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Etica Persona en Accion PDF
Etica Persona en Accion PDF
Jorge
Yarce
PRESENTACIÓN
...............................................................................................
7
Capítulo
1
Qué
es
la
ética
y
por
qué
ser
ético
..................................................
9
Qué
es
la
Ética
...............................................................................................................
9
¿Por
qué
ser
ético?
......................................................................................................
12
La
ética
es
una
necesidad
de
la
naturaleza
humana.
.....................................................
12
Todos
emitimos
juicios
éticos
........................................................................................
12
Tenemos
un
fin
que
orienta
la
vida
...............................................................................
12
Estamos
siempre
buscando
la
felicidad
.........................................................................
13
Tenemos
que
cumplir
obligaciones
o
deberes
..............................................................
13
El
reconocimiento
de
la
dignidad
..................................................................................
13
Necesitamos
siempre
de
la
libertad
..............................................................................
14
FRASES
PARA
RECORDAR
.............................................................................................
14
PREGUNTAS
................................................................................................................
15
LECTURA
......................................................................................................................
15
Capítulo
3
La
persona
como
centro
de
la
ética
..............................................
25
Persona
y
personalidad
...............................................................................................
25
Personalidad
en
desarrollo
..........................................................................................
26
Carácter
y
madurez
personal
.......................................................................................
27
Personalidad,
emotividad
y
ética
.................................................................................
28
La
persona,
protagonista
de
la
ética
............................................................................
29
Conducta
y
acción
.......................................................................................................
30
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
7
PRESENTACIÓN
Ofrecemos,
para
uso
de
los
estudiantes,
el
texto
del
Curso
de
Fundamentos
de
Ética
para
alumnos
de
pregrado,
dentro
del
Programa
Común
de
Humanidades
de
la
Facultad
de
Filosofía
y
Ciencias
Humanas
de
la
Universidad
de
La
Sabana,
como
parte
de
un
proyecto
experimental
en
el
que
se
aplica
la
metodología
activa,
que
tiene
por
centro
de
la
enseñanza
la
participación
de
los
alumnos
en
su
propio
aprendizaje.
El
curso
ha
sido
dirigido
por
el
Dr.
Jorge
Yarce
con
la
colaboración
de
los
profesores
Carlos
Bernal
Quintero,
Carlos
Gustavo
Pardo
y
Juan
Guillermo
Duque,
a
quienes
les
agradecemos
su
dedicación
y
empeño
por
hacer
de
este
experimento
una
tarea
académicamente
gratificante
para
alumnos
y
para
profesores,
gracias
al
apoyo
recibido
del
Coordinador
del
Programa
Común
de
Humanidades,
Profesor
Hernán
Olano
y
del
Decano
de
la
Facultad
de
Filosofía
y
Ciencias
Humanas,
Dr.
Bogdan
Piotrowski.
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
9
Capítulo
1
Qué
es
la
ética
y
por
qué
ser
ético
No
es
que
a
alguien
se
le
haya
ocurrido
recientemente
que
es
bueno
que
las
personas
sean
éticas,
debido
a
la
ola
creciente
de
corrupción
en
todos
los
países
del
mundo,
o
a
la
crisis
económica
mundial,
que
ha
revelado
conductas
éticamente
reprobables
por
parte
de
empresarios,
gobernantes
y
banqueros.
La
ética
es
tan
antigua
como
la
humanidad
y
siempre
se
han
presentado
personas
y
situaciones
en
las
que
se
observa
la
falta
de
ética.
No
se
trata
sólo
de
que
la
gente
actúe
de
acuerdo
con
las
normas
jurídicas,
cuya
violación
la
hace
objetivo
de
sanciones
y
castigos
por
ese
motivo,
sino
de
que
sus
comportamientos,
sin
ser
objeto
de
sanciones
externas,
no
sean
calificados
como
inmorales
o
antiéticos.
Puede
tratarse
de
cosas
que
son
lícitas
jurídicamente,
pero
que
no
deben
hacerse
por
otras
razones
que
llamamos
éticas.
Cuando
yo
falto
a
la
lealtad,
o
a
la
verdad,
o
a
la
responsabilidad,
con
mis
amigos
o
en
el
trabajo,
nadie
me
puede
sancionar
o
demandar
le-‐
galmente.
Es
mi
conciencia
la
que
me
dice
que
actué
mal
o
los
reclamos
de
los
afectados
los
que
me
hacen
caer
en
cuenta
de
que
mi
conducta
no
fue
correcta.
No
depende
de
que
se
pongan
de
acuerdo
las
personas
o
los
pueblos
para
llegar
a
ese
punto.
Así
como
ser
racional
y
guiar
la
mente
por
principios
elementales
de
lógica
del
razonamiento
es
algo
natural,
no
dependiente
de
ningún
consenso,
siendo
válido
para
todos
en
cualquier
circunstancia.
La
llamada
“regla
de
oro”
(“Haz
a
los
demás
lo
que
quieras
que
te
hagan
a
ti”)
es
universalmente
aceptada,
tanto
como
otros
principios
éticos
de
sentido
común
que
los
han
practicado
los
hombres
de
todos
los
tiempos,
en
forma
más
o
menos
unánime:
hacer
Para
los
griegos
la
ética
es
un
saber
práctico,
no
teórico,
que
se
basa
en
unos
principios,
en
unas
razones
que
se
expresan
en
conceptos.
La
llaman
también
filosofía
o
teoría
de
la
virtud
El
primer
griego
que
habla
en
detalle
sobre
ella,
dando
testimonio
con
su
propia
vida,
es
Sócrates,
fundador
de
la
filosofía
moral
quien
enseñaba
a
sus
discípulos,
entre
ellos
Platón,
la
importancia
de
obrar
en
conciencia,
de
practicar
la
virtud
o
hábito
de
hacer
el
bien
y,
como
consecuencia,
ser
honesto
y
respetar
las
leyes.
Sócrates
decía
que
había
razones
que
sentía
en
lo
más
profundo
de
su
ser,
que
se
las
inspiraba
un
dios.
Algunos
de
sus
compatriotas
lo
acusaron
de
corruptor
de
la
juventud
por
sostener
que
había
dioses
distintos
de
los
dioses
oficiales
de
Atenas.
Su
delito
era
enseñar
que
había
que
ser
ético
de
acuerdo
con
la
voz
interior
de
la
conciencia,
siguiendo
los
dictados
de
la
razón
inspirada
en
un
dios.
Lo
declaran
culpable
y
lo
condenan
a
muerte.
Ante
la
posibilidad
de
escapar
de
la
muerte,
que
le
proponen
unos
amigos
si
confesaba
su
delito,
Sócrates
responde
que
no
porque
las
razones
que
le
impedían
escapar
resonaban
dentro
de
su
alma
haciéndole
insensible
a
otras
razones,
como
la
de
conservar
la
vida.
"El
hombre
feliz
es
el
que
vive
bien
y
obra
bien,
porque
hemos
definido
la
felicidad
como
una
especie
de
vida
dichosa
y
de
conducta
recta"
(Aristóteles,
“Ética
a
Nicómaco”).
Para
él,
la
virtud
es
el
hábito
adquirido
de
hacer
el
bien.
La
ética
es
pues
una
filosofía
básica
que
examina
las
condiciones
fundamentales
de
la
actividad
moral
de
la
persona
y
las
aplica
a
sus
campos
de
actuación
en
situaciones
concretas.
Puede
hablarse
de
una
ética
personal,
de
una
ética
profesional
(llamada
deontología),
de
una
ética
empresarial,
de
una
ética
de
la
actividad
pública,
o
de
una
ética
social,
todas
con
una
raíz
común
basada
en
principios
naturales.
Podemos
afirmar
que
la
ética
es
una
reflexión
práctica
que
orienta
libremente
a
la
persona
a
la
realización
del
bien.
Veamos algunos aspectos básicos que nos explican qué es la Ética:
La
acción
es
el
centro
del
hecho
moral
o
ético.
Sólo
actuando
se
comprueba
si
una
persona
es
ética.
Sólo
mirando
las
consecuencias
de
la
actividad
se
puede
decir
que
hay
conducta
buena
o
mala.
Pero
no
sólo
las
acciones
son
objeto
de
la
ética,
también
las
intenciones
entran
en
consideración:
una
mala
intención
lleva
a
una
mala
acción.
La
ética
estudia
los
actos
humanos
en
cuanto
actos
voluntarios
y
libres,
exigibles
por
la
propia
conciencia.
Es
decir,
en
cuanto
son
propiamente
acordes
con
los
fines
de
la
persona.
La
voluntad
puede
estar
influenciada
hasta
el
punto
de
disminuir
la
responsabilidad
ética,
porque
sin
una
voluntad
clara
respecto
a
las
acciones
resulta
muy
difícil
hablar
de
conducta
ética
pues
faltaría
la
libertad.
No
hay
hecho
ético
o
moral
donde
no
hay
búsqueda
del
bien.
La
persona
tiene
una
tendencia
necesaria,
por
su
propia
naturaleza,
al
bien,
pero
sabe
que
no
puede
lograrlo
si
no
busca
reflexivamente
realizar
ese
bien
en
su
conducta.
Eso
la
distingue
plenamente
de
los
demás
seres.
La
persona
busca
el
conocimiento
del
bien
que
requiere
y
no
siempre
es
claro
para
ella.
Si
preguntamos
a
alguien
si
quiere
ser
feliz,
lo
cual
constituye
un
gran
bien,
nos
dirá
por
supuesto
que
sí;
pero
si
le
preguntamos
en
qué
bienes
consiste
la
felicidad,
ya
no
le
resultará
tan
fácil
dar
una
respuesta
y
puede
equivocarse
al
elegirlos.
Es
muy
común
asimilar
la
ética
a
la
norma
o
al
deber,
como
si
ella
se
redujera
a
imponer
deberes
a
la
persona.
Se
habla
de
normas
o
leyes
morales
que
se
deben
seguir
estrictamente
como
si
se
tratara
de
leyes
jurídicas.
Claro
que
existen
deberes
éticos,
que
muchas
veces
se
formulan
como
normas,
pero
su
índole
es
diferente
a
la
de
las
obligaciones
legales.
En
todo
caso,
las
normas
éticas
existen,
pero
la
ética
no
es
sólo
sinónimo
de
normas.
Si
existen
esas
normas
y
la
persona
las
acepta,
hay
que
vivirlas
libremente.
La
ética,
como
los
valores,
se
propone,
no
se
im-‐
pone.
“La
ley
más
importante
de
nuestra
vida
es
la
voz
de
la
conciencia”
(Gandhi).
La
conciencia
no
es
otra
cosa
que
nuestra
razón
que
vuelve
sobre
sí
y
distingue
cuándo
las
acciones
son
buenas
o
malas,
justas
o
injustas.
Nos
dice
cuándo
algo
se
puede
hacer
pero
no
se
debe
hacer.
No
se
trata
de
un
principio
religioso,
sino
de
tipo
natural,
que
se
da
en
cada
individuo.
Podemos
afirmar
que
la
ética
es
una
reflexión
práctica
que
orienta
libremente
a
la
persona
a
la
realización
del
bien.
personas
que
comparten
su
mismo
ser.
Es
decir,
su
vida
se
guía
por
fines,
y
por
lo
mismo,
es
una
vida
ética.
Ser
ético
es
mantener
vivo
el
sentido
de
orientación
hacia
el
bien
que
buscamos
realizar
a
través
de
nuestros
comportamientos.
Soy
ético
en
la
medida
en
que
en
mi
vida
el
bien
echa
raíces
en
la
conducta
y
soy
coherente
con
él.
No
se
trata
de
pensar
o
decir
algo
por
lo
cual
debe
regirse
la
gente
que
no
lo
aplico
a
mí
mismo
sino
a
los
otros.
Debo
partir
de
mi
propia
experiencia.
Cumpliendo
los
deberes
muchas
veces
no
nos
sentimos
bien,
pero
si
no
dejamos
de
cumplirlos,
estamos
obrando
éticamente.
A
veces
los
deberes
u
obligaciones
están
señalados
en
unas
normas;
unas
no
escritas,
de
orden
natural,
que
se
convierten
en
principios
o
referentes
fundamentales
de
la
conducta;
y
otras
escritas,
fruto
de
la
voluntad
humana,
que
son
referentes
secundarios
de
la
acción.
Con
el
comportamiento
ético,
libremente
cada
persona
es
coherente
con
su
ser,
de
acuerdo
con
la
naturaleza
o,
al
contrario,
enfrentándose
a
ella.
La
libertad
es
algo
constitutivo
del
ser
humano,
pero
en
la
vida
se
expresa
en
la
elección,
en
el
compromiso
con
lo
que
se
elige
y
en
la
aspiración
permanente
a
ser
mejor,
a
buscar
la
plenitud
como
persona.
• La
dignidad
humana
es
condición
esencial
que
hace
de
la
persona
un
fin
incondicional
en
sí
misma.
• “El
comportamiento
éticamente
recto
es
una
libre
afirmación
práctica
de
nuestro
ser”
(A.
Millán)
PREGUNTAS
• ¿Por
qué
la
ética
es
algo
natural
al
ser
humano?
• ¿Qué
tiene
que
ver
la
ética
con
el
bien?
• ¿Por
qué
la
ética
ayuda
a
ser
feliz?
• ¿Cómo
se
podría
definir
la
ética?
• ¿Limita
la
ética
la
libertad
humana?
LECTURA
Textos
del
diálogo
“Critón”
(Debido
a
una
costumbre
religiosa
de
la
ciudad,
transcurrió
un
mes
entre
la
condena
y
la
ejecución
de
Sócrates,
acusado
de
pervertir
a
los
jóvenes
de
Atenas
por
enseñarles
que
había
dioses
distintos
de
los
dioses
oficiales.
Sus
amigos
aprovecharon
ese
tiempo
para
tramar
una
solución
y
sacarlo
de
la
cárcel
y
encargaron
de
la
tarea
a
Critón,
quien
reunió
suficiente
dinero
para
pagar
a
los
carceleros
y
a
los
posibles
delatores
profesionales
de
los
que
se
fugaban,
y
entra
a
la
cárcel
a
convencerlo
de
ese
plan
de
fuga).
Sócrates
reacciona
así:
Sócrates:
“Las
leyes
pueden
estar
erradas,
por
tratarse
de
cosas
humanas,
pero
esencialmente
tienen
una
raíz
divina
y
atentar
contra
ellas
sólo
puede
causar
males.
Hay
que
obedecerlas
con
todas
sus
consecuencias”.
Sócrates:
“Yo
no
sólo
ahora
sino
siempre
he
sido
un
hombre
dispuesto
a
obedecer
a
lo
que
la
razón
me
demuestra
como
mejor.
Si
no
hay
otras
razones
mejores
no
puedo
aceptar
esa
propuesta
que
me
hacen,
ni
aunque
el
poder
de
la
multitud
nos
atemorice
con
la
muerte
o
con
la
confiscación
de
los
bienes”…
“No
es
el
vivir
lo
que
ha
de
ser
estimado
en
el
más
alto
grado,
sino
el
vivir
bien,
rectamente.
Y
vivir
bien,
vivir
honestamente
y
vivir
justamente
son
lo
mismo”…“si
viéramos
que
es
justo
que
yo
escape
de
la
muerte
y
de
la
cárcel
en
esta
forma,
yo
lo
haría.
Pero
pensemos
más
bien
si
obramos
justamente
pagando
dinero
y
prodigando
favores
a
los
que
nos
sacarían
de
la
cárcel,
convertidos
en
fugitivos
además
de
ser
cómplices
de
la
huida,
o
si
realmente
haciendo
así
cometemos
una
verdadera
injusticia.
“Hemos
de
sufrir
lo
que
quiera
que
fuese
con
tal
de
no
cometer
una
injusticia...
El
cometer
una
injusticia
es
malo
y
vergonzoso
para
el
que
la
comete.
No
se
debe
volver
injusticia
por
injusticia,
ni
hacer
daño
aun
en
el
caso
de
que
recibamos
de
un
mal,
el
que
fuere.
Esos
no
son
modos
rectos
de
obrar”.
“No
podemos
burlar
aquello
que
hemos
convenido
que
es
justo.
Si
yo
intento
escaparme
de
la
cárcel,
podrían
venir
las
leyes
y
gobernantes
y
decirnos:
“¿Qué
piensas
hacer?”
“¿verdad
que
con
eso
intentas
destruirnos
a
las
leyes
y
a
la
ciudad
entera?,
dejando
sin
fuerza
alguna
las
sentencias
que
pierden
su
autoridad
y
son
aniquiladas”…“La
virtud
y
la
justicia,
las
normas
tradicionales
de
conducta
y
las
leyes
han
de
gozar
de
la
máxima
estimación
de
los
hombres”.
(Dirigiéndose
a
Critón,
como
si
éste
fuera
el
del
problema):
“¿No
crees
que
no
habrá
alguien
que
saque
a
relucir
el
hecho
de
haberte
atrevido
a
tu
avanzada
edad,
con
poca
vida
por
delante,
a
quebrantar
las
leyes
por
un
excesivo
apego
a
la
vida?”...“Ten
por
seguro
mi
querido
Critón
que
al
modo
como
los
sacerdotes
de
la
diosa
frigia
Cibeles,
que
en
estado
de
alucinación
creen
escuchar
las
flautas
de
los
acompañantes
de
la
diosa,
en
mi
interior
resuenan
las
palabras
“no
devolver
injusticia
por
injusticia,
quebrantando
las
leyes
que
he
prometido
obedecer”,
que
no
me
permiten
escuchar
otras
distintas,
porque
es
lo
que
mi
indica
mi
modo
de
pensar,
y
lo
que
me
indica
la
divinidad”
(Platón:
obras
completas,
Aguilar,
Madrid,
1966).
Capítulo
2
Fenómenos
éticos
actuales
El
mayor
enemigo
de
la
ética:
la
corrupción
El
mayor
enemigo
de
la
ética
es
hoy
la
corrupción,
que
implica
el
aprovechamiento
indebido
de
los
bienes
públicos
o
privados.
La
corrupción
es
el
costo
más
alto
que
pagan
la
economía,
las
empresas
y
el
Estado.
El
dinero
que
se
roban
los
corruptos
desaparece
en
buena
parte
y
los
gobiernos
se
limitan
a
sustituirlo
con
nuevos
tributos
o
a
reforzar
los
mecanismos
preventivos
con
costos
y
controles
burocráticos
adicionales
que
hacen,
a
veces,
más
difícil
la
acción
del
empresario.
Cuando
es
éste
el
que
induce
alguna
forma
de
corrupción,
no
es
consciente
de
que
le
toca
pagar
en
lo
fiscal
doblemente
su
mala
conducta.
Utilitarismo
y
consumismo
En
la
sociedad
actual
hay
tres
ideologías
dominantes
contra
las
cuales
hay
que
luchar
para
implantar
una
auténtica
cultura
ética:
el
utilitarismo,
el
individualismo
y
el
relativismo.
Veamos
cada
una
de
ellas
y
sus
aspectos
críticos:
En
el
utilitarismo
el
trabajo
se
convierte
en
activismo
y
“adicción”
que
opaca
otras
dimensiones
de
la
vida,
la
familiar,
por
ejemplo.
Por
decirlo
así,
las
pérdidas
y
ganancias
de
la
empresa
están
muy
por
encima
de
las
de
la
familia,
de
las
relaciones
sociales,
de
la
amistad,
e
incluso
del
compromiso
político.
Éste
es
atendido
sólo
en
cuanto
da
acceso
a
los
mecanismos
de
poder
en
bien
propio,
no
en
servicio
al
bien
común.
El
consumismo
es
una
de
las
formas
del
utilitarismo,
la
más
desarrollada
hoy
por
hoy.
Con
frecuencia
nos
encontramos
con
consumidores
compulsivos
para
quienes
comprar
y
gastar
es
una
tarea
permanente.
Se
crea
la
falsa
impresión
de
que
al
tener
todas
esas
cosas,
la
persona
es
más
autosuficiente
y
autónoma,
pero
en
la
práctica
ocurre
todo
lo
contrario,
se
vuelve
más
dependiente
de
las
cosas
y
del
afán
de
tener
en
comparación
con
lo
que
tienen
los
demás.
Individualismo
y
violencia
En
este
punto
surge
un
aspecto
sobre
el
que
llama
la
atención
Pérez
Adán
(Repensar
la
Familia)
al
relacionar
consumismo,
individualismo
y
violencia.
El
afán
desmedido
de
tener
para
sí
algo
con
exclusividad,
que
lleva
al
individualismo,
puede
encontrarse
un
obstáculo
en
lo
que
los
demás
tienen
como
propio,
a
lo
que
no
se
puede
aspirar
sino
por
vías
legítimas;
otro
mecanismo
resulta
antijurídico
y
antiético.
El
individualismo
da
consistencia
al
consumismo
y
al
utilitarismo.
El
yo
pasa
a
ser
el
gran
protagonista,
mientras
los
otros
quedan
al
margen.
Por
un
lado,
el
consumismo
tiende
a
equipararnos
a
todos,
porque
la
uniformidad
que
crea
nos
hace
dependientes
de
él,
pero
el
individualismo
en
el
que
arraiga,
en
realidad
nos
separa,
nos
distancia.
Ahí
se
da
una
extraña
paradoja:
somos
libres
eligiendo
consumir,
y
el
consumir
nos
hacemos
esclavos
de
lo
que
consumimos.
La
posesión
da
lugar
a
la
exclusión.
El
consumismo,
por
estar
unido
al
individualismo,
puede
engendrar
la
violencia
que
arrebata
lo
ajeno
y
trae
la
pérdida
del
sentido
del
bien
común.
El
individualismo
centra
todo
en
el
yo,
alrededor
del
cual
gira
la
actividad,
siempre
en
defensa
de
las
libertades
y
privilegios
individuales.
Es
bueno
lo
que
los
favorece
y
malo
lo
que
los
limita.
Su
vinculación
con
el
egoísmo
es
inevitable.
Aquí
lo
que
importa
es
el
logro
individual
y
queda
muy
poco
espacio
para
la
comunidad.
En
todo
caso
ésta
se
subordina
a
los
intereses
del
individuo
y
su
misión
principal
es
garantizarle
su
libertad
de
acción.
Vivimos
en
una
economía
de
mercado
que
tiende
a
imponer
el
consumo
como
ley
dominante,
con
riegos
de
dependencia
y
manipulación
de
los
consumidores
a
quienes,
a
través
de
la
publicidad,
se
induce
a
comprar
los
productos.
Los
deseos
de
consumir
se
vuelven
algo
común
a
muchos
y,
a
la
larga,
se
puede
presentar
un
choque
violento
entre
los
deseos
de
unos
y
de
otros,
generando
los
consecuentes
fenómenos
de
violencia,
porque
unos
quieren
tener
lo
que
los
otros
tienen,
pero
si
no
los
pueden
adquirir
normalmente,
tenderán
arrebatárselos
de
alguna
manera.
La
violencia
puede
provenir
de
la
ostentación
de
los
bienes
de
consumo.
Los
estudios
de
Richard
Layard
(La
felicidad.
Lecciones
de
una
nueva
ciencia)
confirman
que
el
aumento
del
nivel
de
desarrollo
y
de
la
riqueza
no
hace
más
feliz
a
la
gente.
El
progreso
material
parece
traer
más
inseguridad,
violencia
e
injusticia.
Por
eso
no
resulta
extraño
que
en
nuestro
tiempo
exista
más
violencia
generalizada
que
en
otras
épocas,
a
pesar
de
los
niveles
de
desarrollo
logrados
en
muchos
países.
Una
de
las
razones
del
fenómeno
la
da
Pérez
Adán,
cuando
afirma
que
la
intolerancia
como
forma
de
violencia
adquiere
más
fuerza
porque
el
diálogo
social
está
amenazado,
en
su
raíz,
por
el
individualismo.
No
se
respeta
el
pluralismo
necesario
en
la
sociedad
y
se
debilita
la
búsqueda
del
común
entendimiento
para
sacar
adelante
los
proyectos
que
interesan
a
todos.
Relativismo
El
relativismo
es
otra
ideología
dominante
hoy,
a
la
que
conducen
el
utilitarismo
y
el
individualismo:
cada
uno
hace
valer
su
propia
ética
sin
que
los
demás
puedan
reprocharle
nada.
Solo
hay
puntos
de
vista
igualmente
válidos.
Si
todo
depende
de
la
óptica
de
donde
se
mire,
no
podemos
hablar
de
una
ética
con
principios
válidos
para
todos.
Lo
único
que
se
acepta
son
normas
por
consensos
mayoritarios
para
unos
determinados
propósitos.
Para
los
relativistas
no
hay
verdades
plenas,
sólo
medias
verdades
o,
mejor
aún,
verdades
a
medias.
En
últimas,
para
ellos
esto
es
intrascendente,
pues
el
tema
no
radica
en
las
verdades,
principios,
valores
o
compromisos,
sino
en
la
libertad,
en
la
posibilidad
de
actuar
dónde,
cuándo
y
cómo
se
quiera,
sin
juzgar
a
nadie,
a
cambio
de
no
ser
juzgado
por
nadie.
En
este
tipo
de
ética
cualquiera
acaba
imponiendo
las
normas,
poniendo
en
práctica
aquello
de
Hobbes:
“El
hombre
es
lobo
para
el
hombre”.
Contrariamente
a
la
noción
misma
de
relativismo,
se
erige
en
principio
supremo
la
democracia
como
regla
de
las
reglas,
a
la
cual
se
remite
todo
el
sistema
de
decisiones
de
una
sociedad,
sin
tener
en
cuenta
otros
referentes,
ni
principios
naturales
comunes
a
todos.
No
hay
propiamente
reflexión
ni
análisis
ético,
ni
posibilidad
de
una
teoría
ética.
Lo
que
importa
es
que
el
individuo
haga
por
sí
mismo
ajustes
al
comportamiento,
según
lo
que
considere
mejor.
Así,
la
posibilidad
de
vivir,
en
tiempo
real,
lo
que
sucede
en
otras
partes
del
mundo,
gracias
a
Internet,
lleva
a
las
personas
a
replicar
conductas
y
a
pretender
pasar
acríticamente
y
sin
una
referencia
ética,
respecto
a
los
comportamientos
ajenos.
Por
eso,
el
relativismo
goza
de
buena
imagen
social
porque
se
adapta
al
pensamiento
de
la
mayoría,
no
cuestiona
nada
e
invoca
la
tolerancia
absoluta
y
a
la
permisividad.
En
este
entorno,
se
vuelve
atractivo
porque
facilita
que
todos
los
públicos,
en
cualquier
escenario,
puedan
adherirse
a
él.
Realismo
ético
Frente
a
los
tres
tipos
de
ética
antes
mencionados
surge
el
realismo
ético
que
sostiene
la
existencia
del
bien
y
del
mal
en
la
conducta
humana,
la
búsqueda
de
bienes
o
valores
que
perfeccionan
a
la
persona
y
se
expresan
en
su
comportamiento,
y
la
necesidad
de
normas
o
principios
básicos
que
son
referente
superior
de
la
conducta
y
fuente
inspiradora
de
diferentes
de
valores
que,
interiorizados
y
practicados
libre
y
conscientemente,
se
convierten
en
hábitos
estables
o
virtudes.
Es
una
ética
realista
porque
acepta
la
existencia
real
del
bien
y
del
mal
y
la
realidad
de
la
persona
como
centro
de
las
decisiones
éticas,
de
su
felicidad
o
plenitud
como
fin.
Porque
real
es
la
libertad
que
lleva
a
actuar
a
través
de
la
voluntad
y
reales
son
los
motivos
que
conducen
a
actuar
éticamente
La
ética
realista,
siguiendo
a
Antonio
Millán,
es
una
“libre
afirmación
del
ser”,
(“La
libre
afirmación
de
nuestro
ser”),
que
apoya
su
explicación
en
dos
autores.
De
un
lado,
Jacques
Maritain
(“Nueve
lecciones
sobre
filosofía
Moral”),
quien
sostiene
que
“al
decir
ética
realista,
queremos
significar
que
está
fundada
en
realidades
extramentales,
las
cuales
son
objeto
de
una
metafísica
y
de
una
filosofía
de
la
naturaleza”.
Y
de
otro
lado,
en
Josef
Pieper
(“La
realidad
y
el
bien”)
quien
dice:
“todo
deber
ser
se
fundamenta
en
el
ser.
La
realidad
es
el
fundamento
de
lo
ético.
El
bien
es
lo
conforme
con
la
realidad”.
“El
realismo
de
la
ética
realista
es
el
propio
de
una
reflexión
filosófica
sobre
la
conducta
éticamente
recta
en
tanto
que
concordante
o
congruente
con
nuestro
ser
natural”
Aunque
la
vivencia
es
subjetiva,
eso
no
quiere
decir
que
la
ética
se
someta
a
una
interpretación
arbitraria,
como
ocurre
cuando
se
piensa
que
ante
ciertas
circunstancias
externas
−la
presión
del
ambiente
o
el
hecho
de
que
otros
ya
lo
hacen−
en
la
empresa
hay
que
hacer
cosas
contrarias
a
lo
que
dicta
la
conciencia
para
poder
lograr
ciertos
objetivos.
La
ética
realista
no
se
vive
por
la
imposición
de
conceptos,
sino
como
una
convicción
que
se
adquiere,
como
algo
para
vivir
y
practicar
en
libertad
como
fruto
de
la
adhesión
consciente
y
voluntaria
de
las
personas.
No
se
obra
tanto
por
lo
que
preceptúa
un
código
ético,
como
por
una
adhesión
personal
a
una
manera
correcta
de
hacer
las
cosas.
Es
tan
importante
el
comportamiento
individual
como
su
proyección
corporativa
y
como
la
vivencia
compartida
de
unos
principios
y
valores.
De
la
interdependencia
se
pasa
a
la
solidaridad
como
colaboración
y
mutua
ayuda.
La
ética
realista
es
ética
comunitaria
o
social,
o
sea,
privilegia
la
ordenación
al
bien
común
por
sobre
los
intereses
particulares.
La
autonomía
no
sólo
es
interdependencia,
sino
compromiso
con
la
construcción
de
la
comunidad.
Ética
trascendente
Hacer
efectiva
la
vida
de
relación
a
través
de
la
relación
interpersonal
da
lugar
a
que
la
persona
actúe
impulsada
por
motivos
trascendentes
(no
sólo
extrínsecos
o
materiales
o
intrínsecos
o
interiores),
es
decir
por
aquello
motivos
aquellos
que
la
llevan
fuera
de
sí
misma
y
la
ponen
en
contacto
con
los
otros,
por
ejemplo,
el
servicio,
la
solidaridad,
la
amistad
y
otras
formas
de
participación;
aunque
el
efecto
de
la
acción
retorna
de
nuevo
en
beneficio
de
la
persona.
Esos
motivos
refuerzan
el
sentido
ético
de
la
trascendencia
que
implica
el
realismo
ético.
La
ética
realista
de
la
que
aquí
hablamos
es
una
ética
realista
trascendente,
como
una
forma
de
superar
el
utilitarismo,
el
individualismo
y
el
relativismo,
porque
afirma
la
existencia
de
principios
naturales
que
trascienden
al
individuo
y
sirven
de
referencia
objetiva
a
la
conducta
y,
además,
es
una
ética
que
mira
fundamentalmente
e
la
persona
en
su
relación
con
la
comunidad.
Una
última
significación
de
la
trascendencia
ética
tiene
que
ver
con
el
sentido
último
de
la
vida
humana,
con
la
búsqueda
de
un
fundamento
distinto
de
ella,
es
decir,
con
la
relación
del
hombre
con
Dios
como
causa
creadora.
Se
dice
que
Dios
es
trascendente
al
hombre,
que
es
el
trascendente
absoluto
al
que
se
llega
por
el
razonamiento
natural
o
por
la
fe
revelada.
A
la
luz
de
esta
relación
las
otras
formas
de
la
trascendencia
a
las
que
me
he
referido
antes
adquieren
un
sentido
nuevo,
sin
que
ello
suponga
una
invasión
del
terreno
de
la
religión
o
de
la
moral
religiosa
en
los
predios
de
la
ética
como
reflexión
humana.
La
Ética,
lo
hemos
dicho
es
libre,
se
vive
en
libertad,
y
no
es
fruto
de
una
imposición
de
ningún
or-‐
den,
ni
filosófico
ni
religioso.
Toda
persona,
profese
o
no
una
religión,
puede
descubrir
este
sentido
de
la
trascen-‐
dencia
al
que
me
acabo
de
referir,
lo
cual
puede
contribuirle
a
fortalecer
los
motivos
por
los
que
se
relaciona
con
los
otros.
No
se
actúa
tanto
por
tratarse
de
un
deber
ser
de
la
conducta
como
por
una
adhesión
personal
libre
a
lo
que
creemos,
que
es
la
mejor
manera
de
hacer
las
cosas,
aquella
en
la
que
estamos
realizando
un
bien.
PREGUNTAS
• ¿Por
qué
la
corrupción
es
enemiga
de
la
Ética?
• ¿Qué
es
el
individualismo?
• ¿Cómo
se
relaciona
el
consumismo
con
la
Ética?
• ¿Qué
es
el
realismo
ético?
• ¿Qué
significa
Ética
trascendente?
LECTURA
Elogio
de
los
grandes
sinvergüenzas
Antes
de
que
comenzase
la
floración
literaria
sobre
los
rasgos
neuróticos
de
nuestro
tiempo
venía
sintiendo
una
nostalgia
imprecisa,
por
fin
he
logrado
saber
a
qué
se
refería:
lo
nos
faltan
son
grandes
sinvergüenzas.
Es
lamentable,
pero
es
así.
Si
me
dedico
a
escribir
estas
líneas
es
porque
ha
reconocido
aún
que
los
grandes
sinvergüenzas
han
desempeñado
en
la
historia
un
papel
altamente
benéfico.
Digamos
que
escribo
por
una
de
gratitud
hacia
ellos,
por
un
«deber
de
justicia
».
Cuando
faltan
grandes
sinvergüenzas,
es
nuestro
caso,
la
salud
psíquica
de
los
pueblos
parece
que
se
resiente
de
un
modo
alarmante.
Para
no
herir
susceptibilidades,
me
voy
a
situar
en
el
siglo
XVI,
que,
sospecho,
queda
lo
suficientemente
lejano…En
él
cabe
admirar
a
Felipe
II
y
a
Lope
de
Vega
porque
eran
inauténticos,
y
sobre
todo,
porque
lo
eran
en
ese
aspecto
tan
trascendental
de
la
vida
de
un
hombre
que
es
su
relación
con
la
mujer;
mejor
dicho,
con
las
mujeres.
El
magnífico
Lope
no
abandonó
el
ejercicio
de
su
ministerio
sacerdotal
porque
lo
creyera
impres-‐
cindible
para
alcanzar
la
plenitud
de
esa
madurez
humana
de
la
que
tanto
se
habla
hoy,
o
porque
considerase
que
debía
comportarse
así
en
virtud
de
sus
principios
básicos.
No
señor.
El
gran
Lope
abandonó
su
ministerio
porque,
descuidando
el
fervor
por
el
que
mantenía
la
vista
alzada
al
cielo,
la
dejó
resbalar
hacia
la
tierra,
y
comprobó
que
el
animal
racional
femenino
continuaba
siendo
una
criatura
fascinante…
Lope,
que
era
un
hombre
y
un
esteta,
no
tuvo
necesidad
de
inventar
ningún
principio
psicológico
ni
teológico:
las
amó,
sencillamente,
porque
eran
hermosas;
y
por
ellas
abandonó
sus
principios
más
íntimos
y
sus
convicciones
más
básicas.
Felipe
II
es,
con
todo,
el
más
genial
de
los
grandes
sinvergüenzas,
y,
por
consiguiente,
aquél
hacia
el
que
deberíamos
dirigir
nuestra
gratitud
en
mayor
medida.
Lo
entenderemos
bien
si
lo
relacionamos
con
su
colega
Enrique
VIII
de
Inglaterra.
El
rey
Felipe
no
era
un
hombre
tan
seco
y
adusto
como
nos
ha
hecho
creer
Tiziano.
Era
amante
de
la
buena
mesa
y
del
buen
vino,
tenía
en
su
dormitorio
un
cuadro
de
las
tres
gracias,
y
disfrutó
de
las
mujeres
más
hermosas.
En
esto
no
actuaba
el
rey
Felipe
según
las
convicciones
más
básicas
y
los
más
íntimos
principios
de
su
Serenísima
Majestad
Católica.
No
era
auténtico;
pero
para
resolver
sus
incongruencias
se
sometía
al
juicio
y
a
las
amonestaciones
de
un
sencillo
fraile
que
le
absolvía
de
sus
pecados.
Su
colega
Enrique
VIII,
tal
vez
porque
contaba
con
más
cortesanos
y
con
menos
da-‐
mas,
tuvo
que
exigir
el
beneplácito
de
toda
una
«Conferencia
Episcopal»
para
disfrutar
de
una
sola
mujer
lo
que
Felipe
disfrutó
de
muchas,
sometiéndose
luego
a
las
recrimina-‐
ciones
de
un
solo
presbítero.
El
bueno
de
Enrique
no
quiso
obrar
en
contra
de
sus
más
íntimas
convicciones
y
de
sus
más
básicos
principios
—que
eran,
por
lo
demás,
los
de
todos
sus
compatriotas—,
y
en
aras
de
la
«autenticidad»,
para
evitar
que
sus
deseos
fueran
deshonestos,
convirtió
en
honesto
lo
que
deseaba.
Para
ello
tuvo
que
hacer
pasar
por
entre
las
dos
sábanas
de
su
lecho
las
conciencias
de
todos
sus
compatriotas,
pero
la
autenticidad
lo
exigía.
Enrique
no
quiso
ser
un
sinvergüenza
inauténtico,
y
se
convirtió
en
un
auténtico
sinvergüenza.
Ahí
empieza
a
deteriorarse
la
salud
mental
de
un
pueblo.
Que
un
hombre
abandone
sus
principios
básicos
por
una
mujer,
dejando
los
principios
básicos
donde
estaban,
es
reprobable,
pero
dice
bastante
en
favor
de
ese
hombre
—y
mucho
en
favor
de
esa
mujer—:
ese
hombre
podrá
volver
a
sus
principios
cuando
quiera,
porque
seguirán
estando
donde
los
había
dejado.
Que
un
hombre
lleve
consigo
sus
principios,
haciéndolos
cambiar
con
sus
deseos,
dice
poco
en
favor
de
la
mujer,
a
la
que
ya
no
se
ama
por
una
cuestión
de
belleza,
sino
por
una
cuestión
de
prin-‐
cipios;
y
dice
menos
en
favor
del
hombre:
porque
el
que
se
lleva
consigo
sus
propios
principios,
en
lugar
de
abandonarlos,
nunca
podrá
volver
a
donde
los
había
dejado,
sencillamente,
porque
ya
no
están
en
ninguna
parte.
Los
grandes
sinvergüenzas
nunca
pretendieron
justificar
sus
acciones,
pero
todos
las
comprendemos.
Sabían
que
obraban
mal,
pero
el
arrepentimiento
y
la
absolución
tenía
para
sus
almas
un
efecto
tan
saludable
como
un
buen
baño,
un
buen
almuerzo
y
una
buena
siesta
para
sus
cuerpos.
Su
salud
psíquica
era
envidiable.
Los
auténticos
sinvergüenzas
han
echado
a
perder
la
salud
de
los
pueblos…Los
grandes
sinvergüenzas,
con
su
inautenticidad,
contribuyeron
a
mantener
la
salud
psíquica
de
los
pueblos...
(Jacinto
Choza:
Rev.
Nuestro
tiempo,
n.
229
y
230).
Capítulo
3
La
persona
como
centro
de
la
ética
En
todo
Juan
−dice
Mark
Twain−
hay
en
realidad
tres
Juanes:
el
que
los
demás
creen
que
es,
el
que
él
cree
ser,
y
el
que
realmente
es.
Podemos
decir
que
hay
dos
Juanes
más
en
cada
Juan:
el
que
quiere
ser
y
el
que
puede
ser.
Sus
aspiraciones
y
sus
posibilidades
forman
parte
de
su
ser,
en
alguna
manera
son
parte
de
su
personalidad.
La
Ética
solo
se
entiende
desde
la
persona
y
fundamentalmente
para
ella,
la
cual
se
constituye
en
el
centro
de
la
reflexión
ética.
Por
eso
es
importante
comprender
primero
la
persona
y
su
dignidad
para
avanzar
en
la
comprensión
de
los
demás
temas.
Persona
y
personalidad
Aunque
se
es
persona
por
el
hecho
de
existir,
a
lo
largo
de
la
vida
se
adquiere
el
sello
propio
de
cada
persona,
lo
que
llamamos
la
personalidad,
o
sea,
el
modo
de
ser
propio
y
peculiar
de
cada
uno,
que
lo
hace
inconfundible
con
lo
demás
y
distinto
de
ellos.
Eso
es
lo
que
cada
uno
puede
y
quiere
ser,
porque
no
basta
con
existir,
hay
que
conquistarlo
progresivamente.
Es
más
fácil
esconderse
en
el
anonimato,
usar
una
máscara
que
nos
oculta
lo
que
verdaderamente
somos
o
que
no
nos
deja
ver
lo
que
queremos
ser,
la
per-‐
sonalidad
que
queremos
alcanzar.
Veamos algunas de sus características con base a G. Grissez y R. Shaw:
continuamente
a
la
plenitud,
a
la
excelencia
que
conlleva
el
buscar
la
felicidad.
No
es
sólo
libertad
física
sino
moral,
de
hacer
el
bien
que
quiero
hacer,
evitando
el
mal
que
no
quiero.
Autodominio:
significa
que
tengo
control
de
mis
propios
actos,
que
me
hago
cargo
de
ellos
asumiendo
la
responsabilidad
que
implican,
lo
cual
me
permite
no
dejarme
arrastrar
por
las
circunstancias
o
los
acontecimientos.
Es
decir,
mi
desarrollo
como
persona
depende
de
mí
mismo,
no
de
las
cosas
que
tengo
o
de
lo
que
hagan
los
demás.
Es
propio
de
un
ser
que
actúa
conscientemente
Autonomía:
actuar
por
mí
mismo,
no
depender
de
que
lo
hagan
los
demás
por
mí.
Ser
independiente
para
buscar
por
sí
mismo
los
fines
y
bienes
que
constituyen
para
mí
la
felicidad.
Lo
cual
es
indispensable
para
que
la
conducta
sea
propiamente
mía.
Darse,
o
entregarse:
desde
nuestra
propia
intimidad
nos
abrimos
a
los
demás,
y
nos
damos
o
entregamos
a
ellos,
de
modo
que
también
podamos
recibir
de
ellos.
No
se
trata
de
dar
cosas
o
tiempo
solamente.
Es
darse
a
sí
mismo
a
través
del
servicio
y
del
amor.
La
palabra
persona
significa
en
griego
antiguo
la
máscara
que
se
colocaban
los
acto-‐
res,
que
resonaba
al
hablar
(prósopon).
De
ahí
pasó
a
la
lengua
latina
como
sinónimo
de
los
papeles
que
desempeñaban
los
artistas
en
un
drama
(dramatis
personae).
Persona,
en
la
civilización
cristiana,
designa
el
modo
de
ser
propio
del
individuo
humano,
lo
que
lo
define
como
totalidad
racional,
espiritual
y
libre,
en
su
peculiar
dimensión
existencial.
Ser
persona
y
poseer
una
personalidad
es
hablar
de
un
sujeto
único
que
piensa,
quiere,
actúa,
y
a
lo
largo
de
su
vida
demuestra
una
identidad,
una
continuidad
y
permanencia
en
el
ser,
y
en
el
modo
de
ser
frente
a
los
cambios
que
se
presentan.
La
persona
se
distingue
de
los
demás
seres
en
la
medida
en
que
su
congruencia,
su
racionalidad
y
su
responsabilidad
dan
cuenta
de
sí
misma
y
dan
sentido
a
sus
acciones.
Mi
carácter
se
revela
en
mis
acciones.
Yo
lo
pongo
al
servicio
de
la
voluntad.
Conocer
bien
mi
carácter
es
saber
las
potencialidades
que
hay
en
mí
de
lograr
cosas
nuevas
en
el
futuro,
partiendo
de
lo
que
soy
ahora.
Todos
sabemos
lo
que
significa
ser
una
persona
de
Estructurar
un
carácter
firme
es
tarea
de
años
y
de
desarrollo
de
virtudes
como
la
reciedumbre,
la
valentía,
la
fortaleza.
No
porque
el
carácter
se
reduzca
a
ellas,
sino
porque
lo
expresan
más
fácilmente.
El
carácter
se
amalgama
con
mi
voluntad,
con
mi
libertad
y
con
mi
proyecto
de
vida.
La
madurez
consiste
en
conocer,
asumir
y
recorrer
la
distancia
que
separa
el
ideal
de
su
realización
(R.
Yepes
Stork).
Tener
una
personalidad
propia
y
obrar
con
rectitud,
ética-‐
mente,
están
relacionados
con
el
afán
por
alcanzar
la
madurez
personal.
La
madurez
implica,
entre
otras
cosas:
• Saber
juzgarse
a
sí
mismo
y
a
los
demás,
con
realismo,
serenidad
y
cordura,
teniendo
muy
en
cuenta
las
circunstancias
propias
y
ajenas;
• Capacidad
de
querer
y
de
actuar
con
libertad,
responsabilidad
y
coherencia;
• Tener
un
carácter
equilibrado,
en
sus
manifestaciones
interiores
y
exteriores
(evitar
las
ondulaciones
de
un
extremo
a
otro);
• Reflexión
y
control
sobre
los
propios
actos;
• Integración
en
la
vida
social
sin
presunción
ni
vanidad,
con
ánimo
de
servir;
• Capacidad
de
evaluación
de
sí
y
de
los
otros,
donde
juega
un
papel
clave
la
humildad,
que
es
la
verdad
de
uno
mismo.
La
Ética
ayuda
al
hombre
a
obrar
de
acuerdo
con
su
naturaleza
racional
y
libre,
es
decir
hay
un
ethos
natural
que
la
persona
no
puede
contradecir
porque
es
una
orientación
funda-‐
mental
de
su
conducta
en
consonancia
con
su
ser.
El
saber
ético
es
un
saber
práctico
porque
busca
una
guía
para
la
conducta
hacia
lo
que
es
bueno
para
la
persona.
Si
a
las
razones
éticas
que
inducen
a
obrar
les
quitáramos
el
componente
afectivo,
quedaría
una
ética
del
deber
a
secas,
una
ética
de
la
norma
o
de
la
obligación.
Por
eso
a
la
ética,
al
ser
ética
de
la
virtud,
de
búsqueda
de
fines
y
bienes,
de
rectitud
en
la
conducta,
le
es
connatural
resaltar
su
vinculación
con
el
mundo
afectivo,
precisamente
para
que
predomine
la
libertad
sobre
la
imposición,
la
espontaneidad
sobre
la
necesidad.
Para
desarrollarse
efectivamente,
la
persona
necesita
desplegar
sus
fuerzas
físicas,
afectivas,
intelectuales
y
espirituales,
en
toda
la
riqueza
y
profundidad
que
estas
dimensiones
implican,
siempre
en
armonía
de
vida
y
relación
con
el
sentido
de
su
vida,
con
una
finalidad
que
lo
trasciende
a
él
mismo.
El
principal
activo
de
los
grupos
humanos
–familia,
empresa,
sociedad–
son
las
personas.
Es
una
verdad
así
de
elemental.
Lo
que
ocurre
es
que
las
personas
no
están
nunca
completamente
desarrolladas,
terminadas
o
acabadas
como
puede
estar
un
mueble
o
una
joya.
Constituyen
un
potencial
ilimitado,
con
reservas
siempre
renovables,
lo
que
no
ocurre
con
otro
tipo
de
recursos.
Lo
más
valioso
de
la
persona
no
es
tangible,
no
se
puede
acariciar
físicamente:
son
bienes
interiores
–amor,
fe,
libertad,
dignidad...–
pero,
a
veces,
lo
olvidamos
y
tratamos
de
manipular
esos
bienes
como
si
fueran
cosas
o
los
confundimos
con
cierto
tipo
de
cosas
que
van
unidas
a
ellos.
Conducta
y
acción
Desde
el
interior
se
desencadena
la
actuación.
Ya
ahí
hay
conducta,
que
donde
ple-‐
namente
se
realiza
es
con
la
acción,
con
el
actuar,
el
obrar
humano
como
centro
del
hecho
moral
o
ético,
la
persona
como
protagonista
central
de
la
ética.
No
es
la
norma,
no
es
el
deber,
no
es
la
obligación,
no
es
el
valor
como
concepto.
Es
la
acción
ética
lo
que
cuenta
y
con
ella
la
intención
que
la
mueve.
Sólo
actuando
se
comprueba
si
una
persona
es
ética.
Sólo
mirando
las
consecuencias
de
la
actividad
se
puede
decir
que
hay
conducta
buena
o
mala.
Pero
no
sólo
las
acciones
son
objeto
de
la
ética.
También
las
intenciones
o
los
deseos
son
parte
de
la
conducta
y
pueden
estar
afectados
por
la
razón
de
bien
o
de
mal.
Basta
con
considerar
cuando
alguien
piensa
mal
de
otro,
para
darnos
cuenta
de
la
validez
de
esta
aseveración.
• Si
a
las
razones
éticas
que
inducen
a
obrar
les
quitáramos
el
componente
afectivo,
que-‐
daría
una
ética
del
deber
a
secas,
de
la
norma
o
de
la
obligación.
• Para
desarrollarse
efectivamente,
la
persona
necesita
desplegar
sus
fuerzas
físicas,
afectivas,
intelectuales
y
espirituales.
• Sólo
actuando
se
comprueba
si
una
persona
es
ética;
sólo
mirando
las
consecuencias
de
la
actividad
se
puede
calificar
la
conducta.
PREGUNTAS
• ¿Qué
es
la
persona?
• ¿Características
básicas
del
ser
personal?
• ¿Qué
significa
que
una
persona
es
madura?
• ¿Por
qué
la
persona
es
centro
de
la
Ética?
• ¿Cuál
es
el
papel
de
la
acción
en
la
Ética?
LECTURA
EL
SENTIDO
DE
LA
VIDA
HUMANA
El
sentido
no
sólo
debe
sino
que
también
puede
encontrarse,
y
a
su
búsqueda
guía
al
hombre
la
conciencia.
En
una
palabra,
la
conciencia
es
un
órgano
del
sentido.
Podría
definírsela
como
la
capacidad
de
rastrear
el
sentido
único
y
singular
oculto
de
cada
si-‐
tuación…Vivimos
en
una
época
de
creciente
difusión
del
complejo
de
vacuidad.
En
esta
época,
la
educación
ha
de
tender
no
sólo
a
transmitir
conocimientos,
sino
también
a
afinar
la
conciencia,
de
modo
que
el
hombre
preste
atento
oído
para
percibir
el
requerimiento
inherente
a
cada
situación…De
una
u
otra
manera,
la
educación
es
hoy
más
que
nunca
una
educación
para
la
responsabilidad.
Y
ser
responsable
significa
ser
selectivo,
ir
eligiendo…
Y
del
mismo
exacto
modo
que
cada
situación
concreta
es
singular,
de
este
mismo
modo
es
también
singular
cada
persona
concreta.
Cada
día
y
cada
hora
espera,
pues,
con
un
nuevo
sentido
y
a
cada
persona
le
aguarda
un
sentido
distinto
del
de
los
demás.
Existe,
pues,
un
sentido
para
cada
uno
y
para
cada
uno
hay
un
sentido
especial.
De
todo
lo
dicho
se
desprende
que
el
sentido
del
que
aquí
tratamos
debe
cambiar
de
situación
en
situación
y
de
persona
en
persona.
Pero
está
universalmente
presente.
No
existe
ninguna
situación
en
la
que
la
vida
deje
ya
de
ofrecernos
una
posibilidad
de
sentido,
y
no
existe
tampoco
ninguna
persona
para
la
que
la
vida
no
tenga
dispuesta
una
tarea.
Al
cumplir
un
sentido,
el
hombre
se
realiza
a
sí
mismo.
Si
cumplimos
el
sentido
del
sufrimiento,
realizamos
la
más
humano
del
ser
humano,
maduramos,
crecemos,
crecemos
más
allá
de
nosotros
mismos.
Incluso
cuando
nos
encontramos
sin
remedio
y
sin
esperanza,
enfrentados
a
situaciones
que
no
podemos
modificar,
incluso
entonces
estamos
llamados
y
se
nos
pide
que
cambiemos
nosotros
mismos.
Cuanto
más
desconoce
el
hombre
el
objetivo
de
su
vida,
más
trepidante
ritmo
da
esta
vida.
Lo
que
importa
no
es
tanto
que
la
vida
de
una
persona
esté
llena
de
dolor
o
de
placer,
sino
que
esté
llena
de
sentido.
(Textos
de
Víctor
Frankl:
“Ante
el
vacío
existencial”,
Herder,
Barcelona
1997).
Capítulo
4
Reconocer
la
dignidad
de
la
persona1
En
una
primera
acepción,
dignidad
se
usa
como
sinónimo
de
mérito
o
merecimiento.
Por
ejemplo,
cuando
decimos
que
nuestro
amigo
es
digno
de
confianza,
queremos
decir
que
la
merece,
pues
ha
demostrado
ser
fiel,
honra
la
palabra
dada,
sabe
guardar
un
secreto,
es
delicado
y
respetuoso
con
lo
que
le
confiamos,
no
se
sirve
de
lo
que
le
hemos
dado
a
conocer
para
hacernos
daño
o
para
su
propio
beneficio,
etc.
En
cambio,
cuando
decimos
que
alguien
es
indigno
de
algo,
es
porque
no
lo
merece.
Por
ejemplo,
un
político
corrupto
es
indigno
de
su
cargo,
porque
ha
accedido
a
él
con
trampas
o
mentiras,
o
se
vale
de
él
para
sus
intereses
egoístas
sin
pensar
en
sus
deberes
como
servidor
público.
Aquí
la
dignidad
tiene
que
ver,
en
primer
lugar,
con
las
acciones.
En
los
casos
mencionados,
más
que
las
personas
en
sí,
son
sus
acciones
las
que
se
califican
como
dignas
o
indignas.
Pero
hay
un
trato
que
todo
ser
humano
se
merece,
no
por
nada
que
haya
hecho
o
dejado
de
hacer,
sino
por
el
simple
hecho
de
ser
un
ser
humano.
El
simple
acto
de
existir
como
ser
humano,
de
vivir
una
vida
humana,
ya
es
fuente
de
dignidad.
Esta
es
la
segunda
acepción
del
concepto
de
“dignidad”,
más
profunda
que
la
anterior:
dignidad
humana
esencial
e
incondicional.
Esta
dignidad
se
nos
presenta
así
como
un
dato
“existencial”,
proporcionado
por
la
experiencia
inmediata.
Es
el
trato
que
es
debido
a
toda
persona,
sólo
por
ser
un
ser
humano,
que
llamamos
“trato
humano”
o
“comportamiento
humanitario”,
pues
se
lleva
a
cabo,
no
mirando
el
lugar
que
la
persona
ocupa
en
la
sociedad
ni
la
excelencia
o
el
mérito
de
sus
acciones,
sino
el
simple
hecho
de
ser
un
ser
humano.
Es
el
trato
que
atiende
a
esta
dignidad
esencial
de
la
persona.
La
formulación
del
concepto
de
dignidad
como
elemento
constitutivo
de
la
persona,
como
componente
esencial
de
la
condición
humana,
es
uno
de
los
grandes
logros
del
pensamiento
contemporáneo.
Sin
embargo,
se
ha
intuido
desde
siempre.
La
humanidad
lo
ha
entrevisto
y
ha
intentado
expresarlo
de
muchas
maneras
desde
el
comienzo
de
la
historia.
El
olvido
de
esta
dignidad
provoca
desajustes
en
cualquier
sociedad,
sin
importar
su
grado
de
desarrollo,
porque
es
fuente
de
injusticias.
La
sociedad
y
la
ley
son
ver-‐
1
Capítulo
redactado
por
Carlos
Gustavo
Pardo,
Profesor
de
Ética
de
la
Universidad
de
La
Sabana
daderamente
justas,
verdaderamente
humanas,
cuando
honran
y
respetan
la
dignidad
de
la
persona.
La
doctrina
de
los
derechos
humanos
recoge
la
experiencia
moral
de
la
humanidad
y
establece
una
opción
de
conciencia
clara
en
favor
de
la
dignidad
humana,
movilizando
lo
mejor
de
la
conciencia
moral
de
nuestro
tiempo
hacia
el
compromiso
por
su
respeto.
La
conciencia
moral
común
de
la
humanidad,
que
es
un
reflejo
de
la
ley
natural,
ha
ido
purificando
las
diversas
tradiciones
culturales
para
ajustarse
a
un
punto
de
acuerdo
común,
que
es
el
respeto
por
la
dignidad
de
la
persona.
Las
mismas
sociedades,
educadas
en
la
conciencia
de
su
dignidad,
han
ido
aprendiendo
a
exigir
a
sus
propios
gobiernos,
mu-‐
chas
veces
en
medio
de
tensiones
y
conflictos,
la
conformidad
de
sus
leyes
y
tradiciones
a
los
derechos
fundamentales.
Negar
la
verdad
de
la
dignidad
humana
como
si
fuera
una
simple
opinión
(y
por
tanto
incapaz
de
exigir
la
coherencia
de
la
ley
positiva)
supondría
aceptar
como
válidas
las
acciones
que
la
lesionan,
produciendo
situaciones
de
inhumanidad
e
injusticia
que
generan
el
rechazo
espontáneo
de
la
conciencia
recta.
Es
difícil
encontrar
a
alguien
que
sostenga
seriamente
que
la
dignidad
humana
no
existe,
que
es
una
simple
opinión
o
que
su
formulación
depende
de
relatividades
culturales
(entre
otras
cosas,
porque
estaría
ne-‐
gando
su
propia
dignidad
y
aceptando
que
es
lícito
que
se
le
apliquen
conductas
definidas
como
lesivas
de
esa
dignidad.
Aceptar
la
dignidad
humana
es
algo
que
nos
conviene
a
todos).
En
la
práctica,
en
cambio,
se
encuentra
esta
negación
más
a
menudo.
Podemos
pensar,
por
ejemplo,
en
el
genocidio
de
los
judíos
en
la
Segunda
Guerra
Mundial,
de
los
armenios
de
Turquía,
de
los
tutsis
en
Ruanda,
o
de
los
camboyanos
bajo
Pol
Pot,
en
el
holocausto
de
los
abortos
provocados,
en
los
regímenes
totalitarios,
en
la
represión
polí-‐
tica
bajo
dictaduras
de
izquierda
o
de
derecha,
en
los
horrores
de
los
grupos
armados
de
África
y
de
Colombia,
en
la
guerra
de
narcos
en
México,
en
la
pobreza
extrema
de
las
naciones
del
Tercer
Mundo,
y
en
un
largo
etcétera.
Por
contraparte,
la
aceptación
universal
de
los
derechos
humanos
es
señal
de
que
la
dignidad
humana
que
los
sustenta
forma
parte
integral
de
la
imagen
que
la
humanidad
tiene
de
sí
misma,
de
modo
más
o
menos
intuitivo,
más
allá
de
culturas
y
tradiciones,
y
que
representa
para
todos
lo
mejor
y
más
valioso
que
hay
en
cada
ser
humano.
La
dignidad
humana
es,
por
tanto,
un
hecho
fundante
de
la
moral
y
de
la
sociabilidad
humana,
es
decir,
lo
que
les
da
origen
y
las
sostiene;
un
hecho
básico,
esencial,
cuya
consideración
y
respeto
es
indispensable
para
que
el
género
humano
sea
verdaderamente
humano,
y
aún
para
asegurar
la
continuidad
de
nuestra
especie.
Ahora
bien:
es
verdad
que
la
libertad
es
un
elemento
constitutivo
del
ser
humano
porque
éste
es
un
ser
racional,
y
la
razón,
es
decir,
la
inteligencia
y
la
voluntad,
operan
en
un
ámbito
que
llamamos
libertad,
que
permite
preferir,
optar,
elegir
y
decidir.
El
libre
albedrío
es
un
rasgo
esencial
del
ser
humano,
que
caracteriza
todas
sus
acciones
cons-‐
cientes
y
voluntarias.
Sin
esa
libertad
esencial,
la
razón
no
puede
actuar,
porque
no
podría
decidir
nada
en
absoluto;
sin
esa
libertad,
las
acciones
no
serían
plenamente
humanas
porque
carecerían
de
su
rasgo
característico.
Sin
libertad
no
hay
racionalidad.
Sin
embargo,
¿qué
sucede
con
quienes,
por
alguna
circunstancia
accidental,
pierden
las
facultades
racionales
y
su
libertad
interior?
¿Dejan
por
eso
de
ser
personas?
¿Pierden
por
eso
su
dignidad?
Desde
luego
que
no,
pues
también
un
autista
o
un
enfermo
de
Alzheimer
merecen
recibir
todos
los
cuidados
corres-‐
pondientes
a
su
condición
humana.
La
conducta
contraria
se
calificaría,
justamente,
de
indigna
e
inhumana.
La
dignidad
humana,
por
tanto,
está
más
allá
del
uso
de
la
razón,
así
ésta
nos
defina
como
seres
humanos.
Tengamos
o
no
uso
de
razón,
si
somos
seres
humanos,
seguimos
siendo
dignos.
En
consecuencia
la
libertad
es
parte
esencial
de
la
persona,
es
condición
necesaria
para
el
funcionamiento
normal
de
la
vida
humana,
pero
no
es
el
fundamento
de
su
dig-‐
nidad.
No
es
lo
que
dota
de
sentido
a
nuestra
existencia.
La
dignidad
es
algo
más
profundo
que
ser
constitutivamente
libres,
por
importante
y
valioso
que
esto
sea.
Dicho
de
otro
modo,
no
somos
dignos
porque
tenemos
libertad,
sino
que
somos
libres
porque
tenemos
dignidad.
todos
los
bienes.
La
vida
en
sí
misma
vale
mucho
más
que
cualquier
cosa
material,
que
cualquier
privilegio
o
condición
de
vida.
La
inviolabilidad
de
la
vida
humana,
su
primacía
respecto
de
los
demás
bienes
o
derechos,
el
relieve
que
conceden
todas
las
legislaciones
del
mundo
en
la
promoción
de
su
respeto,
la
muestran
como
algo
de
carácter
sagrado.
Si
hay
algo
que
la
sociedad
secular
contemporánea
todavía
considera
sagrado,
es,
sin
duda
alguna,
la
vida
humana.
La
vida
es
sagrada.
Ahí
se
encuentra,
precisamente,
la
fuente
de
su
dignidad.
Ese
carácter
sagrado
de
la
vida
también
está
presente
en
las
grandes
religiones
La
imagen
bíblica
del
hombre,
compartida
en
sus
fundamentos
por
judíos,
cristianos
y
musulmanes,
ofrece
una
imagen
del
ser
humano
donde
destaca
desde
el
primer
momento
la
grandeza
única
del
ser
humano
como
imagen
de
Dios.
Esta
expresión
aparece
en
un
pasaje
del
Génesis,
el
primer
libro
del
Antiguo
Testamento,
al
hablar
de
la
creación
del
hombre:
“Dijo
Dios:
hagamos
al
hombre
a
nuestra
imagen
y
semejanza”
(Gn
1,
26),
y
también:
“Dios
creó
al
hombre
a
su
imagen”
(Gn
1,
27).
La
reflexión
de
siglos
sobre
lo
que
significa
para
el
hombre
ser
imagen
de
Dios,
ha
proporcionado
el
fundamento
último
al
concepto
actual
de
dignidad
humana.
Por
eso,
aunque
se
puede
reconocer
la
inviolabilidad
de
la
dignidad
humana
sin
tener
una
creencia
religiosa,
pues
la
razón
es
capaz
de
acceder
a
este
dato
por
sí
misma,
la
fe
en
un
Dios
creador
y
en
que
el
hombre
ha
sido
hecho
a
su
imagen
es
una
garantía
de
respeto
a
la
dignidad
de
la
persona,
pues
para
el
que
de
verdad
vive
su
fe,
respetar
al
hombre
es
res-‐
petar
al
Dios
de
quien
el
hombre
es
imagen,
es
respetar
la
imagen
de
Dios
en
él.
La
dignidad
que
nos
viene
por
el
simple
hecho
de
ser
personas,
es
un
regalo
de
la
vida,
pero
no
hay
mérito
en
ello.
En
cambio,
podemos
hacernos
aún
más
dignos
por
nuestra
conducta.
Las
acciones
que
cometamos
contra
la
dignidad
de
otros,
son
indignas
de
nosotros
mismos
porque
ofenden
nuestra
propia
dignidad,
que
reclama
una
conducta
coherente
con
lo
que
somos.
Si
nuestra
conducta
es
indigna,
no
sólo
perdemos
la
semejanza,
sino
que
nuestra
propia
imagen
se
oscurece,
y
a
los
demás
les
podría
resultar
difícil
verla
y
tratarnos
en
consecuencia.
Podemos
aclarar
estas
ideas
con
un
ejemplo.
Una
persona
es
vengativa
porque
se
enceguece
ante
la
dignidad
de
la
otra,
no
ve
ya
la
imagen
de
Dios
en
ella.
Por
eso
sólo
busca
causarle
dolor
o
hacerlo
sufrir.
Esto
ocurre
a
veces
porque
el
primer
agresor
os-‐
cureció,
con
una
conducta
indigna
de
sí
mismo,
su
propia
dignidad
ante
los
ojos
del
agredido.
El
acceso
inmediato
a
la
dignidad
humana
viene
dado
por
la
conciencia
de
la
propia
dignidad.
Sobre
esta
base,
si
reconozco
que
tengo
dignidad
y
reconozco
a
la
vez
que
los
demás
son
mis
iguales,
reconozco
de
inmediato
que
también
ellos
tienen
mi
misma
dignidad
esencial.
De
este
modo
tengo
claridad
en
el
modo
adecuado
de
actuar
hacia
ellos,
porque
lo
que
se
ajusta
a
mi
dignidad,
también
se
ajusta
a
la
de
ellos,
mientras
que
lo
que
vulnera
la
mía,
también
vulnera
la
suya.
De
allí
que
la
regla
de
oro
sea
un
principio
ético
clave
para
acertar
en
las
relaciones
interpersonales
cotidianas.
El
respeto
por
la
dignidad
humana
no
es
sólo
cuestión
de
los
organismos
internacionales,
los
legisladores,
ni
de
quienes
tienen
que
lidiar
de
manera
inmediata
con
las
aristas
más
ásperas
de
la
injusticia
o
del
conflicto.
El
respeto
por
la
dignidad
humana
es
tarea
de
todos
los
días,
comenzando
por
los
que
tenemos
más
cerca.
El
amor
al
cónyuge,
la
responsabilidad
por
sacar
adelante
una
familia,
el
velar
por
el
bienestar
integral
y
la
sana
educación
de
los
hijos,
las
relaciones
justas
y
solidarias
con
empleados
y
colegas,
la
participación
ciudadana,
las
obras
de
caridad
o
de
servicio
social,
ser
buenos
amigos,
conceder
la
comprensión,
el
perdón
o
la
sonrisa,
aunque
a
veces
cueste
o
duela,
asumir
una
actitud
de
servicio
en
las
relaciones
profesionales,
familiares,
etc.
son
formas
concretas
de
respetar
la
dignidad
de
las
personas
que
nos
rodean.
Vivir
de
este
modo
nos
hace
útiles
para
alegrar
y
enriquecer
la
vida
de
los
demás,
y
hace
que
nues-‐
tra
vida
se
enriquezca
y
nuestra
dignidad
crezca
en
el
plano
de
la
semejanza.
Quien
siembra
solidaridad,
respeto,
afecto
y
afirmación
de
la
dignidad
ajena,
cosecha
eso
mismo
en
su
propio
beneficio.
De
allí
que
la
única
forma
de
comportarse
con
los
demás
a
la
altura
de
su
dignidad
sea
el
amor.
Sólo
el
que
ama
está
a
la
altura
de
la
dignidad
del
otro,
y
de
su
propia
dignidad.
El
amor
es
tratar
a
las
personas
de
acuerdo
con
su
dignidad.
El
amor
es
la
única
virtud
de
la
acción
humana
capaz
de
dignificar
a
quien
da
y
a
quien
recibe,
la
única
verdaderamente
adecuada
a
la
condición
personal
del
hombre,
y
la
única
capaz
de
dar
perfecto
cumplimiento
a
la
ética
y
a
la
ley.
PREGUNTAS
• ¿En
qué
consiste
la
dignidad
humana?
• ¿Por
qué
hay
que
defender
la
dignidad
humana?
• ¿Quién
defiende
la
dignidad
humana?
• ¿Por
que
la
vida
es
sagrada?
• ¿Qué
significa
el
respeto
a
la
vida?
LECTURA
El
valor
de
los
Derechos
Humanos
El
movimiento
hacia
la
identificación
y
la
proclamación
de
los
derechos
del
hombre
es
uno
de
los
esfuerzos
más
relevantes
para
responder
eficazmente
a
las
exigencias
imprescindibles
de
la
dignidad
humana.
La
raíz
de
los
derechos
del
hombre
se
debe
buscar
en
la
dignidad
que
pertenece
a
todo
ser
humano.
Esta
dignidad,
connatural
a
la
vida
humana
e
igual
en
toda
persona,
se
descubre
y
se
comprende,
ante
todo,
con
la
razón.
Estos
derechos
son
«
universales
e
inviolables
y
no
pueden
renunciarse
por
ningún
concepto
».
Universales,
porque
están
presentes
en
todos
los
seres
humanos,
sin
excepción
alguna
de
tiempo,
de
lugar
o
de
sujeto.
Inviolables,
en
cuanto
«
inherentes
a
la
persona
humana
y
a
su
dignidad
»
y
porque
«
sería
vano
proclamar
los
derechos,
si
al
mismo
tiempo
no
se
realizase
todo
esfuerzo
para
que
sea
debidamente
asegurado
su
respeto
por
parte
de
todos,
en
todas
partes
y
con
referencia
a
quien
sea
».
Inalienables,
porque
«
nadie
puede
privar
legítimamente
de
estos
derechos
a
uno
sólo
de
sus
semejantes,
sea
quien
sea,
porque
sería
ir
contra
su
propia
naturaleza
».
Los
derechos
del
hombre
exigen
ser
tutelados
no
sólo
singularmente,
sino
en
su
conjunto:
una
protección
parcial
de
ellos
equivaldría
a
una
especie
de
falta
de
reconocimiento.
Estos
derechos
corresponden
a
las
exigencias
de
la
dignidad
humana
y
comportan,
en
primer
lugar,
la
satisfacción
de
las
necesidades
esenciales
—materiales
y
espirituales—
de
la
persona:
«
Tales
derechos
se
refieren
a
todas
las
fases
de
la
vida
y
en
cualquier
contexto
político,
social,
económico
o
cultural.
Son
un
conjunto
unitario,
orientado
decididamente
a
la
promoción
de
cada
uno
de
los
aspectos
del
bien
de
la
persona
y
de
la
sociedad...
La
promoción
integral
de
todas
las
categorías
de
los
derechos
humanos
es
la
verdadera
garantía
del
pleno
respeto
por
cada
uno
de
los
derechos».
Universalidad
e
indivisibilidad
son
las
líneas
distintivas
de
los
derechos
humanos:
«
Son
dos
principios
guía
que
exigen
siempre
la
necesidad
de
arraigar
los
derechos
humanos
en
las
diversas
culturas,
así
como
de
profundizar
en
su
dimensión
jurídica
con
el
fin
de
asegurar
su
pleno
respeto
».
• El
derecho
a
la
vida,
del
que
forma
parte
integrante
el
derecho
del
hijo
a
crecer
bajo
el
corazón
de
la
madre
después
de
haber
sido
concebido;
• El
derecho
a
vivir
en
una
familia
unida
y
en
un
ambiente
moral
favorable
al
desarrollo
de
la
propia
personalidad;
• El
derecho
a
madurar
la
propia
inteligencia
y
la
propia
libertad
a
través
de
la
búsqueda
y
el
conocimiento
de
la
verdad;
• El
derecho
a
participar
en
el
trabajo
para
valorar
los
bienes
de
la
tierra
y
recabar
del
mismo
el
sustento
propio
y
de
los
seres
queridos;
• El
derecho
a
fundar
libremente
una
familia,
a
acoger
y
educar
a
los
hijos,
haciendo
uso
responsable
de
la
propia
sexualidad.
• El
derecho
a
la
libertad
religiosa,
entendida
como
derecho
a
vivir
en
la
verdad
de
la
propia
fe
y
en
conformidad
con
la
dignidad
trascendente
de
la
propia
persona.
(Compendio
de
Doctrina
Social
de
la
Iglesia)
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
43
Capítulo
5
Inteligencia
ética
Quizás
recordemos
a
Tomás,
el
personaje
de
“La
insoportable
levedad
del
ser”
de
Milan
Kundera,
dominado
por
el
imperativo
de
no
vincularse
seriamente
a
nada,
ni
en
la
ética,
ni
en
la
política,
ni
siquiera
en
el
amor
y
que
lejos
de
aligerar
la
existencia
la
convierte
en
algo
trágicamente
insoportable.
En
muchas
personas
existe
apatía
e
indiferencia
frente
a
los
compromisos
con
otros
o
con
un
ideal
de
vida,
o
con
la
ética
como
una
forma
de
vivir:
no
quieren
aceptar
referencias
de
ningún
tipo.
Pero
resulta
que
la
vida
diaria
está
llena
de
situaciones
y
dilemas
en
que
está
comprometida
la
Ética.
A
cada
momento
tenemos
que
decidir
por
algo
lo
que
nos
parece
que
está
bien
o
evitar
algo
que
está
mal.
Si
no
lo
pensamos
nosotros,
otros
nos
lo
dicen.
Y
todos
los
días
también
nos
damos
cuenta
que,
al
decidir,
no
sólo
están
en
juego
unos
pensamientos
sobre
lo
que
está
bien
o
está
mal,
sino
que
está
en
juego
la
conciencia
y
ella
nos
corrobora
lo
que
hicimos
o
nos
confronta
con
ella.
Y
en
cualquier
caso,
nos
sentimos
bien
o
mal.
Es
decir
que
el
componente
emocional
es
inevitable.
Y
sabemos
bien
que
entra
en
juego
ahí
la
llamada
inteligencia
emocional,
que
nos
advierte
y
orienta
sobre
la
relación
entre
lo
que
pensamos,
sentimos
y
hacemos.
“Lo
que
caracteriza
a
la
inteligencia
ética,
como
a
todas
las
inteligencias
prácticas
es
que
tienen
que
demostrarse
no
sólo
en
el
razonamiento
sino
también
en
la
acción”.
(J.A.
Marina,
Ética
para
náufragos).
Y
se
demuestra
dando
lugar
a
acciones
que
nos
permiten
conseguir
el
bien,
Así,
la
inteligencia
ética
nos
ayuda
a
hacer
buen
uso
de
la
inteligencia
racional,
a
buscar
el
bien,
a
ser
buenos,
a
dirigirnos
hacia
la
felicidad,
y
por
eso
ella
integra
tanto
aspectos
racionales
como
emocionales
y
de
acción.
ética,
la
que
tiene
que
resolver
los
problemas,
gestionar
las
emociones
y
organizar
las
motivaciones
enfrentadas”
(J.
A.
Marina).
Así
como
decimos
que
una
persona
es
muy
inteligente
porque
es
capaz
de
asimilar
determinados
conocimientos
y
con
ello
actuar
profesionalmente
al
frente
de
responsabilidades
que
le
obligan
a
poner
en
práctica
ese
saber,
podemos
decir
que
una
persona
con
inteligencia
ética
es
aquella
que
es
capaz
de
discernir
bien
los
problemas
o
dilemas
éticos
(debo
hacer
esto
o
no)
y
tomar
la
decisión
adecuada,
por
ejemplo
aceptar
o
no
un
regalo
para
que
se
aceleren
determinados
términos
de
una
contratación
que
depende
de
ella.
Cuando
una
persona
está
ante
la
necesidad
de
practicar
lo
que
cree
que
debe
hacerse
en
unas
circunstancias
concretas,
necesariamente
se
plantea,
implícita,
o
explícitamente,
unos
principios
o
valores,
unos
referentes
éticos,
para
que
su
actuación
corresponda
a
la
mejor
manera
posible
de
resolver
el
problema
que
tiene
delante.
Ella
no
es
un
puro
razonamiento
teórico,
es
mucho
más
que
eso,
porque
tiene
en
canta
el
pensamiento
no
discursivo
o
emocional,
las
actitudes,
los
intereses
y
valores,
las
variaciones
propias
de
la
situación,
las
personas
que
intervienen,
etc.
Aún
más:
antes
de
afrontar
todos
esos
pasos,
la
inteligencia
ética
se
encuentra
con
fenómenos
que
condicionan
o
que
influyen
en
la
entera
actuación.
Tal
vez
el
más
patente
hoy
en
día
sea
el
relativismo.
Recordemos
un
poco.
El
relativismo
sostiene
que
no
hay
referentes
objetivos
para
las
actuaciones
éticas:
no
hay
verdades,
ni
principios
naturales,
ni
guías
previas
a
la
conducta,
ni
un
deber
ser
de
acuerdo
con
la
naturaleza
de
la
persona.
Simplemente
las
cosas
se
hacen
por
referencia
a
lo
que
otros
hacen,
a
lo
que
se
acostumbre,
a
lo
que
opina
la
mayoría,
a
lo
que
se
decide
por
votación,
etc.
equivocadamente
a
alguien
más
dinero
del
que
debe
“ese
es
su
problema
por
contar
mal
el
dinero”;
yo
no
tengo
por
qué
retornarlo.
Nos
parece
que
esa
integración
de
diversos
aspectos
en
la
Inteligencia
ética,
nos
permite
vincularla
con
una
ética
personal
en
acción,
para
la
vida,
no
con
una
ética
puramente
racional,
desconectada
de
las
motivaciones
o
de
la
afectividad;
se
trata
de
la
ética
como
saber
práctico
en
el
que
está
involucrada
la
afectividad
de
la
persona,
lo
cual
no
disminuye
las
razones
de
orden
conceptual
que
deben
ser
dilucidadas
por
la
inteligencia
racional,
y
que
en
último
término
nos
indican
si
aquello
es
conforme
con
la
ley
de
la
conciencia
o
con
unos
principios
distintos
de
nosotros.
Eso
no
es
otra
cosas
que
vincular
la
capacidad
al
hacer
efectivo
en
orden
al
logro
de
fines
en
concordancia
con
los
objetivos
de
la
persona
y
adecuados
a
su
ser,
en
conformidad
con
su
naturaleza
racional,
libre
y
espiritual.
Por
eso
subraya
la
frase
citada
“productos
éticamente
significativos”,
es
decir,
no
resultado
del
hacer
por
hacer,
o
simplemente
resultado
material,
sino
resultado
del
hacer
humano
convertido
en
obrar,
es
decir,
interiorizado
por
la
persona.
Así
como
la
inteligencia
racional
nos
impulsa
a
mantener
una
conexión
con
el
mundo
real
tratando
de
captar
su
verdad,
la
inteligencia
emocional
lo
hace
con
nuestro
mundo
afectivo,
y
la
inteligencia
ética
lo
hace
integrando
lo
racional
y
lo
emocional
dirigido
a
la
consecución
de
un
bien,
y
para
eso
hace
falta
una
conexión
constante
con
es
decir,
con
el
mundo
de
la
vida
y
las
circunstancias
reales
en
las
que
nos
movemos.
No
puede
permanecer
al
nivel
de
un
análisis
teórico
en
términos
de
deber
ser
o
de
lo
que
dicen
las
normas
éticas;
es
incorporación
vital
en
la
que
se
da
una
apropiación
de
los
principios
y
normas,
en
la
que
tiene
un
papel
decisivo
la
conciencia
que
se
ilustra
debidamente
sobre
los
motivos
de
la
acción
y
libremente
actúa
indicando
la
dirección
adecuada,
como
lo
hace
una
brújula,
acompañada
de
la
acción
correspondiente.
sino
porque
su
acción
ética
tiene
los
elementos
que
han
posible
el
ejercicio
de
esta
modalidad
de
la
inteligencia
que
hemos
denominado
así.
Obviamente
que
no
se
trata
de
una
competencia
aislada
de
las
otras
competencias,
humanas
en
general,
de
conocimiento
y
emocionales,
o
profesionales
en
particular,
sino
que
las
articula
en
el
trabajo,
en
la
acción
de
servicio
o
productiva
y
en
la
conducta
ética.
Podemos
afirmar
que
la
inteligencia
ética
ofrece
unas
ventajas
a
quien
la
desarrolla
en
forma
sistemática,
bien
de
orden
personal,
bien
de
orden
corporativo:
La
inteligencia
ética
lleva
no
sólo
a
hacer
el
bien
como
orientación
dominante
en
la
conducta
moral
de
una
persona,
sino
a
lograr
el
vivir
bien,
el
vivir
honesto
de
que
hablan
los
clásicos.
Y,
al
mismo
tiempo,
en
términos
de
autoestima
y
reconocimiento,
lleva
a
sentirse
bien,
a
vivirse
correctamente,
y
a
que
en
las
relaciones
humanas
la
aceptación
del
otro
vaya
acompañada
de
la
actitud
de
servicio,
colaboración,
y
entrega
a
los
demás
buscando
su
bien.
Lo
que
finalmente
se
logra
es
incrementar
el
capital
ético
(el
acervo
acumulado
de
conocimiento
y
de
experiencia
y
saber
hacer)
de
tal
modo
que
haya
un
dinamismo
interior
realista
y
dinámico,
para
que
la
acción
ética
sea
cada
vez
más
un
aspecto
determinante
en
el
quehacer
personal.
Como
dice
Peter
Singer,
el
problema
es
que
“las
personas
consideran
la
ética
como
un
sistema
de
reglas
que
nos
prohíben
hacer
ciertas
cosas.
No
la
consideran
como
la
base
para
pensar
en
cómo
hemos
de
vivir”.
Se
trata
de
una
ética
a
través
de
la
cual
la
persona
busca
realizarse
a
sí
misma
de
cara
a
los
demás,
es
decir,
buscar
el
bien
para
sí
y
para
los
otros.
Una
Ética
para
la
vida
es
casi
una
redundancia.
La
ética
para
la
vida
podría
tomar
como
lema
la
conocida
frase
de
Nietzsche:
quien
tiene
un
porque
para
vivir,
encontrará
siempre
el
cómo.
Esta
ética
envuelve
la
doble
respuesta:
el
qué
y
el
cómo.
Por
eso
en
ante
ella
la
persona
siente
el
llamado
a
obrar
bien,
cualquiera
que
sea
su
situación
vital
y
cualquiera
que
sea
su
ideología.
La
ética
para
la
vida
no
puede
pasar
de
moda
porque
las
personas
no
pasamos
de
moda.
Porque,
además,
la
ética
en
el
pasado
ha
sido
vista
solo
como
algo
puramente
racional.
Es
algo
que
tiene
que
ver
con
la
índole
propia
de
la
naturaleza
humana,
no
con
sus
circunstancias
existenciales
o
históricas.
Eso
es
verdad
y
se
dará
siempre,
cualesquiera
que
ellas
sean.
Pero
también
es
cierto
que
no
somos
solo
naturaleza
y
circunstancias
biográficas
que
nos
llevan
a
modos
de
ser
y
de
actuar
muy
concretos.
No
es
el
hombre
quien
actúa
propiamente:
soy
yo,
que
tengo
una
condición
única
e
irrepetible,
que
no
se
confunde
con
los
demás
y
que
no
puede
delegar
en
ellos
su
conducta.
Por
lo
anterior,
nunca
pues
podemos
separar
en
la
acción
ética
las
razones
por
las
cuales
obramos
del
papel
de
la
voluntad,
del
querer
y
de
todo
el
mundo
afectivo.
La
iniciativa
puede
provenir
del
entendimiento
o
de
la
mente
racional
o
puede
venir
de
la
voluntad
a
raíz
de
un
impulso
emocional,
sea
una
emoción
sensible,
una
pasión
por
algo,
un
sentimiento
más
profundo,
o
una
motivación.
La
mente
emocional
es
capaz
de
poner
en
marcha
la
mente
racional.
La
inteligencia
ética
nos
hace
tener
conciencia
de
las
emociones,
comprender
los
sentimientos
de
los
demás,
tolerar
las
presiones
y
frustraciones
que
soportamos
en
el
trabajo,
acentuar
nuestra
capacidad
de
trabajar
en
equipo
y
adoptar
una
actitud
empática,
que
nos
brindará
mayores
posibilidades
de
desarrollo
personal.
Amor
de
sí
no
es
egoísmo,
es
lo
que
llamamos
autoestima.
Tengo
que
pensar
en
mí
mismo,
reconocer
lo
que
soy
y
valgo,
para
poder
pensar
en
los
demás
y
conocer
lo
que
ellos
son
y
valen.
Eso
supone
quererse
a
sí
mismo.
Con
base
en
ese
justo
amor,
afrontamos
la
acción
ética
que
implica
un
deber,
sabiendo
que
contiene
un
bien
para
nosotros.
Y
buscamos
la
felicidad
tratando
de
realizar
bienes
que
nos
traigan
satisfacción
y
logro.
Cumplir
el
deber
es
parte
de
la
felicidad,
no
toda
la
felicidad.
En
esa
búsqueda
habrá
cosas
que
representan
éxito
o
placer
y
otras
que
nos
traen
cierto
fracaso
o
dolor
pero
cuya
mezcla
no
se
opone
a
la
felicidad.
Tengo
que
hacer
el
bien
libremente
así
me
lo
imponga
como
un
objetivo
a
buscar,
como
un
deber
a
cumplir.
Ser
ético,
cumpliendo
deberes
a
veces
es
algo
duro,
pero,
como
comenta
A.
Millán
(Ética
y
realismo)
citando
a
Platón,
lo
honesto
es
algo
bello
y
bueno,
y
Aristóteles
añade
que
“no
es
noble
quien
no
se
goza
en
las
acciones
honestas”
(Ética
a
Nicómaco-‐1099
a
17-‐18).
No
sólo
no
se
rechaza
lo
emocional,
sino
que
se
afirma
que
hacer
el
bien
produce
un
gozo
sensible
y
da
lugar
a
un
gozo
espiritual.
El
comportamiento
ético
recto
debe
producir
un
bienestar,
una
felicidad
en
la
persona
que
hace
el
bien,
como
aparte
de
su
armonía
vital.
Del
mismo
modo
que
cuando
alguien
hace
el
mal
contrario
a
lo
que
la
conciencia
o
los
principios
le
dictan,
no
es
extraño
que
sienta
lo
contrario
al
gozo,
la
desdicha,
la
infelicidad
o
la
tristeza.
Además
existe
una
estrecha
relación
entre
ser
amado,
amarse
a
sí
mismo
y
amar
a
los
demás,
como
lo
explica
Esparza
(La
autoestima
del
cristiano).
Si
somos
amados,
eso
nos
impulsa
a
amarnos
a
nosotros
mismos
y,
a
su
vez,
eso
refuerza
el
amor
a
los
demás.
El
beneficio
de
la
acción
ética
es
patente.
Estaremos
en
condición
de
obrar
mejor,
más
rectamente
si
aprovechamos
la
doble
dirección
del
amor
de
sí
y
del
amor
a
los
demás
y
de
los
demás.
“Cuanto
más
y
mejor
amor
recibo,
más
y
mejor
me
amo
a
mí
mismo
y
a
los
demás.
Por
una
parte,
me
amo
a
mí
mismo
en
la
medida
en
que
soy
amado;
como
afirma
Pieper:
“sólo
por
la
confirmación
en
el
amor
que
viene
del
otro
el
ser
humano
puede
existir
del
todo”.
Por
otra
parte,
amo
bien
a
los
demás,
en
la
medida
en
que
me
amo
bien
a
mí
mismo”
(M.
Esparza).
Para
que
la
persona
desarrolle
su
inteligencia
ética
en
relación
con
los
demás
es
lógico
que
no
sólo
descubra
que,
por
constitución
propia,
es
una
intimidad
abierta
al
otro,
sino
que
esa
apertura
se
debe
traducir
en
actitudes
afectivas
hacia
el
otro,
para
que
en
su
búsqueda
del
bien
para
sí
y
para
el
otro
cuente
con
la
riqueza
emocional
de
ambos
para
superar
las
dificultades
y
resistencias
a
la
conducta
(apatía,
confusión,
pasividad,
indiferencia)
confundiéndose,
a
la
fe,
que
no
solo
no
invade
la
autonomía
y
la
libertad
del
actuar
ético,
sino
que
se
constituye
en
un
motivo
que
fortalece
la
decisión
y
el
sentido
del
obrar
personal.
PREGUNTAS
• ¿Por
qué
se
habla
de
inteligencia
ética?
• ¿Cómo
puede
definirse
la
inteligencia
ética?
• ¿Cómo
actuar
con
inteligencia
ética?
• ¿Cómo
se
relacional
inteligencia
ética
con
la
felicidad?
• ¿Cómo
nos
conecta
con
los
otros?
LECTURA
“DONDE
EL
CORAZÓN
TE
LLEVE”
Hoy
en
día
el
corazón
hace
pensar
en
algo
ingenuo,
vulgar.
En
mi
juventud
todavía
era
posible
nombrarlo
sin
vergüenza;
ahora,
al
contrario,
es
un
término
que
ya
no
usa
nadie.
Las
pocas
veces
en
que
se
lo
cita,
es
sólo
para
referirse
a
su
mal
funcionamiento
no
es
el
corazón
en
su
integridad,
sino
sólo
una
isquemia
coronaria,
una
leve
irregularidad
de
la
aurícula;
pero
de
él,
de
su
calidad
de
centro
del
alma
humana,
no
se
hace
ninguna
men-‐
ción.
Quien
da
importancia
al
corazón—se
piensa,
entonces—está
cerca
del
mundo
animal,
de
lo
incontrolado;
quien
da
importancia
a
la
razón
está
cerca
de
las
reflexiones
más
elevadas.
¿Y
si
las
cosas
no
fueran
así,
si
fueran
justamente
al
revés?
¿Si
fuera
ese
exceso
de
razón
lo
que
debilita
a
la
vida?
A
veces
me
ocurre,
más
por
distracción
que
por
otra
cosa,
que
dejo
el
televisor
encendido
toda
la
tarde;
aun
cuando
no
lo
mire,
su
sonido
me
sigue
por
los
cuartos
y
a
la
noche,
cuando
me
voy
a
la
cama,
estoy
mucho
más
nerviosa
que
de
costumbre
y
me
cuesta
dormirme.
El
sonido
continuo,
el
estruendo,
son
una
especie
de
droga;
cuando
uno
se
habituó
a
ellos,
no
se
los
puede
dejar.
Hace
un
tiempo
leí
en
un
diario
que,
según
las
últimas
teorías,
el
amor
no
nace
del
corazón
sino
de
la
nariz.
Cuando
dos
personas
se
encuentran
y
se
gustan,
comienzan
a
enviarse
pequeñas
hormonas
cuyo
nombre
no
re-‐
cuerdo;
estas
hormonas
entran
por
la
nariz,
suben
hasta
el
cerebro
y
allí,
en
algún
mean-‐
dro
secreto,
desencadenan
la
tempestad
del
amor.
En
conclusión,
los
sentimientos,
según
el
artículo,
no
son
más
que
olores
invisibles.
¡Qué
tontería!
Quien
haya
sentido
el
amor
verdadero
en
la
vida,
el
grande
y
sin
palabras,
sabe
que
esas
afirmaciones
no
son
más
que
un
golpe
bajo
para
mandar
el
corazón
al
exilio.
Claro,
el
olor
de
la
persona
amada
provoca
grandes
turbaciones.
Pero
para
provocarlas,
antes
debe
existir
algo
más,
algo
que,
estoy
segura,
es
muy
distinto
de
un
simple
olor.
Y
cuando
frente
a
ti
se
abran
muchos
caminos
y
no
sepas
cuál
tomar,
no
elijas
uno
al
azar,
siéntate
y
espera.
Respira
con
la
profundidad
confiada
con
que
respiraste
el
día
en
que
viniste
al
mundo;
sin
dejarte
distraer
por
nada,
espera
y
vuelve
a
esperar.
Quédate
quieta,
en
silencio,
y
escucha
a
tu
corazón.
Cuando
te
hable,
levántate
y
marcha
hacia
donde
él
te
lleve
(Susanna
Tamaro
Donde
el
corazón
te
lleve)
Seix
y
Barral,
Barcelona,
1996)
.
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
53
Capítulo
6
Felicidad,
éxito
y
plenitud
La
felicidad
es
el
término
que
resume
todas
las
aspiraciones
humanas,
y
no
hay
otros
más
deseado
por
las
personas.
La
vida
ética,
en
el
sentido
aristotélico
de
“vida
buena”,
es
una
vida
feliz,
lograda,
cuando
se
alcanza
el
objetivo
primordial
en
el
que
cada
uno
empeña
sus
mejores
esfuerzos,
que
supone
una
tarea
nunca
terminada.
La
ética
ayuda
a
la
persona
a
consolidar
ese
objetivo,
sirviéndole
de
referencia
en
cada
momento
para
indicarle
si
va
por
el
camino
acertado.
Hay
que
buscar
la
felicidad
donde
realmente
puede
estar:
en
nuestra
riqueza
interior,
en
servir
a
los
demás,
en
la
familia
y
los
hijos,
en
los
amigos,
en
la
satisfacción
del
trabajo
bien
hecho,
en
el
logro
de
metas
que
están
más
relacionada
con
el
ser
que
con
el
tener,
en
trabajar
por
la
sociedad
a
la
que
pertenecemos.
Ser
feliz
es
encarnar
un
ideal
de
ser
persona,
algo
que
siempre
va
más
allá
de
nosotros
mismos,
que
nos
hace
trascender.
con
una
vida
ociosa.
Si
solo
trabajáramos
y
no
tuviéramos
un
poco
de
ocio,
tampoco
lograríamos
el
objetivo.
Todos
trabajamos
para
conseguir
algún
tipo
de
éxito
y
cada
uno
podría
dar
su
propia
definición
del
éxito
y
enumerar
las
cosas
que
considere
necesarias
para
ser
exitoso.
Así
como
no
hay
discusión
con
la
búsqueda
de
la
felicidad
como
un
imperativo
humano,
es
difícil
dejar
de
pensar
en
la
conveniencia
de
buscar
el
éxito
en
la
vida,
aunque
sea
interpretado
de
muy
diversas
formas.
La
palabra
éxito
viene
del
latín
exitus
que
significa
salida
o
resultado.
Normalmente
se
asocia
con
triunfar,
con
ganar
o
sobresalir:
triunfar
profesionalmente,
ganar
dinero,
sobresalir
en
determinado
campo,
ser
socialmente
aceptado,
ser
importante
o
alcanzar
una
figuración
de
algún
tipo.
El
éxito
está
ligado
al
hacer
y
al
tener,
mucho
más
que
al
ser.
A
través
del
hacer
conseguimos
tener:
medios
económicos,
cosas
de
todo
tipo,
poder,
reconocimiento,
prestigio,
influencia,
placer,
etc.
El
tener
podemos
lo
podemos
sintetizar
en
“la
triple
P”:
plata,
poder
y
placer,
que
son
como
tres
fuerzas
dominantes
que
atraen
a
las
personas
y
encarnan
las
aspiraciones
por
el
afán
bienestar
material,
que
se
podría
expresar
diciendo:
tengo
dinero,
tengo
belleza,
tengo
placer,
tengo
poder,
tengo
amigos,
tengo
posesiones,
tengo
capacidad
de
endeudarme,
tengo
cosas,
tengo
ganas,
tengo
conocimientos,
tengo
oportunidades,
tengo
ventajas
sobre
los
otros,
tengo
nombre,
tengo
títulos,
etc.
Es
un
tener
en
el
que
predomina
lo
material,
lo
económico,
lo
sensual,
sin
excluir
del
todo
otras
cosas
menos
materiales
(fama,
conocimientos,
reputación).
Dice
Richard
Layard
(La
felicidad):
“La
sociedad
hoy
no
es
más
feliz
que
hace
cincuenta
años,
aunque
todos
los
grupos
son
más
ricos
y
están
más
sanos.”
Y
hace
tres
acotaciones
interesantes
para
nuestro
tema:
Una:
“El
aumento
de
felicidad
por
ingreso
suplementario
se
va
reduciendo
a
medida
que
la
gente
se
enriquece
más”.
Otra:
“La
política
puede
hacer
más
por
suprimir
la
infelicidad
que
por
aumentar
la
felicidad”.
Y
la
tercera:
“En
realidad
la
felicidad
depende
de
la
vida
interior
de
cada
uno
tanto
como
de
sus
circunstancias
externas”.
El
éxito
normalmente
llega
como
fruto
de
un
esfuerzo,
pero
no
sólo
de
él.
Depende
también
de
lo
que
se
suele
llamar
la
suerte,
o
las
oportunidades
que
se
presentan,
o
de
las
relaciones
que
se
tienen
y
que
actúan
favorablemente.
O
sea
que,
aunque
uno
se
esfuerce
bastante,
puede
ocurrir
que
las
cosas
no
le
salgan
bien
porque
le
falta
uno
o
varios
de
los
otros
factores
que
concurren
al
éxito
y
que
son
ajenos
a
nosotros
mismos.
Incluso,
a
veces,
es
buena
una
cierta
dosis
de
fracaso
que
sirva
de
experiencia
para
no
dejarse
llevar
de
la
idea
de
que
siempre
hay
que
triunfar.
Como
le
ocurre
a
un
buen
deportista
que,
a
pesar
de
jugar
muy
bien,
puede
sufrir
una
derrota.
Aunque
el
hacer
sea
muy
intenso
y
se
tengan
muchas
cosas,
es
decir,
que
hayamos
conseguido
un
éxito
material,
todo
puede
cambiar
en
forma
inesperada.
Cerrar
la
puerta
al
fracaso
significa
en
cierto
sentido
dejar
por
fuera
el
éxito.
Son
distintos
pero
tienen
que
ver
entre
sí,
no
son
tan
completamente
opuestos.
Uno
puede
ser
camino
para
el
otro.
Por
eso
no
hay
que
tener
temor
al
fracaso
en
la
medida
en
que
puede
ser
oportunidad
de
convertirlo
en
experiencia
positiva.
El
temor
a
fracasar,
más
que
por
el
fracaso
en
sí
mismo,
es
por
el
golpe
psicológico
que
trae
consigo.
Las
personas
que
no
asimilan
los
fracasos
corren
el
riesgo
de
adquirir
una
especie
de
complejo
de
víctima.
Se
marcan
a
sí
mismas
emocionalmente
con
un
signo
negativo,
como
si
fatalmente
se
sintieran
atraídas
por
el
fracaso.
Eso
realmente
no
es
así.
Nadie
está
destinado
a
fracasar
por
herencia
genética.
Cada
uno
puede
moderar
el
impacto
de
los
fracasos,
a
veces
aparentes,
en
su
vida.
En
ocasiones
no
intentamos
determinadas
metas
porque
pensamos
que
podemos
fracasar.
Este
tipo
de
miedo
lo
que
hace
es
paralizarnos,
impedirnos
seguir
adelante.
Cuando
nos
dejamos
llevar
del
miedo
hacemos
la
peor
inversión.
En
ese
momento
lo
que
necesitamos
es
romper
esa
barrera
y
seguir
adelante.
No
podemos
resignarnos
a
perder
o
a
quedar
presos
del
temor.
Ni
mucho
menos
castigarnos
a
nosotros
mismos
por
haber
fracasado
en
ciertas
cosas.
El
ser
humano
es
vulnerable
y
debe
ser
consciente
de
esa
condición
para
saber
que
está
expuesto
a
recibir
las
heridas
de
los
errores
y
de
los
fracasos;
en
nada
de
ello
hay
una
determinación
previa
de
que
estos
tengan
que
presentarse
en
determinadas
circunstancias.
El
hecho
incontestable
es
que
están
presentes
en
toda
vida
humana,
quiéralo
no.
Lo
que
está
en
manos
de
cada
uno
es
su
manejo,
no
dejar
que
se
conviertan
en
una
amenaza
o
que
produzcan
daño
interior,
sino
aprovecharlos
al
máximo
para
rectificar
y
para
recomenzar.
Puede
ocurrir
que
el
miedo
a
fracasar
surja
a
propósito
del
éxito,
porque
pensamos
que
podemos
fallar
en
las
responsabilidades
que
trae
de
cara
a
los
demás
el
haber
conseguido
determinadas
metas.
Entonces
nos
vendrá
bien
mantener
altos
los
motivos
que
nos
llevaron
a
conseguir
el
éxito,
sobre
todo
los
de
tipo
trascendente,
que
miran
más
al
servicio
a
los
demás
y
están
por
encima
de
los
logros
materiales
o
económicos
y
por
sobre
la
satisfacción
interior.
“¿Qué
es
el
éxito?
Voluntad,
parece
ser,
voluntad
demencial
que
abrasa
todo
y
a
todos
los
que
se
le
acercan…”
En
la
vida
real
hay
muchas
más
tensiones
generadas
por
el
dinero
de
lo
que
nos
gusta
admitir.
Y
no
me
refiero
al
dinero,
ese
material
cotidiano
y
extraño,
infinitamente
peligroso,
a
esa
sustancia
que
es
más
explosiva
que
la
dinamita…pero
lo
que
cuenta
de
verdad,
tanto
en
la
riqueza
como
en
la
pobreza,
es
la
relación
que
cada
uno
tiene
con
el
dinero,
el
oportunismo
o
el
heroísmo
de
los
individuos
respecto
al
dinero…
(S.
Márai).
Como
ya
lo
dijimos
antes,
el
éxito,
cualquiera
que
sea
su
enfoque,
es
temporal,
no
dura
siempre,
y
tiende
a
decaer
con
el
paso
del
tiempo.
Las
personas
que
han
sido
muy
exitosas,
por
ley
de
vida,
con
los
años
dejan
de
serlo.
Por
eso
todos
debemos
estar
preparados
para
ello,
pues
de
lo
contrario
se
puede
sufrir
mucho
innecesariamente:
“Antes
o
después
llega
necesariamente
el
declive,
el
prestigio
se
acaba
y
el
poder
se
diluye,
aunque
sólo
sea
como
consecuencia
del
envejecimiento
y
de
la
disminución
de
las
capacidades
que
antes
se
tenían”
(Ferreiro,
P.-‐
Alcázar,
M.:
“Gobierno
de
personas
en
las
empresas”,
Ariel
2002).
Y
en
el
horizonte
aparece
el
vacío
que
es
el
antípoda
de
la
plenitud,
así
como
lo
es
el
fracaso
respecto
al
éxito.
Sólo
que
el
vació
es
más
profundo,
y
puede
ser
compatible
con
el
éxito:
personas
muy
exitosas
pero
vacías
interiormente.
Del
mismo
modo
que
puede
haber
personas
con
una
dosis
de
fracaso
que
viven
en
plenitud.
Para
entender
el
alcance
de
la
plenitud
necesariamente
hay
que
acudir
al
amor,
del
que
nos
dice
Thibon
(Entre
el
amor
y
la
muerte,
Rialp,
1972)
que
es
“una
puerta
al
infinito”,
que
nos
abre
a
la
trascendencia
y
encierra
un
presentimiento
de
eternidad,
mucho
más
allá
del
tiempo.
Muchas
veces
más
real
e
intenso
en
nosotros
que
lo
que
vemos
y
tocamos.
Por
eso
podemos
afirmar
que
“Ojalá
pudiésemos,
a
fuerza
de
amar,
impulsar
el
amor
más
allá
del
amor”
(Sarrazine).
Así
como
en
el
ser
amado
buscamos
el
complemento
que
nos
falta,
en
Dios
buscamos
la
perfección
que
no
tenemos
y
que
anhelamos,
porque
Dios
está
más
allá
de
nosotros
y
encarna
la
perfección
del
amor.
El
dilema
es
escoger
entre
el
azar,
la
suerte,
la
abstención,
o
Dios.
En
caso
de
duda,
nos
quedamos
con
Dios.
El
afán
de
seguridad
y
de
bienestar
material,
el
huir
del
dolor
y
de
la
muerte,
son
cosas
muy
propias
para
evitar
salidas
“inconvenientes”
que
nos
llevarían
a
buscar
en
Dios
al
responsable
de
esos
males,
y
a
aceptar
y
vivir
esas
realidades
de
otro
modo.
Hasta
tal
punto
que
algunos
no
creen
en
él,
pero
sí
lo
hacen
responsable
de
esas
cosas.
Por
eso
Thibon
afirma
que
el
ateísmo
no
es
no
creer
en
Dios,
sino
creer
en
cualquier
cosa.
“El
hombre
piensa,
el
hombre
sabe
que
va
morir”
dice
Pascal.
Si
todo
termina
con
la
muerte,
entonces
la
vida
pierde
su
sentido.
Es
como
si
pasara
una
segadora
que
corta
de
un
tajo
la
felicidad
y
el
amor,
todo
aquello
por
lo
cual
vivimos,
y
por
lo
cual
estamos
incluso
dispuestos
a
morir
con
tal
de
no
perderlo.
Si
todo
acaba
ahí,
la
vida
no
sería
más
que
un
gran
engaño,
una
estafa
que
nos
han
hecho
a
todos
para
hacernos
correr
tras
el
absurdo.
No
hay
tal
engaño,
porque
el
único
ser
capaz
de
plantearse
este
dilema
(muerte
o
inmortalidad)
somos
nosotros.
la
cicuta,
a
la
que
se
le
había
condenado
por
defender
la
inmortalidad
del
alma.
“Les
he
hablado
mucho
de
la
muerte
aunque
no
sé
más
que
ustedes,
pero
pronto
lo
sabré”.
Plenitud
y
sentido
Este
tema
trae
a
la
mente
el
libro
de
Victor
Frankl
“El
hombre
en
busca
del
sentido”,
y
toda
su
teoría
de
la
trascendencia
en
el
marco
de
una
terapia
existencial
–la
logoterapia-‐
que
lleva
a
las
personas
a
recuperar
el
sentido
de
sus
vidas.
Pero
también
expone
esa
teoría
en
“El
vacío
existencial”,
cuyas
ideas
principales
vamos
a
resumir
para
ponerla
en
relación
con
el
tema
de
la
felicidad
como
búsqueda
del
sentido,
no
sólo
en
términos
generales,
del
sentido
de
la
vida
humana
en
la
tierra,
sino
como
una
búsqueda
del
sentido
último
en
la
trascendencia
que
nos
pone
en
contacto
con
los
demás
y
en
la
trascendencia
absoluta
de
Dios
Para
Frankl
el
sentido
debe
descubrirse,
no
se
da
porque
sí,
no
puede
inventarse.
Lo
que
se
inventa
es
un
sentimiento
de
sentido
o
un
contrasentido,
a
veces
para
huir
del
vacío.
“El
sentido
no
sólo
debe
sino
que
también
puede
encontrarse,
y
a
su
búsqueda
guía
al
hombre
la
conciencia.
En
una
palabra,
la
conciencia
es
un
órgano
del
sentido.
Podría
definírsela
como
la
capacidad
de
rastrear
el
sentido
único
y
singular
oculto
de
cada
situación”.
O
sea,
que
una
conciencia
humana
puede
equivocarse,
hacer
que
la
persona
extravié
el
sentido
de
su
vida
porque
las
razones
que
la
llevan
a
obrar
no
lo
conducen
al
fin
que
busca;
es
errónea,
equivocada,
no
cierta
y
recta.
No
siempre
escuchamos
la
voz
de
la
conciencia,
o
la
distorsionamos.
Dice
Frankl
que
hoy
en
día
la
persona
debe
tener
una
cierta
capacidad
de
resistencia
frente
al
vacío
existencial
o
complejo
de
vacuidad
que
le
rodea,
frente
al
conformismo,
o
frente
a
la
invasión
del
materialismo
y
del
totalitarismo.
Una
forma
positiva
de
reaccionar
es
el
sentido
de
responsabilidad
ante
la
propia
vida
y
ante
lo
que
el
medio
nos
ofrece:
hay
que
saber
elegir,
frente
a
una
oferta
indiscriminada
de
posibilidades
que
pueden
desorientar
en
lugar
de
ayudar.
“Si
no
queremos
quedar
sepultados
bajo
esta
oleada
de
incentivos,
sino
queremos
hundirnos
en
una
total
promiscuidad,
entonces
tenemos
que
aprender
a
distinguir
entre
lo
que
es
esencial
y
lo
que
no
lo
es,
entre
lo
que
tiene
sentido
y
no
lo
tiene,
entre
lo
que
es
responsable
y
lo
que
no.
Sentido
es,
por
tanto,
es
sentido
concreto
en
una
situación
determinada”
(Frankl).
El
sentido,
como
la
felicidad,
hay
que
buscarlo
constantemente
y
a
través
de
todos
los
acontecimientos.
No
perder
el
hilo
de
que
queremos
algo
en
la
vida
que
es
propio
nuestro,
y
que
debemos
empeñarnos
en
conseguirlo
contra
viento
y
marea.
Incluso
haciendo
que
hasta
lo
que
parece
más
negativo,
como
ocurre
con
las
contrariedades,
con
el
dolor
o
con
el
sufrimiento,
se
transformen
en
algo
positivo,
en
algo
que
nos
ayude
a
ir
hacia
adelante
sin
perder
la
vista
de
la
meta
que
nos
hemos
propuesto,
seguros
de
que
no
estamos
solos
en
esa
tarea:
nos
acompañan
quienes
nos
quieren,
quienes
esperan
algo
de
nosotros,
y
nos
acompaña
Dios,
que
es
el
testigo
por
excelencia
de
nuestra
vida,
que
nos
hice
para
él,
y
que
–como
dice
San
Agustín-‐
no
descansaremos
hasta
llegar
a
Él.
• El
éxito
está
ligado
al
hacer
y
al
tener,
mucho
más
que
al
ser.
• “En
realidad
la
felicidad
depende
de
la
vida
interior
de
cada
uno
tanto
como
de
sus
circunstancias
externas”
(R.
Layard).
• No
son
incompatibles
el
fracaso
y
un
cierto
grado
de
felicidad
o
de
plenitud.
Es
más
peligroso
que
se
unan
fracaso
y
vacío
interior.
• Viene
bien
mantener
altos
los
motivos
que
llevan
al
éxito,
sobre
todo
si
miran
más
al
servicio
a
los
demás
y
están
por
encima
de
los
logros
materiales
o
económicos.
• El
éxito,
cualquiera
que
sea
su
enfoque,
es
temporal,
no
dura
siempre,
y
tiende
a
decaer
con
el
paso
del
tiempo.
• El
ser
humano
está
hecho
para
trascender,
para
no
quedarse
en
lo
que
es,
sino
para
ir
más
allá,
para
buscar
una
plenitud
que
está
en
él
pero,
a
la
vez,
fuera
de
él.
• Para
entender
el
alcance
de
la
plenitud
necesariamente
hay
que
acudir
al
amor,
que
es
“una
puerta
al
infinito”,
que
nos
abre
a
la
trascendencia
PREGUNTAS
• ¿Qué
hace
feliz
a
la
persona?
• ¿Cómo
entender
el
éxito?
• ¿Cómo
se
relacionan
éxito
y
plenitud?
• ¿Es
compatible
el
fracaso
con
la
plenitud?
• ¿Tiene
que
ver
la
plenitud
con
el
sentido?
LECTURA
SOBRE
LA
ÉTICA
Y
LA
FELICIDAD
El
ethos
no
se
puede
construir.
El
problema
ante
el
que
hoy
nos
enfrentamos
estriba
en
que
la
ética
tradicional
se
compone
de
normas
de
actuación,
que
a
la
vista
de
las
nue-‐
vas
situaciones,
ya
no
parece
que
se
puedan
sostener.
En
tales
casos
hay
que
volver
a
las
intuiciones
fundamentales
que
sirven
de
base
a
nuestra
actuación.
La
idea
de
que
ser
feliz
sea
en
cierto
sentido
un
fin
se
encuentra
en
el
principio
de
la
filosofía
–de
la
reflexión
sistemática
sobre
los
asuntos
humanos-‐
en
el
siglo
V
antes
de
Cristo.
Eudaimonia
(felicidad)
es,
dice
Aristóteles,
lo
que
nadie
puede
dejar
de
querer.
Y
esa
es
la
regla
para
saber
si
lo
que
queremos
lo
queremos
realmente,
o
sólo
por
descono-‐
cimiento
de
que
lo
que
en
el
fondo
queremos
es
incompatible
con
ella.
No
es
buena
señal
que
la
palabra
diversión
esté
en
auge
hasta
el
extremo
de
que
se
recomienden
las
misas
por
ser
divertidas.
La
alegría
es
algo
diferente
a
la
diversión.
La
alegría
tiene
un
contenido,
y
varía
según
sea
éste
en
cada
caso.
La
alegría
es
siempre
apertura
a
la
realidad.
Podemos
llamar
amor
a
esa
apertura
a
la
realidad
que
se
adapta
por
completo
a
ella.
El
amor
consiste
en
que
el
otro
llegue
a
ser
real
para
mí,
en
que
el
otro
deja
de
ser
para
mí
circunstancia,
es
decir
algo
quizá
importante
y
digno
de
aprecio.
Nosotros
verificamos
en
el
amor
que
el
otro
es
tan
real
como
nosotros
mismos,
y
nos
llegamos
a
persuadir
de
que
somos
parte
del
mundo
del
otro,
así
como
también
el
otro
resulta
ser
parte
de
nuestro
mundo.
Sólo
en
este
sentido
podemos
llegar
a
ser
y
a
sentirnos
realmente
personas.
(Robert
Spaemann:
“Ética,
Política
y
Cristianismo”,
Palabra,
Madrid
2010).
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
63
Capítulo
7
La
voz
de
la
conciencia
Etimología:
conscire,
conscientia
(en
griego
sin-‐eidos),
que
significa
“conocer
a
la
vez”,
“saber
conjuntamente
con”.
De
un
lado,
es
conocer
que
se
conoce,
saber
que
se
siente
o
saber
que
se
sabe.
Pero
de
otro
lado,
es
reconocer
el
valor
moral
de
los
propios
actos.
Esto
último
es
lo
que
se
llama
conciencia
moral,
a
la
que
nos
referimos
específicamente
aquí.
Por
eso,
“obrar
en
conciencia”
no
es
lo
mismo
que
“hacer
algo
a
conciencia”,
lo
cual
indica
que
somos
conscientes
de
ello
(conciencia
psicológica);
lo
otro
señala
que
estamos
obrando
bien
o
mal
(conciencia
moral),
pues
la
persona
se
reprocha
o
aprueba
a
sí
misma,
sigue
determinada
conducta
porque
internamente
hay
algo
que
le
dice
que
debe
actuar
así.
La
voz
interior
En
la
experiencia
se
constata
la
existencia
de
la
conciencia,
por
ejemplo,
cuando
la
persona
siente
la
satisfacción
de
hacer
el
bien
o
cuando
se
arrepiente
de
algo.
Se
da
cuenta
de
que
no
sólo
sabe
acerca
del
bien
y
el
mal,
sino
que
lo
experimenta
en
su
vida,
tiene
prueba
de
ello
porque
se
le
plantean
hechos
de
conciencia,
en
los
que
se
ve
movidos
a
actuar
para
bien
o
para
mal,
porque
de
siente
la
fuerza
o
la
voz
de
la
conciencia
que
le
indica
lo
que
debe
hacer,
como
una
brújula
que
le
señala
el
camino
a
seguir.
Ante
la
posibilidad
de
escapar
de
la
muerte,
Sócrates
responde
que
no
quiere,
por
aquellas
razones
que
mencionamos
antes,
que
le
impedían
escapar
al
castigo,
resonaban
dentro
de
su
alma
haciéndole
insensible
a
otras
razones
distintas.
Él
sigue
la
voz
de
su
conciencia,
no
ajena
o
misteriosa,
sino
un
dictamen
interior
de
creer
que
lo
mejor
para
sí
es
que
lo
lleva
a
la
acción
para
cumplir
la
condena
injusta
que
le
han
impuesto.
.
La
voz
de
la
conciencia
nos
dice
que
no
todo
lo
que
se
puede
hacer
se
debe
hacer.
O
mejor,
que
todo
lo
que
se
debe
hacer,
se
puede
hacer.
Esa
voz
es
una
voz
interior,
una
exigencia
que
expresamos
cuando
perentoriamente
declaramos:
“me
lo
exige
mi
conciencia”,
“en
conciencia,
no
puedo
hacer
eso”.
Dignidad
y
convicciones
La
dignidad
de
la
conciencia
y
el
respeto
a
la
libertad
de
conciencia
son
fundamentales,
no
sólo
para
la
ética
sino
para
el
derecho,
que
hace
de
esa
libertad
un
derecho
humano
no
condicionado
por
ninguna
limitación.
Lo
que
nos
habla
dentro
de
nosotros
no
es
sólo
nuestra
propia
voz,
lo
que
pensamos
que
es
bueno
o
malo
para
nosotros,
sino
un
algo
que
tiene
carácter
absoluto,
que
es
bueno
para
todos.
A
veces
nos
dice
cosas
que
no
nos
gustan
o
que
nos
contrarían,
pero
nos
las
dice
de
todos
modos,
las
captamos,
las
sentimos,
aunque
a
veces
no
las
queramos.
Eso
da
lugar
a
convicciones
profundas,
arraigadas
en
nosotros
mismos,
como
si
se
tratase
de
una
brújula
mental-‐emocional
que
nos
indica
lo
que
debemos
hacer,
que
nos
dice
también
que
podemos
errar
si
nos
apartamos
de
la
verdad,
de
lo
que
debemos
hacer
conforme
a
nuestros
fines
como
personas.
Pero
esas
convicciones
personales
no
dan
paso
al
relativismo,
a
creer
que
cada
uno
decide
lo
que
es
bueno
para
sí,
porque
pueda
escogerlo
al
margen
de
su
fin
como
persona,
y
de
los
bienes
que
van
unidos
a
la
búsqueda
del
fin.
La
conciencia
no
inventa
lo
bueno
y
lo
malo,
pero
ellos
pasan
a
través
de
ella
y
se
disciernen
en
ella.
Adquirimos
un
hábito
respecto
a
esas
verdades.
Los
filósofos
lo
llaman
hábito
de
los
primeros
principios
éticos
o
sindéresis
(primera
luz
de
la
conciencia).
Son
verdades
éticas
elementales
que
vamos
asimilando
y
conociendo
a
través
de
la
experiencia
y
la
educación.
Igual
le
ocurre
a
la
persona
con
el
ser,
la
belleza,
la
libertad,
la
espiritualidad…
aspectos
fundamentales
en
los
que
ella
reconoce
un
fundamento.
Esas
verdades
éticas
se
le
presentan
a
la
persona
como
un
deber,
como
una
norma
que
hay
que
cumplir,
como
una
obligación
que
uno
se
impone
a
sí
mismo.
Claro
que
la
persona
se
cuestiona
y
trata
de
averiguar
si
esos
principios
vienen
de
sí
mismo
o
se
dan
en
todos
los
seres
humanos,
o
si
hay
una
voluntad
superior
a
la
propia
conciencia.
No
es
difícil
darse
cuenta
de
que
la
conciencia
aparece
como
norma
para
cada
uno,
pero
una
norma
que
sigue
las
leyes
naturales
propias
del
comportamiento
humano,
algo
que
está
en
la
naturaleza
del
hombre;
y
si
admitimos
que
él
fue
creado
por
Dios,
esa
norma
remite
en
último
término
a
Dios.
La
persona
sabe
que
no
puede
desobedecer
las
exigencias
de
su
conciencia
porque,
en
último
término,
estaría
desobedeciendo
a
su
propia
naturaleza.
Si
se
coloca
al
margen
de
ella,
pone
en
peligro
su
propia
dignidad
esencial,
base
indispensable
de
su
obrar
moral
y
de
la
convivencia
con
los
demás.
Por
eso
se
dice
que
la
conciencia
es
la
norma
subjetiva
de
la
moralidad
frente
a
la
ley
o
el
principio
como
norma
objetiva.
La
conciencia
moral
se
convierte
en
la
fuerza
orientadora
de
la
persona
a
su
fin,
y
en
una
especie
de
norma
o
regla
inmediata
que
nos
lleva
a
decidir
en
uno
u
otro
sentido
la
carga
moral
de
nuestras
acciones.
en
el
mundo
emocional
y
radicalmente
en
la
libertad.
Sólo
así
puede
existir
el
compromiso
personal,
se
puede
demostrar
que
los
principios
y
valores
éticos
tienen
una
vigencia
y
operatividad,
o
que
las
normas,
códigos
o
acuerdos
éticos
no
son
letra
impuesta
o
vacía,
sino
algo
que
necesita
una
brújula
a
la
hora
de
la
acción
y
esa
brújula
es
la
conciencia,
guía
orientadora
de
la
conducta.
Las
normas
jurídicas
demuestran
su
eficacia
al
usar
la
coacción,
la
fuerza
para
hacer
que
se
cumplan.
Todo
lo
contrario
de
lo
que
hace
la
ética
basada
más
en
la
convicción,
en
la
libertad
para
actuar,
que
en
la
imposición.
Lo
preocupante
es
cuando
se
presenta
un
vacío
moral,
y
no
se
toman
las
decisiones
porque
no
se
sabe
qué
está
bien
y
qué
está
mal,
o
porque
se
hacen
cosas
malas
creyendo
que
son
buenas.
No
por
eso
la
conciencia
deja
de
actuar
como
regla
de
la
conducta.
La
conciencia
no
se
basta
a
sí
misma,
tiene
unos
referentes
a
los
que
apela
como
apoyo,
unas
normas
o
principios
universales
que
inspiran
la
conducta
y
que
fundamentan
los
valores,
que
se
practican
subjetivamente,
dando
lugar
a
los
hábitos
o
virtudes.
¿Cómo
se
yo
que
el
juicio
que
hace
mi
conciencia
es
verdadero?
Hay
que
empezar
diciendo
que
hay
dos
tipos
de
conciencia
moral:
la
conciencia
verdadera
y
recta,
y
la
conciencia
falsa
y
errónea
(se
obra
creyendo
que
se
hace
bien).
Es
decir,
algo
falla
en
el
proceso.
La
conciencia
recta
debe
ser
cierta,
es
decir
adherirse
firmemente
al
acto
como
bueno
o
como
malo,
en
cuanto
está
de
acuerdo
con
unos
principios
que
no
dependen
de
mí.
Sólo
una
conciencia
cierta,
ilustrada,
formada,
y
recta
–es
decir
que
lleva
a
hacer
efectivamente
el
bien
y
a
evitar
el
mal-‐
puede
ser
la
facilitadora
para
el
logro
de
la
felicidad
sólo
aseguramos
la
conducta
si
obramos
bien,
conforme
a
los
dictados
de
la
conciencia,
a
esa
voz
moral
que
nos
guía
en
cada
momento.
Pero
igualmente
tenemos
que
estar
ciertos
de
la
rectitud
de
la
conciencia,
que
sólo
se
puede
asegurar
si
consulta
la
verdad,
si
actuamos
de
acuerdo
a
algo
que
sirve
como
punto
de
referencia
objetivo,
distinto
de
mí.
Juicio
práctico
Para
saber
bien
si
mi
conciencia
es
verdadera,
debo
revisar
mis
comportamientos,
los
juicios
que
he
hecho
en
situaciones
anteriores,
mi
experiencia
y,
sobre
todo,
mirar
en
detalle
los
motivos
para
actuar,
el
fin
que
me
he
propuesto,
el
objeto
de
mi
acción
moral
y
las
circunstancias
que
rodean
la
acción.
Todos
ellos
requieren
una
valoración
estricta
para
ponerlos
en
la
balanza
que
sopesa
la
maldad
o
la
bondad.
También
hay
que
despejar
dudas,
remover
vicios
que
se
presentan
(“El
vicio
destruye
el
principio”
decía
Aristóteles).
Hay
que
reflexionar,
estudiar,
analizar,
aconsejar,
y
manejar
las
situaciones
con
templanza
y
con
prudencia
para
evitar
confundir
el
placer
con
el
bien
o
el
bien
con
el
tener,
o
para
evitar
que
las
pasiones
obnubilen
el
juicio
moral,
dejando
incluso
que
las
razones
no
morales
entren
a
terciar
en
el
juicio
deformando
la
conclusión.
Este
juicio
práctico
de
la
conciencia
remite
básicamente
a
la
razón,
pero
no
significa
que
deje
de
lado
el
sentimiento
y
demás
manifestaciones
de
la
vida
afectiva.
Como
el
juicio
de
conciencia
supone
conocimiento
de
la
ley
y
valoración
de
las
circunstancias,
no
es
im-‐
posible
que
pueda
haber
fallos
en
ese
juicio
por
interferencia
de
las
pasiones.
Por
eso,
la
prudencia
debe
guiar
el
juicio
de
la
conciencia,
que
recibe
también
el
respaldo
de
las
demás
virtudes.
No
es
un
juicio
teórico
sino
concreto,
en
acto,
en
relación
con
el
yo
que
opera
y
juzga
en
relación
con
la
norma
moral.
La
persona
comprueba
que
su
conciencia
actúa
mediante
la
aprobación
si
ha
hecho
el
bien
o
por
el
rechazo
a
su
conducta
si
ha
hecho
el
mal.
Antes
o
después
de
actuar,
se
da
cuenta
si
está
de
acuerdo
con
su
conciencia
o
contra
su
conciencia.
Cuando
no
se
da
cuenta
es
porque
tiene
obscurecida
u
obnubilada
la
conciencia,
por
errores
en
el
razo-‐
namiento,
por
no
seguir
lo
que
le
señala
la
voz
interior
o
los
principios
que
la
orientan,
o
por
no
valorar
adecuadamente
las
circunstancias
que
rodean
la
acción,
tanto
subjetivas
como
objetivas.
Aunque
la
conciencia
elabora
sus
propios
juicios,
a
través
de
los
cuales
llega
a
la
decisión
de
lo
que
le
conviene
hacer,
el
juicio
puede
dar
lugar
a
la
duda
o
a
la
incertidumbre.
Sólo
la
conciencia
que
se
basa
en
un
juicio
cierto
puede
ser
norma
que
obliga
a
actuar.
Se
trata
de
una
certeza
moral,
sin
temor
a
errar
sobre
la
licitud
o
ilicitud
de
un
acto.
Si
se
realiza
conforme
a
la
verdad,
el
juicio
es
cierto
y
verdadero.
Pero
si
es
contrario
a
la
verdad,
entonces
el
juicio
puede
tener
certeza
sobre
algo
erróneo
y
llevar
a
una
acción
mala.
No
puede
darse
el
caso
extremo
de
una
conciencia
cierta
erróneamente
invencible,
porque
si
el
error
es
invencible,
no
puede
darse
una
conciencia
cierta
por
el
temor
a
errar.
Cuando
se
trata
de
los
principios
naturales,
parece
muy
difícil
que
puede
presen-‐
tarse
un
error
invencible
pues
equivaldría
a
un
engaño
de
la
conciencia
sobre
sí
misma.
Pero
sobre
otros
referentes
de
la
conciencia
(normas,
conducta
de
otros,
valores,
virtu-‐
des…)
puede
presentarse
ese
engaño.
PREGUNTAS
• ¿Qué
significa
actuar
a
conciencia
y
obrar
en
conciencia?
• ¿Por
qué
una
persona
está
obligada
a
seguir
su
conciencia?
• ¿Cuál
es
el
referente
último
de
la
conciencia?
• ¿Qué
tipo
de
juicios
hace
la
conciencia?
• ¿Qué
quiere
decir
que
una
conciencia
es
recta?
LECTURA
LA
MALA
CONCIENCIA
Es
preferible
pensar
que
no
hay
gente
mala,
sino
mala
conciencia.
Pero
a
veces
hay
razones
para
pensar
que
algunos
se
volvieron
malos
de
remate
porque
sus
actos
así
lo
revelan
y
parece
que
tuvieran
dañada
del
todo
la
conciencia,
como
cuando
un
disco
duro
se
estropea
y
no
hay
forma
de
recuperar
los
archivos.
Creen
que
están
haciendo
bien
y
en
realidad
están
haciendo
mal.
Es
un
tremendo
engaño.
“La
corrupción
del
bueno
es
la
peor
de
todas”
reza
el
adagio
antiguo.
En
este
caso
la
del
que
se
cree
bueno,
quien
justifica
sus
acciones
de
cara
a
la
galería
y
se
siente
muy
seguro
en
sus
propios
errores
convencido
de
que
son
aciertos.
La
costra
que
hay
encima
de
su
conciencia
le
impide
encontrar
referentes
distintos
a
sus
pasiones
y
zigzagueos
ideológicos
que
van
en
busca
del
sol
que
más
caliente
o
de
quien
les
apruebe
sus
conductas.
La
mala
conciencia
afecta
la
buena
salud
de
los
pueblos.
La
cosa
es
muy
clara:
se
van
creando
hábitos,
nos
acostumbramos
al
desprestigio
del
bien,
a
la
burla
de
la
virtud
y
al
predominio
de
la
mediocridad
moral.
Se
mira
con
desdén
a
las
personas
de
conducta
intachable
o
a
quienes
tienen
convicciones
firmes
y
claras.
Porque
está
claro
que
eso
choca
con
las
conductas
sinuosas
que
buscan
la
aprobación
al
precio
que
sea,
así
este
consista
en
abandonar
las
convicciones
de
una
vida
entera.
No
hay
nada
que
valga
para
todos,
dicen
que
eso
ofende
el
pluralismo
y
la
tolerancia.
La
verdad
resulta
incómoda
igual
que
los
principios.
La
conciencia
se
deforma
poco
a
poco
hasta
volverse
oscura
e
incierta.
Y
si
el
clima
en
el
que
se
educa
a
los
niños
es
el
de
incredulidad,
permisivismo
y
ausencia
de
lo
espiritual,
los
frutos
de
mala
conciencia
que
se
cosechan
más
adelante,
son
inevitables.
Se
pierde
la
voz
de
la
conciencia
“y
no
queda
más
que
la
voz
del
robot,
de
la
propaganda…la
desesperación
espiritual”
(Saint
Exupéry).
Se
termina,
como
afirma
Thibon,
en
la
peor
miseria
del
hombre
que
consiste
en
encontrar
las
desviaciones
más
fáciles
para
aplacar
la
conciencia
con
pocos
gastos.
Se
convierte
“en
un
reloj
cuyas
agujas
no
dan
la
hora
porque
la
hora
que
marcan
no
es
la
del
sol”
En
la
ética
la
conciencia
es
el
referente
inmediato
del
obrar,
la
brújula
que
nos
dice
para
dónde
vamos
y
si
vamos
bien.
Toca
formarla,
afinarla,
ilustrarla
para
que
no
sólo
sea
conciencia
cierta
de
lo
que
se
hace,
sino
conciencia
recta
porque
conduce
al
fin
adecuado
a
la
naturaleza
de
la
persona.
Afirmarla
plenamente
con
Thibon
como
“facultad
de
conocer
lo
verdadero
y
voz
interior
que
nos
inclina
a
hacer
el
bien.
A
ella
le
corresponde
coordinar
y
orientar
todos
los
elementos
y
todas
las
energía
de
nuestro
ser
en
función
de
una
clara
y
libre
elección”
Capítulo
8
Libertad
y
responsabilidad
Sin
libertad
no
podemos
hablar
de
la
ética.
Cuando
somos
éticos,
somos
más
libres
porque
somos
capaces
de
hacer
el
bien
libremente.
Obrar
éticamente
es
“la
forma
práctica
de
asumir
libremente
nuestra
propia
naturaleza”
(A.
Millán)
porque
ella
esta
nos
marca
una
orientación
básica
válida
para
cualquier
persona.
Por
ejemplo,
si
respetamos
la
dignidad
del
otro
en
un
acto
de
libertad,
estamos
acatando
a
la
naturaleza
como
personas
que
somos,
sin
necesidad
de
hacerlo
porque
nos
lo
imponga
la
ley,
que
usa
la
coacción
para
su
cumplimiento.
Vivirlo
éticamente
es
mucho
más
que
sólo
cumplirlo
legalmente.
Por
tanto,
cuando
nos
comportamos
contrariamente
a
la
ética,
somos
menos
libres.
La
libertad
es
algo
que
nos
viene
dado
por
ser
personas.
Somos
libres
o
no
somos
personas.
A
una
persona
a
quien
privan
de
su
libertad
física,
sobrevive
porque
no
se
la
pueden
arrancar
completamente.
La
libertad
es
como
un
fuego
permanente
que
aviva
e
ilumina
la
vida
humana.
Una
vida
sin
libertad
es
una
vida
sin
luz,
una
vida
muerta.
El
fuego
quema
para
purificar
en
el
crisol
o
para
destruir
en
el
incendio.
La
libertad
purifica
a
través
de
los
compromisos
bien
vividos
y
destruye
cuando
nos
dejamos
arrastrar
por
elecciones
egoístas
o
cuando
nuestra
libertad
atropella
la
de
los
demás.
La
libertad,
como
el
fuego,
padece
el
viento
que
la
impulsa
o
que
la
apaga.
El
viento
impulsador
de
la
libertad
es
el
afán
de
ser
libre,
el
anhelo
de
ser
sí
mismo,
la
capacidad
para
construir
la
propia
vida.
La
apagan
el
dolor,
las
contradicciones,
el
tener
que
hacer
hoy
ciertas
cosas
para
poder
hacer
mañana
lo
que
uno
más
quiere,
aquello
a
lo
que
se
aspira.
Saberse
libre,
querer
ser
libre,
intentar
ser
libre,
atreverse
a
ser
libre
hasta
las
últimas
consecuencias,
son
pasos
del
programa
para
una
libertad
viva
y
operante.
Si
es
conquista,
la
libertad
exige
ser,
buscada,
ganada
palmo
a
palmo
a
través
de
los
hechos,
de
los
días
y
del
vencimiento
de
todos
los
obstáculos
que
la
persona
encuentra
para
abrir
el
camino
de
su
propia
vida.
Por
eso,
a
la
vez
que
entraña
un
punto
de
partida,
una
condición
esencial
de
la
persona,
es
un
logro
existencial,
una
conquista
en
la
medida
en
que
ella
es
vivida
y
perfeccionada.
La
libertad
es
realidad,
pero
también
un
ideal
permanente,
nunca
logrado
del
todo;
encarna
exigencias
cotidianas,
porque
no
se
puede
quedar
en
solo
posibilidades
ni
en
mera
libertad
de
movimientos
o
de
elección,
porque
implica,
igualmente,
capacidad
de
disponer
o
no,
de
liberarse
de
ciertas
cosas
así
como
la
posibilidad
de
alcanzar
nuevas
metas.
Entre
los
obstáculos
a
la
libertad
cabe
mencionar
la
indecisión
que
paraliza,
que
deja
en
suspenso
el
determinarse
hacia
algo
concreto.
A
veces
procede
de
la
apatía,
de
la
indiferencia
o
del
temor
a
equivocarse
en
los
resultados
de
las
propias
acciones.
Es
preferible
decidirse,
equivocarse
y
rectificar,
que
mantener
un
estado
indefinido
de
incertidumbre
sobre
lo
que
debe
hacerse.
Este
riesgo
acecha
constantemente
a
la
persona,
y
puede
desviarla
de
su
atención
a
lo
importante,
derivando
a
aspectos
secundarios
que
son
más
fáciles
de
resolver.
Otro
obstáculo
a
la
libertad
es
la
elección
caprichosa
y
antojada.
Hay
personas
que
se
sienten
sin
libertad
porque
se
les
pide
hacer
lo
que
deben
hacer.
El
capricho
va
de
la
mano
de
la
indiferencia,
y
ambos
pueden
hacer
perder
seguridad
y
autonomía
a
la
persona.
Es
propio
de
la
persona
indiferente
esperar
a
que
otros
le
den
la
libertad,
re-‐
clamarla
pero
no
ejercitarla
como
un
compromiso,
como
un
derecho
sin
los
deberes
correspondientes.
Para
resumir
lo
dicho
hasta
ahora,
podemos
afirmar
que
la
libertad
es
una
condición
fundamental
que
da
sentido
a
todo
el
despliegue
vital
de
la
persona,
mediante
la
cual
elige
realizar
determinadas
acciones
y
se
compromete
con
sus
consecuencias
en
busca
de
la
plenitud
a
la
que
está
llamada.
la
poesía,
cuando
encuentra
su
color
o
su
palabra.
En
el
amor,
cuando
encuentra
aquel
ser
que
es
único
en
el
mundo
para
él.
En
el
estudio
o
en
el
trabajo,
cuando
empeña
todas
sus
fuerzas,
sabe
que
hace
algo
necesario
para
su
vida,
no
simplemente
algo
sometido
a
elección,
que
no
puede
quedarse
en
una
simple
afirmación
de
independencia
del
individuo.
Siguiendo
las
ideas
de
Jesús
Arellano
(“Cuestiones
del
hombre
nuevo”)
podemos
explicar
un
poco
más
detalladamente
las
dimensiones
de
la
libertad
a
la
que
nos
hemos
referido:
la
libertad
como
elección,
la
libertad
como
compromiso
y
la
libertad
como
aspiración
a
la
plenitud.
La
primera
es
la
que
también
se
denomina
libre
albedrío
o
libertad
psicológica,
que
implica
un
proceso
deliberativo-‐electivo
de
los
actos
humanos
propio
de
la
voluntad
humana.
Es
capacidad
de
elegir
a
partir
de
un
estado
previo
de
indiferencia.
Hago
esto
porque
no
estoy
obligado
a
esto
otro
y
porque
puedo
hacerlo.
En
virtud
de
esta
capacidad
muchas
personas
hacen
lo
que
quieren
y
viven
como
quieren,
así
a
los
demás
no
les
parezca
que
usan
bien
de
su
libertad;
la
tienen
y
les
basta.
Luego
se
da
la
libertad
de
comprometerse
con
aquello
que
se
eligió,
lo
cual
permite
liberarse
de
todo
lo
demás
que
no
es
el
objeto
central
de
la
elección;
en
el
caso
del
estudio
concentrarse
en
sus
exigencias;
y
si
se
trata
de
la
vida
profesional,
en
desempeñarse
con
competencia.
Sin
estabilidad
en
la
dedicación
se
recorta
la
libertad
que
ha
llevado
a
hacer
algo,
a
escoger
o
aceptar
una
tarea
o
actividad
determinada.
Afrontar
los
problemas
que
surgen
ahí
es
una
oportunidad
para
que
la
persona
crezca
en
su
compromiso,
madure
su
libertad.
Libertad
y
apertura
La
afirmación
de
la
libertad
no
es
un
acto
egoísta,
porque
lleva
a
la
apertura
a
los
de-‐
más,
acerca
la
persona
a
los
otros
y
le
permite
participarles
sus
dones.
Salir
de
sí
misma
para
enriquecerse
con
lo
bueno
que
ellos
le
ofrecen
y
para
ofrecerles
lo
mejor
de
sí.
Esta
apertura
solo
es
posible
porque
somos
libres.
Abrirse
es
superar
el
estrecho
dominio
de
la
elección
individualista.
Quien
piensa
en
los
demás
más
que
en
sí
mismo,
elige
el
servicio,
la
cordialidad,
la
comprensión,
el
amor.
Los
demás
suman
más
valor
que
uno
solo.
Ellos
complementan
lo
que
le
falta
a
él.
Se
afirma
la
singularidad
pero
se
reconoce
la
alteridad.
Si
en
la
vida
de
una
persona
no
hay
contraste
con
los
otros,
no
hay
verdadera
personalidad.
Si
por
el
contrario,
la
singularidad
de
una
persona
es
tal
que
se
aparta
de
los
demás,
que
les
resulta
a
ellos
extraña,
esa
singularidad
es
anormal,
caprichosa.
La
libertad
tiene
un
hoy,
un
ayer
y
un
mañana
(J.
Arellano)
El
ayer
de
la
libertad
es
la
capacidad
natural
de
autodeterminarse
y
de
elegir,
punto
de
partida
de
todo
proceso
libre,
de
todo
acto
o
instante
de
libertad
comprometida
-‐su
hoy-‐
con
la
realidad
de
las
cosas
y
con
las
modalidades
de
su
expresión
(física,
biológica,
económica,
intelectual,
moral
o
social).
El
mañana
de
la
libertad
es
el
futuro,
el
afán
de
ser
libre
plenamente,
con
todas
las
fuerzas
de
la
vida.
Una
libertad
reducida
al
ayer,
es
una
libertad
egoísta
y
caprichosa,
olvidada
de
los
demás.
Una
libertad
reducida
al
hoy
es
una
libertad
de
ocasión,
oportunista,
sin
coherencia.
Una
libertad
reducida
al
mañana,
es
una
quimera.
Para
ser
libre,
la
persona
tiene
que
serlo
ayer,
en
las
decisiones
que
ya
tomó;
hoy,
en
el
compromiso
creador,
necesario
e
ineludible;
y
mañana,
en
el
afán
de
alcanzar
lo
que
todavía
le
falta.
La
persona
es
consciente
de
sus
fines
y
posee
una
tendencia
hacia
ellos.
Los
busca
como
bienes
para
sí,
en
virtud
de
los
actos
libres.
Unos
son
más
materiales
y
otros
más
espirituales
e
interiores.
Su
felicidad
no
resulta
de
la
suma
de
los
bienes
concretos
que
obtiene.
A
través
de
ellos
busca
algo
más
completo
y
perfecto.
Cada
persona
es
consciente
de
que
realiza
unos
actos
con
más
libertad
que
otros.
Y
cuando
no
los
reconoce
como
suyos,
o
no
intervino
su
razón
previamente,
pueden
estar
desprovistos
de
libertad.
En
el
caso
de
los
valores,
esto
se
ve
más
claramente.
La
atracción
que
el
bien
ejerce
sobre
la
persona
la
lleva
a
una
búsqueda
consciente
y
libre
que
busca
realizarlos
o
manifestarlos
en
el
comportamiento.
Ese
bien
que
se
me
presenta
como
algo
que
me
tras-‐
No
se
trata
de
responder
de
cualquier
manera,
sino
de
la
propia
de
una
persona
que
se
esmera
en
hacer
su
tarea.
La
persona
se
hace
responsable,
aprendiendo
a
cumplir
sus
obligaciones
y
deberes
libremente
aunque
sienta
que
“tiene”
que
hacerlo
por
hacer
realidad
lo
pactado
uo
acatar
unas
normas
determinadas.
Eso
no
le
quita
mérito
a
la
acción,
como
no
se
lo
quita
ser
responsable
en
medio
del
desaliento
o
la
desgana
por
hacer
algo.
Es
importante
darse
cuenta
de
que
la
responsabilidad
muchas
veces
lleva
a
ir
más
allá
de
lo
pactado,
y
que
la
preocupación
por
los
demás
es
una
fuente
inspiradora
de
actos
responsables.
Todas
las
personas
tenemos
que
aceptar
responsabilidades
basadas
en
decisiones
que
otros
han
tomado
por
nosotros
y
eso
no
significa
ser
esclavos
de
nadie.
La
responsabilidad
no
se
limita
a
cumplir
deberes.
Va
más
allá
porque
la
incitan
los
demás
valores,
sobre
todo
la
excelencia
como
meta.
Requiere
un
sentido
de
la
obligación
adquirida,
pero
también
de
la
libertad
para
cumplirla
y
de
la
libertad
para
la
creatividad.
iniciativa
para
innovar
afrontar
problemas
inesperados,
sugerir
cambios,
exigirme
más
en
relación
con
las
expectativas
de
crecimiento
y
de
visión
de
futuro
y
poder
exigir
más
a
los
demás.
Como
afirman
Villapalos
y
López
Quintás
en
“El
libro
de
los
Valores”:
“Si
la
responsabilidad
implica
siempre
una
respuesta
positiva
a
un
valor,
tenemos
una
clave
certera
para
discernir
cuando
somos
de
verdad
responsables”.
Si
una
persona
cualquiera
se
consagra
a
estudiar
o
a
trabajar
simplemente
porque
se
le
indicó
hacerlo,
pero
no
asume
aquello
como
propio,
podemos
decir
que
tal
vez
cumple,
pero
que
no
es
buena
profesionalmente,
no
es
precisamente
responsable.
Como
inseparable
de
la
libertad,
la
responsabilidad
la
complementa
en
la
medida
en
que
lleva
a
realizar
a
través
del
acto
libre
la
búsqueda
del
bien
conveniente
para
la
persona.
Hace
suya
la
acción
moral
y
responde
por
ella.
Si
en
un
estado
de
ira
golpeo
a
otro
,
debo
responder
por
ello
y
darme
cuenta
de
que
aparte
el
daño
causado
a
él,
me
infrinjo
un
daño
profundo
a
mi
mismo,
porque
he
dejado
que
un
estado
emocional
disitorsione
los
sentimientos
frente
a
él.
PREGUNTAS
• ¿Cómo
es
posible
ser
ético
y
ser
libre?
• ¿Qué
significa
la
libertad
de
elección?
• ¿Qué
otros
dimensiones
tiene
la
libertad?
• ¿Cómo
se
relacionan
libertad
y
responsabilidad?
• ¿Cómo
se
define
la
responsabilidad?
LECTURA
LA
LIBERTAD
COMO
AUTOLIMITACIÓN
¿Puede
ser
la
libertad
externa
en
sí
misma
la
meta
de
los
seres
vivos
conscientes?
¿O
es
sólo
el
marco
en
el
cual
pueden
alcanzarse
objetivos
más
elevados?
Somos
criaturas
na-‐
cidas
con
libre
albedrío
interior,
con
libertad
de
elección,
la
libertad
más
importante
de
todas,
que
se
nos
concede
al
nacer.
La
libertad
externa,
o
social,
es
muy
conveniente
para
un
crecimiento
personal
no
distorsionado,
pero
no
es
más
que
una
condición,
un
medio,
y
verla
como
objeto
de
nuestra
existencia
es
una
tontería.
Podemos
afirmar
nuestra
libertad
interior
incluso
en
condiciones
extremas
de
falta
de
libertad.
En
dicho
entorno
no
perderemos
la
posibilidad
de
avanzar
hacia
metas
morales.
La
necesidad
de
luchar
contra
nuestro
entorno
recompensa
nuestros
esfuerzos
con
un
triunfo
interior
aún
mayor.
La
vuelta
al
desarrollo
interior,
el
triunfo
de
la
interioridad
sobre
lo
externo,
si
alguna
vez
llega
a
darse,
supondría
un
punto
crucial
en
la
historia
de
la
humanidad
comparable
a
la
transición
de
la
Edad
Media
al
Renacimiento.
El
propósito
de
la
vida
debe
ir
unido
al
cumplimiento
de
un
deber
superior
de
ma-‐
nera
que
el
viaje
vital
de
las
personas
sea
por
encima
de
todo
una
experiencia
de
crecimiento
moral:
dejar
la
vida
siendo
mejor
humano
que
al
empezar.
Es
esencial
considerar
los
aspectos
humanos
y
analizar
la
sociedad
industrial
desde
el
punto
de
vista
de
la
influencia
que
ejerce
sobre
las
cualidades
humanas
del
hombre,
sobre
su
alma
y
su
espíritu.
Nuestra
vida
no
consiste
en
la
persecución
del
éxito
material
sino
en
la
búsqueda
del
crecimiento
espiritual
digno.
Nuestra
existencia
terrenal
no
es
más
que
un
estadio
transitorio
en
el
avance
hacia
algo
más
grande.
Las
leyes
materiales
a
solas
no
explican
nuestra
vida
ni
le
dan
sentido.
Las
leyes
de
la
física
y
la
psicología
jamás
revelarán
la
indiscutible
forma
en
que
el
Crea-‐
dor
participa
constantemente,
día
a
día,
en
la
vida
de
cada
uno
de
nosotros,
concediéndo-‐
nos
indefectiblemente
la
energía
de
la
existencia;
cuando
esa
ayuda
desaparece,
morimos.
Nuestra
cultura
se
empobrece
y
se
apaga
por
mucho
que
intente
encubrir
su
deca-‐
dencia
con
el
barullo
de
unas
novedades
vacías
de
significado.
Mientras
no
dejan
de
mejorar
las
comodidades
para
las
personas,
el
desarrollo
espiritual
cada
vez
está
más
estancado.
Los
excesos
llevan
a
una
persistente
tristeza
del
corazón
cuando
sentimos
que
la
vorágine
de
placeres
no
nos
produce
satisfacción
y
que
no
tardará
en
ahogarnos.
No,
no
pueden
volcarse
todas
las
esperanzas
en
la
ciencia,
la
tecnología
y
el
crecimiento
económico.
La
victoria
de
la
civilización
tecnológica
ha
infundido
en
nosotros
un
senti-‐
miento
de
inseguridad
espiritual.
Sus
regalos
nos
enriquecen,
pero
también
nos
esclavi-‐
zan…una
voz
interior
nos
dice
que
hemos
perdido
algo
puro,
elevado
y
frágil.
Hemos
dejado
de
ver
el
propósito.
Los
hombres
han
olvidado
a
Dios,
por
eso
ha
sucedido
todo
esto
(Alexander
Solzhenitsyn,
citado
por
John
Pearce
“A.S.,
un
alma
en
el
exilio”)
Capítulo
9
Principios
y
valores
Qué
son
los
principios
“Principio”
viene
del
latín
principium
y
del
griego
arjé.
En
su
significación
más
elemental
expresa
“aquello
de
lo
cual
algo
proviene
de
una
determinada
manera”,
como
el
punto
es
principio
de
la
línea
o
la
causa
es
principio
del
efecto.
Lo
cual
no
implica
que
todo
principio
sea
necesariamente
causa
de
algo,
sino
que
la
causa
es
un
tipo
de
principio
en
el
orden
del
ser,
lo
que
se
denomina
causa
ontológica.
Entre
estos
principios
intelectuales
podemos
mencionar
los
siguientes:
principio
de
identidad
(“un
ser
es
lo
que
es”),
de
contradicción
(“nada
puede
ser
y
no
ser
al
mismo
tiempo”),
de
tercero
excluido
(“no
cabe
un
tercero
entre
ser
y
no
ser”),
de
razón
suficiente
(“todo
ente
tiene
su
razón
de
ser”),
de
causalidad
(“No
hay
efecto
sin
causa”),
de
finalidad
(“Todo
ser
tiene
un
fin”),
y
el
primer
principio
de
la
razón
práctica:
“La
persona
tiende
a
hacer
el
bien
y
evitar
el
mal”.
A
este
último
se
le
denomina
“sindéresis”,
palabra
de
origen
griego
que
significa
“chispa
de
la
conciencia”:
hábito
innato
de
los
primeros
principios
morales.
Cuando
hablamos
aquí
de
principios,
nos
referimos,
ante
todo,
a
los
principios
éticos.
Cuando
decimos
de
alguien
que
“es
una
persona
de
principios”,
estamos
resaltando
que
es
alguien
íntegro,
que
posee
un
carácter
muy
definido
y
unas
convicciones
muy
firmes,
con
una
sólida
formación
ética.
Algo
semejante
podríamos
decir
de
una
organización
que
se
rige
por
principios,
es
decir,
que
en
ella
se
tienen
presentes
unos
referentes
fijados
por
sus
fundadores
o
acordados
por
sus
socios.
Son
formas
de
expresar
que
los
principios
se
toman
como
punto
de
referencia
fundamentales
en
la
vida
de
las
personas
u
organizaciones,
o
sea,
como
fuente
inspiradora
de
la
conducta
recta.
Podríamos
añadir
que
así
como
se
habla
de
que
la
naturaleza
física
se
rige
por
leyes
que
estudian
las
respectivas
ciencias,
también
el
comportamiento
humano,
de
diversa
manera
a
la
naturaleza
física,
se
rige,
en
último
término,
por
leyes
principios
universales,
de
los
que
podemos
decir
que
son
leyes
objetivas,
universales,
inmutables,
absolutas
e
indiscutibles
que
inspiran
la
recta
conducta
personal
y
social.
El
principio
es
objetivo
porque
existe
fuera
de
mí
realmente;
universal,
porque
vale
para
todos
en
todos
los
lugares;
inmutable,
porque
no
cambia
ni
en
el
tiempo
ni
en
las
circunstancias;
absoluto,
porque
su
validez
no
depende
de
nada
ni
de
nadie;
indiscutible:
porque
no
su
existencia
no
depende
de
una
discusión
o
de
que
alguien
lo
tenga
aceptar
(otra
cosa
es
la
discusión
en
tono
a
lo
que
son
y
cómo
se
entienden).
El
principio
es
punto
de
referencia
obligada,
que
simplemente
se
reconoce
porque
ya
existía.
Enunciemos
un
principio
que
nos
permita
ver
con
claridad
estas
características:
“la
dignidad
humana”.
Es
objetiva,
independiente
de
lo
que
yo
piense
o
sienta
sobre
ella,
no
la
invento
yo,
ni
un
grupo,
ni
el
Estado.
Es
universal,
pues
la
tenemos
que
aceptar
todas
las
personas
de
todo
el
mundo
y
de
cualquier
época;
es
inmutable,
porque
no
cambia,
a
pesar
de
que
hay
quienes
no
la
reconozcan
o
la
acepte.
Es
absoluta
porque
no
está
sometida
a
condición
alguna
ni
puedo
someterla
a
discusión
o
a
variación
según
mis
ideas.
En
ese
sentido
se
dice
que
“los
principios
no
se
negocian”
porque
no
son
resultado
de
una
modo
o
de
un
criterio
político.
Precisemos
un
poco
más
lo
anterior:
el
principio
no
depende
de
nuestras
interpre-‐
taciones
ni
de
nuestras
percepciones,
justamente
porque
los
principios
están
fuera
de
nosotros.
De
lo
contrario,
al
quebrantar
el
principio,
me
quebranto
a
mí
mismo.
Es
decir,
siempre
que
alguien
actúa
desconociendo
lo
que
ordena
el
principio,
va
en
contra
de
sí
mismo.
Si
una
persona,
comunidad
o
grupo
social
deciden
desconocer
lo
que
ordena
el
principio,
este
no
cambia,
porque
él
no
depende
de
la
interpretación
que
le
den
ellos.
Si
la
sociedad
decide
alejarse
del
principio,
sufre
un
proceso
de
transformación
que
la
lleva
a
su
deterioro
y
destrucción.
“Abandonar
los
principios”
es
dejar
de
ser
coherente.
Además
no
se
negocian
porque
son
las
pautas
fundamentales
de
la
acción
−como
lo
es
una
roca
como
fundamento
de
una
edificación−
por
las
que
yo
me
rijo,
que
me
vienen
dadas,
en
último
término,
por
mi
condición
de
persona.
En
el
campo
ético
nos
encontramos
con
esos
principios,
sobre
los
que
se
fundamenta
el
desarrollo
de
la
persona,
la
convivencia
y
el
orden
social.
Su
validez
no
depende
de
otras
ciencias
o
de
que
la
gente
los
acepte
por
elección
mayoritaria.
Los
grupos
sociales
y
el
estado
tienen
que
reconocerlos,
descubrirlos,
no
crearlos,
porque
A
veces
las
leyes
desconocen
los
principios.
Por
ejemplo
en
algunos
países
la
ley
dice
que
“El
que
contamina
paga”,
lo
cual
está
en
contra
del
principio
que
nos
indica
que
debemos
respetar
la
naturaleza.
O
se
permiten
el
aborto
o
la
eutanasia,
que
atentan
contra
el
respeto
a
la
vida.
Aunque
el
hombre
actúe
de
conformidad
con
esa
ley,
de
todas
ma-‐
neras
está
yendo
en
contra
de
los
principios,
es
decir,
se
está
haciendo
daño
a
largo
plazo.
Hemos
dicho
que
se
habla
de
los
principios
como
leyes
supremas
o
reglas
superiores
dado
su
carácter
universal,
inmutable
y
de
validez
general.
Equivale
a
decir
que
actúan
como
normas
necesarias
en
la
vida
de
la
persona
y
en
la
organización
social.
Pero
la
ética,
que
se
inspira
en
esos
principios
fundamentales,
no
se
reduce
únicamente
a
esas
normas
porque
eso
sería
aceptar
que
la
vida
es
algo
general
y
uniforme,
cuando
en
realidad
es
bien
distinta
y
variada
de
una
persona
a
otra.
Los
principios
no
pueden
entenderse
como
normas
que
prohíben,
que
se
reducen
a
mandar
lo
que
no
debe
hacerse,
pues
realmente
lo
que
los
principios
nos
dicen
es
lo
que
inspira
o
sirve
de
base
general
a
la
conducta.
El
principio
no
depende
del
sujeto
y
es
externo
a
él.
El
valor
–
sobre
todo
el
valor
ético–
es
interno
al
sujeto.
El
valor
ético
recibe
una
fundamentación
del
principio
que
le
da
consistencia.
Cuando
yo
necesito
comprobar
si
un
valor
está
siendo
interpretado
o
aplicado
de
una
manera
correcta,
invoco
el
principio
del
cual
este
se
desprende,
para
verificar
si
el
valor
está
de
acuerdo
o
en
armonía
con
él.
Un
ejemplo:
el
valor
lealtad
remite
al
principio
“Los
pactos
deben
ser
cumplidos”.
“La
lealtad
es
un
valor
y
como
tal
es
subjetivo,
pero
no
puede
serlo
hasta
el
punto
de
alejarse
completamente
del
principio
del
cual
se
desprende.
Sería
el
caso
de
alguien,
supuestamente
leal,
que
sostuviera
que
podría
serlo
sin
cumplir
los
compromisos
o
cumpliéndolos
de
manera
mediocre,
en
cuyo
caso
va
contra
el
principio
que
inspira
el
valor
lealtad.
El
respeto,
por
ejemplo,
no
lo
puedo
reducir
a
mi
opinión
sobre
él,
y
mucho
menos
a
lo
que
mi
estado
de
ánimo
me
dicte.
Para
que
sea
legítimo,
debe
estar
relacionado
con
un
principio
externo
a
él,
que
valga
para
todos
y
que
le
sirva
de
fundamento:
la
dignidad
de
la
vida
humana.
En
el
valor
responsabilidad,
yo
respondo
de
acuerdo
con
aquello
a
lo
que
me
comprometí
y
no
sólo
de
acuerdo
a
lo
que
yo
creo
que
fue
objeto
del
compromiso,
o
a
mi
manera
de
considerarlo
subjetivamente.
Hay
unos
datos
objetivos,
unas
funciones,
unas
tareas,
y,
sobre
todo,
un
principio
que
las
trasciende,
por
el
cual
estoy
obligado
a
responder
(“cumplir
la
palabra
dada”,
etc.)
La
calidad
de
nuestros
valores
se
expresa
en
la
relación
con
los
demás,
quienes
los
perciben
y
reconocen.
Nos
dan
seguridad
personal,
brindan
firmeza
para
actuar
y
aclaran
muchos
aspectos
de
nuestra
vida,
porque
son
como
verdades
profundas
que
llevamos
con
nosotros,
que
queremos
acrecentar
cada
día
y
compartirlas
con
los
demás.
Los
valores
iluminan
la
vida
y
le
confieren
sentido,
nos
abren
el
camino
a
seguir.
Todo
el
mundo
tiene
valores
en
diverso
grado,
y
todos
necesitamos
reforzarlos
y
adquirir
algunos
que
no
tenemos.
Aunque
toda
persona
reciba
al
nacer
una
cierta
dosis
de
valores,
hay
que
fortalecer
lo
que
se
recibe
y
practicar
otros,
tarea
que
necesita
esfuerzo,
la
práctica
diaria,
voluntaria,
aprendizaje
permanente
y
desaprendizaje
de
los
antivalores.
¿Objetivos
o
subjetivos?
Se
dice
que
el
valor
es
“objetivo”,
en
cuanto
que
es
un
objeto
del
conocimiento,
lo
cual
no
significa
que
los
valores
sean
objetos
o
cosas.
Pero,
de
otro
lado,
vemos
el
valor
como
algo
subjetivo
porque
es
la
persona
quien
le
da
significado
y
quien
lo
encarna,
lo
hace
propio,
lo
incorpora
vitalmente.
En
ese
sentido
la
definición
de
Octavio
Derisi
aporta
claridad
a
este
tema:
“un
bien
descubierto,
y
elegido
libre
y
conscientemente,
que
busca
ser
realizado
por
la
persona”
En
la
práctica
del
valor
nos
interesa
destacar
que
los
valores
son
operativos,
hasta
tal
punto
que
se
convierten
en
hábitos
del
sujeto
que
adquieren
el
nombre
de
virtudes.
Por
ejemplo,
el
valor
justicia
se
encarna
en
el
hombre
justo.
Estamos
queriendo
afirmar
que
la
justicia
es
un
subjetiva
como
valor
que
pertenece
a
lo
íntimo
de
una
persona,
de
un
sujeto
humano
que
aprecia
ese
aspecto
particular
del
bien
que
da
lugar
a
la
estimación
por
parte
suya.
El
valor
no
se
puede
quedar
solamente
en
el
concepto:
de
llevar
a
acciones
concretas
de
la
persona,
a
comportamientos
que
pueden
observarse
y
a
hábitos
comprobables.
Otra
manera
de
expresarlo
es
decir
que
existen
en
las
que
se
descubre
algo
valioso,
que
nos
atraen
y
perfeccionan.
Esos
seres
lo
tienen
y
nosotros
lo
descubrimos.
Por
ejemplo,
cuando
contemplamos
la
naturaleza.
Hay
valores
que
en
cierta
manera
dependen
más
de
lo
que
está
fuera
nosotros,
y
otros
que
dependen
más
de
lo
que
hay
dentro
de
nosotros.
Por
ejemplo
el
valor
que
para
mí
pueda
tener
un
pañuelo
perfumado
que
recuerda
un
encuentro
sentimental,
es
algo
muy
mío,
muy
subjetivo,
hasta
el
punto
de
que,
sólo
para
mí
tiene
ese
valor.
Lo
anterior
para
señalar
que
en
los
valores
(R.
Frondizi,
“Qué
son
los
valores,
F.C.E.,
B.
Aires
1958)
se
presenta
una
interacción
entre
el
aspecto
subjetivo
y
el
objetivo,
existe
una
armonía
entre
esos
dos
aspectos,
de
acuerdo
a
una
cierta
variación,
dependiendo
del
valor
de
que
se
trate.
Si
se
desequilibra
uno
de
los
aspectos
puede
suceder
que
el
otro
deje
de
existir.
Por
ejemplo,
una
reina
de
belleza
que
sube
30
kilos
pierde
su
estructura
bella
(dentro
de
ciertas
reglas
estéticas).
Si
hablamos
del
valor
objetivo
de
un
billete
de
50
mil
pesos,
en
un
país
que
tiene
esa
moneda,
el
valor
es
efectivo.
Pero,
¿qué
pasa
con
una
persona
a
la
que
le
damos
en
el
Japón
el
mismo
billete
de
50
mil
pesos?
Para
ella
no
tendrá
posiblemente
ningún
valor
como
dinero
porque
no
puede
comprar
nada
con
él.
Lo
mismo
pasaría
si
voy
a
parar
a
una
isla
solitaria
y
me
encuentro
con
una
persona
que
nació
y
creció
allí.
Si
tengo
cien
dólares
para
pagarle
un
vaso
de
agua,
no
puede
hacer
nada
con
él,
y
para
ella
no
tendrá
ningún
valor.
Por
tanto,
podemos
decir
que
los
valores
de
los
que
estamos
tratando
aquí,
no
son
ni
conceptos
ni
cosas
y
abarcan
una
variedad
inmensa.
La
lealtad
y
la
belleza
en
una
obra
de
arte
son
valores,
pero
no
lo
son
de
la
misma
manera.
Tienen
algo
en
común
que
las
hace
valiosas,
tienen
la
condición
de
valor,
pero
difieren
en
otros
aspectos.
En
los
valores
de
tipo
ético,
por
ejemplo,
que
tienen
una
dimensión
más
más
subjetiva,
en
cuanto
que
no
pueden
depender
únicamente
de
lo
que
la
persona
piense,
sienta
o
quiera,
porque
poseen
una
vinculación
con
aspectos
más
objetivos,
como
vimos
antes
en
el
ejemplo
de
la
lealtad.
Los
valores
se
dan
dentro
de
una
situación:
vinculada
a
lo
empírico
y
a
lo
real
pero
no
reducida
a
ello
(situación:
ambiente
físico,
cultural,
social,
necesidades
y
expectativas).
No
es
lo
mismo
vivir
un
valor
en
la
miseria
y
sin
educación
que
con
salud
y
cultura,
en
estado
de
guerra
que
en
paz,
no
es
lo
mismo
trabajar
con
reconocimiento
que
sin
él.
Los
cambios
afectan
la
relación
del
sujeto
con
el
objeto.
Posiblemente
los
valores
relacionados
con
la
salud,
con
lo
agradable,
con
lo
estético,
en
esas
circunstancias
cambian
dramáticamente
en
intensidad,
necesidad,
importancia,
etc.
Si
hablamos
de
valores,
en
la
parte
superior
de
su
amplia
escala
−la
de
los
valores
éticos−,
la
dependencia
de
algo
objetivo
y
externo
en
ellos
no
es
de
orden
físico
o
material,
sino
más
bien
de
orden
metafísico,
es
decir,
dependencia
de
principios
o
leyes
universales
que
están
fuera
del
sujeto.
No
se
puede
hablar
de
los
valores
como
de
algo
ajeno
a
los
principios,
porque
estos
en
el
terreno
ético,
confieren
en
último
término
consistencia
a
los
valores.
Valores
éticos
Los
valores
más
preciados
son
aquellos
que
tienen
que
ver
con
la
conducta,
que
tienen
implicaciones
morales,
es
decir,
los
valores
éticos.
No
es
fácil
conocerlos,
interiorizarlos,
incorporarlos
vitalmente
y
comunicarlos.
Eso
hace
más
atractiva
la
aventura
de
entenderlos
y
darles
la
importancia
que
tienen.
Cuando
muchas
personas
viven
los
mismos
valores,
esos
valores
compartidos
adquieren
una
dimensión
social,
aunque
su
raíz
más
íntima
siga
siendo
la
práctica
individual
de
los
mismos.
Nos
interesa
particularmente
hablar
de
los
valores
éticos
como
aquellas
cualidades
que
estructuran
el
carácter
y
el
modo
de
vivir
de
las
personas.
Mientras
el
valor
expresa
la
bondad
que
atrae,
las
normas
tratan
más
bien
de
actuar
como
algo
externo
al
sujeto
que
se
impone
a
él.
Veamos
un
poco
más
a
fondo
la
distinción
entre
valores
no
éticos
y
valores
éticos
o
morales.
Los
primeros
son
aquellos
de
los
que
Adela
Cortina
(“El
mundo
de
los
valores”,
El
Búho,
1997)
dice
que
no
se
adaptan
a
la
pregunta
“Todo
el
mundo
debería
de
ser
X”.
Si
remplazamos
X
por
“simpático”,
“bello”
o
“sano”,
nos
damos
cuenta
de
que
eso
no
vale
para
todos,
porque
no
todo
el
mundo
es
simpático,
bello
o
sano.
Pero
si,
en
cambio,
ponemos
en
la
X
“útil”,
“justo”
o
“leal”,
la
respuesta
nos
indica
un
valor
que
deberían
vivir
todas
las
personas.
Se
trata,
por
tanto
de
valores
éticos
porque
se
refieren
a
la
conducta
humana.
El
valor
ético
o
moral
está
relacionado
con
la
felicidad
de
la
persona,
que
sólo
se
logra
con
algo
en
consonancia
con
su
naturaleza
racional
y
espiritual
y
con
su
conducta
práctica,
la
que
tiene
que
ver
con
el
obrar,
con
la
acción
dirigida
a
un
fin
bueno.
Este
tipo
de
valor
es
muy
cercano
a
lo
que
hemos
denominado
como
principios
universales.
Un
valor
físico
o
económico
no
es
tan
profundo
como
un
valor
ético
(la
lealtad,
la
responsabilidad
o
la
honestidad).
Estos
últimos
tienen
una
implicación
mayor
respecto
a
la
conducta
concebida
integralmente.
Los
valores
éticos
afectan
más
la
intimidad
de
la
persona
y,
a
la
vez,
son
valores
que
se
proyectan
en
los
demás.
No
es
lo
mismo
considerar
el
valor
que
representa
el
agua
para
el
dueño
de
la
tierra
que
la
lealtad
de
un
amigo:
lo
primero
es
casi
como
decir
que
el
agua
es
buena
en
sí
misma,
le
sirve
a
la
tierra
por
esa
condición
y,
como
consecuencia,
su
propietario
la
considera
un
valor.
Ambos
implican
un
reconocimiento
por
parte
de
quien
aprecia
o
estima,
pero
en
el
caso
de
la
lealtad
de
un
amigo,
la
trascendencia
en
la
conducta
es
mucho
más
determinante.
Los
valores
son
muy
diversos
o
heterogéneos
entre
sí.
La
belleza
de
un
atardecer
que
nos
conmueve
y
lo
valoramos
como
tal,
es
muy
distinta
de
un
acto
de
generosidad
que
lleva
a
sacrificarse
por
la
persona
querida.
Por
eso
hay
una
cierta
jerarquía
que
la
encabezan
los
valores
éticos
o
morales.
Los
valores
éticos:
trascienden
a
la
persona
y
la
relacionan
con
los
demás,
e
incluso
se
conectan
con
Dios
como
fuente
superior
de
la
moralidad,
como
Bien
Supremo.
Los
valores
éticos
se
perciben
a
través
de
comportamientos
concretos.
Por
ejemplo
el
respeto
exige
reconocer
la
dignidad
de
los
demás,
comprenderlos,
escucharlos,
ser
tolerantes
con
sus
ideas
u
opiniones,
decir,
a
través
de
comportamientos
reales
que
demuestran
que
soy
una
persona
respetuosa.
Los
principios
fundamentan
los
valores
y
éstos
se
convierten
en
la
virtud
como
hábito
estable
inconsciente
de
vivir
un
determinado
valor.
• Los
valores
más
preciados
son
aquellos
que
tienen
que
ver
con
la
conducta,
que
tienen
implicaciones
morales,
es
decir,
los
valores
éticos.
No
es
fácil
conocerlos,
interiorizarlos,
incorporarlos
vitalmente
y
comunicarlos
• Los
valores
éticos
se
perciben
a
través
de
comportamientos
concretos.
Por
ejemplo
el
respeto
exige
reconocer
la
dignidad
de
los
demás,
comprenderlos,
escucharlos,
ser
tolerantes
con
sus
ideas
u
opiniones,
decir,
a
través
de
comportamientos
reales
que
demuestran
que
soy
una
persona
respetuosa.
PREGUNTAS
• ¿Qué
es
un
principio
y
qué
características
posee?
• ¿Qué
es
un
valor
y
qué
características
posee?
• ¿Por
qué
el
valor
no
e
s
solo
un
concepto?
• ¿Qué
son
los
valores
éticos?
• ¿Cuál
es
la
distinción
entre
principios,
valores
y
virtudes?
LECTURA
LEY
NO
ESCRITA
Cuando
hablamos
de
Ley
Natural
no
nos
referimos
a
leyes
físicas
como
las
descu-‐
biertas
por
Newton
o
Arquímedes.
Nos
referimos
a
un
imperativo
moral,
a
una
obligación
interna
que
nos
descubre
el
comportamiento
justo
y
el
injusto,
lo
que
debemos
hacer
y
lo
que
debemos
evitar.
Cuando
los
antiguos
pensadores
hablaban
de
la
naturaleza
humana,
descubrían
en
ella
una
ley
propia,
de
carácter
no
físico
ni
biológico,
sino
moral.
Y
por
tener
todos
los
hombres
una
naturaleza
común,
sin
importar
la
tierra
que
pisen
o
el
cielo
que
vean,
la
ley
de
esa
naturaleza
necesariamente
regirá
a
todos.
Será
una
ley
universal
y
objetiva,
y
aunque
admita
errores
en
su
conocimiento
(esclavitud,
poligamia,
etc.),
dichos
errores
nada
prueban
contra
ella,
de
la
misma
manera
que
los
fallos
en
una
operación
numérica
no
atentan
contra
el
valor
de
las
matemáticas.
La
Ley
Natural
es
objetiva.
“Sostener,
en
efecto,
-‐como
sostenía
el
relativismo-‐
que
“dos
morales
contradictorias
son
equivalentes”,
que
en
ética
todo
es
cuestión
de
gustos
o
de
preferencias
subjetivas,
que
en
el
terreno
moral
no
cabe
hacer
afirmaciones
ob-‐
jetivamente
válidas,
aparece
cada
vez
más
como
lo
que
es:
un
colosal
despropósito
y
una
dimisión
de
la
razón.
¿Habríamos
de
creer
que
la
elección
entre
libertad
y
esclavitud,
entre
amor
y
odio,
entre
verdad
y
mentira,
entre
honestidad
y
oportunismo,
entre
vida
y
muerte
se
sólo
resultado
de
otras
tantas
preferencias
subjetivas?
¿Habríamos
de
pensar
que
el
hombre
no
es
capaz
de
discernir
y
de
formular
juicios
morales,
tan
valiosos
como
los
restantes
juicios
de
la
razón?”
(Martínez
Doral).
Tampoco
puede
sostenerse
que
la
obligatoriedad
de
la
Ley
Natural
ha
surgido
desde
unas
reglas
de
conducta
que
los
hombres
adoptaron
por
juzgarlas
convenientes
para
la
vida,
y
que
pueden
sustituirse
o
modificarse
si
la
costumbre
o
la
convivencia
aprueban
el
cambio.
Pues
así
como
siempre
es
bueno
para
el
pez
vivir
bajo
el
agua,
nunca
sería
bueno
para
el
hombre
pasarse
la
vida
sumergido
en
el
mar.
El
pez
está
hecho
para
ello,
pero
no
el
hombre.
De
ahí
que
el
fundamento
de
la
obligatoriedad
moral
no
pueda
ser
ni
la
costumbre
ni
la
convivencia,
sino
la
propia
naturaleza
humana.
Lo
plantea
Jenofonte
en
sus
Memorias
de
Sócrates:
“-‐¿Conoces tú, Hipias –dijo Sócrates-‐, leyes que no estén escritas?
-‐sí, las que son iguales en todos los países y tienen el mismo fin.
-‐¿Se podría decir que son los hombres quienes las han establecido?
-‐Imposible,
ya
que
no
han
podido
reunirse
para
ello,
y
además
hablan
lenguas
diversas.
-‐Personalmente,
creo
que
los
dioses,
entre
otras
cosas
porque
para
todos
los
hombres
la
primera
ley
es
respetar
a
los
dioses”.
No
cumplir
una
ley
es
de
forma
clara
de
injusticia.
Y
el
que
pasa
por
alto
la
ley
Natural
es
injusto.
Pero
además,
el
incumplimiento
de
la
Ley
Natural
produce
una
lesión
a
la
persona
y
a
la
sociedad.
De
igual
forma
que
el
desafío
de
las
leyes
físicas
puede
producir
lesiones,
enfermedades
y
aun
la
misma
muerte,
no
cumplir
la
ley
natural
degrada
al
hombre
y
deshumaniza
la
vida
social:
la
injusticia
es
fuente
de
pobreza
y
de
marginación,
el
permisivismo
engendra
una
espiral
de
violencia,
el
fraude
y
el
engaño
envenenan
las
relaciones
personales,
etc.
Capítulo
10
Virtud
y
carácter
“Virtud”
ha
sido
siempre
un
tema
central
en
la
Ética.
Pero
es
posible
que
el
término
-‐que
se
deriva
del
latín
virtus,
(de
“vis”
que
significa
fuerza
o
potencia)
hoy
en
día
esté
un
poco
“desvirtuado”
o
no
se
entienda
bien
su
significado,
lo
cual
no
le
resta
su
importancia
en
la
ética,
en
la
que
es
una
palabra
clave
que
utilizaron
en
su
significación
actual
los
filósofos
griegos,
a
partir
de
Sócrates.
La
areté
o
virtud
era
para
ellos
era
sinónimo
de
perfección
o
excelencia
fruto
del
hábito
de
actuar
rectamente.
El
término
“carácter”
aunque
no
significa
lo
mismo
que
la
virtud,
es
muy
cercano
a
ella.
Por
un
lado
significa
la
marca
o
sello
que
se
imprime
en
algo.
Está
relacionado
con
el
término
“Ética”
(en
griego
ethos),
que
se
traduce
primeramente
como
carácter,
modo
de
ser,
entendido
en
su
significación
ética
más
que
psicológica
(en
contraposición
con
el
temperamento,
más
cercano
al
concepto
de
personalidad).
A
través
de
los
hábitos
que
se
adquieren
con
la
virtud,
la
persona
es
más
ética,
forma
su
carácter,
lo
que
la
identifica
en
su
modo
de
ser,
su
sello
propio.
En
el
conjunto
de
elementos
que
integran
la
ética,
la
virtud
es
el
corazón
del
sistema.
Por
eso
vamos
a
explicar
el
significado
y
a
relacionarlo
con
el
carácter.
La
virtud
La
virtud
es
la
encarnación
operativa
habitual
y
estable
del
valor.
Virtud
viene
de
“vis”,
que
quiere
decir
fuerza,
y
del
griego
“areté”
(excelencia,
mérito,
perfección).
Las
virtudes
son
“fuerzas”
o
potencias
que
llevan
a
la
persona
a
la
excelencia,
a
la
perfección
moral,
a
ser
capaz
establemente
(hábito)
de
hacer
algo
bueno
en
el
obrar
personal.
Aristóteles
decía
que
la
virtud
era
una
forma
de
ser
adquirida
y
duradera.
Exige
un
proceso:
es
lo
que
somos
pero
también
lo
que
podemos
ser
porque
de
hecho
hemos
llegado
a
serlo
en
algún
momento.
Lo
más
sencillo
y
elemental
es
definir
la
virtud
diciendo
que
es
nuestra
capacidad
o
posibilidad
habitual
de
obrar
bien.
en
la
persona,
es
acción
inmanente,
a
diferencia
de
lo
que
se
hace,
de
la
obra
hecha,
que
no
se
interioriza.
La
virtud
es
encarnación
operativa
habitual
del
valor.
Este
es
una
llamada
al
bien
que
termina
por
convencer
a
la
persona
que
se
anima
a
ejecutar
acciones
conforme
a
ese
valor.
Pero
la
llamada
no
se
queda
ahí:
la
intención
lleva
a
querer
que
permanezca,
que
se
convierta
en
un
modo
estable
de
actuar
(virtud).
Llega
el
momento
en
que
decimos
no
que
una
persona
hace
cosas
responsablemente
sino
que
es
responsable,
buen
amigo,
etc.
Estamos
indicando
que
posee
la
virtud,
no
sólo
el
valor.
Para
que
exista
el
hábito,
hay
que
partir
de
la
elección
de
actos
específicamente
buenos.
La
virtud
de
una
persona
es
lo
que
la
hace
digna
de
aspirar
a
lo
mejor.
Es
necesaria
en
la
vida
de
las
personas
y
de
una
sociedad.
Sin
gente
virtuosa
las
sociedades
se
degeneran,
pierden
el
horizonte
auténtico
de
la
felicidad
de
la
gente
y
de
lo
que
es
bueno,
de
lo
correcto
en
términos
de
bien
o
de
mal.
Aristóteles
afirma
en
la
Ética
a
Nicómaco
dice
que
las
virtudes
no
se
poseen
por
naturaleza,
se
adquieren
por
el
esfuerzo,
como
ocurre
con
las
artes,
de
modo
que
se
aprende
a
ser
justo
haciendo
actos
de
justicia.
Tomás
de
Aquino
dice
que
la
virtud
es
“La
perfección
del
hombre
en
un
quehacer
mediante
el
cual
alcanza
la
felicidad
También
la
entiende
como
un
hábito
operativo
bueno.
Se
trata
de
hábitos
conseguidos
con
la
repetición
constante
de
determinados
actos
buenos
en
el
bien
específico
que
caracteriza
a
cada
virtud.
Por
ejemplo
los
actos
justos
en
la
justicia.
Ante
el
valor,
normalmente
la
persona
asiente
y
pasa
a
hacer
actos
concretos,
actos
valiosos.
Pero
puedo
realizar
acciones
responsables
sin
que
pueda
decirse
que
es
responsable
(que
tiene
o
vive
la
virtud
de
la
responsabilidad).
En
la
virtud
hay
un
compromiso
real
de
la
persona
en
realizar
un
valor
como
parte
del
bien
integral
de
su
conducta.
Hay
acciones
diversas,
que
corresponden
a
valores
distintos,
que
la
virtud
es-‐
tructura
psicológicamente
y
los
coloca
en
el
centro
de
la
conducta,
para
lo
cual
ella
necesita
de
la
intención
permanente
de
hacer
o
repetir
esos
actos.
Podemos
afirmar
que
toda
virtud
es
un
valor,
pero
no
todo
valor
se
convierte
en
virtud.
Por
ejemplo,
la
calidad
es
un
valor
pero
no
es
propiamente
una
virtud,
como
la
fortaleza
o
la
justicia.
Podemos
decir
que
las
virtudes
son
nuestros
valores
morales
en
cuanto
vividos
en
acto
y
transformados
en
hábito.
Para
que
se
abra
paso
el
hábito,
hay
que
partir
de
la
elección
de
actos
específicamente
buenos.
Cuando
la
persona
se
determina
estable
e
inconscientemente
a
obrar
de
la
misma
manera
en
diversas
circunstancias,
cuando
se
manifiesta
disponible
de
un
modo
permanente
para
realizar
el
valor,
eso
es
lo
que
llamamos
virtud.
inconscientemente:
el
sujeto
tiene
su
libertad,
que
está
siempre
disponible
y
que,
además,
está
en
la
base
de
su
preparación
y
de
su
idoneidad
para
obrar.
La
virtud,
más
que
en
la
repetición
de
actos
–que
se
vuelve
inconsciente
una
vez
interiorizados–
consiste
en
la
intención
permanente
que
hay
en
la
persona
de
alcanzar
un
bien
determinado,
valioso
para
la
persona.
La
virtud,
por
otro
lado,
permite
obrar
con
mayor
facilidad,
buscar
más
eficientemente,
la
excelencia
en
la
vida
personal
y
la
ope-‐
ratividad
de
los
valores
a
nivel
corporativo
o
social.
Por
otro,
ayuda
a
vencer
resistencias
instintivas,
emocionales
o
ambientales
y
a
romper
la
indiferencia
frente
a
los
valores.
Las
virtudes
actúan
como
“normas”
orientadoras
del
obrar,
como
“principios”
de
una
vida
buena.
La
virtud
tiene
relación
con
el
principio
porque
este
fundamenta
el
valor,
ese
bien
deseable
al
que
se
aspira
llevar
a
la
práctica
y
que
da
origen
al
hábito
operativo
estable
hasta
hacerlo
de
modo
inconsciente,
que
es
lo
que
se
llama
virtud;
el
hábito
legitima
el
valor
y
da
consistencia
y
sentido
a
la
perfección
que
busca
la
virtud.
Según G. Abbá podemos decir que en la virtud se conjugan dos líneas de fuerza:
A) Intención ––––>deliberación-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐àelección-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐àdecisión-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐àacción
B) Razón-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐à voluntad-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐-‐àafectividad
Virtud
y
excelencia
La
virtud
introduce
el
criterio
de
uniformidad,
de
regulación,
de
continuidad
en
la
variación,
en
acciones
diversas
(según
lo
específico
de
cada
virtud).
De
ahí
su
permanencia
en
la
persona.
El
valor
ofrece
a
la
virtud
el
ideal
de
la
excelencia,
de
la
perfección
y
la
virtud
añade
al
valor
algo
decisivo:
el
hábito,
la
incorporación
estable
a
la
conducta,
lo
cual
se
aprende
y
no
se
reduce
a
hacer
correctamente
las
cosas,
sino
a
hacerlas
de
modo
excelente.
Aristóteles
distingue
entre
las
virtudes
intelectuales,
como
la
ciencia
y
la
sabiduría,
y
las
éticas
o
morales,
práctica
como
la
prudencia,
la
fortaleza
o
la
justicia.
O
simplemente
las
llamamos
virtudes
humanas:
responsabilidad,
solidaridad,
orden,
comprensión,
fe,
credibilidad,
laboriosidad
constancia,
creatividad,
diligencia,
esperanza,
optimismo,
honestidad,
humildad,
integridad,
etc.
El
resumen
de
todas
las
virtudes
es
el
amor,
como
síntesis
del
esfuerzo
constante
de
la
persona
por
alcanzar
el
mayor
bien
posible.
Sin
amor
no
hay
crecimiento
en
la
virtud.
Es
el
amor
lo
que
permite
a
la
persona
auto-‐realizarse
en
su
dimensión
más
plena.
En
él
se
conjugan
muchas
virtudes.
En
el
trabajo
también
se
ponen
a
prueba
esas
fuerzas
o
potencias
adquiridas
con
la
práctica
constante,
que
no
se
cultivan
para
tener
algo
que
mostrar
a
los
demás,
sino
como
el
camino
concreto
para
que
exista
una
conducta
recta,
conforme
con
la
razón
humana
y
con
las
aspiraciones
de
felicidad
y
bien
que
hay
en
todos.
Hoy
se
habla
mucho
de
capital
intelectual
y
de
capital
social.
Cabría
hablar
también
del
capital
ético
o
moral
constituido
principalmente
por
el
bagaje
de
los
principios,
los
valores
y,
sobre
todo,
las
virtudes
de
las
personas
que
permanecen
a
través
del
tiempo
y
crean
una
disposición
para
buscar
de
modo
acertado
la
felicidad.
Ese
capital
no
es
algo
teórico
o
conceptual,
sino
práctico
porque
tiene
que
ver
con
la
acción,
con
el
com-‐
portamiento
concreto,
con
la
experiencia
de
vida
acumulada
en
la
que,
si
están
presentes
las
virtudes,
hay
una
garantía
de
estabilidad.
Y
así
como
cada
persona
puede
acrecentar
el
capital
ético,
las
organizaciones
también
lo
pueden
acrecentar
en
la
medida
en
que
en
ellas
exista
una
cultura
apoyada
en
principios
y
valores
que,
vividos
por
sus
integrantes,
se
proyectan
en
toda
la
corporación
y
se
constituyen
en
un
referente
común,
en
algo
que
caracteriza
e
identifica
a
esa
entidad
de
cara
a
las
demás
y
de
cara
a
la
comunidad.
El
carácter
Cuando
se
habla
del
carácter
es
inevitable
la
relación
con
la
virtud
porque
una
persona
de
carácter
suele
ser
una
persona
íntegra
cuyo
comportamiento
ético
se
atiene
a
principios
y
valores
y
muestra
con
determinadas
conductas
que
encarna
valores
y
posee
virtudes.
Virtud
es
una
palabra
que
tiene
una
connotación
muy
cercana
a
la
de
personalidad
y,
aunque
deban
distinguirse
los
dos
términos,
en
ocasiones
se
utilizan
como
si
fueran
sinónimos.
“¿Qué
pensamos
cuando
decimos
de
alguien
que
es
persona
de
carácter?
Entendemos
quizá
la
adaptación
firme
de
su
voluntad
en
una
dirección
adecuada.
O
la
lealtad
personal
hacia
unos
principios
nobles,
que
no
ceden
a
las
conveniencias
oportunistas
del
momento.
O
la
perseverancia
fiel
en
obedecer
la
voz
de
su
conciencia
bien
formada.
O
quizá
la
independencia
de
su
criterio
frente
al
qué
dirán
de
quienes
le
rodean”
(Alfonso
Aguiló,
“Educar
el
carácter”).
La
voluntad
juega
aquí
un
papel
importante.
Si
hay
fuerza
de
voluntad
es
más
fácil
que
se
pueda
forjar
el
carácter,
acendrar
determinadas
características
al
actuar
y
al
buscar
realizar
determinados
bienes.
Eso
permite
dar
mayor
peso
a
la
concepción
ética
del
carácter,
que
lleva
a
poner
el
acento
sobre
los
valores
que
se
fraguan
tratando
de
ser
personas
de
carácter,
destacando
que
se
trata
de
una
disposición
permanente,
no
de
algo
pasajero
y
superficial.
La
formación
del
carácter
es
inseparable
de
la
educación
de
la
voluntad.
Se
necesita
que
la
voluntad
se
fortalezca
a
través
de
las
acciones
y
decisiones
que
se
toman
constantemente.
El
esfuerzo
sostenido
se
hace
posible
con
la
fuerza
de
voluntad,
con
la
tenacidad
y
la
constancia
en
el
obrar.
Es
verdad
que
las
personas
tenemos
un
temperamento
y
un
modo
de
ser
que
nos
caracteriza
y
en
cierto
modo
marca
nuestra
conducta
habitual.
Hay
rasgos
del
carácter
que
puede
decirse
que
se
heredan;
en
ese
sentido
podría
decirse
que
tenemos
un
cierto
“carácter”
ya
definido.
Pero
aquí
nos
referimos
a
una
idea
de
carácter,
como
ya
se
comentó
antes,
más
próxima
a
la
noción
de
personalidad
que
a
algo
inmodificable
humanamente;
algo
que
se
conquista
a
través
del
esfuerzo
personal.
En
este
sentido
se
emplea
la
expresión
“forjar
el
carácter”.
El
carácter
se
modula
progresivamente
y
ayudan
en
esa
tarea
en
forma
significativa
la
familia
y
la
educación,
que
son
normalmente
la
escuela
donde
se
afirma
el
carácter
de
las
personas.
Hay
que
partir
del
convencimiento
de
que
ser
una
persona
de
carácter
es
algo
deseable
para
cualquiera
y
algo
que
se
puede
lograr
con
el
tiempo.
A
pesar
de
que
hay
quienes
consideran
a
otros
como
personas
de
mal
carácter,
eso
no
quiere
decir
que
se
tenga
que
ser
así
indefinidamente.
Se
quedarían
fijos
en
un
punto
o
en
un
modo
de
ser,
negándoseles
la
posibilidad
del
cambio,
de
la
transformación
de
la
conducta.
Hay
que
conjugar
siempre
lo
que
se
es
con
lo
que
se
puede
ser,
lo
que
se
ha
recibido
con
la
libertad
que
capacita
para
buscar
nuevas
metas.
La
ética
del
carácter
no
se
centra
en
la
adquisición
de
habilidades
de
la
persona
para
actuar
correctamente,
sino
en
convicciones
de
fondo,
en
motivaciones
trascendentes
(las
que
mira
al
servicio
y
a
la
solidaridad),
en
una
cultura
del
ser
y
del
dar,
en
la
intención
permanente
de
buscar
el
bien
común
por
encima
de
los
intereses
particulares.
La
persona
de
carácter
no
se
deja
arrastrar
por
las
circunstancias
o
por
las
modas.
Lo
saca
a
relucir
en
cuanto
surge
alguna
duda
o
en
cuento
percibe
que
a
su
alrededor
no
encuentra
una
orientación
clara
sobre
lo
que
debe
hacerse.
El
carácter
lleva
a
no
ceder
fácilmente
a
la
tentación
de
hacer
simplemente
lo
que
los
demás
hacen
o
a
imitarles
ciegamente.
Tener
un
carácter
definido
se
relaciona
con
la
coherencia
como
valor
que
hace
que
la
persona
obre
de
acuerdo
a
como
piensa
y
no
al
revés.
Y
la
guía
es
clara:
“Los
principios
nos
muestran
el
fin
a
alcanzar
y
como
él,
son
inmutables.
Pero
la
receta
concierne
al
orden
de
los
medios
y
éstos
deben
adaptarse
a
las
contingencias
–siempre
nuevas
e
imprevisibles
que
se
presentan.
Es
preciso
ser
firme
e
intransigente
en
los
principios
y
muy
flexible
y
matizado
en
el
arte
de
aplicarlos.
Todavía
más:
la
fidelidad
a
los
principios
inspira
la
elección
de
los
medios”
(G.
Thibon).
El
carácter
ético
como
sello
característico
de
una
persona
en
su
comportamiento,
la
identifica
como
alguien
firme
y
estable,
consciente
de
sus
limitaciones
pero
firme
en
sus
ideas,
convicciones
y
creencias,
abierto
a
la
comprensión,
al
respeto
y
a
la
tolerancia
con
los
demás,
con
afán
de
servirles.
Y
el
carácter
no
se
puede
separar
de
la
rectitud
de
la
conducta,
del
esfuerzo
por
obrar
el
bien
y
por
lograrlo
efectivamente,
lo
cual
fortalece
el
carácter;
y
lo
contrario,
lo
debilita.
PREGUNTAS
• ¿Qué
es
la
virtud?
• ¿Cómo
se
relaciona
la
virtud
con
el
valor?
• ¿Qué
tiene
que
ver
la
libertad
con
la
virtud?
• ¿Qué
es
el
carácter’
• ¿Qué
se
entiende
por
ética
del
carácter?
LECTURA
VIRTUD,
VOLUNTAD
Y
RAZÓN
El
justo
medio
no
es
un
punto
intermedio
geométricamente,
como
cuando
hallamos
un
punto
a
medio
camino
entre
dos
extremos,
sino
que
se
trata
del
medio
razonable,
que
supone
el
mejor
estado
posible
con
relación
al
bien
humano.
Si
tenemos
ante
nosotros
un
bol
de
comida,
el
justo
medio
no
consiste
en
tomar
exactamente
la
mitad
de
esa
cantidad,
sino
en
tomar
la
cantidad
que
resulte
más
saludable
para
nosotros.
A
veces
tomaremos
todo,
otras
la
mitad
y
otras
nada
en
absoluto.
Aunque
no
comamos
nada
puede
tratarse
del
justo
medio,
el
que
resulta
mejor
para
nosotros.
Hay
veces
en
que
incluso
comer
un
poco
puede
ser
demasiado,
como
en
los
casos
en
que
sabemos
que
una
determinada
comida
nos
hace
daño.
El
justo
medio
viene
definido
por
nuestra
razón,
no
por
la
cosa.
actuar
por
sí
mismo
de
acuerdo
con
la
ley
moral.
Los
griegos
la
denominaban
(hexis
prohairetike).
No
podemos
permitir
que
nuestras
facultades
se
mecanicen
completamente,
pues
podríamos
desarrollar
malos
hábitos
que
acabasen
conduciendo
nuestras
acciones
sin
pensamiento
ni
decisión.
Tenemos
que
hacer
un
esfuerzo
constante
por
reconocer
el
bien,
dado
que
el
justo
medio
puede
cambiar
constantemente.
Tenemos
que
tomar
en
cada
momento
una
nueva
decisión,
dado
que
podemos
decidir
entre
muchas
cosas
y
en
diferentes
medidas.
Una
vez
que
hemos
adquirido
las
virtudes
apropiadas,
podemos
perseguir
la
adecuación
al
bien
de
modo
más
fácil
y
rápido,
incluso
con
placer,
aunque
al
principio
nuestras
acciones
impliquen
dificultad
y
dolor.
Una
acción
es
virtuosa
no
porque
tengamos
que
enfrentarnos
a
lo
desagradable,
sino
porque
se
orienta
hacia
el
bien
apropiado.
La
virtud
no
consiste
en
un
esfuerzo
heroico
para
vencernos
a
nosotros
mismos,
sino
en
la
búsqueda
del
bien
de
modo
más
eficiente.
Cuando
nuestro
carácter
se
desarrolla
conforme
a
la
virtud,
el
resultado
a
menudo
es
que
encontramos
placer
en
la
misma
persecución
de
un
bien
difícil,
que
de
otro
modo
nos
causaría
sufrimiento.
La
virtud
no
puede
ser
una
elegante
cobertura
para
los
vicios
o
las
malas
decisiones,
ni
consiste
el
bien
moral
en
la
observación
de
modales
apropiados.
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
100
Capítulo
11
Ética
del
trabajo
El
trabajo
no
es
algo
accidental
en
la
vida
de
la
persona.
Es
tan
definitivo
para
ella,
que
le
dedica
la
tercera
parte
o
más
de
su
tiempo.
Podemos
afirmar
que
en
el
trabajo
se
juega
su
destino.
Es,
por
tanto,
algo
esencial,
como
lo
son
el
amor,
la
libertad,
la
verdad
o
la
fe.
Por
tanto,
ser
ético
en
el
trabajo
es
algo
decisivo
para
el
ser
humano.
Nos
referimos
aquí
más
al
trabajo
en
su
sentido
subjetivo,
como
una
acción
de
la
persona
que
tiende
a
mejorarla
a
ella
misma,
que
en
su
sentido
objetivo,
lo
que
es
el
resultado
de
su
acción,
lo
que
ella
produce.
Y,
a
su
vez,
el
sentido
subjetivo
del
trabajo
lo
tomamos
tanto
en
la
acepción
de
trabajo
productivo
–que
va
unido
a
un
resultado
externos
normalmente
medible
en
términos
económicos-‐
como
en
la
del
trabajo
formativo,
que
va
dirigido
a
desarrollar
capacidades
y
habilidades
para
desempeñar
un
trabajo
productivo
(J.
Arellano).
“Actividad
humana
que
transforma
directa
o
indirectamente
lo
externo
(el
cosmos
en
general),
por
la
cual
el
hombre
se
transforma
y
se
perfecciona
a
sí
mismo
en
tanto
que
ser
individual
y
social”
(Juan
Pablo
II).
"El
trabajo
es
testimonio
de
la
dignidad
del
hombre,
de
su
dominio
sobre
la
creación.
Es
ocasión
de
desarrollo
de
la
propia
personalidad.
Es
vínculo
de
unión
con
los
demás
seres,
fuente
de
recursos
para
sostener
a
la
propia
familia,
medio
de
contribuir
a
la
mejora
de
la
sociedad
en
la
que
se
vive,
y
al
progreso
de
toda
la
humanidad"
(J.
Escrivá).
A
través
de
cualquier
definición
vemos
que
el
trabajo
es
acción
humana
creadora,
no
pasiva
o
receptiva.
Es
derecho
y
deber.
Implica
lo
material
y
lo
espiritual.
Es
camino
para
lograr
la
calidad
de
vida
y
la
excelencia
personal.
El
trabajo
debe
llevar
a
la
persona
a
la
plenitud
de
su
ser,
a
la
satisfacción
íntima
y
a
la
armonía
existencial;
de
lo
contrario,
se
convierte
en
un
trabajo
en
el
cual
la
persona
es
explotada,
o
en
un
activismo
que
la
condena
a
una
rutina
despersonalizada,
a
un
continuo
hacer
que
no
es
interiorizado
para
hacerle
crecer
como
persona.
Si
la
persona
no
se
queda
en
lo
que
hace,
en
los
resultados
externos
o
económicos
del
trabajo,
sino
que
busca
a
través
de
él
el
sentido
de
la
vida,
entonces
adquiere
un
poder
formidable
de
realización.
No
basta
tampoco
con
trabajar
manual
o
intelectualmente.
Hay
que
darse
cuenta,
además,
de
que
el
trabajo
principal
es
el
que
hacemos
con
nosotros
mismos,
es
decir
transformarnos
en
la
medida
en
que
transformamos
la
materia,
el
estudio,
las
empresas,
los
grupos
y
el
mundo
que
nos
rodea.
Eso
implica
reconocer
que
somos
seres
dotados
de
intimidad,
de
una
riqueza
interior
que
nos
permite
proyectarnos
en
el
entorno
y
cambiarlo.
El
trabajo
es
la
gran
herramienta
para
construir
la
propia
personalidad
y
desde
ahí,
tomándolo
como
un
medio,
buscar
fines
que
nos
llevan
a
trascender:
“El
significado
del
trabajo
supera,
pues,
al
trabajo
mismo
y
lo
libera”
(J.
Pablo
II).
No
basta
con
ser
buenos
trabajadores,
hay
que
iluminar
el
sentido
de
la
vida
con
el
sentido
que
se
da
al
trabajo.
Si
no,
la
fatiga
que
produce
no
sería
llevadera
ni
comprensible.
Visto
de
esta
manera,
el
trabajo
ofrece
unas
perspectivas
indefinidas
como
materia
consistente
para
lograr
la
excelencia
o
plena
realización
de
la
persona.
Reducir
el
trabajo
a
su
función
económica,
o
a
un
simple
factor
que
se
suma
al
capital
es
falta
de
visión,
volar
a
ras
de
tierra:
“Proponer
al
hombre
solamente
lo
humano
significa
desconocer
la
grandeza
del
hombre”
(Aristóteles).
El
activista
convierte
los
medios
en
fines
y
se
pone
en
peligro
el
verdadero
logro
del
trabajo
y
su
conexión
con
la
felicidad.
Cuando
se
sabe
disfrutar
lo
que
se
tiene
como
fruto
del
hacer
se
sabe
ser
buen
poseedor
o
usuario
de
las
cosas,
que
se
comparten
con
otros,
sin
dejar
que
ellas
nos
invadan
(personificar
las
cosas
y
cosificar
las
personas).
La
persona
sufre
una
deformación
de
su
trabajo,
pierde
el
control
interior
del
mismo
y
se
deja
arrastrar
por
una
incesante
actividad,
que
la
convierte
en
una
especie
de
“esclava”
del
trabajo,
de
forma
que
no
se
es
capaz
de
vivir
sin
estar
haciendo
cosas,
y
parece
que
nada
distinto
al
trabajo
le
causara
satisfacción.
El
trabajo
vivido
así
se
convierte
en
un
“vicio”,
en
una
“adicción”
(workaholism)
que
altera
el
orden
de
los
demás
factores
de
su
vida.
A
todos
en
la
práctica
se
nos
puede
presentar
el
dilema:
o
nos
entregamos
a
una
tarea
que
nos
absorbe
por
completo
la
mayor
parte
del
tiempo,
de
una
manera
en
la
que
prácticamente
no
cabe
nada
más
(vivimos
para
trabajar),
o
trabajamos
con
una
dedicación
profesional
sólida
y
seria,
con
un
horario
exigente
pero,
al
tiempo,
vivimos
tranquilos,
y
nos
alcanza
el
tiempo
para
tener
la
cabeza
en
otras
cosas
(trabajamos
para
vivir).
De
la
solución
adecuada
de
ese
dilema
depende
muchas
veces
que
logremos
los
objetivos
que
nos
hemos
propuesto,
y
que
disfrutemos
de
la
necesaria
calidad
de
vida,
dando
al
trabajo
la
importancia
que
tiene
y
haciendo
de
él
una
fuente
de
realización
personal.
La
“adicción”
al
trabajo
o
activismo
lleva
a
una
especie
de
pereza
“activa”
que
supone
afrontar
muchas
cosas,
pero
a
la
hora
de
la
verdad
el
rendimiento
es
mucho
menor
del
esperado
por
uno
mismo
y
por
los
demás.
El
activista
atropella
el
trabajo
de
los
demás
al
interrumpirlos
para
tratar
asuntos
fuera
de
tiempo
o
porque
se
presenta
a
las
reuniones
sin
el
debido
estudio,
y
hace
que
se
repita
para
él,
lo
que
los
otros
ya
estudiaron,
alargando
innecesariamente
su
duración.
Trata
de
suplir
con
entusiasmo,
con
palabrería,
o
con
gestos,
la
falta
de
seriedad
que
requiere
una
dedicación
seria,
propia
de
un
verdadero
profesional,
dejándose
llevar
por
la
superficialidad.
Le
importan
mucho
las
apariencias
y
la
imagen,
más
que
el
mejoramiento
continuo.
A
pesar
de
lo
mucho
que
hace,
no
se
siente
satisfecho
interiormente
y
tiene
la
impresión
de
que
no
progresa
a
medida
que
pasa
el
tiempo.
Incluso
piensa
que
va
para
atrás,
se
siente
seco
y
un
poco
inútil
a
veces.
No
tiene
muy
claro
su
propio
proyecto
de
vida
en
el
trabajo
lo
que
nos
hace
buenos.
Más
bien
es
el
volvernos
buenos
en
el
trabajo
lo
que
nos
hace
sentirnos
bien
respecto
de
nosotros
mismos”
(O’Connors).
Ser
ético
en
el
trabajo
es
poder
lograr
los
objetivos
como
persona
utilizando
esta
herramienta
central
para
alcanzar
la
felicidad.
Por
eso
puede
decirse
que
en
ese
esfuerzo
avanza
existencialmente
a
horizontes
de
plenitud
personal.
Y
aquí
juega
un
papel
importante
la
coherencia
o
unidad
de
vida
para
enlazar
adecuadamente
la
actividad
–
trabajo
o
estudio-‐
con
todo
lo
demás.
Que
ni
absorba
todas
las
energías
o
polarice
las
finalidades,
ni
que
dé
pie
a
una
especie
de
doble
vida
(ser
una
persona
cuando
trabajamos
o
estudiamos
y
otra
distinta
cuando
convivimos),
o
a
que
surjan
incompatibilidades
que
conduzcan
al
empobrecimiento
de
un
sector
de
la
vida,
por
ejemplo
el
de
la
familia
o
el
de
las
relaciones
sociales.
Si
hay
coherencia
y
unidad,
se
asumen
el
cansancio,
la
fatiga
o
el
sacrificio
que
el
trabajar
trae
consigo,
dan
un
giro
dramático.
La
persona
da
porque
es
un
ser
con
intimidad,
que
se
abre
al
otro,
un
ser
que
comprende
que
su
vida
como
tarea
es
añadir
al
tener
el
dar,
y
esto
es
amar,
amor
que
resume
todas
las
actitudes
del
hombre,
un
amor
recíproco
que
dignifica,
que
no
se
cansa
de
dar,
que
comparte
y
colabora,
con
la
esperanza
puesta
más
en
los
otros
que
en
sí
mismo.
La
persona
tiene
por
misión
“construir”
el
mundo.
Frente
a
él
tiene
una
relación
de
“señorío”,
no
de
explotación.
Con
las
demás
personas
su
relación
es
de
coordinación
o
convivencia.
Esta
relación
no
es
algo
añadido
al
trabajo
como
esfuerzo
por
mejorar
la
tarea
o
por
mejorarse
en
ella.
En
cualquier
caso
se
da
una
acción
expansiva
del
trabajo
que
hace
que
desde
él
trascendamos
hacia
los
demás.
Es
decir,
la
laboriosidad,
además
de
movernos
a
hacer
bien
las
tareas,
a
realizarlas
a
cabalidad
y
a
terminar
lo
comenzado,
hace
que
nuestro
cumplimiento
no
sea
un
“cumplo
y
miento”:
digo
que
voy
a
hacer
algo
y,
a
la
larga,
termino
no
haciéndolo,
me
engaño
a
mi
mismo
y
no
logro
el
objetivo
que
buscaba.
Sólo
con
una
diligencia
acendrada
en
el
esfuerzo
diario
se
logra
el
cumplimiento
responsable
y
generoso
en
el
trabajo.
Contribuye
a
la
laboriosidad
el
mirar
la
propia
tarea
con
mucho
sentido
profesional
pero
también
con
espíritu
deportivo,
descubriendo
en
ella
la
alegría
de
vivir,
de
estar
pudiendo
contribuir
a
una
organización
con
toda
la
capacidad
personal.
También
está
muy
vinculada
a
la
laboriosidad
la
constancia.
Es
la
clave
apara
no
abandonar
la
tarea
ante
las
dificultades,
para
no
dejar
las
cosas
a
medias,
para
recomenzar
todas
las
veces
que
sea
necesario.
La
persona
inconstante,
no
perseverante
en
sus
propósitos
y
en
su
trabajo,
demora
mucho
más
en
llegar
al
logro
que
la
que
vive
este
valor.
Implica
acabar
lo
que
se
inicia,
poner
las
últimas
piedras.
Los
quiebres
en
la
actividad
provienen
muchas
veces
de
que
se
inician
las
cosas
con
cierta
intensidad
y
entusiasmo
y
luego
se
va
descuidando
progresivamente.
También
es
interesante
destacar
que
el
motor
impulsor
de
la
constancia
como
parte
de
la
laboriosidad
es
la
motivación
de
la
voluntad
para
hacer
las
cosas
contra
viento
y
marea,
con
salud
o
con
enfermedad.
Hay
también
una
estrecha
relación
con
el
aprovechamiento
del
tiempo
y
con
la
estabilidad
a
través
del
paso
de
los
días,
meses
y
años.
Si
no,
es
difícil
lograr
los
propósitos
y
metas
de
la
tarea
profesional.
Si
yo
abandono
la
tarea
a
la
primera
de
cambio,
ya
estoy
derrotado.
Hay
que
tener
paciencia.
La
falta
de
concentración,
de
fijeza
en
lo
que
hacemos
puede
afectar
igualmente
los
resultados
de
nuestra
labor.
El
deseo
de
cambio,
de
innovar
son
algo
muy
deseable,
pero
no
pueden
ser
un
escape
para
dejar
de
hacer
lo
que
se
está
haciendo
en
este
momento.
La
laboriosidad
supone,
finalmente,
vencer
la
comodidad
y
la
pereza
mental
que
nos
aparta
de
una
disciplina
seria
en
el
trabajo.
PREGUNTAS
• ¿Qué
significa
trabajar?
• ¿Es
la
formación
un
modo
de
trabajar?
• ¿Qué
problemas
genera
el
activismo?
• ¿Qué
implica
hacer
éticamente
el
trabajo
• ¿Qué
es
ser
laborioso?
LECTURA
EL
TRABAJO
COMO
CONTRIBUCIÓN
SOCIAL
La
moral
no
puede
estar
ausente
de
las
múltiples
cuestiones
que
se
plantean
en
el
mundo
del
trabajo:
su
valor
ético,
la
remuneración
justa,
el
derecho
de
asociación,
su
aportación
al
bien
común,
el
trabajo
como
título
de
adquirir
la
propiedad,
etc.,
y
como
subyacente
a
todos,
y
de
esencial
actualidad,
el
derecho
al
trabajo
se
fundamenta
en
la
misma
condición
humana.
La
historia
del
trabajo
es,
en
conjunto,
penosa
tanto
en
su
apreciación
social
como
en
el
modo
de
realizarse.
Los
mitos
griegos
consideraban
el
trabajo
como
un
castigo,
y
representaban
el
origen
del
hombre
en
una
etapa
feliz,
sin
necesidad
de
trabajar:
“Y
los
hombres
vivían
como
los
dioses,
libres
todavía
de
las
preocupaciones
humanas,
del
trabajo
y
de
toda
tribulación…
La
tierra
se
encargaba
ella
sola
de
producir
frutos
y
alimentos”
(Hesíodo,
Trabajos,
112-‐118).
El
viejo
poeta
Homero,
en
la
Ilíada,
escribe
que
“el
trabajo
es
el
más
pesado
de
los
males
que
Dios
inflige
al
hombre
cuando
nace”
(La
Ilíada,
10,
71).
Aristóteles,
que
tanto
brilló
en
la
exaltación
de
los
valores
éticos,
no
llega
a
descubrir
el
valor
del
trabajo.
Parece
que
no
quiere
conocer
al
artesano
la
categoría
de
ciudadano
Una
excepción
muy
notable
se
encuentra
en
la
primera
página
de
la
Biblia,
que
dice
que
Dios
ha
hecho
al
hombre
para
trabajar
(Génesis
2,
15)
y
que
el
hombre
trabaja
para
ser
cooperador
con
Dios
en
la
obra
de
la
creación.
No
en
vano,
la
Biblia
relata
la
acción
creadora
divina
y
comenta
que,
al
descanso
de
Dios
(“Y
al
séptimo
día,
Dios
descansó”),
siguió
el
trabajo
del
hombre.
Toda
la
literatura
judía
se
dedica
a
exaltar
el
trabajo
y
la
Biblia
contiene
los
elogios
al
hombre
trabajar
que
le
había
negado
la
cultura
greco-‐romana.
Así,
mientras
el
ideal
del
mundo
romano
y
griego
era
el
ocio,
el
modelo
de
la
vida
presentado
al
hebreo
por
la
Biblia
es
el
trabajo.
Esto
explica
el
que
los
judíos,
a
lo
largo
de
la
historia,
se
hayan
distinguido
por
su
actividad
y
precisamente
una
actividad
creadora
de
bienes,
porque
en
la
Biblia
el
trabajo
es
participación
en
la
obra
creadora
de
Dios.
Fue
precisa
esa
evolución
progresiva
del
concepto
del
trabajo
para
que
hoy
se
valore
en
toda
su
grandeza.
En
efecto,
el
trabajo
como
tarea
del
hombre
a
la
inteligencia.
Todo
trabajo,
cualquiera
que
sea,
debe
ser
un
medio
que
ayude
al
hombre
al
desarrollo
de
su
inteligencia.
Esto
es
la
raíz
última
de
por
qué
históricamente
se
hayan
valorado
más
los
trabajos
intelectuales
que
los
manuales.
Pero,
aun
los
trabajos
más
corporales
deben
contribuir
al
desarrollo
de
la
razón.
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
110
Capítulo
12
Ética
del
servicio
El
ser
humano,
al
contrario
de
lo
que
aparentemente
pueda
parecer,
está
hecho
para
servir.
Este
verbo
ha
ido
recobrando
su
verdadera
significación,
dejando
de
ser
algo
negativo
para
convertirse
en
una
palabra
llena
de
contenido
y
de
motivación.
Con
frecuencia,
queriéndoles
rendir
un
homenaje,
se
dice
de
algunas
personas
que
han
dedicado
su
vida
a
servir
a
un
grupo,
a
una
empresa
o
a
la
comunidad,
lo
cual
adquiere
un
significado
profundo
que
da
a
entender
que
el
servir
le
ha
dado
un
sentido
pleno
a
su
existencia.
Todas
las
personas
nos
encontramos
en
posibilidad
de
servir,
cualquiera
que
sea
la
labor
que
desempeñemos;
y
de
hecho
nos
preparamos
profesionalmente
para
servir
en
un
determinado
campo
de
la
actividad.
Y
una
vez
que
estamos
en
esa
fase
de
la
vida,
sentimos
la
necesidad
de
actualizar
los
conocimientos
y
mejorar
nuestras
competencias
para
poder
servir
de
una
manera
más
eficiente.
No
se
trata
únicamente
de
poner
en
marcha
unos
mecanismos
o
modos
de
prestar
el
servicio;
se
trata
de
activar
una
motivaciones,
algo
al
interior
de
nosotros
mismos
que
nos
a
servir,
no
necesariamente
esperando
una
retribución
por
parte
de
la
otra
persona
o
del
grupo
al
que
se
sirve.
Es
porque
nos
nace
de
dentro
hacerlo
y
lo
que
buscamos
en
convertir
nuestra
dedicación
a
través
del
trabajo
–bien
sea
este
productivo
o
formativo-‐
Cuando
el
servicio
se
convierte
en
una
especie
de
modo
de
ser,
en
una
característica
o
cualidad
de
la
persona
es
porque
lo
arraigado
en
ella,
la
dimensión
interior,
es
lo
que
lleva
a
servir.
Y
no
es
otra
cosa
que
hacer
bien
el
trabajo,
porque
de
este
modo
cumple
su
finalidad,
esté
o
no
ligado
directamente
a
tareas
de
servicio.
Esta
aspiración
llega
tan
alto
que
alguien
afirmó
que
“si
no
se
vive
para
servir,
no
se
sirve
para
vivir”.
¿Qué
tiene
que
ver
la
Ética
con
todo
esto
y
por
qué
se
habla
de
la
Ética
del
servicio?
Porque
está
de
por
medio
la
realización
de
la
persona
y
su
tendencia
fundamental
a
hacer
el
bien,
pues
el
servicio
revela
la
conducta
que
se
percibe
a
través
de
comportamientos
concretos.
La
ética
del
servicio
se
fundamenta
en
el
amor
que
se
ponga
al
servir,
que
es
la
tarea
por
excelencia
que
puede
hace
buena
a
una
persona
y
buenas
a
sus
acciones.
Es
muy
importante
insistir
en
que
la
Ética
del
servicio
nos
lleva
a
examinarnos
seriamente
en
este
punto:
el
mayor
mal
lo
hacemos
a
nosotros
mismos
cuando
dejamos
de
hacer
las
cosas
bien.
Así
como
el
que
es
ladrón,
se
roba
a
sí
mismo,
ante
la
conciencia,
si
la
persona
no
dirige
todas
sus
acciones
al
fin
adecuado,
a
servir
de
la
mejor
manera
posible,
ella
misma
se
encargará
de
juzgarla
y
recriminarla.
Por
eso
el
mayor
estímulo
consiste
en
servir
con
un
empeño
renovado,
con
una
actitud
espiritual
que
nos
lleva
a
trabajar,
a
pesar
del
cansancio
y
de
las
dificultades
o
incomprensiones,
con
los
ojos
puestos
en
la
mira
de
darnos
en
lo
que
hacemos,
para
así
mejorarlo,
mejorarnos
y
mejorar
a
otros.
Son
más
graves
los
problemas
que
engendra
el
no
saber
exactamente
lo
que
queremos
en
la
vida,
que
los
problemas
que
genera
el
no
tener
cosas
materiales
o
dinero,
aunque
nos
dé
la
impresión
de
ser
al
contrario.
Los
problemas
del
querer
o
de
la
voluntad
necesitan
que
pongamos
mucho
más
de
nuestra
parte
porque
son
problemas
interiores
e
intangibles.
Podríamos
decir
que
en
parte
se
generan
cuando
no
descubrimos
que
el
espíritu
de
servicio
se
cultiva
y
arraiga
en
la
medida
en
que
somos
conscientes
de
lo
que
queremos
y
nos
proponemos
conseguirlo
decididamente.
La
inteligencia
nos
guía
pero
es
importante
saber
en
dónde
está
nuestra
voluntad
y
nuestros
sentimientos,
donde
tenemos
puesto
el
corazón.
De
lo
contrario,
se
nos
podrían
aplicar
las
conocidas
palabras
de
San
Agustín:
“un
corazón
desorientado
es
una
fábrica
de
fantasmas”
En
la
cultura
del
ser
el
principal
capital
de
una
organización
son
las
personas
como
su
centro
y
el
eje
alrededor
del
cual
se
construye
esa
cultura
corporativa.
El
trabajo
produce
beneficios
económicos,
pero
éstos
se
subordinan
al
crecimiento
personal
y
a
la
proyección
social.
Digamos
que
al
beneficio
se
agrega
valor
con
el
servicio
entendido
como
mejoramiento
humano
y
social.
Así
vistas
las
cosas,
toda
aportación
es
beneficiosa,
no
sólo
la
que
proviene
de
las
utilidades.
La
cultura
del
ser
se
orienta
al
dar
como
hábito
permanente
en
la
persona:
se
basa
en
la
generosidad,
fruto
de
la
apertura
a
los
demás
y
de
la
donación
de
sí
mismo
como
actividad
que
nos
hace
trascender.
En
el
fondo,
a
la
persona
no
le
basta
tener
o
poseer
cosas,
o
incluso
conocimientos
y
valores.
Tiene
que
ir
más
lejos,
salir
de
sí,
trascender,
y
esto
sólo
lo
logra
con
el
donar,
con
el
dar
sin
perder
lo
que
se
da,
proceso
en
el
cual
surge
la
entrega,
que
no
necesariamente
está
ligada
al
tener,
porque
puedo
darme
sin
tener
mucho
que
dar
en
el
orden
material.
Es
la
entrega
al
servir
la
que
desplaza
el
tener
a
favor
del
ser.
Cuando
falta
generosidad
y
el
tener
es
amo
y
señor
del
pensamiento
y
del
obrar,
que
interioriza
lo
que
se
hace
en
orden
a
ser,
se
puede
decir
de
alguien
que
“es
tan
pobre
que
lo
único
que
tiene
es
dinero”.
Y
al
contrario,
cuando
la
generosidad
predomina,
tiene
sentido
un
comportamiento
como
el
de
la
Madre
Teresa
de
Calcuta
quien,
al
decirle
alguien
“lo
que
usted
está
haciendo
yo
no
lo
haría
ni
por
un
millón
de
dólares”,
reaccionó
aclarando:
“yo
tampoco
lo
haría
por
un
millón
de
dólares”,
dando
a
entender
que
tenía
unas
motivaciones
superiores
–la
caridad,
el
amor
a
Dios-‐
que
la
animaban
a
prestar
el
servicio
de
ayuda
a
los
más
pobres
y
enfermos
de
todo
el
mundo
a
través
de
la
institución
fundada
por
ella.
Dar
y
servir
La
persona
da
porque
es
un
ser
con
intimidad,
que
se
abre
al
otro,
un
ser
que
comprende
que
su
vida
como
tarea
es
añadir
al
tener
el
dar,
y
esto
es
una
manera
de
amar
al
otro,
un
amor
que
dignifica,
que
no
se
cansa
de
dar,
que
comparte
y
colabora,
con
la
esperanza
puesta
más
en
los
otros
que
en
sí
mismo.
De
modo
que,
teniendo
en
cuenta
lo
dicho
antes,
podemos
establecer
una
conexión
estrecha
entre
ser,
dar
y
servir.
Este
último
constituye
un
referente
concreto
y
vinculante
del
trabajo
humano,
indicando
que,
además
del
perfeccionamiento
propio
que
le
brinda
a
la
persona
que
lo
ejecuta,
su
sentido
pleno
lo
adquiere
la
orientación
a
satisfacer
necesidades
y
aspiraciones
de
los
otros.
El
servicio
se
vincula
a
la
calidad
como
sello
que
se
imprime,
validando
una
cadena
de
actos
de
servicio,
corroborados
con
la
satisfacción
de
aquel
al
que
se
prestan.
Propio
de
la
cultura
del
ser
es
servir,
así
como
de
la
cultura
del
tener
es
propio
el
poseer
con
miras
al
disfrute
individual,
a
la
autosatisfacción.
Si
hablamos
de
tener
conocimientos
y
valores,
aquí
el
tener
no
se
opone
al
ser.
El
tener
que
obstaculiza
el
sentido
profundo
del
servicio
es
el
tener
cosas
materiales
poseídas
como
si
fueran
la
meta
final
del
servicio.
Claro
que
es
lícito
tenerlas
y
disfrutarlas;
pero
no
quedarse
ahí,
trascender
esa
posesión,
ponerla
a
disposición
de
los
otros.
El
hacer,
la
actividad,
conduce
al
tener
y
éste
sólo
se
dignifica
en
la
medida
en
que
soy
y
en
que
voy
más
allá
de
mí
mismo
hacia
el
otro.
Dar
y
servir
conectan
con
la
solidaridad
en
el
servicio.
Ser
solidario
no
es
tener
un
sentimiento
más
o
menos
epidérmico
de
la
necesidad
ajena
y
del
deber
de
ayudar
al
otro.
Es
un
vínculo
mucho
más
consistente.
Recordemos
que
en
el
Derecho
la
obligación
solidaria
es
aquella
en
la
que
cualquiera
de
los
que
la
ha
suscrito
responde
por
ella.
Esto
quiere
decir
que
necesitamos
a
los
demás
y
ellos
nos
necesitan.
El
punto
de
encuentro
para
ejercer
la
solidaridad
es
el
trabajo
como
oportunidad
de
servir
poniendo
nuestros
esfuerzos.
Es
algo
que
está
al
alcance
de
todos,
no
sólo
de
los
que
tienen
el
privilegio
del
conocimiento
profesional,
de
la
adquisición
de
habilidades
o
del
desarrollo
de
capacidades
específicas.
Todo
esto
hace
que
la
persona
al
servir
progrese
hacia
adentro,
crezca.
Que
no
es
otra
cosa
que
desarrollar
hábitos
de
hacer
bien
las
cosas,
los
cuales
se
convierten
en
virtudes,
es
decir,
en
modos
estables
de
obrar,
tan
arraigados
que
operan
inconscientemente,
sin
que
por
ello
le
reste
valor
o
mérito
al
esfuerzo
que
hace
la
persona
por
adquirirlas.
personal,
y
que
va
dirigida
–la
trascendente-‐
a
algo
o
alguien
fuera
de
nosotros,
pero
el
efecto
de
la
acción.
El
éxito
que
puede
buscar
quien
sirve
es
legítimo
aunque
se
busque
deliberada
o
espontáneamente.
El
hecho
es
que
la
persona
pone
en
juego
todo
su
ser,
no
simplemente
unas
habilidades
fruto
de
un
entrenamiento.
Por
eso
hemos
hablado
de
espíritu
de
servicio.
En
este
sentido
el
éxito
que
se
alcanza
tiene
unas
connotaciones
lo
más
alta
posible.
Podría
añadir
que
está
más
cerca
de
conectar
con
la
noción
de
plenitud;
es
un
tipo
de.
“Servir
a
la
gente
–dice
Melé-‐
es
algo
que
beneficia
realmente
a
ambas
partes
y
a
la
organización
entera.
Cuando
una
persona
sirve
desprendidamente,
desarrolla
una
de
las
más
altas
capacidades
que
lo
manifiestan
como
ser
humano.
De
modo
que
para
la
organización
servir
a
otros
puede
despertar
el
deseo
de
servir
en
aquellos
que
son
servidos.
Una
sincera
y
persistente
actitud
de
preocupación
por
servir
a
otros
normalmente
desarrolla
confianza
y
voluntariedad
de
ayudar,
mientras
el
egoísmo
favorece
lo
contrario”.
“Todos
estamos
vinculados
con
algo
o
alguien.
Lo
importante
es
saber
cuáles
y
cómo
son
nuestros
vínculos
y
con
quiénes
estamos
vinculados,
para
poder
orientar
nuestra
capacidad
de
dar
y
de
servir…O
nos
enclaustramos
en
nosotros
mismos
de
manera
egoísta
y
empobrecedora,
o
salimos
a
descubrir
a
los
demás
para
ayudarlos
a
ser
mejores,
a
pesar
de
las
dificultades
propias
y
ajenas”
(P.
Ferreiro
y
M.
Alcázar).
Mientras
más
serio
sea
el
contacto
establecido
y
más
sólidas
las
motivaciones
que
surgen,
habrá
más
posibilidades
de
que
el
servir
no
sólo
produzca
una
satisfacción
interior
en
uno
y
otro,
sino
que
la
trascendencia
hacia
el
otro
produzca
un
crecimiento
personal
que
podemos
interpretar
en
términos
de
una
mayor
plenitud
de
quien
presta
el
servicio
y
de
quien
es
su
destinatario.
Cada
uno
aprovechará
esa
posibilidad
según
sea
su
actitud
y
asimilación
de
los
actos
que
están
en
juego.
La
parte
intencional
también
ayudará
a
reforzar
ese
aprovechamiento.
Puede
ocurrir,
por
tanto,
que
sólo
una
de
las
partes
asuma
la
profundidad
del
servicio
y
la
otra
la
desperdicie
o
no
capte
su
verdadera
dimensión
y
reaccione
mecánicamente.
PREGUNTAS
• ¿Cómo
se
relacionan
el
ser
y
el
tener
con
servir?
• ¿Cómo
explicar
lo
que
significa
servir?
• ¿Qué
puede
entenderse
como
Ética
del
servicio?
• ¿Se
puede
servir
para
ser
exitoso?
• ¿Qué
relación
existe
entre
servir
y
la
felicidad?
LECTURA
“PARA
SIEMPRE”
Todos
tenemos
un
definición
que
nos
permite
existir
y
esta
definición
es
nuestra
balsa,
gracias
a
ella
navegamos
en
la
turbulencia
de
los
días,
gracias
a
ella
podemos
alcanzar
el
estuario
sin
enloquecer.
Frágiles.
Más
frágiles.
Demasiado
frágiles.
¡Frágil!.
Hasta
ese
momento
había
relacionado
esa
palabra
con
las
cajas
que
contenían
cosas
delicadas.
Jamás
habría
imaginado
que
entre
el
cristal
y
yo
pudiera
haber
algún
tipo
de
relación,
que
yo
pudiera
ser
una
lámpara
de
Murano
o
un
vaso
de
cristal,
en
definitiva,
un
objeto
que
pudiera
romperse
en
mil
pedazos.
¿Era
realmente
frágil?
Sí,
era
frágil.
La
visión
seduce
con
su
apariencia
de
certeza.
Ves
las
cosas
y
estás
convencido
de
que
la
realidad
es
sólo
esa,
no
te
haces
preguntas,
no
indagas
porque
te
conformas
con
lo
que
ves.
Quien
ve
no
ve
nada
-‐repetía
mi
padre
(que
era
ciego).
De
pequeño
pensaba
que
sólo
era
un
juego
de
palabras
pero,
mientras
crecía,
comprendí
que
mi
padre
no
bromeaba
en
absoluto.
El
veía
cosas
que
nadie
era
capaz
de
ver.
Olfateaba,
escuchaba,
tocaba.
Donde
otros
sucumbían
al
engaño,
él
veía
la
verdad.
No
era
posible
fingir
delante
de
él,
ni
mentir.
No
era
posible
ser
distinto
de
lo
que
se
era.
Salir
de
uno
mismo.
¿Acaso
no
es
este
el
secreto
para
escapar
del
“demasiado
tarde”?
Pero
desgraciadamente
cuando
lo
comprendes,
tu
vida
ya
ha
avanzado
demasiado.
Demasiado
lejos,
demasiado
tarde,
demasiada
amargura,
demasiado
dolor,
demasiado
dolor
que
se
podía
evitar.
Sobre
toda
tragedia
se
posa
una
lluvia
de
“si”
y
esos
“si…”
se
transforman
en
una
mochila
de
piedras.
Quien
ha
asistido
a
la
tragedia
cargará
para
siempre
con
ella
sobre
sus
espaldas.
Trepando
por
los
“si…”
como
una
cuerda
lanzada
para
salvarnos,
nos
damos
cuenta
de
que
después
de
un
“si…”
hay
siempre
otro,
y
otro
más.
Alargamos
la
mano
convencidos
de
que
es
el
último
y
siempre
se
encuentran
otros,
así
que
al
final,
antes
de
caer
exhaustos,
debemos
rendirnos.
El
único
“si…”
válido,
el
que
encierra
todos
los
demás,
es
sólo
uno.
Si
no
hubiera
nacido.
nuestro
sistema
nervioso,
se
mezcla
con
nuestra
sangre,
con
nuestros
huesos,
y
–sin
que
nos
demos
cuenta-‐
se
convierte
en
parte
indivisible
de
nosotros
mismos?
¿Y
cuántos
males
hay?
Existe
el
mal
más
burdo,
más
instintivo
–el
mal
de
los
violentos,
de
los
asesinos-‐
y
además,
existen
los
males
más
sutiles,
los
males
manipuladores,
los
que
te
hacen
creer
que
una
vida
dedicada
al
poder
es
más
hermosa
que
una
vida
dedicada
al
amor.
Cada
corazón,
en
su
parte
más
secreta,
esconde
una
brizna
de
sabiduría,
recuerda
un
lugar,
un
momento
en
que
ha
sido
feliz
y
siente
nostalgia
de
ese
lugar,
desea
regresar
allí,
de
la
misma
manera
que
en
el
cambio
de
estación
quieren
regresar
los
pájaros
migratorios.
Esto
es
lo
único
que
puedo
hacer
con
mis
palabras:
que
nazca
el
deseo
de
emprender
el
vuelo.
Con
los
años
he
llegado
a
la
conclusión
de
que
lo
eterno
irrumpe
en
determinados
momentos
en
la
vida.
Irrumpe
sin
teorías,
sin
planes,
sin
cómo
ni
por
qué.
Irrumpe
y
muestra
el
fuego
que
se
oculta
en
las
cosas.
Ese
fuego
es
la
causa
de
nuestra
alegría.
Lo
que
hay
fuera
–respondí-‐
no
es
otra
cosa
que
el
reflejo
de
lo
que
tenemos
dentro.
Si
tra-‐
tamos
nuestro
interior
como
un
vertedero,
no
podemos
pretender
que
el
mundo
que
nos
rodea
se
transforme
en
un
jardín
por
arte
de
magia
(Susanna
Tamaro,
Seix
y
Barral,
Madrid
2012).
Capítulo
13
Ética
para
trascender
“Trascender”
es
un
verbo
de
origen
latino
que
significa
“ir
más
allá
de
un
determinado
límite”
,
“pasar
al
otro
lado
”,
“cruzar
subiendo”,
“atravesar
en
dirección
a
un
punto”.
Respecto
a
una
persona,
indica
lo
que
está
fuera
de
ella,
lo
que
está
más
allá
de
sí
misma,
lo
que
es
distinto
de
ella,
lo
que
solo
se
encuentra
saliendo
de
sí
misma.
En
este
sentido
las
demás
personas
son
trascendentes
a
uno
y
uno
es
trascendente
respecto
de
ellas.
En
el
lenguaje
filosófico
se
habla
de
acciones
cuyo
resultado
termina
fuera
del
sujeto
y
otras
cuyo
resultado
permanece
en
el
sujeto;
a
estas
se
les
llama
inmanentes
(pensar,
sentir),
por
oposición
a
las
primeras,
de
las
que
puede
decirse
que
son
trascendentes
en
cuanto
salen
de
la
persona
en
otra
dirección.
Igualmente
la
palabra
trascendencia
y
trascendente
se
ha
aplicado
a
Dios
diciendo
que
trasciende
a
las
creaturas,
que
es
un
ser
trascendente
o
que
es
el
ser
trascendente
por
excelencia.
Para
efectos
de
nuestra
argumentación
sobre
la
trascendencia
en
la
ética,
tomamos
ambos
significados:
las
acciones
de
la
persona
en
cuanto
sobrepasan
sus
límites,
no
solo
espacialmente
hablando,
que
la
ponen
en
contacto
con
las
realidades
que
están
fuera
de
ella,
especialmente
con
las
otras
personas,
y
las
que
también
la
ponen
en
relación
con
Dios
como
ser
trascendente.
En
ambos
casos
esa
trascendencia
se
logra
a
través
del
conocer
y
del
querer.
Se
dice
que
el
pensar
y
el
querer
son
operaciones
trascendentes
porque
en
el
pensar
la
persona
va
hacia
los
objetos
y
capta
de
ellos
algo
esencial,
algo
no
material,
que
los
identifica
y
define;
la
persona
se
queda
con
algo
de
los
objetos,
con
una
posesión
inmaterial,
aunque
su
pensamiento,
al
conocer,
siga
abierto
a
nuevos
conocimientos,
y
va
más
allá
de
cada
cosa
que
conoce
en
particular.
Con
el
pensar
la
persona
trasciende
la
realidad
pero,
a
su
vez,
las
operaciones
que
hacen
posible
eso,
permanecen,
son
inmanentes
al
sujeto.
En
el
querer
la
tendencia
es
diferente:
la
persona
atrae
los
seres
hacia
sí,
los
posee
de
otra
manera,
más
afectiva
que
cognoscitiva.
Para
lograrlo
sale
de
sí,
sobrepasa
sus
límites,
aunque
vuelve
sobre
sí.
Por
eso
es
tan
distinto
conocer
o
querer
a
otra
persona.
El
querer
no
se
queda
en
lo
querido,
va
más
allá,
por
lo
cual
entra
en
contacto
con
las
demás
personas.
En
esta
forma
de
trascendencia
hay
una
implicación
ética,
porque
si
yo
a
través
de
mi
conducta
procuro
hacer
el
bien,
al
relacionarme
con
los
otros,
de
un
lado,
comunico
el
bien
que
tengo
y,
por
otro,
recibo
el
bien
de
los
demás.
Se
trata
de
dos
conductas
que
interactúan
y
que
se
afectan
una
a
la
otra,
para
mal
o
para
bien.
Yo
puedo
dar
mal
ejemplo
o
buen
ejemplo
y
puedo
recibir
igualmente
buen
o
mal
ejemplo.
Lo
que
importa
es
recalcar
que
mi
conducta
frente
al
otro
no
es
indiferente.
La
trascendencia
es
posible
gracias
a
la
libertad,
que
en
cada
momento
nos
abre
la
posibilidad
de
ir
más
allá
de
nosotros
mismos,
nos
hace
capaz
de
futuro,
de
buscar
lo
que
todavía
no
es.
Trascendemos
porque
somos
libres
y
podemos
decir
también,
que
la
trascendencia
es
un
llamado
que
impulsa
nuestra
libertad,
no
sólo
en
la
posibilidad
de
elegir
a
los
otros
o
a
Dios,
sino
como
compromiso
con
ellos
y
como
aspiración
a
una
plenitud
de
ser,
más
precisamente
porque
nuestra
vida
la
llenan
ellos.
En
unos
valores
es
más
clara
que
en
otros
esa
vinculación
con
las
demás
personas,
pero
todos
ellos
conllevan
un
mínimo
nivel
de
reconocimiento.
El
carácter
ético
o
la
actuación
ética
revelan
una
presencia
de
valores
que
se
comunican
y
comparten,
que
ofrecen
un
dinamismo
que
involucra
a
los
otros.
Cuando
hablamos,
por
ejemplo,
de
la
transparencia,
todo
nos
indica
que
es
un
valor
en
que
nuestra
conducta
o
la
de
otras
personas
debe
aparecer
totalmente
clara,
porque
no
hay
nada
que
esconder,
porque
todo
se
ha
realizado
con
honestidad.
Los
demás
pueden
dar
fe
de
ello
o
proceder
a
verificarlo.
Cada
uno
de
los
valores
es
una
forma
de
trascender,
de
llegar
al
otro
con
un
mensaje
hecho
vida.
Vivir
valores,
proyectar
valores,
compartir
y
comunicar
valores
es
como
una
secuencia
que
lleva
a
la
construcción
de
valores
en
una
persona
y
en
una
organización
como
fruto
de
la
capacidad
de
trascender
que
hay
en
la
persona.
En
el
reconocimiento
que
hacen
los
demás
se
constata
que
no
soy
yo
quien
verifico
el
valor
sino
los
demás.
Los
valores
son
forma
de
trascendencia,
también
por
el
hecho
de
que
en
cada
valor
se
busca
un
bien
que
perfecciona
a
quien
lo
realiza
y
quien
lo
recibe
de
alguna
forma.
Eso
ocurre
porque
la
persona
es,
al
tiempo,
una
intimidad
que
conserva
dentro
de
sí
lo
mejor
que
posee,
y
un
ser
abierto
a
los
demás,
a
quienes
tiene
la
posibilidad
de
ayudar
a
su
propio
perfeccionamiento.
La
trascendencia
de
los
otros
y
hacia
los
otros,
lo
que
podemos
llamar
en
propiedad
“trascendencia
social”,
nos
hace
conscientes
de
que
no
somos
solos,
ni
vivimos
solos,
ni
nos
salvamos
o
perdemos
solos,
ni
somos
para
nosotros
mismos
y
para
nadie
más.
La
persona
es
un
ser
con
los
demás
y
para
los
demás.
Son
realmente
otros
fuera
de
mí
y
más
allá
de
mí.
El
ser
humano
está
hecho
para
buscar
una
plenitud
que
está
en
él,
pero,
a
la
vez,
fuera
de
él.
Dar
es
una
acción
que
surge
de
la
persona
para
bien
de
otro.
Es
trascendencia
desde
ella,
que
la
caracteriza
muy
propiamente.
Es
algo
que
corresponde
a
una
tendencia
natural
que
está
inscrita
en
el
ser
humano.
“La
vida
se
nos
da
y
la
meremos
dándola”
(Tagore).
El
ser
humano
está
pensado
para
caminar
en
esa
dirección,
la
de
ofrecer
a
los
demás
lo
que
tiene,
más
aún,
lo
que
es.
El
punto
máximo
de
dicho
ofrecimiento
es
la
donación
de
sí
mismo,
su
disponibilidad
total,
el
no
reservarse
nada
para
sí,
la
entrega
generosa
a
los
demás.
Esta
es
una
característica
esencial
del
amor
auténtico.
Quien
da
es
más
feliz
que
aquel
que
posee,
porque
para
dar
hay
que
poseer
y
desprenderse
de
lo
que
se
posee.
Dar
no
es
sólo
dar
cosas
es,
sobre
todo,
dar
tiempo,
dar
oportunidades,
darse
a
sí
mismo.
Y
algo
muy
relacionado
con
el
dar,
es
el
servir.
Quien
sirve
está
ayudando
a
construir
la
vida
del
otro
En
el
servicio
se
hace
patente
la
trascendencia
en
una
forma
elocuente,
porque
se
da
primacía
a
lo
que
el
otro
necesita
o
espera
de
mí.
Lo
más
importante
y
clave
del
servir
es
estar
habitualmente
dispuesto
a
que
los
demás
cuenten
efectivamente
con
nosotros.
Trascendencia
espiritual
Toda
trascendencia
tiene
una
dimensión
espiritual,
porque
el
pensar
y
el
querer
son
operaciones
típicamente
espirituales
de
la
persona,
y
por
ellas
salimos
de
nosotros
hacia
los
otros.
Comprenderemos
mejor
la
trascendencia
si
entendemos
la
espiritualidad
del
ser
humano.
Somos
espirituales
ya
desde
nuestra
propia
intimidad,
actuando
con
el
conocimiento,
la
voluntad
y
la
autoconciencia.
Esta
espiritualidad
se
refiere
en
primer
lugar
a
la
plenitud
del
desarrollo
de
la
persona
Pero
también
somos
espirituales
en
la
relación
interpersonal,
en
la
medida
en
que
en
toda
relación
interpersonal
entran
en
contacto
dos
intimidades,
dos
seres
espirituales
que
se
reconocen
como
tales
para
poder
establecer
una
interacción
efectiva,
de
diálogo
y
convivencia,
no
de
dominio
de
uno
sobre
otro.
La
persona
es
capaz
de
hacerse
la
pregunta
por
la
existencia
de
Dios
y
de
intentar
responderla
afirmativamente.
No
se
hace
una
pregunta
absurda,
contradictoria
con
las
leyes
de
su
existencia.
Es
acorde
con
su
dignidad,
con
su
intelecto.
Es
la
libertad
la
que
hace
posible
que
demos
respuestas
en
uno
u
otro
sentido,
que
escojamos
uno
u
otro
camino,
incluso
al
margen
de
Dios.
La
fe
y
el
amor
son
los
valores
éticos
que
encauzan
la
relación
con
Dios.
Así
como
en
el
ser
amado
buscamos
el
complemento
que
nos
falta,
en
Dios
buscamos
la
perfección
total
que
no
tenemos
y
que
anhelamos
alcanzar.
Todos
los
hábitos
y
creencias
que
la
persona
ha
recibido,
y
que
procura
vivir
y
entender,
no
le
bastan
por
sí
mismas,
aunque
representen
un
bien
espiritual.
Esta
trascendencia
nos
lleva
al
terreno
de
la
religiosidad
del
ser
humano,
que
sólo
se
puede
vivir
si
hay
un
profundo
sentido
de
búsqueda
que
no
se
enfrenta
con
el
proyecto
humano
sino
que
lo
eleva
y
dignifica,
lo
refuerza.
Y
lo
mismo
ocurre
con
la
ética,
cuya
vivencia
es
fortalecida
por
la
fe.
Cualquiera
que
sea
su
religión,
la
trascendencia
espiritual
motiva
ser
mejor
persona,
a
tratar
mejor
a
la
gente,
a
realizar
un
diálogo
sincero
con
Dios,
que
redunde
en
la
paz
espiritual
y
en
la
calidad
de
las
relaciones
con
los
demás,
en
la
ayuda
a
ellos
y
en
el
cabal
cumplimiento
de
la
misión.
PREGUNTAS
• ¿Qué
significa
trascender?
• ¿Cómo
se
trasciende
en
los
valores?
• ¿Qué
es
la
trascendencia
social?
• ¿Cómo
se
relacionan
trascendencia
y
libertad?
• ¿En
qué
consiste
la
trascendencia
espiritual?
LECTURA
BUSCANDO
UN
SENTIDO
A
LA
VIDA
Escena
segunda
del
acto
segundo
de
la
obra
“Hernani”
de
Víctor
Hugo:
Don
Carlos
visita
la
tumba
del
emperador
Carlomagno
y
exclama:
“¡Carlomagno
está
aquí!
¡Haber
sido
tan
grande
como
el
mundo…y
que
todo
quepa
aquí…y
ved
el
polvo
que
hace
un
emperador”!
Todo
esto
nos
dice
que
la
grandeza
de
una
vida,
algo
tremendamente
espiritual,
no
puede
reducirse
en
último
término
a
una
realidad
física
como
es
el
montón
de
polvo
encerrado
en
un
sepulcro.
(A.
López
Quintás)
Las
realizaciones
de
una
vida,
famosa
o
no,
no
pueden
reducirse
a
una
simple
realidad
material.
El
espíritu
reclama
unos
derechos
sin
los
cuales
el
ser
humano
quedaría
reducido
a
puro
objeto,
a
polvo.
Del
mismo
modo
que
una
partitura
de
música
no
es
un
simple
papel
con
unos
signos
musicales,
sino
que
en
manos
del
artista
se
convierte
en
la
interpretación
de
una
obra
de
arte,
que
le
da
sentido
y
vida.
Lo
uno
nos
indica
un
ámbito
de
vida
y
lo
otro
un
objeto.
Los
datos
sueltos
de
una
vida
nos
pueden
parecer
irrelevantes,
dignos
tal
vez
no
haber
sido
vividos.
Pero
sólo
el
conjunto,
la
visión
del
curso
vital,
concluido
o
no,
nos
permite
una
idea
justa,
poner
en
la
balanza
no
solo
los
significados
aparentes
de
las
realizaciones,
lo
que
se
ve
en
lo
hecho,
sino
lo
que
revela
el
río
escondido
de
las
intenciones
y
de
los
logros
en
términos
de
espíritu.
Lo
que
vale
la
pena
buscar
es
la
concordancia
entre
lo
que
pensamos,
queremos
y
hacemos,
ese
hilo
conductor
que
nos
re-‐
cuerda
que
no
somos
simplemente
individuos
sino
personas
en
busca
de
realización,
seres
racionales
y
espirituales
que
quieren
trascender
en
lo
que
nos
permite
no
reducir-‐
nos
a
un
cuerpo
que
acaba
siendo
polvo.
Ese
contraste
nos
lo
ofrece
otro
emperador,
Adriano,
en
las
Memorias
escritas
por
Yourcenar,
al
confesarnos:
“El
paisaje
de
mis
días
parece
estar
compuesto,
como
las
regio-‐
nes
montañosas,
de
materiales
diversos
amontonados
sin
orden
alguno.
Veo
allí
mi
naturaleza,
ya
compleja,
formada
por
partes
iguales
de
instinto
y
de
cultura.
Aquí
y
allá
afloran
los
granitos
de
lo
inevitable:
por
doquier,
los
desmoronamientos
del
azar.
Trato
de
recorrer
nuevamente
mi
vida
en
busca
de
su
plan,
seguir
una
vena
de
plomo
o
de
oro,
o
el
fluir
de
un
río
subterráneo,
pero
este
plan
ficticio
no
es
más
que
una
ilusión
óptica.
De
tiempo
en
tiempo,
en
un
encuentro,
un
presagio,
una
serie
definida
de
sucesos,
me
parece
reconocer
una
fatalidad;
pero
demasiados
caminos
no
llevan
a
ninguna
parte…”
Por
eso,
de
un
lado,
no
debemos
juzgar
a
nadie
porque
no
tenemos
todos
los
datos
a
la
mano.
Y
de
otro
nos
lo
recuerda
el
mismo
Adriano,
“una
parte
de
cada
vida
y
aún
de
cada
vida
insignificante,
transcurre
en
buscar
las
razones
de
ser,
los
puntos
de
partida,
las
fuentes”.
Hay
que
buscar
las
fuentes,
las
raíces
que
nos
devuelven
el
sentido
si
lo
hemos
perdido.
Razones
de
ser
que
afloran
cuando
tratamos
de
traicionar
lo
más
íntimo
de
noso-‐
tros
mismos,
en
momentos
de
desesperación
o
de
obstinación.
Sin
raíces
no
hay
esperanzas,
seríamos
como
aquél
joven
al
que
le
pregunté
un
día
en
el
Golden
Gate
Park
de
San
Francisco:
“Where
are
your
family?”
(¿Dónde
está
su
familia?)
Y
su
respuesta
aterradora:
“I
have
no
family”,
soy
un
trashumante,
no
tengo
hogar
no
tengo
parientes”.
“¿Y
para
dónde
va
usted?”,
le
dije,
y
contestó:
”no
lo
sé,
para
cualquier
parte”.
Es
muy
parecido
al
diálogo
de
Alicia
y
el
Gato,
cuando
ella
le
pregunta:
“¿Podrás
indicarme
el
camino
a
tomar?”-‐
Y
el
gato
le
responde:
“Eso
depende
del
rumbo
que
quieras
seguir”.
Alicia:
“No
tengo
rumbo”.
El
gato:
“entonces
da
lo
mismo
cualquier
camino”
(Alicia
en
el
país
de
las
maravillas,
Lewis
Carroll).
O
tenemos
sentido
o
somos
lo
que
los
romanos
llamaban
“res
derelicta”,
cosa
abandonada,
tierra
de
nadie,
y
por
lo
tanto,
cosa
que
arrastra
cualquier
viento
y
puede
perderse
definitivamente.
Hay
que
buscar,
encontrar
y
encarnar
el
sentido.
Nadie
nos
puede
reemplazar
en
esta
tarea.
Si
no
lo
hacemos,
somos
“analfabetas
de
segundo
grado”
(López
Quintás),
no
porque
no
sepamos
leer
y
escribir
sino
porque
no
sabemos
pensar.
Otros
lo
hacen
por
nosotros,
nos
colonizan
mentalmente.
Basta
mirar
las
televisiones
de
todo
el
mundo
para
observar
el
mismo
gigantesco
lavado
cerebral
de
erotismo,
violencia
y
consumismo.
No
podemos
parar
de
buscar
el
sentido:
“A
veces
andamos
por
la
vida
/como
quien
camina/sin
un
camino
seguro/
Es
como
dar
vueltas/
y
regresar
al/punto
de
la
partida/
Todos
los
días
empezamos/tantas
cosas
que
se
quedan
/al
final
sin
hacer/Pero
nos
cuesta
aprender/
que
no
basta
con
/solo
empezar/Ahí
están
solo
las
primeras/
piedras
de
nuestros
sueños/que
son
caminos
sin
camino/Sentir
la
urgencia
de
/un
motivo
que
nos
lleve/a
caminar
de
verdad”.
Tenemos
que
convertir
todas
las
situaciones
en
algo
que
nos
supere,
que
nos
lleve
más
allá,
que
nos
saque
de
nosotros
mismos
y
nos
ponga
cerca
de
los
demás.
Hay
que
empezar
por
la
idea
que
tenemos
de
nosotros
mismos,
por
la
intención
decidida
de
construir
el
camino
con
nuestras
propias
pisadas,
con
nuestros
pensamientos,
sentimientos
y
acciones,
en
coherencia
de
vida,
con
disciplina
mental
y
emocional
que
nos
lleve
a
recomenzar
cada
día.
Porque
lo
más
apasionante
de
la
vida
humana,
decía
Chesterton,
es
lo
que
no
hemos
vivido
todavía.
Tenía
razón:
lo
que
queda
por
vivir
es
aquello
a
lo
que
hay
que
ponerle
todo
el
empeño,
encontrarle
sentido
y
darlo
todo
por
construir
camino
para
llegar
ahí.
Pero
con
vocación
de
actores,
de
protagonistas,
no
de
víctimas;
de
responsables,
no
de
culpables;
de
resucitadores,
no
de
enterradores;
de
luchadores
por
lo
que
tenemos,
no
de
lamentadores
de
lo
que
hemos
perdido
en
el
pasado;
de
constructores
a
partir
de
lo
que
somos
y
no
de
lo
que
pudimos
ser.
Capítulo
14
Estrategia
de
la
acción
ética
A.
La
acción
individual
El
aspecto
clave
a
la
hora
de
pensar
en
la
estrategia
para
hacer
realidad
la
conducta
ética
personal,
la
voluntad
juega
el
papel
más
decisivo.
Si
hay
voluntad
de
orientar
esa
conducta
a
realizar
el
bien
a
través
de
las
acciones
personales,
estará
en
marcha
todo
un
proceso,
a
lo
largo
del
cual
se
debe
mantener
esa
decisión
de
la
voluntad
para
que
haya
continuidad
en
la
acción.
Las
intenciones
En
la
intención
yo
no
tengo
todavía
el
objeto
que
busco;
sé
lo
que
quiero
y
lo
quiero
conseguir
pero
todavía
la
acción
no
me
ha
llevado
a
él,
es
el
querer
anticipado
que
tiende
al
objetivo
pero
que
todavía
no
se
ha
hecho
plenamente
efectivo.
La
intención
es
una
acción
incipiente,
que
se
manifiesta
en
forma
de
tendencia,
de
propósito,
de
orientación
u
ordenación
hacia
algo.
Pero
en
ella
ya
pueda
darse
la
corrección
o
incorrección
moral.
Por
eso
se
habla
de
buenas
o
malas
intenciones.
Cuando
ya
se
da
la
acción,
podemos
decir
que
la
persona
que
la
realiza
ha
hecho
algo
bueno
malo,
y
por
tanto
decimos
de
ella
que
es
buena
o
mala
en
el
sentido
de
que
hizo
acciones
correctas
o
incorrectas.
La
intención
hay
que
entenderla
siempre
en
conexión
con
la
voluntad.
Y
a
veces
se
confunde
con
la
motivación,
o
con
el
fin
u
objetivo
que
se
busca,
pero
estrictamente
no
son
lo
mismo
aunque
están
ligados
estrechamente.
El
objetivo
de
la
acción
tiene
carácter
de
fin
al
que
se
aspira,
que
debe
ser
un
bien,
algo
que
perfecciona,
y
que
no
es
lo
mismo
que
los
medios
que
se
emplean
para
lograr
ese
fin,
que
son
acciones
concretas
que
se
realizan
buscando
alcanzar
el
fin,
no
simplemente
medios
materiales
de
que
se
dispone.
La
persona
proyecta
y
quiere
el
objeto
de
una
determinada
acción,
que
todavía
no
ha
realizado
y
cuenta
con
un
motivo
que
le
estimula
esa
intención;
normalmente
ese
motivo
es
un
valor
determinado,
un
bien
que
atrae
la
conducta.
Y
ese
bien
percibido
y
analizado
como
algo
conveniente
mueve
a
la
voluntad
a
actuar.
La
voluntad
se
ha
apoyado
en
el
entendimiento
para
saber
lo
que
quiere,
conocer
el
objeto
de
su
intención.
Pero
la
voluntad
sólo
puede
querer
adecuadamente
queriendo
el
bien
-‐así
es
éticamente
buena-‐
porque
cuando
quiere
el
mal
su
discernimiento
en
la
conciencia
es
erróneo,
equivocado.
En
la
intención,
la
conducta
está
comprometida
de
algún
modo.
Por
eso
se
habla
de
que
una
persona
tiene
buenas
o
malas
intenciones,
así
como
hay
malos
pensamientos.
También
se
habla
de
obrar
con
rectitud
de
intención.
Es
decir
que,
aunque
todavía
no
hemos
llevado
a
cabo
una
acción
con
resultados
externos,
ya
hay
un
comportamiento,
aunque
sea
solo
interior.
Pero
si
un
resultado
fue
o
no
fruto
de
una
intención,
es
decisivo
a
la
hora
de
analizar
la
responsabilidad
que
puedo
tener
sobre
ella.
entender
sin
la
voluntad
ni
la
voluntad
puede
querer
sin
el
conocimiento
previo
que
le
facilita
la
inteligencia.
Según
desde
donde
se
mire,
se
puede
establecer
la
prioridad
de
una
u
otra:
la
inteligencia
le
propone
a
la
voluntad
lo
que
va
a
ser
objeto
de
su
querer
y,
de
otro
lado,
la
voluntad
mueve
a
la
inteligencia
a
conocer.
El
proceso
voluntario
Sólo
una
voluntad
recta
puede
respaldar
a
la
inteligencia
a
la
hora
de
juzgar
las
situaciones.
El
primer
compromiso
de
la
persona
es
consigo
misma,
en
cuanto
su
querer
la
mantiene
en
movimiento,
en
una
tensión
creadora
respecto
a
su
propia
vida.
La
persona
necesita
la
rectitud
de
la
voluntad
en
su
vida
práctica.
Hay
compromiso
donde
hay
sentido
de
responsabilidad
y,
a
su
vez,
éste
es
posible
sólo
en
la
medida
en
que
vivo
la
libertad
desde
el
querer
que
sustenta
a
la
voluntad.
Lo
que
nos
interesa
ver
es
cómo
en
la
práctica
la
persona
fija
su
voluntad
de
modo
estable
en
el
bien
que
necesita
conseguir,
porque
no
puede
permanecer
en
actitud
de
indecisión
o
inseguridad
en
su
conducta,
ni
quedarse
en
buenas
intenciones.
Hay
que
actuar,
hay
que
tomar
decisiones,
hay
que
expresar
propósitos
(decisiones
sobre
el
futuro)
y
ver
si
se
cumplen.
Y
todo
esto
no
se
logra
de
un
solo
golpe.
Todos
entendemos
lo
que
significa
tener
voluntad
para
algo,
ser
personas
con
fuerza
de
voluntad
o,
al
contrario,
tener
muy
poca
voluntad.
También
hemos
oído
que
una
persona
con
voluntad
consigue
lo
que
quiere
o
que
una
persona
con
voluntad
débil
es
mediocre.
Eso
es
así
de
claro.
La
voluntad
es
la
facultad
más
poderosa
de
la
persona
porque
tiende
a
que
el
“querer
hacer
las
cosas”
se
convierta
en
un
“poder
hacerlas
efectivamente”.
Por
eso
ocurre
que,
aunque
tenga
muy
claro
lo
que
debo
hacer
en
mi
vida,
no
me
resulte
tan
fácil
saber
cómo
voy
a
lograrlo.
Los
resultados
de
la
voluntad
son
menos
mensurables,
al
menos
aparentemente,
que
los
de
la
inteligencia.
Camino
bien
si
mi
voluntad
está
anclada
con
firmeza,
con
decisión
y
con
seguridad
en
lo
que
quiere
ser.
Por
tanto,
me
apoyaré
mucho
más
en
lo
que
soy
que
en
lo
que
tengo,
en
lo
que
puedo
llegar
a
ser
que
en
lo
que
actualmente
soy.
No
me
basta
el
sentido
del
deber
o
la
instrucción
o
el
saber
acerca
de
lo
que
quiero.
–
La
deliberación
como
examen
atento
de
lo
representado,
de
las
posibilidades
que
encierra,
de
los
contrastes,
y
de
los
medios
que
nos
llevan
al
bien
que
buscamos
(pros
y
contras).
En
la
representación
se
dan
la
apatía
-‐el
no
interesarse
por
nada,
la
falta
de
centros
de
interés
o
de
motivación-‐,
la
sugestión
o
la
hiper-‐emotividad.
En
la
deliberación
pueden
presentarse
la
pereza
mental,
la
impulsividad,
el
capricho
o
la
superficialidad.
En
la
decisión
o
elección
se
dan
la
indecisión
y
la
veleidad.
Y
en
la
ejecución
la
debilidad
de
voluntad
en
cuanto
da
lugar
a
inactividad,
pérdida
de
tiempo,
desorden,
inconstancia,
falta
de
atención,
exceso
de
imaginación,
etc.
1.
Políticas
éticas
La
ética
como
algo
fundamental
para
la
organización,
como
una
tarea
de
todos
y
para
todos.
Lo
que
se
procura
al
señalar
unas
políticas,
es
dar
unas
orientaciones
generales
que
concurran
a
lo
que
la
organización
quiere
ver
reflejado
en
sus
integrantes
en
términos
de
conducta
ética.
Se
pretende
que
los
comportamientos
correctos
arraiguen
y
se
perciban,
partiendo
de
que
todas
las
personas
tienen
unas
bases
mínimas
que
les
permiten
comprender
el
valor
de
la
ética,
y
la
importancia
de
fortalecer
los
conocimientos
al
respecto
y,
sobre
todo,
la
acción
concreta.
• Poner
en
marcha
un
programa
un
sistema
integral
de
ética
en
la
empresa
que
conduzca
en
el
largo
plazo
a
la
creación
de
una
cultura
ética
en
la
organización.
• Promover
una
cultura
ética
que
parte
de
la
concepción
de
la
persona
y
de
la
estructura
de
la
empresa,
y
que
tiene
presente
el
clima
de
trabajo,
las
relaciones
interpersonales,
la
comunicación,
y
los
principios
y
valores
corporativos
• Fijar
unos
objetivos
y
metas
corporativos
respecto
a
la
ética:
por
ejemplo
sobre
el
código
ético
y
su
socialización,
sobre
la
difusión
de
las
políticas,
sobre
la
información
acerca
de
dilemas
éticos.
• Capacitar
a
la
gente
para
que
sea
ética
y
para
que
tenga
cauces
de
comunicación
de
los
problemas
relacionados
con
la
ética.
Sensibilización
ética:
Sensibilidad
que
se
da
en
la
persona
y
en
la
organización.
Implica
tener
conocimientos
básicos
sobre
la
ética
y
compartirlos
para
que
todos
en
ella
hablen
el
mismo
lenguaje,
de
modo
que
todo
el
mundo
entienda
y
comparta
la
actitud
de
procurar
hacer
lo
correcto
habitualmente,
en
cada
momento
y,
sobre
todo,
ante
ciertos
dilemas
concretos.
El
proceso
de
sensibilización
toma
tiempo
y
emplea
diferentes
recursos
para
que
haya
una
comprensión
cabal
de
lo
que
se
pretende
con
el
programa
integral
de
ética.
Hay
que
apoyarse
en
la
vivencia
de
principios
comunes
que
están
implícitos
en
el
comportamiento
moral
básico.
Hay
motivos
para
que
las
personas
acepten
la
ética
y
las
responsabilidades
que
encierra.
Los
casos
tomados
de
la
experiencia
y
de
situaciones
que
se
han
vivido
previamente
por
parte
de
la
organización,
sirven
para
fomentar
el
aprecio
por
la
ética,
aunque
no
se
tengan
conocimientos
formales
sobre
ella.
Los
procesos
específicos
de
sensibilización,
por
ejemplo,
sobre
el
código
ético
o
sobre
los
valores
corporativos,
sirven
para
que
se
logre
un
contacto
directo
con
el
tema
ético
corporativo
en
forma
patente,
cuya
vivencia
corresponde
a
todos.
Razonamiento
ético.
Una
segunda
estrategia
básica
es
lograr
que
las
personas
razonen
éticamente.
No
basta
tener
una
motivación
y
un
conocimiento
básico,
que
se
ponen
de
presente
en
el
proceso
de
sensibilización
ética.
Se
trata
de
pensar
éticamente,
es
decir,
saber
juzgar
(razonar,
deliberar,
distinguir,
precisar,
discernir)
de
acuerdo
con
las
políticas
y
pautas
éticas
establecidas
y
se
supone
que
ya
son
conocidas
por
todos.
Lo
que
se
espera
es
que
cada
uno
efectúe
un
razonamiento
adecuado
para
acertar
en
la
elección
del
comportamiento
más
deseable,
de
modo
que
luego
se
pueda
poner
en
práctica
cuando
se
presente
la
oportunidad
concreta.
Lo
que
importa
es
poder
actuar
correctamente,
pero
para
ello
hay
que
pasar
previamente
por
ese
proceso
mental.
Lo
que
está
claro
es
que
para
llegar
a
razonar
éticamente
se
necesita
una
motivación
y
una
disposición
previa
y
unos
mínimos
conocimientos.
Aquí
como
en
el
punto
anterior
la
referencia
a
casos
típicos
ayuda
a
prepararse
muy
bien
sin
comprometerse
todavía
con
la
acción
directa.
Es
como
experimentar
en
un
laboratorio
lo
que
puede
pasar
para
corregir
aspectos,
variar
enfoques,
obtener
nuevas
luces
sobre
lo
que
debe
hacerse.
Comportamiento
ético
Si
nos
quedamos
en
la
el
conocimiento
o
en
el
razonamiento,
no
hay
verdadera
actuación
ética.
Se
daría
una
formación
sin
acción,
una
información
sin
cambio
en
la
conducta
que
es
lo
que
se
busca
con
las
prácticas
éticas,
con
el
compromiso
con
la
acción
concreta.
Esto
implica
actuar
éticamente
en
situaciones
reales
(dudas,
conflictos
de
intereses,
acosos
laborales
o
sexuales,
dilemas
éticos,
advertencia
de
conductas
erróneas).
Se
pasa
de
la
intención
a
la
acción
mediante
las
decisiones
y
se
busca
configurar
hábitos
estables
de
conducta.
Comunicación
ética
Las
estrategias
de
comunicación
son
indispensables
para
que
pueda
crearse
una
cultura
ética
y
ponerse
en
acción
un
plan
integral
de
políticas,
estrategias
y
comportamientos
éticos.
Porque
no
sólo
se
trata
de
que
todo
el
mundo
hable
el
mismo
lenguaje
en
términos
de
ética,
sino
que
lo
comparta
efectivamente.
Aquí
entran
en
juego
la
comunicación
interna
y
externa,
con
todos
los
mecanismos
de
ayuda,
incluidos
los
medios
virtuales
y
específicamente
las
comunidades
y
redes
sociales.
Así
como
la
comunicación
interpersonal
a
nivel
informal
y
en
los
grupos
y
equipos
de
trabajo.
Las
diversas
formas
de
comunicación
buscan
que
los
conocimientos
y
los
instrumentos
éticos
de
que
se
disponen
se
divulguen
apropiadamente
y
que
cada
persona
se
los
apropie
en
una
medida
que
haga
posible
el
razonamiento
y
la
práctica
ética
corporativa.
Los
comportamientos
deseables
y
las
acciones
acertadas
deben
ser
dados
a
conocer
ampliamente
y
acudir
al
reconocimiento
y
exaltación
de
los
valores
como
un
instrumento
de
motivación
para
todos.
En
el
proceso
de
comunicación
ética,
así
como
en
la
sensibilización
y
en
el
fomento
de
prácticas
éticas
pueden
jugar
un
papel
importante
los
grupos
promotores
de
la
cultura
ética
y
los
multiplicadores
de
formación
ética,
aspecto
vinculado
también
al
papel
de
los
líderes
éticos
de
que
se
trata
en
el
punto
siguiente.
Liderazgo
ético
Para
construir
una
auténtica
cultura
corporativa
hace
falta
que
todos
en
la
empresa
sean
de
alguna
manera
líderes
éticos,
partiendo
de
los
directivos
que
se
convierten
en
motor
de
ejemplaridad
para
la
implantación
del
plan
integral
de
ética.
Se
busca
que
existan
líderes
multiplicadores
de
la
ética
y
los
valores
a
todos
los
niveles
de
la
organización,
que
destaquen
por
su
compromiso,
por
la
comunicación
de
valores,
y
por
el
reconocimiento
de
los
demás.
Los
líderes
multiplicadores
de
la
cultura
ética
deben
ser
entrenados
especialmente
para
cumplir
su
cometido
mediante
programas
de
capacitación
metodológica
y
de
contenidos
para
ser
expuestos
y
promovidos
a
grupos
con
los
que
compartan
intereses
comunes,
como
una
forma
de
penetrar
eficazmente
la
cultura
corporativa
con
la
visión
de
la
ética
que
se
quiere
implantar.
3.
Prácticas
éticas
La
gestión
de
la
ética
comporta
el
fomento
de
las
prácticas
éticas
que
son
las
que
en
definitiva
nos
dicen
si
las
cosas
se
viven
o
se
quedan
en
políticas
definidas
o
en
estrategias
diseñadas.
Las
actividades
prácticas
concretas
van
formando
parte
de
la
cultura
ética
y
provienen
de
la
puesta
en
marcha
de
las
políticas
y
las
estrategias.
La
gestión
debe
acudir
a
estructuras
operativas
que
la
faciliten,
como
puede
ser
la
existencia
de
un
Departamento
o
de
un
Comité
ético
que
se
encarga
de
supervisar
las
acciones
y
actuar
como
instancia
a
la
que
se
consultan
los
problemas
o
los
dilemas
éticos
surgidos
en
la
aplicación
de
las
estrategias
específicas.
Hay
que
elaborar
estrategias
pedagógicas
que
faciliten
la
vivencia
de
la
ética,
teniendo
muy
especialmente
en
cuenta
los
aspectos
emocionales
y
lúdicos
de
la
experiencia
ética.
Hay
que
concentrar
esfuerzos
en
el
aprendizaje
permanente
de
la
ética.
Se
promueven
acciones
que
reflejen
que
las
personas
desean
actuar
éticamente
y
cuentan
con
los
medios
para
actuar
en
consonancia
con
los
objetivos
propuestos.
Surgen
problemas
y
dilemas
que
se
van
resolviendo
progresivamente
y
todo
eso
forma
una
experiencia
acumulada
institucional
que,
a
su
vez,
sirve
de
respaldo
a
la
hora
de
plantearse
nuevas
situaciones
de
tipo
ético.
Ya
resulta
más
fácil
abordarlas
contando
con
la
experiencia
lograda,
y
también
con
la
experiencia
de
otros
a
la
que
se
tiene
acceso
y
que
puede
ayudar
a
ilustrar
esas
nuevas
situaciones.
PREGUNTAS
• ¿En
qué
consiste
una
estrategia
ética
personal?
• ¿Cuál
es
el
papel
de
la
voluntad
en
la
ética?
• ¿Que
implica
la
estrategia
ética
a
nivel
colectivo?
• ¿Qué
son
las
políticas
éticas?
• ¿Qué
son
las
estrategias
éticas?
LECTURA
La
visión
ética
de
la
empresa
Un
observador
externo
podrá
juzgar
el
enfoque
ético
que
tiene
una
organización
al
estudiar
el
papel
que
en
ella
se
concede
a
la
norma,
al
bien
y
la
práctica
de
la
virtud
ética.
Esta
visión
de
la
ética
constituye
un
primer
paso
en
su
incorporación
a
la
actividad
de
la
organización,
que
no
debe
ser
interpretada
en
clave
negativa.
Las
normas
son
medios
necesarios,
aunque
es
cierto
que
no
suficientes.
Sin
normas
de
referencia
para
el
comportamiento
de
la
organización
se
terminaría
en
anarquía.
No
obstante
las
normas
deben
estar
referidas
al
logro
del
bien,
que
es
lo
que
las
legitima
desde
el
punto
de
vista
ético.
Bajo
una
visión
normativa
de
la
ética
estarían
incluidas
todas
las
organizaciones
que
cumplen
con
sus
obligaciones
civiles,
fiscales
o
laborales,
o
que
se
limitan
a
dar
respuesta
a
lo
que
la
sociedad
exige
de
ellas,
con
lo
que
esto
garantiza
en
el
plano
de
la
seguridad
de
quienes
las
integran
y
del
funcionamiento
de
las
instituciones
civiles
de
esa
sociedad.
Algo
que
desgraciadamente
no
ocurre
en
todos
las
países
civilizados.
Ejemplos
que
ponen
de
relieve
el
papel
de
esta
visión
de
la
ética
pueden
encontrarse,
hoy
día,
en
muy
variados
sectores
profesionales
que
cuentan
con
códigos
éticos
de
conducta.
Han
comenzado
incluso
a
proliferar
certificaciones
de
calidad
ética,
que
son
análogas
a
las
de
calidad,
y
cuyo
objetivo
es
garantizar
que
quienes
las
poseen
actúan
bajo
determinados
criterios
éticos.
Los
valores
éticos
lo
son
por
sí
mismos.
Son
valores
éticos
aquellos
aspectos
del
comportamiento
que
contribuyen
al
bien
de
las
personas
en
cuanto
personas,
y
no
exclusivamente
en
sentido
útil
o
agradable.
Por
esta
razón
son
estimados
(valorados
positivamente)
por
su
propia
valía
para
el
desarrollo
de
la
persona.
Son
cada
vez
más
numerosas
las
empresas
que
hacen
explícitos
aquellos
valores
que
consideran
básicos
para
el
logro
de
su
misión.
En
ocasiones
esos
valores
se
refieren
a
aspectos
puramente
comerciales,
de
eficiencia
técnica
o
de
conducta
social;
en
otros
casos,
son
claramente
referencias
a
valores
éticos
como
la
veracidad,
la
justicia,
la
transparencia
o
la
constancia.
La
“visión
de
excelencia”
de
la
ética
constituye
un
paso
más
en
la
incorporación
de
la
ética
en
los
fines
de
la
organización.
Esta
concepción
considera
a
las
anteriores
(las
normas
y
los
bienes
éticos),
pero,
además,
concede
a
la
dimensión
ética
en
sentido
práctico
un
papel
clave
en
la
misión
de
la
organización,
pues
entiende
que
es
parte
de
la
razón
de
ser
de
la
organización
contribuir
al
bien
común
y
al
pleno
desarrollo
humano
de
sus
miembros.
Esta
noción
de
la
ética,
que
incorpora
todos
los
elementos
de
las
anteriores,
constituye
la
más
pro-‐activa,
constructiva
y
comprometida.
Integra
todas
las
dimensiones
básicas
de
la
ética:
normas,
bienes
y
virtudes.
Al
tener
en
cuenta
la
necesidad
de
cooperar
al
desarrollo
humano,
al
logro
de
virtudes
de
sus
miembros,
pone
los
medios
necesarios
para
conseguir
una
“organización
ética
excelente”.
En
definitiva,
una
organización
que
se
esfuerza
permanentemente
por
contribuir
al
pleno
desarrollo
humano
de
todos
sus
miembros,
de
todas
las
personas
implicadas
en
el
logro
de
su
misión
y
de
los
afectados
por
su
actividad.
escritos
sino
crear
las
condiciones
para
que
las
personas
sean
mejores
(Fondrodona,
J.,
Guillén
M.,
Rodríguez,
A.:
La
ética
de
la
empresa
en
la
encrucijada)
ÉTICA
PERSONAL
EN
ACCIÓN
141
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