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HISTORIAS MÁGICAS
DE LOS
INDIOS PIELES ROJAS

R. BENITO VIDAL
EL ORIGEN DE LAS HISTORIAS DE LOS PIELES ROJAS

(Leyenda Séneca)

Era Niño Huérfano un joven cazador de pájaros que había


alcanzado gran nombradía entre las gentes de su poblado y, si es el
caso, incluso de las gentes de los poblados cercanos que se
asentaban a lo largo del curso del Gran Río, en la inmensa llanura
rodeada por gigantescos macizos montañosos cubiertos por frondosos
y espesos bosques de verdes y puntiagudos árboles de hoja perenne,
ya que los de ramaje deciduo no eran capaces de soportar climas tan
extremos y rigurosos que hacían que toda la extensa pradera se
cubriera de un grueso manto de nieve y hielo, que había de ser
surcado por las manadas de bisontes en busca de otros prados más
benignos en los que los pastos les resultasen más asequibles para
comer.

Niño Huérfano había alcanzado gran éxito cazando pájaros por


todas aquellas majestuosas y frías latitudes.

Un día el joven cazador de aves salió de su tienda hecha con


piel de búfalo secado al frío riguroso del lugar en busca de pajarillos
con los que distraer su ocio y satisfacer, si no su hambre, sí al menos
la de su desdentada abuela, que se escondía en la penumbra de su
cobijo. Llevado por su afán desmedido, se adentró en uno de los
espesos bosques que rodeaban su poblado sin darse cuenta de que el
ahínco que había puesto en esta singular caza le había sumido en un
estado tal que ni el mismo tiempo contara para él. De modo que Niño
Huérfano se encontró, en un momento determinado de su expedición,
en medio de un claro del bosque jadeando, casi extenuado y con el
desconcierto de no saber dónde se hallaba, adonde había llegado en
su obsesiva persecución de las pequeñas aves.

Niño Huérfano se limpió el sudor de su frente, se detuvo un


momento en medio del calvero y, sintiendo en sus piernas el
cansancio propio del denuedo realizado, se acercó a una enorme
piedra redonda que yacía bajo un grupo de abetos gigantes y se
sentó en ella.

Mientras el joven piel roja descansaba del esfuerzo que hiciera


en su cacería, tomó de su carcaj de piel de marmota una de las
flechas, que mellara su punta en el último tiro que lanzara sobre un
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diminuto colibrí, y se puso a repararla.

—¿Te cuento historias?

Alguien hablaba a Niño Huérfano. Éste, sorprendido y receloso


por si le acechaba algún grave peligro y sin saber muy bien lo que le
habían dicho, miró a su alrededor, tomó de su cintura el gran cuchillo
plano en actitud hostil y volvióse a mirar con el ansia de saber que no
se hallaba solo en aquel lugar tan alejado de su tribu.

Niño Huérfano, tomando las prevenciones oportunas, al fin se


atrevió a preguntar:

—¿Quién me habla? ¿Qué me has dicho? —se calló un momento


durante el cual registró con verdadero anhelo su alrededor y detrás
de los primeros árboles que componían el bosque; luego volvió a
preguntar—: ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? —y ordenó, ante el
mutismo que reinaba a su alrededor—: ¡Que salga sea el que sea
quien me ha hablado! No sé lo que me has pedido, pero te he oído
con claridad.

Quedó el cazador de aves en alerta por si veía salir de la


espesura del bosque a algún guerrero de cualquiera de las tribus
enemigas o algún hado desconocido y maléfico, uno de aquellos
genios que decía el chamán que salían a las veredas de las montañas
para echar sus encantamientos y hechizos sobre la gente de bien que
deambulaba por ellas en paz.

Todo fue silencio en un buen rato. Sólo se escuchaban los trinos


de los pájaros que el joven no veía por ningún lado.

—¿Te cuento historias?

Se volvió a escuchar la propuesta.

Niño Huérfano ahora sí estuvo seguro, incluso de lo que había


dicho y de donde había llegado la voz. Venía del propio risco redondo
donde se sentara a descansar.

—¡Sal de ahí! —gritóle el cazador de pájaros a alguien que se


debía esconder tras la singular roca.

Pero de allí no surgió nadie. Por eso el muchacho rodeó la gran


peña con la esperanza de encontrar tras ella a alguna persona o ser y
quedó desilusionado al comprobar que irremediablemente estaba
solo.

La piedra redonda le dijo:

—Soy yo.
Niño Huérfano quedó atónito, sorprendido, sus piernas le
forzaban para que se alejase de allí a todo correr. La piedra le repitió:

—Sí, no te asombre, soy yo.

El cazador de aves, extrañado, preguntó:

-¿Tú?

—Sí, yo. Y te repito la misma propuesta que tanto te extraña:


¿Te cuento historias? —dijo el risco redondo y luego enmudeció.

Niño Huérfano aún no abandonó su recelo y palpó la dura roca


parlante por si en ella había algún conjuro o algún aojamiento.
Cuando comprobó que aquélla era una piedra como cualquier otra
que yacía al borde del camino, dijo:

—¿Qué es eso? ¿Qué significa contar historias?

La piedra volvió a hablar y le informó afablemente:

—Contar historias significa simplemente contar lo que ha


pasado hace muchísimo tiempo.

En joven cazador de pájaros, lleno de curiosidad y recelo, se


acercó algo más a la piedra redonda y le preguntó tímidamente:

—¿Puedes contármelas a mí?

—Puedo si quiero— repuso

—¿Y quieres? —preguntó de nuevo el muchacho.

La insólita roca le hizo su oferta:

—Yo te contaré historias a cambio de los pájaros que tienes.

Niño Huérfano se los dio todos.

La piedra redonda, según lo acordado, contó una historia tras


otra sobre el mundo anterior al mundo entonces presente.

A Niño Huérfano le gustaban tanto estas narraciones que todos


los días salía a cazar y, atiborrado de pájaros, se acercaba al calvero
donde descansaba la piedra parlanchina para cambiarle las aves por
nuevas historias fascinantes y antiquísimas.

Un día acudió a la cita diaria con un niño mayor y poco después


se presentó con dos hombres de su tribu. Todos escucharon
embelesados las magníficas historias que contaba la piedra redonda.
Viendo ésta que sus narraciones eran del gusto de la gente y que
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entre todos ellos se había creado una gran fama y notoriedad, se


dirigió a Niño Huérfano y le propuso:

—Mañana que venga todo el pueblo en masa. Contaré mis


historias para todo aquel que me quiera oír.

El muchacho asintió asegurándole que se haría como ella


deseaba y que el pueblo en masa se presentaría en el calvero para
escuchar sus atractivas leyendas.

Pero la piedra redonda le habló de nuevo poniéndole


condiciones:

—Que venga todo el que lo desee, pero que a cambio de mis


historias cada uno me traiga un regalo de comida.

Así se hizo.

Y desde entonces, cumpliendo fielmente las


instrucciones que diera la piedra redonda, es indispensable
contar estas historias de generación en generación hasta que
el mundo se acabe.

Ahí van las historias que construyeron el pueblo piel roja.


ARANA DE AGUA, LA PEQUEÑA LADRONA DEL FUEGO

(Leyenda cherokee)

En la antigüedad más remota, antes de que existiera el


hombre, sólo eran en el universo dos mundos: el Superior y el
Inferior. El Mundo Medio no había sido edificado y por tanto en el
cosmos solamente anidaban la bondad y el desinterés. Ni ninguna
clase de vida, ni por supuesto la animal, que es la que llegó primero a
la informe y oscura Tierra.

Los animales convivían en el Mundo Superior con los seres


puros y extraordinarios que más tarde adquirieron la categoría de
dioses por las hazañas y realizaciones que llevaron a cabo en
beneficio de todas las demás criaturas que ellos crearon y que
siempre consideraron ellos mismos como entes inferiores porque eran
limitadas en sus poderes.

Con el tiempo, las grandes aves, tanto las de plumaje precioso


como aquellas que lo tenían más común y menos vistoso, las
culebras, los insectos, los grandes y pequeños roedores, los
mamíferos, los que cantaban, trinaban, rugían o bramaban, es decir,
todos los animales se multiplicaron con tanta fuerza que el mundo en
que habitaban, el Superior, resultó ya pequeño para contenerlos a
todos en su seno. Ello causó una gran desazón que se pudo convertir
en crispación entre sus habitantes, porque en él no había espacio
suficiente para que todos pudieran vivir en paz. La insatisfacción se
hizo general y los animales más nobles y más inteligentes decidieron
en asamblea secreta que había que buscar sin demora solución a sus
problemas de espacio y encontrar un nuevo hogar donde instalarse
con comodidad y desahogo.

Escarabajo de Agua ofreció su colaboración, diciendo en medio


del consejo de los animales:

—Yo, debido a mis condiciones especiales acuáticas, me


comprometo a explorar el Mundo Inferior.

Los otros aceptaron encantados diciendo:

—Ve y sumérgete en ese deleznable y aún indefinido mundo,


porque, aunque así sea, nosotros, todos nosotros, necesitamos más
extensión para vivir medianamente satisfechos.
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—Yo, Escarabajo de Agua, visitaré las profundidades oscuras y


odiadas de ese lugar lúgubre e ínfimo y retornaré, con la ayuda de
Alguien Poderoso, al pie de esta congregación con el mensaje ignoto
de las profundidades.

En aquellos lejanísimos tiempos, arcaicos y difuminados sobre


los albores inciertos y traidores del universo, el Mundo Inferior estaba
formado por un tremendo, proceloso e ignoto océano de aguas
bullentes.

Escarabajo de Agua se lanzó, desde lo alto del Mundo Superior,


a las olas negras que rompían en las esquinas pétreas de las
márgenes del mar y sobre los troncos abandonados a la deriva y
semipodridos de árboles que cayeron desde el arriba privilegiado. El
voluntario buceó en las profundas aguas del océano y bajó y bajó
constantemente hasta que pudo alcanzar el fondo del mismo. En él
posó sus pies encima del légamo blando que cubría la orografía
abismal.

Escarabajo de Agua, una vez tocado el fondo y casi sin


descansar, ascendió por las turbulentas aguas hasta la superficie del
siniestro mar y luego se izó hasta el Mundo Superior, donde le
esperaban sus amigos y compañeros que trataban de resolver el
problema de espacio que necesitaban para vivir con dignidad.

Ante el consejo de animales expresó:

—He hallado la solución a nuestra inquietud —y mostró ufano


sus patas llenas de un barro blando y abundante.

Los otros, al verlo, le preguntaron:

—¿De qué se trata?

—Es barro, y barro blando, que se halla en el fondo del Mundo


Inferior —contestó.

—Eso ya lo sabemos —le dijeron y seguidamente le


preguntaron con gran curiosidad—: Pero ¿eso qué significa?

Escarabajo de Agua repuso con cierto nerviosismo:

—No entendéis nada o casi nada.

—¿Qué quieres decir?

El buceador contestó:

—¿Es qué no podéis ver en esto —mostró sus patas manchadas


de cieno— el principio de nuestra gran solución?
Los demás quedaron atónitos, desconcertados, porque no
comprendían las palabras del compañero que expusiera su vida en
beneficio de todos.

—Es que... —balbucieron sin saber muy bien por qué lo hacían.

Escarabajo de Agua los reunió a todos y les explicó:

—Este barro que tengo sobre mi cuerpo vosotros lo veis como


una suciedad, pero en realidad es un auténtico principio de vida, el
milagro que me va a permitir, con la asistencia de Alguien Poderoso,
edificar un nuevo mundo para que todos nosotros lo habitemos con
holgura.

La alegría y el regocijo cundió entre los presentes,


extendiéndose al resto de la población animal que vivía sórdidamente
en aquel paraíso que se les estaba quedando pequeño.

El voluntario buceador, disponiéndose a llevar a cabo la


continuación de su hazaña, expresó:

—Vuelvo otra vez al Mundo Inferior, amigos, y cuando regresé,


si es que lo hago, habré construido un nuevo mundo, una enorme isla
en la que nos hemos de instalar.

Escarabajo de Agua se lanzó desde las alturas del Mundo


Superior a las tenebrosas y rugientes aguas del océano, y se perdió
de la vista de sus compañeros que, egocéntricos, estaban contentos
de que fueran otros quienes les resolviera sus problemas. Pero no
sólo no estuvieron satisfechos con la acción del valiente compañero
sino que, en medio de su comodidad y hedonismo, comenzaron a
dudar del éxito que pudiera obtener con su riesgo. Incluso entre ellos
se decían:

—Nunca lo va a lograr. Si ha de construir un Mundo nuevo


transportando poco a poco el lodo que lleva en sus patas, primero nos
sobrevendrá el desánimo y el abandono que veremos con nuestros
ojos el lugar que nos prometió.

Mientras estos animales criticaban la actitud optimista y


decidida de Escarabajo de Agua, éste, situado encima de un
tremendo y retorcido tronco de roble que flotaba bamboleante sobre
las negras olas del mar, dedicaba sus esfuerzos a construir con el
barro que sacaba de entre los dedos de sus patas, que nunca se
acababa, un gran montículo que con paciencia y tesón "se convirtió
en la isla del Mundo Medio".

El héroe retornó al Mundo Superior y mostró a sus congéneres


la magnificencia de su obra, solicitando de ellos que accedieran
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trasladarse a la isla que había sido especialmente construida para que


la disfrutaran.

—Primero la hemos de ver —dijeron.

Fueron juntos a visitarla, la inspeccionaron detenidamente y, al


percatarse de que aún la consistencia del barro con que fuera hecha
era blanda, dijeron poseídos de un falso orgullo que no demostraba
más que ignorancia en sus palabras:

—Nosotros en masa rehusamos la oferta que nos haces para


trasladarnos a este inseguro Mundo Medio hasta que el barro con que
fue construido esté seco del todo y su firmeza sea como la de la roca
dura que se agarra con fuerza a las entrañas de la tierra.

Escarabajo de Agua quedó pensativo y preocupado ante aquella


actitud desairada que mantenían los otros animales frente a él y sus
esfuerzos, y humillándose ante ellos les preguntó con modestia y
servilismo:

—¿Y qué podemos hacer para que la isla se consolide como un


peñón en medio del mar?

Ellos repusieron:

—Acelerar su secado...

Pero uno de los presentes dijo:

—Ese Mundo hecho de barro y sumergido en todo momento


entre las aguas no va a secar jamás y me temo —se dirigió al valiente
buceador y constructor de la isla— que tus esfuerzos habrán sido
vanos. La estrechez en que vivimos en este Mundo Superior creo que
será más bonancible que el remojarnos constantemente nuestras
patas y nuestros traseros en las procelosas e inseguras aguas negras
del océano.

Escarabajo de Agua, al que no le parecía eso tan malo porque a


él le gustaba vivir en un ambiente de humedad, quedó desazonado,
desanimado, porque veía cómo sus ilusiones y sus esfuerzos se
desvanecían a su alrededor como si se tratase del humo de una
hoguera.

Uno de los animales más viejos que componían el consejo,


compadeciéndose del héroe al verlo tan abatido y triste, levantó la
voz para que se le oyese y dijo:

—¡Id y buscad a Gran Buitre y que se presente ante este


consejo con urgencia!
Una ave corredora salió del lugar como una exhalación en busca
del gran pájaro de rapiña para comunicarle el encargo. Mientras, los
demás se acercaban al que diera la orden para averiguar y escuchar
la explicación de la ocurrencia que había tenido.

—¿Qué vas a hacer? —preguntaron.

Él se dirigió a Escarabajo de Agua y le dijo:

—Uno de éstos —y señaló a los presentes— ha dicho que había


que acelerar el secado de la isla del Mundo Medio...

—Sí... —afirmaron sin mucho convencimiento.

—... pues eso es lo que pienso hacer.

En medio de esta conversación llegó Gran Buitre que,


inclinándose ante los animales del consejo, preguntó:

—¡Aquí estoy! ¿Qué queréis de mí?

El animal viejo al que se debía el plan enigmático que nadie


conocía díjole:

—¡Queremos tu ayuda, sólo eso!

Gran Buitre preguntó:

—¿Qué debo hacer?

El animal viejo le ordenó:

—Extiende tus alas.

El gran pájaro obedeció y sus alas cubrieron todo el espacio


visible que se abría ante ellos.

Su mandatario le volvió a ordenar:

—¡Bate tus alas!

La enorme rapaz bazuqueó sus alones extendidos, sus robustos


brazos cubiertos de grandes y pulidas plumas, los batió con tanta
fuerza que la corriente de aire que generó tuvo tanta intensidad que
arrancó árboles de sus troncos y arrastró hasta la lejanía los cuerpos
de los animales más débiles.

—¡Detén tu afán!

Gran Buitre obedeció y quedó quieto, silencioso, en el lugar que


estaba, esperando, con cara de lerdo, una nueva orden de aquel que,
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por lo visto, mandaba en el reducto exclusivo de animales.

El más viejo de ellos, que llevaba la voz cantante, le mandó:

—¡Extiende tus alas, bátelas con fuerza y desciende al Mundo


Inferior sobre cuyas aguas hallarás una gran isla de barro; sitúate
sobre ella, cúbrela con tu envergadura y no pares de agitar tus alas
hasta que el barro se convierta en terracota sólida y duradera que
nos permita pisarla, habitar el Mundo Medio con seguridad!

Gran Buitre siguió al pie de la letra los mandatos que le hiciera


el consejo de animales. En las distintas pasadas que hacía la rapaz "a
veces volaba tan bajo que sus grandes alas golpeaban el barro
blando, creando valles y grandes montañas", que un día se
convertirían propiamente en la Tierra.

Cuando ya el Mundo Medio estuvo en condiciones, los animales


descendieron del Mundo Superior para vivir en él y se dieron cuenta
que...

—...la Tierra permanece en la oscuridad.

La luz no existía, la gran isla del Mundo Medio estaba sumida en


la penumbra.

—Hay que tomar la luz que existe en abundancia en el Mundo


Superior y trasladarla a la Tierra —dijeron

Y "tomaron el Sol del Mundo Superior para que les


proporcionara luz".

"Los animales tuvieron dificultades en determinar la distancia


entre el Sol y el suelo, y descubrieron la posición correcta después de
siete intentos."

Acudieron a Alguien Poderoso para que fuese en su auxilio y les


concediera el beneficio de transportar el Sol a la Tierra. Aquél tuvo
compasión de ellos, los comprendió y les prometió:

—Os concedo a todos los habitantes de la Tierra que cada día


se abra por dos veces la gran bóveda de piedra del cielo. Una para
permitir al sol entrar en la Tierra "y otra al anochecer cuando el Sol
se va".

No obstante el privilegio que concedió Alguien Poderoso a la


comunidad de animales terrestres, las noches en aquella isla del
Mundo Medio resultaban frías y la Luna, que brillaba en lo alto del
Mundo Superior, no daba calor ni frío.

Todos los animales, ateridos y temblorosos porque no


conseguían que el calor llenase sus cuerpos, se vieron obligados a
recurrir de nuevo a sus parientes que habían quedado en el Mundo
Superior y, sollozando, les requerían:

—Por favor, hermanos, amigos, familiares, allegados, venid en


nuestro auxilio. Un día abandonamos el hogar en que nacimos, para
que nos beneficiáramos todos con esta bonanza del espacio suficiente
y hemos quedado atrapados aquí, en este Mundo Medio, sumidos en
la tristeza y el helor de la noche. ¡Acudid en nuestro socorro o todos
moriremos de frío! Porque vivimos en esta gran isla como
desterrados, como si vosotros, desde el cielo, nos hubieseis
condenado.

Los parientes se compadecieron de ellos y desde su Mundo


Superior les enviaron una gran tormenta.

Los animales desgraciados vieron con sus propios ojos cómo un


gran rayo centelleante salió del Mundo Superior y restallando como
un látigo sobre sus cabezas caía sobre el tronco semipodrido de un
sicómoro hueco, golpeándolo con tal fuerza que lo lanzó muy lejos,
cayendo sobre las aguas.

Sus parientes les habían enviado el fuego.

El tronco de sicómoro ardía sin consumirse, pese a que lo hacía


sobre las aguas tenebrosas del océano.

Los animales contemplaban la gran llama anaranjada y


humeante que emergía de las aguas. Desalentados y ateridos, se
preguntaron entre ellos:

—¿Quién ira a rescatar el fuego?

Los animales conferenciaron como siempre solían hacer cuando


aparecía algún inconveniente e insatisfacción en sus vidas.

Cuervo se ofreció para cumplir la misión de recuperar el fuego:

—Soy ágil y astuto. Volaré sobres las aguas y os traeré la tea


ardiente con que calentaremos nuestros cuerpos gélidos.

Era el tiempo en el cual este pájaro tenía las plumas blancas.

Todos aceptaron el ofrecimiento y quedaron viendo partir al


amigo que les iba a salvar de aquella condenación helada. Estuvieron
esperando atentamente el regreso de Cuervo. No llegaba y cuando lo
hizo quedaron desencantados. No traía con él el fuego. Sin embargo,
arribaba con las plumas ennegrecidas por el humo y el calor. Desde
entonces el plumaje de esta ave es de un intenso color negro sin
brillo, de hollín.
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Hubo nuevos ofrecimientos. Primero fue Lechuza y fracasó.


Luego le siguió en su propósito Búho Pululante y le sucedió lo mismo.
A estos dos le siguieron Caballo Negro Pura Sangre y Culebra Negra,
que igualmente sufrieron en sus carnes la marca del fuego y no
consiguieron sin embargo robar una sola ascua de fuego.

Cuando todo parecía condenado al fracaso se presentó ante la


asamblea la pequeña Araña de Agua y dijo a todos ellos:

—Yo seré quien os traiga la brasa ardiente que nos ha de


calentar. Todos vosotros os habéis obstinado en conseguirla, pero
para ello hay que tener alguna condición más que el simple arrojo y
valor.

Los animales quedaron perplejos y admirados, y, aunque


desconfiaron de las promesas que les hiciera el pequeño animal
acuático, le enviaron a cumplir la misión de hurtar el fuego para no
desmoralizarle.

Ante el asombro de todos los animales Araña de Agua, antes de


partir, se puso a tejer pacientemente una cazoleta y cuando la tuvo
terminada se la colocó sobre sus espaldas y se dispuso a marchar en
busca del fuego.

Los animales le preguntaron:

—¿Qué piensas hacer con la cazoleta?

Ella repuso:

—Esconder en su interior el fuego. Dentro de ella lo


transportaré. De ese modo el fuego no podrá vencerme con su
quemadura que inutiliza. Ésa es la dentellada dolorosa que recibieron
en sus carnes mis antecesores.

Efectivamente, Araña de Agua retornó llevando a su espalda el


rescoldo de fuego que había de ser el principio de la gran pira que
calentó para siempre los hogares de los animales y la gran isla del
Mundo Medio que se llamó Tierra.
UN SACO LLENO DE VERANO

(Leyenda crow)

Mujer de Corazón Fuerte se escondía en la tienda que se


levantaba en lo más alto de la cordillera picuda y escarpada que
hería, en los días de nublos y torrentera, los cielos algodonosos y
oscuros que encierran la apretada lluvia que ha de caer sobre las
praderas y correr desbocada como corcel frenético por los cauces de
barrancas y arroyos repletos de cascotes y reptiles que guardaban
sus hediondos nidos en las riberas abruptas, jóvenes, de los esteros.

Mujer de Corazón Fuerte era la encargada de aventar, desde


sus alturas, sobre el país de los crow el invierno, de modo y manera
que este pueblo permanecía eternamente con los rigores de la
estación fría, mientras que el verano la ladina mujer lo lanzaba hacia
las tierras del Sur, con lo que ellas siempre estaban sufriendo los
sofocos de la estación estival.

La mujer afortunada, la poderosa —de seguro una diosa o un


hada bajada a la Tierra desde el Mundo Superior—, pero igualmente
caprichosa por la forma tan arbitraria que tenía de administrar su
excepcional don, escondía en lo más recóndito de su cabaña una serie
de sacos de colores que apilaba en la cueva excavada sobre la roca
viva de la montaña, dentro de los cuales guardaba escrupulosamente
el verano y el invierno. En ello tenía sumo cuidado, porque
precisamente en esos sacos es donde residía la fuerza del poder que
tenía sobre los humanos. Ellos eran la única herencia y riqueza con
que fue dotada antes de ser expulsada del Mundo Superior. Por tanto,
su verdadera preocupación era que estuviesen seguros y bien
custodiados para que no se perdiera ninguno. Por eso la mujer todos
los días, antes de entregarse al sueño letárgico que necesitaba para
subsistir en la Tierra, contaba y recontaba el número de los sacos
para cerciorarse de que no había sido robada por nadie. Con ese
innoble afán, propio de los avaros, la insidiosa mujer permanecía
junto a ellos, donde le sobrevenía la dormición que la hacía pasar
toda la velada en el tabuco que los contenía.

En aquel mundo de semioscuridad y frío vivía Coyote Hombre


Anciano, un ser legendario y clave en el desarrollo de la vida de los
hombres del Mundo Medio. Un héroe descendido de los cielos y
enviado para organizar, aunque fuera torpemente, la vida de los
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pieles rojas.

Coyote había alcanzado el sobrenombre de Hombre Anciano


después de vivir una larga vida azarosa y sin control alguno, yendo
de un lado para otro sin freno por la vida. Siempre fue considerado
como un héroe y una figura cómica y ridícula. "Creó el mundo tal
como lo conoció y fue reverenciado, por tanto, como un creador y un
transformador, pero también se le consideraba como un embaucador
astuto y un tonto glotón. A veces se le echaba la culpa a su
estupidez, avaricia, curiosidad y falta de previsión por las dificultades
de los hombres, como la caza, los partos, el invierno y la muerte."

Coyote, en su juventud, fue un embaucador y un creador; era


el hermano menor del más responsable Lobo. El Creador lo envió a la
Tierra para que preparase el lugar en el que tenía que vivir y
desarrollarse el hombre, cuya llegada al Mundo Medio era inminente.
"Aunque limpió la tierra heroicamente de monstruos malos, también
cometió inadvertidamente muchos errores que eran a la vez
divertidos y trágicos, y ordenó el mundo de formas que no siempre
eran las más lógicas y justas."

Coyote, antes de llegar a ser Hombre Anciano en sus aventuras


y desventuras más o menos desgraciadas y ridículas murió muchas
veces, pero siempre estaba a su lado Zorro para retornarle a la vida,
insistiéndole en que cumpliera con sus ineludibles deberes que le
habían sido asignados por el Creador.

Las hazañas de Coyote fueron innumerables. Se le contaban


numerosas mujeres que desposó según donde se desarrollara su
existencia. Entre sus esposas más conocidas se cuenta Topo y
Comadreja, y también tuvo otra que era la esposa de Trueno, a quien
él se la raptó.

En su juventud Coyote luchó con ahínco y con extrema


laboriosidad para poder eludir las malvadas acciones de Anteep, el
protervo señor del Mundo Inferior; hazaña de la cual salió triunfante.

De este modo, y tras una larga sarta de aventuras y


desventuras, de aciertos, desaciertos y desconciertos, este extraño
ser superior, medio astuto y medio lerdo, ridículo y cómico, envejeció
lo suficiente para que los hombres, que largamente vivían ya sobre la
Tierra, le pudieran nombrar como Coyote Hombre Anciano.

Vivía el héroe viejo en la tierra de los crows azotada e invadida


por el extremado helor, el eterno invierno a que la había sometido
caprichosamente Mujer de Corazón Fuerte. Estaba desesperado con el
intenso frío que pasaba en el ocaso de su existencia. Cubierto por la
gran frazada hecha con las cuatro pieles de los osos que venciera y
matara en su juventud, tiritaba y maldecía a la mujer deshonesta y
cruel. Un joven solía acercarse a él con la intención de calentarse un
poco arrimándose al primitivo edredón que cubría su cuerpo. Coyote
Hombre Anciano no pudo aguantar más y dirigiéndose al muchacho le
comunicó su decisión:

—Me voy...

El joven le interrumpió asustado por la reacción grave del


anciano:

—¿Adonde irás?

—Me voy detrás del verano. No aguanto más este frío que ataca
sin consideración a mi artrosis —declaró el héroe de leyenda colérico.

El joven piel roja le rogó:

—¿Es que, Coyote Hombre Anciano, no has corrido bastante


durante tu vida? ¿Es que no deseas asentarte de una vez y
regalarnos, regalarme a mí, con tu sabiduría y con el relato de tus
hazañas y epopeyas?

El enviado del Creador le dijo serenamente:

—Es que mis aventuras y misión no han acabado aún, aunque


tú y gentes como tú me apodéis "Hombre Anciano" —descansó un
momento en su perorata, miró desde su silencio a su alrededor, se
percató de que el frío agostaba hasta el verdín y el moho que crecía
entre las piedras, de que la capa de hielo fina sustituía al agua
cristalina y traslúcida que llenaba el lago, luego tornó la cándida luz
de sus ojos hacia el joven amigo y le expresó—: Debo embarcarme
en una nueva aventura. He de conseguir para vosotros, los crow, un
clima mejor, benigno, aquel que pueda permitir la vida fácil en estas
grandes llanuras.

El muchacho piel roja preguntó, abriendo mucho sus ojos:

—¿Y no has de volver más por aquí?

Coyote Hombre Anciano mostró una hueca y lerda sonrisa en su


rostro antes de contestar al joven amigo.

—Eso no lo sé. Lo que sí sé es que estas excelentes llanuras


que se abren en el gran país crow volverán a ser feraces, a hervir con
el aliento de la vida —y añadió tristemente—: El que yo vuelva a este
lugar o no carece de importancia. No soy yo quien ha de decidir esto.

El muchacho quedó apenado, callado y pensativo.

Coyote Hombre Anciano observóle estúpida y largamente y de


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inmediato se acercó a él y le dijo:

—Para ir detrás del verano necesito tu ayuda.

El piel roja, al escuchar estas palabras, salió de su letargo. Sus


pupilas le brillaron con una luz de esperanza, con ganas de agradar y,
acercándose al anciano aventurero, le preguntó esperanzado:

—¿Qué puedo hacer por ti? Sabes que estoy dispuesto a


ayudarte en lo que sea, incluso a seguirte fielmente como un can en
tu hazaña

La ansiedad llenaba el pecho del joven.

El otro le calmó y le apaciguó, diciendo:

—No es a ti precisamente a quien necesito para completar mi


aventura.

—¿No? —preguntó desilusionado el joven. E inmediatamente


añadió—: ¿Qué es lo que necesitas?

Coyote Hombre Anciano le dijo confidencialmente:

—Sé, porque tengo poderes para ello, que debo llevar en la


aventura de robar el saco lleno de verano cuatro animales machos
que me son imprescindibles para triunfar en este lance que me he
propuesto.

El muchacho crow quedó pensativo y en seguida preguntó:

—¿Son indiferentes los animales que debes de llevar contigo?

—Lo son —confirmó el anciano arrebujado en su manta de pelo


de oso. Y añadió—: La única condición es que los cuatro sean
machos.

—Te los traeré.

Y se perdió en la lejanía gris y helada de las llanuras.

Coyote Hombre Anciano aún tuvo tiempo de gritarle:

—¡Aquí estaré esperando a que regreses con las cuatro bestias


macho!

El muchacho ni se volvió para asentir.

El viejo aventurero y embaucador se emburujó dentro de la


frazada, tapó con ella hasta su cabeza y cayó en una especie de
letargo invernal en el cual ni comió. Sólo suspiraba de cuando en
cuando, sacando un ojo por una de las esquinas de la manta de piel
de oso por ver si llegaba el mozalbete.

—¡Ya estoy de regreso, Coyote Hombre Anciano!

El murmullo del jadeo del joven llegó a los oídos del aventurero
que, curioso, se desarrebujó y contempló ante sí al piel roja crow.

—¡Mira lo que te he traído! —díjole.

—¡Acércate más para que lo pueda ver mejor!

El indio le obedeció mientras decía en son de disculpa:

—No sé si te van a servir.

Coyote Hombre Anciano, interesado, le preguntó:

—¿Qué me traes?

—Cuatro animales. Son los únicos que he encontrado entre la


llanura y el bosque —contestó el muchacho.

Desconfiado, el héroe legendario preguntó:

—¿Son machos?

—Lo son.

—¿De quiénes se trata?

El joven piel roja se los presentó delante, a la vez que los iba
nombrando con cierta timidez por si había cometido algún error y no
le servían:

—Son un ciervo, un coyote, una liebre y un lobo.

Coyote Hombre Anciano sonrió satisfecho, haciendo una mueca


llena de estulticia y estupidez. Y expresó:

—Ésos son precisamente los animales que me van a ser más


útiles. Son rápidos en su carrera y más resistentes que yo mismo.

—Entonces ¿son de tu utilidad? —preguntó el crow satisfecho


de poder ayudar en algo al viejo héroe.

—Si tenemos que huir a todo correr ellos son los adecuados.

Los dos hombres se despidieron y Coyote Hombre Anciano


comenzó su larga caminata que le había de llevar hasta la tienda de
Mujer de Corazón Fuerte acompañado de los cuatro animales machos.
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"Con el fin de levantar pasiones sexuales Coyote Hombre


Anciano se convierte en un alce..."

... acompañado de los cuatro machos comienza a escalar el alto


macizo montañoso en una de cuyas cumbres tiene su morada la
insidiosa y caprichosa mujer que enviaba hacia las llanuras del Norte
el gélido invierno. Tras arduos esfuerzos y sufrimientos Coyote
Hombre Anciano consiguió llegar hasta el umbral de la tienda de
Mujer de Corazón Fuerte. Astuto y ladino como era el aventurero
legendario, urdió una trama para engañar a la dueña de los sacos
llenos de verano y se dispuso a llevarla a cabo. Para ello lo primero
que hizo fue reconvertirse de nuevo en su propia figura
deshaciéndose de su personalidad de alce, que sólo le había servido
para escalar mejor los riscos y las cumbres, en su propósito de llegar
a donde estaba.

Coyote Hombre Anciano, de súbito y ante la puerta de la casa


de Mujer, comenzó a dar alaridos, gritos, pitidos, ronquidos, toda
clase de sonidos estridentes con los que llamar la atención de ella.
También conminó a sus cuatro ayudantes machos, el ciervo, el
coyote, la liebre y el lobo, a que berrearan y ladraran, que
alborotaran lo más posible para que Mujer cayera en la trampa.
Luego él mismo, cuando escuchó movimiento dentro de la tienda, se
escondió tras una roca que se alzaba junto a la puerta de la misma y
ordenó a los cuatro animales machos que no cesasen en su jarana.

Mujer de Corazón Fuerte, intrigada y curiosa, salió de su refugio


y demandó por aquel, o aquellos que atronaban con gritos, berridos y
aullidos frente a su morada.

En el momento en que la mujer, indignada, salía al exterior con


la maldición y la queja en su boca, Coyote Hombre Anciano se libró
de su escondite y con gran disimulo y sigilo aprovechó la oportunidad
de introducirse dentro de la casa donde Mujer guardaba con tanto
celo sus sacos llenos de verano.

Mujer de Corazón Fuerte, percatándose de que todo aquello era


una vil y mal organizada añagaza, se dio la vuelta y vio al
embaucador héroe que se colaba en su casa y se lanzó tras de él,
insultándole y agrediéndole con gran saña.

—¡Toma, sal de ahí, abandona mi casa!

Agarrados en lucha personal los dos seres bajados del Mundo


Superior, luchaban con gran ahínco y ferocidad. En la pelea el hombre
consiguió sobreponerse ligeramente a la mujer y aprovechó ese
instante para pintarle la cara con una pintura medicinal que portaba
escondida en sus alforjas. En realidad, aquello era un hechizo mágico
que hizo que Mujer de Corazón Fuerte quedara inmóvil y desposeída
de todos sus poderes sobrenaturales.

Coyote Hombre Anciano se introdujo tranquilamente en el


interior de la tienda y le robó el saco que contenía el verano, con la
mayor alevosía. Luego con él al hombro se alejó del lugar, corriendo,
camino de las grandes llanuras de los indios crow.

"Corre con él hasta que se cansa..."

Entonces le pasó el saco a coyote, que enfiló las veredas y los


recovecos de las sendas montañosas hiriéndose en las patas hasta
caer extenuado. Es entonces la liebre quien le releva en aquella
carrera contra reloj del traslado del saco, la cual corre hasta caer
reventada por el cansancio. Asimismo el ciervo se hace cargo del
pesado saco que contiene el verano y, saltando de peña en peña,
desciende a las llanuras hasta que en un traspié resbala y queda
tendido, moribundo, junto al tronco de un gran sauce, y muere junto
a la preciada carga que tienen que transportar. Es entonces cuando el
corpulento y robusto lobo de pelaje negro toma por su cuenta el saco
y corre con toda la energía y poder que le confieren sus músculos
para llevarlo hasta la región de los crow. Cuando llegó a ella, abrió el
saco que apresaba al verano delante de los pieles rojas que habitaban
ese lugar dejándolo libre y...

"... y se llega al acuerdo de que cada país en adelante


tendrá verano e invierno."
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CUERVO, AQUEL CUYA VOZ ES OBEDECIDA, EL LADRÓN


DEL SOL

(Leyenda haida)

"We-gyet era habilidad sin sabiduría, poder sin


miramientos por las consecuencias. Era tan despreocupado y
petulante como un niño mimado y consentido, y sin embargo a
menudo tan conmovedor como un no querido... We-gyet
estaba atrapado entre el espíritu y la carne. No era un hombre
y, sin embargo, era todos los hombres."

Cuervo —We-gyet—, a pesar de que él mismo se creía dentro


del mundo haida un ser importante y especial, que poseía harta
iniciativa en las cosas del mundo y de su creación, no era más que,
para aquellos seres importantes dentro del Mundo Superior, un
instrumento secundario puesto en las manos del Creador para que le
auxiliase en todas aquellas acciones o misiones que él le
encomendara y que, de carácter secundario, no desease resolver
personalmente, ni enfrentarse directamente con aquellos pieles rojas
que tendrían que beneficiarse con ello.

Cuervo —Aquel Cuya Voz Es Obedecida— en el principio de los


tiempos fue enviado al Mundo Medio, donde habitaban el hombre y
los animales, compartiendo amigablemente a veces y otras no tanto
el territorio creado para acoger a todos los excedentes humanos y
divinos que sobraban en el Mundo Superior, por la voz del Creador
que le habló conminándole a que cumpliera sigilosa y prudentemente
la misión para la que había sido creado en el cielo. El Señor le habló
con solemnidad:

—We-gyet, amigo Cuervo, en el blanco de tus plumas llevarás


la grandeza de mi mandato.

El ser aludido, lleno de sorpresa y desazón, se atrevió a


preguntar a aquel cuya voz se escuchaba pero no se le llegaba a ver
jamás:

—Señor, tú que me hablas escondido tras el tocón herido de la


noble acacia, te he de decir que nada llego a colegir de tus palabras
misteriosas, que quizá dentro de ellas guardan un profundo y
recóndito secreto —calló durante unos segundos, en los que buceó de
nuevo en las palabras ininteligibles del Señor y, como no hallara la
solución al enigma que encerraban, suplicó añadiendo—: Ayúdame,
señor, a entender el mensaje que me envías, que yo, con mi
proverbial sabiduría e integridad, las atenderé con fidelidad, la que te
debo por ser la deidad a la que sumisamente acato.

El Creador soltó una carcajada despectiva al escuchar a Cuervo


y su infeliz perorata. Luego, sin asomar para que le viera, tronó con
voz de trueno:

—¡Ni eres inteligente, ni eres íntegro, We-gyet!

El pájaro aludido sacudió sus blancas alas en señal de


reverencia y sumisión por haber sido tan certeramente violentado
ante los demás espíritus presentes y, escondiendo ligeramente su
rostro picudo entre el plumón de su pecho, avergonzado por la
desfachatez de lucir virtudes que no poseía, osó decir:

—Pero soy astuto.

—Por eso dices de ti atributos que no tienes porque yo no te


concedí —expresó la voz del Creador ciertamente enojada.

Cuervo, deseoso de no hurgar más sobre aquella cuestión en la


que se había comportado con tanta infidelidad, preguntó sumamente
prudente:

—¿Para qué me has llamado? ¿Qué quieres hacer de mí?

—Deseo que obres en mi nombre, que concedas mercedes a los


habitantes del Mundo Medio, las que yo no soy capaz de dar porque
no me digno visitar tan imperfecto lugar —le contestó la voz que se
escondía detrás del tronco quemado por el rayo que lanzara la
tormenta.

Cuervo preguntó con urgencia:

—¿Cuál ha de ser mi misión?

—Una de peregrinaje, que te gustará.

—Ordena, Señor, que ya estoy presto a obedecer.

La voz del Creador, con serenidad y sosegadamente, le fue


diciendo:

—Has de bajar al Mundo Medio y en él te posarás con mi


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encargó.

—¿Cuál será ? ¿Dónde viviré?

—No has de tener casa alguna.

—¿Dónde me cobijaré en las noches frías de ese hostil mundo


sin calor? —preguntó preocupado y sollozante Cuervo.

La voz le indicó:

—Eso será tu voluntad—calló un instante para escuchar los


gemidos del servidor y luego añadió—: Yo te envío a que recorras
todo el mundo, por todo el cosmos, para que hagas este viaje en mi
nombre como un héroe y que allá por donde vayas termines el
trabajo de la creación que yo inicié.

Aquel Cuya Voz Es Obedecida —Cuervo— obedeció a su vez a


su deidad superior en el cielo. Abrió sus amplias y blancas alas y se
lanzó al vacío, volando con energía y fuerza los espacios neutros que
a ningún otro mundo pertenecían y luego como una exhalación se
introdujo en el Mundo Medio, en la Tierra todavía sin acabar de crear,
donde debía llevar a cabo la misión que le encomendara su padre
celestial, el Creador de todo el universo.

Cuando Cuervo ya estaba en el espacio etéreo dispuesto a


iniciar su viaje pudo escuchar la última recomendación que le hacía el
Creador:

—Gracias a tu astucia y también a tu torpeza, We-gyet, a


menudo serás sin desearlo ni buscarlo "el benefactor de muchas
comunidades humanas", pues tú, con tu ineptitud, les llevarás "el
primer salmón, las primeras bayas y otros regalos como el Sol y la
Luna, las estrellas, las mareas, los ríos y los arroyos".

Cuervo no escuchó más. Cayó sobre la Tierra y en ella vagó por


todos sus rincones más recónditos y ocultos llenando de vida y de
dádivas por allá por donde iba pasando.

El largo peregrinaje de We-gyet por los caminos, las aldeas, los


cubículos y los palacios de la Tierra resultó ser un largo rosario de
indignidades miserables que le valieron el sobrenombre de El
Embaucador, porque el único sentimiento sobre el que asentaba su
inestable existencia de bufón ridículo y dubitativo era su voraz
búsqueda de comida y sexo, que lo trasformó en un monstruo
lujurioso insaciable que con harta frecuencia tuvo que protagonizar
ante los humanos el papel de tonto que se avergonzaba casi siempre
de los actos que tímidamente y lleno de dudas osaba realizar.
Cuervo, para mayor denigración suya, en los lances amorosos
en los que se le vio comprometido, todos resueltos por los caminos
del fraude, la embaucación y la mentira, salió pese a ello, como lerdo
y poco avispado que es, dañado o perdiendo parte de su anatomía.
Gracias a su astucia —con lo cual se convirtió igualmente en un ser
medio hombre, medio pájaro, frenéticamente contradictorio—
adoptaba disfraces de humanos o de animales para engañar así a sus
víctimas y obtener de ellos beneficios sexuales ilícitos.

Un viejo pescador, conocedor de los cortos alcances de su


mente, sentado a orillas del río abundante en barbos, percas y
salmones, se acercó al infeliz monstruo y le embaucó con falsas
penalidades, tristezas y calamidades para que robara el cebo de un
anzuelo con el cual el hombre podría pescar en el río alimento para él
y su esposa que se morían de hambre, ya que en su ancianidad sus
fuerzas le habían abandonado y no podía cavar en el suelo en busca
de la sabrosa lombriz de tierra que usaba como carnada con que
engañar a los grandes peces. Cuervo quiso ser complaciente con el
pescador y, acercándose a la caña que sostenía anzuelo y cebo,
alargó su pico para consumar el hurto, con tan mala fortuna que
aquéllas resbalaron y se llevaron con ellas enganchado el apéndice
córneo del ave hasta que se le desprendiera de su cara.

We-gyet, "malhumorado y avergonzado, se pasea alrededor de


la aldea del pescador con una manta cubriéndole el rostro hasta que
recobró el pico", huyendo de aquel lugar ante la burla y los insultos
que tuvo que soportar de la chiquillería de la tribu, así como los
repullos de los guerreros hechos y derechos que le lanzaban piedras y
los excrementos de los perros que, al ver a sus dueños irritados
aunque divertidos, le ladraban enconadamente.

De aquella aldea Cuervo corrió por los caminos hasta otros


lugares en los cuales, olvidado ya su sinsabor y apretado por sus
anhelos sexuales, trató de calmarlos urdiendo al menos en su mente
algunos lances amorosos en los cuales sedujo a algunas bellas
mujeres, así como también a hermosos mancebos que engatusó con
sus disfraces y sus mentiras. Pero de nuevo tuvo que salir por piernas
de la aldea porque, descubierto por sus pobladores, fue expulsado
violentamente del lugar cogido in fraganti en un acto de zoofilia,
emparejándose con una hermosa yegua enana y torda de turgentes y
abultadas grupas. Tuvo el monstruo que abandonar por la vía de la
rapidez su disfrute y, como su pene era tan largo y le estorbaba en su
carrera, no le quedó otro recurso más que "enrollarlo alrededor de su
cuello como un lazo" y escapar bajo una lluvia de cantos de río,
denuestos y cacareos que hasta las aves de la tribu le persiguieron en
su huida, propinándole más de un picotazo que hicieron sangrar sus
carnes.
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Ya lejos de los peligros que le aguardaban en la aldea piel roja,


Cuervo se puso a reflexionar sobre la situación en que se hallaba
frente al Creador y la misión que le encomendara sobre la Tierra. Al
cabo de mucho rato de pensar, se dijo que estaba satisfecho con la
forma con que estaba cumpliendo el encargo que le confiara, allá en
el Mundo Superior, el Creador. Pero, repasando una vez más todo el
repertorio de presagios que le hiciera el señor del mundo de arriba,
se dio cuenta de lo bien que había hecho las cosas; que los humanos
y los animales habían recibido grandes beneficios por medio de su
mano, aunque éstos fueran en contra de su voluntad, pero que le
faltaba para cumplir el encargo recibido el llevar a cabo uno de los
augurios que le pronosticó el Creador. Se dijo:

—He de regalar a los hombres el Sol, la Luna y la caja de la luz


del día.

Quizá ello no lo había hecho por desidia o abandono, por falta


de ganas de trabajar; pero en seguida se dijo que tal vez lo más
acertado sería admitir que había eludido estas misiones por temor a
tomar sobre sus espaldas demasiada responsabilidad. Pero también
se dijo que ésta era una cuestión que no debía demorar más y se
dispuso a llevarla a cabo, pues la humanidad tenía derecho a conocer
la luz tanto diurna como nocturna.

Cuervo, pues, se dispuso a robar el Sol.

Lo primero que hizo Aquel Cuya Voz Es Obedecida fue dirigirse


a la mansión del jefe del Cielo, penetró en ella subrepticiamente y,
rodando con sigilo por los pasillos de la casa, alcanzó la puerta de la
habitación de su hija, se convirtió en una aguja de conifera y se coló
en ella. La muchacha descansaba sobre su endoselado lecho y
mientras ella dormía Cuervo, en su nueva forma, se dejó caer dentro
del vaso de agua que se posaba en la mesilla adjunta a la cama.
Cuando la hija del amo de la casa despertó lo primero que hizo fue
beber el vaso de agua y con él al astuto pájaro que llevaba con él la
misión de robar el Sol.

La muchacha, sin percatarse de nada anormal en su


comportamiento y actitud, continuó su existencia al lado de su padre
en la morada principal. Pero cuando pasaron unos tres meses del
sueño fatal se percató de la nueva situación en que se hallaba su
cuerpo, y así se lo dijo a su padre:

—Me encuentro embarazada.

El jefe del Cielo alejó de sí la primera sorpresa que le produjo la


noticia y, sin ninguna clase de aspavientos ni dramas, abrazó a su
hija, adelantándole que:
—Estoy muy satisfecho, hija mía. Cuánto te agradezco que me
des un nieto. Es lo que he esperado anhelante durante mucho
tiempo.

La hija, sorprendida con la actitud del padre, incluso se atrevió


a oponer:

—Pero yo... yo no sé por qué... no entiendo nada.

El jefe del Cielo le recomendó:

—Olvídate, mujer; yo sólo pienso en mi nieto.

Con ello acabó toda posible conversación.

Llegó el día en que su hija dio a luz un niño. Debido quizá al


trastorno del parto, la muchacha quedó sumida en un profundo
sueño. De inmediato apareció en la habitación Cuervo que, mirando
con embeleso al recién nacido, se dijo:

—Ésta es la ocasión. Ahora que duermen tanto madre como


hijo.

Tomó We-gyet al niño, le sacó la piel, se introdujo en él y


asumió su identidad.

"El nieto del jefe del Cielo creció rápidamente y, como hacen los
niños, el pequeño se volvió irritable y lloraba cuando no podía
conseguir lo que quería."

El jefe del Cielo adoraba a su nieto de una manera sin medida.


Por eso trataba de darle todo lo que el niño deseaba fuera bueno o
malo, bagatela o de valor. Cierto día, en que el niño berreaba como
un ternero apaleado, el abuelo, deseoso de complacer al nieto como
cualquier abuelo del mundo, tomó de su alacena una caja metálica
cerrada y mostrándosela al niño le dijo:

—Si te callas, te la regalo.

El niño —Cuervo— la miró con deseo y cesó en su verraquera.


El abuelo, muy complacido, le entregó la cajita.

—¿Qué es? —preguntó.

—Contiene la Luna.

El niño precipitadamente la abrió y la Luna escapó al cielo.

Los lloros de nuevo comenzaron, la pataleta del infante iba en


progreso porque se le había escapado la Luna. Entonces el jefe del
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Cielo le ofreció al nieto un nuevo juguete que consistía en una caja


más grande que la anterior. El niño —Cuervo— acalló su llantina y
tomando el regalo que le hacía su abuelo le preguntó de nuevo:

—¿Qué es?

A lo que él contestó:

—Es la caja de la luz del día. Ten cuidado con ella.

—¿Qué tiene dentro?

—Contiene el Sol.

Cogiendo el premio que le otorgó su abuelo, el niño se


convirtió, en ese momento, en Cuervo y, ante la ira y la persecución
que tuvo que sufrir por parte del jefe del Cielo, abrió sus alas y se
escapó del aposento saliendo por el hueco de la chimenea de la gran
casa del jefe.

Cuando Cuervo salió al exterior de la mansión divina, sus


plumas, que antes eran blancas, se habían convertido en negras a
causa del hollín con el que se tiznó para salir por aquellas
estrechuras. Desde entonces ya siempre Cuervo mantendría sus
plumas de este hosco y prieto color.

"Viajó por todo el mundo con la Caja de la Luz del Día abierta y
no sólo llevó la luz a los espíritus del mundo, sino que les dio a
muchos de ellos las formas físicas que tienen hoy en día."
EL GUERRERO BUSCA EN PÁJARO TRUENO LA
INMORTALIDAD DE SISIUTL

(Leyenda kwakiutl)

Guerrero de Brazo Roble vivía en su tribu y poco le quedaba por


hacer en esta vida para darle mayor gloria a su nombre. Guerrero de
Brazo Roble era un luchador de cuerpo a cuerpo, un arrojador de
lanza y hacha, un arquero, un cazador de primera categoría. Su fama
como hombre de acción sobrepasaba los límites de la gran llanura,
donde vivía con sus hermanos pieles rojas. Era invencible y lo había
demostrado larga y profusamente en todas aquellas batallas tribales,
en las que se dirimían límites y diferencias de todo tipo, con las que
tenían que ver con la posesión de una mujer y las más enconadas y
cruentas donde se ponía en lid el honor de su pueblo o de su raza.

Guerrero de Brazo Roble había siempre sido invicto en sus


correrías y hazañas. De tribu en tribu corría la invisible voz, pero
tonante, que cantaba sus epopeyas; entre los hombres y las fieras
bestias que habían querido acabar con él. Estaba el guerrero en el
culmen de su prez. En el mundo que él conocía no existía nadie que
no le temiera y, por supuesto, que no le respetara y le acatara como
superior. Sin embargo, Guerrero de Brazo Roble no estaba contento y
se decía en su soledad:

—Lo tengo todo, pero un día, tras envejecer, moriré. Mis


fuerzas mermarán y jóvenes vendrán a cebarse en mi desgracia —
añadía en su soliloquio palabras dolorosas y atristadas que abrían aún
más si cabe su herida—: ¿Por qué la gloria no ha de perdurar en los
que somos invencibles? ¿Por qué ha de llegar la muerte con su bastón
de peregrino y nos ha de tocar para que le sigamos y todas nuestras
hazañas y valentías queden en el olvido?

Así se lamentaba el intrépido guerrero, augurando en su futuro


los malos tiempos que habían de llegar con la vejez y que tanto le
hacían sufrir.

—¿Por qué no puedo alcanzar yo la inmortalidad?

Se escuchaba a sí mismo y sus palabras le parecían dulces,


llenas de realidad.
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—Mi brazo es duro como el roble y no hay hombre en todo el


mundo que sea capaz de vencerme...

Estaba entristecido y quizá aburrido porque no le quedaba


nadie a quien enfrentarse y vencer.

— Ahora que aún estoy fuerte, que mi cuerpo guarda la mayor


de las energías y la fortaleza, ¿no puedo hacer algo, luchar contra un
ser superior y vencerle, y obtener como galardón a mi triunfo la
inmortalidad?

El chamán de la tribu, que llevaba algún tiempo espiando el


extraño comportamiento de Guerrero de Brazo Roble, alcanzó a
escuchar sus últimas palabras, que parecían sacadas de la amargura.
Se le acercó portando en su mano el haz de plumas de águila en
forma de hisopo que garantizaba su posición privilegiada de
conductor espiritual y curandero de toda la tribu y le preguntó:

—¿Qué te ocurre, Guerrero de Brazo Roble, que la melancolía


cubre tu cuerpo y tus ojos no brillan como el ascua ardiente y
encendida de la madera del haya?

El aludido elevó sus ojos hacía el hechicero y se topó con la


mirada inteligente y astuta del hombre sabio, el conocedor de todos
los misterios, triacas mágicas, medicinas y consuelos que los dioses
del Mundo Superior habían concedido a los pieles rojas para hacerles
la vida más fácil, más próspera y más feliz.

El guerrero, lleno de insolencia y ensoberbecido por su


imbatibilidad en el campo de batalla, espetó su deseo irrenunciable:

—¡Quiero ser eterno!

El chamán le escuchó incrédulo:

—¿Inmortal?

Guerrero de Brazo Roble asintió con decisión.

—No hay ser que pueda obtener este atributo, o casi no lo hay
—repuso el hechicero.

El guerrero quiso atisbar en la contestación casi esotérica del


hombre sabio un cierto resquicio por el cual podría el hombre
penetrar en la vida eterna. Por eso expresó lleno de ansiedad la
pregunta clave que podría aliviar su desesperada situación:

—¿Es que hay algo que pueda hacer yo para conseguir mi


deseo? ¿Es que puedo, por algún exorcismo que tú me hagas,
conservar eternamente mis atributos de guerrero invicto?
El chamán le miró con gran respeto y le dijo:

—Acude al atardecer, cuando se ponga el sol, a la hoguera ritual


y ante sus sagradas brasas te revelaré algo que casi nadie conoce en
las extensas llanuras que rodean el gran lago.

Y se perdió su figura bamboleante en la espesura del bosque


cercano

Guerrero de Brazo Roble a la hora convenida se presentó en el


lugar indicado por el hechicero, ansioso por conocer los secretos que
guardaba aquel hombre sabio. Al verle sentado frente a la hoguera,
cubriendo sus magros hombros con una frazada tejida por las
mujeres de la tribu con el pelo del bisonte y de la llama, le anunció:

—Guerrero de Brazo Roble ha llegado ante ti.

—Siéntate junto a mí —le dijo el anciano— y fuma tranquilo la


pipa de nuestros antepasados.

El piel roja, nervioso y sin considerar en nada la actitud serena


del hechicero, le exigió más que le pidió:

—[Guerrero de Brazo Roble quiere saber!

El chamán le contestó:

—Y vas a saber.

—Bueno.

El anciano, sin más preámbulos, le preguntó:

—¿Quieres de verdad la inmortalidad?

—Quiero.

—¿Has meditado que una vez conseguida no la podrás


rechazar?

—Sí.

El chamán le miró profundamente a los ojos, se encogió de


hombros y sin más le dijo:

—Hay un solo camino que te puede llevar a ella. Pero has de


luchar por ella.

—¡Lucharé! ¿Adonde hay que ir?

El hechicero advirtió:
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—Nadie... casi nadie lo ha conseguido.

—Guerrero de Brazo Roble lo conseguirá.

—Allá tú.

—¿Qué he de hacer, adonde hay que ir? Mi flecha, mi hacha, mi


espada están listas para triunfar...

El chamán le contestó con voz suave:

—Has de buscar a Sisiutl.

—¿Qué es Sisiutl?

—Es una gigantesca serpiente con dos cabezas, con la lengua


como un dardo y un rostro humano en el centro de su cuerpo. Cada
una de las tres frentes de Sisiutl está adornada con los cuernos del
poder, al igual que los lleva el Pájaro Trueno.

Guerrero de Brazo Roble hizo de aquel duelo un firme


propósito, para lo cual dijo lacónicamente:

—La mataré.

El hechicero le aconsejó:

—Con su piel has de hacerte un cinturón y cuando te lo pongas


quedarás protegido para siempre de la muerte.

El guerrero, decidido y presto a vivir la hazaña, preguntó:

—¿Y dónde se encuentra?

—En las aguas de la costa del noroeste. Las tribus que allí se
encuentran la temen, se horrorizan con su visión y todos huyen
cuando aparece cerca de sus aldeas.

Guerrero de Brazo Roble saludó ceremonialmente al hombre


sabio y anciano por su información y se despidió de él. Luego caminó
hacia su cabaña, penetró en ella y, sin perder más tiempo, cruzó a su
espalda el carcaj repleto de flechas que había afilado
cuidadosamente, tomó el arco y las alforjas rebosantes de carne seca
de alce y de los adminículos necesarios para realizar los rituales y
ofrendas a los dioses de la pradera y de las montañas, se palpó el
costado para comprobar que de él pendía el tremendo machete de
guerra y salió al descampado dispuesto a iniciar de inmediato la gran
aventura de su vida, si tenía suerte, o la última aventura de su vida,
si no la encontraba en su camino.
El guerrero invicto, y solitario por ello, alcanzó con varios días
de camino las altas montañas que ocultaban el horizonte de la gran
llanura. Trepó por sus riscos y coronó sus cimas, mirando con
frecuencia al sol para comprobar si estaba haciendo su camino con
acierto. Dirigía impertérritamente sus pasos hacia el noroeste y sabía
que las costas que bañaban ese lugar estaban lejos, muy lejos de allí,
pero su persistencia, tozudez y su inconfesable deseo le habrían de
dar fuerzas suficientes para conseguirlo. Así que siguió caminando:
escalando sierras encrespadas e hirientes, cruzando praderas llenas
de hierba verde y rebaños inacabables de bisontes que apenas se
fijaban en él. Cuando se le terminaron las viandas que llevaba tuvo
que cazar para comer, pero era tan experto en este arte que nunca le
faltó qué comer e incluso compartió con algún carnívoro las sobras de
sus presas por no cargarse con excesivo peso.

Guerrero de Brazo Roble alcanzó un día a ver allá en la lejanía


las batientes aguas que mojaban las tierras del noroeste. Hacía días
que las estaba avistando y, con gran ilusión, trató de forzar su
marcha para enfrentarse cuanto antes con la gigantesca serpiente
bicéfala con cuernos. Varias jornadas tuvo aún que caminar para
alcanzar las rompientes aguas de la costa; pero cuando llegó a
mojarse sus pies lacerados en ellas y sentir el consuelo de su frescor
en ellos, lo primero que hizo fue recorrer de un lado a otro la costa en
espera de que Sisiutl apareciese entre la espuma de las tremendas
olas que enviaba a la orilla el profundo mar. Por mucho que hizo el
piel roja, no pudo conseguir vislumbrar ni un momento al enorme
monstruo acuático. La decepción hizo presa en él y medio
descorazonado caminó por las sendas de los alrededores en busca de
alguna aldea o tribu a quien preguntar por la existencia de la
gigantesca sierpe maldita.

Guerrero de Brazo Roble caminó hasta llegar exánime hasta el


territorio de los indios tsimshian y en la primera aldea que halló se
dejó caer a la puerta del jefe de la misma exhausto, corroído por el
hambre y por la sed que había acumulado por aquellos senderos
áridos y hostiles.

La hospitalidad atávica que distinguía a esta clase de pieles


rojas hizo que el cacique del pueblo tomara bajo su protección y
custodia al infeliz guerrero que llegaba desde tan lejos en busca de la
inmortalidad. Lo primero que hizo aquél fue acoger en su cabaña al
viajero, curarlo y alimentarlo para que se repusiese y fortaleciese
cuanto antes. Cuando así lo hubo conseguido el Guerrero de Brazo
Roble, se dio cuenta el señor de la aldea de que estaba ante un piel
roja de una tribu extraña y lejana de su territorio, de una complexión
fuera de lo normal y, al cruzar con él sus primeras palabras y conocer
algo de su historia, igualmente también se dio cuenta de que trataba
con un hombre invicto, de un gran valor tanto en sus acciones bélicas
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como en los enfrentamientos que todo ser había de tener frente a los
avatares que le proporcionase cotidianamente la vida; es decir, ante
un hombre íntegro.

El cacique, bajo la sombra del enorme nogal donde se


celebraban los rituales religiosos de su tribu, fumaba una pipa de la
amistad con el desconocido y le preguntaba:

—¿Para qué llegas a mi territorio? Exhausto y sin fuerzas


expones tu vida, porque cualquiera de mis guerreros, celoso de su
tribu y de sus ancestros, podía haberte rematado en tu sueño de
debilidad.

El guerrero extranjero replicó:

—El pueblo piel roja es demasiado orgulloso y noble para


acabar gratuitamente con la vida de cualquier debilitado, sin posible
defensa.

El jefe sonrió y volvió a expresar:

—Tu manera de pensar te honra —e insistió en su pregunta—:


¿Pero qué buscas aquí? ¿Qué haces tan lejos de tu poblado?

Guerrero de Brazo Roble hurgó con un palo la hierba que crecía


bajo sus pies, escuchó las preguntas de su bienhechor, calló un
momento, luego levantó su cabeza para observarle mejor y al fin le
dijo sin tapujos:

—He llegado en busca de Sisiutl, la gran sierpe dos cabezas y


tres frentes orladas con los cuernos de su devastador poder.

El cacique se alarmó, miró a su alrededor y preguntóle:

—¿Es qué se ha trasladado a vivir aquí?

El guerrero piel roja sonrió y le explicó:

—No, no. No tengas miedo. Pero he llegado a las costas


noroccidentales donde me aseguró el hombre sabio que vivía y no la
he hallado —sin dejar responder a su interlocutor, el impávido viajero
continuó diciendo—: He roto la piel de mis piernas con las aliagas
secas de esos caminos, he sufrido de sed y de hambre, buscándoos
para que me deis señal de ella... —y añadió—: ... si es que algo
sabes de Sisiutl.

El jefe de la tribu le contestó:

—Mucho me temo que por aquí no la vas a encontrar.


—¿Adonde tengo que ir para ello?

Guerrero de Brazo Roble estaba desalentado, a punto de caer


en el mayor de los desánimos que tuviera jamás.

El indio tsimshian le dijo:

—Por lo que yo sé, el monstruo que buscas se halla muy lejos


de aquí, mucho más al norte. Pero...

El viajero, desesperado, expresó con cierta insolencia:

—¿Qué quieres decir con ese perol

—Quiero decir que si quieres llegar a ver a esa gigantesca


serpiente bicéfala, de la que por otra parte ni yo ni mi tribu deseamos
saber nada de su existencia, tendrás que hallar primero que nada a
Pájaro Trueno.

Al guerrero extranjero se le cayó el alma a los pies. Ahora


tendría que meterse en un nuevo peregrinaje para poder conseguir su
deseo. Por eso preguntó:

—¿Qué he de hacer?

— Acercarte al territorio de Hagwelawrenrhskyoek. Cerca de


ese gigante alado podrás, si tienes suerte, hallar a Sisiutl.

El guerrero preguntó:

—¿Qué relación mantienen estas dos bestias?

El cacique repuso:

—El Águila de los Monstruos del Mar tiene bajo sus alas anidada
a la gran culebra que buscas. Hallando a Pájaro Trueno tienes casi
asegurada la presencia de Sisiutl.

—¿Quién es ese Pájaro Trueno! ¿Qué clase de monstruo es?

El jefe del poblado repuso serenamente y casi sin mirarle:

—Pájaro Trueno es Hagwelawrenrhskyoek, el pájaro gigante


que baja en picado desde el cielo y devora a las ballenas.

Guerrero de Brazo Roble, lleno de curiosidad, dijo:

—Por eso le llamas Águila de los Monstruos del Mar.

El jefe asintió con un gesto y siguió explicando:


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—Posee un poder sobrenatural devastador que reside en los dos


cuernos que luce sobre su cabeza.

—¿Y es cómo un águila gigantesca?

El señor del poblado repuso, quizá exagerando un poco:

—Es tan enorme que los "volcanes apagados acunan su nido".

Guerrero de Brazo Roble, más decidido que nunca a ir al


encuentro del monstruo alado que le llevaría a conseguir su
inmortalidad en la personificación de la sierpe bicéfala, se alzó del
suelo, miró profundamente a su interlocutor y con cierto esmero en
sus palabras le expresó:

—Te lo pregunto, amigo, porque he de meterme en lucha con


esos monstruos, porque necesito saber más de ellos.

—Pregunta, di.

—¿En dónde reside su maldad? ¿Contra qué poderes he de


enfrentarme? ¿Qué naturaleza sobrenatural he de eludir?

El cacique le dijo gravemente:

—Cuando Pájaro Trueno parpadea lanza un mortífero rayo y un


tremendo trueno retumba con el aleteo de sus enormes alas.

—¿He de librarme pues de esa arma letal que guarda en su


seno? —preguntó el guerrero extranjero. Y sin esperar la respuesta
que era obvia, se dirigió al cacique de la tribu tsimshian y le dijo—:
Sé que tendré mañas para burlar sus ataques, sé que sabré encontrar
el modo de que deje caer desde su axila esa Culebra Rayo tan
especial con la que ansío luchar y matar...

Ante el horrorizado jefe de la aldea el extranjero se calló. No


podía comprender el halo de miedo que envolvía al tsimshian
temeroso, que sólo pudo balbucear torpemente:

—Allá tú, insensato y osado señor...

Ya Guerrero de Brazo Roble tomaba sus armas y sus alforjas


decidido a ir al encuentro del gigantesco monstruo alado, pero antes
de partir le preguntó:

—¿Dónde he de hallar a Pájaro Trueno?

El cacique extendió su brazo hacia el horizonte y contestó:

—Allá lejos, donde tres veces sale el sol.


—¿Al norte?

—Sí —contestó el jefe y seguidamente añadió—: Tiene su hogar


en el Glacial Azul.

—Lejano lugar, ¿no?

El jefe contestó:

—En el territorio de los quileute, en Mount Olimpus; al sudeste


de su demarcación allí hallarás su hogar.

Guerrero de Brazo Roble salió como un rayo de aquella aldea de


tsimshian. Conforme se alejaba de ella crecía en su interior una
fuerza bruta y desenfrenada que le llevaba irremisiblemente a la
lucha con el gran gigante alado que portaría debajo de su brazo a
aquella que le iba a dar su inmortalidad.

Cuando el arrojado guerrero alcanzó a ver el Glacial Azul se


dirigió directamente a él, obsesionado como estaba con sus ideas, y
no hizo caso de las aldeas que hallaba en su camino, cuyos indios
quileute le vieron pasar asombrados y llenos de intriga por el arrojo y
el valor que mostraba aquel hombre, yendo al hogar de Tisíial, que
era como estos pieles rojas llamaban a Pájaro Trueno.

Tuvieron que transcurrir muchas jornadas en alerta para


Guerrero de Brazo Roble, cobijado bajo una manta de lana de carnero
y pelo de búfalo, escondido en una cueva junto al torrente de hielo,
observando si aparecía en el cielo la tremebunda ave maléfica. Por fin
un día no pudo más que gritar ante tamaño espectáculo que llenaba
el cielo azul pálido, casi blanco, por efecto del frío que reinaba en el
helado paraje:

—¡Ahí va, ahí está!

El gigantesco Pájaro Trueno apareció en el firmamento.


Emergió de la misma línea del horizonte y se acercaba cada vez más
al Glacial Azul, en la cabeza del cual se elevaba una picuda y
escarpada montaña, a cuya cumbre, por lo visto, se dirigía el
monstruo.

La emoción que llenaba el pecho del guerrero era tan grande


que apenas podía respirar y quedó completamente atónito cuando la
gigantesca ave, que sobrevolaba el mar que se extendía en las tierras
bajas y que él podía observar perfectamente desde su altura, abrió
sus tremendas alas y dejó escapar de debajo de ellas las Culebras
Rayos que, cayendo sobre la superficie del mar, buscaban a las
ballenas en sus aguas, matándolas seguidamente y engulléndolas con
voracidad. También pudo ver como una de las culebras, en una noche
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de luna llena, se acercaba a ella y le propinaba grandes mordiscos,


arrancándole enormes trozos a la Luna y ocasionando los eclipses que
oscurecían la Tierra.

Guerrero de Brazo Roble vio desasosegado el maravilloso


espectáculo que se le ofrecía a sus ojos, pero rápidamente
comprendió que él no había llegado hasta allí para ver extravagancias
y cosas extrañas. Sabía que desde donde estaba no iba a conseguir
nunca nada, que tendría que bajar hasta la orilla del mar para poder
tener ocasión de inquietar a Pájaro Trueno a fin de que soltase a
Sisiutl, porque en seguida se dio cuenta que aquellas culebras que
cayeron desde lo alto no eran ni por asomo la gran sierpe bicéfala
que estaba esperando.

Así pues, el guerrero descendió por las escarpadas pefías que


formaban el tremendo acantilado que conducía al mar y, una vez
alcanzadas sus orillas, se dirigió a una cueva dentro del agua salina
hecha por la erosión marina y se escondió en ella, acechando día y
noche la presencia de la gigantesca águila.

Después de algún tiempo, en el cual se dedicó a explorar los


caminos y las sendas que convergían y rodeaban aquellas terribles
moles macizas de la montaña, descubrió que a Pájaro Trueno le
gustaba descansar de su pesado vuelo en uno de los recovecos,
llenos de algas y caracoles de mar, que éste había horadado con su
fuerza y su vigor en la base misma de la escarpadura, si no muy
cerca de donde él había acampado sí en comunicación con su cueva
marina por una serie de pasadizos y grietas abiertas por la acción
erosiva del agua viva y del viento desatado y gélido.

Guerrero de Brazo Roble un día vio cómo llegaba al lugar el ave


mítica y maléfica, y también vio cómo el animal se dirigía a cobijarse
en su refugio preferido metido entre las peñas y el mar. Atrevido y
envalentonado el hombre que deseaba que su aventura terminase ya
en un sentido o en otro, comenzó a recorrer el angosto camino
subterráneo que le llevaría a presencia de Pájaro Trueno. Cuando
llegó junto a él, vio que descansaba con las patas encogidas y
plegadas sus gigantescas alas. Entonces el piel roja tomó un largo
palo, hecho con la rama recta de un árbol de boj, a la que le había
sacado filo por uno de sus extremos, y agazapado como conejo en su
cubil detrás del monstruo, esperó a que éste volviese su cabeza para
rascar las plumas de su costado y, saliendo de su escondrijo,
enarbolando su improvisada arma, se la clavó en uno de los ojos de
la bestia, que tras lanzar un dolorido aullido salió volando hacia el
cielo abierto. El guerrero le siguió afuera y lo pudo ver entre las
nubes lanzando al aire su furor y su ira en forma de graznidos
horrendos y espeluznantes. En uno de estos movimientos pudo ver el
atacante cómo el pájaro levantaba una de sus alas y arrojaba a las
aguas a una serpiente enorme que, conforme bajaba hacia la tierra,
iba creciendo en tamaño.

Guerrero de Brazo Roble, impresionado por la acción, gritó:

—¡Es Sisiutl en propia carne!

Tuvo ganas de acercarse a ella, pero, temeroso de la reacción


de Pájaro Trueno, se contuvo y se conformó sólo con observarla.

Era Sisiutl una gigantesca serpiente que tenía dos cabezas, una
en la cola y otra en su sitio. En medio de su cuerpo tenía una cara de
hombre y en cada una de las tres lucía un par de cuernos, que eran
los que albergaban su poder de maleficencia y perversidad. Se dio
cuenta el guerrero, cuando la gran sierpe cayó sobre las aguas, que
era tremendamente rápida y que su apetito era voraz, ya que
perseguía con afán a las ballenas y las devoraba con un solo golpe de
su mandíbula.

Comprendió Guerrero de Brazo Roble que Sisiutl era un


"intimidante animal carnívoro que parece una serpiente, nada como
un pez y puede trasladarse por la superficie de la tierra y también por
debajo".

Al arrastrarse por la tierra en busca de carne humana, la


gigantesca serpiente dejaba un rastro baboso que corroía la arena.

El guerrero piel roja la observaba desde su escondite, animando


a su coraje y corazón para entrar en pelea con ella y matarla. Cuando
ya estaba dispuesto a ello, vio llegar por la playa una comitiva de
hombres semidesnudos y burdos, sucios, portadores de armas
punzantes y dando alaridos, que corrían tras la gran culebra de dos
cabezas. Quedó quieto el extranjero, al resguardo de la ira de los
recién llegados, cuando a sus espaldas, en la cueva marina que le
resguardaba de todo peligro, escuchó la voz de un hombre:

—Son gente salvaje, gente desarrapada que llegan para tocar o


al menos ver a Pájaro Trueno.

Guerrero de Brazo Roble hizo un respingo de sorpresa y tomó


su cuchillo para defenderse de un posible enemigo. Pero no, el
hombre que veía ante sí, el que le había hablado era un hombre
pacífico; por sus trazas y la serenidad que emanaba de su figura; de
seguro que era un chamán quileute.

—¿Quiénes son?

—Son hombres que desean ser ricos... porque la miseria les


invade. Basta con verlos —repuso confiadamente el arrojado piel roja
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extranjero.

El anciano chamán se acercó un poco más a él y poniéndose a


su lado contemplaron ambos a dos los comportamientos insensatos
de la comitiva ululante.

—¿Y por qué ricos? —preguntó el guerrero.

—Porque ellos saben que quien toca, o simplemente ve o


escucha los graznidos de Pájaro Trueno, se verá inmediatamente
colmado de riquezas —y sin esperar respuesta añadió—: Lo que
generalmente encuentran es la muerte.

—¿Por qué? Yo lo he visto y tocado.

—Pues tú conseguirás la riqueza.

—Pero quiero más... quiero la inmortalidad.

El chamán le vaticinó:

—Con tu tenacidad y empeño la alcanzarás. No lo dudes.

Guerrero de Brazo Roble, ufano y lleno de soberbia, ni se dignó


contestar ni mirar al hombre bueno, al hombre sabio.

Volvieron a contemplar el exterior de la cueva, en la playa


vieron a los desarrapados pieles rojas cómo corrían tras Sisiutl. El
hechicero expresó:

—Ellos quieren ser ricos porque conocen la tradición. Pero lo


que no saben es que...

En ese momento, los dos observadores vieron cómo la comitiva


de hombres míseros penetraba dentro del rastro viscoso que dejaba
Sisiutl en el camino de su huida.

Conforme lo iban haciendo los individuos se convertían en


piedras, luego en espuma y luego se desvanecían como humo.

El chamán expresó tristemente:

—Ése era su destino.

Ambos permanecieron aún en el interior de la cueva un par de


días. Desde ella pudieron ver cómo Sisiult se transformaba "en una
gran variedad de formas, incluida una piragua autopropulsada" que
surcaba las aguas a gran velocidad y se alejaba de ellos.

El guerrero piel roja extraño en aquel lugar le preguntó al


maestro:

—¿Adonde va?

El hechicero provecto le aclaró:

—Tiene que comer, su apetito es voraz..

—¿Y qué come?

El anciano sin hacerle caso le dijo:

—Se encamina velozmente hasta el Glacial Azul. En él habitan


multitud de focas cuyas pieles son acariciadas por el frío y las
cercanas aguas heladas.

-¿Y...?

—Sisiutl, en forma de piragua, debe ser alimentada por focas.

Guerrero de Brazo Roble quedó admirado y seguidamente se


dijo que debía aprovechar la incidencia de que la sierpe gigante de las
dos cabezas estaba dentro de las aguas, para lanzar su canoa a ella y
perseguirla hasta hallarla y, sorprendiéndola en medio de su
trasformación metamorfoseada, aprovechar para matarla.

El guerrero piel roja así lo hizo y, dirigiéndose a la ribera del


Glacial Azul, se encontró a Sisiutl medio abotargada, aletargada por
la gran cantidad de focas que había ingerido y, aprovechándose de
esta inusual situación, Guerrero de Brazo Roble saltó sobre ella, que
apenas si reaccionó, y la traspasó con el descomunal machete que
portaba a su costado y la ensartó con todas las flechas que llenaban
el carcaj. Cuando el terrible monstruo lanzó un alarido de furor, rabia
y dolor ya era tarde, cayó inánime, inerme sobre los macizos helados
del glacial, lanzó su grito de victoria:

—¡Sisiutl, te he vencido! ¡Destino humano, te he humillado!

Y cuando corrió a ver al chamán quileute que le aleccionara


sobre aquellos monstruos que se albergaban en la playa helada de su
territorio, encontró el interior de la cueva vacía.

Guerrero de Brazo Roble usó la piel de Sisiutl para hacerse un


cinturón que inmediatamente se arrolló a su cintura. Con ello quedó
protegido de la muerte...

... y también Pájaro Trueno le obsequió con la riqueza, porque


lo había tocado, lo había visto, había escuchado su graznido...
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LOS CHAMANES HABLAN POR BOCA DE LA DEIDAD


CREADORA

(Leyendas pima, navajo, hopi, yaqui, apache y papago)

"Dios creó al país indio y fue como si hubiera extendido


una gran manta. Puso a los indios en ella... y aquél fue el
tiempo en que los ríos empezaron a correr. Después Dios creó
los peces en este río y puso ciervos en las montañas... Luego el
Creador nos dio vida a los indios; echamos a andar y en cuanto
vimos la caza y los peces supimos que habían sido hechos para
nosotros... crecimos y nos multiplicamos como pueblo."

(Jefe Weninock)

Antes de que los dioses del pueblo piel roja creasen a los
hombres, no existía la Tierra y hubo que crearla para cuando ellos
llegaran. Sus deidades, bien extrayendo barro del fondo de océano y
moldeándolo en forma de gran empanada o bien por cualquier otro
modo mítico, constituyeron la gran isla donde se desarrolló el Mundo
Medio, que es el mundo actual, el habitado por los seres vivos
conocidos en el presente. No obstante estas teorías clásicas de la
creación de la Tierra, los pieles rojas creen que el mundo actual
donde se desarrollan sus vidas es el cuarto (indios hopi) o el quinto
(para los navajos) de varios de ellos que existen en el universo
celestial.

Explicaba el hechicero hopi a los guerreros que, sentados en el


suelo y con las piernas cruzadas, rodeaban la hoguera y fumaban la
pipa de la paz en el interior de la tienda del jefe de la tribu, porque
en el exterior helaba:

—Los mundos flotan uno encima de otro de forma que el piel


roja debe purificarse y ascender de uno al otro hasta alcanzar el nivel
del Mundo Superior.

Los aguerridos hombres, de rostros adustos y feroces, al


escuchar estas palabras caían en una especie de éxtasis místico y
escuchaban arrobados.

El chamán continuaba:
—Los mundos que nos precedieron eran, sin duda, lugares que
resultaban demasiado pequeños y fueron inundados del mal,
contaminados por los vicios y la perversidad, a causa de las
hechicerías a que fueron sometidos por los malvados. Sin embargo, el
mundo siguiente es esencial y siempre constituye un respiro y un
consuelo para el piel roja que persigue su superación.

Resultaba definitivo y fundamental para la vida espiritual de


estos hombres la ascensión a mundos cada vez más cercanos al
pretendido Mundo Superior. Por eso los pieles rojas (tribu de los
navajos) apilaban una sobre otra cuatro grandes montañas y sobre la
última plantaban una robusta y larga caña, a la que se subían para
alcanzar el cuarto mundo, puesto que el tercero quedó inundado.

Y el chamán zuni ora con su pueblo diciendo:

—Todo piel roja debe viajar con fortaleza y seguridad a través


de las cuatro cuevas subterráneas antes de emerger al Mundo
Superior, donde poseerá el Conocimiento y la Visión.

De este modo tan esotérico y oculto se pasa de la creación de


la tierra, del Mundo Medio, a la satisfacción espiritual de aquel pueblo
que tiene que llegar y del cual van a ser responsables los dioses
bajados del cielo; que primero construyeron una doctrina mística y
luego la adaptaron a las criaturas que debían de acatarla sin ninguna
clase de escapatoria.

Por eso bajó hasta la Tierra, desprovista de humanos, la diosa


Estanatlehi o Mujer Cambiante (navajos) y sentándose a la orilla del
camino, junto a la puerta de su cabaña, reparó en la planta del maíz
que crecía en su huerto, tomó su fruto y, entre dos losas de granito,
lo trituró.

Y, tiempos más tarde, el propio pueblo, por boca de su


hechicero, diría:

—Tomó polvo de maíz y agua. Lo mezcló con la propia piel de


sus pechos, que arrancó con suavidad. Y creó a la gente.

El Mago o Hacedor del Hombre (pueblo pima) igualmente


desciende a la gran isla e, instalándose en su morada construida al
abrigo de los vientos del norte y del oeste en la ladera de la gran
montaña, decidió...

—... fabricar a los hombres utilizando para ello arcilla.

Pero antes debía construir un horno para cocer sus carnes y


darles vida.
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Pero, cuando el dios estaba en plena labor de creación, apareció


a la puerta de su casa Coyote y, con sus dotes de embaucador y
bufón ridículo, interfirió en el delicado trabajo, diciéndole al Mago:

—Creo, amigo, que cualquier cosa que cuezas en tu horno ya


está lo suficientemente hecho.

El Hacedor del Hombre reconoció en la figura que le hablaba a


Coyote y —aunque sabía de su estupidez y sus mentiras, también
sabía que era parte integrante del milagro de la creación y que tenía
poderes para realizar buenas acciones, así como que es el que
procura que las personas pasen de un mundo a otro, al igual que es
el responsable de esparcir las estrellas por el cielo— admite el acierto
en sus palabras y cae en su trampa y le pregunta:

—¿Estás seguro de lo que dices, Coyote?

El aludido, lleno de jovialidad y burla, le contestó:

—Ya lo creo que lo estoy, señor. Compruébalo tú mismo


sacando del horno y mostrándomelo.

El Mago le hizo caso y extrajo prematuramente a las criaturas


de arcilla que quedó muy poco cocida y, por tanto, blanquecina...

—... y de este modo aparecieron sobre nuestro mundo los


hombres blancos —explicó el chamán pima.

Con gran contrariedad del creador huyeron aquellos del lugar y


se esparcieron por la tierra, concentrándose en determinados
espacios. Pero fue de nuevo Coyote quien le hizo la siguiente
recomendación:

—Si el calor del horno no ha sido suficiente para acabar de


cocer a tus criaturas, haz otras y mantenías durante más tiempo
entre las llamas de la jábega.

Al Hacedor del Hombre le pareció buena la idea del


embaucador: conformó nuevos humanos con la arcilla que extraía de
la montaña cercana y los introdujo en el horno ardiente. Por
supuesto, los mantuvo más del doble del tiempo que estuvieron
aquellos que quedaron blancos y cuando los sacó a la vida...

—...aquellas otras criaturas habían sido quemadas y la negritud


les había invadido —explicó nuevamente el chamán en la reunión
ceremonial alrededor de la gran hoguera que presidía la tribu.

Frente a estos resultados el Mago despidió con malas actitudes


a Coyote, que desapareció rápidamente a lo largo de la gran llanura
del sudoeste en busca de otros infelices a quienes poder embaucar y
reírse de ellos.

El creador...

—... ordenó llevar a blancos y negros a ultramar y, una vez


asegurado que allí descansaban, tomó reticentemente el Hacedor del
Hombre nueva arcilla y moldeó con ella nuevos individuos y, como ya
había aprendido a tomar el punto de la cocción justa que tenía que
hacer, creó a los pieles rojas (pimas).

Los hombres blancos, sin embargo, vuelven a los territorios


indios y son enviados como una maldición junto a la pestilencia y a la
guerra (navajo) por el Primer Hombre y la Primera Mujer...

—... Atse Hastün y Atse Asdzan, que, envidiosos y contrariados


en sumo por la prosperidad que gozaban los nativos, contaminaron
su civilización con estas odiosas maldiciones.

Pero los blancos no eran bien recibidos por el pueblo piel roja,
quienes, cuando sabían de su llegada, tomaban sus precauciones y
preparaban sus hostilidades.

Eran los Surem (tribu yaqui) unos pequeños seres humanos que
odiaban la violencia y los ruidos estridentes y agudos...

—... cuando llegó hasta ellos la noticia de que llegaban los


hombres blancos, se reunió el consejo de ancianos de la tribu —
explicaba el chamán de la aldea con palabras graves y preocupantes
— en el que se dirimió la conducta más adecuada que debían
mantener los Surem.

Ante los asombrados rostros de los fieles y supersticiosos pieles


rojas que escuchaban embelesados las historias de sus antepasados,
de sus orígenes, que les explicaba, lleno de misticismo y sabiduría, su
guía espiritual y protector del aliento de sus ánimas, el anciano
detuvo sus palabras y esperó a que alguno de ellos le animase a
continuar con la narración de la epopeya mágica de sus ascendientes,
Al fin, uno de los guerreros, considerando que tardaba mucho en
iniciar el cuento, airado le espetó:

—¿Es qué aquí se acaba la historia? —e intrigado apremió con


la pregunta—: ¿Es que acaso los ancianos de los Surem no llegaron a
ningún acuerdo?

El chamán yaqui, condescendiente, continuó hablando:

—Ante la tesitura de tener que emigrar a territorios más


alejados del hombre blanco o quedarse y tener que enfrentársele más
o menos tarde en enconada lucha, los ancianos dejaron a su libre
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albedrío que los individuos eligiesen cada cual la conducta a seguir.


Unos tuvieron miedo de los blancos y se marcharon a lejanas tierras.
Pero otros se quedaron a hacerles frente con valor y firmeza...

El piel roja aguerrido y curioso cortó bruscamente el alegato


que hacía el chamán, preguntando con anhelo:

—¿Y qué fue de aquellos seres enanos y sensibles que


decidieron quedarse en su territorio?

El hechicero contestó lacónico:

—Que se hicieron altos y fuertes...

—...y dieron origen a nuestro pueblo...

Y continuó el chamán yaqui:

—... lucharon contra el intruso de ultramar y le vencieron...

—... arrojándole de sus tierras —completó la frase del hombre


sabio el piel roja con sus palabras repletas de satisfacción y orgullo
por el comportamiento de sus antepasados.

Pero una vez creado el pueblo piel roja, sus gentes necesitaban
invariablemente que se les enseñase a hacer las cosas.

—Y entonces es cuando apareció en medio de nuestros padres


el dios Usen y les mostró la forma de recolectar las hierbas buenas
para hacer las medicinas que les curaban cuando enfermaban —
expresó el hechicero apache a sus discípulos.

Más tarde fueron visitados por Montezuma (pueblo Papago), el


Médico del Mundo, el que había creado el universo mezclando su
propio sudor con el polvo sacado de su piel, y les enseñó a cazar y a
cultivar el maíz.

—El creador original del mundo o de los seres humanos


desaparece a menudo, son creadores evanescentes que desean
ocultar su poder y su propia imagen verdadera de la mirada de los
humanos. Dan su beneficio y escapan a su Mundo Superior —
aleccionaba mitológicamente el chamán.

Pero los pieles rojas que habitan el mundo se olvidaron muy


pronto de los dioses y de los beneficios que obtuvieron de ellos.
Entonces se volvieron malvados y desobedientes...

—...y son aquéllos quienes les envían la destrucción.

El Primer Hombre y la Primera Mujer (pueblo navajo) enviaron,


por ello, terribles monstruos a sus aldeas y tribus para destruir a los
hombres...

—... porque les habían enfurecido al propalar por toda la Tierra


"que la felicidad era su propia creación".

Tuvo que llegar nuevamente el propio Montezuma al mundo y


crear una nueva raza humana para que luchase contra la primera y la
exterminara.

Como la perversión, la maldad, el vicio y el improperio


persistían aún sobre la Tierra, los dioses deciden anegar este pueblo
enviándole un diluvio (apache), una inundación terrible que les
sumergiera en el caos, lo tragara y lo hiciera desaparecer. Pero una
deidad rebelde quiso que quedara algún residuo de la antigua
civilización...

—...y "un espíritu vengador del Mundo Superior (indios caddo),


una rana profética que corresponde así a cierta ayuda que recibió de
los humanos (Alabama) y un perro parlante (cherokke)" se dirigieron
a un hombre y a su esposa, anunciándoles que iba a sobrevenir sobre
ellos la gran inundación y que se preparasen —les explicó a los pieles
rojas el Amo del Aliento, que no quiere esclavizarlos sino darles la
libertad.

Entonces les aconsejó:

—Debéis construir una balsa, una gran tinaja de barro o, si no


podéis, debéis meteros dentro de una gran caña hueca, para soportar
en su interior los embates y las furias de las aguas desatadas que os
enviará el espíritu vengador.

La pareja de humanos elegidos escuchó las recomendaciones


del espíritu bueno y le obedecieron.

Dentro de la caña mágica los esposos flotaron por encima de la


superficie del mar desenfrenado y soberbio. Y preguntaron, desde su
resguardo, a la deidad:

—¿Y cuándo sabremos el momento de salir y pisar la tierra?

El dios le contestó:

—Cuando las aguas decrezcan...

—¿Y cuándo será eso? —preguntaron los esposos cuya soledad


que sufrían en el interior de su minúsculo aposento les comenzaba a
agobiar.

La deidad rebelde les recomendó:


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—Enviad al pájaro carpintero y a la paloma a buscar la tierra.

—¿Cuándo?

—Cuando las aguas desciendan. Y lo habrán hecho cuando las


aves que vosotros enviasteis no vuelvan o si vuelven lleven
embarradas sus patas.

Y cuando fue el tiempo el pájaro carpintero ya no regresó a su


morada y la paloma lo hizo, pero marcó su huella de barro sobre la
balsa de caña que acogía al hombre que con su esposa salvóse de la
destrucción divina.

El hombre sacó su cabeza al exterior y, volviéndose a la mujer


le dijo:

—Ahí fuera luce ya el sol. La tierra, feraz y prometedora, no


espera.

Abandonaron su refugio y saltando sobre la superficie


terrestre...

—... acometieron la tarea de volver a poblar la Tierra, tarea que


realizaron a menudo con la ayuda divina.

Y el hombre santo, el chamán, el santón de la tribu, el


hechicero, se levantó solemnemente de la gran piel de búfalo sobre la
que se sentaba y sin mirar ni por un momento a su pueblo, a la
congregación de pieles rojas que le escuchaban atentos, se retiró,
perdiéndose en las penumbras de su cabaña, en la que meditó
largamente sobre las cosas de este y del otro mundo, del Medio y del
Superior.
LAS AVENTURAS DE ROSTRO MARCADO

(Leyenda de los pies negros)

Rostro Marcado vivía en soledad en los recónditos rincones que


le reservaban los amplios espacios que poseía su tribu en medio del
gran meandro del caudaloso río que se estiraba como una aletargada
y perezosa sierpe, una solemne y horrenda Uktena. Y como ella, el
poblado de los pies negros aparecía simbólicamente como una valiosa
joya en la cabeza del río y lucía en él como las siete bandas de
colores que tenía alrededor de su cuello, y se expandía a ambas
márgenes del río como los abiertos cuernos que encarnaban su
perversidad. E igualmente atacaba a sus pobladores, eligiendo como
aquélla a los pescadores y a los niños, cuando se desmadraban sus
aguas en las estaciones en que las lluvias torrenciales caían cual
cortinas de agua, verdaderas e insufribles cataratas, en las cercanas
y altivas montañas, en cuyos picos tenía sus nidos tanto el río como
el monstruo alado Uktena, y se engullía a niños y pescadores porque
eran los seres que más alto riesgo detentaban: los niños por su
debilidad, los pescadores porque les sorprendía la furia de la avenida
descontrolada y a ambos los arrastraban las furiosas aguas hasta el
fondo cenagoso del lejano lago donde arrojaba su carga macabra.

Y no es que Rostro Marcado fuese un pusilánime, un tímido o


un cobarde; no, lo que ocurría es que el joven guerrero sufría del mal
de amores no correspondido a causa de un defecto físico que
ostentaba en medio de su rostro; galardón obtenido por el arrojo y
furia con que sabía pelear contra su enemigo tribal.

Rostro Marcado debía su extraño nombre al hecho poco


corriente de ostentar en medio de una de sus mejillas una repulsiva,
larga y fea cicatriz de extraño origen, aunque los más viejos de la
tribu la atribuían a un imperfecto, defectuoso y difícil parto que
tuviera que soportar su madre cuando él nació.

Rostro Marcado era feliz y contento entrenando para la lucha


junto a los más acreditados guerreros avezados en más de un millar
de guerras de lo más cruentas; era feliz caminando por el bosque
yendo a la caza del jabalí, la liebre de las alturas, la marmota, los
pájaros más variados, y también lo era caminando interminablemente
hasta el lago de aguas azules con la intención de apresar en su red al
propio somorgujo. Fue feliz también cuando, yendo en compañía de
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los más expertos cazadores de su tribu, se tuvo que enfrentar


conjuntamente con toda la cuadrilla al gran oso submarino que
portaba cuernos en su cabeza y sobre su dorso una sarta de púas de
dragón alineadas sobre su cuerpo repugnantemente cubierto de
crujientes escamas; fue feliz con ello, aunque no cobraran la singular
pieza, ya que se introdujo bajo las aguas del lago y escapó en ellas
nadando con gran estrépito, porque le gustaba la aventura, el riesgo,
y porque pensaba que era tan buena la preparación física de su
cuerpo que necesitaba adularlo y regalarlo de cuando en cuando
proporcionándole azarosos lances con que ejercitarlo, de los que
siempre salía triunfador.

Rostro Marcado era tan valeroso, tan decidido, tan audaz, tan
intrépido y tan arriesgado que para él fue un honor el poder
someterse al ritual del O-kee-pa. Estuvo muy orgulloso de prestarse
durante aquellos inolvidables cuatro días del verano a las terribles y
extensas ceremonias sagradas en las que se representaba la historia
mitológica de la tribu, que no dejaba de ser una dramatización de la
creación de la Tierra, los seres humanos, las plantas y los animales,
junto a las luchas que tuvieron que soportar sus antepasados hasta
llegar a la situación en que se encontraba el actual pueblo de los pies
negros.

Estuvo orgulloso de sí mismo Rostro Marcado cuando, en el


último rito de la ceremonia O-kee-pa, le suspendieron del techo de la
cámara litúrgica o tienda de los rituales sagrados por medio de unas
cuerdas acabadas en arpones y que engancharon de su pecho, con lo
cual los poderosos músculos pectorales tenían que soportar todo el
peso de su poderosa envergadura, rasgando cruentamente sus
carnes. Aunque el dolor corroía sus entrañas, ni un solo gemido salió
de sus labios ni de los del otro joven suplicante que pendía, a
diferencia de él, de los músculos dorsales, de los cuales manaban
hilillos de sangre que caía sobre la tierra arenisca donde se enclavaba
el túmulo.

El cumplimiento noble y digno de este sangriento rito le


aclamaba en todo su territorio, y sobre todo en su extenso poblado,
que se extendía alrededor del río, como un héroe provisto de gran
coraje y como un hombre valiente y señalado sin duda por los dioses
del destino, los hechiceros y los chamanes como propicio para ejercer
el liderazgo sobre los de su propia tribu.

Quizá Rostro Marcado pensó alguna vez que debía su desgracia


precisamente a su valor y a su arrojo, y a la fama que adquiriese en
su tribu debido a la hazaña de soportar con valentía y decisión el
sacrificio cruento que requería el O-kee-paa.

Aunque el joven guerrero vivía en la parte del poblado que se


extendía en la orilla del río más alejada a la gran tienda del jefe del
mismo, solía con cierta frecuencia y despreocupación acercarse,
atravesando las aguas caudalosas, sonoras y rápidas del río, hasta la
otra parte donde se hallaban los primeros y más esforzados guerreros
de la tribu, así como el lugar donde se alzaba la tienda de los
chamanes, de los hechiceros proveedores de las medicinas y de los
encantamientos y, por supuesto, la del jefe de la misma. Tenía
amigos en ella con los que corría en sus cacerías y nadaba en sus
jornadas de pesca a mano, en la que era gran experto.

Rostro Marcado fue en busca de uno de aquellos muchachos


para charlar con él y proponerle una cacería de varios días, en la cual
debían alcanzar el más alto pico de la más alta montaña que
proyectaba su sombra sobre la hierba del bosque. Encontró al amigo
en las afueras del poblado gozando del frescor y la sombra de los
verdes sauces y eucaliptos que formaban el diminuto bosque que
guardaba el manantial que los hacía reverdecer. El muchacho estaba
acompañado de otros jóvenes, entre los que se contaba la muchacha
más hermosa y delicada que jamás había él contemplado. La flor de
adelfa rosa que lucía prendida en su cabello negro y brillante
redoblaba su belleza y la hacía parecer a los ojos del muchacho
aguerrido y valeroso como una verdadera ninfa escapada del bosque
y surgida de las aguas límpidas del manantial, con sus pechos
turgentes, sus labios rojos y carnosos, sus caderas y sus hombros
suavemente redondeados...

Rostro Marcado preguntó a su amigo:

—¿Quién es?

Y con sus ojos se la comía.

El otro repuso:

—Es la hija del jefe.

El enamorado tragó saliva.

—Ven, acércate, quiero que os conozcáis.

El amigo, apoyando su mano sobre el hombro de Rostro


Marcado, le dijo a la joven:

—Es mi amigo, el valeroso Rostro Marcado, el audaz que fue


capaz de soportar sobre su pecho el cruento ritual del O-Kee-pa.

La mujer que estaba de espaldas atendiendo a otra


conversación, se giró rápidamente atraída por el gran prestigio que
poseía el joven entre la juventud y por la gran belleza que guardaba
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su cuerpo según había escuchado en las reuniones secretas que las


mujeres casaderas sostenían en las cabañas de las matronas.

—Es Rostro Marcado —dijo el amigo común.

La bella muchacha le miró con cierto estupor y, reaccionando de


inmediato, expresó:

—Ya había oído hablar de ti en esta parte del poblado —e


inmediatamente añadió con jovialidad—: Y de tus hazañas, de tu
audacia y... —le faltaron las palabras para continuar. La mujer no
hacía más que observarle con la mayor atención.

Rostro Marcado, con verdadero anhelo, dijo:

—¡Qué bella eres!

Y quedó ensimismado mirándola, perdiéndose en la profundidad


oscura de sus ojos y la lisura de sus cabellos.

La muchacha, halagada sin duda, sonrió, pero rápidamente la


seriedad inundó su rostro. Pero no dijo nada.

El muchacho guerrero e intrépido preguntó:

—¿Y soy cómo esperabas que fuera?

—Nadie me había dicho... Quizá debía haberlo adivinado... soy


muy torpe —balbució. Al fin dijo de un tirón—: No, no eres como
esperaba, lo siento.

Y dándose la vuelta escapó de delante del enamorado,


integrándose en un grupo de muchachas y muchachos que reían y
hablaban en alta voz.

Rostro Marcado quedó triste. Siempre había pensado suplir su


defecto físico con su valor, su arrojo y su nobleza, y la perfección de
su cuerpo atlético.

—A decir verdad —se dijo— nunca me hubiese importado el


repudio de alguna mujer por esta causa. Siempre lo había tenido
como verdadera condecoración, serial íntima de mí mismo —y añadió
muy afligido, atristado—: Precisamente ha tenido que ser ella, la bella
mujer a quien yo...

Un sollozo terminó la frase. Pero el joven guerrero, reconocido


por todo el poblado, no era de los que abandonan sus propósitos con
facilidad, por eso había llegado tan alto como estaba, por eso todo la
tribu le consideraba como un héroe. Después del desplante que
sufriera por parte de la hermosa hija del jefe, se separó de su amigo
y vagó alrededor del manantial por ver si hallaba la ocasión de volver
a admirarla, de poder hablar con ella, pero no lo logró, solamente
escuchó su risa desenfadada y cristalina que surgía de entre todo el
confuso murmullo de voces con que alborotaban los muchachos. Y fue
el conjunto de sus risas irreflexivas las que le martillearon
constantemente sus sienes y le acompañaron como un verdadero
tormento en la soledad de la larga noche que pasó en vela.

Rostro Marcado se propuso cortejar a la bella piel roja y


pertinaz como era en sus cosas; lo primero que hizo fue volver, a la
mañana siguiente, a zancasdilear alrededor de la tienda del jefe por
ver si conseguía verla a solas, para hablar con ella. Tuvo que insistir
algunas veces para conseguir su propósito y hasta que llegara este
momento su enamoramiento y su angustia por poseerla crecieron
desmesuradamente. Al fin, en un atardecer, cuando el sol ya se
escondía tras las altas cumbres pero enviando sobre la llanura su luz
de fuego, el enamorado pudo contemplar, a través de los rayos
rojizos y ardientes como su propio corazón, a la muchacha envuelta
en un halo tornasolado que eran los últimos rayos del astro rey que,
reflejándose en las aguas del río, caían sobre ella. No se pudo
contener más, se acercó a ella, la miró, trató de besarla, pero la
mujer se escurrió con la ligereza de un corzo que se ve acosado.

—No te vayas. Espera —suplicó.

La muchacha india se detuvo y juraría él que le miraba con


coquetería.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Hablar contigo.

—¿De qué? —volvió a preguntar con cierto desdén la


muchacha.

Rostro Marcado se le acercó sin que ella huyera y, mirándola


fijamente a los ojos, le prepuso abriéndole los secretos de su
corazón:

—Te quiero. No vivo desde el día en que te conocí —y añadió—:


no voy de caza, no me veo con mis amigos, no duermo por las
noches. Sólo te tengo dentro de mi mente a ti. Me acuesto contigo,
velo toda la noche que paso hablando contigo y amanezco sobre mi
camastro igualmente contigo.

La hija del jefe expresó con menosprecio:

—¿Y qué...?
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El enamorado no se pudo contener por más tiempo y le dijo:

—Quiero casarme contigo...

La muchacha sonrió, pero esta vez con decoro, diría que con
cierto temor. Quedó expectante escuchando las palabras que
surgieron como una torrentera de su corazón, más que de su razón.

Pero de nada valieron a la muchacha que Rostro Marcado le


hablara de sus múltiples méritos, de su arrojo para luchar con los
monstruos del lago, de sus buenos augurios para poder llegar a ser
un dirigente preferido de la tribu; de nada le valió al muchacho las
súplicas y las humillaciones a que tuvo que rebajarse para convencer
a la joven y bella piel roja; porque ella, ante tantas promesas de
felicidad y de futuro, no pudo más que contestarle:

—No insistas, Rostro Marcado, yo no me casaré nunca contigo


mientras no encuentres la forma de quitarte esa cicatriz

Desesperadamente, marchó el muchacho hacia su poblado y,


consultando su pena con su madre, acudió ésta a la visita del chamán
en busca de consuelo y de algún encantamiento que hiciera que su
hijo no sufriese tanto. El hechicero le ordenó a la mujer que le
enviara al infortunado que, hasta entonces, había sido tan popular y
preclaro. Rostro Marcado obedeció a su madre y fue a la cabaña del
mago en busca de consuelo y ciencia.

—Yo lo único que necesito es alguna pócima o exorcismo para


arrancar de mi rostro este nefando corte —le expresó impulsivo al
hombre sabio, que serenamente miraba en él su abatimiento rebelde,
que incluso se volvía contra sus dioses ancestrales.

—Eso —repuso el chamán— no tiene solución sino sobrenatural


—y añadió solemnemente—: Sólo desaparecerá de tu cara si es
voluntad de los dioses.

Rostro Marcado entró en trance y expresó desesperadamente


mirando al cielo:

—Dioses del Mundo Superior, ayudadme, enviadme el acto


sobrenatural que me ha de devolver a la normalidad...

El chamán le recitó como una salmodia:

—Parte a los dominios del Sol y quizá allí halles el remedio a tu


desventura. Aléjate del poblado y olvida a la insensata. Tal vez, en
tus aventuras se te borre el nombre de esa ingrata. Tal vez halles el
sol en el mítico lugar donde habita sobre los demás astros y él te
ofrezca el conjuro, la triaca que te devuelva la felicidad. O si no el
tiempo y la distancia servirán para enjugar tus ardores...

Rostro Marcado inició un viaje a lo lejos, a los Dominios del Sol,


sin siquiera despedirse de su madre y mucho menos de la desdeñosa
mujer.

Largos años estuvo el aguerrido e intrépido muchacho vagando


por los espacios que unen la Tierra con el Mundo Superior. Tuvo que
sufrir en ellos, en el propio horizonte de los cielos y en las albercas
que contienen las estrellas rutilantes grandes aventuras con las que
curtió duramente su carácter.

¿Habían pasado años, muchos o pocos, desde que huyera


furtivamente de su poblado y de su casa? Eso no lo sabía. Sabía que
se había dejado la piel en las luchas y las algaradas con toda clase de
monstruos y enemigos corpóreos e incorpóreos. Sabía que su cuerpo
había madurado, sus músculos crecido y su raciocinio sentado y
equilibrado. Sabía todo eso, pero también sabía que todavía no había
logrado penetrar en los Dominios del Sol. Cada vez que llegaba a su
puerta era despedido por los servidores del dios y arrojado de nuevo
a las tinieblas, al limbo de nadie, que se hallaba entre los mundos
Medio y Superior.

En una ocasión, harto de su peregrinaje pese a lo persistente


que era o había sido con sus propósitos, se topó frente a sí un
frondoso jardín lleno de flores, árboles de toda clase y una vegetación
tan verde y fresca que animaba al descanso. Así lo hizo. Pero cuando
más tranquilo estaba pasaron junto a él siete grandes gansos
blanquísimos que al verle graznaron con alaridos que resultaban casi
humanos e insultantes. Inmediatamente apareció en la mente de
Rostro Marcado la feliz idea, que luego siempre pensaría que le habría
inoculado alguna divinidad protectora, que se pronunció a sí mismo:

—Si mato a estas siete aves espléndidas y las llevo como


ofrenda al Sol quizá me abra las puertas de sus dominios y pueda
hablar con él.

Pero inmediatamente sobrevolaron su cabeza en vuelo rasante


siete grandes grullas que graznaban mucho más agresivamente que
los gansos y se posaron cerca de él. De repente se le vino al
pensamiento:

—Y si además de los gansos blancos le llevo las siete grullas


provocadoras mejor me ha de recibir.

Por eso no lo pudo resistir; sacó su carcaj repleto de flechas


con los colores de su tribu, armó su arco, lo tensó y una a una fue
matando a las catorce aves esplendorosas. Les arrancó sus cabelleras
y, con ellas en la mano, se acercó a los dominios del Sol y suplicó que
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le recibiera el señor en base a los trofeos que le llevaba.

Desde ese momento se adoptó la costumbre entre los indios


pies negros de arrancar el cuero cabelludo a sus enemigos muertos
en combate como señal de haber triunfado sobre sus adversarios.

Cuando le recibió "el Sol, quedó tan impresionado con aquellas


muestras de valor que regaló a Rostro Marcado un bello traje
adornado con pieles de comadreja".

La vestimenta debía ser el don que le ofrecía el Sol para sacarle


de sus fatales desventuras. Si no era así, él así lo creyó, porque la
prenda mágica contenía los atributos de poder y de honor del astro
rey.

En la parte alta del vestido tenía un disco de oro en el pecho y


otro en la espalda.

—Ellos simbolizan el Sol —le aclaró el faraute que le llevara el


traje.

En las mangas aparecían pintadas siete rayas blancas que


representaban los siete pájaros, mientras que las perneras estaban
adornadas por otras siete bandas...

—Las que simbolizan la derrota de los otros siete pájaros —


añadió el servidor del Sol y luego desapareció introduciéndose en el
interior de los dominios de su señor.

Rostro Marcado, ataviado con su mágico traje, no tuvo otra


solución que abandonar el lugar y hacerse la siguiente reflexión:

—Es hora de regresar al poblado —y añadió justificándose—:


Tenía la misión de visitar al Sol y lo he hecho. Con su regalo volveré a
la tierra de mis ancestros y...

Efectivamente así lo hizo.

"Rostro Marcado se casó después con la hija del jefe y se


convirtió en uno de los ejecutantes de ceremonias más famosos entre
los pies negros."
LA BOLSA DE CASTOR LLAMA A BÚFALO BLANCO

(Leyenda de los pies negros)

Era la época en que todavía no estaba dado a cada cual el


devenir de su destino, en la que simplemente se vivía y los dioses no
habían dejado caer sobre las cabezas y los dorsos de los pieles rojas
la pesada carga de su misión en su existencia. Eran por tanto felices,
aunque tuvieran en entredicho y en carencia muchos campos de su
vida cotidiana facilona y burda, en la que no cabía ni la reflexión ni el
raciocinio; poseían lo que se les daba y no exigían más a la vida, pero
no daban ellos a cambio nada, todo en su existencia era prosaico,
hedonista y minusvalorado. Eran los tiempos en que reinaba sobre
todas las cabezas insulsas el poder de la legendaria Mujer
Comadreja; a ella y a su poder se invocaba normalmente porque
ostentaba en su simbolismo el valor de la comadreja, el mustélido
patrón de los guerreros pieles rojas.

Moraba Mujer Comadreja, imbuida dentro de su poder, en la


gran cabaña que le construyera su marido en los riscos más altos de
las montañas nevadas, porque echaba de menos a aquellos altos
lugares en los que tuviera que vivir retirado durante cuatro días, al
tener que superar el rito del paso a la mayoría de edad.

El hombre se acordaba, en su ensueño nostálgico, que era


entonces todavía muy joven y no conocía a su esposa, Mujer
Comadreja. Es más, se dijo que...

—... gracias a que rebasé con éxito el rito del paso a la mayoría
de edad y a las sucesivas purificaciones a las que me sometí, obtuve
la gracia de mi preferente situación entre los de mi tribu y se me dio
a conocer el poder de Mujer Comadreja tan profundamente, que
lanzó sobre mí su deseo de protección con tanta intensidad que hasta
me propuso que construyese un hogar y se casaría conmigo.

El hombre así lo hizo. Pero en la soledad de su camastro, bajo


la brillante luna que lanzaba sus rayos de plata y hielo sobre su
cuerpo penetrando por la ventana, recordaba cómo, adolescente
todavía, emprendiera la búsqueda de una visión, de un poder
sobrenatural personal. Éste lo adquirió a un espíritu guardián en un
sueño incitado por la dormición producida por un largo periodo de
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ayuno que tuvo que soportar; aunque, no siendo suficiente ello, tuvo
que acompañar su inanición con largas y piadosas oraciones que, al
no resultar del todo efectivas, tuvo que acompañarlas
automutilándose en un costado de la lengua e incluso haciéndose un
incisión más o menos superficial en el prepucio.

Como preparación para ello estuvo varios días en el interior de


una gran tienda de ceremonias, en la que debía encontrarse a sí
mismo y purificarse. Para conseguir su propósito el indio adolescente
que deseaba llegar a su mayoría de edad tuvo que sumergirse en un
baño ceremonial, tras el cual envolvió su cuerpo en la planta que
llamaban salvia aromática y después en el humo de una hierba
especial, cuyo nombre no conocía, hasta que logró quitarse de
encima el fétido olor humano que tanto agraviaba a los espíritus.

Una vez preparado para el rito, el hombre tuvo que retirarse al


lugar llamado Bi-li-shi-sna —el agua que no beben—, en completa
soledad, un promontorio elevado, territorio designado por Mujer
Comadreja como sagrado y en el cual él ayunó durante cuatro días.

Recordaba perfectamente que fue en ese momento cuando sus


tripas sonaban a causa de su inanición, cuando oró y se sajó lengua y
pene respectivamente. Un ramalazo de dolor le recorrió su cuerpo.
Después de tanto tiempo que pasara desde entonces, aún
permanecía en su mente el acervo sufrimiento que tuvo que soportar
para alcanzar su beneficio y cómo aguantábalo con gran estoicismo
porque sabía que, cuanto más difícil le resultase la búsqueda de la
visión y más padeciese, más seguro era que recibiera los grandes
poderes.

Al fin, el espíritu guardián se le presentó en forma de Estrella


de la Mañana, que se mantuvo con él hasta que apareció el Lucero de
la Tarde, que la conquistó y de cuya unión surgió toda la vida que
existía en la Tierra. Siempre creyó que esta visión fue un presagio
bueno, porque también el espíritu guardián podía presentársele en la
forma de la Luna, animal o cosa inanimada provisto de poderes
sobrenaturales pero no de tanta entidad como el que se le apareciera
a él.

El esposo de Mujer Comadreja se sentía un piel roja privilegiado


porque pudo buscar de nuevo las visiones otras tres veces, lo cual era
un hecho extraordinario que convertía mucho más perfectos a los
hombres. Sin embargo, él había alcanzado un estado de serenidad y
de humildad, lleno de sabiduría cuya vida había sido entregada al
servicio de los demás. Por la ayuda espiritual que había recibido
durante estos ritos místicos y por su bondad y virtudes se le confirió
en todas las grandes llanuras una excelente reputación de gran
hechicero con poderosas medicinas para la guerra.
En aquel tiempo es cuando adquirió el nombre de Observa-al-
toro-vivo, que quizá por una extraña referencia a alguna condición
espiritual o esotérica o premonitoria comenzó todo el pueblo a
nombrarle de esa forma, ostentándolo con orgullo de entonces para
adelante; apelativo que cobró más visos de realidad cuando tuvo que
enfrentarse con rotundidad al factible y extraordinario hecho que
diera origen a uno de los ceremoniales más reverenciados por los
pieles rojas de Las Llanuras como era el llamamiento primero al
búfalo blanco.

También al marido de Mujer Comadreja se le premió con la


propiedad de una Bolsa de Castor, el más antiguo y complejo de
todos los conjuntos de medicinas que ostentaran los pies negros.

También recordó el hombre cómo, antes de concedérsele la


extraordinaria bolsa de medicamentos, tuvo que someterse, en el
lejano lago que se abría en medio de las extensas y áridas región de
Las Llanuras, a una serie de rituales y demostraciones acuáticas en
las que tuvo que probar que no tenía miedo a las aguas y sus
profundidades. Porque los poseedores de la Bolsa de Castor eran
considerados por todos las tribus de pieles rojas de la zona como
unos verdaderos y audaces ijoxkiniks —aquellos que tienen el
poder de las aguas— y, por tanto, estaban obligados a no mostrar
miedo al agua bajo ninguna forma.

Uno de los más importantes deberes que tenía el esposo de


Mujer Comadreja era el de realizar el ceremonial del llamamiento del
búfalo. En él se invocaba ineludiblemente a Cuervo...

Decía Observa-al-toro-vivo a sus fieles en forma de alabanza:

—El Cuervo es el pájaro más sabio que existe en el universo.


Su superioridad quedó demostrada el día que retó en combate al otro
pájaro mítico, el llamado Pájaro Trueno. Y lo venció —y añadió de
inmediato—: ¿Y cómo lo hizo? —volvió a detenerse un momento y
antes que alguien diese respuesta a su pregunta continuó su perorata
con visos de loa—: Como sólo pueden hacerlo los seres privilegiados
y llenos de sabiduría.

—¿Cómo?

El hechicero sorbió su propia saliva, tomó aire adustamente,


relamiéndose en su relato, y habló gravemente:

—Se envolvió Cuervo en un grado de frialdad tan grande que


cuando Pájaro Trueno fue a su encuentro para acabar con él en la
lucha sintió que todo él se congelaba sin remedio. Para lo cual no le
quedó más remedio que defenderse de la congelación lanzando sus
rayos ardientes sin descanso. Porque sabía que en el momento que
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dejara de arrojarlos sobre Cuervo se convertiría en hielo.

—¿Y cómo terminó el combate?

Observa-al-toro-vivo dijo:

—Con la huida de Pájaro Trueno. Éste se dio cuenta de que la


única alternativa que le quedaba era el abandonar la lucha y el darse
por vencido; porque contra el poder, la sabiduría y la astucia de
Cuervo no habían armas.

Después de aludir, en medio del llamamiento del búfalo a


Cuervo, al buen hechicero tenía que atraer al búfalo a las cercanías
de la aldea.

"Hizo a los hombres y a las mujeres. Ellos le


preguntaron: ¿Qué comeremos? Él hizo muchas imágenes de
arcilla en forma de búfalo. Y después les insufló su aliento y se
pusieron en pie. Y cuando les hizo una señal empezaron a
correr. Entonces dijo a la gente: Éstos son vuestra comida."

El hechicero Observa-al-toro-vivo, en medio del ritual del


acercamiento del grandioso rumiante a sus aldeas para que les
proveyera de alimento y abrigos para el invierno, habló con palabras
sabias, propias de los chamanes de la tribu omaha:

—Los búfalos estaban bajo la tierra. Un joven búfalo que estaba


paciendo encontró el camino que le llevaría hasta la superficie de la
Tierra. Rugió la buena noticia a sus hermanos de manada, y toda
entera le siguió. Tras caminar largamente, alcanzaron la ribera de un
gran río. Sus aguas no parecían ser muy profundas. Por eso el búfalo
que guiaba a la manada se echó en ellas para vadear el río. Pero las
aguas sí eran profundas y el animal desapareció bajo ellas. De
inmediato el agua se agitó y se volvió gris. El resto de la manada
comprendió el peligro que suponía el cruzar por aquel lugar. Por eso
"la manada nadó del otro lado de la corriente donde... encontró
buenos pastos y se quedó en tierra". Desde entonces —acabó por
decir el hechicero de la Bolsa de Castor— los pieles rojas y los búfalos
se conocen, y como de importancia vital que son para el hombre éste
los cuida y los venera, aunque tenga que cazarlos para poder
subsistir.

Entre aquella manada innumerable de grandes animales


peludos y negros descubrieron los cazadores del poblado piel roja de
Observa-al-toro-vivo cómo aparecía en ese inmenso mar de rugidos y
enormes testas encornadas un ejemplar completamente blanco.
Alarmados, acudieron al sabio hechicero y le comunicaron la noticia.
Él mismo, acicatado por la curiosidad, quiso comprobarlo por sus
propios ojos y se acercó a la manada. En efecto, vio cómo un enorme
búfalo de pelaje albino ramoneaba entre todos sus hermanos negros
la hierba que crecía bajo sus pies. Elevando sus ojos hacia el Mundo
Superior, solicitó la ayuda de su espíritu guardián y esperó a que
llegase en medio de su éxtasis. Cuando volvió a la realidad expresó a
sus acompañantes:

—Ése ha de ser un ser reverenciado por todos los pieles rojas


de Las Llanuras. El búfalo blanco es el animal elegido por los dioses
de los cielos como el primero de la manada celestial, el que está
unido por la virtud al Mundo Superior; los demás se han vuelto
negros porque pertenecen a la Tierra, son malos —y añadió
solemnemente—: ¡Así pues reverenciémosle y tengámosle como la
divinidad que nos trajo el beneficio de nuestra comida!

Los otros pieles rojas callaron por unos momentos en los que le
observaron con todo el respeto que cabía para sus deidades.

No obstante todas estas adoraciones, honras y veneraciones, el


hechicero de la Bolsa de Castor deseó que se le cazase para que su
hermosa y gran cabeza presidiera la gran tienda de los trofeos y
objetos religiosos como el más valioso y espectacular que guardaban
en ella.

Sin dudarlo por un solo momento, el grupo de cazadores


omahas se dirigieron hacia el lugar donde sesteaba la manada,
colocáronse estratégicamente alrededor del búfalo blanco,
ahuyentaron al gran rebaño usando para ello sus gritos y alaridos.
Dejaron aislado al animal extraordinario, al cual tuvieron que
perseguir en solitario durante mucho trecho, ya que era
especialmente rápido y cauteloso en sus huidas. Pero al fin
consiguieron abatirlo lanzando sus certeras flechas al cuerpo del
animal, que era sagrado.

Cuando llegaron a la aldea con tan pesada y singular pieza de


caza la llevaron antes que nada ante Observa-al-toro-vivo quien,
lleno de admiración, satisfacción y consideración hacia el animal,
sentenció:

—Que las flechas que le mataron y el cuchillo que se ha de usar


para quitarle la piel sean purificados con el humo de esta hierba
especial, de la cual ni yo mismo conozco el nombre.

Los cazadores de la tribu cumplieron fielmente con el rito


ordenado por el chamán, que además, cuando se comenzaba a
descuartizar al búfalo, añadió:

—Y cuidaos de no verter ni una sola gota de su sangre sobre la


piel blanca —y cuando vio que se cumplían sus órdenes con exactitud
y el animal yacía sobre la hierba verde descuartizado, les llamó la
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atención sonando sobre sus cabezas su sonaja ritual que guardaba


los huesos sagrados de la tribu y dijo con gran severidad—: Y que no
coma de su carne ningún hombre de Las Llanuras. Solamente lo
deben hacer aquellos pieles rojas que hayan soñado con ellos. Y sólo
podrá curtir su piel una mujer a quien toda la tribu reconozca que ha
llevado una vida de pureza.

Cuando la piel blanca entera, con sus pezuñas y sus cuernos


intactos, estuvo curtida, sólo entonces fue cuando el hechicero de la
Bolsa de Castor la llevó en procesión a la cámara de los objetos
sagrados y la instaló en ella. Se convirtió en uno de los objetos sacros
más adorados y reverenciados de la tribu. Fue en aquel preciso
momento cuando, con gran satisfacción y orgullo, expresó Observa-
al-toro-vivo ante todo el poblado presente:

—Nuestra supervivencia, gracias a ella, continuará por los


tiempos...
UN TONTO SALVA A SU ALDEA DEL HAMBRE Y DE LA
MISMA MUERTE

(Leyenda tlingit)

La aldea se reunía en la más importante ceremonia que existía


para los pieles rojas que se denominaba potlatch, el repartimiento de
las riquezas.

El jefe de la tribu, en medio de la grande y oscura tienda,


iluminada brevemente por las ascuas de la gran hoguera ceremonial
que crepitaba en el centro de la misma, presentaba su rostro grave y
apenado, serio y provisto de un rictus inexpresivo, a causa de las
noticias que debía dar a sus súbditos. Con un gesto les hizo sentarse
encima del alfombrado suelo y, mirándoles seguidamente uno por uno
a cada uno de los presentes, dio un paso al frente comunicándoles
casi entre sollozos:

—Este año la ceremonia de la repartición de las riquezas de la


tribu va a ser desoladora y triste, porque tengo los talegos y las
alacenas vacías de todo. Solamente en ellas ha anidado el animal
araña que ha tejido en el hueco vacío sus sutiles telas.

El jefe calló un momento. Parecía que sorbía sus propias


lágrimas. Este silencio lo aprovechó uno de los cabezas de familia
para quejarse con agravio:

—No tenemos nada para comer. Nuestros hijos y nuestras


esposas pasan frío y hambre...

El jefe replicó con consternación:

—No hay nada. De nada poco se puede repartir.

Un piel roja, ya en el umbral de la ancianidad, expresó con


abatimiento:

—Pero nosotros tenemos que alimentarnos, poco pero hemos


de hacerlo.

La protesta de otro:
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—La muerte se cebará con la aldea.

—Nos extinguiremos.

Un murmullo de rebeldía, de acusación al tiempo, de reproche,


se extendió sobre las cabezas de los presentes. Incluso, si no se
hubiese detenido a tiempo, quizá los mismos hermanos pieles rojas
se hubiesen enzarzado en una acre lucha personal de subsistencia.

El jefe, observándolos con suma pesadumbre, les conminó para


que callaran y le escucharan con respeto:

—Vosotros quizá me echáis la culpa a mí, a mi dignidad de jefe,


que no he sabido desempeñar con autoridad...

—Te has comportado con debilidad.

—No hemos luchado contra las tribus enemigas...

—...ni conquistado ningún botín.

—No hemos salido de caza...

—... ni has organizado cacerías de búfalos, ni...

El jefe se impuso:

—¡Callad! —gritó—. ¡Escuchadme!

Cuando el silencio imperó en el interior de la gran tienda de las


ceremonias, el cacique habló con palabras llenas de orgullo y
sensatez:

—¿Es que no os veis a vosotros mismos?

La concurrencia quedó sorprendida e incómoda.

El jefe siguió su discurso:

—Sois todos viejos. No servís para la acción.

Hubo murmullos de protesta.

—Desde que perdimos nuestros guerreros en la guerra contra


los hombres de las montañas somos como un jaguar sin sus
incisivos...

Todos bajaron la cabeza y mascullaban oraciones o quizá


maldiciones, o tal vez blasfemaban contra sus dioses lares...

—... porque se han olvidado de nosotros.


—...ya no nos dan su protección...

El jefe hizo la vista gorda sobre estas pusilanimidades y,


enfurecido, les espetó:

—¡ Y no os acordáis ya que fuisteis vosotros, sí vosotros, los


primeros que entregaron a los feroces hombres de la sierra todo lo
que teníamos en nuestras casas en vez de hacerles frentes y morir
con dignidad?

Los hombres se escondieron entre las sombras espectrales a


causa del fuego titilante de la gran hoguera. Se sentían
avergonzados, se sentían vejados por el cacique; pero tuvieron en su
mente y en su lengua su excusación.

—Somos viejos —dijeron— y nos podían matar como quisieran.

—Apenas si hubiéramos ofrecido una mínima oposición.

—Cuando fuimos jóvenes bien que nos partimos el pecho y la


cara por defender a nuestros ancianos y nuestras mujeres —dijo un
piel roja que ostentaba en medio de su rostro, desde el lóbulo de la
oreja izquierda hasta la comisura de los labios, un horrenda y
repugnante cicatriz.

Se entregaron de nuevo a una serie de protestas y quejas que


defendían con gran ardor y que reforzaban con las llameantes
miradas que salían de sus pupilas.

El jefe de la aldea los calmó diciéndoles:

—Bien, bien, guardad el orden y la compostura. Sosegaos.

Cuando reinó la calma entre la concurrencia, les dijo


serenamente:

—Tenéis razón en todo lo que decís. Es cierto todo y todo se


ajusta a la realidad de los hechos. Pero de todo esto nadie tiene la
culpa. Ni siquiera yo.

—No, si nosotros no...

—Estamos viviendo en la miseria...

—¿Y los guerreros?

—No tenemos. Lo sabéis mejor que yo.

—Los mozalbetes, los niños, al menos que vayan a robar.


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—Hay que hacerlos guerreros.

El jefe replicó:

—Es inútil hacer correr al caracol, es inútil que la cabra aprenda


a nadar. Ni el uno ni el otro cazará ni pescará nunca nada. Lo único
que conseguirán será perder la vida en el intento de solidaridad.

—¿Entonces...?

El cacique habló:

—Los niños tienen que ser niños y actuar como niños. Vosotros,
con vuestra experiencia pasada, tenéis que prepararlos para la
guerra. Pero al menos esperad a que sus brazos tengan la fuerza
suficiente para tensar el arco o empuñar la espada. Si no —añadió
sonriente— lo único que vais a conseguir es que pierdan la vida en el
intento de solidaridad.

Repitió a propósito las palabras que ya dijera antes a cuento del


caracol y la cabra.

Los cabeza de familia representados bajo la gran tienda


ceremonial se pusieron nerviosos, se agitaron, se acongojaron y de
nuevo sus palabras insultantes, sus maldiciones y sus blasfemias lo
inundaron todo.

Al fin, uno de ellos, dirigiéndose al jefe, le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer? De este modo no podemos continuar.


Nos moriremos.

Y otro añadió:

—Y si nos hemos de morir de miseria, muramos como el piel


roja, noblemente.

—¿Qué quieres decir?

El hechicero habló trémulamente:

—Vayamos toda la tribu en masa, en procesión ritual, hasta el


risco de la muerte, en lo más alto del acantilado. Allí, envueltos por el
consuelo de Alguien Poderoso, tomemos la pócima que yo os daré y
que las bravas aguas del océano sean nuestra mortaja.

Los gritos, los llantos, la histeria y el dolor se apoderó de las


almas de aquellos pieles rojas. La algarabía preponderó sobre las
frases inconexas, las súplicas, los plañidos que se enredaban en el
espacio cerrado.
El jefe de la aldea gritó con desesperación, lleno de furor:

—¡Basta ya! Parecéis un hatajo de mujeres plañideras e


histéricas.

Todos, con la cara llena de sorpresa, le miraron y siguieron en


su murria.

—¡Callaos! ¡Silencio!

Le obedecieron.

El jefe les reprochó:

—¿Por qué, en vez de gemir como doncellas inexpertas no


habláis como hombres y buscamos entre todos una solución a nuestra
situación?

Todos quedaron atónitos. ¿No era él, el jefe, quién tenía que
pensar por todos, el que debía de proveerlos de todo...?

El jefe cortó sus comentarios:

—¡Y así es!

La concurrencia quedó llena de admiración.

Uno preguntó:

—¿Qué tenemos que hacer?

El jefe preguntó con insistencia:

—¿Dónde está Alce Coz?.

Los cabeza de familia allí reunidos al escuchar el nombre


soltaron la carcajada. Rieron protervamente, con descaro e ironía.

—¿Dónde se halla?

Los hombres se encogieron de hombros, desentendiéndose del


problema. Uno contestó despectivamente haciendo un gesto
indefinido con la mano:

—Por ahí, quién sabe.

El jefe se encolerizó y dijo con ira:

—¡Id a buscarlo! Que venga aquí.

Mientras unos hombres salieron corriendo de la tienda en busca


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del requerido, otros se burlaban diciendo:

—¿Para qué es bueno Alce Coz?

Otro contestó:

—Para nada.

—Para trepar al alcornoque y agarrar la luna que aparta el sol.

La carcajada de todos les evadió de las angustias que tenían


momentos antes. Se reían porque Alce Coz era un hombre deforme,
que tenía aplastada la sien y arrastraba la pierna izquierda a causa de
una terrible coceadura que le diera, en una partida de caza, uno de
los más grandes búfalos que pastara en las grandes praderas del
noroeste. Desde ese momento quedó el individuo profundamente
dañado en su cuerpo y retrasado en su mente, de tal forma que
deambulaba sin rumbo por entre las cabañas de la aldea solicitando
un mendrugo o una sonrisa de la gente que lo ahuyentaba de sus
cercanías, arrojándole piedras y quizá también algún corrusco
rechazado hasta por los pecaríes que hozaban junto al río.

El jefe dijo:

—Muy tonto será Alce Coz y muy denigrado lo habréis tenido,


pero ahora están en él puestas todas nuestras esperanzas de
salvación.

Todos guardaron un respeto responsable.

El hechicero expresó:

—¿Qué piensas hacer con él? ¿Nos lo vas a sacrificar para que
todos comamos?

La concurrencia río tímidamente.

El jefe dijo enfurecido:

—¡No tienes entrañas, chamán!

—Hasta ahora se lo hemos dado todo nosotros. Ahora le toca a


él —dijo en son de justificación. Y añadió—: ¿Es que para algo ha de
servir, no?

El jefe dijo:

—Y servirá.

—¿Cómo?
El cacique le dijo:

—Que se acerque a la costa, que deambule a lo largo de ella,


que pase allí las semanas, los meses, que no regrese hasta...

El hechicero cayó en la cuenta. Era tan viejo que su memoria le


traicionaba. Y dijo:

—¿Gonaquadet! Ahora caigo. Claro.

—Sí, sí —repuso resignadamente el jefe. Y añadió—: Que vaya


hasta allí y que encuentre al monstruo marino.

—Él suele hacerse amigo de los inadaptados, de los tontos... —


expresó el chamán.

Pero los demás quisieron saber.

—Pero ¿qué es eso del Gonaquadet?

El hechicero lo describió con palabras esotéricas y llenas de


misterio:

—El Gonaquadet es para algunos una casa de cobre, para otros


una gran casa pintada que surge del océano, un gran oso, un gigante
marino que lleva ballenas en su cola y entre sus enormes orejas o un
monstruo de varias millas de largo con muchos niños que corren por
su lomo.

Los pieles rojas presentes quedaron aterrados con la


descripción. Uno de ellos, el de más arrojo, se atrevió a preguntar:

—¿Y crees, señor, que Alce Coz es el más adecuado para


enfrentarse al monstruo gigantesco y horrible?

Esta vez fue el jefe de la aldea quien contestó:

—Es que no tiene que enfrentarse a nadie.

—Es el monstruo...

—... Gonaquadet...

—...el que lo ha de elegir a él.

—¿Y qué tiene que hacer, cómo ha de comportarse?

El chamán dijo:

—De ningún modo especial. El monstruo...


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—¿Y por qué le llamas monstruo si nos va a hacer el bien?

El aludido contestó:

—Porque no es normal. Tiene "uñas, garras, dientes, pelo,


piraguas y otras pertenencias hechas de cobre".

El jefe dijo:

—El cobre, el símbolo de la riqueza.

—Que es lo que pretendemos que él nos dé...

—... por medio de Alce Coz.

—¿Y cómo nos lo dará...

—... o se lo dará al tonto?

El chamán expresó:

—Cuando sean amigos Gonaquadet le dará su piel y lo


convertirá en un gran héroe, con el eminente que nos salvará...

En ese momento Alce Coz penetró en la tienda sujeto por la


fuerza de tres hombres y protestando por el apresamiento.

El jefe ordenó:

—Dejadlo libre.

Le obedecieron.

Alce Coz miraba asombrado, asustado, a su alrededor y a la


congregación de pieles rojas que clavaban sus pupilas en él,
seguramente preguntándose cómo iba a convertirse aquel mastuerzo
en un héroe capaz de realizar la más grande y mayor de las epopeyas
para salvarles de la inanición y la miseria.

El jefe y el chamán se acercaron a él sonriendo. Sin más


preámbulos le ordenaron:

—Tiene que emprender un viaje.

—¿Adonde? —preguntó.

—A la costa del océano.

—¿A por peces? —preguntó tontamente.

El hechicero le contestó:
—No. Allí todas las noches se baña la Luna.

Los ojos de Alce Coz se iluminaron:

—¿La podré agarrar?

—Si eres bueno.

El jefe le dijo nervioso:

—Has de visitar a un enorme pez que allí vive.

Todos quedaron pasmados ante la respuesta del tonto:

—¿ Gonaquadet?

El chamán tragó saliva y dijo:

—Sí, ese pez...

—... que te ha de dar algo.

Alce Coz miró a todos con recelo, temiendo de ellos el asedio a


que estaba acostumbrado y, dirigiéndose al jefe, le preguntó
tímidamente:

—¿Ya me puedo ir?

El jefe asintió con la cabeza.

El tonto salió como un endemoniado por la puerta de la gran


tienda ceremonial y miró hacia atrás, desde afuera, con ojos
enloquecidos, llenos de incredulidad. La concurrencia pudo oír a lo
lejos cómo Alce Coz decía al viento lleno de jovialidad y
groseramente:

—¡Ahora sí, ahora sí, ahora te agarraré, Luna, antes de que te


cocee el sol!

Y desapareció entre las sombras de la noche, bajo las ramas


funestas e inquietantes de los gigantescos nogales, alcornoques y
castaños que se extendían largamente ocultando el horizonte.

Los cabeza de familia allí reunidos aún estaban aturdidos por la


contestación que diera el lelo. Se preguntaban cómo siendo tan
atrasado conocía el nombre del monstruo que de seguro le iba a
destrozar allá en las lejanas costas de noroeste de su país.

El hechicero quiso aprovechar la ocasión para calmar la fantasía


de los pieles rojas y sus temores diciendo:
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—Es una premonición. Sin duda los dioses que habitan el


Mundo Superior han querido hacer una demostración de su poder
poniendo en la mente de Alce Coz y en su lengua el nombre de
nuestro salvador.

Más o menos convencidos, los hombres salieron al exterior. Se


encaminaron hacia sus chozas buscando en ellas la serenidad y la
tranquilidad de sus espíritus, si bien tuvieron que languidecer en su
precaria existencia, confiando su futuro únicamente al éxito que
tuviera el más tonto de la comunidad para traerles la fortuna y la
prosperidad.

Así transcurrieron algunas semanas, al cabo de las cuales


vieron llegar a la aldea a un hombre enmascarado con una vistosa
piel de leopardo o jaguar, o algo que se le asemejaba mucho.
Cuando, azuzados por la curiosidad, salieron a recibirle se toparon
con Alce Coz que, pese a la horrible cicatriz que ostentara en su
rostro y la cojera que le hacía bambolearse sobre la hierba que
tapizaba la tierra de la tribu, miraba con desafío y entereza a sus
paisanos, que le reconocieron diciéndole:

—Es Alce Coz.

—Ahí tiene su cicatriz partiéndole la cara...

—...y arrastra su pierna como una lombriz.

Alce Coz se incorporó ante los que le rodeaban y sereno y


sosegado expresó:

—Sí. Soy Alce Coz y si cojeo y mantengo la cicatriz es para que


me reconocieseis.

Ante el asombro de todos la cicatriz desapareció de su rostro y


su pierna sanó de repente.

El hechicero le preguntó:

—¿Qué hiciste en la costa noroeste?

Alce Coz narró:

—Pasé semanas tratando de alcanzar la Luna —y antes de que


alguien se burlase de él añadió—: y no lo conseguí. Un día se me
apareció el Gonaquadet...

—¿Tuviste miedo?

—No —-dijo el muchacho—. En seguida se hizo amigo mío y me


dijo que yo era un héroe. Esto me puso muy contento. Pero no supe
qué hacer. Me preguntó por mi aldea y le dije que estaba muy lejos y
que padecía mucha hambruna. Gonaquadet ni me contestó. Bajo la
luz de la Luna se quitó su piel y me cubrió con ella y me recomendó:
ahora realiza proezas sobrenaturales porque eres un héroe. Yo le
pregunté que qué eran esas cosas y él me dijo: Salva a "la aldea de
la muerte por hambre"... Y también me dijo: proporciónales a sus
"habitantes alimentos que son inagotables". —Y añadió—: ¡Aquí os los
traigo!

Alce Coz cumplió el encargo de riqueza que les enviaba


Gonaquadet.

Alce Coz siguió llamándose, para inquina de los supersticiosos,


Alce Coz, pero recibió como premio a su fidelidad y benignidad la
inmortalidad.
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EL FIN DEL GIGANTE QUE TENIA EL CORAZÓN EN EL


TOBILLO

(Leyenda miwok)

"Mantente alejado de esas cuevas o


Ettati te cogerá."

(Jefe Miwok)

La historia transcurrió en Yosemite Valley.

La historia transcurría en aquella época en la que los hombres


no habían aparecido aún sobre la Tierra. Quizá todo sucedía en aquel
recién estrenado Mundo Medio que se vieron obligados los animales a
crear con la ayuda de la pequeña Araña de Agua para disponer de un
lugar más amplio donde poder establecerse y vivir con comodidad, ya
que el Mundo Superior había quedado tan reducido e incapaz de
contener en él la multitud ingente de animales que cada día surgían
en nuevas reproducciones y que amenazaba con romper el equilibrio
y el bienestar de los que gozaban hasta ese momento en aquél,
donde fueron concebidos y creados.

Así pues, de entre las innumerables especies de animales que


emigraron al Mundo Medio las aves se instalaron en el paradisíaco
valle situado en la gran península al sur de las grandes praderas de
los territorios de los pieles rojas. Allí convivieron felizmente durante
mucho y largo tiempo gozando del buen clima, del sol suave y de un
clima benigno que era capaz de hacer crecer los más maravillosos y
nutritivos árboles frutales que ofrendaban sus frutas maduras, no
sólo para su alimento sino también para su goce. Las aves
revoloteaban sobre los jarales, a las orillas del mar acudían para
pescar su comida fresca y luego se volvían a las floridas campiñas
donde tenían sus nidos y las inundaban con sus trinos llenos de
candor y pureza.

Quizá, advertido algún otro animal terrestre por alguno otro


inquieto y dado a la exploración, se advirtió a todos las demás
especies animales de la existencia de este confortable paraíso, con lo
cual rápidamente todos los que pudieron y que sus fuerzas les
asistían para realizar el esfuerzo iniciaron una marcha hacia él;
cuando llegaron a su tierra prometida se instalaron en ella, ocupando
sus ríos, los pantanos del interior, los bosques, las llanuras verdes
que surgían entre las corrientes de agua, y construyeron sus
madrigueras, sus hogares, unos dentro de las cristalinas aguas y
ayudados por grandes y pequeñas ramas de los árboles caídos, otros
en lo profundo de las cuevas del macizo montañoso que se alzaba al
norte, otros excavando simplemente la tierra y la arcilla y llenándola
de la pelusa algodonosa que caía de su cuerpo y de gran hojarasca
seca y crujiente, donde reposarían sus enormes moles.

Al principio, Alguien Poderoso que, desde el Mundo Superior,


observaba la invasión del territorio bonancible por parte de todo tipo
de animales indefensos, alimañas y feroces felinos, pensó que el caos
que allí se iba a producir iba a resultar insoportable. Pero no fue así.
La multitud ' de especies animales, tan contradictorias entre ellas y
con hábitos de vida tan distintos que les hacían ser incompatibles, se
supieron organizar perfectamente y con inteligencia, de modo que
adaptaron sus comportamientos y sus peculiaridades de tal forma que
trataron de ser compatibles y necesarios los unos a los otros. Incluso
la vida de unos dependía de la vida de otros. Se organizó entre ellos
una escala de dependencias, una cadena biológica en la que mandaba
el equilibrio de la naturaleza, de modo que unos animales tenían que
morir necesariamente para salvar su propia especie; eran el principio
vital y necesario para que otros comenzaran sus existencias, para que
sus especies no desapareciesen de la Tierra por inanición y abandono.

Así pues el mundo de las aves se pudo compartir felizmente con


el de los animales de otras especies y en Yosemite Valley todas las
bestias de la naturaleza pudieron convivir perfectamente bien.

La felicidad comenzó ya a verse ligeramente interrumpida


cuando en los territorios del Norte y en las zonas costeras
aparecieron unos seres extraños que caminaban erectos, tenían la
piel del color del cobre y que se comían a todo lo que encontraban a
su paso: peces, aves, frutos y hojas de los árboles.

Pero aun así la felicidad se albergaba con toda su carga de


dones hasta en los más recónditos lugares del paradisíaco valle de la
gran península rodeada de aguas tibias y carente de cualquier ardid
ventoso que pudiera resecar su feracidad y frescura.

Así convivían estos seres vivos hasta que un día apareció,


llegado de las tierras de las áridas tierras del Norte, un gigantesco
hombre tan voraz y hambriento que lo primero que hizo al ver aquel
encantador lugar fue dirigirse a las aldeas de los rudimentarios seres
humanos, atraparlos y alimentarse con ellos. Por lo visto, la multitud
de animales variados, grandes y pequeños, crueles y bondadosos, no
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eran de su agrado o simplemente los reservaba para cuando acabara


con aquellos que no protegían sus cuerpos con pelo o lana.

—¡ Uwulin! —gritábanse entre sí los pieles rojas de la tribus que


se extendían por todo el territorio para avisarse del peligro que les
acechaba.

Uwulin era el nombre que le habían dado los aborígenes porque


en él sólo veían el atributo que más horror les daba: comedor.

Con esa palabra tan gráfica es como nombraban, en su jerga


rudimentaria, los pieles rojas al gran gigante, ogro, comedor de carne
humana.

—Es "alto como un pino y sus manos tan grandes que podía
sostener diez hombres a la vez en cada mano".

De esta forma explicaba un semidesnudo piel roja que mojaba


sus pies sentado sobre una roca batida por las aguas del mar a un
mozalbete rapado y esquelético que le escuchaba aterrado y que, por
supuesto, no había visto jamás al tenebroso Uwulin, al inhumano
"Comedor".

Cuando los indios escuchaban las grandes zancadas con que


caminaba el descomunal ogro corrían a esconderse en las
profundidades más ocultas de sus cabañas y cuevas. Cuando lo veían
partir hacía uno de los viajes que hacía para buscar a sus víctimas en
otras latitudes, descansaban y resoplaban con alivio; pero a la vez
colocaban en los lugares estratégicos algún vigía que les avisase
cuando regresaba a su morada en el valle.

A Uwulin le gustaba mucho viajar y enfrentarse con nuevas


gentes que le dieran a su comida nuevos sabores. Cuando lo hacía
cargaba sobre su descomunal hombro un enorme saco que agarraba
con su mano y apoyaba sobre su pecho seboso, peludo como una
colina erizada de matorral.

Los aborígenes al verle desde sus escondites decían unos a


otros:

—Ahí, en el saco, es donde mete a las gentes que rapta.

Le miraban con temor.

Otro decía lleno de estupor y miedo:

—¡Mirad, mirad cuan grande es su saco!

Se horrorizaban y huían hasta la oscuridad de sus casas.


Otro piel roja observó:

—Su saco es tan grande que de seguro que cabe en él toda la


población de una de nuestras aldeas.

Todos asintieron con los ojos desorbitados.

Los hombres le vieron partir de allí con gran alivio.

Uwulin, dando tan grandes pasos que con uno de ellos bastaba
para salvar la cumbre de una gran colina, inició su viaje por toda la
península. Iba de una a otra aldea llevando con su presencia el terror
y el sufrimiento. "Cogió a tanta gente que, como no se la podía comer
toda de una vez, la cortó en trozos pequeños e hizo cecina de su
carne."

Uwulin, rendido por el cansancio que sentía debido al esfuerzo


tan descomunal que había realizado en aventura tan cruenta, se dejó
caer junto a una gran roca que se alzaba al lado de las sonoras aguas
del río Merced, miles de millones de años antes de llamarse así, y
aplastó con su corpulencia el manto verde y húmedo de la hierba que
crecía en las riberas de la trepidante corriente de agua. Cuando ya el
alivio le recorrió su cuerpo y el sueño de la digestión última había
desaparecido, tomó los trozos humanos, aún sangrantes, que preparó
y los colocó sobre la gran roca para que se secaran al sol,
condenándola hasta la eternidad a que en ella aparecieran
imborrables manchas "de la sangre de hacer la cecina".

Los animales y las aves, hartos del intruso y de sus crueldades,


se aliaron y trataron de matar al gigante de todas las formas
posibles.

—Usaremos nuestras flechas y nuestras lanzas cuando duerma.

En efecto, cuando el gigantesco ogro dormía estruendosamente


bajo un bosquecillo de arces y castaños silvestres, se acercaron con
sigilo portando montadas y a punto sus armas, con las que debían
atravesarlo y matarlo. Cuando estuvieron sobre él, colgados de las
ramas de los árboles y escondidos de la vista de Uwulin metidos en
sus copas espesas, uno de ellos, el más arrojado y que parecía que
era quien ostentaba la iniciativa en aquella partida ofensiva, gritó la
orden:

—¡Ahora! Todos a la vez.

Lanzaron sus flechas y sus lanzas sobre el pecho y la cabeza del


"Comedor", pero vieron que ninguna de ellas conseguía penetrar en
su cuerpo. Desalentados y temerosos de que despertase el ogro,
descendieron sigilosamente de los arces y de los castaños,
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silenciosos, con cuidado, para no caer en sus manos y ser devorados.

Los animales, como siempre hacen en el reino azul y blanco de


la mitología, se reunieron en consejo para determinar el
comportamiento que debían seguir en sus propósitos de
exterminación del ogro.

Nadie sabía qué hacer. Todos temían a Uwulin. Por fin uno de
ellos expresó:

—Podemos pedir la ayuda de Mosca.

—Ella, con su costumbre de revolotear e inquietar a todo ser


viviente, podría sin peligro acercarse a "Comedor" y...

—...descubrir qué parte del gigante ogro es vulnerable a


nuestras agudas armas.

La comadreja dijo:

—Con esa información, nosotros podremos urdir una trama


para enfrentarnos sin riesgo a esa asquerosa criatura.

Llamaron a Mosca a la reunión y sin ambages le pusieron al


corriente de sus planes y le suplicaron que les ayudara a llevarlos a
cabo.

La aludida preguntó:

—¿Y cómo puedo yo ayudaros, cooperar con vosotros con


éxito?

Los otros le dijeron:

—Muy fácilmente.

—Sí, cómo —interrumpió Mosca un poco alterada.

—... muy fácilmente, sí.

Y preguntó la requerida para heroína: —¿Qué debo hacer?

Los otros, con cierto sigilo, le propusieron:

—Vuela sobre el gigante y gánate su confianza...

—... luego muérdele por todo el cuerpo hasta descubrir el sitio


donde se le puede herir.

Mosca dudó:
—Puede de un manotazo acabar conmigo, si le inquieto con mis
mordiscos. El dolor le hará rugir.

Los otros sonrieron y dijeron para convencerle:

—Su piel es tan dura e impenetrable que ni siquiera le causan


dolor nuestras flechas y nuestras lanzas...

—... por eso tus mordiscos no le harán mella y te dejará


tranquila...

Y otro dijo gravemente:

—Pero cuando alcances el lugar donde es vulnerable el grito de


dolor te envolverá y su saña querrá hacer presa en ti...

—... por eso debes en ese preciso momento estar lista para
volar con toda rapidez a lo más alto de la copa del gran castaño que
toca el cielo.

Mosca se dio perfecta cuenta del gran riesgo que encerraba la


hazaña que iba a protagonizar, pero se vio con fuerzas de enfrentarse
a ella y aceptó con pleno conocimiento el riesgo que iba a correr.

—No os preocupéis; yo iré hasta Uwulin y os traeré lo que


queréis.

Mosca extendió sus alas, las agitó y sin dejar de hacerlo


comenzó a revolotear por el espacio libre del gran valle hasta que
halló al gigantesco ogro tendido sobre la hierba y durmiendo a pierna
suelta.

Mosca, conforme lo habían acordado, se acercó al ogro y le


mordió por todas partes. Él ni siquiera se movía, ni se lamentaba con
las dentelladas que recibía. Cuando ya casi había recorrido todo su
cuerpo acertó el insecto a morderle en el tobillo, con el cual mordisco
le hizo a Uwulin dar tal respingo que el diminuto animal volador dio
un saltó y salió agitando sus alas membranosas y fuertes a
esconderse en lo más recóndito de la copa del árbol preparado para
ocultarlo, a pesar de "que diera una patada con su imponente
pierna".

Ya ante el consejo fue interrogado por los demás animales:

—¿Y qué?

—Mordí todo su cuerpo, como dijisteis...

—... sí, pero dónde le falla su fuerza.


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—¿Dónde no tiene poder?

Mosca declaró:

—En el tobillo. Sin duda en el tobillo, porque nada más


castigárselo con un bocado lanzó un grito de dolor y trató de
atraparme.

Los animales del consejo quedaron satisfechos con la


investigación y el trabajo realizado por su congénere.

De nuevo el consejo, ante los informes de Mosca, decidió:

—Fabricaremos una serie de leznas...

—¿De qué?

El otro siguió:

—...de hueso, de ciervo.

—¿Como las que se usan para hacer cestos?

El jefe asintió:

—Eso mismo. Iguales.

—Pero que sean más afiladas y más largas.

Todos quedaron de acuerdo.

Se pusieron manos a la obra y, cuando ya estuvieron listas una


gran cantidad de leznas de tan afilado filo que era capaz de partir en
dos la hoja del roble que cayera sobre él, se encaminaron hacia el
camino que solía utilizar el gigante cuando salía de correrías en busca
de hombres y animales con que alimentarse y, una vez allí, tras
percatarse de que el ogro no les podía ver, la comadreja les
recomendó:

—Colocad cada una de estas hirientes leznas clavadas en la


tierra, con el filo hacia arriba...

Otro animal completó la frase diciendo:

—... que haya tantas y tan cercanas las unas de las otras que el
propio Uwulin no pueda evitarlas.

Así lo hicieron y cuando la senda estaba sembrada de


punzantes leznas con que herir al gigantesco ogro, todos los animales
se refugiaron en las madrigueras cercanas, en las copas de los
árboles y en las cuevas, a la espera de que su añagaza surtiera el
efecto que ellos deseaban.

Al fin Uwulin apareció por el camino y penetró en el campo de


las leznas, pisando muchas de ellas "y una le atravesó el tobillo,
donde tenía el corazón".

"Murió instantáneamente".

Los animales dijeron:

—Hay que destruir el cuerpo.

—Que nunca jamás pueda resurgir.

—Hay que hacer algún exorcismo que lo borre de la tierra.

Los animales, reunidos en consejo, dudaban y se preguntaban:

—¿Qué haremos?

—¿Qué podremos hacer?

Se lamentaron:

—Antes hicimos caso a Mosca y nos fue bien.

—Ahora ¿a quién acudiremos?

—¿Quién nos ha de ayudar?

Se quedaron pensativos largo rato.

La comadreja, astuta y ladina, expresó:

—Ya sé a quién pediremos ayuda.

—¿A quién?

Aquélla respondió:

—A la pequeña ladrona del fuego.

Todos enmudecieron. Quedaron expectantes.

La comadreja preguntó airada:

—¿Es que ya no os acordáis?

Los demás animales negaron con la cabeza, llenos de estupor.

—No lo sabemos —dijeron.


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—¿Quién será?

Aquélla expresó llenando sus palabras del desprecio que les


merecía sus olvidadizos congéneres:

—¿No os acordáis de Araña de Agua! Ella fue quien robó el


primer fuego y nos trajo el calor. Ella es experta en lances
arriesgados y, sin duda de ninguna clase, nos dará el remedio a
nuestra necesidad.

Todos asintieron con la idea de la Comadreja.

En efecto, llamaron a Araña de Agua y, al ser consultada sobre


el hecho que les inquietaba, repuso:

—Destruid con fuego su cuerpo. De esta forma ya jamás podrá


volver a la vida. El mundo de los cielos será su hogar. Su humo se ha
de mezclar con las nubes.

De esta forma se movilizaron todos los animales y acarrearon


sobre el cuerpo muerto de Uwulin numerosos troncos y ramajes
secos, y lo cubrieron con ellos. Seguidamente le prendieron fuego y
ardieron en una misma hoguera ogro y maderos muertos.

La comadreja ordenó a los presentes:

—Vigilad, que no se escape ninguna llamarada hacia el bosque,


porque a través de ella podría huir...

Unánimemente "observaron con atención cómo se quemaba


para asegurarse de que ninguna parte se escapaba a las llamas,
porque temían que pudiera crecer alguna y que Uwulin renaciera".
EL HÉROE QUE GANÓ EL ORIGEN DE LAS TRIBUS

(Leyenda maidu)

Eran aquellos tiempos terribles en los que sobre la tierra


reinaba la anarquía, el rapto, los vicios por doquier y el autoritarismo
desenfrenado del poder sin ninguna clase de acotamientos ni reglas
que lo normalizaran, en los que cualquier ser poderoso tanto podía
resultar una ignominia de individuo, un alevoso y desentrañable
monstruo que comía a los hombres y a los animales, como ser una
deidad plena de bondad y de sabiduría que acudía prestamente a la
llamada de socorro de los humanos expoliados y maltratados tanto
por los fenómenos de la naturaleza como por la insidia de un
monstruo zoomorfo que gozaba con hacer el mal allá por donde
pasaba...

Eran los tiempos en los que, al norte del país de los indios
maidu, surgiera de alguna oscura y tétrica caverna, donde asentara
su morada misteriosa y secreta, el pérfido médico Haikutwotupeh.
Quizá, después de adquirir su sapiencia sobre las medicinas y las
hierbas curatorias en el Mundo Superior, y como castigo a causa de
alguna tropelía o insensatez cometida con su sabiduría, fue arrojado a
la Tierra para que inquietara con sus intrigas a los humanos y dejara
de una vez a los divinos vivir en paz.

El médico, una vez liberado de sus pócimas, triacas mágicas y


hierbajos con los que trataba de hechizar a los pobres pieles rojas
que trataban de convivir pacíficamente con las cosas buenas y con las
malas, como suele hacer cualquier gente de bien, que les había
tocado en el reparto de los territorios de la Tierra, salió de su casa
con el firme propósito de...

—Me acercaré hasta la tribu de los maidu, buscaré al jefe, le


propondré jugar una partida en la que apostaremos las personas que
pueblan sus aldeas. Y yo con mis artes le ganaré.

Con gran regocijo —porque sabía que era invencible en el


extraño juego que él mismo había inventado y aojado con sus
oraciones y sus visajes mágicos, así como también con sus triacas
desconocidas, sus sortilegios y sus fórmulas ocultistas— el curandero
tomó camino hacia el Norte con la malsana intención de configurar
con firmeza sus propósitos de ganar, o más bien raptar a todos los
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individuos que pudiera de aquella tribu. El fin que perseguía era el de


retenerlos en sus dominios y cercenar definitivamente las ansias de
prosperidad y progreso que poseían; sentimientos que por otra parte
eran los que la naturaleza con su sabiduría les imponía con severidad.

Llegó a la aldea que pretendía desvalijar. Penetró en ella con el


rostro sonriente y con la palabra fácil y generosa en la boca. Se topó
con un grupo de mujeres que tejían a las puertas de sus casas
innumerables cestos muy variados, a veces trenzando y otras veces
rizando las pleitas con que llevaban a cabo su trabajo. Y las encontró
en estas labores porque llegó por la tarde, cuando las féminas
descansaban de sus labores domésticas; porque era por la mañana
cuando preparaban las bellotas y los otros cientos de plantas
comestibles, así como la carne de alce y de ciervo que eran casi
exclusivamente los alimentos que componían su magra dieta.

El médico no se explicaba para que querían o necesitaban


tantos cestos como llenaban las puertas de sus casas, apilándolos los
unos sobre los otros, sobrepasando las cubiertas de aquéllas, que a
decir verdad tampoco es que fueran muy altas, porque sus moradas
eran "abovedadas, cubiertas de escobón o hierba", "en las grandes
estructuras cubiertas de tierra, casi subterráneas".

El curandero se dirigió a un grupo de mujeres —de cuyo cuello


pendían innumerables abalorios y piedras multicolores, y de sus
orejas pendientes artísticos y de vario color, lo que les daba un
estatus de riqueza y de situación social de privilegio— y astutamente,
en vez de enfrentar el problema que allí le traía, les preguntó
sonriendo ladinamente:

—¿Qué construís?

—Cestos. Ya lo ves —le repusieron con la curiosidad en el rostro


al descubrir ante ellas un personaje tan extraño y peculiar.

Otra mujer le preguntó con claridad:

—¿Quién eres tú?

Él repuso sin ambages:

—Un viajero que llega de lejos —y añadió seguidamente—: Os


he visto realizar esas labores primorosas y he querido saber.

Una mujer repuso llena de orgullo:

—Construimos cestos.

—Es el símbolo de la riqueza de nuestra tribu.


El médico dijo sin darle importancia:

—A ver si os comprendo.

—A ver...

—Cuanto más cestos tengáis más ricos y nobles sois ¿no?

—Eso es.

Pero siguió preguntando:

—¿Y luego qué hacéis con ellos? ¿Los guardáis todos? ¿Los
vendéis?

Una de las mujeres repuso:

—Te explicaré...

Le dijo que "los jefes de las aldeas aseguraban su prestigio en


las fiestas presentando una gran variedad de cestos enormes llenos
de gachas de bellotas", y también le aclaró que "para honrar a los
difuntos se hacían algunos (cestos) que se quemaban durante las
ceremonias de duelo".

Nada de ello le importaba al perverso Haikutwotupeh, que en


realidad lo que verdaderamente perseguía era el hallar la morada del
jefe de la aldea y embaucarlo para que cayera en el ardid que él
mismo había urdido, y persuadirle para que jugara al envite de su
propia invención, con lo que le ganaría a todos aquellos hombres que
estaban destinados para conducir con éxito el ordenamiento del país
piel roja. Con ello se opondría efectivamente al progreso y
prosperidad de los pieles rojas sumiéndolos para siempre en la
oscuridad y la ignorancia. El médico taimadamente y acaramelando
intensamente su voz le preguntó a una de las cesteras:

—¿Y los hombres no os ayudan en tan importante labor?

Las risas de la interrogada sonaron con gran estruendo en la


aldea y se escaparon hacia los cercanos montes. Cuando consiguieron
la normalidad en la interpelada y en las otras que le hicieron el coro
al escuchar tan ignorante y simple pregunta, le repuso:

—Los hombres están destinados a otros menesteres de superior


valor.

—¿Y dónde se encuentran a estas horas magníficas? —preguntó


con cierta ironía el malévolo extranjero.

La mujer contestó:
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—¿Y dónde van a estar? Todo el mundo lo sabe.

Y otra dijo:

—Descansando. Deben guardar sus fuerzas...

Pero el médico no la dejó terminar la frase, porque preguntó:

—¿Y el jefe también? —y añadió lleno de ironía—: Pues sí que


veo que se preocupa mucho de vosotros...

Las mujeres, a coro, enojadas, se revolvieron clamando:

—Es un buen jefe y se sacrifica por nosotros.

—Claro.

—Mientras todos descansan, él medita y recibe en su casa a


quienes necesitan su ayuda —respondieron con cierto enojo.

—Junto con el hechicero discute nuestro porvenir y nuestra


felicidad.

Una de ellas dijo señalando la cabaña más grande que surgía


bajo un enorme montón de tierra y que se adosaba junto a la ladera
de la colina que les protegía del viento frío del Norte:

—En la casa del jefe puede entrar quien quiera; vive para todos
nosotros.

El astuto médico preguntó con insidia:

—¿A mí también me recibirá?

—Claro.

—¿Por qué no?

Otra dijo:

—A ti más que a nadie.

—¿Por qué?

—Porque le puedes traer noticia de cosas y promesas nuevas.

El hombre, sin decir más, despreciando toda la labor que hacían


las indias e incluso su belleza, se dirigió a la entrada de la cabaña del
jefe y penetró en ella. Al cabo de dos días de permanecer encerrado
en la casa con el mandatario salió Haikutwotupeh muy ufano y
sonriente. Tras él caminó en fila india un inacabable número de
hombres que, con rostros atristados y actitud afectada, le seguían
dóciles y disciplinados como rastro de hormigas. Salieron de la aldea.
Atravesaron los montes aledaños y se perdieron en la oscuridad de
los caminos y quizá de las mazmorras del taimado médico que vivía
en las tierras del Norte.

El jefe, días después, muy afligido y contristado, salió a la luz


del día y se dejó caer a la puerta de su casa lleno de amargura.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su joven y bella hija, que sufría


con la actitud penosa de su padre—. ¿Te ha dado aojamiento el
maligno médico con quien has hablado?

El jefe la miró con ojos llenos de lágrimas y le contestó:

—Jugué con él una extraña y amañada partida que me enseñó


para la ocasión. Perdí con ella a todos los hombres que tenían la sacra
misión de traer el buen futuro a nuestro pueblo. Por eso estoy triste,
por eso redimo con mi sufrimiento y mis lágrimas mi mala acción.

Toda la aldea se afligió con su jefe. La tristeza, la monotonía, la


lasitud y la angustia se apoderaron del lugar.

La hija declaró ante toda la aldea:

—No os tenéis que preocupar. He tenido un sueño y en él se me


anuncia que por mí se han de resolver todas nuestras inquietudes.

Pero el pueblo no le hizo ningún caso.

La hija del jefe se retiró a la soledad de la cabaña de su padre.


Nadie desde ese momento supo nada de ella, hasta que pasaron
nueve meses en que en sus brazos apareció...

"... Oankoitupeh, que nació milagrosamente de la hija del


jefe en tiempos terribles."

La madre vio en su hijo la salvación de todas sus tribulaciones.

—Cuando crezca será un gran guerrero y entonces nos


conducirá al triunfo...

Pero su padre y los demás indios veían todo este sueño con
gran escepticismo y muy lejano.

—Muchos de nosotros incluso habremos muerto.

—Todo ha sido una ensoñación y como tal se ha esfumado al


despertar.
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Pero Oankoitupeh...

"... alcanzó la mayoría de edad en cuatro días y se


dispuso a arreglar el mundo."

Convertido en un joven y macizo guerrero, bello y fuerte,


dotado sin duda alguna por el poder de los dioses que habitan el
Mundo Superior, el nieto del jefe de la aldea tomó sus armas, sus
alforjas y las bendiciones de su abuelo y de su madre, y abandonó
sus lares con el propósito firme de no regresar a ellos hasta que
pusiera orden en las cosas de la Tierra que vagaban sin rumbo, en
medio del caos.

Entre las innumerables hazañas en que intervino se cuenta que


realizó, como el gran coloso que era, una preclara, que consistió en
desaguazar los terrenos de Sacramento Valley, abriendo zanjas o
haciendo cañerías de desagüe, "separando las montañas donde están
hoy en día los Carquinez Straits".

Cuando su titánica labor terminó, siguió su camino topándose


con un monstruoso pájaro que tenía aterrorizada a toda una comarca
entera de la feraz península. Confiando en sus poderes divinos, la
fuerza que le inculcaron los dioses y su buena voluntad, se dirigió
hacia el terrible pájaro y...

"... destruyó un águila negra espantosa del tamaño de un


hombre y un monstruo que mataba a la gente."

Después de su triunfante periplo en el cual se hizo reconocer


por todo el país piel roja como un verdadero y arrojado héroe, se
dirigió a los territorios del Norte, donde habitaba el insidioso y astuto
médico que engañara a su abuelo haciéndole aceptar una partida
injusta en la que perdió el orden y la prosperidad de su país. Buscó
por todos los rincones de aquella escabrosa comarca la morada de
Haikutwotupeh y, cuando la halló, directamente se fue en su busca;
cuando estuvo frente a él, le provocó, le ...

"... retó al médico Haikutwotupeh a una partida en la que


apostaba por la vuelta de las personas que éste había ganado
al abuelo del héroe."

El nieto del jefe venció porque había nacido para ello y sólo
para ello, y...

"... Oankoitupeh ganó y restableció a cada tribu en su


lugar de origen."

Y el país de los pieles rojas comenzó su desarrollo, las cosas


que sobre él pululaban se ordenaron, y llegó el progreso y la
prosperidad.
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EL NIÑO Y LOS CIEN ESPÍRITUS ALADOS

(Leyenda iroquesa, chipewa/ogibwa)

En el interior de la tribu todo era sosiego y paz. Las mujeres se


retiraban a sus aposentos no sólo con la intención de descansar sino
también con la de no molestar; deseaban pasar inadvertidas, en el
anonimato, sobre todo en las horas quietas de la solana, en que la
calima surgía de la tierra y envolvía al poblado entero. Las mujeres
procuraban por todos los medios desaparecer de la tierra para dejar a
los hombres en aquellas horas del mediodía, cuando el sol los
buscaba a todos por los más secretos y profundos rincones de sus
chozas y penetraba, curioso e indagador, hasta los más hondos,
reservados e inabordables lugares, sin que se escapara uno solo, que
se abrían sobre la superficie de la tierra.

Era la hora de la quietud y el silencio. Los hombres —y sobre


todo el chamán— lo demandaban incluso de los animales domésticos
que solían vagar y alborotar alrededor de las casas y dentro de los
cercados; en estas horas ceremoniales y casi sagradas buscaban la
oscuridad de sus nidales y guaridas, se desplomaban sobre el
templado suelo y dormitaban silenciosamente, sin estridencias, para
que los hombres de la aldea, reunidos en la gran tienda ceremonial
que se alzaba en el centro de la misma, se dedicasen, bajo la
dirección del hechicero, a la formación y recreación de las cosas de su
espíritu, enriqueciéndolo con el conocimiento primario para unos, y la
remembranza para otros, de las historias de los hechos de sus
divinidades y de las de sus héroes y poderes —buenos y malos—
espirituales.

Les decía el chamán con voz aflautada, que salía directamente


de su laringe sin que apenas encontrara obstáculos en su camino
hacia el exterior de su cuerpo, impregnada de la solemnidad y la
seriedad que imponía el momento:

—La Luna, como el Orbe de Luz Nocturna celestial, es la que se


encarga de iluminar la Tierra cuando el Sol, con todos sus beneficios
y carencias, huye de nuestro lado y se esconde en su madriguera.

La concurrencia escuchaba con atención las hieráticas y nobles


palabras del hombre sabio que resonaban a hueco dentro de aquella
enorme sala, prácticamente vacía de utensilios y objetos sagrados de
culto.
El hombre continuó hablando:

—La Luna es la encargada de complementar el papel diurno del


Sol.

El jefe de la tribu, que estaba presente, se alzó en medio de la


congregación. Medio hechizado pronunció solemnemente, más que
nada para demostrar su superioridad y ante todo para que los
guerreros jóvenes y los adolescentes que apenas sabían de la vida y
de la muerte aprendieran:

"Los cielos estaban llenos de deidades... Las


constelaciones de estrellas eran centros de
reunión de los dioses... La tierra estaba
repleta de toda clase de espíritus, buenos y malos... "

Se hizo un gran silencio en el que la concurrencia completa sin


excepción, sobre todo los más ignorantes, meditó el mensaje que
comportaban aquellas palabras.

El hechicero, cuando lo consideró oportuno, siguió con su


lección:

—La Luna la nombramos como Nuestra Abuela y tiene mucha


importancia dentro del desarrollo de nuestras vidas.

Uno de los no iniciados todavía expresó cándidamente:

—Es en realidad como nuestra abuela de carne. La queremos


tanto o más como a nuestra madre, porque nos mima, nos lo da
todo, ahuyenta nuestros malos sueños, es injusta con la recta
conducta ante nuestros desaguisados, comprensiva incluso ante
nuestras malas acciones...

El hechicero miró al espontáneo y sonrió. Luego dijo:

—Veréis. La Luna potencia los poderes reproductivos dé las


mujeres...

El jefe interrumpió las palabras del anciano asegurando:

—... y a los hombres les proporciona gran suerte en sus


cacerías.

El provecto sabio y dotado de poderes espirituales y curativos,


acatando con inmensa bondad las palabras del jefe de la tribu,
expresó:

—Como quizá os habéis dado cuenta, Nuestra Abuela, la Luna,


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desaparece durante unos cuantos días al mes y el cielo se encuentra


vacío, oscuro, nadie hay en el universo que nos ilumine. Y ello ocurre
porque va en busca "de su hermano, el Sol, que ha salido a cazar.
Durante veinte días sigue sus pasos y luego muere. Pasan cuatro días
en que no se sabe nada de ella. Después recibe nueva vida para
reanudar su búsqueda".

La reunión continuó lánguidamente bajo el calor agobiante del


día de verano. Cuando el Sol se ocultó tras los picudos y elevados
riscos untados por una capa de nieve y las primeras sombras
zascandilearon dentro de la aldea, los hombres, en silencio y en
escueto orden, salieron de la tienda ceremonial y dieron por acabado
el acto de instrucción espiritual. Sin embargo, el sabio y provecto
hechicero quedó sumido en un profundo letargo dentro de la sala
ritual, cuando se echó desmadejado sobre el mullido lecho
confeccionado con pieles de oso curtidas al igual que aquella que
tapaba la entrada de la gran casa comunal cubierta de cortezas de
olmo, que apenas si contenía unas cuantas orzas de barro llenas de
agua o de mixtura mágica y algunas mazorcas de maíz resecas. Antes
de echarse a descansar, a esperar la llegada de los Rostros Falsos, el
anciano avivó el fuego de la hoguera que llameaba en el centro de la
sala con una tierra aromática que impregnó el recinto con un
fortísimo y penetrante olor.

El hechicero, ido, demacrado, alejado de la vida por un sueño


profundo en el cual habían de acudir los Rostros Falsos para aliviarle
de sus dolencias, recibió la visita de aquellos héroes épicos iroqueses,
creadores-destructores de todo lo que contiene la Tierra.

Mujer Cielo "tuvo dos gemelos llamados Iouskeha, el Gemelo


Bueno, y Tawiscaron, el Gemelo Malo. El bueno nació de una forma
natural, pero el malo salió disparado de la axila de su madre,
matándola en el proceso".

Por delante de la mente del anciano hechicero, abotargada por


el sueño provocado, pasó el poder creativo constructivo de Iouskeha
y vio cómo aparecían, bajo el impulso de sus conjuros, en la pradera
"las plantas, los animales, los pájaros y la humanidad". Igualmente
contempló aterrado cómo el malvado Tawiscaron luchaba
denodadamente para destruir todo lo creado por el bondadoso de su
hermano. Todo aquello era una verdadera lucha fraterna, pero a la
vez se dio perfecta cuenta de que entre los dos "juntos crearon un
mundo dividido y sin embargo equilibrado".

Antes de que apareciesen en la gran casa ceremonial y comunal


piel roja los Rostros Falsos, tuvo la gran suerte de ver la última
batalla despiadada en la que el Gemelo Malo murió y cómo el Gemelo
Bueno, en loor de victoria, subió al Mundo Superior como el
verdadero Amo de la Vida.

Esta última visión fue casi empujada y difuminada con la


llegada de los Rostros Falsos, que se apoderaron del interior de la
tienda comunal donde dormía el anciano hechicero aquejado de
multitud de dolencias, de las cuales era la más importante su vejez.

Los Rostros Falsos consistían en seres sobrenaturales que eran


solamente "cabezas voladoras sin cuerpo y enormes ojos que
buscaban atemorizar a los incautos". Éstos se manifestaban en
máscaras que tallaban de árboles vivos los propios indios iroqueses
escogidos y que se usaban en los ritos de sanación celebrados por la
Sociedad de los Rostros Falsos.

El yacente chamán fue visitado en esta ocasión por la máscara


Vieja Nariz Rota, la más importante de todas, "cuyos rasgos torcidos
surgieron cuando se atrevió a contestar la supremacía del Creador".
Como consecuencia de este gran reto que hiciera a la divinidad, se
reveló como el Gran Médico que fue destinado a vagar por la Tierra
entera, sanando a la gente. El poder de curación de todos los Rostros
Falsos se había adquirido por medio de los ritos y ceremoniales que
realizaba la Sociedad, en los que intervenía directamente con el fuego
sagrado, la tortuga y el Árbol Cósmico. Tanta era su importancia y el
vigor de su poder espiritual que, cuando no se utilizaba, había que
mantenerlo siempre vivo, alimentándolo frecuentemente con tabaco.

Cuando por fin, a la madrugada, desaparecieron de la estancia


sagrada, atufada por los aromas, olores espesos, las salmodias y los
ritos de aquellos entes espirituales, se pudo levantar del lecho,
revitalizado, el provecto chamán, todo volvió a su normalidad. Al salir
al exterior a respirar el aire fresco de las primeras horas del día,
cuando el Sol apenas asomaba tras la tapia tenue y sonrosada del
horizonte, el hombre se dio cuenta que de nuevo la vida le sonreía y
que todo en ella seguía palpitando.

No tuvieron que transcurrir muchas jornadas de vida cuando


desde la colina que se alzaba al norte del poblado bajó corriendo un
mozalbete, agitado y gritando:

—Los he visto, los he visto con mis propios ojos.

Toda la aldea acudió a recibir al muchacho que jadeaba sin


apenas poder respirar. El jefe le preguntó un poco molesto:

—¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre? ¿A quién has visto que tanto


te ha horrorizado?

El aludido, con ojos como platos, señaló detrás de él, sobre la


colina, y aterrorizado explicó con palabras que temblaban en su boca:
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—A ellos. Son enormes y son de piedra.

—¿A quiénes? ¿De qué hablas? —preguntó colérico el jefe,


sacudiendo por el hombro al muchacho para sacarlo del trance por el
que sin duda pasaba en aquellos momentos.

El chamán recriminó con una dura mirada la ruda acción del


jefe y le habló con comprensión y amabilidad al muchacho:

—Cálmate, chico, sosiégate, y luego explícanos la causa de tu


terror y tus miedos; la visión que te está haciendo enloquecer.

El muchacho, ante estas palabras cándidas y tranquilizadoras,


tragó saliva, respiró hondo y dijo ante toda la aldea:

—He visto a los gigantes. Y vienen hacia acá. Vienen a por


nosotros, a comernos vivos.

—¿Y cómo lo sabes tú?

El muchacho contestó atropelladamente:

—Porque los he visto coger a los hombres y destrozarlos entre


sus dientes.

El chamán, tranquilo y paciente, preguntóle:

—¿Y cómo son?

El joven piel roja contestó lleno de modestia:

—Son parecidos a nosotros, pero altos como las acacias de


junto al río. Y van cubiertos con un manto de pedernal.

Ante el terror de todo el pueblo, el jefe quiso contemplarlos con


sus propios ojos. Acompañado de tres fornidos guerreros que
portaban listas sus armas, se encaminó hacia las tierras del Norte,
donde, escondidos, pudieron ver a los gigantes monstruosos. Se
pudieron dar perfecta cuenta de que eran "unos caníbales codiciosos
que devoraban todo los que encontraban en su viaje".

Retornó la pequeña expedición a la aldea y el jefe convocó en


su morada al anciano hechicero, manteniendo con él una larga y
secreta entrevista en la cual ambas dos autoridades compusieron un
plan.

Mientras el jefe de la aldea envió a lugares estratégicos a varios


vigías para comunicar la llegada de estos ogros gigantescos, el
chamán se encerraba en lo más profundo de su tienda y, rodeándose
de los más variados y valiosos objetos sagrados que custodiaba su
tribu, se puso a salmodiar y solicitar la ayuda de los dioses del Mundo
Superior para que acudieran en su auxilio.

Llegó el día en que la cercanía de los gigantes monstruosos hizo


temblar con sus pesados pasos las cabañas de la aldea y sus
asentamientos, cuando los indios más timoratos se refugiaron en lo
más profundo de los escondites que excavaron en la tierra, cuando
asomaron los gigantes sus peladas cabezas, sus ojos de fuego y sus
bocas sangrantes tras la colina que les resguardaba, cuando ocurrió
el milagro.

Seguramente atraídos los poderes de los dioses del Mundo


Superior por los lamentos y las suplicas que salían atronadoras de la
boca, del pecho, del corazón, de las mismas entrañas del hechicero
que permanecía en éxtasis, se abrió por el Occidente el cielo. En él
apareció lleno de furor y de ira el Viento del Oeste, que sopló con
tanta fuerza y vigor contra los gigantes y ogros que, envolviéndolos
en sus volutas invisibles de energía, los levantó del suelo y los
transportó, rechinando sus dientes con los alaridos que daban de
cólera, por los aires como si se tratara de suaves plumas de oca,
arrojándolos con toda su fuerza en las bullentes y embravecidas
aguas de los inmensos Grandes Lagos que, bajo su orden e impulso,
se alzaron sobre sus cuerpos, ahogándolos en el acto.

Cuando todo se calmó en la aldea y los indios salieron de sus


escondrijos pudieron ver cómo el cuerpo del chamán yacía bajó un
enorme tilo descansando hasta la eternidad.

—Su vida es el pago de la ayuda recibida por los dioses —


dijeron.

La mayoría de ellos sollozaron en su memoria.

Pero no todo estaba tranquilo, porque pronto sintieron sobre


sus cabezas la presencia de un gigante caníbal que llegaba desde el
"Norte matando y comiéndose a todos los que se mostraban amables
con él". Eso hizo con aquella aldea. Pero entre toda la matanza que
llevó a cabo hubo un niño que pudo escaparse de ella y huyó muy
lejos del lugar, escondiéndose sigilosamente, sin delatar su presencia
ante el gigante, que se hizo dueño de la aldea y sus aledaños,
esclavizándola y haciéndose amo y señor del lugar donde tenía
asegurada su comida.

El niño esperó pacientemente a alcanzar la edad adulta y


retornó al lugar de donde tuvo que salir huyendo años airas.
Contemplando al gigantesco ogro, se hizo con valor la siguiente
promesa:

—Me he de vengar de él. Por mí y por cuenta de mis mayores.


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Se ignora lo que realizó el muchacho durante su ausencia de la


aldea y con quién vivió, pero el caso es que se retiró a un lugar
apartado y en él "invocó a los espíritus para pedirles poder".

Los espíritus le respondieron:

—Te hemos escuchado —y seguidamente añadieron—: Para que


lleves a cabo tu venganza y aniquiles al protervo gigante comedor de
hombres te enviamos a cien hombres espirituales alados a fin de que
te ayuden.

Se reunió el joven con los cien espíritus alados y entre todos


confeccionaron una atrevida estratagema para "atraer al caníbal
gigante con un banquete de su carne favorita de oso blanco".

Se pusieron entre todos a elaborar el manjar insidioso con el


cual iba a perecer el perverso individuo. Para ello tuvieron que cazar
un oso blanco con una lanza especial.

Uno de los espíritus dijo:

—La lanza tiene que permanecer aislada y resguardada de


cualquier otro uso para matar a otro animal contaminado, porque el
alma del oso permanece en su punta durante cuatro o cinco días.

Y otro de ellos expresó:

—Y su carne no debe ser utilizada para el banquete hasta que


se cumplan los ritos de purificación.

En efecto, dentro de la casa donde se guardó el oso muerto


quedó prohibido todo trabajo. En la parte de afuera se colgó la piel
rodeada por herramientas masculinas, porque se trataba de un oso y
no una osa. Luego delante de ella se colocaron infinidad de ofrendas
y regalos para el alma del animal.

Una vez purificada la carne y sometida a todos los rituales y


procedimientos sacros que requería, se montó la mesa con la carne
del oso preparada para que acudiera a la trampa el malévolo y cruel
enemigo.

El monstruo sucumbió ante tan tentadora ofrenda. Se acercó a


ella con glotonería y arrasó con todo el manjar que tan
tentadoramente se le exponía. Luego, ahíto, se retiró a la sombra de
un alcornocal y, quizá por causa del hechizo mágico y arcano que le
imbuyeron los espíritus alados a la carne de oso blanco, cayó en un
profundo sopor, en un intenso letargo, desplomándose sobre la
hojarasca del bosque.

La legión de los cien espíritus alados apareció en los cielos y


volaron hacia el desvanecido ogro, cubriendo su enorme cuerpo
yacente como si se tratara de una nube borrascosa. Uno de ellos gritó
en arenga:

—¡ Acabemos con él! ¡Terminemos de una vez nuestra misión!

Y otro ordenó:

—¡Adelante!

El niño que retornara a la aldea como adolescente vengador les


alentó:

—¡Cumplid vuestra misión!

E hizo sonar las palmas en sonoro chasquido.

Los cien espíritus alados bajados del Mundo Superior, tras


tomar cada uno de ellos sendas porras y ramas que arrancaron de los
alcornoques, se abalanzaron sobre el gigante caníbal desprotegido y
le aporrearon hasta matarle.

Los espíritus alados, acabada su misión, sin despedirse de su


auspiciado piel roja, desaparecieron volando hacia el cielo.

El muchacho, no estando aún satisfecho con ver delante de sí al


enorme ogro tendido en el suelo y muerto, escaló con toda la rapidez
que pudo a la cumbre de la colina cercana a la aldea y desde su cima
se dirigió a los animales del bosque y que anidaban en la pradera:

—¡Venid, amigos míos, acudid a mí para auxiliarme! Ya que yo


también os he liberado de la gula de ese gigante caníbal, ayudadme
igualmente también vosotros para que su huella sea borrada de la faz
de la Tierra.

Los animales surgieron de todos los rincones del bosque y de la


llanura. Hasta las ranas y los sapos que moraban en la ribera del río
se presentaron. Y preguntaron:

—¿Qué quieres de nosotros?

El mozalbete vengativo les contestó simplemente señalando el


cuerpo desvanecido del monstruo comedor de hombres:

—Vosotros sabréis lo que hay que hacer.

Y claro que lo sabían.

"Una hueste de animales pequeños lo devoró en seguida." Sólo


quedaron sobre la hojarasca seca del bosque sus blanquecinos
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huesos.

El joven piel roja los apiló y sobre ellos acumuló hojas y ramas
secas. Luego les prendió fuego y acarreó sobre la hoguera leña de
mayor consistencia. De este modo los huesos del gigantesco
monstruo caníbal fueron consumidos por las llamas.

Sólo quedó, bajo las copas frondosas del alcornocal, un montón


de cenizas, que el muchacho piel roja aventó a los cuatro vientos;
cenizas que al ser transportadas por las corrientes de aire “se
convirtieron en las aves del aire”
VENTURAS Y DESVENTURAS DEL SABIO KIVIOQ

(Leyenda netsilik)

"Kivioq era un inuk, un hombre como nosotros, de nuestra


tribu, pero un hombre con muchas vidas. Es del tiempo en el que el
hielo no se instalaba nunca en el mar de nuestras costas... del
tiempo en el que los animales se convertían a menudo en hombres y
los hombres en animales, y cuando los lobos no habían aprendido
todavía a cazar el caribú. "

(Kuvliutsoq. Netsilik. El Ártico)

En la más remota antigüedad existió un héroe que no era más


que un niño huérfano muy pobre, sobre el cual campaba la miseria y
el hambre, que carecía de amigos y que era maltratado por todo el
mundo; tanto por los de su propia tribu como por los caminantes
adustos que pasaban junto a él que, en vez de obsequiarle con
alguna dádiva o una poca comida, lo hacían arrojándole piedras y
denuestos, los más despreciables que existían en aquellos tiempos.

Este desheredado de la fortuna y olvidado de los dioses —y sin


ninguna clase de vacilación, por parte de los hombres egoístas y
torpes— se llamaba Kiviog y, sin duda, estaba predestinado a ser un
personaje preclaro y bueno, y poderoso, y fuerte, y excepcional,
porque la voluntad de los dioses así lo quiso, quizá para escarmiento
de sus perseguidores y de los que lo envilecieron siempre, y seguro
que, al contemplar una criatura humana tan desgraciada, se
compadecieron de él —de quien tal vez al principio se olvidaron en el
reparto de sus bienes— y le enaltecieron, dotándole del poder y de la
fuerza sobrenaturales para que pudiera alcanzar la venganza de
aquellos que le habían atormentando con crueldad.

Todos los sucesos que se van a contar seguidamente acaecieron


en los remotos tiempos en que la tierra era visitada por "seres
elementales que combinaban la forma humana y la animal, y que
habitaban en la Luna y en las tierras del cielo". Éstos, al encontrarse
a gusto en los parajes terrenales, se asentaron en ella y se quedaron
a vivir definitivamente en la tierra. Entonces comenzó aquel definitivo
y añorado "tiempo primordial, cuando los animales eran mayores y
más fuertes que ahora y compartían los rasgos de los seres
humanos".
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Pues bien, en esa época es cuando aparece sobre la faz de la


tierra nuestro pequeño héroe miserable y huérfano que, por la
decidida ayuda de Lo Que Es Sobrenatural, se hizo fuerte y poderoso.
Llegó hasta él, a su aldea misérrima, con empeño y de seguro
portador del encargo de los dioses, Tatqeq, el compasivo Espíritu de
la Luna. Lanzó sobre su cabeza los hechizos mágicos traídos del
Mundo Superior y con ellos lo trasformó temporalmente en un gigante
tremendo, imbuyéndole la fuerza y la facultad necesarias para
vengarse de sus perseguidores, el poder indeleble, firme y persistente
con el que lograr salir victorioso de todos los lances atrevidos en que
se metiera. Se le confirió a su vez la propiedad divina de llevar a sus
congéneres y amigos los cambios beneficiosos que redimieran a la
humanidad de su torpeza e ignorancia.

Todo ello ocurrió cuando el águila apresó a una niña de su tribu


para hacerla su esposa, cuando estos contubernios eran normales en
las relaciones entre los animales y los seres humanos.

Por eso, cuando Kivioq volvió, una vez consumada su venganza,


a su estado normal, abandonando su gigantesca figura de ogro
sanguinario, y comenzó sus andanzas y aventuras alrededor del
mundo, no tuvo ningún inconveniente en casarse con varias esposas
animales, sucesivamente se entiende; poseyendo entre ellas a una
loba, a una zorra y a una gansa, respectivamente.

En su largo camino por las heladas tierras del Ártico, cansado y


aburrido de tanto vagar y pelear contra los elementos de la
naturaleza que a menudo se le presentaban hostiles, de los cielos que
con frecuencia estaban anubarrados y prontos a romper en ruidosa
tempestad, los océanos y la tierra que regurgitaban tifones y
encendidos volcanes, dejó caer su cuerpo, vencido y agotado, en la
ribera de un río que desembocaba en la mar; en ese preciso punto de
intersección geográfica quedó abatido por el sueño y el cansancio,
ganándole el sopor de la gran carga emotiva y la extenuación que
abrumaron sus derrengadas espaldas durante tan largo periodo de
tiempo.

Kivioq, bello y de potentes miembros adquiridos por beneficio


divino y por mor de las hazañas que tuvo que realizar por todo aquel
frío territorio, rompió su profundo sueño cuando el águila de los inuit,
la que se desposó con la niña raptada de la aldea de Povungnituk,
aleteó junto a sus orejas y advirtió al héroe que...

—Mira, niño huérfano de ayer, gran adalid de hoy, cómo los


genios del maleficio te envían el dolor y la muerte en forma tan
extraña.

—¿Qué ocurre, qué me dices, amiga del cielo? —preguntó


Kivioq y, todavía aturdido por los vapores del sueño, expresó—:
¿Dónde estoy?

El águila explicó junto a las aguas marinas que le alcanzaban


heladas ya sus talones en su creciente marea:

—Mi esposa fue quien lo vio y me avisó.

El héroe preguntó impaciente y frío:

—¿El qué?

—El castigo del Mal.

—Apenas si te entiendo —repuso.

El pájaro real le dijo:

—Míralas, aquí llegan. Las tienes junto a ti.

Kivioq sintió el frío de las aguas salinas en sus pies; pero notó
cómo subía por sus piernas una sensación de picor, cosquillas y luego
un ligero dolor.

—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el héroe, pero sin


llegar a que el miedo le invadiera.

El águila le gritó:

—Es una plaga de orugas.

—Y vienen por ti.

La rapaz remontó el vuelo y desde lo alto le recomendó:

—¡Cuídate de ellas!

—Pero...

—¡Te han de devorar!

Y se elevó tanto en el cielo gris y plomizo que pronto se


convirtió en un puntito negro y luego en nada.

Kivioq saltó sobre aquel mar de orugas que se extendía sobre la


playa hasta donde podía alcanzar su vista. Se dio cuenta de que
aquellos gusanos maléficos pretendían apoderarse de toda su
envergadura, cubrirla con sus cuerpecillos viscosos y absorberlo como
con ellos hacía el gran sapo que habitaba en las charcas cenagosas y
deletéreas, llenas del verdín ponzoñoso que destilaban sus babas.

—¡Hay que huir! Contra toda esta plaga no puedo luchar.


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El hombre miró a su alrededor. Sólo vislumbró una escapatoria:


el mar. Sin pensarlo un momento más, se desprendió como pudo de
aquella vanguardia de orugas que comenzaban a hacer presa en él.
Corrió como alma que lleva el diablo y se introdujo en las heladas
aguas del océano de una rápida zambullida. Las orugas que todavía
se agarraban a su cuerpo, por mor de esta decidida acción,
abandonaron su cuerpo y murieron ahogadas entre el fragor de las
olas.

—¡Ahí os quedáis, malditos gusanos surgidos del Mundo


Inferior! —dijo con refocilada ira el héroe. Una carcajada hueca y
retadora llenó el lúgubre espacio que cubría el paraje ártico.

Pero pronto se percató el intrépido Kivioq de que, fuese quien


fuese el mal hado que deseaba su desaparición y su muerte,
resultaba hartamente persistente en su deseo de mal, porque cuando
nadaba con fuerza en pos de alcanzar un pequeño islote de roca viva
que surgía en medio de las embravecidas aguas marinas comenzó a
notar, conforme se acercaba cada vez más a su meta, unos extraños
golpes y sonidos sordos y huecos que surgían bajo las aguas, junto a
su cuerpo que raudo, ya temeroso, se lanzaba como una flecha para
ponerse a salvo sobre el peñón. Una vez hizo pie en la plataforma
rocosa, tornó su mirada a las oscuras y verdosas aguas que rodeaban
el asentamiento firme de roca y vio cómo de ellas, y tratando de
rodearle, surgían una multitud de mejillones gigantescos de negras y
brillantes valvas, que sin duda pretendían atraparlo.

—Estoy rodeado, estoy perdido. Aquí no hay escapatoria posible


—se dijo el héroe, pensando que si saltaba sobre cualquiera de
aquellos moluscos lo podrían tragar o cortar sus miembros como
rebanadas de tasajo con los afilados bordes de sus conchas negras
por fuera y nacarinas por adentro.

Cuando Kivioq, desesperado, no sabía cómo saldría de aquel


apuro, apareció en el cielo el águila amiga que ya le avisó de la
invasión de las orugas y, planeando con sus enormes alas sobre su
cabeza, graznando interminables gritos de alarma, le agarró por los
hombros y lo elevó al cielo, trasportándolo hasta la más remota tierra
que él hubiese visitado jamás.

El águila le depositó sobre el suelo alfombrado de hielo. Sus


hombros estaban llenos de su sangre, arrancada por la acción de las
afiladas garras del pájaro. Por ello éste se disculpó:

—He tenido que hacerlo. O hubieses muerto engullido por esos


mejillones gigantescos —calló un momento y luego, mirándole
insidiosamente, le dijo—: Ahora ya no me puedo preocupar más de ti.
He de hacerlo de mis cosas. Mi esposa me espera en la aldea de
Povungnituk y tampoco quiero yo, con estas acciones, ganarme las
malquerencias de los genios del mal que habitan estas montañas
blancas.

Y el águila remontó el vuelo y dejó sólo a Kivioq que,


haciéndose cargo de su situación comprometida, comenzó de nuevo
sus caminatas por los campos, montañas y caminos de aquella tierra
en busca de animales y seres humanos en los que depositar sus
beneficios, como le ordenaron los dioses.

Caminó en solitario Kivioq atravesando las grandes llanuras


heladas del norte del gran país y por los enormes bosques de
elevados y frondosos árboles de hoja no caduca, de cuyas ramas
colgaban alargados e hirientes témpanos que al caer sobre las rocas y
la hojarasca podrida herían la tierra con sus puntas afiladas como
arpones afilados. El sol casi no penetraba en las penumbras
tenebrosas de los caminos por donde discurría su extrañe viaje.

Se daba cuenta el héroe que andaba por terrenos que cada vez
se volvían más empinados, porque también cada vez le costaba más
trabajo el levantar sus pies del suelo y era mayor el jadeo de su
pecho a causa del esfuerzo que llevaba a cabo. Al llegar a un elevado
cortado en donde acababan los abetos y los pinos milenarios, creyó
escuchar como el ramoneo y el bramido confuso que él atribuía a un
rebaño de rumiantes. En efecto, Kivioq salió del bosque y precipitó su
mirada hacia la profundidad del cortado, donde se abría un pequeño
valle rodeado de montañas y rico en pastos y matorrales. Descubrió
en lo más hondo un imponente hato o manada de caribúes muy bien
alimentados y sedentarios que pastaban con placer y ruidosamente.
Con una sonrisa de satisfacción, el hombre regresó a su caminata
olvidándolos al poco tiempo ante el gran esfuerzo en el que debía de
concentrarse todo él. Al descender por la otra ladera de la montaña
cubierta de arces, olmos, cedros, y cubierta por algún que otro
alcornocal, Kivioq escuchó el aullido angustioso de lo que debía ser
una manada de lobos que salía de detrás de unas enormes rocas que
se alzaban amenazantes hacia el sudoeste. Los quejidos no se
detenían y los animales casi lloraban por causas que el héroe
desconocía. Como su misión en la tierra después de que se vengara
de sus enemigos y abandonara su gigantesca figura era el de acudir
en auxilio de quienes necesitasen de sus poderes y sabiduría
sobrenaturales, no dudó dirigir sus pasos apresurados hacia donde
salían los lamentos agudos de los lobos. Conforme se acercaba,
aumentaba la intensidad de los aullidos y cuando estuvo muy cerca
de ellos se dio cuenta de que incluso se atacaban los unos a los otros
con el valor arduo y caníbal que les impelía el hambre que tenían que
soportar.

Kivioq se hizo ver por los famélicos animales. Surgió sobre ellos
en lo alto de una roca inalcanzable por los lobos, sintiéndose seguro
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en ella y más aún en el estado tan ruinoso y lamentable en que se


hallaban los insidiosos carniceros. Los animales, al verlo tan enhiesto
y dominante, quisieron ver en él una solución transitoria para aplacar
su hambre. Comenzaron a saltar sobre los riscos helados y
resbaladizos sin poder alcanzarlo; por lo que su ira y su furor hizo
que fuera en aumento e hizo que en señal de su cólera enseñaran sus
fauces y sus colmillos amarillentos como amenaza para amedrentarle
y para aterrorizarle, conduciéndole a que cometiera el error de dar un
traspié y cayera en su territorio para despedazarlo.

Kivioq se rió ante ellos con la seguridad y firmeza que


demandara desde el lugar privilegiado que ocupara y, ante la
desesperación de los animales, hizo bocina con las palmas de las
manos y les habló:

—Amigos lobos, yo no soy vuestro enemigo...

Ellos contestaron:

—Tenemos hambre.

—Nos morimos de hambre. El frío es grande y nosotros no


sabemos qué hacer —luego, entristecidos y desalentados, añadieron
—: No podemos comer plantas ni siquiera los frutos de los árboles.

El héroe dijo:

—Ya sé que sois carnívoros. ¡Buscad la carne!

Los lobos repusieron llenos de ira:

—No hay carne por acá.

—En el bosque sólo encontramos algún topo y muchos gusanos.


Ello no nos basta...

—... y por si fuera poco los pájaros nos los roban...

—... son más hábiles que nosotros. Así que nos quedamos con
las ganas dentro de nuestros estómagos...

—...y con las tripas que rugen.

Kivioq no comprendió. Ignorando qué era lo que allí ocurría


preguntó:

—Siendo como sois fuertes y grandes, vuestras patas ágiles y


vuestra dentadura dura como el pedernal, vuestros incisivos como
cuchillos y machetes afilados, ¿cómo podéis pasar hambre?
Los lobos preguntaron a su vez:

—¿Por qué nos reprochas eso como si fuésemos unos


bobalicones y unos cobardes, unos verdaderos inútiles?

Kivioq respondió a la queja:

—Acabo de ver muy cerca de aquí, en un valle frondoso y rico,


un magnífico rebaño de caribúes, en el cual siempre existe alguno de
ellos enfermo o viejo que podéis cazar y con el cual aplacar el
hambre.

Los lobos con tristeza respondieron:

—Pero es que no sabemos cazarlos...

—No sabemos qué hay que hacer para atraparlos.

—Nos acercamos a ellos no para devorarlos sino para compartir


su comida y salen huyendo por los riscos que nosotros no podemos
trepar.

El héroe les dijo incrédulo:

—Es inaudito lo que estoy escuchando —y añadió lleno de


desprecio—: ¿Y siendo más poderosos que ellos consentís que
vuestras tripas suenen de hambre?

Los otros quedaron acongojados.

El hombre les propuso:

—Mirad, si no me hacéis daño, yo bajaré hasta vosotros,


permaneceré un tiempo con la manada y os enseñaré a cazar el
caribú. De esa forma no volveréis a pasar más hambre.

Los lobos aceptaron y prometieron al héroe que no le atacarían.


Kivioq cumplió su promesa y sus discípulos también.

Mientras vive con los lobos, por ejemplo, les enseña a derribar
a los caribúes. Desde entonces, gracias a Kivioq, todos los lobos han
aprendido a cazar caribúes.

Luego el héroe elegido de los dioses continuó su andanza


tratando de pisotear todo su mundo por mor del cumplimiento de la
misión que se le encomendara. Caminaba por las veredas inhóspitas
de las tierras frías muy satisfecho de haber cumplido una vez más su
tarea beneficiosa con sus congéneres y pensando, como era habitual
en él, con optimismo sobre las cuestiones desconocidas que la vida le
tenía reservadas.
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Sin embargo, tras unos gigantescos peñascos que se alzaban a


las orillas de una empinada y retorcida trocha, el peligro de unos ojos
siniestros escondidos bajo un manto negro y ajado le estaba
acechando. La sonrisa fatal y contenida de una ososa, encorvada y
enjuta mujer de alargadas manos artríticas y afilados dientes de
animal carnicero llenaba el cuévano desde donde observaba al alegre
caminante, a quien nada del mundo preocupaba porque contaba con
su propio valor y su propia bondad.

—-He ahí mi desayuno de hoy —se dijo la mujer con glotonería


al contemplar ante sus ojos torvos la suculencia del manjar que se
paseaba por su territorio.

Se trataba de una de las pocas brujas caníbales que existían en


aquellas tierras árticas y que, por pereza, inexperiencia o falta de
recursos en la naturaleza, estaban abocadas a pasar mucha hambre
mientras no se toparan con algún viajero que, incautamente y
desconociendo el peligro de la ruta que hacía, se aventuraba
insensatamente por aquellas inhospitalarias y agrestes sendas.

No obstante, las malas intenciones de la mujer hambrienta,


delatadas por el chirriante gozo traducido en un regorgoteo que turbó
breves instantes el silencio de aquel paraje paradisíaco, advirtieron
sutilmente a Kivioq que algo extraño a su alrededor se movía. Sus
músculos se tensaron y sus sentidos se agudizaron; su relajamiento
se esfumó como por encantamiento. Se detuvo junto al margen del
río que estrepitosamente corría junto a la trocha sobre la cual
caminaba. Miró a su alrededor, sobre los árboles y los matorrales que
formaban el bosque de coniferas oscuras y prietas. Nada vio. Se
volvió para determinar si algo o alguien seguía sus pasos. Lanzó
luego una profunda mirada al camino que se abría ante él hasta el
recodo donde doblaba el mismo. Miró al río y contempló que, varado
junto a un grupo de acebos muy verdes, aparecía un kayac; lo que le
hizo pensar...

—... luego alguien debe habitar este lugar.

Una bandada de pájaros de plumas muy oscuras y brillantes, de


picos rojos y con un mechón de plumón sobre su cabeza, cruzó el
cielo plomizo, casi de tormenta. Los contempló y se dijo:

—Eso es mal agüero.

Ante aquellos signos que presagiaban peligro decidió escapar de


aquel lugar inquietante lo más rápidamente posible.

—¡El kayac! —dijo cayendo en la cuenta de la barca para huir.

Kivioq dirigió sus pasos hacia el bosquecillo de acebos


apresuradamente. En ese momento oyó aterrado el penetrante y
agudo chillido que salió de la garganta de la bruja caníbal —y que
llenó todo el bosque hasta perderse en la inmensidad del cielo— al
ver que se le escapaba su presa.

—¡Detente, humano, has caído en mi poder y te hago mi


prisionero! —le ordenó la bruja saliendo de su escondite siniestro,
portando sobre su cabeza y su odioso manto las telarañas que
albergara la cueva que invadiera con su hedor.

El héroe, por supuesto, ni caso le hizo. Su carrera se tornó


mucho más rápida en dirección al río y a su libertad.

—¡Detente, para...! —bramaba la bruja enviándole toda clase


de denuestos y maldiciones, así como también hechizos y magias que
el poderoso Kivioq, como protegido de los dioses que era, sorteó con
agilidad quebrando su carrera con toda clase de curvaturas y fintas,
con lo que los aojamientos de la nigromante no le causaron ningún
daño, porque todo el mundo sabía en aquellas latitudes que los
encantamientos, ensalmos, conjuros y maleficios sólo saben caminar
en línea recta.

Como viera la bruja caníbal que su presa se le iba a escapar, ya


que estaba a punto de alcanzar el kayac, sacó de entre los pliegues
de su amplia, ajada y mugrienta saya un enorme cuchillo cuya hoja
brilló con la luz del día, y amenazó:

—¡El ulu te detendrá!

Y lanzó el cuchillo sobre el cuerpo del héroe.

—Él será quien te detenga en tu alocada carrera.

Kivioq vio llegar el cuchillo por el aire buscando su corazón. Por


eso hizo un amago con su cuerpo y, saltando en el interior del kayac,
se escondió, cuan largo era, tras sus bordas. El ulu pasó silbando
sobre su cabeza y cayó sobre las aguas turbulentas del río. El héroe,
alterado y lleno de angustia, arrastró la barca hacia las aguas y,
subiéndose sobre ella, comenzó a gobernarla con vigor y energía para
que le condujera a la otra parte de la corriente fluvial.

La bruja caníbal lanzó un grito de dolor y de ira enviando sobre


las aguas del río su maleficio y su magia para que Kivioq quedara
atrapado en ellas eternamente.

—¡Te envío la peor de las maldiciones! —pronunció y de sus


manos emergió una invisible energía que dio como resultado que las
aguas se fueran lentamente espesando, dificultando sobremanera la
huida del héroe, que en un tris se vio de no verse atrapado en un mar
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de témpanos y trozos de hielo.

Hasta entonces el mar había estado abierto todo el año. A


partir de ese momento empezó a helarse en invierno y los hombres
tuvieron que aprender a cazar las focas en los agujeros que hacían en
los hielos para respirar.

El héroe protegido de los dioses del Mundo Superior pudo


escapar por los pelos de esta aventura siniestra, con lo cual, aterido
de frío a causa del río helado que recorría el lugar, no cejó hasta
alejarse de allí lo más posible. En su camino de huida no dejó de
escuchar las maldiciones, las blasfemias, los denuestos, la ira babosa
y pérfida que la bruja caníbal echaba por la boca, en su honor, por
haberse visto vilipendiada y humillada de aquella manera tan
vergonzosa por una criatura a la que, por su ignorancia, no le
concedía poderes extraordinarios.

Kivioq continuó su peregrinación por aquellas tierras árticas en


busca de una señal plástica que le mostrara su destino y quizá el final
de su deambulación. Ya había dejado muy atrás a la trasechadora
bruja que quiso comerle y por tanto consideró oportuno tomarse un
descanso en su camino. Así lo hizo y fue a descansar sobre una
enorme losa que se perdía en el interior de una cueva lo
suficientemente limpia como para pensar que estaba abandonada.
Envuelto en su frazada de pelo de oso, tras haber comido unos
cachos de tasajo de carne de cachalote que le vendieron en una de
las aldeas por las que había pasado, se echó a dormir, agotado por el
cansancio y los sobresaltos que había tenido que soportar
últimamente. De súbito, se vio interrumpido su sueño por unas
sacudidas violentas. Abrió sus ojos y se vio rodeado en su oscuridad
por una multitud de ojos brillantes y vivos que se emparejaban de
dos en dos. Quiso alzarse de su yacija con tal de poderse defender
mejor, pero no lo consiguió. Estaba sujeto por multitud de manos
como garras y amenazado por mandíbulas como fauces.

—¿Qué os ocurre? ¿Quiénes sois? —osó preguntar.

En efecto, estaba inmovilizado.

Nadie le respondía.

Kivioq gritó con desesperación:

—¿Qué os pasa? ¿Quiénes sois?

Pero todos callaban. Se dio cuenta de que aquellas gentes


miraban hacia el fondo de la caverna. Desde allí surgió un rugido
ronco y poderoso. Todo quedó en silencio. Parecía que sus raptores
tenían miedo. Un nuevo rugido hizo que sus prensores le dejaran
libre. Todos retrocedieron un paso. El héroe pudo levantarse y quedar
en medio del circulo, que le rodeaba, enhiesto y altivo.

—Paso al señor —dijeron, y abrieron el círculo que le encerraba.

Una robusta y enorme figura humana se abrió paso entre los


raptores del héroe dando codazos y manotazos a diestro y siniestro.
Frente a Kivioq, se volvió a ellos, y les preguntó babeando de rabia:

—¿Quién es éste?

Los otros, atemorizados y titubeantes, le respondieron:

—Lo ignoramos...

—... estaba aquí hollando tu sacra mansión...

—Es un ser desconocido por estas tierras.

—Nadie antes lo ha visto.

—Debe venir de muy lejos.

Y los comentarios y teorías que se aventuraron sobre el héroe


netsilik fueron de toda índole.

El señor tiránico y ensoberbecido al que todos temían se volvió


a sus huestes y les preguntó ahogándole el furor y la cólera:

—¿No será, por todos los demonios y las brujas malditas de las
montañas heladas, el ladrón que nos roba la carne de nuestras
reservas?

Todos a la vez expelieron desde su garganta una


incomprensible exclamación de sorpresa y de ira.

El señor le preguntó a Kivioq con voz firme y autoritaria:

—¿Quién eres?

—Soy un hombre de bien, enviado de los dioses del Mundo


Superior —repuso el héroe con cierta prevención.

—¿Y cuál es tu nombre?

—Me llaman Kivioq.

—¿De dónde llegas?

El héroe compuso un gesto vago que comprendía toda la lejanía


del horizonte. Como contemplara el asombro de aquellas gentes que
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le tenían retenido se dispuso a explicarles su presencia en sus


territorios.

—Vengo de muy lejos. Alguien Poderoso quiso dotarme de


poderes sobrenaturales para que recorriera las tierras árticas
comunicando mi sabiduría, que es la de él; mis artes, que son las
suyas; su bien, que es el que él mismo me otorgó. Y hasta aquí he
llegado cumpliendo su mandato con todo el agradecimiento que yo le
profeso porque, cuando yo era débil y un pobre huérfano, me dotó de
su favor para que yo me vengara de mis enemigos y me hiciera rico y
valeroso.

El señor con fauces y pelajes de león marino, aunque de un ser


humano se trataba, porque en aquella época, como ya se ha dicho,
los "animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en
animales", quedó anonadado ante aquellas palabras y, colocando su
peluda mano-garra sobre el hombro de Kivioq, le dijo:

—Entonces ya veo que no eres tú quien nos robas la carne de


nuestra reserva.

El héroe repuso con cierta seriedad:

—¿Qué os pasa que os veo tan afligidos y preocupados?

El señor le respondió:

—Últimamente merodea por estos alrededores un hábil ladrón


que nos roba la carne que guardamos para alimentarnos cuando la
caza escasea o no se nos da bien...

—... y el hambre se adueña de vuestra tribu.

El señor asintió compungido.

Kivioq, sin embargo, sonrió y ofreció con alegría:

—Yo os puedo ayudar —y añadió sin dejar contestar al otro—:


De hecho ésa es mi tarea: ayudar a mis semejantes.

Todos los presentes se alegraron con el ofrecimiento. En


seguida le preguntaron qué pretendía hacer. El héroe les preguntó:

—¿Dónde se halla vuestra reserva de carne?

Se lo dijeron; incluso le acompañaron hasta la entrada.

—Vosotros ya habéis cumplido —dijo el extranjero para aquella


tribu—, lo demás es cosa mía —y les aconsejó—: Ahora regresad a
vuestras cuevas y chozas, no vaya a ser que el ladrón sea advertido
por vuestras ausencias de sus desaguisados y no vuelva a la reserva
de carne por temor a ser apresado.

Todos los que le acompañaron desaparecieron del lugar a toda


prisa. En un momento Kivioq quedó solo.

Luego penetró en el recinto lleno de cuerpos de focas muertas


que, congeladas, cubrían la tierra helada y los árboles de cuyas
ramas colgaban como témpanos de hielo. El héroe desolló una de
ellas y cubrió su cuerpo con la piel, asemejándose en todo a una
enorme foca muerta por los arpones de los pobladores de las cuevas.
Al poco escuchó los pesados pasos de alguien que se acercaba, por lo
que se hizo el muerto a la entrada misma del recinto, quedó
completamente inmóvil.

—Ahí llega el ladrón —se dijo.

Kivioq vio cómo se le acercaba un oso conforma humana que


tras husmear a su alrededor se le acercó y sopesándole, quizá
considerándolo como uno de los mejores trofeos que allí se hallaba,
se lo cargó sobre la espalda, escapándose rápidamente del lugar
antes de que alguien le sorprendiese robando.

El oso-hombre lo llevó a su casa y depositó al héroe en un


rincón de la sala, donde Kivioq simuló que estaba congelado.

—Ahí tienes nuestra comida para hoy y quizá para mañana —


dijo el ladrón a su esposa que, rodeada de sus oseznos, se acercó
cautelosa y curiosamente a la presa.

La osa humana tomó el inmóvil cuerpo de Kivioq, lo puso sobre


una losa plana bajo la cual encendió un fuego con el propósito de
deshelar a aquella foca que les iba a alimentar, tomó un gran cuchillo
para cortarlo cuando la carne estuviera en su estado normal y asarla.
Esperó con el ulu en la mano pacientemente hasta el momento de
usarlo.

Los oseznos revoltosearon a su alrededor. Contemplaron en un


momento determinado cómo los ojos de aquella/oca se abrían, antes
de que la losa pudiera transmitir el calor suficiente para deshelarla.

—¡Está viva, viva, viva! —gritaron los oseznos a la madre.

La osa quedó desconcertada. Pero el asombro y la sorpresa


siguieron de inmediato, embargándola cuando vio cómo el héroe
disfrazado de foca se levantaba encima de la piedra plana y,
enarbolando su hacha de guerra, le propinó un golpe sobre los lomos
de la osa y escapaba corriendo de la casa gritando como un
energúmeno.
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—¡Ven aquí, no te vayas, ya eres mía! —gritóle la osa humana


cuando recobró la realidad de las cosas y se percató que se le
escapaba su comida.

La esposa conforma de oso lo persigue y el héroe en un intento


de quitársela de encima crea un río de corrientes rápidas que mana
entre ellos.

Kivioq se burló de su perseguidora pudiendo huir con facilidad.


El río no podía ser vadeado por nadie. Si lo hiciera la mujer-oso sería
arrollada por el fragor y el ímpetu de sus aguas, moriría descalabrada
contra las rocas que las conducían.

—¡Espera, no huyas! ¡Te atraparé aunque sólo sea como


venganza! —gritaba la osa burlada.

La mujer-oso trataba de lanzarse a las aguas, pero veía que era


imposible. Su cólera y su furor cristalizaban por momentos en
grandes bramidos y aullidos que no presagiaban nada bueno. Pero
Kivioq, seguro en la otra orilla del embravecido y furioso río,
burlábase de ella y decíale sarcásticamente:

—¡Quédate con tus oseznos y con tu hambre, ladina hembra! Y


no se te ocurra robar más a tus congéneres porque he de volver y
mellarte tus garras y tus colmillos...

La aludida babeaba de rabia y lanzaba zarpazos al aire como si


pudiese alcanzar a su enemigo.

Kivioq se despidió de ella con un gesto despectivo. Comenzó a


alejarse... La esposa-oso se desesperó, no pudo aguantar más, y
tomó su decisión final...

... la mujer-oso intenta cruzar el río bebiéndose toda el agua y


explota.

Toda el agua que contenía en su estómago cuando dejó el río


seco y, con ello, el camino expedito para alcanzar al héroe hizo su
efecto y, al estallar, se elevó en forma de neblina blanca, y así se crea
la primera bruma.

Sí, sí, el camino hacia Kivioq estaba libre, despejado, pero la


mujer-oso ya no estaba, se había desvanecido.

Con ello el héroe, además de ayudar a los pobladores que eran


saqueados, les dio la niebla que hasta entonces no se conocía.

Los dioses, al fin, le concedieron la tranquilidad y la riqueza,


devolviéndole a su hogar rico y poderoso. Pero para ello tuvo que
abandonar a los Inuit y se va a la tierra de los hombres blancos,
quienes le hicieron un gran hombre con muchas posesiones.

Los Netsilik rumoreaban entre ellos:

—Dicen que Kivioq es tan rico y poderoso que se dice que tiene
hasta cinco barcos...
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EL DEVORADO DEVORADOR DE HOMBRES,


PICO CURVO DEL CIELO, PÁJARO CANÍBAL QUE
APLASTA LOS CRÁNEOS DE LOS HUMANOS

(Leyenda o rito kwakiult)

Serás conocido en todo el mundo,


hasta los límites del mundo, el grande,
que volviste sin peligro de los espíritus.

(Canción Hamatsa-Kwakiult)

La aldea se estiraba largamente sobre la margen mohosa,


eternamente humedecida por la hierba abundante y mojada tanto por
el agua subterránea como la de las frecuentes lluvias, del caudaloso
río que fertilizaba sus contornos. La abundancia de alimentación y de
recursos humanos enaltecía la cultura de los pobladores kwakiults
que habitaban en aquellos parajes. Su riqueza alimentaría, tanto
terrestre como marítima, ya que las aguas del océano rompían muy
cerca de ellos; los bosques enormes de cedros que, además de
defenderlos de los vientos que llegaban del interior, les
proporcionaban lluvias copiosas, madera para toda su intendencia,
desde lo más remoto hasta el último ataúd, y un clima templado,
hacían de su asentamiento tribal un confortable lugar donde podían
vivir con mucha comodidad. Tanto era así que sus casas estaban
provistas todas de unos entarimados confortables que les aislaba de
los húmedos suelos que proporcionaba una exceso de agua.

Hombre Rojo era uno de estos indios más avanzados y cultos


que sobresalen en todas las civilizaciones en proceso de regeneración
y progreso. Ostentaba grandes responsabilidades, tanto de carácter
espiritual como civil, dentro de su tribu, toda vez que había sido
electo, tras una serie de iniciaciones y purificaciones que le fueron
impuestas en su día por el chamán de la aldea y que le arroparon de
un gran prestigio ante el pueblo puro y corriente.

Hombre Rojo era en la actualidad, por mor de los ritos a los que
se tuvo que someter, un Hamatsa, un ser humano que fue
transformado en el vientre del gran monstruo sobrenatural que en
toda la costa noroeste era conocido con el nombre de
Bakbakwalanooksiewey. Pero antes que llegara a esta purificación
ceremonial que le impusieran los dirigentes espirituales de la aldea, el
indio kwakiult tuvo el privilegio de escuchar del jefe de la tribu el
siguiente honor:

—Has sido elegido, Hombre Rojo, el hombre que ha de pescar


este año el primer salmón del año.

El indio se vio sobrecogido por el honor y agradeciólo diciendo:

—Oh, gran kwakiult, te agradezco la distinción que has hecho


conmigo.

—Espero que cumplirás bien con el rito para el que has sido
propuesto —inquirió severamente el mandatario religioso.

—Te lo aseguro —repuso el indio.

El jefe continuó:

—Porque estás preparado para ello. Tu honor será nuestro


honor.

Hombre Rojo dijo la alabanza:

—No merezco tal, pero cumpliré el encargo de ser el pescador


del primer nadador de la primavera, y tendré el inmenso placer de
ofrecerlo a vuestra benignidad para que tu hermosa, bondadosa y
digna esposa cumpla con el ceremonial y asegure con él la
continuidad de la vida para el pueblo y para el pez.

El jefe, con aquiescencia y solemnidad, hizo un gesto decisorio


para que el elegido cumpliera con su misión.

—Los m e'm E S y o 'x wE n esperan, en el fondo plácido del río,


llevados por las corrientes fluviales, tu visita —añadió.

Hombre Rojo contestó:

—Los nadadores recibirán mi visita de inmediato; porque jamás


Hombre Rojo aplaza los compromisos que le enaltecen y exaltan a su
pueblo kwakiult.

Sin decir nada más el hombre se arrojó a las embravecidas


aguas del río. Nadó desde su aldea bajo las aguas a sus arroyos
natales donde los salmones le esperaban para convertirse en el
primero y con ello asegurar la continuidad de su especie.

Cuando al cabo del tiempo que tarda el sol en esconderse dos


veces tras las montañas cercanas y asomar nuevamente por el cerro
más alto, empujando con su canto y el de los pájaros a la blanca y
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maligna luna, Hombre Rojo apareció entre las grisáceas y frías aguas
aún, asomando por ellas su cabeza diciendo, a la concurrencia del
pueblo que no había abandonado su puesto, en su ausencia:

—La misión está cumplida y tras ello vuelvo a ti, mi aldea, mi


jefe, con el corazón henchido de placer por haberos complacido y no
defraudado en la confianza que todos pusisteis en mí.

Seguidamente, mostró triunfalmente un enorme salmón que


mantenía en lo alto, sobre su empenachada cabeza, penosamente
con ambas manos; salmón de escamas doradas que relucían como
oro fundido con los primeros rayos del sol primaveral.

El jefe, acercándosele, expresó:

—Toda nuestra gratitud es tuya.

El chamán añadió agriamente:

—No te envanezcas por ello.

El indio bajó su cabeza, entregó el pez al jefe y se diluyó entre


la multitud, la gente que acudía a presenciar el rito, se anonimizó
entre ellos.

El hechicero expresó en voz alta ante la concurrencia:

—El salmón es el regalo que nos ofrece la vida. De acuerdo con


ello debemos honrarle con cantos, oraciones y ceremonias.

Sin decir más el anciano se puso a recitar la plegaria que los


indios kwakiult ancestralmente compusieron para reverenciarle:

—¡Oh nadadores! Éste es el sueño dado por vosotros, el hacer


lo mismo que mis difuntos abuelos cuando os cogieron por primera
vez durante vuestros juegos. No os golpeo dos veces porque no
quiero matar a vuestras almas, para que podáis volver a vuestro
hogar en el lugar de donde vinisteis, el Sobrenatural, oh, vosotros,
dadores de peso pesado (de riqueza, de poder sobrenatural)... Ahora
marchaos.

El jefe dejó al suculento salmón sobre una gran losa de piedra


que descansaba sobre la hierba verde y mojada. Alzó su envergadura
pesada desafiante sobre su pueblo que miraba con arrobo y
expectación, y ordenó:

—¡Apartaos! ¡Dejad pasar!

El grupo de aldeanos se abrió en dos filas. Entre ellos apareció


una mujer de mediana edad, gruesa, luciendo sobre la cintas de su
pelo y las que uncían sus mocasines una serie de abalorios de
diversos colores que con su caminar bamboleante e inseguro
tropezaban entre ellos acompañando a la mujer con un sugerente
tintineo. Cuando la señora llegó ante el jefe, se detuvo sin decir una
palabra.

El hombre ordenó:

—Esposa. Como integrante de este ritual de justicia obra tu


parte y haz que lo que los dioses del Mundo Superior tienen previsto
se cumpla.

La mujer dio la espalda a todos los presentes y se detuvo ante


la losa en la que descansaba muerto el salmón. Sacó de entre los
pliegues de su vestido, hecho de piel de gamuza y ante, un gran
cuchillo de mango de pezuña de corzo, lo tomó en su mano y,
arrodillándose frente al pez, comenzó a cortarlo a trozos, mientras
sus labios musitaban una extraña salmodia ininteligible y con toda
seguridad de agradecimiento. Se volvió a los presentes y les llamó:

—¡Venid a mí! ¡Acercaos!

Los pobladores de la aldea obedecieron.

La esposa del jefe les ofreció:

—Tomad y alimentaos. Que nadie quede sin comer del primer


salmón con que se nutre nuestra aldea.

Fue distribuyendo pacientemente a todos los presentes los


trozos del animal que había preparado.

Por unos momentos la explanada donde tenía lugar el rito se


convirtió en una comida campestre en la cual participaban sin
ninguna clase de exclusión todos los miembros de la tribu.

El chamán advirtió sin embargo:

—Que no se pierda ninguno de los huesos del animal.


Recogedlos y amontonadlos todos junto al ara sagrada. El ritual ha de
continuar.

En efecto, todos los aldeanos obedecieron y fueron dejando


todas las espinas, desde la cabeza a la aleta caudal, encima de la
losa. Cuando la comida terminó, los indios quedaron a la expectativa
sin decir una sola palabra.

El chamán, solemne pero con firmeza, expresó:

—Que cada cual tome una parte del nadador y lo entregue de


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nuevo a la aguas del río para que el espíritu Salmón, al cual no se ha


inquietado ni destruido, se reencarne y regenere.

Los trozos descarnados de pez fueron cayendo poco a poco en


las revueltas aguas del río. Fueron cayendo poco a poco al agua "para
que el espíritu de Salmón se reencarne y regenere", capacitándolo
"para que nadie dé vuelta a su aldea".

La tribu kwakiult era, como ya se ha dicho, muy culta. Sólo un


pueblo que no pasa hambre y no carece de recursos humanos
adquiere sin grandes dificultades cultura. Y la cultura trae el
pensamiento y éste conlleva a la expresión más perfecta de cultivo
espiritual.

Por eso el chamán de la aldea solía predicar dentro de los


espacios escogidos donde tenían lugar los rituales caníbales o
tseykas:

—La reencarnación y la transformación son los únicos medios


que tenemos los hombres de esta tribu para alcanzar nuestro fin a
través de los ciclos de vida, muerte y renovación.

Estas tiendas sacramentales estaban presididas por


mayestáticos tótems en los que estaban esculpidas las máscaras más
profundas y evocadoras de los hombres pájaros y los hombres
bestias.

En la aldea kwakiult y dentro de la tienda ceremonial existía


una gran cantidad de carantamaulas e ídolos gigantescos bajo cuyo
patrocinio los indios de la tribu realizaban, dirigidos por el chamán y
el jefe de la misma, los más secretos rituales de transformación y de
canibalismo con los que los iniciados se purificaban placenteramente.

Existía en la aldea una sociedad secreta de kwakiult que se


conocía con el nombre de Hamatsa. Su significado no era más que el
de "caníbal". Con ello los hombres escogidos, los iniciados en esta
secta, tenían que lograr, tras unos horrorosos, funestos y tenebrosos
ritos, la reencarnación de sus propios cuerpos, comiendo y dejándose
comer, tras lo cual salían reforzados espiritualmente, purificados y
considerados dignos de reintegrarse de nuevo a su sociedad, pero
portando con ellos un elevado estado espiritual.

—Porque dos cosas —decía el chamán en medio de las


asambleas secretas— nos dan el sello de la superioridad a nuestra
tribu kwakiult: la riqueza y la alta espiritualidad.

Hombre Rojo sabía, porque estuvo mucho tiempo


experimentando con su espíritu y estudiando las leyes de su pueblo
que...
—"El pensamiento espiritual de la región podría contemplarse
como una búsqueda del entendimiento del poder, el poder que dirige
el universo y la existencia humana..."

... por eso se había percatado el hombre de que todas las


historias, canciones, rituales hacían constantemente referencia al
orden y al caos del poder, a cómo se adquiere y a cómo y con qué
facilidad se pierde, y a cómo camina el poder invariablemente junto a
las vidas humanas para protegerlas.

Un día Hombre Rojo, cuando ya nadie recordaba que fuera el


pescador del primer salmón, aunque con ello su prestigio se
sobrevaloró y su conducta cultural se despegó del indio del pueblo
llano; cuando se consideró ya en un estado lo suficientemente de
coordinación espiritual y de preparación para el gran rito que se
celebraba en el Hamatsa, fue en busca del jefe de la tribu, que ejercía
de gran maestre de la secta secreta kwakiult, con el fin de explicarle
sus propósitos.

Hombre Rojo halló al mandatario sumido en su meditación justo


a la puerta de la gran tienda que poseía la secta secreta.

—Oh jefe, oh señor de la tribu y de los espacios espirituales. Te


saludo con respeto y deseo conversar contigo —dijo.

—Muy importante debe ser el asunto que a mí te trae por la


gravedad que observo en tu rostro y en el tono de tus palabras —
repuso el jefe tras buscar en el temple y humanidad, en la actitud del
indio, un cierto azoramiento y timidez.

—Lo es, respetado señor —dijo.

El jefe apremió al trémulo pedigüeño:

—Habla, pues —-y seguidamente preguntó—: ¿Qué es lo que te


inquieta? ¿Qué es eso que te hace ser tan cauto y comedido?

—Es que ignoro si con ello rompo la quietud de tu espíritu, si


con mi osadía infrinjo la mayor de las dádivas que tú guardas para los
elegidos —repuso el balbuceante indio que deseaba el cultivo de su
espíritu.

Él cacique, un poco harto de tanto rodeo y tanto misterio,


ordenó severamente a su súbdito...

—...si algo tienes que decirme dilo y si no vete.

Hombre Rojo osó decir:

—Deseo entrar en el Hamatsa...


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Calló rápido y observó el efecto que habían hecho sus palabras


en el jefe de la aldea. Quizá esperaba el escándalo y el repudio. Pero
no ocurrió así. Si no que se levantó del suelo donde se hallaba, volvió
su rostro hacia el interior de la tienda y llamó a gritos:

—¡Chamán, hechicero, acude a mí!

Hombre Rojo mientras tanto ni respiraba.

—¿Qué quieres de mí? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó el


aludido asomando su cabeza desde las penumbras desconocidas para
la mayor parte de las gentes de la aldea kwakiult.

El jefe puso la mano en el hombro del indio y dirigiéndose al


hechicero le dijo:

—¡Aquí le tienes, ya llegó el día! Él mismo lo solicita.

El asombro de Hombre Rojo no tenía límites. Estaba


desconcertado. Ignoraba completamente de qué hablaba el cacique
con el hechicero. Éste preguntó al entusiasmado jefe:

—¿De qué me hablas?

—De éste —y casi abrazó al indio.

El chamán le preguntó a Hombre Rojo:

—¿Qué es lo que quieres?

—Yo, yo... quería ver... si era posible...

El jefe de la aldea cortó sus palabras.

—¿Es que no lo sabes, anciano hechicero? Debes chochear ya


con la vejez —y añadió como en una explosión—: ¡Que quiere,
Hombre Rojo, entrar a formar parte de la Hamatsal ¿Es qué no te das
cuenta?

El solicitante asintió tragando saliva. Y osó preguntar al


chamán:

—¿Te parece prudente?

El jefe de la tribu tronó:

—¡Cuánto has tardado en solicitarlo!

—Quizá no estaba preparado.

El hechicero añadió:
—Te estábamos observando y por no invadir la intimidad de tus
pensamientos y tus estudios no te lo ofrecimos. Pero ahora, si eso es
lo que tú quieres, tanto el jefe de la aldea como yo con mucho gusto
te admitiremos en la secta secreta como iniciado...

—...y tras llevar a cabo los ceremoniales de absterción y


reencarnamiento...

—... los ritos de canibalismo que te han de purificar.

Hombre Rojo cayó en un verdadero ensueño. Había sido


aceptado por el Hamatsa. Podría alcanzar ya un escaño más en la
espiral de la perfección de su espíritu.

El chamán, sin rodeos, le dijo:

—Retírate de mi presencia.

—Cumple el rito con toda fidelidad —dijo el cacique. Y añadió


con severidad—: Que cuando vuelvas a la aldea lo hagas a una vida
mansa, sosegada y cultivada.

—Y que el estado de tu espíritu sea tan elevado que mire desde


los cielos las cabelleras enaceitadas de los indios que se arrastran por
la hierba.

Hombre Rojo preguntó:

—¿Qué he de hacer? ¿Cómo debo comportarme?

El chamán le explicó con cierta tendenciosidad:

—El iniciado debe comenzar la búsqueda de un espíritu...

Y siguió contándole el comportamiento a seguir. De esta guisa


se hizo la noche sobre la aldea y los tres hombres conferenciaban en
silencio y bajo la luz de la Luna en larga conversación. Al amanecer
se disolvió la reunión y Hombre Rojo salió, sin despedirse de nadie,
de la aldea y se introdujo en el frondoso y complicado bosque de
cedros. Conforme se adentraba en él, el iniciado sentía más y más la
soledad y, aunque algunas veces su espíritu languidecía y sus fuerzas
se desvanecían, se daba ánimo diciendo:

—Que los colibríes acompañen mi camino, las orugas de los


árboles y las procesionarias indiquen con sus colóres y con su viscosa
liga la soledad de mis actos, que no de mis pensamientos, que son lo
único que me acompañan.

Hombre Rojo ayunó durante varios días. Aunque el


desfallecimiento de su cuerpo era grande, sus vísceras y sus espíritus
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interiores se purificaban. Nada comía y por ello todo en él se estaba


limpiando. Arrojaba la suciedad que engendraba su cuerpo por los
orificios naturales, los esfínteres, y no acumulaba nueva inmundicia.

—Hay que seguir —se dijo, arrastrando su cuerpo y muerto de


inanición. Y con un esfuerzo mental se dijo con ahínco—: Hasta
hallarlo.

Tras varias jornadas de caminar, de ayuno y de aislamiento, el


iniciado llegó frente al hogar de Bakbakwalanooksiewey, el Gran
Caníbal del Extremo Norte del Mundo.

Hombre Rojo, exhausto y al borde del paroxismo, se dejó caer


en la entrada de la mansión y gritó por dos veces el nombre del
devorador. Cuando el monstruo acudió a la llamada del iniciado éste
se le ofreció en sacrificio cruento.

—¡Aquí estoy! Dispuesto a la purificación.

El monstruo dudó.

Él preguntó:

—¿Es qué no me esperabas?

Bakbakwalanooksiewey quedó sorprendido. Nadie le hablaba


así. Todos huían de él.

—¿Qué quieres?

—La abstención.

El Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo, que tenía


siempre un hambre insaciable de carne humana, aunque no
comprendía al recién llegado, se abalanzó sobre Hombre Rojo y lo
devoró.

En el vientre de este monstruo "la identidad cultural del iniciado


es digerida".

El malestar que le ocasionó la digestión de Hombre Rojo


provocó que el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo bramara de
dolor y gritase:

—¿Quién eres? ¿Qué me has hecho?

El iniciado en su interior -—su espíritu porque su carne había


sido asimilada por los jugos gástricos del monstruo— bailoteaba entre
las estancias internas tratando de provocarle las más irresistibles
bascas y angustias.
El espíritu de Hombre Rojo pugnaba por salir.

Al fin el monstruo no pudo resistir más y vomitó con todo el


estruendo que hace un endriago mítico el espíritu humano del
iniciado.

Ya en el exterior, Hombre Rojo se halló desvalido. Cualquier


fenómeno natural, cualquier hormiga obrera, cualquier insecto
volador podía servirse de él como pasto de su furia o su indiferencia.

"El iniciado, despojado de sus atributos culturales, está


desnudo, no tiene capacidad de hablar o cantar; anda a gatas y tiene
hambre de carne humana; es el protegido del Devorador de
Hombres. "

Por fin Hombre Rojo es capturado por el Hamatsa y regresa a la


tienda de las ceremonias. Allí debe continuar su transformación.

En medio de la tienda existe una gran hoguera. Sólo escucha


voces que le gritan:

—¡Baila, baila, baila!

Pero no ve a nadie.

—¡Baila, baila, baila!

Él se dice, o sólo lo piensa, o busca alrededor.

—¿Estoy solo aquí frente a la hoguera o todo es una


ensoñación?

Alguien, quizá un pájaro que se escapó de uno de los tótems, le


pintó el rostro de oscuro y le empujó a la hoguera para que bailara.

—Estás desnudo —le dicen.

Él se miró y, con extrañeza, se percató de ello.

—Cúbrete, antes de bailar, con estas hojas.

Son hojas verdes y grandes.

—Son de cicuta.

Hombre Rojo comenzó a bailar alrededor del fuego. Sus manos


extendidas estaban temblorosas.

—¿Estoy en medio de un éxtasis? —se preguntó.

Siguió bailando.
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De repente se notó rodeado de gente sin rostro, de hombres


muertos que yacían sobre el suelo, en las tinieblas. Todos le
acosaban.

—¡Baila, baila, baila!

El iniciado siguió la ceremonia. Bailaba, bailaba, bailaba y a


veces arremetía con saña y furor contra la gente y los mordía. Otras
veces se arrojaba sobre los cadáveres y los devoraba.

—Toma, póntelo —le dice el chamán.

Y le entregó un vestido hecho con tiras de madera de cedro.

Él se preguntó:

—¿Era el hechicero de la aldea o toda una quimera?

Pero tomó el traje y se vistió con él. En ese momento se


transformó en una gran pájaro, uno de los habitantes de la casa de
Bakbakwalanooksiewey.

—Soy el Cuervo Devorador de Hombres —se dijo.

Por eso los había atacado. Había comido carne humana.

La pesadilla continuaba dentro de su purificación.

Bajo la luz del fuego su figura resultaba estrafalaria, aterradora,


amenazaba...

... pero nada ocurrió. Sintió cómo su cabeza se rompía,


estallaba y, mientras él se la agarraba con ambas manos, alguien
gritábale hechizado:

—Sigue tu transformación...

Otro con la voz del jefe de la tribu expresó lleno de admiración:

—Es el Pico Curvo del Cielo...

—Galokwudzuwis...

Algunos del gentío que sufrían las furias de Hombre Rojo


gritaron:

—Huyamos de aquí.

—Con el Pico Curvo del Cielo nos va atacar...

—¡Corramos!
—El Galokkwudzuwis, con su gran pico, nos abrirá el cráneo y
se comerá nuestros cerebros.

Los hombres se escondían en las tinieblas, en las sombras de la


tienda ceremonial, detrás de los tótems.

Hombre Rojo veía los aspavientos de terror y las bocas abiertas


por donde debían salir sus gritos, pero no los escuchaba.

El iniciado, atormentado, se preguntó de nuevo:

—¿Es otro éxtasis?

Se lanzó en pos de los cerebros de los humanos que le


rodearon curiosos y que ahora huían de él.

El chamán gritó:

—La nueva transformación.

—Su reencarnación.

—¿Y ahora dónde? —preguntó.

El otro le contestó:

—El rito lo llevará hasta el Hokhokw.

—Es el Pájaro Caníbal.

—El que aplasta el cráneo de los hombres.

—¡Huyamos!

El chamán gritó:

—¡No! Es el momento de la elevación espiritual de Hombre


Rojo.

Ambos quedaron a la expectativa.

Cuatro grandes pájaros sobrenaturales, emergidos


seguramente de los tótems sagrados que lo regían todo dentro de
aquel recinto, rodearon la hoguera. El iniciado quedó perplejo, se
calmaba, los observaba.

—¿Quiénes sois que tanta paz me dais?

Hombre Rojo fue a cogerlos y ellos paulatinamente se


desvanecieron entre el humo de la hoguera que aún ardía.
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El iniciado bailaba ahora sin frenesí, con calma alrededor de la


pira sacra.

Todo ha acabado. La paz reinaba de nuevo en la tienda


ceremonial. Sus dos padrinos —el chamán y el cacique de la tribu—
se acercaron a él. Ninguno hablaba. Hombre Rojo se sintió flotar en
un nuevo estadio de su vida. Era un hombre nuevo. El ritual le había
ayudado a asegurar que el poder —riqueza y alta espiritualidad— se
hiciera visible en él y que no lo pudiera olvidar. Entre estas
sensaciones escuchó la voz del chamán, que le decía:

—La síntesis del poder entre los reinos naturales y


sobrenaturales es así efectuada y hecho viable para los espíritus
humanos que, buscando y soñando, recorren el universo. Uno de ésos
eres tú.
LA EXTRAÑA CAMADA DE PERROS QUE A LOS HOMBRES
DIVIDIÓ Y DIO VIDA A LOS CIELOS

(Leyenda inuit caribú)

Estas historias surgieron cuando todas las cosas


increíbles podían pasar.

(Palabras de un narrador iglulik)

Pero éstas son cosas difíciles de entender; es difícil hablar de


ellas, todo eso acerca de dónde empezó algo, de dónde vinieron los
primeros hombres. Es suficiente para nosotros ver que ellos están
aquí y que nosotros estamos aquí.

(Nalungiaqu. Netsilik)

Todos los sucesos que se van a contar ocurrieron cuando el


mundo era aún original, no había diferencia entre los hombres y los
animales, se podían convertir los unos en los otros y viceversa; en
aquellos tiempos en los que todos hablaban un mismo lenguaje e
igualmente todos vivían del mismo modo. Corrían las épocas en las
que las casas volaban por los aires, los bosques crecían en el fondo
del mar, lo que explicaba los maderos que flotaban en las playas; era
un mundo donde la nieve quemaba, las herramientas y las armas
realizaban su trabajo por su propia cuenta y las casas, como se ha
dicho, volaban por los cielos. Eran los tiempos en los que en la Tierra
no había luz, en los que Zorro se oponía a que la hubiese porque la
oscuridad favorecía sus artes para robar alevosamente la reserva de
comida de los cazadores. La misma época en que tanto Liebre como
Cuervo abogaban a grandes gritos para que se hiciera la luz
resplandeciente con la que a la primera se le facilitaría su labor de
buscar alimentos para sobrevivir, y con la cual el segundo,
discutiendo con Zorro sobre la conveniencia de la misma, vencería
con su cua, cua —que significaba luz o aurora— atrayendo la luz del
día a la humanidad.

Fue en aquellos remotísimos tiempos, albores del Mundo Medio,


en el cual las cosas no estaban aún demasiado definidas, cuando
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vivió en una de las rudimentarias aldeas de la tribu Inuit Caribú un


hombre que estaba muy enojado y molesto porque tenía una hija que
le era rebelde a sus propios deseos, que él consideraba primordiales.
Sin duda eran fundamentales porque en los albores de la humanidad
se pensaba con noble acierto que el mundo debía poblarse lo más
rápidamente posible.

Decía el hombre a la hija insumisa con voz dura e imperativa:

—Has de tomar marido.

La muchacha hacía oídos sordos a la petición de su padre,


contestándole:

—Es pronto, todavía no ha llegado la hora.

Pero el padre, nervioso, inquieto, desolado y furibundo ante la


pasividad de la mujer, le preguntó con voz ronca:

—¿Pero qué es lo que te pasa, muchacha?

—El mundo es aún muy árido y no deseo traer a la vida a seres


desgraciados —contestaba la hija. Y tras una pausa añadía
gazmoñamente—: Además no quiero conocer macho alguno.

El padre suplicaba:

—La aldea está vacía. Las manos nuestras no son suficientes


para el gran trabajo que tenemos ante nuestros ojos, el mínimo que
hemos de hacer para poder sobrevivir.

La hija se excusaba:

—Somos pocos y poco necesitamos —y añadía picaramente,


con el cuerpo lleno de desidia y ocio—: Las herramientas, el hacha,
los cayados obran por sí mismos. ¿Por qué tenemos que complicar
nuestras vidas...?

Las furiosas y graves palabras del progenitor cortaron sus


indolentes argumentos:

—El mundo ha de progresar. Lo hemos recibido así para que lo


hagamos grande para nuestros sucesores...

La muchacha dio la espalda al padre y marchó apáticamente


hacía la cabaña.

La cólera y el furor del agraviado padre encendieron su pecho.


En un arranque propio y merecido gritó a la hija que se iba:
—¡ Yo sabré, hija desagradecida, rebelde y maldita, hacerte
obedecer y cumplir con mis más nobles deseos! ¡Lo juro por los
dioses del Mundo Superior que nos han puesto a vivir en la Tierra!

Efectivamente, durante una noche en que la Luna se escondía


tras el más elevado risco de la cordillera que resguardaba a la aldea
de los vientos del Norte, fue en busca de Perro, que tenía su guarida
en la falda de la montaña, más allá del bosque de acacias, olmos y
sicómoros. Ante su puerta le llamó a grandes gritos; cuando el
aludido acudió ante él, el hombre le dijo:

—Necesito tu ayuda.

Perro repuso con el único lenguaje que hablaban todos,


hombres y animales, en aquel Mundo Medio tan primitivo:

—No eres mi amigo. Siempre te has apartado de mí. En un gran


apuro debes estar cuando recurres a mí.

El hombre bajó los ojos, pateó la tierra con la punta de sus


mocasines en señal de estar avergonzado por ello y dijo sin mirar a
su interlocutor a los ojos:

—Efectivamente, estoy en un gran apuro.

—Yo, como no soy como tú sino más noble —respondió Perro


con afecto—, te voy a ayudar en aquello que tú me pidas.

El hombre quedó intrigado y preguntó:

—¿Por qué?

Perro repuso:

—Porque quiero ser amigo de todos los seres de la Tierra. Y


sobre todo de ti, del hombre.

—Te lo agradezco.

Perro preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Mi hija no quiere tomar marido —aclaró hombre. Y luego


como en un lamento añadió—: Mi aldea esta vacía. El mundo
también. Mi misión en la tierra es llenarla...

—... ¿de hombres?

—Y también de cachorros.
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Perro preguntó:

—¿Y yo cómo puedo contribuir?

El padre dijo duramente:

—Acércate a mi cabaña y emparéjate con mi hija...

—Ella me rechazará como lo hace con cualquier hombre que le


presentas como marido. Ella huirá de mí como perro-hombre que soy
—contestó el can con forma de hombre cuyas artes solicitaba el
hombre.

El padre sentenció:

—Entonces la fuerzas y la dejas preñada.

—¿Cómo lo haré?

El padre le explicó:

—Toma tu forma de perro, salta por la ventana a su alcoba,


salta sobre mi hija y la fuerzas con todo tu ímpetu.

Perro quedó pensativo, dubitativo:

—¿Y qué ganó con ello?

El padre explotó:

—El contribuir al nacimiento de una especie que será la que


gobierne la Tierra, nuestro arcaico Mundo Medio.

Perro aceptó. Los dos individuos quedaron de acuerdo.

Efectivamente, llegó la noche y, como tenían convenido, Perro


asaltó a la muchacha y la forzó hasta el hastío, con lo cual la hija del
hombre quedó embarazada. El padre ladinamente reprochó a la hija
su estado y exigió que le dijera quién lo había hecho. La muchacha,
llorando desconsoladamente, narró al hombre toda la hazaña de
Perro. Entonces el padre, como tenía convenido, hizo venir hasta su
casa al injuriador y le obligó a casarse con su hija. Una vez realizada
la ceremonia, él convirtió al marido en solo un perro. Mandóles a él y
a su esposa a una isla lejana.

Allí la mujer dio a luz una carnada de cachorros.

La insidiosa madre hizo desaparecer de su lado a Perro, que


quizá regresó a su guarida o se convirtió en el can doméstico de su
propio suegro. El caso es que la mujer se apoderó en exclusiva de su
propia camada de perros y con ella comenzó a maquinar un plan de
venganza contra su padre y contra todos los pobladores de aquella
tierra tan esquilmada, áspera y primitiva, en mor de la cual había
tenido que sufrir en sus carnes tal afrenta.

Cuando el plan ya estaba pensado y pergeñado dentro de su


caletre, la rebelde y vengativa mujer reunió a su alrededor a sus
hijos. Tras mandarles callar en sus alborotos de cachorros, les
comunicó la siguiente orden autoritaria y casi espartana, pero sobre
todo incomprensible:

—Id hasta el gran canal que une la tierra de mi infancia con


esta isla y arrojaos en medio de sus aguas.

—Las que lo llenan están heladas y repletas de témpanos.

—Con sus agudas puntas pueden herirnos...

—... y matarnos.

La mujer, ferozmente, les ordenó:

—¡Obedeced a vuestra madre! No repliquéis.

Uno de lo cachorros protestó:

—Nos helaremos de frío.

Ella opuso:

—La abundante capa de pelo repleto de grasa que os cubre no


lo dejará llegar a vuestra piel.

Pero los cachorros estaban remolones. Por eso la madre ladina


y pérfida se acercó a ellos y con sus propias manos los empujó a la
corriente marina. Desde la orilla, con la voz ronca pero firme, les
ordenó:

—¡Nadad sin tregua por entre esas olas! ¡Llegad hasta el kayak
que transporta a vuestro abuelo, a mi padre, y voleadlo! No regreséis
a mí hasta que le veáis desaparecer tragado por la tenebrosidad más
profunda y oscura del océano.

Los cachorros, desde el agua, gemían diciendo:

—Nos ahogamos, el agua nos traga.

La madre les reprochó:

—Nadad como os he enseñado y volved a mí. No seáis cobardes


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ni pusilánimes. Volved porque vuestro destino ha de ser grande.

Efectivamente, los cachorros nadaron con la habilidad que su


madre les confirió hasta que al fin contemplaron el kayac de su
abuelo, hecho con piel de foca y cosido con resistentes hebras
trenzadas entrelazando las ásperas cerdas y los largos bigotes de los
leones marinos. Descubrieron al hombre porque cubría su cabeza con
un gorro hecho con la piel entera de una marta cibelina de tamaño
considerable que dejaba libre, cayendo sobre sus espaldas, el grueso
rabo de la misma.

—¡Ahí está!

—Cumplamos cuanto antes con el encargo de madre —dijeron—


y regresemos al calor de la casa.

Sigilosamente se acercaron al bote del abuelo, se colocaron


bajo de él y, proyectando todos a la vez su fuerza y energía, volcaron
la canoa, que cayó encima del hombre, el cual fue inmediatamente
tragado por las rápidas aguas grisáceas.

—Ya está —dijeron—. Volvamos a casa.

Los cachorros, satisfechos de su hazaña por haber cumplido


bien la recomendación de su madre, se marcharon jovial y
estruendosamente en dirección a su morada. La progenitura, al verlos
retornar a ella, salió a recibirlos con palabras dulces, de ánimo,
besándolos a todos ellos.

Días más tarde, cuando la carnada de cachorros ya se había


repuesto del esfuerzo que tuvieron que hacer para ahogar al hombre
del kayac, la malévola madre los condujo hasta las riberas del mar y
en una playa de la isla les ordenó que se detuvieran y descansasen
porque...

—... vais a emprender un viaje muy importante, en el cual se


ha de dirimir el futuro de la humanidad que ha de llenar la Tierra.

Los cachorros apenas si entendieron las palabras de la mujer.


Permanecieron jugueteando sobre la arena de la costa invadida por
los vaivenes de las olas que rompían sobre ella sin hacerse
demasiadas consideraciones relativas sobre la conducta materna.

La mujer se sentó sobre una gran caracola de mar de


dimensiones inusitadas, se despojó de sus botas y quedó con los pies
desnudos.

—¿Acaso es que tus kamiks desollan tus pies? —preguntaron


los cachorros.
La mujer negó y les sonrió enigmáticamente.

—Mirad lo que hago con ellos.

Todos observaban.

Con un afilado cuchillo cortó las suelas de sus botas y púsolas


ambas, en paralelo, al borde de las aguas.

Los cachorros estaban intrigados.

—¿Qué haces? —preguntáronle intrigados y ansiosos.

Ella nada dijo. Pero reunió con sus manos a toda la carnada en
un grupo compacto y con un gesto de su mano les ordenó silencio:

—Acercaos a mí.

Todos, temerosos y conocedores de sus artimañas,


obedecieron. Al fin dijo:

—Venid aquí.

Los cachorros se miraban los unos a los otros. Uno preguntó:

—¿Quiénes?

—Vosotros —dijo la mujer.

La mujer escogió, señalándoles con el dedo, a unos cuantos de


ellos y los colocó encima de una de las suelas que descansaban al
borde del mar. Luego, con voz firme, les dijo:

—Sed habilidosos en todo.

Y empujó la suela hacia el interior de las aguas.

Mientras ellos se apartaban de la isla con la corriente la suela


se convirtió en un barco y los perros se fueron a la tierra de los
hombres blancos. Se dice que de ellos surgieron dichos hombres
blancos.

Cuando ya habían desaparecido del horizonte los primeros


navegantes, la mujer, sin duda dotada de poderes sobrenaturales,
colocó al resto de cachorros sobre la otra suela de su kamik y, antes
de empujarla hacia la inmensidad de las aguas, les recordó:

—No olvidéis que habéis matado a vuestro abuelo. Y como tal


que habéis hecho debéis comportaros... —detuvo un momento su
perorata, observó uno a uno el efecto que les hacían aquellas crueles
palabras y seguidamente añadió—: Os exhorto, pues, a que tratéis de
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una forma similar a todos los seres humanos que encontréis en


vuestro camino.

Igualmente que la otra suela, que ya surcaba las aguas del mar,
ésta se convirtió en una embarcación cuando la mano de la mujer
violentada por un perro la empujó hacia los adentros marinos.

Al cabo de muchos días de navegación, esta última


embarcación llegó hasta una playa lejana y desconocida. Allí
desembarcaron los animales indecisos, sin ninguna clase de
protección, aullando y asaltando a cualquier humano que se les
cruzara en su ruta hasta acabar con su vida.

"Los perros vagaron por la tierra y se convirtieron en los


antepasados de los indios, los enemigos tradicionales de los Inuit."

Mucho tuvieron que luchar y padecer los antecesores de esta


tribu india para poder lograr dominar y vencer a ancestrales
enemigos crueles y sin escrúpulos que nacieron de la carnada de
cachorros de tan dudoso origen. Pero al fin, cuando obtuvieron sobre
ellos su definitiva victoria, alzaron sobre el lugar una floreciente aldea
de la cual fueron emanando diversos héroes y cazadores muy
proclives, que emigraron hacia otros terrenos igualmente de feraces y
prósperos, con lo que se fundó la gran nación o tribu llamada Inuit
Caribú.

En aquella primitiva pero excelente aldea ocurrieron una serie


de hechos extraordinarios; hechos con los cuales enriquecieron
magníficamente la historia de la Tierra y sobre todo la de la tribu
Inuit, pues ambas se encontraban en sus albores y necesitaban de
ellas para arraigarse dentro de las civilizaciones y culturas de nuestro
universo.

Ocurrió que en aquel pueblo recién fundado habitaban dos


hermanos —varón y hembra— llamados Tatqeq y Siqiniq. Estos dos
hermanos se querían mucho, siempre estaban juntos y un día el
chamán de la tribu les sorprendió en una relación incestuosa. El
escándalo que se organizó en la aldea fue monumental. Los reproches
surgían de todas partes, hasta de los pájaros del cielo.

—¡Salid de la aldea, abandonadla! —les recriminaban.

—No sois dignos de vivir aquí.

El hechicero les dijo:

—Engendraréis perros como lo hicieron nuestros enemigos


salvajes que llegaron de la lejana isla.
El jefe de la tribu les gritó:

—Abochornaos de vuestro indigno acto ante vuestros


hermanos.

Por allá por donde caminaban recibían los denuestos de la


gente. Pero es que ni siquiera en medio del bosque podían escapar,
olvidarse de su indignidad, porque hasta las procesionarias y los
abetos, los árboles de hojas caducas, las aves y los topos les
vituperaban por su antinatural acto.

Tatqeq dijo a su hermana.

—No aguanto más con esta pena.

Siqiniq estuvo de acuerdo con él.

—El bochorno arranca mis entrañas y mis ojos no saben llorar


ya.

—Hay que huir de aquí.

—Pero ¿adonde iremos —expresó la hermana— si la vergüenza


nos persigue por toda la Tierra?

—Hasta los pájaros vuelan para propalarla por toda ella.

Al fin decidieron poner fin a la extrema situación que vivían.

"Abrumados por la vergüenza, se elevaron de la tierra al cielo."

Como reinaba el invierno sobre la aldea, la oscuridad lo cubría


todo. Los dos hermanos, que habían decidido subir al cielo, tenían
que alcanzar el lugar propicio para ello y por eso tuvieron que
pertrecharse cada uno de ellos con una antorcha que encendieron
para iluminarse en su camino.

—Desde aquí partiremos —decidió Tatqeq.

Su hermana se puso a su lado.

—¿Qué viento es ése? —preguntó Siqiniq.

La ventolera que nació bajo sus piernas los elevó con gran
furia. El cielo se les venía encima.

Tatqeq subió hacia el cielo con tanta rapidez que la antorcha


se le escapó.

El joven siguió subiendo con rapidez en medio de la oscuridad


celestial y abajo quedó su antorcha, que se convirtió en la Luna que
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ilumina la noche...

... y daba luz, pero no calor, con los rescoldos de su antorcha.

Su hermana Siqiniq, en su ascensión, fue mucho más lenta,


tanto que perdió de vista a su hermano. Por eso ella no perdió la
antorcha, ni siquiera se le apagó, continuando quemándose...

... y ella se convirtió en el Sol que ofrecía luz y calor al mundo.

Como todo en el mundo iba apareciendo para que cada vez más
se semejase a los tiempos actuales, tuvo que ocurrir que en esta
época cuando los animales, tan controvertibles, cambiantes y
variables como se ha visto, alcanzaron a afirmarse tal como se
conciben ahora, sin entrar en la extraña metamorfosis en la que tanto
podían ser ellos mismos u hombres, o una mezcla desaliñada de las
dos especies.

En estos tiempos y muy cerca a la aldea de los indios Inuit


Caribú fue donde unos niños que jugaban con todo ímpetu en el claro
del bosque escucharon entre los árboles un extraño ruido que
provocó en ellos el miedo.

—¿Habéis oído? —preguntó uno de ellos, abriendo los ojos


como platos y quedando tenso por si había que salir huyendo
desaforadamente de aquel lugar en busca de la protección paterna.

Los otros asintieron con la cabeza, sin tener el menor coraje


para expresarse por medio de palabras.

Unos urogallos, que en aquellos tiempos eran aves terrestres


sin alas, salieron de detrás de los matorrales de acebo.

Pero de nuevo el extraño ruido, desconocido en aquel bosque


hasta entonces, se volvió a oír.

En medio de esta intriga se encontraron los chavales cuando


uno de ellos los alertó dando un grito:

—¡Cuidado!

—¡Salvémonos!

Uno, aterido por el miedo, gritó:

—¡Huyamos de aquí! Este lugar está aojado.

El más valeroso de todos ellos los agarró por sus gruesos


vestidos de piel de foca y los detuvo.
—¡Mirad!

Todos vieron, con asombro y miedo, cómo a los urogallos, tras


un repentino ruido, les crecían las alas y salían volando hacia el cielo,
aleteando con un peculiar estruendo.

Los niños corrieron luego a la aldea. Contaron a sus mayores, al


jefe de la tribu y al hechicero lo que habían visto en el bosque. El
chamán al escuchar el relato de los chiquillos sonrió y dijo:

—Es que el mundo se está ajustado a sus normas definitivas.

También ocurrió, en aquella aldea Inuit Caribú tan primitiva y


arcaica, que los pájaros, que hasta entonces todos tenían las plumas
blancas, se cambiaran por policromos colores con los cuales, desde
entonces, se iban a distinguir cada tipo de ave, y los colores que iba a
tomar su plumaje iba a estar en consonancia con sus virtudes, sus
carencias e incluso sus deficiencias.

Fue allí donde sucedió que dos de los pájaros que estaban
hartos de su pelaje blanco, el somorgujo y el cuervo, decidieron
tatuarse las plumas con el hollín que guardaban dentro de un pote;
de modo que uno pintó al otro y éste al de allá. Luego se fueron a
contemplar al magnífico espejo de las aguas heladas del cercano río.
El espectáculo que vio sobre todo el somorgujo no fue ni por mientes
de su gusto.

—Has hecho de mi plumaje un verdadero popurrí de color negro


y blanco —le reprochó al cuervo— ¿Es qué no sabes pintar? ¿O es que
lo has hecho adrede para resultar tú más atractivo y hermoso que
yo?

El cuervo, al ver a su amigo, se burlaba. El somorgujo cada vez


que se miraba se encolerizaba más y más, hasta llegar al punto que
decidió tomar venganza de la mala faena que le había hecho el
cuervo. Así pues el desgraciado ánsar zambullidor fue en busca de la
lata que contenía el hollín, se subió a la rama de un alcornoque y
desde allí gritó:

—Cuervo, amigo cuervo, acércate a mí. El enfado ya se me ha


ido. Quiero que volvamos a ser amigos. No vale la pena reñir por tan
poca cosa.

El cuervo cayó en la trampa. Se acercó a los pies del


alcornoque en el que estaba el somorgujo, miró hacia arriba y
comenzó a decir:

—Gracias, amigo somorgujo, siento lo que ha pasado y te


agradezco que te hayas tomado la cuestión con tanta...
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En ese momento el ave acuática zambullidora arrojó sobre el


cuervo el pote de hollín, que le alcanzó de pleno convirtiendo todo su
plumaje en negro, con lo que se quedaron sus plumas, él y todos los
cuervos, desde entonces y para siempre, de aquel fúnebre color.

El cuervo que quiso hacer un quiebro y esquivar el impacto


levantó el vuelo. Encolerizado y a propósito atacó al somorgujo con
tanta violencia que lo incapacitó para andar. Desde aquel momento
estas aves se mueven bien dentro del agua y por los aires, pero
caminan sobre la tierra de una forma extraña.

Igualmente acaeció en la aldea Inuit Caribú, para asegurar en


temor a los elementos desatados de la naturaleza, un hecho que dio
origen a los temblores y los fuegos que lanzaba el cielo cuando se
enojaba.

A la sazón vivieron en la aldea susodicha un hermano y una


hermana. Eran los tiempos en los que no existían en la tierra aún los
robos.

El hermano dijo a la hermana, viendo la piel seca de un caribú


extendida a la puerta de la casa del jefe de la tribu:

—Me gusta.

—Pues cógela.

No tenía malicia esta propuesta, puesto que los hombres en


aquella época desconocían igualmente el valor del pecado.

La hermana, viendo el trozo de pedernal que obraba en la


tienda del hechicero, con el cual se encendían las hogueras
ceremoniales, fue en busca de su hermano hasta la cárcava donde
escondía la piel de caribú robada y le dijo:

—Me gusta el pedernal de hechicero.

—Pues cógelo —le dijo el hombre.

Ella lo tomó.

Antes de ser descubiertos por los demás pobladores de la tribu,


apareció en ellos una sensación hasta entonces desconocida. Era la
conciencia que les remordía y les estaba angustiando. Se reunieron
hermano y hermana y dijeron:

—Me siento culpable.

—A mí me pasa lo mismo.
—Hay algo dentro de mí que no me deja estar tranquilo.

—Yo no vivo en paz.

El hermano dijo:

—Con este acto hemos perdido la condición de humanos.

La hermana expresó compungida:

—¿Qué haremos ahora?

Estuvieron meditando.

Él dijo:

—Podemos convertirnos en animales...

—...y seguir viviendo.

El hermano volvió a decidir alterado:

—No, no puede ser.

—¿Por qué?

Él aclaró:

—Tengo miedo de que nos maten.

—Pues ¿qué haremos?

Pensaron largamente y no encontraban la solución.

—Podríamos devolver la piel de caribú y el pedernal.

Se opusieron a ello frontalmente.

Él dijo:

—¿Por qué lo tienen que tener ellos y no nosotros? ¿No


pertenece a todos los de la aldea?

Era la soberbia que acababa de nacer, y la mezquindad.

La hermana, al fin, propuso:

—Podemos escondemos.

—Eso. Que nadie sepa dónde estamos.

—Y gozaremos de la piel de caribú y del pedernal. Sólo serán


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nuestros.

Pero el hermano:

—Pero ¿dónde nos ocultaremos?

—¿En una de las cavernas de la montaña?

—No, no, ésas son cobijos de fieras y alimañas.

—¿Entonces?

El hermano quedó mudo. No encontraba el lugar adecuado para


ocultar su delito. La hermana sonrió y preguntóle tímidamente:

—¿Y por qué no lo hacemos en las cavernas del cielo?

—¿Y qué haremos allí?

La mujer expresó:

—Gozar de nuestro botín.

Cuando estuvieron en el cielo, resguardados en sus cavernas,


decidieron convertirse en el rayo y el trueno para que la gente no
pudiera cogerlos.

"Ahora, cuando el trueno retumba y el rayo centellea en


los cielos es porque el hermano está haciendo chasquear la
piel seca del caribú mientras la hermana hace que salgan
chispas del pedernal."

BIBLIOGRAFÍA

Los indios americanos. Mitos y Leyendas. De Colin F. Taylor.


Madrid, 1995.

Handbook of North American Indians

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