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Leyendas de Alemania

Gudrun

DE CÓMO GUDRUN TUVO TRES PRETENDIENTES


Del matrimonio de Hetel y Hilde nació una pareja de niños. Un niño, que recibió el nombre
de Ortwin, que fue entregado, para su educación, al viejo guerrero Wate de Stormarn, y una
niña, Gudrun, que fue enviada por sus padres a la alegre corte de Horand, el danés, en la
que reinaba siempre el júbilo. Allí Gudrun creció, siendo querida por todos, y llegó a ser
una deliciosa doncella. Pronto la fama de su belleza pasó por los estrechos, más allá del
mar. La gente decía: «Bella es Hilde, la reina, pero Gudrun es aún más hermosa.» Y,
naturalmente, esta fama atrajo el interés de jóvenes guerreros, que desearon obtener en
matrimonio a Gudrun. El primero que llegó a la corte fue Sigfrido, valiente guerrero de los
pantanos de Frisia. Estaba acostumbrado a conquistar fortalezas y a vencer ejércitos, y
pensó que al lado de los trabajos bélicos, la conquista del corazón de Gudrun y el obtener
de sus padres el consentimiento no tenía nada de difícil. Se presentó ante Hetel y Hilde,
acompañado de un lucido ejército, y solicitó la mano de la doncella. Pero Hetel y Hilde no
manifestaron alegría ninguna al oír la petición. El poderío del pretendiente no les
impresionó y rechazaron a Sigfrido, el cual se retiró lleno de rencor, enemistado con los
Reyes y jurando venganza.
En el país de los normandos, Hartmut, joven príncipe, había oído también contar de la
maravillosa belleza de Gudrun y supo cómo el frisio había sido rechazado. Esto incitó aún
más al joven príncipe, que dijo a su madre, la orgullosa Gerlind:
—Quiero ir a pedir la mano de Gudrun, la bella princesa de los hegelingos.
A Gerlind le agradó esto, pues Hetel tenía fama de poderoso Monarca. Ludwig, el padre,
sin embargo, le aconsejó que no intentara tal cosa, diciendo:
—Gudrun vive en un país lejano. El viaje está lleno de peligros.
Hartmut contestó que cuando un hombre quiere ganar a una mujer, la distancia no importa,
y que los peligros no existen para un príncipe normando que quiere ir a Dinamarca.
Ludwig insistió:
—Recuerda lo que sucedió cuando Hetel robó a la hermosa Hilde. Muchos hombres
perecieron en aquella expedición, y la sangre corrió abundantemente.
—Pero Hetel consiguió a Hilde —contestó Hartmut—, y yo conseguiré a Gudrun.
La madre, entonces, tomó la palabra y dijo que debían primero enviar mensajeros en son de
paz para pedir la mano de Gudrun, y que los mensajeros debían llevar ricos presentes para
el rey Hetel.
Esto lo aceptó el viejo Rey, diciendo:
—Nada regatearé en esos presentes.
Prepararon suntuosamente a los mensajeros, los cuales partieron ricamente vestidos y
siendo portadores, de preciosos regalos. Primero pasaron, por la corte del danés Horand, y
allí pudieron ver a Gudrun, cuya hermosura no hizo más que confirmar las noticias que
tenían. Horand, cuando supo el objeto de la embajada, se ofreció para escoltar a los
mensajeros hasta el castillo de los hegelingos. Por fin llegaron y, sin decirles nada de su
verdadero objeto, les presentaron los regalos. Hetel se extrañó de esos obsequios, mas
pronto supo qué deseaban. Cortés, pero orgullosamente también, pidieron la mano de
Gudrun. Hetel tuvo cierta molestia, por lo pretencioso de la embajada, y les contestó que no
necesitaba para su hija tan ricos presentes. Igualmente fría se mostró la Reina:
—No necesitamos nada de vuestro rey, A él le regaló mi padre, el terrible Hagen, muchos
castillos cuando era joven. Y Hartmut, sin duda, encontrará mejores suegros.
Los mensajeros volvieron llevando una respuesta tan dura. Hartmut no quiso apenas saber
lo que habían contestado los padres de Gudrun, sino que preguntaba incesantemente si
habían visto a la muchacha y si era tan hermosa como se decía. Los mensajeros
respondieron:
—Es mucho más hermosa de lo que dicen.
Y Hartmut, cuando hubo oído esto, declaró su propósito de ir él mismo a buscar a Gudrun.
Gerlind, al oír las palabras de su hijo, protestó:
—¡Oh hijo mío!, veo que la desgracia te acechará en ese viaje.
Y como los normandos se preparaban entonces para una expedición, Hartmut, a ruegos de
su madre, desistió de su viaje a Dinamarca y se embarcó con sus compañeros.
En tanto, Gudrun tenía un nuevo pretendiente, Herwig, joven señor de la región de
Zelandia, que había sido también atraído por la belleza de Gudrun. Y a pesar de no ser de
una antigua estirpe, agradó a la muchacha mucho más que los anteriores. A la madre de
Gudrun no le gustaba demasiado el nuevo pretendiente, pues encontraba que tenía poco
rango y que su estirpe no era muy noble y vetusta. Todos los esfuerzos —mensajeros,
regalos— de Herwig eran inútiles, pero el joven guerrero no se desanimó por ello y
meditaba un golpe de fuerza. En esto, llegó Hartmut, que había vuelto de su expedición y
que venía disfrazado para contemplar a Gudrun. Pudo hablar varias veces con la joven, y
cuando creyó que la muchacha no le miraba mal, descubrió su verdadera personalidad y su
amor. Gudrun contestó, sin embargo:
—Vuestras palabras me causan gran dolor, pues en la corte de mis padres los pretendientes
son mal recibidos, y yo no haré nada en vuestro favor; antes bien, os ruego que os marchéis,
pues vuestros esfuerzos son inútiles.
Hartmut se sintió herido, y aunque contestó cortésmente, ardía en deseos de venganza
contra Hetel, pero se marchó.
Herwig, en tanto, había terminado sus preparativos para conseguir por la fuerza lo que se le
había negado. Un guerrero de los países vecinos a sus tierras avisó a los hegelingos de los
propósitos del guerrero zelandés, pero el aviso llegó demasiado tarde. Con numeroso
ejército atacó por la noche el castillo de Hetel. En la fortaleza dormían todos cuando el
centinela dio la señal de alarma. Así que los defensores no pudieron impedir que al poco
tiempo los asaltantes llegaran a la poterna. Ésta fue derribada y Herwig, al frente de sus
hombres, se precipitó en el patio de armas entrando en las salas del castillo, donde salió a
su encuentro el propio Hetel. Los dos guerreros empezaron a combatir, y allí el oscuro
guerrero zelandés dio claras muestras de ser de tan buena estirpe como el terrible
hegelingo. Éste, que era hasta entonces invencible, se asombraba de la fuerza que tenía el
joven enemigo. A medida que los golpes se hacían más fuertes, en vez de sentir odio hacia
su adversario, veía con más admiración al que frente a él luchaba con tanta valentía.
Cuando de los anillos de la coraza de Herwig brotaba la sangre, su admiración crecía más y
más. Las mujeres, aunque llenas de temor, se habían acercado y también se decían:
«¡Magnífico guerrero tiene frente a sí el invencible Hetel! ¡Fuerza y valor demuestra el
zelandés!» En esto, Gudrun no pudo contenerse y gritó:
—¡Alto! ¡Que haya paz! ¡Nobles guerreros, pensad en nosotras! ¡Dejad las armas! ¡Padre,
permite al extranjero que hable!
Los combatientes bajaron sus anchas y fuertes espadas. Después refrescaron sus sangrantes
y calientes cotas, bebieron y brindaron por la paz. Herwig dijo:
—No vine con intención de haceros daño, por deseo de conquistar bienes, sino por amor a
Gudrun a quien deseo tomar por esposa.
Y como había demostrado ser un guerrero valeroso, su petición fue ahora bien acogida.
Gudrun también aceptó y se prometieron. ¡Ojalá se hubiesen casado entonces! Mucha
sangre se hubiera ahorrado. Pero Hetel e Hilde creyeron que era mejor y más conveniente
esperar un año para la celebración de las bodas, a fin de poder preparar las fiestas con todo
cuidado. Herwig no quiso insistir y volvió a sus tierras lleno de alegre esperanza.
DE COMO FUE RAPTADA GUDRUN
La noticia de la batalla y del triunfo de Herwig llegó al frisio Sigfrido. Y éste, al ver que
Herwig, oscuro guerrero zelandés, iba a conseguir lo que él, poderoso caudillo, no fuera
capaz de obtener, montó en cólera y al frente de una hueste numerosa y bien armada se
dirigió a Zelandia. Desde los primeros encuentros, como el ejército de Sigfrido era superior
en número a los pocos hombres de Herwig, éste se vio obligado a irse replegando hasta
refugiarse en una fortaleza, en donde fue sitiado por los frisios. Un mensajero pudo
atravesar las líneas enemigas y llegar hasta el castillo de los hegelingos llevando la mala
nueva. Gran pesar hubieron de las malas noticias tanto Hilde como Gudrun y pidieron a
Hetel que ayudara al joven Herwig. Éste dijo que emplearía hasta el último hombre en
ayudar a su futuro yerno, y convocó a todos sus vasallos y a los nobles aliados, a Wate y a
Horand, y con Wate, a Ortwin, el hermano de Gudrun, el cual iba a recibir su bautizo de
sangre y lucha. En naves rápidas como aves se dirigieron a Zelandia, Los remeros batían las
aguas del mar con furia incontenible, el viento hinchaba las amplias velas. Por fin llegaron
a Zelandia, en donde aún se sostenía Herwig. Sigfrido se vio atacado por los hegelingos,
que con terrible impulso se lanzaron contra los frisios. Luchaban ardorosamente Hetel y el
viejo Wate, el cual destrozaba a los enemigos como el leñador hace caer los árboles del
bosque, y Ortwin el joven dio claras muestras de su noble estirpe. Al cabo de trece días de
intensa lucha, Sigfrido no pudo resistir más y sus tropas empezaron a huir. Quisieron
reembarcar en las naves, pero no lo consiguieron, y al fin pudieron refugiarse en un castillo,
junto a la costa, en donde resistieron durante mucho tiempo. Hetel y Herwig plantaron sus
tiendas en torno al castillo, formaron un apretado cerco y esperaron a que el frisio se
rindiera por hambre. Después enviaron mensajeros a Mattelane, en donde estaban
impacientes Hilde y Gudrun, las cuales se alegraron mucho al oír las buenas noticias. Pero
su alegría no iba a durar mucho pues, en tanto, Hartmut, el normando, había tenido noticia
de que los hegelingos estaban todos fuera de sus territorios, en la expedición de ayuda a
Herwig, y de que las mujeres estaban solas. Entonces dijo a sus padres:
—Llegada es la hora de conseguir lo que se me negó. Voy a partir para apoderarme de la
orgullosa Gudrun.
Y Gerlind, la madre, lejos de oponerse, lo animó a vengar el ultraje recibido y le ofreció
todo su oro y su plata para pagar a los guerreros. Fue con un fuerte ejército hasta el país de
los hegelingos, y cuando llegó cerca del castillo en que se encontraban Hilde y Gudrun,
pensó que sería mejor enviar previamente mensajeros que pidieran la mano de la joven.
Éstos se presentaron ante Hilde y le comunicaron los deseos de Hartmut, haciéndole constar
que el noble príncipe normando no deseaba dote ni dinero, sino solamente a la doncella.
Gudrun misma contestó, en pie y pálida como una estatua, que estaba prometida a Herwig y
que lo amaba. Los mensajeros volvieron con la negativa a Hartmut. Éste ordenó el asalto.
Cuando Hilde vio acercarse al ejército, creyó primero que era Hetel, pero pronto reconoció
la enseña normanda. Aterrorizada, fue a refugiarse con Gudrun en el castillo. Los
hegelingos salieron a luchar, a pesar de ser inferiores en número. Las puertas del castillo
quedaron abiertas. Desde las almenas veían las mujeres cómo el enemigo iba avanzando.
Por fin los hegelingos fueron derrotados; se refugiaron en el castillo, y tras ellos entraron
los reyes Ludwig y Hartmut con sus guerreros. Y antes de que se diesen cuenta los
vencidos, la enseña de los normandos flotaba en la torre más alta de Mattelane. Hartmut se
acercó a Gudrun y le dijo:
—Orgullosa princesa: tú me has desdeñado insultantemente. Ahora debiera yo insultarte a
ti y deshonrar este castillo; ahora debía yo matar a todos los hegelingos y no hacer ni un
prisionero, no tornar nada, sino incendiar el castillo.
Gudrun se lamentó, diciendo:
—¡Si mi padre estuviera aquí, no serían deshonradas estas piedras!
Pero Hartmut gritó:
—¡Nada de deshonra! ¡Atrás, normandos! En nuestra patria seréis recompensados. Así
llevaré yo con más rapidez el más hermoso premio.
Con gran dolor de madre e hija, y entre lágrimas de todos, Gudrun fue obligada a ir con
Hartmut. Una fiel criada, compañera de juegos de infancia de la doncella, se ofreció para
acompañarla y no encontró la oposición de los raptores. La criada se llamaba Hildburg. Al
fin partieron las naves normandas. Hartmut iba gozoso de haber conseguido raptar a
Gudrun. Hilde quedó en Hegelingia, casi muerta de dolor.
DE COMO MURIÓ HETEL EN WUELPENSADE
Cuando la terrible noticia del rapto de Gudrun llegó a Zelandia, Hetel y Herwig hicieron la
paz con Sigfrido y se dispusieron a alcanzar a los raptores en el mar libre, antes de que
pudieran aquéllos llegar a las costas de Normandía. Sigfrido se unió a ellos y entre todos
reunieron una flota considerable. En tanto, los normandos no habían salido apenas del
Sund, pues una tempestad les había obligado a refugiarse en Wuelpensande, un islote llano
rodeado de batiente mar. Allí fueron alcanzados por los perseguidores y se trabó una batalla
terrible. Los normandos eran menos en número, pero no estaban fatigados por larga lucha,
como sus enemigos, y eran conocidos como valerosos guerreros. Estaban descansando
cuando vieron llegar las naves enemigas. El primero que saltó a tierra fue el viejo Wate, el
cual se lanzó contra el rey Ludwig. Después saltó a tierra Herwig; por fin, Hetel, Ortwin y
los demás. La lucha fue terrible. Hetel derribaba a sus enemigos, abriéndose camino, pero
nuevos muros humanos se alzaban ante él. Al fin se encontró frente a Ludwig, y empezaron
a pelear. Hetel cayó muerto bajo la espada del normando.
La lucha siguió encarnizadamente hasta la noche. Esta era oscura y tormentosa y los
guerreros, que seguían peleando, herían a sus mismos compañeros, pues no veían nada.
Herwig gritó proponiendo una tregua, y así se hizo. Mientras los daneses y hegelingos
descansaban, los normandos no dejaban de cantar y armar alboroto. Esto era porque
Hartmut les había dicho que no cesasen de hacer ruido para preparar la huida. Y como
tantos habían muerto, les bastó un barco para abandonar la isla.
Al alborear, los daneses vieron, sorprendidos, que el enemigo había huido. En todo el
horizonte no se veía más que el mar en calma. Wate y el frisio Sigfrido querían perseguir a
los normandos, pero los demás les dijeron, que era mejor volver a Hegelingia, a rehacer el
ejército. Así lo hicieron.
DE LA MISERIA DE GUDRUN
Cuando, después de la expedición, los normandos llegaron a las costas, de su país, Hartmut
tomó de la mano a su hermosa presa, la llevó a la cubierta del barco y, mostrándole, a los
reflejos del Sol, los rojizos acantilados, las playas y los muros y las torres del castillo, le
dijo:
—He ahí, señora mía, el país de los normandos. Es una hermosa comarca, de la cual vais a
ser reina. Desembarcaremos y recibiréis la corona si me concedéis vuestra mano.
Gudrun, pálida y con lagrimas en los ojos, contestó:
—El país de los normandos no puede ser sino una cárcel para la prometida de Herwig. La
corona no sería más que una cadena.
Al oír estas orgullosas palabras, el viejo Ludwig se estremeció de ira, y perdiendo el
dominio sobre sí mismo, se lanzó contra la muchacha, la tomó en alto en sus fuertes brazos
y la lanzó por la borda al mar. Hartmut, inmediatamente, saltó al agua y pudo salvar a su
amada, subiéndola de nuevo al barco. Allí, el viejo dijo:
—Lo que hice no fue justo. El padre, dentro de mí, se irritó demasiado. Pero con su amor,
hija mía, ha reparado la falta mi hijo, tu salvador.
Al fin desembarcaron y entraron en el castillo. Y allí, la hermanita de Hartmut, llamada
Ortrun, se precipitó sobre Gudrun y la besó, sonriendo y llamándola «querida hermana». La
bella joven, emocionada, lloró amargamente, abrazada a la niña. Gerlind, la severa madre,
las separó, exclamando:
—A mí, la Reina, me pertenece el beso de bienvenida.
Pero Gudrun retrocedió vivamente y dijo:
—La madre de Hartmut no me ha de besar. Estoy segura de que es ella sola la que ha
inducido a su hijo a este rapto.
Y desde entonces Gerlind odió a la orgullosa joven y en su pecho bullía la ira.
Inútilmente pretendió Hartmut el cariño de Gudrun. Pasaban los días, las semanas y los
meses, y todo era inútil. La doncella no quería hablar con nadie, permanecía sola y
abstraída, con su semblante rígido, expresando un gran dolor. Sólo admitía la compañía de
Ortrun, la hermanita de Hartmut. Éste, al ver que no conseguía nada, pensó que era mejor
estar durante algún tiempo separado de la joven raptada. Se lo dijo así a su madre,
añadiendo que iba a embarcar para una expedición que se hacía entonces.
—Te suplico, oh madre —dijo—, que trates con cariño a Gudrun y que le enseñes las
costumbres de nuestro pueblo, pues ahora se siente extraña. Prepárala para que pueda ser
mi esposa y reinar.
Y después de esto, partió. Gerlind trató de enseñar los usos y costumbres de los normandos
a Gudrun. Pero no podía conseguir la madre más de lo que había conseguido el hijo.
Gudrun se negaba a aprender y rechazaba todo. Al fin, la Reina, indignada, dijo:
—Si no aceptas las bondades, tendrás severidad. Desde hoy en adelante vas a trabajar a
nuestro servicio.
Y le mandó diversos trabajos penosos.
Gudrun dijo:
—Jamás he hecho estos trabajos; en mi castillo eran las criadas las que los hacían.
Y Gerlind le contestó:
—Por eso te separé de las criadas, y los harás tú sola.
Y aunque la sirvienta que había venido con Gudrun quiso ayudarla, Gerlind hizo que la
joven trabajase sin auxilio, trayendo leña para el fuego y otros trabajos de esta índole.
Cuando Hartmut volvió después de algún tiempo, vio que Gudrun tenía un aspecto cansado.
Le preguntó:
—¡Oh hermosa Gudrun!, ¿por qué tienes un semblante tan fatigado?
Y ella contestó:
—Vivo sufriendo, para deshonra vuestra.
Hartmut corrió a su madre y le dijo:
—¡Oh madre!, te rogué que tratases con bondad a Gudrun, y me la he encontrado con un
semblante que muestra que ha realizado penosos esfuerzos.
Gerlind contó lo sucedido y Hartmut le pidió que la tratase, de todas maneras, bien, ya que
la muchacha había sufrido mucho. Después fue otra vez a Gudrun y le dijo:
—Deseo que no sufras más. ¿Cómo podré hacerte perdonar lo que mi madre te ha hecho?
Gudrun, enérgicamente, contestó:
—No hay nada que tenga que ser perdonado. Sólo deseo ganarme la vida en el país de los
normandos con mi trabajo.
Hartmut insistió:
—Te ofrezco la corona de mi país. Yo podría hacerte, no mi esposa, sino mi concubina.
Gudrun exclamó:
—¡Qué dirían los demás reyes cuando supieran que la nieta de Hagen ha sido deshonrada
por la violencia de Hartmut!
Él contestó:
—Nada me importa la opinión de los demás. De nuevo te pregunto: ¿Quieres la corona de
los normandos?
—No quiero nada, sino el sueldo de una sirvienta. ¡Has matado a mi padre!, ¿por qué no me
matas a mí también?
Ortrun rogó a Gudrun que escuchara a su hermano. Pero como la doncella no variara de
actitud, Hartmut salió de nuevo en una expedición marítima.
Pero en cuanto el príncipe faltó, Gerlind obligó nuevamente a Gudrun a trabajar. Como era
invierno, para hacerle, más daño, le mandó lavar la ropa del palacio. Y sólo a ruegos de
Hildburg, la criada de Gudrun, consintió en que ésta la acompañase en su penosa tarea.
DE LA EXPEDICIÓN A NORMANDÍA
En tanto, en el país de los hegelingos no se había abandonado el proyecto de rescate de
Gudrun. Cuando pasó el solsticio de invierno y la luz de los días empezó a crecer, la reina
Hilde envió mensajeros a todos los nobles guerreros aliados. Mandó llamar a Wate, el cual
sonrió y dijo:
—Dispuesto estoy.
Hizo llamar a Horand y a su hijo Ortwind, que estaba de caza. Y mandó aviso a Herwig, el
cual se estremeció de alegría, pensando en que era llegada la hora de la libertad de su
prometida. Gran número de valerosos daneses se reunieron en la primavera en el castillo de
los hegelingos. La Reina entregó el pendón de batalla al noble Horand, el danés, diciéndole:
—Lleva tú la enseña, ¡oh Horand!, cuando ataquéis el castillo de los normandos.
A Ortwin le pidió que no fuera demasiado osado, y a los demás que cuidasen del joven.
Mientras tanto, en el país de los normandos sufrían Gudrun e Hildburg la cólera de la
vengativa Reina. Una mañana estaban lavando la ropa a orillas del mar, cuando entre las
olas vieron aparecer un cisne de maravillosa blancura, el cual, cuando estuvo cerca de ellas,
cantó diciendo:
—Salud, ¡oh doncellas! No habréis de lavar ya mucho. He visto en medio del mar una
poderosa flota de los hegelingos, que viene a devolveros la libertad.
Gudrun se levantó y preguntó al cisne por su madre y por sus amigos los guerreros daneses.
—Todos viven y están bien —contestó el cisne.
—¿Y vive también uno de Zelandia? —preguntó anhelantemente Gudrun.
—Ése no puede vivir sin Gudrun —repuso el cisne, y desapareció en el agua.
Las jóvenes lo vieron después reaparecer mar adentro, de donde se elevó, tomando la forma
de una mujer con alas de cisne y de nuevo, cantando, dijo:
—Mañana llegarán en un bote dos mensajeros para traeros un mensaje de esperanza de los
hegelingos. Pero la suerte no había acompañado a los hegelingos en su expedición. Apenas
habían pasado de la Frisia, en donde se les había reunido Sigfrido, una terrible tormenta los
cogió, haciendo casi zozobrar a las naves. Después una espesa niebla cubrió el mar. La
corriente arrastraba a los barcos hacia el Norte, y el viejo Wate advirtió a los guerreros:
—No sigáis hacia el Norte, pues allí está la isla en la que el dios del Trueno hizo perecer a
los hijos de los gigantes cuando se quisieron medir con los dioses. Debajo de esa isla está el
castillo encantado de las torres de oro. Las naves que arriban allí son hundidas en lo más
profundo de las aguas.
Y entonces bogaron con todas sus fuerzas hacia el Sur. Al fin un día se rompieron las
brumas y Horand subió al mástil de su nave y exclamó alegremente:
—¡Gloria! Veo rojizos acantilados, costas verdes y playas cenicientas, rojos muros de
castillos. Estamos ante el país de los normandos.
Y anclaron en la bahía de un islote que allí cerca se encontraba. Ortwin dijo:
—Quiero hacer un reconocimiento para averiguar en dónde está mi hermana.
Herwig gritó:
—¡Yo voy contigo también!
Y el viejo Wate gruñó:
—Nada de locuras. Atacaremos lo antes posible. No hacen falta exploraciones.
Pero ellos se empeñaron en ir, y así lo hicieron, embarcando en un frágil esquife.
En tanto, la niebla se había convertido en nieve y la playa estaba cubierta de un blanco
manto. Hildburg, la criada, dijo a Gudrun:
—Señora, nos habían quitado los zapatos, porque era primavera, pero de pronto ha vuelto el
tiempo invernal. Habremos de ir a pedir a la Reina que nos dé el calzado otra vez.
Fueron, pues, a pedir el calzado a la Reina, pero ésta se negó a dárselo. Las pobres jóvenes
lloraron mucho y salieron con los pies desnudos, andando penosamente sobre la espesa
nieve.
Cuando llegaron a la orilla del mar, se pusieron a lavar. El mar estaba aún cubierto por una
capa de niebla y no podían ver muy lejos.
De pronto, Hildburg exclamó:
—¡Veo un bote con dos nombres que se acerca aquí!
Gudrun levantó la cabeza y vio, efectivamente, al esquife, que salía de la niebla. Llegó la
embarcación a la orilla, y Gudrun dijo:
—¿Quién pueden ser esos hombres? Si son enviados de mi madre, no quiero pasar la
vergüenza de que me vean con este tosco traje, casi desnuda, con el cabello enmarañado y
lavando como una criada.
Y echó a correr, seguida de su fiel sirvienta. Ortwin y Herwig empezaron a gritar:
—¡Eh, hermosas lavanderas, no temáis nada de nosotros! Somos extranjeros, pero no
queremos haceros ningún daño. Volved y recoged la ropa, porque si no os la robaremos.
Las muchachas se detuvieron y no se reconocieron unos a otros. Los daneses les
preguntaron por detalles de la ciudad, si había muchos hombres y también si había mujeres.
Ellas dijeron:
—Hay muchos hombres y mujeres.
— ¿Y hay una que se llama Gudrun y que es del país de los hegelingos?
Ella contestó:
—Hace mucho tiempo que vi a Gudrun, cuando la trajeron raptada. Pero ha sufrido mucho
y ha muerto.
Ortwin empezó a llorar amargamente y Herwig quedó como una estatua.
—¿Que ha muerto Gudrun? —Y dirigiéndose a Ortwin, dijo—: Ortwin, hermano mío, si
eso no fuera verdad, creería que esta muchacha es Gudrun.
Entonces Gudrun se acercó a Herwig y le preguntó si conocía a la mujer de que hablaba o si
la había amado.
—¿Por qué lloráis?
Herwig contestó:
—¡Estas lágrimas son poca muestra de mi dolor! Yo, Herwig, he perdido a mi prometida
para siempre.
Gudrun gritó:
—¡No!... ¡Herwig, no; tú no eres Herwig!... ¡Me dijeron que había muerto!
Herwig le enseñó el anillo, y la muchacha sonrió feliz y le mostró el suyo... Entonces se
abrazaron los prometidos.
Herwig quiso volver a toda prisa al barco. Pero Ortwin dijo:
—Ni por cien hermanas volvería yo atrás frente al enemigo.
Herwig repuso:
—Pero ¿y si los normandos llevan a las muchachas tan lejos de aquí que las perdamos para
siempre?
Ortwin insistió en que esperasen las mujeres hasta después de la batalla. Y viendo que
Gudrun lloraba, le dijo:
—No llores, hermanita, pero sólo puedo ganarte del enemigo con nobles medios.
Y por fin volvieron al esquife, internándose entre la niebla. Hildburg exclamó:
—Se ha hecho tarde, señora; cojamos la ropa y volvamos al castillo.
Pero Gudrun contestó serenamente:
—Eso ya no puedo hacerlo. He besado a dos reyes y no puedo deshonrarme llevando la
ropa.
La criada expresó sus temores de que fueran castigadas, pero esto no impresionó a la
princesa danesa y tiró la ropa al mar.
DE LA LIBERTAD DE GUDRUN
Llegaron Gudrun y Hildburg al palacio. La Reina esperaba impaciente en la puerta.
—¡Tarde llegáis, oh criadas! No veo además la ropa que os di para lavar.
Gudrun contestó serenamente:
—La ropa se ha perdido en el mar. Yo no volveré a lavar más.
La Reina, exasperada, ordenó a las atónitas sirvientas que presenciaban la escena que
atasen a la insolente doncella. Pero Gudrun, antes de ser sujetada, continuó:
—He hablado porque debía hacerlo. He decidido ser mañana la esposa del rey que domine
en esta tierra.
Gerlind se quedó desconcertada, pero su ira se cambió en alegría, pues en las palabras de la
doncella veía una aceptación de lo que tantas veces le había pedido. Y abrazándola, dijo.
—Ahora, hija mía, eres razonable. Haremos una solemne fiesta de esponsales.
Gudrun, sin corresponder muy vivamente a las muestras de cariño de la Reina, pidió
autorización a ésta para enviar mensajeros a los reyes y guerreros vecinos, para que
acudieran a las fiestas. Gerlind lo autorizó, y Gudrun escogió a los mejores soldados para
llevar los mensajes. También fueron mandados mensajeros a Hartmut. Y a todos les ordenó
que advirtieran a los invitados que debían venir sin armas y con vestiduras de fiesta.
A la mañana siguiente, Gudrun mandó a una de sus sirvientas que se pusiera en la torre de
vigía. La criada oyó primero un toque de cuerno; después, otros dos más. Eran las señales
de ataque. Pronto el ejército danés, sobre rápidas naves, apareció en la costa y desembarcó.
Gerlind ordenó que se cerrasen las puertas de la fortaleza, pero no había soldados para
cumplir la orden. La Reina, viendo que Gudrun, en una ventana, mostraba su alegría, la
increpó, llamándola traidora y la quiso estrangular. Pero Hildburg y Ortrun, la hija de
Gerlind, se interpusieron y evitaron que eso sucediera. En aquel momento entraron Ortwin
y Herwig. Gudrun abrazó a su prometido.
Un terrible estrépito se oye fuera. Es que han llegado Ludwig y Hartmut con sus hombres, y
como aún tienen armas, han trabado lucha con los daneses. Inferiores en número son los
normandos y van siendo vencidos. Ludwig cae bajo la espada de Wate, el terrible. Después,
el feroz viejo quiere matar a Hartmut, pero Horand y Ortwin pueden impedirlo. Wate,
entonces, entra en el castillo, matando a todos los que se le oponen. Llega adonde está
Ortrun abrazada a Gerlind y quiere matar a la muchacha. Ésta se deja caer de rodillas,
mientras la madre huye. En aquel momento Gudrun se acerca y pide que perdone a la
muchacha, que tan buena había sido para ella. Wate, sin embargo, está sediento de sangre;
se mete por las habitaciones del palacio y encuentra a Gerlind, a la que increpa y después
mata.
En tanto, continuaba la lucha. Los hegelingos quisieron prohibir el saqueo, pero Wate
protestó, y le permitieron a él y a sus soldados que cayesen sobre los otros castillos
normandos.
Cuando pasaron algunos días, los hegelingos volvieron a sus barcos. Llevaban a las
muchachas y también a Hartmut, prisionero, y otros muchos, que fueron repartidos como
servidores. Llegaron a la patria y allí los recibió, feliz, Hilde.
Al fin, después de tantas guerras y luchas, tanta sangre y desgracia, se celebró la fiesta de
los esponsales de Gudrun y Herwig. Y como, según dice el refrán, de una boda sale otra, a
la de Gudrun y Herwig se añadió la de Ortwin y la bondadosa Ortrun. Y a Hartmut, el rey
de los normandos, por quien intercedió la cariñosa hermana, se le concedió el perdón de los
felices príncipes y se unió con Hildburg, la fiel criada, que también era de estirpe noble.
Grandes y jubilosas fueron las fiestas. Horand, el alegre, cantó sus más hermosas canciones
de amor y fidelidad. Nada más se volvió a saber de las felices parejas. Pero el relato de sus
desdichas y de su gloria resuena a través de los siglos, cantando la victoriosa pasión de la
nieta de Hagen, de la hija de Hetel y Hilde, de la hermosa y fiel Gudrun.

El anillo prodigioso

La ciudad de Aquisgrán guarda múltiples recuerdos del noble emperador Carlos, el de la


barba florida. Refiérense en ella numerosas leyendas forjadas en torno a la figura del primer
emperador cristiano occidental. Entresacamos una, que nos transmite el propio Petrarca,
que asegura haberla oído referir en la ciudad.
En cierta ocasión vio pasar Carlos junto a él a una hermosa dama de irresistible y extraño
atractivo. Prendado el Emperador, bien pronto llegó a olvidar el reino, la corte y aun su
propia persona, absorto en el amor de la bella. Mas la señora cayó enferma; agravose su
dolencia, y murió. Los cortesanos y consejeros de Carlos no disimulaban su alegría
pensando que el Monarca, curado de su locura, volvería en breve a sus egregias y arduas
ocupaciones. Vano fue su regocijo, pues Carlos, más y más entregado a su insólita pasión,
permanecía largas horas junto al cadáver, acariciando las gélidas manos y contemplando el
impasible rostro de la muerta, cuya belleza comenzaba ya a ser mancillada por implacable
corrupción. Acongojados, los cortesanos recurrieron al arzobispo Turpín que, tras estudiar
con detenimiento el asunto, concluyó que en todo aquello tenía que haber magia de la más
negra. Examinaron el cadáver, y... efectivamente: en la boca encontraron un extraño anillo.
Lo extrajeron y al momento cesó el encanto. Carlos ordenó que se diera sepultura a los
tristes restos de la dama, y con ellos quedó sepultada, igualmente, su pasión.
Mas no paró aquí la cosa. Desde aquel momento comenzó el Emperador a manifestar tan
intempestiva afición a Turpín, que el buen arzobispo optó por desprenderse del anillo, y
cierto día lo arrojó a un profundo lago que se encontraba en las proximidades de Aquisgrán.
Al momento, Carlomagno depuso su cariñosa inclinación hacia el esquivo Turpín. Sus
afectos se concentraron en el lugar que rodeaba el lago; hasta el punto que desde entonces
mostró una decidida preferencia por Aquisgrán, y en esta bella ciudad deseó vivir y morir.

El emperador y el bandido

Carlomagno estaba un día durmiendo en su palacio a orillas del Rhin, no lejos de Francfort,
y vio, en sueños, un ángel rodeado de una aureola. El ángel se colocó delante del
Emperador y le dijo:
—Levántate, gran Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te
acompañe, para cometer un robo.
A Carlomagno, cuando despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su
descanso. Y pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él
le ordenaba:
—¡Levántate, oh Rey, y prepárate a cumplir lo que te he dicho antes. Es por tu bien y por la
salvación del Imperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su
inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y, pensativo ante la reiterada aparición, decidió obedecer y salir de
Palacio para cometer un robo. En vano se esforzaba en descubrir el sentido de las palabras
del ángel que mandaba a un emperador pío y honrado cometer una acción tan deshonrosa.
Pero como la aparición había hablado de manera tan categórica, decidió —como
decíamos— obedecer la orden recibida. Así que, poco después, cuando se hizo de noche, se
vistió con ropas de viaje, fue a la cuadra y puso la silla a su corcel favorito con sus propias
manos y salió del castillo. Ninguno de los servidores ni escuderos, ni tampoco los porteros,
se dieron cuenta de su salida, pues estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado
letargo. El Emperador se dirigió a la selva vecina, e iba diciendo para sí: «Puesto que es la
voluntad manifiesta del Señor que yo haga una cosa que me causa horror desde mi infancia,
obedeceré, pero no sé ciertamente cómo hacerla, y el famoso ladrón Elbegasto, que he
hecho perseguir hasta aquí sin tregua, me sería bien útil en este momento. Yo le
recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayudara en el momento
fatal de cometer el robo.»
Entonces, a la pálida luz de la Luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Este
parecía igualmente haber visto a Carlos y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse
con él cara a cara.
El caballero llevaba una armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en
un caballo negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al
Emperador que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que cabalgaba solo por
la selva, en medio de la floresta. El color negro del silencioso jinete no le parecía a Carlos
de buen augurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que hubiera salido al
camino para tenderle un lazo. Por fin, el misterioso caballero habló, diciendo:
—¿Quién sois vos, que cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los
senderos nunca hollados de la selva? ¿Sois quizá un servidor del Rey que busca la pista de
Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos atrás, porque
fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los consejeros de la corte imperial, ese
hombre conoce los senderos de estos lugares salvajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
—Mi camino no es el vuestro. Solamente el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de
mis acciones. Y si mi contestación no es de vuestro gusto, estoy dispuesto a sostenerla
como conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la espada de su vaina y se preparó al combate. En el mismo instante
el caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la lucha. El
extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que la punta de su lanza
se rompió en pedazos y se encontró sin defensa. Carlomagno se hubiese avergonzado de
matar a su adversario desarmado, y le dijo:
—No quiero vuestra vida. Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis
por estos lugares.
—Yo soy Elbegasto —repuso el otro—. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que
Carlomagno me expulsó del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y
por el bandidaje. Hasta aquí nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y puesto
que me habéis tratado con tanta generosidad y nobleza, decidme lo que puedo hacer en
ayuda vuestra, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
—Si es cierto que sois el famoso bandido Elbegasto, a cuya cabeza ha puesto precio el
Emperador, podéis testimoniar vuestro reconocimiento ayudándome a cometer un robo. He
emprendido esta excursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda puede serme
útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo y realicemos el robo juntos.
El bandido exclamó:
—¡Alto! Jamás he robado ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y
me ha desterrado, lo ha hecho por instigación de malos consejeros y lejos de mí el
pensamiento de querer causar el menor daño a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que
han hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al conde
Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo: ha arruinado a muchos hombres honrados y
no vacilaría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida si tuviera medios para
ello.
Carlomagno se alegró interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos
de fidelidad, y le dijo:
—Te acompañaré al palacio de Egerico.
Y juntos se dirigieron al castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el
medio de entrar en el edificio, haciendo diestramente un agujero en el muro, y dijo a Carlos
que le siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir
fácilmente las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero, dijo
a su esposa lo suficientemente alto para que lo oyeran Carlos y Elbegasto:
—Quizá haya ladrones en el castillo. Voy a ver.
Se levantó, en efecto; encendió una antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones.
Sin embargo, como Carlos y Elbegasto habían tenido tiempo de esconderse debajo de la
cama del Conde, donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descubiertos.
Egerico apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la Condesa a su
esposo:
—¡Oh esposo!, seguramente ningún ladrón ha entrado en la casa. Pienso, por el contrario,
que es algún cuidado lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros
imaginarios. Sin duda algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este desasosiego;
confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible, con mis consejos.
El Conde contestó:
—Ya que la ejecución de mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto.
He hecho un pacto con doce caballeros y nos hemos juramentado para asesinar al
Emperador, ya que nos ha prohibido imponer a los viajeros del camino real ciertos tributos.
Nadie sabe nuestro propósito y te pido que guardes silencio pues, si no es así, ni tu vida
estaría segura.
El Emperador no perdió ni palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se
volvieron a dormir, el Emperador y su acompañante, deslizándose, salieron de su escondite,
y una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su palacio.
Al día siguiente, muy temprano, convocó a su Consejo y dijo:
—He soñado esta noche que el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados,
con intención de asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado
de no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos caballeros que
tienen alma de ladrones. Cuidad, pues, de que haya suficiente número de soldados
preparados para intervenir, si ello fuera necesario.
Hacia el mediodía, Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la
sala real, fueron detenidos por los soldados y se les encontraron las armas ocultas entre sus
vestiduras. Los conjurados, sorprendidos y desconcertados, no pudieron negar sus siniestros
propósitos. Después de un breve juicio, fueron entregados al verdugo, que los hizo perecer
de vergonzosa manera.
Elbegasto fue llamado a Palacio por el Emperador, que le perdonó públicamente y que le
encomendó un cargo, con la promesa de que el bandido renunciase a sus actividades.

Richmodis la resucitada

Hacia mediados del siglo XIV vivía en Colonia el señor de Aducht con su mujer
Richmodis. El más tierno amor unía a los esposos en una dicha perfecta y ambos gozaban
de la mejor reputación en toda la ciudad.
Pero esta felicidad se vio prontamente destrozada. En 1357 la peste asoló la ciudad. Los
habitantes caían muertos en medio de las calles y aquellos que no podían salir de Colonia
esperaban resignados la muerte. Richmodis fue atacada de la epidemia y pocos días después
murió. Por las circunstancias, no se podía ni pensar en un entierro solemne; así que el señor
de Aducht se vio forzado a enterrar al momento a su mujer en el cementerio de los Santos
Apóstoles. Sin embargo, para honrar de alguna manera a la difunta, quiso que sus joyas
fuesen enterradas con ella. Así se hizo. Pero esto fue advertido por los enterradores, los
cuales, tentados por la codicia, una vez que llegó la noche, abrieron la fosa para robar las
ricas alhajas. Ya llevaban cogidas varias de éstas, cuando al querer sacar de uno de los
dedos de Richmodis un maravilloso anillo, la dama, que en realidad no había muerto, sino
que solamente había sufrido un letargo, volvió en sí. Los sepultureros, espantados, huyeron,
y la señora, levantándose, salió del cementerio y se dirigió a su casa.
Cuando llegó a la puerta, golpeó. Acudió un criado y preguntó quién era el que llamaba a
tan intempestivas horas. Cuando oyó la voz de su señora, que decía: «Soy yo», tembló de
espanto y fue a decirlo al señor de Aducht. Éste, creyendo que era una alucinación del
criado, contestó:
—Tan imposible es que mi mujer haya resucitado como que mis caballos suban a la
guardilla.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, se oyó un estrépito terrible y vio asombrado
que sus caballos, saliendo de las cuadras, penetraban en la casa y subían a la guardilla.
Entonces el caballero, dominando su espanto, corrió a la puerta, la abrió y encontró a su
mujer, a la que abrazó tiernamente.
La resucitada recibió los mayores cuidados. Gracias a ellos tomó fuerzas y vivió durante
muchos años en compañía de su marido, alabando siempre a Dios por el gran favor obrado.

Origen de los Welfen (Güelfos)

Warin era un conde de Altorf y Ravensburg en Suabia, el cual tenía un hijo que se llamaba
Isenbart, que estaba casado con Irmentrut. Sucedió que una pobre mujer de la región dio a
luz tres niños de una vez. Cuando la condesa Irmentrut lo supo, exclamó:
—¡Es imposible que esta mujer pueda haberlos tenido a la vez de un solo hombre, sin
adulterio!
Esto lo dijo abiertamente ante el conde Isenbart, su dueño y señor, y toda la corte.
—Y esta adúltera —continuó— no merecería otra cosa que ser encerrada en un saco y
echada a un río para que se ahogase.
Al año siguiente, la condesa misma quedó embarazada. Y estando su marido en una
expedición guerrera, dio a luz doce niños. Temblorosa y espantada, pensando que
seguramente a consecuencia de sus propias imprudentes palabras, se la acusaría a ella
misma de adulterio, ordenó a su camarera que llevase a once de los niños al arroyo próximo
y que los ahogase. Y guardó al duodécimo. La vieja metió a los once inocentes niños en
una gran tinaja y se dirigió al cercano arroyo, que se llama aún el Schartz. Pero Dios quiso
que en ese momento llegase el conde Isenbart y le preguntó qué llevaba en la tinaja. Ella le
contestó que eran lobitos.
—Enséñamelos —dijo el Conde—; quizá me guste alguno para domesticarlo.
—¡Ah señor —dijo la vieja—, ya tenéis bastantes lobos! Os espantaríais si vierais tal
fealdad de lobitos.
Pero el Conde insistió y la obligó a destapar la tinaja. Cuando vio los once niñitos y vio
que aunque eran pequeños tenían aspecto noble y hermoso, preguntó violentamente:
—¿De quién son estos niños? Entonces la vieja no pudo hacer más que declarar la verdad y
contarle todo lo que había pasado y la razón por la que su mujer había mandado ahogar a
los once niños.
—El Conde mandó que los «lobitos» (Welfen) fuesen entregados a un rico molinero que
vivía al lado del río para que los educase, y ordenó a la vieja que volviese sin temor a
decirle a su señora que las órdenes de ahogar a los niños habían sido cumplidas.
Seis años después mandó el Conde que vinieran los once niños vestidos noblemente y
adornados, a su palacio, donde se encuentra actualmente el convento Weingarten. Invitó a
todos sus amigos y comieron y bebieron alegremente. Al acabar el banquete, hizo entrar a
los once niños, que iban vestidos de rojo y todos y cada uno eran tan iguales en color,
miembros, estatura y figura al duodécimo que la Condesa había guardado consigo, que no
se podía dudar de que hubieran sido engendrados por un mismo padre y bajo el corazón de
una misma madre.
El Conde se levantó y preguntó ceremoniosamente a todos sus amigos:
—¿Qué muerte merece la mujer que haya querido matar a estos niños tan hermosos y
nobles?
La Condesa, ya sin fuerzas por la angustia, cayó desvanecida al oír estas palabras, pues el
corazón le decía que en los jóvenes había carne y sangre suya. Cuando volvió en sí, se
arrojó a los pies del Conde y con ardientes lágrimas le pidió perdón. Los compañeros del
Conde se unieron a esta petición y éste, por fin, perdonó a su esposa su necia incredulidad
que pudo haber sido causa de un grave crimen.
Para eterno recuerdo de esta maravillosa historia requirió y ordenó el Conde a los amigos y
parientes que su sucesión no llevaría ya el nombre de condes de Altorf, sino que él y su
estirpe se denominarían desde entonces Welfen.
Y éste fue el origen de tan importante estirpe.

Los nudos del viento

En Sisevy, junto al Schlei, vivía una mujer que era bruja, teniendo poder sobre los vientos.
Los pescadores de arenque del Schleswig la visitaban a menudo para pedirle que hiciera
reinar en sus expediciones vientos favorables. Un día un grupo de estos pescadores que
quería volver al Schleswig observó que reinaba viento del Oeste, que les era desfavorable.
Visitaron a la bruja y le dijeron:
—Queremos volver a nuestro pueblo; pero reinan vientos contrarios. Pídenos lo que quieras
por darnos buenos vientos.
Ella les exigió gran cantidad de pescado y, cuando lo tuvo en su poder, les dio un pañuelo
con tres nudos.
—Os doy este pañuelo con tres nudos. Con él tendréis buenos vientos soltando dos de estos
nudos. Pero el tercero no lo soltéis hasta después de haber atracado, pues de lo contrario
correréis grandes peligros.
Los pescadores se dirigieron al muelle; embarcaron y desplegaron las velas, aunque aún
reinaba el viento del Oeste. Y el capitán cogió el pañuelo y soltó uno de los nudos.
Inmediatamente el viento cambió y empezó a soplar suavemente del Este. Levaron anclas,
soltaron las amarras y salieron de !a boca del puerto.
Cuando habían navegado algún trecho, quisieron ir más de prisa y soltaron el segundo, y
vino un vendaval que los llevó con la mayor rapidez hacia el puerto al que se dirigían.
Ya estaban cerca de este puerto, cuando, llenos de curiosidad, y olvidando los consejos de
la bruja, abrieron el tercer nudo. ¡Ojalá nunca lo hubieran hecho!, pues estalló una gran
tormenta que los puso en trance de perecer, teniéndose que arrojar al agua todos para poder
llegar a la orilla y salvar los barcos.

Los enanos del Schalksberg y del Wohldenberg

El Schalksberg, entre Ettenbüttel y Wilsche, cerca de Gilde, junto al Aller, es ahora


solamente una colinita de topos, pero en otros tiempos fue un monte alto y hermoso, en el
cual habitaba el pueblo de los enanos. En aquel tiempo no vivía allí ningún hombre, lo cual
era muy del agrado de los hombrecillos, pues podían ir y venir sin ser estorbados y andar
por encima o por debajo de la tierra como les viniera en gana. Los gnomos se daban muy
buena vida; hacían todos los días domingo, y en medio de la semana, un día de fiesta.
Comían, jugaban y bailaban. Sin embargo, de vez en cuando forjaban, y aun hoy en día se
encuentran a menudo por allí escorias y restos del carbón que empleaban en su trabajo.
Cuando por primera vez llegó un pastor a esa región no había en derredor del monte más
que campos de guisantes y dentro de la tierra se oía continuamente una música maravillosa.
Sin embargo, cuando los corderos del pastor se acercaban a esos campos de guisantes, se
sobresaltaban, como si se les hubiera pellizcado interiormente, y también varias veces
empezó el perro a ladrar y a aullar y no quiso acercarse. A pesar de esto, poco a poco
fueron viniendo más gentes a la región, construyeron pueblos y trabajaron en sus oficios.
Con eso se pusieron en contacto a menudo con los enanos, unas veces amablemente y otras
como enemigos, según las circunstancias. Los gnomos se quejaban, sobre todo, del ruido
que formaban los hombres, y éstos, de los muchos robos que hacían aquéllos; de modo que
estaban en continuas riñas. Pero, a pesar de esto, en otras ocasiones se prestaron ayuda
mutuamente, y cada vez que los hombres se habían mostrado amables con los enanos, eran
pagados por estos con oro rojo.
He aquí el motivo de que los hombrecillos se marcharan de aquellos lugares: En los campos
de los alrededores vivían muchos gigantes, y si éstos no se entendían bien con los hombres,
con los enanos andaban siempre como perros y gatos. Una vez los gnomos molestaron a un
ogro que dormía, poniéndole en los agujeros de las narices dos grandes rocas. El dragón
empezó a respirar mal y se despertó, y aún pudo ver cómo los hombrecillos desaparecían en
el Schalksberg. En un dos por tres se encontró allí, pero no pudo entrar porque era
demasiado grande para los pequeños agujeros de los enanos. Entonces el monstruo sopló
las piedras de las narices contra el monte, hasta el punto de que éste estalló y voló
pulverizado y roto. Siguió soplando el gigante, hasta que desapareció el monte. Y hubiese
exterminado a todos los enanos a no haber sobrevenido una gran tormenta. Un rayo cayó
encima del ogro y lo mató.
A la noche siguiente estaba un pescador plegando sus redes a la orilla del Aller, cuando se
le acercó un hombrecillo gris y le preguntó si estaba dispuesto a hacer algunos viajes a
través del río, junto al Schalksberg; le prometió que nada perdería en ello. El pescador se
extrañó, pero por fin accedió y fue con su barca puntualmente al sitio designado y a la hora
justa, a la noche siguiente. El hombrecillo gris le esperaba y saltó al bote ágilmente, y con
él otros, a los que el pescador no veía, fueron llenando el bote hasta que casi se hundía.
Entonces mandaron al pescador que pasase el río. Cuando llegaron a la otra orilla, saltaron
a tierra e indicaron al pescador que debía volver de nuevo al mismo sitio.
Como decíamos, el pescador no veía sino al primer hombrecillo gris, y así continuó hasta el
crepúsculo matutino. Continuamente se llenaba la barca, pero él no veía a nadie, sino que
oía unos cuchicheos y siseos y sentía la barca medio hundirse. Cuando el Sol iba a salir, el
hombrecillo, que era el rey de los enanos en persona, dijo:
—Ahora, basta. Tu premio se encuentra en el fondo del bote. Si tienes curiosidad por saber
lo que has llevado en tu barca, mira por encima de mi hombro izquierdo.
El pescador lo hizo así y vio una extensa pradera llena de hombrecillos cargados con toda
clase de bultos, que se dirigían hacia el Wohldenberg, a unas dos horas de distancia de allí.
Pero en ese momento salió el Sol y el pescador, de repente, ya no vio nada más. No había
ya enanos y su rey había desaparecido también. Cuando el pescador volvió a subir a su
barca, vio en el fondo un gran montón de bosta. Irritado por la miseria del pago, lo echó en
el Aller y, vuelto a su casa, contó a su mujer toda la historia. Pero ésta, más lista que él, le
contestó:
—No hubieras debido tirarlo; todo eso era oro.
Corrieron al bote y, en efecto, lo que aún quedaba se había convertido en oro brillante, y
pudieron recoger lo bastante para llenar su sombrero de tres picos hasta arriba, y de lo que
había tirado el pescador encontraron después algunas monedas con la red.
Desde aquel tiempo vivían los enanos en el Wohldenberg. Esta colina, que se eleva en una
llanura casi sin fin y que se extiende de Norte a Este, entre Leiferde y Daldorf, muy cerca
del camino que va de este último pueblo a Meinersen, domina, a pesar de ser muy pequeña,
toda la región. Ésta es tan estéril como el monte mismo. Por el Oeste y el Norte linda con
dunas de arena en las cuales no hay casi más que brezos y abetos torcidos. Hacia el Sur y el
Este hay, naturalmente, algunos campos cultivados, pero éstos producen más amapolas,
rojas como el fuego, que trigo. El pie mismo de la colina está rodeado por un círculo de
abedules y de abetos y de algunos robles secos, y la cima se encuentra cubierta de brezo y
de retama. El mismo aspecto triste tenía antes de la llegada de los enanos, quizá más triste
aún, ya que la región no estaba habitada por los hombres, por lo que no se veían tierras
cultivadas. Los enanos se dispusieron a cambiar este estado de cosas. En pocos días
hicieron canales subterráneos, que trajeron el agua desde el río Ocker. Uno de estos canales
todavía fluye hoy y se llama Twargborn; los demás se han secado. Por otra parte,
calentaron el suelo con hogueras encendidas debajo de tierra, y este calor, unido a la
humedad producida por los canales, hizo que la tierra se convirtiera de muy estéril en
fertilísima. Esto lo vio por primera vez un cazador que se había perdido por esas regiones, y
cuando lo contó y se extendió la noticia, pastores y labradores se dirigieron allá y se
asentaron. De aquellos primeros tiempos se habla aún hoy con entusiasmo. Los sembrados
habían crecido tan prietos, que se podía pasar por encima de ellos con un carro sin doblar
las plantas; los pastos y praderas no tenían igual y toda la región parecía un verdadero
paraíso. Durante mucho tiempo vivieron los hombres y los enanos en paz, como buenos
vecinos; se ayudaron fielmente en todas las necesidades, se prestaron mutuamente
instrumentos de trabajo y se invitaban a fiestas y banquetes. Los que salían ganando con
esto eran, sobre todo, los labradores. Después de arar por la mañana durante unas cuantos
horas, se encontraban con el desayuno preparado en un puchero; al mediodía les
proporcionaba una mano invisible la comida, y en cuanto una azada o cualquier otra
herramientas se rompía, lo arreglaban los enanos inmediatamente, sin querer aceptar nada
en pago. Así, también protegían esta región de las inundaciones y del granizo y eran
infatigables cuando el trigo se llevaba a los graneros; de modo que a menudo, al despertar
los trabajadores de la siesta, no tenían ya nada que hacer. A cambio de todo esto sólo
pedían una cosa con mucha insistencia: que hubiera silencio en las cercanías del monte, que
no se restallase con el látigo ni se gritara al ganado. Durante mucho tiempo los hombres
cumplieron este ruego de los enanos concienzudamente, y así hubo alegría y paz durante
muchos años. En esto, ocurrió que las gentes de Leiferde trajeron una gran campana para la
nueva torre de la iglesia, y eso fue la primera piedra de la discordia, pues los enanos no
podían soportar el ruido de la campana y tenían que taparse continuamente los oídos.
Primero rogaron que no se tocase la campana, y cuando no se les hizo caso y se volvió a
tocarla, se dirigieron en masa hacia la iglesia, tirando piedras para echar abajo la campana o
la torre. Tampoco esto les dio resultado. Entonces empezaron los disgustos. Los enanos
mezclaban el trigo con la paja y lo pisoteaban, asustaban a los caballos y a los rebaños que
estaban pastando, cegaron los pozos, asustaban a los caminantes, a las mujeres y a los
niños. Pero, sobre todo, robaban lo que se les ponía al alcance: hasta niños pequeños. Los
hombres no se portaban mejor. Cuando los enanos jugaban y bailaban, se acercaban
silenciosamente los mozos del pueblo y restallaban de repente de tal modo sus látigos, que
a los enanos se les turbaba la vista, les parecía que iban a reventárseles los oídos y
escapaban chillando. Y cuando estos mozos cazaban a alguno de los enanos, se divertían de
tal modo con él, que el pobre diablo creía morir de miedo. Sin embargo, otras veces se
trataban amigablemente. O sea, que las relaciones se convirtieron en lo que habían sido en
el Schalksberg. Unas veces, como enemigos, otras, como amigos. Mas la situación
empeoró.
El labrador más rico de Leiferde había conseguido ganar para sí todos los campos más
fértiles del Wohldenberg, y era muy feliz por ello, pues allí donde hoy es todo un yermo, en
aquel tiempo crecía la mejor cosecha. Él mismo vivía en paz con los enanos, ya que se daba
cuenta de que le convenía, pero tenía un hijo único que era un bruto. Cuando creció, apenó
de tal forma con su conducta a su viejo padre, que éste murió y el joven quedó dueño de los
ricos campos. No tardó mucho tiempo en enemistarse con todo el mundo, porque era tan
poco amable y servicial como orgulloso. Cuando se había ganado un nuevo enemigo, se
burlaba de él y a la vez de todos los demás hombres; se burlaba hasta del mismo Dios e
insultaba a sus colonos, los enanos.
Es más fácil enemistarse con un enano que con un hombre; esto lo había de experimentar el
mal joven, para su perdición y daño. Un día estaba arando y los gnomos le trajeron, como
de costumbre, un abundante desayuno. Cuando hubo probado el primer bocado, le pareció
caprichosamente que estaba malo; tiró lo que le quedaba, y gritó:
—¡Ya que me traéis comida de cerdos, os la devuelvo! ¡Traedme mejor comida, so
granujas!
Y al mismo tiempo restalló con el látigo, de modo que el silbido atravesó todo el monte.
Viendo que los enanos no volvían a llenar el puchero, lo ensució de manera indecente y
restalló el látigo y gritó como un salvaje. Con tanto ruido, se encabritaron los caballos, y
cuando agarró las riendas para sujetarlos, se le rompieron y los caballos huyeron a lo lejos.
Empezaba la venganza de los enanos. Cuando al mediodía y a la mañana siguiente siguió
sin aparecer la comida, el labrador se enfureció aún más y gritó:
—¡Traedme mi comida, perros de cabezas gordas y patas tuertas! ¡Y que sea buena, o que
os lleve el diablo! ¡Tengo derecho a exigíroslo, pues sois mis colonos, y solamente por
favor os permito que viváis en vuestro montón de tierra!
Pero la comida no apareció, y cuando, cansado de tanto gritar, se había echado bajo un
arbusto, salieron miles de hormigas amarillas, que le picaron en todo el cuerpo, hasta en la
nariz y en la boca. Esto era obra de los enanos irritados. A la tercera mañana, el campesino
cogió una carraca y se dirigió con dos criados al Wohldenberg. Después de haber pedido la
comida, siguió ésta sin aparecer. Entonces rodearon entre los tres el monte. Uno iba
silbando tan agudamente como podía; otro restallaba con todas sus fuerzas con un
larguísimo látigo, y el tercero hacía sonar la carraca ensordecedoramente. Tanto ruido
hicieron, que se originó un estrépito infernal. Los enanos, en el interior del monte, creían
volverse locos; sin embargo, ninguno apareció. Estaban combinando un nuevo plan de
venganza. Por la noche se levantó una tremenda tempestad y a la mañana siguiente se
extrañó la servidumbre de que el campesino no se levantara. Por fin entraron en su
habitación y lo encontraron tendido en su lecho, como muerto. Cuando después de
sacudirle y de frotarle las sienes lo hicieron volver en sí, contó que se había despertado a
medianoche, sintiéndose como paralizado.
—Con horror —dijo— me di cuenta de que cantidades de gordos y fríos sapos se
arrastraban por mi cuerpo y mi cara, y de que yo, entretanto, no me podía mover.
Aún estaba hablando, cuando entró una sirvienta para dar cuenta de que también la mayoría
del ganado estaba paralizado y cegado, y al momento surgió el mayordomo añadiendo:
—Todos tus campos han sido apisonados y asolados durante la noche: los manantiales,
secados. El monte, en fin, está devastado.
Todos se dieron cuenta al instante de que lo sucedido era obra de los enanos.
En el vecino pueblo de Volkse, a orillas del río Ocker, cerca del lugar en donde aún hoy día
una barca atiende al pasaje por falta de puente, vivía un pescador que llevaba a la orilla
opuesta a los caminantes que lo deseaban. Hacia el mediodía de aquel día en que el
campesino había asustado a los enanos, se le acercó un hombrecito gris, que le rogó
tristemente:
—¿Me prestas tu barca por esta noche, pescador?
—¿Por qué no lo había de hacer? —contestó el barquero—. Si me pagas bien el servicio y
me la devuelves mañana honradamente...
Así se lo prometió el hombrecillo, y en prueba de ello le entregó una escudilla llena de oro,
y le dijo:
—Sobre todo, no sientas curiosidad por ver lo que pasa, pues podría sucederte algún daño.
Dicho esto, desapareció.
En cuanto cayó la noche, sobrevino una tormenta tan terrible como ni los más ancianos
recordaban haber visto otra igual: el cielo parecía arder en un gigantesco incendio y el
viento soplaba con imponente furia. El honrado pescador no cesaba de rezar y pedía
también por el hombrecillo gris. «¡Ojalá que no se haya atrevido a pasar el río!», pensaba.
Olvidó su promesa y miró a través de un agujero en las ramas de la cabaña que por
casualidad había delante de él. ¡Cielos, lo que hubo de ver! En medio de las espumosas olas
del río se deslizaba su barca; una cantidad innumerable de enanos iba en ella, y las orillas
hormigueaban de hombrecillos grises. Todo esto lo vio a la luz de un terrible relámpago;
pero no pudo ver más: el mismo rayo cayó cerca de su cabaña y un trueno fortísimo lo
ensordeció para todo el resto de la noche y le hizo perder el sentido. Cuando volvió en sí, el
Sol había salido y alumbraba en el claro cielo; el río estaba tranquilo y su barca se
encontraba a la orilla, como si nada hubiera pasado, y solamente el oro rojo que encontró en
el fondo del bote le convenció de que no había soñado. Pero aún le convenció más de la
triste realidad una sola mirada que dirigiera al vecino Wohldenberg: todas las encinas
estaban destrozadas, todos los lugares alegres deshechos y todos los alrededores tan
desiertos como están hoy. Solamente había permanecido, a pesar de la destrucción. un
camino por el lado del Este y que se llama aún el Twargstieg (twarg = zwerg, enano; stieg,
escala, camino); una sola fuente quedó sin cegar, la «Twargborn», como aún se llama hoy,
y tiene la mejor agua de todo el contorno.
Los enanos desaparecieron; nadie sabe adonde se marcharon. Otros narradores añaden que
aquella misma mañana el cruel campesino, que con su brutalidad había sido la causa de la
tragedia, había sido encontrado en el campo, carbonizado por un rayo y con el látigo roto
encima de él.

Las rocas de la Bruja en Lindau

En las orillas del lago de Constanza se dice que los primeros que llevaron la santa verdad
de la religión de Cristo hasta allí fueron San Columbano y San Galo. Y por eso el primero
es el Patrón de Rocschars, y el segundo, de Sankt Gallen. Se cuenta que una noche en que
San Galo tendía sus redes a orillas del lago —redes que él mismo tejiera en tardes de
trabajo y paciencia —, oyó la voz de un demonio que salía de la espesura de un bosque
cercano. El cual, con tono agudo y chirriante, llamó por su nombre a otro espíritu que
estaba en lo profundo del lago. Este último, que se acercaba, contestó también con potente
voz:
—Aquí estoy!
De nuevo el Santo oyó la voz del primero, que gritó, como un lamento:
—¡Ven pronto en mi ayuda, oh espíritu hermano, y lucha conmigo contra unos malditos
extranjeros que llegan de lejos, derribando mis imágenes y haciendo que abandonen mi
culto los habitantes de las orillas del lago! ¡Ven conmigo y juntos lucharemos hasta que,
aterrorizados, huyan fuera de los límites de nuestro país!
El que estaba dentro del lago contestó:
—¡Ay, cómo has dicho verdad! Por mí mismo la estoy sintiendo en este momento; uno de
ellos se ha apropiado de mis dominios y los convierte en un desierto. Por mucho que haga,
y por muchos medios que intente, no consigo desgarrar sus redes, ni siquiera engañarlo.
Nada puedo, pues en los labios de este hombre, de ese maldito extranjero, flota
constantemente el nombre del Dios verdadero.
Entonces el Santo recobró su valor, se resguardó, persignándose, y con el nombre de Cristo
en los labios exorcizó a los demonio y corrió al lado de su amigo y maestro para contarle lo
que le había sucedido. San Columbano llamó a capítulo a todos los hermanos que
componían la comunidad, y apenas comenzaron a entonar sus cantos y sus oraciones,
cuando oyeron una terrible gritería que venía del lago. Las aves volaron espantadas, y las
aguas se agitaban como si soplase una terrible tempestad. Era que los demonios huían ante
el poder de las oraciones de los monjes. Upo de los demonios, que era una bruja, saltó en
tres saltos sobre el lago y escapó.
En la cercanía de la ciudad hay dos rocas que aun hoy llevan el nombre de Rocas de la
Bruja. La más pequeña se encuentra cerca del balneario; la otra, cerca de la estación, y la
última, que es la mayor, se ve cuando el lago está bajo hasta cuatro pies por debajo del
nivel normal. Según la leyenda, la bruja saltó apoyándose en las tres rocas, hasta ganar la
otra orilla. Se cuenta también que hasta hace poco tiempo podían verse en las rocas huellas
de pies humanos deformes.

Las lavanderas castigadas

En una pequeña aldea de la montaña alemana se celebraban con gran brillantez las fiestas
de Pentecostés. Todos los vecinos engalanaban la noche de vísperas sus balcones con
colgaduras y guirnaldas de flores y al amanecer de aquel día aparecía la aldea radiante de
flores, animación y alegría.
Habitaba en el pueblo un pobre anciano con dos hijas mozas, muy bellas, pero que vivían
tan estrechamente que no tenían siquiera una tela con que adornar la sola ventana de su
humilde choza. Las muchachas estaban apenadas de que fuera su casa la única del pueblo
que no se sumase a la fiesta religiosa, y, entristecidas, se acostaron, pensando en el
despertar del día siguiente. Ya en la cama, las dos hermanas idearon que podían lavar
aquella noche la única sábana que tenían y adornar con ella, cubriéndola de flores, su
ventana. Callandito, se levantaron, para no hacer ruido, para que el padre no se enterara de
que se iban.
Tenían que atravesar un espeso monte para llegar al río, y las dos hermanas iban muy
cogidas del brazo, con gran miedo, sobresaltándolas todas las sombras que veían. La noche
estaba envuelta en tinieblas, un viento huracanado movía los árboles, haciendo crujir las
ramas, que se inclinaban amenazadoras sobre las muchachas, que temblaban de espanto. El
viento aullaba como manadas de lobos hambrientos.
Las jóvenes, con el miedo, se perdieron y tardaron en encontrar el río. Por fin vieron relucir
el agua y se arrodillaron a la orilla para lavar con gran prisa entre las dos. Una de ellas dijo:
—¿Qué hora será? Porque desde las doce de la noche es fiesta y es pecado trabajar.
Su hermana la tranquilizó diciendo que faltaba mucho para la medianoche y, afanosas
continuaron su tarea, para acabar pronto, antes de que su padre despertara y viera que
habían salido. Tan preocupadas estaban lavando, que no se dieron cuenta de que en el
lejano reloj de la iglesia daban las doce, ni de que el cielo se encapotaba y amenazaba una
tormenta. De repente, hinchándose la corriente del río con sordo ruido y revolviéndose el
agua en torbellinos de espuma, se desbordó, arrastrando a las infelices muchachas que,
envueltas en la sábana que les servía de mortaja, fueron llevadas por el agua, río abajo.
Al día siguiente amaneció despejado y luminoso. La aldea hervía de animación y alegría,
con la nota riente de sus floridos balcones.
El viejo despertó con la algazara y bullicio callejero y las músicas y canciones populares
que resonaban en la aldea. Buscó a sus hijas por la casa, y al no verlas, pensando que
habían ido por flores y plantas para enramar la ventana, salió en su busca. Al llegar al
bosque, preguntó a un arriero si había visto a dos jóvenes rubias y muy bellas. Pero el
arriero a nadie había encontrado.
Siguió andando, y preguntó a unos labriegos si habían visto por allí a dos jóvenes rubias y
muy hermosas, pero ellos con nadie se habían cruzado en el camino.
Más allá vio a un pobre viejo y, acercándose a él, le hizo la misma pregunta. Le respondió
que las había visto la noche anterior que, con un lío de ropa en la mano, se dirigían hacia el
río. Sintió el padre un golpe en el corazón ante la noticia, pues habían pasado muchas horas
y le alarmaba que no estuviesen ya de vuelta.
Con ansiedad se dirigió al arroyo y encontró a un pastor con su rebaño, que pacía en las
praderas de la orilla, y le preguntó si había visto por allí a sus hijas. El pastor le contó cómo
había visto que el río, desbordado, arrastraba con su impetuosa corriente los cadáveres de
dos muchachas rubias envueltas en un sudario blanco.
El anciano padre, loco de dolor, corrió gritando por la orilla del río, y preguntando por sus
hijas a todos los que veía. Todos le contestaban: «¡Más abajo!»
Continuó corriendo siempre y llamándolas con tristes alaridos, que todavía se escuchan por
las noches en las márgenes del río, sin que hasta el presente haya logrado el pobre anciano
dar con el paradero de sus hijas.
Dicen las gentes del país que en los aniversarios del trágico suceso se oye desde la orilla del
río el golpear de la ropa de unas invisibles lavanderas nocturnas que muchos han pretendido
sorprender, y al ir a cogerlas, el ruido se oye en la orilla opuesta.

Herta y el lago de Herta

En Hertaburg vivía hace muchísimos años la diosa Herta. Tenía a su servicio doce
doncellas, las cuales, al cabo de un año eran sacrificadas en honor suyo. A éste objeto,
tenían que conservarse vírgenes y puras de todo contacto de varón. Los sacerdotes cuidaban
de que esto fuese observado estrictamente. Una noche fue vista una de las doncellas en el
bosque con un joven. Fue perseguida, pero no la pudieron capturar ni reconocer.
A la mañana siguiente fueron todas severamente interrogadas, pero ninguna confesó que
hubiera roto su juramento. Una vez tras otra, los sacerdotes preguntaron a las doncellas,
pero sus esfuerzos fueron infructuosos.
Resolvieron entonces preparar una ordalía (juicio de Dios). Las colocaron en fila ante una
gran roca que aún hoy existe, y cada una tenía que pasar por encima de esa roca. Once de
ellas pasaron sin que nada se notase. Pero al pasar la última se le hundió profundamente un
pie en la piedra. Y junto a la huella que quedara se vio claramente otra de un pie de niño
chiquitito. Entonces comprendieron que la diosa, irritada por el crimen, había hecho que la
piedra se ablandase bajo la planta de la culpable, para que saliera a luz su pecado.
La doncella culpable fue muerta inmediatamente. Sus compañeras vivieron aún hasta el fin
del año, y entonces fueron arrojadas al lago de Herta (Hertasee), al sonido del tambor y de
la música, con toda solemnidad.
***
Todos los años, poco antes de la cosecha, era paseada la imagen de Herta en un carro tirado
por bueyes a través de los campos. Dicen que muchos se arrojaban debajo de las ruedas
para ofrendarse de este modo como sacrificio. Una vez de regreso el carro a Hertaburg, era
limpiado por criados, que luego también eran arrojados al Hertasee. Por eso, aun en tiempo
de nuestros abuelos, era considerado el Hertasee como sagrado, de modo que nadie se
atrevía ni a coger agua ni acercarse a sus orillas. Ahora hay, en cambio, mujeres que
incluso lavan sus ropas en las aguas sagradas.
A menudo, sobre todo en las noches de luna, se ve llegar del cercano bosque en donde se
encuentra Hertaburg, a una hermosa mujer, que se dirige al lago para bañarse en él. La
rodean muchas doncellas que la acompañan al agua. Al llegar a la orilla, todas desaparecen
en las ondas y sólo se oye el chapoteo que producen. Al cabo de un rato se las ve salir de
nuevo y volver al bosque envueltas en blancos y flotantes velos. El caminante que ve esto
se halla en gran peligro, pues se siente atraído con fuerza hacia el lago en que se baña la
bella mujer, y una vez que ha tocado el agua, le tragan las ondas. Se dice que esa mujer
atrae cada año a una persona.

La virgen de Dorschaufen

No lejos de la ciudad de Mindelsheim, en el pueblo de Dorschaufen, hay en la iglesia una


imagen de la Virgen María que es objeto de gran devoción en toda la comarca. Cuenta la
leyenda que la iglesia se edificó lejos de allí, pero por poder divino se terminó de edificar
en donde estaba la imagen. Y nunca pudo trasladarse allí a la santa figura, ni cuando un
pintor quiso llevarla a su casa para restaurar algunas partes.
También se cuenta que, cuando las guerras de religión, un soldado sueco que pasó por allí
vio la imagen y se burló de ella, arrebatándole el manto y diciéndole:
—Déjame usar tu manto tanto tiempo como tú lo has usado.
Y regresó a su compañía, en donde comenzó a referir su hazaña; pero al cuarto de hora de
haber sucedido lo contado, murió de repente el sacrílego soldado.
La campana mayor de esta iglesia tiene un especial privilegio. Si se toca al comenzar el
invierno, se guardará bien la cosecha de aquel año.
Las golondrinas expulsadas de la catedral de Tréveris

En Tréveris, la bella ciudad, era día de fiesta y las campanas resonaban por las calles
anunciando la misa mayor, en que debía oficiar el obispo Egiberto. Acudían burgueses,
caballeros y artesanos, y los niños del coro llegaban corriendo, bromeando, reprendidos por
el maestro de capilla. Ya tocaban las campanas el último toque. En el templo, la
concurrencia era grande. Comenzó el organista a modular un canon, que pronto fue seguido
por las frescas voces de los niños. El obispo comenzó a leer la misa. Pero cuando se volvía
para decir «Dominus vobiscum», una golondrina que había entrado en la Catedral, la
hermosa Catedral de San Pedro, se lanzó sobre la cabeza del obispo, golpeándolo
fuertemente.
Entonces el obispo, indignado y furioso contra las golondrinas que anidaban en los bellos
capiteles, pidió al Señor que no dejase vivir a ninguna, más dentro del templo. Y debió de
ser concedido, pues desde entonces, según se cuenta, cada vez que una golondrina penetra
en la Catedral, cae muerta.

El salto de Jaczo von Koepenick

El pueblo de Pichelsdorf, junto a Spandau, a cuya altura forma el río Havel un gran lago, es
uno de los lugares más antiguos de la región, pues los habitantes de ella aseguran que ya
existía en el tiempo en que los hombres vivían en las cuevas. Exactamente al lado de la
desembocadura del río, en el citado lago, forma la corriente una lengua de tierra bastante
larga cuyo extremo cae a pico sobre el agua.
Se dice que en una guerra antigua, un caballero —dicen los eruditos que era Jaczo von
Koepenick— llegó a ese sitio perseguido por sus enemigos. En lo precipitado de su huida
no advirtió que se metía por la lengua de tierra adelante y que no tenía ninguna huida. Los
enemigos gritaban ya, triunfantes: «¡Es nuestro, está dentro de un saco!» (Por esto la lengua
de tierra se llama «el Saco».) Pero el caballero no se desanimó y probó todavía el último
medio de salvación.
Hincó las espuelas en los ijares del caballo y lo hizo saltar. El noble corcel hizo un esfuerzo
prodigioso; saltó increíblemente y cayó en la otra punta que avanzaba del extremo opuesto
del lago. De esta manera se salvó Jaczo von Koepenick.
El caballero, en recuerdo de su salto, colgó el escudo y la lanza en un roble que se
encontraba junto al sitio en donde su corcel saltara, y por eso se llama también Schildhorn
(Cuerno del Escudo).
Unos dicen que el suceso ocurrió durante la guerra de los Treinta Años. Otros dicen que el
caballero fue Federico el Grande. Pero los enterados afirman que fue el príncipe Jaczo von
Koepenick. Este príncipe, habiendo querido desposeer al margrave Albrecht el Oso de la
ciudad y país que le pertenecían, fue vencido por éste en el año 1157. Se dice también que a
consecuencia de su salvación, el príncipe Jaczo se convirtió al cristianismo.

Ciudades desaparecidas (Wineta)

A un escaso cuarto de milla del monte Streckel, en la isla Usedom, no lejos del pueblo de
Zinnowitz, existió hace muchos años una ciudad grande y hermosa que se llamaba Wineta
o Fenedich. Era extraordinariamente rica, y la rodeaba una alta muralla, en la cual se
encontraban tres puertas lujosísimas de plata y oro, y con muchas estatuas. Esta ciudad era
tan rica como perversos sus habitantes.
A pesar de que había muchísimas iglesias en la ciudad, los predicadores se encontraban los
domingos completamente solos en las amplias naves, pues a nadie le parecía ya necesario
asistir al servicio divino. Y no solamente esto, sino que despreciaban abiertamente los
beneficios que les había concedido Dios. Los agujeritos de las paredes los tapaban con
miga de pan, alimentaban a sus hijos con exquisitos bizcochos y ponían la comida a los
cerdos en vasijas de oro, que aún no les parecían bastante buenas.
Por fin, a Dios le parecieron demasiados crímenes y decidió hacer desaparecer a Wineta.
Un hermoso día de verano se desencadenó de repente un gran temporal, la tierra se abrió,
las olas se precipitaron en la ciudad y ahogaron a los habitantes, devorándolos para siempre
en sus saladas aguas.
De la terrible catástrofe solamente se salvó un hombre, que era el único que cumplía
devotamente con Dios. Este hombre pudo montar en su caballo y huir. Las olas le
persiguieron, pero él pudo llegar felizmente al pueblo de Koserowy. Allí se encontró a
salvo, pero su caballo cayó muerto. Así desapareció Wineta. Todos los años, en el santo día
de Pascua, sale la ciudad de las aguas, elevándose, y los habitantes vuelven a la vida,
bailando y saltando alegremente. Otros dicen que si los domingos a mediodía se pasa por el
sitio en donde se hundió, pueden verse aún las calles, su trazado, las ricas casas y las
hermosas iglesias, en el fondo de las aguas.

El músico y la «caza salvaje»

Un músico de Templin volvía, sobre la medianoche, de un pueblo en donde había habido


fiesta. Había tocado durante toda la velada y se encontraba fatigado. «Ahora —se decía—
me meteré en la cama, después de haberme tomado una buena sopa, y descansaré. ¡Vaya
bailarines los de ese pueblo! ¡Nunca se cansaban!» Entretenido en estas y otras reflexiones,
se metió por un sendero equivocado, y de pronto empezó a sentir un pavor como nunca
hubiera tenido.. Había oído el ruido de la «caza salvaje». En efecto, a los pocos momentos
vio llegar el terrible cortejo cabalgando entre aullidos y gritos. El pobre músico,
aterrorizado, se quiso ocultar detrás de un árbol, y lo consiguió a medias. La «caza salvaje»
ya estaba junto a él, y apenas podía ni respirar: tal era su terror. Uno de los caballeros se
detuvo junto al músico y dijo:
—En este árbol quiero clavar mi hacha.
Y el músico sintió un fuerte golpe en su espalda. Después oyó cómo se alejaba la cabalgata.
Volvió corriendo a Templin y a la mañana siguiente advirtió con sorpresa que en la espalda
le había salido una enorme joroba. Llamó a los vecinos, lamentándose ante ellos de lo que
le había ocurrido y pidiéndoles consejos. Mas nadie sabía el modo de librar al pobre
hombre de su joroba. Y así, el músico lloraba y se lamentaba de su desgracia. Al fin, uno de
los vecinos, conocido por su sabiduría, le aconsejó que al año siguiente volviera al mismo
lugar en donde le había sucedido el caso y que esperara al caballero de la «caza salvaje».
Pasó el año, y el mismo día en que se cumplía, volvió el músico al bosque. Esperó,
escondido, y oyó a la «caza», que se aproximaba. Al fin sintió que uno de los caballeros
llegaba junto a él y decía:
— En este árbol dejé mi hacha olvidada el año pasado.
Y notó como un tirón en su espalda. Se alejó la «caza», volvió el músico a Templin, y a la
mañana siguiente vio con alegría que la joroba le había desaparecido.
El lago de Seeburg

Hace muchos años existía un antiguo castillo, fuertemente amurallado y con altas torres;
estaba rodeado de un profundo foso, con puente levadizo, que ofrecía grandes seguridades
para su defensa. En él habitaba el poderoso conde de Isang, dueño de extensos territorios y
señor de numerosos vasallos, que constantemente acudían, temerosos, a rendirle homenaje.
El Conde tenía un carácter soberbio y altanero y su conducta era vergonzosa. Hacía llevar
al castillo a las más bellas muchachas de sus dominios y después de hacer con ellas su
voluntad, las arrojaba fuera, sin consideración alguna, abandonándolas a su suerte.
Una hermana del Conde era religiosa en un convento de Landau. Su hermano fue a verla y
la llevó a pasar unos días con él al castillo. Allí supo la vida de impiedad del Conde y,
escandalizada, rogaba constantemente a Dios que tocara el corazón de su hermano y le
convirtiera por todos los medios. El Señor escuchó sus ruegos: le concedió que el Conde
pudiera entender el canto de los animales. Aquella noche había preparado la cocinera, para
cenar, una anguila blanca, manjar predilecto de su señor. El Conde saboreó la anguila con
deleite, y este alimento le dio el poder de entender el canto del gallo. La primera vez que
cantó, creyó comprender: «Conde Isang, apresúrate a huir, que tu castillo se hunde; si
quieres salvar tu vida, monta en tu caballo más ligero y aléjate.»
El señor no hizo mucho caso del gallo, dudando si sería una mala interpretación suya. Pero
cuando el ave volvió a cantar, repitiendo: «Conde Isang, huye rápidamente...» se levantó
corriendo y tomando su caballo más rápido, quiso huir. Pero al mismo tiempo, un criado
que al servir la cena había comido a escondidas un trozo de anguila, entendió también al
gallo y se agarraba al caballo, intentando salvarse en la huida. El conde Isang quiso soltarle
y forcejeó, pero el criado se agarraba fuertemente y no consiguió más que perder el tiempo.
Por fin, sacó su espada y cortó los brazos del criado, que cayó en tierra, desangrándose. Él
Conde galopó en su caballo, mientras el gallo cantaba por tercera vez: «No mires hacia
atrás; si no, perecerás.»
Cabalgaba como un rayo, sin volver la cabeza. Atravesó una extensa llanura y llegó hasta
cerca del monte de Meeleuberg, escaló sus cumbres y sintió temblar la tierra bajo sus pies.
Llegó a la cima, desde donde se domina todo el valle y allí se atrevió a levantar la cabeza,
quedando horrorizado al ver los torreones derrumbados y el castillo que se hundía, como
tragado por la tierra agrietada y levantando columnas de polvo. Vio todo su territorio
agitado por una tremenda conmoción, que desaparecía en las entrañas de la tierra y fue
después sumergido por las aguas, formando el actual «lago de Seeburg». El Conde recordó
que en una comarca lejana le quedaba un pequeño territorio y se dirigió a él. Y allí,
haciendo vida de ermitaño, entregado a la oración y rigurosa penitencia, expió sus culpas
hasta el último día de su vida.

El origen de las Siebengebirge

Las Siebengebirge, como su nombre indica, son siete colinas que se alzan a orillas del Rhin,
entre Königswinter y Godesberg. Surgieron de la siguiente manera: Hace mucho tiempo
todo aquello era un gran lago formado por las aguas del Rhin, cuyo valle estaba cerrado. La
gente que vivía en los bosques cercanos, el Eifel y el Westerwald, se propusieron desviar
las aguas del lago, perforando con este objeto la montaña que cerraba el valle. Como no se
sentían capaces de un trabajo tan grande, enviaron un mensaje a los gigantes,
prometiéndoles una gran recompensa. Siete gigantes aceptaron inmediatamente la atrayente
propuesta. Cada uno tomó una gran azada y, echándosela a la espalda, se pusieron
rápidamente en camino. Llegaron a las orillas del Rhin y empezaron a trabajar.
En pocos días cavaron un agujero profundo en la montaña. El agua se precipitó en él y lo
agrandó de tal manera, que el agua se fue por allí rápidamente. La gente se alegró mucho
del beneficio conseguido y dieron las gracias a sus bienhechores y trajeron de todas partes
las recompensas prometidas. Los gigantes se repartieron el tesoro como hermanos y cada
cual metió la parte que le había correspondido en su saco de viaje. Luego se prepararon
para regresar. Sin embargo, antes de marchar, golpearon los azadones para que se
desprendiesen los trozos de tierra y las rocas que se les habían quedado pegados, y
formaron siete montes, que son los que actualmente se ven a orillas del Rhin.

El fuego de la bruja

En Riess vivía una viuda con su hijo, el cual era carretero y con su trabajo proporcionaba el
sustento a su anciana madre. Un día sucedió que el señor de Hohenstein apresó al carretero
y pidió por él un rescate que había de satisfacer la madre. Con grandes sacrificios, la viuda
pudo pagar lo que le exigían.
Esto se repitió otra vez. De nuevo el carretero fue hecho preso por los soldados del señor de
Hohenstein, y hubo de pagar su madre un crecido rescate por la libertad del hijo. Y así se
arruinó completamente. De modo que cuando por tercera vez el carretero fue sorprendido
en el bosque y conducido al castillo del señor, la viuda no tenía ya ni una moneda con que
pagar el rescate.
Fue al castillo, y, echándose a los pies del señor, le suplicó que diese libertad a su hijo:
—Soy muy anciana y no me puedo valer. Sólo me sustento del mísero jornal que gana mi
hijo después de trabajar duramente.
Pero el señor le contestó con grandes carcajadas:
—No pienses en que voy a dejar escapar tan buena presa. Lo mismo que pudiste pagar
antes, lo podrás hacer ahora.
Y dio orden de que la arrojasen fuera. Pero ella, mirándole con ojos de fuego, le dijo:
—Me habéis convertido en una mendiga y queréis que mi hijo se consuma en una torre.
Pero os juro que antes de ello os consumiréis vos por el fuego.
Mas el señor, riendo a grandes carcajadas, ordenó de nuevo a sus soldados que la arrojasen
del castillo.
Esta mujer era bruja, aunque nunca ejercía sus artes. Mas cuando llegó a su casa, recordó
todo lo que sabía. Hizo una estatuilla de cera, que reproducía toscamente la imagen del
caballero y la metió en el fuego. La estatuilla se fue derritiendo lentamente. A la misma
hora, el señor de Hohenstein estaba en una alegre bacanal, pero de pronto empezó a dar
grandes alaridos, gritando: «¡Que me quemo! ¡Que me quemo!», y a retorcerse, preso de
terribles dolores. Los asistentes estaban atónitos, mas él seguía gritando: «¡Que me quema
la bruja! ¡Preparad mi caballo!» Y entre grandes quejas, se dirigió al convento de Comburg,
en donde pidió confesión, expirando a la mañana siguiente, consumido por el terrible fuego
interior, fue enterrado en Comburg, en el claustro de la sala capitular. Se dice que fue el
último señor de Hohenstein, y si no hay confusión con otro de idéntico nombre que vivía en
el Harz, ha de ser el mismo cuyo sepulcro se parece mucho al de Goetz von Berlichingen.
El emperador Federico II

Federico II, tras muchas vacilaciones y excusas, se decidió a emprender la cruzada contra el
turco. No fue la suya una marcha espectacular, plena de actitudes heroicas, al modo de la de
un Ricardo Corazón de León, mas su gran talento diplomático consiguió resultados sin
duda más positivos, demasiado positivos tal vez para aquella cristianísima y caballeresca
época. En este romántico, aunque forzoso conato de cruzado, es en el que se ha fijado la
leyenda para adueñarse de la figura inquietante del emperador filósofo.
Se encontraba Federico II en Palestina al frente de sus tropas, cuando, sorprendido y
apresado por los turcos, fue llevado a presencia del Sultán. Vanas resultaron las tentativas
del rescate. Al fin, el Sultán decidió ofrecer a su regio cautivo la liberación, a condición de
que acometiera y llevara a cabo la conquista de cuatro piedras preciosas que, escondidas en
un bosque bajo la inexpugnable custodia de terribles monstruos, despertaban, hacía mucho
tiempo, la codicia del Sultán. Se trataba de cuatro talismanes que aseguraban a quien los
poseyera cualidades inestimables: la invisibilidad, la agilidad, la impasibilidad y la
inmortalidad. El día que Federico hiciera al sarraceno dueño de tales tesoros, lo sería él de
su libertad.
El Emperador reflexionó y comprendió que la conquista de la primera piedra le aseguraría
la posesión de las otras, al mismo tiempo que la libertad. Aceptó, pues, la propuesta y se
puso en camino. Hizo cavar un túnel que le llevara al lugar secreto en donde se encontraban
depositadas las piedras. Tras una breve y anhelante espera, se lanzó con decisión y logró
apoderarse de una de ellas, que, por dichoso azar, era precisamente la piedra de la
invisibilidad. Sirviéndose de la feliz propiedad de este talismán, Federico se adueñó
fácilmente de las demás piedras, entre el impotente furor de los burlados monstruos. El
Emperador, como es de suponer, no volvió a presencia del Sultán; prefirió regresar a su
hermosa Alemania, en donde aún vive en opinión de muchos, sin que nadie pueda saber
dónde.
Algunos juzgan que se estableció en Kaiserslautern, magnífica residencia, hermoseada por
un estanque y un jardín poblado por variados animales. Amparado en su invisibilidad, llegó
a su residencia. Los servidores comprobaron, con aterrorizado desconcierto, que el lecho de
su señor aparecía deshecho todas las mañanas, sin que nadie pudiera ver jamás al que lo
ocupaba. En las proximidades de Kaiserslautern hay una gran roca agujereada. No faltó
quien asegurase que el Emperador habitaba en el fondo de la oquedad. Un hombre valeroso
descendió a ella y aseguró que había visto al Monarca sentado en dorado trono. Su barba,
ya encanecida por los años, encuadraba su noble rostro. Una brillante corte le rodeaba. Al
ver Federico al estupefacto intruso, se dirigió a él afablemente, disipando sus temores y
recomendándole que refiriera a sus señores lo que había visto.
Otros creen que Federico II colocó su residencia en Franckenhausen (Turingia) y que
habitaba en el interior de una montaña. En cierta ocasión, un pastor se encontró con el
Emperador, que le llevó consigo a su morada subterránea. Un riquísimo arsenal de variadas
armas daba a las cámaras un aspecto extraordinario.
—Éstas son —dijo Federico— las armas con que he de conquistar el Santo Sepulcro. Ve y
anúncialo a los pueblos y a las gentes de Alemania.
Y a continuación obsequió al asombrado pastor con un trozo de purísimo oro y le despidió.
El diablo y el granjero

Un pobre labrador de la ciudad de Hesse necesitaba construir una granja, mas sus escasos
fondos no se lo permitían. No cesaba el buen hombre de hacer cálculos y cábalas, y no
hallaba solución a su problema. Cierto día paseaba por sus tierras, sin dejar de pensar en su
querido e inaccesible proyecto, cuando topó con un anciano de miserable aspecto, que le
dijo:
—Cesa ya en tu preocupación, buen hombre. Tendrás tu granja, si quieres, antes de que
mañana cante el gallo.
—¿Y cómo? —preguntó ansioso el campesino.
—Muy sencillo. Yo mismo me encargo de la obra, si me prometes entregarme un bien que
tienes, pero que aún no conoces.
Meditó un momento el labrador; repasó su patrimonio, por exiguo bien conocido; consideró
el pacto sumamente ventajoso y, sin más reflexiones, aceptó la proposición del viejo. Y
fuese a su casa y refirió a su esposa la magnífica transacción que acababa de hacer.
—¡Insensato! —exclamó, angustiada, la mujer—, ¿cómo pudiste obrar tan a la ligera?
Sábelo: acabas de vender a nuestro hijo al diablo, pues dentro de unos meses nacerá nuestro
primogénito. Y no otro, sino el diablo, es quien te ha propuesto trato tan infame.
Quedaron marido y mujer helados de terror. Y, en tanto, el diablo ya había iniciado sus
trabajos: cientos de servidores de Lucifer se ocupaban con afanoso interés en la
construcción de la granja. Avanzaba la noche y el ruido de los trabajadores infernales que
levantaban apresuradamente el edificio llenaba de espanto y confusión el espíritu del
desgraciado matrimonio. Mas la mujer del labrador no estaba dispuesta a dejarse arrebatar
el bien que con tanto anhelo esperaba. Ya no faltaban sino dos tejas por colocar en el tejado
de la granja, que, magnífica, se alzaba en medio de las tierras del infeliz labrador, cuando la
mujer, con rápido movimiento, bajó al corral e imitó al gallo con tan extraordinaria
fidelidad, que al momento le respondieron todos los gallos del gallinero y los de otras casas
vecinas, originándose gran algarabía. Rabioso el diablo por el engaño de que había sido
objeto, marchó, dejando abandonada la granja, casi concluida. Y es fama que ya nunca
volvió por allí el Maldito. Pero las dos tejas que quedaron por poner no pudieron ser
completadas, pues cuantas veces las colocaron desaparecían misteriosamente por la noche.
El labrador y su esposa vivieron felices en la granja con cuantos hijos tuvo a bien otorgarles
el cielo.

El castigo de la panadera por San Leonardo

En Zell (Baja Baviera) sucedió que el día de San Leonardo una panadera se dirigía al horno
para amasar pan, como todos los días.
Una vecina que la vio pasar, le dijo:
—¿Adonde vas, vecina, tan temprano y sin llevar las galas de fiesta?
—No llevo las galas de fiesta —le contestó la panadera— porque voy al horno a amasar
una buena cantidad de masa para hacer panes para toda mi parroquia.
—¿Amasar el día de San Leonardo? Yo no lo haría en tu lugar; es día de fiesta mayor y es
pecado trabajar.
—¿Pecado el día de San Leonardo?
Y la panadera reía a grandes carcajadas, haciendo burla de la piadosa vecina. Y, riendo, le
dijo, como despedida:
—Debo tener mis manos en la masa hasta que cuezan todos los panes.
Y al día siguiente, cuando volvieron los panaderos al trabajo, vieron a la mujer que estaba
muerta, presa por las manos en la masa. Las manos aún se conservaban hace poco en la
iglesia del pueblo.

El anillo de boda de la muerta

En Joachimstal, en la región de Angermünde, murió una mujer casada. El marido tuvo gran
sentimiento, le hizo un buen entierro y la llevó al camposanto. Mas antes de meter el féretro
en la tumba, y al descubrirla, tomó el anillo de boda de la mano de la muerta para
conservarlo. Una vez hecho esto y dado tierra al cadáver, regresó a su casa. Guardó el
anillo en una caja y se dispuso a acostarse, porque ya se había hecho de noche. Sin
embargo, el dolor no le dejaba reposar y estaba completamente desvelado. Tenía las
ventanas de su habitación abiertas y en un momento vio lleno de sorpresa, que a través del
jardín venía una forma blanca, que pronto reconoció como su mujer. No se atrevió a
moverse y vio cómo la aparición entraba en la casa y andaba por las habitaciones, como
buscando algo. Después desapareció.
El campesino, a la mañana siguiente, atribuyó lo que viera a un sueño o a una fantasía. Por
la noche, sin embargo, volvió a suceder lo mismo: llegó la mujer, entró en la casa, y
buscaba y buscaba. Creyó el asustado hombre oír como suspiros y una voz entrecortada que
decía lastimeramente: «¡Mi anillo! ¡Mi anillo!»
Esto se repitió una noche más. Hasta que el campesino, creyendo que fuera el anillo de
boda lo que la muerta buscaba, lo sacó de la caja en donde lo había guardado, fue al
cementerio y lo metió junto a la tumba de su mujer, todo lo hondo que pudo.
La aparición no volvió a la casa y el marido comprendió que la mujer había alcanzado ya el
reposo.

El Burgwall en el lago de Wirchow

Entre los pueblos de Wirchow y Sassenburg, en la región de Neustettin (Pomerania), se


encuentra el lago de Wirchow. En medio de este lago hay una pequeña isla, cuya costa se
eleva en brusco y alto acantilado. A esta isla se la conoce con el nombre de Burgwall
(Muralla del Castillo) y en ella se dice que existió en otros tiempos un soberbio castillo.
A la orilla opuesta del río, del lado de Sassenburg, se encontraba también en aquel tiempo
otro castillo, el cual estaba unido con la isla por un estrecho vado, del que asimismo existen
hoy restos. De estos dos castillos se cuenta la siguiente leyenda:
Hace muchos años vivía en Burgwall un noble señor, el cual tenía gran enemistad con el
señor de Sassenburg. Gran odio secular separaba a ambos nobles y nada podía disminuir la
gran enemistad. Por eso no quería el señor de Burgwall que su única hija contrajera
matrimonio con el vástago de su enemigo mortal. Pero como los dos jóvenes se habían
jurado eterna fidelidad, no hacían caso del odio de sus padres y supieron arreglárselas para
encontrarse diariamente. En cuanto la noche caía, la doncella colocaba una antorcha en la
ventana de su habitación, en el castillo. Y apenas divisaba el joven, al otro lado de las
aguas, el fulgor de la luz, enjaezaba su caballo y trotaba, siguiendo exactamente el rayo de
luz, a través del vado. Llegaba a la orilla opuesta y allí, en los brazos de su amada,
encontraba la recompensa al peligroso viaje.
Esto sucedía todas las noches. Los enamorados confiaban en que nadie descubriría su
secreto. Pero la madre de la doncella tuvo noticias de las entrevistas de los dos jóvenes.
La vengativa mujer, con astucia, esperó aquella noche detrás de la puerta a que la
muchacha hubiera encendido la luz. Entonces entró de repente y apagó la antorcha.
El joven señor de Sassenburg se encontraba ya cabalgando por el vado, mirando
incesantemente a la luz. Cuando ésta se extinguió, no acertó a seguir el camino y se hundió
con el corcel en la profundidad de las aguas del lago.
De esta manera sacrificó la castellana de Burgwall la vida del noble joven a su deseo de
venganza.

El anillo hallado en el pez

En Lotaringia, no lejos de Flandes, donde poseía un extenso ducado, vivía San Arnulfo, en
un fuerte castillo, con su esposa y sus hijos. Uno de ellos fue el rey Pepino, padre del
emperador Carlomagno.
El gran duque Arnulfo era profundamente religioso, de gran rectitud de conciencia y
practicaba todas las virtudes. Pero pareciéndole poco sacrificio la vida que llevaba en el
castillo, rodeado de comodidades y de lujo, decidió renunciar a todo, honores, riquezas y
legítimos placeres, cambiándolo por una vida de ermitaño, de heroicos sacrificios y toda
clase de privaciones por amor de Dios, para alcanzar el perdón de sus culpas. Consultó su
decisión a su esposa y ésta aceptó, resignada, el gran sacrificio que le pedía, aunque quedó
acongojada pensando en la triste separación y en la vida de suma pobreza y mortificación
que iba a emprender su amado esposo, pero no se opuso a su vocación divina.
San Arnulfo se despidió con entereza de su esposa y de sus idolatrados hijos, que quedaron
sumamente afligidos separándose de su buen padre. Renunciando a todas sus amistades,
vasallos y criados, y vestido de un tosco sayal atado a la cintura por una gruesa cuerda de
esparto, salió del castillo en busca de una ermita. Anduvo largas jornadas por el campo,
subiendo montes y atravesando llanuras, y llegó a la orilla del caudaloso río Mosillan,
donde buscó un puente para cruzarlo.
Cuando estaba en medio del puente, por donde el río era más profundo y la corriente de las
aguas más impetuosa, sacándose el anillo del dedo lo arrojó al río y pactó con Dios esta
alianza:
—Señor mío: si este anillo que ahora arrojo al río llego a recuperarlo, será señal de que vos
me habéis perdonado todos mis pecados.
Continuó su camino, hasta que encontró una ermita solitaria en un lejano monte, donde
permaneció durante muchos años entregado a una rigurosa penitencia y severas
mortificaciones. El día entero lo consagraba a la oración; apenas descansaba algunas horas,
acostándose sobre el duro suelo. No volvió a comer carne; sus comidas eran escasísimas y
vivía completamente solo. Pero todo le compensaba, porque tenía el sublime goce de
algunas visiones celestiales en las que Dios le hablaba.
Mientras tanto, murió el obispo Metensi y fue elegido para sucederle San Arnulfo, teniendo
por obediencia que abandonar la ermita en que tan a gusto se sentía e ir a desempeñar el
sagrado cargo que se le había confiado. Allí continuó su vida anterior de privaciones, sin
volver a probar la carne y comiendo sólo pescado. Un día le prepararon, para la cena, una
trucha, y al partirla, encontró el Santo que tenía dentro un anillo. Con él se trasladó al lugar
en que lo había abandonado e hiciera el pacto, y allí le demostró el Señor que era el mismo
que él había arrojado, siendo su espíritu inundado de gozo al tener la certeza de que había
sido absuelto de todos sus pecados, según su alianza con Dios.
Sin embargo, no cambió su vida con el encuentro del prodigioso anillo; antes bien, en
agradecimiento, aumentó sus oraciones y penitencias, continuando su vida heroica de
sacrificios y conservando para siempre el anillo mientras vivió en el palacio episcopal,
hasta su santa muerte.

El anillo de comprobación

En un pueblo de Alemania, un caballero llamado Guerau tenía una especial devoción al


apóstol Santo Tomás. Ocurrió que un día se le presentó el diablo con figura de peregrino,
pidiéndole, por amor del Santo, que le diese albergue en su casa. El caballero, sin vacilar, lo
acogió amablemente, le dio de cenar y le ofreció un buen vaso de leche antes de dormir. No
conforme con esto, y como el peregrino temblaba de frío, el caballero le puso un rico manto
de escarlata encima de la ropa. A medianoche, el peregrino desapareció, llevándose el
manto. Al descubrirse el hurto, la mujer increpó al marido por haber hospedado a un
desconocido que era un ladrón. El marido respondió que había hecho la caridad por amor
del apóstol Santo Tomás y que tenía tal confianza en la virtud del Santo, que estaba seguro
de que, por haberlo hecho en su nombre, le devolvería el manto robado.
Pasado algún tiempo, el caballero quiso ir en peregrinación al sepulcro del apóstol Santo
Tomás, y se despidió de su mujer, diciéndole que tardaría tiempo, pero que no tomase ella
nuevo marido hasta pasados cinco años. El caballero cogió su anillo y lo partió en dos
mitades, dejando una de ellas a su esposa, con el fin de que le reconociese a su vuelta.
Llegó al fin el caballero ante el sepulcro de Santo Tomás y devotamente imploró su favor
para él y para su mujer. Ante él se presentó repentinamente el diablo con el manto de
escarlata robado. Descubrió el diablo al extrañado caballero cómo fue él, y no un peregrino,
quien había robado el manto y le recordó que precisamente aquel día se cumplían los cinco
años que había dado de plazo a su mujer y que ésta se disponía a contraer nuevo
matrimonio.
El diablo se ofreció a llevarlo antes de que se celebrase el matrimonio, y, aceptando el
caballero el ofrecimiento, el demonio lo cargó a sus espaldas y en unos momentos lo llevó
hasta su casa. Al entrar, el caballero vio que se estaba preparando la ceremonia de la boda y
que organizaban un convite.
Ante todos los invitados, el caballero sacó la mitad del anillo y pidió a su esposa que
mostrara la otra mitad. Al confrontarlos, el anillo quedó soldado instantáneamente, por
milagro de Santo Tomás, y la mujer se unió a su marido, renunciando a las nuevas bodas.

De cómo los muertos son agradecidos

Esta leyenda viene de los tiempos medievales, cuando los odios entre caballeros surgían por
cualquier causa y con los odios aparecían las terribles venganzas. Había señores tan crueles
que no respetaban ni a los vivos ni a los muertos. Había otros, sin embargo, que no sacaban
su espada si no era por causa justa. Uno de ellos, señor de un castillo en la Selva Negra, era
extremadamente piadoso hacia los difuntos. Ni una sola vez entraba, ni siquiera pasaba, por
un cementerio sin que rezase esta oración:
Dios os bendiga, ánimas benditas;
no conozco vuestros nombres todos,
mas con estas manos ya marchitas,
por todas me santiguo, por todas oro.
Cada tarde volvía de la caza de altanería con sus criados y siempre rezaba su oración y la
hacía repetir a toda la comitiva. Este señor había hecho justicia en un pleito entre un vasallo
y un feudal suyo. Y el caballero que había sido castigado por su rapiña quería tomar
venganza del que se había mostrado justiciero. Una tarde salió el buen caballero sin ningún
criado ni acompañante. Era espiado por su enemigo, el cual le siguió hasta las cercanías del
viejo cementerio, y allí quiso atacarle, pero de improviso aparecieron por las puertas del
camposanto una multitud de hombres con hoces, con martillos, etc. Algunos portaban
también armas. Eran los muertos, que habían acudido a defender a su protector y que
hicieron huir aterrorizado al mal caballero.
Se cuenta también de este caballero, así como de un escribano que tenía la misma
costumbre piadosa que él, que cuando fueron llevados a enterrar, al pronunciar los curas las
palabras sacras: Requiescant in pace, se oyó un conjunto de voces que, saliendo de la tierra,
contestaban: Amén.

Diterico el Lobo

En la época en que los poderosos monarcas germánicos reinaban en Reims, hubo uno de
ellos que tenía por nombre Hugo Diterico. Vivía feliz en su castillo entretenido en cazar,
asentado en sus tierras en unión de Era, hermana de Botelung, rey de los hunos. Dos hijos
hubo de su matrimonio, pero poco tiempo pudo contemplar sus infantiles juegos, ya que el
cuerno de la guerra resonó entre las paredes de la sala de sus banquetes. El rey Fruten de
Dinamarca era viejo enemigo suyo. Contra él partió, acompañado de muchos nobles
caudillos. Sus caballos piafaban alegremente cuando el cortejo salió del patio de armas.
Junto al Rey, que iba tocado con un hermoso casco de cuernos, cabalgaba Bertungo de
Meran, su consejero áulico. Caminaba alegre el rey Hugo Diterico por la proximidad del
combate, y tranquilo, pues había dejado en custodia de tierras y esposa al noble duque
Saben, forzudo, bello y conocedor de muchas cosas. No correspondía, no, el duque Saben
al amor de su señor, al que jurara fidelidad cuando viniera de la corte de los hunos. Cuando
hubo partido hasta el último caballero, sonrió, cerró la puerta y dirigiose a la cámara en
donde la Reina contemplaba los claros del bosque cercano por el que se adentrara el
ejército. Torpes palabras de amor habló el mal consejero, siendo rechazado con indignación
y desprecio. Entonces, lleno de ira, calló, pero prometiose tomar cumplida y terrible
venganza.
Estaba la Reina pronta a tener un nuevo hijo, mas el Rey lo ignoraba.
Nació mientras su padre luchaba contra el pérfido Fruten y creció lleno de fuerza y vigor.
Volvió al fin Hugo Diterico y encontró a su nuevo hijo ya crecido, mozo fiero. Una tarde,
desde su sala, vio a través de la ventana que unos perros intentaban arrebatar un trozo de
pan que el muchacho llevaba en la mano y se espantó cuando aquél arrojó a los canes
contra las paredes del patio, estrellándolos allí. Acudieron los servidores, y se hacían
lenguas de la ferocidad del joven príncipe. También acudió Saben, que luego se fue al
bosque en donde, paseando, meditó el logro de su venganza. Como era astuto, pronto halló
el medio. Llegó cuando Hugo Diterico bebía el cuerno de hidromiel y le reveló en secreto
que el muchacho era fruto adulterino. Lleno de ira, el Rey decidió la muerte de su falso
hijo.
Llamó a su consejero Bertungo de Meran y ordenole que sin demora alguna matase al
príncipe. El fiel vasallo intentó disuadir a su señor de lo que juzgaba horrible crimen, pero
nada pudo hacer contra la ira real. Fue amenazado de recibir la muerte en forma vil, en
unión de su mujer y de sus dieciséis hijos y, lleno de pena, hubo de aceptar. Salió por la
noche del castillo, llevando en sus brazos al niño. Por la mañana despertó, y jugando con el
buen viejo le tiraba de las luengas barbas blancas y le agarraba de los anillos de su coraza.
Conmovido, Bertungo se prometió no cumplir la orden, sino abandonarlo en un sitio
escondido. Mas eligió un prado lleno de verdor, en medio del cual crecían lirios junto a un
pantano, en el que manaba una fuente. Allí dejó al niño, para que cayese en las aguas y
fuera así cumplida la voluntad de su señor. Mas no estaba escrita la temprana muerte en el
destino del hijo de Hugo Diterico. Durante la mañana, jugó arrancando hierbas,
contemplando las hormigas cómo iban y venían en sus interminables hileras. A la caída de
la tarde llegaban los animales del bosque a beber. Llegaba el oso torpón, y el jabalí fiero,
agudo su colmillo, después de haberlo afilado en una haya añeja. Y pasaron junto al niño,
sin dañarle con sus garras ni sus colmillos. Llegaron los zorros, ágiles, y no hicieron
tampoco daño al niño. Al fin llegaron los temidos hijos de la noche, los lobos, que aullaban
al claro de luna. Y no causaron tampoco el menor mal al hijo del Rey. Jugaba el niño con
las fieras e intentaba agarrar los ojos de fuego de los lobos. Y así, las Siete Estrellas giraron
su curso, y cuando las Siete Cabrillas anunciaban la llegada de la aurora, Bertungo vio lleno
de asombro que el niño vivía y que había estado entre fieras, sintiendo la revelación de la
pureza de su nacimiento y de la mentira de Saben.
—Buen augurio es esto. Entre lobos has dormido y ellos te respetaron. No respeta nada el
feroz animal y sin daño has dormido junto a ellos. Témelos todo ser viviente en la espesura
del bosque y tú nada has temido. Yo te pongo por nombre en este momento Diterico el
Lobo, y poderoso monarca llegarás a ser, y nadie se podrá oponer, ni aun tu padre.
Y tomando al niño en sus brazos, lo llevó a la choza de un cazador que con su mujer vivía
en un claro del inmenso bosque. Encomendoles su cuidado, encargándoles que le hicieran
pasar por hijo suyo.
Entretanto, en Palacio resonaban los ayes de la Reina, que acusaba de la muerte de su hijo
al Rey. Entonces éste pidió consejo a Saben, que acusó a su vez a Bertungo, diciendo que
éste podía haber evitado la muerte. El Rey invitó a un banquete a Bertungo, en unión de sus
hijos. Cuando llegaron al palacio, dijo Saben que sacasen las armas los huéspedes y que
acusasen a Bertungo de asesino ante la Reina. Pero la Soberana temía una traición de quien
sabía que no era de corazón leal y solamente cedió ante las amenazas del Rey.
Con semblante demudado y rasgándose las vestiduras, se acercó la. Reina a Bertungo y,
extendiendo su brazo hacia él, gritó:
—¡Tú eres el traidor que asesinó a mi hijo!
Entonces el Rey repitió la acusación, en tanto que sus hombres, mandados por el pérfido
Saben, encadenaban al indefenso Bertungo, arrojándolo a las mazmorras del castillo.
Cuatro veces creció la Luna en el estrecho marco del tragaluz de la prisión, cuatro veces
menguó, sin que el leal servidor supiera de la suerte que habría de correr. Al fin un día
chirriaron los goznes de su mazmorra y una tropa de hombres armados le condujo, cargado
de sus cadenas, a juicio.
A la izquierda del Rey estaba sentado el juez: ¡Saben! Este prohibió que nadie se atreviera a
tomar la defensa de Bertungo y, coreado por los demás jueces, atemorizados, pidió la
muerte del consejero. Éste levantó la voz para defenderse, pero nadie le escuchaba y sólo se
oía el grito de «¡A muerte! ¡A muerte el traidor!»
Perdió Bertungo toda esperanza. Mas he aquí que de repente se oye un tumulto ante las
puertas de la sala. Un segundo más tarde el noble se encuentra rodeado de cien brazos
armados. Al frente de ellos venía Beltrán, primo suyo. Libertó a Bertungo y clamó porque
se hiciere verdadera justicia, ya que el juicio sin defensor era contrario a las costumbres. Al
Rey y a su consejero retó en singular combate en Juicio de Dios. Saben rehusó el combate y
el Rey le increpó, diciéndole:
—No puedo empuñar mi espada porque en el Juicio de Dios no defiendo la verdad. Tú,
maldito, me has aconsejado mal.
Y a Bertungo le dijo:
—Queda en libertad y dame tu perdón. Ignoro si tuviste culpa o no, pero ya la muerte veló
los ojos del niño. Nada puede saberse.
Pero Bertungo contó cómo los animales feroces respetaron la vida del pequeño príncipe. El
Rey le entregó a Saben, para que hiciera con él justicia. Mas Bertungo, cuya alma era dulce
como el hidromiel, no quiso manchar sus manos como si fueran las de un verdugo, y
perdonó al traidor, desterrándolo. Mas, ¡ay, que nunca lo hubiera hecho! Oíd, oíd esto que
sucedió después:
Habían pasado varios años. Hugo Diterico había muerto, y de nuevo volvió Saben, el
traidor. De nuevo pretendió la mano de la Reina viuda que, después de mucha insistencia,
aceptó, a pesar de los sabios consejos del fiel Bertungo. Y pronto fue el noble vasallo
expulsado de la corte. Saben convenció a los dos príncipes hermanos de Diterico de que
éste era bastardo y que debían repudiar a su madre. Así lo hicieron, entre amenazas e
insultos, y llenos de dolor partieron ambos a Portolirio, en donde tenía su feudo el buen
Bertungo. ¡Qué dolor más enorme llenó el alma de éste! Por su faz corrían las lágrimas,
empapando la barba alba y bien poblada. Púsose a los pies de la Reina y del príncipe,
jurándoles eterna fidelidad. Y formó un ejército, al frente del cual marchó con Diterico y
sus dieciséis hijos. ¡Qué hermoso ejército era! Brillaban los escudos al pálido sol de la
mañana, huían los animales de los senderos al paso de los campeones. Al fin llegaron a
Reims, ciudad hermosa. Ocultose el ejército, mientras penetraban, en son de paz, en el
palacio Diterico y Bertungo. El viejo consejero pidió enérgicamente la legítima del
príncipe, pero sólo burlas y vituperios halló. Entonces Diterico amenazó con la muerte a
quien tocase a Bertungo. Fueron atacados, sonó Bertungo el cuerno y la llamada alertó a
todo el ejército, que en haces espesos avanzaban por el llano. Llegaron a los muros,
penetraron en la ciudad y, ¡ay, cuánta sangre regó las viejas ruinas! Donde corría la sangre
de los corderos, corrió la de los hombres; ruinas de muerte estaban escritas en los destinos
de los leales. Uno tras otro fueron pereciendo, hasta que cuando la noche cubría con su
manto la desolación, sólo quedaron los hijos de Bertungo, éste y Diterico. Aún murieron
seis de los mancebos, sin que ello amortiguase el coraje de su padre. Quedó Diterico con
once; con sus once leales. Retiráronse al castillo y allí sufrieron el asedio del ejército
vencedor. Día tras día, luna tras luna, hasta cuatro años, duraba el asedio. Al fin, Diterico
decidió huir en busca de ayuda.
Astutamente se evadió del cerco y emprendió el camino. En tanto, la fortaleza se había
rendido, y Bertungo y sus hijos, no habiendo querido quebrantar el juramento que habían
hecho a Diterico, fueron encadenados en el hueco de unas almenas y allí hubieron de
permanecer noche y día. En tanto, el príncipe llegó al reino del rey Ornid, fuerte y viejo
amigo de su padre. Pero cuando penetró en sus tierras supo cómo el Soberano había sido
muerto por un terrible dragón que asolaba aquellas tierras. Había salido a luchar contra él
con su espada Rosa, pero habiéndose quedado dormido, fue sorprendido por la fiera, que lo
llevó a su cueva, en donde lo devoró sorbiéndolo, ya que no pudieron romper los dientes
del dragón la fuerte armadura. Durante tres años la Reina vivió sumida en la tristeza. Era la
bella Liebgarda y pretendíala Wildungo, charlatán sin valor. Llegó una noche Diterico al
castillo y oyendo lamentarse a la Soberana, quiso demostrar sus fuerza lanzando una piedra
contra el muro. Se hundió la pared y derribó al centinela. La Reina creyó que era su esposo,
que resucitaba; pero Diterico se presentó diciendo que iba a matar al dragón. Ella intentó
disuadirle, mas él partió. Llegó al bosque y tendiose a dormir bajo un tilo en flor.
Aproximose el monstruo. El corcel despertó a Diterico, batiendo con los cascos en el
escudo con que aquél se había cubierto. Despertose el príncipe y luchó contra el dragón,
rompiendo la lanza y haciendo pedazos su espada. Entonces el dragón lo tomó con la cola y
llevolo, en compañía de su corcel, a! cual había muerto, para que ambos, corcel y dueño,
sirvieran de pasto a sus dragoncillos. Éstos no pudieron romper con sus dientes la coraza y
devoraron tan sólo al caballo. Por la noche, mientras dormían las terribles bestias, Diterico
levantose y halló la armadura y la espada del rey Ornid. Tomó el arma y de nuevo atacó al
dragón, dándole muerte, así como a sus siete crías. Cortoles la lengua y se internó por el
bosque.
A la mañana siguiente, un leñador extendió por el pueblo la noticia. Llenos de júbilo, los
buenos ciudadanos entonaban loores al desconocido campeón que había librado al país de
tan terrible pesadilla. Entonces el fanfarrón Wildungo se llegó hasta la caverna, halló,
efectivamente, a los dragones muertos y, cortándoles la cabeza, volvió a Palacio para,
proclamándose vencedor, aspirar al premio prometido por la Reina: es decir, la corona y el
tálamo nupcial. La Soberana, que no podía creer que de tal lengua sin manos saliese nada
así, estaba desolada. Llegó el día de la boda, y en plena fiesta irrumpió Diterico diciendo
que era él quien había dado muerte a los dragones. Enorme alboroto formóse en la sala, y
Wildungo quiso matar al que llamaba impostor. Pero, dando grandes voces, la Reina exigió
silencio y que declarase su propósito Diterico, del que la Reina tenía grandes esperanzas.
Diterico, en silencio, dirigiose a las cabezas de los dragones y abriéndoles las fauces, dijo a
la gente:
—¿Cuándo se han visto unas cabezas sin lenguas? Las lenguas las corté yo, que fui quien
dio muerte al dragón. Yo, Diterico el Lobo.
Y en la sala resonó un murmullo, pues hasta allí llegara la fama de Diterico y sus once
leales. El fanfarrón Wildungo fue condenado a muerte y su cabeza se clavaba pocos
instantes después en una pica alzada en las almenas del palacio. Liebgarda ofreció la
corona, y a sí misma, a Diterico, pero él quiso antes socorrer a sus leales. Partió
acompañado de un gran ejército. Llegóse solo junto a las murallas y allí reveló su
personalidad a sus fieles, que, encadenados, rompieron las amarras y saltaron al foso.
Mas Bertungo había muerto, y a su tumba fue, ante todo, Diterico el Lobo. Después libró la
batalla, en que triunfó. Saben huyó al país de los hunos y él, después de recompensar a los
hijos de Bertungo con donaciones de feudos y hombres, volvió a reinar junto a Liebgarda.

La dama encantada de Rothenhof

Hace más de cien años un mozo de Rothenhof fue empleado por el dueño como pastor. Él
aceptó esta ocupación porque era amigo de la vida solitaria y sin demasiado trabajo de los
pastores. Un día, y por primera vez, le encomendaron un rebaño que debía llevar a pacer, y
se fue a un bosque cercano. El bosque era muy espeso; los pinos, los abetos y las hayas se
amontonaban apretadamente, subiendo y bajando por las laderas de unos montes. En él
reinaba un gran silencio, sólo roto por los chillidos de los pájaros y por el ruido manso de
los arroyos. El pastor dejó el ganado, que pacía, y se dispuso a buscar un sitio en donde
sentarse tranquilamente. Antes quiso llenar su barrilito de agua y buscó por los alrededores
si había un pozo. Pronto divisó uno, pero con gran sorpresa vio que en su borde se
encontraba sentada una joven vestida de blanco que le hacía insistentes señas de que se
acercase. El mozo, asustado, volvió hacia donde estaban los demás pastores, los cuales, al
ver la cara de espanto que tenía el nuevo compañero, se burlaron de él. Pero éste les contó
lo que le había sucedido y entonces se pusieron serios y le dijeron:
—Hemos visto varias veces a esa joven en el pozo. Debes acercarte a ver qué quiere de ti.
Tú eres un hombre fuerte y no debes tener miedo.
Al día siguiente se dirigió al pozo. Y allí estaba la muchacha, la cual le habló de este modo:
—Tú puedes libertarme de estas montañas, en las que vago desde hace doscientos años.
Puedes salvarme para que alcance el cielo. Vuelve esta noche a las doce y entonces te diré
lo que has de hacer.
Después de esto, desapareció.
El pastor llegó puntualmente a la hora indicada al pozo, en cuyo brocal se encontraba
sentado el fantasma, que le dijo:
—Ve ahora al fondo del bosque y tráeme una copa de oro que encontrarás debajo de un
gran pino, mayor que todos los demás. No te sucederá ningún daño, pero no debes hablar ni
una palabra, ni asustarte por nada. En cuanto yo tenga la copa, la llenaré en este pozo,
beberé su contenido y estaré salvada.
El muchacho, lleno de ánimo, se puso en camino. Se internó por el bosque y,
efectivamente, pronto encontró un enorme pino, que sobresalía entre todos los demás. Allá,
debajo del gran árbol, en el suelo, estaba la copa. El pastor fue a cogerla, pero de repente
oyó en el aire un zumbido fortísimo. Miró hacia arriba y vio encima de su cabeza una
enorme muela de molino colgada de un hilo finísimo. La rueda giraba rápidamente y
amenazaba caer encima de él. Entonces el pastor, espantado, dejó escapar un grito de
angustia y huyó hacia el pozo. Allí le esperaba la dama, desesperada y llorando.
—¡Ay de mí! —decía —, ahora he de esperar muchos años para mi salvación. ¿Ves ese
pino pequeñito, ahí cerca? Cuando sea un gran árbol que se pueda serrar se construirá una
cuna con sus tablas para un niño recién nacido. Cuando este niño haya alcanzado la edad
que tú tienes ahora me salvará quizá de mis penas.
En esto desapareció la dama blanca, a la que a menudo se la puede ver sentada en el brocal
del pozo.

La muerte del obispo de Tréveris

Eberhardo fue el septuagesimoséptimo obispo de Tréveris. A causa de su celo por el


mantenimiento de la fe, era terriblemente odiado por los judíos. Éstos estaban siempre
temerosos de ser sorprendidos en sus prácticas y alentaban en sus corazones un terrible
propósito de venganza contra Eberhardo. Muchas tardes, cuando el santo varón pasaba
camino de la Catedral para rezar las vísperas, los judíos que se encontraban en el camino se
refugiaban en cualquier callejuela o en la tiendecilla de algún mercader, rumiando palabras
de maldición. Y de padres a hijos repetían el nombre de Eberhardo, acompañándolo de los
peores dicterios.
Al fin, uno de los más viejos, que había aprendido las artes de la brujería, dijo a unos
cuantos compañeros el medio para causarle la muerte con grandes sufrimientos.
A uno de los judíos que trabajaba con un escultor le encargó que hiciera una pequeña
figurilla de cera, tan parecida como fuera posible al obispo.
El judío procuró ver de cerca a Eberhardo y visitó, con pretexto de un recado de su patrón,
un escultor que estaba tallando una estatua orante del Obispo. Varias tardes volvió por allí,
alabando la exactitud de los rasgos, hasta que adquirió la perfección necesaria en sus manos
para realizar la horrible labor. Fabricó, en efecto, con cera sucia, una figurilla y marchó, en
cuanto la hubo acabado, a entregarla al viejo judío, que era brujo. Éste la cogió y la guardó
cuidadosamente.
A la noche siguiente hicieron los judíos conjurados un gran fuego, y en él dejaron derretir,
lenta, todo lo lentamente que podían, la estatuilla.
Y a la misma hora, ante el terror de sus pajes, el arzobispo se consumía, como devorado por
el fuego, entre terribles dolores.
Y así fue cómo Eberhardo, el septuagesimoséptimo obispo de Tréveris, pereció, por mágica
venganza de los judíos.

La Catedral de Colonia

Como es sabido, la maravillosa Catedral de Colonia permaneció durante muchos siglos sin
terminarse, hasta que en el siglo XIX se acabó el hermoso monumento. Existe, entre otras,
una leyenda forjada quizá en los años en que los buenos habitantes de la gran ciudad renana
veían las obras de su Catedral interrumpidas o avanzando muy lentamente.
Se dice que el arzobispo de Colonia había mandado llamar a un maestro de obras que era el
más renombrado de su oficio en aquel tiempo y le dijo que deseaba levantar una Catedral
que fuese la más hermosa de la cristiandad y la mejor construida. El maestro contestó:
—Podéis contar conmigo. Yo trazaré los planos y elevaré una Catedral que será el asombro
de todos. Pero cuando quiso ponerse al trabajo, no consiguió trazar las líneas del plano tal
como deseaba para formar un proyecto no igualado por nadie. En vano trabajaba días y
noches, esforzándose en encontrar el plano maravilloso que hiciera inmortal su nombre y
que diera fama a Colonia en todo el mundo.
Una tarde, cansado de su esfuerzo, salió de su casa y se dirigió a las orillas del Rhin. El río
corría majestuoso y con gran poderío; pasaban numerosas embarcaciones y no muy lejos de
allí, en los muelles, había gran actividad. La tarde era tranquila. A lo lejos, río arriba, se
veían las Siete Colinas y el gran remanso del río. La belleza del paisaje, la majestuosidad de
la corriente y la actividad en el puerto no conseguían distraer al pobre maestro, que seguía
con su mente torturada para encontrar el medio de cumplir la promesa hecha al arzobispo.
Ensimismado de esta manera, no advirtió la llegada de un vejete, que se había sentado cerca
de él y que, mirándole con un aire burlón, parecía divertirse con la preocupación del pobre
arquitecto. Tosió el viejo y atrajo de esta manera la atención del angustiado maestro, y una
vez que consiguió que éste mirara hacia él, con una varilla trazó algunas líneas en la arena.
Las líneas formaban un plano, maravillosamente trazado. El artista exclamó:
—¿Quién sois? Dejadme, por favor, ver vuestro plano.
Pero las líneas se desvanecieron prontamente. El vejete rió sarcásticamente y dijo:
—¡Ah!, el amigo quiere tener mi plano...; el amigo se encuentra en un apuro... ¡Ja, ja!
Bien..., bien.
El maestro le rogó que le ayudara, diciendo que le pagaría lo que él quisiera. El viejo dijo:
—Yo voy a pedirte bien poco. El monumento que tú construyas con este plano será la
envidia de todos tus compañeros, la admiración de las generaciones venideras, y tu nombre
pasará a la posteridad, aureolado por la fama. Tu vida será larga y tendrás riquezas sin
cuento, gloria y placeres.
—Y a cambio de esto, ¿qué pedís? —preguntó el artista.
El vejete sonrió de manera siniestra y repuso:
—A cambio de esto..., quiero solamente... tu alma.
El maestro se levantó, horrorizado, y trazando la señal de la cruz, gritó:
—¡Aparta, Satán! Prefiero hundirme en el olvido que en el infierno.
El demonio no le alteró, sino que dijo burlonamente:
—¿Por qué esa indignación?... Ya nos veremos.
Y desapareció.
El maestro volvió a su humilde morada con los pensamientos más sombríos y desesperado,
lleno de temor aún por el extraño encuentro que había tenido. No consiguió dormir aquella
noche; a cada momento creía que Satán venía de nuevo a tentarlo. Pero el encuentro con el
Malo no le había dejado, por otra parte, insensible a las promesas que aquél le hiciera.
Podía conseguir la gloria, riquezas, placeres y, sobre todo, cumplir su promesa a cambio de
una simple palabra. En vano se esforzaba en rechazar la tentación que cada vez crecía con
más fuerza dentro de él. A cada momento veía delante de sí al diablo mostrándole el plano
inalcanzable. Por fin sucumbió, y dijo.
—Aceptaría la propuesta de Satán.
Éste se presentó delante de él y le dijo:
—Mañana ve al mismo lugar en donde nos encontramos; yo te traeré el plano y el pacto
que has de firmar con tu sangre.
Cuando llegó el día, el maestro pensó en el terrible compromiso en que se veía. Vacilaba
entre sus sueños orgullosos y el temor a la condenación eterna. Y al fin decidió confiarlo
todo a su confesor. Éste pensó que sería una gran jugada engañar a Satán y quitarle el plano
sin pagarlo con el precioso don de un alma e indicó al artista la conducta que tenía que
seguir. A la hora convenida, el maestro se encontraba en el lugar designado. Dieron las
doce, y se presentó el diablo. Satán dijo:
—He aquí el plano y el pacto. Toma y firma.
Rápido como el rayo, el maestro se apoderó del plano con una mano y con la otra agitó un
trozo de la Santa Cruz que le había sido confiado por el astuto confesor. Ante la santa
reliquia, Satán retrocedió y exclamó con rabia:
—¡Me has vencido! Pero poco fruto sacarás de tu traición. Tu nombre será desconocido y
tu obra no se acabará jamás.
Comenzaron las obras, pero no acabaron en vida del arquitecto. El nombre de éste
desapareció y durante muchos siglos la Catedral estuvo inacabada.

La dama de Pilastch

Al pasar por el pueblecito de Molkemberg, el Havel divide su curso en dos brazos y forma
una isla que en su mayor parte está hundida en el agua y solamente en el medio tiene una
altura que hace unos setenta años estaba aún cubierta por hermosas hayas y que ahora es
cultivada. Esta altura recibe el nombre de Pilatsch o Pilatusberg (Monte de Pilatos) y en la
Edad Media debió de habitar en ella un temido bandolero llamado Pilatos.
Hace algún tiempo todavía existían en la isla algunas ruinas y era un lugar desierto y al que
nadie solía ir. Por entonces, un labrador de Molkemberg tuvo un hijo. Gran alegría fue para
él y para su mujer el nacimiento del pequeño y quisieron solemnizar el bautizo. Pensaron en
dar una fiesta a la que habrían de invitar a sus vecinos y el labrador, para aumentar la
comida, quiso salir con una barquichuela a echar las redes y coger algunos peces. Así que,
despidiéndose de su mujer, subió en su barquichuela y remó río adentro hasta las
proximidades del Pilatsch. Iba alegre, canturreando y pensando en la hermosa fiesta que
tendría lugar en su casa el próximo domingo. Cuando llegó a un sitio en el que creyó que
podría haber buena pesca, echó las redes. Sacó una buena cantidad de peces, que vertió en
el fondo de la embarcación. De nuevo tendió las redes. Ocupado en esto, se le pasó el
tiempo. La tarde era hermosa, el río fluía tranquilamente y en las orillas los árboles
brillaban con su verdor resplandeciente a los rayos del Sol. De pronto levantó la vista,
mirando hacia la isla. Quedó sorprendido cuando, a la orilla, vio una figura de mujer.
Estaba cubierta por ropas de luto: era alta, airosa, y parecía de notable señorío. Hizo señas
al pescador para que se aproximara hacia ella y él lo hizo, en parte por curiosidad y en parte
por temor, pues aquello era algo extraño y nunca había oído que habitase nadie en la isla.
Cuando llegó a la orilla, quedó sorprendido de la belleza de la doncella y las lágrimas que
llenaban sus hermosos ojos le hicieron sentir compasión. La saludó respetuosamente y le
preguntó qué deseaba de él. Con una voz dolorida, la joven contó al aldeano que era una
desdichada que sufría en las ruinas y que esperaba la salvación de él.
—Sé —le dijo— que ha nacido un, niño en vuestra casa y que pensáis bautizarlo dentro de
unos días. Si deseáis ayudarme, traed al niño aquí, una vez que esté bautizado, y dejad que
yo lo bese por tres veces. Mi desgracia cesará y os recompensaré con un rico tesoro.
El aldeano objetó que tenía que hablar primero con su mujer, y si ella estaba conforme, el
próximo domingo, inmediatamente después del bautizo, estaría en la isla con el niño. La
promesa pareció libertar a la dama de un enorme peso; sonrió entre sus lágrimas y
desapareció.
El aldeano no quiso pescar más y, recogiendo sus redes, remó hacia su casa pensando en la
damisela y en el tesoro prometido. En cuanto llegó a casa, le contó a la mujer lo sucedido, y
ésta le dijo que quien mejor podía dar consejo era el párroco.
El aldeano creyó lo mismo, y al día siguiente fue al pueblo vecino de Prietzen, y allí contó a
su confesor lo que le sucedía. El sacerdote no podía suponer de lo que se trataba, pero al fin
preguntó al aldeano si la doncella que había encontrado no tenía pies de caballo. El aldeano
no se había dado cuenta de ello; se había quedado tan extasiado ante la belleza, de la dama,
que no había notada tal detalle. Desde luego, no podía decir nada sobre esto. Finalmente, el
sacerdote le dijo:
—Coge el niño el domingo y ve allá, pero antes de dejar que lo bese, fíjate bien si tiene o
no pies de persona. Si notas algo que no es normal, vuélvete en seguida.
Esto alegró mucho al aldeano. Volvió a su casa y estuvo impaciente hasta el día del bautizo.
Éste se celebró, y una vez que el niño hubo recibido el sacramento, lo tomó en sus brazos y,
subiendo con él en la barca, remó hasta la isla. Allí estaba ya la hermosa joven, que pareció
alegrarse mucho cuando vio llegar la barca e hizo señas al labrador de que se aproximara.
El labrador saltó a tierra temblando y con gran temor vio que la doncella cogió al niño
rápidamente, antes de que él pudiera echarle ni una mirada a los pies. Notó que, al mismo
tiempo que la muchacha besaba al niño, se hundía ella un poco en la tierra. Por segunda vez
besó la dama al niño y se hundió aún más en tierra. Entonces el ánimo del labrador se
hundió también y no pensó más en el tesoro, sino que cogiendo al niño, echó a correr y
montó en la barca, sin mirar siquiera hacia atrás. Oyó cómo las ruinas se hundían en medio
de gran ruido y que unos ayes lastimeros exclamaban:
—¡Perdida, perdida para siempre!
El aldeano llegó a su casa medio desvanecido y enfermó de la impresión. Sólo al cabo de
algunos días pudo contar lo sucedido. El niño murió poco después y jamás se volvió a ver a
nadie en la isla.

La caza nocturna de Frau Gode

En la comarca de Priegnitz se cuenta que existió en otro tiempo una dama noble, de nombre
Frau Gode, que era muy cruel con sus criadas y que por eso fue condenada, cuando murió,
a cabalgar eternamente por los aires, sobre todo en el mes de diciembre. Cuenta una mujer
que la oyó en la noche de San Silvestre. Esa mujer caminaba por el bosque. Alumbraba una
magnífica luna llena. La mujer oyó primero como un rumor lejano de cacería, los ladridos
de los perros, el galopar de los caballos y los gritos de los cazadores. El ruido fue creciendo
más y más, hasta echarse encima. La mujer sintió como un viento que pasaba a su lado,
pero no vio nada, aunque hacía claro como de día. Otra vez un campesino que iba también
de noche conduciendo a sus caballos, sintió llegar la caza salvaje de Frau Gode y la vio
pasar, quedando espantado. Cuando hubo pasado la caza, se dio cuenta de que un perro
pequeño había quedado rezagado y levantó su látigo para azotarle, pero en aquel momento
sintió un golpe fortísimo y quedó desvanecido. Cuando despertó, ya de mañana, notó que
tenía la cabeza hinchada y así quedó durante mucho tiempo.
Frau Gode iba en sus correrías nocturnas por el aire, en un coche. Una vez, cuando
marchaba por el bosque, se le rompió un eje de este coche, y a un mozo con el que se había
tropezado le pidió que lo arreglase. El muchacho lo hizo por miedo, y cuando acabó, Frau
Gode le dio por pago un puñado de virutas. El mozo, sorprendido, no se atrevió a protestar,
pero en cuanto llegó a su casa, las echó en el hogar. Al día siguiente tuvo la sorpresa de ver
que alrededor de las cenizas había unas monedas de oro. Eran las virutas que no habían
llegado a arder. Codicioso, siguió buscando entre las cenizas, pero todas las otras virutas
habían desaparecido al quemarse.

La bruja de Eldena

En Eldena, un hermoso pueblo junto al Elde, en Mecklemburgo del Suroeste, en otros


tiempos andaba una bruja malísima. A unos vecinos les enfermaba a los niños: a otros se
los ahogaba por la noche el Alp; a otros les estropeaba una pata al caballo mientras estaba
atado por la brida; otros veían cómo las cerdas se comían a sus propios cerditos; a otros no
les salía bien la masa del pan ni se les cocía; otros no conseguían obtener nada de sus
campos de lino o de los trigales... En fin, que en el pueblo sucedían tantas desgracias, que
hasta un ciego hubiera podido ver que allí había un grave embrujo y que todas esas
desdichas sufridas por la buena gente de Eldena no eran porque sí, sino que obedecían a
una causa maligna. Y ni siquiera los mejores medios de ahuyentar a las brujas dieron
resultado. En casa del vecino Schultze la mujer había echado una gran cantidad de
wittenohrand —flor del campo, remedio capital contra la fascinación— junto a los tazones
de leche y en el pote de la mantequilla, pero a pesar de eso la leche se le agriaba y la
mantequilla aparecía siempre sucia. El vecino Krüger había cortado en la noche de San
Silvestre ramas de siete clases distintas de árboles para hacer una escoba de brujas con
ellas, y había barrido todo su ganado, desde la cabeza a las patas, pero a pesar de eso se le
morían las terneras y los bueyes jóvenes. Tanto los niños como el ganado seguían comidos
de piojos. A pesar de todos los medios, nada se conseguía. La mujer del sacristán, por
ejemplo, había mandado a la iglesia el cordón umbilical de su pequeño, envuelto en un
trozo de camisa, pero, a pesar de ello, el pequeñín no quería tomar el pecho y se estaba
muriendo de hambre. Naturalmente, más de la mitad del pueblo se interesaba en descubrir
quién era la bruja causante de tantos males, pero durante muchísimo tiempo nada
consiguieron. Había en el pueblo dos mujerucas impedidas de las piernas, jorobadas y de
ojos torcidos, que eran ciertamente sospechosas, pues las personas marcadas de esta manera
por Dios acostumbran a no ser demasiado buenas, y delante de ellas hay que andarse con
cuidado. Además, la nariz de una de ellas era tan puntiaguda como una lezna, y el refrán
dice: «Nariz puntiaguda, barbilla puntiaguda, tiene al diablo sin duda.» Por esta vez, tales
señas fueron engañosas, como se vio el domingo siguiente, después de la primera noche de
mayo. Muchísima gente había ido ese día a la iglesia llevando en los bolsillos huevos que
en la noche de Walpurgis habían sido no puestos por gallinas negras, sino sacados de ellas.
Las dos mujeres sospechosas también se encontraban allí. Después de la bendición del
sacerdote, no aparecieron sobre sus cabezas ni pucheros, ni badilas, ni potes de mantequilla,
lo cual hubiera debido suceder si hubieran sido verdaderamente brujas. Eran tan cristianas
como cualquier otra, según se vio claramente. Sin embargo el asunto de la bruja del pueblo
seguía preocupando a todos, porque los males no desaparecían; al contrario, cada vez eran
más graves, la maldita bruja seguía con sus andanzas sembrando el terror entre los
habitantes de Eldena.
Mas he aquí que llegó de nuevo la noche de Walpurgis, en la que las brujas cabalgan por
los aires, y sin pérdida de tiempo se procedió a la «prueba de brujas». En medio de la
noche, dos gemelos arrastraron sendos rastrillos nuevos hechos con espinos de cruz,
salieron del mismo sitio y rodearon el pueblo, uno hacia la derecha y el otro hacia la
izquierda. En el sitio donde debían encontrarse los dos hermanos se colocaron los rastrillos
derechos, apoyándose el uno en el otro, de modo que todo el pueblo estaba cercado por las
huellas de los rastrillos, excepto el escaso espacio que quedaba entre ambos. Por encima del
campo que estaba rastrillado de esta manera no podía pasar bruja alguna y ni siquiera el
mismísimo demonio. En consecuencia, la bruja tenía que pasar a la fuerza bajo los rastrillos
y ser vista por los gemelos a su vuelta al pueblo. Únicamente podía suceder que los dos
hermanos hubieran cometido algún descuido en su trabajo, que hiciera inútil el remedio o
que la bruja hubiera encontrado alguna argucia para lo mismo. En todo caso los dos
muchachos estuvieron en guardia junto a sus rastrillos hasta el amanecer y no vieron a bruja
alguna.
Naturalmente, creció el miedo ante el poder de la misteriosa hechicera, y cuando también
fracasó en sus remedios un pastor de las cercanías que era afamado por su maestría en
ahuyentar a las brujas, no hubo ya duda de que no se trataba de una bruja cualquiera, sino
que, por así decir, de la mismísima abuela del diablo. Pero tanto va el cántaro a la fuente...
El mayoral de un labrador del pueblo dormía en la misma cama con el boyero: el mayoral,
por la parte de atrás de la cama y et boyero en la de dentro, que es la que prefieren los
malos espíritus. En la mañana del «día de mayo» (1° de mayo), cuando se despertaron los
dos durmientes se encontraba el joven boyero bañado en sudor y su corazón latía como una
cola de borrego.
—Hans —dijo cuando se hubo calmado un poco—, me encuentro como si esta noche
hubiera sido un caballo y como si la señora ama hubiera cabalgado encima de mí.
—¡Tú sueñas! —le contestó el otro—. No vas a ser tan tonto que quieras contar a nuestra
ama entre las malas mujeres que se unieron esta noche en el Blocksberg! Por eso te
aconsejo que te calles y que cierres la boca.
Pero el chico no quería callarse, sino que se empeñó en repetir que por la noche había
estado en manos de brujas. De modo que Hans, aun ordenándole silencio, encontró el
asunto sospechoso y lo tuvo muy en cuenta hasta la noche de mayo del año siguiente. En
esa noche —noche de Walpurgis— durmió él en la parte anterior de la cama y dejó al chico
dormir atrás. El muchacho se durmió en seguida, pero Hans procuró mantenerse despierto,
para ver si este año la dueña quería también cabalgar. Y apenas había pasado media hora, se
abrió silenciosamente la puerta del cuarto y, andando de puntillas, entró el ama, con unas
riendas en la mano derecha y una fusta en la izquierda. Hans se levantó en seguida y se
preparó a amargarle la visita. No había contado con la huéspeda, y no se acordaba del dicho
«detrás del monte también vive gente»; es decir, que la bruja también tendría sus tretas. La
hechicera no se anduvo con tapujos ni reparos: le echó en un segundo las riendas por
encima de las orejas, y de repente el pobre Hans se vio convertido en un hermoso corcel
negro. Ahora se dio cuenta Hans de lo peligroso que era tratar con brujas, y a gusto se
hubiera escabullido de la aventura, pero ya no servía nada resistir ni saltar, ni cocear. Con
la izquierda muy firme, mantenía la mujer las riendas. En un instante montó sobre él, le
sujetó a fustazos y marcharon al galope tendido sobre montes y valles, hasta el Blocksberg.
La violenta cabalgata había llevado a los viajeros muy temprano a la cumbre del monte.
Todos los alrededores estaban sumidos aún en profundo silencio, porque todavía no era la
hora del aquelarre. Cuando pararon, junto a una rama de sauce, fueron sujetadas las riendas
del caballo. Hans tuvo así tiempo suficiente para refrescarse y para meditar sobre su
desgraciado destino.
En tanto, sin embargo, se animó el aire. Un silbido y el aullar del viento, como cuando
estalla una tormenta de granizo, y con el resonar de las campanadas de las doce, vino de los
cuatro vientos una incontable cantidad de brujas, con los cabellos sueltos y vestidos
volantes sobre escobas o palas de horno, tenazas o bien machos cabríos. Con ellas vino
también el diablo, y vino en su inimaginable figura natural. Una ancha capa de color rojo de
sangre envolvía los fuertes miembros de su largo cuerpo; un sombrero puntiagudo,
adornado con una pluma de gallo, cubría la horrible cabeza. Del sombrero asomaban un par
de cuernos, afiladas uñas prolongaban sus dedos, y de las botas de piel salían unos pies de
caballo. Una llama verdeamarillenta salía de las entreabiertas fauces, y cuando el olor de
esa llama llegó a la nariz de nuestro pobre Hans, creyó perder el sentido y de buena gana
hubiera dado todo por estar en lugar del buen boyero.
Esto no duró mucho. En vez de los infernales vapores de azufre se olieron agradables olores
de viandas frescas, de dulces y tortas. Dragones de fuego arrastraban una gran cantidad de
estas costosas viandas, tan grande como no pudiera haberse consumido más en diez
banquetes de boda. A nuestro Hans se le hizo la boca agua, pero por mucho que tuviese
ganas de aquello, tuvo que seguir amarrado a sus riendas y pudo contemplar solamente
cómo las brujas rodeaban todas a la vez a su dueño y protector y se hinchaban de comer,
hablándose mutuamente con gran amabilidad. Bebieron y comieron, mientras jugaban al
mismo tiempo con cartas y dados, entre blasfemias y maldiciones. El banquete duró unas
dos horas, y cuando todas hubieron comido hasta hartarse de la comida del diablo, y
estaban borrachas como cubas, el demonio se levantó de la mesa con mucho estrépito, se
levantó también la concurrencia, y se oyeron violines, bajos y violonchelos entre el
tumulto, y empezó el baile. El diablo mismo abrió la danza, habiendo elegido como pareja a
la dueña de Hans. Detrás de ellos se emparejaron las brujas, remolineando rápidamente
como cuando un torbellino juega con las plumas sueltas, y ejecutaron bailes de las más
distintas clases.
Cuando todos las infernales danzantes estaban sudorosos del baile y había pasado buena
parte de la noche, se oyó de repente el primer canto del gallo y todos se prepararon al
regreso. El primero que partió fue el diablo, en medio de un ruido como el que formarían
más de mil aves volando, y dejó tras sí una estela de humo maloliente, como si el Malo
hubiera producido ya un vapor como el que se encuentra hoy sobre el Elba. Detrás del
Maligno partieron las brujas, cada cual en dirección a su casa, y con ellas también el ama
con su corcel. Ninguna de las brujas tenía tan hermosa cabalgadura, y ella montaba con más
destreza que hoy en día los jóvenes caballeros cuando pasean por la calle a sus enamoradas.
Pero como es sabido que los jinetes presuntuosos suelen ser arrojados de las sillas tan
involuntaria como desagradablemente, las demás brujas dijeron al ama: «¡Ten cuidado, que
cabalgas con demasiado garbo! ¡Tu corcel te tirará!» El ama, no obstante, orgullosa y llena
de ánimo, no les hizo caso y siguió cabalgando tan firme y despreocupada como si
estuviese sentada en el sillón del abuelo, junto al hogar. El camino estaba atravesado por un
riachuelo profundo que corría al pie del alto monte. Junto a este riachuelo se pararon las
brujas, para abrevar a sus cabalgaduras y también para despedirse y emprender el regreso
con más rapidez.
El ama había dejado en ese momento por completo las riendas. Hans se percató de esto y al
momento dio un bote y cayó la bruja tan larga como era en el agua. Sacudió la cabeza,
después tiró las riendas también a la corriente, y con esto se deshizo el encanto, y en lugar
del caballo apareció nuestro Hans con su figura natural.
Mientras tanto, la bruja se había levantado y quiso coger las riendas y el bocado, pero Hans
fue más rápido que ella y en un dos por tres se lo colocó a la bruja, sin que ésta pudiera
hacer nada. De repente, la señora Lisel se vio convertida, por su propio maleficio, en una
preciosa jaca negra, tan atónita como una vaca ante una puerta pintada de colorado. Pero
Hans era exactamente el hombre que hacía falta para despabilarla. Rompió, de un arbusto,
una rama, y después de montar encima de la jaca, azotó de tal manera las ancas de la
cabalgadura, que caballo y caballero salieron disparados, como si quisieran rodear el
mundo en un día. Con este esfuerzo se cansaron ambos, y cuando ya tenían tras de sí una
buena parte del camino, sintió Hans mucha sed y se alegró no poco cuando vio una posada
junto al camino. Se detuvo y se refrescó con buenas jarras de espumosa cerveza. Se
disponía a seguir el camino, cuando se le ocurrió que aún tenía un buen trecho hasta llegar a
la casa. «Si herrase a mi caballo, sin duda adelantaría más.» Dicho eso, preguntó al
posadero:
—Oiga, amigo, ¿hay por aquí algún herrador?
El posadero contestó:
— ¡Vaya si lo hay! Y bien cerca. Yo soy el herrador del pueblo y con mucho gusto os
herraré vuestra hermosa jaca.
Entonces Hans se bajó y, teniendo mucho cuidado de mantener firmemente sujetas las
bridas, esperó a que el posadero-herrador acabase su tarea, colocando cuatro hermosas
herraduras a la jaca. Al clavárselas, el animal se resistía tanto que parecía que estuviesen
aplicándole un castigo de turcos, es decir, más de mil palos en las plantas de los pies. Hans
tuvo que sujetar bien firme y aun llamar en su ayuda al hijo del posadero y a otros mozos.
Hans volvió a montar. Y cabalgó tan rápido, que las piedras despedían chispas, y llegó al
pueblo sin novedad y tan temprano, que todos estaban aún durmiendo. No se le ocurrió
nada más importante que después de dejar a la jaca en la cuadra echarse junto al boyero, en
la cama caliente.
Cuando todos se levantaron, se echó en falta al ama en la casa. Luego se dijo que estaba
enferma y guardaba cama. Al día siguiente empeoró, hasta el punto de que llamaron a las
vecinas para ver qué clase de enfermedad tenía y todas coincidieron en decir que la
enfermedad no tenía remedio y que había que llamar a un sacerdote para que preparase a la
enferma a morir. Pero cuando hubieron dicho estas palabras, la mujer se revolvió y el
espíritu maligno que en ella moraba empezó a decir tales cosas, que sembró el terror entre
las mujeres que asistían a la agonizante. El ama se revolcaba y echaba espuma por la boca y
por nada se apaciguaba. Blasfemaba y maldecía. Su pelo se erizaba, los ojos parecía que
iban a saltársele de las órbitas. Su rostro se contrajo horriblemente, y con un estrépito
infernal, corno si toda la casa se hundiese, salió el alma pecadora al infierno, a servir al
diablo. En la ventana apareció una corneja negra.
En eso, se acercó Hans y dijo:
—Nada os extrañe esto, vecinas. El ama era una terrible bruja, la bruja que azotaba al
pueblo con sus maleficios.
Las vecinas contestaron, indignadas:
—¿Cómo puedes hablar así delante del cuerpo aún caliente de tu ama? Sus dolores le han
hecho morir violentamente, pero no tienes derecho a insultar a la difunta.
Hans insistió, y no solamente no fue creído sino que lo echaron de la habitación. Las
mujeres, entonces, descubrieron el cuerpo de la muerta y vieron, horrorizadas, que tenía en
las manos y en los pies cuatro fuertes herraduras. El cuerpo era tan ligero como un saco de
plumas, lo cual indicaba que el demonio, no solamente había tomado el alma, sino que
también le había chupado la sangre.
Hans recibió excusas por parte de las vecinas y en el pueblo reinó desde entonces la
tranquilidad.

La aldeana desaparecida

El valle de Zerzer, que ahora pertenece, junto con los hermosos Almen, a Burgeis, era en
otros tiempos propiedad de un rico aldeano, cuya granja estaba justamente en medio de los
Almen, en el Alm de Brucker. La mujer del aldeano iba una vez acompañada por la criada
al pueblo de Burgeis, para purificarse, después de haber dado a luz. En el camino llegaron a
un lugar en donde había muchas piedras por el suelo, porque la gente que pasaba por allí
lanzaba una piedra para con eso prevenirse de que le sucediese algún daño causado por las
«doncellas salvajes» que plagaban aquel sitio. Entonces recordó la aldeana que había
dejado en casa la vela bendita y mandó a la criada que volviese a buscarla, mientras ella
aguardaba allí. Pero cuando la muchacha regresó con la vela, no encontró a la aldeana y
toda búsqueda fue inútil. Había desaparecido. La pobre criada volvió llena de desolación y
de terror a la granja, y contó lo que le había sucedido. Comprendieron que había sido una
venganza de las «doncellas salvajes», y desde entonces se evitó pasar por aquel lugar. Pero
el aldeano no tuvo ya ninguna satisfacción en estar allí y cedió su propiedad a los habitantes
de Burgeis.

La reina del Monte de la Noche

La montaña que separa los valles Battenberg y Thiersee se llama Monte de la Noche. Este
nombre proviene de la oscuridad que en él reina, por los espesos pinos y abetos que la
pueblan. En esos bosques había gran abundancia de caza de toda clase, tanto de mayor
como de menor. Muchos cazadores iban allí, haciendo grandes destrozos entre los
animales, y aunque muchos de esos cazadores desaparecían sin dejar rastro, la codicia
quitaba el miedo a los restantes y no cejaban en sus batidas.
En lo alto de uno de los montes vivía un vaquero que bajaba al pueblo a vender su manteca
y sus quesos. Un día que iba alegremente cantando por el sendero, viose sorprendido por la
aparición en la cima de una roca de una dama hermosísima que le llamó por su nombre.
Sorprendido, el pobre vaquero se aproximó a la bella mujer y ésta le dijo:
—Soy la reina de este monte. En otros tiempos aquí venían a cazar nobles señores, que
cazaban según las nobles artes, pero ahora viene tanta gente, que amenazan hacer
desaparecer toda la vida. Y hasta más de un hombre honrado ha muerto a manos de los
cazadores furtivos. Por eso te he escogido a ti para que me sirvas de instrumento de castigo.
Tú has de matar a todos los cazadores que aquí vengan.
El vaquero, aterrorizado, se negó, pero la dama le amenazó con destruir su cabaña y su
ganado:
—Mi poder es enorme, y si no me sirves, verás como te arrepientes.
Entonces el vaquero hubo de aceptar. Y, en efecto, desde aquel día empezaron a caer
muertos los cazadores hasta no quedar ninguno. Las gentes creían que era la dama del
bosque la que causaba las muertes, y así ya nadie se atrevió a ir al monte, y de nuevo los
animales pudieron vivir en libertad.
Aún se ven en la roca donde la dama se apareció las huellas de sus pies.

Las ondinas del lago de Kalter

En las orillas del lago de Kalter vivía un pobre pescador. Cada anochecer iba a tender sus
redes para ganarse el mísero sustento. Mas un día perdió pie en la orilla y se hundió en el
agua, sin que pudiera nadar, y así, se ahogó. Este pescador tenía un hijo que, al tardar su
padre, fue a buscarle, sin lograr nada, y a la orilla del lago comenzó a llorar. De pronto vio
con sorpresa que un hombrecillo verde lo miraba con simpatía y lo saludaba. Él contestó
desconcertado al saludo, y el hombrecillo le dijo:
—Te he visto llorar la muerte de tu padre, y al ver el tierno amor que le profesabas, he
sentido gran simpatía por ti. Te invito a visitar mi casa.
El muchacho, asustado, rehusó; pero tanto insistió el hombrecillo, que al fin hubo de
aceptar. El pequeño hombre verde lo llevó hasta la misma orilla, le entregó una plumilla y
le dijo:
—Échate al agua, apretando bien la pluma. Mientras la tengas agarrada, no te ahogarás.
El joven lo hizo y se metió debajo del agua. Veía con sorpresa que no se ahogaba, en
efecto, y estaba lleno de curiosidad. El hombrecito, sonriendo, iba delante de él. Lo llevó a
una hermosísima casa de cristal, guiándolo hasta dentro y diciéndole:
—Fíjate qué lujo.
De pronto el muchacho se detuvo, angustiado: dentro de un ataúd de cristal estaba su padre.
—Sí; ahí está tu padre—oyó que le decía su amigo —. Su alma está en ese otro vaso —
continuó, señalándole una vasija que estaba un poco alejada—Tu padre está vigilado por
unas ondinas. —Después le dio un manto, diciéndole—: Con este manto serás invisible. Si
consigues embaucar de alguna manera a las ondinas y poner juntos el alma y el cuerpo de
tu padre, éste vivirá.
El chico se echó el manto y al punto se volvió invisible.
En esto llegaron las ondinas y el muchacho empezó a cantar una bellísima canción. Las
ondinas estaban sorprendidas, primero, de oír voz y tono tan dulces; luego se quedaron
arrobadas. El joven se alejó hacia dentro de la casa y las ondinas lo siguieron.
Cuando estaban ya medio adormecidas, el chico cogió el vaso y puso juntos el alma y el
cuerpo de su padre. Éste resucitó al punto, y antes de que las ondinas se dieran cuenta,
subieron nadando los dos a la superficie. Mas al saltar a la orilla notaron que también había
salido una sirenita agarrada a las ropas del padre. La llevaron consigo a la casa y le
obligaron a que les sirviese hasta que el muchacho, atraído por su belleza, la tomó por
esposa.
Y después iban con frecuencia a visitar a su bienhechor, el hombrecillo verde del lago.

La paja del Nix

En Kappeln, en la región de Estrasburgo, se cuenta lo siguiente: Una noche estaba una


comadrona descansando, cuando la despertaron unos golpes dados a su puerta. Abrió y vio
con sorpresa que era un Nix.
Quiso cerrar la puerta, pero el Nix le rogó que la escuchara:
—Mi mujer va a tener un hijo y no tiene quien la ayude. Venid conmigo y os lo pagaremos
bien.
La mujer, asustada, quiso regir de nuevo, pero temió que le sucediera algo y accedió a
acompañar al Nix. Éste la llevó al lago próximo. Allí golpeó el agua con una varita y se
separaron las ondas, apareciendo una escalera de caracol, por donde bajaron a la cámara en
que estaba la sirena tendida en un lecho maravilloso. La comadrona la atendió, según su
oficio, y cuando el niño hubo nacido, el Nix la volvió a llevar a la superficie. Antes de
sacarla, le dijo:
—Os estamos muy agradecidos, y he aquí nuestro pago.
Y le entregó un puñado de paja. La mujer se extrañó, mas, temerosa, no quiso desdeñar el
extraño obsequio, y lo tomó en su mano. Cuando estuvo en la orilla, arrojó la paja y salió
corriendo hacia su casa. Pero su sorpresa fue enorme cuando vio que un trozo de paja que
había quedado prendido a su falda brillaba enormemente. Lo cogió y vio que era de oro.

El macho cabrío de Layen

Dos mozos de Tasiss salieron de su granja para ir a cortejar a las muchachas del pueblo
vecino. Habían trabajado mucho durante la semana. Así que ese sábado dejaron bien
guardadas las guadañas, se lavaron y acicalaron y se pusieron en camino. La noche era
clara, porque lucía una hermosa luna, y los dos muchachos iban cantando alegremente,
gastándose bromas y dándose empujones.
—Esperemos tener suerte esta noche con nuestras muchachas y que no nos echen ningún
jarro de agua fría —decía uno de ellos.
El otro no le contestó sino que, como si estuviera pensando algo, se quedaba rezagado. El
más alegre le preguntó por la causa de su silencio.
—Estoy pensando en que no hemos visto que hoy es día de témporas y no debemos
entregarnos a la alegría, sino volver a casa y rezar.
Mas su compañero se burló de él, diciéndole que por nada del mundo dejaría de rondar
aquella noche. Y sin hacer caso de los reproches del piadoso mozo, siguió solo.
Continuó cantando, cuando de pronto sintió como si alguien le siguiese. Volvió la vista
atrás y vio que un macho cabrío de negra piel y ojos brillantes iba caminando tras él. Se
sobresaltó un poco y quiso espantarlo, pero nada consiguió. Aceleró entonces el paso y el
macho cabrío también. Llegó al pueblo, siempre seguido por el animal. Al fin echó a correr,
sin poder huir de su perseguidor. El macho cabrío le hizo dar vueltas y más vueltas por el
pueblo. El desdichado gritaba: «¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas!» Sin embargo, las
puertas continuaban cerradas. Se sentía desfallecer y al fin perdió el conocimiento.
Al día siguiente encontraron su cadáver en medio del bosque.

El pozo de los frailes

Hace mucho, muchísimo tiempo existía cerca de un camino que conduce de Mettersdorf a
Pintak, un grandioso convento con un jardín plantado de árboles y rodeado de un blanco
muro. Las edificaciones se extendían en un buen trecho y el conjunto ofrecía a los frailes
que allí tenían su retiro una morada grata y tranquila. Numerosos religiosos vivían en el
convento. Las bodegas, los graneros y los almacenes encerraban provisiones sin cuento,
pues de los alrededores los piadosos campesinos hacían continuas ofrendas. A su capilla
llegaban en romería devotos de los sitios más apartados, pues poseía una imagen de la
Virgen que hacía infinidad de milagros y curaciones maravillosas de enfermos y tullidos.
Corno nadie llegaba con las manos vacías, los monjes no tenían que pasar cuidado por su
subsistencia, y así podían emplear todo el tiempo en sus rezos, en su vida piadosa y en sus
meditaciones.
Pero no fue siempre igual. El espíritu de bondad, de humildad y de piadoso recogimiento
desapareció un día de entre los frailes: comenzaron a beber y olvidaron toda continencia en
la comida. E incluso abandonaron el cuidado de la imagen de la Santa Virgen por atender a
otras figuras humanas, a las bellas campesinas de los contornos. El convento, que en otros
tiempos fuera tan venerado y estimado, y que tanta devoción suscitara entre los cristianos
de todo el mundo, llegó a ser un abismo de perdición, un nido de pecados que horrorizaba a
las buenas gentes. Y el demonio vio que pronto iba a recoger, como un vendimiador
afanoso, un racimo ubérrimo de almas condenadas. Pero quiso esperar, y en vez de obrar
por sí mismo, dejó a sus servidores, los brujos, que le gavillasen las mieses perdidas. Así
premiaba a sus leales criados, los hechiceros, ya que para éstos cazar a un hombre para el
diablo es su mayor alegría y lo que les causa mayor placer.
En la vecindad del convento los brujos celebraban a menudo sus aquelarres. Llegaban
volando por el aire, se abatían y planeaban alrededor de su malvado señor las maneras de
molestar y de dañar a los monjes. Y así, pocos días después, una vaca, la mejor de todas,
dejaba de dar leche, y a la mañana siguiente la leche salía roja como la sangre. Si a los
monjes les llevaban un soberbio pescado, pronto empezaba a oler mal y tenían que tirarlo.
Los monjes sabían bien de dónde les venían estas desgracias, pero no podían hacer nada,
puesto que ya no tenían poder sobre los brujos. Y éstos hacían su agosto echando mano de
todos sus recursos para ir destruyendo la hacienda del convento.
Un día uno de los monjes se encontró en el bosque vecino con una hechicera y la interpeló,
gritándole:
—¡Vosotros, impíos, que cabalgáis sobre escobas, tened cuidado con el convento: os puede
ocurrir algo desagradable a vosotros y a vuestro dueño, Pie Torcido!
La bruja, haciendo una espantosa mueca, le contestó con estremecedora ironía:
—Verdaderamente son religiosos tan piadosos, tan tranquilos, tan puros como sois
vosotros, los que tienen un gran poder contra nosotros. Vosotros maldecís al diablo y, no
obstante, estáis sometidos a él: pero espero, cabeza calva, que tu grasa no adornará pronto
ya tu vientre, que devoraría el mundo. Pronto aprenderás a conocer nuestra fuerza.
Cuando la bruja terminó de lanzar sus insultos —y, por desgracia, en ellos había mucho de
verdad—, el religioso huyó perseguido por los gritos de la furiosa hechicera. Contó lo
sucedido a sus compañeros, pero ninguno hizo caso. Las amenazas de la bruja no tuvieron
influencia alguna en la vida de desenfreno que llevaba la comunidad. A los frailes les
importaban poco las brujas y los hombres; sólo deseaban ver satisfechos sus instintos.
Una noche habían celebrado una reunión que degeneró en orgía. Fatigados y beodos
querían, con grandes trabajos, dirigirse a sus lechos, cuando de súbito se oyó ante las
ventanas una música terrible, un verdadero estruendo infernal, como si todos los
instrumentos y todas las voces, todos los gritos de los animales y de los hombres se oyesen
a la vez. Era la serenata ofrecida por las brujas a los frailes. La que las dirigía tocaba un
arpa, y cada vez que tañía una cuerda producía un sonido tan horrible, que apenas se podía
soportar; era como si los agonizantes hubiesen fundido sus últimos gritos de terror en uno
solo, prolongado, profundo, discordante. Otra bruja tenía una guitarra y se retorcía,
tocándola en medio de grandes carcajadas, que dejaban ver su boca sin dientes. Otra
golpeaba unos cascados timbales. Se mezclaban aullidos de gato, ladridos desgarrantes,
mugidos de vacas picadas por culebras, gritos de niños enloquecidos, de mujeres que iban a
dar a luz.
Parecía que todas las puertas del averno se iban abriendo y que ese infernal concierto eran
sus chirridos.
Los monjes, embriagados de placer y de vino, sintieron que el terror los dominaba; sus
cuerpos se estremecían por un viento helado y sus cabellos se erizaban. Una voz interior les
decía: «Estáis juzgados, estáis perdidos.»
Quisieron huir, pero uno tras otro fueron apresados por las brujas y transformados en
animales impuros. El prior se convirtió en un cerdo, otros en perros... Al fin cesó la música;
quedó todo tranquilo, y el monasterio, deshabitado. Poco a poco fueron cayendo sus
paredes hasta convertirse en ruinas.
De tiempo en tiempo acuden las brujas para celebrar allí sus aquelarres y se oye a veces
aquel horrible concierto. En las proximidades hay una charca tan profunda, que cuando
algún animal cae allí se ahoga irremisiblemente, y la gente dice: «Lo que tiene vida debe
perecer ahí.» Al lado hay un pozo que aún se llama «el pozo de los frailes».

La doncella blanca

Hace varios cientos de años vivía en el monte de Bueren uno de aquellos caballeros que
desde sus castillos se lanzaban contra los pobres caminantes, sorprendiéndolos y
robándolos y aun dándoles muerte. La mujer de este caballero había muerto y le había
dejado una niña encantadora. Cierto día, al volver el castellano de una correría de pillaje, se
sintió gravemente enfermo y mandó llamar a un monje. En su agonía se acordó de todos los
pecados que había cometido y preguntó al monje cómo podría salvar su alma del fuego
eterno. En la cámara del castellano, en donde éste agonizaba, estaban solos el moribundo y
el monje que, a pesar de la terrible fama que tenía aquél en los contornos, no había vacilado
en venir a prestarle los auxilios espirituales.
—Muchos pecados he cometido —gemía el caballero ladrón—; a muchos caminantes he
robado su escaso dinero, y a otros que no tenían nada les he atravesado con mi jabalina para
que no me descubrieran. ¡Cuántas madres han llorado por mi causa la muerte de sus hijos!
¡Cuántos huérfanos he hecho! Mi castillo, heredado de mis padres, emplazado en lo alto de
una roca a la cual apenas si se atreven a remontar las águilas más audaces, lo he convertido
en nido de cuervos, de donde salimos mis hombres y yo para extender la desolación, la
muerte y la ruina. Decidme si puedo aún hacer penitencia para que tan graves pecados me
sean perdonados.
El monje, sentado en un escabel, con la capucha echada sobre su rostro arrugado y con las
manos enlazando un tosco rosario, le oía. Cuando el caballero calló, dijo:
—Sí, muchas faltas habéis cometido, pero Dios es misericordioso. Vuestras riquezas han
sido mal adquiridas, teñidas están con la sangre de muchos inocentes. Cargad un asno con
vuestros tesoros y espantadlo, cuesta abajo, por la ladera del monte hacia la ciénaga. Y allí
en donde se quede hundido habréis de mandar construir un convento. En ese convento
habrá de profesar vuestra hija. Entonces vuestra alma será salva del fuego eterno.
El caballero mandó llamar a su hija. La muchacha vino llorosa y transida de dolor.
—Hija mía —dijo el arrepentido criminal—, carga un asno con mis tesoros, espántalo por
la cuesta, hacia la ciénaga, y allí donde se hunda manda construir un convento, y después
toma el velo en él.
Apenas dijo estas palabras, murió. El monje intentó consolar a la muchacha:
—Ya nada podéis hacer por vuestro padre. Su cuerpo, al que sirvió con tanto afán, será
pasto de los gusanos. Pero su alma se condenará si no cumples lo que te ha dicho. Hazlo, y
tu padre obtendrá del Omnipotente el perdón de sus pecados.
La hija se dispuso a cumplir la orden del padre. Bajó a las caballerizas y ordenó que
preparasen un jumento con un par de albardas. Después cogió la llave del arca del tesoro y
lo cargó todo en las albardas. Mandó abrir las puertas del castillo y ante el asombro de los
soldados, iba a espantar al burro. Pero mientras tanto pensó: «Si yo guardase para mí una
parte de los tesoros, el día que me canse del convento podré salir de él y llevar una vida
regalada. ¿Y quién ha de notarlo?» Y apenas pensó esto, descargó un tercio del tesoro y
dejó los otros dos tercios. Espantó al asno, y éste bajó dando tumbos por la ladera de la alta,
roca, metióse por la ciénaga y cayó al fin en un sitio en donde ahora está la Münsterkirche
(capilla del monasterio). La otra tercera parte la muchacha la enterró en un lugar oculto.
Donde el asno se había quedado medio hundido dio orden de que se elevara un convento.
Vinieron albañiles y alarifes, y después de bastantes esfuerzos, erigieron el convento, que
quedó terminado un año después.
La joven entró en el monasterio y tomó el velo. Pero cuatro semanas más tarde sintiose
enferma. Al ver que se acercaba su fin, mandó llamar al mismo monje que había confesado
a su padre. Llegó el monje, y la muchacha le dijo:
— No cumplí la orden de mi padre, sino que cargué al burro sólo dos tercios del tesoro. La
otra tercera parte la he enterrado en...
Mas no pudo acabar la frase, pues en aquel momento expiró. El monje regresó
apesadumbrado, ya que no pudo hacer nada por elevar el alma de la joven.
Desde su muerte, ésta fue condenada a vagar como una figura con blanca túnica y que lleva
en su mano unas llaves. Vaga por los alrededores del monasterio para cuidar del tesoro
hasta el día en que llegue un joven que sea inocente, que no haya tenido jamás un mal
pensamiento ni tampoco obrado con mala fe. Solamente a éste la doncella blanca le
enseñará el sitio en donde está guardado el tesoro y su alma hallará el descanso tan sólo
cuando ese joven ejemplar haya desenterrado el tesoro y mandado reconstruir la capilla del
convento que hoy está en ruinas.

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