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EL

NACIMIENTO VIRGINAL DE JESÚS



Por el Pastor Víctor Páez
Pastor de la Iglesia Bíblica Bautista de Vista Alegre, Caracas, Venezuela.

La única y verdadera fe cristiana sostiene como doctrina bíblica fundamental que, aunque el
nacimiento del Señor Jesús no fue diferente al de otros seres humanos, su concepción fue un
milagro de Dios; pues en el vientre de una mujer que jamás había conocido hombre, virgen de
acuerdo a las Escrituras, el Señor Jesús fue engendrado por el Espíritu Santo de Dios sin que
hubiera intervención o cooperación humana alguna (Mateo 1:18-25; Lucas 1:26-38). Pero no solo
nos dicen las Escrituras que María era virgen al momento de su milagrosa concepción, sino que
permaneció virgen hasta el momento del nacimiento de Jesús (Mateo 1:25), de allí que en
conjunto declaremos que Cristo tuvo un nacimiento -incluyendo su concepción- virginal.

“En el principio era el Verbo… y aquel Verbo fue hecho carne” (Juan 1:1a, 14a), y ese Verbo
[Cristo] que en el principio era y se hizo carne “…es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos
13:8). Por lo tanto, Cristo es eterno. Él existía antes de haberse encarnado en el vientre de María
y nacer como un niño en Belén. Y él tenía que ser humano. Isaías así lo había profetizado: “Porque
un niño nos es nacido, hijo nos es dado…” (Isaías 9:6a). Pero al mismo tiempo el profeta declara
que él sería “…Dios fuerte, Padre eterno…” (Isaías 9:6b). Ahora, ¿cómo podía el Padre eterno ser
a la misma vez hijo? ¿Cómo podía el Dios fuerte a la misma vez ser un débil niño? Solo había una
manera, el niño tendría que ser Dios encarnado.

Así que la milagrosa concepción de Jesús fue el instrumento para la encarnación, para que el
Cristo preexistente, el Dios Eterno, tomara forma humana. Jesús, por lo tanto, aunque tuvo en
María el instrumento humano necesario para ello, no tuvo un padre terrenal, sino que el Espíritu
Santo realizó el milagro de engendrar y preparar el cuerpo humano en el que Cristo habría de
nacer como un bebé.

Es importante notar que el nacimiento virginal de Cristo fue un evento único e irrepetible, en el
que el Cristo eterno, “Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:23), “no estimó el ser igual a
Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo…” (Filipenses 2:6-8) para habitar
en toda la plenitud de su deidad en un cuerpo humano (Colosenses 2:9). Bien declara la palabra
de Dios que esto es un misterio (1 Timoteo 3:16); pues, aunque es revelado al corazón del
creyente, para el hombre natural está escondido y es incomprensible cómo el Dios de los cielos
pudo voluntariamente dar un paso fuera de su eternidad, para confinarse a las limitaciones de
espacio y tiempo de la humanidad.

Cuando el ángel habló a José en sueño y le anunció la milagrosa concepción de Jesús en el vientre
de María, le recordó lo dicho por el profeta: “… llamarás su nombre Emanuel, que traducido es:
Dios con nosotros.” (Mateo 1:23). Es así como el nombre dado desde el mismo cielo a aquel niño
anunciaba sin duda alguna de quién se trataba. De allí que luego de su nacimiento, cuando magos
venidos del oriente le vieron, sin mediar palabras “…postrándose, lo adoraron” (Mateo 2:10).
Ellos sabían bien que aquel niño era DIOS CON NOSOTROS, que estaban frente al Verbo hecho
carne (Juan 1:14). Verbo que era con Dios y a la misma vez era Dios (Juan 1:1). Él era la gloriosa
manifestación de Dios-Hijo. Y su acto de adoración no dejaba duda alguna a las generaciones
futuras, que para estos hombres sabios, definitivamente “…Dios fue manifestado en carne…” (1
Timoteo 3:16).

El nacimiento virginal de Cristo no fue una inesperada sorpresa. En los albores de la raza humana,
inmediatamente después de la caída de Adán y Eva, Dios le hizo una promesa de juicio a Satanás
cuando dijo: “y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta
te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). Esta promesa se constituiría
además en anuncio a la humanidad a través de los siglos, que el día vendría cuando uno “nacido
de mujer” (Gálatas 4:4), quien sería herido por Satanás mas no destruido, le daría al maligno el
golpe definitivo para convertirse en aquel que “ha vencido” (Apocalipsis 5:5) sobre Satanás, el
pecado, la muerte y el infierno mismo, constituyéndose ésta en la primera promesa de salvación,
la primera palabra de gracia dada a la humanidad, aun antes que el primer hombre muriera
físicamente. Miles de años más tarde, todavía seiscientos años antes de su cumplimiento, el
profeta Isaías, inspirado por el Espíritu Santo, dio testimonio de cómo sería el nacimiento de
aquella simiente prometida: “…la virgen concebirá, y dará a luz un hijo…” (Isaías 7:14).

Por haber nacido de María, una mujer, Jesús fue un vástago humano. Pero al momento de su
concepción, cuando el Espíritu Santo vino sobre ella y el poder del Altísimo la cubrió con su
sombra (Lucas 1:35), el ángel Gabriel dijo a María que el ser que de ella nacería sería el Santo –
sin pecado- Hijo de Dios. ¡Qué gloriosa declaración! ¿Pero qué de los primeros cristianos? Ellos
no estuvieron allí para escuchar al ángel. ¿Cuál creían ellos era el origen y naturaleza del Señor
Jesucristo? El discurso del apóstol Pedro en el pórtico de Salomón nos lo deja saber, cuando a la
multitud de los allí congregados les dijo: “vosotros negasteis al Santo…” (Hechos 3:14-15). Y con
esta declaración Pedro establecía un vínculo directo entre Jesús y su naturaleza divina, revelando
que los primeros cristianos creían y predicaban lo mismo anunciado por el ángel a María muchos
años atrás: Que Dios se hizo hombre. Que Jesús era el Hijo de Dios.

Así que a partir del momento que Jesús fue concebido en el vientre de María, él fue totalmente
divino y totalmente humano, todo Dios y todo hombre, y no una combinación de ambos. Es por
ello que las Escrituras nos declaran que “…no hay pecado en él” (1 Juan 3:5), y que él “…no
conoció pecado” (2 Corintios 5:21). No es de extrañar, por tanto, que el Señor Jesús dijera de
Satanás “…él nada tiene en mi” (Juan 14:30).

Es importante hacer notar que el origen y condición de todo ser humano se revela en las
Escrituras cuando el salmista dice: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió
mi madre” (Salmos 51:5). Esa es la razón por la cual ellas también declaran que “todos pecaron”
(Romanos 3:23). Somos pecadores, no porque pecamos. Pecamos, porque somos pecadores por
naturaleza. Y ello incluyó a José y María. Allí radica otro aspecto trascendental del nacimiento
virginal de Jesús, pues era necesario que él fuera libre del pecado original, la naturaleza
pecaminosa transmitida de padres a hijos, generación tras generación, que todos los seres
humanos poseemos, y que inevitablemente Jesús habría recibido de su padre si éste hubiera sido
humano, porque “…como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte,
así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” (Romanos 5:12).

El haber sido un hombre común hubiera descalificado a Jesús para ser el Salvador del mundo,
pues habría sido un pecador más en necesidad también de un redentor. Su muerte no habría
podido ser entonces eficaz contra el pecado, y él no habría podido ser nuestro sustituto, pues se
requería que su vida fuera pura, justa y santa, sin ningún pecado en o sobre Él.

De todo lo anterior se desprende, que la doctrina del nacimiento virginal de Cristo está
estrechamente atada a la veracidad y autoridad de la Biblia, pues negar su nacimiento virginal
sería negar las directas enseñanzas de la Palabra revelada, sería colocar una sombra sobre la
inerrancia de las Escrituras. Adicionalmente, la doctrina del nacimiento virginal de Cristo está
íntimamente relacionada a las doctrinas de la deidad de Cristo y la salvación del hombre. Poner
en duda el nacimiento virginal de Cristo sería vulnerar todas estas doctrinas fundamentales de
nuestra fe, y echar por tierra nuestra confesión que él es “…nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo” (Tito 2:13).

Prediquemos, pues, y enseñemos a las generaciones futuras hasta que el Salvador venga en su
gloria, que “El nacimiento de Jesús fue así…” (Mateo 1:18).

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