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Eduardo Langagne
“El que bebió esa noche”,“mientras duermes”,
“hormigas”,“La lluvia”,“Definiciones”,
“Descubrimiento”,“Piedras” y “Seguridades”..................... 33
Juan Villoro
Yambalalón y sus siete perros........................................... 43
Enrique Serna
La última visita.................................................................. 55
Silvia Molina
Como agua de lluvia......................................................... 71
David Huerta
“Por un instante”,“Por la ventana”,“Otoñal”,
“Cristales”,“Elementos”,“Hablar” y “Distancia”................. 93
La banca
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la banca
La cama de piedra
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Eduardo Langagne
entonces fue
que el que bebió esa noche
recordó algunos versos
que también hacían polvo
o más bien se hacían polvo
como si la muerte
hubiera
besado todas las canciones
no seguir por favor
un momento
¿no era que el que bebió esa noche
encontró una mujer?
entonces no hablar de muerte
si la mujer la sustituye
es decir la complementa
el que bebió esa noche
encontró una mujer
y descubrió que la muerte
se reunía en ella
y que todas las muertes
en ella se reunían
por lo tanto
ella era dulce
y la vida se juntaba en ella
y el que bebió esa noche
esperó el amanecer
bebiendo de ella
amando a ella
cantando en ella
juro que cantaba
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Eduardo Langagne
Mientras duerme
Mi hijo ignora que yo intento escribir
mientras él duerme.
Miro escurrir por la pared
negras palabras de tremendas patas
que en el rostro de mi hijo
producen sombras espantosas.
Otras me acosan con sus fauces oscuras.
Innumerables acentos me golpean
y mi cuerpo suena seco:
terriblemente seco.
Mi hijo duerme sin saber
que las palabras llegan al papel,
dejan su sombra y se van.
Poco después las miro trepar por la pared
y permanezco despierto
para evitar que le caigan encima
y le destrocen el sueño.
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hormigas
Hormigas
EN LARGA caravana
circunspecta y exacta
se llevan mi cadáver
igual que una hoja seca
tal vez porque conocen
el final de la historia
La lluvia
El silencio hace pausas
y la lluvia se escucha.
Nosotros respiramos más aprisa.
Nos miramos de frente,
humedecidos.
La lluvia continúa.
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Eduardo Langagne
Definiciones
Ella está hecha a semejanza de las cosas que
amo.
Se parece a la noche,
o mejor: a una noche sin ausencias.
Ella es exacta.
Cuando la noche escurre, su cuerpo se
humedece.
Me permite trepar por mis temblores
y agitar su nombre desde la oscuridad.
Ella es irrepetible.
Nació en las piedras donde empieza mi
desorden.
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descubrimientos
Descubrimientos
Colón no descubrió a esta mujer
ni se parecen sus ojos a las carabelas
jamás hizo vespucio un mapa de su pelo
nunca un vigía gritó tierra a la vista
—aunque vuelan gaviotas
en las proximidades
de su cuerpo
y en su continente se amanece cada día—
a esta mujer no la descubrió colón
sin embargo estaba en el oeste
era un lugar desconocido
y para encontrarla
hubo que andar mucho tiempo
con una soledad azul en la cabeza
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Eduardo Langagne
Piedras
no tenemos la casa todavía,
tenemos piedras; algunas.
trozos de pan, algo de vino tenemos
pero la casa no;
sin embargo tenemos oscuridad,
porque luz no tenemos todavía;
tenemos algunas lágrimas y besos,
otras cosas igualmente ridículas tenemos,
pero la casa no. quizá
paredes que se levantan muy despacio,
mas no tenemos casa todavía
donde encontrar el frío, la soledad,
la lluvia,
pero arriba
un cielo como sábana tenemos
y abajo un infierno delicioso
por donde deambulamos
recogiendo piedras.
“hoy no me llevas, muerte, calavera,
no me voy, no quiero ir.
hoy no voy ni entrego mi barco de papel,
mi brazo, mi guitarra, hoy no,
hoy solamente tiro piedras,
poemas,
muchas piedras contra tu rostro
–no niego, dulce rostro–
tiro piedras,
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piedras
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Eduardo Langagne
Seguridades
Hoy amo a una mujer que no está cerca
que no está lejos siquiera
que no está
y dondequiera que exista si es que existe
será inútil pensar que me conoce
que ha escuchado mi desorden o mi grito
no queda mucho más:
inventar que en la casa alguien espera
y pensar que el amor seguramente existe
si uno ha sentido un odio inexplicable
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Juan Villoro
Yambalalón
y sus siete perros
A Pablo
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Enrique Serna
La última visita
A Carlos Olmos
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Silvia Molina
A Tihui Gutiérrez
—¡Me vas a tirar! ¡No des lata, hazte para allá! —tuvo
que decirle varias veces en voz baja para que Alberto
no se diera cuenta de que estaba en el patio.
No quería llamar la atención ni despertar a los niños:
mientras menos sobresaltos tuvieran, mientras menos
escenas incomprensibles, mientras más tiempo pudiera
esconderles el fracaso, mejor. Pero el Toro insistió hasta
distraerla: lo echó al suelo y le exigió todas las monerías
que le habían enseñado sus hijos, una por una. De pron-
to no le importaron los ladridos de gusto ni que pusiera
las patas llenas de lodo sobre el vestido de lana.
Lo acarició.
—¡Qué inteligente y qué noble eres, Torito! —re-
petía pasando la mano sobre el lomo del animal, sin
poder quitarse la opresión del pecho.
Fue un cóquer gracioso desde cachorro. “Parece
toro”, dijo Tere cuando lo vio salir corriendo de la pe-
rrera. Eran otros tiempos: Isabel y Alberto sonrieron
y le dejaron ese nombre.
La luna estaba alta; brillaba redonda sobre la sierra.
Isabel pudo ver también las estrellas y suspiró. Era una
noche hermosa, una fría noche de enero en la cual el
resplandor de la luna iluminaba especialmente las rosas
del patio. Le llamó la atención el tamaño, creyó que se ha
bían puesto inmensas. Todo lo veía grande esa noche.
De repente se preguntó si se daría cuenta Alberto de
lo que ella sabía. Si se daría cuenta Alberto de lo que
ella ocultaba. Le estaba costando trabajo disimular. No
le era fácil reprimir más los sentimientos: una mezcla
de odio y rencor.
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como agua de lluvia
II
III
IV
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David Huerta
Por un instante
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esquina violeta
Esquina violeta
Doblé la esquina y una tela violácea
me cubrió los ojos
con un pañuelo de sinestesia.
Una pared inflamada y una jacaranda
envolvieron los vértices de la tarde.
Avancé con paso titubeante,
enceguecido: toqué la pared
y me cubrí la cara
de la lluvia del árbol. El frío
vibró en las orillas de la primavera.
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D av i d H u e r ta
Por la ventana
Por la ventana, veo líneas de polvo
y el caedizo rumor material de las cinco de la tarde:
hombres y mujeres atraviesan
una niebla letárgica, se entrecruzan
con monstruos pero no los ven,
lloran sin saberlo al bajar hacia los túneles
del Metro y se hieren
por cualquier cosa. Por la ventana
entran en nuestro cuarto rombos de plata
que asumen, con un centelleo, catadura de fantasmas.
Por la ventana se derrama sobre tu rostro amado
el verdor del jardín, el estallido silencioso
de las jacarandas y los colorines. Por la ventana
como por el libro de diamante —que es otra ventana—
entiendo la expresión Deus sive natura, me inclino
hacia el mundo y recojo gestos de dolor y de exaltación
y ademanes de náufrago, espasmos, finitudes,
largas locuras, pedazos del amor desconcertado,
fulgores de mutilación y bruscos gritos del silencio.
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otoñal
Otoñal
Uno a uno signos se traban, se deslizan
entre colores apagados, el otoño
adquiere la forma de una girante procesión,
las hojas caedizas parecen “manos de bruja”,
según dice Pablo, la ciudad se detiene y avanza
hasta que la lluvia se apodera de todo
y, empapados, bajamos a los andenes
del tren subterráneo. Los signos cambian aquí,
los colores se encienden en los carteles
publicitarios, el otoño bajo tierra
es una lentitud insondable. Las hojas amarillas,
pardas, ocres y del color del oro
siguen siendo “manos de bruja”. Y el otoño
nos rodea con sus extraños bálsamos
y su heroica melancolía, rumbo a noviembre.
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D av i d H u e r ta
Cristales
Limpiamente,
el tajo del perfume
corta la tarde en dos: olor de toronjil
en el cuello blanco de la muchacha
y humo del cigarrillo de él,
los dos desnudos,
sábanas frescas, vasos de agua
—y el paso del tiempo entre los cuerpos.
No hay nada más. No hablan.
Tonos de azul oscuro bordean
el aciago cristal de la tarde. Otro cristal
los rodea: este silencio.
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elementos
Elementos
Que me dibuje en agua olvidadiza
el esplendor del fuego: tu presencia.
98
D av i d H u e r ta
Hablar
Cada palabra se inclina
entre los basureros estrépitos
y culmina en la desengañada curva
de los silencios numerosos. Cada callar
lanza hacia el círculo de los oídos
sus discursos virtuales.
Hablar o no hablar. El rostro
recoge los ademanes del otro y multiplica
la fuerza de las bocas, la tibieza protectora
del deseo que nace.
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distancia
Distancia
En medio del bosque se enciende
un recuerdo: el rostro amado.
Lejanía, certeza del mundo,
deseos dispersos, apetito
de ser: un haz, desplazado
continuamente, de frágiles devenires.
El bosque se cierra sobre la cabeza.
Sensación de árida desnudez
y frío. Tenue regreso
de la conciencia: aquí, ahora,
uno está lejos, este bosque
es nada más un testimonio
de la distancia descomunal
que separa de los rasgos amados.
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David Huerta
Nació en la Ciudad de México, el 8 de octubre de 1949. Es
traductor, poeta y ensayista. Estudió filosofía, letras inglesas y
españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fue redactor y editor de la Enciclopedia de México; y dirigió
la colección de libros Biblioteca del Estudiante Universitario.
Ha colaborado en Camp de L’Arpa (Barcelona), Proceso,
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Diorama de la
Cultura, El Universal, Novedades (suplemento cultural), El
Día, Nexos y La Talacha (director).
Recibió el Premio Diana Moreno Toscano, en 1971; el Pre-
mio Nacional de Poesía Carlos Pellicer, para obra publicada,
en 1990, por Historia; y el Xavier Villaurrutia en 2005 por su
obra Versión.
Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, de 1971 a
1972; de la Fundación Guggenheim, de 1978 a 1979; del Fondo
Nacional para la Cultura y las Artes, de 1989 a 1990; ingresó al
Sistema Nacional de Creadores Artísticos en 1993.
En poesía ha publicado: El jardín de la luz, Cuaderno de
noviembre, Huellas del civilizado, Versión, El espejo del cuer-
po, Historia e Incurable.
Las intimidades colectivas, El relato romántico y La utopía
de Miguel Castro Leñero (en colaboración con Jaime Vázquez)
son parte de su obra de ensayo.
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Marco Antonio Campos
No pasará el invierno
A Saúl Juárez
111
No pasará el invierno
tenía nada que ver con él. Miró, aterrado, dos coches
blancos. Comenzó a temblar, a sentir un frío seco,
una angustia feroz. Pensó que había sido una idiotez,
que no, que no debió haber publicado de nuevo las
entrevistas y los artículos sobre torturas. Pero no pudo
ni supo negarse. Un día entero dos torturados “¿no
se dieron cuenta de que yo estaba igual o peor?”— lo
acosaron suplicándole de que él era el único capaz de
hacerlo, que nadie quería tocar el punto (reporteros,
columnistas), que, “mire, señor Elizondo, si usted no
lo hace, van a seguir las torturas sistemáticamente:
han golpeado, castrado, violado, matado. Está medio
mundo metido en el ajo. Hágalo, no por la izquierda ni
por nosotros, sino como mínima muestra de libertad
y honestidad”.
No pudo negarse. Sabía que de no hacerlo se senti-
ría peor, con la conciencia persiguiéndole atrozmente.
Su mejor adversario, el más digno de respeto desde
siempre, había sido él mismo. “No creo haber hecho
más mal a los otros del que me he hecho yo mismo.”
En la glorieta de la iglesia vio de nuevo por el es-
pejo retrovisor y eran tres los coches blancos. Metió
con rapidez el auto al edificio, y rápido, casi con de-
sesperación, subió las escaleras hasta su departamen-
to. Echó doble llave. Temblando, quedó largos segun-
dos de pie junto a la puerta. Trataba de oír algo: pasos,
ruidos, timbre. . . Sólo oía los golpes de la sangre en
el cerebro y la rapidez del corazón. Sentía el estómago
revuelto y ganas de vomitar, pese a no haber comido
nada. “Bilis.” En el último filo de la nerviosidad, sin-
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Marco Antonio Campos
1979
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Ignacio Solares
La ciudad
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Enrique González Rojo
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oda a la goma de borrar
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Enrique González Rojo
Confidencias de un árbol
Cansado de que el viento me sacudiera con iracundia
de que se enseñoreara sobre mí
decidí una madrugada
soltar deliberadamente una de mis hojas.
Llevé todas mis energías
mi coraje
mi savia
hacia el ramaje.
Y me deshice de una hoja verde y puntiaguda.
En realidad acabé por sacudírmela
después de un gran esfuerzo.
Nadie fue testigo de la proeza.
El viento atravesaba entre mis ramas en ese mismo instante
y como desprendió varias de mis hojas
nadie podría haber imaginado
en el caso de haberlo visto
que una de ellas
entre las doce que perdí ese día
encarnaba
muy verde aún
la forma primera de mi libre arbitrio.
Decidí descansar, reponer mi fuerza
tener frías, muy frías las sienes
meditar mi hazaña:
me sentí frente a los otros árboles
como el ángel que aletea orgullosamente
su diferencia con los hombres.
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confidencias de un árbol
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Enrique González Rojo
Me concentraba.
Pensaba en las nubes
y conquistaba uno o dos centímetros.
En la noche cuando no había ningún curioso
creaba frutos
los destruía
me los pasaba de una rama a otra.
Y hasta descubrí la manera
de hincarles el diente.
Llegó el momento
en que todo o casi todo
era producto de mi libertad
de mi opción
o de mi juego.
Soy un árbol que ha creado
su tronco
su ramaje
sus nidos
sus aves
sus gorjeos
y su sombra.
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confidencias de un árbol
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Enrique González Rojo
La Torre de Babel
Albañil con delirio de grandezas.
Constructor incansable de la torre
de no acabar. Impulso que reúne
su mezcla de alma y cuerpo en cada adobe.
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la torre de babel
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Para Leer de Boleto en el Metro 7,
se terminó de imprimir
en mayo de 2007,
en Corporación Mexicana
de Impresión, S.A de C.V.