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2019: DE LOS TIEMPOS NUEVOS

Pablo Mella
Instituto Superior Bonó

Muchos acontecimientos sorprendentes se han venido acumulando en los últimos meses. El 2019 será
recordado con el paso de los años como una fecha especial.

La región latinoamericana se destacó en el escenario trasnacional por su inquietud social extrema: se


realizaron protestas masivas en Nicaragua, Venezuela, Puerto Rico, Haití, Chile y Bolivia. Se verificó una
reconstitución de las fronteras de conflicto en el sufrido Oriente Medio. Se perdió el sentido de la
autoridad gubernamental en Europa, sobre todo en España, por la incapacidad de los partidos políticos
de formar gobierno. Se banalizaron temas dolorosos y delicados sobre todo por el recurso al twitter
como medio de comunicación de grandes autoridades mundiales, entre las que destaca el presidente de
los Estados Unidos.

Puede decirse que el año 2019 concluye con una sensación de desamparo ante la escalada de
conflictividad mundial y la incapacidad de ofrecer soluciones estables a los problemas. Existe un vacío
ético político. La problemática que aflora es bien radical: ¿qué queremos para el futuro de la humanidad
y bajo cuáles principios e instituciones nos amparamos para alcanzar ese futuro deseado?

Problemas con el diagnóstico de lo que sucede

Uno de los grandes desafíos que tenemos por delante es encontrar una causa profunda de la agitación
social que se sucede por todos lados. Para que palpemos el desafío y la importancia que entraña un
buen diagnóstico social recordemos el escenario del siglo XIX. A fines de este siglo, se gestó el gran
problema que ha marcado el siglo XX: la industrialización y la cientifización o racionalización de las
prácticas sociales. Desde entonces, toda problemática humana se consideró como un problema técnico;
al cabo de los años eso se tradujo en fórmulas para el desarrollo. La producción industrial aumentaría
enormemente las riquezas, que se distribuirían entre todos poco a poco, y la humanidad viviría feliz en
nuevos conglomerados urbanos, no en asentimientos rurales aislados, con acceso a los beneficios de la
tecnología. La realidad fue otra: se formaron los grandes barrios, se crearon nuevas situaciones de
insalubridad pública, se propició un ambiente para la delincuencia, se hicieron guerras por los recursos y
el mercado que demandaba el crecimiento tecnológico, y se acabó contaminando el medioambiente.
Así, la gran ciudad acabó siendo un verdadero dolor de cabeza. En buena medida, los desafíos sociales
que vivimos hoy hunden sus raíces en este dinamismo decimonónico.

Ante este fenómeno social, se buscaron soluciones en el ámbito político. Surgieron dos propuestas
sistémicas opuestas para enfrentar los problemas, pero ambas partían de un presupuesto común: el
paradigma tecnocientífico de comprensión del mundo. Una forma fue el socialismo o comunismo. Su
propuesta consistió en colectivizar la propiedad, especialmente los medios de producción. Entendía que
el mal de la desigualdad residía en la propiedad que permitía la acumulación de la riqueza. Sobre esta
explicación macroeconómica se construía un discurso para los demás ámbitos de la vida: el político, el
microeconómico, el jurídico y el ideológico (donde cabe integrar la religión). Una economía bien
planificada bajo el principio de la propiedad colectiva sería la panacea de todos los problemas sociales.

La otra forma de enfrentar la crisis decimonónica fue el sistema capitalista liberal. Planteaba un camino
opuesto al socialismo. La propiedad privada se presentaba como la clave para el cambio social que se
ansiaba. Se argumentaba que la propiedad corresponde con otro principio dinamizador de la vida
económica: la iniciativa privada. Solo se empeña en trabajar y producir bienes quien sabe que va a
acumular más riquezas para sí y para los suyos, es decir, quien sabe que por su trabajo aumentará sus
propiedades. Bajo este principio, se le asigna al Estado un papel mínimo. Este prácticamente no debe
intervenir en lo social; su función sería básicamente policial; ha de controlar (y encarcelar, si fuera
necesario) a quienes violenten el orden social en la búsqueda de acumular riqueza.

Las ciencias sociales nacieron para acompañar este proceso iniciado en el siglo XIX. Sus textos
advirtieron el nuevo paso que se estaba dando en la historia. Un sociólogo alemán, Ferdinand Tönnies,
esquematizó todo el proceso como el paso de la comunidad a la sociedad. En sus líneas básicas, la
explicación era la siguiente. Hasta el siglo XIX predominaban relaciones comunitarias: las personas se
sentían como una familia y como corresponsables de un destino compartido. Se tenían relaciones
afectivas cálidas y habría espacio para lo interpersonal. Desde la segunda mitad del siglo XIX esto cambió
radicalmente: las personas se sienten tan solo como una pieza anónima de una maquinaria inmensa y
ajena, de la cual no se consideran responsables. Las relaciones entre las personas se vuelven
contractuales y el espacio intersubjetivo se ve remitido a lo íntimo del hogar. En suma, se experimenta
un sentimiento de deshumanización. Para contrarrestar esta experiencia de sinsentido, las diversas
ciencias sociales hablaron de los aportes de los procesos de modernización. En general, el tono era de
alabanza: es verdad que se perdían numerosas cosas positivas de las comunidades tradicionales, pero se
ganaba mucho en términos de calidad de vida.

Las explosiones sociales que hemos conocido este año 2019 se han dado tanto en regímenes que se
pueden clasificar bajo el rótulo de liberales, como en regímenes que se pueden clasificar bajo el rótulo
de socialistas. Esto nos lleva a pensar que los presupuestos normativos de ambos proyectos políticos no
bastan para enfrentar el momento social que vivimos. A esto se su suma la incapacidad de diagnosticar
lo que está sucediendo desde las ciencias sociales convencionales. Esto implica dos cosas en concreto:
primero, cambiar el modo de diagnosticar lo que sucede, dejando de procurar la última explicación de
todo lo que sucede en razones técnicas asociadas a la producción creciente de bienes y servicios;
segundo, esbozar otro camino de solución, que no se vea lastrado por visiones unilaterales de la
realidad.

Diagnosticar profundizando y dimensionando

¿Qué motiva tanta revuelta por tantos lados? Ya sabemos que no se puede echar mano de una
explicación fundamentada en una razón única. Para poder esbozar pistas de acción, el diagnóstico habrá
de iniciarse profundizando en los fenómenos que nos asaltan, los cuales siempre aparecen en la escena
pública con eslóganes que sintetizan la injusticia que denuncian. Puede decirse que el contenido de
estos eslóganes nos dan las causas detonantes del conflicto, pero no las causas profundas. Por ejemplo,
en Puerto Rico el detonante fueron unos chats del gobernador con frases ofensivas contra personas
víctimas del huracán María y contra personas homosexuales; pero es claro que esto no explica el
fenómeno masivo de la protesta boricua que presenciamos en julio 2019.

Partiendo de los motivos que los mismos fenómenos enuncian, se han de buscar explicaciones no
inmediatas y pensar cómo se articulan; a esto llamamos dimensionar el diagnóstico. En este paso deben
visualizar causas más generales de los fenómenos, las cuales se han gestado en procesos históricos de
mediana o larga duración. En este nivel más profundo, se percibirá que la historia (entendida como la
acción colectiva desplegada en el tiempo y en las instituciones sociales) no se detendrá. Entonces, se
caerá en la cuenta de que forma parte del mismo ejercicio de la libertad el soñar con relaciones más
plenas entre los seres humanos y el cosmos.

Al tocar el misterio de la libertad humana, intuiremos un más allá de la historia; entonces no habrá más
análisis qué hacer. Llega el momento de tomar una posición o de actuar éticamente para aportar al
proceso de cambio histórico. Uno puede decidirse a reforzar la protesta o puede retomar el contenido
profundo de esta con el propósito de buscar otros canales complementarios para ayudar a que se
cumplan sus propósitos. Pero gracias al análisis dimensionado, se sabrá que toda decisión está supuesta
a reajuste y revisión, porque de antemano se es consciente de que la historia humana es justamente
ejercicio de la libertad.

A continuación, haremos un diagnóstico algo genérico de los acontecimientos recientes que hemos
testimoniado.

Dimensionando los motivos generales del descontento social actual

El primer motivo que se nos muestra en los estallidos sociales es una profunda crisis de representación y
confianza en la clase política para responder a temas sensibles que afectan la vida del día a día. La
ciudadanía de los diversos rincones del mundo percibe que los políticos se entienden entre sí muy bien,
que están dispuestos a pactar con quien sea con tal de manejar el poder y el presupuesto nacional. Los
movimientos sociales señalan normalmente lo que indigna a la ciudadanía en general o a una parte de
ella, pero no tienen la suficiente consistencia para mantener sus reclamos en el tiempo ni para
acompañar los cambios institucionales que hacen falta para alcanzar resultados. De ello resulta el
«manifestacionismo». Constantes marejadas de grupos en las calles, cuyas manifestaciones no
necesariamente conducen a logros tangibles en tiempos razonables. Podemos decir que hoy existe un
quiebre entre lo político y lo social. En términos técnicos de filosofía política: estamos asistiendo a una
falta de legitimidad social y a la obsolescencia de los modos de lucha social.

En segundo lugar, viene el recurso al «chivo expiatorio». Los distintos grupos en conflicto procuran a un
tercero como el culpable de la situación. Los que detentan el poder tenderán a decir que existen grupos
infiltrados que están manipulando las luchas de los movimientos sociales. Los grupos que protestan
echarán la culpa entera a las autoridades gubernamentales, pero nunca se preguntarán por los errores
que han cometido a lo largo de los años y entenderán que nada valioso puede venir de las élites. El
resultado de esta actitud tiene una doble cara. Por un lado, una faceta ética: no se asume la propia
responsabilidad en el proceso histórico. Por otro lado, una faceta social: se debilitan las instituciones
públicas que permitirán resolver legal y legítimamente el conflicto. Del lado del poder gubernamental,
se recorrerá a la represión sin dar explicaciones y sin responder por los daños causados en víctimas y
heridos; del lado de quienes protestan, se mantendrá el eslogan hasta que se desgaste. En el peor de los
casos, la queja repetida por las redes sociales no logrará ni siquiera alterar un tris la estructura de
opresión o injusticia que denuncia. De este modo, se profundiza el quiebre entre lo político y lo social.

El tercer paso de este proceso es el reforzamiento de lo que podríamos llamar «política despolitizada»,
al modo en que hablamos de café descafeinado. La política despolitizada es la que ajusta la
institucionalidad para salir con buena imagen del conflicto, perdiendo el sentido del bien común y la
coherencia ideológica. Es la que maquilla las situaciones para no tener que plantearse políticas públicas
en esquemas de derecho a largo plazo. Al no ofrecer soluciones profundas y eficaces, la política
despolitizada no hace otra cosa que postergar el conflicto para otra ocasión, para un momento futuro
en que los actores del conflicto actual ni siquiera estarán en la escena pública.

Como a fines del siglo XIX, estamos ante tiempos nuevos, es decir, ante un momento histórico en que se
nos pide abandonar nuestros modos rígidos de comprender las cosas y de ejercer responsablemente
nuestra capacidad de actuar políticamente. Para ello, necesitamos reforzar las instituciones públicas que
pueden legítimamente dirimir los conflictos de poder. Pero también necesitamos crear nuevas
instituciones que permitan hacer el puente entre lo que aportan los movimientos políticos y lo que
aportan los movimientos sociales. Estos aportes son, respectivamente, la capacidad de organización
efectiva para obtener resultados desde el Estado y la sensibilidad hacia las situaciones de injusticia que
padece la gente más vulnerada por los procesos de modernización.

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