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Gobierno del Distrito Federal

Marcelo Ebrard Casaubon


Jefe de Gobierno del Distrito Federal

Elena Cepeda De León


Secretaria de Cultura

Verónica Martínez García


Coordinadora de Vinculación Cultural

Para leer de boleto en el metro, 7


Por la colección: ISBN 968-5903-01-8
Por el presente volumen: ISBN 970-9905-10-4
Ilustración de portada: Javier Curiel Sánchez
Color de ilustración: Didier Cortés Vilchis
Cuidado de la edición: Paloma Saiz Tejero

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS


Ninguna parte de esta publicación, incluido
el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
almacenada o transmitida en manera alguna ni
por ningún medio ya sea eléctrico, químico, mecánico,
óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso
previo de los editores.

Impreso en México, D. F., mayo 2007


Presentación
LEER PUEDE SER...

Si te dicen que leer puede ser malo, que te embotará


las ideas, que no es necesario, que sólo es aburrición,
que no gastes tu tiempo en eso, no les creas.
Leer es divertido, subyugante, alivianado, estratos-
férico, subversivo, genial...
Leer causa placer, aventuras, adicción, sueños, desva-
ríos, viajes todo pagado y hasta emociones fuertes.
Lo único que te puede ocurrir leyendo es que conoz-
cas más de otras partes y otra gente. Y es que los libros
son los mejores para explicar la locura y la lucidez,
son los mejores compañeros en la soledad; gracias a
ellos viajamos a lugares en donde nunca hemos esta-
do y nos comparten las palabras y sentimientos de
hombres y mujeres que vivieron mucho antes de que
naciéramos nosotros.
Los libros nos permiten entender la raíz que consti-
tuye nuestro presente y agrandan nuestra conciencia
más allá del espacio y el tiempo. Gracias a los libros
aprendemos a creer en lo imposible, a desconfiar de
lo evidente, pero sobre todo a venerar las palabras.
El que tienes en tus manos es justamente un libro
y está lleno de historias. Algunas más pequeñas que
otras, todas diferentes. Sus autores las escribieron
esperando que tú las leyeras y las disfrutaras. Todo lo
que necesitas es separar las páginas, elegir una histo-
ria y hacer lo que millones y millones y millones de
personas han comprobado a lo largo de la historia:
leer produce placer.
Índice
Elena Poniatowska
La banca.............................................................................. 9

David Martín del Campo


La cama de piedra............................................................. 25

Eduardo Langagne
“El que bebió esa noche”,“mientras duermes”,
“hormigas”,“La lluvia”,“Definiciones”,
“Descubrimiento”,“Piedras” y “Seguridades”..................... 33

Juan Villoro
Yambalalón y sus siete perros........................................... 43

Enrique Serna
La última visita.................................................................. 55

Silvia Molina
Como agua de lluvia......................................................... 71

David Huerta
“Por un instante”,“Por la ventana”,“Otoñal”,
“Cristales”,“Elementos”,“Hablar” y “Distancia”................. 93

Marco Antonio Campos


No pasará el invierno...................................................... 103
Ignacio Solares
La ciudad......................................................................119

Enrique González Rojo


“Oda a la goma de borrar”,“Confidencias
de un árbol”,“La torre de Babel”...................................129
Elena Poniatowska

La banca

En las tardes, Rufina y yo vamos al camellón enjardi-


nado y nos sentamos en la banca. Al rato, junto a ella
se desliza un hombre. Rufina y el hombre se dan unos
besos que truenan como una llanta al reventarse. Lo
digo porque pasan muchos coches en el Paseo de la
Reforma, y el martes, a uno se le ponchó la llanta. En-
tonces, el chofer lo estacionó en el borde de la acera
y se enorgulleció: “No perdí el control”.
—No me hagas perder el control— se queja Rufina
en voz baja. El hombre la aprieta.
—¿Quieres ir a jugar por “ai”?— me dice Rufina con
palabras dulcísimas, mansas.
Desciendo de la banca humillada. Rufina debe intuir
cuánto me gustan los besos tronados. Ningún ahue-
huete por alto, ninguna corteza que se deje arrancar,
ningún pastito navaja ejerce el poder de dos que se
abrazan.
Por hacer algo miro las estatuas de bronce en el
Paseo de la Reforma, héroes dice mi tío Artemio, que

la banca

fueron asesinos. Los miro con desconfianza. Mucho


más alto que ellos están los sabinos; enormes, sus
ramas se extienden, forman una bóveda protectora.
Hacia ellos sí se puede aspirar.
A mis ojitos, la única dirección que los jala es la de
la banca.
Desde un macizo de truenos, veo de pronto que una
bola de gente la rodea, gente que salió de la nada en
el Paseo de la Reforma, gente que sigue llegando de
las calles vecinas y se amontona.
Oigo a una mujer que grita:
—Bájenle el vestido.
Tengo miedo. No sé si correr como de rayo a la casa
a meterme bajo la cama para esconder mi vergüenza o
ir a ver qué es lo que ha sucedido. De nuevo, la misma
voz aguda:
—Que le bajen el vestido.
¡Qué cobarde soy! Yo quiero a Rufina, quiero a su
vestido, el de florecitas, el de mascota, el de percal,
el de cocolitos, el vestido madrugador, el de agua y
jabón al sol en la azotea.
Entre el cerco de piernas de los mirones me abro
paso, qué bueno que soy pequeña y puedo colarme.
Allí junto a la banca, en medio del círculo, tirada en
la tierra, Rufina. Sola. Ya no hay hombre. En torno
a ella se cierra el círculo, la plaza, el toreo, unos en
barrera de primera fila, otros en los tendidos, todos a
la expectativa. Rufina se convulsiona. Una estocada,
otra, ahora unas banderillas, el vestido más arriba, las
piernas abiertas, el calzón a la vista de todos, qué feo
10
Elena Poniatowska

color el salmón, qué color tan horrible para chones,


¿por qué los harán de ese color? Mamá dice que deben
ser blancos como las calcetas. Rufina trae las medias
atornilladas con una liga arriba de la rodilla.
—Pues ¿qué no le van a bajar el vestido? —pregunta
la voz. Imperiosa.
—Ésta es una enfermedad que manda el diablo —dice
un hombre.
Una señora se persigna.
Me acerco:
—Esta chiquilla la conoce.
—Métanle un pañuelo en la boca.
¿Meterme un pañuelo en la boca? No, a mí no, a
Rufina.
—Mírenla, se está mordiendo, se va a trozar la len-
gua.
—Pregúntele a la niña dónde viven.
Estoy a punto de decir calle Berlín número seis,
cuando la señora que lleva el mando pega un grito:
—Ya se mordió, le está saliendo sangre.
Hasta ese momento me atrevo a ver a Rufina. Su
trenza deshecha, un hilo de sangre escapa de entre
sus labios. “Sí, ya se mordió”, alcanzo a pensar y lucho
contra las lágrimas.
Rufina es una muñeca de trapo, un guiñapo, los bra-
zos enlodados, la mueca de su boca, su pecho que sube
y baja como un pájaro, se azota, algo quiere salírsele
de la jaula, su pecho ahora es un fuelle y desde aden-
tro surgen los ventarrones, casi puedo verlos, pobre,
cómo le ha de doler, el ajetreo de su respiración hiere,
11
la banca

así como lastiman sus manos, títeres con hilos rotos,


sus piernas dislocadas. La veo en su momento más
desafortunado, nunca sabrá que la he visto así.
De golpe y porrazo, la señora que llevó la voz de
mando dice que se tiene que ir, que ya se va, que de
su casa llamará a la Cruz Roja, que la de la epilepsia
va a volver en sí, que ya pasó todo, y poco a poco, así
como el Paseo de la Reforma se cubrió de curiosos
imantados por los desfiguros de Rufina, así se va va-
ciando. Terminó el espectáculo. Las señoras recogen
sus bolsas del mandado, jalan a los niños renuentes,
los hombres también vuelven a su quehacer, unos
van a la parada del camión, otros regresan al lugar de
donde vinieron: su miscelánea, su puesto de refrescos,
su oficio de barrendero, de paletero, de vendedor de
boletos de lotería. Yo también voy hacia el árbol y lo
abrazo. No aguanto ver a Rufina y, comiéndome las
uñas, espero a que se levante. La corteza del sabino
me acuchilla los brazos, las axilas, el pecho, lastima
pero yo también quiero que a mí me lastime algo. Por
un segundo tengo una aguda sensación de vacío, pero
es sólo un relámpago que acallan los cláxones. Vuelvo
los ojos hacia la banca. Desde aquí puedo ver a Rufina
sentada abrochando su suéter de cocolitos.
La calienta el sol del atardecer, creo, espero que le
esté entrando el solecito en la boca para secar su saliva
pastosa, para cicatrizar la herida, absorber la sangre,
calmar ese estertor, esa ronquera que venía de muy
dentro. Espero que el sol le queme las piernas para
que se dé cuenta y se baje el vestido.
12
Elena Poniatowska

—Ésa es una enfermedad que manda el diablo.


Lloro quedito, a que no me vea, a que no me oiga.
No puedo impedirlo. Tengo miedo. Le tengo miedo
al diablo. Pasan muchos autobuses. Suben, bajan. La
gente tiene obligaciones, me ha dicho Rufina, muchas
obligaciones. Los altos rojos se prenden un sinfín de
veces. Los autobuses arrancan, se van. Oigo los arran-
cones, los enfrenones. Ya no me queda ni una sola uña
que comer, las he dejado en la pura raicita. El cielo se
ha ensombrecido y tengo frío.
Allá en dirección de Rufina algo se mueve. La veo
alisarse el vestido, atornillarse las medias. No me acer-
co. Luego se limpia la boca con el brazo ensueterado;
seguro enderezó la mueca de su boca. Se levanta tra-
bajosamente. Sacude su vestido, medio teje su trenza
y hace girar su adolorida cabeza, piñata rota; busca
en mi dirección. No me ha olvidado. ¿O no es a mí a
quien busca?
Camino hacia ella. No me mira. Sólo dice:
—Vámonos, niña.
Mientras caminamos rumbo a casa, no levanto la
vista. Ella sigue lidiando con su vestido, echándose
las trenzas para atrás; a mí me gusta cuando las trae
para adelante. En la calle Milán se inclina hacia mí y
huelo su aliento a maíz acedo:
—No vayas a decirle nada a tu mamá, niña Fer-
nanda.
—No, Rufina.

13
la banca

Nos embriagamos el uno con el otro, los dos solos,


tú conmigo, yo contigo. Viertes vino entre mis pe-
chos, en mi vientre y lo sorbes, luego lo derramas
en mi lengua con tu boca. Tenemos todo el tiempo
del mundo, el tiempo de nuestro amor. Lo único que
pesa entre nosotros es esta cama grave, lenta, de ma-
dera bruñida, inamovible sobre el piso. La escoba, si
es que aquí barren, tiene que pasar alrededor de las
patas elefantiásicas. Es la cama la que nos fija en la
tierra. Si no, atravesaríamos el espacio. Pero el amor
se hace en una cama, ¿no? Llevamos horas y horas
de besos, de lágrimas y besos otra vez, nuestro amor
es un tesoro escondido, lo cavamos, lo buceamos, lo
hacemos esperar, primero nos besamos tanto que ya
no sabemos hacer otra cosa sino eso: besarnos. Siem-
pre hay algo nuevo en nuestros labios, en mi paladar,
en tu saliva, en tu lengua bajo la mía, en tu lengua
sobre la mía hurgando entre mis encías. Mi frente
está afiebrada y la recorres con tu lengua. Pones tus
dedos sobre mis ojos y presionas. Veo estrellas. Luego
los besas. Cerramos los ojos. No quiero olvidar nunca
esa habitación que vamos a dejar. “¡Qué joven eres”,
me dices, “nada en ti se ha endurecido!”, e inmedia-
tamente me rebelo, con quién me estás comparando,
quiénes han sido las otras, por qué en este momento
sólo nuestro, piensas en lo duro ajeno. “¡Qué maravi-
lla tu piel, cuánta dulzura, eres un animalito tierno!”,
repites. Busco tus caricias como lo haría un cachorro,
me meto bajo tus manos, hurgo trabándome entre tus
piernas, si estuvieras de pie, tropezarías, quizá te haría
14
Elena Poniatowska

caer, qué risa, escondo mi risa acunándome entre tus


brazos. Soy portátil, me redondeo como los gatos, tu
cuerpo es mi sitio, abrázame; a lo largo de tu cuerpo
quepo muchas veces, cinco quizá o siete. Es bueno
ser pequeña, ¿verdad? Entrelazamos nuestros dedos.
Me cuelgo de ti. “En ti todo lo voy a descubrir —me
dices—, eres una mujer por descubrir.” A mí me da
temor, soy tu mujer de siempre, la diurna y la noctur-
na, soy tu mujer cotidiana, la del pan y los higos, el
círculo que ambos recorremos. Soy lo que ya conoces.
¿Qué quieres descubrir?

Jorge y Fernanda son una pareja a todo dar dicen los


amigos. Se completan. Tienen los mismos gustos.
Ascienden juntos. A ratos, juntos también, parecen
sonámbulos. Ella se aprieta contra él, él le pone la
mano sobre un pecho y la besa estrujándoselo ante
todos. A veces, son desvergonzados. Cuando invitan
a cenar y a oír discos, con las mismas manos con las
que la atenaza, él prepara la cena, salvo la ensalada,
claro, porque ella las hace ricas. Su casa es como ellos,
fervorosa, acogedora. Los invitados se sientan en el
suelo y abren libros de arte bizantino, de cerámica de
Acatlán, de Celeste, la que cuidó a Proust. Un buen
fuego arde en la chimenea. “Quisimos chimenea por-
que el mejor amor se hace frente a las llamas. Mi mujer
es una brasa.” A la hora de la cena, no es inusual que
Jorge, amo y señor, cruce con todo su cuerpo la mesa:
“bésame”, exige y el tiempo parece suspenderse mien-
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la banca

tras todos dejan de comer y observan; vasos, mantel,


filetes, ensaladera, cesta de pan. Les sale uno como
vaho parecido al que sale de la boca de los hornos.
“Ésta es la casa que arde” —dice la más ingenua de las
invitadas—, “y cuando regresamos a la nuestra, Jaime
siempre me hace el amor. Por eso me gusta venir.”
A pesar de la chimenea, lo más notable de su casa es
el ahuehuete; ninguna en la ciudad de México tiene un
ahuehuete, ésos están en el Bosque de Chapultepec;
Jorge y Fernanda consiguieron una casa con ahuehuete
en la colonia del Valle.
Fernanda fue la que la encontró; hubiera sido horri-
ble sin el ahuehuete. Él se opuso: está fea, húmeda. Ya
verás cómo la dejo, mi amor, ya verás, no podrás vivir
en ningún otro sitio. Y la cubrió con una bugambilia,
un plúmbago, un huele de noche, y cuando flore-
cieron, las flores entrelazadas le taparon lo feo. Sólo
quedaron las ventanas como dos ojos en un cuadro de
Giuseppe Arcimboldo con flores en vez de verduras.
Fernanda se acostumbró a hablarle al sabino, a abra-
zarlo aunque no alcanzara el perímetro de su tronco.
Recoger trozos de corteza a punto de abandonarlo
como las células muertas al cuerpo humano y sentarse
bajo él a leer y ver el cielo entre sus ramajes era un
ritual de casi todos los días. A lo mejor dos amantes
se abrazaron aquí antes que nosotros, a lo mejor una
niña vistió a su muñeca bajo esta sombra, a lo mejor
escondida por el follaje, una mujer limpió una noche
sus lágrimas recargada en el tronco, a lo mejor este
árbol es de La Noche Triste. Al cabo de un tiempo,
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Elena Poniatowska

le contagió a Jorge su amor por el ahuehuete de tal


modo que al salir o al llegar de la universidad lo salu-
daba: “Buenos días, árbol, ya me voy”. “Que duermas
bien árbol.” También a él le dio por abrazarlo; entre
Fernanda y él podían girar en torno a su tronco en la
ronda del amor, sus brazos extendidos lo acinturaban
y no grabaron el deleite del beso ni sus iniciales en la
corteza porque Fernanda dijo que era una crueldad.
Dentro de la casa de la colonia del Valle, Fernanda
acomodó poco a poco divanes, libreros, libros, discos
y alfombras de Temoaya, su único lujo además del apa-
rato de sonido. Al contacto con su amor, los objetos
fueron saltando de su prisión de piel y revistiéndose
de fragancias agridulces; vinieron a sentarse a la mesa,
a tirarse en los platos, a hacer que los tenedores y
las cucharas vibraran. “Esas servilletas son abanicos.
Óyeme Fernanda —volvió a decir la ingenua con un
pucherito—, tus cosas dan toques eléctricos.”
Entre los dos construyeron su felicidad caliente, cui-
daron de su amor rompe barreras. Fernanda fue la de
la escoba, el trapeador, el fregadero, la escobeta, pero
lo disfrutó casi tanto como poner manojos de alhelíes
y perritos en el florero o gigantescos agapandos y del-
finios según la época. Al cabo, la supremacía de Jorge
era más evidente aún que la de los delfinios. Señor
mío, amo y señor, rey del universo. Jorge producía
platillos suculentos para sus amigos del viernes o el
sábado en la noche. Sorprendía a los maridos: “Anoche
fue luna llena, ¿abrieron la ventana para que la luna
bañara entera a su mujer? ” Las esposas se extasiaban:
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la banca

“¡Qué suerte tienes, Fernanda, te sacaste la lotería


con ese marido!” Jorge era el amoroso, la carne de
su carne además de la carne sangrante y en su punto
en la mesa, nunca término medio, el chef, el cordon
bleu, ella su pinche, la que picaba, rebanaba, hervía.
Él daba el toque de magia, ella, entre tanto, corría a
abrir la puerta.

—¿No me reconoce, señito?


—La verdad, no.
—¿A poco no sabe quién soy?
Una mujer vencida miraba a Fernanda, el pelo entre-
cano, los hombros encorvados, la expresión amarga,
el vientre ajado, los senos caídos bajo el delantal. A
su lado, en cambio, una muchacha de trenzas lustro-
sas contrastaba con el abandono de la madre. Era un
venado.
—¿De veras, niña Fernanda, no me recuerdas?
La palabra “niña” sonó familiar aunque dolorosa.
—Perdóneme...
—Niña, soy Rufina...
Un bulto debatiéndose en el suelo, el vestido levan-
tado, asaltó la memoria de Fernanda. Era un recuerdo
que ella había sepultado por feo, por triste. La mujer
insistió:
—Rufina, la que te cuidó de niña.
¿Quién había cuidado a quién?
—Ando muy amolada, niña, por eso pensé en ti,
sólo tú que eres buena me aceptarías con mi criatura.
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Elena Poniatowska

No te pesaríamos. Yo te hago el quehacer, ella en las


tardes estudia corte y confección.
En un abrir y cerrar de ojos, ya estaban adentro.
Jorge dijo que bueno, que ni modo. Lo conmovió la
niña venado, la forma inquieta en que erguía su cabeza
sobre su cuello largo. “Tendrás más tiempo para hacer
lo tuyo”, dijo Jorge.
No fue así. Para guisar, Rufina utilizaba todos los tras-
tes que poseían. “Necesito otra sartén.” “Hace falta una
cazuela más honda.” Después de cada comida, platos
y cubiertos permanecían horas en el fregadero junto
a la batería de cocina, porque Rufina iba a reposar a
su cuarto. ¿Por qué escogía ese momento? Fernanda
nunca se atrevió a preguntárselo. La venadita escapaba
a la academia de corte y confección y alguna vez le
sorprendió que Jorge inquiriera: “¿Qué no ha llegado
Serafina?”, y se inquietara. “Es muy tarde para que
ande en la calle a estas horas.”
Todo lo que a Fernanda se le había hecho sencillo,
ahora se complicaba. Hacía falta otra escoba, se aca-
baba el Fab, la licuadora se descompuso. Aumentaron
el gas, la luz, el teléfono, el agua y el volumen de des-
perdicios en el bote de basura. Fernanda tropezaba
con Rufina a todas horas y en todo lugar. Sentía su
respiración en la nuca, en el oído. El humo acre de
su presencia penetraba hasta el menor intersticio. La
página del libro olía a Rufina. En la calle también, un
perro la amenazaba con sus ladridos y Fernanda pen-
saba de inmediato: “Rufina”. Cada día se le hacía más
pesado bajar a la cocina y decirle a su Frankenstein
19
la banca

casero que por favor no guardara el aceite usado en


un frasco grasiento. “Es para nosotros, niña”, respon-
día rencorosa levantando una barrera igual a la de sus
dientes parejos. Una tarde Fernanda se encontró a sí
misma caminando en círculos en la recámara repitién-
dose: “No es posible, no puede ser”, porque se sentía
sin fuerza para ir a la biblioteca con tal de no escu-
char el sordo redoble de tambor de la omnipresencia
de Rufina, avejentada y mecánica, desplazándose sin
sentido por los recovecos de la casa. “Voy a decirle
que se vaya.” Jorge la atajó. “¿Qué será de la niña? No
es para tanto, ya te acostumbrarás.”
Una noche Fernanda insistió en que la presencia de
Rufina había envilecido la casa. “Es más fuerte que yo,
Rufina se me ha insertado como un clavo envenenado
en la cabeza, en los brazos, en el corazón, en las ma-
nos. No la tolero. La veo y me paralizo del horror. Ya
no puedo comer. La vomito.” Para su sorpresa, Jorge no
se solidarizó ni la tomó en sus brazos: “Estoy contigo,
mi cielo, haz lo que tú quieras”, sino que dejó caer con
una nueva y cordial indiferencia: “Estás nerviosa, no
pensarías así si no estuvieras cansada”. “¿Cansada de
qué? Si tú mismo dices que Rufina ha venido a aliviar
el peso de mi tareas domésticas. De lo que estoy can-
sada es de ella, es ella de quien abomino.” La presencia
de Serafina era tan esquiva que sólo acentuaba sus
cualidades de venado.
Curiosamente también, Jorge le sugirió, cosa que le
pareció insólita: “¿Por qué no te vas unos días? A Cuau-
tla, o a Ixtapan de la Sal. Dicen que allí hay un spa fan-
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Elena Poniatowska

tástico del cual las mujeres salen regeneradas. Es caro


pero yo te lo disparo; es más te acompañaría pero no
puedo dejar la universidad en exámenes finales”.
En un verdadero estado de angustia, Fernanda salió
a Ixtapan. Le hizo bien alejarse, ver el campo desde el
autobús, respirar otro aire, meterse en el agua sulfu-
rosa, los baños de lodo, sentir las manos impersonales
de las masajistas que al finalizar rodeaban su cuerpo
con anchas toallas blancas: “¡Qué bien conservada
está señora, qué vientre tan liso!” ¿Conservada? Aún
no estaba en la edad de la conservación. ¿Conservada
como un durazno en almíbar? ¿Qué es lo que tenía
que conservar? A la hora de la comida sin grasa, los
grandes cristales del hotel daban al campo, y Fernanda
se preguntó: “¿Me estarán conservando estas paredes
de vidrio?” Y de pronto tuvo la certeza de que al que
había que conservar era a Jorge y ante esa súbita ilu-
minación regresó antes de lo previsto. “Me sentí tan
mejorada que aquí estoy”, diría al entrar y se amarían
toda la noche.

Abrí la puerta con mi llave. Era día de descanso para


Jorge, hoy, jueves, no iba a la universidad. “Tenías ra-
zón al decirme que no era para tanto. Jorge, mi apoyo,
Jorge, mi dios, Jorge, la razón de mi vida, lo que yo
más quiero en el mundo, allá en la soledad de Ixtapan
olvidé a Rufina y la reduje a su justa proporción.” Entré
feliz a mi casa cachonda, mi casa segura, florecida, mi
casa con chimenea como la dibujan los niños. Busqué
21
la banca

al amado en la biblioteca, en la sala, en la recámara. No


había salido, allí estaba su coche. No quería llamarlo para
que no se apareciera Rufina. Seguí recorriendo la casa,
y cuando abrí la puerta del cuarto de visitas, me eché
para atrás herida de muerte. Por un momento pensé, no
es cierto, no he visto nada. Quise regresar la película,
correr, salir a la calle, que me atropellara un coche, y
en vez de ello abrí la puerta de nuevo. Desnudos sobre
la cama, Jorge y la venadita habían levantado las caras
al unísono; atónitos, sus ojos sesgados vueltos hacia mí
eran los de una presa injustamente herida. Los había
cazado, los sostenía en mi hocico, podía encajarles mis
colmillos, trozarles la cabeza, y me sorprendió verlos
iguales: “¡Cuánto se parecen!” Ambos empezaron a
temblar. La venadita escondió el rostro contra el pecho
velludo de Jorge. Entonces oí la voz ronca de Rufina tras
de mí gritándole a su hija:
—¡Tápate, ponte el vestido, tápate!
Me abofeteó el recuerdo del vacío de hace años cuan-
do vi a Rufina humillada en el Paseo de la Reforma.
Desde la puerta, aventó por encima de mi hombro el
vestido hecho bola y la niña sin más lo fue deslizando
por su cabeza de trenzas destejidas, sus hombros líqui-
dos y estremecidos. Como se le atoró en la punta de
los pezones negros y yo los miraba petrificada, Rufina
volvió a ordenar:
—Ayúdela hombre, bájele el vestido.
Todo esto lo recuerdo ahora que estoy sentada en la
banca del Paseo de la Reforma y el tiempo ha vuelto a
girar. Hace años que vengo sola desde la casa-hogar de
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Elena Poniatowska

la tercera edad en la calle de Berlín, porque me queda


cerca. No he vuelto a vivir para mí, soy como un títere
que hace, dice y obedece sin saber quién es. Veo con
detenimiento a las muchachas de minifalda que mues-
tran sus muslos y al sentarse enseñan los calzones, si
es que traen calzones. Las observo exonerándolas por
anticipado. Nunca se verán en el trance en el que yo
me vi, el de bajarle el vestido a las dos mujeres que
destruyeron mi vida, porque cuando Jorge no lo jaló
encima del pecho de la muchacha, fui yo quien acudió,
la saqué de la cama, grité y no sé cómo puse a las dos
en la calle. Jorge ni se movió. Recogí la misma maleta
que había traído de Ixtapan de la Sal, dejé mi llave en
la mesa de la cocina, tomé un cuchillo y salí después
de cerrar la puerta. En el último momento, aventé mi
valija y corrí al jardín a decirle al sabino que olvida-
ra lo que había visto, por favor, que ése era nuestro
instante final, que no volveríamos a vernos, porque
de haberme quedado, habría hundido en la espalda
desnuda de Jorge el cuchillo que ahora le encajaba a
él, una y otra vez, a él, sí porque él, al cabo era árbol,
árbol, le decía yo, eres árbol, mientras lo cubría de
ranuras anchas y sangrientas, árbol, árbol, árbol, una
y otra vez acero adentro, árbol, hasta que levanté los
ojos y vi que sus ramas altas allá en el cielo, parecían
mirarme con una infinita consternación.

“La banca” tomado del libro Tlapalería, editado por ERA.


23
Elena Poniatowska
Periodista y narradora, nacida en París, Francia, el 19 de mayo
de 1933. Radica en México desde 1942.
Fue profesora de literatura y periodismo en los Institutos
Cairós y Nacional de la Juventud, y en el taller literario El Gru-
po. Ha realizado cortos cinematográficos sobre Sor Juana Inés
de la Cruz, José Clemente Orozco, el agua y otros temas. Socia
fundadora de la Cineteca Nacional y de la Editorial Siglo XXI.
Ha colaborado en Revista Mexicana de Literatura, El Es-
pectador, Estaciones, Ábside, Artes de México, Revista de la
Universidad de México, Siempre!, Mañana, La Palabra y el
Hombre, La Cultura en México, Sábado, Excélsior, Novedades,
El Día, Unomásuno y La Jornada.
Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores en 1957; in-
gresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos, como creador
emérito, en 1994.
Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán,
polaco, checoeslovaco, sueco, noruego y danés y se ha incluido
en varias antologías en México y en el extranjero.
Entre los premios obtenidos están: Premio Mazatlán, 1970,
por Hasta no verte Jesús mío; Premio Xavier Villaurrutia, 1970
(rechazado), por La noche de Tlatelolco; Premio Nacional de
Periodismo (fue la primer mujer que recibió esta distinción)
por sus entrevistas, 1978; Premio Manuel Buendía (otorgado
por varias universidades de México), por méritos relevantes
como escritora y periodista, 1987; Premio Coatlicue, por ser
considerada la mujer del año, otorgado por Debate Feminista
y Divas, 1990; Premio Mazatlán de Literatura, 1992, por Tinísi-
ma; y el Premio Nacional Juchimán, en ciencias y técnicas de
la comunicación, otorgado por la Fundación Juchimán, 1993.
Otros importantes títulos son: Lilus Kikus, Querido Diego,
te abraza Quiela, La flor de Lis, Nada, nadie. Las voces del
temblor, Tinísima, Paseo de la Reforma, La piel del cielo y El
tren pasa primero.
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David Martín del Campo

La cama de piedra

Lo he pensado mucho toda la mañana. ¿Me quieres,


entonces, acompañar? Éstas no son, por cierto, sus
primeras flores. ¿Estará bien con una docena de rosas?
Ya ves lo caras que están.
Si vienes conmigo, Pepe, es bajo tu propio riesgo.
La conocí de camino al mercado. Iba cumpliendo
con un mandado, esa mañana de sábado, cuando la
miré en su balcón regando las macetas incendiadas
de geranios. Eso hago to­dos los sábados, prestarme
como mandadero para ganar algunas monedas.
Desde esa vez preferí siempre la calle de los Chafa-
lones, que es donde queda la casa de ella. Sábado tras
sábado pasaba yo bajo su balcón. A veces la veía hasta
en dos ocasiones, pero también pasaron semanas sin
que coincidiéra­mos: yo cargando un bulto de arroz y
ella podando las ramas secas de sus tiestos.
Los dieciséis son los peores años de la vida. ¿Por qué?
Pues porque lo anhelas todo precisamente cuando
todo resulta imposible. Con decirte que ni su nombre
25
la cama de piedra

conocía. Ni sé si era soltera, casada o viuda. ¿Y a quién


preguntárselo?
Así pasó más de un año, como te digo. Bueno, hubo
un detalle. Fue en uno de aquellos sábados en que
pasaba empujando mi diablito cuando me topé con
una escena curiosa. Había ahí abajo una vendedora de
merengues y duquesas que gritaba: “¡Señora Rosa, se-
ñora Rosa!... ¿Una o dos docenas?” Y entonces asomó
ella, sonrien­do, indicándole que dos con la mano. Ya
supe su nombre, al menos, y a partir de entonces, ya lo
sé, vas a decir que es una locura, comencé a regalarle
flores. Una rosa cada noche.
Me escapaba de casa, después de regresar de la
escuela, y robaba las rosas del parque, del florero de
casa, o cuando no las compraba. Una rosa cada noche
lanzada desde la calle al pie de su balcón.
Supongo que nunca me descubrió. O quién sabe.
Buscaba ocultarme en las sombras de la medianoche.
Esperar hasta que las luces de su piso estuvieran apa-
gadas. Entonces avanzaba, sigiloso, y en un solo lance
la rosa alcanzaba el hueco de su balcón. Es un primer
piso, y así nunca fallaba.
Pero lo de anoche... no me lo vas a creer.
Hubo un sábado en el que al pasar con mis manda-
dos, hasta creí que me sonreía. ¿No es esto del amor
una locura? ¿No ocurre que las cosas comienzan a
tener otra vida, otra aparien­cia, otra disposición? ¿Me
sonreía o no?, nunca lo sabré.
…Ah, sí Pepe: lo de anoche. Ocurre que pasaron al-
gunas semanas; semanas de todas las noches una rosa
26
D av i d M a r t í n del Campo

regalada a hurtadillas, cuando comencé a notar algo


raro. Las luces del piso siempre apagadas, los cortinajes
empolvados y, sobre todo, los geranios marchitándose
día tras día. Pensé que se habría mudado, que se ha-
bría ido de vacaciones al puerto. Y yo como tonto, allí
abajo, lanzando a mansalva mis rosas nocturnas.
Ojalá tuviera más edad. Veinte años, un auto y un
empleo.
Ayer sábado hice lo que nunca. Tuve tres mandados
en los que me obligué a pasar por ésa de ahí, la calle
de los Chafalones. Pero de ella, Rosa, nada: ni sus luces
ni sus sombras. Me había abandonado.
No regresé a casa. Fui a la cervecería, en la tarde,
luego de los mandados, y comencé a beber en la bodega,
porque a mi edad el servicio en el salón les puede costar
el permiso de Sa­lubridad. Medio borracho y medio triste
co­mencé a vagar por el rumbo de la cañada; ya sabes,
las cabañitas ésas de las muchachas. Entré en una.
Comenzaron a burlarse de mí las putas: que no traía
dinero, que si ya me había dado permiso mi mamá.
Una sí me dejó entrar a su apartado. Cuando se quitó el
vestido le dije que no, que eso no. Que me escuchara,
que me dejara llorar en su regazo. Me tiró a lurias y
me regaló una cerveza.
Así volví a la calle porque... ya sabes, nada tan abu-
rrido en este pueblo como un sábado por la tarde. Se
me ocurrió entrar al cine. Era la segunda función y no
quería regresar a la casa oliendo a beodo. Terminó la
película y me quedé a verla completa, otra vez, en la
tercera tanda. Se trataba de princesas y reyes de un
27
la cama de piedra

país extranjero. Me estaba casi orinando, habían sido


muchas cervezas y fui al baño. Al regreso una mujer
estaba sentada junto a mi butaca.
Me preguntó que si se había perdido de mucho. Le
comencé a contar la historia, pero como ya había visto el
final de la película y me había medio dormido, hice un
desbarajus­te de escenas y personajes. Ella se rió y me sacu-
dió el fleco. “Muchacho loco, estás borra­cho”, me dijo.
¿Cómo que un clavo saca otro clavo? Te estoy con-
tando la pura verdad, y tienes que creerme.
Seguimos viendo la película, pero yo me puse muy
nervioso. Su pantorrilla rozaba la mía, y ni ella ni yo
movíamos un centímetro las piernas. Luego me ofreció
un dulce, y no sé si adrede o no, se le cayó el tubito
en mi pantalón. Al buscarlo tocó el bulto equivocado
y comentó, sorprendida y maliciosa: “¡Ay nanita!”.
Seguimos viendo la película, su pierna en contacto
con la mía, y no me aguanté más. Me disculpé y fui
al baño. Regresé minutos después y ella seguía ahí,
tan campante. Llevaba una mascada cubriéndole la
cabellera, una blusa oscura, negra tal vez. “Tonto”,
me regañó apenas sentarme. Yo no entendí, le debí
preguntar, “¿qué dijo?”. Y ella insistió, acariciándome
la mano: “Te la hiciste, ¿verdad?”.
Me puse colorado, como manzana, pero en aquella
penumbra no se debe haber notado, y supe que no
estaba tan borracho, porque en­tonces me di cuenta ...
No sé, un momento de luz que nos regaló la pantalla
del cine, de que era ella: Rosa. ¿Iba a mi encuentro o
era una coincidencia?
28
D av i d M a r t í n del Campo

“Vámonos”, me dijo entonces. “Antes de que acabe


la película”.
Sí, Pepe, ya sé que no me lo crees, pero ya viene lo
más tremendo. Déjame ahora cargar a mí las flores. Y
bueno, le dije, no hay proble­ma. Salimos por la puerta
de emergencia, y nomás alcanzar la calle se puso unas
gafas de sol. Como en las telenovelas. Tan hermosa, de
cualquier manera. ¿Me reconocía o no? ¿Era yo o eso
lo hacía con todos? No quise torturarme más.
Iba muerto de la emoción, la verdad. Nervioso, sin
saber qué decir, abrazándola por el talle, con el cora-
zón hecho un volantín. ¿Y si le confesaba mi amor de
todos los sábados por la mañana mirándola componer
sus geranios? ¿No se desbarataría el hechizo? Sentir-
la a mi lado, respirar su perfume, era todo como un
sueño.
Ella comenzó a canturrear varias melodías, para no
hablar y para no hacerme hablar. Quise decirle que
aquellas mil rosas nocturnas en su balcón habían sali-
do de mi mano, pero ahí mi timidez fue más poderosa.
Íbamos caminando sin rumbo aparente, buscando las
sombras, y a ratos ella aprovechaba para acariciarme
el pe­cho. Fue cuando empezó a cantar “La cama de
piedra”... ¿tú crees?
Alejándonos de la luz, podríamos haber lle­gado has-
ta el fin del mundo. En una esquina, de pronto, ella
se detuvo. Me abrazó y nuestras bocas se buscaron
con una extraña sed. Metí la mano bajo su blusa, bajo
su falda mientras ella me hacía este beso mordelón.
¡Estaba llorando, Pepe! ¡Llorando de amor y de deseo
29
la cama de piedra

al tenerla entre mis brazos! Entonces ella se despegó


en silencio. No dijo nada pero me tomó de la mano;
seguí caminando guiado por ella, con obedien­cia ani-
mal. Llegamos a esa barda, la de allá abajo, pero por el
lado de la calle. Supe que jamás me llevaría a su casa,
que necesitaba del secreto de las sombras para estar
conmigo. Fue cuando ella me dijo, “salta tú primero”,
y allá voy. No se veía nada, de tan oscuro, y enseguida
ella me alcanzó.
“Ven conmigo”, suplicó entonces, “ven a mi lugar”. Y
tropezando entre los setos avan­zaba yo, persiguiendo
su negra silueta, en este paraje de aromas y rumores.
Se depositó en una laja, por fin, y musitó: “Aquí es-
taremos bien”. Lo demás, bueno... ¿quieres que te lo
platique?
Se quitó las gafas, las mascadas, la blusa… Su desnu-
dez era apenas un halo añadido sobre aquella superfi-
cie mineral. Nos amamos como parias benditos, en la
oscuridad del suelo. Su cuerpo ha sido, que ni qué, mi
mayor felicidad. Ella quedó tendida sobre mi pecho,
susurrándome al oído, con dulzura y entre besos:
“Gra­cias, gracias, mil veces gracias...” ¿Pero gracias
por qué?, pensaba yo, guardándome el secreto... si ni
mi nombre sabía.
Mira, fue allí, junto a los angelitos de mármol.
Desperté con el frescor del alba. Apenas amanecía,
y en lo que buscaba la camisa descubrí que Rosa no
estaba ya conmigo. Ni conmigo ni con nadie. Y qué
sitio éste para amarnos, ¿verdad? No quiero pregun-
tarme nada, pensar más.
30
D av i d M a r t í n del Campo

Déjame ponerle la docena de rosas en la urna. Sí,


ya lo sé; ya leí el epitafio de la lápida. Ya sé que tiene
fecha de este mismo mes:

Rosa B. de Morales (1939-1977)


Manuel Morales Z. (1934-1977)
Dios, con su infinita misericordia,
los sabrá perdonar.
18 junio 1977

Por eso te dije que me acompañarías bajo tu propio


riesgo, Pepe. Allá tú si lo crees o no. ¿Cómo murió,
por qué murió?, nunca lo supe... Yo cumplí con rega-
larle todas las noches su rosa nocturna. Quién fuera
a pensar que en este cementerio, en esta su tumba, le
regalara yo, ahora sí, sus últimas flores.

“La cama de piedra”, tomado del libro Los hombres tristes,


editado por Joaquín Mortiz.
31
David Martín del Campo
Nació en la Ciudad de México en 1952, es licenciado en perio-
dismo por la unam. Es autor del libro de crónicas Los mares de
México (1987) y del libro de cuentos infantiles El tlacuache
lunático (1992). Sin embargo es fundamentalmente novelista;
ha publicado: Las rojas son las carreteras (1976), Isla de Lobos
(Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1987), Dama
de noche (1990) y Las viudas de blanco (1993).
En 1990, Alas de Ángel recibió el Premio internacional de
novela Diana-Novedades. La versión cinematográfica de Dama
de noche, bajo la dirección de Eva López Sánchez, se estrenó en
1993; y en 1995 recibió el Premio Nacional de Cuento Infantil
Juan de la Cabada por El hombre del Iztac.

32
Eduardo Langagne

El que bebió esa noche

El que bebió esa noche


encontró que todas
las mujeres del mundo
se reunían en ella
 
y más aún
todas las del mundo
se fragmentaban en ella,
o se dispersaban
o se reconocían
o se sabían mujer en ella
 
el que bebió esa noche
reventó seis duraznos
frescos cono el rostro de ella
inventó una guitarra
para encajar sus uñas
– igual que a los caballos
se les clava la espuela –
y la guitarra salió desbocada
haciendo polvo
33
el que bebió esa noche

entonces fue
que el que bebió esa noche
recordó algunos versos
que también hacían polvo
o más bien se hacían polvo
como si la muerte
hubiera
besado todas las canciones
  no seguir por favor
un momento
¿no era que el que bebió esa noche
encontró  una mujer?
entonces no hablar de muerte
  si la  mujer la sustituye
   es decir la complementa
el que bebió esa noche
encontró una mujer
y descubrió que la muerte
se reunía en ella
y que todas las muertes
en ella se reunían
por lo tanto
ella era dulce
  y la vida se juntaba en ella
y el que bebió esa noche
esperó el amanecer
bebiendo de ella
amando a ella
cantando en ella
juro que cantaba

34
Eduardo Langagne

Mientras duerme
 
Mi  hijo ignora que yo intento escribir
mientras él duerme.
 
Miro escurrir por la pared
negras palabras de tremendas patas
que en el rostro de mi hijo
producen sombras espantosas.
 
Otras me acosan con sus fauces oscuras.
 
Innumerables acentos me golpean
y mi cuerpo suena seco:
terriblemente  seco.
 
Mi hijo duerme sin saber
que las palabras llegan al papel,
dejan su sombra y se van.
 
Poco después las miro trepar por la pared
 
y permanezco despierto
para evitar que le caigan encima
y le destrocen el sueño.
  

35
hormigas

Hormigas

EN LARGA caravana
circunspecta y exacta
 
se llevan mi cadáver
igual que una hoja seca
 
tal vez porque conocen
el final de la historia

La lluvia
 
El silencio hace pausas
y la lluvia se escucha.
 
Nosotros respiramos más aprisa.
 
Nos miramos de frente,
humedecidos.
 
La lluvia continúa.

36
Eduardo Langagne

Definiciones
Ella está hecha a semejanza de las cosas que
  amo.
Se parece a la noche,
o mejor: a una noche sin ausencias.

Ella es exacta.
Cuando la noche escurre, su cuerpo se
  humedece.
Me permite trepar por mis temblores
y agitar su nombre desde la oscuridad.
Ella es irrepetible.
Nació en las piedras donde empieza mi
  desorden.
 

37
descubrimientos

Descubrimientos
 
Colón no descubrió a esta mujer
ni se parecen sus ojos a las carabelas
jamás hizo vespucio un mapa de su pelo
nunca un vigía gritó tierra a la vista
—aunque vuelan gaviotas
en las proximidades
de su cuerpo
y en su continente se amanece cada día—
a esta mujer no la descubrió colón
sin embargo estaba en el oeste
era un lugar desconocido
y para encontrarla
hubo que andar mucho tiempo
con una soledad azul en la cabeza

38
Eduardo Langagne

Piedras 
 
no tenemos la casa todavía,
tenemos piedras; algunas.
trozos de pan, algo de vino tenemos
pero la casa no;
sin embargo tenemos oscuridad,
porque luz no tenemos todavía;
tenemos algunas lágrimas y besos,
otras cosas igualmente ridículas tenemos,
pero la casa no. quizá
paredes que se levantan muy despacio,
mas no tenemos casa todavía
donde encontrar el frío, la soledad,
la lluvia,
pero arriba
un cielo como sábana tenemos
y abajo un infierno delicioso
por donde deambulamos
recogiendo piedras.
“hoy no me llevas, muerte, calavera,
no me voy, no quiero ir.
hoy no voy ni entrego mi barco de papel,
mi brazo, mi guitarra, hoy no,
hoy solamente tiro piedras,
poemas,
muchas piedras contra tu rostro
–no niego, dulce rostro–
tiro piedras,

39
piedras

me arranco el corazón y te lo arrojo.


hoy no, muerte, hoy no voy, no quiero,
necesito hacer la casa”.
y estoy vivo
cuando arrojo palabras, muchas palabras,
fuego.

40
Eduardo Langagne

Seguridades
Hoy amo a una mujer que no está cerca
que no está lejos siquiera
que no está
y dondequiera que exista si es que existe
será inútil pensar que me conoce
que ha escuchado mi desorden o mi grito
no queda mucho más:
inventar que en la casa alguien espera
y pensar que el amor seguramente existe
si uno ha sentido un odio inexplicable

“El que bebió esa noche”, “Mientras duermes”,“Hormigas”,“La


lluvia”, “Definiciones”, “Descubrimiento”, “Piedras” y “Seguri-
dades”, tomados del libro Navegar es preciso, editado por el
Fondo de Cultura Económica.
41
Eduardo Langagne
Poeta y traductor mexicano. Ha pertenecido al Sistema Nacio-
nal de Creadores de Arte. Maestro en Letras Latinoamericanas
por la unam, donde además estudió música y cine. Es relevante
su intensa labor como editor de libros y revistas, gestor de
coediciones y promotor cultural. En 1980 fue el primer poeta
mexicano en obtener el Premio Casa de las Américas de Cuba.
En 1994 mereció el Premio de Poesía Aguascalientes, el más
importante del país.
Su obra está incluida en alrededor de treinta antologías pu-
blicadas en México, Brasil, Colombia, España, Estados Unidos,
Holanda y en la ciudad de Québec.
Ha realizado guiones para radio y cine video, así como guio-
nes escénicos.
Sus libros de poesía más recientes son: El álbum blanco,
Décima ocasión y Decíamos ayer… (Una selección de su obra
publicada entre 1980 y 2000).
Ha publicado literatura para niños y jóvenes y en 2006 apare-
ció en Calamus-inba su traducción a los 35 Sonnets, de Fernando
Pessoa. Entre otros, forma parte del Consejo de redacción de
Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México; y del Consejo de Asesores del Foro Multidisciplinario
de la Universidad Intercontinental.

42
Juan Villoro

Yambalalón
y sus siete perros

A Pablo

Las cosas ocurrieron allá por 1962, una época en que


la nana me peinaba con limón y una goma verde que
venía en frascos de plástico con forma de gato. En la
televisión pasaban “La Pandilla” y “El Gato Félix”, y yo
usaba botines con plantillas para pie plano.
Desfilé por muchos kindergartens porque nos cam-
biamos de casa como cinco veces, así es que no llegué
a tener amigos en ese tiempo. Los cambios de casa y
de escuela me convirtieron en un ermitaño con botas
ortopédicas y copete engominado.
Por fin mi papá consiguió una casa donde también
pudiera poner su consultorio y una tienda de apara-
tos ortopédicos. Decidieron que yo iba a entrar a una
escuela enorme de muros grises que me pareció tan
grande como el multifamiliar que estaba cerca de la
casa. Lo que me gustó fue que afuera vendían paletas
heladas y jícamas con chile piquín. Tuve que pasar por
miles de trámites burocráticos y exámenes médicos
43
Yambalalón y sus siete pe r r o s

hasta que alguien decidió que mis seis años y mis


conocimientos eran lo suficientemente amplios para
entrar a preprimaria.
Se puede decir que pasé la mayor parte de las va-
caciones en el baño. Siempre he sido algo friolento
y como no tenía nada que hacer decidí pasarme las
tardes remojado en el agua caliente de la tina. Ahí
inventé a mis cuates Víctor y Pablo. Le puse a mi pie
izquierdo Víctor y al derecho Pablo. Mis héroes eran
dos señores de doce años que combatían a un malé-
fico criminal llamado Yambalalón y se platicaban en
la tina de baño todas sus aventuras, sin importarles
mi desnuda presencia. Yambalalón era uno de los
más peligrosos gangsters del mundo. Tenía perros
amaestrados que lo ayudaban en sus fechorías. Bajo un
ahuehuete de Chapultepec se encontraba un pasadizo
que conducía al refugio de Yambalalón. En repetidas
ocasiones Víctor y Pablo habían tratado de penetrar a
la guarida pero nunca daban con el ahuehuete indica-
do. El terrible Yambalalón no soportaba la luz del día,
así es que permanecía bajo tierra la mayor parte del
tiempo. Una noche se iba a París o a Toluca (en reali-
dad yo creía que estaban bastante cerca) y asaltaba el
Banco Central, siempre el Banco Central, con ayuda
de sus siete perros (producto de una mezcla de razas
que sólo él había logrado). Me tardé cerca de un mes
en imaginar todo esto, sentado en la tina, antes de que
la nana me llegara a secar con una toalla gigante.
Faltaba poco para entrar al colegio de las jícamas
y me pasé la última parte de las vacaciones refinan-
44
Juan Villoro

do las aventuras de Víctor y Pablo (se las pensaba


contar a mis nuevos compañeros, seguro de que me
iban a regalar sus sándwiches, admirados con mi
historia).
En un arranque de exotismo imaginé el bumerang
australiano de Víctor y Pablo. La particularidad de esta
arma (que tenía un aguijón de mantarraya capaz de
matar al más gordo de los rinocerontes) era que no
regresaba al sitio de donde había partido. Si lo aventaba
Víctor, el bumerang iba a dar (después de matar un par
de pájaros) a las manos de Pablo. Y si lo lanzaba Pablo,
Víctor era el encargado de recibir el bumerang lleno
de sangre y plumas de pájaro o de apache (también
iban mis héroes al lejano Oeste).
Una vez oí que alguien tenía sangre azul. Me pareció
imprescindible que Yambalalón tuviera tinta en las
venas, y lo que es más, tinta venenosa. Víctor y Pablo
soñaban con que algún día su mágico bumerang se
vería teñido con la sangre azul del ladrón del Banco
Central (claro que se pondrían los guantes de hule que
la nana usaba para lavar los trastes, no fuera a ser que
se envenenaran con la tinta).
El toque final fue inventar el himno de Yambala-
lón. Curiosamente quienes lo entonaban eran Víctor
y Pablo. En la tina se oía todas las tardes el canto de
“Yambalalón y sus siete perros”.
Víctor y Pablo habían recibido muchos regalos del
Ayuntamiento (en las caricaturas el Ayuntamiento se
la pasaba premiando gente; yo ya no creía en Santa
Claus, pero empecé a considerar al señor Ayunta-
45
Yambalalón y sus siete pe r r o s

miento como un benévolo sustituto). Se me ocurrió


contarle a mi papá lo de Víctor y Pablo (sin revelarle
los secretos, por supuesto) con el fin de que él también
quisiera premiar las hazañas de mis héroes.
—Quién te platicó todo eso— contestó mi papá,
y tuve ganas de que Yambalalón y Víctor y Pablo se
aliaran por una vez para matar al hombre de calvicie
incipiente que leía el periódico, con su bata blanca, y
no creía que yo fuera capaz de inventar algo.
Mi mamá siempre tenía dolores de cabeza. Unos años
más tarde me iba a explicar que no eran simples dolo-
res sino neuralgia. El caso es que la nana se ocupaba
totalmente de mí, y el verdadero complejo de Edipo lo
debo haber tenido con esa señora de cuarenta años y
unos pies que seguramente calzaban del 38. Siempre
que veo un pie descomunal siento un arranque de
ternura. Definitivamente en esa época los pies fueron
muy importantes para mí.
Llegó el día de entrar al nuevo colegio. Lloré cuando
la nana me dejó en la puerta con el pelo más engomi-
nado que nunca y una cantimplora que tenía agua de
limón demasiado agria.
Fui al colegio de las jícamas a inscribirme cuando
casi no había gente. Al llegar el primer día de clases y
ver tantos niños, después de mi encierro en la bañera,
tuve la impresión de estar en medio de un campo de
batalla.
Víctor y Pablo, envueltos por los zapatos recién
lustrados, se negaban a moverse. Por fin una maestra
me llevó a mi salón. Fui el último en entrar, todos ya
46
Juan Villoro

estaban sentados, la mayoría llorando como yo. Bueno,


no fui el último, porque detrás venía un cuate muy
alto y orejón. La maestra le preguntó su nombre.
—Víctor— contestó una voz agresiva.
En realidad Víctor no tenía nada de agresivo. Pero
ante todo el lloriqueo, su voz parecía demasiado segu-
ra. Por comparación era agresiva. Quedé admirado (so-
bre todo porque junto a Víctor no estuviera Pablo).
Pensé que entre los compañeros habría alguien lla-
mado Pablo. Después de averiguar todos los nombres
(algunos tan raros como Gilberto) tuve que confor-
marme con conocer sólo a Víctor.
Desde el primer día le regalé mi agua de limón.
—Está demasiado dulce— este comentario me dejó
asombradísimo. A mí el agua me había parecido muy
agria. Decididamente Víctor era muy valiente.
Es obvio que no le conté de mis héroes imaginarios
ni que jugaba con mis pies. Víctor me parecía el más
inteligente de la clase. La verdad es que sabía casi todo
porque estaba repitiendo preprimaria. Me contó que
lo habían “reprobado”. Era la primera vez que oía esa
palabra. Traté de imaginar qué clase de falta debía
haber cometido para recibir un castigo de esa magni-
tud. Mi admiración por él seguía creciendo. Ahora me
parecía víctima de una conflagración maligna.
Víctor tenía siete años, y todo mundo sabe que a
esa edad un año de diferencia son 365 aventuras de
ventaja. Víctor se convirtió en nuestro líder. Imitando
a los héroes de “La Pandilla” planeaba trampas para
los maestros. Nosotros ejecutábamos sus órdenes y
47
Yambalalón y sus siete pe r r o s

recibíamos el castigo cuando nos atrapaban poniendo


Resistol en el asiento de la profesora.
Además él sabía leer de corrido. Nos reuníamos en
el baño de la preprimaria, rodeados de excusados ena-
nos, para que nos leyera alguna historia impresionante.
Ahora creo que Víctor inventaba todo lo que decía. Pero
yo no perdía un solo detalle. Bastaba que hablara de
los nuevos coches, de un Corvette que puede ocultar los
faros como quien cierra los ojos, para que esa misma
tarde Víctor y Pablo abordaran un Corvette rojo.
Nunca pude averiguar la causa por la que reproba-
ron a Víctor a los seis años. Después entendí que la
escuela de muros grises y puestos de jícama era in-
superablemente retrógrada, pero sigo creyendo que
Víctor realizó algo fuera de lo común.
Por las tardes, después de ver “El Gato Félix” y
llenar varias páginas con AAAAA y BBBBB hermosa-
mente delineadas, me iba a bañar. Las aventuras de
Víctor y Pablo continuaban. Víctor adquiriría una
parte cada vez más activa. Fue él quien descubrió el
pasadizo para llegar al escondite de Yambalalón. Sólo
que al entrar en el refugio, mis héroes vieron que
estaba deshabitado y que había una nota para ellos
(escrita con auténtica sangre de rata): “OLA AMIGOS:
FUI A ROVAR EL BANCO SENTRAL”, Yambalalón tam-
bién debía estar en preprimaria, me dijo mi mamá,
cuando le enseñé la nota (escrita con auténtico puré
de tomate rojo).
También fue Víctor el que encontró en la guarida
los lentes que Yambalalón usaba para protegerse del
48
Juan Villoro

sol. Se los podían llevar y pedirle que se rindiera, o


que al menos les regalara uno de sus perros.
Pablo fue ocupando un papel secundario. Se empezó
a parecer a mí. En la escuela yo me había convertido
en algo así como el secretario de Víctor. Cuando ro-
bábamos un sándwich el primer mordisco lo daba
nuestro líder y el segundo yo, incapaz de tragar el
bocado por la emoción.
Cuando me vomité en la clase, víctima de una so-
bredosis de sándwiches robados, Víctor pidió permiso
para llevarme a la enfermería. Me sentí tan conmovido
que se me olvidó pensar que ése era un truco que
usaba Víctor para estar fuera de clase.
También gané el privilegio de sentarme a su lado y
de soplarle en los exámenes de aritmética lo que él no
sabía. Mi historia con Víctor y Pablo había llegado a un
punto clave. Yambalalón aceptó ir solo, de noche, al
Penthouse (yo creía que el Penthouse era un castillo)
de Víctor y Pablo para que le dieran sus lentes (hay
que aclarar que esos anteojos eran únicos; estaban
fabricados con el caparazón de una tortuga negra que
el propio Yambalalón capturó).
Para estas alturas Pablo era francamente el ayudante
de Víctor. Cuando jugaba en la tina, mi pie derecho
permanecía casi sumergido, mientras Víctor hablaba sin
parar. Fui forzando la historia para que se enfrentaran
Yambalalón y mis héroes. Estaba tan nervioso que cuan-
do Yambalalón le dijo a sus perros que fueran a buscarlo
si no regresaba en una hora, sumergí mis pies en el agua,
incapaz de seguir escuchando sus hazañas. La nana llegó
49
Yambalalón y sus siete pe r r o s

con su toalla gigante. Me dio un par de besos que ni sentí


y debió decirme que me fuera a tomar el choco-milk.
Esa noche no dormí, pensando en cómo acabaría
todo. Me persiguió permanentemente el estribillo de
“Yambalalón y sus siete perros”.
Al día siguiente era viernes y como siempre todos
estaban contentos en el colegio. Me decidí a contarle
a Víctor mi historia secreta. Yo creía que a los doce
años sería un héroe, o más bien el compañero de un
héroe, y le platiqué todo con la decidida intención de
que se identificara con Víctor y pensara que yo era el
Pablo ideal.
—¿Con los pies?— me preguntó después de que
terminé entonando el himno de Yambalalón.
En general mi cuento le pareció bastante bobo, pero
lo de los pies era definitivamente idiota.
Durante el recreo noté que Víctor me miraba los
zapatos y no se decidía a incluirme en su equipo de
futbolito. Finalmente lo hizo y yo me sentí perdonado.
Traté de olvidar para siempre la historia que inventa-
ron mis pies (ahora me parecía que yo casi no inter-
venía en el juego).
A la hora del baño puse punto final al cuento. Yam-
balalón llegó al Penthouse medieval de Víctor y Pablo.
Era media noche. Les dijo que iba a rendirse. Víctor,
confiado, no pensó en ocultar el bumerang que esta-
ba sobre una mesa, frente a la caja fuerte (nunca he
sabido para qué usaban Víctor y Pablo la caja fuerte).
Yambalalón les dijo que les daría todo el dinero que
había robado en el Banco Central.
50
Juan Villoro

Víctor y Pablo estallaron en carcajadas (mi papá


siempre decía que alguien estallaba en carcajadas) y ahí
fue cuando Yambalalón se lanzó sobre la mesa.
El bumerang decapitó a Víctor y como luego iba a
dar a Pablo, el secretario no pudo evitar el aguijón
de mantarraya. Yambalalón encerró los cuerpos en
la caja fuerte y se llevó las cabezas para dárselas de
comer a sus perros.
Jamás me hubiera creído capaz de un final semejan-
te. Toda la noche lloré la muerte de mis héroes.
El sábado y el domingo me bañé en completo silen-
cio, sin verme los pies. La nana se extrañó de que yo
no estuviera platicando solo como de costumbre.
El lunes llegué al colegio un poco tarde. Corrí hasta
el salón, le pedí disculpas a la maestra y fui a mi asien-
to con ganas de decirle a Víctor que ya no existían
Víctor y Pablo.
Casi no recordaba la historia, se había olvidado de
detalles tan importantes como la sangre azul de Yam-
balalón. Ni siquiera me contestó. Cuando terminé me
dijo que había descubierto una ventana para espiar el
baño de las niñas. Víctor y Pablo se le habían olvidado
como una multiplicación difícil de aritmética.
La nana fue por mi y me dijo que mi mamá se había
pasado toda la mañana con dolor de cabeza. En la
casa no quise comer ni ver “El Gato Félix”. Tampoco
quise bañarme. Entonces mi papá salió del consultorio
a decirme que era el colmo, que me iba a desvestir
inmediatamente. En la mano traía un aparato para
poliomielítico. Creí que me lo iba a poner.
51
Yambalalón y sus siete pe r r o s

Me dijo que él me iba a bañar. Traté de no llorar


cuando miraba el aparato de metal para el niño con
una pierna flaca que debía estar esperando a mi papá
en el consultorio.
Mi papá terminó quitándome los botines ortopédi-
cos. Era la primera vez que lo hacía desde que me los
había recetado. Tuve ganas de que me atravesara el
bumerang de Víctor y Pablo, pero preferí no pensar
en eso.
Sin decir palabra entré a la tina.

“Yamabalalón y sus siete perros”, tomado del libro La noche


navegable, de la colección serie del volador, editado por
Joaquín Mortiz
52
Juan Villoro
Nació en la Ciudad de México, el 24 de septiembre de 1956.
Estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autóno-
ma Metropolitana, Campus Iztapalapa.
Condujo el programa de Radio Educación,“El lado oscuro de
la luna” de 1977 a 1981. Fue agregado cultural en la Embajada
de México en Berlín, en la entonces República Democrática
Alemana, de 1981 a 1984.
Fue director del suplemento La Jornada Semanal de 1995
a 1998, además de impartir talleres de creación y cursos en
instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la
Universidad Nacional Autónoma de México.
Ha colaborado en las revistas Cambio, Gaceta del Fondo de
Cultura Económica, Universidad de México, Crisis, La Orques-
ta, La Palabra y el Hombre, Nexos, Vuelta, Siempre!, Proceso
y Pauta, de la cual fue jefe de redacción, así como en los perió-
dicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de
la Cultura, El Gallo Ilustrado, Sábado, entre otros.
De 1976 a 1977 fue becario del inba en el área de narrativa e
ingresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos desde 1994.
Entre sus obras más representativas están: Aforismos de
Georg Christoph Lichtenberg (Premio Cuauhtémoc de Traduc-
ción 1988); El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica
(Lista de Honor 1993 del ibby con sede en Suiza por mejor
libro para niños publicado en México), El disparo de Argón
(cuya traducción ingresó, en 1993, en la Bestenliste, lista de los
diez mejores libros publicados en Alemania); La casa pierde
(Premio Xavier Villaurrutia 1999); El testigo (Premio Herralde
de Novela 2004) y Dios es redondo (Premio Internacional de
Periodismo Vázquez Montalbán 2006 en la categoría de perio-
dismo deportivo).

53
54
Enrique Serna

La última visita

A Carlos Olmos

—Hijita de mi vida, qué milagro que te dejas ver.


—No es un milagro. Vengo todos los jueves, como
quedamos.
—Quedamos en que no íbamos a mencionar el pac-
to. Si me lo vas a echar en cara no sé a qué vienes.
—Perdón. Tenía muchas ganas de verte. ¿Así está
bien? ¿O prefieres que diga que te extrañaba mucho?
—No me lo creería; nos vimos el martes en casa de
tu hermano. Mejor pórtate como una visita normal.
Pregúntame cómo sigo del riñón o algo que suene a
cordialidad forzada.
—Ésas eran las preguntas que te hacía Matilde, la
novia del Tato, y si mal no recuerdo la detestabas por
hipócrita.
—Tienes razón, pero en ese tiempo creía en la sin-
ceridad de las visitas. Ahora ya no me hago ilusiones.
Prefiero el falso protocolo de la gente que visita por
compromiso.
55
la última visita

—No empieces tan pronto con tus amarguras. Re-


sérvatelas para cuando llegue Rodolfo.
—A lo mejor no viene. Habló para decirme que tiene
una junta en el banco. Es mentira, pero ya sabes cómo
le gusta darse a querer.
—Agradécele que te haga sentir incertidumbre. Así
puedes mortificarte pensando que no vendrá y luego lo
recibes con más gusto, como si te cayera de sorpresa.
—De tu hermano sólo podría sorprenderme que
llegara sobrio. Por cierto, ¿no quieres una cuba?
—Con muy poquito ron, si me haces favor.
—¿Esperas que te la sirva yo? En esta casa cada quien
se sirve solo.
—Ya lo sé, mamá, pero tengo que hacerme la recién
llegada para que puedas decir ese diálogo. Si no lo
dices, revientas.
—Por decirlo tanto la gente se creyó que esto era
una cantina. Llegaban a la casa y antes de venir a salu-
darme iban a servirse un trago. Pero eso sí, ninguno
tenía la decencia de traer una botella.
—Roberto sí traía.
—Porque yo se lo pedí cuando ya me tenían hasta
la madre sus primos y los amigos de sus primos. Un
día le dije: mira, Roberto, tú eres como de la familia y
yo te quiero mucho, pero si vas a venir con tu séquito
coopera con algo ¿no?
—En aquel tiempo te podías dar ese lujo. Si hoy
vinieran él y toda su familia, seguro los recibías con
champaña.
—Eso harías tú, que no tienes dignidad. ¿Ya se te
56
Enrique Serna

olvidó cómo te pusiste cuando Rodolfo encontró a


Pablo Espinosa robándose mis pulseras y lo corrió
de la casa? Por poco te desmayas del coraje. Gritabas
que nadie tenía derecho a meterse con tus amigos y
que Rodolfo era un envidioso porque no tenía visitas
propias y se desquitaba con las tuyas. No, Blanca, yo
toleraba gorrones, pero tú eras débil hasta con los
rateros.
—¿Y cómo querías que me comportara? Desde niña
me acostumbré a ver la casa llena de gente. Por tu
culpa nunca tuve intimidad.
—Ya vas a salirme con tus traumas de la infancia.
El papel de víctima te quedaba bien cuando tenías
dieciocho años, no ahora que vas a cumplir cuarenta.
A esa edad los traumas ya hicieron costra. Y además
es muy temprano para que me acuses de haberte
desgraciado la vida. Eso anima la conversación a las
dos de la mañana, pero suena muy falso cuando ni
siquiera te has tomado la primera cuba. ¿Por qué no
vas por una y me traes un tequila?...Traumas a mí. A
ésta le salen los traumas cuando lleva una semana
sin coger; como si no la conociera...y el hermano es
igual, sólo que él se trauma cuando coge. Soy madre
de dos pendejos...
—¿No oyes que está sonando el teléfono?
—¡Bendito sea Dios, yo contesto! ¿Bueno?... ¿Adónde
quiere hablar?... No, aquí es casa de la familia Beltrán...
Espere, no cuelgue, la voz de usted me suena conoci-
da. ¿No es de casualidad Emilio Uribe?... Pues le juro
que tiene la voz idéntica. ¿Usted cómo se llama si no
57
la última visita

es indiscreción?... ¿A poco es de los Arozamena de


Monterrey?... Pues fíjese qué mundo tan pequeño, mi
hijo Rodolfo jugaba dominó con Sergio Arozamena,
el arquitecto. Venía a la casa todos los sábados hasta
que se casó con una pobre diabla que lo tiene sojuz-
gado... Sí, claro, disculpe, yo también tengo que hacer
llamadas... Oiga, espere un segundo. ¿Por qué no se da
una vuelta por acá un día de estos y se trae a Sergio,
aunque sea con la mujer? Hace años que no lo vemos
y a Rodolfo le daría mucho gus... ¿Bueno? ¡Bueno!...
Pinche cabrón.
—¿Quién era?
—Un primo de Sergio Arozamena. Quería venir a
la casa. Le dije que lo sentía mucho pero que ya no
recibimos visitas y me colgó muy ofendido.
—Además de ridícula, orgullosa. Me prometiste que
ya no ibas a cazar visitas por teléfono. Un día te van a
visitar, pero del manicomio.
—Seguro que también ahí voy a encontrar conocidos.
Por esta casa desfiló medio México. Llamen de donde
llamen siempre sale por alguna parte un amigo mutuo.
—Dirás un ex amigo, mamá.
—Para mí son algo peor: traidores.
—Nadie nos traicionó. Fuimos nosotros los que
atosigamos a la gente con tanta hospitalidad. En eso
Rodolfo tiene razón.
—Tu hermano ya me tiene cansada con sus teorías.
Algún día entenderá que los seres humanos no tene-
mos remedio.
—Pues díselo en su cara, porque acaba de llegar.
58
Enrique Serna

—Déjalo que toque un rato. Es capaz de creer que


lo estamos esperando con ansias, como esperábamos
a las hermanas lturralde cuando ya nadie se acordaba
de visitarnos. ¿Te acuerdas cuánto sufríamos con sus
tardanzas?
—Tú las gozabas. En el fondo eras masoquista. Ma-
soquista y soberbia. Tu corazón de oro necesitaba los
desaires de las visitas. Te servían para comprobar que
los demás no se merecían el cariño de una mujer tan
sencilla, tan desinteresada, tan solidaria con sus ami-
gos. ¿Le abro ya?
—Espérate, hay que hacerlo sufrir un poco.
—A lo mejor se cansa de tocar y se va. Ya sabes el
genio que tiene.
—Peor para él. Si no me visita, yo tampoco lo visito
el martes.
—No hables del pacto. Luego dices que yo empiezo.
¿Ahora sí abro?
—Ahora sí, pero actúa con naturalidad. Siempre te
le cuelgas del cuello como si no lo hubieras visto en
años.
—¡Hermanito! Dichosos los ojos que te ven.
—¡Blanca, qué sorpresa! Por fin se reunió la familia.
Esto sí tenemos que celebrarlo.
—¿Ya viste quién llegó, mamá? Es Rodolfo.
—Pensé que me habías dado plantón, mamacita.
¿Por qué tardaron tanto en abrir?
—Es que el timbre tiene un falso contacto y como
tenías la junta en el banco ya no esperábamos que
vinieras.
59
la última visita

—Sabes perfectamente bien que nunca he tenido


una junta en el banco ni esperaba que me lo creyeran.
Fue una cortesía contigo, mami. Te fascinan las visitas
inesperadas ¿no?
—Cuando lo son de verdad. Tú nunca faltarás a esta
casa mientras haya algo de beber. ¿Cómo vienes ahora,
corazón? ¿Borracho o crudo?
—Un poco entonado. ¿Serías tan amable de servirme
una cuba?
—En esta casa cada quien se sirve solo.
—Respeta los papeles, Blanca. No le robes a mamá su
diálogo favorito. A ti te tocaba decir dónde estaba la jerga
cuando alguien rompía un vaso. ¡Cómo te gustaba que
los rompieran! Hasta felicitabas al del chistecito, como
si fuera muy divertido caminar en el suelo pegajoso.
—Por lo menos yo tenía la honradez de admitir
que para mí las visitas eran lo más bello del mundo.
En cambio tú fingías despreciarlas. Encerrado en tu
cuarto esperabas que la casa se llenara de gente y a
la media noche salías a oír conversaciones en las que
nadie te había invitado a participar. Hubieras querido
ser el alma de las fiestas, pero lo disimulabas poniendo
cara de pocos amigos, muy sincera en tu caso, porque
siempre fuiste una rata solitaria.
—Trataba de imponer un poco de respeto. Si no
hubiera sido por mí, tus amigos se habrían cagado en
las alfombras.
—Eras el policía de la casa, ya lo sabemos, pero
cuando no tenías a quién vigilar te ponías más triste
que nosotras dos.
60
Enrique Serna

—No por la falta de visitas. A mí me entristecía que


ustedes las necesitaran tanto. Perdían el orgullo y la dig-
nidad con tal de hacer su teatrito cada fin de semana.
—Era tu hermana la que se humillaba. Mil veces le
advertí que no fuera tan obsequiosa con las visitas,
pero nunca me hizo caso.
—Blanca te seguía la corriente. La más enferma eras
tú. Los viernes por la noche, cuando daban las diez
y ninguna visita se había presentado, parecía que se
te cerraba el mundo. Empezabas a jugar solitarios, a
comerte las uñas, a fumar como en la sala de espera
de un sanatorio, y aunque no dijeras qué te angustia-
ba, porque te avergonzaba reconocer tu adicción a las
visitas, nos contagiabas a los dos un sentimiento de
fracaso que se nos metía en la piel como un gas ve-
nenoso. Entonces sonaba el timbre y salía el arco iris.
Blanca iba corriendo a poner un disco para simular
que nos divertíamos a solas, tú dejabas el solitario a
medias y recibías a cualquier parásito, al gordo Iglesias
por ejemplo, que tenía la gracia de un tumor, como
si fuera el amigo más entrañable de la familia. Claro
que después de un recibimiento así, el gordo se creía
con derecho a incendiar la casa.
—¡Y cómo querías que lo tratara si nos había salva-
do la noche! A ti se te hace muy fácil criticar, porque
nunca moviste un dedo para conseguir visitas. Eras
parásito de nuestros parásitos.
—De acuerdo, pero tenía conciencia del ridículo,
cosa que a ustedes les faltaba. Traté de hacerles en-
tender que las estaban utilizando para beber gratis.
61
la última visita

Les advertí hasta el cansancio que íbamos en picada


por no hacer distinciones entre las visitas. En vez de
recibir a ochenta o noventa personas...
—El día de mi graduación hubo doscientas diez, no
me rebajes el récord.
—Las que sean. Digo que en vez de recibir a cualquie-
ra debimos quedarnos con un grupo de íntimos.
—Lo intentamos y no se pudo. Recuerda lo que
pasó con Celia y Alberto y todos los del Instituto. Se
hicieron tan amigos de nosotros que ya no eran visitas.
¿Cómo iban a romper nuestra monotonía si formaban
parte de ella? Necesitábamos caras nuevas.
—Ustedes deberían hacer el monumento al imbécil
desconocido, si es que no lo hicieron ya con su soledad.
Por desvivirse atendiendo a los de reciente ingreso des-
cuidaban a los íntimos, y cuando al fin eran de confianza
los mandaban al desván de las amistades viejas.
—Tampoco me vengas ahora con que los íntimos eran
unas joyas. En cuanto se casaron desaparecieron.
—Bueno, mamá, en eso tú fuiste un poco metiche.
Te divertías jugando a la Celestina y sólo tolerabas a
las parejas que tú habías formado. Raúl Contreras dejó
de visitarnos porque hiciste una intriga para separarlo
de su novia.
—Hijita, no hables de lo que no sabes. Ella le pro-
hibió venir a esta casa porque pensaba que aquí lo
sonsacábamos para emborracharse. Lo que no sabía
la muy cretina era que a falta de un lugar donde diver-
tirse sanamente, su angelito iba a irse de putas, cosa
que me alegra muchísimo.
62
Enrique Serna

—Ya estabas tardando en sacar la hiel. Ahora va a


resultar que tú eras una señora bondadosa y adorable
rodeada de canallas. ¿De veras crees que no hiciste
nada para ahuyentar a la gente?
—Hice una tontería muy grande: ser generosa.
—¡Bravo por Libertad Lamarque!
—Ríanse, pero es verdad. Ya me lo decía su padre,
que en gloria esté: si das amor a cambio de compa-
ñía, resígnate a perder las dos cosas. Estoy harta de la
humanidad, harta.
—Ojalá fuera cierto, pero tú no escarmientas. Aca-
bo de sorprenderla engatusando a un Fulano que se
equivocó de número.
—¿Otra vez? Vamos a tener que ponerte un teléfono
en el ataúd.
—Cada quien se consuela con lo que puede. Tú te
emborrachas, tu hermana se acuesta con taxistas y yo
hago relaciones públicas por teléfono. Al menos no
he dejado de luchar.
—Por necia. Las visitas son el consuelo del que no
se soporta a sí mismo.
—No te hagas el fuerte que por algo hicimos el
pacto.
—El pacto se puede ir al diablo. Ya me aburre esta
manía de darle vueltas a lo mismo. ¿Y todo para qué?
Para llegar a la conclusión de siempre: nos quedamos
sin visitas porque las queríamos demasiado.
—No sólo a ellas. Nosotros nos queríamos más cuan-
do llegaban visitas. Desde niña me acostumbré a tener
dos familias: una feliz, la que daba la cara en público,
63
la última visita

y otra desinflada por la falta de espectadores. Admite,


mamá, que sólo eras cariñosa conmigo enfrente de
los demás. Y no porque fueras hipócrita. Me querías
de verdad, pero a condición de que hubiera testigos
de tu amor maternal.
—Yo te prefería sin la máscara que usabas en público.
A solas con tus depresiones eras insoportable, como
todas las madres, pero cuando salías a escena derrocha-
bas un encanto grotesco. Eras una anfitriona demasiado
vehemente. Acosabas a las visitas con tu cariño, las
aplastabas a golpes de simpatía, y no permitías que se
fueran temprano porque le tenías pánico a la mañana
siguiente, a los ceniceros atiborrados de colillas, al tea-
tro sucio y vacío de la cruda sin reflectores.
—Tú con tal de pintarme como una vieja neurótica
eres capaz de quitarme hasta el mérito de haber que-
rido a las visitas. No, hijo, las quise mucho, aunque te
suene cursi. Me sobraba cariño para repartirlo entre
la gente y como no me conformaba con unos cuantos
amigos tenía que hacer nuevas conquistas, agrandar
el círculo...
—Tanto lo agrandaste que reventó. Hubo un momen-
to en que nosotros, los de la casa, no conocíamos a
la mitad de las visitas. Venían amigos del pariente del
jefe de un conocido.
—¡Y qué importaba el árbol genealógico de las visi-
tas! Lo bonito era no saber de dónde habían salido.
—Algunos habían salido de la cárcel. ¿Se acuerdan
del Chongano, aquel borrachito que resultó agente de
la Judicial y se puso a echar de balazos en la cocina?
64
Enrique Serna

—Fue un colado entre mil. La mayoría eran personas


decentes.
—Mamá, no te duermas. Blanca está dándote pie.
Aprovéchalo para decir que los decentes resultaron
los más desagradecidos.
—Pues sí, lo digo y qué. Venían a emborracharse
como todos los demás. Aquí hacían lo que sus queridas
madres no les dejaban hacer en sus casas, por miedo
a que mancharan los sillones de la sala. En los buenos
tiempos nos visitaban cada fin de semana, pero cuando
empezamos a perder popularidad no les volvimos a
ver el pelo. ¿Dónde están ahora esos niños modelo?
—Se asustaron con tus agresiones. Cuando caían
por aquí después de un año de ausencia los insultabas
como si hubieran firmado un contrato para visitarnos
de por vida. A Ernesto Cuéllar le dijiste que su papá
era un político ratero.
—Hice bien. A lo mejor el viejito robaba de verdad.
Tú en cambio habrías recibido a Ernesto con los bra-
zos abiertos, para que nos abandonara seis años más.
Actuabas como una limosnera de visitas, Blanca. Por
lo menos yo vendía caro mi perdón.
—Lástima que nadie te lo comprara. En los últimos
años nuestras reuniones parecían terapias de grupo.
Todos oyéndote desahogar tu rabia contra las visitas
que se fueron. A veces decías horrores de la gente
antes de conocerla.
—Me anticipaba a las ingratitudes.
—Querías la posesión total de las visitas.
—Quería reciprocidad.
65
la última visita

—Una reciprocidad inhumana. Querías gobernar


sus vidas, imponerles tus consejos como si fueran
dogmas.
—Está bien, soy un monstruo. Yo tuve la culpa de que
huyeran. Váyanse también ustedes y déjenme en paz.
—No te enojes. ¿Qué sería de ti si por una de tus
rabietas rompemos el pacto?
—Por mí que se rompa. Visitas a huevo no son vi-
sitas.
—Mamá tiene razón, esto ya no funciona. Cuando
me fui de la casa pensé que les haría un favor si en vez
de ser un triste miembro de la familia me convertía en
visita, pero la rutina echó a perder el truco.
—Debiste hacer el favor completo y no pedir que
te visitáramos en pago de tus visitas. Eso le quitó
sinceridad al juego. Yo me di cuenta de que mamá
te prefería por ser visita y entonces me fui de la casa
para no quedar en desventaja.
—Con un poco de buena fe habríamos vivido muy
contentos, pero con envidiosas como ustedes no se
puede. Mamá se quejó de que te visitaba más a ti que
a ella, y cuando empecé a visitarla dos veces por se-
mana te sentiste ninguneada. Si caímos en el pacto
fue por sus necedades.
—Y por tu manía de burocratizarlo todo. Yo era
feliz creyendo que mis hijos me visitaban por gusto,
pero cuando pusieron la pinche regla de hacer tres
reuniones a la semana para visitarnos equitativamente,
la espontaneidad se fue al carajo. Ahora no tengo hijos
y tampoco visitas.
66
Enrique Serna

—Porque no pones nada de tu parte. Imagínate que


nos encontramos por casualidad después de un año
sin vernos.
—No puedo. Somos la Santísima Trinidad: una so-
ledad verdadera en tres personas distintas. Cuando
estoy con ustedes me siento como bicho raro. Los
oigo hablar y oigo mi propia voz. Hasta para sufrir
me estorban.
—Lo mismo siento yo, mamá, y como no soy maso-
quista voy a largarme de una vez. Lamento decirles
que mañana tengo una visita verdadera.
—¿Quién?
—Ramón Celis. Me lo encontré en el Metro y dijo
que tenía muchas ganas de tomarse una copa con-
migo.
—¿Contigo? Pero si Ramón es mi hermano del alma.
¿No habrá preguntado por mí? ¡Confiésalo: me quieres
robar su visita!
—Perdónenme los dos, pero yo quiero a Ramón
como si lo hubiera parido. Antes me tiene que visitar
a mí. Atrévete a recibirlo, Rodolfo, y no te vuelvo a
dirigir la palabra.
—Peor para ti. Quédate con Blanca y visítense las
dos hasta que se mueran.
—No te vayas, hagamos un trato: recibe a Ramón
pero luego llévalo a mi casa.
—No estoy dispuesto a compartir la única visita que
he tenido en años.
—¿Ni por medio millón de pesos? Te puedo hacer
un cheque ahora mismo.
67
la última visita

—Yo te ofrezco el doble, y en efectivo, pero que se


quede conmigo hasta la madrugada.
—Guarda tu dinero, mamá. Lo vas a necesitar para
pagar un psiquiatra. La visita de Ramón no está en
venta.
—Entonces lárgate, pero te advierto una cosa: no
vengas a pedirme perdón cuando estés muriéndote
de cirrosis.
—Y tú no me hables cuando estés muerta de abu-
rrimiento. ¡Adiós, viejas amargadas!
—¿Ya lo ves? También tu hermano resultó un trai-
dor.
—¿No habrá inventado lo de Ramón?
—Puede ser. Yo tengo visitas imaginarias desde hace
tiempo. ¿Y sabes qué? Me divierten más que tú.
—Haberlo dicho antes. ¿Crees que te visito por gus-
to? No, mamá. Te visito por compasión.
—Pues ahórratela. Ya no quiero dar lástimas.
—¿Ah, no? Pues entonces adiós. Cuando necesites
alguna ayuda, por favor háblame. Quiero darme el
gusto de negártela.
—Muchísimas gracias. Por ahora sólo se me ofrece
que te vayas de aquí.
—Conste que me voy porque me corres. ¡Hasta
nunca!
—Vete de verdad. ¿Qué haces ahí parada?... ¿Llo-
ras? Por favor, hija, ten el buen gusto de largarte sin
cursilerías.
—No lloro por ti. Me dio tristeza ver el tapete que
dice “Bienvenidos”.
68
Enrique Serna

—Pues déjalo donde está y cierra la puerta. Compa-


sión... Que se vayan al carajo con su compasión. ¿Qué se
creen estos cabrones? ¿Qué no puedo visitarme sola?

“La última vista”, tomado del libro Amores de segunda mano,


editado por Cal y Arena.
69
Enrique Serna
Nació en la Ciudad de México en 1952, es licenciado en perio-
dismo por la UNAM. Es autor del libro de crónicas Los mares
de México (1987) y del libro de cuentos infantiles El tlacuache
lunático (1992). Sin embargo es fundamentalmente novelista;
ha publicado: Las rojas son las carreteras (1976), Isla de Lobos
(Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1987), Dama
de noche (1990) y Las viudas de blanco (1993).
En 1990, Alas de Ángel recibió el Premio internacional
de Novela Diana-Novedades. La versión cinematográfica de
Dama de noche, bajo la dirección de Eva López Sánchez, se
estrenó en 1993; y en 1995 recibió el Premio Nacional de
Cuento Infantil Juan de la Cabada por El hombre del Iztac.

70
Silvia Molina

Como agua de lluvia

A Tihui Gutiérrez

Cuando regresaron del teatro, Alberto dijo que no


tenía hambre y se fue a la recámara. Isabel creyó que
a dormir y respiró hondo, tratando de relajarse y no
sentir la ten­sión que le provocaba su casa los últimos
meses. Mien­tras dejaba que la angustia se le fuera
acomodando en el estómago y para no enfrentarla de
golpe, fue a darle las gracias a la vecina por haber dor-
mido a los niños. Alberto rechazaba la ayuda de una
sirvienta a pesar de las súpli­cas de Isabel que, desde
que habían dejado el apartamen­to de la colonia Del
Valle y se habían mudado a la casa en condominio, no
hacía otra cosa que decir cuánto la necesitaba, aunque
la casa no era muy grande.
Estaban tan cerca del canal de Cuemanco que desde
la ventana de la sala podía verse, a lo lejos, el espejo de
71
como agua de lluvia

agua; y, sobre todo, podían descubrirse las tierras sem­


bradas de maíz a las faldas de la Sierra de Xochitepec. Vi-
vían dentro de la ciudad, todavía, como en el campo.
Cuando entró con la llave que le había dejado a la
ve­cina, estaba tan obsesionada con la misma pregunta
que se hacía todos los días desde hacía meses —por
qué su matrimonio había dado ese giro— que se quitó
el abrigo, lo aventó al sillón y caminó hacia la cocina,
instintiva, automáticamente. En realidad tampoco esta-
ba hambrienta, pero no quería estar cerca de Alberto.
Tendría que de­cirle algo después de la obra de teatro:
era imposible no hacerlo. Ahora sí podría: estaba segu-
ra. Hasta pensó que la salida había sido una jugada de
Alberto, que la había sacado para no tener que decirle
nada él mismo, para que ella lo obligara:
—Alberto...
Abrió el refrigerador y vio que no había nada que sir­
viera para preparar algo rápido como un sandwich o
una quesadilla. El congelador estaba repleto de carne:
las cajas, de verdura… pero ni un trocito de queso
ni una rebanada de jamón… Escribió fastidiada en la
lista del súper jamón y queso, y puso a calentar un
poco de agua para café. Mientras hervía, salió al patio
a respirar aire fresco.
La casa la ahogaba, la ansiedad se escondía tras los
rincones amenazándola indefinidamente con un de-
sastre. “Las cosas no pueden seguir así —pensó—, no
aguanto más. No puedo.”
El Toro no la siguió como siempre, iba a su lado mo­
viendo la cola. Quería jugar y se le atravesó.
72
Silvia Molina

—¡Me vas a tirar! ¡No des lata, hazte para allá! —tuvo
que decirle varias veces en voz baja para que Alberto
no se diera cuenta de que estaba en el patio.
No quería llamar la atención ni despertar a los niños:
mientras menos sobresaltos tuvieran, mientras menos
esce­nas incomprensibles, mientras más tiempo pudiera
esconderles el fracaso, mejor. Pero el Toro insistió hasta
distraerla: lo echó al suelo y le exigió todas las monerías
que le habían enseñado sus hijos, una por una. De pron-
to no le importaron los ladridos de gusto ni que pusiera
las patas llenas de lodo sobre el vestido de lana.
Lo acarició.
—¡Qué inteligente y qué noble eres, Torito! —re-
petía pasando la mano sobre el lomo del animal, sin
poder qui­tarse la opresión del pecho.
Fue un cóquer gracioso desde cachorro. “Parece
toro”, dijo Tere cuando lo vio salir corriendo de la pe-
rrera. Eran otros tiempos: Isabel y Alberto sonrieron
y le dejaron ese nombre.
La luna estaba alta; brillaba redonda sobre la sierra.
Isabel pudo ver también las estrellas y suspiró. Era una
noche hermosa, una fría noche de enero en la cual el
res­plandor de la luna iluminaba especialmente las rosas
del patio. Le llamó la atención el tamaño, creyó que se ha­
bían puesto inmensas. Todo lo veía grande esa noche.
De repente se preguntó si se daría cuenta Alberto de
lo que ella sabía. Si se daría cuenta Alberto de lo que
ella ocultaba. Le estaba costando trabajo disimular. No
le era fácil reprimir más los sentimientos: una mezcla
de odio y rencor.
73
como agua de lluvia

Se volvió hacia la recámara: Alberto tenía encendida


la luz. Supuso que leía. Se la pasaba leyendo el Play
Boy, el Vogue... El Heraldo y el Novedades... Se recos-
taba lle­gando de su trabajo a pasar hojas encerrado en
la recá­mara; Carlitos y Tere se podían estar matando:
Alberto no intervenía.
Las últimas semanas, Alberto rehuía marcadamente a
sus hijos, como si la ternura que les deparaba hubiera
desaparecido para siempre. Antes tenía una marcada
pre­ferencia por Carlitos. Llegaba de trabajar, lo alzaba
en brazos y lo llevaba a la calle. Regresaban cargados
de ju­guetes y ropa. Nada para Tere, no tan pequeña
como para no darse cuenta. A los seis años, Carlitos
tenía una colec­ción de coches miniatura que era la
admiración de sus primos mayores. Y Alberto encon-
traba divertido bañarlo, darle de comer e instalar el
tren eléctrico sobre la mesa del comedor. Pero desde
hacía tiempo Alberto parecía vi­vir para él mismo,
encerrado en la recámara, leyendo.
Un día, Isabel le soltó:
—¿Leer es un buen escape? Me gustaría leer algo.
La vio con sorpresa y le lanzó el Play Boy:
—A ver si entiendes...
“Me pasó esa revista para humillarme”, se repetiría
cada vez que se acordaba de esa escena Isabel.
—No quiero perder el tiempo ni tengo retorcida la
mente como tú; me gustaría leer, sólo por ver si eso
me cambia la vida —terminó en un tono herido y salió
de la recámara.
Así se hablaban.
74
Silvia Molina

—Lo cierto es que a Alberto también le gustaban cier­


tas novelas. Contaba con orgullo que había leído todo lo
de Luis Spota... y ella creía que esos libros le habían cam­
biado la vida, pues hasta hacía un año y medio, quién
lo creyera, había llevado una existencia monótona: de
la casa a la oficina, de la oficina a visitar a sus clientes y
luego a la casa a encerrarse a leer: tenía pocos amigos. A
Alberto, agente de seguros, le iba bien, pues la mayoría
de sus clien­tes eran compañías grandes.
Isabel nunca leyó: estudiaba comercio cuando se
casa­ron, y nunca tuvo afición por la lectura; por nin-
gún tipo de libros. Cuando comenzaron a salir juntos,
Alberto le prestó El lobo estepario. No podía avanzar;
fue a ver a un tío para que le contara la novela.
Lo cierto es que las lecturas de Alberto, de alguna
manera, terminaron distanciándolos; aunque eso nun-
ca lo hablaron. Alberto leía y leía, cualquier cosa; y
nunca se volvió hacia ella para hacer un comentario
ni esperaba siquiera un “luego me prestas ese libro”.
A Isabel en cambio, le gustó siempre el cine. Tenía
pasión por el cine. Ver en la pantalla otras vidas le
pare­cía emocionante. Cuando soñaba, dirigía los sue-
ños como si fueran su película favorita. La actriz, ella
misma, se enfrentaba a su marido y hacía todo lo que
ella, Isabel, no lograba despierta.
Alberto le decía:
—Si te gusta el cine, no entiendo cómo no te gusta
leer.
Isabel hubiera podido decirle exactamente lo
mismo:
75
como agua de lluvia

—Si te gusta leer, no entiendo cómo no te gusta el


cine.
El caso es que ella tampoco esperaba que la acom-
pañara a ver una película; mucho menos le hacía un
comentario sobre lo que veía. Simplemente a Alberto
no le inte­resaba. También el cine, de alguna manera,
terminó dis­tanciándolos. Cada uno con lo suyo. Así
fue aconteciendo.
Esa noche fueron al teatro porque era aniversario
de bodas de un compañero de la oficina de Alberto.
Hacía años que no tomaban el coche e iban solos a
ningún lado. Alguien les recomendó la obra. “Un com-
promiso”, argu­mentó Alberto.
El teatro no le gustaba a Isabel porque la hacía parti­
cipar. No era como el cine a donde sólo iba a ver, a
entre­tenerse, en donde sólo era espectadora de otras
vidas. Sen­tía el escenario demasiado cerca, molesto,
obligándola a ser parte de lo que se estaba represen-
tando. Y esa noche, como nunca, el teatro la enfrentó
nuevamente a su reali­dad... Parecía que los actores
estaban en contra de ella... tenía una extraña angustia
atorada en la garganta, era incómodo pero aceptaba:
ésa soy yo: ése es Alberto.
De pronto se acordó del agua; debía de estar consu­
miéndose. Cuando iba entrando en la cocina, el Toro
la jaló del vestido:
—Estáte quieto, déjame. Voy a enfrentar la realidad
—dijo irónica.
—¿Cuál es tu realidad?— preguntó Alberto que
acababa de entrar en la cocina y alcanzó a oírla.
76
Silvia Molina

II

Estuvo a punto de decírselo en ese momento, pero el


mie­do la paralizó. Tuvo que quedarse con las palabras
en la punta de la lengua y la mano en el aire tocando
el vacío, su propio vacío, la soledad que transpiraba.
La asustó la presencia de Alberto en la cocina, lo hacía
echado en la cama con su Play Boy...
Al principio le costó trabajo entender que le gustaran
a su marido esas revistas. Esa curiosidad, aseguraba
ella, malsana. Isabel venía de una familia conserva-
dora. Lo cierto es que un día se dio cuenta por qué
le molestaban tanto: le daban celos; se le hacía que
Alberto pensaba en esas mujeres cuando estaban jun-
tos. Una noche le dijo:
—¿Qué harías si me vieras allí retratada?
—Estás loca, no sabes lo que dices.
—Me gustaría que pensaras en mí...
Isabel no entendía por qué Alberto se la pasaba vien­
do a esas mujeres... ella siempre se había cuidado y no
era una mujer fea. Su buena estatura, sus finas facciones
y sus ojos cafés, expresivos y brillantes, hacían que la
gente se volviera a verla cuando entraba en cualquier lu-
gar. No comprendía la necesidad de Alberto. Para Isabel,
era una necesidad; algo ahí, en la cabeza de su marido.
Como si su hombría dependiera de esas imágenes.
No lo esperaba en la cocina y eso la enfrentó consigo
misma antes de tiempo. Su respuesta habría sido agresi­
va, y no era ésa la forma en que esperaba poder hablar
si el temor no volvía a impedírselo, como siempre.
77
como agua de lluvia

—¿Mi realidad? —preguntó Isabel haciendo tiempo


para encontrar la respuesta.
—Sí, tu realidad —insistió Alberto con la mirada
fija en ella.
—Un estómago vacío —dijo apagando la tetera.
Pero la vio suspicaz. No le convenció la respuesta.
—No hay jamón ni queso, tenía antojo de un sand-
wich —agregó sin que los nervios se le notaran.
Tenía pavor aunque no estaba segura de qué. Cuando
intentaba hablar con Alberto un pánico súbito la iba
in­vadiendo.
—Tampoco pan, anótalo —dijo él cerrando con
disgusto la puerta de la alacena.
Isabel preparó el café lo más rápido que pudo y huyó a
la sala. No quería de cerca la presencia de Alberto. Algo
le decía que no estaba preparada para hablarle, que tal
vez no lo haría nunca. No prendió la luz: bebía sentada
en la orilla del sillón, sobre el abrigo, aterrorizada.
Alberto estaba friendo un huevo aunque había dicho
que no tenía hambre. De pronto escuchó su voz en
la os­curidad como si fuera un eco rebotando en las
paredes de la sala.
—¿Qué estás haciendo?
¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué
es­tás haciendo? No contestó ni se movió un ápice
cuando él prendió la luz y entró a sentarse frente a
ella y puso el plato con huevo revuelto y salsa catsup
sobre la mesa de vidrio haciendo a un lado los adornos
de porcelana. Lle­vaba una tortilla caliente en la mano
derecha. Estaba quemándose.
78
Silvia Molina

—Y ahora... ¿En qué piensas?


Pensaba en la obra de teatro. Estaba segura de que
Alberto también se había sentido proyectado en ella.
Por eso creyó que no había querido ir a cenar ni había
podido dormir.
—¿En qué piensas? —insistió Alberto.
—En que no tenías hambre... —mintió.
—No podía dormir.
—¿Por qué no aceptaste ir a cenar? Yo sí tenía
hambre.
—No soporto a la esposa de Juan. Me pone ner-
vioso.
Se quedó callada.
—Voy a ver la tele —murmuró Alberto caminando
hacia el aparato.
Había enrollado la tortilla y la llevaba en la mano
iz­quierda.
—No la prendas. Quiero decirte algo... —se atrevió.
Isabel creyó que podría: pero no encontraba cómo
em­pezar. Era complicado tener que abrirse...
Se acordó de que su papá decía: “Siempre hay que
co­menzar por el principio”, y por ahí trató de irse.

III

Se enteró de que Alberto salía con “alguien” de la


manera más simple: por una tarjeta de crédito. El es-
tado de cuenta de la American Express acusaba una
cantidad conside­rable en La Cava. Tuvo que llamarle la
atención. “Pues qué comerían”, pensó Isabel. No por-
79
como agua de lluvia

que ellos pagaran, lo hacía Seguros América: gastos de


representación. “Debe ser un cliente de los grandes”,
se dijo. La curiosidad la llevó a la fecha: miércoles 19
de mayo. Y sin querer, lo descubrió en una mentira.
Ese miércoles le había pedido que la acompañara al
doctor: le daría fecha para la opera­ción de Carlitos.
Lo operaban de las anginas; nada serio, pero ella se
asustaba de todas maneras. Alberto le dijo que le aca-
baban de hablar, que tenía que ir a Cuernavaca a ver
un siniestro. Esa noche, cuando llegó “de Cuernava-
ca, donde hacía un calor espantoso”, le preguntó qué
había dicho el otorrino.
Cuando descubrió lo de la tarjeta no dijo nada. Ahora
se preguntaba por qué. Demasiado tarde. Tal vez las
cosas no hubieran llegado tan lejos. No fue cobardía,
intentaba convencerse. No tenía algo concreto que
reclamarle. Alber­to habría inventado una disculpa
perfecta. Quizá sintió que la estabilidad de su casa
estaba en sus manos... Pen­só en sus hijos; no sabía
qué la detuvo. Tal vez el mismo miedo de ahora. Un
miedo sordo, irreflexivo, constante.
Se convirtió en cómplice de Alberto y comenzó a
ob­servarlo.
La vida entre ellos se había vuelto como el agua de
lluvia que se va por el alcantarillado con ese sonido
per­sistente, corriendo hacia el mismo lugar todos los
años. Isabel había visto cómo llegaba un día en que
se tapaban las cañerías y comenzaban a inundarse las
calles, la ciu­dad. Isabel soñaba que su heroína, ella
misma, comenza­ba a ahogarse.
80
Silvia Molina

Tenían diez años de casados. ¿Desde hacía cuánto


to­dos los días era lo mismo: una rutina silenciosa y
monóto­na? “¿Alguien sabe lo que es eso; todos los días
lo mismo?” se preguntaba Isabel.
Esa mentira de Alberto sobre “Cuernavaca” fue lo
pri­mero que la hizo pensar en hacer algo, en desviar
el arroyo del cauce para que no se fuera al alcantarilla-
do. Él tenía una ventaja sobre ella, y era que pasaba la
mayor parte del día fuera de la casa y además llegaba
a ence­rrarse a leer. Isabel permanecía todo el tiempo
enclaus­trada, harta de enfrentar los problemas do-
mésticos y la educación de los niños, porque Alberto
cerraba la puerta de la recámara y ya se podía caer
el mundo que ni por curiosidad o fastidio asomaba
las narices fuera de su cue­va. Pero como Isabel no
sabía hacer nada, no se le ocurrió otra cosa más que
aprender inglés.
—¿Para qué? —le dijo Alberto sorprendido.
—Para eso, para aprender inglés.
—¿Quieres aprender qué?
—Inglés.
—¿Para leer el Play Boy?
No tenía una buena respuesta. No quería estudiar
in­glés, quería salir de la casa a algo más que al cine
muy de vez en cuando.
—Para aprender inglés, ¿qué no puedo?
Así, comenzó a ir al Berlitz.
Los cinco miércoles de junio, los cuatro de julio y
los otros cinco de agosto Alberto había comido con
“ella” en diferentes restoranes. Les gustaba el miérco-
81
como agua de lluvia

les. Isabel lo observaba; comenzaron sus juntas por la


noche, sus cam­bios de humor, de planes a última hora,
su aliento alcohó­lico, sus visitas a clientes fuera de la
ciudad. Y la mayoría de las veces se le hacía “tarde”.
Al principio, mientras Isabel pensaba en “la otra”
como un ser anónimo, no sufría tanto. Estaba segura
de que se le iba a pasar a Alberto.
Él había rejuvenecido, parecía que bordeaba los trein­
ta: andaba contento, de buen humor, más cariñoso con
Carlitos, paciente con Tere (“Papá, píntame un dinosau-
rio para la escuela.” Y se lo pintaba. “Papá, llé­vame al
Pala­cio de Hierro a comprar un vestido para la fiesta
de José”. Y la llevaba). Con Isabel era en extremo
delicado. La tra­taba con pinzas, le daba por su lado.
“Isa”. Actuaba como si viviera contento. En apariencia
estaban más cerca. Su casa era un modelo de bienestar,
excepto en sus relacio­nes íntimas porque para Isabel
ya no era lo mismo.
Una tarde, sin proponérselo, supo aquel nombre, y
le llegaron unos celos extraños.
—Anamaría se sacó este mes el premio. Vendió más
que Juan Sánchez que llevaba el récord.
—¿Anamaría?
—Entró a América en Mayo; está en la división de
Juan. ¿No te había dicho? —terminó nervioso.
No le había dicho.
Divorciada. Venía de Monterrey con un hijo me-
nor que los de Isabel: de cinco años. Rentaba un
departamento en Insurgentes Sur, y no trabajaba por
necesidad. Y aunque Isabel no lo sospechaba, no era
82
Silvia Molina

atractiva; más bien gorda y mayor que ella. No se pa-


recía en nada a las rubias del Play Boy.
—¿Quieres decirme algo? —dijo dándole una mor-
dida a la tortilla—. ¿Y ahora qué demonios hizo Carlos
en la escuela?
—No se trata de Carlos.
—“A empezar por lo primero”, pensaba Isabel. “A
empezar por lo primero”, se repetía.
Y comenzó:
—La obra de teatro...
Como quieras, se llamaba. Era sobre dos matrimo-
nios que vivían en el mismo edificio. Con mucho sen-
tido del humor, pero finalmente cruda. La pareja de
arriba se pe­leaba todo el día. En el departamento de
abajo se oían los gritos, los insultos, los platos rotos.
La otra pareja no dis­cutía siquiera; nunca, todo era
eso de “como quieras”. Al principio, parecía que la
pareja que se llevaba mal iba a terminar en un drama,
y que la otra era un éxito. En la medida en que la obra
avanzaba, Isabel fue descubriendo que la verdadera
pareja era la que se peleaba. El otro ma­trimonio tenía
tiempo de no funcionar. Al final había una conver-
sación entre las dos mujeres en el departamento de
abajo. Era tarde y ninguno de los esposos había regre­
sado. La mujer de arriba se quejaba de la rudeza de
su marido pero revelaba una relación verdadera. La
otra con­fesaba que desde hacía mucho su marido te-
nía una amante y contaba detalles que la humillaban.
La de arriba no po­día creerlo; en sus pleitos siempre
deseaba un matrimo­nio como “el de abajo”. Cuando
83
como agua de lluvia

aquella mujer terminaba de relatar su historia, se oía


la llave en la cerradura de la puerta: el marido cayén-
dose de borracho. La mujer del departamento de abajo
se levantaba y decía: “Qué bueno que ya llegaste, te
estaba esperando para cenar”.
Isabel no dejó de sentirse un momento en el esce-
nario.
—La obra de teatro qué —subrayó el qué retándola.
—Me hizo pensar en nosotros.
Él comía el huevo revuelto quitado de la pena, tran­
quilo. El Toro comenzó a rascar la puerta de la cocina
y Alberto se levantó a abrirle.
—No te vayas.
—¿No oyes al Toro?
—Déjalo.
—¿Cómo que déjalo? ¿Qué te pasa, Isabel?
—Lo sé todo, Alberto —al fin pudo decirle.
—¿Qué sabes?
—Lo de Anamaría.
—¿Lo de quién?
—Ana-María, Alberto.
—¿Qué tiene Anamaría, Isabel?
—¡Cómo que qué tiene! Sé que andas con ella.
—Estás loca. Isa.
—No me digas “Isa”.
—¿Cómo quieres que te diga?
—Isabel, como me llamo.
—Por Dios, Isabel, ¿qué te pasa?
—Yo creí que te ibas a poner feliz: ¡Por fin lo sabe
Isabel!
84
Silvia Molina

—No sé de qué hablas. Alberto fue a abrirle al Toro


que estaba llorando y rasca y rasca la puerta de la
cocina. Isabel miró la sala re­cién retapizada con ese
terciopelo café; parecía que iba a durar otros diez
años. La lámpara de cristal limpiecita, el armario de
la familia de Alberto recién barnizado como para
decorar la sala para siempre. El Toro entró corrien­do
hasta donde ella estaba, saltó al sillón y se echó sobre
la falda de su vestido.
Isabel no se libraba de la opresión en el pecho. Obser­
vó a Alberto venir de la cocina: nadie diría que estaba
a la mitad de sus cuarentas. El pelo negro le brillaba
de sa­lud, prácticamente sin ninguna cana, era increí-
ble. Ha­bía engordado un poquito desde que andaba
con Anamaría y la mirada de sus ojos negros se había
vuelto traviesa. Alberto era un hombre atractivo y él
lo sabía, por eso se sacaba partido, vestía sólo ropa
elegante, así fuera infor­mal. Y usaba lociones carísi-
mas. Alberto era varonil.
¿Qué hace que las cosas cambien en un matrimonio?
¿El tiempo? Muchas cositas pequeñas que se habían
ido sumando. Isabel dormía junto a un hombre a quien
no deseaba más, junto a un hombre que no la deseaba
tam­poco. ¿Qué la detenía a su lado? ¿Qué lo detenía a
él? ¿Por qué negaba su relación con Anamaría?
En la medida en que Alberto se acercaba, Isabel sin-
tió algo extraño corriéndole por el cuerpo. Un coraje
irreflexivo y profundo.
Conoció a Anamaría en la fiesta de fin de año de la
compañía de seguros. Los dos disimularon muy bien,
85
como agua de lluvia

pero ella tenía la impresión de que todo el mundo lo


sabía y se sentía humillada; pero sobre todo, azora-
da de Anamaría. Tenía treinta y ocho años y se veía
ligeramente mayor. Usaba el pelo castaño: delgado y
maltratado por la pintu­ra. Sus ojos claros eran opa-
cos e Isabel no supo si eran verdes o color miel. La
caracterizaba esa manera de la gente rica del Norte:
muy abierta; y dejaba escapar una risota por todo. Era
vulgar. Eso la lastimó: Alberto se ha­bía enamorado de
una mujer mayor que ella y corriente. Que una mujer
gorda, más fea que Isabel y vulgar trajera botando a su
marido era algo que le dolía de verdad, que no podía
entender.
—Te voy a decir de qué hablo —explotó—: Anama-
ría Gutiérrez y tú...
—Isabel, fíjate muy bien en lo que estás afirmando;
no lo tolero.
—¿Por qué lo niegas, Alberto?
—¿De dónde sacas eso?
—¿No puedes aceptarlo?
—No sé de qué hablas, Isabel. Te afectó la obra de
teatro.
—Claro que me afectó.
Nunca pensó que Alberto fuera a negarlo. ¿Qué lo de­
tenía? ¿La cena caliente a la hora que llegara, como en
la obra de teatro? ¿Unos hijos que ya no disfrutaba?
—No estás enamorado de Anamaría ni te importa,
¿verdad?
—Nunca había oído tanta tontería junta en una
noche.
86
Silvia Molina

—Escúchame, Alberto. No he terminado —afirmó


tratando de “seguir por lo último”, como habría dicho
su papá.

IV

Isabel había conocido a Alberto en San Luis Potosí. Él


había ido a pasar unas vacaciones con unos amigos a La
Ventilla, y una tarde se aventuraron a la ciudad. Estaba
con sus compañeras de la clase de corte comprando
unos helados en la plaza cuando se les acercaron a
hacer pláti­ca. Ella tenía 20 y andaba de novia con un
joven de San Luis que estudiaba administración en la
Ciudad de Méxi­co. Sus amigas se quedaron hablando
con ellos e Isabel se fue para su casa. Alberto averiguó
su dirección y esa no­che fue a buscarla. El papá de Isa-
bel salió: “Qué se le ofrece en casa de una muchachita
decente”. La buscó una sema­na sin que pudiera verla
hasta que lo encontraron en El Paseo el sábado por
la noche; Isabel iba con sus papás y él pidió permiso
para acompañarlos. Venció al padre de Isabel, pues no
se había amedrentado después de tanta negativa. “Así
me enamoré de tu mamá, Isabel. Tu abue­lo me hizo
la vida imposible hasta que un día pedí verlo. Le di
mi pistola y le dije: ‘Si usted quiere me mata des­pués
de lo que va a oír, pero si no me permite andar por la
buena con su hija me la voy a tener que robar’. Era un
buen viejo, dio su brazo a torcer.” Así comenzó Alberto
a ir los fmes de semana y las vacaciones y cada vez
que podía. Ella terminó con su novio que los últimos
87
como agua de lluvia

meses no le había escrito ni una línea y que sólo de


vez en cuan­do le hablaba por teléfono. A los dos años
se casó con Al­berto y se fue a vivir a la capital.

Cuando Isabel entró al Berlitz de Villa Coapa, con el


pri­mero que se topó fue con su ex novio de San Luis.
Vivía por Canal de Miramontes y tenía un puesto en
la Secre­taría de Comercio. Estaba tomando un curso
intensivo: lo mandaban del trabajo a Japón como parte
de un progra­ma de intercambio entre los dos países.
Francisco —así se llamaba— había enviudado; su
mujer murió al dar a luz a su hija. Francisco había
tenido varias relaciones pero ninguna terminó en un
segundo matrimonio. A su hija la crió su mamá, que
vivía con él, todo eso se lo dijo en un momentito, fue
él quien la descu­brió en la recepción:
—Isabel, ¿qué haces aquí?
—¡Francisco!
—¡Qué bonita estás! —la desconcertó.
¿Desde cuándo Alberto no le decía nada por el estilo?
Ver a Francisco allí, de pronto, cuando no lo espera-
ba, fue revivir de un golpe San Luis. Su San Luis: las
calles que había caminado años, los arcos de la plaza,
los edificios que se había grabado sin darse cuenta;
el aire, los árboles de los paseos, hasta el terregal ése
tan latoso. De un gol­pe su niñez, su adolescencia y su
juventud estaban allí, acelerándole el corazón, como
cuando leía las primeras cartas de Francisco.
Hubiera esperado cualquier cosa del Berlitz, menos
encontrarse a Francisco. ¿No era ridículo: los dos toman­
88
Silvia Molina

do clases de inglés? Hablaron un poquito y quedaron de


verse al día siguiente en la entrada. Irían a Sanborn’s a
tomar un café. Allí, Francisco le contó con más detalle
su vida y su viaje a Japón. Isabel le habló de Alberto y
de sus hijos, de su vida en la Ciudad de México.
Cuando ella comenzaba su curso, él lo terminaba.
Se vieron dos o tres veces. Antes de su viaje, la invitó
a co­mer e Isabel se las arregló para ir.
—¿Eres feliz, Isabel? —le preguntó con una mirada
tan inquietante que la obligó a ser sincera.
De pronto, revivía esa emoción que al lado de Alber-
to había perdido en el camino. Esa noche Isabel soñó
que se iba con Francisco al Japón, pero a la mañana
siguiente recordó que él no le había pedido ni siquiera
su teléfono para buscarla a su regreso. Francisco no
era como el hé­roe de su sueño. No iba a salvarla, a
librarla de su reali­dad. Isabel se dio cuenta de que sólo
la detenía junto a Alberto la costumbre, la ansiedad
que estaba allí, presen­te, entorpeciéndolo todo. Una
inseguridad desconocida que la invalidaba.

—¿Qué no has terminado? A ver, cuéntame. ¿Y qué


más te inspiró la obra de teatro, Isa? —preguntó
Alberto po­niéndose de pie y abriendo los brazos tea-
tralmente.
—No hables así. La obra de teatro apresuró lo que
de cualquier forma iba a presentarse.
—¡Bravo, Isabel, estás espléndida esta noche! —vol­
vió a gritar.
Carlitos entró llorando en la sala. Isabel se levantó,
89
como agua de lluvia

lo alzó en brazos y se volvió hacia Alberto suplicán-


dole si­lencio.
—Vamos a dormir. Carlitos.
El Toro la siguió, Isabel se estuvo con el niño un
ins­tante. Lo observaba con ternura respirar. Se había
vuelto a dormir en un segundo, con la seguridad del
que se duer­me de la mano de la mamá. “No te vayas,
mami, no me gusta que grite mi papá.” Era idéntico
a Alberto. Los mis­mos ojos negros traviesos. Cuando
salió de la recámara, cerró la puerta y la del cuarto
de Tere que dormía profun­damente. A Tere de por sí
le daba sueño cualquier situa­ción que no podía ma-
nejar. Hasta en Blanca Nieves se había dormido en
el momento en que aparecía la bruja. Tere tenía ocho
años pero se veía de seis. Sus dos hijos parecían de la
misma edad. Siempre le preguntaban si eran gemelos,
pues, además, se parecían mucho.
Isabel regresó a la sala. Alberto había puesto un dis-
co de José José y estaba hojeando el Vogue. La gloria
eres tú, de José Antonio Méndez en la voz de José José
salía de las bocinas. “¡Qué manera de empeñarse en
ocultar la verdad!”, pensó Isabel y se dio cuenta de
que él también era víctima del miedo. Caminó hacia
Alberto. Él se quedó impávido.
—Quiero el divorcio... —dijo Isabel en seco.
—Estás exagerando demasiado, Isa —contestó Al-
berto sin levantar la vista del Vogue.
—Quiero el divorcio —repitió.
—¿Qué te pasa, Isabel? No te basta con imaginar
tonterías, sino que todavía crees en ellas.
90
Silvia Molina

—No puedes negarlo: lo sé todo.


Alberto no se movió.
—¿Te cuesta trabajo aceptar que todo aquí es falso?
¿Que representamos nuestra propia obra de teatro?
—¡Me lleva la chingada con la obra de teatro! —gri­
tó Alberto fuera de sí, azotando la revista contra la
al­fombra.
Isabel sintió un ácido quemándole el estómago.
Alber­to se levantó y se volvió hacia ella:
—Tengo un desayuno temprano y no voy a venir a
co­mer, a ver si mientras se te quita la paranoia.
El día siguiente era miércoles. Isabel no tuvo valor
de echárselo en cara a su marido. Ni siquiera pudo
decir más; decir algo que le quitara el peso de esa
humillación que ella misma había ido cultivando, que
cargaba desde hacía meses y que la volvía líquida y la
arrastraba hacia la os­curidad.

“Como agua de lluvia”, tomado del libro Memoria de la palabra,


breve antología de Mario Muñoz, editado por unam - conaculta.
91
Silvia Molina
Nació en la Ciudad de México, en 1946. Narradora, ensayista y
editora. Realizó estudios en la Escuela Nacional de Antropología
e Historia y la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universi-
dad Nacional Autónoma de México.
Fue acreedora del Premio Xavier Villaurrutia 1977, por su
novela La mañana debe seguir gris; becaria del Centro Mexi-
cano de Escritores, 1979 -1980 y del International Writing
Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos, 1991; y
es miembro de Sistema Nacional de Creadores desde 1995.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al
alemán. Entre sus textos destacan las novelas: Ascensión Tun
(1981), La familia vino del norte (1988), Imagen de Héctor
(1990), El amor me juraste (Premio Sor Juana Inés de la Cruz
1998); los libros de cuentos: Lides de estaño (1984), Dicen que
me case yo (1989) y Un hombre cerca (1992).También ha escri-
to ensayo y literatura infantil, área en la que destaca Mi familia
y la bella durmiente cien años después que obtuvo el Premio
Nacional de Literatura Infantil Juan de la Cabada 1992.

92
David Huerta

Por un instante

La lluvia se desgajó como un fruto blanco


sobre la superficie azul del mundo:
aquí, allá, se desdoblaron
cajas y presencias,
la cauda de los accidentes,
el infinitesimal estallido inicial del dolor.

El agua indivisa y recta


mojó ángulos y artefactos;
luego cesó, igual que había comenzado.

El mundo azuleó más aún, titubeante.


Se encendió y quedó vinculado
a los esplendores atmosféricos.
Por un instante el mundo se unió
al cielo, después de la lluvia.

93
esquina violeta

Esquina violeta
Doblé la esquina y una tela violácea
me cubrió los ojos
con un pañuelo de sinestesia.
Una pared inflamada y una jacaranda
envolvieron los vértices de la tarde.
Avancé con paso titubeante,
enceguecido: toqué la pared
y me cubrí la cara
de la lluvia del árbol. El frío
vibró en las orillas de la primavera.

94
D av i d H u e r ta

Por la ventana
Por la ventana, veo líneas de polvo
y el caedizo rumor material de las cinco de la tarde:
hombres y mujeres atraviesan
una niebla letárgica, se entrecruzan
con monstruos pero no los ven,
lloran sin saberlo al bajar hacia los túneles
del Metro y se hieren
por cualquier cosa. Por la ventana
entran en nuestro cuarto rombos de plata
que asumen, con un centelleo, catadura de fantasmas.
Por la ventana se derrama sobre tu rostro amado
el verdor del jardín, el estallido silencioso
de las jacarandas y los colorines. Por la ventana
como por el libro de diamante —que es otra ventana—
entiendo la expresión Deus sive natura, me inclino
hacia el mundo y recojo gestos de dolor y de exaltación
y ademanes de náufrago, espasmos, finitudes,
largas locuras, pedazos del amor desconcertado,
fulgores de mutilación y bruscos gritos del silencio.

95
otoñal

Otoñal
Uno a uno signos se traban, se deslizan
entre colores apagados, el otoño
adquiere la forma de una girante procesión,
las hojas caedizas parecen “manos de bruja”,
según dice Pablo, la ciudad se detiene y avanza
hasta que la lluvia se apodera de todo
y, empapados, bajamos a los andenes
del tren subterráneo. Los signos cambian aquí,
los colores se encienden en los carteles
publicitarios, el otoño bajo tierra
es una lentitud insondable. Las hojas amarillas,
pardas, ocres y del color del oro
siguen siendo “manos de bruja”. Y el otoño
nos rodea con sus extraños bálsamos
y su heroica melancolía, rumbo a noviembre.

96
D av i d H u e r ta

Cristales
Limpiamente,
el tajo del perfume
corta la tarde en dos: olor de toronjil
en el cuello blanco de la muchacha
y humo del cigarrillo de él,
los dos desnudos,
sábanas frescas, vasos de agua
—y el paso del tiempo entre los cuerpos.
No hay nada más. No hablan.
Tonos de azul oscuro bordean
el aciago cristal de la tarde. Otro cristal
los rodea: este silencio.

97
elementos

Elementos
Que me dibuje en agua olvidadiza
el esplendor del fuego: tu presencia.

Que en la madeja del aire mañanero


no se llene de amarga tierra
esta boca sedienta. No haya

silencio estéril entre tú y yo


sino callar a tientas, en busca uno del otro.

Quiero vivir, entonces, en el agua ligera


de tu mano matinal,

en el fuego transparente y fresco


de los deseos y los abrazos,

en el aire fluido y lento


que roza la tierra de nuestros pasos.

No nos desdibujemos, te digo,
ni nuestras bocas se eclipsen
de sorda querella, de distancias,

de tierra infértil, de turbias aguas,


de aire tajado, de fuegos extinguidos.

98
D av i d H u e r ta

Hablar
Cada palabra se inclina
entre los basureros estrépitos
y culmina en la desengañada curva
de los silencios numerosos. Cada callar
lanza hacia el círculo de los oídos
sus discursos virtuales.

Hablar o no hablar. El rostro
recoge los ademanes del otro y multiplica
la fuerza de las bocas, la tibieza protectora
del deseo que nace.

Hablo y hablas. Con cuántos murmullos


se forman estas conversaciones:
medias frases, susurros, pedacería
de los lenguajes. Los gestos

—la energía de los cuerpos,


el ansia de la materia viva— se cruzan
con la continuidad quebradiza
de los significados. Y esmaltan así

los contactos, los vínculos imperfectos


y la fluidez diamantina
de lo que se dice, figura
siempre deshecha, desasida.

99
distancia

Distancia
En medio del bosque se enciende
un recuerdo: el rostro amado.
Lejanía, certeza del mundo,
deseos dispersos, apetito
de ser: un haz, desplazado
continuamente, de frágiles devenires.
El bosque se cierra sobre la cabeza.
Sensación de árida desnudez
y frío. Tenue regreso
de la conciencia: aquí, ahora,
uno está lejos, este bosque
es nada más un testimonio
de la distancia descomunal
que separa de los rasgos amados.

“Por un instante”,“Esquina violeta”,“Por la ventana”,“Otoñal”,


“Cristales”, “Elementos”, “Hablar” y “Distancia”, tomados del
libro El azul en la flama, editado por Era.

100
David Huerta
Nació en la Ciudad de México, el 8 de octubre de 1949. Es
traductor, poeta y ensayista. Estudió filosofía, letras inglesas y
españolas en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fue redactor y editor de la Enciclopedia de México; y dirigió
la colección de libros Biblioteca del Estudiante Universitario.
Ha colaborado en Camp de L’Arpa (Barcelona), Proceso,
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Diorama de la
Cultura, El Universal, Novedades (suplemento cultural), El
Día, Nexos y La Talacha (director).
Recibió el Premio Diana Moreno Toscano, en 1971; el Pre-
mio Nacional de Poesía Carlos Pellicer, para obra publicada,
en 1990, por Historia; y el Xavier Villaurrutia en 2005 por su
obra Versión.
Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, de 1971 a
1972; de la Fundación Guggenheim, de 1978 a 1979; del Fondo
Nacional para la Cultura y las Artes, de 1989 a 1990; ingresó al
Sistema Nacional de Creadores Artísticos en 1993.
En poesía ha publicado: El jardín de la luz, Cuaderno de
noviembre, Huellas del civilizado, Versión, El espejo del cuer-
po, Historia e Incurable.
Las intimidades colectivas, El relato romántico y La utopía
de Miguel Castro Leñero (en colaboración con Jaime Vázquez)
son parte de su obra de ensayo.

101
Marco Antonio Campos

No pasará el invierno

A Saúl Juárez

Federico bajó del coche en Río Mixcoac e Insurgentes.


El aire corría rápido y alzaba delgadas ráfagas de polvo.
La cabeza le daba vueltas; estaba nervioso, pálido. En el
límite de la angustia. Claxons, coches de alta velocidad,
enfrenones, silbatazos. Se tapó los oídos. ¡Basta! Vio al
agente de tránsito en José María Rico detrás de un árbol,
y se dijo, con cierta indignación, que en vez de evitar
accidentes, los buscaba. Atravesó el ancho eje de José
María Rico, y luego Insurgentes. Leyó en grandes letras
rojas oxidadas: cine manacar. Se volvió y vio al agente
de tránsito casi detrás de él; tembló, sorprendido. El
agente cruzó Río Mixcoac hacia Avenida Plateros, y
Federico respiró, aliviado. No, no le habían puesto un
dedo encima pero era peor que si lo hubieran hecho.
No tenía ninguna seña corporal pero su cuerpo era una
seña toda. Sí, estaban ojos, manos, pecho, piernas, y sin
embargo, parecía estar en otro cuerpo. Sólo él, sólo él,
103
No pasará el invierno

al principio, lo sabía. Todos creyeron que había hecho


el mes anterior ese viaje de tres semanas a Guadalajara
para ver a un hermano enfermo, y que su desaparición
era explicable. (“Si dices una sola palabra, date por
muerto, cabrón.”) Todo había cambiado.
Cada día, cada hora, cada minuto estaba más nervio-
so, y tenía que hacer increíbles esfuerzos para contro-
larse, porque sentía que se lo iban a recriminar, que
otra vez lo hundirían en aquel cuarto de un blanco
alucinante, enceguecedor, que todos y cada uno lo
denunciarían como un “perro comunista”. Lo peor es
que desde que lo habían soltado, en vez de sentirse
mejor, el delirio aumentaba, al grado de que se iba
alejando más de familiares, amigos, de todo, en fin.
Había llegado a profundidades tales de destrucción
personal que alcanzaba en momentos una dicha cruel.
El día entero se la pasaba escribiendo, reflexionando
(hasta donde lo dejaba la angustia), temiendo una y
otra vez que se lo llevaran, que volviera de nuevo ese
blanco violentísimo, el encierro.
Entró al cine y fue a sentarse por la tercer fila. Esperó el
inicio de la película. Alzó la vista hacia la ancha cortina.
Blanca. Angustiado, bajó la vista. “¡Me voy a volver loco!
¡Si no me controlo, me voy a volver loco, Dios mío!”

Federico vio entrar al doctor vestido impecablemen-


te de blanco, canoso, con una charola de cartón. El
único color discordante era el azul desvaído de los
ojos. Federico contaba el tiempo que llevaba en ese
cuarto de cinco por cinco, blanco por las paredes, por
104
Marco Antonio Campos

el techo, por el piso, por la cama, por el sillón, por el


excusado, por la ropa que le pusieron, por el uniforme
del doctor, quien ahora se aproximaba, lo observaba a
los ojos, y decía: “Los comunistas son unos puercos.”
Pausada, hondamente. En el cerebro de Federico la
frase percutía, repercutía, sonaba y resonaba como
eco que rebota en muros o montañas, regresa, rebota
de nuevo hasta que se adelgaza, se desvanece. “Los
comunistas son unos puercos. . . los comunistas son.
. . son. . . soo. . . n.” Desde la primera mañana que lo
aprehendieron saliendo de su casa cuatro hombres
vestidos de blanco (“¡te callas o te matamos!”), que
lo subieron al coche y le pusieron una venda sobre los
ojos —ruidos, claxons, paradas en las que probable-
mente había semáforos, la velocidad, el sopor— intuyó
que su vida cambiaría para siempre.
No supo a qué hora despertó (quizá el mismo día)
pero al hacerlo sintió el deslumbramiento del blanco.
Se revisó a sí mismo (“no hay espejos”): de la punta
de los zapatos hasta el cuello: blanco. Entró a los po-
cos minutos una enfermera anciana, de pelo cenizo,
lívida hasta la muerte, que cerró tras de sí la puerta y
dijo como en telegrama: “Le voy a hablar sólo ahora.
Vendré tres veces por día a traerle alimentos. Si desea
ir al baño, van a ser los únicos momentos que podrá
hacerlo. Irá vendado.” La enfermera dejó la charola
con los alimentos. Se alejó. Luego de cerrar la puerta
Federico aún escuchó el eco de las pisadas que había
dejado en su cuarto. Le hubiera querido decir: “¿Qué
me van a hacer?”
105
No pasará el invierno

Hubiera sido inútil.


Imaginando lo peor, temblando, Federico alzó la
servilleta que cubría la charola: sopa de cebolla, que-
so, pescado blanco. “¡No es posible, Señor! ¡Me van a
volver loco!” Se sentó en la cama; se clavó las yemas
de los dedos en el rostro. Comprendía; no necesitaba
ser un detective para deducir de una manera u otra:
el encierro era consecuencia de las entrevistas y los
artículos sobre torturados políticos que había sacado
las dos semanas anteriores en el periódico, y donde
sacaba a relucir que los más altos jefes policiacos eran
especialistas de la tortura. Eso era, desde luego. “Ahora
me la quieren voltear, sólo que no me van a tocar ni
un pelo.”
Lo soltarían, sí, pero, ¿cuándo? Sin duda, por lo que
dijo la enfermera, no en un tiempo corto. Voy a venir
tres veces al día a traer alimentos. Tres veces al día.
Sonrió con amargura. “Si me hubieran querido matar,
ya lo hubieran hecho.” No, no era conveniente. Con
seguridad en el periódico publicarían la desaparición,
y habría campaña, aun en primera plana, y resaltado.
Quizá le harían firmar un papel de que estaban en
alguna parte, o bien que lo tenía secuestrado la otra
cara: el hampa.
Federico se acercó a la mesa donde estaba la charola.
La sopa y el queso le gustaban, el pescado le causaba
náusea. Pero ahora hasta la sopa y el queso le repelían,
y para colmo, le causaban miedo. Comió, pese a todo.
“Debo hacerme la idea de que es un día normal, un
día más.”
106
Marco Antonio Campos

—¿Leonardo? Necesito hablar contigo. Es urgente. Nos


vemos en el Café de Las Américas. A las ocho.
Federico había citado a su amigo Leonardo una se-
mana después que lo soltaron.
—Necesitaba desahogarme. Olvidar un momento
esas tres semanas en el infierno.
Federico no dejaba de moverse en la silla, le tembla-
ban las manos, tragaba saliva, hablaba con dificultad,
sentía como si un nido de insectos hiciera nido en
su estómago. Lo roían los nervios de una angustia
profundísima. Por espacio de una hora habló con
Leonardo.
—¿Pero cómo fue posible que el periódico no hi-
ciera campaña?
—No lo supieron. El día mismo del secuestro telefo-
nearon al periódico y dijeron, con un tipo que tenía
voz muy parecida a la mía o que la imitaba, que mi
hermano se había accidentado en Guadalajara. Muy
grave. A la semana y media volvió a telefonear la mis-
ma persona desde Guadalajara pidiendo disculpas e
informando que mi hermano estaba en coma.
—¿Y quién fue?
—No lo sé con exactitud; quizá la policía. Si hubie-
ran sido los otros me hubieran matado y no se hubieran
puesto a armar un teatro tan refinado y cruel.
Leonardo observó que entre el Federico que conoció
en la preparatoria y este, sólo había una sombra.

Federico se agarraba los cabellos, la cara, el cuello,


se hundía los dedos en las sienes, se frotaba la frente,
107
No pasará el invierno

se apretaba los puños. “¡Hijos de puta, suéltenme!


¡Suéltenme, hijos de puta! ¡Suééltenmeee!” Por arriba,
por abajo, a la izquierda, a la derecha, en todas partes,
el blanco. El blanco absoluto. “¡No aguanto más! ¡No
aguanto mááás!” Caminó como león enjaulado y apre-
tando los dientes, los puños, comenzó a dar puñetazos,
a patear la pared, hasta lastimarse profundamente los
dedos de los pies y de las manos. “¡Hijos de puta, hijos
de puta, me van a volver loooco!” No supo cuánto
tiempo caminó hasta que, agotado, se volvió a sentar
sobre la cama. Cerró los ojos. Blanco. Blanco. “¡Oh
Dios mío, perdóname por lo que he hecho, pero no
me castigues por lo que no he hecho!” En los instan-
tes más altos del horror, aparecía de pronto la imagen
de Julia: su fino rostro, su larga cabellera negra, sus
ojos color de mar, sus muslos duros, exactos. No en-
tendía por qué. Él había amado otras mujeres, si no
más bellas, sí más afines. Aún las había amado más.
Pero algo, una huella profunda, subterránea, había
impreso Julia para que seis años después regresara
con intensidad tan cruel. Inútilmente. Inútilmente
porque Julia lo había dejado por uno de sus mejores
amigos. “¿Por qué diablos me hizo esto? ¿Por qué me
humilló así?” Pero los gritos no encontraban eco en
esas paredes en las que ni golpes ni puntapiés dejaban
otra marca que no se pareciera al blanco. Reconstruía
mañanas en la universidad: esperándola al terminar
clases, amándola, deseándola. Pero sobre todo había
una imagen radiante, despiadada: la de aquella mañana
en Acapulco, en la playa, frente al hotel: Julia cami-
108
Marco Antonio Campos

nando mar adentro, el sol cayendo sobre sus cabellos


y hombros, la cintura llena de gotas que el sol y el
mar las hacía parecer azules y doradas. Se acercó, y
al abrazarla, escuchó una frase sangrante: “Me estoy
acostando con Roberto; creo que después de esto no
querrás saber nada de mí.”
Roberto pidió disculpas: “de veras, manito, ella
fue la que se metió en mi cama. Le dije que éramos
amigos, insistió en que no le interesabas ya”. Fue así,
qué duda cabe; fue algo, sin embargo, que Roberto
persiguió indirecta o veladamente manejando alusio-
nes, indiferencia, simpatía, el juego, en fin.
“No se necesita ser un escrutador impecable —co-
mentaba con Bazin para evidenciarlo. Quizá a otros
engañe pero cada paso y palabra de Roberto se los
conozco desde la adolescencia.” Se acabó la amistad.
No cruzó de nuevo palabra con él más que las necesa-
rias socialmente. Sin embargo todo salió como había
previsto, y aún más: a los pocos meses, Roberto dejó
a Julia y con todos los amigos se quejaba con fastidio y
acritud de que era una enferma, una inútil, “una mujer
que sólo piensa en asolearse, en ir a fiestas, en el salón
de belleza”. Cierto, pero acaso allí radicaba mucho
del encanto: cómo construía ese palacio de la super-
ficialidad que la hacía distinta y fascinante a mujeres
que, como ella, tienen más o menos las mismas pre-
ocupaciones. Un mundo de trivialidades espléndidas,
de delectaciones vacías, de pequeños goces que a una
persona con mínima sensibilidad le causan irritación
o náusea. Mujeres que él había buscado con fervor en
109
No pasará el invierno

el curso de los años, y a quienes les soportaba la bana-


lidad por la belleza y el refinamiento. “Qué capacidad
para la desilusión”, le decían sus amigos.
El error de Julia con Roberto había sido uno, uno
solo, pero catastrófico: enamorarse profundamente.
Después de eso, de denigrarlo con amistades y respec-
tivas familias, de recurrir aun al fastidioso vandalismo
de estrellarle el coche, se encerró en su cuarto un
mes y medio, y no bajó ni siquiera a comer. Federico,
más que gozar la situación (y en cierto modo fue así),
terminó por sentir hacia Julia una honda lástima.
Entonces, ¿por qué Julia regresaba ahora con sal-
vaje intensidad en los instantes límite, cuando, por
caso, su recuerdo no podía igualarse con la pureza
de Lorena o a la honda tristeza de los largos años que
siguieron a la ruptura con Claudia? ¿Qué era, enton-
ces? La única explicación plausible era que jamás se
enamoró tan repentina e interesantemente de mujer
alguna; nunca, tampoco, le habían dado un golpe tan
inesperado y brutal; nunca había desarraigado con
tal rapidez y rabia a ninguna otra. Se le ilustraba una
imagen, aquella fotografía: Julia en el parque con el
abrigo verde olivo, el cabello suelto, los ojos verdemar.
Atrás los árboles y las casas. “Era la mujer que más se
ha parecido al deseo.”
En ese momento entró el doctor, y Federico se aba-
lanzó sobre él, pero el doctor, haciendo un esguince
ágil, le sujetó las manos, y luego, casi sin esfuerzo, lo
sentó en la silla. Federico sintió que había perdido las
últimas fuerzas. Como si creyera soñar (la puerta había
110
Marco Antonio Campos

quedado abierta) oyó lejana pero claramente al locutor


relatar la salida del Papa del aeropuerto para dirigirse
a catedral. “Debe ser la televisión.” Se quedó unos
instantes inmóvil, iluminado, sonriente. El doctor,
dándose cuenta, fue rápido hacia la puerta, la cerró, se
aproximó de nuevo, y le dijo, marcando cada palabra:
“Los comunistas-son-unos-puercos.” Federico, con un
cansancio de siglos, apenas alcanzó a murmurar: “¡No
soy comunista, no, hijo de puta!” Se limpió su mente,
y luego, como puñetazo: “Los comunistas son unos
puercos.” Quiso repetir que no lo era, pero el doctor
se había ido dejándolo con el silencio, el blanco, y
entre ellos, Julia, los árboles y el cielo.

Federico miraba la fotografía. Era casi la imagen que


tenía en el cuarto blanco. Detalles mínimos que había
olvidado, o que no había observado debidamente:
la pañoleta verde sobre el cuello, un lazo que sería
una cruz. Luego de una semana de duda se decidió a
telefonear.
(…)
—¡Qué milagro, Federico! ¿Dónde te habías metido?
Hasta que supe de ti.
—Vamos a vernos.
—¿Cuándo?
(…)
Sentía cómo su cerebro se desdoblaba. Era como si
viviera entre dos, o tal vez con dos, en una sola per-
sona. “No pasará el invierno”, se dijo.

111
No pasará el invierno

Federico Elizondo recordó el mediodía en que, ven-


dados los ojos, lo bajaron en Ciudad Universitaria.
“Estás más que advertido, cabrón.” Se detuvo frente a
la gasolinera junto al puesto de periódicos. Se iba el
Papa. Comenzó a caminar por Insurgentes, del lado
del Tomboy, del Sanborns, del Vips, del Lynnis, de las
casas de principios de siglo que parecían envejecer
más por el descuido que por el paso del tiempo, de los
edificios modernos que servían de oficinas públicas,
y se detuvo en la esquina con Felipe Villanueva.
Vio a la multitud apiñándose.
—¿Por qué tanta gente, señor?
—¿No sabe? Hoy se va el Papa.
“Hubiéramos sido casi vecinos” —se dijo, sonrien-
do. Siguió por Tecoyotitla y se detuvo en el cruce de
Barranca del Muerto con Insurgentes. No cabía una
aguja: gente en tres y cuatro filas, en escaleras, trepa-
dos sobre los árboles, coches y camionetas, mirando
desde las ventanas de los edificios y de las casas, el
sol voraz. “¡La iglesia unida jamás será vencida!”...
“¡Se siente, se siente, Juan Pablo está presente!”…
Los lemas de la izquierda en la boca de los católicos
de cin­co días.
Se dedicó a observar la multitud: a la mu­chacha que
con maestría se había colado hasta la segunda fila; a
la señora del pueblo con un ni­ño sobre los hombros
que no dejaba de rezar; a la anciana que a dos pasos
le decía al de al lado, al de atrás, al de enfrente: “¡Qué
bondad del San­to Padre! ¿Se fijaron cómo trataba de
hablar en español? Y cuando le cantaron su canción,
112
Marco Antonio Campos

¡cómo la acompañaba con las manos!” Las nubes en


el cielo, el uniforme deportivo de la muchacha, el
delantal de la sirvienta.
Vio el reloj: cinco para las dos. “¡Juan Pablo Segun-
do, te quiere todo el mundo!” La gente trepaba a los
árboles, a muros, a postes, a cofres de automóviles, y
la anciana subrayaba que un acontecimiento como éste
no había ocurrido nunca en México, y que después
de haber visto al Papa, aunque fuera sólo un instante
y de lejos, podía morir tranquila.
Empezó a levantarse un clamor, luego el silencio,
el cuchicheo —“¡ahí viene, ahí viene!”— el silencio,
el Papa de pie en el coche descubierto con los ojos
semicerrados por la fuerza del sol, viendo hacia todas
partes y ninguna, bendiciendo a todos y a ninguno,
dos, tres, cinco segundos, y la multitud, satisfecha de la
fulguración visual, desparramándose hacia La Florida,
Guadalupe Inn y San José Insurgentes.

—¿Cómo te va ahora, Julia? Supe que trabajabas de


modelo.
—Lo dejé; había mucha corrupción. No es que me
asuste pero es muy fastidioso. Cualquier señor gordo
y calvo se quiere acostar contigo.
—Pero la has pasado bien estos años, ¿no?
—Uy, de lo más bien. No te imaginas cómo he via-
jado. Qué bárbaro. He estado cuatro veces en Europa
y tres en Sudamérica.
—Qué raro que no te hayas casado.
—Para qué. Primero hay que divertirse. ¿Me hubieras
113
No pasará el invierno

imaginado lavando platos a los veinte años? Qué aburri-


ción. En dos o tres años, quizá. Y todos ¿cómo están?
—Bien, en general bien. Bazin ya dirigió su primer
película; Leonardo vive con una sueca y acaba de pu-
blicar un libro de medicina; Xavier se casó hace unos
meses con su profesora de alemán y se va becado dos
años a Frankfurt; Alberto está en la política.
—¿Y Roberto? —preguntó con cierta curiosidad
dolorosa.
—Lo he visto poco, muy poco, pero tengo entendido
que es gerente de una de las fábricas de su padre.
—Ah. (Sacó un cigarro del paquete. Lo prendió.) ¿Y
sigues con tus ideas de antes?
—Me parece que sí, pero creo que a ti no te interesa
eso— respondió un poco nervioso.
—Me aburre. Todos son iguales: izquierdas y dere-
chas. Lo peor, eso sí, es gente como Echeverría. Nos
afectó parejo, sobre todo a la clase media. Los pobres
como quiera ya están acostumbrados. Ve: todo te sale
ahora como al doble o al triple. ¿Cuánto te cuesta
ahora un vuelo a París? No te dan ganas de pensarlo.
Sólo él tuvo la culpa. ¿Por qué tenía que pelearse con
los empresarios? ¿Quiénes tienen el dinero?
—En fin. . . —murmuró Federico. Alzó los ojos y vio
los de Julia y la imaginó desnuda, sabiéndola ahora
tristemente lejana.

“Sí, Bazin, Julia es de esa clase de mujeres que se


preparan a lo largo de los años para ser, sin mayores
remordimientos, astutamente infieles. Ella está bien
114
Marco Antonio Campos

para hombres como Leonardo o Roberto. Yo necesito


mujeres menos conflictivas, menos de mundo, que
pueda ejercer control, porque de otra forma empie-
zan las tempestades mentales. Ya no hay puertas de
entrada, no. Para ella no represento otra cosa que un
periodista que llegará a cierto sueldo, cierto coche,
cierta casa. El problema principal con ella —con mu-
jeres como ella— no es tanto la atracción física o de
‘falta de mundo’; es otro: no les llegas al precio. Pero
lo más doloroso, creémelo, es haber sido una sombra
mínima de una mujer que fue tan importante, y que
otro, que fue tu amigo, que ni siquiera la amó, sea un
recuerdo más intenso, una herida abierta. En verdad,
eso me llena de resentimiento y de envidia.”

Federico arrancó con el verde, cruzó Barranca del


Muerto y se enfiló hacia Manuel M. Ponce. No había
tolerado la película; se había salido y echado a cami-
nar. Estaba bloqueado, como si una sola idea colmara
su cerebro, como si hubiera echado garras, sucia,
implacablemente, y lo hiciera sólo pensar en aquella
cárcel blanca, en la esmerada y violenta crisis que lo
perturbaba extraordinariamente. “Es como si viviera
al lado de la vida.”
Federico cruzó Felipe Villanueva y recordó al Papa.
Miró por el espejo retrovisor y dudó un momento si
lo que venía detrás era un coche blanco. Se sobresaltó
como si hubiera sido tocado por un cable eléctrico.
Trató de hacer a un lado el blanco de su mente y vol-
vió a mirar por el espejo para verificar que el color no
115
No pasará el invierno

tenía nada que ver con él. Miró, aterrado, dos coches
blancos. Comenzó a temblar, a sentir un frío seco,
una angustia feroz. Pensó que había sido una idiotez,
que no, que no debió haber publicado de nuevo las
entrevistas y los artículos sobre torturas. Pero no pudo
ni supo negarse. Un día entero dos torturados “¿no
se dieron cuenta de que yo estaba igual o peor?”— lo
acosaron suplicándole de que él era el único capaz de
hacerlo, que nadie quería tocar el punto (reporteros,
columnistas), que, “mire, señor Elizondo, si usted no
lo hace, van a seguir las torturas sistemáticamente:
han golpeado, castrado, violado, matado. Está medio
mundo metido en el ajo. Hágalo, no por la izquierda ni
por nosotros, sino como mínima muestra de libertad
y honestidad”.
No pudo negarse. Sabía que de no hacerlo se senti-
ría peor, con la conciencia persiguiéndole atrozmente.
Su mejor adversario, el más digno de respeto desde
siempre, había sido él mismo. “No creo haber hecho
más mal a los otros del que me he hecho yo mismo.”
En la glorieta de la iglesia vio de nuevo por el es-
pejo retrovisor y eran tres los coches blancos. Metió
con rapidez el auto al edificio, y rápido, casi con de-
sesperación, subió las escaleras hasta su departamen-
to. Echó doble llave. Temblando, quedó largos segun-
dos de pie junto a la puerta. Trataba de oír algo: pasos,
ruidos, timbre. . . Sólo oía los golpes de la sangre en
el cerebro y la rapidez del corazón. Sentía el estómago
revuelto y ganas de vomitar, pese a no haber comido
nada. “Bilis.” En el último filo de la nerviosidad, sin-
116
Marco Antonio Campos

tiendo caer sobre él toda la tristeza del mundo, caminó


con sigilo hacia la ventana. Tenía un deseo irresistible
de llorar. Descorrió unos centímetros la cortina y miró
hacia la glorieta. Se quedó paralizado. En cada uno de
los cuatro puntos había un coche blanco. Miró a dos
hombres bajar del coche que estaba frente a la iglesia
y cruzar la glorieta. Calculó que estaban en la puerta
de abajo. Esperó oír el timbre. Creyó oír el timbre. Se
quedó aún varios segundos viendo hacia la glorieta,
luego corrió la cortina y fue a acostarse sobre el re-
poset negro que estaba casi frente a la ventana, bajó
los párpados y sólo alcanzó a ver, proyectándose en
sus lágrimas, un lejano recuerdo de infancia, cuando
él, jugando futbol, recibía de manos de su padre una
naranja para calmar la sed.

1979

“No pasará el invierno”, tomado del libro No pasará el invierno,


editado por Joaquín Mortiz.
117
Marco Antonio Campos
Poeta, ensayista, narrador, crítico y traductor, nace en la Ciudad
de México, el 23 de febrero de 1949. Es licenciado en Derecho
egresado de la unam. Ha impartido cátedra de literatura en la
Universidad Iberoamericana y en las universidades de Buenos
Aires, La Plata y Bringham Young University. También ha sido
lector huésped de las universidades de Salzburgo y Viena.
Ha colaborado en Confabulario (suplemento literario del dia-
rio El Universal), La Jornada Semanal (suplemento literario
del diario La Jornada), La Semana de Bellas Artes, Periódico
de Poesía, Proceso, Punto de Partida, Revista Universidad de
México, Sábado (suplemento literario del diario Unomásuno)
y Vuelta.
Ha obtenido los galardones: Premio Diana Moreno Toscano,
1972, a la promesa literaria; y el Premio Xavier Villaurrutia, 1992,
por Antología personal.
Entre sus obras publicadas están: Poemas sobre el movimien-
to estudiantil de 1968, Narraciones sobre el movimiento
estudiantil de 1968, Antología personal, Donde muere la
lluvia, (Antologías); La desaparición de Fabricio Montesco,
No pasará el invierno y Desde el infierno y otros cuentos
(cuento); Que la carne es hierba, Siga las señales e Infancia
(novela); “Los naipes del perro” en Noticias contradictorias,
Muertos y disfraces, Una seña en la sepultura, Hojas de los
años 1970-79 y La ceniza en la frente (poesía).

118
Ignacio Solares

La ciudad

Nunca (por lo menos que yo recuerde) he salido de


mi colonia. Apenas unos pasos más allá de la vía del
tren y en medio de gran angustia. Los sábados mamá
va a la ciudad a hacer la compra de la semana y aun-
que conoce mi respuesta siempre me invita. Como
soltando un anzuelo, saca a colación algún almacén
enorme, con escaleras eléctricas por todas partes y
unos aparadores de sueño.
Pero yo niego con la cabeza, sin mirarla, y ella se
resigna, finge una sonrisa y termina: bueno, quizá la
próxima vez, y se marcha con una pañoleta negra anu-
dada a la cabeza, cargando una bolsa de plástico. Así
es siempre y no puedo acostumbrarme. Las palabras
de mamá (quizá la próxima vez) remueven algo den-
tro de mí. Quizá…, me digo, pero enseguida salta la
desolación: no, para qué, después de tantos años sería
inútil empezar a conocer las cosas, tomarles gusto.
También me deprimo cuando llega gente de la
ciudad a visitarnos y me cuenta, entre efusivos aspa-
119
la ciudad

vientos (es un complot, lo sé; mamá les pide que me


convenzan), de un circo con tres pistas, de un cine
con una pantalla que lo envuelve a uno. Yo (no puedo
evitarlo), paso la lengua por los labios, paladeando la
idea de asistir. Cierro los ojos y ya estoy ahí, en el circo,
por ejemplo: la carpa como un castillo de colores, y
hasta oigo la música, esa música tan característica de
los circos. A veces lloro y me golpeo los puños hasta
hacerme daño de pensar cómo serán las cosas en la
realidad. No en mi imaginación sino en la realidad.
Trato de reconstruirlas lo más exactamente posible,
con detalles (siempre estoy preguntando detalles);
armándolas en mi cabeza como si las levantara ladrillo
tras ladrillo. Pero es doloroso. Queda la convicción de
que algo falta, de que se escapa lo más importante.
Tengo una Guía Roji y la recorro con la punta del
dedo, como si de veras fuera por ahí, a pie o en auto.
Mamá me compró una colección de tarjetas posta-
les de la ciudad y las colgué con tachuelas a lo largo
del pasillo de la casa. Los sitios que más me gustaría
conocer son: el Paseo de la Reforma, el Zócalo, la
Ciudad Universitaria, el Palacio de Bellas Artes y,
muy especialmente, el antiguo y el nuevo bosque de
Chapultepec. Guardo quince espléndidas postales de
ellos colgadas en un sitio de honor: junto a la ventana
de mi recámara. Todas las mañanas, al abrir los ojos,
es lo primero que veo.
El día que inauguraron la montaña rusa no pude
comer. Por culpa de mamá —siempre se las ingenia
para sembrarme la tentación— vi la noticia en el pe-
120
Ignacio Solares

riódico. Fui corriendo a la cocina a comentárselo, casi


llorando y, claro, terminé por preocuparla. Me senté
a la mesa con el estómago revuelto y no pude tragar
bocado. Aquella noche soñé que iba en uno de los ca-
rritos a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando,
como si una ola me llevara en su cresta a través de un
mar oscuro. Pero antes, por la tarde, me subió la tem-
peratura y luego me bajó repentina, peligrosamente,
produciéndome un escalofrío que quemaba aún más
que la fiebre y me obligaba a castañetear los dientes.
Mamá se desesperó.
—¿Algo te impide asistir? —preguntó desde la ven-
tana, mientras blandía el termómetro. Yo no podía
evitar un llanto convulsivo. Estaba en la cama, cubierto
por gruesas cobijas y con un cojín eléctrico encima.
Mamá tiene razón, ya no estoy para que me pasen
estas cosas.
Mi mayor diversión son los títeres: vienen todos los
domingos. Voy al parque desde temprano para encon-
trar buen lugar. Los maneja un hombre gordo, con las
mejillas y la nariz del color de un betabel. Después
de la función siempre platicamos un rato. Le encanta
mi curiosidad. Se queja de que actualmente a nadie le
interesan los títeres. El pobre apenas saca para vivir
dando funciones por los parques de la ciudad. Me
ha enseñado a manejarlos: en una ocasión hasta me
permitió cubrir parte del programa. Al final, la gente
soltó una lluvia de aplausos y tuve que salir a agrade-
cerlos con una respetuosa caravana. El titiritero me
ha propuesto que montemos un teatro de muñecos y
121
la ciudad

no sería mala idea. En la colonia hacen falta lugares


de diversión. Además de los títeres, me gusta el cine
(voy los jueves, el día que cambian el programa en
el único cine de la colonia), coleccionar álbumes de
estampas y leer libros de viajes.
Quiero salir de aquí, conocer otros sitios, pienso
a veces, cada vez con más frecuencia y siento una
fuerza, un sabor como a menta que me sube hasta los
labios. Pero, ¿para qué? Siempre gana la desolación, la
sombra que proyecta el mismo deseo de salir, y todo
se derrumba como un castillo de naipes; algo que
estuvo construido en el aire, sin plena convicción.
Por lo demás, a pesar de los fracasos, yo sé que tarde
o temprano voy a lograrlo. Así se lo dije hace poco a
mamá: es sólo cuestión de tiempo, de que la decisión
gane terreno. Verás que un día me voy aunque sea
para no regresar.
He de advertir que esto lo escribo al día siguiente
de un agudo fracaso. El anterior a éste sucedió hará
quince días. Salí corriendo de casa con las manos en
alto y pegando de gritos, para sorpresa de los vecinos.
Fui a la vía del tren, me dejé caer sobre ella y arañé la
tierra hasta sangrarme las manos. Nunca había llora-
do tanto. Estuve a punto de decidirme, pero no tenía
caso. Echarlo todo a rodar —¿qué?— por un pasaje-
ro ataque de histeria, decía esa voz que me detiene,
me ata a esta colonia donde nací. Regresé cabizbajo,
secándome las lágrimas con el puño de la camisa y
decidido a no pensar más en el asunto. Mamá estaba
furiosa: las vecinas se habían enterado. Le pedí una
122
Ignacio Solares

disculpa y me metí en mi cuarto. Las sienes me pal-


pitaban y de seguro tenía otra vez fiebre. Me acosté
y mamá me llevó un vaso de leche y un bizcocho. Yo
estaba sentado en la cama, recargado en el cojín y
sintiendo que las sienes me iban a estallar; la fiebre
me hacía ver las cosas envueltas en una mermelada de
durazno, temblorosas. Pensé que era como arder en
una hoguera; los que eran quemados vivos no debían
haber sentido muy diferente. Claro, sabía que al día
siguiente estaría recuperado; habría pasado el mal
sueño y volvería a mi vida normal. Sin embargo, algo
quedaba siempre de esas crisis nerviosas: el miedo a
que se repitan y el deseo enorme de aprovechar alguna
para decidirme. Quizá por eso quedó como sembrada
una semilla y todos estos días estuve dándole vueltas
a la misma idea: bueno, ¿y por qué no? ¿Y si decido ir?
La fui alimentando hasta que maduró: punto, voy a ir.
Anteayer se lo anuncié a mamá y no pudimos evitar
una lágrima dulce.
Ayer me desperté a las siete de la mañana y empecé
a prepararme: cincuenta pesos en el bolsillo, la Guía
Roji (aunque de seguro no tendría que utilizarla: puedo
enumerar en orden, sin equivocarme una sola vez, to-
das las calles del centro y de las principales colonias),
teléfonos de parientes para el caso de perderme y una
bolsita con dos tortas de jamón y una manzana. Mamá
estaba feliz: quiso que estrenara el traje oscuro que me
regaló en Navidad y ella misma me anudó una enorme
y ridícula corbata que perteneció a papá. ¿De veras no
quieres que te acompañe? No, mamá, quiero ir solo.
123
la ciudad

Cada diez minutos salíamos a la azotehuela para ver


cómo andaba el tiempo (un aguacero lo habría echado
todo a perder). Pero el cielo destellaba y el sol crecía
incólume. Sólo a lo lejos cabalgaban un par de nubes
transparentes, inofensivas.
Nunca imaginé que la decisión me sentara tan bien.
La angustia no aparecía por no ninguna parte y me
dediqué a desprender todas las tarjetas postales del
pasillo y de mi recámara. Las tiré a la basura: ya no
las necesitaba. A las once partí. Se corrió la voz y las
vecinas estaban asomadas a la ventana de sus casas,
murmurando y mostrando los dientes a través de los
cristales. Mamá salió al balcón para despedirme, agi-
tando un pañuelito blanco. Antes de doblar la esquina
me volví y la vi por última vez. El pañuelito parecía
una paloma muy blanca en su mano.
¿Qué sucedió después? ¿Cómo explicarlo? Confor-
me me acercaba a la vía, la decisión fue perdiendo fuer-
za, gastándose; sentí cómo se alejaba de mi cuerpo,
escurriéndose como arena entre los dedos y cuando
llegué estaba nuevamente vacío, con ganas tan sólo
de regresar a casa y olvidar decisión, ciudad, todo. Me
dediqué a caminar por los límites de la colonia (los
conozco perfectamente) como por la orilla de un río,
sin atreverme a cruzarlo.
Regresé al anochecer. Se había ido la luz y sólo es-
taban encendidos los faroles del parque. Las ventanas
se veían iluminadas por la luz amarilla de las velas, en-
volviendo las cosas en una atmósfera como de sueño.
Mamá estaba en el comedor, esperándome, con una
124
Ignacio Solares

vela en la mesa y otra en el trinchador, frente a un es-


pejo para que la luz rebotara e iluminara más. Sonrió.
Con una mano extendida hacia mí, preguntó:
—¿Qué tal, eh?
—No fui.
—¿No fuiste? —la mano regresó a su regazo.
—No, anduve dando vueltas alrededor de la colo-
nia... No pude, mamá, de veras. No pude.
—¿Estás loco? —preguntó con un grito, enfureci-
da— ¿Es que piensas pasarte aquí encerrado el resto
de tus días? —yo no contesté, me senté en una silla, a
su lado, y permanecí con la cabeza hundida entre las
manos. Mamá aventó una servilleta al suelo y me agitó
una mano frente a la cara— ¿No tienes ambiciones?
La perorata fue subiendo de intensidad. Ni idea
tengo cuánto duró; diez minutos o dos horas, quién
sabe. Al final gritó que estaba harta, iba a llevarme
con un médico aunque no quisiera. Punto. Qué había
hecho para merecer un hijo así. Lloró. Habló con una
voz gutural, atragantándose de palabras, hasta que se
le cansó la lengua. Terminó sofocada y se desabro-
chó el primer botón de la blusa. Yo me puse a mirar
por la ventana hacia el parque —el viento levantaba
el polvo en remolinos que la luz neón de los faroles
convertía en fantasmas— y también empecé a hablar
y hablar. ¿Por qué? Como si sólo estuviera esperando
a que mamá terminara para soltarme yo. ¿De dónde
me salían tantas palabras, qué tanto le dije, o me dije,
porque por momentos me olvidaba de ella, hablando
más para mí mismo? Entre lo que recuerdo, le dije
125
la ciudad

que ella lo había visto: yo quería ir a la ciudad, estaba


decidido pero algo me detenía en el último momen-
to, como si perdiera fuerza en las piernas, no sé, algo
extrañísimo, como si pisar el suelo de la ciudad signi-
ficara hundirme, aunque yo sabía que no, al contrario:
era liberarme, pisar tierra firme, empezar a caminar,
pero por qué no podía. Me acuerdo haber golpeado
la mesa y soltarme llorando. Por qué, mamita, a qué le
tengo miedo, qué me ata a esta colonia tan sombría.
Ya no quería vivir así, quería salir, salir a como diera
lugar, por supuesto que quería salir, nada anhelaba
tanto en el mundo, aunque no me creyera, aunque
fracasara todos los días quería salir y viajar, viajar
por todas partes, darle la vuelta al mundo, conocerlo
todo, ¿te imaginas el gusto con el que voy a descubrir
cada detalle de fuera después de estar tanto tiempo
encerrado? Y volviéndome a verla —creo que sólo
un par de veces me dirigí a ella directamente— le
dije: voy a ir, te lo juro; tarde o temprano voy a salir
de aquí, quizá mañana o pasado o dentro de un mes
o un año; estoy seguro de que voy a lograrlo. Quizá
cuando llegue alguien, alguien a quien espero todos
los días, y me diga: acompáñame a la ciudad, y yo lo
acompañe sin más. Sin pensarlo. Estoy seguro de que
va a llegar alguien así. Y aunque no llegara. De todas
maneras yo iría. No me cabe la menor duda. Apreté un
puño, como guardando ahí la fuerza para utilizarla en
el momento preciso. Quizá mañana mismo. ¿Por qué
no? Mamá se limitó a bajar la mirada. Algo más dije,
no me acuerdo, pero de lo que sí me acuerdo es que
126
Ignacio Solares

después permanecimos en silencio, con la luz de las


velas, mamá acodada en la mesa, apoyando la barbilla
en las manos, mirando por la ventana hacia el parque
en donde el viento levantaba el polvo en remolinos que
la luz neón de los faroles convertía en fantasmas.

“La ciudad”, publicado en el libro Muérete y sabrás, de la co-


lección serie del volador, editado por Joaquín Mortiz.
127
Ignacio Solares
Ignacio Solares nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1945.
Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es autor
de las obras Delirium Tremens, Madero, el otro (1989 finalista
del Premio Rómulo Gallegos), La noche de Ángeles (Premio
Internacional Novedades-Diana 1992) y El gran elector. Esta úl-
tima fue llevada al teatro y obtuvo el premio a la mejor obra del
año otorgado por las tres asociaciones teatrales de México.
En Alfaguara ha publicado Nen, la inútil (Premio Fuentes Ma-
res 1996), Columbus (1997), El sitio (Premio Xavier Villaurru-
tia 1998), Cartas a una joven psicóloga (2000) y El espía del
aire (2001). Ha sido becario de la Fundación Guggenheim.
Entre sus obras teatrales destacan: El jefe máximo, Desenlace,
El problema es otro, El gran elector, Infidencias, Tríptico, La
flor amenazada, Los mochos, La vida empieza mañana, La
moneda de oro ¿Freud o Jung? y Si buscas la paz, prepárate
para la guerra.

128
Enrique González Rojo

Oda a la goma de borrar

Gran cosa es tener la capacidad de retractarse.


Poseer el combustible necesario para dar marcha
  atrás.
Lucir la valentía de desdecirse,
humillar la petulancia
de pretender hablar desde el púlpito de la tinta,
con un ademán autocrítico
que transforma los dogmas
los yerros
la retórica
en un rebaño de virutas perfumadas.
Para desandar el camino
y darle nuevamente la palabra a la página en blanco,
se requiere de un delicado instrumento
que es, como la rueda,
los grandes aeroplanos
y la caricia de la mujer amada
cuando la soledad nos cala hasta los huesos,
invento inapreciable.

129
oda a la goma de borrar

¡Oh fe de erratas de mi lápiz!


Cernidor entre el trino y el resuello,
la palabra veraz y la que hilvana
las letras enmieladas del engaño.
¡Oh gran antologista de vivencias!
Yo te debo la astucia
de anularle adjetivos
a las emociones sustantivas.
Te soy deudor de mi capacidad
de comenzar y comenzar
nuevamente desde cero.
Cuando vuelvo los ojos a la pluma
al lápiz
a la máquina
y después hacia ti
me quedo meditativo
y pienso
que el poeta
el verdadero
el grande
el profundo poeta
debe saber oír más las palabras de su goma
que las del artefacto con que escribe
porque los dioses están más cerca del silencio
que del barullo.

130
Enrique González Rojo

Confidencias de un árbol
Cansado de que el viento me sacudiera con iracundia
de que se enseñoreara sobre mí
decidí una madrugada
soltar deliberadamente una de mis hojas.
Llevé todas mis energías
mi coraje
mi savia
hacia el ramaje.
Y me deshice de una hoja verde y puntiaguda.
En realidad acabé por sacudírmela
después de un gran esfuerzo.
Nadie fue testigo de la proeza.
El viento atravesaba entre mis ramas en ese mismo instante
y como desprendió varias de mis hojas
nadie podría haber imaginado
en el caso de haberlo visto
que una de ellas
entre las doce que perdí ese día
encarnaba
muy verde aún
la forma primera de mi libre arbitrio.
Decidí descansar, reponer mi fuerza
tener frías, muy frías las sienes
meditar mi hazaña:
me sentí frente a los otros árboles
como el ángel que aletea orgullosamente
su diferencia con los hombres.

131
confidencias de un árbol

Pero al paso del tiempo


sentí la necesidad de obsequiarle a la botánica
con una nueva toma de decisión
otra avería.
Fue ya en la primavera.
Mis ramas se doblegaban de tan llenas de flores.
Mas advertí que entre una flor y otra en una de mis ramas
había una distancia grande
un sitio desaprovechado.

Y me puse a pujar y pujar
hasta que de repente me brotó
una pequeña flor
más pura
blanca
y tierna
que las otras.

Mi felicidad fue mayúscula
y se llenó de gozo el corazón
si se puede hablar de corazón
en un ser que nunca se ha excitado
ni con las caricias eróticas del viento.
No soy
me dije
un árbol al que le acaecen flores
sino que decide flores.
Los pasos siguientes fueron más sencillos.
Que se me ocurría crecer por ejemplo.

132
Enrique González Rojo

Me concentraba.
Pensaba en las nubes
y conquistaba uno o dos centímetros.

En la noche cuando no había ningún curioso
creaba frutos
los destruía
me los pasaba de una rama a otra.
Y hasta descubrí la manera
de hincarles el diente.

Llegó el momento
en que todo o casi todo
era producto de mi libertad
de mi opción
o de mi juego.

Soy un árbol que ha creado
su tronco
su ramaje
sus nidos
sus aves
sus gorjeos
y su sombra.

Pero nadie lo advierte porque


si decido crecer
se piensa
que la germinación me obliga a ello.
Si opto por florecer

133
confidencias de un árbol

por repujar mis ramas de pequeñísimos milagros


que la botánica es la responsable.
Aún más.
Creo que cuando tome mi principal decisión
no dejará de haber un leñador a mi vera
que hacha en mano
haga pensar a todos
que fui vulgarmente derribado
y no que
hambriento de rumbos
concentré mis fuerzas
apreté los músculos
y di
mi primer paso.

134
Enrique González Rojo

La Torre de Babel
Albañil con delirio de grandezas.
Constructor incansable de la torre
de no acabar. Impulso que reúne
su mezcla de alma y cuerpo en cada adobe.

Aeronave lentísima que escala


por terribles centímetros al cielo,
y en que hemos ido alzando, sediciosos,
la primera escalera hacia lo eterno.

De repente un relámpago y sus quejas


de timbal malherido, nos aturde
rugiéndonos que somos en pecado,
que si el orgullo y la ambición discurren

con el turbión de sangre de las venas,


acabarán por ser tan sólo un coágulo
de glóbulos blasfemos, un olvido
del dedo omnipresente del decálogo.

Pero estoy, junto a todos, mano a la obra


más que para ascender, para que lo Alto
pueda por fin bajar hacia nosotros
trayendo el más allá bajo del brazo.

Qué temor, al dejar anclado el suelo,


cuando el mal de montaña o de infinito

135
la torre de babel

nos ahoga el propósito y nos vuelve


en una procesión de peregrinos

con los pies amarrados y los ojos


viviendo una zozobra de galaxias,
subiendo, no subiendo, con el cuerpo
jugando a ser grillete de las almas.

Los vocablos encuentran en su carne


los poros del aullido. Y hay personas
que exigen un micrófono y se quedan
en medio de un desierto hablando a solas.

Alguien pensó de pronto: lo que falta


son traductores: hombres empeñados
en arrancar la máscara a las frases
(que ladran diferencias) de lo extraño.

Pero los traductores, sorprendidos,


ven la inutilidad de sus esfuerzos
cuando, pasión en ristre, nos dan sólo
diferentes versiones del silencio.

Mi hermano, ya no entiendo lo que dices.


Tu lengua amasa sílabas y gritos
de chasquidos ignotos y sus letras
se escurren sin cesar de los oídos.

En tu voz y en tus labios ya no advierto


cuando estás frente a mí, sino tu espalda,
136
Enrique González Rojo

la inquietud de tus pies, las estridencias


volcadas a morder tu pentagrama.

Ay hermano, no escucho lo que gritas.


Tu alma me es expropiada por la bulla.
Me encuentro de rodillas, suplicando
que a la voz de mis tímpanos acuda

un vocablo no más, pero un vocablo


familiar, cotidiano, tuyo, mío,
para restablecer la especie humana,
la hermandad de la oreja y el sonido.

Amada mía, deja a mi cuidado


tus palabras. Acércate. No escucho
qué murmuras. No capto sino estática,
el ruido de los astros en su mundo

inasible, lejano, en otro idioma,


y desterrado siempre hacia el afuera.
Háblame con los ojos si no puedes
tener apalabrada con tu lengua

(cuando se halla mi oído arrodillado)


tus mensajes, tu código, nuestra habla
confidencial, con sus misivas de aire
y sus letras que vuelan en bandada.

Mujer ¿qué se ha interpuesto entre nosotros?


¿Un alambre de púas o gruñidos
137
la torre de babel

que mastican la cólera entre dientes


y prohiben la entrada a tus recintos?

Y tampoco comprendo qué musita


este poeta que anda aquí en mi pecho
versificando estrépitos o ruidos
e impostando vocablos extranjeros.

No sé lo que mascullo, y aunque instalo


en todo lo que soy mi oído interno,
advierto sordomudas mis entrañas
y hablo con bocanadas de silencio.

Poco a poco también se vuelve extraño


el lenguaje de Dios, roto, perdido
en un acento ignoto que le brinda
a su predicación el infinito.

Cuando suelta su voz, yo no le entiendo


una sola palabra al absoluto.
Aunque tengo una antena, para hacerme
de pedazos de cielo, no disfruto

de los versos que dicen que Dios forja


en sus momentos de alegría plena.
No doy con el canal de lo perfecto.
Mi oído sólo advierte la cadencia

de voces que se rompen, chocan, ruedan


hasta formar un nudo de alaridos
138
Enrique González Rojo

incoherentes, que bajan de la torre


para untarse de polvo en los caminos.

El sordomudo altísimo del cielo


envuelve en mortecina luz su indicio.
Ya el radar de la torre no registra
ningún aletear de lo divino.

Tiembla de pronto. Todo se conmueve.


¡Qué colapso! ¡Qué torpe ingeniería!
Caen piedras y esfuerzos.

Y prosigue
la confusión en medio de las ruinas.

“Oda a la goma de borrar”,“Confidencias de un árbol”,“La to-


rre de Babel”, tomados del libro Ocho poemas y tres puntos
suspensivos, editado por la Biblioteca del issste.
139
Enrique González Rojo
Nació en la Ciudad de México, el 5 de octubre de 1928. Su obra
poética consta de: Para deletrear al infinito I (1972), Para de-
letrear el infinito II (1985), Para deletrear el infinito III (1988)
y Para deletrear el infinito IV (en preparación) que abarca los
siguientes libros ya editados: Por los siglos de los siglos, Las
huestes de Heráclito, Apolo Musageta, El tránsito, El junco y
otros poemas y Al pie de tu mirada (aún inédito).
Asimismo, tiene libros de ensayo y fue durante más de treinta
años profesor universitario.
En 1976 obtuvo el premio Xavier Villaurrutia con El quíntu-
ple balar de los sentidos, además de obtener el sexto premio de
poesía “Benemérito de América” 2002 con su poemario Viejos.
Para teatro escribió Los poderosos del cielo, en 1983.

140
Para Leer de Boleto en el Metro 7,
se terminó de imprimir
en mayo de 2007,
en Corporación Mexicana
de Impresión, S.A de C.V.

Con un tiro de 250,000 ejemplares

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