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ÉTICA
LEX
La filosofía moral presenta tres niveles que pueden ser perfectamente dife-
renciados. La metaética da cuenta de la naturaleza de los juicios morales y
del razonamiento moral. La ética normativa se entiende —en un nivel abs- .
tracto- con las nociones de lo bueno y lo correcto. La ética aplicada, final-
mente, concreta en algún área determinada las nociones estudiadas por la
ética normativa. La ética de la función judicial, desde luego, es un caso -im-
portante, por cierto- de ética aplicada.
Las relaciones que existen entre los tres niveles de la filosofía moral no
son uniformes. La metaética ejerce alguna influencia sobre la ética norma-
tiva. Si yo sostengo -en el nivel metaético- que existe una verdad moral
sustantiva, y participo de un realismo moral (en sentido fuerte), es difícil .
que mí ética normativa contenga a la vez el valor de la tolerancia. ¿Por qué
habría de ser yo tolerante con el error?
Supongamos que yo adhiera a una metaética que sostiene la existencia
de hechos morales: los juicios morales que se ajustan a esos hechos son
verdaderos, y los que no lo hacen son falsos. Tan falsos, por ejemplo, como
la proposición que sostuviera que los españoles arribaron por primera vez
a América en el año 1820. Ahora bien: si un profesor de historia enseña a
sus alumnos que los españoles arribaron por primera vez a América en l
a
segunda década del siglo XIX, el director del colegio debe despedirlo por
ignorante. Y si el profesor reclamara tolerancia por parte del director res-
pecto de sus ideas, el director no debería tenerla: el profesor está simple-
mente equivocado, y a los alumnos no se les debe enseñar historia de for-
. ma equivocada. Pero si hay juicios morales que son tan falsos como la
afirmación histórica a la que acabo de referirme, entonces respecto de ellos
deberíamos ser igualmente intolerantes.
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Sin embargo, yo creo que la teoría debe primar sobre las intuiciones
una vez que la teoría ha sido aceptada, y por razones de simplicidad asumo
aquí que esta es la posición correcta, sin proporcionar argumentos para
ello, pues tampoco este tema constituye aquí mi objetivo principal Lo que
hay que establecer, entonces, es cuál de las teorías de ética normativa es la
que debe aplicarse en el ámbito de la función judicial.
Porque si la ética normativa determina las soluciones de la ética aplica-
da, no hay otra manera de conocer ética aplicada que conociendo antes las
distintas teorías disponibles en ética normativa, de modo de poder decidir
cuál de ellas corresponde aplicar en un ámbito determinado, en este casó
la función judicial. La ética aplicada se enfrenta a problemas graves cuan-
do olvida esta obviedad: que es sólo la aplicación de una teoría ética deter-
minada. Cuando olvida, en otras palabras, el orden jerárquico que enuncié
al comienzo: primero la metaética, luego la ética normativa, y -recién en-
tonces-la ética aplicada: Este orden jerárquico debe interpretarse también
como un orden cronológico: no puede realizarse ningún trabajo en ética
aplicada sin conocer previamente ética normativa. No existe una ética de
la fundón judicial que pueda determinarse antes de conocer ética norma-
tiva. Los que intentaron realizar directamente esta tarea, sin detemerse an-
tes a examinar la ética normativa, fracasaron por ignorar el orden —jerár-
quico y cronológico— que acabo de mencionar.
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Veamos entonces cuáles son las teorías éticas que pueden competir para
aplicarse a la conducta de los juéces. Hay tres teorías ¿ticas normativas que
dominan elpanorama de la filosofía moral: dos son ericas del deber, y la ter-
cera es una ética del carácter. Lás éticas del deber, así llamadas porque esta-
blecen un catálogo preciso de nuestros deberes morales, son el consecuen-
ciallsmo y el deontologismo. La ética del carácter, así llamada porque no
pretende proporcionarnos un Catálogo de deberes sino concentrarse en lo-
grar el mejor carácter moral paira el agente, es la ¿rica de la virtud. Para la
ética de la virtud —como he dicho— lo central es el carácter del agente mo-
ral: un individuo no es bueno porque hace cosas buenas, sino que ciertas
cosas son buenas porque las hace ese individuo, que posee un carácter vir-
Voy a descartar desde un comienzo a la ética de la virtud como una teo- tuoso.LIBRERIA LEX I MirSIam | 5,00 | 5,00 | 22 LA ETICA DE LA FUNCION
ría que pueda aplicarse en el campo de la función judicial. (En realidad, Pla- JUDÍCIAL-FARRELL-2/11/17 | PrT: 1 | LIBRERIA LEX
tón dio por tierra con la afirmación anterior con un argumento decisivo que
proporcionó en el Eutifrón: ciertas cosas no son buenas porque las quieren
los dioses, sino que los dioses las quieren justamente porque son buenas.) produzca el fin también sería irrelevante. (Si ir caminando al colegio es un
En este ámbito los deberes cuentan decisivamente, y el juez virtuoso es medio para que mi hijo asista a clase, de esta sola circunstancia no se sigue
que -sencillamente- aquel juez que cumple mejor con sus deberes morales. No está justificado para el consecuencialismo que yo envíe a mi hijo cami-
es que una sentencia sea justa porque la dicta un juez virtuoso, al contrario: nando al colegio. Porque si la distancia a recorrer es enorme, y los medios de
un juez es virtuoso porque dicta sentencias justas, lo que indica que debe transporte en la zona son baratos y están a mi alcance, el segundo medio
tiene existir algún criterio independiente para juzgar la justicia de las decisiones un menor costo que el primero.) Pero, incorporando estas puntuali-
judiciales. Aristóteles podía identificar a los individuos virtuosos con los zaciones, es cierto que para el consecuencialismo el fin justifica los medios.
aristócratas atenienses, pero hoy en día nos domina un mayor grado de es-
cepticismo. Esto nos deja entonces, con dos candidatos potenciales para La estructura deontológica no puede ser más distinta. El deontologis-
mo establecer los deberes del juez: el consecuencialismo y el deontologismo. sostiene la prioridad de lo correcto sobre lo bueno, y caracteriza a lo
correcto de un modo independiente de lo bueno. El deontologismo, por
El consecuencialismo es una teoría ética que sostiene la prioridad de lo ejemplo, no discute que la felicidad es buena, pero sostiene que no cual-
bueno sobre lo correcto. En su versión más conocida -el utilitarismo- lo bue- quier conducta que maximice la felicidad es correcta. El deontologismo
no es la felicidad. Lo correcto no sólo está subordinado a lo bueno, sino puede entenderse como una teoría moral que establece restricciones a la
que en el consecuencialismo ni siquiera se define de manera independien- persecución de lo bueno. Por más que la conductax produzca el estado de
cosas te de lo bueno: lo correcto para un consecuencialista consiste sencillamente A, y por más que^el estado de cosas A sea el que contenga la mayor
en maximizar lo bueno. Para un utilitarista, lo correcto consiste entonces en felicidad posible, todavía debo preguntarme si x es la conducta correcta, y
si no maximizar la felicidad. (Descarto, sencillamente porque la creo errónea, la lo es, entonces no puedo llevar a cabo A, porque al deontologista no
le versión satisfaccionista del consecuencialismo.) preocupan sólo los estados de cosas, sino —muy especialmente- la rela-
ción del agente con los estados de cosas.
Nótese un resultado de gran importancia en esta subordinación de lo Para el deontologista es muy claro que el fin no justifica los medios. En
correcto a lo bueno: cualquier conducta que maxiraice lo bueno eS correc- realidad, para él los medios empleados son más importantes que el fin a
ta. No hay límites morales a la persecución de lo bueno. Si usted demues- lograr. Aunque matar a una persona sea el medio más idóneo para evitar
tra que la conducta x produce el estado de cosas A, y que ese es el estado cinco muertes, el deontologismo sigue prohibiendo el matar (porque le
de cosas posible en el cual hay más felicidad, entonces la conducta x es la interesa más que yo no mate, y no que se produz.ca un estado de cosas con
un conducta correcta. Y punto. menor número de muertes). Matar no es un medio permitido, y ni si-
quiera el fin de evitar cinco muertes -o cincuenta, o quinientas-puede jus-
Lo característico del consecuencialismo -entonces- es la ausencia de tificarlo. No importa solamente la consecución del fin sino cómo yo, en
restricciones a la persecución de lo bueno, lo cual se deriva —precisamen- tanto agente moral, me relaciono con la consecución del fin. (No estoy
te- de la ausencia de una concepción de lo correcto como algo distinto de sosteniendo que los números no importen nunca para el deontologista.
lo bueno. Expresado en términos populares, para el consecuencialismo el Puede ser que no lo conmueva la muerte de cinco, de cincuenta o de qui-
fin justifica los medios. Puesto que esta frase está ampliamente desacredi- nientas personas, pero siempre existirá un número lo suficientemente
tada en la moral del sentido común, me apresuro a aclarar que los conse- elevado como para conmoverlo, salvo que se trate de un deontologista
cuencialistas no creen que cualquier medio esté justificado para cualquier irracional.)
fin. Ante todo, el fin en sí mismo debe estar justificado; dé lo contrario, su
relación con los medios sería irrelevante en el ámbito de la justificación
moral. 3
ISO (Por más que yo insista en que matar a mi madre es el único medio 1
para heredarla, el consecuencialismo se resistiría a aprobar mi conducta.)
En segundo lugar, para que el medio esté justificado debe tratarse del me-
dio que mejor produce el fin, esto es, del medio que produce la mayor can-
tidad del fin al menor costo; de lo contrario, la sola circunstancia de que
Con estas breves nociones previas, me parece claro que la teoría ética que
se aplica a la función judicial es el deontologismo. Al menos esto es así,
sin duda, en aquellos países que, como los Estados Unidos y la Argentina
(para citar los dos casos que conozco mejor) tienen constituciones con de-
rechos firmemente establecidos en ellas.¿Qué se le pide moralmente a un juez
cuando actúa? Creo que esta pre-
gunta (que es el interrogante central de la ética aplicada a la función judi-
cial) podemos entenderla mejor si comenzamos por formulamos la pre-
gunta opuesta: ¿qué no se le pide que haga? Claramente, no se le pide que
lleve a cabo el mejor estado de cosas posible, no se le pide -por ejemplo-
que maximice la felicidad general con su decisión. No es que el sistema ju-
rídico desprecie la felicidad; al contrario: se supone que el legislador dise-
ña las normas jurídicas preocupado por la obtención de la felicidad. Se tra-
ta, en cambio, de que el sistema jurídico está preocupado especialmente
por el modo como se obtiene la felicidad. Y el modo -esto es, el respeto de
los derechos- tiene más importancia que la felicidad misma. Esto descarta
a primera vista al consecuencialismo —y al utilitarismo, como especie dentro
del género consecuencialista— como la teoría ética a aplicarse en el ámbito de
la función judicial. Pero, como luego veremos, constituiría un grave error
creer que estas consideraciones excluyen definitivamente al consecuencia-
lismo de la ética judicial.
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que el acto está concebido para incrementar lo que los filósofos llaman la
uti-
lidad general; que está concebido para producir más beneficio que daño.
Así,
aunque el gobierno de la ciudad de Nueva York necesita una justificación
para
prohibir a los automovilistas el recorrer Lexington Avenue hacia el norte,
cons-
tituye una justificación suficiente si los funcionarios competentes creen,
sobre
la base de una evidencia firme, que la gananda para la mayoría sobrepasará
los
inconvenientes de la minoría. Cuando se dice en cambio que los
dudadanos in-
dividuales tienen derechos frente al gobierno, como el derecho a la
libertad de
expresión, esto debe significar* que este tipo de justificación no es
sufidente.
De otra manera, la pretensión tío argumentaría que los individuos tienen
una
protección especial en contra de la ley cuando sus derechos están en juego,
y
este es precisamente el punto de la precensión.1
Como puede verse, los casos en los cuales la utilidad es suficiente como
jus-
tificación son los casos que podríamos considerar como secundarios en un or-
denamiento jurídico: determinar la dirección del tránsito vehicular, por ejem-
plo. En los casos primarios, corno d de proteger la libertad de expresión, el
papel de la utilidad es sólo indirecto. Se supone que d legislador consideró útil
d respeto a la libertad de expresión, pero no es necesario que resulte útil el res-
peto a la libertad de expresión en cada caso concreto en que ella se encuentra
en juego. Y d juez'—como es obvio— se ocupa sólo de los casos concretos.
De modo que lo que Dworkin muestra, con toda claridad, es esto: los
derechos son cartas de triunfo. '¿Y sobre qué triunfan los derechos? Preci-
samente sobre las consideraciones de utilidad. Para dejar de lado un dere-
cho no basta con mostrar que este desplazamiento del derecho produce un
estado de cosas tal que contenga más felicidad. El juez debe hacer respetar
los derechos, no preocuparse por consideraciones de utilidad.
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Tal vez, sin embargo, existe todavía una manera de reivindicar el papel del
consecueneialismo como ética de la función judicial. Aceptemos que los
derechos son importantes, y adeptemos incluso que son más importantes LIBRERIA LEX |
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aún que las consideraciones de utilidad. Todavía podemos emplear sin em-
bargo aquí la estructura consecuencialista, sosteniendo que el papel del
juez consiste en maximizar los derechos. Si los derechos son lo bueno, lo
correcto es maximizar el respeto a los derechos, sin estar sujetos para ello
a restricción alguna.
mdiseñado de este modo, por supuesto, tal como Nozick continúa expli-
cando. Recuerda que, en este caso,
Parece entonces que la única teoría ética que describe adecuadamente la fun-
ción judicial es el deontologismo, y esto es justamente lo que ya he dicho al
comienzo. Sin embargo, encuentro al menos un importante papel (aunque
tal vez residual) para el consecuencialismo (y, más específicamente, para el
utilitarismo), al menos en dos aspectos centrales de la decisión judicial.
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El primer aspecto es el siguiente: si examinamos cualquier sistema jurí-
dico, advertiremos de inmediato que se trata de un sistema que otorga más
de un derecho. Se trata, entonces, de un sistema pluralista. Pero hay algo
más todavía: se trata de un sistema pluralista en el cual los derechos no es-
tán usualmente ordenados de una manera jerárquica.Esta última observación
debe ser explicada de un modo más adecuado.
Por supuesto que existe una jerarquía entre derechos constitucionales, por
una parte, y derechos legales, por la otra, en la que el lugar superior -ob-
viamente- lo ocupan los derechos constitucionales. Lo que no existe es una
jerarquía entre los derechos constitucionales mismos. La constitución otor-
ga, entre otros, los derechos de propiedad y de libertad de expresión, por
ejemplo, pero no dice en cambio que uno de ellos sea superior al otro. To-
dos los derechos constitucionales se consideran como de igual jerarquía.
¿Qué ocurre, pues, cuando dos derechos entran en conflicto, y son am-
bos -por ejemplo- derechos constitucionales, y -consecuentemente- dere-
chos de igual jerarquía? Puesto que la Constitución no establece-como dije-
ninguna jerarquía de derechos, el que debe decidir cuál derecho desplaza al
otro en este caso concreto es el mismo juez. Y mi tesis es que, puesto que no
existe ninguna jerarquía de derechos, él debe optar por hacer respetar uno
de esos derechos basándose en consideraciones de utilidad. En caso de con-
flicto de derechos, el juez debe practicar el cálculo consecuencialista, y op-
tar por el estado de cosas que produzca la mayor felicidad.
Por lo tanto, cualquier deohtologista debería aceptar que hay casos ex-
tremos en los cuales, ante la gravedad de las consecuencias que se seguirían
del respeto de un derecho, ese derecho debe ceder ante consideraciones de
utilidad, y esto es lo que el juez debe advertir (y decidir de acuerdo a ello).
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Ningún individuo racional razona, a lo largo de toda su vida y en todas
las situaciones posibles, exclusivamente como consecuencialista o exclu-
sivamente como deontologista. Razona primordialmente, en la inmensa
mayoría de los' casos, como uno o como otro, pero en situaciones perifé-
ricas adopta justamente la doctrina opuesta: el consecuencialista acepta
restricciones y el deontologista acepta el cálculo dé consecuencias. Los
Tribunales son como los individuos: en la inmensa mayoría de los casos
razonan como deontologistas, y esto es —justamente- lo que deben hacer.
Pero en situaciones periféricas adoptan el consecuendalismo para evitar
catástrofes, y esto es también lo que deben hacer. No hay nada de malo
en reconocerlo expresamente y hay mucho de bueno en hacerlo: acotan en
este caso el precedente, y lo dejan reducido a situaciones de catástrofe.La
ética consecuencialista es tan digna de respeto como la deontológica.
Por eso resulta extraña la renuencia de los Tribunales a reconocer pública-
mente su razonamiento consecuencialista en circunstancias de excepción.
Si bien la ética predominante en la decisión judicial es la deontológica, no
es desdoroso aceptar que hay casos en los cuales el juez debe comportarse
como un consecuencialista.
que se admita, sin más, la razonabilidad de todos y cada uno de los medios
ins-
trumentales específicos que se establezcan para conjurar los efectos de la
vici-
situd.
Porque, dijo el Tribunal, la restricción que impone el Estado
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En realidad, todo Tribunal hace -o debe hacer siempre- un cálculo de
consecuencias^ Lo que ocurre es que la inmensa mayoría de los casos no
son casos en los cuales el respeto de los derechos conduce a una catástro-
fe. Por esta razón el cálculo de consecuencias es implícito y no se incluye
abiertamente en la decisión del Tribunal. Pero en los casos periféricos,
cuando se avizora la posibilidad de que el respeto de un derecho produzca
una catástrofe, el Tribunal dehe hacer explícito su cálculo consecuencialis-
ta, sea que se haya decidido por el respeto del derecho o por su violación.Lo
que he tratado de mostrar hasta aquí puede resumirse entonces de esta
forma:
Notas
1. Ronald D-workin, Taking Rights Seriausly, Londres, Duck-worth, 1977,
pág. 190,
3. Roben Nozick, Anarchy, State, and Utopia, Oxford, Basil Blackweli, 1974,
pág. 28.