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Pablo Mella, sj
Existe una idea errónea que comparte la mayoría de quienes se abanderan hoy como nacionalistas. A
saber, se tiene la idea de que todo el mundo ha de entender por nacionalismo la misma cosa: un
patriotismo activo y egocéntrico. A esta idea falsa la podemos llamar «definición pretendidamente
neutra», porque supone la existencia de un comportamiento en el mundo que se puede identificar
objetivamente como nacionalismo y que por esta razón no admite diversas interpretaciones.
La pretensión de neutralidad en una definición implica, por tanto, dos suposiciones: que en la definición
ofrecida no hay nada de subjetividad y que quien define ha establecido una verdad objetiva
incontestable. Quien se opone a esa definición tiene el alma pervertida. De acuerdo a una definición
pretendidamente neutra, nacionalista sería aquella persona que se comporta siguiendo reglas y valores
perfectamente determinados a priori por quien define el nacionalismo. Si una persona hace «a», «b» y
«c» es perfecto nacionalista; si no hace eso, no es nacionalista. Por ejemplo, si ama la bandera, canta el
himno y alimenta la animadversión contra el extranjero, es buen nacionalista. Otros comportamientos,
como insultar a quienes no piensan como uno, amenazar con asesinato a quien se considera traidor o
sembrar la esfera pública de noticias falsas, no tienen nada que ver con ser nacionalista. Otro ejemplo:
se puede ser nacionalista y defender en los tribunales a los autores de un colosal fraude bancario.
Parecería que la definición neutra puede contar con un buen aliado: el diccionario de la lengua. La Real
Academia Española nos ofrece dos definiciones claras y precisas de nacionalismo:
Ahora bien, quienes se apoyan en Renan para mantener el espiritualismo se olvidan de la segunda parte
de su reflexión, lo que tiene que ver con consentimiento racional. Con estas palabras explica mejor este
otro aspecto: «Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión,
ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de
hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, [es lo que] crea una conciencia moral que se llama una
nación». Estas palabras ilustran este otro aspecto que haría de una nación lo que es: la idea de un
consenso moral para vivir juntos, es decir, la idea de una suerte de contrato social atravesado por el
principio de justicia. Esto nos lleva al segundo significado de nacionalismo registrado por la Real
Academia.
Según la segunda definición del diccionario, el nacionalismo tiene que ver con la aspiración de un pueblo
a constituir un Estado. Por lo tanto, no son determinados rasgos culturales (por ejemplo, la lengua, la
religión…) ni determinados rasgos físicos (color de la piel) o geográficos (vivir en las montañas o en la
costa) lo que hace de un grupo humano una nación. Lo que constituye verdaderamente una nación es la
voluntad explícita de un grupo humano para organizarse políticamente.
Saquemos de este primer recorrido por el diccionario una conclusión fundamental para seguir
indagando de cuál nacionalismo estamos hablando. Las definiciones del diccionario de una lengua se
construyen a partir de los significados que los hablantes de esa lengua dan a las palabras. Puede decirse,
entonces, que a través del análisis discursivo de las definiciones del diccionario podemos acceder a las
ideas compartidas espontáneamente por esa comunidad de hablantes; es decir, podemos acceder a su
imaginario. En el imaginario reflejado en las definiciones de nacionalismo del diccionario existe una
tensión entre la dimensión cultural y racial y la dimensión política. Se plantea entonces la necesidad de
aclarar qué se entiende por «pueblo» y en determinar a cuáles sujetos se les reconoce de pleno derecho
como parte de ese pueblo. Implícitamente, surge la necesidad de saber qué derechos reconocerá el
Estado a quienes no formen parte de ese pueblo. La definición de Renan no avanzó mucho en el
esclarecimiento de estos aspectos. Conviene profundizar en ello.
2) La propuesta de Habermas: patriotismo constitucional
Uno de los autores contemporáneos que ha abordado el tema del nacionalismo con más radicalidad ha
sido el filósofo alemán Jürgen Habermas. Su punto de partida es la traumática experiencia alemana del
nazismo, que protagonizó el genocidio de millones de judíos por parte de Hitler y sus seguidores
ultranacionalistas, quienes profesaban doctrinas racistas y exacerbaban la xenofobia. Como respuesta
ética a esta violencia ultranacionalista genocida, Habermas desarrolló filosóficamente la noción de
patriotismo constitucional.
La expresión patriotismo consticional fue acuñada originalmente por el politólogo alemán Dolf
Sternberger a finales de la década de los 70 del siglo pasado. Sin embargo, el término se ha conocido
ampliamente en la esfera internacional por los trabajos de Habermas. Estos pensadores percibieron la
necesidad de bañar de valores democráticos el imaginario de la nación alemana alimentado por el
Tercer Reich, el cual había sido en buena medida la causa de la II Guerra Mundial. Este imaginario —que
planteaba la superioridad de la «raza germana aria» y el menosprecio a quienes no fueran considerados
como miembros de ella— seguía presente en la mente de muchos alemanes después de la derrota de
Hitler en la guerra. Culturalmente, el pueblo alemán estaba sentado sobre una bomba de tiempo.
La propuesta ético política de Habermas buscaba en primer lugar superar el concepto tradicional de
nación predominante en Alemania. En buena medida, el imaginario vigente de la nación alemana
radicalizaba el primer significado de nacionalismo registrado por el diccionario de la lengua española: el
celo por defender la nación histórica y étnicamente entendida. Por eso, el patriotismo de la constitución
de Habermas plantea, de manera radical, la necesidad de una sociedad estatal post-nacional.
Concretamente, solo se podrá garantizar un Estado de derecho en Alemania si se abandona la idea de
que lo que debe unir al pueblo que habita el territorio del país son elementos como la lengua, la raza o
el pasado histórico común. En sociedades multiculturales, a un pueblo lo debe de unir el derecho
constitucional moderno. El patriotismo que se necesita hoy día no consiste en la fidelidad ciega a los
ideales de los padres fundadores de la patria románticamente entendida, sino el que se define por el
compromiso con los derechos humanos constitucionalmente establecidos.
En el trasfondo de esta noción se encuentra la doctrina política del republicanismo. De acuerdo a este
planteamiento, hace falta construir una ciudadanía participativa, comprometida con el bien común. Para
ser ciudadano no hace falta pertenecer a una etnia común o haber participado de un proceso histórico
determinado, sino adherirse a ciertos principios democráticos comunes que quedarán establecidos en la
Constitución después de un debate parlamentario racional.
Por lo tanto, como condición de posibilidad, los nuevos ciudadanos deben de adoptar una identidad
totalmente reflexiva, poniendo entre paréntesis los contenidos particulares de su tradición cultural. Por
este camino han de abrazar contenidos universalizables, como lo serían los derechos fundamentales
consagrados por la Constitución bajo la inspiración de la declaración universal de los derechos humanos,
los cuales constituyen las bases del Estado democrático de derecho. Patriotismo, en pocas, palabras,
sería abanderarse del derecho moderno. Este sería el único orgullo patriótico éticamente admisible.
Como resultado, esta versión universalista de patriotismo se opone tajantemente a cualquier
nacionalismo fundado en distinciones étnicas o culturales. Por lo tanto, propone una identidad
abstracta, definida por el respeto a los procedimientos legales.
A diferencia de lo soñado por Habermas y sus seguidores (que han sido muchos, también en República
Dominicana) su idea abstracta de nación no ha acabado imponiéndose en el mundo contemporáneo.
Por el contrario, vemos surgir por todos lados manifestaciones ultranacionalistas orientadas a legitimar
acciones violentas del Estado noción contra los inmigrantes o contra determinados sectores de la
población que se consideran vergonzosos para una nación culturalmente definida.
Sin embargo, el problema detectado por Habermas desde la ética sigue vigente. Puede plantearse, en
consecuencia, que parte de la solución ofrecida por él igualmente sigue vigente. Específicamente, de
Habermas pueden tomarse dos ideas. Primero, debemos tener una actitud reflexiva sobre nuestra
identidad histórica nacional, lo que implica no absolutizarla. Más importante que ser patriota en sentido
espiritualista es comprometerse con la equidad social y el respeto de la dignidad humana, que son
valores universales. Segundo, hace falta construir una nueva noción de patriotismo que integre los
contenidos de justicia formulados hoy como derechos fundamentales.
Habermas y sus seguidores se equivocaron al negar tajantemente el valor social de determinados
elementos afectivos que son vitales para forjar la identidad personal y colectiva. Las identidades
humanas son carnales, concretas; no son abstractas. De lo que se trata es de valorar discernidamente
las cosas que queremos entrañablemente, esos momentos y bienes materiales que habitan nuestros
tiernos años infantiles y juveniles; pero sin dejarnos de abrir a la universalidad que se encuentra
implícita en los derechos humanos o en valores religiosos no nacionalistas, como lo es la fraternidad
cristiana.