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K aren G il

Tengo otros sueños


Seis historias de vida
y lucha de mujeres bolivianas

PERIODISM
O
FUNDACIÓN PARA EL
Í-1
lll
v plural
Fotografías: China Martínez, Wara Vargas y Karen Gil
Portada: Fotografía de China Martínez

O Karen Gil, 2018


O Plural editores, 2018

Primera edición: agosto de 2018

D.L,.4-1-1866-18
ISBN: 978-99954-1 -859-5

Producción
Plural editores
Av. Ecuador 2337 esq. calle Rosendo Gutiérrez
Teléfono: 2411018 / Casilla 5097 / La Paz
e-mail: pJurai9piural.bo / www.plural.bo

Impreso en Boirvía
A la memoria de Cebo
Contadores de historias

El periodismo nació para contar historias, “¿En qué consiste ser


periodista? ¿Qué necesito hacer?”, preguntó el joven Mark Twain a
su primer director cuando decidió ganarse la vida como reportero
después de probar suerte en otros oficios. “Salga a la calle, mire lo
que pasa y cuéntelo con el menor número de palabras”, le respon­
dió el experimentado editor. Es lo que hizo el novel periodista y
futuro escritor a partir de ese momento. Mirar lo que ocurría en
la calle y describir los hechos de los que era testigo. El periodista
es un contador de historias. Mirar y contar está en la esencia del
relato periodístico, porque las noticias satisfacen un instinto básico
del hombre, el instinto de estar informado.
John Carlin, un “contador de historias” de profesión que ha
recorrido medio mundo como corresponsal o enviado especial de
varios medios ingleses, solía decir que, en realidad, el oficio más
antiguo del mundo es el periodismo, no otro, porque nació en la
época de las cavernas, cuando un miembro de la tribu narraba a
sus familiares y compañeros la aventura de la última caza de ma­
muts. El hablador, protagonista de la novela homónima de Mario
Vargas Llosa, era un “contador historias” que recorría las tribus
primitivas de la Amazonia llevando las novedades que recogía de
las comunidades que visitaba.
m * s u \O s

Ysicí pcriodtiftiO 'pm « historias, el formato que


vksiif V*> v^ ' l* VTÓiÚea. El dtluVtQ UUl-
m i^kt* el Ckncsiv, escrito en el siglo V untes de Cristo, es
. vk- un* c a l v ó t e natural, u n te x to magistral de apenas
«glabras» \ crónicas sor los evangelios que recogen la vida de
^ E l evangelio de la m ultiplicación d e Kvs panes y los peces,
le r o > i ' 2Ó0 palabras. podía h ab er sido u n rep o rtaje dominical
k Haber e x o n d o un periódico en los tiempos de M areos. Chorno
; d escritor míUCsrK> Iuan \ illoro, Lucas, "el más narrativo"
£e ,-s cuatro evangelistas, actúa com o un verdadero reportero:
Reúne as ; . as de un mosaico disperso a partir de múltiples
lic d ita o '.'^ o v del testim onio de un testigo .
También miraba, escuchaba y contaba lo que veía y oía el MPa-
dÉe de u ! listo n a ”, H e ro d o to , quien m uy bien podría ser inscrito
en lo* anales del periodism o com o el prim er "corresponsal viajero"
de <p*e ie tenga m em oria.
Ver v contar la vida, recrear la realidad con el asombro de
3Uien b observa p or primera vez, armar "las piezas de un mosaico
disperso”, es el atan del periodista. Y es lo que hace Karen Gil en
U colección de relatos del presente volumen. Retom a al origen y
a la esencia del oficio no sólo para contam os las alegrías y pesares
de un puñado de heroínas anónimos, sino para rescatar, como
el titu lo , los sueños de sus protagonistas, porque, al fin y
¿ cabo, la ficción es el mejor camino para narrar lo que todavía
■o ha ocurrido.
El truco del buen reportero consiste en m irar donde nadie
■Én* porque es allí donde se encuentran las mejores historias.
I j f c s a b e qfue coda buena historia pide ser contada antes de nacer
j vuelca m mirada donde nadie lo ha hecho, pone ojos y oídos
en detalles desapercibidos para otros. Y com o buena cronista se
CMKMMHe en la vida - y la piel- de sus personajes para armar la
mama de w B irritm i
Ad nos cuenta cóm o "la fuerza del m iedo” impulsó a Bertha,
W chota aytnara de "cuerpo robusto, ojos risueños y mejillas
ruborizadas de una niña traviesa”, a vencer e! acoso político
V O N l V l X ' R l N U t IM S l\ M \ l VS
Q

do I.» que era victima en la alcaldía de C.ollana, o como Luna


encontraba en el espejo la identidad que su cuerpo le reclamaba
\ que la sociedad le negaba; como Da niela convocaba la liber­
tad añorada con dos pequeñas alas tatuadas en los omoplatos, o
como Adela, la nonagenaria con cuerpo de niña y “cantas arrugas
como sus recuerdos", es capa/ de correr los 100 metros planos
en 2l segundos.
l'rnest Hemingway, otro “contador de historias", primero
como periodista y después como novelista, solía decir con cierra
ironía que de “las 110 reglas” periodísticas “probadas, aprobadas
y santificadas” en los manuales de estilo de las redacciones de me­
dio mundo, sólo dos son válidas: “usar frases cortas y emplear un
estilo directo, sin rodeos”. Pero la crónica, como también lo sabía
1lemingway, requiere de un tono y un ritmo narrativos. Karen no
sólo atiende las recomendaciones del bueno estilo periodístico,
sino que dota a sus textos de la tensión propia del relato literario,
algo característico del género.
La crónica combina información con elementos de ambien­
te, referencias de “color”, citas de los protagonistas, aspectos
anecdóticos y detalles de “interés hum ano”, porque busca re­
cuperar la atmósfera, las emociones y los colores de un hecho
que escapan al formato netam ente informativo. Karen aborda
sus historias desde la perspectiva de quienes la viven o la sufren,
mediante descripciones, metáforas y testimonios, en una coral
de imágenes y sonidos que dan solidez argumental y elasticidad
estilística al texto, sabedora de que la crónica no es la simple
interpretación de un suceso, sino la narración creativ a del acon­
tecimiento.
Tampoco lo hace de manera anecdótica, sino que analiza y
reflexiona sobre los problemas sociales que subyacen en las ex­
periencias cotidianas de sus personajes. Es así que pasa revista a
la Ley Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres, al
desamparo legal de las trabajadoras del hogar o la ley de identidad
de género, para citar unos ejemplos. Visto de otro modo, bien
podría decirse que las historias particulares no son otra cosa que
T E N G O OTROS SUEÑOS
10

un pretexto para abordar las causas profundas de la exclusión y


la marginación.
Tal vez por esta razón es que observa a sus personajes con
una ternura conmovedora, tanto al retratarlos como al describir
el escenario y las situaciones en que se desenvuelven. Muestra
a Luna, la transexual de “cabello largo color oro, piel morena y
ojos cafés oscuros custodiados por pestañas postizas”, asediada
por miradas impúdicas que buscan su cuerpo delgado, sus caderas
ahora femeninas y “sus senos que tanto le costaron tener”, o a la
alcaldesa Bertha, que “sabe que todo el tiempo se mueve en un
territorio de hombres”, donde debe demostrar no solo sus habili­
dades políticas y administrativas, sino, “aunque no le guste, jugar
con sus reglas”, porque en eso le va la vida. “Te vamos a enterrar
viva y quemar la casa de tus papás para que aprendas”, le habían
advertido sus enemigos políticos.
Tomas Eloy Martínez dijo alguna vez que los seres humanos
pierden la vida buscando cosas que ya han encontrado y que los
editores de periódicos siguen buscando cómo seducir a sus lec­
tores, cuando “el periodismo ha resuelto el problema a través de
la narración”. Tal vez esa sea también la solución a la crisis de los
medios tradicionales, principalmente la prensa escrita, porque lo
cierto es que, para citar otra vez al autor de Santa Evita, “la gente
ya no compra diarios para informarse”, sino “para entender, para
confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la
realidad”.
No se trata, pues, de qué es lo que se cuenta, sino de cómo
se lo cuenta. Para ello nada mejor que volver a los orígenes del
periodismo, al periodismo de los “contadores de historias”, como
Mark Twain, Em est Hemingwy y García Márquez. Y es lo que
está tratando de impulsar la Fundación Para el Periodismo con
sus diversos programas.
Karen Gil se benefició con uno de ellos. Obtuvo una beca para
escribir un libro de no ficción, otorgada por la Fundación Para el
Periodismo y el European Joumalism Centre (EJC), en su primera
convocatoria (2016), con una estancia de un mes en el Carey Ins-
titute for Global Good de Nueva York y la participación de otros
CONTADORES DE HISTORIAS II

12 periodistas del mundo. The Logan Nonfiction Program brindó


la tutoría del periodista y escritor Tim Weiner, Premio Pulitzer,
quien ayudó a los becarios a delimitar las historias planteadas y
a tejer -tanto en la forma como en el fondo- la unidad temática.
Este es el resultado de su trabajo.

Juan Carlos Salazar del Barrio


Santa Cruz de la Sierra, julio de 2018.
La fuerza del miedo

“Tenía temor en ese entonces. Ahora cuando


recuerdo digo: tTantas cosas que han pasado
me han enseñado a ser muy fuerte, yo creo.
Me hafortaleddo más
Bertha Quispe Tito

Bertha Q uispe T ito maneja tranquila y sin apurarse, a diferencia


de los choferes de los buses que aceleran por la carretera que une
La Paz y O ruro. D ice que llegará al centro poblado de Collana
en menos de dos horas, a tiem po para organizar el campeonato
relámpago de fútbol que se celebra cada año durante Semana Santa
en ese municipio rural. Al mismo al que hace dos años no podía
ingresar ni al cam peonato ni a ejercer su cargo de alcaldesa a causa
de las amenazas de algunos sectores de esa población.
— Si no voy a apresurarlos, no se organizan -dice con voz
serena.
Bertha es la alcaldesa de Collana, en el altiplano paceño. Está
en el cargo más de dos años y medio, de los cuales cerca de un año
lidió con protestas en su contra.
Son las siete y media de la mañana de Viernes Santo de 2018
y aunque es feriado ella “igual nomás” trabaja. A su llegada a su

ID ]
TENG O OTROS SUEÑOS
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pueblo, primero agilizará el inicio del campeonato y luego tendrá


una reunión con un representante de la Organización de Naciones
Unidas (ONU), con el que firmará un pequeño proyecto para su
municipio, debido a sus bajos recursos.
Tiene 31 años. Es robusta como la mayoría de las cholas
aymaras, pero la dureza de su cuerpo es contrastada con sus ojos
risueños y mejillas ruborizadas de una niña traviesa. Conduce un
Noah modelo 2000, propiedad de la Alcaldía de Collana. Viste
una pollera confeccionada con tela importada de China, un som­
brero borsalino cafe, chompa cerrada rosada y un chaleco azul de
su municipio, que le cubre sus dos largas trenzas. Es trabajadora
social de profesión.
Gira hada la derecha de la carretera doble vía O ruro e ingresa
a un camino de tierra, que hace que el viaje sea más agitado. A cada
lado del camino se extienden cultivos de papa y cebada.
Pertenece al M ovim iento Al Socialismo (MAS), partido
del presidente Evo Morales. G anó las elecciones munidpales
en mayo de 2015 por 14 votos contra el candidato de Unidad
N adonal (UN).
Se trata de la primera mujer y la primera joven que dirige la
comuna, y la segunda persona de Hichuraya Chico, la comunidad
más pequeña del municipio, que llega al cargo. El primero fue
don Rene Mañoca en el año 2000, pero solo estuvo a cargo tres
meses; gradas a la antigua ley de munidpalidades lo destituyeron
sin mayor trámite. C on la nueva normativa no pudieron hacer
lo mismo con Bertha, por eso cuando objetaron sus acciones la
presionaron para que renunciara.
—Ahora las cosas ya están más tranquilas, aunque me siguen
obstaculizando principalmente los del Concejo Municipal, pero
yo ya no me dejo.
Collana es un pueblo aymara con 5.042 habitantes distribuidos
en siete comunidades que pertenecen a tres cantones: Collana,
Uncallamaya e Hichuraya Chico.
Los pobladores se dedican a la ganadería y la agricultura, pero
también hay quienes forman parte de la cooperativa de piedra caliza
Cinco Limitada, que explota áridos para vender a las cementaras
LA FUERZA DEL MIEDO 15

de Viacha, municipio aledaño. Ésta cuenta con 1.200 socios» la


mayoría del cantón de Collana.
Bertha nació en Hichuraya Chico en 1987. Es hija de pro­
ductores de ganado y queso, que, para llegar a tener lo que ahora
tienen, trabajaron 24 horas durante muchos años. De allí ella
aprendió a no temerle al trabajo duro. Por falta de recursos, cuando
estaba en etapa escolar, su familia emigró a El Alto para vender
comida todo el día y toda la noche. Una vez que ahorró dinero
suficiente para comprarse una casa y un minibús, su familia retor­
nó al campo, al cual visitaba constantemente, porque prefinó la
libertad y el aire fresco en lugar del ruido de la estresante ciudad.
La primera vez que hablé con la Alcaldesa fue en Semana
Santa de hace dos años, cuando llegué a su comunidad junto a las
periodistas Nancy Vacaflor y Rosario Paz para hacerle una entre­
vista en un reportaje sobre acoso político a las mujeres, publicado
meses después.
Esa mañana de sábado de marzo de 2016 nos recibió en la
cancha de Hichuraya Chico. Salió a toda prisa del automóvil de su
padre. Sabía que la esperábamos más de una hora. Tras disculparse
por el retraso, escuchó atenta a su papá.
—Vas a ir con cuidado, por favor. Cualquier cosa me llamas
nomás -le insistió su padre, temeroso por la integridad de su hija
debido a las amenazas que recibía por teléfono y redes sociales
desde algún tiempo. Por eso le acompañaba siempre que podía.
—Ya papá, no te preocupes -le contestó, sabiendo que había
muchas razones para preocuparse.
Aquella vez tenía 29 años y llevaba nueve meses del inicio de
su gestión, pero desde finales de febrero de ese año no conseguía
ingresar a la Alcaldía porque la única entrada estaba tapiada con
un muro de ladrillos y vigilada por varios pobladores. Tampoco
podía pisar el centro poblado de Collana, donde estaba el edificio
edil. Por eso, trasladó una parte de las oficinas y funcionarios a
Hichuraya Chico, donde ella y su familia viven, y, otra, a las ins­
talaciones de la Asociación de Gobiernos Autónomos Municipales
del Departamento de La Paz (Agamdepaz), en la urbe alteña.
T E N G O O T R O S SU E Ñ O S

nnwiluaba en el auto familiar porque el coche municipal


qoc csuha a su cargo -el m ismo que ahora co n d u ce- fue inhabi­
litado, pincharon sus llantas al inicio de la protesta.
Los manifestantes, la m ayoría del centro urbano de Collana,
U n.r/n-.'.hjn autoritaria y soberbia y pedían su renuncia irrevoca­
ble, Cuestionaban el plan de ordenam iento territorial de Colla-
na. proyecto añorado por el m unicipio y que recién se iniciaba.
Consideraban que muchas de las propiedades, reclamadas por
el centro urbano, eran registradas en los otros dos cantones. Al
ter un pueblo donde los habitantes de una com unidad tienen
w s parcelas o centros ganaderos den tro de otra, el catastro se
complicaba,
También objetaban la intención del gobierno municipal de
regular la cooperativa que explotaba piedra caliza dentro del te-
m to n o sin contar con requisitos legales. “Estábamos pensando
en la to a de patentes y la licencia de funcionam iento”, nos dijo.
Sm siquiera haberse dado un anuncio oficial al respecto -solo
se baldó de ello en una reunión entre el Ejecutivo y el Concejo
Municipal, eme legisla ovo y fiscalizador del gobierno municipal-,
una mahina la Alcaldesa se encontró con la protesta y la Alcaldía
cerrada. A los minutos, autoridades cívicas y representantes de
la cooperativa, que vieron afectados sus intereses, la llamaron a
una asamblea de emergencia donde habían convocado a las siete
ioamimdadbi»
En ese ampliado, realizado en el coliseo de la población y
con d aval de algunos de los concejales, los representantes no
permitían que Benita les explicara. Ellos, mis que una explicación,
operaban que ella se disculpara y admitiera su error, aunque no
bufaicra uno Pero como ella insistía en explicar, los gritos y sil­
bado* opacaban su voz cuando intentaba hablar. Allí comenzaron
las primeras sm rnsT»
—Te vamos • enterrar viva y a quem ar la casa de tus papas
para que apremias -4c advirtió el chofer de la cooperativa.
Vo* quién crea? T e lo ram os a quem ar la cata d e tus papas,
ram as • quitarle todo tu ganado - le dijo una señora, que actual-
m ease le astada nom o ■ nada hubiera pasado.
LA FUERZA D EL M IEDO
17

Ante la agresividad de la asamblea, Bertha salió rápidamente.


A partir de ese momento ya no pudo ingresar al centro de Collana.
Por toda esa presión, interpuso un amparo constitucional ante
el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) para retomar sus
funciones y denunció el acoso político que sufría a los medios de
comunicación de la ciudad de La Paz. Ante las cámaras intentaba
mostrarse fuerte y tranquila, pero no siempre lo lograba. Durante
la entrevista que le hicimos en su comunidad, de rato en rato su
voz y sus palabras demostraban su miedo e impotencia.
—Aveces me afecta psicológicamente; sin embargo, sabemos
que el que nada debe, nada teme. Mi persona tal vez ha cometido
errores de falta de escuchar en algunos momentos, quizás, pero
ambos debemos escuchamos. N o me permiten expresarme y eso
me afecta bastante porque quisiera que me escuche la base, la gente.
Aquellas veces no caminaba sola por temor a que atentaran en
su contra. Hasta esa época, Bolivia ya cargaba los asesinatos de las
concejalas Juana Quispe del municipio de Ancoraimes, en 2012,
y de Celia Sillos Muni de Charazani, en 2014; investigaciones
actualmente paralizadas.
—Gracias a Dios, mi persona no ha sufrido agresión física, sí
jalones pero no han pasado a mayores. Yo conozco el testimonio
de varias mujeres autoridades que han sufrido. Pero más impor­
tante es la fe. Mi persona sale de casa con esa fe que va a retomar.
Peto las presiones no solo estaban dirigidas hada ella y su
familia, sino también contra ios fundonarios municipales y los
cinco concejales -que si bien algunos influyeron en el conflicto al
bajar, prematuramente, a las bases sobre un tema que aún estaba
en discusión y que podía solucionarse dentro de la municipalidad,
aquella vez eran acosados-.
Después del encuentro con Bertha, fuimos al centro poblado
de Collana, a 40 minutos de Hichuraya Chico. Algunos pasajeros
del minubús, en el que llegamos hasta donde la Alcaldesa, escu­
charon que íbamos a entrevistarla y alertaron en la vigilia.
Al llegar a la esquina de la plaza principal de Collana, a una
cuadra de la Alcaldía tapiada, cinco hombres salieron a nuestro
encuentro y evitaron que avanzáramos.
14 TE N G O O TRO S SUEÑO S

—Buenas ard es, ¿quiénes son y qué buscan? -n o s increpó


w o éed b s.
—Som os periodistas de La Paz y querem os hablar con los
que están llevando t cabo la vigilia - le dijo Rosario, sorprendida
del tono agresivo de nuestros interlocutores.
—Q ue llegue la autoridad, le entrevistará y posteriorm ente a
nosotros -con testó uno de los com ún arios.
—Ya le hem os llam ado —le explicó N ancv, m ucho más tran­
quila— y nos dijo que estará en m edia hora.
N o perm itieron que nos acercáram os a la vigilia hasta la
Segada del corregidor territorial del cantón de C ollana, Grover
Tito. Las campanas de la iglesia repicaban y estallaban petardos.
Era el m odo de reunir a los pobladores alrededor de la Alcaldía,
que. hasta esc m om ento, solo estaba custodiada por unas 10
personas.
Loa vecinos llegaron presurosos, muchos con actitud agresiva,
y cuestionaron nuestra presencia. Pero, ai poco tiempo, llegó el
represéntame. Mientras lo entrevistábamos, los manifestantes se
acomodaron alrededor nuestro.
**Que renuncie carajo, que renuncie carajo -vitoreaban las
cerca de 50 personas-. Bertha, el pueblo está emputado”.
T odo -fierviaao por m iedo a que, en algún m om ento, la pro­
testa se desbordara- explicaba que la Alcaldesa no aceptó reunirse
e o s ai pueblo bft dos veces que te la convocó y que, por eso, pedía
que dmunrra a n i puesto.
Tras bu entrevistas, nos fuim os a La Paz agradecidas de que
nada m alo am hoya sucedido. *O m razón la Alcaldesa no quiere
som r”, di§® Rosario en el núnibús.
Paro A o n la saiuaciáa cam bió, la Alcaldesa y loa concejales
m pandan ía p u a r a C ollana. U no de loa factores, dice, es que
l a aamraéades sem uanak» cambian cada año y que ya no es el
wÉmm prendes*** da la cooperativa.
—A lá en á le cancha Ya catán cao di partido, lucas para jugar
~me macana a lo te s» b «.ancha de Hithuraya C h ito-. A ver, unto
B anal han badán de ear de a p i. Hable ndo delito ser de aquí.
LA FUERZA DEL MIEDO
19

La cancha con césped sintético del estadio de Collana está vacía.


Todavía no llegaron los equipos que disputarán, durante tres días,
el premio prometido: una vaca, para las damas, y un toro, para
los caballeros.
Al borde de la cancha Bertha conversa con el nuevo corregidor
territorial del cantón de Collana, Félix Pilco, y con el presidente
del Concejo, Freddy Escobar Tito. Le explica a la autoridad in­
dígena que el Concejo Municipal aún no aprobó el nuevo Plan
Territorial de Desarrollo Integral, que establece los lincamientos
en los que trabajará en gobierno municipal en los próximos cinco
años, pese a que el Ejecutivo entregó el año pasado
—En menos de una hora voy a sacar la aprobación de esa la
ley —responde Escobar, con un volumen más alto.
—Bueno, debe apurarse porque de eso depende de que el
Ministerio de Economía y Finanzas no nos vaya a congelar las
cuentas municipales -le contesta Bertha.
Mientras la Alcaldesa habla, el presidente del Concejo -hom ­
bre aymara de unos 50 años con sombrero de ala ancha, chaqueta
café y ojos rasgados- le mira como si estuviera delante de una niña
que dice tonterías.
Escobar es uno de los concejales que considera que Bertha
prioriza a Uncallamaya e Hichuraya Chico, cantones pequeños,
que -m e dirá más tarde- no generan recursos para el municipio.
También cree que el problema de la autoridad del Ejecutivo es la
falta de planificación e información a los vecinos de Collana. Por
eso, para él, la gestión municipal no avanza en un cien por ciento
y esa fue la misma razón que propició la crisis política de 2016.
Aquel conflicto que duró ocho meses desestabilizó el gobierno
de Bertha. Durante ese año el municipio perdió dos proyectos
financiados por el Gobierno central, porque no se pudo gestionar
los trámites necesarios. El primero se trataba de la construcción
de 103 viviendas, de las cuales 70 se construirían en la capital y
el resto en las otras comunidades. Esa pérdida exacerbó más los
ánimos de los protagonistas de la protesta. El otro proyecto, con
TENG O OTROS SUEÑOS
20

un presupuesto de dos millones de bolivianos, consistía en imple-


mentar el sistema de agua potable en el área dispersa de Collana
-este municipio, como la mayoría del área rural en Bolivia, no
cuenta con agua potabilizada-. Al m om ento, solo se recuperó el
proyecto de las viviendas.
Las pérdidas, la imposibilidad de que el Servicio Legal Integral
Municipal (SLIM) atienda las denuncias de m altrato intrafamiliar
en la capital y la inseguridad que vivía por las constantes amenazas
llevaron a la Alcaldesa a interponer una demanda penal por acoso
político contra los dirigentes de la protesta, entre ellos el candidato
de UN a la Alcaldía y el presidente de la cooperativa.
La denuncia la hizo gracias a la Ley C ontra el Acoso y Violen­
cia Política hacia las Mujeres, norm a pionera en Bolivia aprobada
a raíz del asesinato de la concejala Juana Quispe. Ésta define a las
conductas que constituyen acoso o violencia política como actos
que restringen la función pública e impiden el ejercicio pleno de
derechos de una mujer candidata, electa, designada o en ejercicio
de la fundón política pública.
Pese a que esa ley es de avanzada en cuanto a la protección de
derechos de la mujer -fue replicada por otros países como Ecua­
dor-, no es efectiva. El acoso y la violencia continúan en un país
que tiene fuertes raíces machistas y patriarcales, por eso cuando las
autoridades mujeres afectan dertos intereses o disputan espacios
de poder los hombres son implacables contra ellas. Una prueba
de eso son las 291 denundas redbidas entre 2010 y 2015 por la
Asodación de Conce jalas de Bolivia (Acobol)”. De éstas solo 80
llegaron a proceso penal.
O, peor aún, la justicia no es eficiente, ya que de las 68 denun­
das registradas en el Ministerio Público entre de 2012 a 2017,33
fueron rechazadas y 35 estaban en etapa de investigación,
De a poco, ios jugadores comienzan a llegar al estadio de
CJuliana. Dos mujeres jóvenes registran las inscripciones en uno de
los camerinos. Quienes ya cumplieron con ese requisito se sientan
en las sillas de plástico para escuchar las bases del campeonato
que explicará el encargado, a quien le dicen profesor. Durante la
LA FUERZA DEL MIEDO
21

espera, la Alcaldesa, tras haber agilizado la inscripción, se acerca


donde Escobar y Pilco, quienes ya están sentados.
—Me estoy queriendo animar a jugar en el campeonato,
hermano Félix -le dice al corregidor.
— ¿Ah sí, Alcaldesa? Pero tiene que mostrar lo que tiene.
—¿Así nomás es, no? Hay que poner el cuerpo, siempre dicen.
Los tres ríen.
Es evidente que la Alcaldesa sabe que todo el tiempo se mueve
en un territorio de hombres, donde tiene que demostrar sus habi­
lidades y, muchas veces, aunque no le guste, jugar con sus reglas.
Solo así pudo restablecer su Gobierno.
El 10 mayo de 2016, el Tribunal Constitucional falló a favor
de la acción de amparo constitucional interpuesto por Bertha,
con lo que devolvía la institucionalidad al municipio, pero de
nada sirvió porque las protestas continuaron. Luego, el 17 de ese
mes, por faltas a la autoridad judicial durante el proceso penal, el
excandidato de UN y presidente de la cooperativa fueron enviados,
con detención preventiva, al penal de San Pedro de La Paz. Esa
medida enfureció a los manifestantes.
La mañana del cuatro de julio, respaldados por el fallo cons­
titucional, Bertha y los funcionarios públicos quisieron retomar
sus actividades en la Alcaldía. Acompañados de personal de la
Defensoría del Pueblo, Cámara de Diputados y Agamdepaz,
llegaron hasta la puerta de la Alcaldía. Cuando el cerrajero que
contrataron estaba a punto de abrir el candado -para ese entonces
ya habían levantado el muro que tapiaba la puerta-, un tumulto
de gente los rodeó. Este estaba conformado, principalmente, por
mujeres y ancianas que con palos en las manos impidieron cual­
quier acción. Asustada, Bertha subió al coche, que logró alejarse
mientras era apedreado.
Cuando sus acompañantes quisieron hacer lo mismo, las mu­
jeres los retuvieron y los llevaron a la fuerza hacia la iglesia con la
ayuda de los hombres, que esperaban alertas alrededor de la plaza,
muchos, con la cara cubierta con chalinas. En medio de gritos,
detonaciones de petardos y cachorros de dinamita, un asesor de la
TEN ííO OTROS SVTXOS

Gémait de Diputados, el representante de Agam depaz, el cerrajero


y | i «ostente financiera de la com una cam inaron asustados, entre
em pujones. sin saber lo que les pasaría.
La iglesia estaba protegida por varios hom bres, algunos vigi­
laban desde el balcón. A la m edia hora, y gracias a la m ediación
de algunos pobladores, liberaron a la única m ujer, Silvia Alamani
Limachi. Ella salió tem blando, el m iedo h izo que se fuese a La
Paz casi inm ediatam ente.
La retención de las otras tres personas duró tres días. La
protesta ofrecía un canje de los retenidos por la liberación del
presidente de la cooperativa y del candidato de UN.
“Por favor, que suelten a los dos deten idos y que desistan de
los dem ás procesados. Esa señora que haga el desistim iento. Ya
no tenem os la libre expresión”, dijo una joven entre gritos y con
parte de su rostro cubierto a las cámaras de la red B olivisión.
La Alcaldesa estaba a unas cuadras de la protesta a la espera
para dialogar y que liberen a los retenidos. Por recomendación
de la Defensoría del Pueblo no se ordenó la intervención po­
licial para rescatar a las tres personas, porque se temía que la
vigilia respondiera con cachorros de dinamita y se genere un
enfrentamiento.
Al tercer día se dio cuenta que no la llamarían a reunirse hasta
que levantara su denuncia. Esa mañana llegó hasta el juzgado de
Sica Sica, donde se llevaba el juicio, y presentó el memorial de
desistim iento de la denuncia de acoso político contra todos los
acusados.
Al re to m a r a su p u e b lo n o sabía có m o sen tirse, pues de
ahí en adelan te, sin la d em an d a , su seg u rid ad corría peligro.
Se convencía de q u e n o había o tra o p ció n , de q u e estaban en
fuego tres vidas y d e q u e se había estre lla d o c o n tra la pared de
un callejón sin salida.
T ras esa decisió n , las tres p erso n a s fu e ro n liberadas. Las
partes del co n flicto firm aro n un d o c u m e n to d e en ten d im ien to
y te levanto la vigilia. Así, d e a p o co las cosas se regularizaro n ,
pero recién en octubre la A lcaldesa y los funcionarios ingresaron
• la Alcaldía.
LA FUERZA DEL MIEDO
23

Para M onica Paye, presidenta de la Asociación de Concejalas


de La Paz (Acolapaz) -entidad que atiende casos de violencia po­
lítica-, con esa acción quedaron impunes la violencia psicológica
y hostigamiento que sufría la Alcaldesa. Dice que eso demuestra
la enorm e presión social que existe en contra de las mujeres,
principalmente por las fuerzas contrarias de un partido, sea éste
cualquiera que sea, y por las organizaciones sociales. Resalta que
el acoso político y la violencia contra las mujeres no tiene partido
político.
Ya es mediodía y los dos equipos de varones se enfrentan en
la cancha a vista de decenas de personas sentadas en las graderías.
Segura de que el campeonato marcha, la Alcaldesa está al
frente del volante para ir a su reunión prevista con el representante
de la ONU. Su equipo de asesores ya está en la parte trasera del
minibús, solo falta el presidente del Concejo. Antes de venir, Mar­
co Carpió, secretario municipal administrativo, le dijo a Freddy
Escobar que Bertha le espera para ir a la Alcaldía, pero no le hizo
caso. Tampoco le contesta la llamada a la Alcaldesa.
—Uh, no va a venir, estaba bien entretenido -dice Marco.
— ¿Ah, no? -responde Berta y sale del auto.
Vuelve al estadio. Llega a las graderías donde está el presidente
junto a las autoridades indígenas de las comunidades, listos para
festejar con una caja de cerveza su triunfo en el partido inaugural
contra los funcionarios públicos.
—Freddy, ya pues, te estamos esperando. Vos sabías de esta
reunión. Vamos rápido -le dice enérgica.
Él se para y va detrás de la Alcaldesa.

La Alcaldesa viste la casaca siete, un short azul, medias deportivas


blancas y tenis. Estira sus piernas y brazos e ingresa a la cancha.
Va de defensa. Es el segundo tiempo del partido entre las Familias
Unidas y las Patitas Suaves. El marcador está uno a cero a favor
de Patitas Suaves, equipo en el que juega.
TE N G O OTROS SUEÑOS

La reglamentaria del estadio se dividió en dos, y ahora


ae disputan dos partidlos sim ultáneos de futsal de damas. Son las
tres de b s tarde y las delanteras de Patitas Suaves atacan la arquería
contraria. Bertha está atenta a todos los m ovim ientos.
La Bertha de ahora es otra a la de 2016, más segura, más
tranquila y, principalmente, sin m iedo.
—Es muy valiente. En esa situación, yo tiraba la toalla y decía:
“Basta, me voy". Por sus sueños ella sigue pensando en apoyar a
la población, sigue trabajando, -m e dijo M arco hace un momento
sobre di conflicto que atravesó.
El, antes de ser secretario m unicipal administrativo, era el
responsable de telecentros durante el inicio de la vigilia. Cuando
iba a las escuelas de las comunidades, las cuales por el problema
de la planimetría se enfrentaron entre ellas, los padres de familia
que pertenecían al cantón de Ichuraya C hico les reclamaban su
apoyo a Collana y allá le hacían el m ism o reclamo. Por eso decidió
alejarse por un tiem po de la municipalidad, para no estar entre la
espada y la pared.
Marco recuerda que Bertha, a quien conoce desde la univer­
sidad, estaba muy afectada durante la vigilia, con mucho temor y
siempre alerta. Cree que aguantó toda la presión por lograr sus
metas y por no hacer quedar mal a su familia ni a su comunidad.
También piensa que el conflicto político llegó hasta ese punto
porque Collana aún carga una cultura machista que no concibe
que una mujer encabece un municipio.
—Si hubiera estado a la cabeza un hombre, no hubiera pasado
eso, siendo realistas.
Los obstáculos que tienen que lidiar las mujeres autoridades
son muy diferentes a los de los hombres. Además de superar los
inconvenientes propios de la gestión, ellas deben demostrar que
pueden hacerlo y que no son exclusivas solo para las tareas caseras.
Boiivia dio avances importantes para garantizar la participa­
ción de la mujer en ámbitos políticos. La Constitución Política
del Estado (CPE) garantiza participación igualitaria de mujeres
y hombres en las instancias deliberativas del Gobierno central.
LA FUERZA DEL M IEDO

G obernación y municipios. Gracias a eso, -según la ONU M u­


jeres- es el segundo país en el mundo, después de Ruanda, que
tiene una Asamblea Legislativa con equidad de género, con un
50,6 p or ciento. Así también, el 51 por ciento de las concejabas
son ocupadas por mujeres. Pero no sucede lo mismo con otros
cargos de más poder; por ejemplo, solo 28 de 339 municipios
son liderados por mujeres, de las 20 carteras ministeriales solo
hay cuatro ministras, y, peor aún, ni un solo departam ento es
gobernado por mujeres.
E n un contexto como éste las mujeres que llegan al poder son
evaluadas y juzgadas constantemente y la discriminación en razón
de género la sienten con más fuerza.
Bertha lo sabe muy bien. La protesta que vivió fue un proceso
difícil de superar.
Pero lo sucedido no solo sirvió para que las comunidades
despierten de su apatía política -M arco dice que anteriormente
las comunidades no debatían y solo levantaban las manos-, sino
también para que Bertha se haga más fuerte.
—Tenía temor en ese entonces. Ahora cuando recuerdo digo:
Tantas cosas que han pasado me han enseñado a ser muy fuerte,
yo creo. M e ha fortalecido más -m e dijo hace un momento.
Tal vez superar el asalto que sufrió en noviembre de 2016 fue
uno de los motivos que la fortaleció.
U na noche, a dos cuadras de la casa de sus papas en la zona
de Ventilla, carretera El Alto-Oruro, dos tipos con el rostro cu­
bierto la rodearon y la golpearon en su estómago. Le robaron sus
celulares y un flash memory con material personal y del municipio.
N o pudo denunciar porque cuando iba al módulo policial
éste estaba cerrado. Decidió no contar nada a sus padres, sino
meses después, por no preocuparlos aún más, solo sabía su cuñado
porque la vio llegar golpeada. N o sabe si relacionar ese hecho con
las amenazas que ha recibido ese año, pues El Alto es una ciudad
con altos niveles de inseguridad ciudadana.
Por mucho tiempo no pudo hablar de ese episodio, que le ha
dejado secuelas; por los golpes le duele la matriz. “Ya hablo con
TE N G O OTROS SUEÑOS

tranquilidad de eso, pero no camino de noche, sino es con auto,


sola ya no -m e dirá m is tarde-. Solo D ios sabe qué ha pasado, sí
realmente fueron ellos (los que le amenazaban) que m e mandaron
a golpear”.
Él partido continúa con el mismo marcador. D esde las gra­
derías, le echan porras.
—Eso Alcaldesa, bien que ha entrado a jugar -le dice un
coquinario.
—¡Ay! Si ni he tocado el balón —le contesta desde la cancha.
Pese a ello, está contenta porque desde que asumió el cargo
no había vuelto a jugar este deporte que hasta antes practicaba
semanalmente junto a sus dos hermanas.
Ella es consciente de todas las presiones que vive cotidiana­
mente porque, si bien la vigilia se levantó, la actitud hostil contra
ella continuó en 2017. El Concejo Municipal se alió con las nuevas
autoridades cívicas de esa gestión, y juntos cuestionaban todas las
acciones de la Alcaldesa. P or eso no se pudo concretar la construc­
ción de dos puentes, que espera este año se logre, y solo se llegó
a ejecutar el 60 por ciento del presupuesto anual.
Pero después de todo lo que vivió, Bertha ya no era la misma
joven autoridad que tenía miedo a las presiones y amenazas en
2016.
En varias oportunidades, el Concejo y las autoridades cívicas
le decían que no les provocara.
—Cuidado nomás, com o el año pasado vamos a cerrar la
Alcaldía -le dijo una autoridad en una reunión.
—¿A ver, que me cierren? N o importa, yo les acompaño a
hacer la vigilia -le contestó.
Por ese tipo de respuestas la llaman cueruda, porque dicen
que ya no siente nada.
El árbitro toca el pito. Ganó Patitas Suaves dos a una. Tras el
festejo, la Alcaldesa va hacia el auto para cambiarse.
Me cuenta que este año se animó por estudiar Derecho, su
segunda carrera, durante las noches y los sábados. H a decidido
dedicarse tiempo a ella, porque ios años anteriores solo se ocupó
íntegramente del municipio y siente que no invirtió tiempo para sí.
LA FUERZA DEL MIEDO
27

Su plan es ejercer como docente. Le parece que el ámbito


educativo es un punto a atacar para eliminar la violencia con­
tra la mujer y, dice, que también es una prioridad dentro de su
gobierno.
—¿A qué se dedicará cuando termine su gestión?
—Soy de las personas que se arriesga, en el momento que he
tenido miedo fue cuando aquí me han tapiado la Alcaldía, pero
ya pasó. Ahora estoy fortalecida. Si el día de mañana tengo que
ser alguna autoridad más superior, métale, voy a estar nomas ahí;
si tengo que ser otra autoridad menor, igual donde sea, no hay
distinción.
Tras colocarse la pollera, la manta y su sombrero de chola,
regresa al estadio para ver que todo fluya en la cancha.
La búsqueda

“H e fracasado, 1 1 0 bolivianos nomds


be ganado m cuatro días”.
Eugenia Condori Chura

Eugenia Condori Chura viste como ayer: chompa delgada azul,


falda gruesa morada, tipo pollera, y sombrero pescador de jean.
Calza su único par de zapatos y no acostumbra usar calcetines. A
sus pies está Daniela, su hija de año y medio que juega sentada en
el suelo con una botella de refresco. Espera a una señora que le
ofreció trabajo como empleada doméstica, trabajo que busca desde
que emigró de Pajchani Grande, comunidad aymara del municipio
de Achacachi, a la ciudad de El Alto hace ocho días.
Es una mañana de lunes de agosto de 2015. Estamos en la
plaza Juana Azurduy de Padilla de Villa Dolores, en El Alto. Para
que la espera sea más productiva, hace llamadas a otras posibles
ofertas laborales.
La respuesta de esa señora fue la primera afirmativa que
escuchó en esta semana, y le hizo recuperar la esperanza que con
tantas negativas se había esfumado de su mente. Esa esperanza
quizás era la misma con la que partió hace dos domingos de
su pueblo para buscar empleo en la urbe como trabajadora del

129|
TENG O OTROS SUEÑOS
US

Hogar con un pago de al m enos 1.500 bolivianos, m onto menor


a un salario mínimo.
Era consciente de las ofertas laborales a las que ella podía
acceder. Entró a la escuela a los 10 años, porque antes ayudaba a
su mamá a arrear el ganado -actividad com ún entre las niñas del
campo-. Abandonó sus estudios a sus 16 años, cuando le tocaba
cursar el sexto de primaria, luego de dar a luz a su hija. Lo hizo
para que su mamá no gastara dinero en la compra de leche extra
que la reden nacida tomaría en su ausenda. Por su baja fbrmadón
académica y su poca experienda laboral podría trabajar de emplea­
da doméstica, niñera, vendedora, ayudante de cocina o lavandera.
La mayoría de las jóvenes indígenas en Bolivia que migran a
las ciudades, al igual que sucede en otros países latinoamericanos,
se dedican o al servido dom éstico, en muchos casos cama adentro,
o al cornado informal, que abunda en El Alto.
El día que Eugenia abandonó su pueblo, viajó con 500 bolivia­
nos en su billetera rosada, una bolsa grande con poca ropa para ella
y su bija, dos frazadas y documentos. Olvidó el biberón de Daniela
por la premura de salir de su casa, de la cual -d ic e - quería huir.
Huir de las carendas, de las incomodidades y, principalmente, de
los maltratos de su madre. También huir de los comentarios de sus
vednos que la criticaban por estar separada del padre de su hija.
—La gente me hablaba huevadas. Por miedo me he venido
aquí. Le insultaban a mi mamá. “Mujer separada, ¿qué cosa es
pues?", le decían de mí -m e contó hace algunos días.
Cuando tenía 14 años se fue a convivir con su enamorado,
cuando ambos eran aún adolescentes, práctica usual en el área
rural. Después de estar juntos un tiempo, quedó embarazada. A
sus cuatro meses de gestadón, ella y su concubino viajaron a El
Alto con esperanza de hallar un mejor futuro. Pero allá, su pareja
conoció a otra muchacha y la abandonó. Al verse sola retomó a
su comunidad, donde debía compartir la pequeña morada con sus
Hermanos menores y padres, que también la cuestionaban por ser
madre soltera.
Su familia es numerosa y de escasos recursos. Muchos de sus
hermanos mayores también migraron a otros puntos del país y a
LA BUSQUEDA
31

Brasil —tercer destino donde más emigran los bolivianos—,porque


en su poblado, esencialmente agrícola, no encontraron trabajo.
Esa situación vive la mayoría de los jóvenes del altiplano, quienes
prefieren desplazarse a lugares desconocidos y muchas veces hos­
tiles en busca de una mejor vida.
Eugenia llama nuevamente a la señora para preguntarle si está
cerca. La espera ya lleva dos horas. Su interlocutora le dice que
en una hora más llegará.
Aprovechamos para ir a almorzar a un puesto callejero cerca­
no. Esta mañana solo desayunó café. Elige fricasé porque le hace
recuerdo a su infancia y a su madre, a quien, si bien no quiere
estar, la extraña.
—“Ya”, me va a decir esa señora, mi corazón me dice -come
con la mano un pedazo de cerdo del fricasé y otro le da a Daniela,
quien se entretiene con la carne.
Esa inocencia y el rubor de su rostro a causa del calor me
recuerda que tiene 18 años -e n unos días cumplirá 19-. Aveces
me parece adulta, tal vez sea por la apariencia que le da su cuerpo
grueso, o la seriedad con la que habla, o la responsabilidad que
carga al ser madre soltera, o la preocupación en sus ojos, o todos
los aspectos juntos.
Pocas veces tengo presente su edad, la primera vez fue hace unos
días, cuando estábamos sentadas en esta misma plaza. Acabábamos
de comprar, con 24 bolivianos, la información de seis ofertas labo­
rales en las agencias comerciales que están alrededor. Los empleos
escogidos fueron: niñera, empleada múltiple, para atención de un
baño, vendedora y para embolsar discos compactos. Con nervios
propios de su edad inició las llamadas desde mi teléfono móvil.
El estudio “Migración y educación” del Programa de Inves­
tigación Estratégica (PIEB) explica que las personas que llegan
con mayor frecuencia a las urbes de Bolivia son jóvenes y mujeres
indígenas, cuya lengua madre es originaria. Precisamente Eugenia
es aymara y habla castellano con cierta dificultad. Este último
aspecto influyó para que no tenga éxito en el primer intento.
—Buenas tardes, llamo por el trabajo -dijo cerrando los ojos
con fuerza.
TE N G O OTROS SUEÑOS

—¿Para embolsar CD? -contestó una m ujer al otro lado de


la línea.
—Sí,
—Es para señoritas.
—Señora, yo tengo mi wawita.
—Los bebés lloran mucho, no dejan trabajar.
—¡Ah! Ya señora. Gracias.
Al colgar la llamada, Daniela -sentada en las piernas de su
mamá- se inquietó y lloró.
—Yes, así dicen: “Los bebés lloran” -le reclamó mientras la
tranquilizaba. Minutos más tarde, la niña se entretuvo con la bolsa
de chizitos, su comida alterna a la leche materna. Hasta ese día,
Daniela estaba descalza.
Del resto de los empleos, el núm ero de teléfono de referencia
de uno estaba apagado; en el otro, no contestaron; el tercero, ya
estaba ocupado; en el cuarto, la rechazaron por su niña; y en el
quinto, la citaron a las tres y media de la tarde en un edificio de la
Ceja. Era de una fábrica de leche y café, al menos eso decía en el
anuncio. Prometía una paga de 700 bolivianos semanales.
Se trataba de una de esas propuestas que sobran en El Alto.
Consistía en que las personas debían com prar el producto a precio
de docena, venderlo por un costo más alto y ganar del excedente.
La mayoría de las casi 30 personas que llegó esperanzada de ob­
tener un empleo fijo se retiró molesta y decepcionada.
Después de esa pérdida de tiempo, Eugenia recorrió algunas
calles de Villa Dolores. En una tienda de cotillones de la calle
Cuatro consultó sobre el aviso: “Se necesita vendedora con o sin
experiencia". El dueño, delgado y moreno, la vio de pies a la cabeza.
— ¿Cuántos años dcnes?
—Dieciocho.
—No, eres muy mayor, más joven estoy buscando para ma­
nejar esto -contestó sin terminar de oír la respuesta.
Era su quinto día en la dudad y aún no había ganado nada de
dinero De sus 500 bolivianos, entre ios gastos de alojamiento -por
cada noche pagaba 40 bolivianos-, alimentación y pañales, solo le
quedaban 60 bolivianos, menos de 10 dólares. Era poco probable
LA BUSQUEDA
33

que el fin de semana consiguiera trabajo fijo con casa incluida,


como era su objetivo.
Tras un fracaso más, al finalizar la tarde llegamos a la Dirección
de Asuntos Generacionales del Gobierno Autónomo Municipal
de El Alto (GAMEA) para preguntar por algún albergue. La titular
de esta repartición y la directora de Género nos explicaron que
los únicos albergues municipales son los itinerantes para personas
en situación de calle y que es peligroso llevar a una joven ahí; sin
embargo, gestionaron que la Fundación Munasim Kullakita -obra
social de la Diócesis de El Alto, que acoge a adolescentes víctimas
de violencia sexual comercial y maltrato- la cobijara durante el
fin de semana.
Así fue que ese lugar no solo le significó un cobijo, sino que
durante dos días se despreocupó de los gastos de dinero y com­
partió con chicas de su edad. Al menos por unos días volvió a vivir
su adolescencia, pero esta mañana nuevamente actúa como adulta.
Pagamos la comida y volvemos al punto de encuentro. Recibe
la llamada de la señora, quien le dice que no pudo llegar a la cita
acordada y que el próximo lunes le volviera a llamar.
Mientras se para, carga a su hija y me dice que crucemos al
frente para conseguir más ofertas laborales.

Cuando conocí Eugenia, ella veía los coloridos letreros de oferta


de trabajo expuestos en un panel al frente de la plaza Juana Azur-
duy de Padilla. Había llegado hada cuatro días a la ciudad y era
su tercer día de búsqueda de empleo.
Después de nuestro primer encuentro, se le acercó un hombre
ofredéndole trabajo como vendedora de una tienda que quedaba
-le dijo- a 30 minutos del lugar.
N o le importó que tenga una niña, como a todos los otros
empleadores que la rechazaron.
—Vamos, yo te voy a dar trabajo. Es una tienda. Le vas a
ayudar a mi esposa a hacer tucumanas -le dijo un hombre de unos
40 años.
TENGO OTEOS SUEÑOS

incorporan a actividades informales -vendedores ambulantes,


choferes, trabajadores a domicilio, cargadores, etcétera—;5 8, al
sector de construcción, y apenas dos hallan trabajo formal.
La prim era noche que se fue a vivir a la casa de su nuevo
em pleador, Eugenia colocó con tem or su equipaje sobre una de
las dos camas separadas por un mueble. La vivienda se resumía a
una pieza de tres p o r cuatro m etros con las paredes cubiertas con
postees de la cantante Selena G óm ez, más similar a la habitación
de una adolescente que a la de un cincuentón. La cocinilla estaba
en una esquina y el baño, que no tenía ducha, quedaba en el patio
y se io com partía con los vecinos.
D on Juan es vendedor am bulante hace tres semanas, desde
que llegó del m unicipio rural Caranavi donde fue a cosechar cua­
tro meses en las plantaciones de café y coca. Com o ya no quiere
trabajar com o m esero en restaurantes, porque ganaba cinco boli­
vianos p or cada 100 ganados por los dueños, emprendió su propio
negocio de com erciante y decidió contratar a una “cholita” para
abarcar más zonas.
La labor de Eugenia iniciaba a las siete y media de la mañana,
hora de salida de la casa ubicada en Alto Lima hasta las diversas
ferias de la zona Ballivián, Río Seco y San Roque. Trabajaba hasta
las cinco de la tarde. E ntre su casa y esos dos últimos sitios debía
cam inar dos horas em pujando el carro, tipo carretilla, con 40
bolsas de gomitas. Ese tiem po le era eterno por el peso de su hija,
a quien cargaba en su espalda. P or eso, hoy, su último día laboral,
está exhausta y con ampollas en las plantas de sus pies.
— H e fracasado, 170 bolivianos nomás he ganado en cuatro
días -m e dice sobre su paga, mientras esperamos clientes a la
vuelta, en el sector de venta de llantas en la feria.
Esta jomada apenas vendió un valor de 60 bolivianos, de los
cuales 20 serán para ella. Al igual que el día anterior, d o n ju án le
dará más del 25 por ciento.
— ¿Ahora qué harás?
—Voy a dejar el trabajo. Además, todas estas noches no he
podido dorm ir bien. Con un ojo abierto siempre duerm o —se
siente incómoda por com partir el mismo cuarto con un hombre
LA BÚSQUEDA 37

extraño, pese a que don Juan siempre fue respetuoso e inclusive


amable. Hace unos días le regaló un celular usado y el biberón
que ahora tiene Daniela.
Pero para sentirse más segura, mañana retomará a su búsqueda
y pasará la noche nuevamente en un alojamiento. También decidió
dejar de probar la suerte en labores urbanas de la ruidosa ciudad
de El Alto y explorar en las actividades agrícolas de Jupapina de
La Paz.

Eugenia camina rápido. En su espalda carga a Daniela que duerme


envuelta en un colorido aguayo. Buena falta le hace dormir, por la
fiebre de anoche apenas concilio el sueño en la madrugada cuando
su mamá le bañó el cuello con su orín, antiguo remedio casero.
Son las 10:30 de la mañana de un martes de septiembre.
Mientras subimos por la avenida principal de Jupapina, barrio de
la zona Sur de La Paz, confía que esta vez su suerte cambiará y
conseguirá trabajo fijo.
El sol está sobre nosotras y no hay sombra dónde cubrirse; a
pesar de ello, al peso de su hija y su desvelada noche, camina sin
parar. Su objetivo es trabajar en alguna de las chacras de Río Abajo
y al menos ganar 60 bolivianos, poco más de ocho dólares, al día.
Es la primera vez que viene a Jupapina, barrio recién urbani­
zado y, esencialmente, agrícola. Está segura que esta vez hallará
empleo que le aceptará con su bebé y que incluya un cuarto para
vivir. Así trabajó su papá algún tiempo acá. Los cerros a su izquier­
da, que le recuerdan a su pueblo, le dan buena señal.
Dejó hace dos horas y media su alojamiento eventual, en
la Ceja de El Alto, donde pasó la noche. No desayunó porque
prefiere ahorrar el poco dinero ganado. Para ella no desayunar
es una verdadera tortura, disfruta hacerlo y le gusta toda comida.
Cuando está frente de, por ejemplo, un chocolate con leche y
una empanada con queso se abstrae para degustar cada bocado y
no habla mucho, menos de los problemas que le ocasionan el no
tener una casa y estar sola en la ciudad. Además, requiere buena
TENG O OTROS SUEÑOS
40

—Vamos al río -ro m p e el silencio después de una ruidosa ex­


halación de aire. Se levanta de u n brinco y abordamos un minibús.
Adentro, intenta mostrarse tranquila, aunque su mirada nerviosa
la traiciona.
Más rápido de lo esperado llegamos al puente de Lipari, donde
-n o s indican- debemos bajar. Ya en la calle, acomoda a Daniela
en su aguayo y con un m ovim iento exacto la lleva desde el suelo
hasta su espalda. Cam inam os en dirección contraria al río. Frente
a nosotras se extienden varias hectáreas verdes.
E n la prim era chacra están M arco y Gloria, quienes le expli­
can que ellos solo alquilan el terreno a productores, que son los
que contratan gente en actividades agrícolas. Pero, le informan
que ellos requieren una empleada doméstica para medio tiempo.
G loria le explica que su casa está en E l Alto y que atendería a
cuatro personas. También le dice que podrían considerar incluir un
cuarto donde viva, pero que deben hacer cuentas. Marco expresa
su preocupación de que ella no tenga parientes en El Alto que
sean sus garantes. Le sugiere preguntar por trabajo acá y le dice
que si no encuentra, les llame. Intercambian números telefónicos
y se despiden.
C on eso, vuelve a sonreír y camina repitiendo las palabras
de M arco.
Las tierras productivas de toda la zona periurbana de Río
Abajo son, cada vez más, amenazadas por la expansión urbana.
Y la mayoría de las chacras de Jupapina son alquiladas por los
productores a los dueños y su tamaño no llega a una hectárea.
D esde la movilidad se veía que en la mayoría de las huertas
estaban mujeres a cargo, y lo mismo sucede en este sector, La
Fundación T ierra explica que la pequeña agricultura comunita­
ria en el país tiende a quedar, sistemáticamente, en manos de las
mujeres, debido a la migración de los hombres. Esta situación
va acompañada del aum ento en la cantidad de hogares rurales
con jefes de hogar mujeres, por lo que sugiere la feminización
del sector rural.
Llegamos al inicio de la chacra de flores donde un niño de dos
años juega con un automóvil de policía de juguete. Adentro están
LA BUSQUEDA
41

doña M ery y la mamá del niño concentradas en sacar las hierbas


malas entre los surcos de las aleluyas.
—Buenas tardes, estoy buscando trabajo -grita Eugenia.
—Entrate pues, pero pata pila -le contesta doña Mery y se ríe.
Deja su labor y se acerca a nosotras. Es aymara, morena, viste po­
llera y una chompa rosada. Está descalza. Nos saluda y le pregunta
a Eugenia de dónde es y qué experiencia tiene. Ella le contesta
con palabras cortas. Doña Mery le dice que necesita ayuda durante
tres días para desyerbar y luego cosechar las aleluyas, que serán
vendidas en el mercado Rodríguez del centro paceño. Le indica
que puede empezar ahora mismo y que hoy solo le pagará media
jomada del honorario diario que es de 50 bolivianos.
—Pero nos dijeron 60 —le digo.
—Sí, al que sabe 60, al que no sabe 50. A mediodía más aten­
demos (con comida). Cuando aprenda ya puede ganar eso, pero su
wawita también puede llorar -contesta con voz serena. Además,
ofrece alojarla en su casa por estos días.
—Ya. Está bien -acepta Eugenia. Con prisa sale del sembradío
y tiende el aguayo en la tierra a la sombra de un enorme sauce
llorón que bordea el río y deja sentada a su hija cerca del niño. Se
saca sus zapatos e ingresa al medio de las flores recién crecidas.
Daniela intenta llorar, pero se distrae con el auto de juguete y ríe
a carcajadas al ver las sombras de los árboles.
Eugenia saca con la picota las hierbas mientras conversa en
aymara con las señoras, que se ofrecen a presentarla a otras agri-
cultoras. Ahora su rostro está sereno, quizás sea por la energía y
el color de las flores que la rodean o porque está entre mujeres
o saber que al menos por tres días tendrá un sueldo fijo y lugar
donde dormir o por todos los aspectos juntos.1

1 En enero de 2016, Eugenia se fue a trabajar a una comunidad de Oruro,


frontera con Chile, como ayudante de cocina.
TENCiO OTROS SUEÑOS

alimentación porque aún amamanta a Daniela, quien -según el


médico- esté desnutrida.
Antes de subir a la movilidad que nos trajo desde la zona de
Obrajes, vertió el contenido de dos bolsitas de yogurts de cincuenta
centavos en el biberón de su hija y ella devoró una empanada para
darse tuerza para la caminata que nos espera.
1Vas dos cuadras recorridas, llegamos a una tienda de variedad
de plantilles. Eugenia con timidez y voz baja pregunta a un joven
por empleo. El la mira fijamente por irnos segundos y le dice que
su suegra tal vez requiera gente para laborar en su chacra dentro
de unas semanas. Le pide el número de su teléfono móvil para
contactarla; ella le dicta y se despide.
Continuamos con la caminata y, ahora, pregunta adonde puede
ir a buscar trabajo a una señora sentada en la acera.
—t orno tienes wawa es difícil que encuentres -le dice después
de mirarla con desconfianza.
—Por si acaso conoces a la Regina o la Claudia. Mi papá
trabajaba con ellas.
—Ah, sí. La Claudia vive cuatro cuadras arriba y creo que
estaba buscando gente para que le ayude -le contesta la señora,
más amable que al inicio.
Jupapina alberga a productores que migraron de otros lugares
del país, principalmente del altiplano y de los Yungas de La Paz.
Acá se dedican a cultivar flores y verduras que comercializan en
la dudad.
Subimos tres cuadras por la calle principal. En la esquina
encontramos a Flora —mujer de unos 40 años, vestida con po­
lle ra - que dice q u e subirá a la escuela que queda fíente a la casa
qu e buscam os. Caminamos juntas y afirma que conoce al padre
de Eugenia.
—Creo que está trabajando en una de las chacras de Claudia
-comenta.
—Ahí no quiero trabajar. No me llevo bien con mi papá, por
eso me he venido de mi pueblo. Si me encuentro con él, me va
a decir ‘vámonos*, me va arrastrar. Mi mamá es mala -responde,
como si la niña asustada escondida emergiera de su interior.
LA BÚSQUEDA 39

Flora trata de tranquilizarla y le aconseja que alquile un cuarto.


Le orienta sobre la faena agrícola y le dice que el campo es crudo
para los niños. Eugenia le explica que planea dejar a Daniela en
una guardería municipal una vez se estabilice.
Llegamos al frente de la casa señalada. Flora entra en la es­
cuela y nosotras cruzamos. Tocamos la puerta y aprovechamos
para descansar en la sombra que ya ocupa más espacio que hace
un rato. Volvemos a tocar, pero nadie abre.
Eugenia me cuenta que cuando su hermano de 15 años tra­
bajó en las plantaciones de este lugar su jomada laboral era de 10
horas. Al rato, Flora se acerca con una amiga suya. Ambas están
preocupadas.
—Tengo un cuarto vacío donde va a ser la cocina. Recién han
terminado de trabajarlo. Le voy a preguntar a mi esposo si te pue­
des quedar ahí. Dame tu número —le dice Flora-. Bajá tres cuadras
más abajo, ahí búscala a doña Vilma, creo que necesita empleados.
Tras despedimos, emprendemos el descenso. Eugenia baja
confiada en que la búsqueda está por terminar. Mientras habla del
posible empleo, por su lado pasa trotando un extranjero. A su paso,
ella gira el brazo como para lanzar una pelota y hace el ademán
de darle un puñetazo en la espalda. Nos reímos.
En la casa señalada le aconsejan que baje a la altura del río
Irpavi, a l5 minutos de distancia en movilidad, porque allí están
los agricultores. Parece una búsqueda de nunca concluir.
Se sienta en una pequeña tarima sobre la acera, descarga a
Daniela, aún dormida, y la sostiene con sus brazos.
—¿Ahora qué quieres hacer?
Se queda en silencio y con la mirada perdida en los cerros. De
pronto, su rostro es invadido por una amargura que hasta ahora
no había visto en ella.
Tal vez piensa que su última oportunidad de conseguir tra­
bajo seguro está por fracasar. Quizás recuerda todas las veces
que le dijeron que no o que la señora que le ofrecía ocuparla
como trabajadora del hogar no le volvió a contestar la llamada
o piensa en que si no encuentra nada, pronto tendrá que volver
a su vida D asada.
La mujer del espejo

“Luna es mi nombre y así quiero que me llamen...


Tengo los mismos derechos como tú que eres mujer,
porque soy mujer*.
Luna Sharlottc H um érez Aquino

En su niñez Luna solía usar ropa de varón y jugar fútbol con su


hermano menor, pero también se colocaba la manta y el sombrero
de chola de su abuela frente al espejo. Cuando su abuela le sor­
prendía y quería arrebatarle de un jalón esos accesorios femeninos,
su tía le decía: “Déjale mamá, es niño, está jugando”. La abuela
se detenía, aunque no dejaba de reñir a su nieto. A Luna, en ese
entonces, le llamaban Rudy Cristian y comprendía que la niña del
espejo solo debía quedarse allí, en el espejo.

Mientras sus dedos trozan el ala de pollo al spiedo, Luna Shar-


lotte Humérez Aquino dice que la comida en esta rosticería no es
tan mala y que lo único malo es la atención. Hace unos minutos,
cuando hacíamos el pedido, la cajera -de unos 30 años, vestida
con manta y pollera- no disimuló su disgusto por la presencia de
Luna y de Estefanía. Ellas son mujeres transexuales, ambas desde
su niñez supieron que estaban en d cuerpo equivocado, D cmI c s i
adolescencia lo modifkaroci de i poco y ahora basen como muyere»,
actúan como mujeres, se sienten muyeres, son muyeres.
Son las tres de la tarde de septiembre de 2016. Pifamos ea
una pequeña roshcería de pollos al espiado, de esas que ritn tw
la comida en las aceras de ta zona de Villa Dolores de la ciudad
de El Alto; de esas donde el ruido del motor d écim o dd boma
al espiedo se funde con las bocinas de loa automóviles que ateana
las calles alienas y con el elevado volumen dd td c v a o ^ y É a s i
donde la grasa ae impregna en la ropa de loa comensales.
Luna tiene 26 años, cabello largo color oro que con traía coa
su piel morena, ojos cafés oscuros custodiado» por pestañas posti­
zas. Su naturaleza es ser lampiña, por eso n o mma horm onas para
detener el crecimiento de su vello facial. Pero boy, a dtfrrcncta de
otros días, tiene un leve rastro en la barbilla y «obre aua labsos royos
que solo es visible si se la mira con detenimientDu El m ao de flavos
es algo agudo. Su cuerpo delgado viste una chom pa blanca cao d
cu ello alto doblado a la altura de los hom bros que le entallan se
busto y cintura; un jean ajustado le forma sus caderas fem eninas
Es raro verla tan abrigada, usualm ente usa blusas escoradas para
lucir sus senos que tanto le costaron tener.
A diferencia de su am iga, la voz de Estefanía es más grave,
pero ella la agudiza. Su cuerpo robusto viste más osado: blusa
cuadriculada con un escote al estilo Kim Kardashsan y una cafaa
fucsia, prendas que la hacen llam ativa. T ien e 28 años y d cabello
lacio oscuro, que para com er se lo sujetó en una coleta. Ella nació
en Santa C ruz, oriente boliviano, de donde m igró a los 18 años,
prim ero a Cochabamba y luego a El A lto, ciudad de La Paz, donde
reside actualm ente, al igual que Luna.
Durante el almuerzo, ambas evocan la incomodidad que
sienten cuando en lugares públicos son bombardeadas por miradas
curiosas y com entarios juzgantes. “Mira a ese hombre vestido de
mujer”, “¿Esa es en una trava, no?”, “¿Es gay o es trans?”, “¿Eso
es chica o chico?*’, “Mira a ese marica”, “Mariquita, maricón”,
son algunas de las frases que escucharon los últimos 10 años de
sus vidas.
í *tiMWÍÜtl tmtpr*
41

dr mnifriraanria Amm f*>aétm, ém abm áe*pm\ dd dbr é l


chmft.de a poco conviriidaBCTBarpoaNsadMoai nao dómam e
oam meten», párpado»? bhm» msqaÉbdm, y wmmformada»con
rHmajm!biaparitaci»ari «a» verdadero draamshocdMMMtd»
«rr hnoafarroimiycr \«tn trm* n y » y w dbi, a » iw i» b t» fc m
ár Km «mugf. pero U» conmmrjK» (omo ara S» tw tm tw o n o
pamba dmapafcÜd».
meé» mirando camiw5", le dnr • «tomen b penan»
“t i fue icnri gao» labrad—.. ir asmirt y j i i f í f —ni rimará»
Alterad» por d —cnerdo» « d i w poco d t jppp p w anm pü-
—n e-. ^¡b«m g n tttfm ira (roten a« Alpim momento narpwtt»
mr «I cernió d» ataadán peso m hnen temido, tampoco que m
están hartando»
—fle to p e o r n « b c tib m iíi. “¿Naneaha»vana»nanai
en m v id » ? .y o la » d fo -im cm cix E m b a b coaen tana cao*
cd b , t tiempo de pasmar con el tenedor ene pape frieh. Hay
ano» «pie te boconean- “Miro n tt cuenco de mninta. ddbm»
morirte*, dicen.
Enm procesodecanetnacdáo nomo matera» qra daré, mém~
notamente,alrcdedm de ánooaáo», faetón «asno» lo» aMaaaaai»
incómodo», que pararon » formar pene de «e coodbraadsd.
Romper con b estructuro btnana de hombre y m nciw con­
vierte en un demento m nipeior mndbo n b en ene «medid
como I» boliviana, donde loe jóvenes aon «Migado» • ir al cúmel
militar o, el menos, a cumplir con el nervino prcmünar per»
convertirse en verdadero» hombre», o donde enandb a $01 aüb
<p»c Botan» padre» ie dice»: “Macho, macho No lora» ¿acanta»
mariquita? Solo la» natía» floran"; o en en pab donde el prandtm»
Evo Morales croe que h» hormona» en loe podos cansan edeavi»-
« W en el ser dd hombre.
En Botería, hnaraceptro de Ira idcmidedkatrtnagdir mi que
agrupan a tn n ir ro ila , tromftjrmnMi, a n ta » y otm > raeién
fueron utilizados desde los años noventa del siglo XX. Antes, a
todas éstas se las conocía como maricas u homosexuales y su cons­
trucción identitaria se diferencia a través de la ropa y del cuerpo,
explica David Aruquipa, activista por los derechos humanos y
transformista.
Dentto de estas identidades están las y los transexuales, que
son aquellas personas que no se identifican con su sexo genético,
por lo que construyen su cuerpo deseado. Ese cambio puede
ser por medio de la vestimenta, tratamientos hormonales o in­
tervenciones quirúrgicas -sin que sea necesario la reasignación
genital- o todos juntos. Esta transformación no está relacionada
con la orientación sexual y, en la mayoría de los casos, dura años.
En ese proceso los géneros masculinos y femeninos se combinan
o encuentran entre ellos.
44Es incomprensible romper una estructura binaria, ni ima­
ginarte una mujer con pene o un hombre con vagina, pero eso es
real en las corporalidades en nuestro país y van a seguir existiendo,
porque las están reivindicando como tal”, dice David, también
conocido como Danna Galán, quien escribió el libro La China
Morena: Memoria Histérica Travestí.
En su investigación reconstruye la participación de travestís y
homosexuales en la fiesta del Gran Poder, principal entrada folcló­
rica de La Paz., en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX.
Revela que las travestís fueron las que crearon el personaje de la
china morena, figura emblemática y sensual de la danza morenada,
que en la actualidad es representada por mujeres.
“Imagínate ver a las maricas saliendo por las fiestas populares,
por los lugares más transitados, todas travestidas: con esponjas
o apretadas con corsés. Era un desafío al poder decir ‘nosotras
no vamos a seguir sus cánones de masculinidad porque tenemos
nuestra propia construcción1”*.
Pasaron 50 años de aquellas prim eras apariciones públicas
y actualm ente todavía las travestís y transexuales son mal vis­
tas. Estas, al igual que el resto de la comunidad TLGB (Trans,
lesbianas, gays y bisexuales), son discriminadas y no ejercen sus
LA MUJER DEL B P E /O 47

derechos plenam ente. Es más, muchas veces su integridad física


corre riesgo.
Eso lo saben bien Luna y Estefanía. U na noche en la que
Luna aún estaba en transición, ella y su amiga, quien ya había
completado su transformación física años antes, ataviadas con sexis
y coloridas prendas femeninas fueron a Infinito, una discoteca de
la Ceja de El Alto. Allí bailaron y bebieron. A las dos de la ma­
ñana salieron rum bo a sus casas. Del mismo lugar, dos tipos, que
se dieron cuentan de la identidad de las muchachas, llegaron a su
encuentro. U no de ellos sujetó a Estefanía del cuello y cabellos,
y con la ayuda de su amigo la golpeó mientras ambos gritaban
“maricones de m ierda”. Las patadas no duraron porque Luna,
que logró escapar, encontró, a unos metros, adoquines sueltos y
amenazó a sus agresores. Ellos se detuvieron, mas seguían cerca.
“Déjenlos maricones, cómo van a pegar a dos mujeres”, se escuchó
el grito de una señora, que llegó a la pasarela de la esquina. Recién
los dos hombres se marcharon.
Ellas explican que las trans son agresivas por la violencia a la
que se exponen. N o tienen otro modo de defenderse.
—Te incomoda que todo el tiem po la gente te esté mirando,
esté hablando de ti -dice L una-, llega un m om ento en el que te
pones fuerte y dices: “N o voy a perm itir que nadie más se ría o
me haga algo”.
Mastica un último bocado de pollo. Se limpia con delicadeza
su boca y sus dedos engrasados. Dice que tenía hambre, aunque
la contradice el plato lleno de fideos y papas fritas.
Ella combina su tiempo entre su tienda de ropa y en el acti­
vismo trans, que comenzó a sus 19 años. También en las últimas
semanas, Estefanía y ella levantaron un mapeo de lugares de
encuentro sexual de la comunidad TLGB en El Alto. Justo hoy,
Luna debía entregar plantillas llenadas, pero ya no le dio el tiempo
para bajar a la ciudad de La Paz, por lo que está inquieta y a cada
mom ento ve su celular.
—Yo me adelanto. Tengo que ir entregar el mapeo a mi her­
mano que está bajando al centro -dice a tiempo de pararse-. De
48 TE N G O OTROS SUEÑOS

ahí me voy a mi tienda, no ve en la tarde hay harta venta. Nos


vemos allá en media hora.
Nos quedamos con Estefanía para terminar el almuerzo.
Ella sí tiene hambre porque no desayunó. Por su actividad como
trabajadora sexual, se levantó después del mediodía.

***

En su adolescencia, Luna renegaba contra su cuerpo. Por eso,


a escondidas, se coloreaba los labios y los ojos frente al espejo
con el maquillaje de sus hermanas. Cuando éstas la descubrían,
extrañadas de que su hermanito usara sus cosas, le contaban a
su mamá. La madre se negaba a creer tal infamia sobre Rudy y
las llamaba mentirosas o, a veces, catalogaba a su hijo de loco.
Luna aún no tenía el cuerpo de mujer y su familia se aferraba a
su identidad de varón. A ella no le quedaba otra que encontrarse
solo frente al espejo.

Son las nueve de la noche de viernes. Rosendo Humérez, el papá


de Luna, junto a su segunda esposa, su hijo y su nuera charlan sin
prestarle atención al televisor encendido. Estamos en la planta baja
de la Sauna Virgen de Urkupiña, propiedad de su familia, que en
las noches sirve de sala de estar. Lima y yo nos unimos a la plática
hace unos minutos.
La conversación, de rato en rato, es opacada por los gritos de
los sobrinos de Luna, que a modo de divertirse corren alrededor
de la piscina, motivados por Yamil, su hermano menor.
—Rudy, digo Luna, anda fíjate que los chicos no se metan al
agua -le pide Cristian Júnior, quien tiene uno de los dos nombres
que ella llevaba antes de cambiarlos por Luna Sharlotte.
—Ya —contesta ella y corre hacia el más pequeño de sus so»
brutos.
—No puedo todavía acostumbrarme a llamarle Luna -me dice
mientras su hermana mayor juega con los niños.
LA MUJER DEL ESPEJO
49

N o es el único. A sus padres les ocurre lo mismo. “No me


sale de corazón decirle hija, porque lo he visto nacer niño, salió
de mi vientre como un hijo. Quizás poco a poco me va salir”, me
dijo su mamá hace unas horas.
Cristian Júnior me invita un cigarro, el cual agradezco por­
que todo el día con Luna estuvimos en andanzas y necesito con
urgencia relajarme.
Al ser activista, Luna tiene varias tareas que cumplir, las que
combina con las personales. Hoy tenía una entrevista en radio y
reunión con la directiva del colectivo TLGB, de la cual es parte, en
la ciudad de La Paz. Luego debía subir a El Alto para encargarse
de su tienda y después encontrase con su madre y hermanas.
— ¿Vos no fumas? -le pregunto a Luna tras disfrutar la pri­
mera bocanada.
■—N o fuma, no toma, no hace nada. Es un santo ahora -in­
tervine su papá.
—¿Antes no era? ¿Qué era, diablo? -Lima se ríe y apaga la
luz de la piscina.
—Grave.
—¿Tomaba mucho?
—Grave. Ha ido tres veces al hospital por intoxicación. Pero
como se ha transformado igualito ha transformado su vida. Ya
está más tranquilo.
Desde sus ocho años Rudy, como le decían entonces, se sentía
a gusto con todo lo destinado para mujeres. A sus 12 años, se dio
cuenta de que le gustaban los chicos. A modo de dar indirectas a su
familia, usaba aretes de mujeres. Cuando sus padres le preguntaban
al respecto, él contestaba con un simple “porque me gusta”. A sus
17 años confesó su orientación sexual a su padre. Don Rosendo
no atinó a decir palabra y se puso a llorar. Luego de un rato le
explicó que no lloraba porque sea gay, sino que le deba terror de
que la sociedad lo maltratase. Tiempo después le dijo a su mamá,
quien al parecer entró en shock pues no recuerda ese momento.
Las que mejor lo tomaron fueron sus dos hermanas y hermano.
“Ya sabíamos”, le dijeron.
50 TENGO OTROS SUEÑOS

Más que salir del closet como gay, lo que más le costó fue
explicar a su familia que en realidad quería verse como una mujer.
El miedo la invadía. En su mente estaban las historias de rechazo
que las trans sufrían en su entorno familiar. La vivencia de Ma­
rio, uno de sus mejores amigos, daba vueltas en su cabeza. Mario
comenzó a hacerse crecer el cabello y a vestirse de a poco con
atuendos femeninos y a llamarse Consuelo. Cuando sus padres se
enteraron, lo echaron de su casa durante un tiempo.
Por eso, Luna no se animó a desvelarse ante los suyos y se
travestía a escondidas. Esa época coincidió con su gusto por salir
a fiestas hasta el día siguiente. Frecuentaba bares y discotecas. Se
emborrachaba hasta que su cuerpo ya no aceptaba más alcohol.
Tres veces la hospitalizaron por intoxicación, pero la última fue la
definitiva. “Casi me muero. Los tistapis no se pasaban con nada”,
me dijo la primera vez que hablamos.
Niega que la razón por la que bebía se debía a la imposibilidad
de su transformación, su familia cree que sí tenía que ver. Lo cierto
es que dejó de beber en 2012, un año después dejó de travestirse
y comenzó con las operaciones para convertir su cuerpo, defini­
tivamente, a uno femenino. Pero para que eso sucediera, primero
debía terminar con sus miedos.
Y ese día llegó, tres años antes. Gracias a que había declarado
su homosexualidad, era conocida dentro del gestante movimiento
alteño TLGB. Por eso, con otras personas, organizó el primer
Desfile de Orgullo Gay en El Alto y aprovechó el momento para
dejar a un lado sus temores. El 27 de junio de 2009, noche antes
del Día Internacional del Orgullo Gay, desfiló vestida de chola.
Caminó por toda la Ceja a vista de una ciudadanía sorprendida
por la realidad que quería esconder. Luego se trasladó hasta la
ciudad de La Paz, sede de Gobierno, donde se celebraba un gran
acto. Fue la sensación, iba de chola y en representación de El
Alto, ciudad conformada, principalmente, por migrantes ayma­
rás. Las cámaras de televisión no dejaron de enfocarla. N o usaba
antifaz como muchos de los participantes que querían proteger
su identidad. Así la reconoció su tío. ¡Su sobrino Rudy, vestido
de mujer en la tele!
LA MUJER DEL ESPEJO 51

—Mi hermano me dijo que le había visto. Ahí empezamos a


charlarle, le dijimos: “Te aceptamos como eres. Vos vas a vivir con
nosotros”. Como mi hermano dice, cada uno es arquitecto de su
propia vida. Y ella ya ha empezado a transformarse. Ya no quería
tomar, ya no quería salir, más hogareño se ha vuelto. Ha sido un
cambio rotundo -recuerda su papá.
Don Rosendo comienza a pijchar coca, que saca de una bolsita
verde, y explica que ahora le gusta cómo es su hija, porque es feliz
y, por ende, la familia también.
A su mamá, nacida en un pueblo pequeño del departamento
de Potosí, también le tocó verla como mujer en la televisión. Su
hija mayor le mostró en el momento en que Lima hablaba en un
programa sobre los derechos de la comunidad trans. “N o puede
ser”, dijo y se quedó aturdida frente al televisor. A su retomo a
Chile, donde trabajaba de niñera, lloraba todas las noches. Le
preocupaba el qué dirá la gente, sus hermanas y la familia del
padre de sus hijos. También le mortificaba que en la calle la
agredieran. Se preguntaba “por qué mi hijo” y si se trataba de
un castigo divino.
Esas preguntas nunca se las dijo a Luna; por el contrario, las
veces que llegaba a Bolivia siempre le demostró su apoyo. Sus dudas
recién se disiparon el año pasado, cuando aceptó, plenamente, la
idea de tener una tercera hija.
—Me ha afectado mucho, mucho, pero ahora poco a poco me
estoy acostumbrando. Yo he visto en Chile que hay mucho gay.
De esa manera dije cómo no lo voy aceptar. Mi hijo no es el único.
N o lo puedo marginar, es mi hijo, ha nacido de mí. -M e dijo doña
Lidia Aquino hace rato que tomábamos un café.
— ¿Aún cree que es un castigo?
—N o. Dios me ha debido traer un regalo.
Doña Lidia hasta el momento no escuchó ningún comentario
malo sobre el cambio de su hija y aseguró que la defendería si su­
cediera. Al igual que en algún momento le tocó hacer a Cristian
Júnior.
— ¿Por qué es así tu hermano? -le preguntaban sus amigos.
52 TENG O OTROS SUEÑOS

—Porque le gusta. ¿Algún problema? -les contestaba, sin


darles la posibilidad de que continuaran con sus críticas.
Luna tiene una personalidad segura. Es capaz de dar un
discurso sin titubear en la sesión de honor de la juventud de la
Cámara de Senadores sobre los derechos de la comunidad trans,
de enfrentarse a gente que se opone a las identidades diversas en
programas de televisión y de salir con poca ropa en las elecciones
de Miss Travesó y saber que va a ganar, pero hoy por primera vez la
veo nerviosa. En el transcurso de la charla con su papá y hermano
—lo mismo sucedió cuando estábamos con su mamá y hermana-,
se muerde las uñas y sus palabras salen atropelladas. Al finalizar
el encuentro con su familia, su voz tiene bajo volumen. Sabe que
el proceso de sus seres queridos también fue difícil.
N os despedimos de su familia y me lleva a su departamento,
en el segundo piso de la infraestructura. Su papá se encargó que
ella y su novio tengan un lugar bonito para vivir y que su, ahora,
hija cuente con un negocio para mantenerse. Incluso le pagó las
dos intervenciones quirúrgicas de caderas y senos añorados.
Todo ese apoyo incondicional le enorgullece y lo repite cada
vez que la entrevistan. N o es para poco, es afortunada. En el país,
solo el dos por ciento de las trans es aceptado dentro de sus ho­
gares, mientras que el noventa y ocho es rechazado, según datos
de la Organización de Travestis, Transgéneros y Transexuales
Femeninas (Otraf-Bolivia).
Luna pertenece a ese dos por ciento, su amiga Estefanía, no.
Ella confesó su orientación sexual a sus 12 años. Su mamá
no apoyó su opción y tampoco contaba con recursos económicos
suficientes para criarla. A sus 14 comenzó a prostituirse como gay
en la plaza principal de Santa Cruz. A sus 15 se convirtió en mujer,
guiada por Carena Santa Cruz -su madrina transexual- quien se
oponía, sin éxito, a que siguiera sus pasos en las calles. A sus 18 se
marchó de su ciudad porque sentía que avergonzaba a su familia.
Ahora vende sus servidos sexuales en bares y alojamientos de El
Alto y La Paz. N o gana mucho, pero es dinero al día, me dijo la
vez que hablamos de su trabajo. Cobra entre 18 y 30 bolivianos.
LA MUJER DEL ESPEJO
53

En un buen día puede ganar diez veces la tarifa, en uno malo,


nada. “N i para mi pasaje tengo y ahí te sentís opacada que no has
hecho plata. Te sentís impotente”.
La falta de empleo a causa de la discriminación que sufren
las trans las arrastra a prostituirse. La mayoría de esa población
(noventa y cinco por ciento) se dedica a esta actividad, me dirá
después Laura Libertad Alvarez, presidenta de Otraf.
Laura -pelo rojo, lentes redondos, aretes con la forma de
Frida Kahlo, voz tranquila-, se dedicó 12 años a la prostitución
en la avenida 20 de Octubre de Sopocachi. Tras su transformación,
a sus 34 años, ya no volvieron a contratarla en el Ministerio de
Hidrocarburos y no pudo conseguir trabajo, su título universitario
de agrónoma no le sirvió para nada.
“Es el camino de sobrevivencia; cuando hay carencias, te
prostituyes. No es dinero fácil, pero es inmediato. No deja de ser
un trabajo digno porque es una forma de emanciparte”, me dirá
después de asumir como responsable de Educación y Difusión de
los Derechos de Poblaciones en Situación de Vulnerabilidad en
la Defensoría del Pueblo.
Laura Libertad sabe todos los riesgos a los que se enfrentan
las trans en las calles, las cuatro cicatrices de su cuello se lo re­
cuerdan. Una madrugada de 2014, un cliente la apuñaló con unas
tijeras en su casa. Ella lo denunció por tentativa de homicidio. Ante
una lenta administración de justicia y amenazas de su agresor, no
siguió con la denuncia para no estresarse más ni exponerse a ella
ni a su familia.
En el cuarto de Luna impera el rojo. Paredes, edredón apelu-
chado, lámparas, adornos, marco de sus espejos, todo rojo. Es una
habitación amplia con luz tenue; dos muebles exponen accesorios
femeninos y estrellas blancas contrastan con el rojo de uno de
los muros. Su cama a medio tender se impone al centro. Al lado
derecho de ésta, sus más de 30 zapatos, la mayoría con taco alto,
ordenados en cuatro hileras son cubiertos con un cartón. Al otro
lado, sus grandes peluches se confunden con maletas y ropa tirada
por el suelo.
T E N G O O TRO S SUEÑO S
54

— D isculpa el d e so rd e n - m e d ice m ie n tra s le v an ta unas


prendas íntim as-, cuando te rm in e n de c o n s tru ir el v estid o r todo
esto va a irse allí.
Su vestidor será una hab itació n dedicada ín te g ram e n te a ella.
U na gran alfom bra roja estará destin ad a p ara qu e pose ante el
espejo. T endrá tres arm arios, co n am plio espacio p ara sus tacones
de colores con plataform a. D os grandes retrato s fotográficos suyos
decorarán el lugar.
Saca el álbum de fotos y m e h ace u n paseo fotográfico por
las veces que todavía lucía co m o chico y se travestía; sus viajes a
España, Suecia, D inam arca y F in lan d ia d o n d e fue a encuentros
de diversidad sexual, y cu an d o ya lucía co m o u n a m ujer.
L e gusta su cu erp o co m o está y dice qu e n o se h ará m ás ciru­
gías. Sus fotos la m u e stran siem p re b ie n vestida y sexi, ya sea en
sus actividades com o activista tra n s o en las pasarelas —fue elegida
Miss Transexual en 2015— L e en c an ta qu e la fo tografíen y que
le hagan reportajes. “In clu so u n a organ izació n danesa, durante
mi transform ación, m e h iz o u n d o cu m en tal que se llam a ‘Aymara
Q u eer’”, m e dijo la p rim e ra vez qu e hablam os.
L o que n o le gusta es que los h o m b res crean que p o r ser trans
esté dispuesta a te n e r sexo a la p rim e ra . T ie n e varias am igas que
hacen la calle y en tien d e su situación, p e ro q u iere dem o strar que
no todas las tran sg én ero s se p ro stitu y en , estigm a que carga esta
com unidad, y que si la sociedad les da la o p o rtu n id a d , pueden
hacer m uchas cosas.
E n todos estos años recibió cientos de ofertas sexuales de
todo tipo a través de su cuenta de F acebook, don d e tiene 5.000
am igos y la misma cantidad de solicitudes pendientes.
E n 2012, aún soltera, recibió una invitación para cenar, ella
aceptó, aunque cam bió la cena p o r el alm uerzo.
—Me gustaría ir a un lugar m ás ín tim o contigo, - le dijo su
cita después de term in ar la com ida.
— ¿Q ué piensas, que p o r el solo h echo de que m e invites un
plato de com ida voy a ir acostarm e contigo? ¡Papito, yo puedo
pagarme lo que quiera! ¡Así que te vas! - L o echó m olesta de su
mesa.
LA MUJER DEL ESPEJO
55

La mayoría de las propuestas son más directas.


—Mamita, quiero estar contigo, tengo la fantasía de estar con
una trans... ¿Cuánto quieres que te pague? -decía un mensaje de
un desconocido.
Incluso muchos le mandan fotos de sus partes íntimas para
animar en ella una respuesta afirmativa, las cuales son borradas
rápidamente.
Esas propuestas, que ocupan su mensajería de Facebook y
WhatsApp, en más de una ocasión le trajeron problemas con
Henry, su novio con quien vive hace siete meses.
Escuchamos la puerta de la calle, Luna cierra el álbum. Me
dice que debe ser Henry que acaba de llegar de sus clases de música
y va a su encuentro.

A sus 26 años, Luna se arregla el vestido blanco corte sirena frente


a un gran espejo. Recoge su largo cabello, lo suelta, lo vuelve a
sujetar. Está en la prueba de su vestido de novia que espera estre­
narlo a fin de año. La diseñadora le acomoda la prenda y le dice
que ajustará en la cintura para que le forme. Luna asienta. Se mira
y remira, su mirada repasa su cuerpo, sus senos, sus caderas, su
cabello. Luna ahora es plenamente Luna. No solo en el espejo.

La Luna es el quinto satélite más grande del sistema solar. Por su


tamaño, su superficie refleja la luz del Sol, y, de ese modo, brilla
a nuestros ojos. Con la fuerza de ese brillo se identifican muchas
trans que eligen su nombre para renombrase. Están Zoey Luna, de
14 años, que en Estados Unidos ganó una demanda por discrimi­
nación contra el Departamento de Educación de California; Luna
Lambert Pimentel, la primera pastora evangélica transgénero en
Veracruz, México; Luna F. (nombre público), la niña de seis años
que defendió su identidad en Chile; y Luna Sharlotte, una de las
primeras transexuales públicas de El Alto.
—Luna es mi nombre y así quiero que me llamen -m e dice
a tiempo de observar el centro de La Paz desde la terraza de un
restaurante en el séptimo piso de un edificio.
Esta mañana ella brilla, incluso más que su camisa fucsia con
purpurina que combinan con sus zapatos del mismo color. Mien­
tras se sienta, dice que ahora ya no hay excusas para que la gente
le llame más por su anterior nombre masculino.
D e su cartera saca la ficha que le permitirá que nunca más se
sienta incómoda ai realizar algún trámite. M e lo pasa orgullosa,
como si se tratara de una joya lujosa.
Es su nuevo carnet de identidad que obtuvo hace unos días.
Luna Sharlotte Humérez Aquino está escrito en el mismo lugar
en el que en su anterior documento decía Cristian Rudy Humérez
Aquino. En la foto, de la parte de adelante, está retratada con ca­
bello rubio, grandes aretes y maquillada, y ya no ese chico delgado
con cabello corto en quien no se reconocía.
Con este documento, atrás quedaron las vivencias en las que
le objetaban porque su apariencia no coincidía con su carnet de
identidad.
Quedó en el recuerdo esa mañana de domingo del año pasado,
cuando salió de su casa hacia el recinto electoral a cumplir con su
derecho a votar como la mayoría de los bolivianos. Tras hacer la fila
en la mesa de votación, a su tum o, presentó su carnet de identidad.
—‘‘Señorita, se equivocó de carnet” -le dijo la encargada luego
de revisar los datos y la foto.
—No, es mi carnet. Soy y o —contestó nerviosa, ante la mirada
de los delegados de mesa y los demás de la fila.
— £Usted es Rudy Cristian Humérez?
—Sí. Lo que pasa es que soy mujer transexual, pero como
la ley no lo permite no puedo cambiar mi nombre en mi carnet.
La raurli x li i n o le entendía, no sabía qué era una transexual.
U n delegado de la mesa intervino para ayudaría y, después de largas
riphracionrT, logró votar
Gomo otras trinsgéneros. ella se sentía discriminada porque
no podía lañarse legalamente con el nombre del género con el que
LA MUJER DEL ESPEJO
57

se identificaba y gozar con todos los derechos que la Constitución


Política del Estado (CPE) brinda a las mujeres.
Pero después de cinco años de haberse elaborado el proyecto,
en junio de este año la ley de identidad de género fue aprobada en
la Asamblea Legislativa de Bolivia y luego promulgada por Alva­
ro García, quien ejercía la presidencia en lugar de Evo Morales,
ausente del país.
La aprobación de esta norma fue criticada por algunos sec­
tores. Las principales calles de distintas ciudades del país fueron
escenario de protestas convocadas por la Iglesia Católica y por
iglesias evangélicas que veían en la norma un peligro para la familia
y que provocaría un desorden social.
La protesta más ruidosa fue la "Marcha por la Familia Natural:
protegiendo a nuestras familias de la ideología de género” en la
ciudad de Santa Cruz, organizada por la Plataforma por la Vida
y la Familia. Los carteles que agitaban los participantes decían:
“N o destruyamos el diseño de Dios, la familia”; “Yo estoy a favor
del diseño original, varón y hembra los creó Dios. Génesis 1:27”.
Esta manifestación fue la más cuestionada por la población
boliviana, la cual, a través de las redes sociales, la denominó como
la “Marcha de la Intolerancia”. Esa intolerancia que no solo se
quedaba en esa protesta, sino que demostraba cómo un sector
de esa ciudad trataba a gays, lesbianas, bisexuales y transgéneros.
Santa Cruz cuenta con 19 de los 60 asesinatos registrados en los
últimos 10 años a miembros de la comunidad TLGB en el país.
Las víctimas trans de este año fueron Dayana Kenya Bustamante
y Carla Suárez.
Las voces opositoras a la ley tuvieron importante cobertura en
los medios de comunicación, pero no lograron anular la norma.
Así, Bolivia se unió a Argentina y Ecuador, países que cuentan
con una legislación que reconoce la identidad de género en La­
tinoamérica.
Gracias a ello, una mañana de agosto, Luna se preparó para
el gran día. Se alistó desde muy temprano, eligió su traje azul y
Uegó al registro civil.
NS TENG O OTROS SUEÑOS

Fue la primera en obtener su certificado de nacimiento y la


segunda en contar con carnet de identidad, después de Pamela
\ alenzuela Rengel y antes de César M orón, un trans masculino.
Luna me muestra su celular, donde colecciona todas las notas
televisivas y fotos de aquel día. N o es para poco, ese día inició su
nueva vida en la que podrá ejercer sus derechos con plenitud, al
menos legalmente.
El reconocimiento de la identidad de género era uno de los
motivos por el que había luchado todos estos seis años con su
activismo, pero ella y otras activistas saben que la discriminación
sistemática a las personas trans no se soluciona con la promulgación
de la norma, sino se requiere un cambio de chip en la sociedad.
“Para que una ley se haga efectiva tiene que pasar por una di­
fusión, se tiene que hacer carne, la población se tiene que apropiar
de la norma. Deberíamos caminar con nuestro librito de leyes y
mostrarles a los que quieran vulnerar nuestros derechos”, me dijo
la activista París Galán hace unos días.
A esa tarea se dedica Luna. Ayer dio una charla en la Univer­
sidad Pública de El Alto (UPEA) sobre los derechos que protege
esta ley.
N o se conforma con que en sus documentos se reconozca
que es mujer, sino que piensa ejercer todos los derechos de una.
—“Tengo los mismos derechos como tú que eres mujer,
porque soy mujer. En mi certificado no dice transexual, dice sexo
femenino, al igual que el tuyo; entonces, cuento con los mismos
derechos que la Constitución nos ampara a ambas”, me dice luego
de morder la salteña de media mañana.
Desde pequeña soñaba con casarse. Al descubrirse como
gay sentía lejano a ese sueño, pero en el Encuentro de Derechos
11uníanos de 2009, en Dinamarca, conoció a uno de los primeros
hombres que se había casado con otro hombre en el mundo. Lo
tomó como una señal y aquel sueño retornó.
En Bolivia la superstición es parte de la vida. Los bolivianos
creemos que si deseamos con mucha fuerza algo y materializamos
ese deseo, éste se cumplirá. La feria de Alasitas de La Paz, que ocurre
entre enero y marzo, es un ejemplo de ello. Allá, la gente compra
LA MUJER DEL ESPEJO
59

figuras de miniatura de casas, camiones, pasaportes y otros, que en


un futuro, espera, los tendrá de tamaño real. Por eso cree que si se
proyecta como la primera trans en casarse, lo logrará. Su primera
proyección fue en el Desfile del Orgullo Gay de El Alto de este año,
donde desfiló vestida de novia, tomada del brazo de su novio Henry.
Ese momento estaba realizada, no le importaba los abucheos que
de rato en rato escuchaba, pero sí disfrutaba los aplausos.
—Quería hacer mi sueño realidad, entrar como matrimonio,
yo vestida de novia y él vestido con trajecito-, me dijo la anterior
semana en su tienda, cuando conversábamos con Henry.
—¿Tú cómo te sentiste? -le pregunté al novio, quien, a mucha
insistencia de Luna, aceptó hablar de su relación.
—Yo estaba un poco asustadito, un poco nervioso de que me
vean, pero feliz. No me arrepiento de haber entrado con ella. Me
ha gustado. Obviamente estaban gritando esas personas cerradas,
pero yo dejo de lado esas cosas.
Para Henry Aruquipa -delgado, ojos achinados, blue jean,
polera negra, lentes cuadrados-, a sus 20 años, uno de sus princi­
pales objetivos es hacer feliz a su pareja. N o le convence mucho
la idea de casarse, por lo menos no pronto, porque considera que
es un formalismo innecesario.
—Mis padres no son casados, solo han vivido en concubinato
y, o sea, yo no lo veo necesario. El hecho de que estamos juntos,
ya vivimos cada día juntos, despertamos juntos, o sea todo el día,
yo ya lo veo como un lazo. Yo no veo tan necesario el hecho de
casarse. Y si voy a tomar esa decisión, porque la voy a tomar, es
más que todo por ella, porque la amo. Me gusta que esté feliz.
El matrimonio es una de las instituciones sociales cuestionadas
en los últimos años, por eso muchos optan por el concubinato, pero
al mismo tiempo es un derecho exclusivo de las mujeres y hombres
heterosexuales, tal como establece la Constitución. Contraerlo
entre homosexuales o trans significa una transgresión a la norma
establecida, que les ha negado ese derecho.
Por eso Luna está decidida a casarse y convertirse en la primera
trans en contraer matrimonio legalmente en el país.
60 TE N G O OTROS SUEÑOS

—Es algo que tengo soñado, planeado, etc. Así com o muchas
personas quieren estudiar, quieren ser profesionales, quieren
tener un auto, yo quiero casarme y ahora lo puedo hacer porque
tengo los mismos derechos que tú, porque soy m ujer legalmente
-dice. Espera que la mesera deje los jugos. - E l m undo, la tierra,
todo se ha organizado para casarme: tengo m i pareja y se ha
aprobado la ley.
La ley de identidad no habla precisam ente del matrimonio,
pero el artículo 11 establece que “el cambio de nom bre propio,
dato de sexo e imagen perm itirá a la persona ejercer todos los
derechos fundamentales, políticos, laborales, civiles, económicos
y sociales, así como las obligaciones inherentes a la identidad de
género asumida” y como la CPE reconoce el m atrim onio entre
hombres y mujeres, Lima ejercerá su derecho de m ujer de casarse
con un hombre.
La relación de Luna y H enry es la más larga y formal que
ambos tuvieron. Para ella, su novio es el hom bre con el que quiere
pasar toda su vida, porque es de las que cree que el am or es hasta
que la muerte los separe. Para él significa la persona con la que
aprendió varias cosas, aunque también confiesa que al inicio le
costó lidiar con su duro carácter.
—Con Luna he conocido un nuevo mundo, unas nuevas ex­
periencias que quizás no hubiera conocido, no sé cómo nos hemos
conocido, pero agradezco a Dios que nos hayamos conocido; cada
día que pasamos juntos es bonito. Quisiera que siempre me esté
apoyando; como es mayor, sabe más -m e dijo Henry. El además
de estudiar música trabaja con el padre de su pareja en la actual
ampliación de su sauna.
Al igual que la mamá de su novia, H enry se contagia de la
fortaleza de ella para afrontar cualquier situación compleja.
( ree que sus papas no objetarán su relación porque lo único
que les importa es que él sea feliz, pero le dijo a su futura esposa
que si sucede, él defenderá lo suyo.
Luna termina la salteña y toma el jugo de maracuyá. Saca su
celular. Ve todas las tareas que tiene pendientes. Mañana debe ir
a inscribirse a la UPEA, quiere ser profesional y no conformarse
LA MUJER DEL ESPEJO
61

solo con su carrera de estilista, pero también tiene planes de abrir


su propio salón de belleza “Luna, estilismo”.
Recuerda todos los preparativos del matrimonio. Se pone
nerviosa, bebe el jugo a tiempo de pararse. Saca su pequeño espejo,
se pinta los labios y me dice que hay que irse, que la prueba de
vestido de novia y las invitaciones para la boda no se van hacer solas.

Tras una serie de trámites, Luna se casó el 30 de diciembre de


2016, lo que la convirtió en la primera mujer trans legalmente
casada en Bolivia.
Después de que la Plataforma por la Vida y la Familia y seis
diputados de la oposición interpusieran un recurso abstracto de in-
constitucionalidad de una parte de la Ley de Identidad de Género,
en noviembre de 2017 el Tribunal Constitucional Plurinadonal
declaró inconstitucional los matrimonios y adopciones venideros
para los transexuales.
El encierro

“H a sido un acto suicida entregarm e ,


no sé en qué estaría pensando. S i ahora m e dices
entra a la cárcel o alguien m e pregunta ,
yo le digo: A n date a jalar™ .
Daniela Toledo

Daniela Toledo tiene tatuado dos pequeñas alas a la altura de


los omoplatos, que franquean a un ojo. Se las hizo a sus 23 años,
en 2010, como un acto de convocar su libertad tan añorada. Esa
libertad que había perdido a sus 16, cuando le dieron detención
domiciliaria. Pero sus deseos no se cumpheron basta sus 28, des­
pués de entrar a la cárcel un año y medio. Entre tanto, de esas alas
sacaba las fuerzas que muchas veces se evaporaban en el claustro.
Ahora, que ya es Hbre, ese mismo símbolo la acompaña para en­
frentar las miradas cuestionadoras por su pasado.
De adolescente, sin entender cómo, estuvo involucrada en
un asesinato; en el que estuvo acusada como autora. La tarde de
lo ocurrido aún le sigue siendo confusa. Mientras estaba discu­
tiendo en la calle con su exnovio -un chico de 19 años, con quien
había terminado meses antes- llegó, de improviso, su entonces
pareja, un muchacho de su mismo curso y edad. Este se metió en
la conversación. La discusión subió de volumen. Los dos chicos

[63]
64 TE N G O OTROS SUEÑOS

se exaltaron. Apareció un cuchillo. Y el que era su actual pareja


apuñaló al otro, quien m urió desangrado cam ino al hospital. Las
imágenes aún son como flashes para Daniela.
Pasaron 13 años de aquella tarde de abril. D a, com o le gusta
que la llamen, tiene 29 años, un año de estar Ubre y con ansias de
disfrutar todo lo que no pudo hacer en 12 años privada de Hbertad.
Tiene la piel clara y ojos grandes. Su arete en el lado izquierdo de
su nariz combina simétricamente con su lunar café en su mejilla
derecha. Por su cabello corto, su cuerpo delgado y sus cachetes
colorados, aparenta más cerca de los 20 que de los 30, pero su
mirada penetrante y su voz segura la m uestran adulta.
Estamos en un restaurante de Sopocachi de la ciudad de La
Paz, especializado en empanadas. Son las once de la mañana de
un lunes de julio de 2016 y D aniela eUge un cuñapé y un té para
hablar de este tema. Habla con soltura sobre su experiencia, que
la califica como terrible y que fracturó su vida.
En junio de 2003, tras el incidente y mientras se investigaba el
caso, les dieron detención domiciliaria a Daniela y a Juan (nombre
cambiado), para que no obstaculizaran el proceso. Esta medida
susbtutiva, que se determ inó porque eran menores de edad, a ella
le pareció mucho mejor que la detención preventiva en alguna de
las dos cárceles de mujeres. En ese entonces no existía el Centro de
Rehabilitación de Qalauma, el único recinto en Bolivia exclusivo
para adolescentes y jóvenes, que se abrió en 2011.
El día que le dijeron que no podía salir de su casa durante un
par de semanas, ni siquiera para ir a la escuela, se lo tomó con calma
y pensó que tornaría el encierro com o vacaciones. Aprovecharía la
detendón domiciliaria para leer. Pero cuando esas dos semanas se
convirtieron en meses y luego en años, el disfrute de ese tiempo
libre se transformó en una sensación de saber que se perdía de
muchas vivendas que ocurrían fuera de sus cuatro paredes.
—Cuando una no tiene experiencia en temas legales se deja
llevar, se deja aconsejar -dice, mientras remueve el té con mucho
esmero-. El arresto domiciliario parecía bueno, por una parte,
frente a una preventiva; pero me dijeron que iba hacer una semana
v eaa semana ae convirtió en 11 años v medio.
EL ENCIERRO
65

Desde aquel momento se suspendieron sus actividades nor­


males que tenía como cualquier chica de 16 años. Dejó de ir al
colegio católico que asistía. Este apenas permitió enviarle sus
deberes escolares para que concluyera el tercero de secundaria a
distancia. Al año siguiente ya no la aceptó, tampoco permitió que
su hermana menor se inscribiera.
Para la familia de la víctima, para los allegados del acusado e,
incluso, para los jueces, ella, en su condición de la manzana de la
discordia, era “la desgraciada que si no hubiera estado en la vida de
ambos, ni uno habría muerto ni el otro estaría en proceso”. Además
del encierro los reproches machistas la inundaban en depresión.
La mitad de sus compañeros de clases se alejaron de ella y se
pusieron del lado de Juan, quien había contado su propia versión de
los hechos, en los que Daniela era la asesina. Tenía fans y detractores.
En el primer juicio, Daniela estaba sindicada como autora,
al igual que Juan. Cuando le tocó declarar en contra de él, no lo
hizo. Además, porque su primer abogado aconsejó que negara
haber presenciado el hecho.
—Yo era muy changa. Tenía la impresión de que si no había
podido salvarle la vida a un chico no podía joderle la vida al otro,
entonces me quedé callada. Tenía una fuerte carga emocional, me
sentía culpable.
Por eso en 2005 se la declaró culpable de homicidio y le
sentenciaron, al igual que a Juan, a 20 años de cárcel. Tras haber
anulado ese primer juicio y luego de un intento de conciliación
con los demandantes que fracasó, se inició un segundo juicio en el
que Daniela declaró lo que había sucedido. En ese proceso, pese
a que el fiscal de materia, por las pruebas presentadas, decía que
se la debía acusar por omisión de socorro, se la demandó como
autora de asesinato. Este juicio duró varios años.
Mientras tanto, Daniela apenas solo dejaba su casa algunas
mañanas y tardes para ir los juicios. De pronto, su hogar se había
vuelto su cárcel.
Allí adentro encontró maneras para olvidar el aislamiento.
Aprendió a cocinar y hacer los quehaceres de la casa, pero con los
años estas actividades comenzaron a cansarle porque sentía que el
uNooornsaiÑos

p e » JaM stK O ib* sobo? sus espaldas. Ai m id o pensaba que era


so m *k> de aportas; pero luego consideró que esas tareas deberían
ser n ■guarid ií con toda b tam isa.
Como no fue aceptada en su anterior colegio, su etapa escolar
se oongdk? por dos anos. Incluso su herm ana m enor por cuatro años
se graduó antes, en 2007. Y para esa época muchos de sus antiguos
compañeros ya estaban en k m itad de su carrera universitaria.
—Era una mierda porque veía que todo pasaba, que todos
estaban haciendo cosas y yo no.
Tras varios trámites, un colegio particular de poca fama, que
encontró en internet, la inscribió com o alumna a distancia y de
allí salió bachiller en 2008. P o r supuesto, no asistió ni al acto de
toma de nom bre ni al de graduación. N o conoció a sus nuevos
compañeros o maestros.
— Era com o frustrante, mis fuertes siempre fueron literatura,
arte e historia. C on matem áticas tenía el problem a porque me ha
ido muy mal, pero en ese colegio tenías que pagar y, básicamente,
salías -dice y bebe un poco de té -. Igual tenía disciplina en leer,
no había mucho problem a, pero necesitaba una retroalimentación
de alguien más.
En los prim eros años de la detención domiciliaria, amigos
y familiares le regalaron libros. Así conoció a José Saramago, su
autor de cabecera. Este, con sus novelas E l año de la muerte de
Ricardo Reís, Levantado del suelo, Ensayo sobre la ceguera y otras, le
mostró otros m undos y experiencias. D e ese m odo se sustraía del
encierro que la agobiaba. Y a partir de sus lecturas formaba, de a
poco, su propia mirada crítica al m undo.
El proceso penal interpuesto contra Da no solo cambió su vida,
sino k de su núcleo familiar. Su mamá fue despedida porque en su
oficina se enteraron de la situación legal de su hija. Eso le obligó
a devolver el departam ento que se había com prado poco antes de
lo sucedido, gradas a un crédito bancarío, y a mudarse de casa.
— Se fregó todo -dice.
Se im pendieron k s comidas de los domingos afuera para toda
b la m b a. Cada cumpleaños de familiares era una tormenta. No
podía v a loa festejos y ae quedaba triste en casa. Las primeras
EL ENCIERRO 67

veces, los que vivían con ella también dejaban de asistir. Otras
veces quería romper con la medida y salir de su casa.
Si bien la Fiscalía dota un policía para la restricción domici­
liaria, sus gastos de pasajes y alimentación deben ser cubiertos por
los imputados o, en caso contrarío, por los querellantes, -en las
cárceles, cuando hay audiencias judiciales, los costos del escolta
las cubren las personas internas-. En el caso de Daniela, ninguna
de las dos partes tenía ingresos para erogar esos gastos; el proceso
penal les demandaba muchos recursos económicos.
Por eso Da no contaba con un guardia que vigilara su casa y
tenía muchas tentaciones de salir aunque sea por un instante. Su
padre se oponía rotundamente, aunque eso significaba pelear con el
resto de la familia. Le preocupaba que le pudiera pasar algo cuando
estuviese afuera. Además, piensa Daniela, se identificaba con el
sufrimiento por la pérdida de su hijo de la familia demandante.
MN o es correcto”, le decía.
Algunas veces, su mamá se ponía de lado de ella porque le
parecía injusto que su hija sea castigada por algo que no cometió.
—Eso es lo que te han hecho y yo no voy a dejar que tu vida
se acabe acá, -le dijo una tarde y permitió que fuera al cumpleaños
de un pariente.
Su abuela y su hermana también la ayudaron a salir un par
de veces.
—Salir costaba caro. Por ejemplo, si quieres salir de la casa lo
tienes que hacer en taxi porque en el minibus no se podía.
Por ello, fueron contadas las veces que dejó su casa.
Pero los miedos de su papá se cumplieron una tarde, después de
la anulación del primer juicio. Cuando Da esperaba su tumo en el
seguro de salud para que le atendiera un médico, se encontró con la
mamá de Andrés (nombre cambiado), el chico que falleció, y la quería
denunciar. Ello causaría que entrara a la cárcel por incumplimiento de
medida sustitutiva. Por eso, su abogado -el segundo que la asesoró-
concilio. La otra familia le dijo que por todo el proceso y la pérdida
de su hijo, el cáncer atacó a la madre. Le pidió 10.000 dólares para
acabar con ese sufrimiento y se comprometió con retirar la demanda,
que ya llevaba alrededor de tres años. Pidió el mismo monto a Juan.
Ni TKNOO OTROS SUKÑOS

l os papas de Da niela se prestaron esa cantidad, aunque


significaba endeudarse más de lo que vu estaban, y pagaron; sin
embargo, el juzgado no aceptó el memorial de desistimiento de
la demanda y se entabló el segundo juicio,
Kste tipo de hechos complicaba la relación interna familiar.
Pese a que sus padres siempre le dieron un apoyo incondicional,
a veces sentía que éstos cargaban frustración y rabia por todo lo
ocurrido. Esto desembocaba en reacciones de reproche o de una
suerte de violencia simbólica.
—Yo creo que es válido que penalices a tu hijo, pero decirle
por esto está pasando tales situaciones.
Su situación legal entorpecía hasta los momentos más tristes
de su familia.
— Ese día que mi abuelo se m urió yo sentía algo. Le rogué a
mi madre para ir a verlo al hospital y ella no quiso y se murió sin
que lo viera.
Para que Daniela pudiera ir al velorio, sus padres debían pedir
permiso en la Fiscalía, la cual, con la parte querellante, verificó
el hecho. Asi el juzgado dio la orden y asignó a un policía escolta
para que vaya a despedirse de su abuelo.
—También me duele por mis padres, haberlos puesto en esa
posición en ese momento. Y obvio, con todo, acababan emputados.
Aunque Daniela insiste que el proceso que vivió fue muy
distinto al de su familia, los más de 11 años de encierro en su casa
fueron difíciles para sus padres y su hermana.
Quizás sea por ese motivo que su papá y su mamá prefieren
no hablar de este tema. Es algo que ya quedó en el pasado, dicen.
Daniela habla tranquila, pero cuando se acuerda de los mo­
mentos difíciles su voz tiene un tono más rudo. Sus palabras salen
sm filtros y con una seguridad que hubiera querido tener de más
joven, cuando era, principalmente, dulce y hasta sumisa.
Pero aunque la condición de encierro la hacía vulnerable y la
limitaba en muchas tareas, ella se las ingeniaba para no ser más
peso ec o n ó m ico de su familia. Comenzó a generar sus propios
recursos. A dem ás, a partir de sus 20 años, le daba vergüenza pedir
d in e ro • tu m am é.
EL ENCIERRO 69

Daba clases de inglés a sus vecinos y les ayudaba con sus tareas,
era niñera, aprendió a preparar chocolates, a leer el tarot y a hacer
velas. Además de redituarle dinero, esas actividades le ayudaron a
llenar la casi docena de años que estuvo en un limbo legal.
El Código de Procedimiento Penal establece que un proceso
no debiera durar más de tres años, incluyendo apelaciones de las
sentencias. A esto se suma que la Constitución Política del Estado
“garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia
plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones”,
pero esto solo se queda en el papel. Bolivia es el país latinoameri­
cano con más retardación de justicia, seguido por Perú, de acuerdo
a un estudio de la Pastoral Penitenciaria Católica de Bolivia.
Esto ocurre, según el abogado constitucionalista Williams
Bascopé, porque la justicia, desde hace varías décadas, pasa por
una desinstitucionalización que afecta la agilidad de los procesos.
Explica que no hay los recursos técnicos ni humanos suficientes.
“Por ejemplo, cada fiscal tiene una carga de entre 800 y 1.000
casos”, dice.
Pero aparte de la mala administración de justicia por parte del
Estado, para Bascopé la dilatación también se debe al incorrecto
asesoramiento jurídico tanto de los demandantes como de los
demandados. Precisamente, Daniela en todo su proceso cambió
tres veces de abogados.
Su primer abogado perdió el primer juicio; el segundo perdió
el siguiente, cuando sentenciaron a Daniela a 30 años por asesi­
nato, sentencia que apeló. Por eso, hubo una segunda sentencia
que la condenó a 20 años por homicidio, la cual no fue apelada
por su abogado.
Con todos esos elementos se entiende por qué Daniela vivió
12 años siendo demandada, situación que vulneró su derecho de
ser juzgada pronta y oportunamente, según Bascopé.
Una frase popular dice que enterrar a un hijo es lo más dolo­
roso que les puede pasar a los padres. El dolor se incrementa si esta
pérdida se debe a un acto violento que pudo haberse evitado. Por
ello, quizás, los papás de Andrés se prometieron a sí mismos que
no descansarían hasta que los responsables pagaran por el crimen,
TEXGO OTROS SUEÑOS

m b a s to fS B que dedicar toda su vida a ese propósito. Y así lo


hicieron. Pero basta lograrlo se encargaron que los procesados no
levasen tina vida tranquila.
Daztieb no entró en la universidad porque la detención domi­
ciliaria no se lo permitía. Además, el padre de Andrés averiguaba
a estaba inscrita en alguna universidad pública para que si fuera
así se revierta la detención domiciliaria por una preventiva.
Ella quería cambiar esa medida sustitutiva, pero la parte que­
rellante argumentaba que era “una m ujer peligrosa y que podía
matar hombres si estaba libre”. Y su papá temía que si se pedía el
cambio habría más posibilidades que entrara a la cárcel y que allí
le pudiera pasar algo malo.
Así que no le quedó otra que ahorrar algo de dinero. Con ello
y el apoyo de sus papas, recién los últimos años de su detención
domiciliaria se inscribió a una universidad en la modalidad virtual.
Ahora está en una pausa debido a la falta de recursos económicos,
pues sus papás aún siguen pagando la deuda de cerca de 22.000
dólares que les costó todo el proceso. P o r eso, ella este año quiere
trabajar, para retom ar sus estudios.

***

Aquella tarde de jueves de octubre de 2014, Daniela tenía que


decidir si huía o si ingresaba a la cárcel. Hacía unas semanas que
se la había sentenciado a 20 años con derecho a indulto, medida
que no fue apelada por su segundo abogado. La idea de huir le
ocupó la mente las semanas anteriores, pero también la de que si
ingresaba a la cárcel, tras unos meses, se le convalidaría su medida
cautelar y podía ser favorecida por el indulto. El instante en que
se inclinó por esa opción no se imaginaba que su estadía duraría
un año y que su vida tendría muchos cambios.
—Ha sido un acto suicida entregarme, no sé en qué estaría
pensando. Si ahora me dices entra a la cárcel o alguien me pre­
gunta, yo le digo: “Andate a jalar”, “no te arriesgues”. Pero bueno,
yo me arriesgué porque como mis padres eran mis garantes en la
detención domiciliaria, no podía arriesgarme que los metan a la
EL ENCIERRO 71

cárcel, -m e dijo el otro día en el café La Virgen de los Deseos del


colectivo Mujeres Creando.
Le costó mucho decidirse en cumplir la condena por homicidio,
la que consideraba injusta. Pero sabía que no encontró un buen fal­
sificador de documentos, que no tenía dinero y que huir era costoso.
Pero, principalmente, era consciente de que si fugaba viviría con
miedo a que la descubran y no se sentiría, realmente, libre.
—Gran parte de mi decisión fue sentir que si eso salía bien
iba a poder vivir en paz, en paz con mi pareja. Caminar en paz
por un aeropuerto, por la terminal. Porque nadie más que yo
vivía la angustia de encontrarme con alguien en la calle y que me
reconozca, como cuando me encontré con la madre de Andrés.
Juan, el otro muchacho acusado a quien también lo senten­
ciaron a 20 años por autor, se declinó por la otra opción. Actual­
mente, Juan huye.
Daniela estuvo en la cárcel un año, mucho más tiempo de lo
que ella esperaba. En ese lapso, por la desesperación del encierro,
se le cayó su pelo y llegó a pesar 46 kilos.
Pero ahora, tras nueve meses de salir libre, gracias al indulto
que llegó tarde, Daniela es otra.
Son las seis de la tarde de miércoles. Está sentada sobre sus
piernas cruzadas encima de su cama y se cubre con una manta
animalprint blanca y negra. Ingresa a su computadora portátil los
datos de las encuestas que hizo en su segundo empleo eventual en
comunidades guaraníes del Chaco de Santa Cruz.
Su dormitorio mide poco más de dos por tres metros. Resalta
una pintura de dos mujeres desnudas, una frente a la otra, sobre
un fondo celeste. Una de ellas le toca el vientre embarazado a su
compañera. Esa imagen, que pintó Daniela a sus 22 y que está al
lado derecho sobre su cama, es acompañada por un aroma a cedrón
y eucalipto que invade el espacio.
Da fue enviada, a sus 27 años, al Centro Penitenciario Fe­
menino de Miraflores de La Paz, penal de máxima seguridad y
donde hay alrededor de 80 privadas de libertad. Estas son parte
de las 1.157 mujeres en cárceles que hay en Bolivia, según datos
de la Dirección General de Régimen Penitenciario (DGRP). La
72 TEN G O OTROS SUEÑOS

cantidad de mujeres en penales es una de las tasas más altas en


América Latina; alcanza el seis por ciento, que supera en un pun­
to al promedio mundial, registra la Oficina de Naciones Unidas
contra la Droga y el Delito en Bolivia (Unodc).
Pese al encierro, le tiene cariño a esa época de su vida, pues en
la cárcel encontró nuevas formas de vencer el claustro y la depre­
sión. Todos los días se levantaba a las cinco y media de la mañana
a correr durante una hora. Aprendió a tejer, actividad común entre
las reclusas. Sentía más su independencia que cuando estaba con
detención domiciliaria.
Las charlas con sus compañeras en las noches se le hicieron
una costumbre, mientras pijchaban coca y fumaban. Conoció
buenas amigas que la contuvieron cuando se separó de su novia,
después de una relación de alrededor de dos años, a los cuatro
meses de ser recluida.
Desde los primeros días dentro, además de cumplir con sus
labores diarias -que todas las privadas de libertad deben realizar-,
leía el tarot para ganar dinero. A los pocos meses, se benefició de
uno los trabajos que hay dentro de la cárcel. Atendía en la galería,
lugar donde se recibe y entrega la ropa que lleva gente externa
para que las lavanderas laven y donde se ofrece los tejidos de las
reclusas, que casi nunca se venden.
—Acepté galería porque tenía la idea que no podía decir
que no. Es un buen lugar porque ves la calle. Casi ninguna de las
nuevas quiere entrar porque es cansador, pero si yo no entraba a
la galería, entraba a la lavandería, que es bien duro. Ganaba más
plata, pero además trabajar te ayuda a no enloquecer.
El investigador José Manuel Pacheco, en su libro ¿Angeles
o demonios o personas?, -una de las pocas investigaciones que
existen sobre los reclusos del país a partir de sus percepciones-
explica que la reinserción de las personas privadas de libertad
a la sociedad debe comenzar en las cárceles, ya sea con medida
preventiva o sentencia. Dice que los elementos determinantes en
la reinserción son educación, trabajo y salud durante ese tiempo.
Si bien a Daniela los trabajos en Miraflores le sirvieron no
solo para obtener ingresos, sino para mantener la mente ocupada,
EL ENCIERRO 75

sabía que no le servirían para llenar la casilla de experiencia laboral


en su currículum cuando buscara trabajo afuera.
Su libertad tardó en llegar un año, pero después de convalidar
sus casi 12 años de medida sustitutiva se favoreció del indulto. Salió
de la cárcel la tarde del nueve de octubre de 2015. El primer mes
libre fue mucho más complicado de lo que esperaba.
A modo de intentar adaptarse a su nueva vida, ganaba algunos
pesos por leer el tarot a sus amigas, parientes y personas que la
contactaban por Facebook. Por ese entonces, aún no se animaba
a buscar trabajo porque necesitaba asumir y disfrutar su libertad
tan añorada. En este proceso, sus padres y hermana la ayudaron
mucho, pues -como explican los expertos—el apoyo familiar es
muy importante en la etapa pospenitenciaria.
Antes de que oscurezca, revisa con detenimiento cada página
de las encuestas, que está llenada con bolígrafo azul.
—Hola bonita, ¿cómo estás? —le dice su papá, que acaba de
llegar de su trabajo.
—Hola pa’, -contesta y le da un beso-. Estamos hablando de
cómo es el tema del trabajo después de la cárcel.
— Y ¿bien? —me pregunta.
—¿Parece difícil, no?
—Hay que seguir metiéndole nomás, para ver los resultados
-dice de manera cortante-. ¿Están cómodas aquí?
—Sí, la habitación es muy cómoda.
—Lo acomoda como ella quiere -explica y le entrega unas
galletas de chocolate que saca del bolsillo interior de su chaqueta.
—Súper papi -recibe con entusiasmo-. Hablamos más rato.
El trabajo que ahora tiene derivó de la propuesta que le hizo,
el año pasado, su amiga Lise (nombre cambiado). Le dijo que la
asista en una investigación para su tesis doctoral sobre la seguridad
alimentaria en el Chaco boliviano.
Aceptó el empleo pese a que el sueldo mensual era de 1.400
bolivianos, monto menor al salario mínimo nacional, y que no era
un trabajo fijo, pues solo viajaría a poblaciones rurales de Santa
Cruz algunos meses no consecutivos. Según el Centro de Estudios
para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedía), el 65 por ciento de
ITNGOOTlOSSt'CSíOS

Ib í pw**c$ sccedhcE a gabafna ooo ingresos rogamos a la canasta


afaroaMBcii f d 31,5- por dentó están en em plea temporales.
Pacheco expbca que ia nmoría de las personas que salen de la
eáwcri se empican en trabajos informales, principalmente porque no
cuentan con formación técnica o académica ni con experiencia laboral.
Oanida mkáó su trabajo las primeras semanas de enero de este
año. Estaba feliz porque éste involucraba viajar, una de las cosas
que ama desde pequeña. Además, significaba una oportunidad para
obtener experiencia en antropología, carrera que estudia.
A los pocos meses, gracias al trabajo realizado previamente,
consiguió una consultaría temporal en una institución que trabaja
temas de seguridad alimentaria en el Chaco. Su labor consistía
en levantar encuestas durante unos meses por poco más de 4.800
bolivianos, de los cuales hasta ahora aún no recibió el primer pago
del 20 por ciento.
Tras terminar el trabajo de campo en el Chaco, viajó por
primera vez fuera del país. Con una chica con la que salía fue por
carretera a Corumbá y a Campo Grande, Brasil.
En la frontera pasaban todos los demás viajeros, menos ella.
—Usted tenía arraigo -le dijo un funcionario de Migración.
—Sí, pero ya no tengo.
—Bueno, pase -le indicó tras verificar en el sistema.
Daniels cree que la pregunta era para hacerle recuerdo de su
anterior su situación legal, pero que, pese a eso, estaba feliz por
haber salido del país, al menos por unos días.
El estigma con que la sociedad ve a los jóvenes que quieren
reinsertarse es uno de los obstáculos con el que éstos se encuentran
tras salir de la cárcel. “La gente no confía en ellos porque considera
que sí una vez cometieron un delito, pueden volver a hacerlo”,
explica Paula Toneich, la responsable de Centro Volontari Coope-
rm/joneallo Sviluppo (CV G S), única entidad en La Paz que trabaja
en la ranserción social de jóvenes con pasado penitenciario.
Para evitar ser estigmatizadas muchas de las exprivadas de
libertad prefieren ocultar su pasado carcelario en todos los ám­
b ito s en los que se desenvuelven: estudios, nuevas amistades y,
principalmente, fuentes de empleo.
Este es el caso de Dómela, quien cree que esa información
pudiera perjudicarla en su trabajo, siente que la gente con b que se
relaciona ya no la trataría de la misma forma. Por eso, las personas
de la institución para las que trabaja actualmente desconocen su
pasado carcelario y creen que Daniela sabe mocho de la cárcel
porque hizo una investigación allí, tal como les explicó Láse-quien
le contactó con la institución-,
A Da, esa situación la incomoda. N o le gusta la idea de negar
la cárcel porque es parte de su identidad, de lo que ahora es ella, al
igual que ser mujer, al igual que ser lesbiana. Pero siente que a veces
no hay otra opción, por ejemplo en las comunidades guaraníes.
Ese es uno de los pocos temas en los que su voz y postura
cambian.
—Qué jodido haber elegido un trabajo donde tenga que callar
dos cosas tan fundamentales -m e dijo el otro día refiriéndose a su
orientación sexual y a sus años encerrada.
Pero para no tener que simplemente depender de ser emplea­
da, ahora está perfeccionando la elaboración de cremas naturales,
con la que empezó el año pasado.
En la parte del medio de su ropero tiene varios botecitos de
colores que contienen cremas y manteca de copoazú, pomelo,
romero y otras hierbas. Además, de una botella de esencias de
frutos de la Amazonia.
Su plan es crear su propia marca que la llamará Bea, que,
aunque dice que no le gusta mucho vender, ofrecerá productos
artesanales.
—Disfruto mucho preparando y mezclando nuevos productos.
Claro, en el camino algunos no quedan, pero la mayoría sí-, dice
y vuelve a las encuestas.
Acelera su labor porque que le falta ingresar al menos unas
50 encuestas y espera terminar su tarea esta noche para entregar
mañana en la mañana.
Está ansiosa por terminar esta primera parte del trabajo. Así,
en pocas semanas volverá a otras comunidades del Chaco. Aún le
parece un sueño poder viajar, lo que le estuvo prohibido por casi
la mitad de su vida, y ser plenamente libre.
Correr los 90

“E l ejercicio p a ra las personas es e l agua p a ra la s plan tas.


S i fa lta agua, la s p la n ta s m ueren;
si fa lta el ejercicio, la s personas m ueren ”
Adela Carrasco

¿Puede una persona mudarse de ciudad a los 80 años? ¿Modificar


sus hábitos de un día para el otro? ¿Dejar a sus amistades y calles
andadas? ¿Trasladarse de su pequeña ciudad a la sede de Gobier­
no? ¿Vivir en un departamento en lugar de una casa? ¿Estar sin
conocer a más gente que a la de su familia? ¿Cómo no entrar en
depresión por eso? Y ¿si para dejar la depresión hay que hacer
más cambios? ¿Es fácil reemplazar la discreta falda de paño por
un short, la blusa por una camiseta y los zapatos mocasines por
zapatillas deportivas? Esas eran algunas de las preguntas que ata­
caban a la mente de Adela Carrasco que, tras haber permanecido
toda su vida en Potosí, llegó a La Paz.
Adela tiene el cuerpo delgado y menudo como de una niña de
once años, cabello de plata, ojos hundidos y tantas arrugas como
sus recuerdos. Su apariencia es frágil, como la de una muñeca de
cristal, pero cuando corre su cuerpo se transforma y demuestra
la entereza y agilidad envidiables. A sus 89 años, su marca es de

[7 7 }
TENGO OTROS SUEÑOS
78

23 segundos en una prueba de 100 metros planos y carga medio


centenar de medallas.
N adó en 1926, pero gracias a un descuido del notario de fe
pública, muy común en esa época, su certificado de nacimiento
registra 1929 como el año en que vio la luz por primera vez. Pero
ella prefiere celebrar la fecha real, así que el próximo cuatro de
didembre soplará 90 velas.
Es de Potosí, dudad que, actualmente, tiene 191.302 habi­
tantes. Allí forjó toda su vida. Se dedicó desde muy temprano al
comerdo. Formó su familia con A rm ando Oros, un profesor de
música con quien tuvo siete hijos de los cuales m urieron dos.
Cerca de 50 años dividió sus días entre criar a sus cuatro hijas
e hijo y vender ropa en un m ercado popular. Tras enviudar en
1999 y con la partida, previa, de sus hijos a la ciudad de La Paz,
donde estudiaron y ejercieron sus profesiones, se quedó sola en
su casa. N o fue fácil estar sin nadie. Siempre vivió acompañada.
Pero su carácter fuerte y su o fid o de com erciante le ayudaron
a sobrellevar esa soledad. N o había tiem po para hundirse en
depresión, se decía.
Adelita -com o la llaman de cariño en su entorno- era de esas
comerriantes que usaban las ventas de pretexto para socializar.
N o vendía toda su mercancía por miedo a no tener qué ofrecer y
cerrar su puesto de venta. Entonces, ¿cómo podría encontrarse y
charlar con sus amistades y caseros frecuentes?
Vivió ocho años en su agradable rutina. Cada cierto tiempo
visitaba La Paz para ver a sus hijos y nietos, a quienes extrañaba
el resto del año, mas no pasaban muchos días y ya quena retomar
a su tierra. N i pensar en quedarse a vivir. En Potosí tenía su casa
con patio, su puesto de ropa, su gata, sus amigos e inquilinos que
atender.
Pero de lejos, la soledad asusta. A sus hijas les preocupaba
que su mamá estuviera sola, más a su edad en la que necesitaba
compañía y cuidados. Por eso, Zulema, la tercera de sus hijas, al
ver que su madre no cumplía su promesa de mudarse a La Paz,
tomó una decisión. Aprovechó cJ feriado de Semana Santa de
2007 y, con el carácter firme que heredó de su progenitora, arribó
CORRERLOS 90 79

a Potosí con el único propósito de llevársela consigo. Preparó su


equipaje y cerró el negocio.
—Tienes que irte con nosotros. Tus hijos no podemos estar
tranquilos porque estamos pensando en ti -le repetía Zulema,
mientras embolsaba las ropas de la tienda.
— ¿Yo qué voy a hacer en La Paz? -le contestaba, una vez
más, doña Adela.
— ¿Cómo vas a hacerle eso a tu mamá? N o se lo hagas, déja­
selo. EUa está tranquila -intervino una de sus compañeras.
—Nosotros la estamos acompañando, y en la noche está con
los inquilinos -le dijo otra.
—Tu mamá se va a enfermar si se va -le advirtió un vecino.
N i la negativa de su madre ni las mediaciones de sus amigas
lograron que su hija desistiera. A las pocas noches, Adela y su hija
abordaron el bus directo a su nueva vida.
—Al final dije: “Qué se va hacer. Los cinco hijos ya están
allá” -recuerda doña Adela sentada en la sala de su departamento,
en la zona de Miraflores de La Paz, el mismo al que llegó hace
ya nueve años.
Es una tarde de miércoles de octubre de 2016, Adela está al
lado de Armando, su único hijo entre cuatro mujeres, con quien
vive. Las paredes de su hogar ostentan las fotografías de Adela, la
atleta: corriendo, cruzando la meta, con sus medallas en el podio,
posando con sus eventuales competidoras, etcétera.
—En un comienzo dije, qué es esto. A mí no me gusta este de­
partamento. Parecemos presos, no hay dónde charlar. Parecemos
encajonados. Pero ahora tengo hartos amigos -cuenta, con voz
tranquila, y levanta un caramelo que está sobre la mesita de centro.
Casi todo su primer mes renegaba. Extrañaba el aire libre en el
que siempre se desenvolvió y su rutina activa. No conocía a nadie.
Durante el día, estaba sola. Zulema y Armando, con quienes vivía,
trabajaban y el resto de sus hijas estaba en otro lugar.
En ese entorno era fácil entrar en depresión y acostumbrarse
a no hacer nada más que esperar la muerte. Eso lo sabía muy bien
Zulema, su sensibilidad con ancianos, su profesión de psicóloga
y su trabajo con alumnos con discapacidad intelectual y física le
TENGO OITtOS SUEÑOS
80

permitían entender que su madre necesitaba volver a sentirse


activa y productiva.
Puso en práctica varias estrategias para animarla. Pidió a su
secretaria que la llevase a su grupo de la tercera edad en la parroquia
de la zona de Villa Fátima para que conociera nuevas amistades.
Como estaba segura de que el deporte revitaliza, en el Día de la
Madre le regaló un buzo deportivo para motivarla a iniciar alguna
actividad física.
—Voy a parecer disfrazada -le dijo ofendida su mamá al
recibir el obsequio. Desde la escuela no había vuelto a usar ese
tipo de indumentaria. La idea de correr también se le antojaba
descabellada.
Pese a ello, y a tanta insistencia, una noche acompañó a su
hija a trotar por el paseo peatonal de la empinada avenida Busch.
Al terminar la cuesta, estaba fatigada. Al enterarse de lo sucedido,
el cuñado de Zulema le reprochó la actividad, le preocupaba el
corazón de Adelita.
Pero Zulema no se rendía. Meses después, llevó a su madre
a ver un entrenamiento de adetas en el estadio Hernando Siles.
Doña Adela, con miedo de que su hija le obligara a correr, fue con
falda y zapatos de calle. Desde las graderías vio entrenar a adultos
mayores y eso le inspiró, aunque aún no estaba convencida.
Luego de un tiempo, Zulema, que entrenaba a adolescentes
con discapacidad para Las Olimpiadas Especiales, le pidió que
hiera a sus sesiones para que cuidara a su inseparable sobrina de
cuatro años.
Aquel día Adela dejó la blusa y la falda para ponerse el buzo
deportivo. En el estadio, recordando sus días activos, no se quedó
quieta. H izo abdominales y otros ejercicios. Su nieta la imitaba. A
partir de ese momento desarrolló el gusto por el atletismo.
Salir de su zona de confort para cualquier persona siempre
implica un reto; muchas no lo logran. Se cree que este desafío es
poco probable de superar en mayores de 40 años, ni qué se diga
de los que pasan los 60. Ellos ya tienen una forma de vida y es
difícil que vayan a cambiar, se suele oír.
CORRER LOS 90
81

Aunque le costó algún tiempo animarse a entrenar, para Adela


correr no solo significó una nueva actividad, sino un nuevo modo
de afrontar la vida. Y demostrarse que la edad no era un limitante
para nuevos descubrimientos.
—De esa manera estoy aquí. Ya son nueve años que corro.
Me ha cambiado la vida. H e vendido mi tasa en Potosí y me he
venido-, me dijo la primera vez que hablamos.
La jefa de la Unidad del Adulto Mayor del municipio de La
Paz, Ledy Suárez, explica que conservar sus capacidades físicas,
cognitivas y emocionales permitirá a las personas de la tercera edad
llevar una mejor vida. En esa tarea, el ejercicio y otras prácticas
gerontológicas son la mejor forma para hacerlo.
Cree que si los adultos mayores están en equilibrio, disfrutarán
mejor de su familia y su entorno. Esa actitud permitirá que sus
hijos o nietos no los sientan como un estorbo, idea principal que
se tiene de los ancianos en Bolivia.
Ese preconcepto es uno de los motivos por el que se vulneran
sus derechos. Los Centros de Orientación Socio Legal para las
personas Adultas Mayores (Coslam) atienden entre 250 y 300
casos de maltrato al mes. El 60 por ciento de esta población,
que asiste a las actividades de la Alcaldía, sufre atropellos de sus
derechos.
Incluso, Suárez relata que, muchas veces, los hijos se oponen
a que sus padres hagan otras actividades. Cuenta que tiene que
convencer a los familiares para que les den permiso a los adultos
para que participen en las casas y espacios comunales una vez por
semana.
En cambio, en el caso de Adela, el impulso de sus hijos fue
determinante para que iniciara su carrera de atleta.
Armando -moreno, delgado, voz tranquila- está orgulloso de
que su madre se haya animado a algo nuevo.
—Es una satisfacción porque, en principio, lo más importante
es que a una edad avanzada ha hecho una cosa que nunca hizo
antes -dice, mientras su mamá lo escucha atenta.
Piensa que su madre logró vencer los miedos a correr y a ani­
marse a entrenar gracias a que desde niña tuvo una vida ajetreada.
TENGO OTROS SUEÑOS

Cuando era pequeña, su familia se fue a vivir a un campamento


minero, por el trabajo de capataz de su padre. Allí su mamá vendía
artículos cotidianos para los mineros. Adelita, la mayor de las siete
hijas, era la encargada de aprovisionarse de mercadería. A sus diez
años debía recorrer a pie cerca de ocho horas hasta Potosí, donde
hada las compras.
Así se estrenó como comerciante, oficio que marcó su vida.
A sus 30 años tuvo su propio puesto en un mercado popular.
Como trabajaba por cuenta propia, nunca tuvo la idea de jubi­
larse, tampoco aportó para ello. Ella forma parte de las 790.000
personas mayores de 60 años (83 por ciento) que hasta este año
no acceden a la protección social de la jubiladón, según el Centro
de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedía). En
consecuencia, la idea de descansar y no hacer nada en su vejez
no iba con ella.
Así que, aunque los miedos la invadían, inició su entrena­
miento y al poco tiempo participó en su primera competencia
cross amntry\ una modalidad de atletismo recorrido a través del
campo, es decir, en circuitos naturales. En La Paz se realizan
estas competiciones en el Parque Urbano Central, un espacio de
esparcimiento al aire libre en el centro de la ciudad.
Al inicio, Adelita tenía miedo al fracaso. Por eso pidió a
Zulema que no contara al resto de sus hijos sobre el evento. Ade­
más, le avergonzaba que la vieran vestida con una camiseta ancha
verde, un corto suelto blanco, m edias deportivas y tenis blancos,
pero m inutos antes de la carrera, vio a todos sus hijos listos para
alentarla. E so le dio un poco más de fuerza, aunque los nervios
de principiante continuaban.
E n el p u n to de partida estaba inquieta, parecía com o si co­
rriera en el m ism o lugar. P ero recordó la recom endación de Z u ­
lema. Y así com o algunos de los grandes corredores de maratones
recitan man tras d en tro de ellos para llegar a autoconvencerse,
ella se puso a orar para ocupar la cabeza. Cébala que se le hizo
una costumbre.
Ya en la carrera, corría con paso corto. Una de sus compañeras
le pedía que no la dejase atrás. Como era su primera competen-
CORRER LOS 90
83

cia, ella la esperaba, hasta que un joven, desde el público, le dijo:


“Señora, usted tiene que vencerle, siga corriendo”. Ella apuró el
ritm o hasta la m eta. L legó en prim er lugar en su categoría.
P ero los nervios y la vergüenza n o se le pasaron, sino años
después. Aún recuerda el estrés en una carrera en Cochabam ba,
donde fueron a verla su herm ana y sobrinas o, peor todavía, cuando
llegó a la meta. Allí le fotografió el hijo de una de sus amigas de esa
ciudad y “el qué dirán” volvió a su m ente, pero para su sorpresa,
su amiga y todos los que se enteraban se alegraban.
—Los prim eros años tenía vergüenza. Y estos m is hijos h a­
blaban de eso. “¿Q ué tienen que contar a la gente?”, yo les decía.
—Todos estamos m uy orgullosos, pero ella dice ustedes debe­
rían ser deportistas y deberían hacerse hacer reportajes -interviene
Armando tras reír al escuchar a su m am á-. P ero internam ente le
gusta ser reconocida.

Adela camina rápido. M e cuesta seguirle el paso. Evade a las


personas que salen del cine en las partes estrechas de la acera
de subida de la avenida Arce. T ie n e prisa. Va a su sesión de fi­
sioterapia y, aunque está 15 m inutos adelantada, quiere llegar
pronto. Está urgida de entrenarse. E ste fin de sem ana com petirá
en Cochabam ba.
— ¡Ay, mi princesa había venido! -le recibe la fisioterapeuta
en la puerta de su consultorio en el prim er piso de un edificio.
— Buenas tardes doctorita -le contesta Adela e ingresa al
consultorio decorado por un pequeño escritorio, máquinas de
ejercicios, camillas y colchonetas verdes.
H ace cuatro meses que dejó de entrenarse. Le retiraron una
catarata de su ojo izquierdo, por lo que perm aneció en reposo.
Además, la pista atlética del estadio H ernando Siles, donde la
mayoría de los adetas se entrenan, está inhabilitada más de medio
año. Le quitaron el tartán, superficie reglamentaria que reviste el
suelo, y correr sobre cem ento resulta dificultoso por la falta de
apoyo para los pies.
ten g o a ra o s SLTÑOS

Bar eso atpmns de ios afiliados a h Asociación Nacional de


Atletas Másters de Solivia (Anamboí) se entrenan a campo abierto
en la pista d d Parque Urbano Central. O tros atletas se ven obli­
gados a presarse la pista del Colegio Alilitar que queda en la zona
Sor de la dudad. El grupo de la entrenadora Ana María .Moreno,
al que pertenece Adelita, no va hasta allá debido a la distancia y a
los costos que involucra.
“¿Cuánto dinero se hace al día en movilidad, más la alimenta-
don que es sumamente importante para un deportista? Nosotros
vamos al rincón del parque urbano, que es un lugar que tiene un
pedazo de asfalto, porque sobre el lugar donde están las máquinas
(de ejerdrios) todo es tierra y piedras. Adelita no puede entrenar
en eso. Está limitada en los entrenamientos por falta de campos”,
me explicó esta mañana Ana María.
Precisamente por entrenar allí, hace algunos meses a Adela
se le inflamó el tobillo del pie izquierdo. Por eso, requiere de más
sesiones de fisioterapia al mes.
La falo de infraestructura para otras disciplinas deportivas
que no sea el fútbol es un obstáculo para que los deportistas,
profesionales y aficionados, puedan practicar óptimamente. Por
el momento, La Paz no cuenta con una pista reglamentaria habi­
litada. La renovación de la que existe en el Hernando Siles inidó
en marzo de 2014 y se prevé que estará lista el siguiente año. Así,
también las competencias se concentran en otros departamentos.
Entre tanto, Adela desde la próxima semana se entrenará en
un gimnasio privado y luego contratará una cancha para que corra,
al menos, un periodo base. Debe preparase para competir en la
Nacional de máster en cross country el próximo marzo de 2017.
—Ahora flexión de los brazos: pecho, flexión, estiramos -le
dice la fisioterapeuta Miroslava Flores a Adela, que está echada
en una camilla. Acaba de quitarle los electrodos en los brazos y
piernas, que sirven para que sus músculos se entrenen con las
contracciones.
—¿Duele al subir?
—Si, un poquito.
CORRERLOS 90 85

—Uno, dos, tres y cuatro. Arriba, pechito, estiramos para que


no haya ese dolorato. Arriba pecho, estiramos. Descansamos.
Tras terminar la sesión de calentamiento, Flores le explica
que el tobillo ya no está inflamado.
—Muy bien, ahora a ponerse el short —le dice, a tiempo de
prestarle un corto azul de reserva. Adelita no trajo el suyo.
—N o pensaba traer. Iba a estar pelada -nos dice entre risas.
-—¿Así? Iba a salir en calzones en la foto, imagínese -4e con­
testa en referencia a las fotografías que realizo durante la sesión.
Para el trabajo cardiovascular, Adela da vueltas, cinco en total,
sobre una colchoneta verde de dos metros. Luego sube a la elíptica
y hace 60 repeticiones cada seis tiempos. Mira fijamente al frente
como si estuviera corriendo en una pista y acelera el ritmo.
La fisioterapeuta apunta que Adela no se cansa rápidamente
y que, si por ella fuera, no pararía los ejercicios.
—Sus rodillas son lo más fuerte que tiene. Es muy fuerte para
su edad, al menos de la gente que yo conozco. ¿Quién no quisiera
llegar así a su edad y con esa energía? -pregunta la especialista,
que atribuye esas cualidades al ejercicio y a la alimentación.
En Bolivia, pensar en la necesidad e importancia de ejercitarse
y recrearse de las personas de la tercera edad es, relativamente,
nuevo. Recién en la Constitución Política del Estado de 2009 se
menciona como obligación del Estado la generación de políticas
públicas para la protección, atención, recreación, descanso y ocu­
pación social de esta población. Antes, los gobiernos se centraron
principalmente en crear medidas relacionadas con la renta mensual
y al seguro médico gratuito, políticas que apenas tienen 20 años
de vigencia y que tienen sus limitaciones.
Desde la década de los 2000, los mayores de 60 años van a
espacios de recreación y formación impulsados, en primera instan­
cia, por la Iglesia Católica, especialmente por Caritas Bolivia y la
Universidad Católica San Pablo, y luego asumidas por instancias
estatales.
Pero aún no es un común denominador que esta población
se dé tiempo para la recreación y el ejercicio debido a cómo se
86 TENG O OTROS SUEÑOS

perciben y cómo son percibidos por la sociedad, que espera que


Jos ándanos descansen y que no realicen actividades productivas,
atribuidas, incorrectamente, solo a gente más joven.
Eso lo sabe bien Adela. La segunda vez que renovó su carnet
de deportista, el médico de la Clínica D epartam ental del D epor­
te no quiso extenderle el documento, el cual perm ite el uso de
instaladones deportivas públicas y la posibilidad de inscribirse
en competenrias.
—Señora ¿a usted qué le pasa? N o tiene que estar haciendo
estas cosas, siéntese en su casa y vaya a tejer -le dijo, y se negó
a hacerle el examen médico para com probar su estado de salud.
Gradas a la intervención de la secretaria de la institución, Adela,
finalmente, obtuvo su credendal. Pero el com entario del médico
le deprimió.
“Estaba bajoneada y fue chocante para nosotros. M uchos (at­
letas) hicimos una nota de reclamo aquella vez, pero obviamente
no le dijeron nada al doctor, que hace algunos años ya falleció.
El problema en el país es que no tenemos la cultura del trato a la
persona mayor. La gente desvaloriza la decisión de los ancianos al
igual que la de los niños. P or ejemplo, el hecho de que los tutean;
a ella varias veces la tutean y la tratan como a una niña. O los ven
como personas no productivas”, reflexionó su hija Zulema, vía
llamada telefónica, desde Sucre.
Esa forma de ver a los andanos, tam bién afecta en cómo se
sienten ellos. Adelita cuenta que invitó a sus amigas a entrenarse,
pero que redbió respuestas de “no voy a poder” o “me voy a can­
sar”. O algunas le dicen que deben atender a los nietos.
Precisamente, muchas no tienen tiem po para realizar acti­
vidades recreativas, a diferencia de países de Europa, Estados
Unidos o ( lanada. Allí, por su contexto económ ico, hay más
deportistas mayores en diferentes disciplinas. En atletismo, estaba
la canadiense Olga Kotelko, que falleció a los 95 años, después
de acumular más de 30 récords mundiales y 750 medallas de oro
y que se entrenó recién a sus 70 años. O la alemana Rosemarie
Kreiscott, de 85 años, que tiene una marca de 19 segundos en
100 metros planos.
CORRER LOS 90 87

E n cambio en Bolivia, por la situación socioeconómica, de


los 878.012 bolivianos de 60 años, a 2015, el 61 por ciento eran
jefes de hogar y estaban a cargo de los nietos, según la Asociación
N acional de Adultos M ayores de Bolivia (Anambo). Este dato se
palpa solo al salir a las calles bolivianas, donde se ve que aún son
fuerza de trabajo, especialmente en empleos informales. Realidad
que recae, con m ayor fuerza, en las mujeres. Este es un patrón
que se repite en otros países de Latinoamérica: Chile tiene 60 por
ciento; H onduras, 55; México, 90 por ciento de estas personas que
contribuyen con m antener sus hogares.
P or eso no extraña que Adela sea la única deportista de 90
años en Bolivia. Incluso cuando comenzó, ni siquiera había la
categoría en la que pudiera participar, solo había corredores hasta
los 69 años. Para ella, la Anambol habilitó la categoría de 75 - 79,
porque si bien ingresó a sus 80 años, según su carnet tenía tres
años menos.
E n las competencias departamentales y nacionales corre con
atletas de categorías m enores para no sentirse sola, pero compite
contrarreloj y con sus anteriores marcas. E n las internacionales,
el panorama cambia. Adelita ya no está con gente más joven en
el punto de partida, tiene rivales coetáneas e incluso mayores.
Además, en su mayoría, cargan consigo una carrera de varios
años en el atletismo, a diferencia de ella, que anda en estas lides
apenas una década.
Pero el recorrido de sus competidoras no le intimida. Todas
las medallas de oro y plata que ganó para Bolivia lo demuestran.
En realidad en la mayoría de las competencias sudamericanas ganó
oro, mientras que el mundial de Porto Alegre en 2016 obtuvo
plata y oro.
N o llegar a la meta siempre en primer lugar le da impulso para
continuar. “Es bueno que haya competencia, es algo que a uno le
anima a seguir entrenando y estar con más fuerza para mejorar.
N o estancarse. Porque si usted que va a ganar y ganar, entonces
ni ganas de entrenar hay”, me dijo su entrenadora.
Gracias a ese ímpetu ha mejorado en los últimos años. Desde
que se entrena con Ana María, Adela ya cuenta con un tranco de
T E N G O O TRO S SUEÑOS
8$

paso más amplio, lo que le p erm itió b ajar su ré c o rd d e 27 a 23


segundos por cada 100 m etros. Y lo h izo a fu erza d e e n tre n a rs e
igual que el resto de las atletas, trab a jan d o u n p e rio d o base en
el que se hace fuerza de potencia y resisten c ia y s u b ie n d o 15
veces todos los escalones de las g rad erías p e q u e ñ a s d el estad io .
Está en constante autoexigencia. E l “yo p u e d o ” es su resp u e sta
favorita. Además, disfruta co m p etir c o n las n iñ a s m ie n tra s hace
esos ejercicios.
Ahora, en el consultorio, la velocidad y p o te n cia de la cam i­
nadora eléctrica dem anda a Adela que abra m ás sus p iern as, que
tenga la postura precisa y la co n cen tració n necesaria para c o rrer
con certeza, tal com o espera hacerlo el próxim o sábado.
— ¿Va a viajar sola, o van a ir sus hijas a sacarle u n a foto?
—Q ué van a ir. Voy con mi grupo. M i familia n o tien e tiem po.
Vas a traer hartas fotos, m e dicen —responde sin p e rd e r el ritm o.
Adela aún tiene la esencia de ser una m u jer indepen d ien te;
es más, los últim os 20 años la ha cultivado fervientem en te. P o r
eso, le gusta viajar sola a las com peticiones, ya sea d e n tro o fuera
del país. Disfruta com partir más tiem po con sus com pañeras de
viaje, con las que se cuidan, p o r eso n o acepta ir en avión, pese a
la insistencia de sus hijos, y viaja en bus con su delegación.
Sus hijas e hijo van a todas sus carreras d en tro de L a P az y
se sienten mal porque, por sus ocupaciones laborales, n o pueden
acompañarla a otros sitios, pero tam bién respetan su in d ep en ­
dencia.
“N os da pena que vaya sólita, pero po r el o tro lado nos p er­
mite ver que ella, com o cualquier persona, le gusta viajar p o r su
cuenta y eso le hace sentirse libre. Pensam os que m i m am á tenga
su espacio para que pueda desarrollarse y que vaya con sus amigas,
eso también le perm ite sentirse capaz de hacer sus actividades
porque muchas veces a las personas mayores las querem os agarrar,
retenerla». Creemos que eso no funciona. Ella necesita su espacio”,
me dijo su hijo Armando hace unos días.
—Ultimo ejercicio, doña Adelita. Lanzamos la pelota - le dice
la especialista para que practique ios lanzamientos de jabalina,
disciplina en la que también participa hace dos años.
CORRER LOS 90 89

— ¿Hay dolor? -le consulta después del primer tiro.


—N o.
—Postura de lanzamiento, brazos, fuerza. Vamos -la pelota
azul golpea con fuerza la pared del fondo-. Bravo.
—M e he pasado de donde debía lanzar.
—N o importa, si llega al otro edificio no hay problema. Lista.
¿Cómo se siente?
— Bien
— ¿Ya no hay dolor?
—La prim era vez, cuando fui a Tarija, bien he lanzado; la se­
gunda ya no me ha obedecido. Esta es el que me ha fallado -acusa
a su mano derecha-.
P o r la artritis que llegó a su vida con la vejez y con más fuerza
hace tres años, su mano ya no tiene el movimiento y la fuerza de
hace años. Si al inicio lanzaba la jabalina 12 metros, ahora ésta
solo recorre entre ocho y nueve.
—Estos dedos ya no me obedecen -explica mientras aprieta
con su m ano derecha una pelota verde más pequeña.
i—Esos dedos desobedientes -reacciona juguetona la fisio-
terapeuta. L e recom ienda que no se olvide colocar la cinta de
protección en el campeonato.
Adela está en constantes chequeos médicos, pues la asociación
le exige una ficha médica con electrocardiograma incluida. En
la últim a revisión de hace dos meses, el médico le dijo que tenía
un corazón de quinceañera. “Así que agarre su guitarra y vaya a
cantar”.
P ero por el paso de los años, su entrenadora prefiere cuidarla.
Al ver que sus rodillas ya no eran las de antes, le redujo la distancia
de recorrido: de 200 y 400 metros a 100. Así también precautela
su corazón.
C orrer, además de m antener activos al cuerpo y favorecer a
la salud, perm ite conocerse. Entender las potencialidades y limi­
taciones físicas, las que están vinculadas con el diario vivir.
E l escritor japonés H aruld Murakami, de 67 años -corredor
aficionado y autor de Tokio bluesy 1Q84, entre otros títulos-, cuenta
que cuando recibe una crítica literaria que considera infundada
TEN G O OTROS SUEÑOS
90

corre más distancias, pero termina más agotado. Así se concientiza


que es una persona débil y con limitaciones.
“Mientras corro pienso, de improviso, que tampoco pasa nada
si no consigo mejorar mis marcas. H e envejecido y el tiem po se
va cobrando sus cuotas. Nadie tiene la culpa. Son las reglas del
juego. Es igual que los ríos que fluyen hacia el mar. Solo puedes
aceptar esa imagen tuya tal como es, como una parte más del
paisaje natural. Quizá no resulte una tarea muy grata. Y quizá
lo que descubras tampoco te guste particularmente. Pero pienso
que nada puedo hacer. Hasta ahora, a mi manera - y aunque no
quepa decir que haya sido suficiente-, he venido disfrutando más
o menos de la vida”, escribe en su libro De qué hablo cuando hablo
de correr (2007).
Mientras Adelita se cambia lentamente y sin demostrar can­
sando por la sesión. Me pregunto ¿por qué la gente corre? ¿Qué
busca con esa práctica?
Recuerdo que un amigo me contó que su hermano corría para
superar su divorcio; Forrest Gum comenzó a correr para escapar
de unos niños que querían pegarlo y de ahí no paró; Ali -el niño
protagonista de la película iraní Losniñosdelcielo- corrió para ganar
el segundo lugar de un maratón y obtener zapatos para su hermana
pequeña. A Murakami, correr le ayudó a tener ritmo más preciso
en la escritura y comparar la preparadón de una novela con la
de un maratón. Para Adela correr y hacer ejercidos es vital. “El
ejercido para las personas es el agua para las plantas. Si falta agua,
las plantas mueren; si falta el ejercicio, las personas mueren”, es
una frase que repite constantemente.
Pero» quizás, una de las respuestas m ás precisas la tien e la
protagonista del docum ental brasileño La película de la reina, de
Sergio M ercurio, Al inicio del film e, E figénia R am os R oliin, una
mujer de 74 años de un pueblo de M inas G erais, Brasil, q u e des­
de sus 60 se volvió artista callejera que trabaja con en v o ltu ras de
caramelos re n d ad o s, de pronto, corre en plena calle. L u eg o dice:
“Cmando tengo ganas de correr, yo c o rro ”.
Adela corre por eso, por ganas de hacerlo. Sin im portarle los
achaques de la edad, los estereotipos de la sociedad, o la altura de
CORRER LOS 90 91

La Paz, que asciende los tres mil seiscientos metros sobre el nivel
del mar. C orrer le dio la posibilidad de liberarse. Finalmente las
dudas y temores que tenía a su llegada a su nueva vida, hace nueve
años, se disiparon y corre sin que le importe cómo ni hasta cuándo.
Solo corre y disfruta su libertad al hacerlo.

jtr * *

En marzo de 2018, el nuevo médico de la Clínica Departamental


del Deporte se negó a practicarle los estudios médicos para que
renovara su carnet de deportista. Según éste, por sus años, Adela
debiera quedarse en su casa y no dedicarse a correr. Pese a eso, ella
sigue corriendo, aunque sus entrenamientos bajaron de intensidad
debido a que la pista atlética del estadio Hernando Siles continúa
en refacciones y por la edad se le dificulta entrenar en otros lados.
Derecho de piso

“Cuando llegas no tienes derecho a nada.


‘ ,
Yo decía: D iablos cómo consiguen
dinero para sus llamadas™.
Luisa

A justa no le preocupa que el detergente y el agua fría le hayan


lastimado el antebrazo, solo le interesa lavar más prendas durante
sus 12 horas diarias de trabajo. Esperó por más de un año una
labor donde gane alrededor de 2.000 bolivianos mensuales y no
desaprovechará esta oportunidad que durará tres meses. Tiene
que mantener a siete de sus ocho hijos y lo que le sobre, si le
sobra, ahorrará para cuando salga Ubre. Hace 19 meses que está
con detención preventiva en el Centro de Orientación Femenina
(COF) de Obrajes. Dice que no hay pruebas en su contra, pero
como el proceso no avanza. Se declarará culpable para salir con
el beneficio de indulto.
Son las diez de la mañana de un domingo de febrero de 2015.
Es día de visitas y hay mucho ajetreo en el patio trasero donde están
los toldos -construcciones precarias de venesta, cartón prensado y
calaminas que miden desde un metro por uno y medio hasta dos
por tres, el más grande-. En algunas casetas venden ropa, lanas,
verduras y comida. Los pasillos se asemejan a los de un mercado
TENGO OTROS SUEÑOS
94

popular, claro que más angostos. Ya dentro del toldo de doña


Justa, donde juegan tres niños en una improvisada cama sobre
cajones de madera, recuerdo que estoy en la cárcel más grande
de mujeres en La Paz,
El COF de Obrajes funciona en una vieja casa que fue cons­
truida hace casi un siglo y que antes era un convento. La capacidad
del edificio es para 100 personas, pero está sobrepoblado, al igual
que el resto de los recintos penitenciarios bolivianos. Alberga a
330 privadas de libertad, muchas de ellas viven con sus hijos. Hay
80 niñas y niños, de los cuales 60 tienen menos de seis años y el
resto llega hasta los 16 -la ley establece que los niños solo pueden
vivir en cárceles hasta los seis años-.
—Tengo ocho hijos, de los cuales cinco viven acá. Soy padre
y madre -dice Justa mientras aprovecha para descansar por unos
minutos de su pesada faena.
Es morena, mide como un metro y cuarenta. Aparenta más de
50 años, pero recién tiene 43. Sus dientes están teñidos de verde
de tanto mascar coca, la cual le ayuda a no cansarse rápidamente.
Está acusada por traficar 27 gramos de pasta base de cocaína, pero
asegura que solo eran 10 gramos los que encontraron a unos tres
metros de donde estaba.
En su toldo apenas entran una cama, unas cajas que sirven
como mesa y otra más pequeña que simula una silla. Aquí sus hi­
jos se dan modos para jugar, descansar y estudiar durante el día,
mientras que en la noche duermen en una de las 11 habitaciones
comunes en el edificio principal. Allí, ella ocupa el segundo nivel
de una litera y los chicos duermen en un colchón tendido en el
suelo. Tienen suerte, la mayoría de las madres comparten con sus
hijos una cama de una plaza.
Debido a su crítica situación económica, la Dirección de la
cárcel le cedió por un tiempo este espacio para que esté en el día
sin que tenga que pagar algún costo, como lo hacen otras. Por ello,
Justa alojó hace unos días a Eli y a su hijo de dos años. Mientras
hablamos, Eli -incriminada por robo- retuesta el fideo en una
precaria hornilla eléctrica ubicada en una esquina del suelo.
DERECHO D E PISO 95

Esta es la segunda semana que Justa trabaja en la lavandería del


penal -q u e ofrece su servicio a la ciudadanía-y confía que ganará
“buen dinero”, aunque disfrutará de su sueldo recién dentro de
dos o tres meses.
La lavandería es uno de los beneficios laborales más reditua­
bles que brinda el régim en penitenciario y también es el más des­
gastante; el otro beneficio cotizado por las mujeres es la atención
de uno de los ocho teléfonos públicos, el cual se da principalmente
a las personas que recobrarán pronto su libertad.
El m onto que Justa reciba por cada mes trabajado dependerá
de cuánta ropa lave. P o r cada prenda sencilla ganará un boliviano
y si la ropa es más grande, como un jean, ganará un poco más.
Al menos son 10 los beneficios que hay para elegir en Obrajes,
pero no cualquiera puede acceder a éstos, se necesita una antigüe­
dad de al m enos seis meses para solicitar alguno, aunque -com o
dirá más tarde la gobernadora del C O F- hay excepciones según la
situación socioeconómica de las mujeres. A eso se suma la larga
lista de espera.
—Cuando llegas no tienes derecho a nada. Yo decía: “Diablos,
cómo consiguen dinero para sus llamadas” -m e dijo hace unos
días Luisa, encarcelada por segunda vez por tráfico de pastillas.
Pero no solo se necesita dinero para hacer llamadas, sino para
muchas otras necesidades, principalmente, la alimentación. Pese a
que el Estado destina un pre diario de seis bolivianos con sesenta
centavos por cada interna -q u e cubre dos panes para el desayuno,
el almuerzo y el té y su p a n - y un monto similar para los niños
menores de seis años, no es suficiente.
—Aquí se necesita por lo menos 20 bolivianos día solo para
comida, dice Justa.
La prim era semana le costaba generar ese monto puesto que
primero debía pagar su derecho de piso. Este consiste en realizar
cuatro tareas específicas durante una semana y si las internas quie­
ren evadir ese trabajo, que no solo consume tiempo sino también
demanda m ucha energía, pueden pagar 76 bolivianos para que
otras lo hagan. P o r supuesto, Justa pagó con trabajo físico.
rfX Q O $1 V Ñ O $

Dtsposrs Je dfcx durante *1 m enos sets meses dividía su tiempo


om r n V ^ 1U n ^ o M i t t t o f i o g para las nuevas internas -4a-
bcccs en Li cocina com an y en la de niños, limpieza del estable-
c u s k o c o . entre otros—y trab a jar en k> que podía p ara sustentar a
» mineros* C u a n d o ya cumplió con todos sus oficios, se
encintaba de los que las. otras in te m as no querían hacer y tenían
el dinero para pagar,
— Irene Qmspe... ¡teléfono!
Grita afuera una joven que trabaja de “taxi”, así les dicen a
Ib que buscan a las internas cuando éstas tiene alguna visita o
Samada telefónica.
Precisamente fue éste el primer trabajo al que accedió Jus­
ta el año pasado cuando ya no era considerada nueva. Aquella
vez lo más que recibió fue 200 bolivianos mensuales, los cuales
cubrían los pasajes de sus h ijo s a la escuela, lo que ya aliviaba su
preocupación.
Para costear el resto de sus gastos -compra de pañales, útiles
escolares, ropa y alimentación de sus tres hijos que no reciben
comida del Estado debido a su edad-, además de trabajar durante
el d ía, las noches las pasaba tejiendo.
Antes de retomar a la lavandería, Justa recibe una manta que
elaboró junto con otras dos mujeres por la cual ella cobrará 200
bolivianos, que nunca están demás.

Hada ya ocho meses desde que M a y ra llegó al C O F de Obrajes y


la angustia del encierro, la falta de dinero para sobrevivir dentro,
y el haber dejado solos a sus padres la mortificaban. Todo ello la
llevó, con el apoyo de su familia, a pagar 700 bolivianos al juzgado
para acelerar su caso y solo así le llegó redén la imputación formal
como coautora de estafa múltiple de la que la acusan.
Pasaron ya cinco meses de aquel día y 13 meses desde que le
dieron detención preventiva, pero pese a todos los esfuerzos legales
que hizo aún no se le concede acción de libertad. Está segura que
el juez “quiere plata”.
T iene 36 años y es delgada. U n sombrero pescador le prote­
ge el rostro, que al exponerse al sol se irrita. Y buena falta hace
cubrirse de los rayos solares que particularmente hoy están muy
fuertes, después de varios días lluviosos.
Com o n o tiene toldo com o la mayoría de las mujeres en el
COF -so lo son 34 las que cuentan con uno, que cuesta desde 600
hasta 1.000 bolivianos-, nos sentamos en el borde de una de las
dos jardineras que adornan el patio. A nuestro lado, en un pequeño
colchón, están dos m ujeres junto a una niña, más allá otras tres
sentadas sobre bolsas de yute y otras com parten una de las cinco
mesas que tienen som brillas cerca de la gobernación. Algunas
charlan con sus visitas.
H ace instantes, am bas estuvimos en una reunión con las de­
legadas de las 11 habitaciones. E l principal tema que perturba a
las representantes —al igual que al resto de la población del penal­
es la ausencia de una verdadera justicia en un país que ocupa el
primer lugar con m ayor retardación de justicia en Latinoamérica,
de acuerdo con u n estudio de la Pastoral Penitenciaria Católica
en Bolivia.
Esta retardación de justicia es evidente en Obrajes, el 83 por
ciento de las internas está con detención preventiva, al igual que el
84 por ciento de las m ás de 11.000 personas que están encarceladas
en todo el país, según u n inform e de la Defensoría del Pueblo.
Mayra está con esta m edida cautelar por posible fuga, amenaza
que -según e lla - n o es posible, porque recién se enteró del proceso
que pesaba en su co n tra el m om ento en que la detuvieron.
E n el inform e “Situación de los derechos de las mujeres priva­
das de libertad en Bolivia” de la D efensoría del Pueblo se explica
que los jueces to m a n esa decisión principalm ente con personas
jóvenes, en ten d ie n d o que “p o r su juventud hay mayor riesgo de
peligro de fuga y obstaculización”.
M ayra dice que apenas tiene plata para sobrevivir, menos va
a tener para h u ir y q ue la justicia debiera basarse en hechos y no
en supuestos.
E n to d o este tie m p o se suspendieron cuatro de sus cinco au­
diencias. E n la qu in ta, qu e sí se llevó a cabo, no le fue bien porque
TENGO OTROS SUEÑOS
96

el juez rechazó su acción de libertad debido a que los papeles de


respaldo de trabajo y vivienda que presentó eran “muy simples”.
Esos papeles simples a los que se refiere eran el contrato de
anticrético que figura al nombre de sus padres con quienes vive
y el contrato de un trabajo como cajera en una peluquería, pero
como ella no tiene estudios de contabilidad no fue válido.
Esa posibilidad de trabajo la compró con 300 dólares (poco
más de 2.000 bolivianos). No le quedó de otra, puesto que casi
nadie quiere contratar a una persona con antecedentes penales.
Ahora está a la espera de su próxima audiencia, pero para
que se lleve a cabo rápidamente, en el juzgado le pidieron 3.000
bolivianos y el investigador de su caso quiere cobrarle un monto
aún más alto para acelerar el proceso.
—Yo estoy amarrada de pies y manos porque no puedo defen­
derme, porque los jueces no me dejan —dice mientras la frustración
le invade el rostro.
Esa misma frustración se siente en la voz de Coral. Ella ya no
debería estar en el COF, en septiembre de 2013 le dieron detención
domiciliaría, pero aún no puede hacer efectiva esa medida porque
tiene que pagar 30.000 bolivianos de fianza.
—¿De dónde voy a sacar ese dinero? He demostrado la
extrema pobreza con la que viven mis padres y mis tres hijos,
dice mientras la voz se ie quiebra y teje con mucha velocidad
en m toldo.
Está con detención preventiva hace tres anos y ocho meses,
acusada par complicidad de robo agravado al peaje de la autopista
La Paz~El Alto en 2010. Su caso se hizo famoso no solo por la
léolencía dd aeraooi, smo porque su concubino, acusado y detenido
como principal ancor, fríe encontrado torturado y muerto en el
%efundo p«o de b Fuerza Especial de Locha Contra el Crimen
de El Aleo al d b siguiente del hecho.
Desde aquel día Coral ha vivido en b íneerádurobre porque
recién a loe tres años te dieron b acusación formal. Inclusive, en
m dmqirrinñn d igual que Justa y otras mujeres encarceladas,
se dedaré culpable can b esperanza de que el indulto le favorezca,
peso d fiscal y d juez que llevan su caso no aceptaron.
DERECHO DE PISO 99

—“Está buscando la alternativa para salir de la cárcel tratando


de culparse de una cosa que no ha hecho” -le dijo el juez.
Solo le queda tener fe en que el proceso se acelere y que se
efectivice su audiencia conclusiva. Entre tanto, para que los nervios
no le ganen y su dolor de cabeza no incremente, pasa las noches
mascando coca y fumando cigarro junto con otras mujeres que
esperan sentencia.

* * *

—La cárcel es para los pobres. El que tiene plata se va, pero el que
no, se queda. Y mientras tanto, los verdaderos narcotraficantes
bien felices y chochos de la vida.
Es la afirmación de Karina, una joven de 23 años que está en
la cárcel un año y diez meses. Es acusada por traficar drogas, como
el 56 por ciento de las detenidas en el país, gracias a la Ley 1008,
que condena de la misma forma persona que esté en posición de
narcóticos sin im portar la cantidad ni que sea consumidor, pro­
ductor o comerciante p o r menor.
Es delgada, tiene ojos grandes y hundidos. Habla con mucha
seguridad y velocidad. Su voz es acompañada por los movimientos
fuertes de las manos.
A ella y a su h erm an a las detuvieron a dos cuadras de su casa.
Minutos antes, los efectivos de la Fuerza Especial de Lucha Contra
el N arcotráfico (FELCN) ingresaron a su casa vacía sin orden de
allanamiento y cuando ya las apresaron las llevaron a su domicilio,
donde las encañonaron.
Asegura que ellas son inocentes, pero que su mamá es con­
sumidora, por lo que la encarcelaron tiempo atrás y que eso pesó
al momento de darles detención preventiva. Ahora hay el riesgo
que su sentencia sea de diez años.
Antes de ese hecho, estudiaba Turismo y Hotelería. En la cár­
cel comenzó a estudiar Derecho, pero hace un tiempo el régimen
penitenciario ya no continuó con el convenio con la universidad
que daba este servicio. Esta situación se repitió en todos los pe­
nales del país.
T E N G O O TRO S SU EÑ O S
too

—Nosotras pagábamos la matrícula, el régim en n o daba ni


un lápiz.
Por esto, cree que no hay un verdadero proceso de re in ­
serción social, aunque la gobernadora del penal, M a y o r L u z
Alaria Viaja, dice que el COF sí es un espacio para refo rm arse y
que hay muchas mujeres que han cam biado su actitud, p ero que
depende de ellas.

La sonrisa de Zulma distrae su aspecto cansado. E stá acusada por


transportar droga. Tienen tres hijos en la cárcel y dos fuera. L e
agobia ya no poder trabajar de sol a sol com o antes para sobrevivir.
Las radioterapias la dejan débil.
\ntes ele llegar a su toldo, pasamos po r el patio donde hay una
docena de duchas. En la puerta había una fila de más de 10 personas
que esperaban bañarse, en una de las tres duchas que funcionan.
Una de las internas ameniza la espera con su voz chillona.
“Amigo, sírvanme una copa esa copa llena, quiero em briagarm e...
Amigo, ya no me interesa lo que diga la gente ya no voy a luchar
por su amor, ya no me interesa lo que diga la gente ya no voy a
luchar por su amor**.
—Tenemos nuestra propia “Yanta L izeth” del COF, dice entre
risas Estela alias “La Garita** -q u e tiene una sentencia de 14 años
por venta de estupefacientes- haciendo alusión a la cantante de
chicha peruana. Y las mujeres sueltan grandes carcajadas.
Ya en su toldo, Zulma y sus hijos de tres, siete y 13 años co­
mienzan a saborear 1a comida. Gomo es feriado, por la celebración
del quinto aniversario del Estado Plurinacional, el plato del día
es especial: para las mujeres, medio lomo y para los niños, ají de
fideo Afuera, dos internas le dieron sus fichas para que ios cuatro
puedan comer.
La familia se da mudos para entrar en la cama que mide no
més de un metro. Los niños se entretienen de rato en rato ma­
tando • los ehulupís que aparecen por las paredes y a veces caen
sobre Ut oobt$ss.
DERECHO D E PISO 101

Los primeros meses que Zulma no tenía toldo -por ser nueva-
dejaba a su hijo pequeño en un rinconcito del patio o lo llevaba
cargado en su espalda cuando trabajaba limpiando y lavando para
otras a modo de ganar dinero. En la noche prefería que sus hijos
durmieranen su cama mientras ella se amanecía tejiendo.
Hace ocho m eses le com enzó a doler la columna. El dolor
coincidió con la época en la que comenzó a trabajar en la lavandería
y creía que se trataba de desgaste físico.
Al malestar se le sum ó el sangrado vaginal cuando alzaba
mucho peso, por ello se hizo tres pruebas de Papanicolaou. El
doctor del penal le decía que no era nada grave, pero cuando los
sangrados se hicieron más frecuentes y se desmayaba, le dio una
orden para hacerse estudios en el Hospital General; sin embargo,
las órdenes de salida, que deben tener permiso del juez, no llegaban
del juzgado porque su abogado no iba a recogerlas o llegaban un
día antes de la cita en el hospital, cuando era demasiado tarde para
disponer de escolta policial.
Estuvo mucho tiem po así, hasta que gracias a la radiografía
que le hizo el personal m édico del Hospital Arco Iris, que va al
COFgratuitamente, se enteró que tenía cáncer cervical.
—Con esta enfermedad no puedo hacer nada, por mí podría
hacer 20.000 cosas, pero m e es imposible, cualquier movimiento
brusco que hago ya está el sangrado y cuesta que pare.
Si bien en el caso Zulma las salidas médicas contaban con
autorizaciones del juez, la mayoría de las internas no corren la
misma suerte.
“La Garita”, por ejemplo, una vez tuvo que exigir cuatro veces
a su juzgado su orden de salida médica para someterse a fisioterapia
debido a la hernia de disco de espalda.
—Justamente ayer tenía que salir, pero no ha llegado mi
salida-, me dijo ayer.
El dinero que ganó Zulma en la lavandería lo invirtió en los
laboratorios médicos. Lo que ganó en la atención de teléfono,
que fue el último trabajo que hizo pese a los sangrados, se le va
acabando. Espera que con lo que le paguen por los tejidos pueda
reunir 4.000 bolivianos para las duras sesiones de radioterapia.
TENGO OTROS SUEÑOS
fCC

Al igual que Justa y Coral. Zulma -encerrada sin sentencia


hace tres años- se declarará culpable para acceder al indulto. Con
cuatro hijos a cuestas, sin posibilidad de trabajar y con cáncer es
una de las pocas salidas que le quedan.
Gracias por los sueños

Gracias a la Fundación para el Periodismo Bolivia y a European


Joumalism Centre (EJC) por brindármela oportunidad de partici­
par en la beca para escribir parte de este libro en Logan Nonfiction
Program en “Carey Institute for Global Good” de Nueva York y
por la publicación de esta primera edición. Gracias a “Carey Ins-
titute for Global Good” por darme el espacio y el asesoramiento.
Principalmente, gracias a Tim Weiner por su acompañamiento en
la primera parte del libro y Josh Friedman por su mirada.
Gracias a Plural editores por confiar en las historias.
Gracias infinitas a Juan Carlos Salazar por brindarme su
confianza y apoyo desde el inicio de este proyecto, por su acom­
pañamiento, sus consejos y observaciones tan pertinentes.
Gracias a Renán Estenssoro, Javier Castaños y Josh Laporte
por confiar en mi trabajo y por impulsar a que éste se consolide.
Gracias a los medios que publicaron algunas de estas crónicas
en sus primeras ediciones. Gracias a Alex Ayala por sus comentarios
de “La búsqueda” y sus talleres de escritura.
Gracias a Lineth, María, Dan y Chunchula por el apoyo ab­
soluto; a Marco por impulsarme a publicar y construir este libro;
a Karen y Javier por todas las horas de escucha y lectura de las
versiones de las historias. Gracias a Nancy, Miriam, Wara, Emma,
Gabriela, Silvia Natalia, Jimena, Rosario, Chantal, Ilker y Alexis
te n g o otro s sueños

por darme las faenas cuando éstas querían esfumarse. Gracias a


Xmón por revisar este material. Gracias a C hina M artínez por las
bellas imágenes que acompañan a estas historias.
Y. principalmente, gracias eternas a cada una de las personajes
de estas historias por permitirme contarlas y por continuar con
h lucha por sus sueños, sueños que tenem os todas las mujeres.
Indice

7
Contadores de histo rias............................

La fuerza del m iedo....................... *,..».««*« * * ^^~ ^« ^^ * * * ^* * U


La búsqueda...................................... 29
La mujer del espejo........................... 43
El encierro........ .................... 53

Correr los 9 0 ...................... 7 7

b rech o de p iso........................................ ' ~~ ™ J 9J

GraáaSpor los ..................................................................... 103

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