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35 Cuentos para Primaria 2011 PDF
35 Cuentos para Primaria 2011 PDF
Graciela Montes
En fin, basta con que les cuente que, en esos días, doña Clementina llenó la
huevera, y tuvo que inaugurar dos hueveras más, que contenían:
-un gato Polidoro desesperado,
-un don Ramón agarrado al borde, que cada tanto pedía a los gritos algún
jarabe,
-un frasquito de jarabe Vigorol con una etiqueta llena de estrellitas,
-el "kilito" de manzanas que doña Clementina le había comprado al verdulero,
-la "sillita" de Juana María, en la que se había sentado cuando fue al
cumpleaños de Oscar,
-el propio "Oscarcito", al que de pronto se le había acabado el cumpleaños,
-un "arbolito", al que se le estaban cayendo las hojas,
-un "librito de cuentos",
-siete "velitas" (encendidas para colmo), y otras muchas cosas que
resultaban invisibles a los ojos -como un "tiempito", un
"problemita" y un " amorcito" - todas chiquitas.
Y, claro, doña Clementina no sabía qué hacer con sus achicados; le daba
mucha vergüenza esa horrible enfermedad que la obligaba a andar
achicando cosas contra su voluntad. Era por eso que, en cuanto algo o
alguien se le achicaba (gente, bicho, cosa o planta), se apuraba a
metérselo en el bolsillo y después corría a su casa para darle un lugarcito en
la huevera.
Con las "manzanitas", la "sillita", las "velitas", el "jarabito" y el "librito de
cuentos" no había conflicto. Pero con Polidoro, y sobre todo con don Ramón
y con Oscarcito era otra cosa. En el barrio no se hablaba de otra cosa que de
su misteriosa desaparición.
La mujer de don Ramón no sabía qué pensar: había encontrado la farmacia
abierta y sola, sin rastros del farmacéutico por ninguna parte.
Y Juana María y Braulio, los padres de Oscarcito, andaban desesperados en
busca del hijo tan travieso que se les había escapado justo el día del
cumpleaños.
Así pasaron cinco días.
Doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez, cuidaba con
todo esmero a sus achicados: al arbolito le ponía dos gotas de agua todas
las mañanas, a Oscarcito lo alimentaba con miguitas de torta de limón (su
torta favorita) y a don Ramón le preparaba churrasquitos de dos milímetros
vuelta y vuelta.
Dos veces al día, doña Clementina vaciaba las hueveras sobre la mesa
de la cocina:
Oscarcito jugaba con Polidoro y los dos se revolcaban hasta quedar
escondidos debajo de la panera; don Ramón, en cambio muy formal, se
sentaba en la sillita y le explicaba a doña Clementina cosas que ella jamás
entendía, mientras mordisqueaba una manzana (perdón una manzanita).
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de
Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede
menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.
Algunos de ustedes preguntarán quiénes eran los Perfectos. Bueno, los
Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así
que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos, pero tampoco flacos. No son
demasiado altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.
Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima. No son miedosos. Ni
confianzudos.
No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y
jamás hablan con la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que
digamos. Es más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles como Agustín
Álvarez donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero -pocos y
todo- decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los
Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y
casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el
Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la
tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban
los partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los
floridenses que querían ponerse de novios se reunían a bailar con los
Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.
Para empezar no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle
Warnes, con grandes ventanales y un enrejado alto de rejas negras. Y en el
jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo
palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas
planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente puntuales
llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla
deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían.
Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni
celos. Ni frío.
Tan diferentes eran que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a
visitar el Club de los Perfectos. Bueno, visitar es una manera de decir
porque al club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás
miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el
partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y,
a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las
parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a
los Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto al enrejado. Eran un montón, pero
ninguno era perfecto. Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de
don Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén, que era petiso;
Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes,
chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis
encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los
sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas
porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado
de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo
muchos que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos
alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era verano y
perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.
Pasó una cucaracha. Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo
una cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y
empezó a caminar, perfectamente serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas,
perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su
plato.
El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la
silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y
derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido
blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente,
seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le
interponía algún plato.
Los Perfectos, en cambio, sí que parecían sobresaltados. Había algunos que
se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían
velozmente las uñas acurrucados en los rincones. Había algunos que
lloraban a moco tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a
carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas
volcadas. Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa proseguía su
camino.
Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se
agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los
de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto del
enrejado y empezó a transmitir los acontecimientos:
- El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda.
Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar
de Nácar. La Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se
arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla.
El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y
cae… Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra
la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron
abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y
no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos.
Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por
uno, estaban muertos de miedo.
A los floridenses más burlones les daba un poco de risa. Los más
comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no
era tan malo estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que
fueron sus socios llegan cansados y hambrientos del Deportivo Santa Rita y
que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.
Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.
Y parece que así es mucho mejor que antes.
Ramón Gariboto era una persona más bien tímida, y a las siete y media de
la mañana era tan tímido que hasta un pez podía asustarlo.
De modo que sostuvo al pez con dos dedos y tiró hacia afuera.
-¡Ay! ¡Con cuidado! -se quejó el prisionero, que parecía bastante
malhumorado-. ¡Me estás lastimando las agallas, infeliz! ¡Se habrá visto!
-Lo siento mucho -se disculpó Ramón Gariboto y volvió a tirar hacia afuera
con la mayor suavidad.
El último tramo fue más fácil. El pez se agitó, su cuerpo tornasolado
terminó de atravesar la canilla y un momento después andaba a los
coletazos por la piletita del baño.
-¡Caramba! -dijo Ramón Gariboto agachándose para mirarlo bien-. ¿Por qué
abrirá tanto la boca? ¿Me querrá decir algo?
-A-a-a-a-a-a-agua-a-a-a-a-a-a -logró musitar el pez antes de desmayarse.
Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un
elefante de circo, se decidió una vez a pensar “en elefante”, esto es, a tener
una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por
eso se los cuento: Verano. Los domadores dormían en sus carromatos,
alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban
desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes, el loro había
volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia.
El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara
en la función del día siguiente.
-¿Te has vuelto loco, Víctor? -le preguntó el león, asomando el hocico por
entre los barrotes de su jaula-. ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante
sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la
noche:
-Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí tan
lejos de nuestras anchas selvas...
-¿De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su
encierro-. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida?
-Tú has nacido bajo la lona del circo... -le contestó Víctor dulcemente-.
La esposa del domador te crió con mamadera... Solamente conoces el país
de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad...
-¿Se puede saber para qué haremos huelga? -gruñó la foca, coleteando
nerviosa de aquí para allá.
-¡Al fin una buena pregunta! -exclamó Víctor entusiasmado, y ahí nomás les
explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que
el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a
ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a
imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que
patatín y que patatán.
(Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los
animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga
general...).
-Bah... Pamplinas... -se burló el león-. ¿Cómo piensas comunicarte con los
hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma?
-Sí -aseguró Víctor-. El loro será nuestro intérprete.
Y enroscando la trompa entre los barrotes de su jaula, los dobló sin
dificultad y salió afuera. Enseguida, abrió una tras otra las jaulas de sus
compañeros.
Al rato, todos retozaban en torno a los carromatos. ¡Hasta el león!
Los primeros rayos del sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles
de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de
su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas
anaranjadas... (Los animales nunca supieron sí fue por eso que el dueño del
circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...).
De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio:
-¡Los animales están sueltos! -gritaron a coro, antes de correr en busca de
sus látigos.
-¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas! -les comunicó el loro
no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente.
-¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro
delegado, el elefante!
-¿Qué disparate es éste? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon
amenazadoramente.
-¡Ustedes a las jaulas! -gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron
sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el
que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo
detrás de los barrotes.
La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró
cerradas por grandes carteles que anunciaban:
CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES.
HUELGA GENERAL DE ANIMALES.
Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres:
-¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego!
-¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas!
-¡No usen las manos para comer!
-¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Píen! ¡Ladren! ¡Rujan!
-¡Basta por favor, basta! -gimió el dueño del circo al concluir su vuelta
número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las manos-.¡Nos
damos por vencidos! ¿Qué quieren?
El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el
discurso que le había enseñado el elefante:
-...Conque esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que
patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras anchas
selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para
diversión de todos los gatos y perros del vecindario.
He dicho.
Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de
semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje
entre los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales
se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino a África.
Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: en uno viajaron
los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue
totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos que un elefante
ocupa mucho, mucho espacio...
El tercer día del verano, no bien la siesta se despertó, Bruno corrió hacia el
mismo lugar del encuentro, buscando la larga trenza castaña. Y la encontró,
muy ocupada, juntando almejas en un balde.
-¡Hola Leila! –le dijo después de mirarla unos minutos en silencio.
-¿Qué tal Bruno? le respondió ella.
Desde esa tarde, y hasta que terminó el verano, el gigante y la mujercita se
encontraron en la playa todos los días.
El último día de las vacaciones, Bruno la tomó de la mano y la llevó –con los
ojos cerrados- a conocer la casa que él mismo había construido frente al
mar.
-Puedes abrir los ojos, Leila -le dijo tras caminar un largo trecho por la
playa-. Esta será nuestra casa; aquí viviremos cuando nos casemos… -y el
enorme corazón de Bruno hizo agitar su camisa tanto o más que el viento…
Lo primero que vio Leila fue el zócalo, que le llegaba hasta las rodillas…
Después miró la puerta, de la que ni siquiera podía alcanzar el picaporte…
Finalmente echó su cabecita hacia atrás y la contempló entera… Una
gigantesca casa de piedra ocupó su atención durante media hora: el tiempo
necesario para verla de frente, con sus pequeños ojos.
Puerta de madera, tallada con extraños arabescos…
Ventanales con vidrios azules…
Una cúpula allá, a lo alto, tan lejos de la playa…
Tan cerca de las nubes…
Esa tarde la lluvia caía y caía y un olor a tierra mojada llenaba el monte.
-¡Eh, don sapo! -gritó el piojo desde abajo de la panza del ñandú-. ¡Aquí no
nos moja la lluvia! ¡Qué oportunidad para que nos cuente un cuento!
-¡Un cuento de Buenos Aires, don sapo! ¡Cuéntenos más de Buenos Aires!
-pidió la garza blanca.
-¡Eso, don sapo! -dijo el quirquincho-. ¿Qué les gusta a los que viven allá?
¿Tienen buena tierra? ¿Les gusta el olor de la tierra mojada?
-¿Cómo?
-No nos haga bromas, don sapo! ¡Cómo no van a tener tierra!
-Ya les explico. Tienen que pensar que allá las cosas son diferentes.
-Y sin embargo es así. Todo todo es como una piedra muy grande y chata.
-Sí, pero en el fondo se ve que la tierra les gusta, porque vuelta a vuelta la
rompen y hacen grandes pozos, y ahí, debajo de la piedra, tienen tierra.
-Todos los días. Cuando tapan un pozo se van un poco más allá y cavan otro
pozo.
-Parece.
-¡Pero no tiene sentido, don sapo!
-Bueno, don sapo, pero lo que no entiendo es por qué no dejan toda esa
tierra afuera del pozo y listo. La tienen a mano para toda la vida.
-Es que allá tienen muchas leyes, y parece que la ley dice que tienen que
ser así.
-Se paran y miran dentro del pozo. Se paran y miran. Por eso digo que les
gusta la tierra.
-¡Pobres! ¡Qué mala suerte tener esa piedra arriba! ¡El trabajo que les
cuesta!
-Y bueno, amigo piojo, son cosas de la vida. No a todos nos toca la suerte de
vivir en el monte.
Las aguas del Bermejo corrían alborotadas después de la lluvia, de las hojas
colgaban infinitos espejos de luz brillando bajo el sol y el monte florecía de
colores y bailaba con el canto de los pájaros.
¡Qué lo tiró! -dijo el piojo-. ¡Esto es tan lindo que me da un no sé qué!, -y de
puro nervioso lo picó tres veces al ñandú.
-¡Eh, don piojo, no se entusiasme tanto! -gritó el ñandú sacudiendo la
cabeza.
-¡No se achique compañero! -dijo el piojo saltando de contento.
Éste es un día para no desperdiciar. ¿No ve que anda contenta hasta doña
vizcacha?
-¿Doña vizcacha contenta? ¡No lo puedo creer!
No hay más que mirarle la cara.
-¿No estará enferma? -dijo preocupado el quirquincho-. A ver si tiene algo
grave.
-¿Grave? -dijo el sapo-. Grave fue lo que le pasó al abuelo del oso
hormiguero cuando era mozo. Y me acuerdo porque estos días tan lindos a
veces son peligrosos.
-¿Qué le pasó, don sapo?
-La culpa fue de un día como éste. Todos contentos, y al oso hormiguero se
lo dio por enamorarse. Ahí andaba la parejita jurándose amor eterno y todas
esas cosas que se dicen en esos momentos.
-Bueno, -dijo la paloma-, andar enamorado no es nada malo…
-Hasta ahí estamos de acuerdo, y no va a ser este sapo el que hable mal del
amor, pero aquí la historia es diferente. Resulta que se enamoró de la
hormiga, y ustedes saben que el oso hormiguero no tiene ese nombre
porque sí nomás. Y desde ese día no pudo comer hormigas, que es lo que
come un buen oso hormiguero.
-¿Y qué hizo?, porque eso es bastante grave.
Probó vainas de algarrobo, frutitas de tala y mistol, un poco de puiquillín y
chañar. Pero nada. Iba enflaqueciendo que era una tristeza.
Al final estaba puro cuero y huesos. Con decirle que lo quisieron contratar
de la universidad para estudiar el esqueleto. Le ofrecían un buen sueldo y
todo.
-¿Y no acepto?
-¡Qué iba a aceptar! ¡Si lo único que quería era estar con su hormiguita!
¡Mire que yo conozco historias de amores grandes, pero como éste,
ninguna!
-Me tiene sobre ascuas, don sapo -dijo la pulga emocionada-. ¡Me
enloquecen las historias de amor!
-¡A mí también -dijo la paloma-, siga, siga, don sapo, que estoy muerta de
curiosidad! ¿Las cosas andaban bien entre ellos?
-Y bueno, bien o mal, según como se mire. Porque al final el oso hormiguero
ya no tenía fuerzas ni para decirle un “te quiero” a la hormiguita.
-¡Ay! ¡Ya me imagino! -dijo la paloma-, ¡seguro que se cruzó una desgracia!
-Y… sí, o no… Según como se mire…
-Don sapo, usted no está hablando muy claro -dijo el piojo-. ¿Se cruzó o no
se cruzó una desgracia?
-Y, sí o no… Según como se mire.
En realidad, lo que se cruzó fue un hormigo. Un hormigo simpático, buen
mozo, que también se enamoró de la hormiguita.
-¡No me diga que la hormiguita se fue con el hormigo! -dijo la paloma.
-Si no quiere no se lo digo. Pero eso fue lo que le pasó. Ni más ni menos.
-¡Ay, qué triste historia! -dijo la pulga.
-Y, sí o no -dijo el sapo-, según como se mire. El oso hormiguero primero se
puso muy triste, después más triste todavía, pero al final justo apareció por
ahí una osa hormiguera que lo cuidó, se preocupó por hacerlo sentir bien…
y ya se imaginarán cómo terminó el cuento.
-¡Ay, qué suerte! -dijo la pulga-. ¡Me vuelve el alma al cuerpo! ¡Este final sí
que me pone contenta!
-A mí también -dijo el piojo- y saltando de alegría lo picó tres veces al
ñandú.
Mientras los bichos volvían a corretear de un lado para el otro,
aprovechando el día tan especial, el sapo se zambulló en el río.
Algunos juran que lo oyeron decir: “Já, si sabrá este sapo de historias de
amor”.
Eso dicen algunos, pero otros aseguran que dijo ”Me parece que yo también
voy aprovechar este día tan especial”, mientras nadaba hacia una sapita
que estaba arriba de un tronco.
Gustavo Roldán
No todas las princesas son lindas, como algunos piensan. No, señor.
La princesa Floripéndula, sin ir más lejos, tenía unos ojitos, y unas orejas, y
una bocucha… ¡que bueno, bueno…!
Todos los días Floripéndula le preguntaba a su espejo mágico:
-¿Hay alguna dama en el reino más bella que yo?
Y el espejo le contestaba:
-Sí. Dos millones trescientas mil.
O bien:
-Espejito, espejito… ¿Cuál es la dama más linda de este reino?
El espejo respondía:
-Mi tía Romualda.
Tanto por decir algo...
Cuando Floripéndula llegó a la edad de tener novio, su padre, el rey Tadeo,
empezó a preocuparse.
Y le decía estas cosas a su esposa, la reina Inés:
-Me pregunto quién va a querer casarse con nuestra amada hija. No es lo
que se dice una belleza.
La reina Inés no atinaba a dar una respuesta. Floripéndula era una
buenísima princesa, pero el tiempo pasaba y nadie se apuraba a pedir su
mano.
El rey Tadeo consultó entonces al astrólogo de la corte, como se
acostumbra en estos casos.
El astrólogo se tomó un tiempo para meditar la cuestión. No todos los días
se le presentaban problemas así.
Finalmente dio su opinión:
-Si quieren que Flori se case -dijo el astrólogo-, van a tener que recurrir al
viejo truco del dragón.
Y el rey Tadeo y la reina Inés escucharon lo que sigue:
-Hay que conseguir un dragón que cometa bastantes estropicios en la
comarca. Después, convocar a los más nobles caballeros de este reino y
otros reinos para que luchen contra el dragón. El valiente que lo deje fuera
de combate obtendrá como premio la mano de la princesa. ¿Qué tal?
El rey Tadeo reconoció que el astrólogo había dado con una solución.
Seguramente así, Flori conocería muchachos interesantes.
Sin perder un minuto, el rey llamó a sus ayudantes y ordenó:
-Manden a mis seis mejores caballeros para que consigan un dragón adulto.
No importa adónde tengan que ir a buscarlo ni a qué precio.
Los seis hombres más valerosos del reino partieron al día siguiente para
cumplir la misión.
Durante varias semanas no dieron señales de vida. Los dragones no
abundaban por aquellas zonas y habían tenido que viajar lejos.
Con el correr de los días, cinco caballeros regresaron derrotados y sin
dragón. Que no conseguían, que eran muy pichones, o muy caros, o de
segunda mano… Excusas, ¡bah!
Por fin, el sexto caballero, el joven Ataúlfo de Aquitania, apareció con un
espléndido dragón atado de una soga. Lo había capturado en pelea de
buena ley y no alquilado, como decían los chismosos.
-¿Dónde lo suelto? -preguntó.
-Por ahí, en los alrededores de la comarca -dijo el rey.
Y así lo hizo.
Cuando la gente del pueblo vio aparecer al dragón se guardó muy bien en
sus casas tras puertas con cuatro vueltas de llave y se dedicó a espiarlo por
las ventanas.
La temible bestia sólo pudo alimentarse de maíz, espinacas, y alguna gallina
desprevenida que se aventuraba fuera del corral.
Al día siguiente apareció en la plaza de la aldea un bando real. El anuncio
prometía la mano de la princesa Floripéndula al caballero que liberara a la
comarca del espantoso dragón.
Cuando la noticia llegó a oídos de todos los solteros del reino, la respuesta
no se hizo esperar.
Unos se excusaban diciendo que casarse con una princesa era un honor
demasiado alto para ellos y que gracias de todos modos.
Otros se ofrecían a desalojar al dragón pero sin casarse con la princesa.
Otros estaban dispuestos a vencer a cien dragones antes que casarse con la
princesa.
Uno dijo que prefería casarse con el dragón.
El caballero Ataúlfo de Aquitania se rascaba la cabeza mirando el bando
real.
-¿Pero no es éste el dragón que me hicieron traer la semana pasada? -decía.
Aunque a Ataúlfo nada de eso le importaba, porque -¡sépanlo todos de una
vez!-estaba enamorado hasta el caracú de la princesa Floripéndula.
Siempre le había parecido la más hermosa de todas las princesas de la
Tierra.
Y la veía así porque la amaba. La amaba de verdad.
Hasta entonces Ataúlfo no había hecho más que suspirar por ella como un
ventilador. Ahora tenía la oportunidad de convertirla en su esposa.
Pero lo mejor de todo es que Flori ¡también amaba a Ataúlfo!
Y si no, ¿por qué dejaba caer pañuelos desde su balcón cada vez que él
pasaba por abajo?
Temerario como era, Ataúlfo de Aquitania marchó contra el dragón. Era la
segunda vez que se enfrentaban. El dragón le tenía un fastidio atroz.
-¡Acá estoy, lagartija agrandada! -le gritó Ataúlfo.
Y le tiró tres o cuatro espadazos con buena suerte.
El dragón le contestó con una bocanada de fuego que chamuscó las
pestañas del valiente.
Se entabló entre los dos un combate durísimo. Horas y horas duró la pelea.
La espada de Ataúlfo ya estaba casi derretida cuando le asestó un último
golpe formidable al dragón. La bestia huyó con la cola entre las patas y el
ánimo por el suelo.
Se perdió en un bosquecito y nunca más lo volvieron a ver.
Sí. La bestia horrible había huido para siempre.
Y el gran Ataúlfo de Aquitania marchó triunfante hacia el palacio con un
puñado de escamas de dragón en la mano.
El rey lo recibió en la escalinata con toda su corte.
Las trompetas sonaron.
La princesa Floripéndula ofreció su tímida mano al caballero.
Y Ataúlfo se la besó tiernamente como hacen los héroes enamorados.
Una semana más tarde, Floripéndula y Ataúlfo se casaron. Tuvieron siete
hijos. ¡Siete principitos! Eran todos iguales. Iguales a su padre y a su madre,
que -aquí entre nosotros- se parecían bastante. Todos tenían los mismos
ojitos, las mismas orejas, la misma bocucha… Fueron muy felices, créanme.
PELOS
Ema Wolf
EL CENTAURO INDECISO
Ema Wolf
Casi llegando a Dolores yo vi un centauro.
Estaba parado a cincuenta metros de la ruta.
Mitad hombre, mitad caballo.
Mitad caballo, mitad hombre.
El centauro quería comer porque era pasada la hora de la merienda.
A su derecha se extendía un campo jugoso de alfalfa fresca.
A su izquierda, un puesto de choripán.
-¿Qué como? –dijo-. ¿Alfalfa o choripán? ¿Choripán o alfalfa?
Dudaba.
Y tanto dudó que se fue a dormir sin comer.
-¿Dónde duermo? –dijo-. ¿En una cama o en un establo? ¿En un establo o en
una cama?
Dudaba.
Y tanto dudó que se quedó sin dormir.
Mucho tiempo sin comer y mucho tiempo sin dormir, el centauro se
enfermó.
-¿A quién llamo? –dijo-. ¿Al médico o al veterinario? ¿Al veterinario o al
médico?
Dudaba.
Y tanto dudó que se murió.
-¿Dónde van los centauros cuando mueren? –me dije entonces yo.
Y como no lo sé, agarré y lo resucité.
EL MENSAJERO OLVIDADIZO
Ema Wolf
Hace mucho tiempo había reinos tan grandes que los reyes apenas se
conocían de nombre.
El rey Clodoveco sabía que allí donde terminaba su reino empezaba el reino
del rey Leopoldo. Pero nada más.
Al rey Leopoldo le pasaba lo mismo. Sabía que del otro lado de la frontera,
más allá de las montañas, vivía Clodoveco. Y punto.
La corte de Clodoveco estaba separada de la de Leopoldo por quince mil
kilómetros. Más o menos la distancia que hay entre Portugal y la costa de
China.
Entre corte y corte había bosques, desiertos de arena, ríos torrentosos,
precipicios y llanuras fenomenales donde vivían solamente las lagartijas.
Tan grandes eran los reinos…
Cuando Clodoveco y Leopoldo decidieron comunicarse, contrataron
mensajeros. Y como siempre se trataba de comunicar asuntos importantes,
secretos, nunca mandaban cartas por temor de que cayeran en manos
enemigas. El mensajero tenía que recordar todo cuanto le habían dicho y
repetirlo sin errores.
El mejor y más veloz de los mensajeros se llamaba Artemio. Además,
terminó siendo el único: nadie quería trabajar de mensajero en aquel
tiempo. No había cuerpo ni suela que durase. Pero Artemio era veloz como
un rayo y no se cansaba nunca.
El problema es que tenía una memoria de gallina. Una memoria con poca
cuerda. Una memoria que goteaba por el camino.
Artemio partía de la corte de Clodoveco de mañana bien temprano con la
memoria afinada y tensa como un arco. Al llegar al kilómetro 7.500 más o
menos, había olvidado todo, o casi todo. No era para menos…
Lo que no recordaba, lo iba inventando en la marcha.
Una vez, la esposa del rey Clodoveco le mandó pedir a la esposa del rey
Leopoldo la receta de la mermelada de frambuesas.
Artemio volvió y recitó ante la reina la receta de los canelones de acelga. No
se sabe si había trabucado el mensaje en el viaje de ida o en el viaje de
vuelta.
La reina pensó que la otra señora estaba loca, pero preparó nomás la
receta.
-¡Qué buena mermelada, Majestad! -decían todos, mientras comían
canelones.
Otra vez, el rey Leopoldo quiso anunciar al rey Clodoveco la feliz noticia del
cumpleaños de su abuela. El mensaje que Artemio debía transmitir era:
Te saludo, Clodoveco,
y te anuncio que mañana
va cumplir noventa años
la reina nona Susana.
Artemio cruzó valles, selvas, acantilados y charcos, nadó ríos y atravesó
planicies a lo largo de quince mil kilómetros.
Cuando llegó a la corte del rey Clodoveco se presentó en la sala del trono y
dijo lo que salió:
Te saludo, Clodoveco,
y te cuento: esta mañana
en el jardín florecido
se me ha perdido una rana.
Clodoveco no entendía por qué tanta preocupación por una simple rana.
Leopoldo debía estar chiflado. Pero allá mandó a Artemio con un mensaje
que decía:
Lo siento, ya conseguirás
otra.
¡Todo mal!
Cuando Leopoldo recibió en una linda caja con moño cien ratones
perfumados, la paciencia se le terminó de golpe.
-¡Basta! -gritó- ¡Clodoveco me esta tomando el pelo! ¡No lo soporto! ¡Si no
le hago la guerra ya mismo el mundo entero se va a reír de mí!
Y sin pensarlo dos veces mandó alistar sus ejércitos para marchar sobre el
reino de Clodoveco.
Pero antes, como era de costumbre, le mandó una declaración de guerra:
Yo te aviso, Clodoveco,
que me esperes bien
armado, pues voy hacerte la
guerra
por insolente y chiflado.
Mi querido Clodoveco,
espérame bien peinado,
pues visitaré tu reino
en cuanto empiece el verano.
…gritó Artemio, y salió corriendo hacia el norte, veloz como una flecha
enjabonada.
Clodoveco y Leopoldo se quedaron pensando. Nunca habían oído hablar del
rey Rodrigo, pero parecía un enemigo de cuidado.
-¿Será el rey Borboña? -decía Clodoveco.
-No, ése se llama Ataúlfo -decía Leopoldo-. Debe ser el rey de Bretoña.
-No creo, me parece que se llama Ricardo, y además tiene un apodo que
ahora no me acuerdo…
Así siguieron
Y todavía están allí, tratando de averiguar quién es el famoso Rodrigo.
Mientras tanto, Artemio sigue corriendo, que para eso estaba bien
entrenado. Ya se olvidó del rey Rodrigo, y seguramente tampoco se acuerda
de por qué corre.
LA PLANTA DE BARTOLO
Laura Devetach
La Viejita de un solo diente vivía lejos, lejos, a orillas del río Paraná.
Su rancho era de barro, y el techo de paja tenía un flequillo largo que
apenas si dejaba ver la puerta y las dos ventanas del tamaño de un
cuaderno.
Vivía sola, pero su casa siempre estaba llena. Si no venían los perros,
estaban las gallinas, estaba el loro y la cotorra, que era más entendida que
el comisario.
Si no estaba la cotorra, estaba algún vecino viajero. Y no se podía pasar por
la casa de la Viejita sin parar a tomar unos mates, porque ella siempre tenía
algo para convidar al cansado.
Algunas veces sucedió que en las tardecitas calientes se juntaban todos:
perros, gatos, loros, chicharras, vecinos de pie o a caballo, vaquitas de San
Antonio que se dormían en la higuera y malones de mosquitos que cantaban
y querían comer.
Entonces la Viejita sacaba agua fresca del pozo para convidar y cebaba
mate mientras canturreaba junto al brasero:
-Todo cabeee
en un jarrito
si se sabeee
a-co-mo-dar.
CUENTO DE LA POLLA
Laura Devetach
Faltaba poco para que empezara la función del Circo de los Hermanos
Tortorella. El público ya estaba acomodado en sus butacas; los artistas
tenían puestos sus trajes y esperaban ansiosos detrás del telón.
Como hacía siempre antes de la función, el Fabuloso Mago Kedramán fue a
su camarín a ensayar su número.
Pronunció las palabras mágicas; “Protomedicato... protomedicato...” y a
continuación pidió: “Que aparezca una cala... que aparezca una cala”.
Finalmente dio dos golpes con la varita mágica sobre su galera y esperó...
Apareció una calandria.
El Fabuloso Mago Kedramán pensó que algo debía haber fallado en sus
pases mágicos, así que volvió a probar. Esta vez le pidió a su varita que
hiciera aparecer un palo...
Apareció una paloma.
El Mago Kedramán miró preocupado a su varita. Por las dudas, siguió
probándola:
Le pidió una cana.
Apareció una canaria.
Le pidió una bala.
Apareció una balanza.
Y ya, tirándose los pelos de rabia...
Le pidió una sopa.
Apareció una sopapa.
Le pidió una bomba.
Apareció una bombacha.
¡La varita funcionaba mal! ¡Y faltaba muy poco para que él tuviera que
hacer su número! ¿Qué podía hacer? El Fabuloso Mago Kedramán decidió
que lo mejor era consultar a un varitero.
El varitero era un hombre barbudo y panzón, que en su juventud había sido
mago en los mejores circos del mundo, y que ahora se dedicaba a reparar
varitas mágicas. Nunca había logrado arreglar ninguna, pero era el único
varitero de la ciudad.
El Fabuloso Mago Kedramán llegó agitado a la casa del varitero y casi a los
gritos le explicó su problema.
El varitero estuvo un momento pensativo, rascándose la barba, y por fin
dijo:
-Ya sé, esta varita exagera. Hay que cortarle cinco centímetros.
-¿Está seguro? -preguntó tímidamente Kedramán.
-¡Pero claro, hombre! Agarre ese serrucho y córtele cinco centímetros.
El Mago Kedramán le cortó cinco centímetros a la varita y enseguida la
probó:
Le pidió un soldador.
Apareció un soldado.
Le pidió un geniol.
Apareció un genio.
Le pidió seda.
Le dio sed.
–Ajá –murmuró el varitero, rascándose la barba y la nariz-. Ya sé: tiene que
agarrarla al revés. Pruebe agarrándola por el otro extremo...
El Fabuloso Kedramán la probó tomándola al revés...
Le pidió una banana.
Apareció un ananá.
Le pidió una cala.
Apareció un ala.
Le pidió un barco.
Apareció un arco.
-Ajajá -murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz y la frente-. Ya sé:
córtela por la mitad.
-¿Usted cree que cortándola puede andar bien? –preguntó Kedramán.
-¡Pero por supuesto! ¿Quién es el varitero? ¿Usted o yo? Córtela por la mitad
y pruebe.
El Fabuloso Kedramán la cortó por la mitad y probó:
Le pidió un camaleón.
Apareció una cama y un león.
Le pidió un soltero.
Apareció un sol y un tero.
-Ajajajá –murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente y la
nuca-. Córtela en tres...
-¿En tres?
-¡En tres sí! ¡Y pruébela!
El Fabuloso Kedramán la cortó en tres y la probó:
Le pidió una balanza.
Apareció una bala, un ala y una lanza.
Le pidió un terremoto.
Aparecieron una erre, un remo y una moto.
-Ajajajajá –murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente, la
nuca y la oreja-. Córtela en cuatro...
-¡No!
-¡Sí!
-¡No!
-¡En cuatro! ¡Y pruébela!
Refunfuñando, el Fabuloso Mago Kedramán cortó la varita en cuatro partes
y la probó:
Le pidió un astrónomo.
Aparecieron un as, un astro, un trono y una botella de ron.
Le pidió una comarca.
Aparecieron una coma, un mar, una marca y un arca.
-Ajajajajajá -murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente, la
nuca, la oreja y el cuello-. Ahora córtela en cinco...
-¡BASTAA! –gritó enojado el Fabuloso Mago Kedramán-. No pienso cortar
más la varita.
¡Me cansé! –el varitero lo miró asustado-. ¿Sabe qué voy a hacer? Le voy a
pedir a la varita que se arregle ella misma.
Kedramán tomó las cuatro partes de la varita y pronunció la palabra
mágica: “Protomedicato... protomedicato... ” Después pidió que la varita se
arreglara sola.
Hubo como una pequeña explosión y una humareda. Kedramán y el varitero
miraron asustados.
Cuando el humo desapareció, el Fabuloso Mago Kedramán y el varitero ya
no estaban en la casa de éste, sino en una montaña de Arabia.
Ante ellos había 500 árabes con turbante blanco y un árabe con turbante
rojo. El árabe con turbante rojo miró al Mago Kedramán, al varitero, y a los
500 árabes de turbante blanco y dijo:-Síganme...
Caminaron durante unos minutos hasta que llegaron a un bosque y se
internaron en él. De pronto, el de turbante rojo se detuvo ante un
gigantesco árbol y dijo: –Es éste. Este es el árbol de las varitas mágicas. Hay
que arrancar una rama, la más alta, y hacer con ella una varita. Enseguida,
señalando a uno de los de turbante blanco, le ordenó:
-Sube tú, Abdulito.
El hombre trepó ágilmente hasta llegar a la rama más alta. La arrancó y
bajó rápidamente. Después, frotó la rama entre sus manos y se la dio al que
estaba segundo en la fila. El segundo frotó la rama entre sus manos y se la
pasó al tercero. Y el tercero al cuarto y el cuarto al quinto, hasta llegar al
número 500. Cuando el número 500 la terminó de frotar y se la pasó al de
turbante rojo, la rama era ya una varita perfectamente pulida y reluciente.
Entonces el árabe de turbante rojo hizo una reverencia y le alcanzó la varita
al Fabuloso Mago Kedramán.
No bien Kedramán agarró la varita entre sus manos, volvió a formarse la
humareda. Cuando el humo desapareció, los árabes ya no estaban, y el
Mago Kedramán y el varitero volvieron a aparecer en la casa del varitero.
-Probémosla –dijo ansioso el varitero.
-No, no hay tiempo –contestó nervioso Kedramán-. Me tengo que ir volando
para el circo...
Entonces la varita tembló en las manos del mago e inmediatamente
apareció una alfombra mágica.
-¡Es un fenómeno! -exclamó el varitero-. ¡Qué bien la arreglé!
Kedramán se sentó en la alfombra y salió volando por la ventana. Pasó por
encima de los edificios de la ciudad y llegó al circo justo cuando el príncipe
Patagón lo estaba anunciando. Dio varias vueltas por encima del público y
aterrizó en el centro de la pista.
El público gritaba: ¡Genio!
El único problema que tiene desde entonces el Fabuloso Mago Kedramán es
que cada vez que le pide a la varita un pan francés, aparece un pan árabe y,
si le pide una camilla, aparece un camello. Pero en todo lo demás, no falla
nunca.
Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas,
ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco
tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro.
El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a
una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa
al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas.
Es decir había que salvar a la Princesa.
Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese
punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de
miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar,
acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier
momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme
fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al
horno! ¿Qué hacer?
Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en
las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise
llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por
fin, encontré algo que me podía servir:
“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”
-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?
-Sí, señor, con el mismo.
-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…
-¿Qué le pasa? ¿Está triste?
-Sí, más que triste.
-¿Qué tendrá la Princesa?
-La van a hacer al horno.
-¿Al horno?
-Sí, con papas.
-¿Quién?
-¿Quién qué?
-¿Quién la va a cocinar?
-El Ogro, ¿quién va a ser?
-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se
puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le
comentaba a un amigo que…
-Escúcheme, Rubinatto.
-Sí.
-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.
-¿Qué cuento?
-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la
Princesa.
-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente
estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado…
-¿Trabajo atrasado?
-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en
un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta
repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero
bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…
-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene
sentimientos. Es un monstruo.
-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo
hacía gustoso… Llámeme en otro momento.
-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita.
Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores…
-Es cierto…
-Van a pensar que usted es un cobarde, un…
-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago,
¿qué hago?
-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de
vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta.
Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la
Princesa y escapan… ¿qué le parece?
-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después
que la salvo, me caso con ella.
-No, de vendedor de manteles.
-¡De Príncipe!
-¡Vendedor de manteles!
-¡Príncipe o nada!
-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos
salva a la Princesa.
Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.
-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…
-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el
cachete de la Princesa.
En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:
- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?
¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la
verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo
blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de
apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el
pelo desprolijo.
-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.
-Soy el Príncipe Atilio.
-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.
-Es que ando vendiendo manteles…
-Manteles, ¿eh?
-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados.
Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan
dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos.
El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva
estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno
con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos?
-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.
Atilio bajó del caballo.
Acá viene la parte de las piñas.
-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.
Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar
exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó
un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes
de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de
más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie
derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un
metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe
cayera adentro.
Era una pelea muy dura.
El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.
El Ogro volvió contento a su casa.
Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo
blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al
Príncipe Atilio del pozo.
-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro
angelical de la Princesa.
-Amado mío –respondió la Princesa.
-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.
-¡Oh! ¡Qué valiente!
-He venido por ti.
-Has venido por mí.
-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.
-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.
-Amada mía.
-Amado mío.
-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el
Ogro y este cuento no se va a terminar nunca.
Huyeron.
Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se
acordaron del Ogro.
PAPANUEL
Graciela B. Cabal
Los Cardoso eran gente famosa en el barrio de San Cristóbal, pero sólo para
las Navidades. Y esto por dos razones.
Porque, año tras año, la abuela, la mamá y los Cardosos chicos -tres nenas
de nueve, seis y cinco años y un varón de cuatro- armaban un Pesebre que
ni les cuento en el patio con techito de la casa.
Y porque Nochebuena tras Nochebuena, el papá llegaba al barrio, antes de
dar las doce, vestido de Papá Noel (“Papanuel”, decían los chicos).
Lindo era el Pesebre de los Cardoso. Y muy completo. Hay que ver que la
abuela lo había ido armando desde el día en que su padrino le regaló una
Virgen, un San José y un niño Dios con ojitos de vidrio. (La Virgen y San José
eran mucho más petisos que el Niño, pero en la vida no se puede andar con
tantas pretensiones.)
El Pesebre fue creciendo junto con la abuela.
Así que ahora que la abuela tenía un montón de años, el pesebre tenía un
montón de piezas: 195, sin contar los ocho pastorcitos y las cuatro ovejas
que, en un descuido imperdonable, se había comido Lilí, la perra del vecino.
Los aguafiestas que nunca faltan -tampoco en San Cristóbal- decían que el
Pesebre de los Cardoso era una mezcolanza espantosa, y que dónde se
había visto un Pesebre con gauchos, indios, buzos y espejos con patitos.
Y ya que estaban en tren de criticar, también decían que el traje de Papá
Noel del señor Cardoso, además de quedarle corto y ancho, era un
remiendo vivo.
Pero hablaban de pura envidia... Y porque eran de esas personas aburridas
que piensan: “¡Yo no sé quién habrá inventado las fiestas!” y se van a
dormir antes de que suenen las campanas.
¿Que cómo conseguía Cardoso el disfraz de Papá Noel?
Muy fácil: él trabajaba de Papá Noel en “El oso mimoso”, la juguetería de
Constitución.
Bueno..., de Papá Noel trabajaba para las Navidades. El resto del año hacía
de todo un poco en la juguetería: plumerear los estantes, llevar paquetes,
cebarle mate al dueño, perseguir a los ratones... Y bien contento estaba
Cardoso con su empleo: gracias a él podía llevarles a los hijos alguno que
otro juguetito en Nochebuena.
Pero este año las cosas venían mal.
-No hay ventas, Cardoso -había dicho el patrón-. Así que vaya olvidándose
de los juguetes para los hijos, que yo no soy Papá Noel, ¿sabe?
Y llegó, por fin, la Nochebuena.
La casa de los Cardoso estaba de punta en blanco: la puerta abierta, para
que los vecinos pudieran espiar; el árbol de Navidad, con su estrella en la
punta; el famoso Pesebre, debajo del techito del patio.
También la mesa, con el mantel almidonado, los platos del juego, las copas
rojas, el fuentón de los huevos rellenos y el pollo cortado finiiiiiiito, cosa que
alcanzara.
Alrededor de la mesa, recién bañados y con la ropa de paquetear: los
Cardoso. Todos menos el papá. Y a la mamá le entró una inquietud que se le
alojó en la panza.
(Sí, también podía tratarse de hambre.)
Pero justo cuando en la radio empezaron a dar las doce, apareció. Con un
traje bien rojo, bien brillante, bien nuevito: ¡Papá Noel!
-¡Ah! ¡Oh! -gritaron todos impresionadísimos. Y el de cuatro corrió a
esconderse detrás de la abuela.
-Es papá, bobito -dijo la de nueve.
-¡No es papá! ¡Es “Papanuel”! -berreó el de cuatro.
Sonriéndose a través de la barba, Papá Noel abrió la bolsa y empezó a
repartir: una cajita de música y un libro de cuentos por aquí, un trompo de
colores y un títere por allá... ¡Y también un barrilete de cola larguísima y un
pizarrón con tizas y todo, y un barco de vela y unas acuarelas en caja de
lata...!
-¿Para los grandes nada, Car... Papanuel? -se animó la abuela.
-Pero cómo no: unas peinetas plateadas con piedritas, un collar de
caracoles, un mate con bombilla y en la bombilla un escudo...
-¡¡CARDOSO!! -–tronó la madre hecha una furia-. ¿¿A QUIÉN LE..?? ¿¿DE DÓNDE...??
Él pareció no oírla, tan interesado estaba en el Pesebre.
Fue entonces cuando, moviendo la cabeza como si algo no acabara de
gustarle, se puso a buscar en la bolsa. Busca que te busca, busca que te
busca, al final encontró y sacó: un Papá Noel chiquito, con su trineo lleno de
campanas diminutas y sus ciervos de cuernos dorados.
Tratando de no tirar nada, Papá Noel lo ubicó en el Pesebre, entre un indio
sioux y un San Martín de caballo blanco.
Ahora sí, se sonrió conforme Papá Noel. Y después los miró a todos, fijo y en
los ojos, levantó la mano en un saludo y se fue, sin darles tiempo de
reaccionar.
Pero al rato nomás volvió. Lo único que, esta vez, tenía el traje de antes:
corto, ancho, remendado.
-¡Papi, ése es mi papi! -dijo chocho el de cuatro.
-¡Ahora me vas a explicar clarito en qué lío te metiste vos, Cardoso!
-protestó la mamá por lo bajo mientras se abrochaba el collar de caracoles-.
Aunque, mejor, primero comamos los huevos, que se hizo tardísimo.
El señor Cardoso nunca pudo convencer a la familia de que él no había sido
el de los regalos maravillosos.
Y bueno... Hay gente que se resiste a creer en Papá Noel.
Había una vez un niño que, cada mañana, dejaba un sueño a medias.
Primero saltaba sobre la cama, y luego, fuera de la cama. Se vestía tan
deprisa que se equivocaba al ponerse un calcetín. A punto estaba de lavarse
las manos…, pero decidía que la izquierda no estaba sucia. Luego, salía
patinando por el pasillo.
En fin, Chiqui hacía, ni más ni menos, lo de todos los días. Y es que, cuando
papá esperaba en la puerta, no había que retrasarse. Sobre todo, si se
trataba de un papá mago, como el suyo.
Era un mago muy especial que, siempre, le despedía con un regalo
maravilloso.
Le daba unas palabras.
Pero no unas palabras de esas del montón. Eran palabras mágicas.
Chiqui le guiñaba un ojo y las guardaba en su bolsillo secreto.
Así, cada mañana, emprendía el camino del colegio.
Primero pasaba por la casa de Mijito.
La mamá de Mijito también le acompañaba hasta la puerta. Pero como no
era maga, sino dentista, no le daba palabras mágicas. Le daba palabras
dentales:
-¡Mijito, lávate los dientes antes y después de comer! ¡Y mientras masticas
también! ¡Y ni se te ocurra mordisquear el lápiz!-le decía.
Luego, le daba un cepillo azul, uno morado y uno amarillo. Y, además, una
pegatina en la que ponía:
LOS CHICLES SON UN ASCO.
Y una gorra, que tenía escrito con grandes letras bordadas:
SUPERFLÚOR AL ATAQUE
Chiqui miraba a su amigo con gesto divertido. Pero su amigo lo miraba con
cara de dolor de muelas.
Entonces, Chiqui se ponía la mano en el pecho, donde tenía el bolsillo de las
palabras mágicas. Y sonreía a Mijito con tantas ganas, que lo malo ya no
parecía tan malo. Al fin, se iban los dos juntos hacia el colegio.
Doblaban la esquina y hacían la segunda parada.
Era la casa de Nenitalinda. Su papá la acompañaba a la puerta, igual que el
suyo. Pero como no era mago, sino guardia de tráfico, no le daba palabras
mágicas. Le daba palabras guardianas.
-¡Nenitalinda, antes de cruzar la calle, mira a la izquierda y a la derecha! ¡Y
arriba y abajo! ¡Y adelante y atrás! -le decía.
Luego, le daba una mochila con bocina incorporada, luces rojas que se
encendían y apagaban y espejito retrovisor. Además, le daba un silbato, que
al soplar anunciaba:
ESTOY CRUZANDO,
ESTOY CRUZANDO…
Chiqui miraba dentro de su bolsillo secreto, cerca del corazón, allí donde
guardaba las palabras de su papá mago. Luego, atravesaba la calzada con
paso seguro y tranquilo.
Nenitalinda lo miraba con cara de semáforo averiado. Pero él cogía a su
amiga de la mano y lo malo ya no parecía tan malo.
Al fin, los tres amigos seguían camino al colegio. Una manzana más arriba
vivía Campeón.
El papá de Campeón también salía a despedirlo, como los demás. Pero
como no era mago, sino corredor olímpico, no le daba palabras mágicas. Le
daba palabras rápidas.
-¡Campeón! ¡Date prisa! ¡No pierdas tiempo! ¡Llega el primero! ¡Adiós,
adiós!
Además, le daba veinte cronómetros, unas botas con motor en los talones y
una medalla en la que estaba escrito:
SOY EL MEJOR…
DESPUÉS DE MI PAPÁ
Chiqui se reía despacito. Pero a Campeón se le ponía cara de carrera
perdida. Entonces, Chiqui recordaba las palabras mágicas que llevaba en el
bolsillo. Daba un abrazo a su amigo y lo malo ya no parecía tan malo.
Al fin, ya eran cuatro amigos camino del colegio. Hasta que llegaban a una
casa enorme con enanitos en el jardín.
La mamá y el papá de Tesorito abrían la puerta y despedían a su hija. Pero
como no eran magos, sino ricos, no le daban palabras mágicas. La verdad,
no le daban ninguna palabra porque pensaban que Tesorito ya tenía de
todo.
Chiqui miraba a su amiga con cara muy seria. Tesorito miraba a Chiqui con
cara de banco asaltado. Chiqui volvía a asegurarse de que sus palabras
mágicas seguían allí. Le daba la otra mano a su amiga y lo malo ya no
parecía tan malo. Al fin, la pobre se unía al grupo y se iban todos al colegio.
Un buen día, a la salida de clase, todos rodearon a Chiqui. Formaban un
curioso círculo: una cara de dolor de muelas, una cara de semáforo
averiado, una cara de carrera perdida y una cara de banco asaltado. Y en el
medio, una cara serena y alegre.
Los niños no aguantaban más. Querían saber el secreto de Chiqui.
A ver: ¿Por qué Chiqui nunca ponía cara de conejo hechizado? ¿Eh? ¿Qué
palabras mágicas eran esas que le daba su papá mago? ¿Eh?
-¿Te dice MagiChiqui, magitoma estas magichachi magipalabras y te irá de
magimaravilla?
-¿O abra la cabra que labra macabra a la sombra de la pata?
-¿Y, luego, te echa jugo puedelotodo en la cabeza?
-¿O una pócima de carcajadas de rana, alegría de león y fuerza de búfalo?
-A lo mejor, te da en la nariz con una varita y te deja turulato y te crees que
él es un mago, pero no lo es…
-Es un cuento chino.
-Eso, tu papá es japonés.
-No, seguro que es oficinista.
-Entonces, Le dará palabras oficinistas.
-¿Y esas palabras cómo son?
Y bobada va, bobada viene, pasaron una tarde bobísima. Como tanta
bobería cansa bastante, Chiqui se marchó a casa.
Los otros niños se quedaron murmurando, hasta que se les ocurrió un plan:
-Mañana vamos nosotros a buscar a Chiqui.
-Y lo espiamos.
-Y descubrimos las palabras mágicas.
-Y les decimos a nuestros padres que las aprendan.
-O que las compren.
-O que las cocinen.
Por la mañana, Mijito, Nenitalinda, Campeón y Tesorito saltaron de la cama
más temprano que nunca. Se vistieron en silencio y se escabulleron sin
despedirse de nadie.
Tal como habían acordado, se encontraron frente al portal de Chiqui.
Agachados detrás del seto, esperaron.
Enseguida, aparecieron los dos: Chiqui y su papá mago, Y Chiqui le pidió, ni
más ni menos, lo de todos los días:
-Papá, no te olvides de darme las palabras mágicas.
Entonces, su papá le dio una vuelta por el aire y un montón de besos.
Y, además, le dijo:
-¡CHIQUI, QUE TENGAS UN DÍA FELIZ!
Los niños vieron una ráfaga de estrellitas de colores volando alrededor de
Chiqui.
Una a una, se metieron en su bolsillo secreto. Ese que queda muy cerca del
corazón.
EL PATIO
María Elena Walsh
Ésta era una escoba que se aburría. Estaba en un rincón del patio, con la
paja para arriba. Eso no le gustaba, porque la paja eran sus piernas y
también sus manos. Estar en un rincón, patas arriba, y para colmo en un
patio tan sucio, ¡qué mortadela de vida!
Las hojas secas, las pelusas, los diarios viejos, los carozos de banana, los
pelos de gatiperro, las cáscaras de aceituna y las latas vacías le hacían
cosquillas en la punta del palo, que era su cabeza, y ella pensaba (en el
suelo) que alguien la debía llevar a barrer alguna vez.
Su abuela le contaba que en sus tiempos, los chicos se entretenían en
montar una escoba, jugando al caballito, pero eso nunca le había pasado.
Un día alguien tiró junto a ella un trapo de piso. El trapo se le enredó en la
cabeza como una bufanda. O como una media de lana. O como el turbante
de Arafat.
-¡Qué asquete! -pensó la escoba.
Y el trapo, que estaba sucio, pero no era zonzo, la oyó.
-Por lo menos te acompaño y te abrigo -le dijo.
-Tengo frío no -dijo ella-, aburrida pero estoy, cuento un contame, dale.
Pero el trapo no entendió, porque la escoba trabucaba las palabras al estar
con la cabeza para abajo. Además, no recordaba ningún cuento.
La familia de la casa era buena gente, pero no tenía ganas de ocuparse del
patio.
Los chicos prometían baldearlo cada verano y después se iban a los
videojuegos.
Un domingo se fueron todos al Zoológico, y entonces entraron dos ladrones.
Cargados con el televisor, la licuadora, una lata de galletitas, un par de
zapatillas y el reloj de cucú, quisieron escapar por el patio.
Cuando los vio, la escoba se cayó del susto, con tal puntería que un ladrón
tropezó con ella y se rompió el coco. El trapo dio un salto y se le enredó al
otro ladrón en la cabeza, que asustado empezó a disparar tiros a la bartola.
Al oír el tiroteo, el vigilante de la esquina se despertó y entró corriendo en la
casa, después de abrir la puerta de un patadón inútil, porque ya los cacos la
habían forzado.
Se agarró el pie golpeado y saltando en una pierna llegó al patio, empuñó la
escoba y de un buen escobazo en la mano del asaltante, hizo volar el arma,
que cayó patinando hasta chocar con una maceta petisa. ¡Poiiiing!
De la maceta colgaba un helecho grande como una peluca de gigante.
El policía esposó a los ladrones y los llevó presos, a la vista de todos los
vecinos, que aplaudieron como en el teatro y revolearon camisetas.
Los presos declararon que habían sido atacados por una escoba asesina y
un trapo feroz.
Esto lo supo la familia cuando encontró su televisor y sobre todo su reloj de
cucú despanzurrados por ahí, como otras basuras.
Entonces vieron lo sucio que estaba ese pobre patio y a pesar de que ya
oscurecía se pusieron a baldear con alma y vida. Los chicos terminaron
bailando con la escoba y al trapo lo colgaron, limpito, de un alambre, donde
se hamacó hasta hartarse.
La tortuga Manuelita, que estaba durmiendo a pata suelta bajo el helecho,
despertó sobresaltada y se desveló para el resto del invierno.
No quiso saber nada más de ese patio ni de esa maceta ni de ese helecho ni
de esa escoba ni de ese trapo de piso ni de esos ladrones ni de ese vigilante
ni de ese reloj de cucú ni de esos pelos de gatiperro.
¡Mucho menos de los carozos de banana!
Y decidió irse a recorrer el mundo.
BISA VUELA
María Elena Walsh
Había una vez una ancianita con más años que hojas tiene un
ombú. Alta y flaca y memoriosa y sabia.
Y había una vez un pueblo grande como dos sábanas cosidas al
medio por las vías del ferrocarril.
Y había en el pueblo varias familias con muchos chicos.
Y había trenes que pasaban de largo, llenos de vacas y sin
pasajeros.
La ancianita vivía sola en lo alto de un mangrullo. Guardaba
cachivaches en un baúl de su antepasado el Conquistador. Y su grillo
Pachimú se guardaba él solo dentro de una caja de fósforos.
Un buen día, los niños, reunidos en asamblea en el galpón del
ferrocarril bajo las alas de un viejo avión herrumbrado, decidieron
adoptar a la anciana como bisabuela de todos y llamarla Bisa.
Y desde entonces vivieron felices, jugando con Bisa a la rayuela
y al ajedrez.
Salían todos a pasear, algunos en bicicleta, otros en caballo de
palo y alguno en un cajón tirado por un carnero.
Pescaban renacuajos para investigarlos y cultivaban enormes
calabazas anaranjadas.
Bisa, en sus tiempos, había sido aviadora. Y el viejo avión era su
famoso “Águila de Oro”.
La campeona de vuelo estaba jubilada –decía- desde que sus
ojos se debilitaron y un mal día al aterrizar había atropellado a una
pobre perdiz viuda.
Entre todos se pusieron a limpiar y aceitar el aeroplano, con la
esperanza de volar algún día y llegar, por lo menos, hasta la orilla del
mar.
¡Y ese día estaba cerca!
Porque ya las hélices rugían como dos leones tartamudos,
comandados por la famosa aviadora.
Bisa abrió un baúl, sacó su viejo uniforme arrugado y se lo
probó frente al espejo.
-No es tan distinto del uniforme de los astronautas, ¿verdad,
Pachimú?
Pero el grillo, por ser tan pequeño, no sabía nada de
astronautas.
Bisa se encasquetó la gorra y se puso unas antiparras que
nunca había usado: era un trofeo regalo de su madrina después de su
último vuelo ¡tantos miles de días atrás!
-Estos anteojos se han vuelto locos -dijo Bisa.
Y miró a Pachimú, y en su lugar vio un gato con cola de pavo
real.
-Estás muy raro. ¿Qué te pasa, Pachimú?
Pero Pachimú, por ser tan pequeño, no sabía nada de rarezas.
Bajó de su casa y con el grillo en su caja dentro de uno de sus
54 bolsillos llenos de herramientas, corrió a contarles a sus bisnietos
la novedad.
Los niños, por riguroso turno, se probaron las gafas y no vieron
nada, sólo las encontraron asquerosamente sucias y empañadas.
-Estoy segura de que con estos anteojos maravillosos pondré en
marcha el motor -dijo Bisa.
Los chicos abrieron los portones, Bisa trepó a la diminuta
cabina, movió manivelas y palancas y… brrrrummmm… cruzó las vías
y remontó vuelo.
Los bisnietos la siguieron un poco a la carrera, después se
taparon los ojos temiendo lo peor.
Seguramente ustedes también tiemblan de espanto pensando
que se va a estrellar contra el más alto de los eucaliptos.
Pero no, Bisa vuela, feliz. Mira hacia abajo y ya no ve a sus
bisnietos ni el ocre de los monótonos campos.
Ve toda la ciudad de Nueva York, ve una carroza tirada por
mariposas gigantes, ve las pirámides mexicanas, ve un cohete
espacial que pasa cerca, y allá lejos ve algunas torres de la ciudad de
Bagdad.
Como le quedaba escaso combustible, al divisar una calle ancha
y poco transitada, decidió aterrizar. ¿Dónde estaría? ¡Buena pregunta
para Pachimú!
Bisa se levantó las gafas y vio que los niños de un pueblo
extraño se acercaban a recibirla, con sonrisas, besos, abrazos y un
ramillete de margaritas.
Pero ¡ay!, hablaban en otra lengua, sólo entendieron el idioma
de los cariños. Entonces Pachimú se puso a cantar, y a él sí lo
entendieron, porque los grillos cantan en un idioma universal.
Salió de su caja y del bolsillo y desde el ala del avión trabajó de
traductor.
Los chicos de ese pueblo también decidieron adoptar a Bisa
como bisabuela de todos. Y le ofrecieron domicilio en una casita
construida en las ramas de un árbol.
Desde entonces Bisa vuela de pueblo en pueblo y de bisnietos
en bisnietos.
Ya aprendió otro idioma y, en cada viaje, que dura media hora o
tres meses –nadie lo sabe-, sigue mirando encantada por los cristales
de sus antiparras, las maravillas del mundo que siempre quiso
conocer.
LA PLAPLA
María Elena Walsh
Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía un ranchito de
hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de
ébano, y pasaba las noches cantando porque su oficio era cantar.
-¡Callad! -dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote.
-Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
-¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? -le
dijo un marinero tonto.
-Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
-¿Vamos a tierra, capitán?
-No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres
enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir.
El capitán saltó a la orilla y la sorprendió. Alahí se quedó quieta, muerta de
miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.
-¿Quién vive? -preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y la
Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.
La sirena no contestó y trató de escapar.
-¡Alto allí!
El capitán alzó su farola y…
-¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas
embrujadas tierras!
-Más raro es usted, señor -dijo Alahí-; todo vestido de lata y más peludo que
un mono.
-Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de
los ríos en España.
-No, señor, lo siento mucho, pero no…
Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
-¡Detente!
El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas, los pajaritos temblaban
por la suerte de su querida sirena.
-Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.
El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a cortar un árbol para
construir la jaula para la pobre sirena.
-Ay, tengo frío -dijo Alahí.
El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se
la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.
A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y
cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol... Varios
caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca
relampaguearon los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un
regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas
estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde
la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:
-¡Ahura!
Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las
orejas. Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas
revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en
los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no
hacia falta más.
Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a
escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su
barco.
-¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra,
demonios!
Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el
trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.
-¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la
libertad!
Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra
por todos sus amigos. Allá muy lejos se iba el barco de los hombres
extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba,
hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando
siempre para quien sepa oírla.
El ovillo
Al fin la madre dijo: -Vayan todos a buscar algo de comer, por ahí
desentierran una batata, pero cuidadito con robar.
Y allá se van corriendo todos juntos, menos Rocío, que es la más chica, y
toma por otro camino, con su gato flaco Bergamín pisándole los talones.
Así pasa el día y los chicos van volviendo más sucios todavía. ¿Qué
encontraron?
Rocío muestra el puño cerrado, le da vergüenza abrirlo, pero al fin estira los
dedos uno por uno. ¿Qué es? ¡Bah! Un ovillito de hilo celeste muy enredado.
-Ni para remiendo sirve –dice la madre, pero no acaba de hablar cuando el
ovillo escapa de la mano de Rocío… se desanuda solo y resulta que es un
hilito de agua, que empieza a viborear y rodar.
Cuando sale del rancho se convierte en arroyo, y el arroyo canta y da
vueltas y engorda y crece y todos miran, se quedan como de palo, los ojos
muy abiertos.
Juntan agua en todos los cacharros que tienen y se van a dormir con
hambre pero al fin sin sed. Tienen miedo de que al amanecer el hilo de agua
haya desaparecido como un sueño.
Cuando despiertan, el sol ya está redondo y el río sigue allí. ¡Qué misterio
misterioso, señores! Durante la noche han nacido brotecitos muy verdes, ha
vuelto el benteveo a bañarse y el agua tan limpita deja ver cómo juegan
unos cuantos peces de plata.
Y ahí vuelve papá Chumpi, con un atado de choclos y tres huevos de ñandú.
¡ja!
Deja caer todo y primero se queda tieso mirando el río, después va a buscar
una caña y pesca que te pesca.
Y colorín colorete,
Este cuento se ha volado
Como el Papelito-Barrilete.
Una vez contó el Paí Luchí que andaba con muchos problemas por un burro
que tenía.
Era un lindo burro con el hocico oscuro y las orejas bien paradas. Solía jugar
carreritas con el perro Ciclón.
Además, era un burro fuerte, capaz de llevar cargas pesadas y de caminar y
caminar sin cansarse. Pero el Paí siempre tenía motivos para rezongar por
su culpa.
Cada vez que lo cargaba con bolsas o con alforjas llenas de leña, de harina
o naranjas, el burro llegaba con la mitad de la carga. ¿Por qué? Porque era
muy petiso y arrastraba las bolsas.
Entonces, se iban agujereando y la carga quedaba por el camino para
alegría de otros viajeros.
Aquella tarde, el Paí estaba tomando mate delante de su rancho y
rezongaba contra el burro.
-¡Linda ganancia! –le decía-. ¡Siempre llegás con la mitad de la leña, la
mitad de la harina, con dos o tres naranjas! ¡Me perdiste siete galletas por
el camino! ¿Vos sabés lo que son siete galletas?
-Hi, ho –rebuznaba el burro como pidiendo disculpas.
-Hi, ho –lo imitaba el Paí-. ¡Te voy a dar “Hi, ho”! ¿Por qué tenés tan cortas
esas patas, eh? ¡Si te voy a regar para que crezcas un poco! ¡Tendrías que
usar tacos altos como las hijas del almacenero, que más parecen terus
(teros) que señoritas!
Y se quedó pensando:
-¿Tacos altos, tacos altos?
Ahí nomás se le ocurrió la idea salvadora y se fue a comer el guiso que
había cocinado su mujer. Ésta lo miraba extrañada porque el Paí comió
sonriente y se durmió sonriente.
Al día siguiente, madrugó sonriente. Pero no decía nada.
Antes de que saliera el sol, el Paí se fue al sauzal. Con hacha y con machete
cortó unas lindas estacas de casi medio metro cada una. Las emparejó bien
y se fue a su casa mientras lo mandaba al Ciclón a buscar al burro que
andaba pastando.
-¡Guau guau! –le dijo el Ciclón al burro.
-Hi, ho –contestó el burro que era muy entendido.
Y los dos animales corrieron hacia el rancho para ver qué quería el dueño.
El Paí lo estaba esperando con las cuatro estacas y unos cuantos tientos de
cuero.
-Vení, burro –le dijo mientras le acariciaba el lomo. Y con la ayuda de su
mujer, que no podía trabajar de la risa, le ató cuatro zancos a las patas.
El pobre burro no entendía nada.
Se enredó un poco, anduvo chueco con los zancos como dos días. Pero al
tercero, ya había aprendido un pasito pitucón (elegante) y no se caía más.
Y, además, estaba mucho más alto. Tan alto que ya no arrastraba las
alforjas y podía hacer los mandados sin perder galletas por el camino.
El Ciclón lo desconoció primero y le daba vueltas ladrándole. Pero
finalmente aceptó la nueva moda del burro y siguieron tan amigos como
antes.
-¡Guau guau! –ladraba el Ciclón.
-Hi, ho, hi ha, hi he –contestaba el burro que desde que había cambiado de
altura, cambió también de rebuzno.
Y bueno, pero todo andaba muy bien; el Paí, contento y su mujer, también
porque ahora estaba menos rezongona.
Un buen día, cuando llegó la hora de preparar al burro para ir al
pueblo, éste no apareció. Hacía dos días que no lo ensillaban ni lo habían
buscado por los alrededores porque estaba lloviendo mucho y entonces no
era necesario ir al pueblo.
Pero aquella mañana había amanecido rosada y sin lluvia, así que era
tiempo de ir a buscar fideos para el guiso, yerba, cebollas y otras
provisiones.
El Paí, su mujer y Ciclón, salieron, cada uno en una dirección diferente, a
buscar al burro.
Pero hasta el perro le perdió el rastro por culpa de los charcos y de los
zancos.
Lo buscaron y lo buscaron. Fueron a ver al comisario que estaba tomando
mate con el preso. Los dos dieron una vuelta por el lado de la loma, pero
nada.
El almacenero dijo que no lo había visto y que, pobrecito, nunca había
sabido de un burro tan trabajador.
La curandera prendió unas velas para ver si aparecía el burro.
Doña Cirila le ofreció al Paí unos mates con cáscara de naranja para
consolarlo y el guitarrero del pago compuso un valsecito que se llamaba “Se
me perdió el burro”.
Pero no había consuelo.
El Paí estaba triste, su mujer estaba triste, el Ciclón estaba triste.
Y así pasaron los días y algunas estaciones. El Paí hacía ahora sus compras
con una carretilla. Nada fácil, pero a mal tiempo buena cara.
Estaba ya bien entrada la primavera y una vez le tocó ir a cazar a un lugar
pantanoso al que nunca iba.
Como siempre, el Ciclón adelante con la cola parada, olisqueando todo. Era
un lugar lleno de sauces metidos en los pantanos.
Caminaba el Paí buscando patos para cazar, cuando oyó a lo lejos:
-Hi, ho, hi, ha, hi, he.
-¡Pará, Ciclón! –dijo con el corazón como un tambor.
-¡Gruau gruau! –ladró, nervioso, el Ciclón.
-¡Hi, ho, hi, ha, hi, he! –se oyó de nuevo a lo lejos.
-¡Ése es el burro! –dijo el Paí.
Y empezaron a caminar con la esperanza de encontrarlo.
Cada vez el rebuzno sonaba más cerca, pero sonaba raro.
-Es como si viniera de arriba… -decía el Paí mirando la copa de los sauces.
Caminó y caminó con muchísimo trabajo, porque al mirar todo el tiempo
para arriba, se tropezaba con todo lo que encontraba.
-¡Hi, ho, hi, ha, hi, he! –oyó de pronto muy cerca.
Y el Ciclón se puso como loco a dar vueltas alrededor de un grupito de
árboles que estaban bastante juntos.
El Paí se fijó bien y allá, bien arriba, sobre las cuatro copas de los sauces,
coleteaba y rebuznaba el burro, contento de ver al Ciclón y a su dueño.
La cuestión es que dicen que el Paí contó que el burro estaba hermoso, bien
alimentado con brotes de sauce. Que se había empantanado con los zancos
y, por la humedad, las estacas echaron raíz, crecieron y se llevaron al burro
para arriba.
Y que allí estuvo, lo más bien, hasta que fue él y lo bajó.
Eso dicen que él dice.
POTRO FANTÁSTICO
(Recreado por Laura Devetach)
EL CONEJO AYUDANTE
(Cuentos de Pedro Urdemales
Contados por: Gustavo Roldán
Centro Editor de América Latina) Personaje del tonto: Juan
Los caminos, algún día, siempre terminan por cruzarse. No pasó demasiado
tiempo y Juan volvió a encontrar a Pedro Urdemales, que estaba sentado a
la puerta de su casa sacándole punta a un palito.
No hicieron falta muchas palabras entre ellos. Juan, sin decir nada, sacó su
enorme cuchillo y se bajó del caballo.
-No repitamos la historia -dijo Pedro Urdemales-, usted sabe que yo tengo
mis derechos, y eso es algo que nadie me puede quitar.
-¡Qué derechos ni torcidos! Vos sabés muy bien que te tengo que matar. Y
esta vez no te salva ningún sombrero.
-No se olvide de que…
-Sí, sí –lo interrumpió Juan-. Ya sé, esa historia de la última voluntad…
Bueno, andá ensillando.
Pedro Urdemales buscó su caballo y, sin que Juan lo oyera, le encargó a su
mujer que fuera preparando el mejor asado y poniendo la mesa como para
recibir visitas.
Partieron para el poblado cuando ya el sol empezaba a entibiar los pastos.
Pedro silbaba, contento, como si fuera de paseo.
Galoparon y galoparon hasta que, de repente, Pedro detuvo su caballo.
-¡Me estaba olvidando de algo importante! -dijo desmontando-. No es más
que un minuto.
-No me hagás perder tiempo con tus mañas, mirá que no te saco el ojo de
encima -dijo Juan.
-Apenas un minuto -repitió Pedro.
Y de bajo el poncho sacó un conejito gris, le acarició las orejas y le dijo:
-Andá a la casa y decile a mi mujer que prepare una buena parrillada, que
vamos a volver a almorzar. Y que no se olvide de poner abundantes
chinchulines y mollejas.
No bien lo puso en el suelo, el conejito paró las orejas y de un salto se
perdió en el monte.
-¡Y no se ande demorando con las conejitas! -le gritó Pedro-. Y después
siguió, como hablando para sí mismo: Estos “ayudantes”, si uno no los
apura un poco…
Juan no había perdido detalle. Lo que vio era como para despertar la
curiosidad de cualquiera, pero en especial la curiosidad de Juan, que se
quedó pensando: “Bah, ha de ser algún cuento de Pedro”.
Galoparon hasta el pueblo. Pedro quiso recorrer varios boliches, pero Juan
estaba demasiado apurado para volver. Tenía que salir de una duda que le
estaba carcomiendo hasta el caracú.
Para empezar decidió ser amable con Pedro, por si las moscas. Total, para
matarlo siempre habría tiempo.
Llegaron a la casa de Pedro, ataron los caballos, y Juan, rápidamente, se
adelantó para poder espiar.
Primero vio el asado en la parrilla que ya estaba a punto, con abundantes
mollejas y chinchulines. Después vio la mesa tendida, y ahí cerquita, atado
a un poste, estaba el “ayudante”.
Pedro, después de desensillar, entró, miró al conejito gris y le dijo:
-Bravo “ayudante”. No perdiste tiempo.
El asombro de Juan le recorría de los pelos a los talones. Tenía que
conseguir ese “ayudante” de cualquier manera.
Lo único que no sabía era que los conejos eran dos. Mientras que éste
estuvo todo el tiempo atado, el otro a estas horas andaría correteando
conejitas en el monte.
Juan no quiso perder tiempo, y tenía todas las de ganar. Iba a hacer un buen
negocio.
-Pedro –dijo-, vos sabés que ya me engañaste demasiadas veces, pero
ahora quiero hacer un negocio bueno para los dos.
-¡Eso sí que no! –dijo Pedro-. ¡Ya sé qué clase de negocio quiere hacer
conmigo!
-No te apurés, Pedro, mirá que te perdono la vida y te doy un montón de
plata.
-Jamás. Usted no sabe lo que me está pidiendo.
-Sí que sé. Es apenas un conejo, y tu vida es tu vida. Y, además, la plata.
Mirá.
Apurado, Juan fue hasta su caballo, sacó de las alforjas una bolsa de
monedas de plata y otra de monedas de oro.
-¿Y le parece que con esa miseria compra a mi “ayudante”?
Juan no contestó nada. Se limitó a sacar dos bolsas más de monedas de oro.
-Bueno –dijo Pedro-. Pero que quede claro que esto sólo lo hago porque
usted es usted.
Una vez hecho el trato, Juan alzó con mucho cuidado al conejito y partió
rápidamente para su casa.
Al otro día invitó al juez, al comisario, al cura y a otros personajes
importantes del pueblo a dar una vuelta a caballo. Cuando el sol ya
comenzaba a calentar los sombreros, Juan sacó su conejito y les contó lo
inteligente y obediente que era. Le acarició las orejas –así lo había hecho
Pedro Urdemales- y le dijo:
-Vaya, “ayudante”, y dígale a mi mujer que prepare una buena comida, que
voy a llegar con cinco amigos.
Lo puso en el camino y el conejo, de un solo salto, se perdió en el monte.
Siguieron cabalgando, y la alegría de Juan era enorme. Tenía algo único que
sus amigos envidiarían a más no poder. En todo el tiempo no se cansó de
alabar la inteligencia de su “ayudante”.
Cuando el calor empezó a pasar de los sombreros a la cabeza, decidieron
volver. La comida ya estaría a punto.
Cuando llegaron, con la panza pidiendo a gritos una buena comida, se
encontraron con que apenas había dos platos en la mesa y un resto de locro
del día anterior.
Las risas de los amigos de Juan no paraban más. Aguantaron contentos el
hambre. Total, un rato de panza que silbe no es nada al lado del cuento que
tenían para seguir divirtiéndose mucho tiempo.
EL PICHÓN DE PERDIZ DORADA
(Cuentos de Pedro Urdemales
Contados por: Gustavo Roldán
Centro Editor de América Latina)
FIN