Colonia el señor de Aducht con su mujer
Richmodis. El más tierno amor unía a los esposos en una dicha perfecta y ambos gozaban
de la mejor reputación en toda la ciudad.
Pero esta felicidad se vio prontamente destrozada. En 1357 la peste asoló la ciudad. Los
habitantes caían muertos en medio de las calles y aquellos que no podían salir de Colonia
esperaban resignados la muerte. Richmodis fue atacada de la epidemia y pocos días después
murió. Por las circunstancias, no se podía ni pensar en un entierro solemne; así que el señor
de Aducht se vio forzado a enterrar al momento a su mujer en el cementerio de los Santos
Apóstoles. Sin embargo, para honrar de alguna manera a la difunta, quiso que sus joyas
fuesen enterradas con ella. Así se hizo. Pero esto fue advertido por los enterradores, los
cuales, tentados por la codicia, una vez que llegó la noche, abrieron la fosa para robar las
ricas alhajas. Ya llevaban cogidas varias de éstas, cuando al querer sacar de uno de los
dedos de Richmodis un maravilloso anillo, la dama, que en realidad no había muerto, sino
que solamente había sufrido un letargo, volvió en sí. Los sepultureros, espantados, huyeron,
y la señora, levantándose, salió del cementerio y se dirigió a su casa.
Cuando llegó a la puerta, golpeó. Acudió un criado y preguntó quién era el que llamaba a
tan intempestivas horas. Cuando oyó la voz de su señora, que decía: «Soy yo», tembló de
espanto y fue a decirlo al señor de Aducht. Éste, creyendo que era una alucinación del
criado, contestó:
—Tan imposible es que mi mujer haya resucitado como que mis caballos suban a la
guardilla.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, se oyó un estrépito terrible y vio asombrado
que sus caballos, saliendo de las cuadras, penetraban en la casa y subían a la guardilla.
Entonces el caballero, dominando su espanto, corrió a la puerta, la abrió y encontró a su
mujer, a la que abrazó tiernamente.
La resucitada recibió los mayores cuidados. Gracias a ellos tomó fuerzas y vivió durante
muchos años en compañía de su marido, alabando siempre a Dios por el gran favor obrado.
Warin era un conde de Altorf y Ravensburg en Suabia, el cual tenía un hijo que se llamaba
Isenbart, que estaba casado con Irmentrut. Sucedió que una pobre mujer de la región dio a
luz tres niños de una vez. Cuando la condesa Irmentrut lo supo, exclamó:
—¡Es imposible que esta mujer pueda haberlos tenido a la vez de un solo hombre, sin
adulterio!
Esto lo dijo abiertamente ante el conde Isenbart, su dueño y señor, y toda la corte.
—Y esta adúltera —continuó— no merecería otra cosa que ser encerrada en un saco y
echada a un río para que se ahogase.
Al año siguiente, la condesa misma quedó embarazada. Y estando su marido en una
expedición guerrera, dio a luz doce niños. Temblorosa y espantada, pensando que
seguramente a consecuencia de sus propias imprudentes palabras, se la acusaría a ella
misma de adulterio, ordenó a su camarera que llevase a once de los niños al arroyo próximo
y que los ahogase. Y guardó al duodécimo. La vieja metió a los once inocentes niños en
una gran tinaja y se dirigió al cercano arroyo, que se llama aún el Schartz. Pero Dios quiso
que en ese momento llegase el conde Isenbart y le preguntó qué llevaba en la tinaja. Ella le
contestó que eran lobitos.
—Enséñamelos —dijo el Conde—; quizá me guste alguno para domesticarlo.
—¡Ah señor —dijo la vieja—, ya tenéis bastantes lobos! Os espantaríais si vierais tal
fealdad de lobitos.
Pero el Conde insistió y la obligó a destapar la tinaja. Cuando vio los once niñitos y vio
que aunque eran pequeños tenían aspecto noble y hermoso, preguntó violentamente:
—¿De quién son estos niños? Entonces la vieja no pudo hacer más que declarar la verdad y
contarle todo lo que había pasado y la razón por la que su mujer había mandado ahogar a
los once niños.
—El Conde mandó que los «lobitos» (Welfen) fuesen entregados a un rico molinero que
vivía al lado del río para que los educase, y ordenó a la vieja que volviese sin temor a
decirle a su señora que las órdenes de ahogar a los niños habían sido cumplidas.
Seis años después mandó el Conde que vinieran los once niños vestidos noblemente y
adornados, a su palacio, donde se encuentra actualmente el convento Weingarten. Invitó a
todos sus amigos y comieron y bebieron alegremente. Al acabar el banquete, hizo entrar a
los once niños, que iban vestidos de rojo y todos y cada uno eran tan iguales en color,
miembros, estatura y figura al duodécimo que la Condesa había guardado consigo, que no
se podía dudar de que hubieran sido engendrados por un mismo padre y bajo el corazón de
una misma madre.
El Conde se levantó y preguntó ceremoniosamente a todos sus amigos:
—¿Qué muerte merece la mujer que haya querido matar a estos niños tan hermosos y
nobles?
La Condesa, ya sin fuerzas por la angustia, cayó desvanecida al oír estas palabras, pues el
corazón le decía que en los jóvenes había carne y sangre suya. Cuando volvió en sí, se
arrojó a los pies del Conde y con ardientes lágrimas le pidió perdón. Los compañeros del
Conde se unieron a esta petición y éste, por fin, perdonó a su esposa su necia incredulidad
que pudo haber sido causa de un grave crimen.
Para eterno recuerdo de esta maravillosa historia requirió y ordenó el Conde a los amigos y
parientes que su sucesión no llevaría ya el nombre de condes de Altorf, sino que él y su
estirpe se denominarían desde entonces Welfen.
Y éste fue el origen de tan importante estirpe.
En Sisevy, junto al Schlei, vivía una mujer que era bruja, teniendo poder sobre los vientos.
Los pescadores de arenque del Schleswig la visitaban a menudo para pedirle que hiciera
reinar en sus expediciones vientos favorables. Un día un grupo de estos pescadores que
quería volver al Schleswig observó que reinaba viento del Oeste, que les era desfavorable.
Visitaron a la bruja y le dijeron:
—Queremos volver a nuestro pueblo; pero reinan vientos contrarios. Pídenos lo que quieras
por darnos buenos vientos.
Ella les exigió gran cantidad de pescado y, cuando lo tuvo en su poder, les dio un pañuelo
con tres nudos.
—Os doy este pañuelo con tres nudos. Con él tendréis buenos vientos soltando dos de estos
nudos. Pero el tercero no lo soltéis hasta después de haber atracado, pues de lo contrario
correréis grandes peligros.
Los pescadores se dirigieron al muelle; embarcaron y desplegaron las velas, aunque aún
reinaba el viento del Oeste. Y el capitán cogió el pañuelo y soltó uno de los nudos.
Inmediatamente el viento cambió y empezó a soplar suavemente del Este. Levaron anclas,
soltaron las amarras y salieron de !a boca del puerto.
Cuando habían navegado algún trecho, quisieron ir más de prisa y soltaron el segundo, y
vino un vendaval que los llevó con la mayor rapidez hacia el puerto al que se dirigían.
Ya estaban cerca de este puerto, cuando, llenos de curiosidad, y olvidando los consejos de
la bruja, abrieron el tercer nudo. ¡Ojalá nunca lo hubieran hecho!, pues estalló una gran
tormenta que los puso en trance de perecer, teniéndose que arrojar al agua todos para poder
llegar a la orilla y salvar los barcos.
En las orillas del lago de Constanza se dice que los primeros que llevaron la santa verdad
de la religión de Cristo hasta allí fueron San Columbano y San Galo. Y por eso el primero
es el Patrón de Rocschars, y el segundo, de Sankt Gallen. Se cuenta que una noche en que
San Galo tendía sus redes a orillas del lago —redes que él mismo tejiera en tardes de
trabajo y paciencia —, oyó la voz de un demonio que salía de la espesura de un bosque
cercano. El cual, con tono agudo y chirriante, llamó por su nombre a otro espíritu que
estaba en lo profundo del lago. Este último, que se acercaba, contestó también con potente
voz:
—Aquí estoy!
De nuevo el Santo oyó la voz del primero, que gritó, como un lamento:
—¡Ven pronto en mi ayuda, oh espíritu hermano, y lucha conmigo contra unos malditos
extranjeros que llegan de lejos, derribando mis imágenes y haciendo que abandonen mi
culto los habitantes de las orillas del lago! ¡Ven conmigo y juntos lucharemos hasta que,
aterrorizados, huyan fuera de los límites de nuestro país!
El que estaba dentro del lago contestó:
—¡Ay, cómo has dicho verdad! Por mí mismo la estoy sintiendo en este momento; uno de
ellos se ha apropiado de mis dominios y los convierte en un desierto. Por mucho que haga,
y por muchos medios que intente, no consigo desgarrar sus redes, ni siquiera engañarlo.
Nada puedo, pues en los labios de este hombre, de ese maldito extranjero, flota
constantemente el nombre del Dios verdadero.
Entonces el Santo recobró su valor, se resguardó, persignándose, y con el nombre de Cristo
en los labios exorcizó a los demonio y corrió al lado de su amigo y maestro para contarle lo
que le había sucedido. San Columbano llamó a capítulo a todos los hermanos que
componían la comunidad, y apenas comenzaron a entonar sus cantos y sus oraciones,
cuando oyeron una terrible gritería que venía del lago. Las aves volaron espantadas, y las
aguas se agitaban como si soplase una terrible tempestad. Era que los demonios huían ante
el poder de las oraciones de los monjes. Upo de los demonios, que era una bruja, saltó en
tres saltos sobre el lago y escapó.
En la cercanía de la ciudad hay dos rocas que aun hoy llevan el nombre de Rocas de la
Bruja. La más pequeña se encuentra cerca del balneario; la otra, cerca de la estación, y la
última, que es la mayor, se ve cuando el lago está bajo hasta cuatro pies por debajo del
nivel normal. Según la leyenda, la bruja saltó apoyándose en las tres rocas, hasta ganar la
otra orilla. Se cuenta también que hasta hace poco tiempo podían verse en las rocas huellas
de pies humanos deformes.
En una pequeña aldea de la montaña alemana se celebraban con gran brillantez las fiestas
de Pentecostés. Todos los vecinos engalanaban la noche de vísperas sus balcones con
colgaduras y guirnaldas de flores y al amanecer de aquel día aparecía la aldea radiante de
flores, animación y alegría.
Habitaba en el pueblo un pobre anciano con dos hijas mozas, muy bellas, pero que vivían
tan estrechamente que no tenían siquiera una tela con que adornar la sola ventana de su
humilde choza. Las muchachas estaban apenadas de que fuera su casa la única del pueblo
que no se sumase a la fiesta religiosa, y, entristecidas, se acostaron, pensando en el
despertar del día siguiente. Ya en la cama, las dos hermanas idearon que podían lavar
aquella noche la única sábana que tenían y adornar con ella, cubriéndola de flores, su
ventana. Callandito, se levantaron, para no hacer ruido, para que el padre no se enterara de
que se iban.
Tenían que atravesar un espeso monte para llegar al río, y las dos hermanas iban muy
cogidas del brazo, con gran miedo, sobresaltándolas todas las sombras que veían. La noche
estaba envuelta en tinieblas, un viento huracanado movía los árboles, haciendo crujir las
ramas, que se inclinaban amenazadoras sobre las muchachas, que temblaban de espanto. El
viento aullaba como manadas de lobos hambrientos.
Las jóvenes, con el miedo, se perdieron y tardaron en encontrar el río. Por fin vieron relucir
el agua y se arrodillaron a la orilla para lavar con gran prisa entre las dos. Una de ellas dijo:
—¿Qué hora será? Porque desde las doce de la noche es fiesta y es pecado trabajar.
Su hermana la tranquilizó diciendo que faltaba mucho para la medianoche y, afanosas
continuaron su tarea, para acabar pronto, antes de que su padre despertara y viera que
habían salido. Tan preocupadas estaban lavando, que no se dieron cuenta de que en el
lejano reloj de la iglesia daban las doce, ni de que el cielo se encapotaba y amenazaba una
tormenta. De repente, hinchándose la corriente del río con sordo ruido y revolviéndose el
agua en torbellinos de espuma, se desbordó, arrastrando a las infelices muchachas que,
envueltas en la sábana que les servía de mortaja, fueron llevadas por el agua, río abajo.
Al día siguiente amaneció despejado y luminoso. La aldea hervía de animación y alegría,
con la nota riente de sus floridos balcones.
El viejo despertó con la algazara y bullicio callejero y las músicas y canciones populares
que resonaban en la aldea. Buscó a sus hijas por la casa, y al no verlas, pensando que
habían ido por flores y plantas para enramar la ventana, salió en su busca. Al llegar al
bosque, preguntó a un arriero si había visto a dos jóvenes rubias y muy bellas. Pero el
arriero a nadie había encontrado.
Siguió andando, y preguntó a unos labriegos si habían visto por allí a dos jóvenes rubias y
muy hermosas, pero ellos con nadie se habían cruzado en el camino.
Más allá vio a un pobre viejo y, acercándose a él, le hizo la misma pregunta. Le respondió
que las había visto la noche anterior que, con un lío de ropa en la mano, se dirigían hacia el
río. Sintió el padre un golpe en el corazón ante la noticia, pues habían pasado muchas horas
y le alarmaba que no estuviesen ya de vuelta.
Con ansiedad se dirigió al arroyo y encontró a un pastor con su rebaño, que pacía en las
praderas de la orilla, y le preguntó si había visto por allí a sus hijas. El pastor le contó cómo
había visto que el río, desbordado, arrastraba con su impetuosa corriente los cadáveres de
dos muchachas rubias envueltas en un sudario blanco.
El anciano padre, loco de dolor, corrió gritando por la orilla del río, y preguntando por sus
hijas a todos los que veía. Todos le contestaban: «¡Más abajo!»
Continuó corriendo siempre y llamándolas con tristes alaridos, que todavía se escuchan por
las noches en las márgenes del río, sin que hasta el presente haya logrado el pobre anciano
dar con el paradero de sus hijas.
Dicen las gentes del país que en los aniversarios del trágico suceso se oye desde la orilla del
río el golpear de la ropa de unas invisibles lavanderas nocturnas que muchos han pretendido
sorprender, y al ir a cogerlas, el ruido se oye en la orilla opuesta.
En Hertaburg vivía hace muchísimos años la diosa Herta. Tenía a su servicio doce
doncellas, las cuales, al cabo de un año eran sacrificadas en honor suyo. A éste objeto,
tenían que conservarse vírgenes y puras de todo contacto de varón. Los sacerdotes cuidaban
de que esto fuese observado estrictamente. Una noche fue vista una de las doncellas en el
bosque con un joven. Fue perseguida, pero no la pudieron capturar ni reconocer.
A la mañana siguiente fueron todas severamente interrogadas, pero ninguna confesó que
hubiera roto su juramento. Una vez tras otra, los sacerdotes preguntaron a las doncellas,
pero sus esfuerzos fueron infructuosos.
Resolvieron entonces preparar una ordalía (juicio de Dios). Las colocaron en fila ante una
gran roca que aún hoy existe, y cada una tenía que pasar por encima de esa roca. Once de
ellas pasaron sin que nada se notase. Pero al pasar la última se le hundió profundamente un
pie en la piedra. Y junto a la huella que quedara se vio claramente otra de un pie de niño
chiquitito. Entonces comprendieron que la diosa, irritada por el crimen, había hecho que la
piedra se ablandase bajo la planta de la culpable, para que saliera a luz su pecado.
La doncella culpable fue muerta inmediatamente. Sus compañeras vivieron aún hasta el fin
del año, y entonces fueron arrojadas al lago de Herta (Hertasee), al sonido del tambor y de
la música, con toda solemnidad.
***
Todos los años, poco antes de la cosecha, era paseada la imagen de Herta en un carro tirado
por bueyes a través de los campos. Dicen que muchos se arrojaban debajo de las ruedas
para ofrendarse de este modo como sacrificio. Una vez de regreso el carro a Hertaburg, era
limpiado por criados, que luego también eran arrojados al Hertasee. Por eso, aun en tiempo
de nuestros abuelos, era considerado el Hertasee como sagrado, de modo que nadie se
atrevía ni a coger agua ni acercarse a sus orillas. Ahora hay, en cambio, mujeres que
incluso lavan sus ropas en las aguas sagradas.
A menudo, sobre todo en las noches de luna, se ve llegar del cercano bosque en donde se
encuentra Hertaburg, a una hermosa mujer, que se dirige al lago para bañarse en él. La
rodean muchas doncellas que la acompañan al agua. Al llegar a la orilla, todas desaparecen
en las ondas y sólo se oye el chapoteo que producen. Al cabo de un rato se las ve salir de
nuevo y volver al bosque envueltas en blancos y flotantes velos. El caminante que ve esto
se halla en gran peligro, pues se siente atraído con fuerza hacia el lago en que se baña la
bella mujer, y una vez que ha tocado el agua, le tragan las ondas. Se dice que esa mujer
atrae cada año a una persona.
La virgen de Dorschaufen
En Tréveris, la bella ciudad, era día de fiesta y las campanas resonaban por las calles
anunciando la misa mayor, en que debía oficiar el obispo Egiberto. Acudían burgueses,
caballeros y artesanos, y los niños del coro llegaban corriendo, bromeando, reprendidos por
el maestro de capilla. Ya tocaban las campanas el último toque. En el templo, la
concurrencia era grande. Comenzó el organista a modular un canon, que pronto fue seguido
por las frescas voces de los niños. El obispo comenzó a leer la misa. Pero cuando se volvía
para decir «Dominus vobiscum», una golondrina que había entrado en la Catedral, la
hermosa Catedral de San Pedro, se lanzó sobre la cabeza del obispo, golpeándolo
fuertemente.
Entonces el obispo, indignado y furioso contra las golondrinas que anidaban en los bellos
capiteles, pidió al Señor que no dejase vivir a ninguna, más dentro del templo. Y debió de
ser concedido, pues desde entonces, según se cuenta, cada vez que una golondrina penetra
en la Catedral, cae muerta.
El pueblo de Pichelsdorf, junto a Spandau, a cuya altura forma el río Havel un gran lago, es
uno de los lugares más antiguos de la región, pues los habitantes de ella aseguran que ya
existía en el tiempo en que los hombres vivían en las cuevas. Exactamente al lado de la
desembocadura del río, en el citado lago, forma la corriente una lengua de tierra bastante
larga cuyo extremo cae a pico sobre el agua.
Se dice que en una guerra antigua, un caballero —dicen los eruditos que era Jaczo von
Koepenick— llegó a ese sitio perseguido por sus enemigos. En lo precipitado de su huida
no advirtió que se metía por la lengua de tierra adelante y que no tenía ninguna huida. Los
enemigos gritaban ya, triunfantes: «¡Es nuestro, está dentro de un saco!» (Por esto la lengua
de tierra se llama «el Saco».) Pero el caballero no se desanimó y probó todavía el último
medio de salvación.
Hincó las espuelas en los ijares del caballo y lo hizo saltar. El noble corcel hizo un esfuerzo
prodigioso; saltó increíblemente y cayó en la otra punta que avanzaba del extremo opuesto
del lago. De esta manera se salvó Jaczo von Koepenick.
El caballero, en recuerdo de su salto, colgó el escudo y la lanza en un roble que se
encontraba junto al sitio en donde su corcel saltara, y por eso se llama también Schildhorn
(Cuerno del Escudo).
Unos dicen que el suceso ocurrió durante la guerra de los Treinta Años. Otros dicen que el
caballero fue Federico el Grande. Pero los enterados afirman que fue el príncipe Jaczo von
Koepenick. Este príncipe, habiendo querido desposeer al margrave Albrecht el Oso de la
ciudad y país que le pertenecían, fue vencido por éste en el año 1157. Se dice también que a
consecuencia de su salvación, el príncipe Jaczo se convirtió al cristianismo.
A un escaso cuarto de milla del monte Streckel, en la isla Usedom, no lejos del pueblo de
Zinnowitz, existió hace muchos años una ciudad grande y hermosa que se llamaba Wineta
o Fenedich. Era extraordinariamente rica, y la rodeaba una alta muralla, en la cual se
encontraban tres puertas lujosísimas de plata y oro, y con muchas estatuas. Esta ciudad era
tan rica como perversos sus habitantes.
A pesar de que había muchísimas iglesias en la ciudad, los predicadores se encontraban los
domingos completamente solos en las amplias naves, pues a nadie le parecía ya necesario
asistir al servicio divino. Y no solamente esto, sino que despreciaban abiertamente los
beneficios que les había concedido Dios. Los agujeritos de las paredes los tapaban con
miga de pan, alimentaban a sus hijos con exquisitos bizcochos y ponían la comida a los
cerdos en vasijas de oro, que aún no les parecían bastante buenas.
Por fin, a Dios le parecieron demasiados crímenes y decidió hacer desaparecer a Wineta.
Un hermoso día de verano se desencadenó de repente un gran temporal, la tierra se abrió,
las olas se precipitaron en la ciudad y ahogaron a los habitantes, devorándolos para siempre
en sus saladas aguas.
De la terrible catástrofe solamente se salvó un hombre, que era el único que cumplía
devotamente con Dios. Este hombre pudo montar en su caballo y huir. Las olas le
persiguieron, pero él pudo llegar felizmente al pueblo de Koserowy. Allí se encontró a
salvo, pero su caballo cayó muerto. Así desapareció Wineta. Todos los años, en el santo día
de Pascua, sale la ciudad de las aguas, elevándose, y los habitantes vuelven a la vida,
bailando y saltando alegremente. Otros dicen que si los domingos a mediodía se pasa por el
sitio en donde se hundió, pueden verse aún las calles, su trazado, las ricas casas y las
hermosas iglesias, en el fondo de las aguas.
Hace muchos años existía un antiguo castillo, fuertemente amurallado y con altas torres;
estaba rodeado de un profundo foso, con puente levadizo, que ofrecía grandes seguridades
para su defensa. En él habitaba el poderoso conde de Isang, dueño de extensos territorios y
señor de numerosos vasallos, que constantemente acudían, temerosos, a rendirle homenaje.
El Conde tenía un carácter soberbio y altanero y su conducta era vergonzosa. Hacía llevar
al castillo a las más bellas muchachas de sus dominios y después de hacer con ellas su
voluntad, las arrojaba fuera, sin consideración alguna, abandonándolas a su suerte.
Una hermana del Conde era religiosa en un convento de Landau. Su hermano fue a verla y
la llevó a pasar unos días con él al castillo. Allí supo la vida de impiedad del Conde y,
escandalizada, rogaba constantemente a Dios que tocara el corazón de su hermano y le
convirtiera por todos los medios. El Señor escuchó sus ruegos: le concedió que el Conde
pudiera entender el canto de los animales. Aquella noche había preparado la cocinera, para
cenar, una anguila blanca, manjar predilecto de su señor. El Conde saboreó la anguila con
deleite, y este alimento le dio el poder de entender el canto del gallo. La primera vez que
cantó, creyó comprender: «Conde Isang, apresúrate a huir, que tu castillo se hunde; si
quieres salvar tu vida, monta en tu caballo más ligero y aléjate.»
El señor no hizo mucho caso del gallo, dudando si sería una mala interpretación suya. Pero
cuando el ave volvió a cantar, repitiendo: «Conde Isang, huye rápidamente...» se levantó
corriendo y tomando su caballo más rápido, quiso huir. Pero al mismo tiempo, un criado
que al servir la cena había comido a escondidas un trozo de anguila, entendió también al
gallo y se agarraba al caballo, intentando salvarse en la huida. El conde Isang quiso soltarle
y forcejeó, pero el criado se agarraba fuertemente y no consiguió más que perder el tiempo.
Por fin, sacó su espada y cortó los brazos del criado, que cayó en tierra, desangrándose. Él
Conde galopó en su caballo, mientras el gallo cantaba por tercera vez: «No mires hacia
atrás; si no, perecerás.»
Cabalgaba como un rayo, sin volver la cabeza. Atravesó una extensa llanura y llegó hasta
cerca del monte de Meeleuberg, escaló sus cumbres y sintió temblar la tierra bajo sus pies.
Llegó a la cima, desde donde se domina todo el valle y allí se atrevió a levantar la cabeza,
quedando horrorizado al ver los torreones derrumbados y el castillo que se hundía, como
tragado por la tierra agrietada y levantando columnas de polvo. Vio todo su territorio
agitado por una tremenda conmoción, que desaparecía en las entrañas de la tierra y fue
después sumergido por las aguas, formando el actual «lago de Seeburg». El Conde recordó
que en una comarca lejana le quedaba un pequeño territorio y se dirigió a él. Y allí,
haciendo vida de ermitaño, entregado a la oración y rigurosa penitencia, expió sus culpas
hasta el último día de su vida.
Las Siebengebirge, como su nombre indica, son siete colinas que se alzan a orillas del Rhin,
entre Königswinter y Godesberg. Surgieron de la siguiente manera: Hace mucho tiempo
todo aquello era un gran lago formado por las aguas del Rhin, cuyo valle estaba cerrado. La
gente que vivía en los bosques cercanos, el Eifel y el Westerwald, se propusieron desviar
las aguas del lago, perforando con este objeto la montaña que cerraba el valle. Como no se
sentían capaces de un trabajo tan grande, enviaron un mensaje a los gigantes,
prometiéndoles una gran recompensa. Siete gigantes aceptaron inmediatamente la atrayente
propuesta. Cada uno tomó una gran azada y, echándosela a la espalda, se pusieron
rápidamente en camino. Llegaron a las orillas del Rhin y empezaron a trabajar.
En pocos días cavaron un agujero profundo en la montaña. El agua se precipitó en él y lo
agrandó de tal manera, que el agua se fue por allí rápidamente. La gente se alegró mucho
del beneficio conseguido y dieron las gracias a sus bienhechores y trajeron de todas partes
las recompensas prometidas. Los gigantes se repartieron el tesoro como hermanos y cada
cual metió la parte que le había correspondido en su saco de viaje. Luego se prepararon
para regresar. Sin embargo, antes de marchar, golpearon los azadones para que se
desprendiesen los trozos de tierra y las rocas que se les habían quedado pegados, y
formaron siete montes, que son los que actualmente se ven a orillas del Rhin.
El fuego de la bruja
En Riess vivía una viuda con su hijo, el cual era carretero y con su trabajo proporcionaba el
sustento a su anciana madre. Un día sucedió que el señor de Hohenstein apresó al carretero
y pidió por él un rescate que había de satisfacer la madre. Con grandes sacrificios, la viuda
pudo pagar lo que le exigían.
Esto se repitió otra vez. De nuevo el carretero fue hecho preso por los soldados del señor de
Hohenstein, y hubo de pagar su madre un crecido rescate por la libertad del hijo. Y así se
arruinó completamente. De modo que cuando por tercera vez el carretero fue sorprendido
en el bosque y conducido al castillo del señor, la viuda no tenía ya ni una moneda con que
pagar el rescate.
Fue al castillo, y, echándose a los pies del señor, le suplicó que diese libertad a su hijo:
—Soy muy anciana y no me puedo valer. Sólo me sustento del mísero jornal que gana mi
hijo después de trabajar duramente.
Pero el señor le contestó con grandes carcajadas:
—No pienses en que voy a dejar escapar tan buena presa. Lo mismo que pudiste pagar
antes, lo podrás hacer ahora.
Y dio orden de que la arrojasen fuera. Pero ella, mirándole con ojos de fuego, le dijo:
—Me habéis convertido en una mendiga y queréis que mi hijo se consuma en una torre.
Pero os juro que antes de ello os consumiréis vos por el fuego.
Mas el señor, riendo a grandes carcajadas, ordenó de nuevo a sus soldados que la arrojasen
del castillo.
Esta mujer era bruja, aunque nunca ejercía sus artes. Mas cuando llegó a su casa, recordó
todo lo que sabía. Hizo una estatuilla de cera, que reproducía toscamente la imagen del
caballero y la metió en el fuego. La estatuilla se fue derritiendo lentamente. A la misma
hora, el señor de Hohenstein estaba en una alegre bacanal, pero de pronto empezó a dar
grandes alaridos, gritando: «¡Que me quemo! ¡Que me quemo!», y a retorcerse, preso de
terribles dolores. Los asistentes estaban atónitos, mas él seguía gritando: «¡Que me quema
la bruja! ¡Preparad mi caballo!» Y entre grandes quejas, se dirigió al convento de Comburg,
en donde pidió confesión, expirando a la mañana siguiente, consumido por el terrible fuego
interior, fue enterrado en Comburg, en el claustro de la sala capitular. Se dice que fue el
último señor de Hohenstein, y si no hay confusión con otro de idéntico nombre que vivía en
el Harz, ha de ser el mismo cuyo sepulcro se parece mucho al de Goetz von Berlichingen.
El emperador Federico II
Federico II, tras muchas vacilaciones y excusas, se decidió a emprender la cruzada contra el
turco. No fue la suya una marcha espectacular, plena de actitudes heroicas, al modo de la de
un Ricardo Corazón de León, mas su gran talento diplomático consiguió resultados sin
duda más positivos, demasiado positivos tal vez para aquella cristianísima y caballeresca
época. En este romántico, aunque forzoso conato de cruzado, es en el que se ha fijado la
leyenda para adueñarse de la figura inquietante del emperador filósofo.
Se encontraba Federico II en Palestina al frente de sus tropas, cuando, sorprendido y
apresado por los turcos, fue llevado a presencia del Sultán. Vanas resultaron las tentativas
del rescate. Al fin, el Sultán decidió ofrecer a su regio cautivo la liberación, a condición de
que acometiera y llevara a cabo la conquista de cuatro piedras preciosas que, escondidas en
un bosque bajo la inexpugnable custodia de terribles monstruos, despertaban, hacía mucho
tiempo, la codicia del Sultán. Se trataba de cuatro talismanes que aseguraban a quien los
poseyera cualidades inestimables: la invisibilidad, la agilidad, la impasibilidad y la
inmortalidad. El día que Federico hiciera al sarraceno dueño de tales tesoros, lo sería él de
su libertad.
El Emperador reflexionó y comprendió que la conquista de la primera piedra le aseguraría
la posesión de las otras, al mismo tiempo que la libertad. Aceptó, pues, la propuesta y se
puso en camino. Hizo cavar un túnel que le llevara al lugar secreto en donde se encontraban
depositadas las piedras. Tras una breve y anhelante espera, se lanzó con decisión y logró
apoderarse de una de ellas, que, por dichoso azar, era precisamente la piedra de la
invisibilidad. Sirviéndose de la feliz propiedad de este talismán, Federico se adueñó
fácilmente de las demás piedras, entre el impotente furor de los burlados monstruos. El
Emperador, como es de suponer, no volvió a presencia del Sultán; prefirió regresar a su
hermosa Alemania, en donde aún vive en opinión de muchos, sin que nadie pueda saber
dónde.
Algunos juzgan que se estableció en Kaiserslautern, magnífica residencia, hermoseada por
un estanque y un jardín poblado por variados animales. Amparado en su invisibilidad, llegó
a su residencia. Los servidores comprobaron, con aterrorizado desconcierto, que el lecho de
su señor aparecía deshecho todas las mañanas, sin que nadie pudiera ver jamás al que lo
ocupaba. En las proximidades de Kaiserslautern hay una gran roca agujereada. No faltó
quien asegurase que el Emperador habitaba en el fondo de la oquedad. Un hombre valeroso
descendió a ella y aseguró que había visto al Monarca sentado en dorado trono. Su barba,
ya encanecida por los años, encuadraba su noble rostro. Una brillante corte le rodeaba. Al
ver Federico al estupefacto intruso, se dirigió a él afablemente, disipando sus temores y
recomendándole que refiriera a sus señores lo que había visto.
Otros creen que Federico II colocó su residencia en Franckenhausen (Turingia) y que
habitaba en el interior de una montaña. En cierta ocasión, un pastor se encontró con el
Emperador, que le llevó consigo a su morada subterránea. Un riquísimo arsenal de variadas
armas daba a las cámaras un aspecto extraordinario.
—Éstas son —dijo Federico— las armas con que he de conquistar el Santo Sepulcro. Ve y
anúncialo a los pueblos y a las gentes de Alemania.
Y a continuación obsequió al asombrado pastor con un trozo de purísimo oro y le despidió.
El diablo y el granjero
Un pobre labrador de la ciudad de Hesse necesitaba construir una granja, mas sus escasos
fondos no se lo permitían. No cesaba el buen hombre de hacer cálculos y cábalas, y no
hallaba solución a su problema. Cierto día paseaba por sus tierras, sin dejar de pensar en su
querido e inaccesible proyecto, cuando topó con un anciano de miserable aspecto, que le
dijo:
—Cesa ya en tu preocupación, buen hombre. Tendrás tu granja, si quieres, antes de que
mañana cante el gallo.
—¿Y cómo? —preguntó ansioso el campesino.
—Muy sencillo. Yo mismo me encargo de la obra, si me prometes entregarme un bien que
tienes, pero que aún no conoces.
Meditó un momento el labrador; repasó su patrimonio, por exiguo bien conocido; consideró
el pacto sumamente ventajoso y, sin más reflexiones, aceptó la proposición del viejo. Y
fuese a su casa y refirió a su esposa la magnífica transacción que acababa de hacer.
—¡Insensato! —exclamó, angustiada, la mujer—, ¿cómo pudiste obrar tan a la ligera?
Sábelo: acabas de vender a nuestro hijo al diablo, pues dentro de unos meses nacerá nuestro
primogénito. Y no otro, sino el diablo, es quien te ha propuesto trato tan infame.
Quedaron marido y mujer helados de terror. Y, en tanto, el diablo ya había iniciado sus
trabajos: cientos de servidores de Lucifer se ocupaban con afanoso interés en la
construcción de la granja. Avanzaba la noche y el ruido de los trabajadores infernales que
levantaban apresuradamente el edificio llenaba de espanto y confusión el espíritu del
desgraciado matrimonio. Mas la mujer del labrador no estaba dispuesta a dejarse arrebatar
el bien que con tanto anhelo esperaba. Ya no faltaban sino dos tejas por colocar en el tejado
de la granja, que, magnífica, se alzaba en medio de las tierras del infeliz labrador, cuando la
mujer, con rápido movimiento, bajó al corral e imitó al gallo con tan extraordinaria
fidelidad, que al momento le respondieron todos los gallos del gallinero y los de otras casas
vecinas, originándose gran algarabía. Rabioso el diablo por el engaño de que había sido
objeto, marchó, dejando abandonada la granja, casi concluida. Y es fama que ya nunca
volvió por allí el Maldito. Pero las dos tejas que quedaron por poner no pudieron ser
completadas, pues cuantas veces las colocaron desaparecían misteriosamente por la noche.
El labrador y su esposa vivieron felices en la granja con cuantos hijos tuvo a bien otorgarles
el cielo.
En Zell (Baja Baviera) sucedió que el día de San Leonardo una panadera se dirigía al horno
para amasar pan, como todos los días.
Una vecina que la vio pasar, le dijo:
—¿Adonde vas, vecina, tan temprano y sin llevar las galas de fiesta?
—No llevo las galas de fiesta —le contestó la panadera— porque voy al horno a amasar
una buena cantidad de masa para hacer panes para toda mi parroquia.
—¿Amasar el día de San Leonardo? Yo no lo haría en tu lugar; es día de fiesta mayor y es
pecado trabajar.
—¿Pecado el día de San Leonardo?
Y la panadera reía a grandes carcajadas, haciendo burla de la piadosa vecina. Y, riendo, le
dijo, como despedida:
—Debo tener mis manos en la masa hasta que cuezan todos los panes.
Y al día siguiente, cuando volvieron los panaderos al trabajo, vieron a la mujer que estaba
muerta, presa por las manos en la masa. Las manos aún se conservaban hace poco en la
iglesia del pueblo.
En Joachimstal, en la región de Angermünde, murió una mujer casada. El marido tuvo gran
sentimiento, le hizo un buen entierro y la llevó al camposanto. Mas antes de meter el féretro
en la tumba, y al descubrirla, tomó el anillo de boda de la mano de la muerta para
conservarlo. Una vez hecho esto y dado tierra al cadáver, regresó a su casa. Guardó el
anillo en una caja y se dispuso a acostarse, porque ya se había hecho de noche. Sin
embargo, el dolor no le dejaba reposar y estaba completamente desvelado. Tenía las
ventanas de su habitación abiertas y en un momento vio lleno de sorpresa, que a través del
jardín venía una forma blanca, que pronto reconoció como su mujer. No se atrevió a
moverse y vio cómo la aparición entraba en la casa y andaba por las habitaciones, como
buscando algo. Después desapareció.
El campesino, a la mañana siguiente, atribuyó lo que viera a un sueño o a una fantasía. Por
la noche, sin embargo, volvió a suceder lo mismo: llegó la mujer, entró en la casa, y
buscaba y buscaba. Creyó el asustado hombre oír como suspiros y una voz entrecortada que
decía lastimeramente: «¡Mi anillo! ¡Mi anillo!»
Esto se repitió una noche más. Hasta que el campesino, creyendo que fuera el anillo de
boda lo que la muerta buscaba, lo sacó de la caja en donde lo había guardado, fue al
cementerio y lo metió junto a la tumba de su mujer, todo lo hondo que pudo.
La aparición no volvió a la casa y el marido comprendió que la mujer había alcanzado ya el
reposo.
En Lotaringia, no lejos de Flandes, donde poseía un extenso ducado, vivía San Arnulfo, en
un fuerte castillo, con su esposa y sus hijos. Uno de ellos fue el rey Pepino, padre del
emperador Carlomagno.
El gran duque Arnulfo era profundamente religioso, de gran rectitud de conciencia y
practicaba todas las virtudes. Pero pareciéndole poco sacrificio la vida que llevaba en el
castillo, rodeado de comodidades y de lujo, decidió renunciar a todo, honores, riquezas y
legítimos placeres, cambiándolo por una vida de ermitaño, de heroicos sacrificios y toda
clase de privaciones por amor de Dios, para alcanzar el perdón de sus culpas. Consultó su
decisión a su esposa y ésta aceptó, resignada, el gran sacrificio que le pedía, aunque quedó
acongojada pensando en la triste separación y en la vida de suma pobreza y mortificación
que iba a emprender su amado esposo, pero no se opuso a su vocación divina.
San Arnulfo se despidió con entereza de su esposa y de sus idolatrados hijos, que quedaron
sumamente afligidos separándose de su buen padre. Renunciando a todas sus amistades,
vasallos y criados, y vestido de un tosco sayal atado a la cintura por una gruesa cuerda de
esparto, salió del castillo en busca de una ermita. Anduvo largas jornadas por el campo,
subiendo montes y atravesando llanuras, y llegó a la orilla del caudaloso río Mosillan,
donde buscó un puente para cruzarlo.
Cuando estaba en medio del puente, por donde el río era más profundo y la corriente de las
aguas más impetuosa, sacándose el anillo del dedo lo arrojó al río y pactó con Dios esta
alianza:
—Señor mío: si este anillo que ahora arrojo al río llego a recuperarlo, será señal de que vos
me habéis perdonado todos mis pecados.
Continuó su camino, hasta que encontró una ermita solitaria en un lejano monte, donde
permaneció durante muchos años entregado a una rigurosa penitencia y severas
mortificaciones. El día entero lo consagraba a la oración; apenas descansaba algunas horas,
acostándose sobre el duro suelo. No volvió a comer carne; sus comidas eran escasísimas y
vivía completamente solo. Pero todo le compensaba, porque tenía el sublime goce de
algunas visiones celestiales en las que Dios le hablaba.
Mientras tanto, murió el obispo Metensi y fue elegido para sucederle San Arnulfo, teniendo
por obediencia que abandonar la ermita en que tan a gusto se sentía e ir a desempeñar el
sagrado cargo que se le había confiado. Allí continuó su vida anterior de privaciones, sin
volver a probar la carne y comiendo sólo pescado. Un día le prepararon, para la cena, una
trucha, y al partirla, encontró el Santo que tenía dentro un anillo. Con él se trasladó al lugar
en que lo había abandonado e hiciera el pacto, y allí le demostró el Señor que era el mismo
que él había arrojado, siendo su espíritu inundado de gozo al tener la certeza de que había
sido absuelto de todos sus pecados, según su alianza con Dios.
Sin embargo, no cambió su vida con el encuentro del prodigioso anillo; antes bien, en
agradecimiento, aumentó sus oraciones y penitencias, continuando su vida heroica de
sacrificios y conservando para siempre el anillo mientras vivió en el palacio episcopal,
hasta su santa muerte.
El anillo de comprobación
Esta leyenda viene de los tiempos medievales, cuando los odios entre caballeros surgían por
cualquier causa y con los odios aparecían las terribles venganzas. Había señores tan crueles
que no respetaban ni a los vivos ni a los muertos. Había otros, sin embargo, que no sacaban
su espada si no era por causa justa. Uno de ellos, señor de un castillo en la Selva Negra, era
extremadamente piadoso hacia los difuntos. Ni una sola vez entraba, ni siquiera pasaba, por
un cementerio sin que rezase esta oración:
Dios os bendiga, ánimas benditas;
no conozco vuestros nombres todos,
mas con estas manos ya marchitas,
por todas me santiguo, por todas oro.
Cada tarde volvía de la caza de altanería con sus criados y siempre rezaba su oración y la
hacía repetir a toda la comitiva. Este señor había hecho justicia en un pleito entre un vasallo
y un feudal suyo. Y el caballero que había sido castigado por su rapiña quería tomar
venganza del que se había mostrado justiciero. Una tarde salió el buen caballero sin ningún
criado ni acompañante. Era espiado por su enemigo, el cual le siguió hasta las cercanías del
viejo cementerio, y allí quiso atacarle, pero de improviso aparecieron por las puertas del
camposanto una multitud de hombres con hoces, con martillos, etc. Algunos portaban
también armas. Eran los muertos, que habían acudido a defender a su protector y que
hicieron huir aterrorizado al mal caballero.
Se cuenta también de este caballero, así como de un escribano que tenía la misma
costumbre piadosa que él, que cuando fueron llevados a enterrar, al pronunciar los curas las
palabras sacras: Requiescant in pace, se oyó un conjunto de voces que, saliendo de la tierra,
contestaban: Amén.
Diterico el Lobo
En la época en que los poderosos monarcas germánicos reinaban en Reims, hubo uno de
ellos que tenía por nombre Hugo Diterico. Vivía feliz en su castillo entretenido en cazar,
asentado en sus tierras en unión de Era, hermana de Botelung, rey de los hunos. Dos hijos
hubo de su matrimonio, pero poco tiempo pudo contemplar sus infantiles juegos, ya que el
cuerno de la guerra resonó entre las paredes de la sala de sus banquetes. El rey Fruten de
Dinamarca era viejo enemigo suyo. Contra él partió, acompañado de muchos nobles
caudillos. Sus caballos piafaban alegremente cuando el cortejo salió del patio de armas.
Junto al Rey, que iba tocado con un hermoso casco de cuernos, cabalgaba Bertungo de
Meran, su consejero áulico. Caminaba alegre el rey Hugo Diterico por la proximidad del
combate, y tranquilo, pues había dejado en custodia de tierras y esposa al noble duque
Saben, forzudo, bello y conocedor de muchas cosas. No correspondía, no, el duque Saben
al amor de su señor, al que jurara fidelidad cuando viniera de la corte de los hunos. Cuando
hubo partido hasta el último caballero, sonrió, cerró la puerta y dirigiose a la cámara en
donde la Reina contemplaba los claros del bosque cercano por el que se adentrara el
ejército. Torpes palabras de amor habló el mal consejero, siendo rechazado con indignación
y desprecio. Entonces, lleno de ira, calló, pero prometiose tomar cumplida y terrible
venganza.
Estaba la Reina pronta a tener un nuevo hijo, mas el Rey lo ignoraba.
Nació mientras su padre luchaba contra el pérfido Fruten y creció lleno de fuerza y vigor.
Volvió al fin Hugo Diterico y encontró a su nuevo hijo ya crecido, mozo fiero. Una tarde,
desde su sala, vio a través de la ventana que unos perros intentaban arrebatar un trozo de
pan que el muchacho llevaba en la mano y se espantó cuando aquél arrojó a los canes
contra las paredes del patio, estrellándolos allí. Acudieron los servidores, y se hacían
lenguas de la ferocidad del joven príncipe. También acudió Saben, que luego se fue al
bosque en donde, paseando, meditó el logro de su venganza. Como era astuto, pronto halló
el medio. Llegó cuando Hugo Diterico bebía el cuerno de hidromiel y le reveló en secreto
que el muchacho era fruto adulterino. Lleno de ira, el Rey decidió la muerte de su falso
hijo.
Llamó a su consejero Bertungo de Meran y ordenole que sin demora alguna matase al
príncipe. El fiel vasallo intentó disuadir a su señor de lo que juzgaba horrible crimen, pero
nada pudo hacer contra la ira real. Fue amenazado de recibir la muerte en forma vil, en
unión de su mujer y de sus dieciséis hijos y, lleno de pena, hubo de aceptar. Salió por la
noche del castillo, llevando en sus brazos al niño. Por la mañana despertó, y jugando con el
buen viejo le tiraba de las luengas barbas blancas y le agarraba de los anillos de su coraza.
Conmovido, Bertungo se prometió no cumplir la orden, sino abandonarlo en un sitio
escondido. Mas eligió un prado lleno de verdor, en medio del cual crecían lirios junto a un
pantano, en el que manaba una fuente. Allí dejó al niño, para que cayese en las aguas y
fuera así cumplida la voluntad de su señor. Mas no estaba escrita la temprana muerte en el
destino del hijo de Hugo Diterico. Durante la mañana, jugó arrancando hierbas,
contemplando las hormigas cómo iban y venían en sus interminables hileras. A la caída de
la tarde llegaban los animales del bosque a beber. Llegaba el oso torpón, y el jabalí fiero,
agudo su colmillo, después de haberlo afilado en una haya añeja. Y pasaron junto al niño,
sin dañarle con sus garras ni sus colmillos. Llegaron los zorros, ágiles, y no hicieron
tampoco daño al niño. Al fin llegaron los temidos hijos de la noche, los lobos, que aullaban
al claro de luna. Y no causaron tampoco el menor mal al hijo del Rey. Jugaba el niño con
las fieras e intentaba agarrar los ojos de fuego de los lobos. Y así, las Siete Estrellas giraron
su curso, y cuando las Siete Cabrillas anunciaban la llegada de la aurora, Bertungo vio lleno
de asombro que el niño vivía y que había estado entre fieras, sintiendo la revelación de la
pureza de su nacimiento y de la mentira de Saben.
—Buen augurio es esto. Entre lobos has dormido y ellos te respetaron. No respeta nada el
feroz animal y sin daño has dormido junto a ellos. Témelos todo ser viviente en la espesura
del bosque y tú nada has temido. Yo te pongo por nombre en este momento Diterico el
Lobo, y poderoso monarca llegarás a ser, y nadie se podrá oponer, ni aun tu padre.
Y tomando al niño en sus brazos, lo llevó a la choza de un cazador que con su mujer vivía
en un claro del inmenso bosque. Encomendoles su cuidado, encargándoles que le hicieran
pasar por hijo suyo.
Entretanto, en Palacio resonaban los ayes de la Reina, que acusaba de la muerte de su hijo
al Rey. Entonces éste pidió consejo a Saben, que acusó a su vez a Bertungo, diciendo que
éste podía haber evitado la muerte. El Rey invitó a un banquete a Bertungo, en unión de sus
hijos. Cuando llegaron al palacio, dijo Saben que sacasen las armas los huéspedes y que
acusasen a Bertungo de asesino ante la Reina. Pero la Soberana temía una traición de quien
sabía que no era de corazón leal y solamente cedió ante las amenazas del Rey.
Con semblante demudado y rasgándose las vestiduras, se acercó la. Reina a Bertungo y,
extendiendo su brazo hacia él, gritó:
—¡Tú eres el traidor que asesinó a mi hijo!
Entonces el Rey repitió la acusación, en tanto que sus hombres, mandados por el pérfido
Saben, encadenaban al indefenso Bertungo, arrojándolo a las mazmorras del castillo.
Cuatro veces creció la Luna en el estrecho marco del tragaluz de la prisión, cuatro veces
menguó, sin que el leal servidor supiera de la suerte que habría de correr. Al fin un día
chirriaron los goznes de su mazmorra y una tropa de hombres armados le condujo, cargado
de sus cadenas, a juicio.
A la izquierda del Rey estaba sentado el juez: ¡Saben! Este prohibió que nadie se atreviera a
tomar la defensa de Bertungo y, coreado por los demás jueces, atemorizados, pidió la
muerte del consejero. Éste levantó la voz para defenderse, pero nadie le escuchaba y sólo se
oía el grito de «¡A muerte! ¡A muerte el traidor!»
Perdió Bertungo toda esperanza. Mas he aquí que de repente se oye un tumulto ante las
puertas de la sala. Un segundo más tarde el noble se encuentra rodeado de cien brazos
armados. Al frente de ellos venía Beltrán, primo suyo. Libertó a Bertungo y clamó porque
se hiciere verdadera justicia, ya que el juicio sin defensor era contrario a las costumbres. Al
Rey y a su consejero retó en singular combate en Juicio de Dios. Saben rehusó el combate y
el Rey le increpó, diciéndole:
—No puedo empuñar mi espada porque en el Juicio de Dios no defiendo la verdad. Tú,
maldito, me has aconsejado mal.
Y a Bertungo le dijo:
—Queda en libertad y dame tu perdón. Ignoro si tuviste culpa o no, pero ya la muerte veló
los ojos del niño. Nada puede saberse.
Pero Bertungo contó cómo los animales feroces respetaron la vida del pequeño príncipe. El
Rey le entregó a Saben, para que hiciera con él justicia. Mas Bertungo, cuya alma era dulce
como el hidromiel, no quiso manchar sus manos como si fueran las de un verdugo, y
perdonó al traidor, desterrándolo. Mas, ¡ay, que nunca lo hubiera hecho! Oíd, oíd esto que
sucedió después:
Habían pasado varios años. Hugo Diterico había muerto, y de nuevo volvió Saben, el
traidor. De nuevo pretendió la mano de la Reina viuda que, después de mucha insistencia,
aceptó, a pesar de los sabios consejos del fiel Bertungo. Y pronto fue el noble vasallo
expulsado de la corte. Saben convenció a los dos príncipes hermanos de Diterico de que
éste era bastardo y que debían repudiar a su madre. Así lo hicieron, entre amenazas e
insultos, y llenos de dolor partieron ambos a Portolirio, en donde tenía su feudo el buen
Bertungo. ¡Qué dolor más enorme llenó el alma de éste! Por su faz corrían las lágrimas,
empapando la barba alba y bien poblada. Púsose a los pies de la Reina y del príncipe,
jurándoles eterna fidelidad. Y formó un ejército, al frente del cual marchó con Diterico y
sus dieciséis hijos. ¡Qué hermoso ejército era! Brillaban los escudos al pálido sol de la
mañana, huían los animales de los senderos al paso de los campeones. Al fin llegaron a
Reims, ciudad hermosa. Ocultose el ejército, mientras penetraban, en son de paz, en el
palacio Diterico y Bertungo. El viejo consejero pidió enérgicamente la legítima del
príncipe, pero sólo burlas y vituperios halló. Entonces Diterico amenazó con la muerte a
quien tocase a Bertungo. Fueron atacados, sonó Bertungo el cuerno y la llamada alertó a
todo el ejército, que en haces espesos avanzaban por el llano. Llegaron a los muros,
penetraron en la ciudad y, ¡ay, cuánta sangre regó las viejas ruinas! Donde corría la sangre
de los corderos, corrió la de los hombres; ruinas de muerte estaban escritas en los destinos
de los leales. Uno tras otro fueron pereciendo, hasta que cuando la noche cubría con su
manto la desolación, sólo quedaron los hijos de Bertungo, éste y Diterico. Aún murieron
seis de los mancebos, sin que ello amortiguase el coraje de su padre. Quedó Diterico con
once; con sus once leales. Retiráronse al castillo y allí sufrieron el asedio del ejército
vencedor. Día tras día, luna tras luna, hasta cuatro años, duraba el asedio. Al fin, Diterico
decidió huir en busca de ayuda.
Astutamente se evadió del cerco y emprendió el camino. En tanto, la fortaleza se había
rendido, y Bertungo y sus hijos, no habiendo querido quebrantar el juramento que habían
hecho a Diterico, fueron encadenados en el hueco de unas almenas y allí hubieron de
permanecer noche y día. En tanto, el príncipe llegó al reino del rey Ornid, fuerte y viejo
amigo de su padre. Pero cuando penetró en sus tierras supo cómo el Soberano había sido
muerto por un terrible dragón que asolaba aquellas tierras. Había salido a luchar contra él
con su espada Rosa, pero habiéndose quedado dormido, fue sorprendido por la fiera, que lo
llevó a su cueva, en donde lo devoró sorbiéndolo, ya que no pudieron romper los dientes
del dragón la fuerte armadura. Durante tres años la Reina vivió sumida en la tristeza. Era la
bella Liebgarda y pretendíala Wildungo, charlatán sin valor. Llegó una noche Diterico al
castillo y oyendo lamentarse a la Soberana, quiso demostrar sus fuerza lanzando una piedra
contra el muro. Se hundió la pared y derribó al centinela. La Reina creyó que era su esposo,
que resucitaba; pero Diterico se presentó diciendo que iba a matar al dragón. Ella intentó
disuadirle, mas él partió. Llegó al bosque y tendiose a dormir bajo un tilo en flor.
Aproximose el monstruo. El corcel despertó a Diterico, batiendo con los cascos en el
escudo con que aquél se había cubierto. Despertose el príncipe y luchó contra el dragón,
rompiendo la lanza y haciendo pedazos su espada. Entonces el dragón lo tomó con la cola y
llevolo, en compañía de su corcel, a! cual había muerto, para que ambos, corcel y dueño,
sirvieran de pasto a sus dragoncillos. Éstos no pudieron romper con sus dientes la coraza y
devoraron tan sólo al caballo. Por la noche, mientras dormían las terribles bestias, Diterico
levantose y halló la armadura y la espada del rey Ornid. Tomó el arma y de nuevo atacó al
dragón, dándole muerte, así como a sus siete crías. Cortoles la lengua y se internó por el
bosque.
A la mañana siguiente, un leñador extendió por el pueblo la noticia. Llenos de júbilo, los
buenos ciudadanos entonaban loores al desconocido campeón que había librado al país de
tan terrible pesadilla. Entonces el fanfarrón Wildungo se llegó hasta la caverna, halló,
efectivamente, a los dragones muertos y, cortándoles la cabeza, volvió a Palacio para,
proclamándose vencedor, aspirar al premio prometido por la Reina: es decir, la corona y el
tálamo nupcial. La Soberana, que no podía creer que de tal lengua sin manos saliese nada
así, estaba desolada. Llegó el día de la boda, y en plena fiesta irrumpió Diterico diciendo
que era él quien había dado muerte a los dragones. Enorme alboroto formóse en la sala, y
Wildungo quiso matar al que llamaba impostor. Pero, dando grandes voces, la Reina exigió
silencio y que declarase su propósito Diterico, del que la Reina tenía grandes esperanzas.
Diterico, en silencio, dirigiose a las cabezas de los dragones y abriéndoles las fauces, dijo a
la gente:
—¿Cuándo se han visto unas cabezas sin lenguas? Las lenguas las corté yo, que fui quien
dio muerte al dragón. Yo, Diterico el Lobo.
Y en la sala resonó un murmullo, pues hasta allí llegara la fama de Diterico y sus once
leales. El fanfarrón Wildungo fue condenado a muerte y su cabeza se clavaba pocos
instantes después en una pica alzada en las almenas del palacio. Liebgarda ofreció la
corona, y a sí misma, a Diterico, pero él quiso antes socorrer a sus leales. Partió
acompañado de un gran ejército. Llegóse solo junto a las murallas y allí reveló su
personalidad a sus fieles, que, encadenados, rompieron las amarras y saltaron al foso.
Mas Bertungo había muerto, y a su tumba fue, ante todo, Diterico el Lobo. Después libró la
batalla, en que triunfó. Saben huyó al país de los hunos y él, después de recompensar a los
hijos de Bertungo con donaciones de feudos y hombres, volvió a reinar junto a Liebgarda.
Hace más de cien años un mozo de Rothenhof fue empleado por el dueño como pastor. Él
aceptó esta ocupación porque era amigo de la vida solitaria y sin demasiado trabajo de los
pastores. Un día, y por primera vez, le encomendaron un rebaño que debía llevar a pacer, y
se fue a un bosque cercano. El bosque era muy espeso; los pinos, los abetos y las hayas se
amontonaban apretadamente, subiendo y bajando por las laderas de unos montes. En él
reinaba un gran silencio, sólo roto por los chillidos de los pájaros y por el ruido manso de
los arroyos. El pastor dejó el ganado, que pacía, y se dispuso a buscar un sitio en donde
sentarse tranquilamente. Antes quiso llenar su barrilito de agua y buscó por los alrededores
si había un pozo. Pronto divisó uno, pero con gran sorpresa vio que en su borde se
encontraba sentada una joven vestida de blanco que le hacía insistentes señas de que se
acercase. El mozo, asustado, volvió hacia donde estaban los demás pastores, los cuales, al
ver la cara de espanto que tenía el nuevo compañero, se burlaron de él. Pero éste les contó
lo que le había sucedido y entonces se pusieron serios y le dijeron:
—Hemos visto varias veces a esa joven en el pozo. Debes acercarte a ver qué quiere de ti.
Tú eres un hombre fuerte y no debes tener miedo.
Al día siguiente se dirigió al pozo. Y allí estaba la muchacha, la cual le habló de este modo:
—Tú puedes libertarme de estas montañas, en las que vago desde hace doscientos años.
Puedes salvarme para que alcance el cielo. Vuelve esta noche a las doce y entonces te diré
lo que has de hacer.
Después de esto, desapareció.
El pastor llegó puntualmente a la hora indicada al pozo, en cuyo brocal se encontraba
sentado el fantasma, que le dijo:
—Ve ahora al fondo del bosque y tráeme una copa de oro que encontrarás debajo de un
gran pino, mayor que todos los demás. No te sucederá ningún daño, pero no debes hablar ni
una palabra, ni asustarte por nada. En cuanto yo tenga la copa, la llenaré en este pozo,
beberé su contenido y estaré salvada.
El muchacho, lleno de ánimo, se puso en camino. Se internó por el bosque y,
efectivamente, pronto encontró un enorme pino, que sobresalía entre todos los demás. Allá,
debajo del gran árbol, en el suelo, estaba la copa. El pastor fue a cogerla, pero de repente
oyó en el aire un zumbido fortísimo. Miró hacia arriba y vio encima de su cabeza una
enorme muela de molino colgada de un hilo finísimo. La rueda giraba rápidamente y
amenazaba caer encima de él. Entonces el pastor, espantado, dejó escapar un grito de
angustia y huyó hacia el pozo. Allí le esperaba la dama, desesperada y llorando.
—¡Ay de mí! —decía —, ahora he de esperar muchos años para mi salvación. ¿Ves ese
pino pequeñito, ahí cerca? Cuando sea un gran árbol que se pueda serrar se construirá una
cuna con sus tablas para un niño recién nacido. Cuando este niño haya alcanzado la edad
que tú tienes ahora me salvará quizá de mis penas.
En esto desapareció la dama blanca, a la que a menudo se la puede ver sentada en el brocal
del pozo.
La Catedral de Colonia
Como es sabido, la maravillosa Catedral de Colonia permaneció durante muchos siglos sin
terminarse, hasta que en el siglo XIX se acabó el hermoso monumento. Existe, entre otras,
una leyenda forjada quizá en los años en que los buenos habitantes de la gran ciudad renana
veían las obras de su Catedral interrumpidas o avanzando muy lentamente.
Se dice que el arzobispo de Colonia había mandado llamar a un maestro de obras que era el
más renombrado de su oficio en aquel tiempo y le dijo que deseaba levantar una Catedral
que fuese la más hermosa de la cristiandad y la mejor construida. El maestro contestó:
—Podéis contar conmigo. Yo trazaré los planos y elevaré una Catedral que será el asombro
de todos. Pero cuando quiso ponerse al trabajo, no consiguió trazar las líneas del plano tal
como deseaba para formar un proyecto no igualado por nadie. En vano trabajaba días y
noches, esforzándose en encontrar el plano maravilloso que hiciera inmortal su nombre y
que diera fama a Colonia en todo el mundo.
Una tarde, cansado de su esfuerzo, salió de su casa y se dirigió a las orillas del Rhin. El río
corría majestuoso y con gran poderío; pasaban numerosas embarcaciones y no muy lejos de
allí, en los muelles, había gran actividad. La tarde era tranquila. A lo lejos, río arriba, se
veían las Siete Colinas y el gran remanso del río. La belleza del paisaje, la majestuosidad de
la corriente y la actividad en el puerto no conseguían distraer al pobre maestro, que seguía
con su mente torturada para encontrar el medio de cumplir la promesa hecha al arzobispo.
Ensimismado de esta manera, no advirtió la llegada de un vejete, que se había sentado cerca
de él y que, mirándole con un aire burlón, parecía divertirse con la preocupación del pobre
arquitecto. Tosió el viejo y atrajo de esta manera la atención del angustiado maestro, y una
vez que consiguió que éste mirara hacia él, con una varilla trazó algunas líneas en la arena.
Las líneas formaban un plano, maravillosamente trazado. El artista exclamó:
—¿Quién sois? Dejadme, por favor, ver vuestro plano.
Pero las líneas se desvanecieron prontamente. El vejete rió sarcásticamente y dijo:
—¡Ah!, el amigo quiere tener mi plano...; el amigo se encuentra en un apuro... ¡Ja, ja!
Bien..., bien.
El maestro le rogó que le ayudara, diciendo que le pagaría lo que él quisiera. El viejo dijo:
—Yo voy a pedirte bien poco. El monumento que tú construyas con este plano será la
envidia de todos tus compañeros, la admiración de las generaciones venideras, y tu nombre
pasará a la posteridad, aureolado por la fama. Tu vida será larga y tendrás riquezas sin
cuento, gloria y placeres.
—Y a cambio de esto, ¿qué pedís? —preguntó el artista.
El vejete sonrió de manera siniestra y repuso:
—A cambio de esto..., quiero solamente... tu alma.
El maestro se levantó, horrorizado, y trazando la señal de la cruz, gritó:
—¡Aparta, Satán! Prefiero hundirme en el olvido que en el infierno.
El demonio no le alteró, sino que dijo burlonamente:
—¿Por qué esa indignación?... Ya nos veremos.
Y desapareció.
El maestro volvió a su humilde morada con los pensamientos más sombríos y desesperado,
lleno de temor aún por el extraño encuentro que había tenido. No consiguió dormir aquella
noche; a cada momento creía que Satán venía de nuevo a tentarlo. Pero el encuentro con el
Malo no le había dejado, por otra parte, insensible a las promesas que aquél le hiciera.
Podía conseguir la gloria, riquezas, placeres y, sobre todo, cumplir su promesa a cambio de
una simple palabra. En vano se esforzaba en rechazar la tentación que cada vez crecía con
más fuerza dentro de él. A cada momento veía delante de sí al diablo mostrándole el plano
inalcanzable. Por fin sucumbió, y dijo.
—Aceptaría la propuesta de Satán.
Éste se presentó delante de él y le dijo:
—Mañana ve al mismo lugar en donde nos encontramos; yo te traeré el plano y el pacto
que has de firmar con tu sangre.
Cuando llegó el día, el maestro pensó en el terrible compromiso en que se veía. Vacilaba
entre sus sueños orgullosos y el temor a la condenación eterna. Y al fin decidió confiarlo
todo a su confesor. Éste pensó que sería una gran jugada engañar a Satán y quitarle el plano
sin pagarlo con el precioso don de un alma e indicó al artista la conducta que tenía que
seguir. A la hora convenida, el maestro se encontraba en el lugar designado. Dieron las
doce, y se presentó el diablo. Satán dijo:
—He aquí el plano y el pacto. Toma y firma.
Rápido como el rayo, el maestro se apoderó del plano con una mano y con la otra agitó un
trozo de la Santa Cruz que le había sido confiado por el astuto confesor. Ante la santa
reliquia, Satán retrocedió y exclamó con rabia:
—¡Me has vencido! Pero poco fruto sacarás de tu traición. Tu nombre será desconocido y
tu obra no se acabará jamás.
Comenzaron las obras, pero no acabaron en vida del arquitecto. El nombre de éste
desapareció y durante muchos siglos la Catedral estuvo inacabada.
La dama de Pilastch
Al pasar por el pueblecito de Molkemberg, el Havel divide su curso en dos brazos y forma
una isla que en su mayor parte está hundida en el agua y solamente en el medio tiene una
altura que hace unos setenta años estaba aún cubierta por hermosas hayas y que ahora es
cultivada. Esta altura recibe el nombre de Pilatsch o Pilatusberg (Monte de Pilatos) y en la
Edad Media debió de habitar en ella un temido bandolero llamado Pilatos.
Hace algún tiempo todavía existían en la isla algunas ruinas y era un lugar desierto y al que
nadie solía ir. Por entonces, un labrador de Molkemberg tuvo un hijo. Gran alegría fue para
él y para su mujer el nacimiento del pequeño y quisieron solemnizar el bautizo. Pensaron en
dar una fiesta a la que habrían de invitar a sus vecinos y el labrador, para aumentar la
comida, quiso salir con una barquichuela a echar las redes y coger algunos peces. Así que,
despidiéndose de su mujer, subió en su barquichuela y remó río adentro hasta las
proximidades del Pilatsch. Iba alegre, canturreando y pensando en la hermosa fiesta que
tendría lugar en su casa el próximo domingo. Cuando llegó a un sitio en el que creyó que
podría haber buena pesca, echó las redes. Sacó una buena cantidad de peces, que vertió en
el fondo de la embarcación. De nuevo tendió las redes. Ocupado en esto, se le pasó el
tiempo. La tarde era hermosa, el río fluía tranquilamente y en las orillas los árboles
brillaban con su verdor resplandeciente a los rayos del Sol. De pronto levantó la vista,
mirando hacia la isla. Quedó sorprendido cuando, a la orilla, vio una figura de mujer.
Estaba cubierta por ropas de luto: era alta, airosa, y parecía de notable señorío. Hizo señas
al pescador para que se aproximara hacia ella y él lo hizo, en parte por curiosidad y en parte
por temor, pues aquello era algo extraño y nunca había oído que habitase nadie en la isla.
Cuando llegó a la orilla, quedó sorprendido de la belleza de la doncella y las lágrimas que
llenaban sus hermosos ojos le hicieron sentir compasión. La saludó respetuosamente y le
preguntó qué deseaba de él. Con una voz dolorida, la joven contó al aldeano que era una
desdichada que sufría en las ruinas y que esperaba la salvación de él.
—Sé —le dijo— que ha nacido un, niño en vuestra casa y que pensáis bautizarlo dentro de
unos días. Si deseáis ayudarme, traed al niño aquí, una vez que esté bautizado, y dejad que
yo lo bese por tres veces. Mi desgracia cesará y os recompensaré con un rico tesoro.
El aldeano objetó que tenía que hablar primero con su mujer, y si ella estaba conforme, el
próximo domingo, inmediatamente después del bautizo, estaría en la isla con el niño. La
promesa pareció libertar a la dama de un enorme peso; sonrió entre sus lágrimas y
desapareció.
El aldeano no quiso pescar más y, recogiendo sus redes, remó hacia su casa pensando en la
damisela y en el tesoro prometido. En cuanto llegó a casa, le contó a la mujer lo sucedido, y
ésta le dijo que quien mejor podía dar consejo era el párroco.
El aldeano creyó lo mismo, y al día siguiente fue al pueblo vecino de Prietzen, y allí contó a
su confesor lo que le sucedía. El sacerdote no podía suponer de lo que se trataba, pero al fin
preguntó al aldeano si la doncella que había encontrado no tenía pies de caballo. El aldeano
no se había dado cuenta de ello; se había quedado tan extasiado ante la belleza, de la dama,
que no había notada tal detalle. Desde luego, no podía decir nada sobre esto. Finalmente, el
sacerdote le dijo:
—Coge el niño el domingo y ve allá, pero antes de dejar que lo bese, fíjate bien si tiene o
no pies de persona. Si notas algo que no es normal, vuélvete en seguida.
Esto alegró mucho al aldeano. Volvió a su casa y estuvo impaciente hasta el día del bautizo.
Éste se celebró, y una vez que el niño hubo recibido el sacramento, lo tomó en sus brazos y,
subiendo con él en la barca, remó hasta la isla. Allí estaba ya la hermosa joven, que pareció
alegrarse mucho cuando vio llegar la barca e hizo señas al labrador de que se aproximara.
El labrador saltó a tierra temblando y con gran temor vio que la doncella cogió al niño
rápidamente, antes de que él pudiera echarle ni una mirada a los pies. Notó que, al mismo
tiempo que la muchacha besaba al niño, se hundía ella un poco en la tierra. Por segunda vez
besó la dama al niño y se hundió aún más en tierra. Entonces el ánimo del labrador se
hundió también y no pensó más en el tesoro, sino que cogiendo al niño, echó a correr y
montó en la barca, sin mirar siquiera hacia atrás. Oyó cómo las ruinas se hundían en medio
de gran ruido y que unos ayes lastimeros exclamaban:
—¡Perdida, perdida para siempre!
El aldeano llegó a su casa medio desvanecido y enfermó de la impresión. Sólo al cabo de
algunos días pudo contar lo sucedido. El niño murió poco después y jamás se volvió a ver a
nadie en la isla.
En la comarca de Priegnitz se cuenta que existió en otro tiempo una dama noble, de nombre
Frau Gode, que era muy cruel con sus criadas y que por eso fue condenada, cuando murió,
a cabalgar eternamente por los aires, sobre todo en el mes de diciembre. Cuenta una mujer
que la oyó en la noche de San Silvestre. Esa mujer caminaba por el bosque. Alumbraba una
magnífica luna llena. La mujer oyó primero como un rumor lejano de cacería, los ladridos
de los perros, el galopar de los caballos y los gritos de los cazadores. El ruido fue creciendo
más y más, hasta echarse encima. La mujer sintió como un viento que pasaba a su lado,
pero no vio nada, aunque hacía claro como de día. Otra vez un campesino que iba también
de noche conduciendo a sus caballos, sintió llegar la caza salvaje de Frau Gode y la vio
pasar, quedando espantado. Cuando hubo pasado la caza, se dio cuenta de que un perro
pequeño había quedado rezagado y levantó su látigo para azotarle, pero en aquel momento
sintió un golpe fortísimo y quedó desvanecido. Cuando despertó, ya de mañana, notó que
tenía la cabeza hinchada y así quedó durante mucho tiempo.
Frau Gode iba en sus correrías nocturnas por el aire, en un coche. Una vez, cuando
marchaba por el bosque, se le rompió un eje de este coche, y a un mozo con el que se había
tropezado le pidió que lo arreglase. El muchacho lo hizo por miedo, y cuando acabó, Frau
Gode le dio por pago un puñado de virutas. El mozo, sorprendido, no se atrevió a protestar,
pero en cuanto llegó a su casa, las echó en el hogar. Al día siguiente tuvo la sorpresa de ver
que alrededor de las cenizas había unas monedas de oro. Eran las virutas que no habían
llegado a arder. Codicioso, siguió buscando entre las cenizas, pero todas las otras virutas
habían desaparecido al quemarse.
La bruja de Eldena
La aldeana desaparecida
El valle de Zerzer, que ahora pertenece, junto con los hermosos Almen, a Burgeis, era en
otros tiempos propiedad de un rico aldeano, cuya granja estaba justamente en medio de los
Almen, en el Alm de Brucker. La mujer del aldeano iba una vez acompañada por la criada
al pueblo de Burgeis, para purificarse, después de haber dado a luz. En el camino llegaron a
un lugar en donde había muchas piedras por el suelo, porque la gente que pasaba por allí
lanzaba una piedra para con eso prevenirse de que le sucediese algún daño causado por las
«doncellas salvajes» que plagaban aquel sitio. Entonces recordó la aldeana que había
dejado en casa la vela bendita y mandó a la criada que volviese a buscarla, mientras ella
aguardaba allí. Pero cuando la muchacha regresó con la vela, no encontró a la aldeana y
toda búsqueda fue inútil. Había desaparecido. La pobre criada volvió llena de desolación y
de terror a la granja, y contó lo que le había sucedido. Comprendieron que había sido una
venganza de las «doncellas salvajes», y desde entonces se evitó pasar por aquel lugar. Pero
el aldeano no tuvo ya ninguna satisfacción en estar allí y cedió su propiedad a los habitantes
de Burgeis.
La montaña que separa los valles Battenberg y Thiersee se llama Monte de la Noche. Este
nombre proviene de la oscuridad que en él reina, por los espesos pinos y abetos que la
pueblan. En esos bosques había gran abundancia de caza de toda clase, tanto de mayor
como de menor. Muchos cazadores iban allí, haciendo grandes destrozos entre los
animales, y aunque muchos de esos cazadores desaparecían sin dejar rastro, la codicia
quitaba el miedo a los restantes y no cejaban en sus batidas.
En lo alto de uno de los montes vivía un vaquero que bajaba al pueblo a vender su manteca
y sus quesos. Un día que iba alegremente cantando por el sendero, viose sorprendido por la
aparición en la cima de una roca de una dama hermosísima que le llamó por su nombre.
Sorprendido, el pobre vaquero se aproximó a la bella mujer y ésta le dijo:
—Soy la reina de este monte. En otros tiempos aquí venían a cazar nobles señores, que
cazaban según las nobles artes, pero ahora viene tanta gente, que amenazan hacer
desaparecer toda la vida. Y hasta más de un hombre honrado ha muerto a manos de los
cazadores furtivos. Por eso te he escogido a ti para que me sirvas de instrumento de castigo.
Tú has de matar a todos los cazadores que aquí vengan.
El vaquero, aterrorizado, se negó, pero la dama le amenazó con destruir su cabaña y su
ganado:
—Mi poder es enorme, y si no me sirves, verás como te arrepientes.
Entonces el vaquero hubo de aceptar. Y, en efecto, desde aquel día empezaron a caer
muertos los cazadores hasta no quedar ninguno. Las gentes creían que era la dama del
bosque la que causaba las muertes, y así ya nadie se atrevió a ir al monte, y de nuevo los
animales pudieron vivir en libertad.
Aún se ven en la roca donde la dama se apareció las huellas de sus pies.
En las orillas del lago de Kalter vivía un pobre pescador. Cada anochecer iba a tender sus
redes para ganarse el mísero sustento. Mas un día perdió pie en la orilla y se hundió en el
agua, sin que pudiera nadar, y así, se ahogó. Este pescador tenía un hijo que, al tardar su
padre, fue a buscarle, sin lograr nada, y a la orilla del lago comenzó a llorar. De pronto vio
con sorpresa que un hombrecillo verde lo miraba con simpatía y lo saludaba. Él contestó
desconcertado al saludo, y el hombrecillo le dijo:
—Te he visto llorar la muerte de tu padre, y al ver el tierno amor que le profesabas, he
sentido gran simpatía por ti. Te invito a visitar mi casa.
El muchacho, asustado, rehusó; pero tanto insistió el hombrecillo, que al fin hubo de
aceptar. El pequeño hombre verde lo llevó hasta la misma orilla, le entregó una plumilla y
le dijo:
—Échate al agua, apretando bien la pluma. Mientras la tengas agarrada, no te ahogarás.
El joven lo hizo y se metió debajo del agua. Veía con sorpresa que no se ahogaba, en
efecto, y estaba lleno de curiosidad. El hombrecito, sonriendo, iba delante de él. Lo llevó a
una hermosísima casa de cristal, guiándolo hasta dentro y diciéndole:
—Fíjate qué lujo.
De pronto el muchacho se detuvo, angustiado: dentro de un ataúd de cristal estaba su padre.
—Sí; ahí está tu padre—oyó que le decía su amigo —. Su alma está en ese otro vaso —
continuó, señalándole una vasija que estaba un poco alejada—Tu padre está vigilado por
unas ondinas. —Después le dio un manto, diciéndole—: Con este manto serás invisible. Si
consigues embaucar de alguna manera a las ondinas y poner juntos el alma y el cuerpo de
tu padre, éste vivirá.
El chico se echó el manto y al punto se volvió invisible.
En esto llegaron las ondinas y el muchacho empezó a cantar una bellísima canción. Las
ondinas estaban sorprendidas, primero, de oír voz y tono tan dulces; luego se quedaron
arrobadas. El joven se alejó hacia dentro de la casa y las ondinas lo siguieron.
Cuando estaban ya medio adormecidas, el chico cogió el vaso y puso juntos el alma y el
cuerpo de su padre. Éste resucitó al punto, y antes de que las ondinas se dieran cuenta,
subieron nadando los dos a la superficie. Mas al saltar a la orilla notaron que también había
salido una sirenita agarrada a las ropas del padre. La llevaron consigo a la casa y le
obligaron a que les sirviese hasta que el muchacho, atraído por su belleza, la tomó por
esposa.
Y después iban con frecuencia a visitar a su bienhechor, el hombrecillo verde del lago.
Dos mozos de Tasiss salieron de su granja para ir a cortejar a las muchachas del pueblo
vecino. Habían trabajado mucho durante la semana. Así que ese sábado dejaron bien
guardadas las guadañas, se lavaron y acicalaron y se pusieron en camino. La noche era
clara, porque lucía una hermosa luna, y los dos muchachos iban cantando alegremente,
gastándose bromas y dándose empujones.
—Esperemos tener suerte esta noche con nuestras muchachas y que no nos echen ningún
jarro de agua fría —decía uno de ellos.
El otro no le contestó sino que, como si estuviera pensando algo, se quedaba rezagado. El
más alegre le preguntó por la causa de su silencio.
—Estoy pensando en que no hemos visto que hoy es día de témporas y no debemos
entregarnos a la alegría, sino volver a casa y rezar.
Mas su compañero se burló de él, diciéndole que por nada del mundo dejaría de rondar
aquella noche. Y sin hacer caso de los reproches del piadoso mozo, siguió solo.
Continuó cantando, cuando de pronto sintió como si alguien le siguiese. Volvió la vista
atrás y vio que un macho cabrío de negra piel y ojos brillantes iba caminando tras él. Se
sobresaltó un poco y quiso espantarlo, pero nada consiguió. Aceleró entonces el paso y el
macho cabrío también. Llegó al pueblo, siempre seguido por el animal. Al fin echó a correr,
sin poder huir de su perseguidor. El macho cabrío le hizo dar vueltas y más vueltas por el
pueblo. El desdichado gritaba: «¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas!» Sin embargo, las
puertas continuaban cerradas. Se sentía desfallecer y al fin perdió el conocimiento.
Al día siguiente encontraron su cadáver en medio del bosque.
Hace mucho, muchísimo tiempo existía cerca de un camino que conduce de Mettersdorf a
Pintak, un grandioso convento con un jardín plantado de árboles y rodeado de un blanco
muro. Las edificaciones se extendían en un buen trecho y el conjunto ofrecía a los frailes
que allí tenían su retiro una morada grata y tranquila. Numerosos religiosos vivían en el
convento. Las bodegas, los graneros y los almacenes encerraban provisiones sin cuento,
pues de los alrededores los piadosos campesinos hacían continuas ofrendas. A su capilla
llegaban en romería devotos de los sitios más apartados, pues poseía una imagen de la
Virgen que hacía infinidad de milagros y curaciones maravillosas de enfermos y tullidos.
Corno nadie llegaba con las manos vacías, los monjes no tenían que pasar cuidado por su
subsistencia, y así podían emplear todo el tiempo en sus rezos, en su vida piadosa y en sus
meditaciones.
Pero no fue siempre igual. El espíritu de bondad, de humildad y de piadoso recogimiento
desapareció un día de entre los frailes: comenzaron a beber y olvidaron toda continencia en
la comida. E incluso abandonaron el cuidado de la imagen de la Santa Virgen por atender a
otras figuras humanas, a las bellas campesinas de los contornos. El convento, que en otros
tiempos fuera tan venerado y estimado, y que tanta devoción suscitara entre los cristianos
de todo el mundo, llegó a ser un abismo de perdición, un nido de pecados que horrorizaba a
las buenas gentes. Y el demonio vio que pronto iba a recoger, como un vendimiador
afanoso, un racimo ubérrimo de almas condenadas. Pero quiso esperar, y en vez de obrar
por sí mismo, dejó a sus servidores, los brujos, que le gavillasen las mieses perdidas. Así
premiaba a sus leales criados, los hechiceros, ya que para éstos cazar a un hombre para el
diablo es su mayor alegría y lo que les causa mayor placer.
En la vecindad del convento los brujos celebraban a menudo sus aquelarres. Llegaban
volando por el aire, se abatían y planeaban alrededor de su malvado señor las maneras de
molestar y de dañar a los monjes. Y así, pocos días después, una vaca, la mejor de todas,
dejaba de dar leche, y a la mañana siguiente la leche salía roja como la sangre. Si a los
monjes les llevaban un soberbio pescado, pronto empezaba a oler mal y tenían que tirarlo.
Los monjes sabían bien de dónde les venían estas desgracias, pero no podían hacer nada,
puesto que ya no tenían poder sobre los brujos. Y éstos hacían su agosto echando mano de
todos sus recursos para ir destruyendo la hacienda del convento.
Un día uno de los monjes se encontró en el bosque vecino con una hechicera y la interpeló,
gritándole:
—¡Vosotros, impíos, que cabalgáis sobre escobas, tened cuidado con el convento: os puede
ocurrir algo desagradable a vosotros y a vuestro dueño, Pie Torcido!
La bruja, haciendo una espantosa mueca, le contestó con estremecedora ironía:
—Verdaderamente son religiosos tan piadosos, tan tranquilos, tan puros como sois
vosotros, los que tienen un gran poder contra nosotros. Vosotros maldecís al diablo y, no
obstante, estáis sometidos a él: pero espero, cabeza calva, que tu grasa no adornará pronto
ya tu vientre, que devoraría el mundo. Pronto aprenderás a conocer nuestra fuerza.
Cuando la bruja terminó de lanzar sus insultos —y, por desgracia, en ellos había mucho de
verdad—, el religioso huyó perseguido por los gritos de la furiosa hechicera. Contó lo
sucedido a sus compañeros, pero ninguno hizo caso. Las amenazas de la bruja no tuvieron
influencia alguna en la vida de desenfreno que llevaba la comunidad. A los frailes les
importaban poco las brujas y los hombres; sólo deseaban ver satisfechos sus instintos.
Una noche habían celebrado una reunión que degeneró en orgía. Fatigados y beodos
querían, con grandes trabajos, dirigirse a sus lechos, cuando de súbito se oyó ante las
ventanas una música terrible, un verdadero estruendo infernal, como si todos los
instrumentos y todas las voces, todos los gritos de los animales y de los hombres se oyesen
a la vez. Era la serenata ofrecida por las brujas a los frailes. La que las dirigía tocaba un
arpa, y cada vez que tañía una cuerda producía un sonido tan horrible, que apenas se podía
soportar; era como si los agonizantes hubiesen fundido sus últimos gritos de terror en uno
solo, prolongado, profundo, discordante. Otra bruja tenía una guitarra y se retorcía,
tocándola en medio de grandes carcajadas, que dejaban ver su boca sin dientes. Otra
golpeaba unos cascados timbales. Se mezclaban aullidos de gato, ladridos desgarrantes,
mugidos de vacas picadas por culebras, gritos de niños enloquecidos, de mujeres que iban a
dar a luz.
Parecía que todas las puertas del averno se iban abriendo y que ese infernal concierto eran
sus chirridos.
Los monjes, embriagados de placer y de vino, sintieron que el terror los dominaba; sus
cuerpos se estremecían por un viento helado y sus cabellos se erizaban. Una voz interior les
decía: «Estáis juzgados, estáis perdidos.»
Quisieron huir, pero uno tras otro fueron apresados por las brujas y transformados en
animales impuros. El prior se convirtió en un cerdo, otros en perros... Al fin cesó la música;
quedó todo tranquilo, y el monasterio, deshabitado. Poco a poco fueron cayendo sus
paredes hasta convertirse en ruinas.
De tiempo en tiempo acuden las brujas para celebrar allí sus aquelarres y se oye a veces
aquel horrible concierto. En las proximidades hay una charca tan profunda, que cuando
algún animal cae allí se ahoga irremisiblemente, y la gente dice: «Lo que tiene vida debe
perecer ahí.» Al lado hay un pozo que aún se llama «el pozo de los frailes».
La doncella blanca
Hace varios cientos de años vivía en el monte de Bueren uno de aquellos caballeros que
desde sus castillos se lanzaban contra los pobres caminantes, sorprendiéndolos y
robándolos y aun dándoles muerte. La mujer de este caballero había muerto y le había
dejado una niña encantadora. Cierto día, al volver el castellano de una correría de pillaje, se
sintió gravemente enfermo y mandó llamar a un monje. En su agonía se acordó de todos los
pecados que había cometido y preguntó al monje cómo podría salvar su alma del fuego
eterno. En la cámara del castellano, en donde éste agonizaba, estaban solos el moribundo y
el monje que, a pesar de la terrible fama que tenía aquél en los contornos, no había vacilado
en venir a prestarle los auxilios espirituales.
—Muchos pecados he cometido —gemía el caballero ladrón—; a muchos caminantes he
robado su escaso dinero, y a otros que no tenían nada les he atravesado con mi jabalina para
que no me descubrieran. ¡Cuántas madres han llorado por mi causa la muerte de sus hijos!
¡Cuántos huérfanos he hecho! Mi castillo, heredado de mis padres, emplazado en lo alto de
una roca a la cual apenas si se atreven a remontar las águilas más audaces, lo he convertido
en nido de cuervos, de donde salimos mis hombres y yo para extender la desolación, la
muerte y la ruina. Decidme si puedo aún hacer penitencia para que tan graves pecados me
sean perdonados.
El monje, sentado en un escabel, con la capucha echada sobre su rostro arrugado y con las
manos enlazando un tosco rosario, le oía. Cuando el caballero calló, dijo:
—Sí, muchas faltas habéis cometido, pero Dios es misericordioso. Vuestras riquezas han
sido mal adquiridas, teñidas están con la sangre de muchos inocentes. Cargad un asno con
vuestros tesoros y espantadlo, cuesta abajo, por la ladera del monte hacia la ciénaga. Y allí
en donde se quede hundido habréis de mandar construir un convento. En ese convento
habrá de profesar vuestra hija. Entonces vuestra alma será salva del fuego eterno.
El caballero mandó llamar a su hija. La muchacha vino llorosa y transida de dolor.
—Hija mía —dijo el arrepentido criminal—, carga un asno con mis tesoros, espántalo por
la cuesta, hacia la ciénaga, y allí donde se hunda manda construir un convento, y después
toma el velo en él.
Apenas dijo estas palabras, murió. El monje intentó consolar a la muchacha:
—Ya nada podéis hacer por vuestro padre. Su cuerpo, al que sirvió con tanto afán, será
pasto de los gusanos. Pero su alma se condenará si no cumples lo que te ha dicho. Hazlo, y
tu padre obtendrá del Omnipotente el perdón de sus pecados.
La hija se dispuso a cumplir la orden del padre. Bajó a las caballerizas y ordenó que
preparasen un jumento con un par de albardas. Después cogió la llave del arca del tesoro y
lo cargó todo en las albardas. Mandó abrir las puertas del castillo y ante el asombro de los
soldados, iba a espantar al burro. Pero mientras tanto pensó: «Si yo guardase para mí una
parte de los tesoros, el día que me canse del convento podré salir de él y llevar una vida
regalada. ¿Y quién ha de notarlo?» Y apenas pensó esto, descargó un tercio del tesoro y
dejó los otros dos tercios. Espantó al asno, y éste bajó dando tumbos por la ladera de la alta,
roca, metióse por la ciénaga y cayó al fin en un sitio en donde ahora está la Münsterkirche
(capilla del monasterio). La otra tercera parte la muchacha la enterró en un lugar oculto.
Donde el asno se había quedado medio hundido dio orden de que se elevara un convento.
Vinieron albañiles y alarifes, y después de bastantes esfuerzos, erigieron el convento, que
quedó terminado un año después.
La joven entró en el monasterio y tomó el velo. Pero cuatro semanas más tarde sintiose
enferma. Al ver que se acercaba su fin, mandó llamar al mismo monje que había confesado
a su padre. Llegó el monje, y la muchacha le dijo:
— No cumplí la orden de mi padre, sino que cargué al burro sólo dos tercios del tesoro. La
otra tercera parte la he enterrado en...
Mas no pudo acabar la frase, pues en aquel momento expiró. El monje regresó
apesadumbrado, ya que no pudo hacer nada por elevar el alma de la joven.
Desde su muerte, ésta fue condenada a vagar como una figura con blanca túnica y que lleva
en su mano unas llaves. Vaga por los alrededores del monasterio para cuidar del tesoro
hasta el día en que llegue un joven que sea inocente, que no haya tenido jamás un mal
pensamiento ni tampoco obrado con mala fe. Solamente a éste la doncella blanca le
enseñará el sitio en donde está guardado el tesoro y su alma hallará el descanso tan sólo
cuando ese joven ejemplar haya desenterrado el tesoro y mandado reconstruir la capilla del
convento que hoy está en ruinas.