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El eclipse de la familia.

Los niños siempre han pasado mucho más tiempo fuera de la escuela que dentro
sobre todo en sus primeros años. Influencia educativa de su entorno familiar y su
medio social. Hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más
pequeños (personas de diferentes edades). Estándar de la sociedad. Satisfactorio,
fructífera, ortodoxia, sociológica pueden inducirnos a pensar.

El clima familiar está recalentado de afectividad, abirragado, desgarramiento


traumático que en los primeros años prácticamente nadie es capaz de permitirse.
Miedo a dejar de ser amado por quien padres al principio, compañeros luego.
Paliativos sobrecogidos y anhelosos, Goethe más fuerza saberse amado que
saberse fuerte: invulnerabilidad.

Perversa, felices no los niños mimados o superprotegidos. La educación familiar


sirve por la vía del ejemplo, no por sesiones discursivas de trabajo, y está apoyada
por gestos, humores compartidos, hábitos del corazón. Identificación abundan más
los niños infelices, acrisolamiento de principios moralmente estimables, prejuicios.

Un indudable eclipse la escuela y los maestros. Juan Carlos Tedesco: los docentes
perciben este fenómeno cotidianamente, y una de sus quejas más recurrentes es
que los niños acceden a la escuela núcleo básico de socialización insuficiente para
encarar con éxito la tarea de aprendizaje.

El grito provocador de André Ghide: ¡familias os oído!, “familias, os hecho de


menos”. Hablo siempre de las funciones educativas, que la familia puede descuidar
aun cumpliendo suficientemente otras.

Profesionalización, las elites económicas.

Lo joven, la moda joven, la despreocupación juvenil, el cuerpo agil y hermoso


eternamente joven a costa de cualesquiera sacrificios, dietas y remiendos, la
espontaneidad un poquito caprichosa, el deporte, la capacidad incansablemente
festiva, la alegre camaradería de la juventud. Cioran dice en alguna parte que
“quien no muere joven, merece morir”. El espíritu del tiempo asegura hoy que
quien no es joven ya está muerto. Para que la vida siga gustando es preciso vivir de
gustar y, aunque sobre gustos se dice que no hay nada escrito, no parece
aventurado escribir que a nadie le gustan demasiado los viejos.

Pero viejo se es enseguida: cada vez antes, ¡ay!. Aunque las arterias aún resistan la
esclerosis, se conserve la piel lozana y el paso razonablemente elástico, otros
síntomas peligrosos denuncian la ancianidad. La madurez, esa aleación de
experiencia, paciente escepticismo, moderación y sentido de la responsabilidad.
“La madurez lo es todo”, dijo el pobre Rey Lear, tarde. Por mucho que de labios
para afuera se le pueda dar la razón públicamente, en el fondo la madurez resulta
sospechosa y peligrosamente antipática.

El senior que se niega a serlo presenta frente a ella dos modalidades de


repugnación-. Enorgullece de su invulnerable continuidad. Una metanoia absoluta
de fidelidades e ideales que descarta por completo los del pasado como una
enfermedad sin consecuencias: todo menos aceptar que a lo largo de los años no
ha habido más remedio que aprender algo. Clives a la retórica mística y lleven largo
tiempo reclamando el hombre nuevo que regenerará el orden del mundo y por eso
idealiza la generosa pureza de los jóvenes, es decir, su falta de experiencia vital que
se transforma fácilmente en radicalismo manipulable. Se prefiere el joven virgen de
toda malicia y condicionamiento previo que por no tener aprendida ninguna maña
anterior se hace tanto más rápidamente con el manejo de los novísimos aparatos
que cada mes salen al mercado… amén de ser menos ducho en reivindicar
derechos sindicales.

Lermontov sino Bill Gates o Macaulay Culkin, adolescentes prodigiosos que ni


siquiera han necesitado crecer para hacerse multimillonarios. Sin embargo, para
que una familia funcione educativamente es imprescindible que alguien en ella se
resigne a ser adulto. El padre que no quiere figurar sino cómo “el mejor amigo de
sus hijos”, algo parecido a un arrugado compañero de juegos, sirve para poco; y la
madre, cuya única vanidad profesional es que la tomen por hermana ligeramente
mayor de su hija, tampoco vale mucho más. La familia se hace con ellas más
informal, menos directamente frustrante, más simpática y falible. Cuanto menos
padres quieren ser los padres,más paternalista se exige que sea el Estado.
Se trata, como suele decirse, de una crisis de autoridad en las familias. Pero ¿Qué
supone dicha crisis? En primer lugar, una antipatía y recelo no tanto contra el
concepto mismo de autoridad. En su esencia, la autoridad no consiste en mandar:
etimológicamente la palabra de un verbo latino que significa algo así como “ayudar
a crecer”, ayudar a crecer a los miembros más jóvenes, configurando del modo más
afectuoso posible lo que en jerga psicoanalítica llamaremos su “principio de
realidad”. Implica la capacidad de restringir las propias apetencias en vista de las de
los demás, y aplazar o templar la satisfacción de algunos placeres inmediatos en
vista al cumplimiento de objetivos recomendables a largo plazo. Es natural que los
niños carezcan de la experiencia vital imprescindible para comprender la sensatez
racional de este planteamiento y por eso hay que enseñárselo. Son educados para
ser adultos, no para seguir siendo niños. Son educados para que crezcan mejor, no
para que no crezcan, van a crecer irremediablemente. Serán las instituciones
públicas las que se vean obligadas a importarles el principio de realidad, no con
afecto sino por la fuerza. Se logran envejecidos niños díscolos, no ciudadanos
adultos libres.

Lear, el miedo no es sino la primera reacción que produce contemplar de frente el


rostro de nuestra finitud. El Eclesiastés asegura que el temor es el principio de la
sabiduría y con razón, porque el saber humano comienza con la certidumbre
aterradora de la muerte y las limitaciones que esta frágil condición perecedera nos
impone: necesidad de alimento, de cobijo, de apoyo social, de comunicación y
cariño, de templanza, de cooperación. Provendrá del respeto por la realidad y en
especial el respeto por los semejantes, colegas y cómplices de nuestra finitud. El
objetivo de la educación es aprender a respetar por alegre interés vital lo que
comenzamos respetando por una u otra forma de temor.

La mayoría de las formas de aprendizaje implican un esfuerzo que sólo se afrontara


en sus fases iniciales si se cuenta con un principio de realidad suficientemente
asentado. Bruno Bettelheim, ha estudiado la importancia del miedo en los cuentos
de hadas infantiles, quien ha explicitado con menos rodeos este requisito
incómodo de la formación básica: así, mientras que la conciencia tiene su origen en
el miedo, todo aprendizaje que no proporcione un placer inmediato depende de la
previa formación de la conciencia. Ocurre así antes de que la adolescencia esté ya
muy avanzada, es decir, cuando la formación de la personalidad ha quedado
completada en esencia. El niño debe tener algo si queremos que se aplique a la
ardua tarea de aprender. Opino que, para que prosiga la educación, los niños
tienen que haber aprendido a tener miedo de algo antes de ingresar a la escuela. El
miedo a perder el amor y el respeto de los padres y, finalmente, el miedo a perder
el miedo a perder el respeto a sí mismo.

El modelo de autoridad en la familia tradicional de nuestra sociedad ha sido el


padre, una figura cuya dimensión temible y amenazadora, aunque también
afectuosa y justa, ha propiciado en ocasiones excesos sádicos cuyo influjo
aniquilador describe magistralmente la Carta al padre de Franz Kafka. Carmine
Ventimiglia, la mayoría de los padres actuales de Italia no tienen como modelo de
relación ideal con los hijos la que tuvieron con sus padres sino la que mantuvieron
con sus madres: quiero ser un buen padre…como mi madre lo fue conmigo.

Neil Postman titular así de: la desaparición de la infancia, anatemas contra la caja
tonta! Que un ensayo sobre educación tardase tanto en arremeter contra la fuente
principal de todos nuestros males educativos! La revolución que la televisión causa
en la familia, sobre todo por su influencia en los niños, nada tiene que ver según el
sociólogo americano con la perversidad bien sabida de sus contenidos sino que
proviene de su eficacia como instrumento para comunicar conocicacia. Educa
demasiado y con fuerza irresistible; desmitifica vigorosamente y disipa sin
miramientos las nieblas cautelares de la ignorancia que suelen envolver a los niños
para que sigan siendo niños.

Dos principales fuentes de información eran por un lado los libros, que exigían un
largo aprendizaje para ser descifrados y comprendidos, y por otro las lecciones
orales de padres y maestros, dosificadas sabiamente.

La violencia, la guerra, el dinero, la ambición y la incompetencia de los príncipes de


este mundo. El niño crecía en una oscuridad acogedora, levemente intrigada por
esos temas sobre los que aún no se le respondía del todo, admirando con envidia la
sabiduría de los mayores y deseosa de crecer para llegar a ser digno de compartirla.

La televisión ofrece modelos de vida, ejemplos y contraejemplos, viola todos los


recatos y promociona entre los pequeños esa urgencia de elegir inscrita en la
abundancia de noticias a menudo contradictorias: la televisión no sólo opera
dentro de la familia sino que emplea también los cálidos y acríticos instrumentos
persuasivos de la educación familiar, reproducir los mecanismos de socialización
primaria empleados por la familia y por la Iglesia: socializa a través de gestos, de
climas afectivos, de tonalidades de voz y promueve creencias, emociones y
adhesiones totales.

Los niños llegan ya hartos de mil noticias y visiones variopintas que no les ha
costado nada adquirir. El maestro tiene que ayudarles a organizar esa información,
combatirla en parte y brindarles herramientas cognoscitivas para hacerlo
provechosa o por lo menos no dañina.

La socialización familiar tendía a la perpetuación del prejuicio y a la esclerosis en la


aceptación obligado de modelos vitales. Los padres no educan para ayudar a crecer
al hijo sino para satisfacerse modelándolo a la imagen y semejanza de lo que ellos
quisieran haber sido, compensando así carencia y frustraciones propias.

Franz Kafka defiende la socialización institucional por encima y contra cualquier


educación familiar, con argumentos lúcidos que no deben dejar de ser
considerados. Juan Carlos Tedesco, señalar las potencialidades liberadoras que
abre una socialización más flexible y abierta. Formación ética, por los valores y
comportamientos básicos pasa a depender ahora mucho más que en el pasado de
instituciones y agentes secundarios, también se abren mayores posibilidades de
promover concepciones tolerantes y diversas.

Ética, la religión, el sexo, las drogas y la violencia. Nótese que todas esas son
cuestiones sobre las que urge casi histéricamente buena parte de la demanda
social, que reclama con irritada angustia a la escuela la consolidación casi
taumatúrgica de los mismos valores que ella en las casas o en las calles ha
renunciado a definir y a defender.

Ética y la religión. Jean Piaget, no puede enseñarse de modo temático, como una
asignatura más, sino que debe ejemplarizarse en toda la organización del centro
educativo, en las actitudes de los maestros y su relación con los alumnos, así como
impregnar el enfoque docente de cada una de las materias. Porque cada cual tiene
la suya. Alternativa laica a la asignatura de religión, pretendiendo convertirla en un
adoctrinamiento sustitutorio para quienes no escuchan sermones dominicales en
los templos.

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